Isadora Duncan Grandes Protagonistas.pdf

  • Uploaded by: Alejandra M.
  • 0
  • 0
  • January 2021
  • PDF

This document was uploaded by user and they confirmed that they have the permission to share it. If you are author or own the copyright of this book, please report to us by using this DMCA report form. Report DMCA


Overview

Download & View Isadora Duncan Grandes Protagonistas.pdf as PDF for free.

More details

  • Words: 47,194
  • Pages: 106
Loading documents preview...
Grandes protagonistas de la humanidad

ISADORA DUNCAN

Grandes protagonistas de la humanidad

ISADORA DUNCAN

EDITORA CINCO S.A.

Copyright © 1985, EDITORA CINCO S. A. Edición exclusiva para Colombia, Venezuela y Ecuador. Copyright © Ediciones Urbión S. A., para la presente edición. Editora Cinco S. A. Calle 61 No. 13-23, Piso 7o. Conmutador: 285 62 00 - Apartado Aéreo: 15188 Télex: 44883 - Bogotá, D. E., Colombia. Autora de la biografía: Natacha Molina. ISBN 958-9018-00-9 (Obra completa) ISBN 958-9018-06-8

c

CARVAJAL S.A. Impreso en Colombia Printed in Colombia

INTRODUCCIÓN

P

EREGRINOS de la ilusión, un buen día —el año no hace al caso— llegan a Atenas unos viajeros, unos turistas excepcionales, con sed de tradición, decididos a bañarse en las puras aguas del clasicismo y de la mitología helénica... La apiñada familia Duncan cree haber encontrado su particular Monte Tabor y proyecta levantar allí su tienda para preparar y gozar de su propia transfiguración. El proyecto no estaba basado sobre cimientos sólidos y el edificio apenas llegó a ser poco más que unos planos y un solar porque los dineros eran tan necesarios como escasos. Es una anécdota que define una forma de ser, una entrañable forma de utopía. Hubo de abandonarse la idea pero no se puede hablar de fracaso; la ilusión puede quebrarse pero nunca será un intento fracasado. Otro día de otro año que tampoco viene al caso se produjo la tragedia... La cámara se recreó en la secuencia. Se consumieron metros y metros de película haciendo flotar al viento aquel largo foulard vaporoso hasta que uno de sus extremos fue a prenderse en una de las ruedas traseras del Bugatti. En un instante, por efecto de la velocidad del 7

automóvil, el otro extremo del foulard se anudó traidoramente alrededor del cuello de la pasajera... La tragedia fue en el Paseo de los Ingleses de la playa azul de Niza. Era un 14 de septiembre de 1927, cuando ya los felices años veinte estaban llamando a las puertas de los difíciles años treinta. Isadora estaba viviendo la plenitud del medio siglo de una existencia en lucha permanente con lo convencional, con el «así ha sido siempre». La vida se le fue a Isadora Duncan en plena carrera, como al vuelo. Y aquella muerte fue la réplica perfecta de su vida, que transcurrió en alocada movilidad del cuerpo y del alma, una carrera por etapas, contra reloj y contra lo establecido, una vida hecha de pasión humana y de pasión artística. Y como obedeciendo a esa misma ley del movimiento continuo, por su vida fueron pasando los amantes, los amigos y los enemigos, los mecenas, los padres de sus hijos, los compañeros de su arte, los empresarios, un marido alucinado, los escenarios de Europa y de América, las desgracias y los golpes de fortuna, los proyectos y los desalientos.

I RASGOS ESENCIALES

L

A danza fue seguramente la primera expresión de tipo colectivo, la primera respuesta organizada, ritual, del hombre frente a la Naturaleza. Los más prehistóricos grabados y pinturas en cuevas nos hablan ya de este arte natural, impulsivo, en el que todo el organismo sincronizado por medio de unas leyes, una especie de liturgia, respondía a la celebración de una ceremonia, una salida para la caza, una puesta de sol, o más tarde, un nuevo ciclo agrícola. Quizá por esta antigüedad, la danza es una de las artes que más han evolucionado. Y esa evolución es, sin duda, la que ha conseguido un puesto más elevado de expresión a base de esquematismos, abstracciones, etc. En una palabra, la tradición de la danza obliga al ejecutante a una perfección y a un aprendizaje tan severo que difícilmente ninguna de las otras artes se le puede comparar en este aspecto. Y es fácil comprobarlo. Hoy día, las grandes academias, los graneles centros culturales donde se cultiva la expresión más pura de nuestro cuerpo, la 9

expresión plástica del mismo, encierran, bajo el peso de la tradición, un severo trabajo. Hay muchas técnicas que aprender, muchas expresiones que interpretar, muchas teorías que explicar y aplicar destinadas a que el organismo sea un instrumento obediente y sumiso, elástico y rápido, sincronizado y presto a interpretar las emociones que cruzan nuestro cerebro. Y curiosamente, a finales del siglo XIX y principios del XX, la época en que Isadora comienza su tenaz peregrinación a tierras de la belleza, el viejo mundo conoce una de las resurrecciones más felices y triunfantes del arte de la Danza. Los grandes maestros de la música, desde los clásicos a los románticos compositores como Bach, Beethoven, Mozart, Tchaikovsky, fueron los grandes precursores de este renacimiento. Las Academias de Danza, como las de Rusia, Berlín, París... habían conseguido interpretar con enorme plasticidad, hacer visible esa dicha o esa tragedia que las notas musicales encierran para nuestros oídos. El ballet clásico, de precisa belleza, había llegado en esa época a una de las cumbres más altas que ha conocido. El mundo entero sabía de esos bailarines, salidos de la Escuela Imperial de Ballet de Rusia. Figuras como Nidjinsky, Pavlova, Korsavina, actuaban en todos los teatros, impulsando poderosamente el viejo y antiguo arte de danzar.

La revolucionaria de la danza Fue entonces cuando apareció, allá en San Francisco, una jovencita que quería revolucionar el arte de la Danza. Los únicos instrumentos o técnicas con que contaba para tan gigantesca empresa eran amor por todo lo que hay en la Naturaleza, sentimiento, intuición, inspiración en una palabra. Se 10

llamaba Isadora Duncan, y su arte expresaba un nuevo concepto, que en un principio fue muy difícil de captar para la gran mayoría de sus contemporáneos. Quizá por ello, la trayectoria de Isadora fuera desde las minorías a las masas. En un principio, fueron las élites las únicas que estaban preparadas, o más bien, próximas a entenderla; pero más tarde fue el gran público quien entendió maravillosamente el arte o la danza libre, por llamarla de alguna forma, de Isadora Duncan. Los bailarines clásicos, respetando la tradición, innovaban con su sentido personal las técnicas de siempre. Así, la Pavlova, que parecía flotar en el aire, la mujer más etérea que haya pisado los escenarios. De igual forma, Nidjinsky, que gracias a su fortaleza física y a su gran inspiración era capaz de atravesar un escenario de un sólo salto, componiendo una figura que parecía sobrenatural. Pero para realizar estas innovaciones, para alcanzar personalidad en tan difícil arte, hacía falta ser el mejor en el dominio de la técnica. Y este fue el primer obstáculo con el que se encontró Isadora Duncan, en sus comienzos como danzarina. Los críticos de teatro ponían el grito en el cielo. ¿Cómo es posible que una mujer pretenda bailar sin tener antes un dominio total sobre las técnicas y la aplicación de las distintas escuelas? Hubo incluso críticos que, con el paso de los años, ya desaparecida Isadora de los escenarios y de la vida, juzgaron demasiado acremente este tipo de arte, comentando que «era un tipo de expresión que nunca se tenía que haber dado en la escena». Quizá por esto, Isadora se rebeló siempre contra el academicismo de las escuelas clásicas. Un poco exageradamente ella, que tanto sentía la danza, acusaba a los profesores clásicos de someter a una tortura sin sentido a sus alumnos y alumnas, de crear 11

piruetas muy próximas al títere y de cifrar todos los objetivos en que una danzarina fuese lo más parecido a un pájaro o a un cisne, cuando podía ser muchas otras cosas. Ella misma cuenta que el primer profesor de arte que tuvo quedó atónito ante su negativa a ponerse sobre las puntas de los pies porque le parecía ridículo hacerlo y cruel que se lo mandaran. ¿En qué se basaba entonces el arte de Isadora? La respuesta es tan simple como puede serlo en nuestros días el saber el origen de la Danza. Isadora vivió en pleno contacto con la Naturaleza. Nació a orillas del mar y en su infancia, todo lo que no fuera Naturaleza le estuvo vedado: todo lo demás costaba dinero. De lo único que podía disponer era de su imaginación y de la contemplación de los fenómenos naturales: el mar, el viento, la lluvia. Y no es exageración; el lector tendrá ocasión de comprobarlo a lo largo de las páginas que siguen.

Una madre muy especial Bien es verdad que no fue sólo eso. En la vida de una persona, o mejor dicho, en la formación de la personalidad, intervienen otros elementos que después se entremezclan entre sí con imprevistas influencias. Pero a posteriori sabemos que la madre de Isadora ejerció sobre el futuro de todos sus hijos una influencia indudable: su desprecio, hasta niveles increíbles, de los placeres no ya de ricos, sino los más necesarios; su total ignorancia voluntaria sobre lo que era la propiedad, y su falta absoluta de ese prejuicio que tanto daño ha hecho a la historia del siglo XX, llamado vergüenza social, o dicho de modo más familiar, «el que dirán», fueron definitivas cualidades en la formación de sus hijos. Por otra parte, también fueron definitivas la cul12

tura y las aficiones de la madre. En otras circunstancias, es obvio que los hijos aprenden en el ambiente familiar lo que va a ser consustancial con su manera de ser. Pero en las condiciones de los Duncan no sólo fue así, sino que el desinterés de la madre por las cosas materiales se complementaba de singular forma con su afición musical y su gran cultura referente a casi todos los grandes poetas. No es tan difícil empezar a reconstruir el arte de Isadora a partir de estos primeros datos. Su madre era una persona que pasaba el día tocando el piano y declamando poemas de los más consagrados vates de todas las épocas. Y no era locura. Cuando había algo que comer —pues los padres de la Duncan estaban separados y el padre no sostenía a la familia—, se abría el piano para celebrarlo. En caso contrario, en lugar de buscar algo con que alimentarse, el piano se abría como consuelo. Toda una filosofía, llevada a la práctica. Isadora, por su parte, crecía a los acordes de ese piano y al ritmo de esas estrofas. Su única distracción, mirar... lo único que podía hacer era mirar y asomarse al grandioso océano Pacífico, lleno de promesas para la niña asombrada. Lógicamente, su inspiración se asentó desde su primera infancia en la Naturaleza, la Música y la Poesía. Hay que convenir en que estas tres cosas o «asignaturas» representan todo un curso de aprendizaje básico sobre la danza. Isadora no estaba huérfana de escuela, como decían tantos críticos. «Para mí —decía Isadora— la Danza no es solamente algo que permite al alma humana expresarse en movimiento, sino también toda una concepción de la vida, más ágil y flexible, más armoniosa y más natural, de acuerdo con los principios que rigen el mundo...» Son palabras de la danzarina, dichas en 1916, pero sentidas desde su niñez, como estas otras: 13

«Estudiad la naturaleza, contemplad la Naturaleza, sentid la naturaleza y tratad de expresarla.» Este era su consejo para comenzar a estudiar el arte de la Danza. Y el resultado de este amor hacia la Naturaleza fue que, cuando Isadora se presentó por vez primera ante el público más especializado, primero en Nueva York, luego en Londres, en París más tarde..., la crítica la saludó como una «restauradora de las danzas de la antigua Grecia». En cierto modo esto era verdad. Más tarde, ya en París, estudiaría a fondo todas las corrientes y las investigaciones que sobre el teatro y la danza griega se hicieron. Pero al llamarla así, en los primeros tiempos, cuando sus influencias eran bien distintas, lo único que se estaba probando de manera fehaciente era que Isadora había «regresado» o había vislumbrado por inspiración la cuna misma de la danza, o al menos el arte en su forma más pura y primitiva.

Voces de América Las influencias de Isadora eran puramente americanas. Era la nueva voz de América, que corría pareja a la del genial poeta Walt Whitman, la que se expresaba a través de ese nuevo arte —tan antiguo— que Isadora propuso al mundo, a principios de este siglo. Transcribamos un pasaje de sus Memorias, donde la danzarina relata cuáles fueron sus influencias y cuáles sus visiones para el futuro de la danza en América: «En un momento de profético amor hacia América, Walt Whitman dijo: "Oigo a América cantando." Y yo me imagino la canción potente que Walt oía, una canción que brotaba de las olas salvajes del 14

Pacífico y que cruzaba por las llanuras, la canción de las voces que un inmenso coro de niños, mozos, hombres y mujeres elevaba a la democracia. »Cuando leí este poema de Walt Whitman, yo también tuve una visión: la visión de América bailando una gran danza que sería la expresión digna y paralela del canto que Walt oía cuando oía cantar a América. »Esta música tendría un ritmo tan poderoso como la alegría, la vibración y la ondulación de las Montañas Rocosas. No tendría nada que ver con la jácara sensual del ritmo del jazz; sería como la vibración del alma americana, subiendo a las alturas, luchando por una vida armoniosa. Esta danza que yo soñaba no tenía ningún vestigio de foxtrot ni de charleston; sería el brinco del niño que escala las alturas, hacia lo por venir, hacia una gran visión de la vida, hacia una nueva expresión de América. »Me sonreía irónicamente cuando oía hablar del origen de mi danza griega, pues el origen de mi danza lo encontraba yo en los relatos que me contaba mi abuela, irlandesa, de la época en que cruzó en un carro de toldo, con mi abuelo americano, en 1849, la llanura americana. »Ella tenía dieciocho años y él veintiuno, y su primer hijo nació en aquel carro durante un combate famoso contra los pieles rojas. Mi abuela nos contaba que los indios fueron, por fin, derrotados, y que mi abuelo, con un fusil humeante en la mano, asomó su cabeza por la puerta del carro para saludar la llegada del recién nacido. »Cuando recalaron en San Francisco, mi abuelo construyó una de. las primeras casas de madera. Yo recuerdo haber visitado esa casa siendo muy niña. Mi abuela, pensando en Irlanda, cantaba canciones irlandesas y bailaba jigas de su patria, pero presumo que en aquellas jigas irlandesas había algo del espíritu heroico de los precursores y de la lucha contra 15

los pieles rojas, probablemente algo de los gestos de los mismos pieles rojas y un poco de "Yankee Doodle", que mi abuelo, el coronel Thomas Gary, cantaba a su vuelta de la guerra civil. Mi abuela llevaba todo esto a su peculiar jiga irlandesa, y por ella misma lo supe. A esos bailes añadí yo mi propia aspiración de joven americana, y finalmente mi concepción espiritual de la vida, tomada de los versos de Walt Whitman. Y ved ahí el origen de lo que llamaban mi Danza griega.»

Injertos para mejorar la especie Estos orígenes fueron como el árbol robusto de raíces profundas en el que Isadora injertó retoños nutridos con savia europea, con el afán de crear una danza típica de América. «Este fue el origen, la raíz; y luego, al llegar a Europa, tuve tres grandes maestros, que fueron los tres precursores de la danza de nuestro siglo: Beethoven, Nietzsche y Wagner. Beethoven creó la danza en ritmos potentes; Wagner en forma escultural; Nietzsche, en espíritu. Fue el primer filósofo danzarín. »Me pregunto con frecuencia dónde estará el joven compositor americano que oiga el mismo canto que oyó Walt Whitman y que componga la música verdadera del baile americano. Sin ritmos de jazz, sin ritmos de cintura abajo, sino del plexo solar hacia la bandera estrellada del gran cielo que domina las llanuras y las montañas nevadas, desde las Montañas Rocosas al Atlántico. »Me parece monstruoso que alguien crea que el ritmo de jazz expresa a América. La música de América tiene que ser totalmente distinta. Está por escribir. Ningún compositor ha apresado este ritmo de América, que es demasiado potente para la 16

mayoría. Pero algún día se desbordará por la extensión de toda la tierra, caerá como una lluvia de los espacios celestes y América tendrá su expresión en una especie de música titánica, que dará forma armónica al caos. Los muchachos bailarán al ritmo de esa nueva música, en una expresión de fuerza y de belleza como no ha conocido todavía ninguna civilización. »Y esta danza no tendrá la coquetería insulsa del charlestón ni la convulsión sensual del negro. Será clara. Veo a América bailando sosteniéndose con un solo pie sobre la cima de las Montañas Rocosas, y con las dos manos extendidas del Atlántico al Pacífico, con su fina cabeza ondeando en el cielo y su frente luminosa con una corona de un millón de estrellas. »¡Qué grotesco me parece que se estimule en América la escuela de la pretendida cultura física, de gimnasia sueca y de ballet! El tipo del verdadero americano no será nunca el de un bailarín de ballet. Sus piernas son demasiado largas, su cuerpo demasiado ágil y su espíritu demasiado libre para esta escuela de gracia afectada y de pasitos sobre las uñas de los pies. Es notorio que todas las bailarinas de ballet son mujeres menudas con los miembros pequeños. Una mujer alta y delgada no bailará nunca el ballet. La imaginación más desbordante no podría imaginarse a la diosa de la Libertad bailando ballet. ¿Por qué, pues, aceptar esta escuela en América?» No cabe duda de que muchas de las afirmaciones que acabamos de leer, aparte de estar henchidas de una equívoca visión de la América futura, y de tes inflamadas efusiones de patriotismo de la Duncan, están llenas de grandes verdades. Enemiga del allet clásico, lo era también de las actividades deportivas que conducían a él, como la gimnasia sueca a cultura física, que por entonces se pensaba eran 17

la expresión de los miembros, una asignatura obligada para dar «esos pasitos encima de las uñas», que tan crudamente criticaba Isadora. Pero, aparte de estas digresiones, lo que nos interesaba eran esas fuentes de donde Isadora había bebido su peculiar arte. Y como decíamos al principio, en el fondo no era en Grecia, sino en la nueva América, esa América de Abraham Lincoln, que todavía creía en la Democracia y en la Libertad de los pueblos. Sería mucho más tarde, en Londres, donde a la sombra del inmenso caudal que contiene el British Museum, Isadora aprendería profundamente en la estutuaria griega, en los vasos y bajorrelieves. Y más tarde, después de Londres, París y parte de Italia, tendría ocasión de comprobar que en el mismo pueblo griego era tomada como un símbolo de la belleza y el arte helénicos.

Amor y arte sin frivolidad Hasta aquí, el arte de Isadora. Pero hay una faceta en su vida, tan importante como el arte, o fusionada con él, indispensable para comprender a la artista: nos estamos refiriendo al amor. «Algunas veces —cuenta Isadora— se me ha preguntado si creía que el amor estaba por encima del arte, y yo invariablemente he contestado que no podía separarlos, porque el artista es el amante único, el solo amante que posee la visión de la belleza más pura, y el amor es la visión del alma al contemplar la belleza inmortal...» Mucho es lo que se ha dicho en contra de la concepción del amor de la bailarina. Incluso, en una de las últimas obras que se han hecho sobre su vida, una película relativamente reciente, se nos presentaba a una Isadora demasiado frivola en to18

dos los aspectos. La verdad es que la Duncan fue una persona bastante culta, con mucho rigor a la hora de interpretar sus danzas, animada de una inspiración muy fuerte y dominada por la pasión en todos sus actos. El amor, para Isadora, era la contemplación de la belleza, y no hacía nada por sustraerse a esa visión. En esto, únicamente, iba en contra de las ideas morales que sobre el amor imperaban en su tiempo. Pero en cualquier rostro que viera despuntar la serenidad de la belleza, la inteligencia, o el arte, Isadora volcaba su amor, con toda la sinceridad de la pasión que la animaba. Esto está muy lejos de lo que entendemos por frivolidad. Sin embargo, los amores que la sustentaron durante toda su existencia, llevaron a su vida la tragedia. Es curioso contemplar esa especie de maleficio que acarreaba Isadora a todos los amantes que tuvo. Al contacto del amor seguía, invariablemente, el fruto de la desgracia, como si un sino la persiguiera inexorable. El primero de sus amores fue con el polaco Mirovsky, pintor y poeta, un ser pusilánime, que se vio arrebatado, después de tantos fracasos, por su idilio con Isadora. Cuando se separó de ella se enroló como voluntario en las fuerzas norteamericanas que llegaron a Cuba para luchar contra los españoles; encontró la muerte en el campo de batafla. Después de este amor con el pintor polaco, Isadora se relacionó con todo aquel hombre que le inspiraba belleza o arte. Hay en su primer período de recitales nombres muy importantes a su lado. Todos relacionados, no ya con el arte indirectamente, sino directamente con la creación, o lo que es lo mismo, con la inspiración. Así, una larga lista de personajes, poetas y músicos en su mayoría, como Douglas Ainslie, en Londres, Charles Hall, también en Londres y en París después, Charles 19

Nouflard, Beregi en Budapest, al poeta Henrich Thode en Bayreuth. Pero de entre todos estos artistas, sólo dos alcanzaron la cima de lo que Isadora pensaba que era el amor: el poeta Gordon Craig y el pianista Walter Rummel, que llevó finalmente la mayor desesperación al corazón de Isadora al enamorarse apasionadamente de una de sus discípulas. Dentro de tal vorágine de arte y amor, destaca curiosamente su largo idilio con el conocido industrial Singer, con el que conoció períodos de paz y felicidad que pocas veces se volverían a repetir en la vida de la bailarina. Sin embargo, fue a este hombre, de todos los que conoció intensamente, a quien menos amó, y el idilio se explica por otras razones —entre ellas económicas— distintas de las que habitualmente guiaban a Isadora. Finalmente, el último hombre bien amado de su vida fue el poeta ruso Essenin, con el que mantuvo una violenta convivencia debido al desequilibrio que ya por entonces afectaba al genial poeta ruso, que acabó suicidándose. Pero bien puede decirse que en todos estos amores Isadora arriesgó sobre el tapete lo más hondo de su personalidad, de su sinceridad, y sólo en muy pocas ocasiones se acercó al amor con espíritu de frivolidad. «La fidelidad —dice Isadora—, con todo lo que de mí se ha dicho, es uno de los rasgos fundamentales de mi carácter». Sólo amaba lo que estimaba que debía ser amado, y cuando lo hacía, y mientras duraba esa inspiración de amor, realmente la fidelidad de Isadora no conocía límites. Muchas veces, a pesar de saber que el hombre que vivía junto a ella no le era fiel en absoluto, como sucedió frecuentemente con el poeta y escenógrafo Gordon Craig, del que Isadora dice que «aprovechaba todas las ocasiones que se le presentaban por su belleza, para entregarse a amores fáciles y sin significado». 20

Fiel a la amistad Y no sólo en el amor era fiel Isadora, sino también en la amistad, respetándola hasta extremos increíbles. Hay una anécdota en su vida que define muy bien esta fidelidad, tan original o particularmente entendida por Isadora. Se trata de las relaciones amistosas que mantuvo con la genial actriz italiana Eleonora Duse, una mujer que no dudó en ayudarla intensamente en la mayor tragedia de su vida, la muerte de sus dos

hijos. Pues bien, Eleonora Duse vivió casada con el poeta Gabriel D'Annunzio, pero no mucho tiempo, porque el escritor italiano fue una de las personas más deseadas por las mujeres que se recuerde en la historia de las letras. De hermoso rostro, aureoleado por una especie de magnetismo, portador de esas señales evidentes de la inteligencia en todos sus rasgos, D'Annunzio hacía la corte a todas las mujeres hermosas que se encontraba. Tenía fama de ser una especie de don Juan irresistible para ellas. Pues bien, Isadora conoció a D'Annunzio cuando ya éste estaba separado de Eleonora Duse. Por su parte, Isadora aún no conocía personalmente a la Duse; solamente la había visto actuar en varias ocasiones, quedando maravillada de la capacidad de interpretación de la gran actriz. Eso sólo, la admiración por su arte, fue lo que impidió a Isadora tener relaciones con D'Annunzio, quien hizo todo lo posible por conquistarla. Hay un pasaje de sus Memorias que merece la pena trascribir por la gracia que encierra: Durante muchos años tuve prejuicios contra Gabriel D'Annunzio, debido a mi admiración por la Duse, a quien yo creía que no había tratado bien, y 21

me negué a conocerle. Un amigo mío me decía continuamente: —¿Puedo traer a D'Annunzio para presentárselo? Y yo le contestaba: —No, no quiero, porque le trataría mal si me lo presentaran. Pero a pesar de mis protestas, se presentó un día con D'Annunzio. Aunque no le había visto nunca, al hallarme en presencia de aquel ser extraordinario de luz y magnetismo, no pude menos de esclamar: —Soyez le bienvenu; comme vous étes charmant! Cuando D'Annunzio hace el amor a una mujer, la envía todas las mañanas un pequeño poema con las flores aludidas en sus versos. Y en efecto, todas las mañanas, a eso de las ocho, recibía yo esas flores, y tuve fuerzas para sostener mi heroico impulso. Una noche —entonces tenía un estudio cerca del Hotel Byron— D'Annunzio me dijo con su peculiar acento: —Iré a verla mañana a las doce. Estuve todo el día preparando el estudio con un amigo. Lo llenamos de flores blancas y de azucenas, las flores que se emplean en los funerales, y lo alumbramos con centenares de velas. D'Annunzio quedó ebloui ante la iluminación de mi estudio, que parecía una capilla gótica, con todas aquellas velas encendidas y todas aquellas flores blancas. Entró, le recibimos, y le llevamos a un diván lleno de cojines. Primero bailé, luego le cubrí de flores y puse muchas velas a su alrededor, mientras iba y venía al ritmo de la Marcha Fúnebre de Chopin. Gradualmente, una por una, fueron consumiéndose todas las velas, y sólo quedaron encendidas las que estaban sobre su cabeza y a sus pies. Parecía un hipnotizado. Entonces, moviéndome todavía suavemente al ritmo de la música, cogí la luz que le 22

alumbraba los pies, y cuando avanzaba solemnemente para hacer lo mismo con la vela colocada sobre su cabeza, se levantó, haciendo un tremendo esfuerzo de voluntad. Lanzando un trementdo grito de terror, huyó del estudio, mientras el pianista y yo, sin poder contener la risa, nos abrazamos como locos. La segunda vez que resistí a D'Annunzio fue en Versalles. Le invité a cenar en el Trianon Palace Hotel. Era a los dos años de la broma que he relatado. Subimos en mi automóvil: —¿ Quiere usted que demos un paseo por el bosque antes de almorzar? —le dije. —Con mucho gusto: es usted encantadora. Llegamos en el automóvil hasta el Florest de Marly, donde dejamos el coche para entrar solos en el bosque. Estuvimos vagando un rato; luego propuse: —Ahora regresemos a almorzar. Pero no podíamos encontrar el automóvil. Pensamos ir a pie hasta el hotel Trianon, y en efecto, nos pusimos a pasear y a pasear, y no encontrábamos la puerta. Por último D'Annunzio empezó a gritar como un chiquillo: —Quiero almorzar, quiero almorzar. Yo tengo un cerebro y este cerebro necesita ser alimentado. Cuando tengo hambre, no puedo andar. Le consolé como pude, y encontramos por fin la puerta. En el hotel, D'Annunzio se tomó un magnífico almuerzo. La tercera vez que resistí a D'Annunzio fue años más tarde, durante la guerra. Fui a Roma y me hospedé en el hotel Regina. Por una casualidad. D'Annunzio tenía la habitación contigua. Cenaba todas las noches con la marquesa Casatti, y una de las noches me invitó a mí. Entré en el palacio y me senté en la antecámara 23

para esperar la llegada de la marquesa. De repente oí las más violentas frases del lenguaje más vulgar que puedan ustedes imaginarse, dirigidas todas contra mí. Miré a mi alrededor, y vi a un loro verde, que no estaba encadenado. Me marché a otro salón cercano, donde continué esperando a la marquesa, y de repente surgió otro ruido: era un bull-dog blanco, que tampoco estaba encadenado. En vista de lo cual, me fui a otro salón contiguo. Un salón tapizado con espesas alfombras, y en cuyas paredes había cueros muy tupidos. Me volví a sentar en espera de la marquesa, y un sonido silbante me sorprendió de nuevo. Dirigí la mirada al lugar de donde salían los silbidos, y me encontré con una serpiente venenosa, encerrada en una jaula, colocada en el extremo de la habitación. No tuve más remedio que marcharme a otro salón próximo, a un salón que estaba adornado con pieles de tigre y en el cual había un gorila que me enseñaba los dientes. Me fui a otra habitación, que era el comedor, y allí me encontró con el secretario de la marquesa. Por último bajó la marquesa vestida con un pijama dorado y transparente, y le dije: —Veo que le gustan a usted los animales. — O h , sí, los adoro, y especialmente a los monos —contestó mirando a su secretario. Por muy extraño que parezca, tras este excitante aperitivo, la cena se celebró dentro de la mayor formalidad. Al terminar la comida, nos fuimos con un orangután a otro salón, y la marquesa mandó llamar a su echadora de cartas, que nos predijo nuestros destinos. Y entonces llegó D'Annunzio. D'Annunzio es muy supersticioso y cree en todos los quirománticos y echadores de cartas. La de la marquesa le dijo cosas extraordinarias. —Usted volará y hará hazañas terribles. Se caerá 24

Isadora Duncan con sus hijos, Devidre y Patrick. (Dibujo de José Ciará.)

usted y estará a dos dedos de la muerte, pero vencerá usted a la muerte y vivirá usted su gran gloria. A mí me dijo: —Usted va a despertar en las naciones una nueva religión y fundará usted templos en todo el mundo. Tiene usted la protección más extraordinaria, y, aunque le ocurrirá un accidente, los ángeles la guardarán. Vivirá usted mucho tiempo, vivirá siempre. Al terminar esta sesión, regresamos al hotel. D'Annunzio me dijo: —Voy a ir todas las noches a las doce a su cuarto. He conquistado a todas las mujeres del mundo, pero tengo que conquistar a Isadora. Y todas las noches venía a las doce a mi cuarto. Y yo me decía: Voy a ser la única mujer del mundo que resista a D'Annunzio. Me contaba las cosas más extraordinarias de su vida, de su juventud y de su arte. —Isadore, je n'en peux plus! Prends moi, prends moi! Estaba tan sorprendida por su genio, que en aquellos momentos no sabía nunca lo que hacía y le acompañaba dulcemente a su habitación. La cosa se repitió por tres semanas, al cabo de las cuales, me encontré tan trastornada que decidí ir a la estación y tomar el primer tren. D'Annunzio me preguntaba frecuentemente: —Pourquoi ne peux-tu pas m'aimer? —A cause de Eleanora. En el hotel Trianon, D'Annunzio tenía un pez dorado, que era su gran amor. Estaba en una jarra de cristal, y D'Annunzio le daba de comer y le hablaba. El pez agitaba sus aletas, y abría y cerraba la boca como si quisiera contestar al poeta. Un día pregunté al maitre del hotel Trianon: —¿Dónde está el pez de D'Annunzio? —¡Ah señora, es una triste historia! D'Annunzio se fue a Italia y nos dijo que tuviéramos mucho 27

cuidado. «Este pez de oro —fueron sus palabras— es mi amor y el símbolo de toda felicidad.» Solía telegrafiarnos: «¿Cómo está mi querido Adolphus f» Un día Adolphus murió. Lo cogí y lo tiré por la ventana. Pero entonces nos llegó un telegrama de D'Annunzio, que decía: «Examinen a Adolphus, porque no está bien.» Yo le mandé un radiotelegrama, donde a su vez le decía: «Adolphus muerto última noche.» D'Annunzio contestó: «Entiérrelo en el jardín. Arregle su sepultura.» Cogí una sardina, la envolví en papel de plata, la enterré en el jardín y puse en una cruz la siguiente inscripción: «Aquí yace Adolphus.» DAnnunzio, al regresar, me preguntó: «¿Dónde está la tumba de mi Adolphus?» Se la enseñé en el jardín, y bajó muchas flores y estuvo mucho tiempo llorando sobre la tumba de su pez. Memorias y otros escritos La anécdota de D'Annunzio, además de ofrecernos el espectáculo, bastante fiel, de las frivolidades que flotan en los ambientes del gran mundo, de esa especie de dolce vita que acompaña a los elegidos de una época, patentiza además la fidelidad de una mujer hacia la amistad que sentía por la gran trágica italiana. Y si hacemos fuerte hincapié en todo esto, es porque alrededor de la Duncan se fraguó una leyenda llena de malicia, languidez y lo que es peor, de algo muy parecido a la prostitución. Nada más falso. Quizá lo que más haya contribuido a esta falsa imagen sea el hecho mismo del estilo en que están escritas las Memorias de Isadora, un estilo muy 28

atrevido, lleno de sinceridad... y a veces con un poco de esa «pimienta» que los empresarios buscaban en las actuaciones de Isadora, en su primera época. La verdad es que fueron los mismos editores americanos los que presionaron sobre la Duncan —a cambio de una buena cantidad, naturalmente—, para que ésta hiciese unas memorias que fueran «comerciales», que fueran «devoradas» por el público. Para el carácter de Isadora, que tantas veces había «jugado» a esas cosas, como en el caso de D'Annunzio, nada más fácil que escandalizar un poquito al gran público. Si querían picante, lo tendrían, pero con un sabor mucho más fuerte del que esperaban, con el sabor de la sinceridad, muy difícil de digerir. De ahí que las Memorias sean un plato bastante fuerte en su versión original, pues las que se tradujeron al francés iban sensiblemente recortadas, y de este idioma se hizo una versión al español con claras y extensas mutilaciones. Y de ahí también que sobre Isadora cayeran desde las alturas de los más puritanos toda clase de denuestos, sobre ella primero y sobre su arte después. Pero lo cierto, aparte de la razón económica, es que Isadora aceptó escribir las Memorias en semejante estilo, que, por otra parte, nos parece el más hermoso, porque iba a ser el primero de los tres volúmenes en el contase su vida (que son las únicas Memorias), y dos tomos dedicados a su arte y a sus actuaciones. Pero ya el primer tomo, Mi vida, apareció como edición postuma de Isadora, que no había podido ni siquiera corregir las primeras pruebas de la publicación, que apareció muy poco tiempo después de su muerte. Isadora dejó muchos escritos acerca de su arte, e 29

incluso de profundas concepciones filosóficas elaboradas a partir de la danza, tal como la entendieron los primitivos griegos. Muchos de estos trabajos fueron publicados, y algunos de ellos, también, en el mismo año de su muerte, con el título de Escritos sobre la Danza, cuyo material fue recopilado entre los diversos y fervorosos amigos de la danzarina. Una editorial de Nueva York se apresuró también a publicar los que quizá son los mejores ensayos de Isadora sobre la danza. Un colosal libro, lleno de dibujos y apuntes sobre la genial danzarina, en el que se recogían seis ensayos: El bailarín y la Naturaleza, La Danza en el futuro, Lo que debiera ser la Danza, El Movimiento es vida, Belleza y ejercicio, La Danza y la tragedia. La publicación era una especie de homenaje a la artista. Y realmente, no puede haber otro mejor, para dejar constancia, sólo por esas páginas, de que Isadora Duncan fue ciertamente una mujer de genio, intelectual y culturalmente muy bien preparada y con un sentido interpretativo de la danza original y profundo.

30

II UNA ORIGINAL PUESTA EN ESCENA

H

ENOS aquí, después de tantos trabajos, en la sagrada patria de la Hélade! ¡Salud, olímpico Zeus! ¡Y Apolo! ¡Y Afrodita! Preparaos, oh musas, a bailar de nuevo, porque nuestros cantos despertarán a Dionysos y a las bacantes dormidas...!» Con estas palabras, recogidas por Isadora en sus Memorias, saludaron los componentes de la familia Duncan su llegada a Grecia. Y cuenta la danzarina que, nada más poner los pies en tierra firme, ella y su hermano Raimundo, emocionados, se arrodillaron ceremoniosamente y besaron el suelo griego, ante la mirada un poco atónita de los lugareños, que no acertaban a comprender del todo a tan exaltados viajeros, que, en voz alta, ora declamaban versos de Byron, ora conjuraban en la forma clásica de los antiguos dioses. Isadora ya estaba consagrada como una gran danzarina, y su fama se había extendido por todo el mundo, cuando decidió, en compañía de su familia, viajar a las «fuentes» de su inspiración, a tierra griega. Esta incursión hacia el pasado es una buena muestra de la apasionada existencia de todos los 31

familiares de Isadora. Una especie de mística locura que desde la más temprana infancia les había inculcado la madre. Locura clásica de los Duncan El comienzo de este viaje a Grecia ya había tenido la impronta de la locura, pues Isadora y su hermano Raimundo lo decidieron en pocos minutos. Viajarían hasta la Acrópolis, pero no a la manera de los grandes turistas —y tenían dinero suficiente para hacerlo— sino al modo de los antiguos peregrinos, en pequeñas embarcaciones, hasta pisar suelo griego y, desde allí, andando, irían hasta la Acrópolis... Querían saborear bien todos los mitológicos rincones de la historia clásica. Sentir intensamente la atmósfera, las puestas de sol, el rostro de los habitantes de aquellas regiones... Los preparativos apenas si ocuparon más de un día. La danzarina dejó un importante contrato «colgado» en Berlín, para embarcarse en la costa italiana con rumbo a las islas Jónicas. Después de atravesar toda Grecia, los viajeros dudaron entre dirigirse a Atenas o a Olimpia, decidiéndose en última instancia por la capital del Ática, a donde llegaron, una noche, fatigados y casi sin fuerzas, lo cual no fue obstáculo para que, lejos de descansar, comenzaran a ascender por los empinados promontorios que conducen al templo dórico de Minerva. La propia Isadora, en sus Memorias, nos ha dejado la descripción de aquellas emociones: «...Según subíamos, me parecía que toda la vida que yo había conocido hasta aquel momento se desgajaba de mí como un adorno abigarrado; que nunca había vivido antes y que estaba naciendo por primera vez en aquel largo aliento y en aquella primera contemplación de la belleza pura. 32

»E1 sol se elevaba por encima del monte Pentélico, revelando su maravillosa claridad y el esplendor de sus flancos marmóreos, brillantes por los rayos solares. Llegamos al último escalón de los propileos y admiramos el templo, iluminado por la luz matinal... como si nos hubiésemos puesto de acuerdo, se hizo el silencio... nos separamos unos de otros, levemente ...era una belleza demasiado sagrada para las palabras... nuestros corazones latían animados por un extraño terror, difícil de explicar ...ni gritos ni abrazos. Cada uno de nosotros había encontrado el punto supremo de adoración y permaneció horas enteras en un éxtasis de meditación del que salimos medio destrozados y debilitados.» No es extraña esta fatiga en quienes comenzaron a subir de noche los promotorios sagrados y fueron sorprendidos por la aurora ante el templo de Minerva. Pero sobre todo, no es extraña la fatiga en quien como Isadora, tenía la facultad de vivir intensamente todas las emociones. Túnicas, clámides y peplos fueron en adelante las vestiduras que, sin excepción, decidieron vestir los Duncan. Y en ese ambiente, rodeados de todas las «circunstancias» de la época clásica, fue donde, sin hacer caso de contratos ni de obligaciones profesionales, los Duncan, vehementes y apasionados, desgajados de la realidad, decidieron vivir para siempre en Grecia, cerca de la Acrópolis. Se construirían un magnífico palacio, frente a ella. No en vano Isadora había cosechado una inmensa fortuna en Berlín y en sus anteriores giras, aunque la realidad era que el sueño de los Duncan iba a ser mucho más costoso que el dinero acumulado. Fue un día en que paseaban por el monte Himeto, frente a la ciudad sagrada, cuando Raimundo —según cuenta Isadora— hundió súbitamente su cayado en tierra y advirtió solemnemente a la familia que estaban a la misma altura que las ruinas de la 33

Acrópolis. ¿Qué mejor lugar para construir la soñada mansión? Todos estuvieron de acuerdo, y la fantasía de los Duncan comenzó a trabajar incansablemente. La realidad de los hechos tuvo que acudir, como si fuera un dios del Olimpo, a dejar las cosas en su justo término, porque los Duncan querían construir su templopalacio nada menos que con mármol del Pentélico, igual que los templos de la Acrópolis. Tuvieron que conformarse con las piedras rojas del monte Himeto. Y llegó el día en que, una vez puestos los cimientos, había de colocarse la primera piedra. Buena ocasión para que la fantasía de los Duncan encontrara pretexto para desbordarse. Fue toda una ceremonia pagana en la que consumieron abundantemente vino y manjares típicos de la región. A la puesta del sol, Raimundo señaló los límites que iban a tener las posesiones y se sacrificó un gallo negro encima de la piedra, la primera, recién colocada. Una orquestina, fanfarria o solfa de los músicos lugareños, con primitivos instrumentos, puso la nota o el floreo popular y clásico hasta bien entrada la noche, en la colina del monte Himeto. Todo, en la ceremonia, fue un buen auspicio para el templopalacio, todavía no construido. Y la verdad es que nunca llegaría a finalizarse esta construcción, diseñada con arreglo a los planos disponibles del mitológico palacio del rey Agamenón. Y no por falta de ilusión, sino porque las finanzas de los Duncan, por muy famosa que fuera Isadora, no estaban a la misma altura que sus sueños. El templo del Himeto no pasó de ser un paso de danza, un motivo de inspiración, dejado apenas diseñado, dibujado en el aire. La estancia de los Duncan en Grecia tuvo una duración de un año, al término del cual Isadora comprendió que no podía estar más tiempo alejada de los escenarios, más que nada por la cuestión 34

económica, ya que, en la artística, la misma Grecia era el mejor escenario natural para la danzarina. Sólo que su sentido altruista no le permitía cobrar sus actuaciones, ya que, según la misma Isadora, no podía tomar ningún dinero griego a cambio de su arte. Hubiera sido mancillarlo. El año griego, por llamarlo de alguna manera, de Isadora Duncan, fue memorable y estuvo lleno de actuaciones y trabajos que más tarde fueron de gran interés para los melómanos. Los dos hermanos, Isadora y Raimundo, trabajaron e investigaron profundamente en las raíces musicales del coro griego, encontrando bastantes vestigios recogidos posteriormente y todavía conservados en los cantos religiosos de la Iglesia Ortodoxa Griega. La bailarina se decidió a formar un coro griego, con muchachos de la región a los que enseñó, a fuerza de mucha paciencia, las melodías clásicas que la cultura bizantina había heredado de la tradición griega, melodías que habían legado a los cantos ortodoxos. De esta manera, los hermanos Duncan descubrían para el mundo de la música melodías que habían estado ignoradas durante más de dos mil años.

Recuperación de las esencias clásicas Las actuaciones de Isadora comenzaron en Grecia un día en que el destino quiso que se encontraran dos fuerzas que buscaban las mismas fuentes. La anécdota no puede ser más reveladora ni mejor buscada:, un día, los estudiantes y profesores de Atenas se manifestaron ante la sede del gobierno real para pedir más exactitud y mejor calidad, rigor en definitiva a la hora de hacer las interpretaciones de las obras clásicas, pues últimamente se estaban haciendo adaptaciones que eran verdaderamente calamitosas. 35

Y he aquí que frente a aquella manifestación de signo cultural que avanzaba por las calles de Atenas, entonando antiguos himnos y gritos en honor de la Grecia inmortal, aparecen los dos hermanos Duncan, con sus vestimentas habituales, «vestidos de griegos clásicos». Era realmente la aparición de dos dioses ante los nostálgicos intelectuales de Atenas. Isadora y Raimundo fueron tomados como dos banderas, como dos símbolos de la petición. Por supuesto que aquellas gentes sabían quién era la Duncan, pues por la prensa se tenía noticia de que la célebre bailarina se encontraba en Atenas; pero Isadora no había dado ningún recital público ni privado. Aquella tarde lo hizo. En medio del delirio de los jóvenes estudiantes y de los emocionados catedráticos de la cultura clásica, Isadora improvisó lo que más tarde sería uno de sus triunfos más definitivos: «La Danza de las Suplicantes», tragedia de Esquilo. Días más tarde, Isadora, ante el mismo público universitario, daba el recital, con sus diez muchachos hablando en la lengua antigua de la misma tragedia. El éxito fue arrollador, y todos los medios del país se volcaron en elogios hacia esa mujer tan compenetrada con el alma griega. Isadora se convirtió de esta forma en la cabeza visible que luchaba por restaurar el antiguo esplendor de la cultura clásica. El mismo rey Jorge hizo que se preparara en el Teatro Real un recital para admirar a la danzarina que tanta emoción había despertado entre sus subditos, y también aplaudió a la artista y descendió hasta su camerino para felicitarla.

el Partenón, y allí, despojándose de su túnica, danzó desnuda y abrazó una a una las colosales columnas del templo. Luego, como en un éxtasis, abrió sus brazos, y en esta posición, mostró su cuerpo largamente a los dioses inmortales, bajo la luna grande de la Acrópolis. El fresco de la noche la sacó de este trance y la vestal volvió a la realidad, fortalecida por esta comunicación con la inmortalidad. La otra cara de esta imagen se produjo en la estación de Atenas, el día en que Isadora partió. Una gran muchedumbre fue a despedirla, con banderas y emblemas de la antigua Hélade. Isadora, conmovida, se envolvió en una bandera griega, cuando el tren estaba a punto de arrancar, y levantó su voz por encima del griterío entonando el himno griego. El entusiasmo fue delirante. Y de esta forma tan «artística» abandonaba su sueño griego Isadora Duncan. Volvería a Grecia, pero sobre los cimientos del monte Himeto sólo crecerían, en adelante, las hierbas altas de un olvido largo.

No es extraño que en este ambiente, rodeada de la admiración popular, Isadora padeciera sinceramente una aguda crisis al comprender que tenía que abandonar el suelo griego para ir en busca de los contratos materiales que le brindaban en Europa. Una noche de luna llena, Isadora subió sola hasta 36

37

III PERSIGUIENDO AL DESTINO LOCAMENTE

T

ODA la vida de Isadora Duncan fue un verdadero torbellino, una especie de huida continuada en busca de la belleza perfecta, del arte consumado. Desde muy pequeña, la futura danzarina sintió ese impulso apasionado e intenso hacia la luz perfecta de lo bello. Lo que asombra es que el fenómeno de Isadora, su vida, repleta de locuras artísticas, fue posible gracias al ambiente familiar y al carácter que poseían todos los Duncan sin excepción. Es increíble contemplar cómo el clan familiar dedica sus energías, en una época de carestía total, a apoyar con todas sus fuerzas la incipiente y nada segura «carrera» artística de Isadora. El viaje a Grecia, y por eso lo hemos colocado al comienzo de esta biografía, es una buena muestra de la feliz «locura» de toda la familia, especialmente de la madre, que acudía allí donde la llamaran sus hijos para realizar una aventura más, con toda seriedad. Los duelos con música son menos Isadora nació en San Francisco, en 1877. Era una época en que toda California estaba sumida en un 39

ambiente febril. De una parte, los agricultores asentaban las bases de una prosperidad que, al correr de los años, convertiría al país en uno de los primeros productores de trutos agrícolas; y de otra, la industria ensanchaba a un ritmo vertiginoso. De aquella época, en la que obreros y patronos buscaban la fórmula equilibrada, data la gran influencia de inmigrantes chinos a San Francisco, quizá la colonia más numerosa de chinos de todo el mundo. En este ambiente de actividad nació Isadora. Sin embargo, su hogar era una especie de islote, de remanso, adonde no llegaba la realidad circundante. Solamente el ritmo del mar. De las demás cosas no tuvo conocimiento Isadora hasta mucho más tarde. Ni ella, que era la más pequeña, ni sus tres hermanos, Isabel, Agustín y Raimundo. La penuria, la carestía más absoluta reinaba en esta casa. El padre, una especie de personaje entre bohemio y comerciante, arruinado y enriquecido alternativamente con desesperante frecuencia, había abandonado a la familia. La madre padeció una grave crisis, a causa de la separación, y perdió la creencia en Dios. Daba clases de piano, muy mal retribuidas y viendo el negro horizonte que se le avecinaba, optó por educar a sus hijos en la más estricta austeridad, casi de una forma mística. Los Duncan no se sentían humillados por lo que no tenían; simplemente estaban conformes con lo que tenían, que era bien poco ciertamente. Isadora recuerda esta época de hambre y de frío; sin embargo, su memoria apenas se detiene en esta circunstancia. De su infancia tiene los mejores recuerdos. Ella misma declara en sus Memorias que «mi infancia, gracias a mi madre, estuvo impregnada de música y poesía»; y más adelante: «Nací a orillas del mar y he advertido que todos los grandes acontecimientos de mi vida han ocurrido junto al mar... mi primera idea del movimiento y de la dan40

za me ha venido, seguramente, del ritmo de las olas». Estos recuerdos pertenecen a una época en que la familia Duncan vivía hacinada en una mísera y reducida habitación con el desahucio encima por falta de pago. Un día, estando en el colegio, Isadora fue invitada por la maestra a hacer una redacción sobre su propia vida. Eran los primeros días de escuela, y la profesora quería saber lo que los niños pensaban de sí mismos. Todos leyeron su redacción; cuando le llegó el turno a nuestra protagonista, se levantó, y sin inmutarse, según ella misma cuenta, comenzó a leer: «Cuando tenía cinco años, vivíamos en una casa de la calle 23; no pudiendo pagar nuestra renta, nos marchamos a la calle 17, y como al poco tiempo el propietario nos llamara la atención, por falta de dinero, nos mudamos de nuevo a la calle 23, donde tampoco nos dejaron vivir en paz y de donde nos trasladamos a la calle 10...». La profesora la mandó callar. Quizá no comprendía que para aquella niña estas minucias no tenían importancia y no era un deshonor confesarlas en voz alta. Creyendo que se trataba de una broma de mal gusto, llevó el asunto hasta la directora del colegio para que ésta hablara con su madre y la reprendiera por semejante falta de educación hacia sus profesoras. Pero la sorpresa de directora y maestra fue mayúscula cuando se enteraron por boca de la madre, de que aquello que creían descaro no era ni más ni menos que sinceridad en la pequeña Dorita, como era llamada en familia. Mayor sorpresa hubieran experimentado las dos mujeres si se hubieran acercado hasta la casa donde vivía la pequeña alumna. En medio de la penuria, la madre tocaba incesantemente partituras de Bach, Mozart, Beethoven, al tiempo que declamaba a los grandes poetas, como Shakespeare, SheUey, Keats, etc., mientras los cuatro niños se repar41

tían un tomate, quizás el único alimento que podían llevarse a la boca. En este ambiente, pronto destacaron las facultades para la danza de Isadora. De una parte, su madre, y de otra, la tía Augusta, felizmente recordada en sus Memorias por Isadora, fueron las dos ascendientes que inculcaron en la niña su sentido artístico. Tía Augusta era una gran declamadora de Shakespeare y quiso en su juventud dedicarse al teatro; pero por entonces se pensaba que Satanás andaba entre bastidores depravando a las jóvenes actrices, y le prohibieron semejante inclinación. Entre las dos mujeres y la disposición natural de Isadora se fraguó el arte que más tarde asombraría al mundo. A los doce años Isadora se vio convertida de repente en profesora de danza, pero de una danza muy especial. Desde que tenía uso de razón, había estado interpretando instintivamente los poemas que había escuchado de su madre. Y un día, en una pequeña fiesta de sociedad a la que los Duncan fueron invitados, Isadora interpretó con singular arte el poema de Longfellow, Disparé una flecha al aire. Todos los asistentes quedaron maravillados y rogaron a la señora Duncan que atendiera a sus hijas, es decir, que Isadora les enseñara esas «maravillas». De esta forma, la pequeña Dorita se convirtió en profesora de baile y contó con sus primeras alumnas, a veces mucho mayores que ella.

La danza no es gimnasia Fue a partir de este suceso cuando la familia Duncan se planteó muy en serio las posibilidades de Isadora. La madre, escuchando las observaciones que le hacían familiares y amistades, decidió dejar que la niña fuera al estudio de un afamado maestro de música que había enseñado a las primeras figuras 42

del momento. Una amiga de la familia pagaría los gastos del aprendizaje. Tres días estuvo Isadora en aquella escuela de danza. El profesor, que efectivamente comprobó que tenía facultades portentosas para la danza, quiso enseñarla enérgicamente y convertirla en su mejor discípula. Pero cada vez que la invitaba a colocarse, a la manera clásica, sobre las puntas de los pies, Isadora se negaba y se rebelaba contra la afirmación de su profesor de que aquello había que hacerlo porque era bello. Isadora pensaba que no sólo no era bello sino que lo encontraba feo y antinatural. Ella misma, recordando aquellos tiempos, escribió en sus Memorias: «La gimnasia rígida y vulgar que según el tal profesor era nada menos que la danza, venía a alterar y a confundir mis mejores sueños, porque yo soñaba con unas danzas totalmente distintas; pero por fortuna me costó muy poco reaccionar. Yo no tenía aún formado un pensamiento definitivo de la danza y mi pensamiento oscilaba como en un mundo invisible; pero de una cosa estaba segura: la danza no era lo que pensaba de ella mi maestro...»

El valor de los «obstáculos» Isadora volvió a sus clases particulares de danza. Ella y su hermana mayor, Isabel, habían organizado una especie de pequeña academia de baile. Isadora enseñaba danza y su hermana bailes de sociedad. Más tarde, Isadora también enseñaría estos bailes a los muchachos que, bajo la mirada de la madre, sentada al piano, acudían a perfeccionarse en los difíciles pasos de los bailes de la época. De este tiempo y de estas clases es el primer gran amor de Isadora. Un muchacho, Vernon, que tenía una farmacia. Todos los días, con cualquier excusa, 43

Isadora llegaba hasta la farmacia. Si no tenía nada que comprar, se contentaba con mirar desde el escaparate a su querido Vernon, quien, a pesar de tantas evidencias, nunca supo el amor que por él sentía Isadora. Un día, el farmacéutico anunció a Dorita que quería contraer matrimonio, pero con otra mujer. Lo comentó con ella porque la consideraba una buena amiga. Es lógico pensar la tremenda decepción que esta declaración «indirecta» causó en la pequeña Isadora. Su naturaleza voluptuosa, su carácter apasionado la llevaron a amar siempre con locura; pero de aquella primera decepción Isadora salió con el firme propósito de, en adelante, ser ella la que tomara la iniciativa; es decir, nunca más callaría Isadora su amor por algo o por alguien. No quería volver a sufrir los celos de Vernon, que jamás supo que Isadora había estado enamorada

de él. Pero esto no iba a ocurrir hasta muchos años más tarde. A la decepción siguió de nuevo el ansia de vida que alentaba en el espíritu de Isadora. Le gustaba llegarse hasta el mar, y allí en la playa, en los atardeceres, danzar junto a las olas, frente al océano Pacífico, un impresionante escenario natural. Por su parte, la familia, lejos de ser un estorbo o una llamada a la realidad, alimentaba ardientemente su idea sobre la danza. La señora Duncan había visto natural que su hija no se entendiera artísticamente con el maestro de danza. Era natural, porque Isadora tenía su propia idea. ¡Pero sólo contaba catorce años! Cualquiera otra familia, y más en las circunstancias de ella, hubiera intentado, por todos los medios, ya que en la hija apuntaban unas cualidades realmente buenas, que ingresara en algún ballet, o que al menos aprendiera la disciplina de la danza clásica, tal como había sido hasta entonces. Pero la madre pensaba que Isadora tenía razón: la danza no 44

era como los demás la concebían, sino como la entendía su hija. Por su parte, Isadora pensaba en la gran suerte de ser una persona con pocos medios económicos. Gracias a ese detalle, su infancia había sido libre y había podido desarrollar su instinto y su talento artístico. Ella misma lo cuenta en sus Memorias: «Tengo que estar agradecida a que, siendo yo niña, mi madre fuera pobre. No podía tener criados ni ayas para sus hijos, y a esto debo mi espontaneidad, que tanto significa en mis danzas. Me felicito de no haber sido una de esas criaturas perseguidas constantemente por sus institutrices y en todo momento protegidas, cuidadas, vestidas con elegancia. ¿Qué vida es la suya? A mi juicio, nada envidiable. Y no puedo por menos que ufanarme de que mi madre estuviese muy atareada para pensar en los peligros que pudiesen sobrevenir a sus hijos, que podíamos, de esta manera, seguir libremente nuestros impulsos de vagabundos. Gracias a esa vida salvaje y sin obstáculos, mis danzas son, ante todo, una expresión de la libertad.» Más adelante, insiste en sus Memorias sobre el tema de la pobreza como favorecedor de su arte: «No recuerdo ningún sufrimiento que tuviera por causa la pobreza de nuestro hogar. A nosotros nos parecía muy natural esa pobreza. Mi madre apenas se preocupaba por las cosas materiales, enseñándonos a despreciar, con finas burlas, la propiedad: casa, muebles y posesiones de todo género. Al ejemplo que me dio debo el no haber llevado nunca una sola alhaja. »Ella nos enseñó que todas esas cosas son obstáculos, y nada más que obstáculos.» Esta generosa filosofía sobre las condiciones de vida de sus primeros años, se completa con lo que tiempo más tarde pensaba sobre la posición de algunas personas: 45

«Cuando oigo a los padres de familia que trabajan para dejar una herencia a sus hijos, me pregunto cómo no se dan cuenta de que por ese camino contribuyen a anular y sofocar el espíritu de aventura de sus vastagos. Cada dólar que les dejan aumenta su debilidad. Y deberían saber que la mejor herencia que podrían darles es, sencillamente, toda la libertad necesaria para que se desenvuelvan por sí mismos...»

La pina familiar No le faltaba razón a Isadora, pero realmente, más que la carencia de medios, lo que más le favoreció fue el apoyo sin excepción de toda la familia. Porque si su vocación nació en el ambiente familiar de una forma natural, la materialización de esa vocación no fue sólo empresa de Isadora, sino de toda la familia. Todos cooperaron hasta la locura para que el arte de Isadora, un arte nuevo, inexplicable e ininteligible para muchos, desconocido, triunfase. Piénsese que esta empresa no era «colocar» a la niña en algún sitio, sino luchar contra todo el mundo en defensa de una idea. La cultura defendía una forma de danza: el ballet clásico; los Duncan trataban de imponer otra: la danza espontánea. Y todo esto lo quería llevar a cabo la inspiración de una chiquilla de dieciséis años. La verdad es que la historia de las genialidades comenzó siempre detrás de la locura. Y esto es lo que hizo Isadora, traspasar desde los primeros pasos el umbral de la locura. Un día pensó que Prisco, como llaman sus habitantes a la ciudad de San Francisco, era demasiado pequeño para ella. Todavía no había actuado en ningún local; nadie en la populosa ciudad la había aplaudido. Pero era demasiado pequeño el ambiente. Nada se 46

podía hacer allí. Con esta idea en la cabeza, Isadora se dirigió a su familia y les explicó el plan: salir de Frisco y tratar de llegar a Chicago, una especie de antesala de Nueva York. Como es «natural», la familia estuvo de acuerdo. Isadora, prudente por una vez, decidió ir con su madre a visitar a un empresario que estaba de paso en Frisco, procedente de Chicago: a ninguno de los miembros de la familia les cabía la menor duda de que en cuanto Isadora comenzara a bailar delante de él, sin dejarla terminar la prueba, la contrataría emocionado. Sin embargo, no fue así. Madre e hija, después de haber terminado la prueba Isadora, se quedaron en suspenso, esperando la respuesta de aquel serio señor. —El caso es que no está mal... —dijo aquel señor—, pero esto no es lo que piden los teatros. Usted, señorita, podría bailar, pero va por un camino muy equivocado. Es una lástima que haga esas cosas tan raras, porque tiene condiciones... El dictamen fue un jarro de agua fría para las dos mujeres. Pero poco duró la sensación. Apenas habían andado cien metros, y ya las dos mujeres habían decidido que aquel señor no entendía. Lejos de desanimarlas, aquel primer empresario pasó, sin saberlo, a engrosar la fila de los «asnos» del arte. Al menos así lo clasificó la madre. Y para salir del desánimo ¿qué mejor que dejarse de intermediarios y de visitas e ir directamente a Chicago? Isadora propuso a sus hermanos que «aguardaran» un poco en Frisco, hasta que ella y su madre los llamaran desde Chicago. La familia lo encontró natural, a pesar del aviso del empresario en cuestión, e Isadora y su madre partieron, con el dinero del viaje exclusivamente, hacia una ciudad que estaba a tres mil kilómetros de distancia. Por todo equipaje, las dos mujeres llevaban la 47

túnica de Isadora y «lo puesto». Aunque menos mal que entre lo puesto llevaban algunas sortijas y joyas antiguas, heredadas de la abuela, y que tuvieron que malvender para poder alimentarse. Porque las cosas no salieron con la velocidad que Isadora había previsto. Ni siquiera con la fortuna. Los empresarios mascullaban poco más o menos lo mismo que había dicho el primero. La situación comenzaba a ser angustiosa. Un día, según cuenta Isadora, tuvo que vender el cuello de encaje antiguo —también de la abuela— para comprar una caja de tomates, el único alimento que tuvieron durante ocho días... ¡sin pan y sin sal! Y fue uno de estos días (ya llevaban cerca de quince en Chicago), cuando Isadora se decidió a visitar, en vista de la situación, un pequeño local de «varietés», que poco tenía que ver con el teatro y muchos menos con la danza. El empresario la vio bailar con la túnica. Al finalizar, Isadora, que había ido sola esta vez, quedó de pie en el escenario esperando el dictamen de aquel señor que tan lentamente masticaba su puro apagado, entre las butacas. Era una espera angustiosa. La bailarina pensaba en la situación de su madre y de la caja de tomates, donde no quedaba ya ninguno... De pronto el empresario le dijo: —Está bien, está bien... podría hacer esas "cosas" griegas primero, y después... cambiarlas por una camisita y unas pataditas... ;me entiende? Lo que aquel señor la decía es que pusiera más... pimienta. Isadora, que ha recogido esta conversación en sus Memorias, cuenta el desfallecimiento en que se encontraban ella y su madre, y por qué aceptó aquel tipo de trabajo. La razón era que le daban cincuenta dólares. Nada más salir del teatro, Isadora se quedó perpleja: si la habían contratado, necesitaría un vestuario para salir a escena a dar sus «pataditas picaras». 48

Y ni corta ni perezosa se metió en unos grandes almacenes, pidió ver al director de los mismos, a quien explicó el caso y que, contra lo que esperaba la joven, accedió a que comprase lo que necesitara a crédito de los cincuenta dólares que tenía que percibir cada semana. El éxito de Isadora, en su «nuevo género», fue clamoroso. Había ganado su primer dinero y ya no pasaba apuros de hambre. Por eso decidió no prorrogar el contrato que le ofrecían en el pequeño teatro de varietés. «Aquello lo hice porque no teníamos dinero para comer. Pero sólo una vez. Decidí no volver a hacerlo en la vida», recuerda con tristeza Isadora. El único resultado positivo, aparte de haber reunido algún dinero, fue una serie de amistades que la introdujeron en los círculos artísticos y literarios de Chicago. Especialmente la amistad con mistress Amber, una periodista de relieve, subdirectora de uno de los diarios más importantes de Chicago. Amber la introdujo en un círculo de poetas y escultores, para los que bailó en varias ocasiones. En aquella especie de club conoció al que iba a ser el segundo gran amor de su vida. Era un polaco de unos cuarenta y cinco años, pintor y poeta, llamado Iván Mirovski, y de quien Isadora dicen en sus Memorias que fue el único de aquel club que comprendió con profundidad el sentido que animaba el arte que ella practicaba. Mirovski era muy pobre, a pesar de los detalles y halagos que tenía para las dos mujeres. Afortunadamente para Isadora, su amor duró unos meses solamente, porque hubiera sido un obstáculo muy serio en su carrera. Y lo decimos porque la ruptura se produjo un día en que Isadora, radiante de felicidad, anunció a su amante que partía para Nueva York. Era la meta soñada Sin embargo, para Mirovski era bien diferente. Aquella noche, ante la 49

idea de ser abandonado por Isadora, intentó arrojarse a un río, con una piedra atada al cuello. Pudieron rescatarlo, e Isadora tuvo que jurarle amor eterno y matrimonio en cuanto regresara de su «triunfal» gira por Nueva York, para que el polaco no se pegara un tiro de desesperación. De tal forma se habían correspondido los dos seres. Al asalto de Nueva York El «contrato» de Isadora para actuar en Nueva York era otra locura similar a la salida de Frisco. Se había enterado de que estaban en la ciudad Ada Rehan, una de las mejores bailarinas de la época, y el famoso empresario Agustín Daly. Isadora trató de verle por todos los medios, sin lograrlo, pues el empresario estaba demasiado ocupado. Un día, ni corta ni perezosa, decidió introducirse entre el laberinto de pasillos del teatro donde actuaba la estrella, y «encontrarse» con Daly. Y así lo hizo. Cuando estuvo frente a él, le sujetó por los brazos y ante el estupor del famoso empresario, Isadora, según cuenta en sus Memorias, le soltó apresuradamente la siguiente parrafada: «Tengo una gran idea para usted, señor Daly; ustes es, probablemente, la única persona que puede comprenderla en este país. Yo he descubierto la danza, es decir, un arte que ha estado perdido más de dos mil años. Usted es un extraordinario animador del teatro, pero hay una cosa que le falta en éste y que precisamente fue lo que dio grandeza al viejo teatro griego, y es el arte de la danza, el coro trágico. Y yo le traigo a usted la Danza, una idea que va a revolucionar este arte, una idea que va a revolucionar el arte de nuestra época. ¿Que dónde la he concebido? Frente al océano Pacífico, entre los pinos de Sierra Nevada. He ensoñado allí a la 50

joven América danzando... nuestro supremo poeta es Whitman... pues bien, mis danzas son dignas de un poema de Whitman. Crearé para los hijos de América unos bailes dignos que serán la expresión de América. Traigo a su teatro el alma vital de que carece; el alma del bailarín...» Isadora tomó aliento para continuar. Daly intentó interrumpirla, lleno de asombro ante el discurso solemne de aquella joven, pero la bailarina le atenazó los brazos y continuó: «...Porque usted sabe que la cuna del teatro fue la danza, y que el primer actor hubo de ser un bailarín. Danzaba y cantaba. Iniciaba la tragedia... y hasta que el bailarín no vuelva —concluyó proféticamente Isadora— con todo su arte espontáneo, el teatro, vuestro teatro, no logrará su verdadera expresión.» Sin duda, Daly se sintió impresionado por la fuerza verbal de la muchacha. Y casi con la misma rapidez que ella le había hablado, le contestó: «Vaya usted a Nueva York. El día primero de octubre comenzaré los ensayos de una pantomima. Si usted demuestra que sirve, la contratare.» Estas palabras esperanzadoras para cualquier otra muchacha fueron para Isadora la certeza de que había «cerrado» un contrato con el afamado empresario. Loca de alegría, llegó a su casa, o mejor dicho, a la habitación que tenían alquilada, y le dijo a su madre que hiciera las maletas: —Nos marchamos de gira a Nueva York—, fueron las palabras de Isadora. Sólo con la locura como compañera de pensamiento, podía la Duncan ir cumpliendo las etapas de su sueño. No era cierto lo de la gira, ni el contrato, pero fuera de estas elucubraciones o ilusiones, sí era cierto que estaba introduciéndose de manera eficaz y que tenía posibilidades de actuar en buena compañía, nada menos que en Nueva York. El viaje presentaba sus dificultades. De momento 51

no había dinero para desplazarse. Pero Isadora telegrafió a San Francisco a una amiga suya, dándole la noticia de que había sido contratada en Nueva York y que, por favor, le mandara cien dólares a cuenta. La amiga lo hizo así, pero también se apresuró a dar la noticia a los hermanos de Isadora. Agustín e Isabel —Raimundo se quedaría— marcharon a Chicago, portadores de los cien dólares de la amiga, para seguir la estela triunfal de su hermana. Cuatro personas en busca de aventuras, sin nada seguro, se ponían en camino hacia la gran capital de los Estados Unidos. La cosa parece sacada de un cuento... Los Duncan se alojaron en una pequeña pensión, relativamente cerca de la Sexta Avenida, y sin pararse a observar la ciudad que tenían delante, todos juntos fueron al teatro. La madre y los dos hermanos esperaron a la puerta, mientras que Isadora subía a firmar el contrato. Desde luego superó la prueba a que fue sometida y quedó contratada para la pantomima. Este arte de gestos fue un verdadero suplicio para Isadora. «Si queréis hablar, ¿por qué no habláis? ¿A qué vienen vuestros esfuerzos para gesticular como en un asilo de mudos?», solía gritar en los ensayos a los actores. Realmente Isadora hacía muy bien su cometido y gracias a eso no fue despedida; pero su comportamiento, lejos de todo rencor, animado por la sinceridad, creaba muchos problemas, y la primera actriz, Jane May, llegó a golpearla de mala forma. Los primeros grandes aplausos Poco es lo que cuenta Isadora en sus Memorias sobre el estreno de aquella pieza, que debió pasar casi inadvertida para el gran público, pues a las 52

pocas representaciones salió la compañía de gira. Los sueños de Isadora se cumplían: tenía contrato en Nueva York y salía de gira con una buena compañía por varios Estados. Sin embargo, de aquellos momentos, Isadora nos cuenta con singular realismo: «Yo llevaba un vestido directorio, de seda azul; una peluca rubia y un gran sombrero de paja. ¿Adonde había ido a parar la revolución artística que yo venía a ofrecer al mundo? Estaba completamente disfrazada, no era yo misma. Y mi madre querida estaba decepcionada, aunque no me dijera nada... ¡Tanta lucha, para tan pobre resultado! De regreso a Nueva York, Daly comenzó a montar la obra de El sueño de una noche de verano. Isadora, a pesar de que insistentemente recordaba a Daly el destino que tenía en la danza, fue encargada de ser el hada que bailase el scherzo de Mendelssohn. No tuvo otra alternativa que aceptar. Pero no tardó en protestar enérgicamente por la forma en que se la quería vestir: con un traje de ninfa y unas alitas de papel a la espalda. Era humillante. De nuevo Isadora ante el serio empresario, trató de convencerle de que aquello era ridículo. De nada le sirvió. «Protesté con todas mis fuerzas contra las alas. Me parecían ridiculas, e intenté convencer a Daly para que me las quitara. Yo podía sugerir perfectamente la existencia de unas alas, sin que me colocaran unas artificiales..., pero todo fue inútil.» Pese a todo, el papel, sin ser de primera categoría, era bastante bueno, pues Isadora disponía de unos minutos preciosos, con una magnífica melodía, y en un escenario sólo para ella. La ocasión era magnífica, y ciertamente, no la desaprovechó la contrariada bailarina. Bajo una luz suave, que semejaba la de una noche de luna llena, Isadora ejecutó su número con tan 55

rara maestría, que cuando abandonó el escenario, el público puesto en pie la tributó una ovación memorable. Isadora, sorprendida, se volvió y se inclinó profundamente, agradecida a aquel público, el primero que entendía su arte, expresado a través de tan escasa danza. Emocionada todavía, cuando se ocultó entre bastidores tuvo que enfrentarse con la mirada furibunda de Daly, que escandalizado, se encaró con ella diciéndole que no estaba en un music-hall. La obra no podía detenerse, y la actriz mucho menos podía adelantarse al público para saludar. La decepción fue rotunda y la furia también. Porque desde ese día, el empresario decidió que no hubiera luna llena para Isadora, que tenía que danzar con el escenario apagado, sin que apenas se la distinguiera. Pero para Isadora era bastante, porque durante aquella primera representación y durante la ovación, su madre, sus hermanos, habían llorado de felicidad, al ver cómo reaccionaba el público. Y siguiendo la norma de locura que imperaba entre los Duncan, semejante ovación fue suficiente para que Raimundo fuera a vivir con ellos a Nueva York. Si la hermana ya estaba consagrada, no tenían por qué estar separados los familiares. En realidad, las cosas marchaban mejor. Gracias al contrato de Isadora, pudieron los Duncan alquilar un estudio bastante bien situado y con cierto confort. Para que no les saliera tan caro el alquiler, lo subarrendaban durante ciertas horas a profesores de canto y piano; Isabel, por su parte, como en San Francisco, seguía dando clases de bailes de moda. No había miseria, pero todavía había dificultades. Y fue entonces, con este panorama tan poco seguro, cuando Isadora, en uno de aquellos días que empleaba en asaltar a Daly donde fuera, para explicarle sus teorías sobre la dainza, se despidió del teatro. Según ella cuenta en sus Memorias, fue porque 54

Isadora Duncan interpretando «La Marsellesa». (Apunte de A. Bourdelle.)

al echarse a llorar desesperada ente el poco caso que se le hacía, Daly, en un arranque impensado, trató de consolarla equivocadamente. La escena llenó de ira a la mujer, que rompió su contrato allí mismo. El sorprendido Daly le rogó que no se marchara, que con el tiempo es posible que montara un espectáculo sólo para ella. Pero la Duncan sospechó que era la circunstancial pasión de Daly lo que le hacía hablar así, y decidió no verle más. De nuevo estaba sin trabajo, en una ciudad terriblemente demoledora, vertiginosa, en la que conocía solamente algunos círculos muy pequeños de intelecutales. La madre, cuando se enteró de lo que había pasado, la consoló diciéndole que no era ella la que había roto el contrato, sino el destino quien no había querido prolongar durante más tiempo tan infeliz situación. En aquel teatro no hubiera llegado a ser lo que ella tenía que demostrar que era. Realmente, la figura de la madre fue para Isadora una ayuda inestimable, gracias a la cual seguramente llegó hasta donde se propuso. Porque esas palabras parecen proféticas y el destino acudiría en auxilio de Isadora de una manera que no podía ni siquiera soñar aquella cabeza hecha para los sueños.

56

IV DE NUEVA YORK A PARÍS PASANDO POR LONDRES

E

L compositor Nevin estaba considerado como el Chopin de América. Isadora conocía poco su música y, estando sin trabajo, decidió estudiar más a fondo sus melodías, pues las pocas que había escuchado habían penetrado intensamente en ella. Estudió a fondo el Narciso, las Ninfas del agua, Ofelia, y cuando las tuvo bien aprendidas, mandó circulares a todas las amistades importantes comunicándoles las nuevas partituras que había ensayado, convocándolas a que la escucharan. La estratagema llegó a oídos de Nevin, joven y tuberculoso, y como la mayoría de los artistas de aquella época bohemia, un tanto excéntrico e iracundo. Un día en que madre e hija ensayaban una de las composiciones de Nevin, la puerta del estudio se abrió violentamente. Las dos mujeres quedaron asustadas. En el umbral, la figura de Nevin se recortaba, alta, con el pelo desordenado y una mirada furiosa. A grandes voces exigió que se le diera una explicación de lo que él denominaba robo de su obra. 57

Pasado el primer momento de estupor, Isadora reaccionó y rogó a Nevin que se sosegara. Le dijo que iba a bailar en su presencia el Narciso, y si él no quedaba satisfecho, juraría solemnemente no volver a tomar ninguna música de fondo para sus danzas. Nevin, más tranquilo, se dispuso a escuchar. Isadora comenzó a interpretar de tal forma las emociones de Narciso, que Nevin poco a poco se fue exaltando, y acabó como si fuera un niño haciendo planes junto a la bailarina. Nevin convenció a Isadora para dar recitales conjuntos, nada menos que en el Carnegie Hall, una de las salas mejores y más prestigiosas de Nueva York. Y durante varias semanas de intenso trabajo, Nevin vivió más en el estudio de los Duncan que en su propia casa. Tanto el estreno como las siguientes representaciones fueron un éxito de crítica y público que se puede calificar de clamoroso. Isadora se puso de moda en los ambientes elegantes de la ciudad, y es seguro que de haber contado con un empresario, en lugar de hacerlo solos Nevin y ella, las actuaciones, además de proporcionar a los dos artistas bastante dinero, les hubieran supuesto, al menos en el caso de Isadora, la consagración definitiva. Bailó Isadora para toda la alta sociedad de Nueva York, que la requería en sus grandes veladas, como un juguete de salón. De la mano de la señora Astor, una venerada institución social de América, fue hasta New-Port, el balneario más afamado. La Duncan cobraba pequeñas cantidades por su actuación... y la merienda.

La llamada de Europa Semejante situación no podía divertir a la artista, que pensaba en lo efímero de la trayectoria que 58

llevaba. Y comenzó a sentir la certeza, igual que la había sentido en San Francisco y en Chicago, de que verdaderamente la gloria definitiva, la consagración, estaba en la vieja Europa. Sin pasar por Londres y París, centros de arte, no era posible triunfar, pensaba Isadora. Y dicho y hecho. Isadora lo consultó con su madre, y ambas estuvieron de acuerdo. Isabel seguiría dando sus clases de baile, oficio en el que cada día parecía irle mejor, aunque económicamente todavía no rendía grandes beneficios, y los demás irían a Londres con Isadora, excepto Agustín, que se había enrolado en una compañía ambulante de teatro y se había apresurado a casarse con una actriz, ante la inminencia de un hijo. Viajarían, por tanto, a Europa la señora Duncan y sus otros dos hijos: Isadora y Raimundo. Pero, cuando estaban haciendo los planes para este viaje, un incendio destruyó el estudio de los Duncan, con todo lo que había dentro. La familia quedó únicamente con lo puesto, como vulgarmente se dice. Quizá fuera esto lo que precipitó, más si cabe, la huida a Inglaterra. El único inconveniente era el dinero, pues a pesar de que últimamente habían ido mejor las cosas, la cantidad en metálico de que disponían era ridicula. Como siempre, Isadora buscó solución a tan pequeño obstáculo, dándose cuenta de lo difícil que es —según cuenta ella misma— «sacar dinero a los millonarios». La bailarina visitó una por una a todas las grandes damas ante las que había bailado. Les explicó la terrible circunstancia en que se encontraban ella y su familia después del incendio, lo que realmente convencía a quienes la escuchaban. Las dificultades comenzaban cuando Isadora explicaba que ese dinero no era para solucionar la trágica situación, sino para emprender un viaje a Londres con parte de 59

su familia, en busca de una meta ignorada, y sin ningún punto concreto o algún contrato previamente firmado. Á todas aquellas señoras el viaje les parecía una locura, un capricho excesivo en vista de las circunstancias adversas. Y como el que da dinero para algo tiene perfecto derecho a opinar sobre la vida ajena —al menos eso parece—, Isadora tuvo que soportar insolentes discursos y llamadas irritantes a la prudencia. Cuenta ella misma que una de aquellas señoras, cuya fortuna se calculaba en unos sesenta o setenta millones de dólares, le dio una regañina en toda regla, echándole en cara su género de vida y el no haberse dedicado al ballet clásico. Luego de este sermón, hizo que le sirvieran una merienda a base de chocolate y tostadas y le dio, no sin antes advertirle que cuando tuviera dinero se los devolviera, la exigua cantidad de cincuenta dólares. Isadora recuerda de aquella escena que fue la ocasión en que más tuvo que trabajar para ganar tan poco dinero, y añade textualmente: «Yo acepté, qué remedio, pero nunca le devolví esos cincuenta dólares, que preferí darlos a los pobres.» Por fin consiguió Isadora los trescientos dólares que hacían falta para el viaje y para disponer de alguna cantidad en metálico al llegar a Londres. Pero una vez más se iba a poner de manifiesto la inutilidad de los Duncan para echar cuentas. Resultó que aquella cantidad tan alegremente presupuestada —300 dólares— no llegaba ni con mucho a cubrir el precio de tres pasajes a Londres, aun en camarotes de ínfima categoría. Esta vez fue la imaginación de Raimundo, que hacía sus primeras armas en periodismo, quien solucionó el caso, y de manera bastante efectiva. Se fue al puerto, y a pesar de que las ordenanzas lo 60

prohibían, después de mucho deambular, logró convencer a un compasivo capitán de un barco que transportaba ganado que les llevase a Londres, por una módica cantidad, casi simbólica, que no cubría siquiera los gastos de alimentación durante la travesía. Recordando este viaje, Isadora escribía que a pesar de las deficiencias, del ganado mugiendo y moviéndose en la bodega, y de las penalidades, pocas veces se sintió tan feliz como entonces y con tantas ilusiones, a pesar de haber viajado en lujosos trasatlánticos. Hasta el sentido del humor se trasluce en este párrafo de sus Memorias: «Creo que fue esa travesía lo que hizo de Raimundo un cumplido vegetariano, pues la vista de aquel par de centenares de torturadas bestias llegadas desde el Medio Oeste, que se agitaban día y noche, golpeándose torpemente con los cuernos y mugiendo con los más tristes acentos, causaba una tremenda impresión.» Lo único que hicieron los Duncan fue cambiar de nombre para embarcarse, pues les daba vergüenza dar el propio, ya que en cierta manera era conocido en Nueva York. Las tres personas que llegaban en semejante navio al estuario del Hull, con las primeras luces del día, eran la familia O'Gorman, el nombre, o el primer apellido de la abuela materna. En cuanto pisaran tierra volverían a llamarse Duncan.

Capeando el temporal en Londres «La belleza de Londres nos volvió locos de entusiasmo...», comenta Isadora en sus Memorias. Era emocionante para los Duncan vivir en la vieja Europa, llena de tradición y de sabor. Este viejo continente comprendería inmediatamente el arte de Isa61

dora, ese arte que había estado adormecido durante dos mil años. Alquilaron una habitación que tenían que pagar diariamente, y se lanzaron a contemplar el Londres turístico. Todo era felicidad, pero en verdad que fue escasa, pues al tercer día, cuando regresaban de la National Gallery, donde habían escuchado una conferencia sobre la pintura de Correggio, se encontraron con la desagradable sorpresa de que la intransigente patrona les había puesto el equipaje en la escalera. Tuvieron que dormir aquella noche en Hyde Park. Aquella y las siguientes, porque sólo disponían entre todos de seis chelines. Isadora, al cuarto día de dormir de esa manera y alimentarse con pan solamente, sin decir nada a su madre y a su hermano, les pidió que la siguieran. Dejemos que sea ella misma quien lo cuente: «... Llegamos a uno de los mejores hoteles de Londres. El portero estaba medio dormido. Nos abrió y le expliqué que acabábamos de llegar en el tren, que nuestros equipajes habían sido facturados en Liverpool y que llegarían hacia el mediodía. Que nos diera habitación y que nos subiera entretando un desayuno, consistente en café con leche, pasteles de Alforfón y otras golosinas americanas. Aquel día lo pasamos durmiendo en bien mullidas camas... de vez en cuando telefoneaba a la consejería del hotel preguntando si no habían traído aún los baúles, lamentándose amargamente del inexplicable retraso: "Como ustedes comprenderán, estamos prisioneros en nuestras habitaciones... es deplorable que no podamos salir a la calle, y ni siquiera bajar al comedor...". «Naturalmente hubieron de servirnos la comida en las habitaciones, pero la estratagema llegaba a su límite, y al amanecer del día siguiente abandonamos el hotel, poniendo gran cuidado en no despertar al adormilado portero...» 62

La solución en el cementerio Después de semejante aventura, los Duncan, lejos de preocuparse por encontrar alguna ocupación que les sacara del apuro, o de intentar Isadora algún tipo de gestión para conseguir algo, de lo que fuera, con esa locura feliz que les caracterizaba, decidieron ir a la iglesia de AU Saints, con su viejo cementerio, de gran antigüedad. Uno de los lugares más románticos de todo Londres. Y si hemos de creer a Isadora en este punto, fue en tan bello lugar, a la sombra de los cipreses que cobijan las tumbas de los famosos personajes del siglo XVI inglés, donde de manera más que mágica encontró la familia su salvación. Una hoja del Times, estrujada, que sin duda había servido para envolver cualquier ramo, vino empujada por el viento hasta los pies de Isadora. Maquinalmente, ésta recogió el fragmento del periódico y lo leyó, dando un gran grito de alegría: Una de aquellas distinguidas damas de la sociedad americana, para la que había bailado Isadora, se había trasladado a Londres y organizaba magníficas recepciones en su residencia de Groswenor Square. Isadora —como en los cuentos— dejó a su hermano y a su madre en el cementerio y les dijo que no se movieran de allí hasta que regresara. Y con tal disposición de ánimo se encaminó a Grosvenor. La suerte estaba de su lado, pues aquella dama la admiraba mucho; apenas se hizo anunciar fue recibida, quedando la señora encantada de la coincidencia, pues lo que más le preocupaba de sus fiestas era la parte artística. Incluso, a una leve insinuación de Isadora, le firmó un cheque por diez libras. No es difícil pensar la rapidez con que Isadora se trasladó al cementerio y la alegría de los tres artistas. Locos y felices, compararon latas, y telas de gasa para el vestuario de Isadora, alquilando un estudio en 63

King's Road. Tenían casa y comida, y un contrato para actuar los tres en una magnífica fiesta de sociedad: porque Isadora bailaría, la madre acompañaría al piano, y Raimundo, que se había convertido en un profundo intelectual, daría una conferencia sobre el arte de la Danza. Todo un programa a cargo de los Duncan. Aquello fue el principio de una larga serie de invitaciones, aunque no el final de los apuros económicos. «A veces —cuenta Isadora— no nos daban ni un penique por nuestras actuaciones, no por tacañería, sino porque la gente pensaba que éramos de su mundo y no entendía la situación que atravesábamos. Recuerdo un día en que había estado bailando en una función benéfica, cerca de cuatro horas, sin percibir un penique. Una señora de la aristocracia me sirvió el té y me obsequió con fresas, pero era tal mi debilidad a causa de no haber tomado alimento sólido en varios días, que todo aquello no hizo otra cosa que aumentar mi malestar. Y al mismo tiempo otra dama de aquellas me decía: Vea usted el dinero que hemos recogido para las cieguecitas... y me enseñaba un saco lleno de monedas de oro.» Pero estas crisis eran mucho menores que las que tuvieron que sufrir a su llegada a Londres. Si pasaban hambre, era por no decirlo abiertamente, pero podían pagar un estudio y nunca más volverían a dormir en los parques públicos y alimentarse con pan seco. Aquella época había pasado.

El apoyo de un amor platónico Fue por ese tiempo, a los nueve meses de estar en Londres, cuando Raimundo decidió irse él solo a París. Tenía que completar su formación necesaria64

mente en París, con ese raro impulso que caracterizaba a la familia. Isadora y su madre continuaron solas el largo programa de fiestas y recepciones entre la mejor sociedad aristocrática de Londres. En aquel tiempo, le llegó también a Isadora la noticia de que Mirovski, el polaco, había muerto. Después del intento de suicidio, había decidido enrolarse, para buscar la muerte, en la guerra española de Cuba. Para Isadora, pese al tiempo transcurrido, fue un duro golpe, que, paradójicamente, olvidó conociendo un nuevo amor: el de un pintor, ya maduro, llamado Carlos Halle. Era este personaje un hombre prudente y, consciente de que Isadora nunca le podría pertener y que no se atrevía, o mejor dicho no quería demostrarle amor, a pesar del gran sentimiento que le embargaba, por creer que la perjudicaría. Isadora, más impulsiva, sospechaba que Halle estaba enamorado de ella y trataba de insinuarle, fiel a su promesa, que no le importaba corresponder al amor de tan grande genio. Pero las cosas no pasaban de ahí. Halle se contentaba con ir todas las tardes al estudio de Isadora para verla danzar, y con frecuencia le presentaba a sus amistades y personajes que podrían ayudarla. Halle, que dirigía la Nueva Galería de Arte de Londres, consiguió para la Duncan una representación en el jardín de la Galería donde exponían los artistas más vanguardistas del momento. El éxito de su representación tuvo una repercusión inusitada, y muchos diarios, aparte de la gente de la élite cultural, se hicieron eco de la actuación de Isadora. Era el comienzo de algo importante, pues los intelectuales y artistas de Francia comenzaron a sentir curiosidad por el arte de la danzarina. El gran público todavía la desconocía. Isadora siguió bailando en recepciones de aquel tipo, sin que ningún empresario llegara a pensar 65

por un momento que el arte de la joven podía encerrarse en un teatro ante un público normal. Llegó a ser presentada al Príncipe de Gales, el futuro Eduardo VII, quien le dijo que «tenía una hermosa belleza, a lo Gainsborough», galantería que no hizo ninguna gracia a Isadora, que pensaba que tenía una belleza a «lo Isadora». Quizá lo circunstancial de sus actuaciones, sin ningún contrato por medio, fue lo que decidió a Isadora, a pesar del amor que sentía por Halle, a abandonar momentáneamente Inglaterra y embarcarse para Francia, concretamente París, donde estaba Raimundo; París se le presentaba como la meta soñada. Halle se alegró de aquella decisión. Su madurez le hacía ser sensato y no aspirar a aquella figura bellísima y llena de arte. Pero hora es ya de decir que Isadora era una mujer muy hermosa, con una esbelta figura, y unos ojos muy inteligentes. Todo en ella transpiraba pasión y belleza, arte en definitiva. Y al contrario de Mirovski, Halle, no sólo no se mostró dolido, sino que aconsejó y ayudó a la joven en todos los sentidos para que viajara a París. Dos años casi justos hacía que Isadora había llegado a Londres, cuando se embarcó en un vapor de los que hacían la travesía del canal de la Mancha con término o atraque en Chesburg. Madre e hija iban emocionadas. La verdad es que no era para menos. La locura de Isadora, al pensar que debían salir de San Francisco, y las penurias y penalidades sufridas hasta entonces no habían sido en vano. Con poca o mucha fama, lo cierto es que Isadora se iba imponiendo en los ambientes intelectuales. Y desde un punto de vista material, habían salido de América sin dinero, y ahora viajaban a Francia, después de haber dejado Inglaterra, si no ricas, con unos pocos ahorros en el bolsillo. La felicidad debe ser algo parecido a lo que experimentaban las dos 66

mujeres, abrazadas en el puente del vapor, la madrugada en que avistaron la costa francesa. En el París de la Gran Exposición Raimundo las esperaba en la estación del Norte, en París. Y la sorpresa de las dos mujeres fue mayúscula al comprobar que su querido Raimundo había cobrado un aspecto nuevo, muy parisino. Se había dejado el cabello largo, y vestía de terciopelo negro y pantalones de pana gris. La explicación de este cambio, según dijo Raimundo a las asombradas mujeres, era simple: todos los artistas del barrio latino iban vestidos de la misma manera... La habitación donde vivía el nuevo parisino era demasiado estrecha para tres personas; así que aquella misma tarde se decidieron a buscar una nueva y un poco más grande. Tras muchos rodeos, encontraron un estudio amplio y muy bien situado. Era una lástima no alquilarlo, porque tenía las dimensiones ideales, pero sin duda sería muy caro, por la superficie y por el lugar donde estaba. Sin embargo, la felicidad les embargó cuando se enteraron que sólo costaba 50 francos mensuales. Era lo que en argot se llama toda una ganga... Aquella noche de su llegada, con el estudio recién alquilado y el corazón lleno de emociones nuevas, las tres personas se durmieron agotadas. Había sido un día completo y fatigoso. Apenas llevaban durmiendo dos horas, cuando comprendieron el porqué de un precio tan barato. Habían alquilado un estudio que estaba justo encima de los talleres de imprenta de un gran diario de la mañana, que comenzaba a trabajar a las once de la noche. El estrépito era realmente desagradable; pero como por el día estaba en silencio, decidieron pasar allí los primeros meses. Ya se arreglarían por las no67

ches. Lo importante de momento era establecer relaciones con el «todo París» y poder ensayar durante el día con paz y silencio. El precio lo justificaba todo. La llegada de Isadora a París coincidió con la Gran Exposición. Los dos acontecimientos iban a estar relacionados entre sí. La madre y la hija, desde el día siguiente de su llegada, se metieron en el Louvre, igual que hicieron en Londres con el British Museum; recorrieron todo París y no dejaron de acudir a la cita de la Gran Exposición. La relación entre los dos acontecimientos fue que Isadora conoció el simbólico y vigoroso arte de Rodin, el mejor escultor de su época, que en nuestros días ha alcanzado la talla de clásico. Isadora misma cuenta en sus Memorias la viva impresión que le produjo este encuentro con la obra del escultor, cuyo arte y fuerza asimilaría para su propio arte: «... Permanecí atónita ante aquel alarde de potencia, de fecundidad y de genio. Y cada vez que oía decir que a este bronce o aquel yeso le faltaban la cabeza o los brazos, no podía contener mi indignación...» Años más tarde, los críticos darían con la clave de algunas de sus danzas, como la Marsellesa o la Internacional: la fuente de inspiración era la fuerza desplegada por Rodin en sus esculturas. Isadora llegaba a París, al parecer, en un momento propicio, si hemos de creer en el destino.

68

V LA GRAN OCASIÓN... PERDIDA

L

OS primeros días de la bailarina en París, o mejor dicho, los primeros meses, fueron de profundo estudio. Isadora dedicaba la mañana a los ensayos, acompañada, como siempre, por su madre, y por las tardes se encerraba en las bibliotecas en busca de todo aquello que le hablara de la danza.

Documentando su arte En la biblioteca de la Opera trabó amistad con el bibliotecario, hombre de edad, que puso a disposición de Isadora todo cuanto allí se encerraba relativo a la danza, la música griega y la tragedia clásica. Isadora tuvo que leer y asimilar muy aprisa todos aquellos conocimientos, y aunque su formación desde muy pequeña fue muy sólida, el estudio en las bibliotecas de París representó un gran esfuerzo. La madre llegó a alarmarse ante la falta de descanso de su hija, que desmejoraba rápidamente. Aquel tiempo fue fructífero para la .inteligencia de Isadora. De sus primeros meses en París son 69

estos fragmentos de sus Memorias, relativos a la teoría y concepción de Isadora sobre la danza: «... Me dediqué a leer iodo lo referente al baile, desde lo que afecta a los primeros egipcios hasta lo concerniente a las danzas contemporáneas, tomando numerosas notas; perc> cuando hube terminado esta tarea colosal, comprobé que los únicos maestros de danza que yo podía tener eran Juan Jacobo Rousseau, en el Emilio, Whitman y Nietzsche...» Más adelante, después de esta reflexión sobre la libertad de su danza y ¿u entronque con las corrientes clásicas, relativas a la expresión del júbilo o la tristeza, Isadora nos habla del importante descubrimiento al que la llevó la reflexión sobre el tema de la danza: «Descubrí el tema central de todo movimiento, el cráter de la potencia creadora, la unidad de donde nace toda clase de movimientos, el espejo de visión necesario para crear las danzas... y de este descubrimiento nació la idea central de mi escuela. »Las otras escuelas de danza enseñaban que ese resorte reside en el centrP de la espalda, en la base de la espina dorsal. »De esta base —venían diciendo los consabidos maestros de danza— reciben todo el movimiento, brazos, piernas y tronce»- Pero se equivocan, y el resultado de esta errónea creencia y de su aplicación en las academias ntos lo ofrecen todos esos bailarines que dan la impresión de no ser otra cosa que muñecos articulados, Su método no puede producir sino unos movimientos fríos, mecánicos, artificiales, indignos del alnia, es decir, de esa misma alma que intentan expresar o interpretar. Yo, por el contrario, no traté de Localizar en mí ese punto, sino de inundar de luz tc>do mi ser, para dar cauces al alma misma, sin preocuparme de más. Y observé que una vez dispuesta a?í rni naturaleza, la Música discurría por esos caucas vivificando todos mis 70

miembros, encontrando un espejo, no sólo en el cerebro, sino en todo el alma, disuelta en la totalidad del ser... »Me parecía difícil explicar esto a los niños que un día pudieran seguirme —la idea de Isadora era la de crear una escuela—; pero cuando llegó el momento, no necesité sino decirles: escuchad la música en vuestra alma, y ahora, mientras escucháis, ¿no sentís dentro de vosotros mismos a un ser interior que se despierta y que os hace levantar la cabeza, elevar los brazos y marchar lentamente hacia la luz? Todos me comprendían, hasta los más pequeños. Y así, poseídos de aquella fuerza espiritual, íntima, daban sus primeros pasos de danza y luego, frente a los numerosos espectadores que concurrían al Trocadero, o al Metropolitan Opera House, ejercían sobre el público el mismo dominio magnético que se nos antojaba reservado únicamente a los graneles artistas... »Todo mi arte se apoya en el solo principio de la Unidad constante absoluta universal, de la forma y el movimiento. Unidad rítmica que se encuentra en todas las manifestaciones de la Naturaleza... las aguas, los vientos, los vegetales, los seres vivos y hasta las partes íntimas de la Naturaleza obedecen a este ritmo soberano, cuya línea característica es la ondulación. Nada se hace a saltos en la Naturaleza, y por el contrario, en todos los estados y aspectos de la vida se observa una continuidad que el danzarín debiera respetar en su arte, so pena de ser un fantoche y de quedar fuera de la Naturaleza y de la belleza.»

Sigue actuando en círculos reducidos Isadora, de la mano de los círculos intelectuales de París, participa en no pocas veladas y reuniones 71

privadas, con un éxito creciente que trasciende en noticias a los diarios. Y como consecuencia de estos triunfos repetidos, un empresario organizó una especie de presentación en el teatro Sarah Bernhardt; pero algo debió dejarse a la improvisación, porque a última hora los músicos, con Isadora en escena, se negaron a actuar y se marcharon. Pero veamos cómo cuenta este pasaje de la vida de Isadora uno de sus más emocionados admiradores, el por entonces joven escultor español, José Ciará, estudiante en la Escuela de Bellas Artes de la capital francesa: «Isadora vino una mañana a la Escuela de Bellas Artes para invitarnos a los alumnos a asistir a la representación. Ella fiaba en la juventud. Nosotros, jóvenes y artistas, seríamos los que mejor la comprenderíamos. Yo no la había visto nunca y me causó una gran impresión al aparecer en el aula, donde nos encontrábamos modelando. Vestía un traje liberty, blanco, y se tocaba con una graciosa pamela de anchas alas. Los pies desnudos; calzaba, como de costumbre, unas ligeras sandalias. Y en los brazos, recogiéndolo amorosamente, llevaba un ramo de lirios... parecía una aparición, una figura de ensueño. »En cuanto a aquella presentación en el teatro Sarah, tuvo también mucho de singular. El empresario y los músicos abandonaron a última hora, e Isadora compareció toda desolada ante el público que llenaba la sala: "Siento mucho lo ocurrido y os ruego disculpas. Los músicos se han ido y yo no puedo danzar..." —comenzó diciendo en francés, con su acento americano—. Pero de repente, como animada por una súbita inspiración, preguntó si alguien era capaz de acompañarla al piano y no faltó un espectador que dijera "¡yo!". Era un joven compositor, luego muy conocido. »...Este joven —cuyo nombre no recordaba Cla72

ra— interpretó Sonido sin Palabras, de Mendelssohn, Momento Musical, de Schubert, unos nocturnos de Chopin... y la Duncan bailó maravillosamente, en medio de un ambiente de gran simpatía y comprensión. Aquello estuvo muy bien, mejor acaso, por la huida del empresario y de los músicos. »Isadora explicó luego algunas de sus ideas sobre la danza, y cómo la entendía... "Ahora —nos anunció— me voy a la Costa, a contemplar el mar, las nubes; me voy a estudiar sus movimientos, el sentido que encierra. Y cuando vuelva, os convocaré de nuevo. Si tengo una sala, danzaré en ella; si no dispongo de sala, entonces os convocaré en el Bosque de Bolonia." Toda la concurrencia la despidió con fuertes aplausos. Nosotros, los alumnos de la Escuela, le ofrecimos unas flores, y yo fui el encargado de dárselas, por ser el más joven de todos ellos.» Estos párrafos han sido transcritos del libro Isadora, escrito por Emiliano A. Aguilera. Es una conversación que mantuvieron el escritor y el escultor, grandes amigos, sobre la figura de Isadora, a quien los dos admiraban. Ciará plasmó esta admiración en una colecc.ón de dibujos soberbios sobre iem dC 0 Ílera eescnbio c H h , runa °amorosa ' " I b.ografía " ' A S U de P ° r s u Parce, la' excelente bai-

La gran ocasión se hace esperar En París, bien relacionadas las dos mujeres, y actuando cada vez con más frecuencia para instituciones y círculos culturales de tipo privado, las Duncan, madre e hija, no pasaron apuros de ninguna clase. Pero en absoluto aquello era la fama y la gloria soñadas en sus días adolescentes. Era necesario despertar al mundo de alguna forma y hacerle 73

depositario de ese arte milenario que portaba Isadora. Un día, Isadora recibió una visita de esas que se pueden calificar como sorpresa. Se trataba de un caballero alemán, muy elegante, que venía a proponer a la danzarina un contrato de mil marcos diarios por actuar en un famoso music-hall de Berlín. Es poco lo que sabemos al respecto porque Isadora lo menciona de pasada en sus Memorias, pero lo cierto es que aquel caballero fue despedido violentamente, mientras que Isadora gritaba que su arte no era de music-hall. Iría a Berlín, pero sería la Orquesta Filarmónica en pleno quien acompañara sus danzas. A esta visita tan sorprendente, a la que Isadora despidió de manera tan rabiosa, quizás acordándose de que le venía a proponer lo mismo que aquel primer empresario que le pedía «pimienta», siguió otra, no menos extraña, pero que iba a ser bastante decisiva en la vida de Isadora. Esta visita era la de una mujer, Loíe Fuller, americana también y danzarina de bailes exóticos. Fue la creadora de las danzas de la serpentina y de las danzas del fuego. Esta mujer admiraba ya a Isadora por los numerosos y constantes elogios que había escuchado en todas partes. Loíe Fuller tenía su compañía propia y organizaba regularmente Festivales de Arte para presentar a distintas bailarinas. Como tenía que salir al día siguiente para Berlín, no había querido dejar París sin ver las danzas de su compatriota. El gesto halagó a Isadora, la cual acompañada al piano por su madre, bailó ante su colega. La emoción de ésta no tuvo límites y se apresuró a decir a las dos mujeres que por qué no se unían a su compañía. Ella se ocuparía de su presentación. Y como siempre a lo largo de su vida, Isadora también esta vez decidió con rapidez: una semana 74

después, las dos mujeres estaban alojadas en el hotel Bristol, uno de los más fastuosos de Berlín, con la compañía de Loíe Fuller. Sin embargo, la presentación de la bailarina japonesa Sada Yakko, que, por entonces era la primera bailarina de la compañía, fue un estrepitoso fracaso. Tuvieron que abandonar Berlín y encaminarse a Leipzig. Isadora, mientras tanto, esperaba su oportunidad. Pero tampoco en esta ciudad, ni en la siguiente, Munich, pudo mostrar su arte. La compañía marchaba muy mal y, a pesar de ello, Loíe Fuller no se daba por enterada, o al menos daba esa impresión. Seguían alojándose en los mejores hoteles y a veces tenían problemas para pagar los gastos de tantos acompañantes. Fue en Viena donde Isadora tuvo por fin la ocasión de bailar una sola noche, ante un público de artistas, en el Künstler Haus; y el éxito fue tan señalado que un famoso empresario, que había acudido al pequeño local, le propuso un buen contrato. Se trataba de Alejandro Gross, un empresario húngaro, que le dijo textualmente, según cuenta Isadora en sus Memorias: —Cuando quiera usted tener un porvenir, búsqueme en Budapest. Y desapareció.

La gran ocasión se presenta La verdad es que no cabía alternativa. Las cosas al lado de su colega americana, a pesar de su buena voluntad, no marchaban muy bien que digamos. Isadora deseaba bailar, y junto a Loíe no podría durante algún tiempo. La visita a Budapest no se hizo esperar. Gross tuvo que convencerla de que iba a bailar, por primera vez en su vida, ante un 75

nutrido grupo de gente de toda clase y condición, en un gran teatro y todas las noches. Isadora, acostumbrada a su público de élite, quedó un tanto confusa. Era muy posible que un público de ese tipo no entendiera su arte. Pero Gross se encargó de quitarle los temores. Y no se equivocaba. Treinta noches duró la actuación de Isadora en el teatro Ucrania, con un delirante éxito de público y crítica. Todas las noches, la danzarina exhausta, había de permanecer inmóvil y sonriente ante una lluvia de flores y ovaciones que se prolongaban más allá de lo imaginable. «Una noche —cuenta Isadora— dije al director de orquesta que al final de los números ejecutara el Danubio Azul, pues deseaba bailarlo. Fue como una descarga eléctrica. Toda la sala se puso en pie, delirante de entusiasmo, y hube de repetir el vals muchas veces antes de que el público depusiera su actitud de locura. »A partir de aquella noche hube de incorporarlo a mi repertorio.» Y fue en medio de este ambiente de éxitos donde Isadora conoció a Beregi, el galán más famoso del teatro húngaro. «Hubiera podido muy bien servir de modelo para el David de Miguel Ángel», cuenta Isadora, que quedó hechizada por este hombre, hasta tal punto que desapareció de la escena y nada le importó tanto como el amor de Beregi. Gross andaba desesperado, pero la bailarina decía que el amor era un sentimiento mucho más elevado que el mismo arte, y que por nada del mundo se separaría de Bereg;i. Sin embargo, iba a ser el propio Beregi quien, con su actitud, alejara a la Duncan de su lado. El actor comenzó a hacer planes para el porvenir y a hablar a Isadora de matrimonio, un matrimonio en el que el único papel que se le asignaba era el de «ama de casa» y espectadora asidua de las obras que 76

representara Beregi. Del arte de Isadora no había planes para el futuro en la cabeza del narcisista amante. Fue la danzarina quien tuvo que hacerse sus propios planes, ante las «locuras» evidentes de Beregi. Volvió a visitar a Gross y firmó con él un contrato para ir a Viena y después a diversas capitales de Alemania. La gira puede calificarse de triunfal. Y por cierto, en este tiempo, año 1904, se cumplió aquella idea de Isadora que tan rabiosamente le había gritado al empresario alemán que había ido a verla a París: En Munich bailó nada menos que en el Templo de la Música. Pero fue en Berlín, como ella había predicho, en la KrolPs Opera, acompañada de la célebre Orquesta Filarmónica, donde su triunfo alcanzó las resonancias de la definitiva consagración. Y fue entonces, en plena gloria, cuando todos los Duncan se reunieron y decidieron embarcarse hacia las tierras griegas. Isadora, según ella misma dijo a Gross, necesitaba empapar su danza en las ruinas de la antigüedad clásica.

VI «HABITADA POR WAGNER»

Y

A tiene el lector noticia de las peripecias del viaje a Grecia de la familia Duncan. También sabe el lector cómo salió de Grecia y la memorable despedida que se dispensó a Isadora. Lo que no sabe todavía el lector es con quién salió la danzarina de Grecia: con un coro de diez chiquillos griegos, a los que ella misma había enseñado las melodías del gregoriano bizantino. Una lamentable experiencia De nuevo Isadora fue a visitar a Gross, quien le firmó contratos para actuar en Viena primero, en Budapest y en Munich después. Es esta una nueva etapa que, a pesar de estar acompañada por el éxito, Isadora recuerda con tristeza. En Viena, por ejemplo, la actuación de los diez niños griegos fue aplaudida muy tibiamente, lo que le obligó a adelantarse en el escenario y «explicar» en qué consistía aquella versión de «Las Suplicantes». Sin embargo, en la segunda parte del recital, cuando interpretó, a petición del público, el vals del Danubio Azul,

78

79

el teatro se vino abajo. Esta evidencia llena de tristeza a Isadora. El público no entendía su versión de Esquilo y se emocionaba con un patriotismo trasnochado. Por otra parte, los «terribles» niños griegos lo hicieron todo rematadamente mal. Por las noches se escapaban sin que Isadora se diera cuenta. La policía le presentó un día un informe vergonzoso y, según la propia Isadora, «desde que llegamos a Grecia, los niños perdieron aquella ingenua y divina expresión que tenían en los atardeceres del teatro de Dyonisos, y para colmo empezaron a desarrollarse y a crecer, y algunos a cambiar la voz... cada vez salía un poco más desentonado el coro, y no había forma de justificar esto diciendo que aquello era música bizantina, cuyas exigencias de entonación son distintas de las corrientes. Lo que salía de sus gargantas era sencillamente un espantoso ruido...» Esto y el horrible proceder de los chiquillos en todos los hoteles donde se alojaban, fue lo que decidió a Isadora a encerrarlos en unos taxis y enviarlos poco menos que «facturados» hacia Grecia. Hasta Wagner, de la mano de Nietzsche El tiempo que la dejaron libre tan terribles niños, lo invirtió Isadora en leer al filósofo Nietzsche. La moral de este filósofo, inspirada y tamizada a través del sentido trágico de la antigüedad clásica y su amor profundo por la danza, la forma más exquisita de cultura —para el filósofo alemán—, impresionaron en gran medida a la Duncan. Y fue de la mano de este filósofo, a través de los nuevos caminos que le iba abriendo, como Isadora llegó a penetrar en el alma y la música de Ricardo Wagner de una forma sublime. La propia viuda de 8C

Wagner, Cósima, fue a visitarla, impresionada por una interpretación de Isadora y por los constantes comentarios que ésta hacía a la prensa sobre el compositor. El motivo de la vista era una invitación para las representaciones que se darían del Tannhauser en Bayreuth, algo así como la Meca de Wagner, donde todas las primaveras se organizaban conciertos en su memoria. Es más, Cósima Wagner le propuso que interviniera en las próximas representaciones. Isadora estuvo a punto de aceptar, pero de pronto se dio cuenta de que no tenía ninguna compañía para hacerlo. Las bailarinas de ballet clásico no servían, y no iba a presentarse ella sola, con la pretensión de interpretar toda una pieza de Wagner con sus brazos. Sin embargo, sin saber todavía cómo se las arreglaría, prometió a Cósima Wagner su participación en los festivales del siguiente año. Aquella mujer le impresionaba vivamente, y por nada del mundo la hubiera defraudado. «Nunca he visto a una mujer que me impresionara con un tan elevado fervor intelectual como Cósima Wagner —recordaría Isadora—. Su porte parecía acrecentar la hermosura de su alma. Era de una estatura elevada, tenía un continente majestuoso, unos ojos muy bellos, una nariz acaso un poco prominente para una mujer y, sobre todo, una frente radiante de inteligencia. Conocía los más profundos sistemas filosóficos y se sabía de memoria todas las frases y todas las notas del maestro, su marido. Me habló de mi arte de la más grata y alentadora manera, y me confesó también el desprecio que Wagner sentía hacia las escuelas de baile, del ballet y de sus vestidos...» Isadora fue, por tanto, a Bayreuth, no a interpretar, sino como espectadora de los festivales y como invitada a la misma casa donde viviera Wagner. Fue una época deliciosa que Isadora recuerda con gran cariño. Según ella, por este tiempo rozó la 81

cumbre de su arte y de sus conocimientos. La identificación con el genial compositor había llegado a extremos increíbles. Además, el ambiente era muy propicio: allí estaba el sepulcro de Wagner, en un romántico parque; sus cosas, sus libros, sus anotaciones... todo se combinaba en el sentimiento de Isadora. Un día, paseando por la campiña de Bayreuth, contempló una casa de piedra de admirable arquitectura, habitada por una familia de labradores. Sin pensar en los gastos, después de haber contemplado el romántico jardín de la parte de atrás, ofreció una indemnización a sus moradores y restauró la casa, creándose un refugio íntimo en el que pasaría cerca de un año. En este lugar empezaría a estudiar su puesta en escena de la Bacanal de Tannháuser, para el festival de la primavera próxima. Fueron meses de intenso esfuerzo, a causa de la complejidad del tema, que se hacía más difícil debido a la supervisión que de sus trabajos hacía Cósima Wagner, en aras de la fidelidad de interpretación, cosa que no pareció mal, en principio, a Isadora, pero que comenzó a inquietarla cuando comprendió que Cósima no calaba en sus ideas y ponía cada vez más reparos. Pero esta divergencia habría de proporcionarle una de sus más intensas alegrías artísticas. Fue un día, recién amanecido, cuando Isadora, que había compartido su noche con el poeta Thode, sin dormir, hablando de mil y un temas, vio que Cósima venía corriendo por su jardín con unos papeles en la mano. Algo grave debía ser, pues era muy temprano y Cósima parecía nerviosa. Cuando entró, abrazó a Isadora y le dijo que la noche la había pasado revisando papeles de su marido y había encontrado unas notas sobre la Bacanal que le habían parecido reveladoras. Isadora estaba en la verdad, pues Ricardo Wagner había concebido la Bacanal de la misma 82

forma que ella. La señora Wagner, visiblemente emocionada, extendió ante Isadora el papel al tiempo que le decía: «Sin duda, es el propio maestro desde su tumba quien os ha inspirado.» Isadora copió en sus Memorias las notas del compositor, y este hecho fue una de las satisfacciones más grandes que recibiera en su vida artística. He aquí el testimonio de aquella identificación entre el maestro compositor y la genial danzarina: «1.° Danza voluptuosa, amorosa... las ninfas excitan a los jóvenes —muchachas y muchachos— a mezclarse con ellas. Los buscan por todas partes, huyen, se ocultan. 2." Danza general, especie de "can-can" mitológico. 3.° Llegan nuevos grupos; las bacantes se precipitan y mueven a las amorosas parejas hacia una alegría salvaje. 4.° Mezcla y confusión de todos. Danza frenética. 5.° Voluptuosidad lasciva, con predomonio del elemento femenino. 6.° Impetuosidad masculina creciente; y siempre nuevas aportaciones de coristas. 7.° Una especie de convulsión voluptuosa. Se diría escucharse a unos locos. Jadeos de alegría. Se llega al paroxismo. 8.° Súbito cambio de la acción. Trepidaciones voluptuosas, fuego convulsivo. Predominio del elemento bajo: faunos, sátiros, arrastrándose entre los demás. Música. Crescendo. 9.° Culminan el delirio y el desorden. Todo el mundo presto a caer por tierra. 10.° Las Gracias se levantan espantadas y se alejan de las parejas con una "dulce violencia". 11.° Danza de las tres Gracias.» Es lógico suponer la sorpresa de la señora Wag83

ner al darse cuenta de que aquella bailarina había planteado toda la escena de la misma forma que su marido. Su pensamiento de que algo de Ricardo Wagner, por una curiosa transmigración, habitaba en el espíritu de Isadora, le llevó a tomar la determinación... de casarla con Sigfrido, el hijo del matrimonio, según confiesa Isadora. Por supuesto que nada de esto se llevó a cabo, pero la señora Wagner estaba convencida de que Isadora estaba habitada por su marido. Aquella misma mañana, Isadora reunió el cuerpo de baile de la Escuela de Wagner, y les leyó las instrucciones dejadas por el maestro. Trató de inculcar en ellos los sentimientos que ella había experimentado, y comenzaron los ensayos. El éxito, en Bayreuth, fue total. Los grandes críticos, devotos de Wagner, otorgaron a la visión de Isadora el título de actuación inolvidable en los festivales wagnerianos. Isadora, a raíz de aquel éxito, que la consagraba en toda Europa, se dedicó a estudiar más a fondo todas las obras de Wagner, representando sus obras en toda Alemania y centroeuropa.

Cara y cruz de la experiencia rusa El arte de Isadora ya era mundial. Había logrado sus sueños de despertar al mundo a un nuevo arte, del que ella era la máxima sacerdotisa. La corte imperial de los zares la reclamaba ahora para que diera unos recitales, en un país que se consideraba, si no la cuna del ballet, sí el más grande templo que a estas danzas se había construido. Isadora debió llegar a Rusia al día siguiente de la terrible represión zarista del año 1905. Su primera impresión, en San Petersburgo, fue, recién llegada, cuando se encaminaba hacia el hotel: «... Iba sola 84

hacia el hotel, en aquel oscuro amanecer ruso, cuando me tuve que detener para contemplar un espectáculo que ni el mismo Poe hubiera atinado a pintar con tintas tan sombrías. Era una larga procesión que avanzaba enlutada, silenciosa, mísera. Varios grupos de hombres llevaban a cuestas unas fardos negros, que resultaron ser ataúdes... el cochero que me llevaba inclinó la cabeza y se persignó... yo, viéndolo todo a la luz incierta del alba y sobre la nieve, me sentía horrorizada...». Dos días más tarde, después de esta dantesca visión, debutó Isadora, con gran éxito, en la Sala de los Nobles. Su sorpresa fue mayúscula, pues ella misma cuenta la poca relación de ideas que guardaba su arte con quienes aplaudían con tal fervor. «Mi alma, que esperaba y sufría con las trágicas notas de los preludios, mi alma que se sublevaba con los violentos compases de la Polonesa, mi alma que lloraba de legítima cólera al pensar en los mártires de la Plaza del Palacio, mi alma despertó en aquel público, rico, mimado, aristocrático, indiferente y ajeno al dolor, unos verdaderos torrentes de aplausos... ¡curioso! ¡incomprensible!». Las dos máximas figuras de la danza, en Rusia, que es casi como decir, las dos mejores bailarinas de ballet del mundo entero, tuvieron la gentileza de ir a visitar a Isadora, felicitándola por su triunfo: nos referimos a la Pavlova y a Sechinska, una mujer extraordinariamente bella, según Isadora. «Parecía una mujer de acero —escribiría sobre Ana Pavlova—; su hermoso rostro tenía los rasgos severos de una mártir, y apenas se tomaba algún descanso. Toda la tendencia de su entrenamiento consistía, al parecer, en separar del alma los movimientos del cuerpo, lo que me producía la pena más profunda. Aquello era todo lo contrario de lo que yo defendía, y en lo que fundamentaba mí escuela...» 85

Sus visitas a la Escuela Imperial, donde le fue presentado el famoso maestro de bailarinas, director de la Academia Imperial, Marius Petitpas, tampoco fueron nada satisfactorias para Isadora, por lo que se desprende de sus Memorias: «Se sostenían sobre las puntas de los pies —nos cuenta tras presenciar un ensayo— durante horas enteras, como víctimas de una de aquellas monstruosas y bárbaras sentencias dictadas por los tribunales de la Inquisición, y las salas donde practicaban su cruel e innecesaria gimnasia, desprovistas de todo motivo de inspiración, con paredes desnudas o con el solo retrato del zar, me resultaban antros de suplicio... Me convencí de que la Escuela Imperial de Danza conspiraba seriamente contra la Naturaleza y el Arte...» Hay que pasar un poco por alto el radicalismo de estas ideas de Isadora sobre el ballet. Son, en efecto, demasiado atrevidas, pero están formulada por una persona que tuvo una idea de la danza bien distinta, y que no sólo la llevó a cabo, sino que además logró triunfar en todo el mundo. Opinión bien distinta, sin embargo, le produjo la personalidad y las ideas del fundador del Teatro del Arte de Moscú, el genial Stanislavsky. Era un hombre totalmente entregado a su profesión, que tan fructíferos resultados daría al Arte Dramático en todo el mundo. Isadora, según propia confesión, se enamoró locamente de él. Pero, también por boca de Isadora, sabemos que Stanislavsky era en la vida diaria un hombre asustadizo, tímido e incapaz «de tener un hijo fuera del matrimonio, sin poder educarle junto a él». El hombre de teatro, que estaba casado, admiraba a Isadora, pero sólo en su arte: «Es como asomarse a los principios del Arte y aun del mismo Universo», solía decir, cuando danzaba Isadora.

86

La Escuela de Danza del Futuro De nuevo en Alemania, Isadora estuvo toda la primavera de aquel año de 1905 cumpliendo sus contratos con el empresario que la había llevado a la fama: Alejandro Gross. Y una vez cumplidos éstos, se retiró a Berlín, a descansar unos días. Pero no duraría mucho ese descanso. La madre había quedado encargada, desde antes de su viaje a Rusia, de conseguir, como fuera, un edificio capaz de albergar cuarenta niñas, para crear el más dorado sueño de Isadora: La Escuela de Danza del Futuro. La artista pensaba que en adelante se abandonarían las encorsetadas fórmulas de la danza. Quería dejar alumnas que aprendieran a fondo un arte tan personalísimo. La madre había adquirido una hermosa mansión en Grünewald, rodeada de un magnífico parque. El sueño comenzaba a hacerse realidad. Por su parte, Gross, armado de paciencia ante los preparativos de su representada, le advirtió seriamente los peligros que corría. Bien estaba la locura de un viaje a Grecia, o de un retiro en Byreuth, de cerca de un año; pero dedicar todo el dinero ganado y el esfuerzo diario a la «caprichosa» idea de crear escuela, era una locura. La empresa la dejaría arruinada y sin fuerzas. La verdad es que en muchas cosas no se equivocaba el inteligente empresario de Isadora. Pero ésta, como era su constumbre, no hacía caso. Y un día apareció en los periódicos un anuncio pidiendo cuarenta niñas que estuviesen dispuestas a vivir en la residencia de Grünewald en régimen de internado y a viajar por todos los países. Debían de ser niñas del pueblo —rezaba el anuncio— y dispuestas a ser enseñadas en los secretos de la danza. Lo firmaba Isadora Duncan. Fueron muchas las personas que acusaron, seria 87

o burlonamente, a la Duncan de estar volviéndose loca. Pero la verdad es que en esta empresa tan idealista no la entendían. Ninguno de los pasajes de las Memorias de Isadora son tan bellos como los dedicados a los niños. Y de haberse creado esa Escuela —que se intentó fundar repetidas veces— hubiera sido uno de los acontecimientos más importantes en el terreno artístico, pues la juventud hubiera aprendido el arte de sentirse libre y espontáneamente expresiva. Merece la pena transcribir esa especie de programa de trabajo, lleno de ingenuidad, que Isadora llevaba a cabo con sus recién reclutadas alumnas, a las que vistió con túnicas blancas y adornos de flores, rodeándolas de un grato y evocador ambiente: «Los ejercicios que yo enseñaba a mis alumnas se iniciaban con una sencilla gimnasia de músculos, preparatoria de su elasticidad y fuerza. Después de estos pasos primeros, venían los ejercicios de danza propiamente dicha, que consistían en caminar de manera sencilla, lenta, cadenciosa, avanzando con ritmo elemental, siguiendo después otros ritmos más rápidos y complicados. »Mis chiquillas corrían al principio lentamente, y también lentamente saltaban, de conformidad con ciertos momentos definidos del ritmo. Así es como en música se aprende la escala de sonidos, y así es como mis pequeñas alumnas aprendían la escala de los movimientos. »Aparte de esto, las niñas estudiaban sin darse cuenta de ello. Yo las tenía siempre vestidas con trajes sueltos y graciosos, muy ligeros, y en todo momento, igual en las clases que en los juegos o en sus paseos por el bosque, los movimientos de mis alumnas, penetradas de mis ideas, eran insensiblemente armónicos, libres, espontáneos. Corrían y saltaban éstas con toda libertad, hasta que aprendían a expresarse por el movimiento con la misma 88

facilidad que los demás se expresan por la palabra o por el canto. »Los estudios y las observaciones de mis niñas —continúa Isadora—, no se limitaban a las formas expresadas en el Arte, sino que brotaban, principalmente, de los movimientos de la Naturaleza... las nubes arrastradas por el viento, los árboles que se estremecen al beso del aire, los pájaros que vuelan, las hojas que flotan y dan vueltas en su caída, cuando el otoño, las olas del mar... todo esto debía tener para mis alumnas un sentido especial. Y las muchachas estaban obligadas a observar la calidad peculiar de cada movimiento y a experimentar en su alma un sentido de íntima y secreta adhesión, no común y capaz de iniciarlas en los arcanos de todas las cosas, arrastrándolas en pos de la melodía de la Naturaleza e invitándolas a cantar con ésta...» Qué poco sospechaba Isadora que todas esas ideas sobre la educación de lo que hoy se denomina expresión corporal iban a ser llevadas a cabo en muchas escuelas unos años más tarde; y no por poner en práctica sus ideas propias sobre la danza, sino porque realmente coincidía Isadora con su época y con las más modernas escuelas de pedagogía escolar de su tiempo. Y ante la desesperación de Gross, el proyecto fue adelante. Isadora rechazó buenos contratos para danzar en los mejores escenarios del mundo. Se enfrentó a no pocas gentes que querían desprestigiarla por su vida moral, tan poco entendida, aunque hay que reconocer, en honor a la verdad, que cuesta entenderla... En fin, la escuela fue el centro de su actividad. La escuela y Berlín, donde seguía dando recitales, a los que asistía la gente con cierta unción religiosa.

89

VII ARTE, AMOR Y MATERNIDAD

G

ORDON Craig es uno de los genios más extraordinarios de nuestra época: una criatura como Shelley, hecha de fuego y de luz. Es el inspirador de todo el teatro moderno, aunque, en realidad —cuenta exageradamente Isadora— no ha tenido nunca una intervención literaria en los dominios de Talía, viviendo hasta un poco alejado de éstos. »Sus sueños han concluido por inspirar todo lo que es más bello en la escena, y sin él no tendríamos a Max Reinhardt, Jacques Copeau, Stanislavsky..., a no ser por él, soportaríamos aún el viejo escenario realista, con todas las hojas temblando en los árboles, y las casas con sus puertas que hacen ruido al abrir y al cerrar. »Craig tiene una conversación brillante. Es uno de los pocos hombres a quienes he podido contemplar en estado de excitación desde la mañana a la noche. Con la primera taza de café prendía el fuego de su imaginación, y ésta lanzaba llamas. »Dar con él un vulgar paseo por las calles era como pasear por la Tebas del viejo Egipto en compañía de un gran sacerdote. Ya fuera por su ex91

traordinaria miopía o por alguna otra causa, lo cierto es que lo veía todo de un modo singular, no convencional, imaginativo. Resultaba corriente verle detenerse de súbito ante un espantoso ejemplar de la moderna arquitectura alemana, y echando mano del bloc y el lápiz, dibujar una hermosa interpretación de aquello, dándole el aspecto de un templo egipcio... Frente a un árbol, un pájaro o un niño, se inflamaba la exaltación de Craig, y no se daba a su lado un solo instante de aburrimiento... vivía siempre en un paroxismo que iba desde el entusiasmo a la cólera...» Una locura de amor ¿Quién era este Gordon Craig, que tan formidables elogios arrancaba a Isadora? Era sencillamente el hombre al que quizás amara con más pasión en su vida. La potencia amorosa de Isadora era también como una llama poderosa y, cuando se enamoraba, lo hacía con locura. No comprendía este alto sentimiento de otra forma, y sus contemporáneos no lo aceptaban demasiado bien. Lo cierto es que Isadora, como en el caso de aquel actor húngaro, estuvo a punto de dejarlo todo, y de hecho lo dejó, lo abandonó todo, incluida su querida escuela, a cambio de la pasión sublimada que le inspiraba este singular personaje llamado Gordon Craig. Ya el encuentro entre los dos estuvo revestido de extrañas y sorprendentes situaciones. Isadora cuenta que, estando un día bailando en el teatro de Berlín, a donde acudía todas las noches, se sintió como atraída, sugestionada por un hermoso rostro que la contemplaba desde las primeras filas. A pesar de que ella, como la mayoría de las artistas, evitaba mirar directamente al público de la sala, por no distraerse en sus interpretaciones, se sentía impulsa92

da a hacerlo de forma irresistible hacia aquel joven de cuya frente parecía derramarse la inteligencia pura... Al finalizar la representación, el joven se dirigió al camerino de la artista, y sin pedir permiso para entrar, se dirigió a ella resueltamente diciendo: —¿Por qué me ha robado usted mis decorados? ¿Quién le ha dado permiso? Isadora se sobresaltó, temiendo una locura y trató de convencerle de que aquellos decorados eran no suyos, sino, más aún, enteramente propios. No los había encargado a nadie. Lo llevaba con ella desde su más tierna infancia. Se trataba de las cortinas azules con las que Isadora había decorado invariablemente los teatros donde actuaba y hasta los estudios donde realizaba sus ensayos. Por eso le sorprendió tanto la decidida afirmación de aquel joven de tan exaltado aspecto. Pero Gordon no parecía escuchar las protestas de Isadora. Mirándola fijamente, pareció musitar algo como que la perdonaba porque en realidad ella era la persona que él también había creado para habitar aquellos decorados. Pasada la sopresa, Isadora le preguntó quién era. El hijo de Elena Therry, una de las actrices que, según Isadora, era superior a la Duse, la actriz más famosa del arte dramático. Para la danzarina había sido uno de los ideales de mujer. Admiró mucho a Elena Therry y fue muy amiga suya. Aquel rostro le traía infinidad de recuerdos emocionados. La conversación se prolongó en su propia casa. La madre de Isadora quedó encantada ante este joven, hijo de la gran actriz, un poco adolescente, porque no dejaba de hablar de su propia obra, de sus ideas nuevas sobre la escenografía... La madre, sin sospechar el suceso que se le iba a venir encima, se despidió de su hija y del apuesto visitante y se fue a dormir. 93

Casi inmediatamente, Craig le dijo a Isadora que no se explicaba cómo podía vivir, ella, una artista genial, en medio de su familia. Lo que debía hacer, pero aquella misma noche, era irse con él, que era quien la había creado... «Como una hipnotizada le dejé que pusiera mi capa sobre la humilde túnica blanca, cogió mi mano, y nos escapamos escaleras abajo», cuenta Isadora con la mayor naturalidad. La fuga duró quince días. Medio mes en el que ni la madre ni Gross, ni su hermana Isabel, que había venido a vivir con ellos y a trabajar en la escuela, supieron del paradero de Isadora. El secreto era mayor, pues la pareja no salía por el día a la calle, e Isadora, a pesar de que Craig en esa época no tenía dinero, no sacó ninguna cantidad de sus cuentas corrientes, que por entonces estaban bastante seneadas. El idilio duró bastante tiempo. Los dos vivían felices, y después de hacer las paces a medias con la familia, Isadora volvió a su trabajo en el teatro y en la Escuela, pero sin abandonar a Craig. Fue el orgullo de los dos artistas el que se encargó de poner la palabra fin, aunque no de forma definitiva. Isadora ofendió el genio de Craig diciéndole que él no hacía más que poner un marco adecuado al trabajo de los demás, y Craig respondió dando un portazo y marchándose, aunque no por mucho tiempo. Al cabo de unos días, Isadora, para mayor desesperación de la madre y del empresario, anunció que iba a tener un hijo. Al menos los indicios que tenía de ello eran evidentes. Sin embargo, aún tuvo tiempo de recorrer, en una gira llena de éxitos, varias ciudades alemanas. Llegó, al final de esa gira, a recorrer Dinamarca y Suecia, países que le entusiasmaron por la preparación y el entendimiento que la gente mostró de su arte. 94

Pero al final de la gira cayó enferma. El esfuerzo había sido demasiado grande. Isadora decidió, súbitamente, retirarse a una playa casi desierta, en Holanda, la playa de Nordwyck. Allí esperaría alborozada la llegada de su hija, porque Isadora estaba convencida de que sería una niña. Ella misma contaba que había tenido un sueño en el que la mismísima Elena Therry había descendido hasta ella resplandeciente ofreciéndole una niña rubia, y desde ese día Isadora ni por un momento dudó de aquella visión. Tendría una niña, que sería la alumna más joven de su escuela. Dos amigas suyas, María Kist y Catalina N..., esta última esposa del famoso explorador capitán Scott, fueron a visitarla y se quedaron a ayudarla en los difíciles momentos del parto. No es de extrañar que una mujer como Isadora, extremosa en todos sus sentimientos, volcara su imaginación en la niña que acababa de tener. «Era sorprendente —dice—; tenía las formas de Cupido, los ojos azules y una rizosa cabellera oscura, que luego cayó y se convirtió en bucles de oro.» Exaltada por su maternidad, dirigiéndose a las madres de toda la tierra, o mejor dicho a las mujeres, Isadora parecía increparlas, exageradamente: «¡Oh mujeres! ¿Para qué aprendéis a ser abogados o médicos, pintoras, escultoras o poetisas, si existe este milagro de la maternidad?» «Durante algunas semanas permanecí horas enteras con el bebé en brazos —dice en sus Memorias—, contemplando su sueño y atisbando cómo algunas veces salía una mirada de sus ojos; me parecía entonces que estaba yo muy próxima a la otra orilla del misterio, cerca del conocimiento de la vida... aquel alma, encerrada en un cuerpo recientemente creado, respondía a mis miradas con ojos que parecían muy viejos —¡Los ojos de la eternidad!— y que me miraban con amor. Sí. Eso es, con amor. Y 95

yo acabé por pensar que el Amor es realmente la respuesta de todo.» Recuperada y acompañada por su hermana Isabel, Isadora se dirigió a su querida Escuela de Grünewald. Como en los cuentos de hadas, su madre perdonó todo lo ocurrido, definitivamente, pues las relaciones entre las dos habían estado demasiado tirantes a causa de la escapada con Craig. La aparición de éste por la Escuela fue fugaz. Llegó un día, cuando Isadora acababa de llegar, para conocer a su hija y para ponerle un bonito nombre, Deirdre, que viene a significar «Amada de Irlanda». Craig volvió a desaparecer, pero a las pocas semanas estaba de nuevo en la Escuela. Isadora pasaría con él una temporada bastante larga, inolvidable para los dos.

Un peligroso triángulo Un día, cuando Isadora estaba totalmente repuesta del parto, vino a la Escuela un emisario de parte de la genial actriz Eleonora Duse, una de las más grandes actrices que han existido en todos los tiempos, para invitar a Isadora a una fiesta íntima que iba a celebrar en su casa. La pedía, por favor, que aceptara bailar delante de ella, pues había de partir para Italia y no quería marchar sin haberla visto danzar. Isadora asintió por vanas razones. Una de ellas porque sentía verdadera veneración por el arte de esa mujer, que consideraba inmortal; y otra de las razones era la de presentar al genial Craig a Eleonora, para ver si podían llegar a colaborar juntos los dos genios. La verdad es que fue así. Isadora danzó y dejó maravillada a Eleonora, y el joven Craig, después de exponer sus ideas sobre la escenografía, conven96

ció de tal modo a Elenora Duse, que ésta les propuso que partieran inmediatamente con ella hacia Florencia, donde Craig montaría los escenarios de una obra de Ibsen. «Cuando tomamos el tren hacia Italia —comentaba Isadora—, fue uno de los momentos de más felicidad de mi vida. íbamos Eleonora, Craig, mi hija y yo: juntos los dos seres que más admiraba el mundo: Craig realizaría una gran obra, y la Duse tendría un escenario digno de su genio.» La verdad es que si las buenas relaciones duraron, fue porque Isadora hacía de intérprete entre Eleonora, que no sabía una palabra de inglés, y Craig, que a su vez no entendía nada de italiano ni de francés. La habilidad de Isadora no tuvo límites. Consiguió que uno y otro desconocieran lo que estaban haciendo; pues si Eleonora se hubiera dado cuenta de por dónde iban las ideas de Craig, hasta no verlas terminadas, no le hubiera dejado seguir adelante; y a la inversa: si Craig hubiera sabido lo que opinaba la Duse de sus bocetos, hubiera abandonado el trabajo inmediatamente. Sin embargo, el día en que se montaron los escenarios, Isadora y Eleonora acudieron al teatro y subieron a un palco. Lentamente se descorrieron las cortinas, ante la inquietud de Isadora. Pero lo que apareció ante sus ojos fue de una belleza inigualable: «A través de vastos espacios azules —cuenta Isadora—, de celestes armonías, de líneas ascendentes, de masas colosales, el alma era transportada hacia la luz de aquel gran ventanal, detrás del cual se extendía, no ya una breve avenida, sino el Universo infinito. Dentro de esos espacios azules estaba todo el pensamiento, toda la meditación, toda la tristeza natural del hombre. Más allá del ventanal, todo el éxtasis, toda la alegría, todo el milagro de su imagi97

nación. Yo no sé lo que Ibsen hubiera pensado, pero se hubiera quedado mudo como nosotros, sin palabras, entregado al deleite producido por aquella visión...» Eleonora, muy emocionada, dio las gracias a Craig. Aquello era una genialidad, y así lo constató el público florentino, que calificó de inolvidables aquel escenario y la interpretación de Eleonora Duse. Pero la colaboración iba a durar muy poco tiempo. Eleonora llevó la misma obra a Niza, y tuvo que sacrificar parte de los escenarios, debido a la pequeña capacidad del proscenio. Cuando Craig se enteró de semejante mutilación, corrió a Niza y hecho una furia insultó de tal manera a Eleonora, que ésta le despidió definitivamente. Nunca más se volvieron a ver ni a colaborar juntos en un mismo teatro. Isadora, por su parte, también estaba molesta, con unas crisis de celos bastantes violentas, por la actitud de Craig, que se entregaba como un torbellino a todas las aventuras fáciles que le salían al paso.

Lanzamiento de sus niñas Quizá por eso aceptó un contrato para viajar por toda Rusia. El trabajo y la distancia le harían olvidar por completo la separación, la segunda, del inquieto Craig. Isadora ignoraba que aquel largo viaje le iba a deparar nuevos deseos de vivir y que iba a conocer a un hombre que iba a desempeñar un papel fundamental en su vida. Era la primera vez que Isadora viajaba con sus 40 niñas. «Cada día estaban más fuertes y ágiles — cuenta Isadora—, y la luz de la inspiración resplandecía en sus rostros juveniles, en sus cuerpos y en 98

todos sus movimientos. El espectáculo de estas niñas era tan hermoso, que no había nadie con alma de artista o de poeta, que no se sintiera admirado por él.» A pesar de ello, y estando de acuerdo con la maestra en que realmente el espectáculo era hermoso, los éxitos de Isadora eran mayores que los de las niñas. Cada vez que se anunciaba una representación de toda la Escuela, el público, por muchas razones, acudía en menor número; y los empresarios, por su parte, procuraban declinar la participación de tan numeroso concurso, pues los gastos de representación eran sensiblemente mayores, cosa que se acusaba en los precios de taquilla, y en definitiva en el público. Por otra parte, los gastos de alojamiento fueron enormes, y de regreso de esta gira, Isadora se planteó seriamente la necesidad de recabar de donde fuera una subvención oficial para su Escuela de Danza Futura. Pero una vez más, la prudencia de Isadora brilló por su ausencia. Para conseguir dinero para subvencionar la Escuela, la danzarina se embarcó con todas las niñas rumbo a Londres. En lugar de ir sola, realizaba de nuevo una serie de gastos que la iban a dejar casi sin fondos. En Londres todo el mundo la trató agradablemente. Las antiguas amistades que allí dejó hicieron cuanto pudieron por subrayar la bondad de la idea de la Escuela. Pero los londinenses no dejaban de ver aquello como un espectáculo «divertido» muy agradable... pero nada más. Y casi tan rápidamente como habían llegado a Londres, emprendieron viaje hacia Grünewald, ante la velocidad con que se estaban quedando sin dinero. Isadora, por su parte, y para recabar nuevos fondos, firmó un contrato de seis meses con Carlos Frohman para actuar en los Estados Unidos. Des99

pues de tan larga ausencia, volvía a su patria, aunque con el corazón encogido de tristeza. Era la primera vez que dejaba sola a su hija Deirdre. Por otra parte, cuando el recuerdo regresó a aquellos primeros años en que tuvo que luchar primero contra la realidad y más tarde contra la opinión adversa de empresarios, Isadora se dio cuenta de que realmente salió de América bastante golpeada por la adversidad y las personas que la habían tratado. En vano buscaba, durante la triste travesía, algo que la incitara a volver con alegría. Ningún miembro de su familia se encontraba ya allí, y solamente una evidencia se reflejaba en su memoria: habían sido muy amargos, sin excepción, los años en América. No cabía duda de que el momento más feliz era el de su marcha desde Nueva York al puerto británico de Hull.

VIII SUEÑOS Y REALIDADES

L

OS presagios de Isadora sobre su viaje a América, esos sentimientos tristes que la embargaban durante la travesía, iban a hacerse realidad. De nuevo la poderosa América acogía a uno de los Duncan con fría hospitalidad. Un mal comienzo Pero esta vez las raíces del fenómeno había que buscarlas no en la sociedad americana sino en el empresario Frohman, que enfocó muy mal el negocio. Isadora era ya una artista consagrada, aclamada en el mundo, y este empresario planteó las cosas con mucho, con demasiado miedo. En principio, pensó que el arte de Isadora era para minorías. Gran falta de información, pues estaba más que demostrado que cuanto más local tenía Isadora más grande era su triunfo. Y debido a la escasez de aforo, Frohman, que había alquilado una pequeña sala, se vio obligado a regatear medios que eran básicos, como, por ejemplo, los músicos, un grupo tan reducido que difícilmente podía interpretar a Beethoven.

100

101

man pidió un palco para la primera representación y quedó sorprendido al informarse de que no había localidades. Este ejemplo demuestra que, por muy grande que sea el artista, el arte más elevado se pierde si carece del marco que le es necesario. Este fue el caso de Eleanora Duse en su primera tournée por América, cuando por obra de una mala dirección trabajó en teatros vacíos y tuvo el sentimiento de que no era admirada en Estados Unidos. Y sin embargo, cuando volvió en 1924, fue recibida de Nueva York a San Francisco con una ovación incesante. Sencillamente, esta segunda vez se encontró con Morris Gest, que tenía talento artístico para poder comprenderla. »Me sentía muy orgullosa de viajar con una orquesta de ochenta profesores, dirigidos por el gran Walter Damrosch. Esta excursión logró éxitos clamorosos; la orquesta nos testimoniaba, al director y a mí, la mayor admiración. Era tal mi simpatía hacia Walter Damrosch, que, según estaba bailando en medio del escenario, me sentía unida, por todas las fibras de mi cuerpo, a la orquesta y a su gran director.

Danza y música se compenetran »¿Cómo podría describir la alegría de bailar con aquella orquesta? Ahí está, ante mí; Walter Damrosch levanta su batuta; la miro, y a la primera nota surge en mí la sinfonía de todos los instrumentos combinados en uno solo. Un fluido poderoso se eleva hacia mí y se hace el médium que condensa en una expresión unificada la alegría de Brunilda despertada por Sigfrido, o el alma de Iseo que busca su triunfo en la muerte. «Voluminosos, amplios, hinchados como velas al viento, los movimientos de mi danza me arrastran 104

hacia adelante —hacia adelante y hacia arriba— y siento en mí la presencia de un poder supremo que escucha la música y la difunde por todo mi cuerpo buscando una salida y una explosión. A veces este poder brotaba con furia, y otras bramaba y me golpeaba hasta que mi corazón se encendía de pasión, y yo pensaba que eran llegados mis últimos momentos de vida. Otras veces me acariciaba tristemente, y yo sentía de súbito una angustia tal que elevaba al cielo mis brazos e imploraba ayuda de donde la ayuda no puede venir. Pensaba a menudo que era un error calificarme de bailarina; yo era más bien un centro magnético que reunía las expresiones emotivas de la orquesta. De mi alma brotaban rayos ardientes que me enlazaban con la orquesta vibrante y tremenda. »Había un flautista que tocaba tan divinamente el solo de las almas felices de Orfeo, que con frecuencia quedaba inmóvil en escena, mientras corrían de mis ojos las lágrimas; el escucharle me producía éxtasis, y la misma sensación me producían por momentos los violines y toda aquella orquesta, cuyas sinfonías se elevaban al cielo inspiradas por su admirable director. »Luis de Baviera tenía la costumbre de sentarse solo a escuchar la orquesta de Bayreuth; pero si él hubiera bailado al ritmo de esta orquesta, hubiera conocido un deleite mucho mayor. »Entre Damrosch y yo existía una gran simpatía, y cada uno de sus gestos tenía en mí una vibración instantánea y correlativa. Según aumentaba el volumen del crescendo, subía a mí la vida y se desbordaba en gestos; a cada frase musical, traducida en un movimiento musical, todo mi ser vibraba en armonía con el suyo. «Algunas veces, cuando desde lo alto del escenario miraba a la orquesta y veía la frente amplia de Damrosch inclinada sobre la partitura, tenía la im105

presión de que mi danza era semejante al nacimiento de Atenea cuando salió armada de la cabeza de Zeus. »Esta excursión por América constituyó probablemente la época más feliz de mi vida. Pero sufría la nostalgia de mi hogar, y cuando bailaba la Séptima Sinfonía creía ver a mi alrededor las figuras de mis alumnas tal como llegarían a ser cuando interpretaran conmigo aquella sinfonía. No era un goce completo, pero tenía la esperanza de un deleite futuro más grande. »Quizá no hay goce completo en la vida, sino únicamente esperanza. La última nota del canto de amor de Iseo parece un goce completo, pero lo que representa es la muerte. »En Washington fui acogida con una verdadera tempestad de estusiasmo. Algunos ministros del Señor habían protestado contra mis danzas en términos violentos.» Y, con general estupefacción, se presenta un día en su palco, por la tarde, el presidente Roosevelt en persona. Parecía entusiasmado del espectáculo y daba la señal de los aplausos a la terminación de cada baile. Luego escribió a un amigo: «¿Qué mal pueden encontrar esos ministros en las danzas de Isadora? Me parece tan inocente como una niña que bailara en su jardín, bajo los rayos del sol, y que fuera recogiendo las bellas flores soñadas por su fantasía.» «Las palabras de Roosevelt —cuenta Isádora— fueron reproducidas en los periódicos, sonrojaron mucho a los pastores y contnbuvcron al éxito de mi tournée. En realidad, esta tournée fue una de las más felices y fructíferas desde todos los puntos de vista; nadie hubiera deseado un director de orquesta más amable y un compañero más encantador que Walter Damrosch, que tenía el temperamento de un artista grande. En los momentos de descanso cono106

cía el placer de una buena mesa y tocaba el piano horas enteras, siempre incansable, siempre genial, alegre, ligero y delicioso. «Cuando regresamos a Nueva York, tuve la satisfacción de recibir una nota de mi Banco, que me comunicaba que mi cuenta había crecido considerablemente. Si no hubiera sido por el afán irreprimible de mi corazón, que me ordenaba ir a ver a la nena y a las alumnas de mi Escuela, nunca hubiera salido de América. Pero una mañana dejé en el muelle a un pequeño grupo de amigos —María y Billy Roberts, mis poetas, mis artistas—, y emprendí el regreso a Europa.»

Lohengrin redivivo Esta vez la travesía de vuelta a Europa se le hizo corta y feliz. Y no porque supiera que en la estación de París, una vez hubiera desembarcado en Le Havre, la esperaba su adorada hija, sino porque los recuerdos que traía de América estaban cargados de felicidad. El éxito no podía haber sido mayor. Su hermana Isabel y su hija esperaban efectivamente en la estación su llegada. Isadora volvía hecha otra mujer, llena de proyectos. Y en esas condiciones de espíritu, el ambiente de París le cautivó de tal manera que decidió casi inmediatamente quedarse en la capital francesa, donde todavía no era conocida del gran público. «Fue como tomar París al asalto», recordaría ella en sus Memorias. Y, en efecto, así fue. La fama de Isadora era grande en París, aunque no la hubieran visto actuar en directo, pues las crónicas de Italia, Rusia, Alemania, Dinamarca, Suecia, etc., habían encontrado amplio eco. Por otra parte, todavía quedaba en la memoria de cierto reducido público aquella actuación, recién llegada de Londres, cuan107

do Isadora les había convocado para una futura actuación en el Bosque de Bolonia, nunca llevada a cabo. Esta vez los recitales de Isadora tendrían un marco, si no más adecuado, porque la Naturaleza hubiera sido lo idóneo para su arte, sí uno de los más dignos que se pudieran encontrar en todo París. El local era uno de los más prestigiosos: la Gaieté Lyrique. Y contrató a la famosa orquesta de Colonne, con el mismísimo Colonne al frente para dirigirla. La reacción del público y de la crítica fue tan impresionante que Isadora, que nunca olvidaba sus dorados sueños sobre la Escuela de Arte del Futuro, pensó que ningún lugar tan adecuado para levantar una verdadera escuela por todo lo alto como París. Quería levantar un gran Templo de la Danza, donde, a semejanza de Bayreuth, se diesen festivales anuales. Y sin pensarlo más, alquiló dos grandísimos pisos en la rué Danton y mandó llamar a sus niñas de la Escuela de Grünewald, aunque no a todas. Parte de ellas quedarían allí y parte vendrían a París. Ni que decir tiene que el presupuesto de la Duncan se vio resentido casi de inmediato. Eran demasiados los gastos de París, a los que había que añadir los de mantenimiento de Grünewald. Y de nuevo las cuentas de Isadora empezaron a no salir como pensaba la artista. Necesitaba millones y millones de francos para sacar todo aquello adelante, decentamente, sin mediocridades: los sacrificios ya los había hecho ella antes. Esta vez el destino, vestido de elegante caballero, iba a acudir en ayuda de Isadora. Una tarde llamaron a la puerta. La doncella fue a abrir v regresó con una tarjeta: —Hay un hombre ahí fuera que quiere hablar con usted. Me ha dado esta tarjeta. 108

Isadora leyó la tarjeta y pudo comprobar que su visitante era Singer, el afamado fabricante de las máquinas de coser que llevan su nombre. ««¡Estaba pensando en millones, cuando he aquí que un hombre llama a mi puerta y resulta ser... un millonario!», comentaría sobre esta situación Isadora, con cierto desparpajo. Cuando surgió ante la Duncan la imagen de Singer, no pudo contener una exclamación: ¡Lohengrin! Aquel hombre alto, con el pelo rubio, la barba rizada v muv elegante, era tal como ella se había imaginado al inmortal Caballero del Cisne. Y con este nombre le llamaría en adelante. Pues bien, Lohengrin había ido a casa de Isadora a decirle no sólo que la admiraba mucho, que todos los días iba a ver sus actuaciones en el teatro, sino también a proponerle algo que a Isadora le pareció un milagro. La mujer que unos minutos antes pensaba que para fundar la escuela que ella imaginaba, sin regateos, necesitaba millones, escuchaba momentos después estas palabras de uno de los hombres más ricos de Europa: —Admiro su arte y el valor que representa su ideal de fundar una escuela. He venido en su ayuda. ¿Qué puedo hacer? ¿Querría usted, por ejemplo, ir con todas sus niñas a una pequeña villa de La Riviera, junto al mar, para componer allí nuevas danzas? No tendrá que preocuparse de los gastos. Usted ya ha hecho una gran obra y debe estar cansada. Ahora todo eso corre de mi cuenta... Por un momento, Isadora pensó, como cualquier persona en su situación, que era un sueño. ¡Haber estado peregrinando por Londres, Nueva York, Berlín, en busca de subvenciones para su escuela sin conseguir más que buenas palabras, y de pronto un hombre, uno solo, sin habérselo propuesto siquiera, afirma que se va a hacer cargo de todos los gastos! «Comprendí entonces que aquel era mi mi109

llonario —confesaría Isadora—, el millonario que mis ondas mentales habían ido a buscar...» Una semana más tarde todas las chiquillas, incluidas las de Grünewald, salían en dirección al mar y al sol, en un coche de primera. Iban con destino a un bello lugar, Beaulieu, cuya traducción es precisamente ésa, bello lugar. Cuenta Isadora: «Las niñas bailaban bajo los naranjos con sus leves túnicas azules, las manos llenas de flores y fruta. Lohengrin era todo amabilidad y encanto para ellas, y no cesaba de pensar en la comodidad de las pequeñas. En esta dedicación de él a las niñas hallé nuevos motivos de confianza y gratitud. Y el contacto diario con aquel hombre transformó esa confianza y esa gratitud en sentimientos fuertes y profundos, aunque yo, sin embargo, por ese tiempo, le miraba únicamente como "mi caballero", digno de ser venerado a distancia, de una manera casi espiritual.» Lohengrin se alojaba en Niza, en un hotel de moda, y de vez en cuando invitaba a Isadora a cenar con él. Un día, la artista que se vestía invariablemente con una sencilla túnica griega, quedó muy turbada al verle acompañado de una mujer vestida con unos colores deliciosos y llena de perlas y brillantes. Las dos mujeres se dieron cuenta casi inmediatamente de que no podían ser otra cosa que enemigas. El desenlace no se haría esperar muchos días. Fue en un baile de Carnaval, que el propio Lohengrin había organizado en el casino. Había mandado un traje de pierrot a cada uno de los invitados. Isadora acudía por primera vez a un lugar semejante v vestida de tal manera. El bullicio y la locura que reinaban allí dentro eran inimaginables. Pero en medio de todo y bajo las máscaras, Isadora se percató de que estaba allí la mujer de la noche anterior. De igual forma que ésta se dio cuenta in110

mediatamente de quién era la recién llegada a la fiesta. A medianoche, Isadora fue avisada por un mayordomo: acababan de telefonear desde la Escuela diciendo que una de las niñas se encontraba gravemente enferma, con bastante peligro. Isadora se precipitó hacia Lohengrin pidiéndole que buscara un médico mientras ella acudía al teléfono. Lo demás, junto a Lohengrin, fue relativamente sencillo. Su coche les estaba esperando en la puerta del casino. Hubo que despertar al mejor especialista en afecciones respiratorias, y con Lohengrin al lado no fue nada difícil. Hubo que buscar los medicamentos en una farmacia que, a pesar de estar cerrada, no tuvo ningún obstáculo para abrir las puertas al señor Singer. Tal era el poder del dinero. Fue esa noche, en aquellos momentos de dramática tensión, junto a la niña que estaba casi amoratada, sin poder respirar, cuando tanto Isadora como Lohengrin se sintieron extrañamente atraídos. Al despedir al médico en la puerta de la casa, con la niña ya fuera de peligro, las dos personas se miraron satisfechas. La luz del alba comenzaba a clarear. Las dos se estrecharon en un fuerte y emocionado abrazo. Cuando regresaron a la fiesta, las horas habían pasado tan deprisa que nadie se había dado cuenta de su partida, excepto una persona: la mujer de los diamantes, como la llamaba Isadora, quien al verlos llegar no pudo aguantar sus celos y, agarrando un cuchillo de una mesa cercana, se dirigió enfurecida hacia Singer. Este, ante la consternación general, la agarró por las muñecas y, entregándola a un mayordomo, encareció que le dieran algún tranquilizante, pues tenía un ataque de histeria. Desde aquella noche Isadora se quedó con Lohengrin. De momento, a la mañana siguiente, se embarcaron Isadora, su hija y Lohengrin, en el yate 111

de éste, rumbo a Italia. Un largo crucero que vendría a simbolizar una larga luna de miel que durante esta primera etapa tuvieron los dos personajes. Pero Isadora, mujer inquieta y artista, sentía cada vez más remordimientos por la vida de lujo que llevaba: «Subconscientemente, sentía malestar a medida que transcurrían los días, cada vez más distante de mi ruta. Y algunas veces contrastaba desfavorablemente la facilidad de esta vida de lujo, de fiestas continuas, de entrega absoluta al placer, con las luchas amargas de mi primera juventud. Y entonces volvía a sentir la sensación que en otro tiempo producía sobre mi cuerpo y sobre mi alma la luz de la aurora, que se transformaba en ardientes melodías. ¡Mi Lohengrin, mi caballero del Graal, vendría también a compartir la gran idea!» Quería Isadora que su amante, más reposado, menos lleno de locura que ella, la acompañara en una larga gira a través de Rusia, donde Isadora debía cumplir de nuevo un contrato con Gross. Pero Lohengrin, o no quiso o no pudo ir; se excusó diciendo que seguramente tendría problemas con el pasaporte. Y de nuevo Isadora partió sola hacia Rusia.

IX EL SENTIDO DE LA VIDA Y DE LA MUERTE

R

USIA fue siempre un país amable con Isadora, y, cosa curiosa, su idea de crear una Escuela, que atraía muchas simpatías en la Rusia zarista, fue la que le produjo las mayores enemistades en la Rusia soviética, después de la revolución.

Un amor muerto Pero faltaban aún muchos años para que este suceso se produjera. Isadora, en esta ocasión, volvió a recorrer con el consabido éxito los lugares que ya le eran conocidos y visitó a todas sus antiguas amistades. Una tarde, después de regresar de una de sus actuaciones, Craig la visitó en su estudio. Isadora se quedó demudada. Seguía igual. En el momento de verle, la propia Isadora confiesa que «no existía nada para mí —ni la Escuela, ni Lohengrin, ni nada— si no era el placer de volver a verle...». «A pesar de todo —se siente obligada a puntualizar—, la fidelidad era uno de mis rasgos predominantes...».

112

113

Por entonces Craig vivía uno de sus momentos de máximo esplendor. Estaba haciendo los decorados para el Hamlet, montado y dirigido por Stanislavsky. Por supuesto, según pudo comprobar Isadora, no sin ciertos celos, una tarde en que fue a ver su trabajo en el teatro, todas las actrices se habían enamorado de él. El encuentro con su gran amor fue uno de los más amargos trances por los que tuvo que pasar Isadora, infancia incluida, en toda su vida. «Cuando le vi —cuenta Isadora—, sentí de nuevo todo el encanto y fascinación de otras veces, y seguramente las cosas hubieran ocurrido de otro modo si no hubiera tenido yo a mi lado a una de mis alumnas, bellísima, que hacía las veces de secretaria. La última noche, a punto de salir para Kiev, di una pequeña comida a Stanislavsky y a Craig. »En medio de la comida, Craig me preguntó si quería o no continuar con él, y como yo no podía contestarle, estalló en uno de sus arrebatos de cólera, y cogiendo a la secretaria de la silla, se la llevó a otra habitación y se encerró con llave. «Stanislavsky quedó muy sorprendido de la actuación de Craig, e hizo lo indecible por convencer a Craig de que abriera la puerta. Pero cuando nos convencimos de que todo era inútil, nos marchamos a la estación apresuradamente. Hacía tiempo que el tren había salido. Regresé con Stanislavsky a su casa, e intentamos hablar de arte moderno, para evitar la conversación sobre Craig, pero pronto me di cuenta de que su conducta había trastornado profundamente Stanislavsky...». Isadora se fue a Kiev, donde a los pocos días se reunió con ella la sofocada secretaria. Lo único que le dijo Isadora fue si quería reunirse con Craig, a lo que la alumna dijo que no. Y después de este amargo incidente, decidieron salir en seguida para París, sin terminar los contratos en Rusia. 114

Otro amor resucitado El fiel Lohengrin la esperaba en la estación, pero era ya una persona casi desconocida para Isadora. En nada se parecía a aquel hombre mesurado en todo que había dejado meses atrás. Lohengrin se había convertido en un «joven» apasionado, que nada más ver a Isadora, la abrazó fuertemente y la llevó sin más dilación a su apartamento parisino. «Me llevó a él —cuenta Isadora—, y echándome en una cama Luis XIV, me devoró con sus caricias. Allí supe por primera vez cómo se transforman los nervios en sensaciones. Parecía como si volviera a la vida de una manera nueva y estimulante que yo desconocía...». Una felicidad sin límites parecía embargarles. Decidieron olvidarse de todo lo que fuese un problema y dedicarse a la dolce vita, que bien podía llevar Lohengrin. Conocieron los mejores restaurantes y, por primera vez en su vida de artista, Isadora cayó en la tentación de vestirse con algo que no fuera su túnica griega, de lana en invierno y de seda en verano. Fueron nada menos que tres años lo que duró esta nueva unión entre los dos amantes. Tres años de millonaria como diría Isadora, acordándose de este período de su vida. Tres años en los que hubo de todo. Viajó de nuevo a América, durante esos tres años, en compañía de su inseparable Lohengrin y de la mano del mismo empresario con el que tuviera aquel singular éxito anterior, después de los inexplicables fracasos. Aquella gira americana fue de las más felices, porque al éxito artístico se unía la presencia de Lohengrin, que no conocía América y se asombraba ante todo lo que veía. En uno de esos días, inmediatamente después de 115

la representación, una de aquellas altas amistades que Isadora tenía en América entró alarmada en su camerino y le dijo: —Pero, querida Miss Duncan... se ve perfectamente desde las primeras filas... usted no puede continuar así... su estado es ya muy avanzado... Era cierto. Isadora iba a tener un hijo de Lohengrin. Deseaba tenerlo, lo había soñado —según sus palabras— contemplando la iglesia de San Marcos, en Venecia, junto a su hija Deirdre. Pero ante aquella insinuación, Isadora se vio obligada a justificarse frente a aquella «avispada» señora: —¡Oh, querida señora! —le dijo—, eso es precisamente lo que yo quiero expresar con mis danzar: el amor, la mujer, la formación, la Primavera, el cuadro de Botticelli, ¿sabe usted?, la tierra fecunda, las tres Gracias bailando encinta, la Madona y los céfiros, bailando encinta también... Todo lo que se estremece, todo lo que promete una nueva vida. Esto es lo que significa mi danza... La señora puso cara de no entender. Pero Isidora sí que entendió, y después de aquel día decidió rescindir sus contratos y volver a Venecia, para juntarse con su hija Deirdre. Hacía varios meses que no la veía. Pensaba Isadora descansar en la ciudad italiana, y ocuparse, ahora que dispondría de tiempo, de su hija, y sobre todo de sus niñas y de la Escuela. Pero una vez más Lohengrin y su poder ilimitado convencieron a Isadora para disfrutar de un viaje plácido y soleado: remontar el Nilo, en una embarcación típica (por supuesto, llena de comodidades y bien aprovisionada). ¿Qué persona se hubiera negado a tan sugerente plan? Partieron los tres inmediatamente. Remontaron el Nilo durante todo el invierno. Y ni que decir tiene que los recuerdos que Isadora conservó de este viaje fueron inolvidables. En pocas 116

páginas de sus Memorias puso tanto amor, tanta minuciosa descripción como en las dedicadas a este viaje. Fue una experiencia profunda y apacible a la vez. Tal como es Egipto. «Se diría —fue el comentario final de Isadora sobre el viaje— que nuestra embarcación era mecida por el ritmo de las edades». Y añade: «Para los que puedan proporcionarse este placer, un viaje por el Nilo es la mejor cura de reposo del mundo». A continuación regresaron a Francia, pues Isadora ya estaba cerca de dar a luz. Pero Lohengrin, como si el viaje a Egipto no hubiera sido suficiente, compró en Beaulieu, en la villa donde descansaban las niñas de la Escuela, la más hermosa mansión, con terrazas al mar, que pueda imaginarse. Y no contento con esto, como si la idea de la paternidad le hubiera enloquecido, se dedicó a comprar terrenos en la vecina localidad de Cap Ferrat, para hacerse construir un castillo, al estilo de los de Avignon o Carcassonne. Esta vez la maternidad de Isadora fue menos dolorosa que la anterior. Apenas si se dio cuenta de los dolores del parto. Y una vez más —recuerda ella—, el mar era testigo de uno de los sucesos más importantes de su vida. La tragedia El tiempo pasó muy rápido para Isadora. Después del nacimiento de Patrick, apenas si se movió de Francia. Estaba demasiado ocupada, por fin, con sus alumnas de Beaulieu. Lohengrin, por su parte, había marchado de nuevo a Egipto, a recorrerlo por entero, después de aquella experiencia del Nilo. Isadora, recuperadas ya su antigua figura y su elasticidad, se decidió a reanudar sus recitales en París. Y de nuevo su arte, las nuevas danzas que 117

había preparado frente al mar, en el hermoso estudio de Beaulieu, cautivaron al público y la crítica de París. Isadora se sentía otra mujer y tenía la sensación de que cuando bailaba lo hacía con sus dos hijos. Era la cumbre de la felicidad. Y no era sólo un presentimiento de ella. La crítica coincidía en que sus danzas habían alcanzado una madurez difícil de igualar. El trabajo de la danzarina era agotador por entonces. Dedicada a sus alumnas, a sus ensayos, a los recitales, Isadora apenas descansaba. Y los efectos no se hicieron esperar. Comenzó a tener insomnio, y a éste siguieron las pesadillas, las alucinaciones y las visiones dantescas. Durante dos semanas tuvo que alternar el trabajo de la mañana y la tarde con los horrores de la noche. Porque todas las noches creía ver una figura negra, enlutada, resbalando, deslizándose por la pared de su cuarto, acercándose hasta el borde de su cama y contemplándola con piadosos ojos, que causaban horror. Un día, decidida a no sufrir más aquellos padecimientos, tomó la determinación de consultarlo con un médico. La causa de todo eran los nervios. Lo que tenía que hacer era descansar. Y si no podía hacerlo por los contratos, al menos debía instalarse en Versalles, no lejos de París, y acudir todos los días al trabajo después de haber pasado una buena noche en la Naturaleza. Isadora se instaló, en efecto, en Versalles y aquella decisión le iba a provocar la tragedia más grande de su vida. Una tragedia que marcó el inicio de su decadencia, de la que no se repondría jamás. Oigamos la propia voz de Isadora, en sus Memorias, acerca de lo ocurrido en la carretera: «—Patrick: haz el favor; no metas tanto ruido, que molestas a mamá. »La que decía esto era una mujer dulce y buenísi118

ma, la mujer más paciente del mundo, que sentía adoración por los dos niños. »—¡Oh, déjelos! —exclamé—. Piense en lo que sería la vida sin su ruido. »Y entonces pensé yo: ¡Qué vacía y oscura sería la vida sin ellos, porque más, y mil veces más, que el amor de todos los hombres han llenado y coronado mi vida de felicidad! «Continué leyendo: «Cuando no quedó por hcndir más pecho que el tuyo, te volviste ávidamente del lado de donde venían los golpes... y esperaste. Pero fue en vano, noble e infortunada mujer. El arco de los dioses estaba tenso, y se reía de tí. Así esperaste toda una vida con una desesperación tranquila y sombríamente contenida. No lanzaste a los pechos humanos los gritos familiares. Te hiciste inerte, y se dice que te trocaste en roca para expresar la inflexibilidad de tu corazón.» »Y entonces cerré el libro, pues sentí en mi pecho un terror repentino. Abrí los brazos y llamé a mis dos hijos, y teniéndolos estrechados en ellos, me brotaron las lágrimas. Porque recuerdo todas las palabras y todos los gestos de aquella mañana. ¡Cuántas veces, en noches de insomnio, he vuelto a vivir todos aquellos momentos, y cuántas veces he pensado desesperadamente por qué no hubo entonces una visión que me advirtiera de lo que iba a ocurrir! »Era una mañana gris y apacible. Las ventanas estaban abiertas sobre el parque, donde los árboles se cubrían de sus primeros brotes. Sentí por primera vez en aquel año el torrente de júbilo que penetra en nosotros con los primeros días primaverales, y entre la delicia de la primavera y la contemplación de mis hijos, tan rosados, tan adorables, tan dichosos, experimenté una emoción de placer y salté de la cama y empecé a bailar con ellos, y ellos y yo estallamos en risas locas. 119

»Y también el ama reía al mirarlos. De repente, sonó el teléfono. Era la voz de L., que me pedía fuera a París y le llevara los niños: «Quería verlos» No los había visto desde hacía cuatro meses. »La idea de que este encuentro nos traería la reconciliación deseada por mí, me produjo un gran jubilo, y en voz baja comuniqué la noticia a Deirdre, la cual gritó: »—¡Eh, Patrick! ¿A que no sabes dónde vamos a ir hoy? «¡Cuántas veces he oído luego aquella voz infantil y aquellas palabras! «¿A que no sabes adonde vamos a ir hoy? »¡Mis pobres, frágiles y hermosas criaturas! ¡Oh, si yo hubiera sabido aquel día el destino cruel que os acechaba! ¿Dónde, dónde os fuisteis aquel día? »Y entonces el ama dijo: »—Señora, me parece que va a llover. Quizá fuera mejor que se quedaran aquí. «¡Cuántas veces, como en una terrible pesadilla, he oído su advertencia y he maldecido el no haberla comprendido! Pero yo pensaba que el encuentro con L. sería mucho más sencillo si los niños estaban presentes. »Por el camino, en el automóvil, durante aquella última excursión de Versalles a París, con los cuerpecitos en mis brazos, estaba llena de una nueva esperanza y confianza en la vida. Sabía que cuando L. viera a Patrick olvidaría sus resentimientos personales contra mí, y soñaba que nuestro amor llegaría a crear algo verdaderamente grande. »Antes de salir para Egipto, L. había comprado un vasto terreno en las afueras de París, con el propósito de construir en él un teatro para mi Escuela, un teatro que sería un centro de reunión y un abrigo para todos los grandes artistas del mundo. Yo pensaba que la Duse encontraría allí un marco adecuado a su divino arte, y que allí Mounet-Sully 120

realizaría su antigua y querida ambición de representar la trilogía de Edipo, Antígona y Edipo en Colona. Camino de París, iba yo pensando en todo esto y mi corazón se regocijaba con las grandes esperanzas artísticas. Estaba escrito que aquel teatro no se construiría nunca, que la Duse no encontraría un templo digno de ella y que Mounet-Sully moriría sin ver realizado su deseo de representar la trilogía de Sófocles. ¿Por qué la esperanza del artista es casi siempre un sueño irrealizado? «Sucedió como yo pensaba. L. quedó encantado al ver de nuevo a su hijo y a Deirdre, a quien amaba tiernamente. Almorzamos alegremente en un restaurante italiano, donde comimos muchos spaghetti, bebimos Chianti y hablamos de nuestro futuro y maravilloso teatro. »—Será el teatro de Isadora—, dijo él. »—No —replique—; será el teatro de Patrick, porque Patrick será el compositor, el que creará la música de la danza futura. «Cuando terminamos el almuerzo, L. dijo: »—Me siento hoy tan feliz... ¿Por qué no vamos al Salón de Humoristas? «Pero yo tenía ensayo. Lohengnn se llevó a su amigo H. de S., que estaba con nosotros, y yo volví a Neuilly con los niños y el ama. Cuando llegamos a la puerta, dije al ama: »—¿Quiere usted esperarme aquí con los niños? «Pero ella me contestó: «—No, señora. Creo que sería mejor volver. Los niños necesitan descansar. «Entonces les besé, y les dije: »—Yo regresaré en seguida. »A1 dejarlos en el coche, mi Deirdre colocó sus labios contra los cristales de la ventanilla. Yo me incliné y besé el cristal en el sitio mismo donde ella tenía colocados sus labios. El frío del cristal me produjo una rara impresión. 121

»Entré en mi gran estudio. No era todavía la hora del ensayo. Quise descansar un momento y subí a mi cuarto, donde me acosté en un diván. Había flores y una caja de bombones que alguien me había enviado. Cogí uno y me lo comí perezosamente, mientras pensaba: «Después de todo soy muy dichosa, acaso la mujer más dichosa del mundo. Tengo mi arte, el triunfo, la fortuna, el amor, y sobre todo, tengo dos hermosos hijos.» »Y estaba así, comiendo perezosamente mis bombones y sonriéndome, mientras pensaba: «L. ha vuelto; todo se pone bien», cuando vino a mis oídos un grito extraño y sobrehumano. »Volví la cabeza. L. estaba allí, en la puerta, tambaleándose como un borracho. Sus rodillas flaqueaban y cayó al suelo, frente a mí, y de sus labios salieron estas palabras: »—¡Los niños, los niños han muerto!» Ni lágrimas ni lutos ni entierros «Recuerdo que se apoderó de mí una calma extraña. Mi garganta me quemaba como si hubiera tragado carbones encendidos. Pero no podía comprender. Le hablé muy dulcemente. Intenté calmarle. Le dije que no podía ser verdad. «Entonces vino más gente, pero yo no podía comprender lo que pasaba. Y entró un hombre de barba negra, y me dijeron que era un médico. »—No es verdad —decía este médico—. Yo los salvaré. »Y yo le creí. Quise ir con él, pero la gente me lo impidió. Ahora sé que me lo impidieron porque no querían decirme que ya no había esperanzas. Temían que la impresión me produjera una enfermedad, pero me hallaba en aquel momento en un estado de elevada exaltación. Veía a todos llorando a mi 122

alrededor, y yo no lloraba. Al contrario, sentía un intenso deseo de consolar a todos. »Cuando miro hacia atrás, me es difícil comprender mi raro estado espiritual de entonces. ¿No sería que me encontraba realmente en un estado de clarividencia y que supe que la muerte no existe, que aquellas dos frías imágenes de cera no eran mis hijos, sino únicamente sus envolturas rotas? ¿Que el alma de mis hijos vivía en la luz y en la eternidad? »Dos veces tan sólo he sentido aquel grito de la madre, que una oye como si fuera ajeno a una misma: al dar a luz y a la hora de la muerte. Porque cuando sentí aquellas manitas frías en las mías, aquellas manitas que ya nunca me volverían a estrechar, oí mis gritos; los mismos gritos que había oído cuando nacieron. ¿Y por qué los mismos, siendo uno un grito de suprema alegría y otro de tristeza? ¿No sé por qué, pero sé que son el mismo grito. ¿No será que en todo el Universo no hay sino un grito que exprese la Tristeza, el Júbilo, el Éxtasis y la Alegría, el Grito de la Creación de la Madre?» «¿Cuántas veces, yendo por las mañanas de paseo, nos ha ocurrido encontrar el cortejo negro y siniestro de un entierro cristiano? Nos estremecemos y pensamos en todos nuestros seres queridos, pero descartamos el pensamiento de que un día seremos los enlutados de un negro cortejo semejante. »Desde mi infancia más temprana sentía yo una gran antipatía hacía todo lo que se relacionaba con la Iglesia y el dogma. Las lecturas de IngershoU y Darwin y la filosofía pagana habían fortificado esa antipatía. No soy partidaria del código moderno del matrimonio, y creo que la idea moderna de los funerales es tan fea y tan espantosa que llega a un grado de barbarismo. »Como yo había tenido el valor de rechazar el 123

matrimonio y de negarme a que fueran bautizados mis hijos, me negué también a que, una vez muertos, se les hiciera objeto de esa mascarada que llaman el entierro cristiano. Yo no tenía más que un deseo, y era que el terrible accidente se transformara en belleza. La desgracia era demasiado grande para las lágrimas. Yo no podía llorar. Yo me limité a manifestar el deseo de que toda aquella gente que había venido a expresarme su simpatía, vestida de negro, se transformara en belleza. »Yo no me vestí de negro. ¿Para qué cambiar de traje? Siempre he pensado que el luto es absurdo e innecesario. Agustín, Isabel y Raimundo se inclinaron ante mi deseo y amontonaron en el estudio flores y más flores. Cuando tuve conciencia de lo que sucedía, la primera cosa que oí fue la orquesta Colonne tocando las bellas lamentaciones del Orfeo de Gluck. »Pero, ¡qué difícil es cambiar en un dia los instintos horrorosos y trocarlos en belleza! Si yo hubiera podido realizar mis deseos, no hubieran venido ninguno de aquellos siniestros hombres de sombrero negro, ni aquellos caballos, ni aquella horrible e inútil mojiganga, ni todo lo que hace de la muerte un horror macabro en lugar de una exaltación. ¡Qué espléndido acto aquel de Byron cuando quemó el cuerpo de Shelley en una pira, junto al mar! »Pero en nuestra civilización yo no podría encontrar sino la belleza inferior del crematorium. ¡Cuánto hubiera deseado un último resplandor al abandonar para siempre los restos de mis hijos y de su dulce amor! Seguramente llegará un día en que la inteligencia del mundo se subleve contra estos ritos horribles de la Iglesia, para crear alguna ceremonia final de belleza, un homenaje a sus muertos. El crematorium es ya una gran ventaja, en comparación con la espantosa costumbre de meter los cuer124

pos en la tierra. Debe de haber muchos que piensan como yo; pero mi conducta, el expresar lo que sentía, fue criticada y censurada por muchos religiosos ortodoxos, los cuales pensaban que, el querer despedirme de mis seres amados con Armonía, Color, Luz y Belleza, y al llevar los cuerpos al Crematorium en lugar de colocarlos en la tierra para que fueran devorados por los gusanos, era una mujer terrible y sin corazón. »¿ Cuánto tendremos que esperar para que la inteligencia prevalezca entre nosotros, en la Vida, en el Amor y en la Muerte? »Llegué a la cripta del crematorium y vi frente a mí los féretros que encerraban las cabezas de oro, las manos caídas, frágiles como flores; los piececitos ligeros; todo lo que yo amaba. Las llamas iban a devorarlos. Dentro de poco no serían sino un patético haz de cenizas. »Volví a mi estudio de Neuilly. Tenía el vago proyecto de terminar mi propia existencia. ¿Cómo podría ya continuar viviendo después de haber perdido a mis hijos? Pero me despertaron las palabras de las niñas de mi Escuela, que me rodeaban diciéndome: »—Isadora: vive para nosotras. ¿No somos también nosotras tus hijas?. »Y sus voces despertaron en mí el deseo de calmar la pena de aquellas otras niñas que lloraban, con el corazón partido, la muerte de Deirdre y Patrick. »Si esta desgracia hubiera venido más pronto en mí vida, hubiera podido vencerla; si más tarde, no hubiera sido tan terrible. Pero en aquel momento, en plena madurez de la vida, destruyó completamente mi fuerza y mi poder. ¡Si por lo menos me hubiera envuelto un gran amor y este amor me hubiera llevado lejos...! Pero L. no respondía a mis requerimientos. 125

»Raimundo y su mujer, Penélope, habían salido para Albania, donde trabajaban entre los refugiados. Me convencieron para que fuera a su lado, y salí con Isabel y Agustín hacia Corfú. Cuando llegamos a Milán, donde nos detuvimos a pasar la noche, vi la misma habitación donde cuatro años antes pase algunas horas meditando acerca del nacimiento del pequeño Patrick. Y Patrick que había nacido, que había venido a mí con la cara del ángel de mi sueño en San Marcos, Patrick se había marchado. «Cuando miré de nuevo los ojos siniestros de la señora del retrato que parecían decirme: "¿No ha sucedido lo que yo predije?", experimenté un horror tan violento, que eché a correr por el pasillo y supliqué a Agustín que me llevara a otro hotel. «Tomamos el barco en Brindisi, y poco después, en una deliciosa mañana, llegamos a Corfú. Toda la Naturaleza estaba alegre y sonreía, pero yo no encontraba alivio. Las personas que estuvieron aquellos días a mi lado me dijeron luego que me pasaba las horas sentada y con los ojos inmóviles, clavados en el espacio. No me daba cuenta del tiempo. Había penetrado en una tierra lúgubre, de tonos grises, donde no existe la voluntad de vivir ni de moverse. Cuando el destino nos trae una pena verdadera, no hay gestos ni expresiones. Como Níobe, trocada en piedra, me quedé muda, inmóvil, sorda e impenetrable, y anhelaba la aniquilación de la muerte.»

126

X

ONFESIONES DE UN CORAZÓN HERIDO

N

I la Escuela, ni los recitales de danza, ni la buena voluntad de Lohengrin consiguieron distraer los pensamientos de Isadora. Nada podía volverla a la realidad. En su estudio no podía vivir, porque todo le recordaba demasiado a los niños. En la Escuela, donde las alumnas le habían pedido que viviera para ellas, no podía pasar más de dos días sin deshacerse en llanto. Y siempre que miraba a Lohengrin, no podía dominar el dolor. Este acabó por no soportar el ambiente depresivo que le rodeaba y un día se marchó, sin despedirse siquiera. Aconsejada por Isabel, Isadora se había dejado convencer de que lo mejor era emprender un largo viaje. Decidió ir a visitar a su hermano Raimundo, que por entonces estaba en Corfú, casado con una bella mujer, Penélope, y ocupado febril y altruistamente en proporcionar las mejoras posibles a los refugiados de Corfú, como ya hemos visto. La actividad diaria, recorriendo aldeas, entre los necesitados, hizo que Isadora se fuera recuperando, olvidándose un poco de sí misma. Poco a poco volvió a ser como era antes; pero 127

cada vez que su cabeza alcanzaba la normal lucidez, el recuerdo de los niños se hacía intolerable, y la bailarina volvía a sumirse en sus depresiones. Hasta que un día decidió salir de aquel ambiente de pobreza, creyendo que era aquello lo que le entristecía. Encuentro con Eleonora Duse Cayó entonces en una especie de psicosis de huida. Recorrió en automóvil casi toda Europa, sin encontrar la calma en ninguna ciudad. Había llegado hasta Suiza, donde decidió pasar bastante tiempo. Pero a los pocos días regresó a Italia. Y fue en este país donde un día, sin saber cómo, se había enterado de su dirección Eleonora Duse. Le cursó un telegrama escueto, pero expresivo. «Isadora —decía el texto del telegrama—, sé que está usted ahí. Le ruego que venga a verme. Haré todo lo posible por consolarla. Se lo aseguro.» Eleonora vivía en Viareggio, apartada de todos, consumida en la tristeza del gran amor que ella y el poeta D'Annunzio habían compartido. Cuando éste la abandonó, Eleonora se retiró a una villa en medio de la campiña. Según cuenta Isadora, estaba rodeada de jardines y de unos extraños viñedos. Los muros que rodeaban la casa eran de color rosa. «Cuando entré en la villa de Eleonora, en Viareggio —cuenta Isadora—, nunca olvidaré cómo vino a mi encuentro por una avenida cubierta de viñas, como un ángel glorioso. Me cogió en sus brazos y sus ojos de ensueño se iluminaron con tal amor y ternura, que sentí la misma impresión que debió sentir el Dante cuando encontró en el Paraíso a la divina Beatriz.» Fueron aquellos unos días reposados y plácidos. Eleonora parecía haberse fundido en la pena de Isa128

Un movimiento y una figura en la danza de Isadora Duncan. (Dibujo de José Ciará.)

dora, y sólo de esta forma lograba consolarla. Le pedía que le hablara de sus hijos, cómo eran, que gestos hacían, qué expresiones usaban. Y esto parecía tranquilizar a la trágica danzarina. Isadora, dispuesta a quedarse allí toda la vida, alquiló una villa no lejos de la de Eleonora. Las dos mujeres bajaban a diario a la playa, al atardecer, dando grandes paseos. Un día, al término de uno de estos paseos, «Eleonora se volvió hacia mí — cuenta Isadora—, y contemplándome durante largo rato, mientras el sol se ponía como una aureola encendida por encima de su cabeza, me dijo: »—Isadora, no tientes más al destino. No busques de nuevo la dicha. Lo que te ha ocurrido no es sino el prólogo. Tienes en tu frente la señal de los que están predestinados a los grandes infortunios de la tierra. No tientes más al destino, te lo suplico. »Ah! Eleonora, si yo hubiese escuchado tu advertencia», se lamenta Isadora en sus Memorias. Porque poco tiempo más tarde, en una crisis de desesperación, Isadora sería protagonista de un singular encuentro, cuyas consecuencias serían funestas. Un nuevo aldabonazo iba a sonar en la puerta de su esperanza hundiéndola de nuevo en el dolor.

Resurrección y muerte otra vez Cuando creía estar ya resucitada, ganada para la vida, cuando de nuevo se había reconciliado con Lohengrin y éste había comprado un suntuoso edificio para sus niñas y la Escuela, el dolor la arrebataba de nuevo. Pero volvamos a las Memorias de Isadora, para que ella misma sea quien dé cuenta de este nuevo infortunio: «Una tarde gris de otoño, estaba paseando sola por la playa cuando repentinamente vi que se lanzaban ante mí las figuras de mis hijos Deirdre y 131

Patrick, cogidos de la mano. Les llamé, pero huyeron, riéndose, cuando iba ya a alcanzarlos. Corrí tras de ellos, les llamé y desaparecieron entre la espuma del mar. Me invadió una terrible aprensión. Aquella visión de mis hijos... ¿Sería que estaba loca? Tuve durante algunos momentos la sensación clarísima de que me hallaba en la linde que separa la locura de la razón. Ante mí veía el manicomio, la vida de espantosa monotonía, y, con amarga desesperación, caí de bruces sobre la tierra y me puse a llorar. »No sé cuánto tiempo permanecí en aquella postura, pero recuerdo que una mano piadosa me tocó la cabeza. Alcé los ojos y creí ver a una de las bellas figuras de la Capilla Sixtina. Era una figura que venía del mar, y que estaba allí, inmóvil, diciéndome: »—¿Por qué lloras continuamente? ¿Puedo hacer algo por ayudarte? »La miré fijamente. »—Sí —contesté—; sálvame, sálvame algo que vale más que mi vida: la razón. Dame un hijo. «Aquella noche la pasamos juntos en la terraza de mi villa. El sol se ponía más allá del mar. La luna salía e inundaba de luz temblorosa el mármol de las montañas. Al sentir sus brazos juveniles y robustos rodeando mi cuerpo y sus labios sobre los míos, cuando toda su pasión italiana descendía a mí, me pareció que me rescataba del dolor y de la muerte y me conducía a la luz. El amor, de nuevo. »A la mañana siguiente conté a Eleonora todo lo sucedido, y no pareció muy sorprendida. Los artistas viven continuamente en una tierra de leyenda y fantasía, y cuando dije a Eleonora que Miguel Ángel había salido del agua le pareció muy natural, v> aunque odiaba el contacto con la gente extraña, accedió gustosamente a que le presentara a mi joven ángel, y visitamos su estudio. Porque era escultor: 132

»—¿Crees realmente que es un genio? —me preguntó después de examinar sus obras. »—Sin duda —contesté—, seguramente será un Miguel Ángel. »La juventud es deliciosamente dúctil. La gente joven cree en todo, y yo casi creí que mi nuevo amor iba a desterrar mi tristeza. Estaba yo entonces tan cansada de mi horrible y constante dolor... Hay un poema de Víctor Hugo que yo solía leer entonces, y que en aquella ocasión terminó por convencerme: "Sí, volverá, está esperando un poco para volver a mí." »Pero, ¡ay!, esta ilusión no fue muy larga. «Parece que mi amante pertenecía a una austera familia italiana, y que debía casarse con una muchacha perteneciente a otra austera familia italiana. No me lo había dicho, pero un día me lo explicó en una carta y se despidió. No le guardé el menor rencor. Había salvado mi razón, y ya no estaba sola. Otra vida se iba formando en mis entrañas. Desde aquel momento entré en una fase de intenso misticismo. Tenía la sensación de que el espíritu de mis hijos vagaba junto a mí y que volverían a consolarme en la tierra.» «El primer día de agosto sentí los primeros dolores del alumbramiento. Bajo mi ventana giraban las noticias de la movilización. Era un día caluroso; los balcones estaban abiertos. Mis gritos, mis dolores, mis angustias eran acompañados por el redoblar de los tambores y por las voces de los pregoneros. »Mi amiga María metió en mi cuarto una cuna, una cuna adornada con muselina blanca, una cuna de la cual no aparté un momento mis ojos. Estaba convencida de que Deirdre y Patrick iban a volver a rni lado. Los tambores redoblaban. ¡Movilización! ¡Guerra! ¡Guerra! "¿Es la guerra?", me preguntaba yo. Pero iba a nacer mi hijo, ¡y le costaba tanto 133

trabajo venir al mundo! Como mi amigo Bosson recibió la orden de partir y de unirse a su ejército, vino un doctor extranjero, el cual no dejaba de repetir: "Courage, madame". ¿Por qué decía valor a una pobre criatura quebrantada por terribles sufrimientos? Mejor hubiera sido decir: "Olvídese de que es una mujer. Olvídese de que ha soportado un dolor noble y toda suerte de miserias. Olvídese de todo, y grite, y chille, y aulle, y gima..." »Y aún mejor: hubiera sido más humano darme un poco de champagne. Pero el médico tenía su sistema, y su sistema consistía en decir: »—Courage, madame. »La enfermera estaba conmovida, y no cesaba de decirme: »—Madame, c'est la guerre, c'est la guerre. »¡La guerra, la guerra! Yo pensaba: »Mi bebé se hará muchacho, pero será todavía joven para ir a la guerra. »Finalmente oí el grito del niño. Gritaba; vivía. Aquel terrible año había sufrido grandes horrores, pero todos fueron ahuyentados por una inmensa exclamación de júbilo. El luto, las penas, las lágrimas, la espera larga y los dolores; todo, todo desapareció en un gran momento de alegría. No hay duda, si existe Dios, es un gran director de escena. Todas aquellas horas de luto y de pánico se transformaron en alegría cuando contemplé en mis brazos a un hermoso niño. »Pero los cañones continuaban. ¡Movilización! ¡Guerra! ¡Guerra! »¿Es la guerra? —pensaba—. ¿Y qué me importaba a mí? Aquí está mi niño seguro en mis brazos. Que hagan la guerra ahí fuera. ¿Qué me importa? »Tan egoísta es la alegría humana. Junto a mis ventanas, junto a mi puerta, un vaivén incesante, voces, sollozos de mujer, llamamientos, discusiones en torno a la movilización... Pero yo tenía a mi 134

niño, y frente a aquel desastre general, me atrevía a sentirme gloriosamente feliz, y me sentía transportada a los cielos con el gozo trascendental de estrechar a mi niño en mis brazos. »Vino la noche. Mi habitación se llenó de gente que se alegraba al ver en mis brazos a mi nene. »—Ahora —me decían—, serás otra vez feliz. »Luego, uno a uno, se marcharon, y me quedé sola con el bebé. Yo murmuraba: "¿Quién eres; Deirdre o Patrick? Has vuelto a mí." De repente la criatura fijó en mí sus ojos y respiró penosamente, como si sintiera una opresión en el pecho, y de sus labios helados salió un silbido. Llamé a la enfermera. Vino, miró al niño, lo cogió bruscamente, y, alarmada, se lo llevó en sus brazos. De la habitación vecina llegaban a mí voces que pedían oxígeno, agua caliente... »Después de una hora de angustiosa espera, Agustín entró en mi cuarto y me dijo: »—¡Pobrecita Isadora! Tu hijito... Tu hijito... ha muerto. »Creí que aquel momento alcanzaba la cima de todos los dolores que pueden sobrevenirnos en la tierra, porque en aquella muerte era como si de nuevo murieran mis otros dos hijos. Era como una repetición de la primera agonía. Con algo más de añadidura. «Entró mi amiga María y se llevó, llorando, la cuna. De la habitación contigua llegaban a mí los ruidos de un martillo que clavaba la cajita que había de ser la única cuna de mi hijito. Estos martillazos parecían golpear en mi corazón las últimas notas de la desesperación suprema. »Y estando en mi cama, desamparada y deshecha, fluyó en mí un triple manantial de lágrimas, de leche y de sangre.»

135

Vuelta a las raíces de nuevo La Primera Guerra Mundial los dispersó a todos. Lohengrin se retiró a Inglaterra y mandó a las niñas de la Escuela a una villa en las cercanías de Nueva York. Isadora, por su parte, decidió retirarse de tanto horror y marchó al hotel de Normandie, en la costa inglesa, junto al mar, donde se habían refugiado muchos intelectuales y artistas. Allí conoció personalmente a Sacha Guitry, quien como dice Isadora, «todas las noches nos deparaba una maravillosa velada llena de anécdotas, rumores y chismes». Pero este género de vida aburrió y desesperó rápidamente a Isadora. Comenzó a pensar en la danza de nuevo. Iría a Estados Unidos y daría recitales en nombre de la Libertad y los Derechos, para defender a Francia. Y empujada por esta apasionada idea, se embarcó hacia América de nuevo. Inmediatamente, a su llegada, se reunió con sus alumnas y comenzó a ensayar nuevas danzas y nuevos proyectos. Porque decidió montar, con todo lujo de detalles, la obra Las Bacantes, de Eurípides. Organizó una compañía que contaba con treinta actores, cien cantantes, una orquesta de ochenta profesores, y el coro de sus alumnas, que eran cincuenta. Aparte de esto, hizo importantes reformas en el Century Theatre. Ilusionada con estos nuevos proyectos, dio varios recitales que alcanzaron un clamoroso éxito, en especial uno de ellos, presentado nada menos que en el Metropolitan House. Isadora, en un arrebato, al final de las danzas, se envolvió en un chai rojo, y a los acordes de la Marsellesa, improvisó una danza electrizante, inolvidable para todos los jóvenes que llenaban la sala. Un periódico del día siguiente publicaba una entusiasta reseña: «Miss Duncan —decía— logró una gran ovación 136

al final de su programa, cuando interpretó apasionadamente la Marsellesa, que el auditorio escuchó en pie, aclamando a la artista durante varios minutos. Las posturas exaltadas de Miss Duncan constituyeron una imitación de las figuras escultóricas de Rude en el Arco del Triunfo de París. Su espalda estaba desnuda, y desnudo también uno de sus costados hasta el talle, en actitud que estremecía a los espectadores por la perfección con que representaba a las famosas figuras de Rude en el famoso Arco. El público prorrumpió en vítores y aclamaciones al final de aquella demostración de arte noble...» No menos clamoroso fue el éxito de la costosa obra, la de Las Bacantes. El público quedó asombrado ante el derroche de escenarios, vestuarios, personas y no menos asombrada quedó Isadora al comprobar que los ingresos por tales representaciones eran inferiores a los gastos que había ocasionado el montaje de la tragedia griega. Como siempre que Isadora actuaba de empresario, las cuentas no salían bien al final. La situación era bastante crítica. Isadora estaba arruinada. Las cuentas de que disponía en los bancos europeos estaban bloqueadas a causa de la guerra. Pero aquello importaba poco al lado de la resurrección definitiva de la danzarina. No había dinero, pero el arte seguía alentando en ella. Empujada por estas nuevas emociones, tuvo la atrevida idea de viajar de nuevo a Europa con toda su Escuela. Sería un grito de paz en medio de la contienda; bailaría en medio de los horrores de aquella guerra. El único obstáculo para ello era que no había dinero. Pero para Isadora esto no parecía ser problema. Con su impetuosidad característica —¡volvía a ser de nuevo ella misma!— reservó unos pasajes para ella y sus alumnas en el Dante Alghieri. Tres horas antes de que saliera el barco, todavía no 137

disponía de dinero para pagar estos pasajes, y cuando ya estaban abatidas, una jovencita entró en su estudio y sin más preámbulos le dijo: —Isadora, sé que está usted en un apuro. ¿Cuánto necesita? —Unos dos mil dólares —replicó Isadora casi de forma mecánica y sin salir de su estupor. —Aquella joven —cuenta Isadora— sacó una cartera, cogió dos billetes de mil dólares y colocándolos en la mesa, me dijo: —Siento una gran satisfacción al poderla ayudar en una cosa tan pequeña... Aquella persona maravillosa, enviada por el destino, se llamaba Ruth. Como aquella mujer bíblica que dijo: «tu pueblo será mi pueblo, tus caminos serán mis caminos». Y gracias a aquella aparición tan increíble, se embarcaron las alumnas e Isadora. Muchas, muchas personas fueron las que acudieron a despedirlas al puerto. Y cuando el barco zarpó, lentamente, colocadas todas en el puente, las niñas sacaron una banderita francesa y cantaron la Marsellesa, ante el entusiasmo del público. Fue una heroica despedida. Ñapóles y Suiza, con unos grandes deseos de ir a Grecia, fueron los lugares que recorrieron. A Grecia, al final, no fueron, porque las alumnas viajaban con pasaporte alemán y no lo juzgaron conveniente. Por esa razón quedaron instaladas en Suiza. Pero por poco tiempo, porque un día llegó un contrato en bastante buenas condiciones para actuar en la lejana Argentina. La gira, proyectada para actuar más tarde en gran parte de Sudamérica, sería un fracaso, especialmente de público. Fueron muy pocos los que comprendieron lo que Isadora quería mostrar con sus danzas.

138

Vientos de incertidumbre Después de pasar por Nueva York, Londres, etcétera, Isadora vino a refugiarse en París. Mal refugio, una ciudad que estaba asediada por el famoso cañón Berta, que los alemanes disparaban de continuo, especialmente por las mañanas. Desde Nueva York, el viaje de regreso lo hizo en compañía de Gordon Selfrigde, aquel hombre de negocios, entonces director de unos grandes almacenes, al que la jovencita Isadora fue a pedirle un vestuario a crédito, a raíz de su primer contrato. Fue un encuentro reconfortante y una experiencia para Isadora, que nunca había conocido a un «hombre de acción». Porque Lohengrin, a pesar de ser un hombre de negocios, no era un hombre activo, sino una especie de neurasténico, que caía en la languidez de forma continua. El futuro se presentaba a Isadora bastante negro, especialmente por la fatiga que había ido acumulando a lo largo de su vida. Fatiga no física, sino espiritual. Desde que se presentó por primera vez en público, había luchado por imponer una forma de arte. En parte lo había conseguido. Pero este mismo público que la aceptaba a ella, no acabó nunca por ilusionarse con su idea de crear una definitiva Escuela. La vida de ésta había conocido altibajos y nunca se había hecho una labor continuada. No obstante, la Escuela, a pesar de los sobresaltos, existía, y aún pasaría Isadora con sus alumnas momentos inolvidables. Aún volverían a Grecia, a recordar y a reconstruir aquella casa en la colina del Himeto que la locura de los Duncan había comenzado demasiado pronto. Y todavía le quedaba a Isadora mucho amor; todavía conocería ardientemente la pasión de otro artista que, con Craig, representaría uno de los dos grandes amores de su vida. Un virtuoso pianista, 139

que, como todos los amores y amoríos de Isadora, también le haría conocer el dolor. El último capítulo de las Memorias de Isadora habla de todo esto. Pero es también una rara síntesis de sus recuerdos, una especie de confesión en voz alta. Por su valor inapreciable para comprender la sinceridad y el carácter de esta mujer, no dudamos en transcribirlo a pesar de su extensión: «Hay días en mi vida que me parecen una leyenda dorada, tachonada de piedras preciosas, un campo florido de infinitos colores, una mañana radiante en que el amor y la dicha coronan todas las horas. No encuentro palabras para definir el éxtasis y el júbilo de esos días de mi vida, en los cuales mi Escuela me parecía un rayo de genio, y creí efectivamente que su triunfo, aunque no tangible, era un triunfo inmenso; días en que mi arte era una resurrección. »Pero también hay días en que, al intentar repasar mi vida, me siento llena de un profundo disgusto, y de un vacío absoluto. El pasado se me antoja una serie de catástrofes, el futuro una calamidad segura, y mi Escuela, la alucinación del cerebro de una mujer lunática. »¿Cuál es la verdad de una vida humana, y quién puede encontrarla? El mismo Dios quedaría perplejo. En medio de todas estas angustias y deleites, en medio de tanta inmundicia y de tanta luminosa pureza, este cuerpo de carne se siente devorado por el fuego del infierno e ilumindo por el heroísmo y la belleza. ¿Dónde está la verdad? Dios o el diablo lo sabrán, pero sospecho que están perplejos. »Así, en algunos días imaginativos, mi cerebro es como los cristales de un ventanal, por los cuales viera bellezas fantásticas, formas maravillosas, y los más ricos colores. Otros días, veo sólo a través de unos cristales empañados y grises, y todo es un hacinamiento de inmundicia, llamado Vida. 140

»Si pudiéramos penetrar en nosotros mismos y extraer los pensamientos como el buzo extrae las perlas... ¡Preciosas perlas de las ostras cerradas del silencio, en las profundidades de nuestra subconsciencia! »Después de la larga lucha para conservar mi Escuela, heme aquí sola, destrozada, sin alientos, deseando volver a París para vender mi finca y sacar algún dinero. María regresó de Europa y me telefoneó desde Baltimore. Le di cuenta de mi apuro, y me dijo: Mi gran amigo Gordon Selfridge sale mañana. Si se lo pido, sacará seguramente tu pasaje. »Estaba tan cansada de luchar, tenía tal desaliento, que acepté alegremente la idea de salir de Nueva York a la mañana siguiente. Pero la desgracia me perseguía, pues la primer noche de viaje, paseando por el puente, donde, por efecto de las condiciones de la guerra, todo estaba a oscuras, me caí desde una altura de quince pies y me herí gravemente. Gordon Selfridge puso galantemente a mi disposición su camarote, y con él su compañía, que era encantadora. Le recordé mi primera visita, hacía veinte años, cuando una niña famélica fue a pedirle a crédito una túnica para bailar. »Era la primera vez que entraba en contacto con un hombre de acción. ¡Qué sorprendida al verificar cuan distinta era su vida de la vida de los artistas y soñadores que yo había conocido! »Casi me parecía que era el otro sexo, y me hizo pensar que mis amantes habían sido, decididamente, hombres afeminados, y que mis compañeros en la vida fueron más o menos neurasténicos, sumidos todos en la más negra tristeza o en el júbilo más loco por obra del alcohol. »Selfridge nunca bebió vino; me parecía el hombre más extraordinario y alegre que había conocido. Hasta entonces no comprendí la existencia de gentes que hallaran agradable la vida en sí, la vida 141

-

por la vida misma. Había creído siempre que el futuro no guardaba sino algunos rayos de goce efímero, nacidos del arte o del amor. Pero aquel hombre hallaba la felicidad en la vida misma. «Cuando llegué a Londres con los dolores de mi caída, me encontré sin dinero para ir a París, y fui a hospedarme en Duke Street. Telegrafié a muchos amigos de París, pero de ninguno recibí respuesta, creo que por culpa de la guerra. Pasé varias semanas completamente derrotada, en aquella terrible y sombría casa de huéspedes, sola, enferma, sin un céntimo. La Escuela estaba destruida, y la guerra parecía interminable. Solía sentarme ante la oscura ventana de mi cuarto y contemplar el vuelo de los aviones. Deseaba que una bomba cayera sobre mí y pusiera término a mis desdichas. ¡El suicidio era tan tentador...! En él pensaba con frecuencia, pero siempre había algo que me hacía retroceder. Si en las farmacias se vendieran unos sellos para el suicidio, como se venden, por ejemplo, medicinas profilácticas, creo que los nombres inteligentes de todos los países desaparecerían de la noche a la mañana. Completamente desesperada, envié un cable a L., pero no tuve contestación. »Un empresario había contratado algunas funciones para mis alumnas, que andaban por América buscándose un porvenir. »Se presentaban con el nombre de «Bailarinas de Isadora Duncan», pero a mí no me llegaron beneficios de aquellas representaciones. «Hallándome en la más desesperada situación, encontré, por casualidad, a un miembro de la Embajada francesa, quien vino en mi ayuda y me llevó a París. En París alquilé una habitación en el Palais d'Orsay, y recurrí a los usureros para tener algún dinero. »Todas las mañanas a las cinco, me despertaba el brutal zumbido de la "gruesa Berta", principio 142

muy adecuado a las noticias siniestras que en el curso del día llegaban del frente. Muerte, sangre, carnicería... Las horas se colmaban de miseria, y por la noche oíamos el silbido que avisaba la proximidad de los aeroplanos. »Un recuerdo brillante de aquella época fue mi encuentro con el famoso "as" Garros, en una casa amiga, donde tocaba él trozos de Chopin y yo bailaba. »Desde el Passy al Quai d'Orsay, íbamos juntos muchas veces, y a pie. Una noche estuvimos contemplando un vuelo de aviones, y bajo aquella impresión bailé yo en la plaza de la Concordia, mientras el me miraba, sentado en la taza de una fuente, con aquellos ojos oscuros, que iluminaba de vez en cuando el estallido de un cohete que caía junto a nosotros. «Aquella noche me dijo que deseaba y buscaba la muerte. Poco después el Ángel de los Héroes se lo llevó de esta vida que él no amaba. «Transcurrían los días con espantosa monotonía. Quise hacerme enfermera, pero comprendí la futilidad de un esfuerzo superfluo, cuando había tantas que esperaban en hileras interminables. Pensé entonces volver a mi arte, si bien mí corazón estaba tan pesado que creí que mis pies no podría sostenerme.

El Arcángel Rummel «Hay una canción de Wagner que yo adoro —El Ángel—, en la cual se dice que un Ángel de Luz fue a calmar a un espíritu que se hallaba triste y desolado. Pues un ángel análogo se me presentó, en aquellos días amargos, en la persona del Walter Rummel, el pianista. «Cuando entró a verme, creí que era un retrato 143

de Liszt joven escapado de un marco; alto, fino, con un guedeja bruñida sobre la frente elevada, y ojos claros como un manantial de luz deslumbrandora. Tocó para mí al piano. Yo le llamaba mi Arcángel. «Trabajábamos en el vestíbulo del teatro, que Réjane nos cedió galantemente; y mientras zumbaba "la gruesa Berta", entre los ecos de las noticias de guerra, tocaba él Los pensamientos de Dios en la soledad, o San Francisco hablando a los pájaros, de Liszt, y componía yo nuevas danzas, inspiradas en sus interpretaciones al piano, bailando oraciones llenas de luz y de dulzura. Mi espíritu volvió una vez más a la vida, resucitado por obra y gracia las melodías celestiales que cantaban bajo sus dedos. Este fue el principio del más sagrado y etéreo amor de mi vida. »Nadie ha interpretado a Liszt como mi Arcángel, porque tenía la visión de Liszt. Leía más allá de las notas escritas, leía un frenesí, transmitido diariamente por los ángeles. »Era todo gentileza y dulzura, pero su alma ardía de pasión. Hacía el amor como un delirio que se imponía a él mismo. »Sus nervios le consumían, pero su alma se rebelaba al deseo. No daba libre curso a la pasión con el espontáneo ardor de la juventud, sino que, por el contrario, su repugnancia era tan evidente como el deseo irresistible que le poseía. »Era como un santo bailando en un brasero con carbones ardiendo. Amar a este hombre era tan peligroso como difícil. Su repugnancia por el amor podía fácilmente convertirse en odio al agresor. »¡Cuán extraño y terrible es aproximarse a un ser humano a través de la envoltura de la carne y encontrar ün alma! ¡Encontrar a través de la envoltura de la carne un placer, la sensación, la ilusión, lo que los hombres llaman felicidad! ¡Encontrar a través 144

de la envoltura de la carne, de la apariencia, de la ilusión, eso que los hombres llaman Amor! »E1 lector no debe olvidar que estas Memorias se refieren a muchos años, y que cada vez que sentía un nuevo amor, en forma de Demonio, de Ángel o de Hombre sencillo, creía que era el único amor por el cual había estado esperando tantos años, y que este amor sería la resurrección de mi vida. »Pero sospecho que el amor trae siempre consigo este convencimiento. Cada conflicto amoroso de mi vida hubiera podido ser materia de una novela; todos terminaron muy mal. »He estado siempre esperando la pasión que no tuviera fin, como en las películas optimistas. »El milagro del amor consiste en la variedad de motivos, de teclas con que puede desarrollarse, y el amor de un hombre es, con relación al de otro hombre, tan distinto como la música de Beethoven comparada con la de Puccini. La mujer, el instrumento que responde a la maestría de los ejecutantes. Y tengo para mí que una mujer que no ha conocido sino a un solo hombre es como una persona que sólo hubiera oído a un compositor. »Como avanzaba el verano, buscamos un sitio apacible en el Midi. Allí, junto al puerto de San Juan, en Cap Ferrat, en un hotel casi desierto, hicimos muestro estudio en un garaje vacío, y pasábamos todas las tardes tocando y bailando. »¡Qué época tan deliciosa, embellecida por mi Arcángel! Vivía rodeada por el maf, consagrada únicamente a la música. Era como el sueño de muerte de los católicos, cuando piensan ir al cielo. ¡Que péndulo el de la vida! Cuanto más profundo es el dolor y cuanto más elevado es el éxtasis, más bajo caemos en la tristeza y más alto ascendemos en la alegría. »De vez en vez, salíamos de nuestro retiro para 145

dar una función a beneficio de los desgraciados, o un concierto para los heridos. Casi siempre estábamos solos. A través de la música y del amor, a través del amor y de la música, mi alma vivía en las alturas de la dicha. »En una villa cercana habitaban un venerable sacerdote y su hermana, madame Giraldy. El había sido misionero en África del Sur. Se hicieron muy amigos nuestros, y yo bailaba ante ellos la divina música de Liszt. Pero a fines del verano, encontramos un estudio en Niza, y cuando se firmó el armisticio, regresamos a París. »La guerra había terminado. Contemplamos bajo el Arco del Triunfo el desfile de los ejércitos victoriosos, y exclamamos: »"¡E1 mundo está salvado!" En aquellos momentos todos éramos poetas; pero así como el poeta despierta y busca el pan y el queso para su amada, así el mundo despertó a sus necesidades comerciales. »Mi Arcángel me cogió de la mano y marchamos a Bellevue. Encontramos la casa en ruinas, y en su reconstrucción invertimos algunos meses engañosos, tratando de buscar dinero para esta difícil empresa. »Por último nos convencimos de su imposibilidad, y aceptamos una razonable oferta de compra que nos hizo el Gobierno francés, el cual opinaba que aquel edificio era admirable para una fábrica de gases asfixiantes, con destino a la guerra próxima. »Después de haber visto a mi Dionysio transformado en hospital de guerra, comprendí que estaba destinado a convertirse en una fábrica de instrumentos bélicos. La pérdida de Bellevue me produjo un gran dolor. ¡Bellevue! ¡La vista era realmente tan bella...! »Cuando, por último, se efectuó la venta y tuve el dinero en el Banco, compré en la rué de la Pom146

pe una casa que había sido Sala de Beethoven, y en la que hice mi estudio. »Mi arcángel tenía un dulce sentido de la piedad. Parecía sentir todas las penas que pesaban sobre mi corazón, penas que me hacían interminables las noches de insomnio y de lágrimas. Y me miraba en esas horas con tal piedad y con ojos tan luminosos, que me sentía algo aliviada. •En el estudio, nuestras dos artes se fundían en una sola. Bajo su influencia, mis danzas se hacían etéreas. El fue quien primero me inició en la significación espiritual de las obras de Franz Liszt, con cuya música compusimos un recital entero. En la calma de la Sala de música de Beethoven empecé a estudiar algunos frescos en movimiento y con luz, sacados de Parsifal. •Pasábamos allí horas benditas. Nuestras dos almas, fundidas, se elevaban por la fuerza misteriosa que nos poseía. •Según bailaba yo y él tocaba: según elevaba yo mis brazos y según salía el alma de mi cuerpo, en el amplio vuelo de los acordes de plata del Graal, me parecía como si hubiésemos creado una entidad espiritual ajena a nosotros mismos. Y mientras que sonidos y gestos ascendían hasta el infinito, otro eco nos respondía de lo alto. •Creo que, con la fuerza física de este momento musical, cuando nuestros dos espíritus se unían en la energía divina del amor, escalábamos los límites del otro mundo. •Nuestros públicos sentían la fuerza de este poder combinado, y con frecuencia advertía yo en el teatro una atmósfera que me era desconocida. Si mi Arcángel y yo hubiéramos continuado nuestros estudios, no hay duda de que hubiéramos llegado a la creación espontánea de movimientos de tal fuerza espiritual que equivaldrían a una revolución para la Humanidad. 147

»¡Qué pena que una pasión terrenal pusiera fin a aquella divina persecución de la más alta belleza! Porque así como la leyenda dice que el hombre nunca está contento, pero que abre, sin embaro, la puerta al hada mala y ésta introduce toda clase de disgustos, así yo, en vez de contentarme con la dicha que había encontrado, sentí volver a mi viejo afán de rehacer mi Escuela, y con ese fin, envié un cable a América a mis alumnas.

Calvario de Amor en Atenas «Cuando las vi a mi lado, reuní a algunos fieles amigos y les dije: »—Vamos juntos a Atenas, a la Acrópolis, porque todavía podemos formar en Grecia una escuela. »¡Qué mal interpretadas son nuestras intenciones! Un escritor, hablando en The New Yorker de este viaje, decía: »"Su extravagancia no conoce límites. Cogió una partida familiar, y empezando por Venecia, llego á Atenas." »¡Ay de mí! Mis alumnas llegaron, jóvenes, bonitas y triunfadoras. Mi Arcángel las vio y cayó, cayó enamorado de una de ellas. »¿Cómo describir este viaje, que fue para mí un calvario de amor? Me di cuenta por primera vez en el hotel Excelsior de Lido, donde nos detuvimos algunas semanas, y adquirí la certeza yendo embarcados para Grecia. La seguridad de aquella pasión empañó para siempre la visión de la Acrópolis a la luz de la luna. Estas fueron las estaciones de un Calvario de Amor. »A nuestra llegada a Atenas, todo nos parecía propicio para la Escuela. Gracias a la amabilidad de Venizelos, tuvimos a nuestra disposición el Zappeion, donde instalamos nuestro estudio y donde 148

trabajaba yo todas las mañanas con mis alumnas, procurando inspirarlas una danza digna de la Acrópolis. Mi proyecto era instruir a mil niñas para organizar luego festivales dionisíacos en el Stadium. »Ibamos todos los días a la Acrópolis, y recordando mi primera visita, en 1904, me era particularmente conmovedor el espectáculo de las formas juveniles de mis alumnas, que realizaban, en parte por lo menos, el sueño que acariciaba desde dieciséis años atrás. »Iba, por fin, a poder crear en Atenas la Escuela tanto tiempo deseada. »Mis alumnas habían llegado de América con afectaciones y amaneramientos que me disgustaron; pero los perdieron bajo el maravilloso cielo de Atenas y bajo la inspiración de aquel magnífico panorama de montañas, de mar y de arte grande. »E1 pintor Edward Steinchen, que formaba parte de nuestro grupo, hizo muchos cuadros admirables en la Acrópolis y en el teatro Dionysios. Estos dibujos eran ya un anticipo de lo que yo anhelaba crear en Grecia. «Encontramos a Kopanos en ruinas, habitado por pastores con sus rebaños de cabras. La cosa no me inmutó, y decidí limpiar en el acto aquel terreno y reconstruir la casa. Empezó de nuevo la obra. »Los escombros acumulados allí año tras año fueron barridos, y un joven arquitecto empezó la tarea de colocar puertas, ventanas y un techo. Extendimos un tapiz de baile en la habitación más elevada, e hicimos traer un gran piano. »Todas las tardes, ante la vista espléndida del sol que se ponía detrás de la Acrópolis, esparciendo rayos de oro y de suave púrpura sobre el mar, mi Arcángel tocaba al piano trozos de Bach, Beethoven, Wagner y Liszt. Al anochecer, cuando refrescaba la atmósfera, coronábamos nuestras frentes de pálidas y adorables flores de jazmín compradas en 149

las calles a los chicos de Atenas, e íbamos a cenar al cabo de Falena, junto al mar. »Entre aquellas bandadas de doncellas coronadas de flores, mi Arcángel parecía Parsifal en el jardín de Kundry. Empecé a advertir en esos ojos una expresión que hablaba más de cosas terrenales que celestiales. Había llegado a creer tan poderoso nuestro amor, defendido en su fortaleza espritual e intelectual, que necesité algún tiempo para que la verdad se me impusiera y para que viera que las alas deslumbradoras de mi Arcángel se habían transformado en dos ardientes brazos capaces de coger y estrechar el cuerpo de una dríada. De nada me servía mi experiencia. »Fue un choque terrible. Desde entonces se apoderó de mí una pena insoportable, y a despecho de mí misma empecé a acecharlos y a espiarlos, para dar con las señales de su creciente pasión. Los celos llegaron a despertar en mí el demonio del asesinato. »Una tarde, a la puesta del sol, cuando mi Arcángel, que cada vez se parecía más a un ser humano, acababa de terminar la Gran Marcha de la Gótterddmmerung, cuyas últimas notas morían en el aire mezclándose a los rayos purpúreos que llegaban del Himeto e iluminaban el mar, sorprendí súbitamente la mirada que se dirigían los dos amantes, una mirada tan inflamada y ardorosa como el mismo crepúsculo. »A1 advertirlo, se apoderó de mí una rabia tan violenta que me estremecí. Tuve que alejarme de su lado, y vagué toda la noche por las colinas cercanas al Himeto, presa de una desesperación frenética. Evidentemente había conocido ya en la vida a este monstruo de ojos verdes, cuyas garras inspiraban los peores sufrimientos; pero nunca en aquel grado me había sentido poseída por tan terrible pasión como ahora. Amaba y odiaba a la vez a los dos. 150

Entonces comprendí y tuve una gran simpatía por esos seres infortunados que, perseguidos por la tortura inimaginable de los celos, matan a quien aman. Para evitar esta desgracia, cogí a un grupo de mis alumnas y con mi amigo Edward Steichen subimos por la ruta maravillosa que atraviesa la antigua Tebas hasta Chaléis, donde vi las arenas de oro en las cuales me había representado a las vírgenes de Eubea bailando en honor de las bodas desgraciadas de Ifigenia. »Pero, de momento, las glorias de la Hélade no podían librarme del infernal demonio que me poseía, el cual llenaba constantemente mi imaginación con el cuadro de los dos amantes que había dejado en Atenas. El recuerdo maceraba y roía, como un ácido, en mi corazón y mi cerebro. Al regresar a Atenas los vi en un balcón, frente a la ventana de nuestra alcoba; los vi radiantes de juventud y de mutuo ardor, y aquello completó mi miseria. Hoy no comprendo mi pasión, pero entonces me sentía tan dominada por los celos que me era tan imposible escapar a ellos como quien pretendiera escapar a la fiebre de la escarlatina o a la viruela. Y, a pesar de todo «continuaba instruyendo diariamente a mis alumnas y continuaba la realización de mi Escuela en Atenas. Desde este punto de vista, todo parecía sonreírme. El Ministerio de Venizelos favorecía mis proyectos, y el pueblo de Atenas estaba entusiasmado. »Un día.fuimos invitados a una fiesta en honor de Venizelos y del joven rey, manifestación que se celebró en el Stadium. Y cuando el rey y Venizelos entraron en el Stadium, recibieron una ovación calurosa. La procesión de los patriarcas con sus trajes de brocados, rígidos con sus bordados de oro, fue un espectáculo sorprendente. »Al entrar yo en el Stadium vestida con mi peplo y seguida de un grupo de figuras vivientes de Tana151

gra, el amable Constantino Melas vino hacia mí y me regaló una corona de laurel, diciendo: »—Usted, Isadora, nos retrotrae a la belleza inmortal de Fidias y a la época de la grandeza griega. »Yo le contesté: »—Ayudadme a crear un millar de magníficos bailarines para que bailen en este Stadium de una manera tan maravillosa que el mundo entero venga aquí a verlos con pasión y admiración. »Al pronunciar estas palabras, me di cuenta de que el Arcángel sujetaba amorosamente la mano de su favorita, y por primera vez sentí indiferencia: ¿Qué eran las mezquinas pasiones humanas al lado de mi gran visión? Y les perdoné con amor. Pero aquella misma noche, cuando les vi desde mi balcón con las cabezas juntas iluminadas por la luna, me sentí de nuevo víctima del sentimiento mezquino y humano, y este sentimiento provocó en mí tal crisis, que estuve horas y horas caminando sola y pensando en un suicidio desde las rocas del Partenón, un suicidio que fuera digno de Safo. No hay palabras para describir el sufrimiento de la pasión torturadora que me consumía, y la dulce belleza que me rodeaba no hacía sino acrecentar mi infortunio. Me parecía que no había salida para esta situación. ¿Podrían las complicaciones de una pasión mortal hacerme abandonar los proyectos inmortales de una gran colaboración musical? No me era posible expulsar de la Escuela a la alumna, y la alternativa de contemplar diariamente su amor y de refrenar la expresión de mi pena me parecía insorportable. Estaba en un callejón sin salida. Quedaba únicamente la posibilidad de elevarme hacia alturas espirituales por encima de todo aquello; pero, a pesar de mi infortunio, el ejercicio constante de la danza, las largas excursiones por las colinas, los diarios baños de mar, me daban un gran apetito y una violenta emoción humana difícil de dominar. 152

»Y así continué, y mientras procuraba enseñar a mis discípulas la belleza del paisaje, la filosofía y la armonía, me veía interiormente torturada por el tormento más mortal. No sabía adonde podíamos llegar en aquella situación. »Mi único recurso era fingir una alegría exagerada e intentar sofocar mis penas por las noches, cuando íbamos a cenar a la playa y tomábamos los vinos generosos de Grecia. Sin duda, había remedios más nobles, pero yo no era capaz de encontrarlos. Sean como sean, ahí tenéis mis pobres experiencias humanas, y lo que yo quiero es relatarlas sinceramente. Dignas o indignas de recordación, quizá puedan servir y enseñar a los otros, "lo que no hay que hacer", pero sospecho que a todos nos pasa lo mismo y que todos procuran consolar sus propias angustias y tormentos por los medios de que disponen. »Esta situación insostenible terminó con un extraordinario golpe de azar, producido por cosa tan liviana como la mordedura de un pequeño mono malicioso; el mono cuya mordedura fue fatal para el joven rey. Durante varios días estuvo entre la vida y la muerte, y luego vino la triste noticia de su fallecimiento, que provocó un estado de excitación revolucionaria y que hizo precisa la huida de Venizelos y de su partida, e incidentalmente nuestra propia huida, pues éramos en Grecia simples invitados del presidente del Consejo y caímos víctimas de la situación política. «Perdido todo el dinero que habíamos empleado en la reconstrucción de Kopanos y en el arreglo del estudio, y obligados a abandonar el sueño de una escuela en Atenas, tomamos el barco y regresamos por Roma a París. »¡Qué raro y torturador recuerdo tengo de esta última visita a Atenas en el año 1920, y del retorno a París, y de la angustia renovada, y de la separa153

ción final y de la salida de mi Arcángel y de mi alumna cuando me abandonaron para siempre! »Aunque creía ser mártir de estos sucesos, mi discípula opinaba lo contrario, y me censuraba acremente por mi falta de resignación. Al encontrarme, por fin, en la casa de la Sala de Beethoven preparada para el arte de mi Arcángel, mi desesperación no tuvo límites. No podía ya vivir en aquella casa, donde había sido tan feliz; deseaba escapar de ella y del mundo, pues entonces creía que el amor había terminado para mí. »¡ Cuántas veces llegamos en la vida a esta misma conclusión! Y, sin embargo, si pudiéramos ver lo que hay detrás de la próxima colina comprenderíamos que nos espera un valle de flores y de dicha. Llegué a la conclusión, admitida por muchas mujeres, de que después de los cuarenta años de edad una vida digna debe excluir el amor. ¡Oh qué error tan profundo! »¡Y qué cosa tan misteriosa sentir la vida del cuerpo a través de todas estas duras jornadas en la tierra! Primero es el cuerpo tímido, gracioso, ligero, de la muchacha que se transforma en una osada amazona; luego, la bacante que coronada de pámpanos, empapada en vino, la bacante que cae sumamente y sin resistencia al empuje del sátiro. Y el desarrollo de la carne, dulce y voluptuosa; los senos que se hacen tan sensibles a la más leve emoción amorosa y comunican estremecimiento de placer a todo el sistema nervioso. El amor que se transforma en una rosa abierta, cuyos pétalos de carne se cierran con violencia sobre su presa. Yo vivo en mi cuerpo como un espíritu en una nube: una nube de fuego rosa y de estremecimientos voluptuosos.

terribles y bellos. ¡Qué lástima me dan esas pobres mujeres cuyo credo triste y pálido las aleja de los magníficos y generosos dones del amor de otoño! ¡Así fue mi pobre madre, y a este mezquino prejuicio atribuyo la prematura vejez y la enfermedad de su cuerpo, en la época en que debía estar más espléndida, y los colapsos parciales de un cerebro que hubiera debido ser magnífico. Yo fui una vez la presa tímida y luego la bacante agresiva, pero ahora me cerraba sobre mi amante como el mar sobre un nadador osado, estrechándolo y ahogándolo en olas de nube y fuego.»

»¡Qué tontería cantar sólo al amor y la primavera! En el otoño, los colores son más espléndidos y variados, y los goces, infinitamente más poderosos, 154

155

XI ANILLOS PARA DOS CORAZONES SOLITARIOS

S

EIS años le quedaban de vida a Isadora Duncan. Tenía entonces, por el año 1921, cuarenta y seis de edad. Seguía siendo muy hermosa, y la vida aún le guardaba muchos días de éxito y, sobre todo, de amor y hasta matrimonio. Sus alumnas, después de la guerra, se habían desparramado por el mundo. Había un grupo, el de las alumnas mayores, más aventajadas, que comenzaron a dar recitales en los Estados Unidos e Inglaterra. Se presentaban bajo el nombre de «Alumnas de la Escuela de Isadora Duncan»; pero, a pesar de este nombre, Isadora nunca tuvo noticia previa de lo que hacían, y se enteraba de sus actuaciones por los recortes de la prensa que le enviaban sus amigos. Esta actitud, lejos de molestarla, le agradaba, por cuanto suponía que, en contra —una vez más— de las opiniones ajenas, la Escuela había dado sus frutos, al menos en un grupo reducido de alumnas.

La utopía de un revolucionario y una danzarina Ese mismo año de 1921, Isadora recibió un telegrama del Gobierno de los Soviets. Por entonces la 157

nueva Rusia era para Europa algo así como el Infierno, un lugar donde se estaban cometiendo las mayores salvajadas, según se encargaban de difundir las propagandas de todos los países occidentales. La verdad es que en la antigua Rusia el absolutismo de los zares había caído con varios siglos de retraso. A un gobierno provisional, de tipo liberal, había sucedido casi inmediatamente un gobierno que mantenía las tesis de Carlos Marx, interpretadas por Lenin. Los cambios introducidos por el nuevo gobierno eran muy nuevos; hablaban de una nueva conducta moral del hombre sobre la tierra, y en realidad era un intento de fundar sobre la tierra las fracasadas utopías, soñadas por todos los idealistas de las distintas edades. Occidente había entendido muy a medias lo que se estaba fraguando en el antiguo dominio de los zares, y su propaganda, furiosa, hablaba de este nuevo país como de un lugar infernal. El telegrama que recibió Isadora, en su casa de Londres, era el siguiente: «El Gobierno ruso es el único que puede comprenderla. Venga con nosotros. Haremos su Escuela.» El telegrama estaba firmado por Lunatcharsky, el comisario cultural de la Revolución Soviética, un hombre que vivía para la cultura, especialmente para el teatro y todo lo relacionado con el arte dramático. Isadora no lo dudó ni por un momento. Eran muy buenos los amigos que tenía en Rusia. Había estado en ese país muchas veces. Lo conocía muy bien. Se había compenetrado con esas masas de esclavos, de trabajadores famélicos y conducidos de una manera autoritaria. Desde su primera visita se había sublevado contra el tiránico proceder de los zares. Isadora estaba con la Revolución. ¿Por que no ayudar a que ésta se consolidase? 158

«Sale usted para un largo viaje —le dijo una adivina a Isadora, en el puerto—. Tendrá muchos dolores y se casará». Esta mujer se había adelantado hasta Isadora, que estaba a punto de subir las escalerillas del barco que le había de llevar hasta la Unión Soviética. La profecía le hizo gracia, pues no encerraba gran imaginación por parte de la pitonisa. Lo de que «salía para un largo viaje» parecía un chiste muy malo. Y en cuanto a lo del matrimonio, después de toda una vida sin pensar en ello, y siendo además contraria a este tipo de institución, casi incompatible con su arte, ¿iba a casarse ahora? No cabía duda de que aquella mujer, que tan equivocadamente veía el futuro, tampoco sabía nada sobre el pasado de Isadora. Se conserva una carta que Isadora escribió a unos viejos amigos mientras realizaba la travesía. Es un documento interesante, ya que recoge el espíritu, demasiado idealista, de la danzarina, durante ese viaje. Refleja la ilusión y la fe que puso en aquel telegrama recibido del Gobierno ruso, aunque la realidad iba a ser muy distinta: «Queridos amigos: En camino hacia Rusia, experimento la sensación de que mi alma se despega de mi cuerpo, como después de la muerte. Voy hacia otra esfera. Detrás de mí dejo para siempre todas las formas de la vida europea. Con todas las energías de mi ser, decepcionado en buena parte en la realización de mis visiones artísticas en Europa, me hallo dispuesta a ingresar en los dominios ideales del comunismo. No llevo apenas ropa. Me figuro que voy a pasar el resto de mi vida con una blusa roja, entre camaradas llenos de amor fraternal. 159

A medida que el navio avanza —continúa Isadora, con su desbordante imaginación— miro hacia atrás con desprecio, pero también con mucha piedad, recordando las viejas instituciones y costumbres de los burgueses europeos. En adelante seré un camarada entre los camaradas, y por fin podré realizar un trabajo que ayude a la regeneración de la humanidad. ¡Adiós, pues, a la desigualdad, la injusticia y la brutalidad del viejo mundo que habían hecho imposible mi Escuela! ¡He aquí el nuevo mundo, el bello mundo que acaba de ser creado, el nuevo mundo de los camaradas, el sueño salido de la cabeza de Buda, el sueño que resonaba en las palabras de Cristo, el sueño que ha sido la última esperanza de todos los grandes artistas! ¡Yo entro ahora en ese sueño, en el que mi obra y mi vida participarán con su gloriosa promesa! ¡Adiós viejo mundo, salud para el mundo nuevo!» La ingenuidad del espíritu de Isadora está fuera de toda duda. Realmente, cuando escribía a sus amigos, estaba sumergida en un sueño. Isadora desconocía las bases de aquella Revolución; hablaba de un estado ideal, cuando en realidad se dirigía a un estado bien realista, con unos objetivos muy concretos. Un estado que se había propuesto, sí, otorgar al hombre una condición ideal de existencia, donde no tuvieran cabida la desigualdad ni la injusticia. Pero al igual que ocurrió con la Revolución Francesa, el precio que se debía pagar al principio era demasiado elevado. El país estaba en plena campaña para electrificar todos los territorios. Era un capítulo necesario, la base para que, con esa energía, surgiera una poderosa industria pesada que garantizara la autonomía económica de tan vasto país. Este era el objetivo, al que se sacrificaron todos los demás en aquellos primeros años. 160

Por su parte, la cultura disponía de una libertad absoluta para encontrar nuevas formas y nuevos caminos para el hombre, pero siempre que sus proyectos, sus preparativos, no fueran demasiado costosos. Fueron años en los que hubo una verdadera explosión de maravillosos artistas que dejarían una influencia bien profunda en el arte de todo el siglo XX. Pero dependían de la respuesta individual de un ambiente propicio. El proyecto de fundar una escuela era una obra digna de apoyo, justa y que encajaba perfectamente en la mentalidad de los nuevos dirigentes. Pero, desgraciadamente, sólo eso podían prestarle: apoyo. La economía estaba volcada en otras cosas más importantes. No es que el arte estuviera relegado a segundo plano —hoy día, las escuelas de Ballet de la Unión Soviética siguen siendo las primeras y más prestigiadas del mundo—, sino que, en el orden de prioridades, estaba en primer lugar el «pnmum vivere...». El comisario Lunatcharsky, responsable de la invitación a Isadora para realizar el sueño de la Escuela, está realmente desesperado ante la situación. Sabe que hay cosas más importantes, pero se da cuenta también de la importancia de empezar a sentar las bases del arte futuro. Sin poder ayudar a Isadora inmediatamente, Lunatcharsky le proporcionó una serie de recitales por todo el país, mientras él se encargaría de buscar un local donde instalar la Escuela. Y así se hizo. Isadora partió para una larga gira y, cuando regresó, se encontró con un local adecuado para realizar su idea, y una serie de niños, reclutados a través de sindicatos: eran los hijos de los nuevos trabajadores soviéticos. Esto era suficiente de momento para comenzar los trabajos. Olvidando todo su mal humor pasado, 161

Isadora se puso a preparar el aniversario de la Revolución, que andaba próximo. Los niños tenían muy buenas aptitudes para el baile y la danza libre, e Isadora supo inculcarles sus ideas a través de ese lenguaje universal que es la música. Ensayaron la Sexta Sinfonía, la Marcha Eslava, la Internacional, e t c . ; las primeras actuaciones hicieron llover sobre la Escuela una infinidad de felicitaciones y de gratitudes. Pero nada más. Y ese más era precisamente lo que echaba de menos Isadora y lo que de momento no podía proporcionarle la Unión Soviética. Tenía plena libertad para desarrollar su arte, disponía de un local y de unos chiquillos, pero nada más. No tenía, por ejemplo, carbón o leña para encender una estufa, o alimentación suficiente para no desfallecer. Y no porque no se lo quisieran dar, sino porque no había. Estas circunstancias adversas eran ciertamente admitidas por todos aquellos hombres que voluntariamente habían querido cambiar un régimen. Los que habían vivido bajo los zares sabían de una existencia humillante y se encontraban felices y libres, teniendo en sus manos la construcción del Estado futuro. Pero Isadora no podría comprenderlo. Venía de los ambientes más selectos de Occidente y estaba demasiado cansada, a pesar de sus ilusiones, demasiado golpeada por el dolor, para afrontar nuevas situaciones críticas. Comprendía, sí, a aquellos fanáticos de una idea que tardaría en hacerse realidad y para la que no escatimaban nada, ni moralmente3 ni físicamente. ¡Cómo no iba a entenderlos si ella había luchado en su infancia con el mismo inconveniente! Había pasado hambre, no le había importado ese frío peculiar de la pobreza, ni la sensación de no ser propietaria de nada, ni las burlas; nada, ni a ella ni a su 162

familia, les había apartado del objetivo artístico que se habían impuesto. Estos hombres hacían lo mismo. Isadora les entendía, pero ya no podía seguirles. Unos años antes, las ilusiones lo hubieran vencido todo. Pero en la actualidad estaba muy fatigada y muy golpeada por el dolor, como para levantar ella sola con sus fuerzas el sueño tan esperado. Lunatcharsky no era ajeno a las dificultades por las que pasaba Isadora. También el había actuado con todas sus fuerzas para conseguir algo más que lo que tenían, pero todo había sido imposible. Al año y medio largo de estar en la Unión Soviética, Isadora y el comisario de cultura convenían en que, de momento, no podría fundarse la Escuela, o al menos, continuar lo ya iniciado. Isadora se sintió fracasada. Una nueva gira, antes de despedirse de la Unión Soviética, vino a proporcionarle un poco de esa felicidad que anhelaba. Se vio rodeada de nuevo por todos los intelectuales y artistas de aquel joven país, en carácter y en proyectos, y de nuevo la ilusión le contagió. El poeta y su musa Por aquella época conoció al poeta Sergio Essenin, un hombre atormentado, innovador, en el campo del arte, de buena parte de la poesía rusa. Cuando vio a Isadora, la reconoció inmediatamente, con esa pasión un poco excéntrica de los genios, como la musa que le había inspirado, día a día, sus poemas. Era el mismo cuerpo, la misma cara, que se acercaba a él todas las noches. A Isadora, a la que estas cosas no dejaban de impresionarla, le entró de repente una pasión sin límites por aquel poeta de aspecto infantil, con un 163

flequillo rubio y unos ojos azules, m u y ingenuos, que en nada testimoniaban las luchas intensas que libraba aquel hombre, abocado al suicidio. Pero la primera vez que se encontraron no ocurrió nada. Isadora siguió con sus recitales, y Essenin no la siguió. Aunque, en cierta manera, desde ese día comenzó a perseguirla, allí donde se encontraba, enviándole poemas, que de una manera ingeniosa hacía llegar al camerino de la danzarina, después de cada representación. Lo curioso es que no eran poemas dedicados a ella, sino que Essenin le mandaba invariablemente los poemas que «le pertenecían por haber sido ella la que los había inspirado». Realmente, Essenin estaba más que trastornado por Isadora. Había cambiado fundamentalmente su régimen de vida. Bohemio y siempre proclive a la depresión, Essenin llevaba una vida que, en el marco de la Revolución, a sus compañeros les parecía depravada. Y realmente lo era. No había noche en que Essenin no se perdiera por el hampa de Moscú o de la ciudad en donde estuviera, y no había noche en que no llegara borracho, o más que borracho, a su casa. Pues bien, por los poemas que mandaba a Isadora, sabemos que Essenin hizo el firme propósito de cambiar de vida, porque todo había cobrado nuevo sentido para él. De esa época son estos poemas, enviados a Isadora: 1 ¡Qué importa si vas de mano en mano! Algo me queda todavía: el h u m o de cristal de tu melena, la cansera otoñal de tus miradas. Tienes para mí, ¡oh edad otoñal!, más valor que primavera y estío, 164

porque deleitas con más alma la imaginación del poeta. Nunca sintió mi corazón; por eso sin pizca de jactancia, puedo decir sin recelo, que del hampa me despido. Ya es hora de decir adiós a la fugaz e insumisa osadía. El corazón me rebosa de otros zumos de cordura. Llamó septiembre a mi ventana con la rama cobriza del sauce, para que me disponga a esperar su advenimiento indiferente. Sin que nadie me obligue, sin sufrir, me conformo con muchas cosas. O t r a me parece mi Rusia, otros sus cementerios y sus casas. Miro sagaz a mi alrededor, y veo allí, aquí, por donde quiera, que sólo tú, amiga mía, serías una compañera fiel. Y nadie más que a tí podría, haciendo paz con la distancia, cantar de la bruma del camino y de la golfería que se aleja. 2 Si te miro me pongo triste. ¡Cuánto dolor y cuánta pena! Cobre del sauce y nada más es lo que deja septiembre. O t r o s labios se llevaron todo el ardor de tu cuerpo... Siento fluir de mi alma un manantial que me hiela. No me asusto, ni me importa.

Anida en mí otra alegría, aunque solamente tengo pavesa amarilla y rocío. No me supe reservar para una vida tranquila. Anduve pocos caminos y cometí muchas faltas. Así fue siempre y será la vida, un eterno desacuerdo. Los abedules me parecen huesos humanos, desnudos... Cual los árboles del parque nos iremos marchitando. ¿Si el invierno no da flores, para qué sufrir entonces? 3

Querida, ven a mi lado; mirémonos a los ojos. Bajo tu mirada dulce quisiera oír tus labios. Este oro del otoño, hoy, un mechón blanquecino, le cayó como un milagro a este golfillo impaciente. Dejé mi pueblo hace tiempo, con sus bosques y praderas, en la triste gloria urbana quisiera vivir perdido. Y que el corazón a solas evoque el jardín de estío, donde entre cantos de ranas, yo, me iba haciendo poeta. Allí también es otoño... Sus ramas tienden los tilos y entran por las ventanas en busca de los ausentes. 166

Hace tiempo que se fueron... La luna en el camposanto dice, enfocando las cruces, que pronto iremos a verlos. Y ya pasada la alarma, llegaremos a otras frondas... Todas las undosas rutas alegran siempre a los vivos. Querida, ven a mi lado, mirémonos a los ojos. Bajo tu mirada dulce, quisiera oír tus latidos. Ni que decir tiene que semejante pasión no dejó de prender en el corazón de Isadora, que decidió, con su impulso característico, dar por terminada la gira para acudir a las llamadas de «su» poeta. Y un día, sin pensarlo demasiado, el poeta y la danzarina se casaron. El matrimonio llegaba a la vida de Isadora cuando ésta tenía cuarenta y muchos años... Aquella adivina que la despidió en el puerto de Londres no era tan pobre en sus predicciones como a primera vista le pareció a Isadora. La danzarina había realizado un largo viaje, pero aquello era evidente en una persona que está en la escalerilla de un barco que conduce a la Unión Soviética; había padecido dolores, y eso no estaba tan claro en el momento de subir al barco; los fracasos de la Escuela eran motivo suficiente para dar por cierta la predicción. Y por último, se había casado. La danzarina que veía sus plazos artísticos continuamente retrasados por las circunstancias, y el poeta, que, aunque innovador del arte, no se sentía muy a gusto dentro de la revolución de su país, decidieron salir de aquel m u n d o nuevo que tan alborozadamente saludara Isadora dos años atrás, y emprender el viaje en sentido contrario, hacia el viejo m u n d o . 167

XII LA TRAGEDIA FINAL

F

UKRON años de una especial felicidad, de olvido de todo lo anterior, de todo lo pasado, de los dolores que la vida había ido colocando en el ánimo de los dos seres. Es como si ambos quisieran consumir aprisa y sin preocupaciones el poco tiempo que les quedaba de vida. Estuvieron una larga temporada en Suiza, de donde pasaron a Italia, para habitar finalmente la villa que en la Costa Azul tenía Isadora. Poco tiempo después marcharon a los Estados Unidos, donde Isadora aún conoció el triunfo en varios recitales.

Amor en crisis Pero Essenin se da cuenta de que poco a poco, al lado de esa mujer que él había cantado como su inspiradora, sólo se le tenía reservada una plaza de «mirón», de testigo ocular de cuanto pasaba a su alrededor. Un buen oficio para el poeta, en cuanto que el arte de la poesía requiere cierta placidez de espíritu, hacer poco y sentir mucho. Pero Essenin estaba muy perturbado por su vida anterior. 169

Poco a poco el amor se fue transformando en odio, y pronto empezó a reprocharle a Isadora que le hubiera sacado de su querida patria. Se le había marchado la inspiración. La musa de la poesía le había abandonado, y pretendía que Isadora era la culpable de todo esto. Los celos en un artista son como los celos de amor. Y seguramente Essenin no soportaba ese constante desvelo, esa multitud que aclamaba continuamente a Isadora. El había dado vanos recitales, pero con muy poco éxito, y sólo entre cierto público universitario muy especializado. Este fracaso, como él lo consideraba, porque hay que pensar que los cantos de un poeta ruso, que recita en su idioma, no son apenas entendidos por el gran público, ni siquiera cuando se hace en traducciones, fue lo que decidió a la pareja a regresar prontamente a la Unión Soviética, en busca de las musas del poeta. Todo aquel verano de 1924 lo invirtió Isadora, de nuevo, en la Unión Soviética, en consolidar la obra de su Escuela. A pesar de lo poco de que se disponía, los niños que empezaron en aquel local habían hecho muchos progresos, dirigidos por dos discípulas alemanas, de las fundadoras de la Escuela de Grünewald. La danzarina vio con satisfacción que el Gobierno, sin los agobios de dos años antes, comenzaba a interesarse por su Escuela. Estaba encuadrada entre los principales Teatros de Opera, con el mismo trato que las Escuelas de Ballet, que seguían la tradición del antiguo régimen, y este hecho era una buena compensación para Isadora, que veía en ello la prueba de que el pueblo ruso la igualaba en categoría artística con el arte del Ballet, tan incrustado en el alma de la Unión Soviética. Pero un acontecimiento personal iba a dar al traste con esta nueva etapa de felicidad. Essenin 170

estaba cada día más loco y cada día se lamentaba más de haber encontrado en su vida a Isadora. A las ideas siguieron las palabras, y a éstas los hechos. El poeta comenzó a beber, y de resultas de su encono contra sí mismo, empezó a golpear a Isadora. La situación duró apenas unos días. A una mujer que había llegado a ser muy dueña de su existencia y de todos los actos que había realizado en su vida, una conducta como la de Essenin no la iba a dejar imperturbable, sometida o domesticada en su papel de «esposa» que ha de aguantar a su marido. La separación fue fulminante. Sin dolores ni gritos. Y harta de todo aquello, Isadora decidió salir de la Unión Soviética. No guardaba rencor contra nadie. Eran muy pocos los que la habían entendido. Y su humanidad no le permitía acusar a nadie. Incluso salía del país con mucha mejor impresión que al comienzo. Y así lo hizo constar en diversas declaraciones en la vieja Europa, lo que le costó no pocos disgustos. El oficio de espía, que en aquellos tiempos todavía estaba muy ligado, de manera romántica, a nombres de artistas, hacía muy sospechosa la actuación de Isadora en los últimos años. Había ido a Rusia, y a los dos años había salido para viajar por los Estados Unidos, considerados como el enemigo oficial del nuevo régimen soviético. De nuevo había regresado y de nuevo había partido para visitar Inglaterra y Francia los dos países donde Isadora se refugió después de su ruptura con Essenin. Durante mucho tiempo, Isadora fue vigilada, y en no pocas cancillerías pensaron que era una espía a sueldo del régimen soviético. Es poco lo que sabemos sobre la impresión que esto causaría en Isadora, porque las Memorias las acabó mucho antes de emprender su último viaje a Rusia; pero, desde luego, no debió ser muy agrada171

ble para una mujer que había entregado toda su capacidad humana con tanta generosidad. Durantes estos últimos años de su vida fijó su residencia en Francia. Entre París y su vida bohemia, cenáculos literarios, etc., y los hermosos y limpios paisajes contemplados desde la Costa Azul, en la finca regalada por el generoso Lohengrin. Quizás en sus últimos años fue cuando llevó una vida más frivola, más sin sentido, pero ni mucho menos, como muchos han pretendido, discurrió así la manera de ser y de vivir de Isadora, que estuvo llena de entrega, de tenacidad, de inspiración y de amor. Fue en Niza donde, un día, al leer el periódico de la mañana, se tropezó con la noticia de que el poeta Essenin se había suicidado. No se sobresaltó. Sabía, desde casi después del primer encuentro, que aquel hombre acabaría su existencia de esa manera. Eran pocos, aunque después fueron todos, los que sabían que el poeta alternaba el alcohol y las drogas, en especial la morfina. Isadora, naturalmente, no ignoraba que tuviera Essenin ese vicio.

No es posible olvidar Decidió no dolerse más ante esta nueva desgracia y olvidar por completo todo lo que había sido su pasado, como bailarina, como persona. Eran demasiados recuerdos, a cual más triste. La verdad es que el amor, ese amor que ella había proclamado abiertamente, porque siempre lo había considerado limpio y sin culpa, le había deparado continuas desgracias. Todos los hombres a los que se había acercado le proporcionaron una felicidad efímera para conducirla de nuevo al dolor más desesperado. Ya casi en el umbral de los cincuenta años, Isadora había decidido dar carpetazo a su pasado. 172

Los «snobs», las personas de vida más bien frivola, los cazadotes, los vividores profesionales, fueron desgraciadamente los últimos compañeros de la vida de Isadora. La artista había comprometido su corazón demasiadas veces, y al final no quería sufrir nuevos descalabros. «Más vale la dicha de una hora que la felicidad de toda una vida», había dicho Osear Wilde. Isadora parecía querer llevarlo a la práctica. Visitaba con mucha frecuencia los hoteles de Niza, el casino; acudía todas las noches a recepciones aquí y allá, fiestas y cenas organizadas con cualquier pretexto. Niza era su nueva capital —«la más azul del mundo»—, el lugar donde no daba nada a nadie y donde nadie le pedía nada. Todos buscaban la dicha de cada hora y nadie quería arriesgar el corazón en aventuras amorosas o empresas de mayores alcances. Un día acudieron a casa de Isadora unos editores americanos. Querían que la artista escribiera sus Memorias a cambio de una cantidad de dinero más que respetable. Isadora se negó en un principio, pero meses más tarde, pensándolo bien, se volvió atrás de esa decisión. Quería olvidar —y de hecho, ya estaba olvidado—, con el nuevo género de vida, muchas cosas. ¿Que importaba escribir unas Memorias? Isadora pensaba en el futuro. Ella que nunca había hecho números sobre sus gastos, se había vuelto sumamente administradora. La cantidad que le ofrecían podía muy bien engrosar su cuenta corriente y asegurarle una vejez tranquila. Pero revivir la propia vida delante de la aterradora imagen de un papel en blanco que espera ser llenado con los trazos de la sinceridad y de la confesión es tarea harto difícil y muy ardua para cualquier sensibilidad. Cuando ya estaba el libro mediado, las imágenes 173

de su vida se le habían reaparecido con tal realismo que Isadora hubo de ser internada en un hospital y sometida a una fuerte cura de reposo. Volvieron las crisis y las apariciones, en la oscuridad o en la luz, de sus dos hijos, de Lohengrin, de Craig, de Rummel... Con todo, por fin quedaron terminadas las Memorias. Y en un final feliz, porque Isadora, contenta con el trabajo que había realizado, ofreció —esta vez fue ella la que hizo la propuesta a la editorial americana— el proyecto de biografiar sus dos años en Rusia. Mi experiencia en la Unión Soviética, iba a ser el título definitivo de la obra. Pero ni siquiera pudo empezarlo. La muerte iba a acabar con ella de forma brusca y patética. «NIZA, 14. Ha sido víctima de un trágico accidente de automóvil Isadora Duncan. La famosa bailarina norteamericana paseaba en automóvil y hallándose en el Paseo de los Ingleses, el cabo de una «fourlard» que llevaba al cuello se enredó en una de las ruedas traseras del coche, un Bugatti, y el tirón la hizo caer hacia atrás, estrangulada. Al ser recogida por los transeúntes que acudieron en su auxilio, se vio que tenía rota la columna vertebral. La muerte debió de ser instantánea.» Esta es la reseña que apareció en un periódico español, El Sol, el día quince de septiembre de 1927. Una noticia que en nuestro país causó muy poca sensación, puesto que Isadora nunca había actuado en España, y realmente era poco conocida. Pero en el extranjero, el dolor por la pérdida de una mujer que había alentado a la sociedad de una época, fue más que penoso, especialmente por las circunstancias en que se produjo su muerte. Incluso circuló el rumor, bastante insistente, hasta el extremo de ser dado como cierto en Norteamérica, de que la bailarina se había suicidado. En realidad, este rumor partió precisamente del círculo

de amistades más íntimo de Isadora. Eran ellos quienes la conocían mejor y los que sabían de esa vida doble que llevaba la artista. Todos esos paseos ruidosos por la bohemia de París, o por todos los hoteles de la Casa Azul, no eran sino la máscara de una huida que Isadora buscaba cada vez con más desesperación. No era extraño, para los que sabían de este sufrimiento, que Isadora se hubiera suicidado. Pero no fue así. Hubo muchos testigos presenciales del accidente. Isadora había salido, como era su costumbre todas las mañanas, a dar una vuelta en su Bugatti per la orilla del mar. La gustaba el aire matutino, correr a bastante velocidad por la orilla del mar, en aquel caprichoso coche conducido por un chófer muy experimentado. El Paseo de los Ingleses es una especie de avenida marítima que bordea la playa de Niza; era el lugar favorito de Isadora. Y fue allí donde le ocurrió el trágico accidente. Los testigos habían sido muchos, como para desmentir la hipótesis de un suicidio. Toda la familia de Isadora se reunió en París. Habían ordenado que después de la autopsia de rigor, el cadáver de Isadora fuera trasladado sin dilación a la capital de Francia. La danzarina, que había nacido en Norteamérica y había vivido en varios países de Europa, había manifestado el deseo expreso de ser enterrada en París, en el cementerio del Pere Lachaise, que tanta historia esconde entre sus tapias. Los funerales que se le hicieron a la genial bailarina fueron realmente espectaculares. Una gran multitud siguió de cerca el cortejo; a la capital francesa habían acudido muchas personalidades, especialmente del mundo del arte. Una representación de alumnas de su Escuela, que actuaban por su cuenta en el continente ameri175

174

cano, rodearon, en la marcha fúnebre hacia el cementerio, el ataúd de su querida maestra. Iban vestidas con sencillas túnicas griegas y llevaban ramilletes de flores de colores muy vivos en las manos. Aquellas muchachas hicieron llorar a mucha gente en París: eran una reencarnación del arte de Isadora v configuraban una imagen emocionante y patética. Y allí quedó, en el cementerio parisino, Isadora Duncan. No enterrada, pues lo mismo que hizo con sus hijos quería que se hiciera con ella misma. Consideraba la incineración como una especie de enterramiento lleno de simbolismo y de arte. De ninguna manera quería ser encerrada en una sepultura y cubierta de tierra. Sus hermanos respetaron esta voluntad. Isadora está enterrada, o mejor dicho sus cenizas están depositadas, como ya hemos dicho, en el cementerio del Pere Lachaise, en la zona denominada Columbario.

Un artista para una artista El escritor Emiliano M. Aguilera, autor del libro titulado Pasión y tragedia de Isadora Duncan, mantiene al final del mismo una interesante evocación de Isadora a través de su amigo, el famoso escultor José Ciará, que tanto admirara a la bailarina desde que la viera danzar por primera vez en el Teatro Chatélet de París, cuando él era alumno en la Escuela de Bellas Artes. José Ciará hizo unos dibujos de la bailarina en vida, y fue él también quien los realizó estando ya muerta. Durante los últimos años de su vida, la siguió muy de cerca. Creemos más que oportuno cerrar esta biografía con las manifestaciones del escultor sobre la bailarina: «El escultor Ciará, hablándome de estas Memo176

ñas, me contó algunos pormenores relativos a ellas. Los editores pagaron muy bien las confidencias de Isadora Duncan, y en realidad sólo la pusieron una condición: que la bailarina debía referirse a sus amores... Cuando Isadora supo esto, no sintió ningún enfado, y se limitó a comentarlo irónicamente con sus amigos. »—Qué gente más tonta... —le dijo al escultor—. Creo —añadió— que en mi vida hay algo más importante que mis amores. »Aludía, naturalmente, a su arte, a sus bailes, a sus afanes de proselitismo artístico y filosófico; a sus interpretaciones de Bach, de Gluck, de Beethoven, de Chopin, de Liszt, de Wagner; a la Escuela de la Danza, fundada en Grünewald; a las escuelas de París, de Niza, de Atenas, de Moscú; a su proyectado Templo de la Danza, que estuvo a punto de levantar en la capital francesa. »Pero, ¡quién sabe! Acaso interpretaba mal el deseo de los dirigentes de la Casa Editorial Boni and Liveright, de Nueva York. ¿ N o eran amores suyos, de la gran danzarina, todo eso? Y, de otra parte, ¿es que lo principal en su vida no fue el Amor, no hubo de ser la pasión? »La misma artista se resiste a distinguir entre su Arte y el Amor... »¡Ah...! Yo diría que, de lo que hay de amor y de pasión en su arte y en todos los diversos aspectos de su vida profesional, nunca estuvo más cerca de descubrir el verdadero sentido del arte —aquello que tanto le preocupó— que al amar simplemente como mujer, puesto que si el arte es la interpretación de la naturaleza y de la Vida, esto, la Vida, la Naturaleza, no es sino el Amor. »Recordando a Isadora y evocándola en sus últimos días, me decía también el escultor de la Diosa: »Poco tiempo antes de marchar ella a Niza, donde tan horrible muerte le aguardaba, asistí a una de 177

las reuniones que daba Isadora en su hotel de la rué Delambre, en Montparnasse... No la volví a ver con vida... La presencia de los que la acompañaban no me era muy grata... Tratábase de gente frivola, viciosa, sin verdadera espiritualidad. Eran tipos, igual ellas que ellos, que se acercaban a la Duncan por esnobismo. Yo así que pude, traté de despedirme. Me aburría aquello, me apenaba incluso. Pero Isadora me retuvo. Me dijo: »—Espera, no te vayas, y haremos después unos croquis. »No tardamos en quedarnos solos, ella, el pianista que la acompañaba en sus ensayos y yo. Entonces Isadora danzó una Marcha Fúnebre..." »José Ciará se interrumpió para buscar en sus carpetas unos dibujos que, al fin, me pasó, diciéndomel: »—Vea usted esos apuntes... »Y el maestro me entregaba unos cuantos croquis y esbozos en los que la danzarina, envuelta en unos espesos velos, aparece en actitudes solemnes. »"Son los últimos que le hice en vida. Y al pensar uno en aquella extraña circunstancia, en aquel hecho de interpretar Isadora una marcha fúnebre, cuando desde tan cerca la esperaba la muerte, y ya no debíamos volver a vernos, uno no puede por menos de sentirse un poco sobrecogido: un poco intimidado por el misterio que, sin duda, nos acecha, dejándose presentir en hechos como éste. Luego, el accidente conocido... La muerte... Trasladaron su cadáver a París, y fue entonces cuando hice estos otros apuntes, post mortem..." »Y ahora el escultor me mostraba unos dibujos más, del bello rostro de Isadora sumido en una suprema calma; unos dibujos en los que la danzarina se ofrece excepcionalmente quieta e impasible, como dormida. «"Trasladamos sus restos al cementerio de Pere 178

Lachaise, y, conforme a los deseos que había expresado Isadora en más de una ocasión, se la incineró." «Nuevamente buscó y rebuscó Ciará en sus carpetas de apuntes de la bailarina, y habiendo encontrado los que le interesaban en aquel momento, los puso en mis manos. »"Estos otros dibujos los hice ya sin ella delante, solo en mi estudio, de regreso del cementerio... Mire cómo flotan esos velos... Los dibujé pensando en el fuego que consumió los restos de ella, en las llamas en que se deshizo el cadáver..." »Y, finalmente, me dijo el artista, al resumir aquella vida reducida a cenizas en el crematorio del Pere Lachaise: »Fue muy desgraciada la pobre Isadora. La persiguió un signo trágico. Y ella misma sospechaba en sí una fuerza maléfica cuya proyección hacía cundir la desgracia en torno suyo."»

179

APÉNDICE

BIO-CRONOLOGIA DE LAS ARTISTAS DE LA DANZA

La Fontaine (1655-1738) Pasa por ser la primera bailarina profesional, la primera que da el salto entre los bailes de sociedad y la danza como espectáculo artístico. Este fenómeno se produce con la representación de «El triunfo del Amor», de Lulli y Quinault, en 1681, aun cuando todavía sigue manteniéndose un marco tradicional. Por otro lado, el repertorio de La Fontaine es extremadamente amplio: minueto, pavana, sarabanda, gavota, chacona, gallarda, etc. Marie Subligny (1666-1736) Durante los quince años en que fue primera bailarina de la Opera de París estrenó, entre otros, los siguientes ballets: «Atis» (1698), «La Europa galante», «Proserpina» (1699), «Acis y Galatea», «Armida» (1703), «Ifiginia en Táuride» (1704). En las temporadas 1700-1702 actuó en Londres, en donde profesionalizó el baile. 183

Francxñse Prévost (1680-1741) En 1705 sucedió a la Subligny en la Opera de París, en donde había debutado en 1699. Junto con Jean Balón ejecutó una adaptación musical del «Horacio» de Corneillc (1708). En 1730 se retiró; mantuvo una larga relación sentimental con el caballero de Mesmes. Marie Sallé (1707-1756) Comienza a bailar a los 12 años. En 1727 actuó en la Opera de París con «Los amores de los dioses». Fue una innovadora; rechazó los atuendos ampulosos; así, por ejemplo, en el «Pigmalión» se presentó vestida con una túnica de muselina. Bailó alternativamente en París y Londres. Se retiró en 1740. La Camargo (1719-1770) Su verdadero nombre era Marie-Anne Cuppi; nacida en Bruselas, su madre era de ascendencia española; muy joven fue llevada a París para que recibiera lecciones de la Prévost. Tuvo su consagración en «Los caracteres de la danza» (1726), y su fama le mereció la animosidad de su maestra. En 1734 dejó la Opera, pero volvió en 1740 para retirarse definitivamente en 1751. Vivió con lujo y murió modestamente, tras haber mantenido relaciones con hombres tan importantes como el duque de Richelieu o el conde de Melun.

184

Mademoiselle La Fontaine.

La Barberina (1721-1799) De nombre Barberina Campanini, natural de P a r m a , debutó en la Opera de París en 1738 con «Los Talentos líricos», de Rameau. Federico el G r a n d e estuvo enamorado de ella y la hizo condesa. T e r m i n ó siendo abadesa.

Lyonnois N a c i d a hacia 1728, su verdadero nombre era Marie-Franc.oise Rempon. Estuvo en la Opera de París, c o n frecuencia al lado de su hermano, de 1740 a 1767. Representó todo el repertorio de la época y su especialidad era la gambeta.

Louise-Madeleine Lany (1733-1777) El escenario de sus actuaciones, de 1743 a 1767, fue la Real Academia de Música, mientras que su h e r m a n o , Jean Barthélcmy Lany, bailarín y director de ballet, actuaba en la Opera.

Mlle Puvigné Vinculada durante largos años (1743-1760) a la O p e r a de París, tuvo frecuentes enfrentamientos con Thérése Vestris por motivos profesionales, como en «Acis y Galatea», de Campistron v Lullv (1752), y en «Castor y Pollux» (1754).

187

Thérése Vestris (1726-1808) Llegó a París en 1747, procedente de Italia, y actuó en la Opera, unas veces junto con su hermano Gaetano («Las empresas del amor», «Los amores de los dioses» y «Amadís») y otras sola («Alcestes»). Mantuvo dura rivalidad con la Puvigné y con la Lany.

Marie Allard (1742-1802) Nacida en Marsella, trabajó en Lyon antes de pasar a la Opera de París en 1761, un año después de haberse casado con Gaetano Vestris, con quien tuvo un hijo, Augusto, que también fue famoso bailarín. Era una consumada maestra en todos los bailes de la época (rigodón, gavota, tamborin, etc.). La Guimard (1743-1816) Nació en París y fue apodada «La Araña». Perteneció al cuerpo de baile de la Comedia Francesa. Debutó en la Opera de París con «Los caracteres de la Danza» (1762); presentó todo el repertorio de Noverre y Gardel. Llevó una vida fastuosa y se construyó un palacio con un gran teatro; fue consejera de María Antonieta en materia de modas. Anne Victoire Dervieux (1752-1826) Tenía sólo veintidós años cuando se retiró de la Opera de París, en donde había debutado cuando apenas había cumplido los trece. El resto de su vida pertenece a la crónica galante. Conoció un importante éxito en «Zoroastro» (1170) v en «Pigmalion» (1772). 188

Mane-Anne Cuppi, llamada La Camargo.

Mlle Dorival Debutó en la Opera de París en 1773. Su enfrentamiento con Gaetano Vestris por motivos profesionales dio con la Dorival en la cárcel; la presión del público obligó a Vestris a gestionar su libertad. Anne Heinel (1753-1808) Nació en Bayreuth y debutó en Stuttgart (1767) dirigida por Noverre. Permaneció en la Opera de París de 1768 a 1782. Se la comparó, por su precisión, su seguridad y su aplomo, con el gran Vestris, con el que mantuvo una gran rivalidad, hasta que se casaron en 1792 (habían tenido un hijo en 1791); antes había estado casada con el bailarín Fierville.

Rose Gardel En 1795 casó con el célebre bailarín y comediógrafo Pierre Gardel, después de haber actuado en el teatro Nicolet y debutado en la Opera de París en 1787. De ella dice Housaye que «bailaba tan bien Psique que se la hubiera tomado por el Amor». Clotilde (1776-1826) Llamada Clotilde-Augustine Malflattrai o Malfleuroy, debutó en la Opera de París en 1793 con «El juicio de Paris», de Gardel, y representó los papeles de Psique en «Callipso» y de Cleopatra en «Los amores de Antonio y Cleopatra», de Aumen (1808). Estuvo algún tiempo casada con el compositor Boieldieu. 191

Mlle Aimée (1777-1809) Su nombre era Anne-Cathérine Angier y debutó en la Opera de París en 1793. No tuvo suerte en su matrimonio con Augusto Vestris, el hijo de Gaetano y Marie Allard, y murió de melancolía.

Louise Chameroy (1779-1802) Amiga y compañera de baile de Augusto Vestris, debutó en la Opera de París en 1796; murió de tuberculosis a los veintitrés años. Destacó en el papel de Cupido en «Telémaco en la isla de Calipso» (1790). Mlle Chevigny Le dio renombre su participación, junto con Mlle Clotilde, en el ballet de Aumer y Krentzer «Los amores de Antonio y Cleopatra» (1808). María Medina de Vigano Esta bailarina española va asociada a la fama de su marido, el bailarín y coreógrafo Salvatore Vigano (1769-1821), con el que recorrió toda Europa. Actuaron en España con motivo de las fiestas de la Coronación de Carlos IV. Amalia Brugnoli Formando pareja con su marido, Paolo Samengo, conoció la fama durante la década 1820-1830. En el ballet de L. Henry, «Dircea», presentado en Milán (1826), practicó la técnica del baile sobre las puntas de los pies. 192

La Guimard.

Emüie Bigottini (1784-1858) Magnífica bailarina y mejor actriz, trabajó en la Opera de París de 1801 a 1823; tuvo dos grandes éxitos en «Nina o la loca por amor» (1813), y en «Los pajes del duque de Vendóme» (1820). Volvió a la escena en el Odeón en 1827, e inspiró a Auber «La muda de Portici». En 1806 consiguió su mayor éxito en «Pablo y Virginia», de Gardel. Fanny Bias (1789-1826) Fue una de las iniciadoras del baile sobre las puntas de los pies. Debutó en la Opera de París, en mayo de 1807, con «Ingenia en Aulide». En 1821 actuó en Londres. María Danilova (1793-1810) Aunque murió tuberculosa y desengañada de amores con el bailarín Duport a los diecisiete años, debutó y obtuvo un gran éxito en «Los amores de Venus y Adonis», cuando no había salido aún de la Escuela Imperial de Ballet de San Petersburgo. Advotia Istomina (1799-1848) Se formó en la Escuela Imperial de Ballet de San Petersburgo, discípula de Ch.-L. Didelot. En 1828 estrenó «Nina o la loca por amor», de L.-J. Milon y Persius, y en 1838 «Los pajes del duque de Vendóme», de J. Aumer y Gyrowitz; los dos acontecimientos tuvieron lugar en San Petersburgo. Fue una de las precursoras del baile sobre las puntas de los pies. Pushkin le dedicó un poema en el prólogo de Eugene Qnieguin. 195

U s e Noblet (1803-1852) Buena bailarina y buena actriz, es la más famosa de las tres hermanas Noblet; actuó en la Opera de París de 1818 a 1841. Su principal éxito lo tuvo con «La Sílfide» (1832). También obtuvo importantes éxitos en Londres, en donde trabajó de 1821 a 1824. La Taglioni (1804-1884) Perteneciente a una dinastía de bailarines y maestros de ballet, entre los que destaca su padre, Felipe Taglioni (177-1871), nació en Estocolmo de madre sueca. Su nombre va ligado a la imposición definitiva del baile sobre las puntas de los pies y del traje blanco de muselina y demás elementos del atuendo de las bailarinas, tal como es de uso en la actualidad (el diseño lo hizo Eugéne Lamí). Su vida artística fue de una gran movilidad. Entre sus múltiples éxitos figuran: «La Ninfa en el país de Terpsícore», «El Siciliano», «Guillermo Tell», «El dios y la bayadera», «Roberto el diablo», «La Sílfide», «Natalia o la lechera suiza», «Brasilia», «La hija del Danubio», etc. Se retiró en 1837. Por su matrimonio era condesa Gilbert de Voisins.

Pauline Leroux (1809) Fue una de las figuras del ballet romántico en la Opera de París; también bailó en Londres.

Anne Heinel. 196

Fanny Elssler (1810-1884) Nació en Viena ( s u padre era copista de Haydn). En 1819 entró a f o r m a r parte del cuerpo de baile del Hoftheater de Viena, dirigido por r. Taghoni; bailaba con su h e r m a n a Teresa, ésta distrazada de hombre. Debutó en la Opera de París, en 1834, con «La Tempestad» de Corelli. Teófilo Gautier la definió como encarnación de la sensualidad pagana, en contraposición a la Taglioni, de inspiración cristiana. Sus dos n ú m e r o s más famosos fueron la cachucha del «Diablo Cojuelo», de Corelli, y la cracoviana de «La Gipsi», de Mazilier. Actuó en Londres, en Norteamérica (1840-1842) y en Rusia (1843). Se retiró en 1851.

Pauline Duvernay (1813-1894) Debutó en la O p e r a de París en 1831 con «Marte y Venus» y confirmó su fama en «El dios y la bayadera». Tras un i n t e n t o fallido de suicidio se casó en Londres, donde también actuó con éxito, con un rico banquero.

Fanny Cerrito (1817-1899) Debutó en Ñapóles en 1832 y se consagró en Londres con «La Silfide» (1840) y con «Pas-deQuatre» (1845). En 1845 casó con el bailarín SaintLéon, junto al cual interpretó «La filie de marbre» en la Opera de París en 1847.

199

Heléne Andreayanova (1819-1857) Primera bailarina rusa que actuó fuera de su país. Formada en la Escuela Imperial de Ballet de San Petersburgo, bailó en la Opera de París (1845) y en la Scala de Milán. En 1842 presentó «Giselle» en Rusia. Carlota Grisi (1819-1899) Fue el gran amor de Teófilo Gautier. A los diez años era primera bailarina en la Scala de Milán. Casó con el coreógrafo y bailarín Jules Perrot, su maestro; con él actuó en Londres, Viena, Milán, Munich. Debutó en la Opera de París, en 1841, en «La favorita», con Lucien Pepita. Su gran éxito fue «Giselle», con libreto de Gautier. Otros estrenos: «La bella muchacha de Gante» (1842), «La Peri» (1843), «Esmeralda» (1844), «Paquita» (1845), «El paso de cuatro» (1845). Actuó con frecuencia en Londres, de 1842 a 1851. En 1850 presentó «Giselle» en el teatro María de San Petersburgo. Tuvo una hija, Ernestine, con el príncipe Radzivill. Se retiró en 1853.

Lucile Grahn (1819-1907) Nacida en Dinamarca, debutó en 1834 en el Teatro Real de Copenhague, en 1838 en la Opera de París, en 1843 en San Petersburgo, en 1845 en Londres («Pas-de-Quatre», de Perrot y Pugni) junto con Taglioni, Grisi y Cerrito.

Marie Taglioni, llamada La Taglioni.

200

^

Adéle Dumilatre (1821-1909) Debutó en la Opera de París en 1840 y allí permaneció hasta 1848. Obtuvo un gran éxito en 1841 con «Giselle». Su hermana Sofía también fue bailarina. Adeline Plunkett (1824-1910) Nacida en Bélgica, fue la gran estrella de la Opera de París en dos etapas: 1845-1852 y 1855-1857; uno de sus momentos culminantes lo tuvo en el papel de Vert-Vert en el ballet de Mazilier (1851). Carolina Rosati (1826-1905) Como ya empezaba a ser normal entre las figuras del ballet, recorrió los principales escenarios de Europa: Verona, en su Italia natal; la Opera de París (1853 y 1859); Londres y San Petersburgo. Se retiró en 1862. Amalia Ferraris (1830-1904) Inició su carrera en su país natal, Italia: comenzó en la Scala de Milán (1844), siguió en el teatro San Carlos de Ñapóles, después en distintos lugares de Italia, para continuar en Londres y Viena y finalizar en la Opera de París (1856-1863). Se retiró en 1868. Debutó en París con «Les Elfes».

203

Sophie Fuoco (1830-1916) Se consagró en la Opera de París por los años 1846-1850. Era italiana y su principal característica radicaba en la fuerza de sus puntas. Obtuvo un gran éxito en el ballet de J. Perrot, «Catharina».

Emma Livry (1842-1863) Su verdadero nombre era Emma Emarot. Debutó a los dieciséis años en la Opera de París con «La Silfide». Su carrera quedó truncada por un accidente: estando ensayando «La Muda de Portici» se le incendió el traje de baile.

Léontine Beaugrand (1842-1925) Se formó en la Escuela de la Opera de París y su triunfo tuvo lugar en este teatro, en 1864, con «Diavolino», de Saint-Leon. Fue actriz además de bailarina. Se retiró en 1880. Teófilo Gautier, que la vio actuar en «Copelia», la consideró como la continuadora de la Grisi.

Eugénie Fiocre (1845-1908) Se consagró al sustituir a Marie Vernon en «La Muda de Portici», en 1865 y siguió bailando en la Opera de París hasta 1875. Su interpretación más lograda fue el personaje de Frantz en «Copedia».

Carlota Grisi. 204

Virginia Zuchi (1847-1930) Aunque italiana, formada en Padua, bailó en toda Europa pero se consagró en Rusia, en donde obtuvo un gran éxito, en 1885, en «La hija del Faraón». Inspiró a Benois para la creación de los decorados de los ballets de Diaghilev. Rosita Mauri (1849-1923) Después de ser primera figura del Teatro Principal de Barcelona desde 1868, fue la gran estrella de la Opera de París de 1878 a 1907. Su primer gran éxito lo constituyó el «Polyeucto» de Gounod, y sus dos grandes creaciones fueron «La Korrigane» (libreto de Coppée, música de Widor y coreografía de Mérante), en 1880, y «Dos Pichones» (libreto de Regnier, música de Messager y coreografía de Mérante), en 1886. Para Coppée era la «danza personificada». Rita Sangalli (1851-1909) Tras su debut en la Scala de Milán, inició una permanente gira por todo el mundo: París, Londres, Viena, Nueva York... Pasó repetidas veces por la Opera de París, pero nunca perteneció a su elenco fijo, como estaba siendo habitual. En un punto tan alejado geográfica y artísticamente como Salt Lake City se llegó hasta el extremo de construir un teatro de madera para sus actuaciones.

207

Pierina Legnani (1863-1923) Su consagración fue en San Petersburgo, a donde llegó después de haber bailado por toda Europa (Milán, París, Londres, Madrid) y en donde permaneció en 1893 a 1901. Mereció la excepcional categoría de «primera bailarina absoluta». Julia Subra (1866-1908) Due durante varios años (1852-1898) la estrella de la Opera de París. Su especialidad eran los números sentimentales e ingenuos. Olga Preobrajenskaya (1871) Doblemente benemérita como profesional de la danza: superó con enorme fuerza la voluntad y con unas excepcionales facultades artísticas su cojera y prodigó sus conocimientos teóricos y prácticos por medio de la enseñanza. Se formó en la Escuela de San Petersburgo y debutó en el teatro María de la misma ciudad, en donde no llegó a ser estrella hasta 1898. En 1925 se estableció en París y montó una acreditadísima Academia de baile.

Antonine Meunier (1877) Recogió sus experiencias profesionales y sus estudios sobre el arte escénico en un libro titulado Danza clásica (publicado en 1931). Fue primera bailarina de la Opera de París. De 1901 a 1926 fue profesora en el Conservatorio de Mimi Penson. Rosita Mauri.I

208

Matilde Kschesinskaya (1872) Es la única artista que, junto con Pierina Legnari, posee el título de «primera bailarina absoluta». Formada en la Escuela imperial de Ballet de San Petersburgo, formó parte del cuerpo de baile y fue primera figura del teatro María. Su principal creación fue «La hija del Faraón», y formó pareja con Nijinsky en los Ballets de Diaghilev. Fue la bailarina favorita del zar y casó con el gran duque Andrés: de ahí su título de princesa Krazinska. En 1917 se estableció en Parí y montó una academia de baile. Ruth Saint-Denis (1877) Su verdadero nombre era Ruth Denmns. Contemporánea de Isadora Duncan y americana como ella. Su manera interpretativa y sus presupuestos teóricos están inspirados en las danzas orientales, por influencia de su pareja Ted Shawn, con el que fundó la «Denishawn», mitad ballet, mitad academia. Se la considera como la fundadora de la escuela expresionista americana.

211

BIBLIOTECA HISTÓRICA

ÍNDICE Página

Introducción I. Rasgos esenciales II. Una original puesta en escena III. Persiguiendo el destino locamente IV. De Nueva York a París pasando por Londres. V. La gran ocasión... perdida VI. «Habitada por Wagner» VIL Arte, amor y maternidad VIII. Sueños y realidades IX. El sentido de la vida y de la muerte X. Confesiones de un corazón herido XI. Anillos para dos corazones solitarios XII. La tragedia final Apéndice: Bio-cronología de las artistas de la danza

7 9 31 39 57 69 79 91 101 113 113 157 169 181

Related Documents


More Documents from ""

Cuentos
February 2021 4
February 2021 4
111 El Arca.pdf
March 2021 0