Gisbert Greshake Creer En El Dios Uno Y Trino. Sal Tarrea 2002.pdf

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I"ndice

Prólogo .. .......... .

Título del original alemán: An den drei-einen Gott glauben. Ein Schlüssel zum Verstehen © 20003 by Herder Freiburg im Breisgau Traducción: José Pedro Tosaus Abadía © 2002 by Editorial Sal Terrae Polígono de Raos, Parcela 14-1 39600 Maliaño (Cantabria) Fax: 942 369 201 E-mail: salterrae@ salterrae.es www.salterrae.es Con las debidas licencias Impreso en España . Printed in Spain ISBN: 84-293-1469-5 Depósito Legal: BI-2212-02 Fotocomposición: Sal Terrae - Santander Impresión y encuadernación: Grafo. S.A. - Bilbao

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l. Fundamentos de la fe trinitaria Documentación bíblica . . . . . El acontecimiento de la revelación y el Dios uno y trino Una «revolución en la comprensión del ser» Dios es comunidad . . . . . . Las distintas personas en Dios

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2. Consecuencias . . . . . . . . . . . .

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Ser hombre a imagen del Dios trinitario Prueba en contrario: el hombre como «sujeto aislado» . . Una creación que proviene del amor .. «Trinitarización»: la meta de la creación . La humanación del Dios trinitario . . . . Redimidos por el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. La Iglesia como «icono» de la Trinidad El olvidado Espíritu Santo ....... .

3. La fe en el Dios uno y trino en diálogo Las religiones del mundo y el «principio trinitario del diálogo» . La crítica de la religión, el diagnóstico histórico y la fe en la Trinidad . . . . . . . . . . . .

4. Imagen y desierto . Retrospectiva . . . Imágenes trinitarias «El grano de mostaza », un mandato de guardar silencio

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63 70

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Índice onomástico ............................................................... 135

Prólogo «Dios es uno en tres personas»: ¿es obligatorio creer tal cosa? ¿Es preciso creerlo? ¿Se puede creer siquiera? Pero, ante todo: ¿y qué? ¿Para qué sirve una imagen tan incomprensible de Dios, esa fe llamada «trinitaria»? ¿Acaso no cabe darle la razón a Goethe, quien en referencia a su educación religiosa comentaba en una ocasión, en su diálogo con Eckermann (1824): «Yo creía en Dios y en la Naturaleza y en la victoria de lo noble sobre lo malo; pero eso no era suficiente para las almas pías: debía creer también que tres es uno y que uno es tres; esto, sin embargo, repugnaba al sentimiento de verdad de mi alma; tampoco veía que con ello se me ayudara en lo más mínimo»? Aun cuando estas palabras del poeta no corresponden ya al sentir actual del pensamiento y el lenguaje, sí expresan, no obstante, lo que muchos de nuestros contemporáneos quieren decir hoy en día cuando, por ejemplo, piensan o afirman: yo creo en Dios, me complazco en el mundo y espero que un día todo salga bien; ¿a qué viene, entonces, esa absurda e inútil fe en un Dios trino? De hecho, la observación de Goethe encierra dos críticas que hasta hoy se siguen haciendo a la fe trinitaria cristiana. En primer lugar, es contradictoria e incomprensible, una trama ilógica de ideas. En segundo lugar, dicha fe es irrelevante, está alejada de la vida y no tiene consecuencia

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alguna. ¿En qué modifica, en realidad, mi vida práctica el que Dios sea simple, triple o céntuple? Totalmente en esta misma línea, Kant había dicho en 1798: «A partir de la doctrina de la Trinidad no se puede hacer absolutamente nada en el ámbito de lo práctico» 1• Estas dos objeciones críticas han mantenido su vigencia hasta el día de hoy. El pedagogo de la religión Georg Baudler cuenta reacciones de los alumnos ante las clases de Religión en que se aborda este tema; en ellas queda perfectamente clara la completa incomprensión de los jóvenes: «La Trinidad» -escribe Baudler- «aparece ... en la mayoría de las anotaciones de los alumnos como una especie de crucigrama teológico sin significado alguno para la vida» 2 • Este punto de vista -como hemos visto en los ejemplos de Kant y de Goethe- tiene ya una larga historia. Desde principios de la Edad Moderna se cree -¡a lo sumo!- en un Dios representado «unipersonalmente», en el «Padre celestial», en un «Ser supremo», en una «Mónada» divina «suspendida y tejida» sobre todas las cosas (es decir, en un ' «solitario» Ser supremo último, simple, cerrado en sí mismo y autosuficiente). Los cristianos comprometidos no son una excepción. De ellos llegaba a decir Karl Rahner: «Podemos ... aventurar la conjetura de que, si tuviéramos que eliminar un día la doctrina de la Trinidad por haber descubierto que era falsa, la mayor parte de la literatura religiosa quedaría casi inalterada. Tampoco nos satisface la respuesta de que la doctrina de la encamación es tan central para el cristiano desde el punto de vista teológico y religioso que, gracias a · ello, la Trinidad se encuentra siempre y en todas partes insepal. l. KANT, Der Streit der Fakultiiten = WW (Weischedel) IX, Darmstadt

2.

PRÓLOGO

CREER EN EL DIOS UNO Y TRINO

1971, p. 303. Las citas que en este libro no se documentan de manera expresa se pueden verificar fácilmente buscando en el índice de mi «gran » teología trinitaria Der dreieine Gott, Freiburg i. Br. 19983 (trad. cast.: El Dios uno y trino. Una teología de la Trinidad, Barcelona 2001). G. BAUDL ER, <
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rablemente "presente" en su vida religiosa ... Cabe [por el contrario] la sospecha de que, si no hubiera Trinidad, en el catecismo de la cabeza y del corazón (a diferencia del catecismo impreso) la idea que tienen los cristianos de la encamación no necesitaría cambiar en absoluto. En ese caso, Dios como (la única) persona se habría hecho hombre» 3 • En total analogía con esta observación del teólogo dogmático Rahner, me encontré hace unos años con el comentario de un moralista (por desgracia, no sé ya quién era), según el cual, en casi todos los libros actuales de teología moral, el nombre «Dios» se podría sustituir tranquilamente por el nombre «Alá» sin que nada en absoluto cambiara en las normas de actuación y líneas de argumentación desarrolladas en dichos libros. ¿Es, por tanto, la fe trinitaria una «fórmula teológica vacía», una «ideología abstracta» que nada tiene que ver con la vida concreta? No obstante, ¡todo cristiano fue bautizado en el nombre del Dios trino, confiesa esta fe en innumerables textos litúrgicos, y el católico creyente incluso graba literalmente en su cuerpo la confesión trinitaria con la señal de la cruz, hecha tan a menudo! Evidentemente, ni la proclamación eclesiástica de la fe ni la teología han conseguido poner en claro el significado universal y revolucionario de la fe trinitaria para la vida propia y para las relaciones con el mundo. De la confesión del Dios trino surgió una declaración teológica interna, ajena a la vida, sobre la esencia más íntima de Dios, que en última instancia deja a los hombres fríos e indiferentes. Pues ¿por qué habría de tener importancia existencial para mí el saber cómo son las cosas en el ser y la vida intradivinos? 3.

K. RAHNER, «Der Dreifaltige Gott als transzendenter Urgrund des Heilsgeschichte», en Mysterium Salutis II, pp. 319s (trad. cast.: «El Dios trino como principio y fundamento trascendente de la historia de la salvación», en Mysterium Salutis 11, Madrid 1977', p. 362).

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PRÓLOGO

Pero así se pasa completa y radicalmente por alto lo mucho que supone la fe en el Dios trino. Ésta no es una declaración aislada y abstracta sobre un ser divino lejano, excelso, fuera de nuestro alcance. Antes bien, si Dios es aquel «en quien vivimos, nos movemos y existimos», como se dice en los Hechos de los Apóstoles ( 17,28), y ese Dios se nos presenta en su autorrevelación como comunidad, como intercambio de vida de tres personas, todo queda bañado por una luz nueva, yo mismo aparezco con una perspectiva completamente nueva, y también la creación entera se presenta de un modo nuevo y diferente. Todo lo que hay en el mundo, todo sin excepción, se ve afectado por ello. A esto se refería atinadamente el difunto obispo de Aquisgrán, Klaus Hemmerle, cuando escribía: «Difícilmente puede captarse el alcance de la "revolución" de la imagen de Dios que se inició en la historia de la humanidad a través de la fe en... el Dios trino. Dicha revolución ni siquiera ha llegado a penetrar aún hasta lo más profundo de nuestra propia conciencia cristiana. Que Dios sea totalmente comunicación, vida que se derrama ... no sólo invierte la imagen humana de Dios, sino que afecta también a la comprensión que tenemos de nosotros mismos y del mundo» 4 • De esta cuestión especialmente se va a tratar en el presente libro: ¿qué significado vital, qué consecuencias concretas tiene para nosotros la fe en el Dios trino? Pero, naturalmente, también de esta otra: ¿qué función principal tiene dicha fe para el conjunto de la fe cristiana, para su comprensión y su puesta en práctica? Dicho brevemente, se trata de poner de relieve la función «clave» que la fe trinitaria tiene para todo entender. En este contexto, entender significa no sólo «pensamiento correcto» y «comprensión racional» , sino también práctica correcta y con buenos resultados, lo mismo que cuando se dice de alguien que «entiende» su oficio, o sea, que puede ejercerlo bien y correctamente, puede hacerle frente, lo domina «prácticamente».

Así, las explicaciones que siguen pretenden mostrar, por tanto, cómo la fe en el Dios trino lleva a una comprensión nueva e integral de la realidad: no sólo a un entendimiento más profundo, sino también a un modo convincente de actuar en la vida. Este libro, por tanto, quisiera ser incluso una «clave» para estudiar a fondo la posición «clave» de la fe en el Dios trino.

4. K. HEMM ERLE, Glauben - wie geht das ?, Freiburg i. Br. 1978, p. 147.

Un «programa» así puede ser mal interpretado y conducir a extravíos peligrosos; tal sería el caso si se produjera la impresión de que la fe (trinitaria) se debe medir por su utilidad funcional y aplicabilidad instrumental para el hombre. Naturalmente, no es esto lo que aquí se pretende. La fe se rige en conjunto por una regla fijada de antemano al hombre, a saber, por la palabra de Dios que se dirige a él y lo reclama, a la cual ha de dar una respuesta en la obediencia. En lo tocante a esto, la fe no se ha de medir por su utilidad para nosotros, sino que ella misma es la medida que mide todo lo demás. Sin embargo, precisamente al comunicarse Dios en su palabra y revelar con ello su esencia más profunda, su «corazón», se abre para nosotros una perspectiva nueva de comprensión y de acción, como dice muy bellamente la constitución pastoral del concilio Vaticano u (n. 22): al comunicarse Dios en Cristo (y por el Espíritu Santo) al hombre, al mismo tiempo «manifiesta plenamente el hombre al propio hombre». De esta luz nueva que aporta la autorrevelación del Dios trino y la fe en él se va a tratar a continuación de manera prioritaria. Esto mismo se puede aclarar también desde otro punto de vista. Como dice la sagrada Escritura, el hombre ha sido creado «a imagen y semejanza de Dios». Ahora bien, si este Dios no es simplemente un Ser supremo «compacto», sino una comunidad de vida y amor, esto «debe» tener, por decirlo así, consecuencias para el hombre: sólo desde la mirada al Dios trino se hace reconocible con máxima profundidad de campo qué es lo que reproduce exactamente la criatura dotada de espíritu y a qué remite con precisión su con-

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dición de imagen de Dios. De esta «nueva mirada» hemos de ocuparnos, por tanto, en las explicaciones que siguen. En enero de 1997 publiqué en la editorial Herder una obra sobre este tema, titulada Der dreieine Gott (trad. cast.: El Dios uno y trino, Barcelona 2001) -que a estas alturas (1998) va por su tercera edición-, pero está dirigida más bien a los teólogos especializados. Las hermanas de la comunidad «Caritas Socialis» de Viena, a las que he estado vinculado durante mucho tiempo y que siguieron con mucho interés mi trabajo de años en esta obra, me sugirie­ ron la idea de publicar en forma más sencilla y para un público amplio los resultados, ideas y conexiones más importantes; la idea de poner, por tanto, junto a la «gran» teología trinitaria, otra «pequeña». Así me puse a reducir a lo esencial -sin debates sobre cuestiones de especialistas ni complementos eruditos- aquel voluminoso estudio y a cambiar la expresión y la forma de argumentación, aun cuando en esta obra también recojo continuamente pasajes enteros de la otra obra ya mencionada, así como su último capítulo (en forma abreviada). Al corresponder con este libro al ruego de las hermanas de la «Caritas Socialis», quisiera dedicárselo a ellas con cordial afecto y agradecimiento. Pero también quisiera mencionar agradecido la activi­ dad de doña Annernarie Ramson en la elaboración del ma­ nuscrito, así corno la colaboración de la doctora Eva-Maria Faber, el diplomado en Teología Joachirn Kittel y el licen­ ciado en Teología Toni Leichtfried en la formulación de un texto legible también para quienes no son teólogos. ÜISBERT ÜRESHAKE

Freiburg, Pentecostés de 1998

1 Los fundamentos de la fe trinitaria Documentación bíblica

Antes de alcanzar la cresta y la cima de una montaña, tene­ mos por delante un camino más largo que puede descubrir­ nos vistas impresionantes. Los guías de montaña piden a veces aguante y respiración honda, cuando el sendero se alarga casi sin fin hacia un llano apenas divisable y los caminantes preguntan impacientes por la verdadera meta, la cima. También para el camino de las explicaciones que siguen se requiere un poco de paciencia y la disposición a lanzarse, precisamente con estas primeras secciones, a un camino mental más largo. Dejérnoslo claro desde el principio: la fe en el Dios trino no es un producto de la fantasía ni una especulación; no es nada que el hombre haya imaginado o podido imagi­ nar por sí mismo. La fe trinitaria descansa sólo en el hecho de que el Dios excelso, infinitamente superior a todo pen­ samiento e imaginación humanos, se nos ha revelado y comunicado en libertad. Sólo desde sí puede Dios revelar­ se; sólo él mismo puede decir quién es. Y lo ha hecho. Ya la creación es un modo de esa autorrevelación de Dios. Así se dice en Rm 1,20: «Lo invisible de Dios, desde la creación del mundo , se deja ver a la inteligencia a través de sus 0?ras: su poder eterno y su divinidad». Con respecto a esto dtce el gran filósofo y teólogo Nicolás de Cusa que ya

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desde la creación resuena la «gran voz de Dios». Es una voz que luego se «ha intensificado a lo largo de los siglos», más exactamente en los fundadores de religiones, sabios y profetas de la historia de la humanidad , ante todo en los de la Antigua Alianza («Muchas veces y de muchas maneras habló Dios en el pasado ... por medio de los profetas»: Hb 1,1); pero, «al fmal de una larga serie de modulaciones », esa única gran voz «tomó finalmente figura humana» en Jesucristo 1 • Así, sólo desde él se revela también definitivamente quién es Dios, esto es, que él es el Dios trino. Por eso recalca con razón Hans Urs von Balthasar: «No existe otro acceso al misterio trinitario que el de su revelación en Jesucristo y en el Espíritu Santo»2 • Somos remitidos , por tanto, al testimonio de la Sagrada Eseritura, que propiamente deberíamos ahora examinar, por medio de una serie de afirmaciones y textos concretos, y analizar en detalle. Esto nos llevaría demasiado lejos, y por eso hemos de escoger en este caso otro acceso más básico, mirando a la experiencia primitiva y fundamental de la fe neotestamentaria testimoniada en la Sagrada Escritura. Esto signifi. ca que tomamos como punto de partida la siguiente pregunta: ¿qué se encuentra realmente en el centro de la experiencia cristiana de fe? Sin duda, el hecho de que los hombres han experimentado , de una manera que los «trastorna», que en Jesús de Nazaret y en la fuerza de su Espíritu viene Dios mismo a nuestro encuentro .y, de este modo, nos comunica, no sólo algo, sino literalmente a sí mismo. En el acontecimiento Cristo, Dios nos manifiesta su realidad más íntima, su corazón; en él funda para siempre la comunidad con el hombre; en él comparte con nosotros su propia vida. En Jesucristo (y -de otro modo- en el Espíritu enviado por él) no se encuentra, por tanto, una figura mediadora que se l. NICOLÁS DE CU SA, Exc itationes 3, Basel1565 , pp. 4ll s, cit. según H. DE LU BAC, Glauben aus d er Li ebe, Ein siedeln 1970, p. 405 (trad . cast. del original francés: Catolicismo, Barcelona 1963). 2. H.U. VON BALTHASA R , Theo/ og ik, vol. ll, Ein siedeln l 985, p . 117 (trad . cast. : Teo/ 6gica, vol. ll, Madrid 1997).

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limita a señalar a Dios, pero tras de la cual lo divino queda sustraído para siempre al hombre en una trascendencia escondida e infinitamente excelsa. No; en el acontecimiento Cristo, Dios se descubre a sí mismo. Quien entra en relación con Jesús, su palabra, su hacer y padecer, entra en relación personal con Dios. Si fuera de otro modo, Jesús, que se presenta como palabra última y definitiva de Dios y como personificación insuperable del amor divino, estaría en contradicción consigo mismo; no sería esa mediación definitiva entre Dios y el hombre que, sin embargo, él afirma ser. Sí; como dice Joseph Ratzinger, «Si fuese distinto de Dios, si fuese una esencia intermedia, desaparecería radicalmente su mediación, que se convertiría en separación. Entonces no nos llevaría a Dios, sino que nos alejaría de él»3 • Y también el Espíritu Santo, que llenó a Jesús y que tras el regreso de éste al Padre nos introduce en la realidad de Cristo y nos abre un acceso directo al Padre, nos dejaría en el ámbito de lo puramente creatural, sin relación directa con Dios, si él mismo no fuera Dios. Pero si la pretensión esencialmente propia del acontecimiento Cristo es que a quien encontramos en Cristo y en el Espíritu regalado por él es a Dios mismo, dicho Dios debe caracterizarse por diferenciaciones internas. ¿Cómo? Jesús, la comunicación del Padre a nosotros, tanto en su palabra como en su hacer se distingue -como muestra de múltiples maneras la Sagrada Escritura- tanto del Padre como del Espíritu Santo. Por consiguiente, también debe pertenecer a la esencia de Dios, que aparece en Jesucristo, la distinción de Padre, Hijo y Espíritu Santo. De este modo, pues, los hombres de aquel entonces comprendieron a partir de la experiencia absolutamente concreta con Jesús (y también nosotros podemos comprenderlo hoy) que él es el diferenciado don divino que nos hace el dador (Dios Padre) y a cuya recepr,ión quedamos abiertos por la fuerza y la actividad del Espíritu Santo. 3

· J . RATZING ER , Einführung in das Christentum, München 1968', p. 126 (trad. cast.: lntroducci6n al cristianismo, Salaman ca 1969).

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Así considerada, la fe en el Dios trino no se fundamenta en unos cuantos pasajes del Nuevo Testamento, ni es fruto de la reflexión y la especulación, sino que representa la experiencia neotestamentaria básica. Pero esto significa -dicho de otro modo- que la Trinidad no es originariamente una fórmula de fe, ni un dogma, ni una doctrina o ideología, sino un acontecimiento que se cuenta, una experiencia de la que se da testimonio. Y ésta es -¡una vez más!-la experiencia de que Dios Padre, por su Hijo Jesucristo, en el Espíritu Santo comunicado por él, ha venido al encuentro de los hombres, se ha comunicado totalmente a ellos y los ha introducido en su propia vida divina. De este modo el hombre -según la bella formulación de Jürgen Werbickqueda «tan inmerso en esta comunión de vida, que se experimenta sostenido por el Padre, fundamento originario del ser... acompañado por su hermano Jesucristo en el camino de su vivir y su morir, y abierto por el Espíritu Santo a la realidad divina, que supera toda capacidad de pensamiento y de imaginación» 4 • Esta experiencia básica neotestamentaria tiene consecuencias para la imagen de Dios: si Dios se ha mostrado en el acontecimiento Cristo, diferenciado en sí y como misterio de suprema referencia y cercanía, amor y comunicación, y con ello se ha mostrado realmente como él mismo, este Dios es también en sí mismo diferenciado, y lo es como communio que se obsequia mutuamente (luego hablaremos más de ello). La fe en el Dios trino significa precisamente esto: el Dios de los cristianos no es una Mónada solitaria, ni una Omnipotencia compacta, ni un Superpadre monárquico que habite de algún modo y en algún lugar «sobre la tienda de las estrellas» -como dice Schiller-; el Dios uno y único es más bien comunidad que acontece, en sí mismo y en su relación con nosotros.

La fe en el Dios trino está, por tanto, muy íntimamente ligada a la experiencia de que Dios se ha comunicado al hombre totalmente y sin reservas, que no ha regalado al hombre algo de sí, sino literalmente a sí mismo, tal como es. Precisamente esta experiencia es la que nos descubre una mirada al interior de Dios y, con ello, al corazón de toda realidad. Todo esto se puede concretar, y a la vez profundizar intelectualmente, con el ejemplo del acontecimiento de la revelación tal como lo entiende la fe cristiana.

4. J. WERBICK, «Trinitiitslehre», en (Th. Schneider [ed.]) Handbuch der Dogmatik, vol. 11, Düsseldorf 1992 (trad. cast.: Manual de Teología Dogmática, Barcelona 1996).

El acontecimiento de la revelación y el Dios uno y trino

Con otras muchas religiones, el cristianismo está convencido de que Dios se ha hecho «manifiesto», es decir, que ha hablado al hombre, bien con su propia voz o por medio de la misión de personas especialmente llamadas (profetas), bien mediante fenómenos de la naturaleza o acontecimientos imponentes de la historia. De múltiples maneras, por tanto, se ha revelado Dios al hombre, pero siempre «en la palabra», es decir, bien con palabras expresas, bien con signos, gestos e indicaciones que no van acompañados necesariamente de palabras explícitas, pero que son igualmente verbales (en sentido amplio) cuando con ellos se expresa una persona. Si se entiende así la revelación, muchas religiones están convencidas de que Dios se ha revelado y se revela en la palabra. De primeras, esto suena simple y sencillo. Sin embargo, esta convicción plantea una serie de problemas. Pues, si la «palabra» del Dios situado por encima del mundo ha de ser oída Y aceptada por el hombre, debe hacerse audible y percep ible con y mediante palabras humanas, o bien mediante Signos e indicaciones de nuestro mundo. Pues, si no es al modo humano, los hombres no podemos captar ni experimentar absolutamente nada, tampoco a Dios. Por tanto,

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Dios ha de hacemos llegar su «palabra» al modo humano. Pero con ello se plantea inmediatamente esta pregunta: ¿no se hace entonces finita -con esa mediación humana y mun­ dana- la palabra del Dios infinito y trascendente?; ¿no queda ésta rebajada a nuestras limitadas medidas y posibi­ lidades creadas, por el hecho de aparecer en el ámbito cre­ atural y hacerse perceptible a la manera humana? También cabe formular esta misma pregunta de otro modo: ¿cómo puede la palabra de Dios seguir siendo palabra de Dios si para alcanzar a los hombres debe entrar en la limitación, y hasta en la miseria, de las palabras humanas y los signos finitos? Y si dirigimos entonces nuestra fe a tal forma crea­ rural -esto es, limitada- de la palabra de Dios, ¿no conver­ timos a Dios en un ídolo, puesto que damos, identificamos y confirmamos una palabra humana como palabra del Dios infinito? Planteado de un modo todavía más fundamental: en lo que nosotros llamamos «historia de la revelación» o «de la salvación», ¿encontramos verdaderamente al Dios infinito o tropezamos en cada caso sólo con formas finitas, limitadas y fragmentarias de comunicación en las cuales Dios, conforme a nuestra capacidad de comprensión, comunica algo de sí; algo, sin embargo, tras de lo cual, en el fondo, lo verdaderamente divino se esconde y se sigue sustrayendo siempre a nosotros? Ante estas preguntas queda patente la fuerza explosiva de la experiencia básica neotestamentaria ya esbozada, según la cual en Jesucristo entró real y verdaderamente en la historia Dios mismo, y lo hizo de manera insuperable: en figura humana -¡la suya!-, adaptada por tanto a nosotros, Dios se descubre a sí mismo, expresa su esencia más pro­ funda y hasta se dice a sí mismo, de manera que podamos verlo y oírlo de verdad. «Quien me ve a mí ve al Padre», dice Jesús. de sí (Jn 14,9). Es realmente Dios quien, en él, viene directa e inmediatamente a nuestro encuentro para entrar en comunión con nosotros y para que nosotros poda­ mos incorporamos a dicha comunión. Así, ya en el aconte­ cimiento de la revelación nos tropezamos con dos agentes

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diferentes: con el Dios que se revela y con la Palabra divi­ na revelada en figura humana, Jesucristo, en quien Dios se expresa totalmente y se dirige a nosotros. No obstante, palabra de Dios no es sólo lo que él «dice», sino todo cuan­ to queda expresado en la entera extensión de su vida, su conducta, su hacer y padecer. (Más detalles sobre esto en las pp. 72ss). Todo es revelación, expresión y comunicación de lo que en lo más hondo es, hace y padece Dios mismo. Sin embargo, por lo que al acontecimiento de la revela­ ción se refiere, con la «dualidad» de un Dios que revela y una Palabra divina revelada, todavía no queda todo com­ prendido. De manera absolutamente general se puede decir que, si una palabra sólo se ha pronunciado hacia fuera, todavía no ha realizado su esencia; únicamente alcanza su meta cuando es interiormente percibida, pensada, compren­ dida y respondida por aquel a quien se ha dirigido. Así, en lo tocante a la Palabra de Dios se plantea esta pregunta: aun cuando Jesucristo sea realmente la Palabra de Dios en per­ sona, ¿cómo puede ésta llegar a nuestro interior y ser com­ prensible? ¿No hará finita a la Palabra de Dios nuestra pro­ pia capacidad de comprensión interna creada, es decir, muchas veces limitada? Ilustremos el problema con la imagen del continente y el contenido: si la palabra de Dios -como expresión de su esencia infinita- es plenitud inagotable y verdad insonda­ ble, ¿cómo puede entonces hallar siquiera entrada y ser comprendida en el pequeño y limitado continente de nues0: entendimiento humano? ¿No se convertirá tal compren­ Slon necesariamente en una profanación de la grandeza e celsa de Dios? Si la palabra infinita de Dios es compren­ dida por el hombre limitado, ¿no quedará «aprisionada» en el estrecho continente de nuestra mísera condición humana e? lo cual se verá liquidada su grandeza? Pero -otra posi llldad- ¿no quedará aniquilado el hombre cuando el fuego devorador de la palabra divina se apodere de él y disuelva, . estruya Y dé muerte a todo lo creaturalmente limitado, Inc1uid 0 e'1 mi·smo? Así lo ve ya el Antiguo Testamento, y

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de manera parecida muchas otras religiones de la humanidad: «Nadie puede experimentar a Dios y seguir con vida» (Ex 33,20). Por ello grita el hombre: «¡Que no nos hable Dios, no sea que muramos!» (Ex 20,19). Pero entonces quedan estas dos únicas posibilidades: si Dios se revela, ¿se hace finita su palabra en la miseria de la capacidad humana de comprensión o, por el contrario, queda aniquilada la criatura ante la gloria divina desvelada? Si así fuera, no habría ninguna relación de cercanía, ninguna comunión de Dios y hombre en la q"ue ambos pudieran seguir siendo lo que son, a saber, Dios infinito y hombre finito. ¿Existe, pues, una tercera posibilidad? A la ya mencionada experiencia básica neotestamentaria pertenece el descubrimiento placentero de que Dios ha establecido realmente una comunión con nosotros y se nos ha abierto. Pero esto también significa que la palabra de Dios realmente entra en calidad de tal en el interior del hombre y encuentra entendimiento. ¿Cómo puede suceder tal cosa? Sólo si Dios mismo nos proporciona la capacidad de percibirlo. Dios debe llevar nuestra facultad intelectual de comprensión y conocimiento más allá de sus estrechas fronteras y límites, y debe convertirse incluso en la posibilidad de su propia venida al hombre. De esta manera explicaron ya los grandes teólogos del siglo IV Sal 36,10: «En tu luz vemos la luz». Según sus escritos, la luz inconcebible , en cuanto es aquella que la palabra de Dios quisiera difundir en el hombre, sólo puede ser vista, comprendida y explorada en la luz que Dios mismo es en el interior de nuestra capacidad humana de comprensión . Esta luz de Dios en nosotros, en la cual la palabra de Dios puede ser comprendida como tal, se llama, en lenguaje bíblico y teológico , «Espíritu Santo» . Así, es el Espíritu de Dios el que hace que la palabra de Dios pueda venir a nosotros, pese a toda limitación humana, como palabra de Dios; y también que la palabra de Dios conserve su plenitud y vigor, y que podamos entenderla como tal. Por eso, resumiendo , Gregorio Nacianceno puede

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decir: «Desde la luz del Padre captamos al Hijo como luz en la luz que es el Espíritu Santo» ; y añade: «Ésta es una breve y sencilla teología de la Trinidad» 5 • Digámoslo de una manera más explícita. A la inteligenci a cri stiana del acontecimiento de la revelación pertenecen tres cosas. En primer Lugar, es el Dios infinito, el Padre, quien se comunica al hombre sin reservas para ajustar con él u na estrecha comunión de amor. En segundo Lugar, esta comuni cación acontece en la palabra (entendida en sentido amplio), de un modo totalmente humano, para que podamos comprenderla, después de todo. En el punto culminante de esta autocomunicación de Dios aparece la palabra en el Hij o humanado de Dios, Jesucristo, en quien Dios se expresa y revela completamente y sin reservas. En tercer lugar, la comprensión, la inteligencia de la palabra de Dios, se produce en el hombre de modo divino, esto es, la comprens ión subjetiva de la palabra de Dios acontece en la fuerza de la actividad divina, en el Espíritu Santo. Sólo si se mantienen estos tres «elementos» se puede pensar sin contradicción que, en el acontecimiento de la revelació n , Dios no revela algo de sí, sino que con amor sin límites se comunica (literalmente, se «com-parte») a sí mismo e inserta al hombre en su vida divina. La revelación, entend ida como autocomunicación radical de Dios, presupone, por tanto, una inteligencia trinitaria de Dios. Sólo si Jesucristo es verdadero Dios , puede revelar verdaderamente a Dios y llevarnos a la cercanía de Dios; sólo entonces la comun ión con él es también comunión con Dios. Y sólo si el Espíri tu Santo es verdadero Dios , puede abrir al hombre a Dios e introducirlo en la vida de Dios. Hagamos la prueba en contrario y supongamos por un momento que Hijo y Espíritu no fueran Dios mismo en persona, sino simplemente seres subordinados, cuasidivinos, o meras formas creadas de manifestación de un Dios que se sustrae radicalmente a nosotros. La consecuencia sería que, 5

·

ÜREGOR !O N AC I ANCENO ,

Or. theol. V (= PG 36, 135).

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en el acontecimiento de la revelación y la salvación, nunca entraríamos realmente en relación con Dios, sino sólo con mediaciones no divinas; y éstas, pese a su función mediadora, acentuarían aún más la distancia insalvable entre Dios y hombre, hasta hacerla verdaderamente definitiva. Esto, sin embargo, contradice directamente la experiencia primitiva neotestamentaria: Dios no está sobre o detrás de un acontecimiento de revelación -que en última instancia no le afecta en absoluto-, sino que en dicho acontecimiento se revela realmente como él mismo. Es en verdad y realidad tal como nos sale al encuentro en la historia. Y en este encuentro con el Dios que se comunica a sí mismo queda claro que éste se caracteriza por íntimas diferenciaciones, que el único Dios es una unidad de relación, un Dios que es vida y que, como tal, encierra en sí diversidad y unidad personales, ambas cosas de modo igualmente originario. Precisamente por ello podemos también ser recibidos en este ámbito de relación de las tres personas en las que se realiza la vida divina. En efecto, dado que Dios se ha acercado ya a nosotros con extrema radicalidad en el acontecimiento Cristo, ahora estamos <<justamente en el medio». En una formulación gráfica, Dios es:

nicarse en Jesucristo y en el Espíritu Santo, nos da ya parte en su divina vida trina. El Dios de los cristianos no es, por tanto, un Dios «deísta», es decir, un Dios que reina en su trono como una mónada solitaria en una excelsa trascendencia, alejado de nosotros y por encima de todo acontecer, sino que es el Dios que desde el principio nos creó para la comunidad de su vida y que con el proceso histórico de su automanifestación nos quiere introducir cada vez más en dicha comunidad. Con este análisis nos encontramos ya más allá de la inmediata experiencia neotestamentaria y hemos tomado el camino del pensamiento sobre el acontecimiento trinitario de la revelación. De hecho, incluso considerada desde el punto de vista histórico, la experiencia originaria (basada en el acontecimiento Cristo) de la fe bíblica fue tan arrolladora que desencadenó, sobre todo en los cinco primeros siglos, pero en el fondo hasta hoy, un proceso de intensísima reflexión, un proceso que condujo, no en último término, a una «revolución en la comprensión del ser».

el Dios que se sustrae a nosotros, infinitamente excelso «sobre nosotros»: el Padre que, no obstante, se nos quiere comunicar totalmente; el Dios «ante nosotros» y «junto a nosotros»: Jesu-cristo, la palabra de Dios que se dirige a nosotros, el Señor que nos precede, nuestro hermano que nos acompaña; - el Dios «en nosotros»: el Espíritu Santo, que desde dentro enseña a entender la palabra de Dios, el que abre a la vida divina y nos capacita para dar una respuesta.

La formulación «revolución en la. comprensión de ser» se encuentra, a la letra o en su contenido, en una serie de teólogos actuales. ¿Qué se quiere decir con ella? Para contestar a esta pregunta debemos tomar las aguas de un poco más arriba. El pensamiento griego, en cuyo marco se movía la filosofía de la antigüedad, así como el interés del hombre de aquel entonces, y en cuyo horizonte hubo de hacerse comprensible también el testimonio cristiano de fe de los primero siglos, estaba interesado primordialmente por la cuestión de la unidad y de la esencia permanente e inalterable de la realidad. bl Empecemos por la cuestión de la unidad. Es indiscutie que, si todo ha de suceder de manera razonable, toda

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Así, no nos encontramos frente a un Dios solitario y cerrado a nosotros, sino que, al percibir y comprender su palabra, y al darle respuesta, nos encontramos en medio de la «estructura de relación» tripersonal de este Dios. Al comu-

Una «revolución en la comprensión del ser»

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pluralidad se ha de reducir a una unidad o bien se ha de remontar a ella. «Resulta ilhposible pensar lo plural sin pensar lo uno», señala ya Platón (Parménides 166 b 1). En la actualidad, Walter Kasper concreta este principio de la siguiente manera: «Sin una... unidad que lo abarque todo en la multiplicidad de la realidad... el mundo sería sólo un montón de barreduras volcado buenamente sin orden ni sentido»6. Lo sabemos por propia experiencia: allí donde nos encontrarnos con lo numeroso y lo múltiple, nos preguntarnos espontáneamente, por así decirlo, por las unidades de que consta lo numeroso , o bien por el ser unificador o la estructura unificadora que sostiene lo múltiple y lo posibilita. Así considerada, la cuestión de la unidad es una exigencia de todo pensamiento y de todo trato con la realidad. Sin embargo, el antiguo pensamiento griego dio un paso más: propendió a dejarse fascinar tanto por la cuestión de la unidad que menospreció lo plural y lo múltiple, lo consideró como realidad aparente, como ocultación impropia de la realidad auténtica, o sea, una, y por eso tendió a hacerlo desaparecer. Ciertamente, tras eso también se encuentra la necesidad del hombre de encontrar, lejos -y, en este sentido, «detrás»- de la desconcertante y a menudo contradictoria y caótica multiplicidad de la vida y del mundo, un último fundamento y apoyo, lugar y estabilidad, orden y paz en lo uno, para poder subsistir, sin más. Pero la insistencia excesiva en la unidad tendía a considerar todo lo plural y múltiple como apariencia, o bien como realidad completamente subordinada con respecto a lo uno, prácticamente atenuada, cercana a la nada. Esta clase de pensamiento encuentra una ilustración realmente impresionante en la metáfora absolutamente típica del neoplatonisrno , a saber, la imagen de la vela encendida: la auténtica y verdadera realidad de la luz es sólo la una y única llama de la vela; ésta extiende y multiplica su

lu z en el espacio que la rodea. Pero esa luz es sólo un débil reflejo de la fuente de luz y se va debilitando cuanto más alejado está uno de la llama; tiende a la nada; pues en algún lugar, a una distancia suficientemente grande, no hay ya ninguna luz en absoluto. Así pasa también, según la concepción neoplatónica , con el cosmos, con el mundo: en el fondo, sólo es realmente lo uno diviqo. Todo lo demás, «lo plural» (y a ello pertenecen dioses y hombres, animales y plantas, cosas y relaciones, etc.), sólo son formas completamente subordinadas , entremezcladas con sombras y oscuridad, de la una y única realidad verdadera. Así, la pluralidad queda descalificada, desvalorizada respecto de la unidad. Todo gira únicamente en torno a ésta. La vida entera de los hombres tiene puestas sus miras en liberarse de esa agobiante y a menudo contradictoria pluralidad y multiplicidad, y eso de manera completamente diversificada:

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6.

W. KASPER , Der Gott J esu Christi, Main z 1982, p. 287 (trad . cast.: El Dios de J esucristo, Salamanca 1985).

- mediante una retirada ascética del mundo de lo plural, dispersor y desconcertantemente múltiple; - mediante un pensamiento filosófico que de lo plural vaya, por la reflexión, al fundamento (¡uno!); - mediante una experiencia estética que, penetrando a través de la apariencia de lo plural, llegue al fundamento del ser ; - mediante una inmersión religiosa contemplativa (contemp lare = «ver conjuntamente», es decir, considerar lo plural y lo múltiple en referencia a lo uno). Sea como fuere, cuanto más uno es algo y más se desc re esa unidad, tanto más participa -se pensaba- en lo dt mo, en lo originariamente uno que está totalmente en sí mtsmo, que no encierra alteridad alguna, que es y actúa totamente para sí y en sí. Correlativamente, lo que menos eahdad posee es todo cuanto tiene que ver con la relación. es, .en efecto, a la relación pertenece necesariamente la urahdad , al menos dos en mutua relación. Por esta razón, ser verdadero y real excluye la relación; para el pensa-

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miento antiguo, el ser verdadero y real se llama «ser en SÍ» y «ser para sí»; el ser verdadero es -dicho con una palabra (filosófica)- ser sustancial. Con ello nos encontramos ya en la segunda característica, conectada con todo esto, del antiguo pensamiento griego: éste tiene su punto neurálgico, no sólo en la cuestión de la unidad, sino también en la de lo que permanece , y perma­ nece inalterable, en todo cambio y devenir. Esta segunda cuestión se conecta muy íntimamente con la primera. Pues todo cuanto entraña pluralidad y multiplicidad se transfor­ ma, además: o es unas veces así y otras asá, o se asocia unas veces con una cosa y otras veces con otra, constituyendo así variaciones y diferenciaciones, y hasta contradicciones, siempre nuevas que se oponen al anhelo del hombre de encontrar un apoyo firme, un hogar permanente, una paz armoniosa. De ahí que la búsqueda se oriente a lo que está al margen de todo cambio. Y esto es, en definitiva, lo divi­ namente uno, la mónada suprema que descansa en sí (= suma unidad simple, cerrada en sí, indivisible), que, giran­ do inmóvil en sí misma, está frente al mundo del devenir y de lo plural en absoluta excelsitud y trascendencia. Es la sustancia suprema que se posee a sí misma, muy lejos y por encima de todos los bajos fondos de lo no divino. También desde esta perspectiva se abordaba la realidad en la antigüedad griega, se procuraba entenderla y escudriñar­ la, y realizar además en ella un sentido vital. Ahora bien, mediante el acontecimiento Cristo, llega el movimiento a esta comprensión del ser, de Dios y de la vida. En la revelación cristiana se pone de manifiesto, en efecto, que Dios no es una sustancia suprema, cerrada en sí, la mónada una, intangible e inmóvil, sino vida, relación, communio, que se comunica. Lo que en Aristóteles posee la más baja y más débil consistencia ontológica, la relación, se descubre desde la fe cristiana como la verdadera esencia de

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todo ser: ser en relación, ser con, ser en reciprocidad, «ser en-redado». Así resulta comprensible que el Ser supremo divino sea una comunidad de tres personas. Esta idea, sin embargo, era tan nueva, tan sorprendente e inesperada, que sólo paulatinamente pudo ir abriéndose camino en la fe cristiana y monopolizar el pensamiento. Inclu so allí donde fe y teología pusieron inequívocamente de relieve el concepto de Trinidad, también apareció una y otra vez en primer plano la noción de unidad. Esto sucedió en la teología ortodoxa oriental, porque el Padre era entendido como fundamento de la unidad, como «fuente» y «origen» de la Trinidad , del cual proce­ den «luego» (no en sentido cronológico , sino ontológico , es decir, conforme al orden del ser) las otras personas divinas. En cambio, la teología específicamente occiden­ tal acentuó más bien (pero no de manera exclusiva) la única esencia de Dios que «luego» (de nuevo entendido no cronológica , sino ontológicamente) se «despliega», por decirlo así, en las tres personas. En la actualidad , una serie de teólogos (en modo alguno todos) defienden una visión inequívocamente «comunial» de Dios, inspirada y basada en numerosos planteamientos del pasado. Dicha visión servirá también de hilo conductor en las explicaciones que siguen. Dios es comunidad La formulación del título de esta sección quizá sea desa­ costumbrada, e incluso se puede interpretar de manera radi­ c lmente errónea si por «comunidad » se entiende, por eJemplo, tres personas independientes cerradas en sí que se asocian , se «Suman », por así decirlo, a una especie de «comunidad de dioses» . Por supuesto, no es ése en absolu­ to el significado que se pretende transmitir . En este punto , no debemos proyectar sobre Dios nuestra experiencia hu-

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mana. Para nosotros es así: una comunidad surge cuando personas hasta entonces independientes establecen una relación mutua y siguen siendo personas igualmente independientes en la realización de su comunidad. Las cosas no pueden ser así en Dios. En Dios no son tres que luego entran en relación mutua desde su ser personal. Más bien la unidad de Dios es una unidad originaria de relación amorosa que desborda toda comprensión , en la cual las tres personas se comunican mutuamente la única vida divina y en este intercambio se muestran distintas y también como sumamente uno . Unidad de relación, de amor, y no unidad de sustancia o de colectividad : ¡ésta es la nueva noción cristiana de unidad que resplandece en la revelación del Dios trino! Bajo este «resplandor», sin embargo, se comprende al mismo tiempo que el hombre afectado por el caos de lo múltiple, desconcertante y dispersor, en lo más hondo también busca precisamente una unidad así. Cuando anhelamos unidad, armonía, paz y concordia, en el fondo no aspiramos en absoluto a la unidad de una mónada o de una sustancia, de un sistema o de una colectividad que, como «todo absoluto», prefiera engullir, allanar o desenmascarar como apariencia todas las diferencias, conflictos y tensiones . No. En última instancia , anhelamos la unidad de un amor puro, de un amor «que, al no ser otra cosa que él mismo , sea precisamente en sí mismo relación y comunidad »7 • Tal unidad está realizada, y se puede encontrar, en Dios. Él es unidad originaria de relación amorosa; dicho más exactamente: es un acontecimiento de mediación de tres personas que realizan su vida divina común en amor perfecto . Esto es lo que significaba también originariamente el término communio. Este vocablo latino no admite, sin más, ser traducido con el concepto estático de «comunidad» (permanente); communio es más bien un acontecimiento; es un proceso en el que cada uno de los diferentes elemen7 . K . HEMME RLE, Gemeinschaft. als Bild Gottes = WW 5, Freiburg i. Br. 1996, p. 91.

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tos encuentra unidad precisamente en su diferencia al perm iti r a los demás participar en su vida, haciendo así realidad una vida común . Communio es, por tanto, una unidad que no tiene su contrario, o sea, la pluralidad, fuera de sí misma, sino que lo incluye dentro de sí: la unidad de la communio es precisamente esa unidad que supone comunicación de los «muchos» que siguen siendo diferentes . Communio es la mediación de identidad y diferencia: de una distinción que es conforme a la unidad, de una unidad que se realiza precisamente en el concierto de los muchos . Ya los grandes teólogos capadocios del siglo rv vieron esto en referencia al Dios trinitario. Decían ellos que la vida de Dios es en cierto modo un «latido» conforme al cual «de la unidad se hace trinidad, y de la trinidad, a su vez, unidad»8. De ese modo queda expresado en su contenido algo de lo que más tarde fue formulado con el término técnico teológico de la «pericoresis» (en castellano, algo así como mutu o abarcamiento y compenetración). «Pericoresis» es una palabra que tiene su origen en el mundo de la danza («danzar alrededor»): el uno ·danza alrededor del otro, el otro danza alrededor del uno . Aplicado a la Trinidad, esto significa, en lenguaje metafórico, que las tres divinas personas están en una comunidad tal que sólo se pueden imaginar como «quienes danzan juntos» una danza común: el Hijo está totalmente en el Padre y con el Padre; el Padre , totalmente en el Hijo y con el Hijo; y ambos encuentran su n!dad mediante el vínculo del Espíritu . Así danzan la u mca danza común de la vida divina. Lo que pertenece al un o pertenece también al otro; lo que el uno tiene lo posee también el otro; lo que el uno lleva a cabo, lo lleva a cabo e los demás y en los demás. «Sólo debido a que Padre, HIJO Y Espíritu están uno en el otro, "no (son) otra cosa" qe mu tu a relación y "ser en el otro", está en ellos la única , misma e indivisible esencia divina, y ellos están en ella»9 •

¡---9.

R GOR I O NAC I ANCENO, Carmina Theol. 1, . EMMERLE, Op . cit., p. 91.

1,3 (= PG 37, 41 3).

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Esto guarda correspondencia con las afirmaciones del evangelio de Juan, el cual habla en su «prólogo» de una relación supratemporal de estrechísimo amor entre el Hijo y el Padre: él es «el único que es Dios y descansa en el corazón del Padre» ( 1,18). Debido a que este amor es tan «penetrante», puede decir Jesús: «Lo que hace el Padre, eso también lo hace igualmente el Hijo» (5,19), y los discípulos deben conocer y reconocer «que el Padre está en mí, y yo en el Padre» (10,38). En conformidad con esto, habla Jesús mismo al Padre: «Todo lo mío es tuyo, y todo lo tuyo es mío» (17,10). Así, Jesús y el Padre son «pericoréticamente» totalmente uno . De manera semejante, tampoco el Espíritu es ni obra por separado, para sí, lo que es peculiar suyo y lo distingue de las demás personas , sino que «procede del Padre» (15,26) y -dice Jesús- «tomará de lo mío y os lo explicará» (16,14). Dicho brevemente: nunca actúa sólo una de las personas divinas. No obstante, o, mucho mejor, en su mutua relación de amor, están radicalmente unidas, se compenetran totalmente. Todas éstas son ciertamente afirmaciones de fe, pero pueden resultar en principio enteramente verosímiles, y hasta comprobables con respecto a experiencias que hacemos en nuestras relaciones entre seres humanos. Así, Tomás de Aquino descubre en una reflexión fenomenológica sobre el amor humano: «Porque el amor "transforma" al amante en el amado, permite al amante entrar en lo más íntimo del amado (y al revés), de manera que nada del amado queda excluido de la unión con el amante » 10• El amor, por tanto, junta a los amantes, aun cuando son seres humanos diferentes, en una unidad inseparable e indivisible. Sin embargo, entre nosotros los hombres persiste una diferencia entre el acto o realización unificadora del amor y el ser de los amantes, que sigue siendo independiente. Pues, aun cuando los amantes se hacen «una sola carne», es decir, totalmente 10. TOM ÁS DE AQU IN O, In l/1 sent. 27,1,1 ad 4.

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uno, en el acontecer, en la realización del amor, siguen siendo no obstante, fuera de esa realización actual, dos sujetos separados, mutuamente contrapuestos, apartados. Esto «debe» ser de otro modo en Dios, pues en él no existe diferencia alguna entre acto y ser: en y por el amor que reina entre las divinas personas, acontece tanto la suprema diferenciación de las personas (porque el amor promueve la disti nción de los amantes) como también la suprema unidad (mutua compenetración). Dicho de otro modo: las personas en Dios se distinguen por un «estar en relación» de tal índole que éste las distin gue y al mismo tiempo las pone en contacto. Lo que corresponde especialmente a cada persona divina , su «peculiaridad », lo que, por tanto, las caracteriza como «Padre», «Hijo» o «Espíritu Santo» (véanse sobre esto pp . 35ss), le corresponde ciertamente a partir de la comú n «estructura de relación »; sin embargo, su particularidad no es nada «exclusivo», algo que la diferencie (en el sentido de «separe», «aparte», «aísle») de las demás; más bien la tiene como propia de tal manera que, al mismo tiempo, a través de ella también les corresponde a las demás, y junto con lo particular de las demás constituye la totalidad de la vida divina. Este estado de cosas puede quedarnos más claro gráficamente con el ejemplo del cuerpo. Cada órgano, cada miem bro, tiene una función determinada, peculiar suya. Pongam os el caso del pulmón: dentro del cuerpo le compete el abastecimiento de oxígeno. Pero esta «particulari dad» suy a es sólo debido a que es para la totalidad del cuerpo. En definitiva , todo es abastecido de vital oxígeno gracias al pulmón. En el organismo, lo «particular» se convierte en lo «general». Considerada al revés, sin embargo, la peculiaridad del pulmón tampoco existiría si su «particularidad » no estuviera cimentada y sostenida por lo «general» del cuerpo. La vida orgánica de un cuerpo es una pálida imagen de la vida y la actividad (inter)personales: lo que el uno tiene de particular lo tiene para

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el/los otro(s), pero lo tiene también -en todo caso en una buena parte- gracias a ellos (en el ser humano, por los padres, la educación, el entorno, la sociedad).

ja nte a la simbiosis prenatal en el seno materno), en dichas relaciones obtengo precisamente la independencia personal verdaderamente madura. Verdad es que en el ámbito crea­ ru ral -por tanto, entre nosotros los hombres- subsiste una diferencia permanente entre «ser yo» (o «ser en sí») y «ser para otro», entre «ser sustancia» y «ser relación». Pero si ambas cosas son por principio directamente proporcionales , cabe entender al menos de manera incipiente, sin que parezca una contradicción, que las personas en Dios preci­ samente son cada una ella misma por el hecho de que son totalmente unas desde las otras y unas referidas a las otras, y así constituyen la divinidad inseparablemente una. Con sideradas así las cosas, «ser uno» y «ser tres» en Dios no se contradicen en absoluto, como pensaban Goethe y mu chos otros antes y después que él. Dios es uno precisa­ mente en la medida en que es una estructura indisoluble de relación personal o, mejor, interpersonal. La única esencia divin a existe sólo en el intercambio vital de Padre, Hijo y Espíritu. Cada una de las personas divinas está totalmente referi d a a las otras y es desde ellas, o sea, en estricta reci­ procidad, dando cada una y recibiendo al mismo tiempo . Las personas en Dios, por tanto, no tienen independencia algu n a entre sí; lo que son, lo son sólo desde las demás, con las demás y en referencia a las demás. Desde ahí sobre todo aparece también con toda su luz la sublime frase del Nuevo Testamento: «Dios es amor» (1 Jn 4, 16). Pues si el Dios uno es el amor, las tres personas son, por así decirlo, los «nudos » entre los cuales se verifica el ritmo del amor: dar- recibir- devolver (y en este devolver, reagru par en la unidad). Las tres personas son así -como dice atinadamente H.U. von Balthasar- «el uno y mismo amor en tres modos de ser que son imprescindibles para que en Dios pueda haber en realidad amor, y... el amor más alto Y más abnegado» 12 • El Dios uno es el juego único de amor

Por tanto, lo que podemos conocer también de manera incipiente en nuestra realidad creatural se nos manifiesta plenamente con respecto al Dios trino: lo que el «ser», la «realidad», es en lo más hondo se muestra en Dios como radicalísimo «estar referido», «ser en relación» 11 • En efec­ to, lo que tal relación significa, en última instancia, única­ mente quedó y sigue quedando patente en el Dios trinitario. Con ello se ha aclarado algo más lo que significa «revolu­ ción en la comprensión del ser»: la fe en el Dios trinitario transforma toda la comprensión de la realidad. Ya no se trata de la unidad de la sustancia, del «ser en sí» y el «ser para sí», ni tampoco del «ser colectivo» en el que toda dife­ rencia «Se funde»: desde el Dios trino, el mundo de rela­ ciones de la persona se manifiesta como el paradigma deci­ sivo para entender la realidad y orientarse en ella. La rela­ ción, el «ser en relación», se muestra como la esencia más profunda de la realidad . La suprema y verdadera realidad, tanto en la esfera creatural como, con mayor razón, en la divina, es el «ser con los demás». Además, «ser en sí» y «ser con los demás» no son pro­ piamente contrarios, ni tampoco inversamente proporciona­ les, en el sentido de que, cuanto más yo soy, menos depen­ diente soy de otros y menos ordenado estoy a otros. No, ambas cosas son directamente proporcionales: tanto más yo soy cuanto más tú soy para los demás y más estoy en rela­ ción con ellos, y viceversa. Por tanto, no he de tener miedo alguno de que mi yo, mi independencia, corra peligro cuan­ do me meto en relaciones. Si se trata realmente de relacio­ nes personales (y no de una inmadura condición de apéndi­ ce de otro, ni de una huida a la simbiosis con otro, seme11. Por eso desde Tomás de Aquino la persona en Dios se entiende como << relatio subsi stens», es decir, como puro estar en relación mutua .

----12· H.U.

YON BA LTHASA R , E inleitung z u Ri chard van St.- Victor, Die Dreiei nig keit, Einsiedeln 1980, p. 20.

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que tiene lugar entre las tres personas: amar, ser amado, coamar.

Cada uno disfruta de sí mismo en el otro y por el otro. En cierto modo, el otro es sólo medio y reflejo del propio narcisismo. Sólo la relación común, el «desbordamiento » común en un tercero que mantiene compartido por ambos lo que ambos experimentan cada uno para sí, es capaz de romper lo absolutamente egoísta del amor. Este/esto «tercero» puede ser -¡ante todo!- una persona (el hijo común , el amigo común , la relación común con Dios), pero también el oficio común , la afición común , metas perseguidas en común. Sea como fuere, sólo en un «tercero » y teniéndolo en cuenta se constituyen el yo y el tú en un nosotro s común. De ahí, por tanto, que la relación yo-tú , lo «dialógico», no sea el elemento fundamental de un verdadero amor, sino la relación yo-tú -él(ella/ello), lo «trialógico », por consiguiente. Ahora bien , esta fenomenología del amor sacada de nuestra experiencia no es, ciertamente , una «prueba » de que las cosas también deben ser así en Dios; ofrece, no obstante, un acceso claro a la comprensión de la esencia «trialógico-trinitaria» de Dios.

Sin embargo, quizá en este punto se plantee la pregunta de cómo es que en Dios hay (sólo o precisamente) tres personas que intercambian vida y amor, y no cuatro, cinco... Aun cuando no podemos nunca sondear la esencia del Dios infinito y, por tanto, nos vemos remitidos al hecho de la autorrevelación de Dios en tres personas, existe, sin embargo, la posibilidad de una reflexión cuidadosa para acercarnos desde lejos al misterio de Dios. Respondiendo a la pregunta que acabamos de plantear, un gran teólogo medieval, Ricardo de San Víctor, señaló ya un camino razonable: si Dios es amor perfecto, éste requiere primeramente dos «partes » del mismo rango; lo sabemos por propia experiencia. Pero el amor entre dos aún no puede ser la realización suprema del amor. Para ello, el propio amar y ser amado, el amor recíproco, por tanto, se debe abrir una vez más a un tercero . Escribe él: «Donde dos... se abrazan mutuamente con amor recíproco, y cada uno encuentra supremo gozo en ese amor recíproco, la cumbre de la alegría se encuentra precisamente en el más íntimo amor del otro, y al revés: la cumbre de la alegría del otro, en el amor del primero. Pero mientras éste sea amado en exclusividad por el otro, es el único poseedor de su dulce gozo, lo mismo que el otro. Mientras no tengan a uno co-amado por ambos, lo mejor de la alegría de cada uno no se puede compartir. Para que ambos puedan comulgar en su alegría, precisan de uno co-amado por ambos» '3 • Este razonamiento de Ricardo se puede ahondar así: por experiencia propia sabemos que un amor exclusivo entre dos muy fácilmente puede convertirse en un egoísmo a dúo. 13. RI CARDO DE SAN VfCTOR , De Trin. III, 11, 14, .15. La traducción sigu e, con algun as modificacion es, l a versión de H.U . VON BALT HA SAR , op. cit., pp . 95, lOOs.

Las distintas personas en Dios El acceso fenomenológico que acabarnos de mencionar nos permite también entender mejor, mediante la reflexión, las distinciones o peculiaridades de las persona s en Dios. En primer lugar, resulta obvio que al Espíritu Santo, como «tercero», le corresponde precisamente la particularidad de ser tanto el «vínculo de la unidad » que une al Padre Y al Hijo en el nosotros común como también, al mismo tiempo, el «factor» que hace desbordar más allá del yo y el tú el amor que Dios es en sí; primero , dentro de Dios mismo, pero luego también dentro de la creación y dentro de nuestro corazón («El amor de Dios está derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo»: Rm 5,5). Por onsig uiente , sólo en el Espíritu -el «tercero», que uniendo JUnta y hace desbordar- es Dios verdaderamente «el amor».

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Debido a que en el Espíritu Santo encuentra su perfección el amor que es Dios, «Espíritu » es no sólo el nombre de la tercera persona, sino también la denominación de Dios en general. Así se dice, por ejemplo en Jn 4,24: «Dios es espíritu». Por eso el Espíritu Santo puede también retroceder tras el «nosotros» de Padre e Hijo (así, por ejemplo, en Jn 17,21ss), porque es «garante» de ese «nosotros», y sólo debe articularse de manera explícitamente verbal cuando se reflexiona sobre lo que hace posible ese «nosotros».

citas sacadas de la sagrada Escritura. Pero en este punto, más importante que los detalles aislados es el hecho de que cada persona, precisamente en su peculiaridad, posee su vida divina desde las demás y en referencia a ellas. Es lo que es dentro de un acontecimiento de comunicación en el cual se muestra en el Ser supremo, en Dios, (y también -como todavía hemos de ver- en analogías en el ámbito de lo creado) como «ser con», como un «nudo» en la red del amor.

Comparado con el Espíritu Santo, el Padre es, en la «rítmica del amor», el «don originario», el misterio inconcebiblemente insondable del darse. Por eso es el que da fundamento y sostén a la entera communio divina como acontecimiento del amor. Si la persona del Padre tiene su peculiaridad en el hecho de poseer su vida divina sólo dándose, de ahí se sigue que también obtiene de las otras dos personas su «identidad». Pues sólo cuando un regalo se acepta llega a ser regalo. El Padre sólo es Padre desde los demás y en referencia a ellos.

El escritor suizo Kurt Marti expresó esto con las siguientes palabras poéticas:

El Hijo posee en la «rítmica del amor» la peculiaridad de ser «existencia como recepción » (von Balthasar). Recibe su condición divina del Padre. Pero al aparecer el don de éste en él, en su recepción, en el que está frente al Padre, y devenir con ello «Otra cosa», dicho don adquiere también con tal «alteración » nueva forma y expresión máxima de sus propias posibilidades; en el Hijo, el don se hace en cierto modo «expreso», «verbal », «patente». Al mismo tiempo el Hijo, al recibirse del Padre, hace que el don de éste alcance su meta, lo reconoce agradecido , por eso lo devuelve y así hace que el Padre sea Padre . Pero también él Gunto con el Padre) pasa el don de la vida y amor divinos al Espíritu, quien -como hemos visto- a su vez une a Padre e Hijo y hace que la vida de éstos se desborde . Para todas estas precisiones que intentan captar la respectiva particularidad de cada persona se pueden aducir

«El ser de Dios florece socialmente ... como comunidad que vibra, que vive, rica en relaciones ... ¡En todo caso, nada de un autócrata solitario, y en modo alguno un ídolo o un tirano! Una comuna de relaciones, más bien, uno para el otro, "torrente de amor que juega de manera triple"... Me edifica, en todo caso, pensar a Dios como multiplicidad de relaciones, como co-determinación, como socialidad que parte, participa, comparte con otros: "La divinidad entera juega su eterno juego de amor"...» 14 • Analizar esto no nos compete, en última instancia, ni tampoco resulta necesario . Mucho más importante es la idea fundamental de que Dios es communio/comunidad, relación, amor, vida que fluye. Ahora bien , esta imagen de Dios que resplandece en la experiencia básica del Nuevo Testamento cristiano, y que 14. K.

MA RTI ,

Di e gesellige Gottheit, Stuttgart 1989, pp. 94s.

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conduce a una visión nueva de la realidad, ha tenido una enorme repercusión histórica que demuestra como lisa y llanamente erróneas las palabras de Kant de que de la doctrina de la Trinidad no se puede sacar «nada práctico ». Tales consecuencias, relacionadas tanto con la autocompren sión del hombre y su mundo como con la acción y la conducta prácticas, así como -¡no menos importante!- con la compren sión de la fe cristiana en su íntima coherencia y su capacidad de diálogo, se van a mostrar con algunos ejemplos en las páginas que siguen.

2 Consecuencias Ser hombre a imagen del Dios trinitario Es un dato demostrable que el concepto occidental de persona está entera y esencialmente marcado por la revelación bíblica de Dios. No es que la condición personal del ser humano sólo se haya comprendido gracias a la fe. ¡Nada de eso! Ya antes, en la antigua tradición filosófica, se descubrió que el hombre es un individuo espiritual caracterizado por la posesión de sí y la reflexión personal, por la libre dispos ición de sí y la responsabilidad moral. Sin embargo, en la Sagrada Escritura -con referencia a la revelación divinael carácter único del hombre y su singular «ser responsable» (ante Dios y ante el resto del mundo) quedan considerablemente radicalizados. Lo cual, por lo demás, no resulta especialmente sorprendente, pues es una idea antiquísima que la noción que el hombre tiene de sí mismo está muy estrechamente ligada a su fe y a la correspondiente noción de Dios. En cierto modo, el hombre descubre quién es él «indirectamente», a través de su respectiva experiencia y conocimiento de lo divino. Así escribe ya, en torno al año 200, el escritor Minucio Félix: «No se puede conocer la esencia del hombre si antes no se ha investigado cuidadosamente la esencia de la divinidad»'. Y desde la época moderna llega el eco de una 1

·

MINUCIO FÉLIX,

Oct. 10, 3 (= CSEL 2, l4).

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CONSECUENCIAS

frase de Emil Brunner: «A toda cultura, a toda época histórica, se le puede aplicar esta frase: dime qué Dios tienes y te diré qué aspecto tiene tu humanidad» 2 • La imagen de Dios y la imagen del hombre se corresponden de la manera más estrecha. En el Antiguo Testamento, esto se presenta así: a diferencia del antiguo pensamiento filosófico -que, como ya hemos indicado, tendía a atravesar la superficie de lo «plural» hasta llegar a lo uno y universal, y a dar la primacía a éste, no a lo singular-, la Biblia ve a cada hombre en su concreta particularidad y singularidad. Ésta le corresponde porque al hombre le dirige la palabra el Dios vivo que interviene en la historia. Con ello recibe «el individuo que acoge la palabra una cualidad nueva: la de persona única ... La persona resplandece en el individuo allí donde aquélla recibe, concedido por el Dios sencillamente único, su nombre también sencillamente único» 3 • Así, ya en el Antiguo Testamento el individuo no es sólo «Un caso de hombre» que -como en el mundo griego- «no [puede] esperar que la divinidad le preste atencíón» 4 , sino algo totalmente único: se convierte en persona por medio de la llamad(;! de un Dios que actúa intencionadamente y .que, por tanto, se manifiesta «personalmente». Esto se intensifica aún más a finales del período veterotestamentarío, cuando, tras la destrucción de la soberanía de Israel, el individuo pasa a primer plano del diálogo de fe con Dios. Este proceso de «individualización» prosiguió después con la «importancia infinita» que Jesús asigna al individuo y con su llamada al seguimiento, que pone al que es llamado al servicio del evangelio, más allá de todos los vínculos sociales vigentes hasta entonces (véase, por ejemplo, Le 9,59-60).

Sí la aportación de la revelación veterotestamentaria consiste en el descubrimiento del carácter particular y único del hombre, de la experiencia trínitario-neotestamentaria brota una vez más algo totalmente nuevo: Dios es el viviente no sólo al dirigirse al hombre, entrar en comunión con él y establecer relaciones con él; en sí mismo, Dios es también communio y communicatio; su propia y poderosa condición personal se realiza en la red de relaciones de tres personas divinas. Según la correspondencia expuesta al principio entre imagen de Dios e imagen del hombre, sólo era cuestión de tiempo que se descubriera que tampoco la condición personal del hombre, en cuanto imagen de la condición personal divina, está marcada sólo ni principalmente por un «ser yo» o un «ser en sí», por una independencia y una referencia a sí misma, sino por una relación desde los demás (y referida a los demás). La persona en sentido pleno es y se hace, mediante un reconocimiento libre y recíproco, en el «ser con los demás» y el «ser para los demás». El otro, por tanto, forma parte esencial de la propia condición personal. En el otro y por el otro me alcanzo a mí mismo, se hace mi vida sobre todo rica, plena y perfecta. Precisamente esto se puede «leer» en el Dios trinitario; de hecho, esta idea es consecuencia de la fe en el Dios trino. Con ello, sin embargo, no se llegaba sólo a una nueva idea «teórica» de fe, sino también a unas perspectivas nuevas y totalmente prácticas: si la única vida divina se realiza precisamente en el intercambio de tres personas distintas -Padre, Hijo y Espíritu-, significa que unidad y pluralidad, unidad y multiplicidad, unidad y alteridad son igualmente originarías, de igual rango, igualmente importantes, primero en Dios, pero luego -según la mencionada correspondencia de imagen de Dios e imagen del hombre- también en nosotros. Ahora bien, esto entraña consecuencias que son todo rn enos evidentes. Piénsese, simplemente, en las comunidades Y estructuras sociales sumamente diversas en las que vivimos o que conocemos. En casi todas partes, se valora

2. E.

BRUNNER,

pp. 38s.

Der Men.s ch im Widerspruch, Zürich - Stuttgart 1965',

3 · H.U . YON BALTHASAR , Theodramatik , vol. II/1 , Einsiedeln 1976, p. 368 4 (trad . cast. : Teodramáti ca, vol. 2, Madrid 1992). . H. DóRRIE, «Gn ade>> , en RAC ll, 329,

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más en ellas la unidad, la armonía y la uniformidad que la pluralidad, la multiplicidad o las opiniones diferentes. Así sucede también en la Iglesia, de la que hemos de hablar expresamente más adelante. ¡Pero no cabe decirlo sólo de la Iglesia! Tentación permanente de toda comunidad, empezando por el matrimonio y la familia, y llegando hasta el Estado y la sociedad, es no querer (o no poder) soportar la alteridad del otro, no respetarla, aceptarla, reconocerla ni valorarla. Es más fácil y más cómodo medirlo todo por el mismo rasero, suprimir la multiplicidad, eliminar a los desviacionistas, poner por encima de todo la unidad. Así intentan imponerse los mayores contra los jóvenes, y al revés; los progresistas contra los conservadores, y viceversa; las derechas contra las izquierdas, y viceversa ... Uno intenta en cada caso atraer al otro a su bando, y así quitar de en medio la alteridad de ést , o colocarlo «en un rincón» para, de ese modo, «acabar» con su alteridad, arrumbarla o eliminarla; todo para que finalmente reinen la unidad y la armonía, la tranquilidad y la paz. Pero ¿qué clase de tranquilidad y de paz? ¡Al fin y al cabo, también existe la paz de los cementerios! La imagen del hombre que tiene como norte al Dios trino conlleva otro modo de actuar, al que pertenece la consideración del otro como otro y, con ello, de su alteridad como magnitud esencial e indispensable. Sólo la relación con el otro permite acceder a la propia y plena condición personal. Un hermoso texto del poeta Jan Twardowski dice: «Si todos tuviéramos cuatro manzanas, si todos estuviéramos sanos y fuertes como un corcel, si todos estuviéramos igualmente inermes en el amor, si cada cual tuviera lo mismo, ninguno necesitaría al otro. TE agradezco que TU justicia sea desigualdad» 5 •

«Desigualdad» y «alteridad» son precisamente condición de un auténtico intercambio vital de los «desiguales» que llegue a lo hondo del ser; son presupuesto del complemento y el enriquecimiento, de la corrección y la exigencia mutuas. Ernst Kasemann lo formula muy bellamente (en el contexto de la doctrina de san Pablo sobre los carismas y de su imagen del cuerpo de Cristo) de la siguiente manera:

5. J. TwARDOWSKI , !eh bitte um Prosa, Einsiedeln 1973, p. 69.

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«El cuerpo [de Cristo] no consta de uno, sino de muchos miembros. Pues mientras que lo igual sólo se hace aburrido y recíprocamente superfluo, lo diferente hace posible el servicio mutuo y, en dicho servicio del ágape [amor], el hacerse uno» 6 • De hecho, los hombres que son iguales, que pueden lo mi smo, que piensan lo mismo, que quieren lo mismo, no se n ecesitan unos a otros; se resultan mutuamente superfluos y, a lo sumo, se refuerzan en «sociedades cerradas» uniformes que se aíslan con respecto a las demás. La mirada al Dios trino muestra otra cosa, a saber, que la «unidad» sólo es legítima cuando se realiza en la multiplicidad: en la convive ncia, en el reconocimiento del otro, en el intercambio con él y en la complementación por medio de él. Y la multiplicidad sólo es legítima cuando la respectiva alteridad -y con ello la riqueza de variaciones- se aúna en la unidad del amor con el mutuo dar y recibir (en este apartado entra tambi én -entre seres humanos- el cuestionamiento crítico y la lucha conflictiva por lo verdadero y lo justo) . Por tanto, el Dios trino pone en cierto modo de manifiesto un modelo de cómo se relacionan, y deben relacionarse entre sí, unidad y multiplicidad: la unidad trinitaria no es unidad cosificada ni uniformidad colectiva; no es ni asión narcisista del solitario·«yo soy yo» y «yo sólo», ni Lt ránica opresión de lo plural en beneficio del propio ego rnon ádico. La unidad trinitaria es precisamente la red de

-6 =E -K-" -

Exegetisch e Versuche und Besinnungen /, Gottingen é 960, p. 115 (trad. cast. : Ensay os exeg ticas, Salamanca 1978).

· · ASE MANN ,

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relaciones, el intercambio de vida y amor de los muchos que son «cada uno otro» y del múltiple «ser cada uno otra cosa». Así, y sólo así, es y se hace uno «persona», verdadera imagen del Dios único en tres personas. Con esto se demuestra también que el doble mandamiento neotestamentario del amor no es otra cosa, en el fondo, que «fe trinitaria dinamizada». Dicho de otro modo: es una instrucción que se nos da para que traslademos la Trinidad, o, más exactamente, la unidad trinitaria, al ámbito práctico de nuestra vida con recíproco reconocimiento, solicitud y asistencia, con convivencia cordial y existencia solidaria volcada en los demás. No resulta sorprendente, pues, que, desde el comienzo del cristianismo se presente como lo «specificum christianum» por antonomasia una fraternidad (hoy se diría «hermandad») verdaderamente vivida, el esfuerzo caritativo y político-social por los demás, así como la construcción de una red de asistencia y apoyo mutuos 7 •

aparición de una imagen del hombre que acabaría teniendo consecuencias desastrosas, pues sus deficiencias coincidieron con otro factor importante. Un rasgo esencial de la época moderna consistió (y consiste) en que el hombre intentó reemplazar a este Dios unitario o pretendió ocupar su lugar, al menos en puntos importantes. (Más detalles al respecto, en las pp. 110-111). No es ya Dios, sino el hombre, quien tiene que dirigir el mundo, configurarlo y transformarlo según sus propias ideas. No es ya la ley de Dios, sino la razón humana, la que establece la norma y el sentido de toda conducta y actividad estructuradora. No es ya el anhelo de una futura patria celestial junto a Dios, sino la voluntad de crear aquí y ahora la bienaventuranza, lo que se apodera del corazón del hombre. Puesto que de este modo el hombre intentaba ocupar el lugar de Dios, se entendía a sí mismo (dada la conexión entre imagen de Dios e imagen del hombre) conforme a la visión «unitaria» de Dios que se le enseñaba: Dios como sujeto supremo y «aislado»; en consecuencia, se veía a sí mi smo como sujeto «unitario», referido a sí, centrado en sí mi smo. En lo sucesivo, pues, el sujeto singular se considera a sí mismo como punto monádico unificador y centro de relación de toda la realidad. Como sujeto autónomo consciente de sí, intenta presentarse ante todo lo demás como «Señor » y sometérselo todo, lo mismo que una gran «barriga» que todo lo «devora» para «incorporárselo»: poder y grandeza, competencia y reconocimiento, dinero, bienes y la mayor felicidad posible. Así, en este momento se abandona definitivamente la comprensión cristiana de la persona, comprensión cuyo norte es el Dios trinitario. Al hombre no lo caracteriza ya la elacionalidad, el «estar en relación» con el otro, sino la subJetividad que se autodetermina y se autorrealiza, la cual se Pone como centro e intenta dominar desde sí todo lo demás. A partir de esta comprensión moderna del sujeto, y en conexión con ella, se va formando la atmósfera de una tendencia al enseñoramiento que a todo intenta echar mano.

Prueba en contrario: el hombre como «sujeto aislado» Precisamente en la medida en que la fe en el Dios trino pasó a segundo término y perdió su fuerza para marcar la vida, como sucedió al comienzo de la Edad Moderna por razones en las que en este momento no podemos entrar, también esta comprensión relacional de la persona se perdió en buena parte. Dios fue entendido cada vez más únicamente como Dios unitario (es decir, como el uno indiferenciado), como sujeto supremo y «aislado», ya no como Dios «comunional», comunitario. Correlativamente, se entendía también al hombre como un sujeto centrado en el yo. «A la c ndición de persona pertenece necesariamente un aislanuento último », escribe Duns Escoto en la transición a la época moderna (Ord. III, 1, 1, n. 17). Se anuncia con ello la 7.

Véase . sobre esto l a muy reciente síntesis de A . ANG ENENDT, Die Geschtchte d er Religios itiit im Mittelalter; Darmstadt 1997, pp. 585-613.

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Pues cuando el individuo se pone como centro y punto unificador de toda la realidad, surge inmediata y necesariamente la lucha de poder y competencia de los muchos sujetos individuales o colectivos , clases, grupos sociales, razas y naciones, pues cada cual quiere imponerse, «abrirse paso a puñetazos » y mantenerse firme como punto unificador y de relación, es decir, como sujeto que se autodetermina completamente solo -contra «el resto del mundo», por decirlo así. «¡Yo soy yo!»: ésta es, en cierto modo , la primera y fundamental divisa de esta vía del espíritu moderno . Y donde la pasión de este « ¡yo soy yo!» se establece absolutamente, el (lo) otro está acabado, no tiene ya nada «que perder », al menos como material o como instrumento de la propia autorrealización . Por eso, allí donde el sujeto singular pretende imponerse frente a todo lo demás, surge forzosamente la lucha, la competencia y la guerra permanente contra toda heterodeterminación todavía experimentable o contra todo menoscabo de la propia autorreferencia incon dicionada, de la propia autodeterminación incondicionada. Precisamente esta lucha es señal y expresión de «que la autodeterminación de sujetos singulares y generales nunca se puede imponer meramente como tal, sino sólo con u n alejamiento sin fin de la heterodeterminación» 8 • Por eso el sujeto no está nunca «en paz» consigo mismo ni con el mundo, pues el o lo otro, en efecto , quiere a su vez imponerse contra mí, quiere dominarme, «incorporarm e». Queda así patente el carácter absolutamente contradictorio y problemático de esta comprensión del hombre . Donde el ser hombre no se considera desde una perspectiva trinitaria-comunional , sino unitaria-subjetiva (en el sentido del sujeto moderno), el único final de todo es la lucha y la contradicción, el conflicto eterno y la competencia permanente de las muchas mónadas, cada una de las cuales se establece como centro y punto unificador.

Esto se puede decir no sólo de los sujetos individuales , sino también de los colectivos, como por ejemplo Estados , nac iones (y también religiones) . En efecto, también se pu ede decir del cristianismo, allí donde éste haya olvidado o postergado la importancia central de la fe en la Trinidad. Heinrich Rombach escribe al respecto que hasta en el presente se pone de manifiesto «lo que las tres grandes religiones que se desarrollaron bajo el dominio del pensamiento unitario -judaísmo, cristianismo e islam- han tomado de la historia en cuanto a radicalidad e inexorabilidad , trasladándolo a la presente realidad vital» 9 • Basta echar un vistazo a la historia hasta hoy para tropezarse continuamente con esto: el pensamiento unitario, es decir, el modo de tomar en consideración la realidad desde el sujeto centrado en sí mismo , sea éste individual o colect i vo, conduce siempre a consecuencias absolutistas; conduce a querer abrirse paso peleando contra el/lo otro o los otros, triunfar sobre ellos y eliminarlos . La orientación hacia el Dios trin itario pone de manifiesto algo totalmente diferente: ser persona no significa ser un ego aislado . A la condición de persona pertenece más bien la relación con el otro y, por tanto, el otro como tal y la comunión con él. Ser persona no significa autodeterminación contra lo otro o el otro; ser persona no significa liberarse de toda heterodeterminación luchando; significa llegar a ser uno mismo «siendo con » y existiendo para los dem ás. Así, la Trinidad aparece «como el modelo de toda convivencia social ... que sea justa, haga realidad la igualdad y respete las diferencias », como resume Leonardo Boff 10, introduciendo con ello la fe trinitaria en la perspectiva de la teología latinoamericana de la liberación. Además, la mirada al Dios trino indica cómo se relacionan entre sí lo «social» y lo «individual » : el mundo social

8.

F.

WAGNER,

p. 137.

«Selbstbestimmun g und Person » : Concilium 13 (1977),

- H. ROMBAC H, Strukturanthr op ologie, Freiburg-Mün ch en 19932, pp . 23s. O. L. BoFF, Der dreieinige Gott, Dü sseldorf 1987, p. 24 (trad . cast. del ori gi nal portugués: La Trinidad, la sociedad y la liberación, Madrid 1987).

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de su condición personal y transformarlas con referencia a sí. Por eso ambos conducen también a la acentuación exagerada de la economía y del bienestar corporal, y caen en el materialismo. Sus consecuencias inevitables son la falta de libertad, la violencia y la opresión» 12 •

no surge simplemente de la suma de muchos individuos, pero tampoco es una realidad que esté por encima o más allá de éstos. Más bien podemos quedarnos con la observación de Paul W. Riener: «Lo mismo que el único Dios vivo no se puede entender, por decirlo así, junto a las tres personas divinas ni como derivado de ellas, sino que se ha de ver como el Uno que se realiza en las tres personas divinas y en su íntima unión, así tampoco la sociedad humana se puede considerar como un superindividuo que, como un gran Uno, eclipse y neutralice la suma de los hombres unidos en la comunidad» 11 • Todo lo social consiste más bien en el intercambio, en la relación recíproca de los muchos individuos, que a su vez encuentran su verdadera condición de personas precisamente en virtud de ese «estar en relación». Por consiguiente, la fe en la Trinidad pone marcadamente de relieve una doble polaridad en el hombre: el hombre es, por una parte, un individuo dotado de libertad y, por otra, miembro de la comunidad humana, vinculado de múltiples maneras con los demás, y sólo junto con ellos verdaderamente hombre. Ninguno de estos dos polos se puede escamotear, porque precisamente así, y sólo así, se reproduce la esencia del Dios trino y se transforma en actividad humana. Con ello -como subraya con razón August Brunner-, desde la fe en la Trinidad se ven ... «...condenados de igual manera como unilaterales y nada intelectuales el individualismo y el colectivismo. En ninguno de ellos puede el hombre encontrar la salvación ni la unidad en que consiste la realización de sí. En ambos se empobrece en su humanidad, se somete a las leyes de la naturaleza inferior, en lugar de imbuirlas 11. P.W. RlENE R , << Die Hei1igste Dreifa1tigkeit als Urbi1d sozia1er Gesinnung und Tat >>: Seelsorge 29 (1958/59) , p . 386.

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La persona humana sólo se realiza verdaderamente en communio y communicatio, es decir, en un proceso de comunicación entre «ser individuo» y «estar en comunidad». A ello anima la fe. Pues, si el Dios trino realiza su v ida de manera que una persona divina en comunión de amor está cada vez en las otras junto a sí misma, también la persona finita es en principio capaz de encontrar en la comunidad con los demás y en la relación con ellos, no sólo su s barreras y límites, sino también, precisamente, su propia autorrealización. Con ello se le fija a la vida humana una meta, una orientación de tipo ideal, por así decirlo, que en las circunstancias de la historia nunca se realiza plenamente, y que incluso se ve bastante a menudo frustrada, debido al pecado (véanse sobre esto pp. 70-71). Sin embargo, tales nociones sobre la meta no son ya por ello abstracciones idealistas, alejadas de la realidad, pues el hombre sólo puede soportar circunstancias inhumanas y oponerse a ellas cuando en el túnel oscuro del distanciamiento brilla una luz -por lejana que sea- que da orientación, indica una dirección y brinda esperanza. Vi sta así, la fe en la Trinidad es todo menos una verdad de fe puramente teórica o contemplativa; antes bien, provoca u n a nueva manera de actuar. Se convierte en la teoría básica para una ética de solidaridad con los demás y para los demás. Verdad es que la fe en la Trinidad no es inmediatame nte práctica . Pero -según afirma Jürgen Moltmann«tran sforma el modo de actuar más radicalmente que cual-

-

l2. A . BRUNNER, Dreifaltigkeit, Einsiede1n 1976, p. 138.

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quier alternativa posible que pueda imaginarse quien actúa» 13 • Propone otro modelo de ser hombre y persona, pues entiende la realidad como realidad en-redada que encuentra su plenitud y perfección precisamente en el inter­ cambio recíproco.

« ¡En verdad yo quería que hubiese hombres! ... Yo, tan completamente solo, sin latido alguno, sin vida, nada en derredor mío y, sin mí [fuera de mí], nada salvo la nada». De ahí, por tanto, que Dios debiera poner por obra una cre­ ación. Esta postura se encuentra también extendida entre J os estudiosos judíos. Pinchas Lapide dice así:

Una creación que proviene del amor La fe en el Dios trino no sólo arroja su luz iluminadora sobre lo que el hombre es como persona; también puede esclarecer cómo están las cosas para el mundo, o, mejor, para la creación y su fundamento, sentido y meta definitiva. Miremos primeramente al fundamento y origen de la creación. En todos los tiempos hubo voces que defendieron la tesis de que Dios tuvo que poner necesariamente por obra una creación. Como razón, bien se remitía a la infinita ple­ nitud de la vida divina, que -como la luz de una vela- debe derramarse por necesidad esencial en la oscuridad de la nada con grados cada vez menores de claridad (en este caso se habla de creación como «emanación», es decir, como «efluvio» del Ser divino), bien se subrayaba la soledad de Dios, que precisa de la creación para amar y ser amado a su vez. El amor precisa del compañero, y por eso Dios, para ser amor, precisa de la criatura. Sin ésta, Dios sería -como decía el gran filósofo Hegel- «el solitario sin vida». Y cita con aprobación unos versos de Friedrich Schiller: «Sin amigos estaba el gran maestro del mundo . Sintió la carencia: por eso creó los espíritus, ¡bienaventurados espejos de su bienaventuranza!». Una impresionante ilustración de esto son también las palabras que el escritor Jean Paul pone en boca de Dios: J 3. J. MOLTMANN , «Gedanken zur "trinitarischen Geschichte Gottes">>: EvTh 35 (1975), p . 209.

«¿Por qué creó Dios el mundo? ¿Para qué lo necesita? La respuesta de los estudiosos de la Escritura, tras siglos de reflexión, es ésta: lo creó por amor. ¿Por qué por amor? Porque el amor es lo único que necesita de alguien que esté frente a uno. Por eso creó al hombre a su imagen y semejanza» 14 • Pero si fuera exacta una de estas dos posibilidades -que Dios hubiera tenido que crear, bien debido a la plenitud desbordante de su vida, bien en aras de la eliminación de su soledad-, en última instancia quedaría comprometida la dignidad de la creación, especialmente la del hombre. ¿Cuál sería, entonces, la consecuencia? O bien el hombre sería sólo parte de un proceso de emanación (ya menciona­ do) naturalmente necesario , y por tanto impersonal, o bien sería necesitado, lo cual significa también que quedaría transformado en un elemento funcional, destinado a la meta de constituir a Dios en el amor, de posibilitar que Dios sea amor. Pero ¿cómo puede existir entonces verdadero amor entre creador y criatura? Una criatura que surge, como la luz de una vela , de un derramamiento naturalmente necesa­ rio de la llama de Dios no es un auténtico interlocutor para Dios y, por tanto, tampoco puede realmente «participar en el ju ego» del tira y afloja del amor; y una criatura que ya en su origen está destinada a «convertir» a Dios en el amor carece en su funcionalidad de esa libertad que pertenece en todo caso al amor. l4. P. LA PIDE, en (P. Lapide - J . Moltmann) , Jüdi scher M onotheismus Christliche Trinitéitslehre, München J 979, p. 54.

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Pero, además, también queda comprometida la divinidad de Dios . Pues ¿cómo puede Dios seguir siendo el perfecto desde sí mismo, autosuficiente , excelso, si precisa de la creación , y especialmente del hombre? La divinidad de Dios, su libertad y soberanía con respecto a la creación sólo quedan preservadas si él es desde siempre en sí mismo amor, intercambio personal, amoroso dar y recibir recíproco, precisamente el Dios tripersonal. Pero si Dios es ya en sí mismo comunidad de amor, la creación no es necesaria para «convertir» a Dios en el amor. Dios no necesita al hombre para ser Dios, ni tampoco para «devenir » tal. Estas dos últimas frases son declaraciones sólo aparentemente negativas . En el fondo, su sentido es positivo y liberador : precisamente porque Dios no precisa de la creación y porque ésta no brota de él por necesidad natural, Dios la ha puesto por obra con «libérrima libertad » para darle parte en la vida divina, para introducirla «de balde», por purísima bondad y amor, en su propio intercambio personal de vida y amor. Así, la criatura puede ser plenamente «ella misma ». Cabe decir: no soy una «ruedecita» dentro de un proceso necesario; Dios no me necesita para que yo «haga funcionar» algo, sino que me quiere libremente, sin propósito alguno. Dios me ama porque desea amarme enteramente por mí mismo, porque piensa en mí por mí mismo, sin objetivos ni segundas intenciones , por decirlo así, sin que pretenda sacar para sí provecho alguno de ello. Así, la fe en el Dios trino, en el Dios que es en sí mismo amor, intercambio de amor interpersonal, hace comprensible y evidente que la creación entera (y, dentro de ella, yo mismo) está creada libremente por amor y para el amor.

modo, ella «se incauta» de todo ser en sí y para sí; ella es «todo ser». Por eso resultan absurdas en sí mismas formul aciones como «Dios y creación», «Dios y hombre», pues a l a sustancia indiferenciada, suprema y absoluta nadie puede añ adirle un «y». En esta línea, Kurt Flasch, por lo demás crítico vehemente de la fe cristiana en la Trinidad, observó hace algún tiempo :

Algo parecido queda patente desde otra perspectiva. Supongamos por un momento que Dios no fuera trinitario, sino estrictamente unitario , es decir, la sustancia única, suprema y absoluta. En tal caso, el ser creado no podría tener lugar alguno junto a él. Pues la sustancia única, suprema y absoluta excluye el <<junto a» de cualquier otra cosa. En cierto

«Si se asume un principio supremo ... para fundamentar la pluralidad del mundo, dicho principio no puede ser sólo unidad desde un punto de vista puro, estricto y abstracto. Es así como muchos filósofos llegan ... a la idea de que a esta unidad primera, que fundamenta el mundo, se le debe atribuir cierto movimiento interior, cierta riqueza interior, cierta multiplicidad » 15 • De hecho , desde un Dios entendido de manera radicalmente monádica no se puede concebir una creación. Además, un Dios así no podría acoger un «SÍ» ni un «no» libre de la criatura, ni permitirle cooperar con él, ni siquiera amarla, porque el amor, en efecto, presupone la independencia real del otro. Vamos a hacer un pequeño experimento mental: supongamos que Dios fuera el Ser supremo «unitario » que incluye en sí toda realidad y todo lo determina. Con la creación, sin embargo , quedaría contrapuesto a él «algo» con cierta independencia y cierto poder propio . Pero ¿cómo puede entonces Dios seguir siendo la realidad que lo abarca todo y el poder que lo determina todo, si existe «frente a él» o <<junto a él» un ser creado? Esta contradicción sólo se puede resolver si preci samente Dios no es sólo ser absoluto y riqueza ontológica absoluta , sino también un estar abierto a otro, poder recibir de otro, dejarse determinar por otro. Ciertamente, Dios sigue siendo el Ser supremo , pero es ser supremo precisamente porque es, del modo más radical, ser en relación.

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l5 . St. DI ETZSC H , «Krisi s der Vernunft . Gesprach mit Kurt Flasch »: Sinn und Form 48 ( 1996), p . 273.

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Justamente esto es lo que quiere decir la idea del Dios trinitario: Dios es uno, pero uno que realiza su vida intradivina en el intercambio del amor; no es un absoluto cerrado en sí mismo, sino una unidad comunional en la que cada una de las personas divinas recibe de las demás y regala a las demás su condición de Dios. Son desde su más íntima esencia de tal manera que permiten junto a sí un «espacio» a las demás personas, un espacio en el cual están abiertas y receptivas a cada una de las demás. Sólo una imagen así de Dios proporciona también a la creación un espacio «libre» y puede explicar con ello de manera concluyente la coexistencia de Dios y creación. Así lo entendió ya Tomás de Aquino al escribir: «El conocimiento de las personas divinas es necesario ... para pensar coiTectamente sobre la creación» (STh 1, 32, 1 ad 3). Mirando al Dios trino, la pregunta acerca de cómo puede existir, en fin, la creación ante la absolutidad de Dios, de dónde está, por tanto, su «lugar» y su «espacio» (de maniobra), se puede contestar así: el «lugar» de la creación no está «junto a» o «frente a» una mónada divina que todo lo absorbe, noción que -como hemos visto- sólo conduce a contradicciones; su lugar es Dios mismo o, dicho gráficamente, el «espacio» de mutuo dar y recibir configurado por las tres personas divinas. Es introducida por gracia en este intercambio divino de vida y, por consiguiente, incluso tiene «libertad de movimientos». No se ve aplastada por una unidad absolutista de Dios, sino que puede -en cuanto reflejo creado de la gloria del Padre, marcada por la Palabra divina y llena del Espíritu Santo- ser con, recibir con, dar con. Dicho con una imagen: si hubiera un solo jugador de pelota que retuviera ésta siempre y sólo para sí como «posesión suya», no existiría nunca la posibilidad de que otros I?articiparan en el juego. Sólo cuando un cierto número de Jugadores juegan realmente la pelota, es decir, cuansue lt a 1a pelota y la pasa a otros y e•stos a su . vez la JUeg.an eon e.1, pueden llegar también ot'ros a partict.Par en e1 JU ego · Otr a I·magen: cuando un niño solo está

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absorto en su juego de ordenador y, por tanto, se queda de modo narcisista en sí mismo, ningún otro puede participar en su juego; pero si se trata de un «juego de ordenador interactivo», que desde un principio parte de una red de jugadores, también otros pueden intervenir y tomar parte en el juego. Dicho claramente: puesto que la vida del Dios trinitario es un <<juego» de mutuo entramado y comunicación de vida, también otros, nosotros, las criaturas, podemos entrar en él y co-actuar. Así, la creación originalmente querida por Dios (y no desfigurada por el pecado) se muestra como un <<j ugar con» en la vida del Dios trino. Todos los demás modos de comprensión religiosa del mundo incurren, por el contrario, en contradicciones insolubles. Cuando Dios no se entiende como trino, o bien su omnipotencia y soberanía aplasta al hombre, de manera que el «¡Ay de mí!» de la criatura ante su majestad que todo lo doblega es la última palabra, y la criatura queda en última instancia reducida a nada, o bien el hombre se toma la libertad de entenderse como partícula o como medio de realización de la divinidad. En ambos casos se exige demasiado del hombre; la referencia religiosa se convierte para él en el poder totalitario que aplasta su libertad o sobrecarga su existencia. En última instancia, sólo la fe en un Dios que es en sí mismo amor, realización del amor, puede hacer al hombre comprensible como criatura creada en libertad desde el amor y destinada al amor. Pues sólo así se pone de manifiesto que Dios en su excelsitud absoluta no aplasta al hombre, y también que él no es el Dios «entre nosotros» que precisa de nosotros, sino el Dios «con nosotros» y «en nosotros» que nos introduce «de balde» en el amor que él es en cuanto Dios trinitario. «Trinitarización»: la meta de la creación Si Dios es communio, y el hombre fue creado como imagen de este Dios para expresar en sí dicha imagen cada vez más Y, de este modo, hacerse más semejante a Dios, con ello se

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pone de relieve también el destino último del hombre: está llamado a convertirse en lo que Dios es desde siempre -co­ munidad, intercambio de vida- para tener parte de una vez por todas en la consumada communio del Dios trinitario . Será razonable decir que, sólo cuando el hombre ha lle­ gado a ser comunional, puede < ugar con» en la vida del Dios comunional. De otro modo sería, por así decirlo, un cuerpo extraño en la vida divina a él prometida. Por eso el devenir communio es la fundamental tarea vital del hombre. Para eso vivimos. Hemos de acercarnos en libertad , en la medida en que nos sea posible , a lo que Dios es: comuni­ dad perfecta de amor. Para ello se nos incita a actuar. Pues sólo si Dios y hombre participan, dando y recibiendo , en la suscitación de la communio de ambos, se produce realmen­ te ésta en cuanto común «estar en relación » . Por eso Dios no es sólo el dador. Por formularlo de manera paradójica: Dios da también «que hacer» para poder recibir del hacer de la criatura la respuesta del amor. Cada don de Dios al hombre es siempre simultáneamente tarea, capacitación y acicate para la cooperación. Esto se aplica con mayor razón al don supremo de Dios al hombre: al brindar Dios la posi­ bilidad de establecer una comunidad con él, su oferta se convierte inmediatamente en invitación a «hacer realidad» ese obsequio, es decir, a colaborar en la meta de la creación, a saber, su communio con Dios. Ahora bien, la communio tiene para el hombre una doble orientación: es comunidad con Dios y también comu­ nidad con los demás seres humanos, e incluso con la crea­ ción entera. Ambas cosas van muy íntimamente unidas. Para expresar en sí la imagen de Dios y llegar a ser seme­ jante a él, el hombre tiene que ir familiarizándose con ambas formas de communio. Esto supone escapar del «nar­ cisismo original» del pecado, es decir, vencer la tendencia a buscar se sin miramientos y en todo sólo a uno mismo y a enten_der.la propia vida como una gran y única actitud vital ego entnca. Frente a esto, se le propone la tarea de intro­ ducrrse cada vez más en la red de la comunidad (con Dios

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y con el prójimo). Precisamente esta communio con doble referencia -o, más exactamente, el doble y único devenir communio del hombre- es, según convicción cristiana, con­ tenido y meta del tiempo y la historia. Verdad es que ya están establecidos ontológicamente una disposición y un llamamiento a la communio desde la creación -en eso con­ siste, al fin y al cabo, el «ser imagen de Dios» del hombre-; pero, dado que esa disposición originaria va encaminada a la libertad, también se debe realizar en libertad . La realización de una libertad finita, sin embargo, signi­ fica esencialmente «temporalización », es decir, un realizar­ se en el tiempo y en la historia: en el paso por el mundo, con el acicate recibido de situaciones y encuentros concre­ tos, en interrelación con la sociedad y el espíritu de la época, el hombre tiene que asumir en libertad su previa dis­ posición creatural y llegar a ser más communio, comunidad, intercambio de vida y amor, para alcanzar una mayor seme­ janz a con Dios. Por eso Dios regala tiempo. Su realización vital , la communio que lleva a cabo a partir de la plenitud de su propia esencia, no debe ser imitada por nosotros sólo pasiva mente, o sea, simplemente aceptando y consintiendo el obrar divino, sino actuando activamente en virtud de la propia libertad. Si al final del tiempo entramos a participar para siempre en el juego de la vida del Dios trinitario, no lo haremos como mendigos a los que todo les ha llovido del cielo, sino como quienes fueron capaces de «Co-alcanzar» para sí esta vida y, precisamente por eso, son aún más semejantes a Dios. Desde esta perspectiva se puede entender también la lógica Y la coherencia internas de la historia de salvación y sus promesas en el Antiguo y el Nuevo Testamento . «Cifra» perma nente de la historia de Yahvé con su pueblo es la alianza de Dios con el hombre. Con dicha alianza se le pro­ pone al hombre la tarea de vivir conforme a la misma , de Introducirse cada vez más en la alianza a la que Dios con­ desciende y que quiere cerrar con él cada vez más estre-

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chamente. A qué nivel de profundidad llega esta realidad de la alianza, lo deja patente el simbolismo nupcial, que se prolonga hasta el Nuevo Testamento, pero que ya comenzó en el Antiguo: «Como se casa joven con doncella, se casará contigo tu edificador, y con gozo de esposo por su novia se gozará por ti tu Dios» (ls 62,5). En cuanto imagen de Dios y reflejo de la gloria divina, el hombre es el amado interlocutor de Dios, del cual Dios está tan enamorado como un joven colado hasta los huesos por su chica. El hombre debe responder a esta declaración de amor y a este cortejo que Dios le hace. A tal efecto, está invitado a decir «SÍ» a la alianza y a vivir en consonancia con ella. Pero la dirección «vertical» de la alianza (la alianza entre Dios y hombre) sólo es real cuando ésta se realiza también «horizontalmente» en la comunidad con los demás hombres. Esto se expone narrativamente de múltiples maneras: Dios llama desde el principio a la comunidad consigo, no a hombres aislados, sino a «los muchos» que deben juntarse en la unidad. Este tema se trata ya -según algunos teólogos- en la creación del hombre tal como es presentada en Gn l . Cuando allí se dice: «Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios lo creó, macho y hembra los creó» (Gn 1,27), significa que el hombre es imagen de Dios precisamente por el hecho de que no ha sido creado como individuo aislado, sino referido al otro. En cuanto macho y hembra, que en unicidad diferenciada y al mismo tiempo en ordenación recíproca -dicho formalmente: en diferencia e identidad, en distinción y unidad- constituyen la comunidad originaria de la humanidad, el hombre refleja al Dios trinitario. Como tal, recibe también el encargo de proteger la creación, así como el de «multiplicarse y poblar la tierra» (Gn 1,28), es decir, extender la propia comunidad originaria. Así, la creación tiende desde el principio , no al individuo aislado, sino a la communio de los muchos individuos, a la unificación del ser creado marcado por la pluralidad.

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Este devenir communio es un proceso de expansión creciente: del clan familiar al pueblo de Dios. Cuando en dicho proceso algunos individuos son llamados por Dios, no lo son propiamente como individuos, sino siempre con el encargo de servir al devenir communio de todos. Así, por ejemplo, Abrahán ciertamente es llamado a salir de su tierra como individuo, pero con el fin de ser una bendición para todos: ha de convertirse en el progenitor de un pueblo y en el padre de la fe para todos los hombres . Continuamente se repiten cosas parecidas. Los individuos desempeñan un papel en la medida en que tienen una tarea que cumplir en favor de la totalidad del pueblo de Dios. Tampoco éste es todavía la meta ni la forma perfecta de la communio. El pueblo de Dios debe, más bien, «convertirse en bendición para toda la tierra» (Is 19,24). Ha de dar el salto a todos los pueblos paganos, que, según Is 2,1-5, han de venir a Jerusalén para tener parte en la alianza de Israel con Dios y en su lograda comunidad mutua. La historia veterotestamentaria de la salvación no es la única que está bajo el signo del devenir comunidad; con mayor razón lo está su concreción e intensificación neotestamentaria. Así, por ejemplo, en los discursos de despedida del evangelio de Juan se pone de relieve que la unidad de Padre e Hijo ha de dar el salto al discipulado de Jesús, y desde ahí apoderarse del mundo entero. En esto consiste el testamento de Jesús, por tanto su última voluntad, que lo incluye todo, y lo esencial de todo su hablar, obrar y padecer: «Que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros » (Jn 17,21). En la unidad de Jesús con el Padre, en su amor recíproco ya «antes de la creación del mundo » (17,24), consiste la «gloria» de Jesús; y él la regala a su vez a los 'discípulos: «Yo les he dado la gloria que tú me diste, pues(!) han de ser uno como nosotros somos uno: yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno» (17,22-23). Así, la unidad del hombre surge de la unidad del Dios trino y se ha de insertar de nuevo en ella para llegar a ser «unidad perfecta».

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También concuerda con esto el hecho de que en el evangelio de Juan toda la obra salvífica de Jesús se compendie en esta breve fórmula: «(Jesús iba a morir) no sólo por la nación (Israel), sino también para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos» (11,52) . Esto corresponde también al «punto esencial» hacia el que van encaminados los evangelios sinópticos. Todos concluyen con el encargo de la misión al mundo; se trata de hacer discípulos a «todos» y de bautizarlos «en el nombre» del Dios trino, es decir, incorporarlos al ámbito trinitario de poder y relación. En suma, la communio en la que existe el Dios trino ha de expresarse en el discipulado de Jesús; como tal, dicho discipulado es luego enviado para sacar al mundo entero de su escisión e introducirlo en la auténtica comunidad (con Dios y entre sí). El concilio Vaticano u hace suya esta visión de la meta última de la creación y la obra de salvación cuando dice: «(Así se debe) cumplir el designio de la voluntad de Dios, quien en un principio creó una sola naturaleza humana, y a sus hijos, que estaban dispersos , determinó luego congregarlos» (LG 13). La meta última, por tanto, se denomina «unidad»; se podría decir, mejor, «trinitarización » de la entera realidad: lo que Dios es en cuanto Dios trinitario, debemos y podemos llegar a serlo nosotros. En lenguaje más tradicional, esta meta de definitiva y perfecta communio con Dios y con el prójimo se llama «cielo». Éste no es un cara a cara privado del individuo con Dios, sino una «magnitud social». En cualquier caso, así se pone de manifiesto con toda claridad en las imágenes de la sagrada Escritura, especialmente en el mensaje de Jesús. Por la literatura rabínica sabemos que el judaísmo de tiempos de Jesús disponía de una descripción del mundo futuro de colorido sumamente rico. Por el contrario, Jesús sólo conoce una imagen del cielo: la del banquete común (el banquete de bodas). De manera parecida , el Apocalipsis de Juan expresa cómo ve el cielo con la imagen de la ciudad de Dios o la de la liturgia común -ambas son imágenes

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sociales. Partiendo de Pablo, se puede decir que el cielo consiste en que todos lleguen a ser plenamente «cuerpo de Cristo», es decir, que estén tan estrechamente en-redados entre sí como los miembros de un mismo cuerpo, que están vinculados entre sí en el mutuo intercambio de vida y forman así el único cuerpo, con Cristo como «cabeza» y el Espíritu Santo como «alma» «para gloria de Dios Padre» . El cielo es la communio de la humanidad que ha llegado a ser comunional con el Dios «comunional», trinitario. Aún seguimos en camino hacia esa meta. También los que ya murieron «aguardan» todavía junto a Dios la consumación de esta communio. Así lo formula Orígenes, probablemente el teólogo cristiano más notable de la antigüedad: «Los santos [= "santificados", por tanto "cristianos"] que han partido de este mundo no reciben inmediatamente la recompensa plena por sus méritos, sino que nos esperan ... Ciertamente, tendrás alegría si partes de esta tierra como santo; pero tu alegría sólo será plena cuando no te falte ningún miembro [del cuerpo de Cristo]. Esperarás , pues, también tú, tal como tú mismo eres esperado. Pero si a ti, que eres miembro [del cuerpo de Cristo], no te parece una alegría completa mientras falte un miembro, ¿cuánto menos lo considerará una alegría plena nuestro Señor y Salvador, que es la cabeza y el creador del cuerpo, si le faltan aún ciertos miembros de su cuerpo? ... El no quiere recibir su gloria perfecta sin ti, es decir, no sin su pueblo, que es "su cuerpo" y "sus miembros"» 16• El mundo está aún en camino hacia la communio perfecta, y, junto con el mundo , también lo está el mismo Cristo ; sólo se alcanzará la meta cuando la creación entera entre en la communio del Dios trinitario, y Dios «sea todo en todo» (1 Co 15,28). Entonces se mostrará con claridad l6.

ORíGENES,

H om. in Lev 7, 2

(=se 286, 308s).

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patente que cielo y tierra están creados -como dice Jürgen Moltmann- para ... «...convertirse, en cuanto "casa común" de todas las criaturas, en la "casa de Dios" en la cual Dios está con sus criaturas, y sus criaturas pueden vivir eternamente con él. Esto se expresará bíblicamente con la imagen del templo de Dios ... La visión de la nueva creación de todas las cosas según Ap 21,1-4 contiene, con la imagen de la Jerusalén celestial, la idea de que al final el mundo entero se ha de convertir en el templo en el que la glo­ 1 ria de Dios pueda instalarse y descansar » • Cuando, hace algunos años, pasé una larga temporada en Perú, me encontré con un indio que no sabía leer ni escribir, pero que formuló con extraordinaria concisión, de una manera -a mi modo de ver- prácticamente insuperable, el núcleo de la fe cristiana: «¡Dios es comunión [en caste­ llano en el original) , y por eso los hombres debemos hacer­ nos comunión!». En esta sucinta declaración se expresa, de hecho, lo decisivo acerca del sentido de la creación y de la historia, y también acerca del sentido de nuestra vida: los hombres estamos creados a imagen de Dios, somos seme­ jantes a él. Pero esta semejanza es sólo incipiente, germi­ nal. Precisamente para eso se nos da el tiempo, el tiempo personal de vida y el «gran» tiempo hi stórico: para que expresemos cada vez más claramente en nosotros y entre nosotros la imagen de Dios que de manera incipiente somos. Ahora bien, si el Dios trino es comunidad, de ahí se sigue que nos haremo s más semejantes a él precisamente en la medida en que nos hagamos más comunidad , en que escapemos de nuestra existencia aislada, de nuestro narci­ sismo y egoísmo, y nos convirtamos en hombres comunio­ nales , comunitarios y capaces de comunión, en correspon­ dencia con el Dios comunional y comunitario. Sólo así 17. J.

MOLTMANN,

Die Quelle des Lebens, Gütersloh 1997, p. 114.

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podremos participar de manera definitiva en el juego de la vida de Dios. Si reunimos los puntos de vista desde los que hemos desa­ rrollado hasta el momento la fe en el Dios trino , en lo tocan­ te a su importancia para la comprensión del hombre y la creación y para el sentido y la meta de la historia, el resul­ tado es el siguiente: la fe trinitaria es el desarrollo concre­ to, y racionalmente obvio, de la afirmación de que Dios es amor, de que con amor se ha acercado a los hombres con extrema radicalidad, y de que la creación y la historia no tienen otro sentido que dilatar dicho amor conforme a una vida común de amor. Ahí podría radicar también el verdadero «punto de frac­ tura» entre la religiosidad cristiana y otras concepciones de Dios . No precisamente en el hecho de que en el ámbito de la fe cristiana se ponga más en práctica el amor que en otro lugar, sino en que el cristianismo, justamente por su con­ cepto trinitario de Dios, lleva más claramente (y hasta de manera insuperablemente clara) el amor, como quintaesen­ cia de toda realidad, al campo del lenguaje, de la experien­ cia y, con ello también, ciertamente, al de la decisión. La humanación del Dios trinitario La fe en el Dios trino no sólo arroja luz sobre la compren­ sión del hombre y la creación y sobre la meta de la historia, sino que también, con mayor razón , aclára y ahonda lo que el cristianismo confiesa sobre la humanación de Dios y la redenció n del hombre y, por tanto, sobre el núcleo de la fe. Para valorar correctamente el peso de la humanación , hay que recordar una vez más lo que ya se expuso breve­ mente en el contexto de la creación: ésta ocupa desde el P incipio un puesto central en el espacio vital del Dios tri­ nttario. No es simplemente el «interlocutor » de Dios, sepa­ rado de él por un abismo ; tiene parte desde siempre en la

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estructura e intercambio vital intratrinitario, pues está creada y marcada por la Palabra de Dios y llena del Espíritu de la vida divina. Así, también el prólogo de Juan hace hincapié en que la Palabra de Dios brilla desde el principio en la tiniebla como «luz y vida» y desde siempre «vino al mundo», que «es lo suyo» (Jn 1,9ss)l8• Por supuesto, ya el Antiguo Testamento está convencido de ello: «El Espíritu del Señor lo llena todo» (Sb 1,7); por medio de él se renueva continuamente el mundo en la vida 19 • De este modo, por tanto, el Hijo (o la Palabra de Dios) y el Espíritu Santo son desde el comienzo los principios personales del ser y la vida de la creación; Hijo y Espíritu están obrando constantemente en ella y se manifiestan siempre de manera poderosa en la historia. Por consiguiente, el Dios trino está desde siempre en el mundo, y el mundo está en él. Pero la cosa no se queda ahí. La encarnación/humanación de Dios significa más, mucho más. El Dios trinitario no sólo está activo en el mundo, sino que se hace hombre en Jesucristo. Esto significa que el Hijo eterno entra de manera completamente nueva en la creación al hacerse «parte» suya, literalmente un «trozo» de creación; Dios mismo se hace un «hombre más» entre los hombres: asume nuestra historia como suya y comparte nuestro destino. La humanación, sin embargo, no apunta sólo a una instrucción orientada a hacemos saber finalmente, mediante el Hijo de Dios, quién es Dios y qué quiere de nosotros; la humanación tampoco apunta sólo a una redención encaminada a librarnos del poder del pecado y de la muerte. Por más que todo esto también sea exacto, en última instancia se trata de algo mucho más decisivo: de la comunicación permanente, no susceptible de ulterior intensificación, entre 18. En estos versículos no se pretende afirmar la venida del Hijo como «hombre >> --de ello sólo se habla a partir del v. 14-, sino la «ven ida>> del Logos; la venida, por tanto, del Hijo eterno de Dios como permanente Y . stempre nueva <> de la creación. 19. Véase , p. ej., Sal 104,30: << Envías tu Espíritu, y todas (las criaturas) son creadas>> .

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Dios y hombre. El Creador quiere dársenos sin reservas e irrevocablemente en su Palabra y su Espíritu, para que, aceptando la amistad divina que nos ofrece, lleguemos a ser «hijos e hijas en el Hijo», y así alcancemos la meta de toda la creación, la insuperable y eternamente bienaventurada participación en el juego de la vida del Dios trinitario. En la humanación, por tanto, la voluntad de Dios de establecer la communio con su creación alcanza su punto culminante. Pues a una communio no susceptible de ulterior intensificación pertenece el hecho de que Dios salve también la distancia existente entre su propia infinitud y la finitud creatural, entre la riqueza divina y la pobreza de la criatura, y se encuentre con la criatura de igual a igual, por decirlo así. Esta profundísima visión de la humanación de Dios quedó magníficamente ilustrada (y con ello comentada) por Soren Kierkegaard en la historia del rey y la mendiga. Recojo a continuación los pasajes que hacen más al caso: «Imaginemos que había un rey enamorado de una humilde muchacha ... Su decisión era fácil de realizar, porque todos los funcionarios estatales temían su cólera y no se atrevían a murmurar nada, los Estados vecinos temblaban ante su poder y no dejaron de enviar legados con parabienes para el enlace; ningún cortesano servil de esos que se arrastran por el polvo intentó herirle, para no poner en peligro la propia cabeza ... De pronto surgió en el alma del rey una preocupación ... En solitario, dentro de su corazón, daba vueltas a su inquietud: ¿llegaría a ser feliz la muchacha? ¿Lograría confianza para no acordarse jamás de lo que el rey quería olvidar: que él era el rey, y que ella había sido una humilde muchacha? Porque ... si ella se encerrara en el ensimismamiento de una pena oculta ... ¿dónde quedaría la gloria del amor? En tal caso, seguro que habría sido más feliz permaneciendo en su refugio, amando a alguien seme-

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jante, resignada en su humilde choza, pero tranquila en su amor, confiada mañana y tarde ... ¿Qué debía hacer el rey, entonces? Podría haberse mostrado a la humilde muchacha en todo su esplendor; podría haber elevado el sol de su magnificencia sobre su choza, hacerlo resplandecer sobre la zona por donde él apareciera y llevarla a olvidarse de sí misma en rendida admiración. ¡Ay!, quizá eso hubiera satisfecho a la muchacha. Pero el rey no podía darle esa satisfacción; no quería su glorificación, sino la de la muchacha. ¿Qué debía hacer el rey, entonces? ¿Debía transformar a la humilde muchacha, de algún modo "darla a luz" nuevamente, mudarla por arte de magia? "Pero el amor no cambia al amado, sino que se cambia a sí mismo"». Para Kierkegaard sólo hay una posibilidad de crear entre rey y mendiga -dicho claramente, entre Dios y criatura- la unidad del verdadero amor, de un amor que no aplaste al otro, que no se eleve por encima de él, que comparta realmente sus esperanzas y temores, alegrías y sufrimientos. Dicha posibilidad es la siguiente: «Si la unidad no puede realizarse "por una elevación, habrá que intentar conseguirla por un abajamiento ... Para que pueda realizarse la unidad, Dios tendrá que hacerse semejante a él. Y, en efecto, desea mostrarse igual al más humilde. Pero el más humilde es quien ha de servir a los otros. Por tanto, Dios quiere mostrarse en la figura de siervo". Dicha figura no es puro revestimiento, "sino que es su verdadera figura. Es lo insondable del amor: desear ser igual al amado, no por juego, sino en serio y de verdad ... Cualquier otra clase de reve lación sería para el amor de Dios un engaño"» 20 • 20. S. KlERKEGAA RD, Phil osophis che Brocken = Ges. WW (Hirsch/Gerdes) 10, Gütersloh 19852, pp . 24-31 (trad. cast. del original danés: Migajas filos ófi cas, o un poco de filos ofía, Madrid 1997). La traducción y la puntuación se han adaptado en parte al uso actual.

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Por tanto, dado que el amor de Dios quiere ser tan vasto que le evite al hombre la experiencia de estar para siempre distanciado de Dios por un abismo que separa y aísla, Dios asume nuestra creaturidad verdadera y realmente en la persona del Hijo y comparte nuestro mísero destino humano. También el Espíritu Santo tiene participación en la encarnación. Como movimiento del divino «más allá de» (véase p. 35), es el verdadero dinamismo que pone en marcha la humanación. Así, Gabriel dice al anunciar el nacimiento de Jesús a María: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra» (Le 1,35); y a José se le dice: «El hijo que espera es del Espíritu Santo» (Mt 1,20). Además, lo mismo que en la vida trinitaria divina el Espíritu es vínculo y garantía de la unidad, en la tierra une en toda circunstancia al Hijo humanado con el Padre (también cuando, en la cruz, parece quedar rota toda conexión). Precisamente así es también él la fuerza de la resurrección. El Padre tiene participación en la encarnación por el hecho de que (como dice san Ireneo de Lyon) actúa con sus «dos manos», mediante su Hijo amado y mediante el Espíritu de su amor. Los entrega por nosotros y se deja introducir a través de ellos en los abismos de su creación. Así, a través de ambos , también él está de manera nueva junto a nosotros, con nosotros y para nosotros, y lleva a término la obra de la creación. Si la humanación de Dios va totalmente en serio -y esta absoluta seriedad es propia del amor de Dios-, el Hijo de Dios se hace hombre tan real, verdadera y completamente, que nada de él se «mantiene al margen» de esta condición huma na, como si desde entonces viviera en «parte» su vida divi na como hombre y, por otra «parte», siguiera viviendo la vida «intradivina», eternamente bienaventurada , de la divinidad . El Hijo de Dios asume nuestra condición huma-

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na verdadera y realmente, no simplemente como figura aparente «transitoria» o como «parte» de su propio ser. La humanación carecería entonces de absoluta seriedad y se quedaría en un episodio igual a una representación teatral en la que el actor ciertamente hace el papel del «rey Lear» de Shakespeare, pero al mismo tiempo «sabe» -aun cuando ese saber puede pasar totalmente a segundo término en medio de la implicación propia de la interpretación- que en realidad se llama, pongamos por caso, Wemer Kraus . Sigue manteniendo su propia identidad incluso «tras» la máscara del rey Lear, y su transitoria identidad interpretativa puede quedar desechada de nuevo un par de horas después. La humanación de Dios se entendería así de manera totalmente errónea. No. En la encarnación, el Hijo de Dios «transpone», «traduce» completamente su vida divina a una historia humana: él, que en la vida intratrinitaria es «otro» -precisamente otra persona divina- con respecto al Padre y al Espíritu, vive ahora su alteridad intradivina a la manera de un hombre. Lo mismo que intratrinitariamente recibía su vida divina en el intercambio con el Padre y el Espíritu, y a ellos se la devolvía, ahora recibe del Padre y del Espíritu su vida como hombre y se la devuelve en la obediencia creatural. Por eso la humanación significa para el Hijo de Dios una «modalidad» de su misma condición personal eterna (H.U. von Balthasar). Esto significa que él no es Hijo eterno de Dios y luego, además, hermano nuestro en el tiempo, sino que desde la humanación vive su eterna condición divina como hermano nuestro en el tiempo y en la historia. Algo análogo se ha de decir también del Espíritu Santo, que mediante la humanación vincula de tal manera con el mundo su actividad que salta fronteras y unifica, que se une al suspirar y gemir de la creación todavía imperfecta y deseosa de liberación (véase Rm 8,22-23).

pendiente del mundo y de la historia, sino sólo «en él» y «junto con él». La vida intratrinitaria -dicho gráficam nteno sigue ya su curso en alturas celestiales; no mira a los acontecimientos históricos «hacia abajo», por así decirlo, ni interviene en ellos sólo previéndolos y configurándolos «desde arriba» (además, «en las alturas celestiales», «hacia abajo» y «desde arriba» son formulaciones totalmente inexactas o, en cualquier caso, sólo parcialmente ilustrativas, porque la creación está desde siempre inserta en la vida del Dios trinitario, y Dios actúa desde siempre en ella). Mediante la humanación de Dios, la vida del Creador y la de la criatura se conectan ahora entre sí de manera singular e inseparable. Si el Hijo de Dios es para siempre verdadero hombre, y el Espíritu penetra en los abismos más profundos de la creación, y el Padre está unido de manera nueva con nosotros mediante ambos, la «anterior» vida intratrinitaria (lo que en teología se denomina técnicamente la Trinidad inmanente) se ha abierto totalmente y para todos los tiempos y criaturas desde la libertad divina (la Trinidad inmanente se ha convertido en «económica»). Desde entonces, Dios realiza su propia vida interior entre nosotros y con nosotros los hombres, porque en y por el Hijo humanado, y en y por el Espíritu que llena el mundo, se ha « implicado» totalmente en la creación. Y nosotros, como miembros cf.el cuerpo de Cristo y llenos de su Espíritu, estamos para siempre insertos en la vida interpersonal de Dios; estamos «justamente en medio » del íntimo intercambio de la vida divina.

Ahora bien, todo esto tiene tremendas consecuencias: Desde la humanación de Dios no hay ya una Trinidad «en sí», ni una vida intradivina que se realice de manera inde-

Lo expuesto sobre la creación y la Trinidad en las pp. 54 y 63 queda de este modo radicalizado de una manera inimaginable para nosotros y se alza ante nuestros ojos como una interpelación francamente provocadora . Pues no es infrecuente tener la impresión de que también los cristianos se sitúan todavía demasiado dentro de la tradición ilustrada, fuertemente marcada por la concepción deísta de Dios. Según ésta, hay un solo Dios, el cual creó el mundo como

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lo otro de sí mismo y se preocupa de él en la medida necesaria para que no se precipite en el caos (y dentro de esta preocupación de Dios figura también la humanación). Pero, por lo demás, Dios lleva su propia vida divina en una trascendencia bienaventurada y nos deja a nosotros llevar la nuestra. La fe en la Trinidad y en la encamación se opone frontalmente a este modelo de concepción. Dios no es simplemente el Dios sobre nosotros, sino también el Dios con nosotros, entre nosotros, en nosotros. Y nosotros estamos en medio de la vida de Dios.

Además -debido al en-redamiento de todo lo real-, el pecado del individuo está tan unido a la historia de todos que infecta ésta hasta la médula. Esto se puede decir especialmente de aquel pecado que tradicionalmente recibe la equívoca denominación de «pecado original» de la humanidad. Como principio fáctico y signo permanente de la incipiente humanidad, dicho pecado se extiende contagiosamente al conjunto de la historia posterior; se apodera como un poder maligno de la entera creación, estructurada corriunionalmente, y empuja a cada individuo al pecado personal, en el cual se hace concreto, tangible y visible. Así, sin embargo, el hombre no es sólo «autor» de su propio pecado, sino también «víctima» del pecado de otros. En todos los ámbitos de la vida humana, tanto individual como social, el pecado actúa de manera desintegradora; desfigura el rostro del mundo, ese mundo que Dios, en su plan creador, quería como communio y que, en lugar de ello, engendra separación, división, odio y discordia. La obra redentora de Dios tiene como objetivo mover a los hombres de nuevo a la alianza con él y entre sí, pese a la negación pecadora. «Reiteraste ... tu alianza a los hombres», se dice en la cuarta plegaria eucarística de la liturgia romana. Con tentativas histórico-salvíficas siempre nuevas, de las que se nos da testimonio en el Antiguo Testamento, pero de las que también hablan de manera análoga las restantes religiones de la humanidad, Dios regala nueva communio y pretende capacitar para una nueva communio. Estas «infatigables» iniciativas divinas encuentran su punto culminante y su meta en la humanación del Hijo de Dios en Jesucristo. Pues él mismo es en persona la communio de Dios con el hombre, porque es Dios y hombre a la vez. La tradición teológica formuló esto, en lenguaje ontológico, de la siguiente manera: en Jesucristo, la naturaleza divina y la humana están unidas «sin mezcla ni separación» (es decir, en permanente diferencia y, a la vez, en mayor unidad). Si, además, se considera la «naturaleza» en su realización dinámica, se puede decir también que en

Redimidos por el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo El proceso de devenir communio fue estorbado e interrumpido por el pecado del hombre. Pues el pecado es -dicho breve y concisamente-la contradicción exacta de la realidad de la communio, que por él precisamente queda convertida en lo contrario. El pecado, por su misma esencia, no es otra cosa que separación y aislamiento, un «centrarse en sí mismo», ruptura del diálogo con Dios y perturbación de las relaciones correctas con los demás hombres. Dicho brevemente: es la negación de la communio vertical y horizontal. El pecador quiere ser él mismo y sólo él mismo. Rehúsa convertirse en ex-céntrico, es decir, encontrar su centro en la comunidad con Dios y -ligado a ello- con los hermanos y hermanas. En lugar de eso, busca apoyo en sí mismo. Curva su corazón sobre sí mismo, por decirlo así, y lo encierra. La imagen del «Cor incurvatum in seipsum», del «corazón encorvado sobre sí mismo», procede de Agustín y expresa adecuadamente la esencia del pecado. Quien está encorvado sobre sí ya no puede mirar a la amplitud del nosotros, está cerrado como un erizo en la estrechez del propio yo, en el círculo asfixiante que lo rodea. Al no aceptar la relación y convertir la referencia a sí mismo en el fundamento de su existencia, el pecador se excluye del proceso de la trinitarización.

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Jesucristo se encuentran en una misma persona los dos movimientos de dirección contraria pertenecientes a la «alianza»: el movimiento de Dios hacia el mundo, que busca la comunidad y la establece, y el movimiento de respuesta del mundo a Dios.

las cosas no han de ser como suelen en el mundo, donde hay dominadores y dominados, grandes y humillados. Más bien, «el que quiera llegar a ser grande entre vosotros será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros será esclavo de todos» (Me 10,43-44). También los signos milagrosos de Jesús remiten a la meta de la unidad. Resulta ciertamente llamativo que el Nuevo Testamento destaque de manera especial la curación de leprosos, así como la de sordos, ciegos y mudos. Pues los leprosos eran, debido a su enfermedad, los más aislados y abandonados de todos los hombres, excluidos de todo contacto social. Al curarlos Jesús, pueden de nuevo establecer relaciones y regresar a la comunidad con los demás 23 • Algo parecido cabe decir de los demás milagros de curación: los oídos, los ojos y la voz le son dados al hombre para comunicarse; son medios de comunicación. Con la curación, Jesús da de nuevo a los sordos, ciegos y mudos la posibilidad de entrar otra vez en el intercambio de unos hombres con otros, en una convivencia sana con los demás. También las frecuentes narraciones acerca de posesiones demoníacas «expresan un problema social general: la ruptura de la comunicación entre los hombres, un hondo distanciamiento en las relaciones sociales» 24 • No rara vez, el poseído es mudo o habla el lenguaje del mal, que se ha apoderado del suyo. La expulsión de demonios significa, por consiguiente, liberación del aislamiento, nueva posibilidad de relaciones sociales, restauración de la comunicación entre los hombres.

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El movimiento de Dios hacia el mundo Este movimiento es el núcleo de la actividad redentora de Cristo en su empeño en pro de la communio de Dios con los hombres y de los hombres entre sí. Fue enviado por el Padre y fue a la muerte «para reunir a los hijos de Dios dispersos» (Jn 11,52). Pero bajo el signo de ese establecimiento de comunidad está no sólo su morir, sino su vida entera. Alexandre Ganoczy lo formula así: «Desde el punto de vista del contenido ... communio puede abarcar todo aquello que constituyó la meta del obrar del mismo Jesús. Pues está claro que la salvación que Jesús anunció y realizó se encontraba plenamente bajo el signo de la unidad. Experimentar la salvación significa siempre en el evangelio experimentar el poder unitivo del Dios que viene» 2 1 • Y el exegeta Joachim Jeremias expresa esto con agudeza cuando dice: «El único sentido de la entera actividad de Jesús es la reunión del pueblo escatológico de Dios» 22 • El primer destinatario de la actividad establecedora de unidad de Jesús es el pueblo de Israel, que ha de ser liberado de la dispersión exterior e interior y reunido de nuevo en Dios. Por eso Jesús pugna por la superación de fronteras y divisiones entre individuos y entre distintos grupos y capas sociales. Haciéndose solidario con los pecadores, los que no cuentan y los marginados, demuestra que quiere superar las exclusiones y delimitaciones y conducir a todos a la comunidad con él y entre sí: a una gran «familia» en la que

Más esencial y fundamental aún es, sin embargo, la comunidad con Dios que se ofrece de nuevo al hombre por medio de Jesucristo. El destinatario del ofrecimiento «sólo» debe

21 . A. GANOCZY , «Communio - ein Grundzug des gottlichen Heilswillens»: Unsere Seelsorge 22 (1972), p. 2. 22. J . JEREMIAS , N eutestamentlich e Theolog ie, Gütersloh 19732, p. 167 (trad. cast.: Teología d el Nu evo Testamento, Salamanca 1994).

23. Por eso en los relatos de curación de leprosos lo esencial no es la curaci ón como tal , sino el mandato de presentarse al sacerdote. Véase Le 5,14 par. Pues sólo gracias a la comprobación de éste podía regresar el leproso a su pueblo y a su familia. 24. G. THEISSEN , Urchristli che Wundergeschichte, Gütersloh 1974, p. 247 .

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creer, es decir, dejar los ídolos que se ha fabricado por su cuenta y aceptar la nueva y definitiva iniciativa del Dios dispuesto a la alianza. Pero, puesto que los destinatarios, en su mayoría representativa -equivalente a la humanidad entera-, persisten en el «no», Dios apela a lo más extrema­ do de su amor. El Hijo de Dios va a la cruz. Desde la perspectiva de Dios 2 S, la cruz es el signo más radical de que él mantiene el ofrecimiento de su amor inclu­ so para un mundo que se le rehúsa, y de que antes se deja crucificar que retirar su voluntad de comunidad con dicho mundo . Demuestra, por tanto, que su «SÍ» es más fuerte que el «no» humano . Puesto que el mundo representado por los que crucifican a Jesús pronuncia el «no» más radical frente al definitivo «SÍ» de Dios, en la cruz se manifiesta ante todo el máximo abismo entre Dios y creación. Pero al cerrar el Hijo de Dios este «abismo» en su propio corazón, por así decirlo, en la cruz se produce el máximo de la voluntad divina de communio con los hombres. En la cruz se agudi­ za un rasgo característico que marca el acontecimiento Cristo en su totalidad: el anonadamiento (kénosis) de Dios dentro de los abismos del mundo. El Hijo de Dios no sólo se hizo hombre, sino que --como dice Pablo- tomó «condi­ ción de esclavo» (Flp 2,7), es decir, la condición de alguien que, bajo la servidumbre del pecado, la perdición y la muer­ te, ha perdido su verdadera vida. Hizo esto para erigir su amor precisamente así dentro del ámbito del desamor. El radical «descenso» del Hijo de Dios tiene además los ras­ gos de una paradoja insuperable: el infinitamente rico entra en la pobreza de la creación, la divina figura de la gloria asume la forma de extrema impotencia y bajeza (véase 2 Co 8,9), Dios mismo entra en el sufrimiento de la creación, se convierte en el Dios sufriente.

Es ésta una idea que se ha ido abriendo camino cada vez más en la teología reciente. Hasta el siglo XX se pensaba, por regla general, de modo completamente distinto. Se par­ tía de la absoluta impasibilidad de Dios, lo cual estaba totalmente en la línea del antiguo principio que ya Homero formulaba así:

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«Los dioses destinaron a los míseros mortales a vivir en la tristeza, y sólo ellos están descuidados» 26 • Ei sufrimiento se consideraba una imperfección que, en consecuencia, se debía negar del Dios absolutamente per­ fecto. Pero este argumento sólo vale desde la perspectiva de un pensamiento óntico-cosista; «en el orden del amor las cosas son de otro modo: en él, el sufrimiento es, por así de­ cirlo, el "sello de la perfección" »27 • ¿Cómo es eso? El poeta Gottfried von StraBburg lo dice de manera impresionante: «A quien nunca le aconteció sufrimiento por amor, tampoco le aconteció jamás amor por amor. Amor y sufrimiento, ¿cuándo se han dejado separar alguna vez en el amor?» 28 • Pero ¿acaso esto no vale exclusivamente del amor humano? ¿No es el amor de Dios completamente otro?, ¿no debe ser otro para que Dios siga siendo Dios? Pero a esto se puede objetar que propio de cualquier clase de amor es adaptarse al ser amado, compartir su vida, realizar con él su destino. Por tanto, si Dios ama al hombre con insondable libertad, y lo ama hasta el extremo, el hecho de que se vea 26. llíada II, 24, 525s. 27. Así: F. VARILLON, Souffrance de Dieu, vie du monde, Touroai 1971, p. 71.

25. Prescindimo s en lo sucesivo de que la cruz, vista desd e el hombre, tam­ bién es signo del «nO>> culpable frente al ofrecimiento de Dios, conse­ cuencia del grito «¡Fuera, crucifícalo!>>.

28.

Tristan und !solde, citado según Th.R. Pa ssio Caritatis, Einsiedeln 1990, p. 187 (trad. cast.: Tristán e /solda, Madrid 1995').

ÜOTIFRfED VON STRABBURG, KRENSKI,

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dolorosamente afectado por el amado es propio de la ineludible coherencia de tal amor. Un Dios incapaz de sufrir sería un Dios incapaz de amar al hombre. Pero con ello queda también indicada ya la singular modalidad del sufrimiento divino: mientras que el sufrimiento humano es por regla general involuntario, un suceso que viene de fuera, el sufrimiento de Dios se muestra -dado que se funda en el carácter insondable de su libertad- como un sufrimiento aceptado libremente en el amor a la criatura, como sufrimiento de amor y sufrimiento por amor. Además, de ninguna manera se trata de que Dios se hunda sencillamente en el sufrimiento y quede por ello incapacitado ya para salvarnos a nosotros, como objetó a veces Karl Rahner contra esta concepción. Más bien, la inmersión en el sufrimiento es diferente para las tres personas divinas: es el Hijo quien, en cuanto humanado, está radicalmente implicado en nuestro sufrimiento humano, y hasta sumergido verdaderamente en él, para demostrarle al mundo el amor totalmente inimaginable de Dios; es el Espíritu quien se une al sufrimiento de la creación, pero al mismo tiempo mantiene la conexión de Jesús con el Padre en el extremo abandono en la cruz; y es el Padre quien sufre por el Hijo y con el Hijo, pero de manera que él mismo como no humanado (ciertamente no en bienaventuranza intacta, pero sí) en cuanto «Padre de todo poder>>, como se le invoca en los himnos litúrgicos, soporta el sufrimiento de la creación y lo conduce a buen fin. Por tanto, Dios no es introducido en el sufrimiento de tal manera que se le escapan de las manos el ser propio y el creado. El sufrimiento de la Trinidad es soportado por el Padre, que mediante sus dos «manos» hace patente su amor en el mundo. Así, en el movimiento radical «de arriba abajo» del crucificado se encuentra la revelación más extrema y radical del amor que el Dios dispuesto a la alianza tiene a la humanidad perdida. Como enviado de Dios, establece de nuevo la comunidad entre Creador y criatura y, con ello, conduce la

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historia a su meta: la communio perfecta o -en el lenguaje de Jesús- el «reino de Dios» . El movimiento del mundo hacia Dios Jesús no sólo aparece como enviado de Dios, sino que es también nuestro hermano; más aún, en cuanto tal, es el hombre ejemplar que introduce a la humanidad entera en su relación con el Padre y la conduce al Padre; llama a la fe y se presenta como «guía y perfeccionador » de nuestra fe (Hb 12,2), es decir, como aquel con respecto al cual se ha de medir nuestra fe, por el cual es sostenida ésta y en el cual encuentra su meta. Pero, dado que aquellos a quienes se dirige se niegan a él y su mensaje, y con ello al Padre que lo envió, Jesús asume también el servicio de responder a la ofrecida reconciliación de Dios con una expiación representativa en la cruz. ¡«Expiación representativa»! Los dos términos de esta expresión se prestan hoy igualmente a confusión . Comencemos examinando lo que significa «expiación » . Muchos contemporáneos asocian con «expiación » -sobre todo a la vista de los sacrificios cruentos de no pocas religiones , y guiados por una comprensión errónea de la muerte de Cristo en la cruz- una imagen insoportable de Dios, verdaderamente demoníaca. Es la imagen de un Dios que, herido en su honor, se enoja y castiga o exige expiación y penitencia por sed de venganza, para luego, pese a todo, dejarse persuadir quizá -¡quién sabe!- y volverse de nuevo al hombre. Ahora bien, es imposible negar que en la historia del cristianismo existen hasta hoy maneras de decir y entender la muerte de Jesús que ponen a Dios bajo una luz siniestra. Sin embargo, todo esto tiene poco o nada en absoluto que ver con el auténtico mensaje de la fe cristiana. Según el modo bíblico de comprensión de la expiación , no es el hombre quien, por la necesidad de su alejamiento Y h ostilidad respecto de Dios, empieza a reconciliarse con Dios y a ofrecerle sacrificios de expiación u otros méritos expi atorios , sino que el hombre solicita de Dios expiación ,

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es decir, reconciliación, posibilidad de conversión, nuevo comienzo. Dios debe regalar la expiación. Él mismo es quien «nos reconcilió consigo por Cristo» (2 Co 5,18); nos demostró su amor «siendo nosotros todavía pecadores ... enemigos» (Rm 5,8.10), cuando no podíamos, por tanto, darle nada ni merecer nada ante él. Precisamente en el texto paulino más decisivo sobre la muerte expiatoria de Jesús (Rm 3,24-25) se dice una y otra vez que somos redimidos «de balde », «por gracia» y no por nuestras propias obras ni méritos , ni tampoco por méritos expiatorios. Por consi­ guiente, el acontecimiento de la reconciliación empieza con Dios mismo , pero éste regala al hombre la reconciliación precisamente capacitándolo para ser sujeto cooperador en este acontecimiento, y esta cooperación se realiza mediante la expiación. Desde el punto de vista del hombre, este poder expiar consiste en que el hombre hace suyas la posibilidad y la capacidad regaladas por Dios de participar en la superación y «compensación » del mal por él cometido. Sólo así y sólo ntonces es la redención una realidad «comunional», con­ forme a la alianza. Naturalmente -hablando en abstracto-, Dios podría sencillamente imponer, forzar una nueva communio al pecador que no acepta la communio; podría «olvi­ dar» sencillamente el rechazo de la communio y «transfor­ mar con un encantamiento » al hombre perdido. Pero enton­ ces el hombre sólo sería objeto, sin voluntad propia , de la actividad divina. Verdad es que Dios brindaría la liberación del mal, pero al mismo tiempo se pondría al margen de la «alianza», la communio, el estar y actuar juntos. «Si Dios», dice Karl-Heinz Menke, «no quiere poner al pecador bajo tutela, sustituirlo ni aniquilarlo, sino liberarlo para sí, sólo puede ... actuar con él »29 • Por ello también desde el hombre debe ser vencido el pecado y deben ser reparadas sus con­ secuencias. Ya Anselmo de Canterbury escribía que, «Si la 29. K.-H . MENKE, Di e E inziga rtig k eit J esu Christi im Hori zo nt der Sinnfrage, Einsiedeln - Frei burg 1995, p. 1 34.

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humanidad se levanta de nuevo tras el pecado, se debe levantar y poner en pie por sí misma » 30 • De otro modo, no quedaría restaurada la dignidad originaria del hombre . De ahí, por tanto, que también se requiera por parte del hom­ bre una participación en forma de expiación. ¿En qué con­ siste ésta? Primeramente, propio de la expiación es reconocer el mal cometido, expresar la culpa, descubrir el propio cora­ zón malo. Sin esto no puede haber ningún comienzo nuevo. A esto se añade una segunda cosa: evidentemente , pro­ pio de la esencia del mal es que «continúe dando siempre a luz lo malo» (Friedrich Schiller), que de por sí no se deten­ ga nunca, sino que continúe sin cesar, y hasta se intensifi­ que, y que con tremendo dinamismo intente apoderarse de todo. Este proceso sólo queda interrumpido cuando se ofre­ ce resistencia al agresivo dinamismo del mal y se interrum­ pe su «reproducción». Esto sucede allí donde, aun experi­ mentando el mal y la adversidad como consecuencia inma­ nente del propio obrar o comportamiento pecaminoso, no se devuelve el golpe; allí donde se sufre el aislamiento inte­ rior introducido por el pecado, pero de esa manera no sólo no se produce un repliegue aún más intenso sobre uno mismo, sino que se está dispuesto para una nueva confian­ za y un nuevo amor; allí donde se acepta el perjuicio deri­ vado de la culpa o incluso la pérdida de la buena vida, sin resarcirse mediante nuevos actos malvados . Dicho breve­ mente: el ciclo del mal se interrumpe allí donde las conse­ cuencias del pecado se padecen en el amor y desde el amor, sin causar nuevo sufrimiento. Propia de la expiación es también una tercera cosa: la disposición a empezar de nuevo, a pronunciar un nuevo sí a la comunidad que quedó dañada , o incluso destruida, con el «no» del pecado.

30.

ANSELMO DE CANTERBURY , Cur

Darmstadt J 970, p . J OO .

Deus H omo Il, 8, ed . de F.S. Schmitt,

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Allí donde tiene lugar una expiación con estas tres dimensiones, donde el pecador confiesa y reconoce su culpa, y con el padecimiento consciente de las consecuencias del pecado interrumpe el ciclo del mal y pronuncia un nuevo sí obediente al amor de Dios, allí se asume la parte que Dios permite realizar al hombre en la cancelación del pecado, allí es éste «expiado». Pues de este modo se realiza la esencia de la expiación, aun cuando ésta se siga expresando además en muchas religiones con un ritual sacrificial a menudo cruento. Pero la expiación no es el ritual, sino el sentir que en éste se expresa de manera pública y, por tanto, también vinculante. Según su esencia, la expiación es, como afirma Norbert Hoffmann, «la inversión especular del pecado como vulneración de la alianza»; es «el pecado convertido en su contrario en virtud del amor»3 1 • Si el pecado fue un «no» a la communio con Dios y el prójimo , y ese «no» se materializó en una de las miles de variaciones concretas del mal en el mundo, la expiación significa un nuevo «SÍ» a Dios que se tiene que materializar igualmente en una de las modalidades, infinitamente múltiples, del amor concreto. Ahora bien, dado que la humanidad no está dispuesta a tal «expiación » ni, por tanto, a un nuevo comienzo iniciado por Dios, Jesucristo asume en cierto modo nuestra parte en calidad de hermano nuestro . Tal representación -y con esto llegamos al segundo término que se presta a confu sión- es posible debido a la estructura comunional de la condición humana esbozada ya en las pp . 46ss . Puesto que la persona está esencialmente determinada por la relación, también puede ser representada (lo cual no quiere decir «su stituida ») por otra con la que está en relaciones constitutivas. Cabe ser sustituido en aquello que se hace objetivamente: en el «empleo», en determinadas funciones que se tienen que desempeñar. Cuando exis3 1 . N . HOFFMANN, Kreuz und Triniti:it, Einsi edeln 1982, p . 102; ID., «Sühne>>, en (lnternat. ln st. von Herzen Jesu [ed.]) Entwicklung und Aktualiti:it der H erz-J esu- Verehrung, Aschaffenburg 1984, p . 188.

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te un «sustituto» (o una sustituta), uno causa baja, queda fuera, no es tenido ya en cuenta. Quien, por el contrario , es representado, forma parte de las actividades del representante y se interesa vivamente por ellas: o es invitado por el representante, primeramente, a llegar tan pronto como le sea posible al lugar en el que es «provisionalmente » representado o, por el contrario, a regresar lo antes posible allí donde ya estuvo una vez. En todo caso, la posibilidad de representación es esencialmente una dimensión de la red de relaciones personales, una consecuencia de la estructura comunional de la creación. Puesto que Jesucristo -debido al Espíritu que desde él se desborda también sobre nosotros y nos une con él- está en relación personal con todos nosotros, también nos puede representar ante Dios y realizar en representación nuestra la obra de la expiación, de la restauración personal del mal. Entra en la maraña de nuestra culpa humana y toma sobre sí sus consecuencias: desamor y odio, soledad e impotencia, miedo y agresión, lejanía de Dios y muerte. En cuanto «Cordero de Dios» que acepta cargar con el pecado del mundo, lleva «Sobre el madero (de la cruz) nuestros pecados en su cuerpo» (1 P 2,24). Con ello los deja patentes como pecado y los reconoce como pecado. «¡Mirad, éste es el hombre pecador! » («Ecce horno»). En la abrumadora experiencia de lo infame, lo destructivo y lo letal , resiste al mal sufriendo y, así, interrumpe el ciclo del mal sin hacer nuevo mal. En su intercesión, pronuncia por nosotros un nuevo «SÍ» a la communio con Dios y entre los hombres. Así, la communio de Dios, hecha pedazos por el pecado , es restau rada de nuevo. No sin razón queda esto significado también por la figura de la cruz en cuanto símbolo; es el signo de la unidad de las dimensione s básicas de la realidad: arribaabajo, derecha-izquierda (Dios-hombre, hombre-hombre) . Puesto que en el acontecimiento de la cruz queda restaurada la communio universal , la cruz es, en cuanto al conteni­ do, el «lugar» propio de la resurrección. Esto queda confir-

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mado también por la siguiente reflexión: si el vivir y el morir de Jesucristo es la revelación suprema del Dios trino, la muerte no puede acarrear la ruptura total de la relación entre Padre e Hijo humanado, como si la resurrección de la muerte sólo pudiera producirse a partir del punto cero de la aniquilación, en un segundo y nuevo acto de Dios. A ello se opone la actividad del Espíritu Santo. El eterno acontecer trinitario , en el cual Padre e Hijo se regalan mutuamente el Espíritu , en quien están unidos entre sí, «se concreta» en la cruz de manera que, con su grito al morir, el Hijo humanado vuelve a poner su Espíritu, el portador de la vida, en manos del Padre. «En tus manos pongo mi espíritu » (Le 23,46). A esta obediencia confiada del Hijo responde el Padre en el momento de la muerte, cuando todas las relaciones quedan rotas, con su «don correspon diente», el del «Espíritu de la resurrección ». Así se produce la salvación del dominio de la muerte y la manifestación de una vida nueva en la gloria de Dios. Pero, dado que esto no «se advierte» en la cruz, dado que -hablando en general- lo propio de un «acontecimiento » es que se convierta en «visualización», es decir, que sea percibido, la resurrecc ión se debe dar a conocer ante todo mediante signos subsi guientes (por ejemplo, mediante «apariciones» del resucitado, hallazgo de la «tumba vacía»)32 • • También para el evangelio de Juan es la cruz el «lugar» de la resurrección. Pues ahí es alumbrado de nuevo para nosotros el Espíritu Santo, el Espíritu de la vida . En el momento de la muerte -se dice- «(Jesús) entregó el espíritu» (Jn 19,30); y de su corazón traspasado manan sangre y agua: los símbolos bíblicos de una vida animada por el Espíritu. Así, lo que aconteció en la cruz por medio de 32. Expli caciones más detalladas de cómo esta interpretaci ón de la relación entre mu erte en la cruz y resurrección no se opone a los relatos bíbl i cos de las apariciones del Resu citado a partir del «tercer dia», se pueden encontrar en mi artículo «Auf erstehun g im Tod»: TheolPhil 73 (1998). En él se hall an también referen cias a num erosos teólogos actu ales que defienden un a concepción parecida.

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Jesucristo consiste en tres cosas: el «no» al pecado destructor de la comunidad , el nuevo «SÍ» a la communio y la recepción de la vida resucitada que no se limita a él, sino que se extiende a todos nosotros por el Espíritu Santo. De esta manera, el resucitado se convierte en el «nuevo Adán » (1 Co 15; Rm 5), en el comienzo de una nueva humanidad que responde a su destino trinitario, comunional , a escala creada. Por consiguiente , el aconteciiniento de la redención sólo es comprensible si se considera , no como la obra de un Dios «solitario» y monárquico , sino del Dios tripersonal , que de manera triplemente específica da parte al hombre en esa comunidad de vida que él mismo es: El Padre es origen , fundamento y meta de toda communio, él envía al Hijo y al Espíritu Santo para atraer de nuevo a su vida al hombre perdido. Jesucristo, el «mediador », actúa en dos direcciones , por así decirlo: (1) como «Hijo» y «Palabra» del Padre -por tanto, «desde arriba», en cierto modo- nos comunica definitiva y radicalmente el amor de Dios; (2) como nuestro «hermano» y «representante » -«desde abajo», digamos- pronuncia por nosotros su «SÍ» (expiatorio) al Padre. De ese modo reúne de manera indisoluble a los hombres en la unidad con Dios y entre sí y presenta el modelo definitivo para una condición humana verdaderamente lograda . El Espíritu Santo consigue, mediant e su presencia en el mundo, esa correspondencia y capacitación interior (el «corazón nuevo») que convierte la figura «exterior» de Cristo y su «exterior» invitación a la communio en la interior forma vital del creyente , como dice Pablo: «Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí» (Ga 1,20). El Espíritu impulsa a hacer propio el camino de Jesú s de manera personal mediante la fe y el seguimiento ; por tanto, a ir hasta el «lugar» donde está el representante, y ta mbién a aguardar con paciencia y esperanza -aun en

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medio de tentaciones y tribulaciones- la consumación de la redención. Así, lo que el Dios trino hizo y sigue haciendo con la iniciativa imprevisiblemente libre de su amor, el hombre debe hacerlo propio y «realizarlo » . Esto acontece tras la Pascua en la Iglesia, en la asamblea de los discípulos de Jesús; el mundo entero ha de ser llevado desde ella a la uni­ dad -a la unidad con Dios y a la unidad mutua.

La Iglesia como «icono» de la Trinidad «Que todos sean uno», reza el último legado de Jesús, «CO­ mo tú, Padre, en mí y yo en ti» (Jn 17,21). Esto indica -así lo interpretamos ya en la p. 59- que la communio en que existe el Dios trinitario ha de ser expresada en el discipula­ do redimido por Cristo y extendida universalmente por medio de él. Por eso éste es enviado para sacar al mundo entero de su escisión pecaminosa y conducirlo hasta su communio con Dios y su communio mutua. Precisamente esto es la Iglesia. Ella, que nació de la actividad del Espíritu de Pentecostés, que llevó a la armonía y el entendimiento las numerosas lenguas diferentes que separan a unos hom­ bres de otros, debe seguir siendo -como dice el concilio Vaticano n- «como un sacramento , o sea, signo e instru­ mento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG 1). En ella y por ella ha de hacerse realidad esa communio y communicatio a que están llama­ dos todos los hombres . Ahora bien, la Iglesia, que por tanto es «signo e instrumen­ to» de la meta de toda la creación, la trinitarización de la realidad, se presenta de manera totalmente particular como imagen de la Trinidad . Sólo es verdaderamente Iglesia cuando se esfuerza por hacer realidad cada vez más esta condición suya de imagen trinitaria .

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En un importante documento de la comisión para el diá­ logo de la Iglesia católica romana y las Iglesias ortodoxas se encuentra esta frase: «La Iglesia anuncia lo que ella misma es: el misterio de la koinonia [= communio] trinita­ ria». Esta declaración, según la cual la Iglesia es la auténti­ ca proclamación y la verdadera imagen de la Trinidad, tiene una larga historia. Ya en Cipriano (t 258) se encuentra la afirmación de que la Iglesia «es un pueblo reunido en vir­ tud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» , palabra que fue recogida por el concilio Vaticano n (LG 4). Ya antes había escrito Tertuliano (ca. 150-220): «Donde hay tres, el Padre, el Hijo y el Espíritu, está también la Iglesia ... la cual constituye el cuerpo de los tres» 33 • ¡Qué imagen tan inaudita! La Iglesia, el «cuerpo», por tanto «forma de expresión» del Dios trinitario. En esta misma línea se dice también en el decreto sobre ecumenismo del Vaticano n: «El supremo modelo y supremo principio de este misterio (de la unidad de la Iglesia) es, en la trinidad de personas, la unidad de un solo Dios Padre e Hijo en el Espíritu Santo» (UR 2). Debido a que en el título de este apartado se ha utilizado la palabra «icono» (de la Trinidad), conviene compendiar las distintas dimensiones de esta cir­ cunstancia. Pues, según la concepción de las Iglesias orien­ tales, un icono no es sólo copia de un modelo, sino también presencialización y ámbito de actividad de éste. Así, la expresión «icono de la Trinidad» significa que la Iglesia es -en cuanto pueblo de Dios Padre, quien por Cristo y el Espíritu Santo congrega a los hombres en su pueblo- ima­ gen , pero también «cuerpo», espacio y fruto de la actividad trinitaria. Esta constatación es ante todo típico-ideal. No conviene olvidarlo al leer las explicaciones que siguen. Esto preten­ de ser ante todo una exposición de lo que la Iglesia puede ser desde Dios, de lo que tiene que ser y del criterio según el cual se ha de medir. En realidad , la Iglesia en su existen33.

TERTULI ANO , De

bapt. VI, 1 (= CC 1, 282).

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cia fáctica es, sin embargo -como dice Agustín-, «Corpus permixtum» -«una sociedad sumamente mezclada». No es sólo imagen del Dios trino, sino también su caricatura y hasta su anti-imagen. Pero precisamente por eso necesita también un modelo según el cual ha de dejarse orientar, regular y corregir. Y ese modelo originario es precisamente el Dios trino. Examinémoslo más detenidamente. El Padre es quien quisiera convertir a los hombres en sus hijos e hijas, y por eso los junta en la unidad consigo y entre sí. En esta obra tienen Cristo y el Espíritu Santo dos funciones diferentes. Jesucristo, «interlocutor» del Padre en su calidad de Hijo divino, es enviado con la potestad y autoridad del Padre como «interlocutor » de los hombres, para traerles la cercanía y el amor, la instrucción y la promesa de Dios. De ahí que la Iglesia reciba de él fundamento y figura, orienta­ ción y norma . Es, por tanto, congregada en unidad en la «forma Christi» ; es decir, se hace una al quedarle impresas la figura de Cristo, su modelo, sus instrucciones, sus pro­ mesas. Así considerada, la Iglesia es «creatura Verbi» -«criatura de la Palabra divina»-, como la define Martín Lutero. En cuanto «interlocutora » amada, por la cual entre­ gó Cristo su vida, ella es -dicho con una imagen bíblica- su «esposa», a la que guarda fidelidad inmutable y la cual, a su vez, tiene que agradecer la entrega de su Señor en la cruz. El Espíritu Santo, por el contrario, no está caracteriza­ do en su actividad por la palabra clave «interlocutor», sino por «unificación », «ser en». Por eso, desde el Espíritu, el elemento característico de la misión de Cristo -la potestad y autoridad a él conferida por el Padre, con la cual se pre­ senta ante los hombres- queda «elevado» a una unidad mayor (sin que por ello desaparezca la constante preceden­ cia de Cristo ni su carácter de interlocutor): la palabra y la actividad de Cristo quedan tan interiorizadas mediante el Espíritu , que la palabra de Cristo y la respuesta creyente del hombre , el mandato ordenador de Cristo y la docilidad

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espontáneamente obediente del hombre convergen en una unidad plena. Así puede decir entonces el creyente : «Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí» (Ga 2,20); y la Iglesia se puede entender como «la plenitud del que lo llena todo» (Ef 1,23). Por eso, con respecto al Espíritu, la Iglesia es su «templo»; es el «cuerpo» que puede albergar en sí la pre­ sencia del Hijo y del Espíritu . Así, por tanto, cristológicamente, es decir, considerada desde Cristo y su misión, la Iglesia es «esposa de Cristo» -dicho con la imagen bíblica-, su «interlocutora» amada, que deja que se imprima en ella la figura de su esposo; pero pneumatológicamente, es decir, considerada con respecto a la actividad creadora del Espíritu que realiza la unidad, es «cuerpo de Cristo» que irradia la gloria de Cristo desde su interior, por decirlo así, y lo presenta en su figura perfecta (véase Ef 4,13; 2 Co 3,18). En la medida en que el Espíritu Santo es aquella persona divina que consigue la unidad y hace desbordarse la vida divina, es para la Iglesia el «principio» que une y también (en aras de la plenitud y la multiplicidad) distingue (mejor dicho: distingue para unir - une para distinguir). Precisa­ mente así es el Espíritu el principio de los diferentes dones y vocaciones de los distintos miembros del único cuerpo, miembros cuya inmediatez personal con respecto a Dios queda garantizada por ese mismo Espíritu . Esta actividad del Espíritu es indispensable para el ser del cristiano y de la Iglesia. Hagamos un experimento mental. Supongamos que sólo existieran Dios Padre y Jesucristo, no el Espíritu Santo. El ser de la Iglesia consistiría entonces en que cada uno, en la medida en que recibió impresa por el bautismo la «forma Christi» y fue llamado al seguimiento, imite, reproduzca la figura de Cristo de la manera más exacta posible. El cris­ tiano perfecto sería entonces aquel que fuera la copia per­ fecta de Cristo; dicho con lenguaje moderno: el cristiano perfecto sería el «Cristo clonado»; y la Iglesia sería máxi-

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mamente perfecta si fuera una comunidad de hombres cuya identidad radicara en imitar a Cristo de la manera más uniforme posible, exactamente igual. Precisamente esta terrible consecuencia se evita gracias al Espíritu Santo y su actividad. Él es la garantía de que la unidad del pueblo de Dios se realice precisamente, no de manera uniforme, sino en la multiplicidad de formas y dones (carismas) sumamente diferentes, y de que dicha multiplicidad de lo diferente converja en la unidad en virtud del intercambio mutuo. Pues -como hemos visto- la unidad trinitaria es justamente esto: no uniformidad, ni tampoco adición y suma de realidades diferentes , sino la conjunción y existencia para los demás de personas distintas. La communio se realiza como «unidad pericorética » (véase pp. 27-28 y 30-31) , es decir, como una comunidad en la que cada uno tiene parte en el ser particular del otro. De ahí que tampoco las diferencias dentro de la Iglesia (que uno sea ministro o laico, religioso o seglar, casado o célibe, llamado a la contemplación o a la acción) se deban considerar como algo exclusivamente diferenciador, e incluso separador, algo que los individuos consideren como su «personalísima » vocación, su privilegio especial, su autoridad específica, para lo cual reclamen de los «demás» respeto y por lo cual lleguen en ocasiones a luchar. Más bien , todos los diferentes dones , funciones y cargos dentro de la Iglesia se han de considerar en analogía con la vida trinitaria de Dios. En ésta se puede decir -como ya se ha explicado- que cuanto pertenece a uno pertenece también al otro, lo que uno tiene lo posee también el otro, lo que uno lleva a cabo lo realiza junto con los demás y en los demás. Esto significa, aplicado a la Iglesia como imagen de la Trinidad, que en ella cada individuo, con su vocación y capacitación totalmente específica y siempre diferente, hace o padece de manera particular y explícita aquello que en principio a todos conviene hacer o soportar, de manera que todos reconocen y aceptan el particular hacer y padecer de cada individuo como común a todos.

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Un enfoque así se ve puesto a prueba por preguntas como éstas: ¿son capaces los ministros eclesiásticos y religiosos de alegrarse de corazón cuando los laicos viven de manera más honda y resuelta que ellos mismos el evangelio, o cuando salen de los laicos los impulsos verdaderamente decisivos para la vida eclesial? Y al revés: ¿son capaces los laicos de alegrarse y «complacerse» (= hallar gusto) en que haya en la Iglesia un ministerio, una potestad espiritual y una estructura de dirección? ¿No sólo soy capaz de soportarlo, sino que estoy fascinado por el hecho de que otros muestren una actividad llena del Espíritu que yo mismo no acumulo , sino que debo dejarme «poner delante» por ellos? Y al revés: ¿soy interiormente tan «sencillo» corno para acoger el reconocimiento de los demás por lo que el Espíritu me ha regalado y me regala personalmente, sin «vanagloriarme » por ello -en sentido paulino- (véase 1 Co 4,7)? Estas preguntas retóricas, formuladas a modo de ejemplo, pretenden indicar de modo concreto que, precisamente en el reconocimiento mutuo, en el intercambio y en la comunicación de lo particular y propio de cada uno se efectúa la communio-unidad de la Iglesia (lo cual no significa que ésta se produzca sin conflictos; ¡pero también los conflictos se han de afrontar con talante comunional!). Tras estas largas explicaciones sobre el Espíritu Santo, volvamos a la figura trinitaria de la Iglesia . Como dijimos al principio, ésta es congregada por Dios Padre y encuentra su figura por Cristo en la diversidad de su vida producida por el Espíritu. Dicho de otro modo: está marcada por la «figura objetiva » de Cristo y por la «vida interior» del Espíritu , por la «apariencia exterior que remite a Cristo» y por la «fuerza interior del Espíritu ». La figura
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aspectos inseparables entre los que no hay contradicción -como no la hay entre Padre, Hijo y Espíritu Santo- y que indican que la Iglesia como criatura del Dios trino se encuentra dentro de un gran movimiento trinitario : ella es el pueblo de Dios Padre que éste crea por el Hijo en el Espíritu Santo y en el cual están impresos, por consiguien­ te, rasgos esenciales distintos en cada caso y que, sin embargo , se complementan. Precisamente de este modo debe convertirse en communio: unidad mutua en una mul­ tiplicidad rica en variaciones. Con razón subraya Hermann-Josef Pottmeyer, quien pone igualmente de manifiesto las distintas relaciones trinitarias: «Si se subestima u olvida una de estas relaciones trini­ tarias , se perturba profundamente la vida de la Iglesia en cuanto trasunto del Dios trinitario . Si se olvida la rela­ ción con el Padre, desaparecen de la vista la dignidad y la mi sión comunes, fundamento de la communio. Si la Iglesia no se entiende ya como Cuerpo de Cristo, la communio ... de los creyentes se desmembra en los muchos que reclaman para sí, y en contra de los demás, la posesión del Espíritu. Si, finalmente , se olvida que la Iglesia es Templo del Espíritu Santo, aquélla se anqui­ losa en una hierocracia[= clericalismo] , la caricatura de la communio»34 • La Iglesia se convierte entonces en una estructura de mando s uniforme, coordin ada de maner a centralista. El olvidado Espíritu Santo El «déficit pneumatológico », al que se alude preci samente como peligro, se ha convertido de hecho , y en buena medi­ da, en característico de la Iglesia católica roman a. Cuando, 34. H.J . POTTMEYER , «Die zw iespaltige Ekklesiologie des Zweiten Vatica­ num s - U rsache nachkonziliarer Konfl ikte» : TThZ 92 ( 1 983), p. 283.

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a comienzos del segundo milenio, el pensamiento trinitario empezó a decaer, se pasó a fundamentar teológicamente la Iglesia casi exclusivamente con referencia a la cristología y desde la cristología. Es decir, se presentaba a la Iglesia casi únicamente como obra y ámbito de actividad de Jesucristo , desarrollando el siguiente razonamiento: al término de su vida terrena, Jesucristo estableció a Pedro y a su sucesor, el Papa, como su representante vi sible en la tierra. Por consi­ guiente, el Papa y el papado son el principio de unidad y de edificación de la Iglesia. Según eso, la Iglesia es en cierto modo un sistema cerrado , como una pirámide en cuyo ápice se encuentra , con la autoridad de Cristo, el Papa, quien, en virtud de su plena pot estas (potestad ilimitada) , efectúa desde su posición central la unidad de la Iglesia. Tal mane­ ra de entender la Iglesia, sin embargo , refleja en el fondo una imagen a-trinitaria, por no decir anti-trinitaria, de la Iglesia. Se parte de un concepto abstracto de unidad y se concluye: un Señor y Cristo - un Papa- una Iglesia. La Iglesia se muestra de manera totalmente diferente cuando la pensamo s trinitariamente (como han hecho siem­ pre las Iglesias de Oriente, razón por la cual no han llegado a acuñar nunca la idea de una Iglesia papal) . Con siderada desde un punto de vista trinitario, la Iglesia tiene que ser i magen del Dios comunional , y por eso debe presentar ras­ gos comunionales; concretamente , en ella la noción de uni­ dad debe conciliar se con la de multiplicidad ; la cristología , con la pneumatolo gía. Lo mismo que la unidad de Dios no se sitúa antes de su despliegue tripersonal , sino precisa­ mente en la mutua interacción de su intercambio de vida, tampoco la unidad de la Iglesia pu ede situarse antes de la mu ltiplicidad de las Iglesias particulares, sino que es preci­ samente la única interacción , el único intercambio de vida de las muchas Iglesi as particul ares, es decir, episcopales. El concilio Vaticano II intentó revitalizar esta antiquísima i dea católica abriéndose al modo de entender la Iglesia en las Iglesias orientales: «En las cu ales (Iglesias particul ares)

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y a base de las cuales se constituye la Iglesia católica, una y única» (LG 23). Con ello intentaba el concilio estructurar de nuevo la eclesiología trinitariamente: lo mismo que el único Dios se realiza en la conjunción y reciprocidad de las tres personas, así la Iglesia única de Dios se realiza concretamente en la multiplicidad de las Iglesias particulares y en su red de relaciones. Precisamente por ello la Iglesia es para el Vaticano n una unidad en y desde la pluralidad; la única Iglesia es, según su estructura, como dice explícitamente el concilio, un «corpus Ecclesiarum », «una comunidad de Iglesias» (LG 23). ¡Unidad y pluralidad/multiplicidad en uno, por tanto! En esta communio de las Iglesias, el obispo desempeña el papel decisivo: es primeramente el centro integrador de su Iglesia particular (¡de cuya aprobación precisa desde muy antiguo [no como hoy, por desgracia] para poder desempeñar en general su ministerio episcopal!). Pero sólo posee este ministerio que fundamenta su unidad de manera que, mediante la consagración, eo ipso queda incorporado al collegium Episcoporum (colegio de los obispos). Ahí, en el colegio universal de los obispos, él representa la figura propia y específica de su Iglesia particular, así como su peculiaridad; por consiguiente, su Iglesia está en communio y communicatio con las restantes Iglesias particulares preci samente a través del obispo que la representa. Así, el obispo es el eje sobre el cual la Iglesia particular se articula con la Iglesia universal como comunidad de Iglesias . En su conjunción colegial, dentro de la unidad del colegio de los obispos, esos muchos obispos , cada uno de los cuales representa a su Iglesia , muestran la plenitud y multiplicidad de lo católico.

obispos representan en el colegio la multiplicidad de sus Iglesias particulares, el Papa, un miembro más del colegio en cuanto obispo de Roma y, al mismo tiempo , cabeza de dicho colegio en cuanto sucesor de Pedro, precisamente en cuanto tal cabeza es signo e instrumento de la unidad del collegium Episcoporum y, de este modo, también de la unidad de la Iglesia total. El Papa posee, por tanto, su puesto y potestad particulares en cuanto cabeza del colegio de los obispos, es decir, como órgano que opera su unidad . En el cumplimiento de esta tarea que fundamenta su unidad, tiene que hacer cuanto sirva a la conjunción de los obispos y de sus Iglesias, cuanto la posibilite , facilite o le evite perjuicios. Dicho brevemente: el min sterio papal es servicio a la conjunción de las muchas Iglesias particulares, a la communio universal de la Iglesia católica. Ésta, en cuanto imagen de la Trinidad, tiene que realizar una unidad trinitaria: unidad en la multiplicidad/pluralidad- multiplicidad/pluralidad referida a la unidad. Sólo así es imagen del Dios trinitario. No es ni debe ser un sistema centralista romano, y con ello imagen de un Dios solitario y unitario. Precisamente la consideración de la actividad del Espíritu Santo p u ede impedir tal cosa.

Desde aquí, y sólo desde aquí, se puede luego comprender también el puesto y la tarea del ministerio petrino -sobre el que, desde luego, no se reflexionó hasta bastante tarde desde el punto de vista histórico. Mientras que los distintos

Pero el Espíritu también tiene que entrar en juego en otro sentido . Como se ha dicho anteriormente, en una eclesiología no trinitaria la Iglesia se fundamenta de manera esencialmente cristológica, como sucede hasta hoy en el sistema romano: «jUn Dios y Señor- un Papa -unalglesia!». También éste es un grave reduccionismo. Ya en Ireneo de Lyon se encuentra la idea de que Dios realiza la obra de salvación por medio de Jesucristo y por medio del Espíritu, sus dos manos. De ese modo queda también inscrita en la Iglesia una doble estructura inseparable, pero fácil de distinguir pese a todo, la cristológica y la pneumatológica, ninguna de las cuales se debe pasar por alto en su peculiaridad especí?ca si no se quiere que la Iglesia quede dañada en su esencia.

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Desde un primer punto de vista, la Iglesia es, de hecho, obra de Cristo; es -como hemos visto ya- «creatura Verbi », reunida por su palabra y su acción. Dotado con la autoridad del Padre, él es permanentemente el presupuesto constante de la Iglesia, la cual se ha de regir siempre por su palabra y su figura. Sin embargo, la misión de Cristo es sólo una de las dos manos del Padre. El Padre extiende el Espíritu -su «segun­ da mano». Éste es el vínculo común de Padre e Hijo, de Dios y creación. Así, también es el Espíritu quien eleva a una unidad y comunión más altas la señal característica de la misión y la tarea de Cristo, a saber, la potestad con que éste se presenta ante los hombres de parte del Padre . Mediante el Espíritu, Cristo -como se ha indicado ya- se convierte en el íntimo principio vital de la Iglesia y de cada individuo . Crea multiplicidad y al mismo tiempo unidad y comunidad; impulsa a imprimir a todo la figura de Cristo . Pues la vida del Espíritu quiere adoptar la figura de Cristo, lo mismo que la figura de Cristo quiere convertirse en vida «llena» de Espíritu . Ambas cosas están ligadas inseparablemente entre sí en su peculiaridad específica, lo mismo que Cristo y Espíri tu son dos manos diferentes y, sin embargo, manos del únic o Padre, que con ambas se crea su pueblo.

Ahora bien, esto tiene consecuencias notables para el modo y manera en que está estructurada la Iglesia y se realiza su vida. Pues la «mano cristológica » del Padre está caracteri ­ zada por la misión y la potestad; se trata de imprimir la figura de Cristo en la creación entera. A esta meta va enca­ minada también la figura jerárquica del ministerio, pues to que mediante éste deben proseguir la misión y potesta d de Cri sto a lo largo de la historia. Consideradas así las cosas, se puede trazar, de hecho, una línea jerárquica vertical de mi sión autorizada: Dios - Cristo - Pedro - Papa - Obispo - Sacerdote, hasta llegar finalmente al «pueblo llano laico» .

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Ésta precisamente es la concepción de la eclesiología roma­ na occidental y de la praxis eclesial occidental. No es que en esta noción se olvide completamente al Espíritu Santo -¡eso no!-, pero la actividad del Espíritu se pone en parale­ lo, y hasta se iden tifica, con la misión jerárquico-cristológi­ ca, poniéndola a su nivel. Se olvida con ello que el Espíritu es la segunda y específica «mano de Dios» : actúa en el inte­ rior de cada creyente y, de ese modo , interioriza también la figura de Cristo comunicada sacramentalmente por medio de la autoridad ministerial. Así crea a partir de la «posición cristológica de interlocutor », en la cual está el ministerio con respecto al resto del pueblo de Dios, unidad , conexión, communio. Además de eso, origina la pluralidad de los carismas laicales, que en modo alguno se deben únicamen­ te a la comunicación de salvación realizada mediante el ministerio, sino a su actividad inmediata . Esta actividad específica del Espíritu es precisamente la que en buena medida se le ha escapado a la eclesiología occidental: el Espíritu pasó a un segundo plano con respec­ to a la «mano cristológica» de Dios. Se pusieron de relieve, con errónea parcialidad, el ministerio frente a los laicos -no la unidad de los creyentes- y el centro oficialmente petrino -no la communio de las Iglesias. El lugar del Espíritu no era ya la Iglesia como un todo, sino la jerarquía. Dicho breve­ mente: la Iglesia no era ya entendida como obra del Padre qu e la crea con sus «dos manos », la Iglesia no aparecía ya como trasunto de la vida del Dios trinitario y participación en ella, sino preferentemente como «Cristo aún vivo». Queda con ello patente la relevancia inmensamente importante de la fe en la Trinidad para una figura renovada (y renovadora) de la Iglesia . Una eclesiología trinitaria no se puede contentar con una visión de la Iglesia que sea par­ cial , centralista-petrina y ministerial. Debe insistir en que la Iglesia es un intercambio pericorético de vida de los mu­ chos creyentes individuales y de las muchas Iglesias indivi­ du ales, un intercambio de vida en el cual ciertamente hay funciones diferentes (por ejemplo, el ministerio y la plura-

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lidad de carismas laicales). Pero son funciones que, en su diversidad, tienen precisamente que servir al intercambio mutuo y procurar que no se olviden la «figura de Cristo» ni el regirse por él, pero tampoco la actividad y acicate del Espíritu. Por consiguiente, frente a la perspectiva cristológica se plantea para el futuro la tarea de redescubrir más intensamente en la vida de la Iglesia al Espíritu Santo y su actividad específica, y dejar que se abra paso. Sólo así podrá la Iglesia llegar a ser cada vez más lo que debe ser desde Dios: trasunto de su esencia trina.

3 La fe en el Dios uno y trino, en diálogo Las religiones del mundo y el «principio trinitario del diálogo» En estos últimos años, el diálogo de las religiones del mundo ha cobrado mucha urgencia y actualidad, pues, debido a la creciente «globalización » (que es hoy la palabra mágica) y a la comunicación a escala planetaria que ésta lleva consigo, vivimos en una situación «en la que cada pueblo y cada círculo cultural se convierte en elemento interno de todos los demás pueblos y de todos los demás círculos culturales» 1 • Ante la nueva confrontación con las demás religiones, se plantea esta pregunta: ¿no se opone precisamente la fe cristiana en la Trinidad al diálogo entre las religiones, de manera que mejor sería dejar a un lado dicha fe? No son raras las ocasiones en que, cuando se siguen de cerca conversaciones de teólogos cristianos con judíos y musulmanes, se puede tener la impresión de que esa pregunta ha de ser respondida afirmativamente, pues en tales conversaciones se encuentra casi invariablemente la tendencia a «esconder», o al menos a relativizar , la fe cristiana en la Trinidad. l.

K . RA HNER, Schriften V, p . 142 (trad . cast.: Escrilos de Teología V, Madrid 1964).

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Frente a esto formulamos para el diálogo de las religiones la siguiente tesis contraria: en lo tocante a la mutua relación de las religiones y su diálogo recíproco, la fe cristiana en la Trinidad y la teología cristiana de la Trinidad ofrecen una teoría básica para un mutuo entendimi ento y acercamiento. No se quiere decir con esto que a través de todas las religiones se dé el «fenómeno originario » de unas estructuras trinitarias gracias a las cuales la multiplicidad de las religiones podría encontrar cierta unidad 2 , sino que, desde la fe en la Trinidad, los dispares accesos experienciales y visiones fundamentales de tipo religioso relativos a la comprensión de Dios adquieren nueva claridad y se pueden transmitir trinitariamente. Dicho más concretamente: la distinción de Padre, Hijo y Espíritu Santo en la vida trinitaria de Dios -tal como la entiende la fe cristiana- guarda una sorprendente correspondencia con los tipos fundamentales de imagen de Dios de las grandes religiones del mundo. Consideremos primero esos tipos fundamentales.

mismo no puede ser tal. Por tanto , al aplicar a Dios la denominación de «nada », se expresa su realidad radicalmente distinta de todos los demás entes, una realidad que no se puede determinar mediante aproximaciones conceptuales ni analogías, puesto que no se deja en absoluto objetivar, representar ni fijart . Así, tampoco existe propiamente camino alguno hasta Dios . Cada camino es en realidad «Un nocamino, un no-pensamiento , un no-ser ... Jamás se le puede alcanzar, porque no hay un final al que llegar»5 • Por eso el silencio ante el misterio inaccesible de Dios es la actitud que, ante todo, corresponde al hombre .

Primer tipo fundamental Dios es el misterio infinito que se sustrae a nosotros; nadie puede verlo sin morir; es el «totalmente otro», el «sin nombre». Se puede decir en un sentido absolutamente correcto que no es ni posee ex-sistencia alguna, ni siquiera la del Ser3 • Pues, dado que Dios es la fuente de todo ser, él 2.

3.

. Tal estru ctura tnmtaria universal de Jo religioso exi ste d e h echo. F. HEILER (Erscheinung sformen und Wesen der Religionen, Stuttgart 1961, pp . 164s.) ti ene la fe en la Trinidad in clu so por «innata al hombre» . Aun cu ando tal afirmación probabl emente va demasiado lejos, no obstante es digno d e aten ción el que en tod as las grande s religione s exi sten formas incipiente s de un a vi sión trinit ari a del Absoluto. Para esto véase también C.G . JUNG, Sy mbolik des Geistes, Züri ch 1948, pp. 327-350 (trad . cast.: Simbolog ía del espíritu, México D.F. - Buenos Aire s 1962). M ás bibliografía sobre esto, en G . GRES HAKE, Der dreieine Gott. Eine trinitarische Theolog ie, Freiburg i . Br. 19983, p. 505 (trad . cast.: El Dios uno y trino. Una teología de la Trinidad, Barcel on a 2001 ). Así, R . PANJ KKAR, Trinitiit, Miin ch en 1993, p . 44 (orig. cast. : La Trinidad y la experiencia relig iosa, Barcel on a 1989), un a obra qu e suginó 1deas deci sivas para cu anto sigu e.

Este enfoque religioso se encuentra en todas las «religiones apofáticas », es decir, en aquellas religiones para las que Dios está en una trascendencia tan absoluta, que sobre él sólo se puede hablar con negaciones (ÉL no es esto ni eso, ni así ni asá). En este apartado se pueden mencionar, por ejemplo, la experiencia budista del nirvana y del shúnyata (vacío) o, en general , la experiencia específicamente mística presente en todas las religiones, según la cual la última palabra sobre Dios es que se debe guardar silencio acerca de él6 • En el momento en que se quiere comprender conceptualmente a Dios, o siquiera adoptar un punto de vista con respecto a Dios pensando y hablando, se le objetiva, es decir, se le convierte en un objeto entre otros objetos; al i ntentar concebirlo, y con ello aprehenderlo , se le pone la m ano encima a él, el fundamento último e inaprehensible de todas las cosas. La doctrina cristiana de la Trinidad considera dentro de este tipo de imagen de Dios el misterio del Padre. Éste no H. WALD ENFELS, Ab so/ut es Ni cht s. Zur Grunclleg ung des Di alogs zw ischen Buddhi smus und Christentum, Freiburg i . Br.

4.

V éase sobre esto

5.

1 976. R . PANN IKAR, op . cit., pp. 76s.

6.

M . HEJ NR ICHS (Christliche Offenbarung und relig iose Erfahrung im D ialog, Paderbom 1984, p . 81) hace referencia al hecho sorprendene _ de que en este punt o las decl araci on es d e místi cos de las di stintas religi ones se asemej an .

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es sólo el fundamento originario, inaccesible a nosotros, de todo ser creado, sino también del ser divino-trinitario . Él es «el misterio inconcebiblemente insondable del darse», co­ mo se explicó en la p. 36. En este sentido, es «el silencio». Verdad es que este concepto no desempeña ningún papel decisivo en el desarrollo de la doctrina cristiana sobre la Trinidad, po,rque en la antigüedad estuvo acaparado por la herejía de la gnosis. Sin embargo, en Ignacio de Antioquía se encuentra al menos la observación de que el Hijo, la Palabra divina, «salió del silencio» (lgn., Mag . 8,2). Ade­ más, en la antigua iconografía cristiana, el Padre no es re­ presentado nunca como tal, sino siempre y únicamente con signos que indican su carácter oculto (nube, trono vacío y cosas análogas). No en último término, sin embargo, la gran teología cristiana se entendió siempre a sí misma co­ mo «theologia negativa», cuyo «broche» es la reserva calla­ da y cuya última palabra es el mutismo . Sirvan de botón de muestra estas palabras de Tomás de Aquino: «Puesto que no podemos saber de Dios lo que es [según su esencia], sino sólo lo que no es, tampoco podemos pensar ni tratar (considerare) cómo es, sino más bien cómo no es» (STh I, 3 pró1.)1.

Segundo tipo fundamental Dios es una persona (trascendente) que sale de su ocul­ tamiento divino y dirige la palabra al hombre . Así, es alguien «con quien se puede hablar, entablar un diálogo, entrar en comunicación ... el divino tú que está-en-relación o, más bien, que es la relación con el Hombre y uno de los polos de la existencia total» 8 • Por este Dios son todas las cosas, y nosotros somos de él, con él y por él. Al habérse­ nos acercado y haberse revelado a nosotros, podemos per­ cibir su palabra y su instrucción, darle un nombre, confiar en su actividad creadora y salvífica y creer en su promesa, según la cual nosotros y el mundo entero podemos tener eternamente comunidad con él.

El peligro de tal imagen de Dios, cuando se establece de manera exclusiva y absoluta, consiste en que la frontera con el ateísmo y el nihilismo queda cerca, e incluso desa­ parece. Además , ¿puede Dios seguir siendo creador de vida, objeto de adoración y oración, si sólo se le considera de ese modo? ¿Sigue existiendo con respecto a una trascen­ dencia divina absolutamente apartada, una «cercanía» de Dios en la cual y desde la cual se pueda vivir y actuar?

7.

Véase sobre esto, p. ej., J. PIEPER , Philosophia N eg ativa, München 1953. Más d etalles y bibliogr a fía en J . Hoc HSTAFFL, «Apophatische Theologie>>, en LThK 31, p. 848.

Este tipo fundamental de imagen de Dios es la del teísmo, que vemos cristalizada (de maneras diferentes) en el juda ­ ísmo, el cristianismo y el islam, por ejemplo. En ella se trata de establecer una «relación personal» con Dios y dejarse guiar por él a una meta. Pero esto no es aplicable sólo al judaísmo y al islam. «El monoteísmo monolítico del judaísmo ortodoxo resur­ gió de nuevo en un determinado modo de vivir el cristia­ nismo. Para muchos, Jesús se convirtió simplemente en el Dios de los cristianos, y ésta es la impresión que se trans­ mite, por ejemplo, al hindú en la predicación del evangelio ... los cristianos son para él un pueblo que adora a Dios bajo el nombre y la forma de Jesús» 9 • Por ello, en la teología cristiana de la Trinidad este tipo de imagen de Dios está representada por la segunda persona divina, el Hijo. El peligro de tal visión de Dios, cuando se establece de manera exclusiva y absoluta, reside en dos cosas: una re­ ducción excesiva de la imagen de Dios (Dios es visto sólo corno «interlocutor» del hombre) y un gran realce del hom8. 9.

R.

PANIKKAR , op.

/bid., p. 46 .

cit., p. 81.

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bre , en la medida en que en dicha visión su relación personal con Dios está en primer plano, bien se ponga él activamente en esa relación, bien sea pasivamente acogido en ella. Por el contrario, en este tipo, la dimensión cósmica y contemplativa de lo religioso queda casi siempre dejada . de lado o infravalorada.

concepto de historia); lo único real es, más bien, la totalidad esencial.

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Tercer tipo fundamental Dios es la radical interioridad de todo ser. Pero en este caso interioridad no significa simplemente «inmanencia», pues ésta se opondría a la «trascendencia» y, con ello, introduciría en el ser una polaridad, una oposición. Una inmanencia que sólo fuera un polo de tensión con respecto al de la trascendencia, no sería precisamente «la totalidad del ser», «todo ser». Con «interioridad» se significa más bien la totalidad más profunda, en la que Dios y cosmos (todo, por tanto) son uno (la experiencia advaita del hinduismo). Dios es el corazón más profundo de todo ser, aquel «punto» en el que todas las especificidades, diferenciaciones y «mismidades» son superadas y dejadas atrás. Como dice Maurus Heinrichs, para el hombre esto significa que «lo último no [es] la comunidad con otras personas humanas o con Dios como persona, sino la conciencia de la identidad de cada uno con el todo, del éitma con brahma» 10 • No llegar a esta experiencia de identidad supone una autocomprensión errónea, un delirio del yo, un quedar fijado en la finitud y, por tanto, estar sin redención: perdición. Mientras que en el segundo tipo básico la mirada se dirige a una relación personal entre Dios y hombre, en este tercero resalta exclusivamente la totalidad, plenitud y unidad de lo humano. Correlativamente, tampoco la dimensión histórica desempeña papel alguno, pues en esta experiencia religiosa no puede haber ningún «cambio» de partes de la realidad con respecto a otras «partes» (lo cual es constitutivo del 10. M. H EINRICHS , op. cit., p. 52.

De esta imagen de Dios dan testimonio, ante todo, algunas formas del hinduismo (especialmente los Upanishad). Además de en el hinduismo, esta comprensión de Dios se encuentra también en algunas formas de mística (Maestro Eckhart) donde el papel decisivo no lo desempeña ya el diálogo con Dios, sino la «conciencia» de estar sumergido en el «mar» del Absoluto, de estar presente en él y hasta de ser absorbido por él. Desde el punto de vista cristiano se da aquí una cercanía al Espíritu Santo: él es, en efecto, quien vincula al Padre y al Hijo entre sí y a la creación con Dios, y de este modo es la unidad en toda diferencia. Si el Padre es la fuente y el Hijo la corriente que de la fuente nace..., «...el Espíritu es, por así decirlo, la meta final, el océano sin riberas en el que se completa el río de la vida divina, llega al descanso y se colma (plenitudo et pelagus totius divinitatis) ... Con el Espíritu no se puede tener ninguna "relación personal" ... No se puede orar al Espíritu como si fuera un objeto más allá de nuestra oración. Con el Espíritu no hay más que una unificación sin relaciones. Sólo se puede orar en el Espíritu, al dirigirnos por mediación del Hijo al Padre. Es más bien el Espíritu quien ora en nosotros. Si se sigue el camino del Espíritu, sólo se puede llegar al fundamento extra-óntico de todas las cosas. Pero el fundamento del ser no es el ser. La contemplación en el Espíritu no tiene ningún contenido intelectual» 11 • Así lo explica R. Panikkar, dejando claro con ello en qué medida esta imagen de Dios presenta estrechas relaciones con la tercera persona de la Trinidad de la fe cristiana. 11. R. PANIKKAR, op. cit., pp. 92s.

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El peligro de esta imagen de Dios, cuando se establece de manera exclusiva y absoluta, consiste en la actitud religiosa de «retirada », del mundo y la historia concretos, al misterio propio y más profundo del hombre. Con ello se priva en cierto modo de dimensión real a la «dura realidad», que desde la experiencia religiosa del «todo es uno» se presenta como una especie de «mundo aparente». De este enfoque se puede seguir demasiado fácilmente que no se tome en serio la actividad responsable en el mundo concreto y que la relación entre los hombres carezca de un compromiso último. Estos tres distintos tipos religiosos fundamentales, a los que corresponden también tres enfoques totalmente diferentes ante la vida humana y su realización , guardan -como ya se ha esbozado a continuación de la exposición de cada uno de los tipos- una estrecha relación con las peculiaridades específicas de cada una de las tres personas divinas de la doctrina cristiana de la Trinidad . Por ello, las tres actitudes religiosas básicas mencionadas tienen legitimidad -sea cual fuere el modo en que ésta se concrete- a los ojos de la fe cristiana. Pero si, por otro lado, cada una de ellas se establece de manera exclusiva y absoluta; si, por tanto, no se considera precisamente en su integración trinitaria; si presenta parcialidades, estrechamientos y elementos peligrosos, la fe en la Trinidad se brinda como invitación a una síntesis : no es preciso eliminar ninguno de esos tres accesos a Dios ni ninguna de esas actitudes religiosa s fundamentales; cada una de ellas admite la integración con las demás y su mediación. Para R. Panikkar, la fórmula trinitaria de Ef 4,6 (Dios, «que está sobre todos y por todos y en todos») proporciona precisamente la clave para ello: «Epi panton : sobre todos, super omnes, la Fuente del Ser, que no es el Ser, pue sto que, si lo fuera, sería el Ser y no su Fuente : el Yo último.

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Dia panton : por todos , per omnia, el Hijo, el Ser y el Cristo, por quien y para quien todo fue hecho, siendo los seres partícipes del Ser: el Tú, todavía disperso en los múltiples Tú del universo. En péisin: en todos, in omnibus, el Espíritu , la inmanencia divina y, en el dinamismo del acto puro , el fin (el retorno) del Ser. Por esta razón, el Ser -y los seres- sólo existen en la medida en que proceden de su Fuente y continúan fluyendo en el Espíritu: el nosotros, en la medida en que nos reúne a todos en la comunidad integrada de esta realidad perfecta » 12 • Tal «síntesis» trinitaria no tiene por qué entrañar una adición sincretista de diferentes imágenes de Dios o accesos a Dios ; más bien se puede considerar una invitación a ver al «Absoluto» desde una triple perspectiva y a abrirse a las experiencias religiosas de la humanidad en tres diferentes dimensiones, precisamente porque, según la fe cristiana, Dios mismo realiza su vida, se ha mostrado y se deja experimentar en esas tres «modalidades fácticas». Ciertamente, la fe cristiana en la Trinidad insiste en que estas tres «modalidades fácticas» de Dios ni representan apariencias (cambia ntes) de un Absoluto inalcanzable que se encuentra detrás de ellas, ni se muestran como una banal adición de tres imágenes distintas de Dios, sino que verdaderamente son el Dios uno y único , el Dios que realiza «pericoréticamente» (véase pp . 28-29) su vida en tres personas distintas . Sin duda, para una persona religiosa o una religión determinada resulta posible poner especialmente en primer plano uno de esos tipos fundamentales -la fe cristiana diría «a una de las tres personas divinas»- y «empaquetar», por decirlo así, las experiencias de lo divino de acuerdo con una relación fundamental. Pero, en conjunto, se ha de tratar de que las diferentes religiones liberen de exclusividades que todo lo determinan (si las hubiere) el acceso a Dios ya rea12. /bid ., p. 98.

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lizado en cada una de ellas y la experiencia religiosa vivida ya en cada caso, y los abran a la plenitud integral de una noción trinitaria de Dios. Un diálogo entre las religiones que tenga puestas sus miras en la meta de la unidad no puede conformarse, por tanto, con mencionar y entender como trinitarias las diferencias existentes (lo cual, desde luego, también es ya un valor), sino que tiene que descubrir la pericoresis mutua de las tres «imágenes de Dios» y realizarla en su propia relación religiosa . En todo ello -repitámoslo una vez más- pueden mantenerse distintos accesos y acentuaciones, siempre y cuando éstos estén abiertos unos a otros y se realicen tanto en la relación religiosa como en sus efectos cotidianos.

mente para abrirse y comunicarse a ella como tú determinado y único . Pero entonces las fórmulas religiosas básicas no pueden ya rezar (sólo): «Dios es la nada» o «Yo soy Tú », sino que deben decir : «Yo soy tuyo» ; más aún: «Quisiera ser tuyo del mismo modo que Tú eres "mío"», a saber, con incondicional solicitud de amor. (2) En conexión con esto se plantea un segundo problema: ¿es el «Absoluto » persona? ¿Puede serlo? Maurus Heinrichs llega a decir : « En el fondo, la pregunta por la relación entre revelación bíblica y experiencia religiosa [de las religiones del Lejano Oriente] se reduce a la pregunta por el carácter personal o impersonal del fundamento último del ser» 13• Sin duda, en la pregunta por la condición personal de Dios se puede considerar también que el «"yo" en Oriente siempre [tiene] un gustillo a egoísta», a centrado en sí mismo, a referido a sí y, por tanto, el carácter de finitud mala 14 • Ahora bien , tal concepto de persona o, diríamos mejor, de sujeto, se puede rechazar, sin embargo , debido precisamente a la fe trinitaria . Según la concepción cristiana, la persona es esencialmente relación con el otro. La persona humana es relación (finita) con Dios, con los demás hombres y con el mundo. La persona divina es relación infinita y «radical » con las demás personas divinas y con la realidad creada, una relación que llega «hasta la muerte en la cruz». Así, dicha relación es precisamente la negación de toda «yoidad» centrada en el sujeto y, por tanto, limitada. Pero si Dios es una persona o, mejor, una communio de personas que, como tal, vive la relación con los hombres y la busca, el acto religioso fundamental no puede ser una «inmersión individual » en la profundidad para ahí dar con el Absoluto, sino una respuesta obediente al llamamiento (histórico) de Dios. Es una llamada que, además, a quien la recibe Jo remite siempre a la relación con las demás criaturas y a la responsabilidad por ellas.

Si se pone de este modo en juego la fe en la Trinidad como una especie de teoría base para el diálogo, y hasta para la unidad de las religiones, a cada uno de los llamados tipos religiosos se le plantean preguntas profundas que van todavía más allá de las «amenazas » ya mencionadas. A las religiones del primer y tercer tipo se les plantean dos problemas fundamentales : (1) ¿Pueden estas religiones aceptar que Dios salga realmente de sí para «acosar» amorosamente al hombre? Propio del amor es -así lo entiende, en todo caso, el cristiano-, tanto la «alteridad » del amante y el amado como la volu ntad de acercarse lo más posible al amado. Signo de la máxima cercanía de Dios es para la fe cristiana la encarnación ; signo de su alteridad, el «anonadamiento» hasta la muerte en la cruz. Si las religiones del primer y tercer tipo aceptan estas características del amor y las experimentan como convincentes (no debido en último término al testimonio de vida de los cristianos) , la absoluta experiencia negativa del primer tipo y la experiencia advaita del tercero tienen que abrirse a un Dios que con amor extremado salió del apartamiento absoluto de la «nada» y estableció la creación como «lo otro» para dar cabida a la relación con ella, concreta-

13.

. M. 71.

HEINRI CH S,

op. cit., p.

14.

/bid .,

p. 89.

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Con estas perspectivas nuevas para el primer y tercer tipo de religión, no es preciso que se cuestionen las propias dimensiones religiosas; ni siquiera se deben cuestionar, pues también ellas son respuesta a la presencia del Dios trinitario, quien así mismo está activo y se deja experimentar en ellas.

empezado una nueva fase al abrirse la perspectiva del Logos del cristianismo al apofatismo del budismo y a la espiritualidad unificadora del hinduismo» 1 5 •

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A las religiones del segundo tipo se les plantean igualmente interrogantes a la hora de señalar reduccionismos y parcialidades con respecto a la relación trinitaria con Dios. El problema fundamental en este caso es el siguiente ante la acentuada «tuidad» de la relación con Dios, ¿no se pasa a menudo por alto el absoluto e inefable misterio divino, así como su «totalidad» que todo lo abarca, incluido yo mismo? ¿No está el hombre, por otro lado, demasiado en el centro, con lo cual el conjunto del cosmos tejido por Dios pasa a recibir una atención marginal? Estas preguntas se han de dirigir también al cristianismo. Verdad es que profesa al Dios trinitario, pero, de hecho, se realiza en gran medida y con demasiada frecuencia como religión del segundo tipo exclusivamente, pues ¡cuán a menudo olvida el misterio inaccesible del Padre, que -aun revelado por Cristosigue siendo un misterio que se sustrae siempre a nosotros! ¡Cuán a menudo pasa por alto o subestima la realidad del Espíritu, que en el hombre y el cosmos todo lo entreteje y mantiene unido en lo más hondo! Por tanto, dado que también los cristianos tienen aún que aprender lo que ya llevan consigo en la letra de su confesión de fe, el diálogo de las religiones bajo el signo de la Trinidad no es una calle de sentido único. Más bien representa una exigencia mutua de aprender de las experiencias religiosas de los demás y de poner seriamente en práctica la realidad triple y una de Dios. Por eso E. Cousins no exagera en absoluto cuando dice: «Quizá los futuros historiadores califiquen el período entre Nicea y el siglo xx de estadio primitivo de la doctrina de la Trinidad, por cuanto ha

La crítica de la religión, el diagnóstico histórico y la fe en la Trinidad Lo mismo que la fe en la Trinidad se ofrece como «principio» de diálogo para el encuentro con las religiones . del mundo , también muestra su relevancia iluminadora y esclarecedora en el encuentro con la crítica moderna de la religión. Esto se va a tratar a continuación sólo con el ejemplo de la crítica psicoanalitica de la religión y su diagnóstico de nuestro presente. Algo parecido se puede evidenciar también con respecto a la crítica filosófica de la religión, pero ésta no podrá ser tratada aquí 1 6• «Cuando el Padre eterno con mano serena desde nubes viajeras rayos de bendición sobre la tierra envía, beso reverente la orla de su manto, y un terror infantil mi pecho invade» (J. W. von Goethe) 11• La imagen de Dios expresada en estos versos está marcada por una autoridad omnipotente y excelsa , frente a la 1 5. E. CouSINS, «A Theology of interpersonaJ R elati on s>>: Thoug ht 45 ( 1 970), p. 498. 1 6. Los interesados pu eden remitir se a los apartados correspondient es de G . GRES H A K E, Der dreieine Gott. Ein e trinitarische Theolog ie, Freiburg i. Br. 1998', pp. 523-537 (trad . cast. : El Di os uno y trino. Una teolog ía d e la Trinidad, Barcelona 2001). 1 7. Citado según J . MOLTM AN N , Triniti:it und Reich Cortes, Münch en 1980, p . 179 (trad . cast. : Trinidad y Reino de Dios, Salamanca 1983). Véase también esta obra para l as explicac i ones que si gu en en el texto .

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cual el hombre se experimenta como un niño pequeño y desvalido. Puesto que la relación religiosa tiene consecuencias directas para la autocomprensión del hombre (véase p. 39), tal imagen de Dios se prolonga de manera análoga en la rel ación con autoridades que reciben de este Dios Superpadre su legitimidad : Papa, padre de la nación , padre de familia y otras por el estilo. Hasta la época moderna , se asumía así mismo ante todas ellas una actitud de sometimiento infantil que no permitía ninguna contradicción ni crítica . No resulta sorprendente que, para poder llegar a ser finalmente él mismo , el hombre ya mayor de edad de la época moderna se sacudiera (o al menos intentara sacudirse) esa figura aplastante del «Superpadre» y, juntamente con ella, también la relación religiosa en general, la fe en Dios y en su revelación . Todo esto parecía contradecir profundamente el proceso emancipador de devenir uno mismo y realizar la propia libertad. ¿Cómo sobrevino tal cosa? El psicoanalista Horst E. Richter, que también se ha dedicado al diagnóstico histórico , indica en su libro Der Gotteskomplex 1 8 , objeto de muchos debates a principios de los años ochenta, que en la transición de la Edad Media a la Edad Moderna se desarrollaron en Europa procesos relacionados con el «modelo de reacción infantil» : según la ley psicoanalítica de que la experiencia de impotencia y dependencia sólo se puede eliminar mediante una omnipotencia supercompensatoria , en un determinado estadio de su evolución el niño no sólo se libera de la autoridad del padre, sino que intenta ocupar su lug ar con un sentimiento exagerado de poder. De manera muy semejante, la actitud moderna con respecto a la religión tiene precisamente muchos rasgos de este «modelo de reacción »: se aleja de una «impotencia narci sista» frente a Dios hacia una «omnipotencia narcisi sta» 19; se aleja de una infantil minoría de edad hacia 18. Rein bek 1 979. 19. H.E. RICHTER, ibid ., pp. 2 1, 23.

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una actitud de delirio egocéntrico de grandeza, una de Jas características de nuestro presente . «Así, cada uno se convirtió hasta cierto punto en su propio Dios» 20 • Con sus reflexiones, Richter se mueve sobre una vía abierta por Sigmund Freud, según el cual «la investigación psicoanalítica del individuo humano ... [enseña] con particular insistencia que para cada uno Dios está configurado según su padre»21 • Lo que vale del padre humano , también vale analógicamente del divino. Ahora bien, del padre humano se puede decir que, por un lado, responde al anhelo infantil de amor, protección y seguridad; pero, por otro lado, también es experimentado como la instancia que limita la propia libertad y exige renuncia. Por eso se debe acabar con el padre para poder ser totalmente uno mismo; y, sin embargo, no se puede evitar que la protección y seguridad antes garantizadas en él sigan pidiendo a gritos su satisfacción. Para conseguir dicha satisfacción de manera nueva y diferente «tras la muerte del padre», el sujeto moderno se constituye de tal manera que pueda encontrar protección y seguridad en sí mismo: se constituye en su propio Dios. Así, en la «autodivinización» del yo individual se prolonga hasta hoy la rechazada tradición monoteísta de fe. Pues, como indican estas notables observaciones del psicoanalítico Richter..., «...no estaba disponible ninguna comunidad de dioses que hubiera podido reflejar se en un concepto correlativo de relaciones colectivas. La concepción monoteísta sólo se podía asumir como una imagen individual y 20. Op. cit., p. 35. J . SPLETT ( Freiheits-E rfahrung, Frankfurt 1 986, p . 240) señal a con razón que con ello Richter no ha hecho más que «populari zar» un a id ea qu e ya F. Ni et zsche expresó con gran profundid ad . De h echo, Richter es capaz, m ás all á d_e Ni etzsche, de d ocum entar tambi én empíri ca m ente su s afirm aci on es. Esta es l a razón por l a qu e aqu í n os limitamos a la confrontaci ón con l a crítica psicoan alíti ca de la religi ón . 21. S. FREUD, Totem une/ Tabu, TB, Frankfurt 1 991, pp . 430s (trad . cast: Tótem y tabú, M adrid 1 989) .

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magnificada del yo. El individuo se convirtió en una mónada cerrada en sí. Su identificación individual con Dios lo convirtió en un yo que estaba frente a todos los demás hombres y cosas sin relación interior con ellos, no como miembro de una comunidad dependiente de la comunicación recíproca »22 • De este modo, con la caída del Superpadre divino y la asunción de su papel, surgió el individuo moderno engrandecido sin medida, que se sobrestima a sí mismo, pero que todavía sigue arrastrando consigo, como su reverso repri mido, el yo antaño infantil. Esto tiene como consecuencia que las concomitantes tensiones sin resolver sigan su curso en todos los proyectos de relaciones interhumanas. <
22. . H .E. RICHTER, op. cit., pp . 35s . 23. !bid ., pp . 2 17s.

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Este texto, situado en la tradición de Freud , del cual la totalidad de la citada obra de Richter constituye un único y gran comentario, es de enorme interés para la fe en la Trinidad. Sin presupuestos explícitamente teológicos , hace referencia a la correspondencia entre una determinada concepción monádico-unitaria de Dios y el modo y manera en que el hombre se comprende a sí mismo: cuando la dimensión última de referencia del hombre es no trinitaria -o sea, cuando el hombre se diseña un Dios que es poder solitario y supremo , «Superpadre»-, la criatura, o bien debe refugiarse en la actitud de impotencia infantil , de confianza satisfecha consigo misma y alaban za temero sa a Dios (según el lema campechano: « ¡Por eso le alabamo s en voz alta, porque, si no, nos muele a palos!»), o bien debe compensar su minoría de edad deshaciéndose de la religión y poniéndose a sí mismo en el lugar del poder divino o, al menos, intentando identificarse con él. En el primer caso, la religión se muestra como satisfacción de una necesidad , como «opio del pueblo » ; en el segundo caso surge «la imagen de sí de un individuo desmesuradamente magnificado y dominante », que en el fondo, como observa Richter , es incapaz de una «comunidad social de adultos emancipados » . Si no se quiere que esta forma de autocomprensión humana contradictoria y destructiva , que domina hasta hoy l a época moderna entera , tenga la última palabra , se preci sa otra figura de lo divino, una figura liberadora que no sea l a de «Superpadre» y, por tanto , rival de la libertad human a, sino preci samente condición de posibilidad de dicha libertad . Se precisa una figura de lo divino que no sea, sin embargo , resultado de necesidades y proyeccione s, sino que -por retomar una formulación de Richter- «esté disponible». No como poder unitario y monádico y, por ello, aplastante, ni como mítica «comunidad de dioses»2 \ sino 24. El ll amami ento a tal «comunid ad de dioses» tambi én vu el ve a despert arse actu a lmente en el evocador ll am ami ento de O. Marqu ard en favor

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como realidad del único Dios que es comunidad de amor, que no derriba al hombre «desde arriba» con su omnipotencia , sino que lo introduce en su vida cortejándolo y liberándolo. Precisamente esto es el Dios de la confesión trinitaria, que arroja también su clara luz sobre la comprensión del «espíritu de la época» y sobre la confrontación con él.

4 Imagen y desierto Retrospectiva Con los muchos ejemplos que hemos analizado a lo largo de este libro ha quedado claro que la fe en el Dios trinitario no carece de consecuencias; es en realidad la verdad de fe más cargada de ellas. A su luz resultan claras y razonables muchísimas cosas, se vuelven solubles problemas y contradicciones , se abren nuevas perspectivas de conducta y vías para la actuación. Esto trae a la memoria unas palabras del poeta Joseph Freiherr von Eichendorff : «Un cántico duerme en todas las cosas, que están soñando de continuo. Y el mundo empezará a cantarlo sólo con que con la palabra mágica aciertes».

de un politeísmo «d es-encantado» que se propone fundamentar nuevamente l a libertad y l a toleran ci a con gran núm ero de «rel atos de dioses que hacen frente a l a contingencia» y con l a interrelaci ón libre entre dichos relatos. Tal cimentación se plantea tanto contra la autoridad única de un Dios omnipotent e como contra el omnipotente dictado de sentido (correspondi ente a aquél) por parte del sujeto moderno (y de su s P.artidos y grupos) . Véase O. MARQ UARD, «Lob des Polytheismu s. Uber Monomythi e und Polymythi e» ( 1979), en Abs chied vom Prinzipi ellen, Stuttgart 1982, pp. 91-116 y passim . Un pl anteami ento parecido al de Marquard se en cu entra tambi én en A . DE BENO I ST, H eide sein, Tübingen 1982.

La «palabra mágica» que hace «cantar» a la realidad de la fe, de nuestra vida y hasta de la entera realidad , de manera que se encuentre a sí misma , que se haga «luminosa », «Íntegra» e «intacta», es el Dios trino que lo creó todo y todo lo 11eva a la perfección, a imagen de su propia vida comunional. Por eso no resulta sorprendente que tan sólo al resplandor del prototipo trinitario muestren los numerosos trasuntos de la creación su verdadera esencia y su íntima conexión . Precisamente por eso, la fe trinitaria de los cristianos se muestra también, no sólo como no contradictoria

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ni irracional en sí, sino, por el contrario, como convincente, iluminadora de la realidad y relevante para la acción. Sin embargo, no podemos penetrar esta fe ni sustituirla por la comprensión de la razón. La fe sigue siendo fe, aun cuando -según la tan citada fórmula de Anselmo de Canterbury, «fides quaerens intellectum»- busque entendimiento e incluso lo alcance en cierta medida. Dios sigue siendo, precisamente en cuanto Dios trino, el Deus semper maior, el Dios siempre mayor, del que ya Agustín decía: «Si comprehendis, non est Deus» («Si lo comprendes, no es Dios [lo que tú comprendes]») . Así, la meditación de la fe y la reflexión de la teología siguen siendo tan sólo una obra imperfecta, tan sólo una vía de acercamiento en el intento de entender a Dios e imaginarlo. Pero, además de la meditación y la reflexión, el entender y el imaginar, existe otro modo de acceder a la realidad de Dios: el arte. También en las obras de arte se produce un «entender», más aún, un «imaginar» la realidad; pero de manera que desde un principio está claro 1 que lo representado remite a algo fuera de sí que no es comprensible, pensable, imaginable . Esto se puede decir con mayor razón de las representaciones artísticas de Dios y del mundo trascendente: no pueden ni pretenden reproducir al uno ni al otro en sí, sino sólo significarlos gráficamente . En el arte, por tanto, se trata de proporcionar, no una «reproducción» gráfica de los misterios de Dios, sino una representación recordatoria que precisamente con su referencia (fuera de sí) haga brillar el misterio.

l . En este punto podría radicar una diferencia esencial con respecto al pensamiento teológico conceptual: el concepto teológico sólo debe quedar abierto en un segundo paso, por decirlo así, por la pretensión de identificar la realidad comprendida con su «en sí» (pretensión común, por lo demás, a toda comprensión conceptual). Por el contrario, el arte tiene en común con la fe el que desde el principio apunta fuera de sí, a una realidad que no puede hacer inteligible.

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Imágenes trinitarias Entendidas así las cosas, al final de nuestro estudio conviene dar -a modo de compendio en un plano completamente distinto, por así decirlo- algunas indicaciones relativas a representaciones artísticas de la Trinidad que, de las más diferentes maneras, hacen referencia al misterio de Dios y al mjsmo tiempo pueden -a mi parecer- confirmar y subrayar, a modo de recapitulación, las afurnaciones y objetivos fundamentales del presente libro. Las representaciones de la Trinidad son antiquísimas. Probablemente, el signo más antiguo que remite a ella es el triángulo equilátero, que dentro de la tradición cultural de la humanidad siempre poseyó -de maneras muy diferentesuna especial «carga de significado» 2 • A él se añadió en la alta Edad Media el símbolo de los tres círculos concéntricos, y en la baja Edad Media el de los tres leones o águilas con una sola cabeza, así como el de las tres liebres metidas dentro de en un círculo con tan sólo tres orejas en total. También el trébol de tres hojas y la omega minúscula (m), que, como el trébol , hace referencia al ritmo triple de la Trinidad, sirvieron de símbolo de ésta. Del mismo modo, el hecho de que las naves de las iglesias, los ábsides y ventanas fueran tres en número, se entendía como representación simbólica de la Trinidad. Junto a tales símbolos más bien abstractos, hay una serie de representaciones de la Trinidad que son extraordinariamente notables para la concepción aquí sostenida -entender la Trinidad como communio- porque, contra la ten­ dencia de la teología occidental, subrayan, no la unidad, sino el carácter ternario de la Trinidad y, con ello, su esencia comunional. 2. Sobre todo a partir del siglo XI, se volvió habitual como símbolo de la Trinidad, llegando incluso a alcanzar cierta «popularidad » en algunas regiones. Véase la jaculatoria que aparece en la zona de los Alpes: «¡Arriba en punta y abajo ancha, ruega por nosotros, Trinidad! rel="nofollow">> .

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A continuación vamos a ilustrar esto con cuatro tipos totalmente diferentes de representaciones de la Trinidad, cada uno de los cuales saca a la luz, a su modo, determinados aspectos del misterio trinitario.

En la representación trinitaria que vamos a comentar destacan tres rasgos esenciales que tienen que ver, al parecer, con la intención del artista, con la de quien le encargó la obra o con la de ambos:

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Primer tipo: tres figuras iguales Vamos a exponer e ilustrar esta clase de representación trinitaria, que se encuentra aproximadamente a partir del siglo IX, con el ejemplo de la milagrosa imagen de la «Santissima Triniüt» de Vallepietra, en la región italiana del Lazio. No está claro cuál fue el origen del lugar de peregrinación Santissima Trinita, uno de los muy escasos pero muy populares centros de peregrinación dedicados a la Santísima Trinidad . Quizá se remonte a monjes situados dentro de la tradición eclesiástica oriental. Esto permitiría comprender también la dedicación de un lugar de peregrinación a la Santísima Trinidad, cosa más bien rara en Occidente. La representación de la Trinidad de la que vamos a ocuparnos a continuación pertenece, en cualquier caso, a la escuela romana de tendencia bizantina de principios del siglo XIII. Tiene su modelo artístico iconográfico en algunas miniaturas de la época, pero su ejecución -un enorme fresco (2,1O m. x 1,60 m.) sobre la piedra viva de una cueva- es absolutamente única. No se puede excluir que la obra fuera encargada por monjes floriacenses, sucesores de Joaquín de Fiore (t 1202). El propio Joaquín conoció esta región, pues hay constancia de una estancia suya en Casamari; y Jos floriacenses tenían una abadía en Anagni, a cuya diócesis pertenece Vallepietra. Sin embargo, Joaquín había desarrollado una teología de la Trinidad que ponía decididamente de relieve la comunidad personal de las personas divinas -contra la tendencia de la época de acentuar la esencia divina. Precisa mente esto corresponde al trasfondo espiritual de la forma de representación escogida.

(1) La tríada de las personas se pone rotundamente de relieve mediante la representación de tres figuras iguales con forma humana: el único Dios, en el que creen los cristianos, es una comunidad de personas . Esto queda subrayado también por la leyenda del cuadro: IN TRLBUS HIS DOMINUM P[ER]SONIS CREDrMUS («En estas tres personas creemos en el Señor»3 ): el Señor(= el único Dios) sólo es objeto de fe por el hecho de que la fe se dirige a las tres personas. La representación de la unidad de Dios pasa a segundo plano frente a la tríada, pero no está completamente ausente: formalmente, se puede indicar el marco ornamental del cuadro, que junta a los tres en la unidad. Desde el punto de vista del contenido, el trono idéntico en que se sientan las personas, su idéntica vestimenta, su idéntica mirada, su gesto idéntico ..., expresan su unidad . (2) Esta tríada de Dios es accesible al hombre sólo mediante revelación. Esto queda palmariamente indicado por el atributo más importante de cada una de las personas: el libro. En la misma línea se puede entender también el gesto de la mano, a saber, como gesto del orador, de aquel, por tanto, que «tiene» la palabra y se «manifiesta» en la palabra o se encuentra en diálogo. Ambas cosas apuntan a lo mismo: sólo en la palabra, en la autocomunicación libre en que Dios se hace manifiesto, aparece la tríada de Dios. Desde luego, el acontecer de la palabra no debe quedar con ello limitado a la historia de la salvación en sentido estricto. Desde los primeros tiempos, los grandes teólogos, em3. La formulación latina subraya aún más, con la «anormal>> posición de DOMINUM en la frase, la estrecha conexión entre el Señor(= Dios) y las tres personas.

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pezando por Tertuliano y Agustín, pasando por la alta escolástica y llegando incluso hasta algunas insinuaciones de Lutero, hablan de un doble «libro» de la revelación de Dios , el de la creación y el de la sagrada Escritura . En ambos «medios verbales» salen de sí, se dan a conocer al hombre y le hablan las tres personas divinas. ¡Las tres! La revelación de la Trinidad no acontece sólo mediante Jesucristo, la Palabra de Dios por antonomasia, que en otras representaciones religiosas aparece caracterizado como único mediante el libro y mediante el gesto de la mano que denota a quien habla. En este caso es diferente: las tres personas «hablan», es decir, se comunican con la palabra. Así, con el triple libro se subraya aún más la tríada en Dios. (3) Pese a esta revelación, el Dios tripersonal permanece en una trascendencia inaccesible. Esto es subrayado por el carácter sublime y hierático del cuadro, por sus dimensiones mayestáticas, por el hecho de que el artista destaque con enorme fuerza la imagen coloreada sobre la oscuridad del fondo. Ante todo, está la mirada de las tres personas, sobrehumanamente sublime en su fijeza, que hace barruntar a quien la contempla algo de la incomprensibilidad de Dios, de manera que el peregrino «q ueda inmerso, por así decirlo, en la inconmensurabilidad del misterio trinitario» (A.M. D' Achille). No obstante, se debe añadir también que esta trascendencia tiene el rasgo de lo arcaico y fijo, y hasta de lo incomprendido, ante todo en lo que atañe a la reciprocidad de las tres personas. Su unidad consiste únicamente en la yuxtaposición formal y en la igualdad abstracta. Por el contrario, su conjunción como acontecimiento del supremo amor no encuentra representación alguna. Con ello queda poco clara la Trinidad como acontecimiento de relación (donde ambas cosas, la relación y el acontecimiento, son igualmente importantes). De la representación no se puede sacar

Lámina

1:

San t i ssim a Trinita, fresco (prin ci p i os del siglo Va ll epi etra (Lac i o, I ta li a).

X III).

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ninguna referencia a la viva pericoresis de la vida divina, al «más allá de» que se da en Dios mismo, y menos aún al acontecimiento de la redención. Éstos son los límites de este tipo de imágenes, límites que probablemente fueron también la causa de que desde 1745 quedaran prohibidas por el magisterio eclesiástico. Segundo tipo: los tres visitantes de Abrahán («Philoxenia ») Todos los Padres de la Iglesia y teólogos de la antigüedad y de la Edad Media, hasta Lutero inclusive, le reconocen un sentido más profundo a la perícopa de Gn 18,1ss, en la cual se habla primero de tres hombres que visitan a Abrahán, pero luego se pasa a hablar de uno solo (pese al plural, es «el Señor», v. 1, quien se aparece y a quien se le da el tratamiento de «Señor mío», v. 3). Aun cuando, por lo demás, las interpretaciones oscilan entre «tres ángeles», «Cristo con dos ángeles» y «Trinidad», también las dos primeras modalidades de interpretación tienen siempre, pese a todo, un matiz teológico trinitario que, aproximadamente a partir del siglo XI, se impuso plenamente en la Iglesia oriental y, así, constituye la base del principal tipo de representación ortodoxa de la Trinidad. Frente a la «ausencia de relación» de la representación de Vallepietra que acabamos de comentar, la Trinidad se expresa en este caso principalmente como acontecimiento de relación (con lo cual también aquí se quieren significar ambas cosas: relación y acontecimiento) .

Lámina

I V:

Coronac ión de María por parte de la Trinidad. Hans BaJdung, «Grien» ( 1 S 1 2- 1 S 1 8), Freiburgo i.Br., Mi.inster

Las realizaciones más antiguas que conocemos de este tipo son un mosaico de Santa María la Mayor de Roma (anterior al año 340) y un fresco de las catacumbas de la vía Latina (mediados del siglo IV). Esta clase de representación gráfica alcanza su punto culminante en Occidente en los mosaicos de Ravenna y Monreale , así como en el oracional de santa Hildegarda . En el arte bizantino, sobre todo en el de cuño ruso , la iconografía

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del icono de la Trinidad está totalmente determinada por este tipo, cuyo punto culminante está representado por el conocido icono de Rublev. Éste fue pintado en tomo a 141O para el monasterio de la Trinidad de la actual Sagorsk (cuyo nombre era antes, y probablemente será pronto de nuevo, Ssérgijev-Possad), y hoy se encuentra en la galería Trétiakov de Moscú . Vamos a explicar este modo de representar artística­ mente la Trinidad con el ejemplo de una variante del icono de Rublev que en algunos rasgos aclara el prototi­ po: fue pintado en el taller de las Petites Soeurs de Bethlehem, Currieres/St. Laurent-sur-Pont (Francia). Una copia se encuentra como retablo en el centro de INTAMS (lntemational Academy for Marital Spirituality) en Sint-Genesius-Rode, cerca de Bruselas (Bélgica). Probablemente esto no sea casual, pues esta academia se ocupa esencialmente de la relación espiritual entre el hombre y la mujer, que tiene su modelo originario en la relación del Dios trinitario.

puede quedarse en él, por así decirlo, sino que se ve arras­ trado a un movimiento: su cabeza inclinada y sus ojos total­ mente vueltos hacia la figura de la izquierda señalan al Padre. Éste le mira a su vez -menos inclinado-, pero, sobre todo, mira a la figura de la derecha: al Hijo. Éste, por su parte, dirige -con el mismo ritmo- su cabeza y sus ojos al Padre. Sea cual sea la figura que el espectador empiece a con­ templar, siempre se ve inserto en un movimiento circular interminable que remite a las demás figuras 5 • Así expresa el icono la vida pericorética del Dios comunional.

En el tipo que vamos a explicar a continuación entran en juego dos elementos importantes: (1) Si bien la unidad del Dios trinitario y la igualdad de las personas se expresan mediante un círculo que las encierra de manera imaginaria, y también mediante la misma vesti­ dura y el mismo signo de señorío (trono, cetro), aparece con mucho en primer plano la representación de la vida de la Trinidad como un acontecimiento de relaciones recíprocas de tres personas diferentes: communio. Comencemos con la figura que constituye el centro del cuadro: es el Espíritu Santo en cuanto «compendio» de la Trinidad (véase pp. 31-32)4 • Cuando uno lo contempla, no 4.

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Esta interpretación es objeto de abierta discusión. Muchos intérpretes defienden en la ordenación de las per sonas divinas un parecer distinto del que ofrecemos nosotros en el texto principal. O bien abogan por la ordenación siguiente (de i zq uierda a derecha [desde el punto de vista del que mira]): Espíritu Santo- Dios Padre - Jesucri sto, o bien defienden la

(2) Literalmente en medio de la vida interpersonal de la Trinidad está la entrega del Hijo de Dios por nosotros: la mesa en torno a la cual están agrupados los tres «huéspe­ des» es un altar sacrificial, claramente reconocible por el hueco para las reliquias 6 • La mirada del Padre, así como el ademán de su mano derecha, aparecen como una orden ine­ quívoca; su contenido queda claro en el gesto de la mano, pues ésta señala el cáliz, en el c al el Cordero sacrificado descansa y sobre el cual el ángel-Espíritu realiza con la interpretación que se da mayoritari amente hoy día : Dios Padre Jesucristo - Espíritu Santo. Los argumentos en favor de tales posturas están bien compendiados en R.M . MAINKA, Andrej Rubljevs Dreifaltigke itsikone, Ettal 19862 • Las razones de nuestra propia interpretación , para la cual nos basa ­ mos en L. KüPP ERS (Jkone. Kultbild der Ostkirche, Essen 1964), se aducen en el texto, sobre todo en el apartado (2). Pero véase también la reproducción de l a escultura de Paray-Le-Monial (p. 129), donde el Espíritu Santo está igualmente arriba en el centro . Véase además l a nota 88. Por más trascendencia que ten gan estas diferente s interpretaciones, no afectan, sin embargo , a la esencia de las dos afirmaciones funda­ mentale s que nos importan, enunciadas en el texto principal. 5. En correspondencia con el rechazo del filioque por parte de las Iglesias orientales, es decir, de la fe en que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo, la figura con·espondiente al Espíritu Santo no mira al Padre y al Hijo, sino, junto con el Hijo -ambos profund amente inclinados de idéntica manera-, al Padre. 6. Sin embargo, el cuadrilátero de la abertura del altar también se puede entender como «cuadrado>> y, con ello, como símbolo del cosmos, que de esta manera quedaría inscrito en medio de la vida de la Trinidad .

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mano un movimiento de epíclesis consagratoria. El ángelHijo, por el contrario, tiene la mano puesta sobre el altar sacrificial en ademán sumiso. Este gesto, unido a su inclinación de cabeza, expresa incondicional asentimiento y entrega, así como su disposición a despojarse de la divinidad por nosotros (según Flp 2,6-11): el cetro del Hijo, a diferencia del de los demás, está inclinado; no lo sostiene firmemente en la mano, sino que descansa sobre su hombro, igual que un bastón (el madero de una cruz), e incluso forma una X (es decir, una cruz o también la letra griega inicial de «Cristo») con la línea marcada de la estola. Así, la vida que late y circula de la Trinidad se mueve en tomo a un centro marcado por el cáliz de la entrega de la vida. Y el trono de la Trinidad pasa en cierta medida sin ruptura al altar, donde el sacrificio de la redención se hace siempre presente en la eucaristía. Todo esto queda subrayado, además, por el hecho de que el cuadro representa, evidentemente, una «situación de conversación», algo así como una toma de decisión. Más en concreto, parece tratarse del «designio» de Dios para el envío redentor del Hijo al mundo. El Padre dirige al Hijo la pregunta que en la visión inaugural de Isaías fue dirigida al profeta: «¿A quién enviaré? ¿Quién irá por nosotros?» (Is 6,8), una pregunta que ya Atanasio aplicó al envío del Hijo . Y el Hijo, con su actitud de extrema sumisión, asiente al Padre que envía. El Espíritu Santo, por el contrario, está en cierto modo por encima de la conversación que discurre entre Padre e Hijo; corrobora lo que allí sucede mediante la consagración, igual al gesto de la epíclesis en la celebración de la eucaristía. Sea cual sea la interpretación que se le dé en sus detalles, lo seguro es que en esta representación se entrelazan la íntima vida trinitaria y su implicación en la historia (dicho en términos teológicos, la Trinidad inmanente y la económica). Cabría «imaginar» que la representación «relacional» dada por el artista de la comunional vida divina seguiría siendo la misma aun sin el altar ni el cáliz sacrificial.

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Pero, de hecho, el centro de la vida trinitaria es el acontecimiento de la redención, que encuentra su meta en la humanidad reconciliada y divinizada. En este sentido, el icono afirma enérgicamente que la Trinidad inmanente es (de hecho) la económica; no hay otra vida trinitaria que ésa, en cuyo centro está introducida la humanidad y hasta la creación entera, lo cual significa, a la vez, que también ésta encuentra su perfección únicamente en el trenzado de relaciones del Dios trino. También la denominación griega de este tipo de icono, philoxenia (= hospitalidad), hace referencia a este significado. Ciertamente con él se quiere expresar en primer lugar la situación histórica de la perícopa de Gn 18: las tres figuras son recibidas como huéspedes por Abrahán. En un significado más profundo, es el Dios trinitario que se aloja en casa del hombre. Pero, visto aún más profundamente, es Dios mismo que da al hombre «hospitalidad» en medio de su propia vida. También esta representación artística, que muestra una correspondencia prácticamente «perfecta» con lo expuesto en el presente libro, tiene sus límites: pese a la igualdad de las personas y su correlacionalidad fundamental, el Padre que manda, que posee un trono mayor que los demás y ante el cual éstos se inclinan más profundamente, está en primer plano. Esto responde perfectamente a la teología trinitaria de las Iglesias orientales, para la cual el Padre es el fundamento fontal de la Trinidad entera y hace proceder de sí a las demás personas (véase p. 27). Pero, sobre todo, la identidad (efectiva) de la Trinidad inmanente y la económica queda relativizada por el hecho de que las tres personas están curiosamente «inafectadas» por el «dramatismo» del acontecimiento redentor del sufrimiento y la cruz . Tal vez con ello se quiera reflejar también la bienaventurada trascendencia de Dios, pero esta clase de representación difícilmente puede hacer plenamente justicia al anonadamiento de Dios en los abismos de nuestra condición humana. Esto lo consigue de manera magnífica el tipo siguiente.

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Tercer tipo: la «sede de la gracia » Si el tipo «philoxenia» tiene su lugar propio en las Igle­ sias de Oriente, la sede de la gracia es la creación gráfica trinitaria más importante de Occidente. A diferencia de los dos tipos ya comentados, donde se subrayaba la triple autonomía de las personas en la vida de la Trinidad, en este caso lo que se pretende representar no es su condición personal triplemente diferente, sino su tri­ plemente diferente actuación o, si se quiere, su triple fun­ ción en la obra de la redención. Se trata, por tanto, de una representación económico-salvífica de la Trinidad. Las representaciones más antiguas de la sede de la gracia -tras las representaciones precedentes de elementos ais­ lados- se encuentran en un misal de Cambrai (hacia 1120), significativamente en las palabras iniciales del canon romano (hoy primer canon de la misa), «Te igi­ tur», y en un altar portátil de Siegburg (hacia 1150). La denominación «sede de la gracia» (Gnadenstuhl) proce­ de de Lutero , más concretamente de su traducción de Hb 9,5. La noción fue introducida en la historia del arte por Franz Xaver Kraus. A continuación se ilustra este tipo con una «pequeña Pasión » creada en arcilla por la artista Elisabeth Brantner, natural de Texing (Baja Austria) . Se encuentra a la entrada de Sankt Georgen an der Leys (Baja Austria) y presenta algunos rasgos especialmente profundo s e importantes para el tema que nos ocupa.

Ireneo (véase pp. 68-69). Con una mano, el Padre «libera» para nosotros el Espíritu; con la otra acompaña, protegien­ do y hasta resguardando literalmente, al Hijo que se entre­ ga por nosotros. (2) El Dios aquí representado es el Dios trino que sufre por nosotros: no sólo pende de la cruz el Hijo, quebrantado e impotente en angustias de muerte; también sufre con él el Padre con ojos muy abiertos, como si él mismo estuviera desconcertado ante lo que sucede por nuestra salvación. Pe­ ro la mano protectora y el Espíritu plasmado con alas levan­ tadas y «pronto al vuelo» dan la esperanza de que se pro­ duzca el rescate del sufrimiento y del poder de la muerte. Esta representación guarda correspondencia con la ten­ dencia de la teología más reciente a pensar a «Dios en el sufrimiento» (véanse pp . 74-75) e incluso a entender el su­ frimiento de la humanidad -encerrado en los brazos total­ mente abiertos del Crucificado- como inserto en el corazón de Dios, pero destacando al mismo tiempo el poder resca­ tador del Padre.

Cuarto tipo: la coronación de María por parte de la Trinidad A primera vista, parece que este tipo pertenece a laico­ nografía mariana, pero no a la de la Trinidad. Sin embargo, esta clase de representación se puede entender también de manera totalmente diferente.

Dos características llaman inmediatamente la atención: (l) La figura poderosísima del Padre domina la imagen. Está representado como el soberano «con pleno poden> que se sienta en el trono con la corona de rey y abarca y sostie­ ne todo acontecer. De su corazón (o de su seno) y, por tanto, de lo más íntimo de sí, proceden el Hijo crucificado y la paloma del Espíritu pronta al vuelo, es decir, que viene ha­ cia nosotro s. Al mismo tiempo, ambas figuras están carac­ terizadas como «las dos mano s del Padre», como las llama

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El motivo de la «coronación » o del «triunfo » de María brotó de la asunción de María al cielo, y a menudo sigue todavía en estrecha relación con ella en algunas repre­ sentaciones. Hacia 1250 surge la modalidad de represen­ tación «Cristo coronando a María», en la cual ésta casi siempre se sienta con aquél en el mismo trono. Hasta el siglo xv como afirma H.W. van Os 7 - no se «amplía esta 7.

H .W.

VA N

Os, «Kronun g Mari en s» , en LCI Il, 671-676 (bibliogr afía).

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escena: las tres personas divinas toman parte en la coronación »; más aún, mediante la composición artística, queda también transformada profundamente en una representación en la que encuentran su plasmación tanto la Trinidad como María (y, más allá de ella, la creación). Vamos a presentar a continuación este tipo, extendido por todo el suroeste de Alemania, con el ejemplo del cuadro principal del altar mayor de la catedral de Friburgo. Hans Baldung, alias Grien, al que se hizo venir de Estrasburgo, pintó desde 1512 hasta 1516 este cuadro, que es su obra principal y uno de los más magníficos monumentos de la pintura alemana ·de la época de Durero.

También en este tipo vamos a destacar dos elementos esenciales: ( 1) Para la interpretación de esta clase de cuadro es sumamente importante el hecho de que en él reaparece un símbolo antiquísimo de la Trinidad, el triángulo: las cabezas del Padre y del Hijo, y también la del Espíritu Santo, forman en las representaciones de este tipo un claro triángulo (evidentemente pretendido por el artista) que constituye el centro óptico del cuadro entero. Por tanto, se trata realmente de una representación de la Trinidad. Pero en ella aparece como cuarto elemento María, cuya cabeza forma igualmente un triángulo con la del Padre y la del Hijo (en todo caso, así sucede en la mayoría de las representaciones de esta clase). En la que aquí analizamos, de Hans Baldung Grien, el triángulo está formado también, e incluso prioritariamente, por las cabezas del Padre y del Hijo y las manos de María apuntando hacia abajo y que sólo se tocan con los dedos. Pero, en cualquier caso, de los dos triángulos (Padre -Hijo- Espíritu y Padre- Hijo- María) sale un cuadrilátero, más exactamente un rombo.

¿«Cuaternidad» en lugar de «Trinidad»? «Coronación de María por parte de la Trinidad». Escultura gótica tardía en piedra, catedral de Paray-Le-Monial. ¿Significa esto, por tanto, que C.G. Jung tiene razón cuando constata con respecto a tales representaciones «la eliminación de la fórmula de Trinidad y su sustitución por una Cuaternidad»? «La iconografía de la Edad Media se preparó ... un símbolo cuaternario mediante las representaciones de la coronación de María y lo fue introduciendo poco a poco en el puesto de la Trinidad» 8• Además, la cuaternidad es para Jung un «arquetipo que aparece de manera universal, por así decirlo» 9 , y «completa» a la Trinidad divina con el factor terreno de la materia , que de este modo «entra en el ámbito metafísico», representando al mismo tiempo, e incluso primordialmente, el «principio corruptor del mundo, el mal» 10 • «El esquema de cuaternidad reconoce esta existencia como un hecho innegable, al ponerle al pensamiento trinitario la cadena de la realidad de este mundo» 11 • 8.

C.G. JuNo, Sy mbolik des Geistes = Psychologisch.e Abh.andlungen VI , Zürich 1948, pp. 403s (trad. cast.: Simbología del espíritu, México D.F. - Buenos Aires 1962). 9. /bid ., p. 399. 10. lbidem. 11. !bid., p. 414.

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Puesto que no cabe aquí centrarse sólo en una confrontación con Jung, vamos a limitarnos a hacer a este propósito el siguiente comentario. Aunque la identificación efectuada por Jung de lo material-terrenal con el mal difícilmente puede encontrar confirmación por parte de la fe cristiana, probablemente ese autor tenga razón al poner lo «terreno» en relación con el símbolo de la cuaternidad, de manera que, en efecto, mediante la assumptio Mariae (asunción de María al cielo) -como lo indican también las representaciones artísticas- queda «completada » la vida de la Trinidad en un sentido que se ha de tomar de manera muy analógica. Pero esto no implica eliminación ni relativización alguna de lo trinitario.

(2) La María que aparece representada en esta obra no es una mera «persona particular». Desde antiguo se entiende como personificación o, mejor, como símbolo real de la Iglesia y, más allá de ésta, de la creación entera. Al contemplar la representación de la assumptio Mariae y de su coronatio («coronación celestial»), el creyente ve el futuro de la creación entera: su entrada en la vida del Dios trinitario . Esta perfección de la creación es al mismo tiempo la «perfección» (libremente elegida) de la vida trinitaria.

Si se observa más detenidamente, el triángulo formado por el Padre, el Hijo y María se puede entender, no como parte de un cuadrilátero, sino como la proyección del triángulo superior, trinitario, dentro de un espacio imaginario 1\ con lo cual la punta del triángulo superior (el Espíritu) se refleja en María. Esto significa que, precisamente al «lugar» de la Trinidad que hemos denominado «más allá de» de Dios (también dentro de la creación) (véase p. 35), a saber, al Espíritu Santo, le corresponde de manera especular la glorificada Madre de Dios. No surge, por tanto, un cuarto en sentido estricto, sino que María es introducida en la vida trinitaria precisamente como realización especular de ésta.

12. Que esta interpretación responde a l a reaEspírit u lidad es algo que se puede constatar en otras representacione s de este tipo. Así, p . Marra ej., en el altar mayor de la catedral de Breisach, obra del maestro H . L. (Hans Hijo ,¡····· ·····\, Padre Loi), el triángulo «mariano » inferior no forma con el triángulo superior, «trinitario » , cuadrilátero al guno , sino la figura adjunt a a este texto , que recuerda muy claramente una «proyección >> . Por lo demás, l a figura central en todas estas representaciones es el Espíritu Santo, cosa que también guarda correspo nden ci a con nuestra interpretación del tipo representado por el icono de Rubl ev.

Las cuatro representaciones de la Trinidad expuestas y comentadas guardan, a su manera, perfecta correspondencia con los rasgos y tesis fundamentales de este libro: Dios es una communio de tres personas . Se revela y se comunica como tal. La creación está en medio de la vida del Dios trinitario, y Dios está en ella, de manera que, de hecho, no hay ninguna vida trinitaria (ninguna «Trinidad inmanente») que no se realice junto con la creación (como «Trinidad económica»). Puesto que la creación se encuentra dentro de la realización vital del Dios trino y a él corresponde totalmente, todo cuanto es en ella remite, sea como origen o como fin, al Dios trinitario; sólo él puede llevar a perfección su fragmentariedad, sus aporías y quebrantos. Para llevar la creación a la perfección, el Dios trino como tal entra redentoramente en el sufrimiento de aquélla y en su caída en la muerte. El mundo y -debido a una libérrima elecció- el Dios trino mismo encuentran su perfección en el btenaventurado concierto de la vida eterna.

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«El grano de mostaza», un mandato de guardar silencio Al final de nuestro largo camino, «empedrado» con tantas palabras, debe figurar una poesía mística del círculo del Maestro Eckhart (ca. siglo xrv) 13 • El título «Grano demostaza» proviene de un comentarista latino que califica el canto de «grano de mostaza de la bellísima divinidad», aludiendo con ello a Mt 13,31-32, la parábola del que al principio es «pequeño grano de mostaza» y después árbol poderoso donde anidan las aves del cielo. Así -observa el comentarista-, esta poesía es «ciertamente pequeña en número de palabras, pero [está] cargada con la fuerza maravillosa de las cosas celestiales». Las estrofas hacen al lector u oyente salir, de la «plétora» de palabras e imágenes que pretenden comprender, al «desierto», es decir, a la incomprensibilidad del Dios trino, en cuyo inconmensurable y silencioso mar desértico está llamado a sumergirse el creyente. En el principio, alta sobre el sentido, está siempre la Palabra. ¡Oh rico tesoro, pues dio principio al principio! ¡Oh pecho del Padre, del que con gozo fluyó siempre la Palabra. Pero el seno conservó la Palabra; es verdad. De dos un torrente, del amor ardor, 13. La versión altoalemana de la poesía original, rimada en alto alemán medio, se encuentra en A.M . HAAS, «Granum sinapis>> , en Sermo mysticus, Freiburg (Suiza) 1979, p. 304. Véase también J. WEISMAYER, «Granum sinapiS >> , en (G . Greshake - A.M. Haas) Quellen geistlichen Lebens , voi.II , Mainz 1985, pp . 184-187.

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de ambos vínculo para los dos conocido, brota el dulce Espíritu igualmente inseparable. Los tres son uno. ¿Entiendes algo? No. Él es quien mejor se entiende a sí mismo. El vínculo de la Trinidad tiene resplandor profundo; el mismo círculo no capta nunca el sentido. Hay aquí una hondura sin fondo, excluidos quedan tiempo, figura y espacio. El círculo maravilloso es una fuente, completamente inmóvil está su centro. ¡Del centro la montaña asciende sin trabajo, entendimiento! El camino te conduce a un desierto maravilloso que por doquier se extiende inconmensurable. El desierto no tiene ni tiempo ni lugar, su condición es única. La tierra desierta no la atraviesa pie alguno, ningún ser creado llegó nunca hasta ahí: es y, sin embargo, nadie sabe qué. Está aquí, está allí, está lejos y cerca,

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está en lo hondo y en lo alto, es de tal manera que no es ni esto ni aquello. Es luminoso, es claro, es muy tenebroso, es innominado, es desconocido, libre del principio y también del fin, es silencioso, manifiesto , sin velos. ¿Quién conoce su morada? El que salga y nos diga cuál es su forma. ¡Hazte como un niño, hazte sordo, hazte ciego! Tu propio yo debe convertirse en nada, ¡todo yo y toda nada arroja bien lejos! ¡Deja el lugar, deja el tiempo, evita también las imágenes! Si vas sin camino por la senda estrecha, descubrirás el desierto. ¡Oh alma mía, sal, que entre Dios! ¡Húndase todo mi yo en la nada de Dios húndase en el torrente sin fondo! Si huyo de ti , tú vienes a mí. Si me pierdo, te encuentro a ti, oh bien sobrehumano.

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Indice onomástico Angenendt , A., 44 Anselmo de Canterbury, 78, 79, 116 Aristóteles, 26 Atanasio, 124 Agustin , 70, 86, 116, 120 Ba1dung, H., alias Grien , 128 Balthasar, H.U. von, 14, 33, 34, 36,40,68 Baudler, G., 8 Benoist , A. de, 114 Boff, L., 47 Brantner, E., 126 Brunner, A., 48,49 Brunner, E., 40 Cousins, E., 108, 109 Cipriano, 85 D 'Achille, 120 Dietsch, St., 53 Dorrie, H., 40 Duns Escoto, 44 Eckermann , H.P., 7 Eichendorff , J. Frhr. von , 115 Flasch, K., 53 Freud , S., 111, 113

Ganoczy , A ., 72 Goethe, J.W. von, 7, 8, 33, 109 Gottfried von StraBburg, 75 Gregorio Nacianceno, 20, 21, 29 Greshake, G., 98, 109, 132 Haas, A .M ., 132 Hegel , G.W., 50 Heiler, F., 98 Heinrichs , M., 99, 102, 107 Hemmerle, Kl., 10, 28, 29 Hildegarda de Bingen, 121 Hochstaffl, J., 100 Hoffmann , N., 80 Homero, 75 Ignacio de Antioquía, 100 Ireneo de Lyon, 67, 93, 127 Jean Paul, 50 Jeremias, J., 72 Joaquín de Fiore, 118 Jung, C.G., 98, 129, 130 Kasemann , E., 43 Kant , J., 8, 38 Kasper, W., 24 Kierkegaard, S., 65, 66 Kraus, F.X. , 126 Küppers, L., 123

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Lapide, P., 51 Lutero , M ., 86, 120, 121, 126 Mainka , R .M ., 123 Marquard, 0., 113, 114 Marti , K., 37 Maestro Eckhart, 103, 132 Menke , K.-H ., 78 Minucio Félix , 39 Moltmann , J., 49, 50, 51, 62, 109 Nietz sche, Fr., 111 Nicolá s de Cusa, 13, 14 Orígenes, 61 Panikkar, R., 98, 101, 103, 104 Pieper, J., 100 Platón , 24 Pottmeyer , H. J., 90 Rahne K ., 8, 9,76,97 Ratzinger, J., 15

Ricardo de S. Víctor, 34 Richter, H.E., 110-113 Riener, P.W., 48 Rombach , H., 47 Rublev , A., 122, 130 Schiller, Fr. von, 16, 50, 79 Shakespeare , W. , 68 Splett, J., 111 Tertuliano, 85, 120 TheiBen , G., 73 Tomás de Aquino, 30, 32, 54, 100 Twardowski , J., 42 van Os, H .W., 127 Varillon , F. , 75 Wagner, F. , 46 Waldenfels , H ., 99 Weismayer , J., 132 Werbick , J ., 16

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