Miguel Polaino Navarrete - Lecciones Derecho Penal - Parte General Tomo I

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Copyright © 2013. Difusora Larousse - Editorial Tecnos. All rights reserved. Polaino, Navarrete, Miguel. Lecciones de derecho penal. Parte general. Tomo I, Difusora Larousse - Editorial Tecnos, 2013. ProQuest Ebook Central, http://ebookcentral.proquest.com/lib/bibliotecaustasp/detail.action?docID=4870484. Created from bibliotecaustasp on 2018-08-04 08:36:20.

Miguel Polaino Navarrete Catedrático de Derecho Penal en la Universidad de Sevilla

Lecciones de Derecho penal Parte general

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TOMO I

Polaino, Navarrete, Miguel. Lecciones de derecho penal. Parte general. Tomo I, Difusora Larousse - Editorial Tecnos, 2013. ProQuest Ebook Central, http://ebookcentral.proquest.com/lib/bibliotecaustasp/detail.action?docID=4870484. Created from bibliotecaustasp on 2018-08-04 08:36:20.

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A Maríasoledad

Polaino, Navarrete, Miguel. Lecciones de derecho penal. Parte general. Tomo I, Difusora Larousse - Editorial Tecnos, 2013. ProQuest Ebook Central, http://ebookcentral.proquest.com/lib/bibliotecaustasp/detail.action?docID=4870484. Created from bibliotecaustasp on 2018-08-04 08:36:20.

Contenido NOTA PRELIMINAR DEL AUTOR LECCIÓN 1.ª CONFIGURACIÓN CIENTÍFICA DEL MODERNO DERECHO PENAL: HACIA UNA TEORÍA FUNCIONALISTA Y NORMATIVISTA DEL DERECHO PENAL I. Teoría general del Derecho y Derecho penal 1. ¿Qué es el Derecho? ¿Qué es el Derecho penal? 2. Contenido científico del Derecho penal 3. Denominación técnica de la asignatura II. Las dimensiones básicas del Derecho: de la teoría tridimensional a la teoría pluridimensional del Derecho 1. Dimensión social 2. Dimensión normativa 3. Dimensión valorativa 4. Dimensión temporal 5. Dimensión personal 6. Otras (posibles) dimensiones III. El sistema normativo-funcionalista del Derecho penal 1. El Derecho penal como subsistema social 2. El renacimiento del concepto de persona en la teoría de Jakobs: persona versus individuo 3. Articulación de los conceptos de norma, persona y sociedad en Jakobs

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LECCIÓN 2.ª CONOCIMIENTO Y OBJETO DE CONOCIMIENTO EN DERECHO PENAL I. Objeto de conocimiento: el Derecho penal positivo II. Conocimiento del objeto: la Dogmática jurídico-penal III. Método del conocimiento del objeto: la Ciencia del Derecho penal IV. Utilidad del objeto de conocimiento: la Política criminal 1. Concepto, origen, naturaleza 2. Política criminal y Derecho penal 3. ¿Integración de Dogmática penal y Política criminal?

LECCIÓN 3.ª CONCEPTO DOGMÁTICO DE DERECHO PENAL (I): DELITO Y PENA I. Concepto dogmático de Derecho penal: formulación y elementos II. Binomio esencial: delito y pena III. Fundamento de la pena: la necesidad de la sanción penal IV. Naturaleza y esencia de la pena V. Teorías de la pena 1. Teorías absolutas (o de la retribución) 2. Teorías relativas (o de la prevención) 3. Teorías mixtas (de la unión o de la unidad) VI. Resumen y toma de postura: la función de la pena 1. Prevención especial 2. Prevención general

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LECCIÓN 4.ª CONCEPTO DOGMÁTICO DE DERECHO PENAL (II): DELITO Y MEDIDA DE SEGURIDAD. REPARACIÓN A LA VÍCTIMA I. El binomio peligrosidad criminal y medidas de seguridad II. Clases de medidas de seguridad 1. Medida de seguridad originaria o reemplazante 2. Medida de seguridad complementaria o suplementaria de la pena 3. Medida de seguridad substitutiva o vicarial 4. ¿Medida de seguridad inocuizadora? III. Compatibilidad de pena y medida de seguridad 1. Los sistemas tradicionales: monismo y dualismo 2. El sistema vicarial IV. La reparación a la víctima como tercera vía de solución de los conflictos penales 1. Nacimiento y auge de la idea de la reparación 2. Concepto y naturaleza jurídica de la reparación a la víctima

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LECCIÓN 5.ª LEGITIMACIÓN DEL SISTEMA PUNITIVO DEL ESTADO I. Ius poenale y Ius puniendi: las dimensiones del Derecho penal II. La discutida naturaleza del Ius puniendi 1. El Ius puniendi como atributo de la soberanía del Estado 2. El Ius puniendi como derecho a exigir obediencia jurídica 3. El Ius puniendi como pretensión punitiva frente al delincuente 4. Naturaleza del Ius puniendi en los momentos de la vida de la norma III. Titularidad del Ius puniendi 1. El Estado como titular del Ius puniendi 2. La Unión Europea como titular de Ius puniendi 3. ¿Son las Comunidades Autónomas titulares de Ius puniendi? 4. La problemática de los delitos «privados» y «semiprivados»: ¿Una excepción a la titularidad estatal del Ius puniendi? IV. Relaciones entre Ius poenale y Ius puniendi 1. Definición del Derecho penal como Ius puniendi 2. Definición del Derecho penal como Ius poenale 3. Posturas legitimadoras de la potestad punitiva estatal 4. Posturas deslegitimadoras o limitadoras de la potestad punitiva estatal: el movimiento abolicionista VI. Presente y futuro del Derecho penal: su legitimación ante los nuevos fenómenos expansivos 1. Perspectivas del Derecho penal deseado: Derecho penal mínimo 2. Perspectivas del Derecho penal actual

LECCIÓN 6.ª FUNCIONES DEL DERECHO PENAL EN EL ESTADO SOCIAL Y DEMOCRÁTICO DE DERECHO I. Protección de bienes jurídicos (y prevención de la criminalidad) II. Protección de la vigencia de la norma III. ¿Función de control social? IV. ¿Función ético-social (tutela del «mínimo ético»)? V. ¿Función promocional? VI. ¿Función simbólica? VII. Recapitulación y toma de postura: sobre la compatibilización de la Tutela de bienes jurídicos y la protección de la vigencia de la norma

LECCIÓN 7.ª LÍMITES DEL SISTEMA PUNITIVO DEL ESTADO: PRINCIPIOS CONSTITUCIONALES DEL DERECHO PENAL Polaino, Navarrete, Miguel. Lecciones de derecho penal. Parte general. Tomo I, Difusora Larousse - Editorial Tecnos, 2013. ProQuest Ebook Central, http://ebookcentral.proquest.com/lib/bibliotecaustasp/detail.action?docID=4870484. Created from bibliotecaustasp on 2018-08-04 08:36:20.

I. Primacía de la Constitución y límites del Ius puniendi del Estado II. Límites constitucionales en sentido estricto 1. Principio de legalidad 2. Principio de igualdad 3. Principio de humanidad o respeto a la dignidad personal 4. Principio de proporcionalidad o prohibición de exceso 5. Principio ne bis in idem III. Límites constitucionales objetivo-funcionales 1. Principio del acto 2. Principio de culpabilidad normativa personal 3. Principio de protección de bienes jurídicos 4. Principio de prevención 5. Principio de resocialización 6. Otros principios penales

LECCIÓN 8.ª DERECHO PENAL DE ACTO VERSUS DERECHO PENAL DE AUTOR O DE LA VOLUNTAD I. La espiritualización del sistema punitivo 1. El Derecho penal de autor 2. El Derecho penal de la voluntad o del ánimo II. Postulados esenciales del Derecho penal de acto 1. La necesidad de una acción humana («principio del acto») 2. Imputación subjetiva frente a responsabilidad objetiva

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LECCIÓN 9.ª CARÁCTER NORMATIVO DEL DERECHO PENAL: LA NORMA JURÍDICO-PENAL I. El Derecho penal como ordenamiento normativo II. Estructura lingüística de la norma jurídica III. Naturaleza de la norma jurídica 1. Teorías imperativistas 2. Teorías antiimperativistas 3. Teorías eclécticas IV. Funciones de la norma jurídica y ordenamiento penal 1. Función de regulación de la vida social 2. Función de valoración y función de determinación 3. ¿Función de motivación de la norma a los ciudadanos? V. Recapitulación y toma de postura: la norma jurídico-penal en dinámica funcional 1. El agotamiento del debate entre «imperativismo» y «valorativismo» en la estructura de la norma 2. Estructura dinámica y esencia funcional de la norma jurídico-penal

LECCIÓN 10.ª CARACTERES PÚBLICO, COACTIVO, FRAGMENTARIO Y SUBSIDIARIO DEL DERECHO PENAL I. Carácter público 1. Derecho público versus Derecho privado 2. ¿Es el Derecho penal una rama del Derecho privado? 3. El Derecho penal como Derecho público: fundamentos II. Carácter coactivo III. Carácter fragmentario IV. Carácter subsidiario 1. Ultima ratio del Ordenamiento jurídico 2. Crítica al «principio de intervención penal mínima»

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LECCIÓN 11.ª DOCTRINA GENERAL DE LAS FUENTES DEL DERECHO PENAL I. Planteamiento general de las fuentes del Derecho: clases de fuentes II. ¿Rige en el Derecho penal la teoría general de las fuentes del Derecho? Las fuentes de creación del Derecho penal 1. Ley 2. ¿La costumbre como fuente del Derecho penal? 3. ¿Principios generales del Derecho? 4. ¿Jurisprudencia? 5. ¿Tratados Internacionales?

LECCIÓN 12.ª EL PRINCIPIO DE LEGALIDAD PENAL (NULLUM CRIMEN, NULLA POENA SINE LEGE) I. El principio de legalidad como principio fundamental del Estado de Derecho II. Evolución histórica: antecedentes, formulación y vicisitudes III. Contenido del principio de legalidad penal: su programa dogmático y político-criminal 1. Principio de taxatividad («nullum crimen, nulla poena sine lege certa») 2. Principio de prohibición de analogía («nullum crimen, nulla poena sine lege stricta») 3. Principio de prohibición de retroactividad («nullum crimen, nulla poena sine lege praevia») 4. Principio de prohibición de Derecho consuetudinario («nullum crimen, nulla poena sine lege scripta») 5. Otros principios procesales IV. Plasmación positiva del principio de legalidad 1. Previsión constitucional y penal 2. Reserva de Ley Orgánica: concepto y caracteres 3. ¿Reserva de Ley Orgánica en Derecho penal?

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LECCIÓN 13.ª INTEGRACIÓN E INTERPRETACIÓN DE LA LEY PENAL I. Fases de la vida del Derecho y principio de legalidad II. Integración e interpretación de las leyes penales 1. Trascendencia de la interpretación del Derecho: ¿in claris non fit interpretatio? 2. Visión general de la integración y de la interpretación: diferencias y semejanzas III. Las llamadas fuentes de integración de los tipos penales 1. Ámbito material de la integración: estructura de los tipos legales 2. Medios de integración de los tipos legales IV. Las llamadas fuentes de interpretación de las leyes penales 1. Concepto y grado de interpretación 2. Técnicas de interpretación

LECCIÓN 14.ª LA LEY PENAL EN EL ESPACIO: PRINCIPIOS TERRITORIAL, PERSONAL, ESTATAL Y UNIVERSAL I. Coordenadas condicionantes de la validez de la ley penal: espacio, tiempo y persona II. Principio territorial 1. Orígenes y formulación del principio de territorialidad 2. Fundamentos del principio territorial 3. Previsión legal 4. Ámbito de relevancia: el concepto normativo de «territorio» III. Principio personal 1. Significado, fundamentos y límites 2. Modalidades del principio personal 3. El principio personal en la legislación penal española IV. Principio nacional-estatal 1. Significado y fundamento

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2. Regulación positiva en la legislación española V. Principio universal 1. Bienes jurídicos de la comunidad mundial 2. La trascendencia del principio de Justicia universal en la jurisprudencia constitucional 3. El principio de Justicia universal en la legislación española 4. La internacionalización de la Justicia penal: la Corte Penal Internacional

LECCIÓN 15.ª LA LEY PENAL EN EL TIEMPO. VALIDEZ TEMPORAL DE LA LEY PENAL: IRRETROACTIVIDAD Y RETROACTIVIDAD I. Límites cronológicos de vigencia de la ley penal 1. Momentos de la vida de la ley penal 2. Modificación y extinción de la ley penal II. Irretroactividad de la ley penal 1. Proclamación positiva 2. Fundamentos materiales de la irretroactividad penal III. La retroactividad de la ley penal favorable como principio general: proclamación legal, fundamentos y alcance IV. Supuestos básicos de sucesión de leyes penales 1. Ley 1 (impune) – Ley 2 (criminalizadora) 2. Sucesión de leyes penales de igual gravedad 3. Sucesión cronológica de una ley penal por otra menos grave 4. Sucesión cronológica de una ley penal por otra más grave V. Supuestos complejos de sucesión de leyes penales: ley penal intermedia VI. Ley penal temporal

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LECCIÓN 16.ª VIGENCIA PERSONAL DE LA LEY PENAL I. El principio de igualdad y sus excepciones II. Indemnidades o inviolabilidades 1. Inviolabilidad del Jefe del Estado 2. Inviolabilidad parlamentaria 3. Inviolabilidad del Defensor del Pueblo 4. Inviolabilidad de los Magistrados del Tribunal Constitucional III. Exenciones IV. Inmunidades 1. Inmunidad parlamentaria 2. Inmunidad del Defensor del Pueblo 3. Inmunidad judicial V. ¿Son constitucionalmente aceptables las prerrogativas personales?

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NOTA PRELIMINAR DEL AUTOR Agotadas las ediciones anteriores de mi Derecho Penal, Parte General (tomo I, Fundamentos científicos del Derecho penal, 6.ª ed., Bosch, Barcelona, 2008—reimpresión de 2012—, y tomo II, Teoría jurídica del delito, vol. I, 1.ª ed., Bosch, Barcelona, 2000), así como de mis Lecciones de Teoría del delito (Mergablum, Sevilla, 1.ª ed.: 2010, 2.ª ed.: 2011 y 3.ª ed.: 2012), los nuevos planes de estudio, adecuados a las directrices de Bolonia, aconsejan perentoriamente la configuración de unas nuevas obras docentes esencialmente dirigidas al alumnado de la asignatura. Mi idea es ofrecer en tres volúmenes la exposición completa de la disciplina: en este primero se analizan los Fundamentos científicos del Derecho penal; en un segundo, que proseguirá acto seguido, me ocuparé de la Teoría jurídica del delito; y, finalmente, en un tercer volumen, afrontaré —espero que no tardando— el tratamiento de las Consecuencias jurídicas del hecho punible. De este modo, los estudiantes que cursan por primera vez esta asignatura dispondrán de un material básico de estudio, expuesto de manera concisa y accesible al mismo tiempo. Con la publicación de estas Lecciones de Derecho penal, Parte general, además de las que sobre Parte especial coordinadas por quien suscribe ha publicado precedentemente la Editorial Tecnos a lo largo de los últimos años (2010: tomo I, y 2011: tomo II), albergo el deseo de que se satisfaga una exigencia docente que se muestra apremiante en el marco del nuevo diseño y alcance de los planes de estudios actuales: la de ofrecer al estudioso una imagen veraz, didáctica, accesible y completa de una materia tan tradicional, pero también tan actual, como la presente. Todo ello ha de entenderse sin perjuicio del compromiso académico gustosamente asumido por el Autor con la muy prestigiosa casa editorial Bosch, de Barcelona—con la que, desde que la misma publicara en 1982 mi estudio monográfico titulado Delitos de incendio en el Ordenamiento penal español, mantengo cordiales relaciones profesionales de reconocimiento y estimación— en orden ahora a una próxima e inaplazable edición del volumen II y último de mi (inconclusa) Teoría jurídica del delito, que por mor de innumerables quehaceres universitarios dentro y fuera de nuestro país se ha visto ya durante excesivo tiempo interrumpida. Prof. Dr. Dr. h. c. mult. Miguel POLAINO NAVARRETE Universidad de Sevilla, en los albores de 2013

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LECCIÓN 1.ª

CONFIGURACIÓN CIENTÍFICA DEL MODERNO DERECHO PENAL: HACIA UNA TEORÍA FUNCIONALISTA Y NORMATIVISTA DEL DERECHO PENAL I. TEORÍA GENERAL DEL DERECHO Y DERECHO PENAL 1. ¿QUÉ ES EL DERECHO? ¿QUÉ ES EL DERECHO PENAL?

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Presupuesto del estudio del Concepto de Derecho penal es el análisis del contenido del Concepto de Derecho, que delimita la Teoría general del Derecho y fija el marco normativo en el que se integra el Derecho penal. La pregunta básica de todo investigador que se enfrenta al estudio del ordenamiento punitivo reza: ¿Qué es el Derecho penal?, cuestión cuyo presupuesto lógico es el interrogante: ¿Qué es el Derecho?, que se han formulado reiteradamente juristas y filósofos a lo largo de la Historia sin poder dar una respuesta generalmente aceptada, lo cual explica la diversidad de tendencias en la Teoría general del Derecho. Ya KANT resumió lacónica y acertadamente la dificultad de definir el Derecho: «todavía buscan los juristas una definición de su concepto de Derecho». Este autor puso de manifiesto la dificultad de conceptuar el Derecho (quid ius?), porque no debe limitarse el jurista a decir lo que es Derecho en un momento concreto (quid sit iuris?), esto es, lo que las leyes digan que es Derecho, sino que ha de encontrar un principio delimitador de lo justo y lo injusto, a efectos de conocer si lo dispuesto por las leyes es o no acorde a la idea de la Justicia: para ello, abogaba KANT por acudir a una valoración fundamentada en la razón y no en criterios meramente empíricos: «una Teoría del Derecho meramente empírica —decía KANT en la Metafísica de las costumbres— es como la cabeza de madera en la fábula de Fedro, una cabeza que puede ser hermosa, solo que ¡lástima! no tiene seso». Modernamente, Herbert HART —en un paradigmático libro titulado The Concept of Law, de 1961— resaltó que pocas cuestiones concernientes a la Sociedad humana han sido planteadas con tanta persistencia y respondidas por tantos solventes pensadores como la relativa a ¿qué es el Derecho? La amplia literatura dedicada a esta pregunta contrasta — según el citado autor— con la muy escasa dedicada a las cuestiones ¿qué es la Química? o ¿qué es la Medicina?, lo cual denota una profusión en la discusión jurídica, a menudo de estériles resultados y con medios de inusitada violencia.

Las mismas dificultades de definición surgen en el ámbito penal: el interrogante ¿Qué es el Derecho penal? no tiene fácil —ni única— respuesta, debido a la diversidad de significados que se confieren a los términos «Derecho» y «penal». Ninguna definición es completamente Polaino, Navarrete, Miguel. Lecciones de derecho penal. Parte general. Tomo I, Difusora Larousse - Editorial Tecnos, 2013. ProQuest Ebook Central, http://ebookcentral.proquest.com/lib/bibliotecaustasp/detail.action?docID=4870484. Created from bibliotecaustasp on 2018-08-04 08:36:20.

satisfactoria, porque en cierto sentido todas las definiciones pecan por omisión (no hay ninguna que abarque absoluta e irrefutablemente todos los elementos de lo definido). Por ello, más que a definir el concepto de Derecho penal, debe intentar ofrecerse una explicación lo más precisa posible del objeto de conocimiento, y con ello alcanzar una aproximación estricta a dicho concepto, que analice tanto su contorno como su dintorno, esto es, su contenido intrínseco y su delimitación exterior. 2. CONTENIDO CIENTÍFICO DEL DERECHO PENAL Es tradicional la división del Derecho penal en una Parte general y en una Parte especial. La Parte general del Derecho penal se ocupa del análisis de los conceptos e instituciones generales del Derecho penal (delito, pena, ley penal). La Parte especial se dedica al estudio y sistematización de las figuras de delito en particular (homicidio, asesinato, lesiones, violación, hurto, robo, etc.). Esta división tiene un valor didáctico y pedagógico, esto es, encuentra su reflejo tanto en los planes de estudio como en los Códigos penales de todo el mundo. Sin embargo, ambos sectores del Derecho penal no se hallan desconectados entre sí, sino que se exigen mutuamente: no es imaginable la una sin la otra. Dentro de la Parte general del Derecho penal, que ahora nos ocupa, a su vez, suele hacerse una subdivisión en tres Secciones, a saber:

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a) Fundamentos científicos (dogmáticos) del Derecho penal, que constituye una Introducción científica a la asignatura, deteniéndose en el estudio de tres materias: Concepto, Metodología y Fuentes de Derecho penal. b) Teoría jurídica del delito, que estudia sistemáticamente los elementos esenciales del delito (acción, tipicidad, antijuricidad, culpabilidad y punibilidad), donde muestra una especial relevancia la doctrina de la imputación objetiva y subjetiva del acto a su autor. c) Teoría de las consecuencias jurídicas del delito, que se ocupa del estudio de los instrumentos legales para la sanción jurídica y la prevención de la criminalidad: las penas y las medidas de seguridad.

3. DENOMINACIÓN TÉCNICA DE LA ASIGNATURA Hasta ahora, al referirnos a nuestra disciplina, hemos empleado la usual expresión Derecho penal. Hoy en día se trata del término más generalizado en nuestro entorno jurídico: en Alemania se emplea el término Strafrecht, en Italia Diritto penale, en Francia Droit pénal. En épocas pasadas imperó el término Derecho criminal, cuyo uso en España fue más bien esporádico y no excesivamente prolongado. La emplearon sobre todo los prácticos de los siglos XVI, XVII y XVIII y —más o menos generalizadamente— la doctrina y legislación hasta principios del siglo XIX: por ejemplo, el Plan de Código Criminal elaborado en 1787, otros proyectos del trienio liberal y aun incluso la —todavía hoy vigente— Ley de Enjuiciamiento Criminal. Pronto se impuso en nuestro país el término Derecho penal: todos los Códigos penales españoles decimonónicos (de 1822, 1848, 1850 y 1870) son intitulados Códigos

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penales y no Códigos criminales. También las principales obras científicas (Manuales y Comentarios) de la época emplean el término Derecho penal, consagrando esta denominación que ya había sido utilizada en la Edad Media (paradigmática es, en este sentido, la conocida obra De potestate legis poenalis, libri duo, de Alfonso DE CASTRO (1495-1558), publicada en Salamanca, 1550, que —a juicio de algunos autores— da principio a la moderna Ciencia española del Derecho penal, al constituir el primer Tratado sistemático de la asignatura). Una evolución parecida se vivió en Alemania, Italia y Francia. En la actualidad, el término Derecho criminal únicamente se emplea en el ámbito anglosajón: Criminal Law. Algún autor, como MAURACH, ha defendido el uso del término Derecho criminal porque alude al presupuesto (crimen) y no a la consecuencia (pena) del fenómeno delictivo. Sin embargo, con el término «crimen» no se alude correctamente al presupuesto delictivo: el crimen parece únicamente referirse a las infracciones de mayor gravedad, dejando fuera a las más leves (faltas). El término infracción criminal fue propuesto en la doctrina española por Quintiliano SALDAÑA, en 1920. Modernamente algún autor, como CEREZO MIR, ha apuntado que es más correcto el término «infracción penal» que el de «infracción criminal», por ser más acorde a la naturaleza de las faltas e incluso los delitos de escasa entidad. En nuestra opinión, una denominación que atendiera más correctamente al presupuesto sería, por ejemplo, Derecho delictual o Derecho de la infracción penal pero no han adquirido predicamento alguno. Sí lo ha hecho, sin embargo, la intitulación que alude a la consecuencia jurídica más definitoria de la disciplina: Derecho penal. Es evidente que esta denominación tampoco se libra de críticas: alude, sí, a la pena, como principal instrumento de lucha contra la delincuencia, pero deja fuera a la medida de seguridad, que habrá que entender, al menos de lege lata, incluida en el ámbito jurídico-penal. Ocasionalmente se han propuesto algunas otras denominaciones, que —por lo general— no han alcanzado mayor trascendencia: se trata de «ocurrencias individuales» (como las llama modernamente ZAFFFARONI), que no tienen más interés que el meramente histórico. Entre ellas, destaca la de Derecho protector de los criminales, empleada por el ilustre penalista Pedro DORADO MONTERO, en una conocida obra de 1915. Con esa expresión, que JIMÉNEZ DE ASÚA califica de «exacta» y propia de «la verdadera escuela española de moderna factura» y del «verdadero Positivismo crítico español», imperaría —según DORADO MONTERO— en el futuro, pretendía aludir a la pena como una forma de tutela del delincuente, que no es condenado por puro retribucionismo, sino con fines preventivos. La denominación de DORADO MONTERO, pionera en su momento en el pensamiento jurídico-penal europeo, no se ha impuesto en la actualidad, pero sí el espíritu que la animaba: la concepción relativa —no absoluta— de la pena, esto es, la legitimación del Derecho penal con fines preventivos (prevención general y especial), y no de retribución, construyendo «el auténtico tratamiento protector del porvenir» (JIMÉNEZ DE ASÚA) y adelantándose con ello a teorías criminológicas posteriores: no en vano, a DORADO se le ha considerado como un precursor de la teoría del labeling approach (así, COBO DEL ROSAL / BACIGALUPO) y de la «criminología crítica» (así, CUELLO CONTRERAS).

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Ejemplos de otras denominaciones de menor alcance son: Derecho represivo (PUGLIA), Derecho de lucha contra el crimen o el delito (THOMSEN), Derecho restaurador y Derecho sancionador (VALDÉS RUBIO), Derecho determinador (LABORDE), Derecho transgresional, Derecho de defensa social (ANTOLISEI, ANCEL) y Derecho de defensa individual y, sobre todo, la aludida de Derecho punitivo, que es indistintamente empleada en relación a las propias designaciones de Derecho criminal y Derecho penal.

II. LAS DIMENSIONES BÁSICAS DEL DERECHO: DE LA TEORÍA TRIDIMENSIONAL A LA TEORÍA PLURIDIMENSIONAL DEL DERECHO En el ámbito de la Teoría general del Derecho se ha desarrollado una doctrina, conocida como Teoría tridimensional del Derecho, fundada por el jurista brasileño Miguel REALE en 1940 y que cuenta con numerosos seguidores en diferentes países, y que pone de relieve las tres dimensiones esenciales de la experiencia jurídica, a saber: sociedad, norma y valor. Posteriormente, algunos partidarios de esta doctrina han defendido la necesidad de incorporar una nueva dimensión más, igualmente útil para el conocimiento del Derecho: el tiempo (mensurado a lo largo de la Historia), defendiéndose de esta manera una teoría tetradimensional del Derecho. En nuestra opinión, aun debe ampliarse más ese cupo de dimensiones jurídicas esenciales: por ejemplo, con el concepto de persona. Se impone, pues, una teoría pluridimensional, abierta y compleja, acorde con la Sociedad moderna. A continuación analizaremos brevemente cada una de estas dimensiones esenciales.

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1. DIMENSIÓN SOCIAL La primera dimensión del Derecho reside en que toda experiencia jurídica constituye un hecho social, es decir, un hecho con relevancia, significado o proyección social (así, OLIVECRONA). Es obvio que cuando una persona comete un homicidio, una defraudación a la Hacienda pública o un atentado contra la autoridad, etc., realiza actos antijurídicos que implican necesariamente una proyección social. El Derecho surge, ante todo, para intentar conseguir y garantizar un orden social determinado. Y por ello se habla del Derecho como un instrumento de control social: el Derecho se integra en la Sociedad, de modo que entre Sociedad y Derecho existe una recíproca interrelación, una mutua interdependencia. El Derecho penal, como sector del Ordenamiento jurídico, tiene igualmente una proyección social ineludible: impone una sanción penal (pena o medida de seguridad) a los responsables de un delito o falta precisamente porque tales acciones lesionan o ponen en peligro un bien jurídico imprescindible para la convivencia social (vida, integridad física, libertad sexual, honor, patrimonio, etc.): todo delito implica la lesión o puesta en peligro de un bien jurídico ajeno. Esta ajenidad del bien lesionado o puesto en peligro indica la

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proyección social del delito, porque la acción delictiva trasciende las barreras del individuo, lesionando ilegítimamente la esfera de otra persona, de manera que la Sociedad considera dicha acción como intolerable y merecedora de conminación penal. Esta dimensión social es irrenunciable en todo Ordenamiento jurídico democrático y en toda experiencia jurídica. Algunas excepciones a esta dimensión social se hallan en los regímenes totalitarios: por ejemplo, en la Alemania nazi se pretendió instaurar un Derecho de ánimo o de la voluntad, que no exigía la manifestación de la «voluntad criminal» al exterior (esto es, al mundo social) sino que bastaba que se acreditara la existencia de una «predisposición al crimen» en la psique del autor para que este (normalmente de una raza o de unas condiciones personales determinadas) pudiera ser sancionado. 2. DIMENSIÓN NORMATIVA

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La segunda dimensión esencial del Derecho es la normativa: todo Ordenamiento jurídico es un complejo de normas que son positivadas por un órgano legítimo de poder (poder legislativo) y recogidas en leyes u otras disposiciones legales. El conjunto de normas jurídicas escritas constituye —en oposición al Derecho natural— el Derecho positivo (de positum: lo que el legislador «pone» o «establece» como Derecho en la norma jurídica). La norma jurídica constituye un instrumento primario de interpretación jurídica y un elemento esencial del propio concepto de Derecho: la consecución del orden social solamente puede alcanzarse mediante la articulación de determinadas normas jurídicas, que conforman un complejo ordenado y sistemático: el Derecho es un sistema de normas, ordenado, unitario y coherente. Esta unidad y coherencia del Ordenamiento no obsta para que, en ocasiones, puedan producirse lagunas legales, que habrán de ser integradas o colmadas en la medida de lo posible, con los medios legales disponibles al efecto (v.gr. analogía, interpretación analógica, etc.). Sobre este tema trataremos al estudiar la ley penal y su interpretación.

3. DIMENSIÓN VALORATIVA Un tercer aspecto esencial del Derecho es la dimensión valorativa o axiológica. La valoración de los bienes es imprescindible para que el Derecho persiga sus fines de justicia, aseguramiento de las libertades, bien común, protección de bienes, prevención de la criminalidad, etc. El proceso de valoración normativa presenta las siguientes características: a) Ante todo, se trata de un proceso selectivo: el Derecho penal no puede prestar protección a todos los bienes por igual, sino que ha de limitarse a la protección de los bienes jurídicos o valores fundamentales de la persona o de la sociedad (vida, libertad, libertad sexual, etc.) y, además, únicamente frente a las agresiones más graves. b) Además, se rige por criterios valorativos de proporcionalidad. Una vez seleccionados

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los bienes o valores dignos, merecedores y necesitados de protección penal (v.gr. vida, libertad, intimidad, patrimonio, etc.), el Derecho penal no puede protegerlos por igual, con indiscriminada e inequitativa arbitrariedad, esto es, imponiendo a todas las distintas acciones que los lesionen la misma pena, sino valorando singularizadamente la entidad del ataque y la relevancia del bien jurídico lesionado o puesto en peligro. Ejemplo: el hecho de que el asesinato (art. 139 CP) merezca pena más gravosa que la injuria (arts. 208 ss. CP) se explica porque la entidad de la acción lesiva y la importancia del bien jurídico (vida y honor, respectivamente) son valoradas, en cada caso, de manera diversa por el ordenamiento jurídico: en el primer caso, un ataque irreparable contra un valor esencialísimo de la convivencia humana; en el segundo supuesto, una lesión reparable de un bien esencial, pero de menor entidad (el honor).

c) Por lo demás, la valoración ha de plasmarse expresamente en la norma penal. Es decir, no toda lesión a un bien jurídico fundamental es punible: únicamente lo será si se halla tipificada en la norma penal como delito o falta y no amparada por causa de justificación alguna. Ejemplo: el homicidio cometido en legítima defensa, aunque sea objetivamente una lesión contra un bien fundamental (como es la «vida»), no constituye un injusto punible, sino que queda penalmente justificado. La «lesión» únicamente existe desde el punto de vista natural; en cambio, desde el punto de vista normativo, no hay lesión alguna.

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En resumen: la Ciencia penal, quizá más que ninguna otra Ciencia jurídica, posee un marcado carácter social, normativo y valorativo. El legislador valora los bienes dignos de protección, y le otorga una tutela que queda plasmada en las normas jurídicas: sanciona los comportamientos humanos socialmente más desvalidos, conminándolos con las sanciones jurídicas de mayor gravedad de cuantas dispone el Ordenamiento jurídico en el Estado de Derecho, por exigencias de justicia y con finalidades de prevención. 4. DIMENSIÓN TEMPORAL Es mérito de la teoría tridimensional del Derecho haber destacado dos aspectos esenciales: en primer lugar, que en toda experiencia jurídica confluyen las tres aludidas dimensiones (hecho social, norma y valor); y, en segundo término, que tales facetas no se muestran aisladas sino que, antes bien, se relacionan mutuamente. Ahora bien, como se ha puesto de manifiesto (ya desde la «teoría de la relatividad» de EINSTEIN), esas tres dimensiones del Derecho a la postre no son suficientes para estudiar el fenómeno jurídico en su conjunto: se requiere una cuarta dimensión, el factor tiempo, esto es, la Historia. Se produce, de este modo, un tránsito del tridimensionalismo al tetradimensionalismo jurídico (PÉREZ-LUÑO). Este tránsito incide de lleno en la Gnoseología jurídica (teoría y crítica del conocimiento): la cuarta dimensión permite temporalizar las otras tres dimensiones, permitiendo aproximarse

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al Derecho vivo, palpitante, en acción, en perspectiva histórica. Esto es, no se estudia el Derecho penal de forma estática (como una «rana en formol» o «en una mesa de operaciones»), sino de forma dinámica, en su contexto histórico o temporal, esto es, valorando su evolución anterior y relacionándola con la venidera. De esta suerte, el jurista se aproxima al conocimiento del Derecho, no de un modo puramente teórico o metodológico (sincrónico), sino real y concreto (diacrónico). 5. DIMENSIÓN PERSONAL La versatilidad y riqueza de matices de las Sociedades postmodernas determinan que la Ciencia del Derecho no pueda explicarse mediante una teoría tridimensional, ni siquiera con su versión modificada, la teoría tetradimensional del Derecho. Se requiere una doctrina más abierta y flexible, una teoría multidimensional, que —junto a las citadas cuatro dimensiones — dé entrada a otras dimensiones o elementos útiles para el conocimiento del Derecho, en general, y del Derecho penal, en particular. Una de esas dimensiones que no deben obviarse para el conocimiento del Derecho es el concepto de persona, elemento básico en el devenir de la reflexión filosófica que ha experimentado un reciente renacimiento en la Dogmática penal funcionalista de JAKOBS, que veremos en esta misma Lección.

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6. OTRAS (POSIBLES) DIMENSIONES Probablemente las dimensiones citadas (sociedad, norma, valor, tiempo, persona) no sean las únicas que pueden ayudar a la descripción (esto es, al conocimiento) del sistema jurídico. Hay otras perspectivas, igualmente válidas, para describir el Derecho. Por esta razón quizá sea más conveniente hablar, como hemos afirmado, de una teoría pluridimensional del sistema social, y, por tanto, del sistema jurídico. La teoría de los sistemas sociales, encabezada por el sociólogo alemán Niklas LUHMANN, ha puesto de relieve que la Sociedad es un sistema complejo integrado por una multitud de subsistemas que se interrelacionan mutuamente. Esta teoría pretende una visión global de la Sociedad como sistema general, y de los sistemas integrados en el sistema social (v.gr. Derecho, Economía, Religión, Arte, Ciencia, etc.). Para LUHMANN, la Sociedad constituye un sistema autorreferente y autopoiético que se integra de expresiones de sentido, de comunicaciones: la comunicación es la operación específica que define los elementos del sistema social: «no es el hombre quien puede comunicar, solo la comunicación comunica». Del mismo modo que la comunicación es la operación autopoiética definidora de los sistemas sociales, los sistemas personales o psíquicos (las personas) tienen como operación autopoiética la conciencia, y «los sistemas de conciencia también son sistemas operacionalmente cerrados. No pueden tener contacto unos con otros. No existe la

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comunicación de conciencia a conciencia, ni entre el individuo y la Sociedad». Por ello, para LUHMANN, la Sociedad no se compone de individuos o seres humanos aisladamente considerados, sino precisamente de expresiones de sentido, de comunicaciones.

III. EL SISTEMA NORMATIVO-FUNCIONALISTA DEL DERECHO PENAL

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1. EL DERECHO PENAL COMO SUBSISTEMA SOCIAL El moderno sistema funcionalista de la Dogmática penal, del que es máximo representante Günther JAKOBS, no sólo no prescinde de las dimensiones anteriores (sobre la base del Derecho como hecho social) sino que las acoge como centro del sistema jurídico: «lo que ha de ser resuelto es siempre un problema del sistema social» (JAKOBS). Sobre la base de las aportaciones de la teoría de los sistemas sociales, pero también de una larga tradición filosófica y sociológica-jurídica de rancio abolengo, JAKOBS concibe el Derecho como parte integrante de la Sociedad: como sistema social, o subsistema de la Sociedad. Gráficamente ha escrito JAKOBS: «La solución de un problema social a través del Derecho penal tiene lugar en todo caso por medio del sistema jurídico en cuanto sistema social parcial, y esto significa que tiene lugar dentro de la sociedad. Por lo tanto, es imposible desgajar al Derecho penal de la Sociedad; el Derecho penal constituye una tarjeta de presentación de la Sociedad altamente expresiva, al igual que sobre la base de otras partes de la Sociedad cabe derivar conclusiones bastante fiables sobre el Derecho penal. Por ejemplo, que la máxima pena se imponga por brujería, por contar chistes sobre el Führer o por asesinato, caracteriza a ambos, al Derecho penal y a la Sociedad». Los conceptos esenciales del sistema funcionalista son norma, persona y Sociedad. Sobre esta base, el funcionalismo jurídico-penal es definido por JAKOBS como «aquella teoría según la cual el Derecho penal está orientado a garantizar la identidad normativa, la constitución y la Sociedad». Esa Sociedad se integra por personas, que se caracterizan por emitir expresiones de sentido, esto es, comunicaciones. 2. EL RENACIMIENTO DEL CONCEPTO DE PERSONA EN LA TEORÍA DE JAKOBS: PERSONA VERSUS INDIVIDUO

Este planteamiento funcionalista se aleja, en sus planteamientos, tanto de la conciencia individual (que había sido el tradicional punto de partida de la filosofía, enraizada en DESCARTES y desarrollada desde HOBBES hasta KANT) como de la tradicional concepción europea del Estado, iniciada por ARISTÓTELES, de manera que en la doctrina de JAKOBS se produce un renacimiento de la persona como ser social, como sujeto portador de un rol e

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integrante de la Sociedad cuya conducta «contiene el esbozo de un mundo». El interés por el concepto de «persona», desde una perspectiva iusfilosófica, no es, desde luego, reciente. Numerosos autores, desde la antigüedad clásica hasta la Filosofía contemporánea, han dedicado sus esfuerzos a intentar desentrañar qué se esconde detrás de un concepto tan —aparentemente— accesible y ambiguo al tiempo como el de persona. En el Derecho Romano, por ejemplo, el propio Ordenamiento jurídico se legitimaba por la satisfacción de tres principios, que mucho tenían que ver con el respeto al propio concepto de persona: honeste vivere, suum cuique tribuere y alterum non laedere (vivir honestamente, dar a cada uno lo suyo y no dañar a nadie). Esta idea del respeto a los demás (su consideración como «personas») se ha repetido muchas veces a lo largo de la Historia. El filósofo idealista alemán HEGEL resumía su opinión al respecto con la famosa sentencia «sé persona y respeta a los demás como personas», que encierra todo un programa filosófico y sociológico: un programa intercomunicativo. Modernamente (desde mediados del siglo XX) ha existido un «renacimiento» del concepto de persona, concediéndosele una importancia incluso —a nuestro juicio— desmesurada, y ya no sólo desde el punto de vista de la Filosofía del Derecho, sino incluso directamente desde el Derecho penal.

JAKOBS distingue nítidamente entre persona e individuo, binomio que corresponde con el de Sociedad (sistema) y ambiente (entorno), que constituye —según LUHMANN— «el punto de partida de todo análisis sistémico-teórico». — El individuo representa el estado natural y pertenece al entorno, al ambiente. No es integrante de la Sociedad sino que queda al margen de ella: y no lo es, porque no expresa sentido comunicativamente relevante, porque no desempeña rol alguno en la Sociedad, porque no es persona en Derecho: quedaría —a estos solos efectos— excluido del Derecho penal.

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Ejemplo: un menor de edad no dispone del derecho de sufragio. En ese sentido, para el Derecho electoral, no es persona, sino individuo. Carece de tal derecho, y —como contrapartida— no le competen obligaciones: no puede ser responsabilizado, por ejemplo, por fraude electoral. Del mismo modo, los menores de edad no son persona en Derecho penal, sino individuos, en tanto no son imputables, no son capaces de responsabilidad penal. Ello no significa que no gocen de derechos ni de obligaciones desde el punto de vista constitucional (son víctimas potenciales de delitos), sino que únicamente no pueden ser penalmente responsables: la distinción entre persona e individuo implica, pues, una garantía.

— En cambio, la persona conforma la Sociedad, pues expresa sentido comunicativamente relevante (Sociedad es comunicación interpersonal). La persona es, por tanto, aquel sujeto que desempeña un rol social (esto es, participa —desde el punto de vista de la Economía— en la productividad social, cumpliendo su rol de ciudadano) y, además, se define por su fidelidad al Derecho (esto es, por su integración en el sistema social y su sometimiento al modelo constitucional de Estado de Derecho). Por ello, la persona es, para JAKOBS, aquel sujeto social que se compromete a no lesionar a nadie y, a su vez, tiene la garantía cognitiva de que no va a ser lesionado. Este concepto se asemeja al concepto hegeliano, aludido más arriba. La noción funcionalista de persona abandona la concepción tradicional de persona en sentido natural, naturalístico, prejurídico u ontológico. Por el contrario, constituye un concepto enimentemente normativo, cuya esencia no proviene de una idea individual de la dignidad

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humana sino del reconocimiento social de ciertas expectativas normativamente protegibles. Por ello, la noción funcionalista de persona (“persona en Derecho”: Rechtsperson) solo puede explicarse con referencia a la norma jurídica: el sujeto que respeta a los demás sujetos como personas en Derecho es aquel que adecua su comportamiento personal, por principio, a la norma jurídica, es decir: aquel que principalmente se orienta por la norma y, por tanto, aquel que satisface las expectativas sociales cumpliendo su rol personal. Para JAKOBS, «persona es a quien se le adscribe el rol de un ciudadano respetuoso con el Derecho», y por ello, «es persona real aquel cuyo comportamiento resulta adecuado a la norma». Se requieren dos condiciones: «el comportamiento debe estar regido por las normas —ningún animal (entendido como parte del medio ambiente) puede ser una persona—, y debe resultar adecuado a la norma —ninguna persona asesina—». Si se vulneran estas condiciones, el sujeto no se comporta como persona (integrante del sistema social), sino como individuo (entorno del sistema): es decir, no es respetuoso con la norma, actuando como naturaleza, como medio ambiente. O lo que es lo mismo: cuando un sujeto infringe una norma (por ejemplo, comete un asesinato), realiza una «comunicación defectuosa», y actúa formalmente como persona, pero substancialmente como individuo. De todas maneras, este autor reconoce la dificultad de definir y conceptuar la infracción de la norma. Acabamos de citar una frase de JAKOBS: «ninguna persona asesina». ¿Cómo puede fundamentarse tal opinión? O sea, cuando un sujeto mata ¿cómo actúa: como persona o como individuo? JAKOBS responde: «No es sencillamente un error de una persona, pues la persona se define a través de su motivación para una conducta correcta. Pero tampoco puede definirse como medio ambiente de la sociedad, como naturaleza, pues la naturaleza no delinque, sino que, en todo caso, produce desgracias. Se trata más bien de una conducta que en su determinación —y en este sentido— es formalmente personal, pero que en su contenido es una conducta que sucede en el medio ambiente de la sociedad real. Dicho a modo de ejemplo respecto de esta personalidad formal que implica naturaleza material: un parlamentario sube a la tribuna de oradores y canta una canción obscena. Ello es desde el punto de vista formal un acto parlamentario (una manifestación hecha en esas condiciones está determinada a ser una contribución parlamentaria), pero materialmente es medio ambiente parlamentario (un ruido perturbador sin sentido parlamentario). A diferencia de lo que sucedería en el caso, por ejemplo, de un ujier que por despiste entra en la sala canturreando, la cuestión no se soluciona ubicando la fuente y cegándola (en relación con la normativa de los parlamentarios; en las reglas de los ujieres, el cantar durante el servicio en la sala es un error de una persona, no un mero suceso del medio ambiente), puesto que el medio por emplear en ese proceder (cualquier medida instrumental) es indicio de que se está tratando con el medio ambiente, mientras que el conflicto (el mutuo entendimiento normativo está en peligro) solo puede ser descrito en el ámbito personal, esto es, intrasocial, en este caso: en el ámbito parlamentario».

Crítica: Esta explicación de la infracción de la norma es, a nuestro juicio, ciertamente sugerente, pero cuestionable: sobre la base de la distinción entre «individuo» y «persona», JAKOBS deriva dos postulados esenciales: 1) la Naturaleza (individuo) no delinque (porque no emite expresiones de sentido comunicativamente relevantes) y 2) la persona se define por su fidelidad al Derecho. Ante este cuadro esquemático, surge de inmediato la duda al tratar de explicar y de fundamentar la dinámica de infracción de la norma. JAKOBS cree resolver el

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problema extrayendo un concepto, en cierto modo intermedio (que contradice el tertium non datur inicial), que compendia la «formalidad» de la persona con la «materialidad» del individuo: cuando alguien infringe la norma actúa formalmente como persona pero materialmente como individuo. Bien, pero esta explicación no puede satisfacer plenamente al momento de imponer la pena: 1) Por un lado, contradice los dos postulados de los que parte: a) la naturaleza —el individuo— es incapaz de comunicación, de expresar sentido, de infringir una norma y —por tanto— de sufrir una pena; y b) la persona es el fiel al Derecho. La conjunción de ambos conceptos, extrayendo de cada uno de ellos un aspecto concreto, echa por la borda esos postulados, porque a la postre —y al menos en parte— ninguno de ellos es cierto en su totalidad: al final, formalmente la persona no es fiel al Derecho, y materialmente el individuo infringe la norma. Ahí la distinción entre individuo y persona resulta improductiva a la hora de explicar la defraudación de una expectativa, la dinámica de la infracción de la norma. En resumen: esa distinción es una —posible— descripción de la estructura de la Sociedad, pero de esa descripción no pueden extraerse consecuencias dogmáticas: una descripción no puede fundamentar ni legitimar el poder estatal de imponer una pena. 2) La cuestión no es tampoco clara en otro aspecto: la persona ¿es quien tiene «capacidad» de ser fiel al Derecho o quien «ejercita» la fidelidad al Derecho? La distinción entre «capacidad» y «ejercicio» de la fidelidad a la norma no está muy claramente delimitada, y acaso fuera útil en este contexto. 3) Por otro lado, subyace el problema de la pena: con independencia de la cuestión de a quién se impone la pena (a la persona o al individuo), surge la cuestión de cuándo y por qué corresponde la imposición de la pena. En principio, para JAKOBS la pena (que es violencia legítima estatal) se impone no sólo porque el sujeto ha infringido la norma mediante una comunicación defectuosa (esto es, ha defraudado las expectativas sociales), sino porque ha configurado un mundo. La pena ha de contrarrestar no sólo esa expresión de sentido (comunicativamente defectuosa), sino esa configuración del mundo que realiza el infractor. Y por ello, como veremos más detenidamente en la lección 3 de esta obra, la pena confirma la vigencia de la norma y restablece la estructura social quebrantada. 3. ARTICULACIÓN DE LOS CONCEPTOS DE NORMA, PERSONA Y SOCIEDAD EN JAKOBS ¿Qué posición representan la norma y la sociedad en este esquema jakobsiano? ¿Cómo se articulan los conceptos de norma, persona y sociedad? A juicio de JAKOBS, la sociedad, cuya constitución «tiene lugar a través de normas», es un «conjunto de personas sometidas a una ordenación». «Solo la ordenación de personas —dice JAKOBS— construye una sociedad, entendida como un mundo normativo que no resulta de la mera suma o reunión de todos los mundos individuales», sino que es una realidad más compleja, por cuanto implica la comunicación entre una pluralidad de personas, además de un criterio normativo ordenador:

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«la sociedad es entendimiento o acuerdo normativo». Por ello, «la sociedad se concibe como realidad de la norma. Lo que es real, sin ser sociedad, construye el medio de la sociedad, al que pertenece todo el ámbito de la comunicación instrumental». Por otra parte, según JAKOBS, el acuerdo, o sea, la fijación o determinación de la comunicación (lo que una norma tolera o permite, un aseguramiento), no se refiere sólo a normas, sino también al mundo cognitivo. La norma es el marco en el que se desarrollan las relaciones de grupo. Este marco normativo ha de ser independiente de las voluntades individuales, es el marco, y representa la estabilidad del grupo en cuyas relaciones se integran los sujetos individuales.

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En síntesis, para JAKOBS «existe Sociedad cuando y en la medida en que hay normas reales, es decir, cuando y en la medida en que el discurso de la comunicación se determina en atención a las normas. Esta comunicación no tiene lugar entre individuos que se rigen conforme a un esquema de satisfacción/insatisfacción, y que en ese contexto posiblemente obedezcan al palo de un señor, sino que es la conducta de personas que quedan definidas por el hecho de que siguen normas».

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LECCIÓN 2.ª

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CONOCIMIENTO Y OBJETO DE CONOCIMIENTO EN DERECHO PENAL El concepto de Derecho penal es un tanto equívoco, pues puede aludir, por un lado, a la disciplina jurídica que se ocupa del delito y de las penas, y, por otro, a la propia ciencia o método científico que estudia dicha disciplina. A su vez, esta disciplina tiene un amplio contenido científico que ha ido ampliándose en las últimas décadas, formando varios sectores específicos (Derecho penal internacional, de menores, médico, económico, del medio ambiente, del trabajo, etc.). Por otra parte, algunas de las materias que tradicionalmente pertenecían al Derecho penal se han independizado conformando disciplinas con plena autonomía científica (caso de la Criminología, la Victimología, la Política criminal, etc.). Todas ellas en su conjunto, además de otras materias relacionadas (como la Antropología criminal, la Psicología criminal, la Sociología criminal, la Criminalística, la Psiquiatría forense, la Medicina legal, etc.), conforman la Ciencia global del Derecho penal (al decir de Franz VON LISZT) o la Enciclopedia de Ciencias penales (en expresión de JIMÉNEZ DE ASÚA). Lógicamente en esta obra nos ocupamos únicamente de la disciplina que tiene por objeto de conocimiento al Derecho penal en sentido estricto. En él se integran las disciplinas relacionadas con el conocimiento de ese objeto, con su proceder científico y con su utilidad. En esquema: el Derecho positivo (el ordenamiento positivo objeto de conocimiento) es el fundamento en que se apoyan la Dogmática penal (conocimiento sistemático del objeto), la Ciencia del Derecho penal (proceder científico para el conocimiento del objeto) y la Política criminal (utilidad del objeto de conocimiento). A estas disciplinas hacemos referencia en este capítulo.

I. OBJETO DE CONOCIMIENTO: EL DERECHO PENAL POSITIVO El Derecho penal, en sentido estricto —es decir, el Ordenamiento punitivo—, constituye el objeto del conocimiento de la Ciencia penal, y está integrado por el conjunto de normas jurídicas (Derecho positivo), esto es, el Derecho puesto o Derecho establecido —positum—

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en la ley por los órganos legítimos del Estado (Poder legislativo). Como ya hemos indicado, este conjunto de disposiciones jurídicas presenta unas características determinadas: no todo complejo de normas forma un ordenamiento ni un sistema, aunque todo ordenamiento es un complejo (ordenado) de normas. Un conjunto de normas, para ser ordenamiento, requiere estar revestido de las características de sistematización, unidad y coherencia: el Derecho penal es un sistema ordenado, unitario y coherente de normas. Las normas jurídico-penales regulan, por una parte, los elementos generales de los conceptos de delito y de pena (Parte general del Derecho penal) y, por otra, describen las concretas figuras de delito y falta (homicidio, violación, lesiones, injuria, defraudaciones, estafas, delito fiscal, etc.) asociándoles una correspondiente pena (Parte especial del Derecho penal), proporcionada a su gravedad. Ambas partes del sistema punitivo se recogen esencialmente en el Código penal (que constituye el cuerpo normativo por antonomasia) y en Leyes penales especiales (que incriminan determinadas conductas como delictivas extramuros del Código penal), así como en la Ley Orgánica General Penitenciaria y, parcialmente, en otra normativa de rango inferior (como Reglamentos de desarrollo de Ley Orgánica, Reales Decretos, etc.). El Código penal vigente en España data de 1995, y fue eufemísticamente presentado en sociedad como el «Código penal de la Democracia». El Código penal anterior, texto reformado de 1973, procedía, en su estructura y composición, esencialmente del Código de 1848, segundo de los textos punitivos españoles en nuestra historia legislativa (le había precedido el primero de nuestros Códigos penales, el de 1822, que en cierto modo vino a representar la versión española del Código penal napoleónico de 1810). La reinstauración de la Democracia, en 1975, y la promulgación de la Constitución Española de 1978, determinaron la necesidad de aprobar un Código penal de nueva planta, acorde a los nuevos aires políticos y sociales. El Código de 1995 nació, al decir generalizado de los estudiosos, ya viciado de condiciones de vigencia: sus incorrecciones, contradicciones, insuficiencias legislativas, desmesuras y desproporciones afloraron aun antes de su entrada en vigor. Y ello porque, por más que institucionalmente fuere presentado a la opinión pública como un texto moderno, y de criterios punitivos progresistas, la realidad era muy otra: por ello, lacónica y brillantemente denunció Enrique GIMBERNAT al aprobarse el texto de 1995: «teníamos un gran Código penal; ahora es cuando lo sabemos». Esas insuficiencias han propiciado numerosas reformas del CP de 1995 desde su entrada en vigor —en mayo de 1996— hasta el presente: una treintena de reformas penales, alguna de gran alcance, en un lapso de tiempo no muy amplio. Tantas reformas legislativas en tan poco tiempo no es el mejor aval para la uniformidad de nuestro sistema punitivo. En todo caso, las normas penales vigentes (integrantes del Derecho positivo) constituyen el objeto de interpretación y conocimiento primario del Derecho penal. El intérprete, el aplicador y el crítico del Derecho han de averiguar el sentido de la norma, en base a su tenor literal y con

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empleo de la lógica jurídica: esto es, para conocer el objeto (norma jurídico-penal) ha de llevarse a efecto una labor de Dogmática jurídico-penal, en la que nos centraremos a continuación. Las normas penales son punto de partida de la reflexión jurídico-penal, pero no el punto de llegada. Si así fuera, la Ciencia penal no conocería avance ni progreso: las normas positivas serían prácticamente elementos inmutables. Este deformado entendimiento inmovilista significó el fracaso del positivismo tradicional, cuyas limitaciones fueron pronto puestas de relieve: decía gráfica y ácidamente VON KIRCHMANN que «la ley positiva es rígida; el Derecho, progresivo» (entiéndase «progresista» o —mejor— «dinámico») y que «por obra de la ley positiva, los juristas se han convertido en gusanos que sólo viven de la madera podrida».

II. CONOCIMIENTO DEL OBJETO: LA DOGMÁTICA JURÍDICOPENAL Mientras el Derecho positivo (conjunto de normas jurídico-penales) constituye el objeto de conocimiento de la Ciencia penal, la Dogmática penal es la actividad científica encaminada al conocimiento sistemático de ese objeto, a la construcción de una estructura orgánica de todos los datos, criterios y principios susceptibles de percepción y formulación en esta área de conocimiento. El estudio dogmático consiste en la exégesis, el análisis, la síntesis, la sistematización, la interpretación y la crítica de las normas jurídico-penales.

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Una misma norma puede ser objeto de interpretaciones diversas, todas igualmente fundadas. Por ello, ha señalado acertadamente TORÍO: «la Dogmática no es una ciencia en cuanto reflexión exacta, sino constitutivamente inexacta, imprecisa, flexible y abierta, referida a fines y a valores. Esto explica los cambios sincrónicos y diacrónicos del pensamiento jurídico».

Si la norma es obra del legislador (Poder legislativo), la Dogmática es llevada a cabo por todos aquellos juristas (intérpretes y aplicadores de las normas penales) que se ocupen del conocimiento del Derecho positivo. En todo caso, Ordenamiento positivo (obra del legislador) y Dogmática penal (obra de los juristas) van inseparablemente unidos: la Dogmática presupone el Ordenamiento, o lo que es lo mismo, la Dogmática es el conocimiento sistemático del objeto de conocimiento de la Ciencia penal. Entre las funciones de la Dogmática pueden resaltarse las siguientes: —La interpretación y crítica de las leyes penales. — La ordenación y sistematización de toda la materia judicial en el orden criminal. — La estabilización y cumplimiento de los principios jurídico-penales. — La elaboración de proposiciones doctrinales ante los problemas dogmáticos. — La seguridad jurídica en una aplicación uniforme y armónica del Derecho positivo. — El perfeccionamiento del Derecho punitivo en cuanto ordenamiento regulador de conflictos criminales.

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La importancia de la Dogmática jurídico-penal es manifiesta. Como señaló ZAFFARONI, la Dogmática proporciona un sistema de proposiciones, ideas o criterios jurídicos que permite resolver de forma lógica y no arbitraria los conflictos penales, precisando los límites de prohibición de las conductas en aras de la salvaguarda de los objetos de tutela jurídico-penal. En suma, la Dogmática jurídico-penal establece límites y construye conceptos, y posibilita —como enseña GIMBERNAT— una aplicación del Derecho penal segura y previsible, permitiendo substraer al ordenamiento punitivo de la irracionalidad, de la arbitrariedad y de la improvisación.

III. MÉTODO DEL CONOCIMIENTO DEL OBJETO: LA CIENCIA DEL DERECHO PENAL

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El Derecho —en concreto, el Derecho penal— ¿es o no una Ciencia? Esta cuestión es agriamente discutida desde antiguo. La tradicional postura doctrinal la respondía afirmativamente. Ya desde el Derecho romano, la Jurisprudencia era considerada la «Ciencia de lo justo y de lo injusto» (ULPIANO). Sin embargo, un jurista alemán, Julius Hermann VON KIRCHMANN, en una famosa conferencia pronunciada en 1847 ante la Sociedad Jurídica de Berlín, postuló con vehemencia crítica la «ausencia de valor de la Jurisprudencia como Ciencia». A juicio de KIRCHMANN, el Derecho como tal no puede ser aprehendido científicamente, razón por la que dicho autor dedicó ácidas críticas, casi corrosivas, contra el Derecho positivo (objeto de conocimiento): «la ley positiva es rígida; el Derecho, progresivo», «por obra de la ley positiva, los juristas se han convertido en gusanos que solo viven de la madera podrida», «tres palabras rectificadoras del legislador convierten bibliotecas enteras en basura», o «la ley positiva se parece a un sastre obstinado que sólo usara tres medidas para todos sus clientes. La Ciencia es el ama bondadosa que ve dónde el traje no ajusta y dónde afea, pero el respeto por su señor no le permite más que hacer subrepticiamente algún que otro retoque».

A pesar de las implacables críticas dirigidas, desde temprano, a la provocadora tesis de KIRCHMANN, es evidente que la misma acierta al menos en destacar, bien que vehementemente, la dualidad entre Ley positiva (objeto de conocimiento) y Jurisprudencia (en el sentido Ciencia del Derecho o Dogmática jurídica: conocimiento del objeto). El Derecho penal no es en sentido estricto propiamente una Ciencia, sino un objeto de conocimiento. Un objeto de conocimiento científico (es decir, un conjunto de normas) —como tal, per se— no puede ser una Ciencia. Sí es una Ciencia (la Ciencia penal), en cambio, el método que estudia ese objeto de conocimiento (Derecho penal). Sucede que la Ciencia que se ocupa del análisis del Derecho penal no tiene un nombre específicamente determinado. Se la podría denominar «Iuspenología» o algún otro término similar, pero no se ha acuñado esta terminología. Genéricamente se la llama «Ciencia del Derecho penal». Ello contribuye acaso

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a fomentar la confusión en torno a la «cientificidad» del objeto de conocimiento o, por el contrario, del conocimiento del objeto; o sea, resumiendo: la Ciencia es el método que estudia el Derecho penal; no el Derecho penal mismo (que es su objeto de conocimiento).

IV. UTILIDAD DEL OBJETO DE CONOCIMIENTO: LA POLÍTICA CRIMINAL

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1. CONCEPTO, ORIGEN, NATURALEZA Un aspecto esencial de la Ciencia del Derecho penal es, precisamente, la Política criminal. Al igual que el Estado, conforme a las necesidades o exigencias sociales, construye hospitales (política sanitaria) o carreteras (política de fomento), elabora normas jurídicas conforme a las necesidades sociales y a criterios y parámetros concretos (política legislativa), y, dentro de ellas, configura las leyes penales que incriminan determinadas acciones humanas, a las que reputa delictivas y conmina con una determinada sanción jurídica: pena o medida de seguridad penal (Política criminal). El término «Política criminal» (Kriminalpolitik) fue acuñado, a fines del siglo XVIII, por los juristas alemanes KLEINSCHROD y FEUERBACH. Estos autores concebían ya la Política criminal como una especie del «arte de legislar», distinguiéndose del Derecho penal como disciplina general. La conformación de la Política criminal como disciplina científica relativamente autónoma no se alcanzó sino hasta muy avanzado el siglo XIX, de la mano del eximio penalista alemán Franz VON LISZT, quien en este sentido ha sido considerado como «el padre de la (moderna) Política Criminal». A partir de su famoso Programa de Marburgo (1882), la Política criminal obtiene carta de naturaleza, configurándose como una disciplina de contenido terapéutico y resocializador. La Política Criminal —dice VON LISZT— «está condicionada por el pensamiento de la capacidad de mejora del ser humano, del individuo y de la sociedad». Por ello, la naturaleza de la Política criminal es cuestión sometida a debate: mientras algunos autores mantienen que es una disciplina jurídica, otros señalan que es esencialmente una materia política, y finalmente otros se decantan por su consideración como Ciencia sociológica. Desde nuestra perspectiva, no puede conceptuarse de manera única la naturaleza de la Política criminal: se trata, según nuestro parecer, de una disciplina ubicada en la encrucijada del Derecho, la Política y la Sociología: es, en su interdisciplinaria estructura, una Ciencia jurídica, política y sociológica. No se puede, según nuestro parecer, prescindir de ninguno de estos aspectos sin hacer decaer la íntegra significación de esta disciplina. 2. POLÍTICA CRIMINAL Y DERECHO PENAL Polaino, Navarrete, Miguel. Lecciones de derecho penal. Parte general. Tomo I, Difusora Larousse - Editorial Tecnos, 2013. ProQuest Ebook Central, http://ebookcentral.proquest.com/lib/bibliotecaustasp/detail.action?docID=4870484. Created from bibliotecaustasp on 2018-08-04 08:36:20.

Cuestión problemática desde antiguo es la delimitación entre Política criminal y Derecho penal, esto es, la autonomía científica de ambas disciplinas. La postura tradicional defendía la nítida delimitación de ambas disciplinas: «el Derecho penal es la barrera infranqueable de la Política criminal», decía Franz VON LISZT en una conocida frase que resumía el pensamiento, entonces dominante, de que el Derecho penal termina allí donde comienza la Política criminal, y viceversa. Prontamente surgieron voces discordantes que entrelazan Política criminal y Derecho penal. Así, para VON HIPPEL, la Política criminal es la contemplación de la eficacia del Derecho penal bajo el prisma o punto de vista de su finalidad: en definitiva, no hay Derecho penal sin Política criminal ni Política criminal sin Derecho penal. 3. ¿INTEGRACIÓN DE DOGMÁTICA PENAL Y POLÍTICA CRIMINAL?

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La discusión actual sigue girando en torno al lugar donde cabe situar la Política criminal en el sistema del Derecho penal. Según SILVA SÁNCHEZ, la Política criminal es la referencia del sistema dogmático, de modo que sitúa la Política criminal en el seno mismo de la Dogmática. Así, asevera que «aunque la Política criminal se configure en términos más amplios, todo el Derecho penal se integra en la Política criminal». Este sugerente planteamiento doctrinal sobre la estructuración dogmática de la Política Criminal no es plenamente convincente, por varias razones: — En primer lugar, potencia superlativamente el papel de la Política criminal frente a la Dogmática penal. — En segundo término, lleva a la confusión entre Derecho penal (objeto de conocimiento) con la Política criminal (utilidad de tal objeto), integrando al primero en la segunda. Pero este planteamiento no es correcto, pues no cabe situar el objeto (Derecho penal) en un predicado del objeto (Política criminal), sino —en todo caso— a la inversa. — En tercer lugar, la hiperbólica concepción que asume a la postre fusiona Política criminal (utilidad del objeto de conocimiento) y Dogmática penal (conocimiento del objeto), siendo así que ambas Ciencias, conforme a su naturaleza, operan en planos distintos: la Dogmática es el conocimiento del objeto, y la Política criminal de la utilidad del objeto de conocimiento. Es decir, la Dogmática es una disciplina substantiva, teórica o doctrinal, mientras que la Política criminal es, eminentemente, una disciplina adjetiva, socialfuncionalista o práctica. Tan paradójica —a nuestro juicio— situación intenta ser salvada por SILVA, mediante el recurso a una categórica separación —en palabras suyas— entre una Política criminal de la praxis y una Política criminal teórica: «la primera se integra del conjunto de actividades —empíricas— organizadas y ordenadas a la protección de individuos y sociedad en la evitación del delito. La segunda aparece constituida por un conjunto de principios teóricos que habrían de dotar de una base racional a la referida praxis de lucha contra el delito; en donde la clave radica precisamente en determinar qué significa “racional” y cuáles pueden ser los criterios de racionalidad».

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Según nuestro parecer, estas construcciones doctrinales no encuentran, a menudo, un firme fundamento incontrovertible, por lo que —a la postre— resultan inexactas e imprecisas. No puede establecerse una nítida ni categórica escisión entre «Dogmática penal» y «Política criminal», y aun menos entre una pretendida «Política criminal práctica» y una ilusoria «Política criminal teórica». Más ponderadamente, señaló ANTÓN ONECA que Dogmática jurídico-penal y Política criminal se superponen y complementan, siendo no disciplinas separadas, sino más bien zonas o aspectos de la Ciencia del Derecho penal.

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LECCIÓN 3.ª

CONCEPTO DOGMÁTICO DE DERECHO PENAL (I): DELITO Y PENAL I. CONCEPTO DOGMÁTICO DE DERECHO PENAL: FORMULACIÓN Y ELEMENTOS De modo conciso, condensando en el enunciado de la definición su contenido esencial, podemos definir el Derecho penal en los términos siguientes: «Conjunto de normas jurídicas del Estado que, como ultima ratio del Ordenamiento jurídico y ante la insuficiencia de otros medios normativos menos drásticos de tutela de los bienes jurídicos de mayor relevancia social (frente a su lesión o puesta en peligro), describen como delitos y faltas determinadas acciones humanas y las conminan con una pena (si el autor de la infracción penal es culpable), o una medida de seguridad (si el autor del injusto típico es criminalmente peligroso pero no imputable), o una pena y una medida de seguridad (si el sujeto es culpable y peligroso), con el fin de prevenir la comisión de futuros delitos y de confirmar la vigencia quebrantada de la norma». Copyright © 2013. Difusora Larousse - Editorial Tecnos. All rights reserved.

En la anterior definición se mencionan: — Los elementos básicos del Derecho penal, a saber: las infracciones penales: (delitos y faltas) y las consecuencias jurídicas (penas y medidas se seguridad). — Las funciones esenciales del Derecho penal: la protección de bienes jurídicos y la prevención de delitos. — Los fines esenciales del Derecho penal: la confirmación de la vigencia de la norma y la reafirmación del ordenamiento quebrantado. — Los principales rasgos definitorios de la moderna Ciencia punitiva: carácter de Derecho penal de acto (exigencia de plasmación de la voluntad criminal en una acción), caracteres normativo y jurídico-público (conjunto de normas jurídicas del Estado), coactivo (coercitividad de las conminaciones penales), fragmentario y subsidiario (último medio jurídico aplicable).

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II. BINOMIO ESENCIAL: DELITO Y PENAL El binomio esencial del Derecho penal son el delito y la pena, dos conceptos antagónicos pero correlativos. El delito es la infracción penal por antonomasia, y opera como presupuesto y fundamento de la segunda. La pena no es la única, pero sí la más grave de cuantas sanciones puede imponer el ordenamiento jurídico: existen otras sanciones jurídicas en el ámbito penal y en cada sector del ordenamiento jurídico, pero todas ellas son menos drásticas que la pena.

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Ejemplo de sanciones penales y otras sanciones jurídicas: La medida de seguridad y la reparación (en Derecho penal); la nulidad o rescisión de un contrato (en Derecho privado); la anulación de un acto administrativo y las sanciones administrativas en ejercicio del poder sancionatorio del Estado (en Derecho administrativo). Estas otras medidas de carácter no penal pueden ser restrictivas de derechos, pero ninguna puede ser privativa de libertad: la pena de prisión es exclusiva del Derecho penal.

El delito (acción típica, antijurídica, culpable y punible) no es un suceso natural, sino la expresión de un sentido, mediante el cual un sujeto plenamente imputable afirma su disconformidad con una norma jurídica y poniendo en entredicho su vigencia: esto es, defrauda una expectativa normativa, lesionando o poniendo en peligro un bien jurídico. Ante esta manifestación o proyecto individual por parte del infractor de la norma, el Ordenamiento jurídico ha de reaccionar imponiendo al culpable una pena, cuyo significado es el siguiente: de un lado, afirma que la norma quebrada sigue manteniendo su vigencia: por ello, habló HEGEL de la igualdad específica entre delito y pena; de otro lado, confirma la necesidad de protección del bien jurídico lesionado o puesto en peligro, a fin de prevenir una futura lesión del mismo. La pena corresponde al imputable (capaz de responsabilidad penal) que infrinja la norma: la pena le es imputada subjetivamente por el Ordenamiento. En el siguiente capítulo veremos que si el autor no fuera imputable —por ser incapaz de comprender la antijuricidad de su acción: por ejemplo, por ser menor de edad, enfermo mental, o hallarse en estado pleno de embriaguez— podrá imponérsele, si se acredita su peligrosidad criminal, una medida de seguridad, pero nunca una pena. Ejemplo: a un enfermo mental que, llevado por su locura, comete tres asesinatos en una noche, no se le puede imponer una pena (prisión de varios años), porque tal sujeto no puede comprender la antijuricidad de su acción, y —por tanto— no se le puede imputar subjetivamente su infracción normativa. Al tratarse de un sujeto peligroso, se le puede —y debe— imponer una medida de seguridad adecuada a su situación de especial peligrosidad: el internamiento en un establecimiento psiquiátrico.

La pena se reserva para el autor plenamente imputable. Existe, pues, una ineludible interrelación normativa, esto es, una conexión lógica entre delito y pena, de tal manera que a toda infracción delictiva culpable ha de seguir, ineludiblemente, una consecuencia jurídica en

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forma de pena: sin delito no hay pena, pero siempre que hay delito ha de seguir la pena, porque —como decía KANT— la ley penal constituye un «imperativo categórico». Excepcionalmente, el autor imputable puede ser sancionado con la imposición de una pena y además, de manera conjunta, con la de una medida de seguridad. Ejemplo: el delito de conducción temeraria lleva aparejada una pena de multa y, conjuntamente, una medida de seguridad privativa de derechos: la retirada del permiso de conducir.

La pena se rige por el principio de culpabilidad (fundamento y límite de la pena), esto es, se impone al autor imputable de un delito. La medida de seguridad lo hace por el principio de peligrosidad criminal y se impone al sujeto que realiza una acción antijurídica no culpable. En resumen, puede concluirse lo siguiente: 1. Un delito (acción típica, antijurídica, culpable y punible) es sancionado siempre con una pena y, en ocasiones, con una pena y una medida de seguridad conjuntamente. 2. Si el sujeto no es imputable sólo puede ser sancionado, a lo sumo, con una medida de seguridad, nunca con una pena.

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III. FUNDAMENTO DE LA PENA: LA NECESIDAD DE LA SANCIÓN PENAL La pena se legitima por sus fines (preventivos y tutelares) y se fundamenta en su necesidad. Como dijera MAURACH: «una comunidad que renunciara a su imperio penal renunciaría a sí misma». Ningún Estado, ninguna Sociedad, puede prescindir de su poder coercitivo (que nunca es un poder ilimitado), pues éste es, sin duda, un medio lícito y necesario para la consecución de un fin general: la seguridad jurídica. La necesidad de la sanción penal es, a la vez, fundamento y límite de la pena: se impone una pena en la medida en que la Sociedad necesita, como condición de la vida comunitaria, tutelar bienes, prevenir futuros delitos, contribuir a la consecución de un orden de seguridad jurídica, etc.: sólo la pena «necesaria» es una pena «justa». Además de la necesidad social, se han propuesto doctrinalmente otros posibles fundamentos en los que apoyar la potestad punitiva del Estado. Así, entre ellos: — Fundamento ético (o ético-social) de la pena: «toda acción del Estado, en tanto ejercicio de poder, requiere de una fundamentación ética, en mayor medida aun que la acción del individuo» (Peter NOLL). Esta fundamentación ética no puede prescindir de la idea de necesidad social: «la pena no se fundamenta en una pura pretensión moral, sino en una necesidad social. Hasta tanto la pena es necesaria para el mantenimiento del orden social, por sí misma no es un fin, sino un medio para la realización de un orden justo […]» (NOLL). El fundamento ético de la pena es escasamente clarificador, por su ambigüedad y relatividad, y porque —en última instancia— no es privativo de la sanción penal sino compartido con otras sanciones jurídicas.

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— Fundamento utilitario (de oportunidad o práctico): otros autores creen encontrar el fundamento de la pena no en cuestiones éticas o morales, sino en motivos utilitaristas, de oportunidad o prácticos. Esta concepción hunde sus raíces en la Filosofía de la ilustración, en concreto, en la concepción filosófica del utilitarismo de John Stuart MILL (1806-1873), y fue desarrollada en el Derecho por la llamada Jurisprudencia de intereses. Conforme a esta concepción, en una ponderación de costes y beneficios, la pena evita más inconvenientes de los que acarrea, y persigue la mayor utilidad social posible: la pena deviene necesaria como instrumento de la «Economía del bienestar». Este fundamento tampoco aporta mucho a la dinámica de la pena: esta no se impone ni se justifica porque abstractamente «es útil» o «sirve para algo», sino persiguiendo unos fines determinados y concretos que habrá que verificar.

Otros fundamentos posibles del Derecho penal del Estado, que en ocasiones han sido doctrinalmente aducidos, son: el fundamento político (la pena es atributo del poder político del Estado) y el fundamento socio-criminológico (la pena existe porque es el único y más eficaz remedio de lucha contra la criminalidad). Ambos fundamentos, en rigor, tampoco sirven para justificar aisladamente la pena, porque descuidan algunos aspectos esenciales del ordenamiento punitivo.

IV. NATURALEZA Y ESENCIA DE LA PENA

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La pena consiste siempre en una privación o restricción —legítima o legitimada— de bienes jurídicos. No se trata, en ningún caso, de cualquier privación, sino de una privación controlada legalmente: y revestida de garantías penales y procesales: ha de ser expresamente prevista en la ley (esto es, sometida al principio de legalidad); constituye una privación temporal, no ilimitada ni perpetua, y —menos— irreversible; y ha de ser impuesta por un órgano jurisdiccional competente. Ejemplo: cuando un sujeto comete un delito de homicidio, ha de ser condenado a una pena de prisión de varios años (de 10 a 15 años). Con ello, se le priva irremediablemente de un bien jurídico personal: su libertad ambulatoria. Pero esta privación no puede durar toda la vida, sino exclusivamente el tiempo previsto en la ley. Y lógicamente no puede consistir en una privación equivalente a la que el sujeto infligió, a saber: la destrucción total de la vida.

La pena, en tanto privación de un bien, constituye conceptualmente un mal, un castigo: en palabras de Hugo GROCIO, «la pena es un mal (jurídico) que se impone al mal (injusto) del delito». Pero el hecho de que la pena, en esencia, entrañe un mal, no significa que su función sea perseguir el mal ni el castigo: la pena puede consistir en un mal o en un castigo, pero no persigue el mal ni el castigo (fines retributivos), sino otros (loables) fines preventivos, y por ello no es identificable a la venganza. O lo que es lo mismo: la pena no se define como un mal que sigue a otro mal, sino de manera positiva: por su función de estabilización de la norma, de protección de bienes y de prevención de delitos futuros.

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V. TEORÍAS DE LA PENA Las teorías de la pena son, en realidad, teorías de los fines de la pena, esto es, teorías de la legitimidad del Derecho penal. He aquí un triángulo trascendental: pena, fines de la pena, legitimación del Derecho penal. La pena persigue fines estabilizadores, tutelares y preventivos, los cuales legitiman el Derecho penal. Como es lógico, en cada momento histórico se ha justificado el Ius Puniendi del Estado de manera diferente. En todo caso, el sistema punitivo (la dureza o brutalidad del sistema de incriminación de delitos y del sistema de penas) es un preciso barómetro del grado de tolerancia de la propia Sociedad: ubi Societas, ibi Ius (y viceversa), que significa: donde hay Sociedad, hay Derecho, pero también: así como sea la Sociedad, así será el Derecho. Ejemplo: en épocas arcaicas era usual la dureza de las penas, pues el sistema se basaba en la venganza privada; en los sistemas totalitarios se usa (y abusa), por lo general, de penas infamantes, cadena perpetua y pena de muerte: el único fin de la pena es retributivo, no preventivo. Así, en la Alemania nazi se preveían medidas de seguridad irracionales, como la castración del violador habitual, para justificar la necesidad de defensa de la Sociedad.

Las teorías de la pena se dividen en absolutas (o de la retribución) y relativas (o de la prevención).

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1. TEORÍAS ABSOLUTAS (O DE LA RETRIBUCIÓN) Las teorías absolutas o de la retribución conciben la pena como retribución o castigo por el mal delictivo realizado y se expresan mediante la Ley del Talión: «Ojo por ojo, diente por diente, sangre por sangre». Únicamente buscan infligir al delincuente un mal semejante o equiparable al que cometió: no persiguen otra función (preventiva o social) ulterior («absoluto»: del latín absolutus = «desvinculado», «independiente» de su efecto social). Los antecedentes de las teorías absolutas o retributivas de la pena hunden sus raíces en la Antigüedad clásica. Pueden hallarse en los textos bíblicos y en los filósofos griegos. Para los pitagóricos, la pena consiste en el «talión moral», y para PLATÓN la pena es la «medicina de la perversidad» y un «medio de purificar» el alma del mal de la injusticia. El Derecho romano y el Derecho germánico usaron (y, en ocasiones, abusaron) el principio del Talión y la venganza de sangre. Posteriormente, principios de esta índole serían representados por los filósofos y teólogos cristianos, como Santo Tomás DE AQUINO y Alfonso DE CASTRO. Especial referencia, por su influjo en el ámbito penal, merece la doctrina de KANT.

El filósofo alemán Immanuel KANT (1724-1804) alumbró, en su Metafísica de las costumbres, una de las más conocidas teorías retributivas puras de la pena, al considerar que la pena retribuye el comportamiento delictivo, y no desempeña ninguna misión social. KANT distingue entre pena judicial (poena forensis) y pena natural (poena naturalis): la primera «no puede nunca servir simplemente como medio para fomentar otro bien, sea para el delincuente mismo sea para la sociedad civil, sino que ha de imponérsele solo porque ha

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delinquido; porque el hombre nunca puede ser manejado como medio para los propósitos de otro ni confundido entre los objetos del derecho real». Para que pueda imponerse la pena a un sujeto, KANT exige que sea «digno de castigo», y sobre esta base la ley penal es implacable: «la ley penal es un imperativo categórico»: solo imponiéndose la pena en su justa medida (o sea: según la Ley del Talión) se puede alcanzar la Justicia: «si perece la Justicia, carece de valor que vivan hombres sobre la tierra» (fiat iustitia pereat mundus).

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Para apoyar su idea de la ley como «imperativo categórico», KANT propone el conocido ejemplo de la isla: en una isla viven varios supervivientes, que son los últimos habitantes de la tierra, a punto de desaparecer. Entre ellos se encuentra un condenado a muerte. Aunque se tuviera la certeza absoluta de que el mundo vaya a desaparecer, y —por tanto— de que el sujeto no va a volver a delinquir (con lo que, si la pena se fundamentara en la prevención, decaería toda necesidad de ejecutarla), la pena habría de imponerse antes de la destrucción social: si no, no se alcanzaría la justicia.

En general, las teorías absolutas de la pena son insostenibles en la actualidad, porque confunden el medio con el fin (la retribución no es nunca un fin de la pena, sino en todo caso un ineludible componente de la misma) y, además, porque justifican la pena de manera aislada de la Sociedad, siendo así que la pena es un instrumento estatal de un subsistema social al servicio del bienestar general. Sin embargo, sí pueden defenderse algunas concepciones de un retribucionismo moderno, que poco o nada mantienen de la idea tradicional de retribucionismo como venganza o como castigo. Entre esas concepciones modernas pueden citarse el retribucionismo ético de KANT (para el cual la pena es una materialización de la Justicia, de manera que se emplea la pena no como un mecanismo de castigo ni de venganza, sino como una forma de hacer realidad la función de protección de la norma jurídica), o el retribucionismo dialéctico de HEGEL y el retribucionismo funcional. Estas modernas concepciones, aunque algunos autores las hayan catalogado como retribucionistas, no conservan ya los rasgos propios del retribucionismo antiguo, y por ello las estudiamos a continuación, dentro de las teorías relativas. 2. TEORÍAS RELATIVAS (O DE LA PREVENCIÓN) Para las teorías relativas o de la prevención el fin de la pena no se agota en la propia retribución del delito cometido, sino que se despliega o proyecta socialmente con un efecto preventivo de nuevos delitos: como decía Cesare BONNESANA, Marqués de BECCARIA, en su famoso tratado De los delitos y de las penas (1764): «Es mejor prevenir los delitos que punirlos». En función de que los efectos se proyecten sobre el propio delincuente, o bien sobre la Sociedad en su conjunto, se distingue entre prevención especial y prevención general. A) Prevención especial (von LISZT) Para la teoría de la prevención especial la pena cumple un fin de prevención que va

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dirigido al propio autor del delito: la pena se impone al autor de un delito con el fin de que ese mismo sujeto no vuelva a delinquir, procurando —pues— la resocialización social de ese delincuente. Significativos antecedentes de esta teoría se encuentran, igualmente, en los filósofos clásicos. SÉNECA, evocando a PROTÁGORAS y a PLATÓN, afirmó: «pues, como dice PLATÓN, ningún hombre sensato castiga porque se ha pecado, sino para que no se peque». PAULO, en el Digesto justinianeo (D. 48, 19, 20), sostiene que «poena constituitur in enmendationen hominum».

En la doctrina penal clásica, el más significativo representante de la teoría de la prevención especial fue Franz VON LISZT (1851-1919), quien —en su conocido Programa de Marburgo— sostuvo que la pena desempeña tres cometidos esenciales de prevención especial, según la clase de delincuente de que se trate:

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— Una función de prevención especial positiva, consistente en la corrección o mejora del delincuente capaz y necesitado de corrección, esto es, el delincuente primerizo o principiante de la carrera criminal. — Un cometido de prevención especial negativa, que se cifra en intimidación del delincuente no necesitado de corrección: el delincuente ocasional. — Una finalidad de prevención especial neutralizante, cuyo cometido es la inocuización del delincuente no susceptible de corrección, esto es, el delincuente habitual. Contra estos últimos dirige VON LISZT palabras durísimas, al equipararlos con un miembro corporal gangrenado que contagia al organismo entero, y sostener que «contra los incorregibles debe la sociedad protegerse […] y como no queremos decapitar ni ahorcar, y no podemos deportar, solo queda la cadena perpetua (o por tiempo indeterminado)». En la moderna doctrina la teoría de la prevención especial es defendida por varios autores y se identifica con el pensamiento de la reeducación o reinserción social del delincuente, idea que se recoge en las Constituciones de muchos países: así, el art. 25.2 CE dispone que «las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social […]». Los defensores de la teoría unilateral de la prevención especial consideran que la resocialización constituye el único fundamento legitimante de la pena: la pena ha de servir únicamente a quien se impone, no a la Sociedad en general. De este modo, se considera inconstitucional que se persigan fines preventivo-generales: esta corriente doctrinal considera una vulneración de la dignidad del penado el hecho de que la pena sirva como ejemplo para los demás sujetos o para la Sociedad en su conjunto. La limitación de la función de la pena al ámbito del propio penado (prevención especial) es insostenible, por varios motivos:

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— Es falso y tendencioso el argumento de que los fines preventivo-generales vulneran la dignidad del penado. El respeto a la dignidad humana depende del contenido de la sanción penal (aspecto substancial), de la forma de aplicación de la pena (aspecto formal) y de la finalidad perseguida con dicha imposición (aspecto teleológico). — Además, la pena es una sanción jurídica pública, que impone el Estado a un sujeto, miembro de la Sociedad, que ha infringido gravemente las normas constitutivas de dicha Sociedad. El proceso de imposición de esta sanción pública, así como su finalidad, ha de exceder, lógicamente, el umbral del propio penado: porque la pena es un instrumento de estabilización social, no una sanción privada. — Por ello, no es cierto que se manipule o utilice la persona del penado como ejemplo para los demás: lo que se «utiliza», si es que algo se utilizare, es el propio significado de la pena, nunca la figura concreta de tal o cual penado: la dignidad de este no puede lesionarse por el hecho de que la pena impuesta sirva a otros posibles delincuentes futuros a abstenerse de realizar sus propósitos delictivos. En definitiva, la idea de la resocialización no es tanto un fundamento dogmático cuanto un criterio político-criminal, al que tiende, en la medida de lo posible, la ejecución penal: si, por la razón que fuera, no se consigue la rehabilitación o reinserción del delincuente, la pena sigue siendo válida y no por ello habría de ser declarada inconstitucional. Como tendencia políticocriminal, la resocialización del delincuente es recogida en la Constitución española, según ha declarado el Tribunal Constitucional, lo cual ha relativizado sensiblemente la trascendencia de esta cuestión, de manera que ya desde la década de los setenta del siglo XX se viene hablando en Alemania de una crisis de la idea de la resocialización.

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B) Prevención general a) Prevención general negativa (FEUERBACH) La teoría de la prevención general presenta dos variantes esenciales: negativa y positiva. La primera sostiene que la pena cumple la misión de disuadir a los ciudadanos de que cometan delitos, mediante la amenaza de la imposición penal. La segunda ve en la pena un efecto positivo de confirmación de la vigencia de la norma cada vez que se impone una pena. La más conocida formulación de la doctrina de la prevención general negativa se debe a Paul Johann Anselm VON FEUERBACH (1775-1833), autor del primer Tratado sistemático de Derecho penal, y en cuanto tal denominado por los penalistas alemanes «padre del moderno Derecho penal». Para él, la pena cumple una función de coacción psicológica: mediante la amenaza de pena se produce una suerte de intimidación o atemorización interna en la psique de los ciudadanos que pretende desarrollar un efecto inhibitorio o disuasorio ante la eventualidad de cometer delitos. Críticamente se ha sostenido que esta doctrina adopta una fundamentación utilitarista de la pena: los ciudadanos deben Polaino, Navarrete, Miguel. Lecciones de derecho penal. Parte general. Tomo I, Difusora Larousse - Editorial Tecnos, 2013. ProQuest Ebook Central, http://ebookcentral.proquest.com/lib/bibliotecaustasp/detail.action?docID=4870484. Created from bibliotecaustasp on 2018-08-04 08:36:20.

saber que los delitos no merecen la pena («crimen doesn’t pay»), esto es, que los inconvenientes son mayores que las ventajas.

b) Prevención general positiva (HEGEL, JAKOBS) Frente a la prevención general negativa, la teoría de la prevención general positiva no persigue un efecto disuasorio (negativo) sino un efecto confirmante (positivo) en la Sociedad: mediante la imposición de la pena se confirma que la norma sigue teniendo vigencia, esto es, que sigue siendo un principio rector constitutivo de la Sociedad y, por ello, hay que acatarla. La formulación más conocida de la doctrina de la prevención general positiva se debe al filósofo idealista alemán Georg Wilhelm Friedrich HEGEL (1770-1831) y, modernamente, ha sido reformulada y ampliada con aportaciones propias por JAKOBS, cuya inspiración en la teoría hegeliana es manifiesta y autorreconocida.

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La doctrina mayoritaria incluye la concepción de HEGEL entre las teorías absolutas de la pena, porque no persigue, aparentemente, fin preventivo alguno: los mismos discípulos de JAKOBS, como LESCH, aceptan su doctrina como una teoría funcional de la retribución. Por ello, ante la amplia difusión de la doctrina de JAKOBS, se ha hablado de un «renacimiento de las teorías absolutas de la pena». Sin embargo, nosotros creemos preferible estudiar las formulaciones de HEGEL y de JAKOBS en el marco de las teorías relativas de la prevención general positiva, porque la retribución a que se refieren HEGEL y JAKOBS (confirmación de la vigencia quebrada de la norma) es bien distinta al concepto tradicional de retribución.

En su obra cumbre Grundlinien der Philosophie des Rechts (1820), formula HEGEL una teoría dialéctica de la pena que ha ejercido gran influjo en la literatura penalista clásica hasta nuestros días: conforme a ella, el delito se concibe como la negación general del Derecho, y la pena como la negación de la negación del Derecho, doble negación que produce la reafirmación de la norma jurídica, esto es, el restablecimiento del ordenamiento jurídico quebrado, de manera que en la presente concepción doctrinal el objeto de protección del Derecho es el propio Derecho. Para HEGEL, el delito constituye un «juicio negativo-infinito» por el cual «no solo se niega lo particular […], sino a la vez lo universal”: el delincuente, al cometer un delito, no sólo expresa su voluntad contraria a esa norma, sino que pone en entredicho el ordenamiento en su conjunto. Se requiere, pues, la pena como «manifestación de la nulidad del delito», de manera que, al tiempo, se produce la superación del delito y la reafirmación de la vigencia de la norma violada. Aunque la concepción de HEGEL presenta cierto componente retributivo (afirma que «lo único que importa es que el delito debe ser superado»), lo cierto es que no se trata de un retribucionismo ciego (infligir un mal por haber realizado un mal), sino de una doctrina preventivo-general con un fundamento y un contenido racionales. Por ello, dice HEGEL que la pena honra al delincuente como ser racional, porque se le trata como un componente de la Sociedad que ha de adecuar su comportamiento a las normas jurídicas básicas para la convivencia.

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La concepción hegeliana sobre la razón de la pena ha inspirado la formulación de la teoría funcionalista de la pena de JAKOBS, para quien la misión de la pena es la garantía de la identidad normativa de la Sociedad, o sea, el aseguramiento de la vigencia de la norma. Con ello, rechaza la tradicional fundamentación ontológica del Derecho penal, adoptando una fundamentación exclusivamente normativista: «la pena —dice JAKOBS— no repara bienes, sino que confirma la identidad normativa de la Sociedad. Por consiguiente, el Derecho penal no puede reaccionar frente a un hecho en cuanto lesión de un bien jurídico, sino solo frente a un hecho en cuanto quebrantamiento de la norma. Un quebrantamiento de la norma, a su vez, no es un suceso natural entre seres humanos, sino un proceso de comunicación, de expresión de sentido entre personas». Siguiendo a HEGEL, y sobre la base de una comprensión comunicativa del delito, sostiene JAKOBS que el delito se entiende «como afirmación que contradice la norma» y la pena «como respuesta que confirma la norma»: «la prestación que realiza el Derecho penal consiste en contradecir a su vez la contradicción de las normas determinantes de la identidad de la Sociedad. El Derecho penal, por tanto, confirma la identidad social», esto es, «restablece en el plano de la comunicación la vigencia perturbada de la norma». Un delito es, para JAKOBS, un acto que defrauda una expectativa social (a saber: que el autor se comporte como un ciudadano fiel al Derecho) y, a la vez, es una expresión de sentido: el autor muestra su disconformidad con la norma, o sea, manifiesta que, de modo general, a él la norma no le compete, que no rige para él, y por eso presenta un contraproyecto de pauta normativa. La pena, que igualmente es una expresión de sentido, tiene la misión de «poner las cosas» en su sitio jurídico: reafirma la vigencia de la norma, esto es, afirma que la norma quebrada sigue estando vigente, y ha de ser seguida. Ejemplo: cuando un sujeto comete un homicidio, defrauda la expectativa de comportarse como un ciudadano cumplidor de la norma, y a la vez expresa que la norma «no matarás», constitutiva de la estructura social, no rige para él: en cambio, propone con su acto un contraproyecto social que reza «está permitido matar». La pena tiene la misión de reafirmar la vigencia de la primera norma, aislando el significado del acto quebrantador: con la pena se expresa que, a pesar del acto aislado del sujeto, la norma «no matarás» sigue siendo vigente en la Sociedad.

La pena, en suma, para JAKOBS, ha de ser concebida como un instrumento de aseguramiento contrafáctico y cognitivo de la vigencia de la norma: es contrafáctico porque se dirige contra un hecho que quebranta la norma y es cognitivo porque produce en la conciencia de los ciudadanos la confianza en la vigencia de la norma quebrantada. Esta sugerente teoría de JAKOBS —que tan gran influjo está ejerciendo en el actual desarrollo de la Dogmática penal en el orden jurídico comparado y que, en todo caso, constituye una concepción perfectamente democrática— no puede librarse de algunas consideraciones críticas: — Es verdad que la pena tiene un efecto reafirmador del ordenamiento jurídico

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quebrantado. Pero tal efecto no constituye el fin inmediato ni el fin exclusivo de la pena, y por ello no agota la justificación material del Derecho penal. — El hecho de que las normas sean válidas, se apliquen en la realidad y mantengan su vigencia no es exclusivo del Derecho penal, ni siquiera del Derecho (es común al Derecho civil, al Derecho administrativo, a la Moral, etc.): todo sistema normativo exige la eficacia de sus normas, esto es, la protección de un status quo. — Es discutible que se trate de un «fin» perseguido por la propia norma, porque de este modo la vigencia de norma sería el propio fin de la norma, o lo que es lo mismo, el objeto de protección del Derecho sería el propio Derecho, siendo así que la protección del ordenamiento jurídico es más una consecuencia de la aplicación de la norma que el fin de esta. — Además, se descuidan algunos aspectos: la prevención de delitos o los posibles efectos de la pena sobre el propio penado (prevención especial). 3. TEORÍAS MIXTAS (DE LA UNIÓN O DE LA UNIDAD) En un punto intermedio entre las teorías absolutas y las relativas se sitúan las teorías mixtas, de la unión o de la unidad: se trata de un conjunto de doctrinas eclécticas, que conjugan varios aspectos o componentes diversos para la legitimación del Derecho penal. Pueden destacarse varias formulaciones de estas teorías.

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A) Teoría mixta retributivo-preventiva Una primera teoría mixta es la retributivo-preventiva, que defiende que la pena cumple al mismo tiempo la función de castigar y de prevenir, esto es, de retribuir el delito y de evitar la comisión de futuros delitos. Esta teoría, sostenida por varios autores, ejerció gran influjo en la jurisprudencia penal de diversos países, y todavía hoy continúa siendo punto de referencia de determinadas concepciones en cuanto a la justificación material de la pena. B) Teoría diferenciadora (SCHMIDHÄUSER) Eberhard SCHMIDHÄUSER formuló una teoría penal diferenciadora que defiende que la pena desempeña, al mismo tiempo, funciones de prevención general y especial. Para ello, distingue este autor un sentido objetivo-general y un sentido subjetivo-individual de la pena: a) El sentido objetivo-general se refleja en la Sociedad en su conjunto: la pena confirma la vigencia de la norma, generando un efecto preventivo, sociopedagógico y de lucha contra la criminalidad. b) El sentido subjetivo-individual de la pena será diverso, según el destinatario de que se trate:

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— Para el legislador la pena adquiere el sentido de prohibir las lesiones intolerables para la vida en Sociedad. — Para los órganos de persecución penal (policía y fiscalía) deberán esclarecer los casos de criminalidad y procurar reducir la cifra de criminalidad, con el fin de mantener la paz jurídica. — El juez penal ha de realizar la idea de la Justicia, en función de su recta «conciencia del fin». — Los funcionarios de instituciones penitenciarias habrán de humanizar la ejecución de la pena y evitar la desocialización del reo (prevención especial). — Para el propio penado la pena supone la liberación de su culpa o la reconciliación con el mundo lesionado. — Por último, la Sociedad ha de readmitir al penado en su medio tras cumplir la condena, produciéndose una reconciliación con el mismo.

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C) Teoría unificadora o dialéctica (ROXIN) Desde mediados de los años sesenta del siglo pasado ha venido reiteradamente defendiendo Claus ROXIN una teoría unificadora o dialéctica de la pena, que conjuga aspectos exclusivamente preventivos, rechazando la retribución como fin de la pena. Para este autor, la pena desempeña, simultáneamente, fines de prevención general y de prevención especial: «puesto que los hechos delictivos pueden ser evitados tanto a través de la influencia sobre el particular como sobre la colectividad, ambos medios —dice ROXIN— se subordinan al fin último al que se extienden y son igualmente legítimos». Ambos fines de prevención han de armonizarse cuidadosamente. En el caso normal, no habrá colisión entre ambos componentes. Allá donde entren en contradicción, podrá situarse un fin por delante del otro. La culpabilidad es el límite de la pena, de manera que la pena no podrá rebasar nunca la medida de la culpabilidad, pero sí podrá reducirse si así lo aconsejan los criterios preventivo-especiales (resocialización del delincuente, etc.). D) Teoría modificada de la unión (GÖSSEL) Por su parte, Karl-Heinz GÖSSEL formula en 1985 una teoría modificada de la unión que defiende que la pena persiga cualquier tipo de prevención que sea correcto y adecuado a la idea de justicia. Según este autor, la retribución es un elemento innegable de las sanciones penales, pero no el fin de las mismas: es un elemento porque la sanción penal (pena o medida de seguridad) se conecta siempre a la comisión de un hecho antijurídico. De ese modo, el fundamento de la pena se sitúa en la culpabilidad del autor, que marca el límite de la gravedad de la pena. Ese fundamento tradicional se ve modificado en los supuestos en que la acción no sea culpable, viéndose substituida por un fundamento adicional: la peligrosidad criminal. En estos casos, corresponde la imposición de una medida de seguridad, igualmente acorde a la peligrosidad criminal del sujeto.

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VI. RESUMEN Y TOMA DE POSTURA: LA FUNCIÓN DE LA PENA Después de la exposición de las diferentes teorías de la pena (o, por mejor decir, de las teorías de los fines de la pena), a modo de conclusión, procedemos a hacer unas consideraciones sobre los fines y los efectos de la pena. Según nuestro parecer, pueden distinguirse respecto de la sanción punitiva básica, al menos conceptualmente, diferentes funciones, así como un fin y una consecuencia directa de la pena, que pueden resumirse conforme al siguiente esquema: 1. Prevención especial Función de prevención especial negativa: evitación de futuros delitos cometidos por el propio delincuente. Fin de prevención especial positiva: resocialización del delincuente. 2. Prevención general Función de prevención general negativa: evitación de futuros delitos en la Sociedad.

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Consecuencia inmediata de prevención general positiva: confirmación de la vigencia de la norma (identidad normativa de la Sociedad). De este sintético esquema se deducen las siguientes conclusiones: a) A nuestro juicio, propiamente, las funciones que la pena desempeña son de prevención especial y general negativa: evitación de futuros delitos, esto es, protección de bienes jurídicos. Esta función tiene como campo de acción dos concretos sistemas: el propio delincuente (en la prevención especial negativa) y la Sociedad (en la prevención general negativa). b) Los efectos preventivo-generales y preventivo-especiales de signo positivo no son, propiamente, funciones de la pena, sino una finalidad a la que la pena ha de tender (resocialización del delincuente), en el caso de la prevención especial positiva, y una consecuencia inmediata (la confirmación de la identidad o la validez de la norma), como efecto de prevención general positiva. c) De esta concepción se deduce lo siguiente: la función preventiva (especial y general) de evitación de futuros delitos, y —por tanto— de salvaguarda y prevención de determinados

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bienes jurídicos frente a determinadas lesiones o puestas en peligro (por parte del propio delincuente o de la Sociedad en su conjunto) es compatible con la idea de la protección de la identidad normativa de la Sociedad, porque esta es una consecuencia de aquella.

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LECCIÓN 4.ª

CONCEPTO DOGMÁTICO DE DERECHO PENAL (II): DELITO Y MEDIDA DE SEGURIDAD. REPARACIÓN A LA VÍCTIMA I. EL BINOMIO PELIGROSIDAD CRIMINAL Y MEDIDAS DE SEGURIDAD

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Junto a la pena como básica sanción del sistema punitivo, existe un segundo instrumento de reacción penal: la medida de seguridad, cuyo fundamento y límite es la peligrosidad criminal del autor. Esta sanción de la medida de seguridad penal se prevé, como vimos, para los inimputables (sujetos incapaces de culpabilidad: menores de edad, enfermos mentales, etc.) o semiimputables (sujetos con capacidad de culpabilidad disminuida o incompleta) que realicen un injusto típico (acción típica y antijurídica) y que revelen una especial peligrosidad criminal; excepcionalmente la medida de seguridad penal puede imponerse también, junto a una pena, a sujetos imputables y culpables que sean criminalmente peligrosos y requieran el tratamiento de una medida específicamente adaptada a las exigencias de su personalidad Las medidas de seguridad fueron introducidas en la Ciencia penal de la mano del jurista suizo Carl STOOSS, autor del Anteproyecto de Código penal suizo de 1893, en el que preveía por primera vez este tipo de medidas. En España no tuvieron reflejo, en nuestra legislación positiva, hasta el Código penal de 1928, muy influido por el «Proyecto Ferri» de 1921, antecedente del Código penal italiano de 1930.

Así pues, la incorporación de las medidas de seguridad al Sistema jurídico-penal es relativamente nueva: ni de lejos se acerca a la dilatada evolución histórica de la pena. En cualquier caso, desde entonces, la medida de seguridad ha venido siendo considerada un elemento esencial en la definición de Derecho penal, aunque algunos autores alemanes tienden a extraer del Derecho penal las medidas de seguridad, y ubicarlas en otros ámbitos jurídicos de prevención (Derecho de policía o Derecho administrativo sancionador). Al igual que la pena, la medida de seguridad es una sanción punitiva, cuyo contenido consiste en una privación legítima de bienes jurídicos, que se determina en razón de la peligrosidad criminal, se adapta a las exigencias personales del autor y se impone en evitación

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de futuros delitos. La medida de seguridad procura la aplicación del tratamiento individualizado que resulte más adecuado a la personalidad del sujeto: su carácter es, pues, prevalentemente curativo, terapéutico, educativo, asistencial y socialmente integrador. Las medidas de seguridad se prevén en el art. 6.1 del Código penal de 1995 y se regulan en los arts. 95 a 108 del mismo texto. Estos preceptos contienen un régimen normativo de los requisitos básicos de las medidas de seguridad penales: — Se trata siempre de medidas post-delictuales, que exclusivamente se imponen después de la comisión de un hecho descrito por la ley como delito, en ningún caso antes de la ejecución de un injusto típico. Históricamente, la legislación anterior (Ley de Peligrosidad Criminal de 1970) preveía, en cambio, medidas de seguridad predelictuales, cuya constitucionalidad era más que discutible, por cuanto imponían una sanción a un sujeto que, aun siendo peligroso, no había realizado una conducta típicamente antijurídica; con ello, infringían el principio del hecho, que proclama la responsabilidad por el acto (no por la forma de ser del sujeto) y que es consubstancial al moderno Derecho penal.

— El fundamento y límite de las medidas de seguridad es la peligrosidad criminal del sujeto, que ha de ser, conforme al principio del hecho, exteriorizada en la realización de una acción típica y antijurídica (injusto típico). — Ha de respetar escrupulosamente el principio de proporcionalidad: la medida no puede ser más gravosa ni de más duración que la pena que correspondería al autor en caso de ser imputable, y —en todo caso— solo puede imponerse una medida de seguridad privativa de libertad si la pena que correspondiera imponer fuese también privativa de libertad.

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II. CLASES DE MEDIDAS DE SEGURIDAD En función del supuesto en que se aplican, pueden distinguirse las siguientes clases de medidas de seguridad: a) originarias o reemplazantes de la sanción jurídica de la pena; b) complementarias o suplementarias de la pena; c) substitutivas o vicariales de la sanción penal; y d) inocuizadoras o anuladoras de la capacidad criminal del sujeto. Indiquemos ya que estas últimas (neutralizantes o desvirtuadoras del sujeto peligroso) son, según nuestro parecer, inconstitucionales (porque inciden en la propia personalidad del sujeto y no en su peligrosidad criminal). 1. MEDIDA DE SEGURIDAD ORIGINARIA O REEMPLAZANTE Constituyen el supuesto más común de medida de seguridad. Se impone como sanción única al sujeto inimputable o semiimputable que realiza un injusto típico no culpable (o no plenamente culpable), y —por consiguiente— no punible. Polaino, Navarrete, Miguel. Lecciones de derecho penal. Parte general. Tomo I, Difusora Larousse - Editorial Tecnos, 2013. ProQuest Ebook Central, http://ebookcentral.proquest.com/lib/bibliotecaustasp/detail.action?docID=4870484. Created from bibliotecaustasp on 2018-08-04 08:36:20.

Ejemplo: un demente en pleno síndrome psicótico mata con repetidos disparos a su vecino, no siendo posible imputarle tal acción, por la ausencia de capacidad de culpabilidad (situación de inimputabilidad que padece) en dicho sujeto. Por ello, no se podrá imponer al mismo ninguna pena (sanción que presupone imputabilidad y culpabilidad del autor), por ejemplo de prisión, sino solo una medida de seguridad (v.gr. internamiento en un centro psiquiátrico, una medida de seguridad privativa de libertad, prevista en el art. 96.1.2.1.ª CP de 1995, que atiende la situación de peligrosidad criminal del sujeto y a la necesidad de tratamiento del mismo según las condiciones patológicas de su personalidad).

Reciben el nombre de originaria porque constituyen la única sanción jurídicopenal que ex origine corresponde imponer al caso concreto. También son llamadas, un tanto impropiamente, medidas reemplazantes, en tanto metafóricamente reemplazan a la pena que cabría imponer si el sujeto fuera imputable, ocupando el lugar de tal sanción penal. 2. MEDIDA DE SEGURIDAD COMPLEMENTARIA O SUPLEMENTARIA DE LA PENA Constituye un supuesto excepcional de medida de seguridad, que se impone junto a la pena, esto es, al mismo tiempo que ella, produciendo de este modo un supuesto jurídico de doble punición. El sujeto a quien se impone ha de ser plenamente culpable, para que se le pueda imponer la pena, pero en la determinación de la sanción jurídico-penal se valora también de modo particular la peligrosidad criminal del autor, a efectos de la sumisión del mismo a una medida de seguridad adecuada a su personalidad.

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Ejemplo: el delito de conducción de vehículo de motor o ciclomotor bajo la influencia de bebidas alcohólicas, drogas, etc., tipificado en el art. 379 CP 1995, es sancionado siempre con una pena y una medida de seguridad al mismo tiempo: el citado precepto dispone que se impondrá alternativamente la pena de prisión de 3 a 6 meses o multa de 6 a 12 meses (pero, en todo caso, una de las dos penas posibles), y además la medida de seguridad consistente en la retirada de carné de conducir entre 1 y 4 años; de lege ferenda podría arbitrarse un sistema punitivo más avanzado, en el que la retirada del permiso de conducir fuera acompañada de un tratamiento desintoxicador en su caso o de un programa formativo o de reciclaje de su capacitación para conducir vehículos de motor.

El principal inconveniente que plantea este tipo de medidas es el de su constitucionalidad: es discutible su adecuación al principio ne bis in idem, que impide enjuiciar y sancionar dos veces un mismo hecho, en caso de identidad de elementos: sujetos, hecho y fundamento (así, STC 2/1981, de 30 de enero), aunque si la naturaleza del hecho es bifronte, de modo que junto a la culpabilidad concurre la peligrosidad criminal del autor, puede ser indicado prever una unitaria sanción penal (no reduplicada), en la que una parte se configure como pena y otra como medida. 3. MEDIDA DE SEGURIDAD SUBSTITUTIVA O VICARIAL Las medidas de seguridad substitutivas se imponen en lugar de la pena al autor culpable de un delito, por razones político-criminales de prevención (resocialización, empatía, conciliación, razones humanitarias, etc.) o dogmáticas (preferencia de anteponer la valoración

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de la peligrosidad criminal, en el caso concreto, sobre la culpabilidad del autor del acto delictivo). Constituyen en la realidad normativa casos singulares de medidas de seguridad, que vienen a subrogarse en el lugar de la pena, conforme a las exigencias de un sistema llamado vicarial o substitutivo, al considerar el juez o tribunal sentenciador que la medida de seguridad resultaría, en el caso concreto, más adecuada a los fines de prevención especial y general. Nuestra vigente legislación no contempla aún propiamente esta índole de medidas, que sin embargo están llamadas a experimentar una progresiva proyección en el plano de lege ferenda en el ordenamiento penal, en cuanto traten de limitar al mínimo posible el carácter punitivo de la sanción penal, en beneficio de un tratamiento más adecuado del infractor. Algún atisbo, aunque ciertamente impreciso e insuficiente, de la ratio que inspira a esta suerte de medidas puede verse en la institución de la suspensión de ejecución de pena privativa de duración no superior a 2 años (art. 80 CP) y en la expulsión del territorio nacional del extranjero no residente legalmente en España sancionado a penas privativas de libertad inferiores a 6 años (art. 89 CP).

4. ¿MEDIDA DE SEGURIDAD INOCUIZADORA?

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Finalmente, varios ordenamientos (por ejemplo, en los EE.UU. de América) prevén, en supuestos de especial peligrosidad (v.gr. delincuentes sexuales peligrosos incorregibles, autores reincidentes irresocializables, etc.) medidas de seguridad inocuizadoras, cuya finalidad es la inocuización del delincuente (hacer inofensivo al autor), es decir, la neutralización del peligro del sujeto (desvirtuar la capacidad criminal del mismo). Ejemplos: en la Alemania nazi se preveían medidas inocuizadoras extremas, como la castración del violador habitual para inocuizar el peligro persistente. Actualmente se discute en Alemania, desde la aprobación de la reciente «Ley de combate de los delitos sexuales y otros delitos violentos», de 26 de enero de 1998, sobre la llamada custodia de seguridad. En España se discute otro tipo de medidas: sometimiento a vigilancia por parte de fuerzas y cuerpos de seguridad, publicación en listas públicas de los hombres condenados por malos tratos, así como la prohibición de residir y acudir a determinados lugares donde residan las víctimas o que sea frecuentados por ellas (art. 48.1), prohibición de aproximación a la víctima, familiares u otras personas que el juez determine (art. 48.2) y prohibición de comunicación con la víctima, familiares u otras personas (art. 48.3).

Este tipo de medidas de seguridad inuocuizadoras o neutralizadoras del sujeto criminalmente peligroso plantean numerosos problemas jurídicos, que determinan su posible inconstitucionalidad (así, HERRERA MORENO): — Se trata de medidas predelictuales, pues no son respuesta a un hecho anterior ya sancionado penalmente, sino que se imponen en prevención de futuros delitos, esto es, se prevén como sanción acumulativa (medida de seguridad después de la pena) ante la persistencia del peligro del autor, pero sin que hayan cometido otro delito. — No puede argumentarse que el fundamento se halla en el delito ya anteriormente cometido, pues el sujeto ya ha sido condenado —y cumplido condena— por ese delito. Si se impone una sanción acumulativa o adicional con base en ese delito, se infringiría el principio

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ne bis in idem, que proscribe la duplicidad sancionatoria. — Por ello, estas medidas responden más a un Derecho penal de autor o de la voluntad que a un Derecho penal de acto: no castigan al hombre por lo que hizo, sino por lo que podría hacer, esto es, por tener predisposición al crimen. — Además, quiebran el principio de proporcionalidad (previsto expresamente en el art. 6.2 CP de 1995) entre el hecho peligroso ya cometido y la propia medida de seguridad a imponer, aunque algunos autores consideran que la proporción debe predicarse entre la medida y el peligro que se trata de evitar. — No puede fundamentarse la imposición de este tipo de medidas con el argumento de que, aun habiendo cumplido la condena, el sujeto no se ha resocializado, y continúa siendo peligroso: la falta de resocialización es, en todo caso, un fracaso del sistema, que no puede ser imputado exclusiva y unilateralmente al delincuente.

III. COMPATIBILIDAD DE PENA Y MEDIDA DE SEGURIDAD 1. LOS SISTEMAS TRADICIONALES: MONISMO Y DUALISMO

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Pueden distinguirse dos sistemas diferentes sobre las sanciones penales: el sistema monista (o sistema de una vía) y el sistema dualista (o de doble vía), según acepten una sola sanción penal (o pena o medida de seguridad), o bien dos sanciones penales diferentes (pena y medida de seguridad). a) El sistema monista tradicional defendía la inclusión en el Derecho penal de una sola sanción punitiva (una vía) como medio de reacción contra el crimen: bien la pena (monismo de penas o monismo penal), bien la medida de seguridad (monismo de medidas de seguridad o monismo asegurativo): — El monismo de penas se basaba en el monopolio de la pena como único medio de castigo del delito. La pena, se consideraba entonces, era el único castigo que puede retribuir el delito. A todo delincuente, pues, ha de imponérsele una pena, con independencia de que fuera o no imputable: el daño producido es el mismo. Este sistema se defendía hasta el siglo XIX, antes de preverse la medida de seguridad en el anteproyecto de CP suizo de 1893, redactado por STOOSS. Incluso en la actualidad, algún ordenamiento penal (como el japonés, que margina de su Código penal el Derecho penal de la peligrosidad y, en consecuencia, no prevé medidas de seguridad de naturaleza penal) y algunos autores en la doctrina española, como RODRÍGUEZ DEVESA, defienden este monismo a la antigua usanza, rechazando de plano las medidas de seguridad, por razón del fracaso de los tratamientos terapéuticos.

— El monismo de medidas, defendido por algún sector doctrinal minoritario, propugna la Polaino, Navarrete, Miguel. Lecciones de derecho penal. Parte general. Tomo I, Difusora Larousse - Editorial Tecnos, 2013. ProQuest Ebook Central, http://ebookcentral.proquest.com/lib/bibliotecaustasp/detail.action?docID=4870484. Created from bibliotecaustasp on 2018-08-04 08:36:20.

plena substitución de las penas por otras medidas asegurativas, debido al fracaso de la pena —de toda pena— como medio idóneo para alcanzar los fines tutelares y preventivos propios del Derecho penal. b) El sistema dualista tradicional (o de doble vía) conjugaba la existencia de penas y medidas de seguridad en el ordenamiento punitivo, como medios diferentes (es decir, dotados de distinto contenido y destinados a desempeñar una distinta finalidad) de reacción frente al delito. Este sistema fue el mayoritariamente aceptado. La mayoría de la doctrina y de los ordenamientos de todos los países dan acogida, en sus Códigos penales, a las dos categorías de sanciones penales: penas y medidas de seguridad, aunque no faltan autores que defienden que, pese a las diferentes denominaciones, penas y medidas de seguridad en el fondo son substancialmente idénticas.

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2. EL SISTEMA VICARIAL Los sistemas actuales de sanciones reconocen, en su mayoría, tanto la pena como la medida de seguridad como instrumentos válidos de reacción punitiva: son, pues, sistemas de doble vía. Ahora bien, el debate entre monismo y dualismo no se puede considerar al día de hoy zanjado: la moderna discusión gira en torno a la cuestión de si deben considerarse equivalentes ambas instituciones o, por el contrario, si son instituciones diversas, dotadas de un contenido y de una función diferentes. Con todo, el sistema imperante es el llamado sistema vicarial o substitutivo, según el cual la medida podrá substituir a la pena conforme al principio de oportunidad: en función de la concreta sanción que sea más conveniente jurídicamente y más acorde a la personalidad del sujeto. La aplicación de sanciones penales a tenor de este sistema punitivo se hace de una manera no acumulativa (pena más medida), lo que puede resultar incompatible con el principio ne bis in idem, sino precisamente de forma vicarial: esto es, la medida de seguridad se computa en la penalidad total prevista por la ley y excluye el tanto correspondiente de pena a que se ha hecho acreedor el autor de la acción delictiva.

IV. LA REPARACIÓN A LA VÍCTIMA COMO TERCERA VÍA DE SOLUCIÓN DE LOS CONFLICTOS PENALES 1. NACIMIENTO Y AUGE DE LA IDEA DE LA REPARACIÓN El modelo dual o sistema de la doble vía, que comprende la pena y la medida de seguridad como medios alternativos de reacción frente al crimen, ha sido el dominante a lo largo del siglo XX. Sin embargo, en las últimas décadas se ha desarrollado, especialmente en

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la dogmática alemana, la idea de aceptar la reparación del daño a la víctima como una tercera vía de solución de los conflictos penales. El avance de esta figura encontró su máxima cristalización con la adopción de un Proyecto alternativo de la reparación (Alternativ Entwurf Wiedergutmachung), publicado en la República Federal de Alemania en 1992, y en cuya preparación intervinieron profesores alemanes, austriacos y suizos. Uno de los más significativos defensores de la reparación a la víctima es Claus ROXIN, para quien los fines preventivos de la pena (fines de prevención general y de prevención especial) pueden, en algunos casos, alcanzarse más fácil o más satisfactoriamente sin necesidad de recurrir al drástico instrumento que constituye la pena, sino acudiendo a estos actos de reparación a la víctima.

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2. CONCEPTO Y NATURALEZA JURÍDICA DE LA REPARACIÓN A LA VÍCTIMA La reparación constituye una reciente institución penal en evolución, que en efecto hasta la fecha no parece excesivamente desarrollada en su propio perfil técnico. Su historia no puede, lógicamente, parangonarse ni a distancia a la de la pena, y ni siquiera a la de la medida de seguridad, lo cual habla en contra de su precisa delimitación, que se halla requerida de un riguroso proceso científico de elaboración. A propósito de la reparación, en verdad, hoy día se discute tanto su naturaleza como sus características y sus efectos. La reparación de daño a la víctima consiste en la posibilidad de atenuación de la pena o, incluso, en la posibilidad de substitución de la pena, por una consecuencia jurídica diferente, más acorde a la entidad del delito cometido y más adecuada al fin preventivo que persigue el Derecho penal. Se trata, pues, de una institución que responde al movimiento político-criminal de consideración de la víctima del delito (HERRERA MORENO). Harto discutida es, también, la naturaleza jurídica de la reparación: se trata de una institución de incierta naturaleza —por así decir, «a dos bandas» o «sin patria»—, que participa cuando menos de características propias del Derecho penal y del Derecho civil. Su origen es netamente iusprivatista, y desde este campo ha sido recientemente importada al ámbito del Derecho público, aspirando a arraigar en el ordenamiento penal. En orden a su valoración crítica, la propuesta de la adopción de la reparación, como una tercera vía del sistema de las sanciones penales, presuponiendo una configuración técnica más precisa que la actual, podría contribuir a conseguir más certeramente los fines de prevención, en particular los de la prevención especial, en la medida en que se logre que el propio delincuente se conciencie de la gravedad de su acto típico, afronte la realidad del mismo, repare el daño causado por él a la víctima, y reconozca públicamente la importancia de los legítimos intereses de las víctimas.

En definitiva, a través de esta vía se trataría de aspirar al logro de un reencuentro del delincuente con la Sociedad, cuya norma quebrantó, a través de la parte lesionada por el acto delictivo, esto es, la víctima del delito.

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LECCIÓN 5.ª

LEGITIMACIÓN DEL SISTEMA PUNITIVO DEL ESTADO I. IUS POENALE Y IUS PUNIENDI: LAS DIMENSIONES DEL DERECHO PENAL Un criterio tradicional de definición distingue entre el Derecho penal en sentido objetivo (Ius poenale) y el Derecho penal en sentido subjetivo (Ius puniendi): — El Ius poenale es el conjunto de normas jurídicas públicas (Derecho positivo) que definen determinadas acciones como delitos e imponen las penas correspondientes.

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Paradigmática es la definición ofrecida por el penalista alemán Franz VON LISZT: «conjunto de reglas jurídicas establecidas por el Estado que asocian al crimen como hecho la pena como legítima consecuencia». Esta definición (formulada a fines del siglo XVIII) peca, en la actualidad, por omisión: en ella hay que añadir otras consecuencias jurídicas distintas de la pena, esencialmente las medidas de seguridad y corrección.

— El Ius puniendi es la facultad o potestad del Estado de imponer sanciones jurídicopenales —penas o medidas de seguridad— por la comisión de delitos, esto es, la competencia de hacer valer su cometido constitucional de órgano legitimado para solucionar los conflictos criminales desencadenados en la Sociedad, que conforme a su escala de valores reconoce y se identifica con un ordenamiento punitivo, cuya única legítima titularidad es la estatal en el modelo del Estado de Derecho.

II. LA DISCUTIDA NATURALEZA DEL IUS PUNIENDI El hecho de la regulación normativa de la convivencia humana en Sociedad es tan antiguo como el mismo hombre. Toda comunidad de seres humanos requiere de unas reglas o normas jurídicas para regir su convivencia. Para hacer valer las normas jurídicas se requiere de una situación de poder, una potestad sancionadora o conminatoria para obligar al cumplimiento de tales normas o para sancionar al que las incumpla. En el ámbito jurídico-penal, esa potestad sancionadora constituye el Ius puniendi del Estado. Bien discutida es en la doctrina

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penal la naturaleza jurídica del Ius puniendi. 1. EL IUS PUNIENDI COMO ATRIBUTO DE LA SOBERANÍA DEL ESTADO Algunos autores, fundamentalmente en la doctrina italiana (como MANZINI, MAGRI o FERRI), sostuvieron que el Ius puniendi constituye un atributo de la soberanía del Estado, y no un simple reflejo del Ordenamiento positivo: es inherente al concepto de Estado la obligación (más exactamente, el derecho-deber) de imponer penas, o sea, no se concibe ningún Estado que no sancione las conductas criminales mediante penas. La presente tesis esconde, en realidad, un arma de doble filo, por cuanto de ella podrían desprenderse algunas cuestiones claramente inaceptables: — Por lo pronto, de esta concepción, llevada a sus últimas consecuencias, se podría extraer la idea de que el Derecho penal subjetivo en sentido propio y autónomo no existe, en tanto no es conceptualmente separable del concepto de Estado. — Por otra parte, esta idea, hoy desterrada, concedía al Estado un poder casi ilimitado, al conectar la necesidad de sancionar conductas con el Derecho natural, de modo que los límites que podían imponerse al ejercicio de tal derecho mediante la Ley positiva eran muy reducidos o aun inexistentes. En una palabra: prevalecía el interés del Estado, frente al reconocimiento y la garantía por el propio Derecho penal de los derechos fundamentales y libertades públicas, de conformidad con las exigencias constitucionales del Estado de Derecho.

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2. EL IUS PUNIENDI COMO DERECHO A EXIGIR OBEDIENCIA JURÍDICA Una sugerente tesis fue formulada, a finales del siglo XX, por el penalista alemán Karl BINDING en su conocida obra Die Normen und ihre Übertretung («Las normas y su transgresión»). Este autor distingue dos conceptos esenciales (la norma penal y la ley penal) a los que se asocian dos derechos subjetivos (el derecho a la obediencia, de una parte, y el derecho a la imposición de la pena, de otra), cuyo ejercicio está —a su vez— coaccionado respectivamente por sendas amenazas nomológicas (de cumplimiento y de aseguramiento). A continuación explicamos más detenidamente esta doctrina. 1. Norma = contenido substancial de la ley. Las normas jurídicas establecen para garantía del orden de convivencia social un conjunto de disposiciones jurídicas relativas a determinadas conductas, v.gr. «¡no matarás!». 2. Ley penal = vehículo de expresión de la norma donde se establecen las consecuencias de la infracción penal. Ejemplo: el art. 138 CP prescribe una pena de 10 a 15 años de prisión a quien matare a otro, esto es, a quien infringe la norma que prohíbe matar a otro, la norma que dispone «¡no matarás!».

Conforme a ello, según BINDING, el delincuente al cometer la acción antijurídica y ser sancionado infringe la norma (quebranta el mandato: «¡no matarás!»), pero cumple la ley penal (se le impone la pena correspondiente por la infracción de la norma). A estas dos categorías (norma y ley penal) asocia BINDING dos clases de derechos subjetivos:

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1. El derecho a la obediencia: concerniente al contenido de la norma. 2. El derecho a la pena: relativo a la imposición y ejecución de la sanción establecida en la ley penal.

El sujeto —destinatario de la norma— tiene el derecho subjetivo a la obediencia de la norma. Si incumple la norma, esto es, si realiza el tipo penal, entonces adquiere el derecho a la pena. Ambos derechos están, de algún modo, coaccionados, a su vez, mediante dos clases de amenaza, coacción o coerción: 1. La coacción de cumplimiento o de realización: constituye una coacción física y se refiere a la norma. 2. La coacción de aseguramiento o de garantía: constituye una coacción psicológica y se refiere a la pena prevista en la ley penal.

El derecho a la obediencia de la norma está coaccionado mediante una coacción de cumplimiento. La ley penal resulta coaccionada mediante una coacción de aseguramiento. De este modo, si el delincuente desoye la obediencia, infringiendo la norma, el primer derecho subjetivo (a la obediencia) se transforma en el segundo derecho subjetivo (a la pena), es decir, el derecho subjetivo a la pena es un derecho de cumplimiento transformado. En resumen: abarcando todos los aspectos contenidos en esta teoría (núms. 1 y 2), el esquema de la tesis de BINDING es el siguiente: 1. Norma (no matarás) – derecho a la obediencia (debe cumplirse el mandato «no matar») –coacción de cumplimiento o física (no matar). 2. Ley penal (pena de 15 años para el que mate a otro) – derecho a la pena (si se mata a alguien) – coacción psicológica o conminación legal (imposición efectiva de la pena para el homicida).

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3. EL IUS PUNIENDI COMO PRETENSIÓN PUNITIVA FRENTE AL DELINCUENTE Puede considerarse doctrina mayoritaria aquella que reconoce el Ius puniendi como pretensión o exigencia punitiva frente al delincuente: esto es, se reconoce la existencia bien de un poder (o potestad) bien de una facultad del Estado a imponer penas. La diferencia entre poder y facultad estriba en que, mientras la primera expresión pone el énfasis, la situación de primacía y monopolio del Estado en la imposición de penas, la segunda (facultad) alude al Ius puniendi de forma más matizada, aludiendo —aun implícitamente— a los límites positivos del Ius puniendo (MIR PUIG). Por eso, estimamos que resulta preferible emplear el término facultad punitiva del Estado (así, también, MORILLAS CUEVA). Por su parte, JIMÉNEZ DE ASÚA resaltó la importancia básica del Ius puniendi argumentando que, aunque no se quiera reconocer con el clásico prestigio de antes un derecho subjetivo a penar, se puede hablar de la pretensión o exigencia punitiva frente al delincuente, que se extingue por numerosas causas y que puede corresponder a la esfera jurídica individual (delitos que solo se persiguen a instancia de parte); y, en lo que al Estado respecta, es perdurable la clásica

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expresión Ius puniendi, que enlaza con los problemas del fundamento de la penalidad.

4. NATURALEZA DEL IUS PUNIENDI EN LOS MOMENTOS DE LA VIDA DE LA NORMA En relación con la naturaleza jurídica del Ius puniendi deben separarse con nitidez dos momentos en la vida de la norma: el de la promulgación de la ley penal y el de la pretensión punitiva que de ella deriva (GARCÍA-PABLOS). — Promulgación de la ley penal: corresponde con la función legislativa que descansa en el Ius imperium del Estado. Esto es, es una emanación de la soberanía estatal y la lleva a cabo el Poder legislativo conforme a la teoría de la separación de poderes de MONTESQUIEU, aunque no faltan autores, como PREISER, que la hacen derivar de imperativos del Derecho natural. — Pretensión punitiva derivada de la ley penal: constituye una exigencia de imposición y ejecución de las penas. Esta pretensión es —según expresión del iusprivatista Federico DE CASTRO— «una criatura de la técnica jurídica», esto es, un derecho público subjetivo (una facultad punitiva) que deriva de la ley positiva y de comisión de un delito.

III. TITULARIDAD DEL IUS PUNIENDI

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1. EL ESTADO COMO TITULAR DEL IUS PUNIENDI Es indiscutible que el titular inmediato y directo del Ius puniendi es el Estado, el cual — a través de sus poderes (ejecutivo, legislativo y judicial)— ejercerá esta potestad punitiva. La titularidad del Ius puniendi del Estado encuentra en nuestro sistema jurídico un fundamento constitucional: el art. 149.1 de la Constitución española, al reseñar las materias de exclusiva competencia, señala la «Administración de Justicia» (apartado 5) «legislación mercantil, penal y penitenciaria» (apartado 6). Ello significa que la legislación penal compete al Estado y rige para todo el territorio del mismo. Ejemplo: el Código penal español rige para toda España, a diferencia de determinadas normas civiles, que tienen en los territorios forales secundaria aplicación. Este es el criterio seguido en los países de nuestro entorno jurídico (Alemania, Italia, Francia, Portugal). En Alemania, por ejemplo, existe un único Código penal que rige en todos los Länder. Por contra, en países como México cada Estado (que guardan cierta equivalencia con nuestras Comunidades Autónomas) tiene un Código penal propio, diferente al de los demás: existen, pues, 31 Códigos, más un Código Penal Federal y un Código de Justicia Militar; en total son 33 Códigos penales de dicho país.

Aunque la doctrina tradicionalmente sostenga que «en nuestros días, difícilmente puede demostrarse que el Ius puniendi tenga un titular distinto del Estado, o, incluso, que este lo Polaino, Navarrete, Miguel. Lecciones de derecho penal. Parte general. Tomo I, Difusora Larousse - Editorial Tecnos, 2013. ProQuest Ebook Central, http://ebookcentral.proquest.com/lib/bibliotecaustasp/detail.action?docID=4870484. Created from bibliotecaustasp on 2018-08-04 08:36:20.

comparta con otros poderes o instituciones», y —en crítica a algunos autores como GARRAUD — que «el Ius puniendi es intransmisible, indelegable y no susceptible de ser compartido por una pluralidad de titulares» (GARCÍA-PABLOS), lo cierto es que a la luz de la conformación política de la Unión Europea estas opiniones se muestran, cuanto menos, discutibles.

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2. LA UNIÓN EUROPEA COMO TITULAR DE IUS PUNIENDI En efecto, un fenómeno de máxima actualidad y en plena evolución constituye la europeización del Derecho penal, que está configurando un Derecho penal europeo o supranacional, distinto del Derecho penal nacional de los diversos países miembros. Uno de los primeros y principales hitos en la creación del Derecho penal europeo fue la adopción (en Roma, el 17 de julio de 1998) del Estatuto de la Corte Penal Internacional (ECPI), que fue firmado por España, junto a otros países, al final de la Conferencia Diplomática de Plenipotenciarios, auspiciada por las Naciones Unidas, el 18 de julio de ese año, y que entró en vigor el 1 de julio de 2002. Dicho Estatuto instituía la Corte Penal Internacional, institución permanente, con sede en La Haya (Países Bajos), y cuya función es el enjuiciamiento de «personas respecto de los crímenes más graves de trascendencia internacional» (art. 1 ECPI). El mismo Estatuto concedía a la Corte «carácter complementario de las jurisdicciones penales nacionales» (art. 1 ECPI). Posteriormente, se promulgó en nuestro país la LO 6/2000, de 4 de octubre, por la que se autoriza la ratificación por España del Estatuto de la Corte Penal Internacional, y más recientemente la LO 18/2003, de 10 de diciembre, de Cooperación con la Corte Penal Internacional. Asimismo, se aprobó recientemente la Ley 3/2003, de 14 de marzo, sobre la orden europea de detención y entrega. Finalmente, el 18 de junio de 2003 se aprobó el proyecto del Tratado por el que se establece una Constitución para Europa, más conocido como Constitución Europea o Tratado Constitucional, que fue firmado en Roma el 29 de octubre de 2004 por los jefes de gobierno de los países de la Unión Europea. En todo caso, la Constitución Española establece como requisito normativo de vigencia, ante la celebración de Tratados internacionales, que los mismos se incorporen a nuestro ordenamiento interno siendo autorizados mediante Ley Orgánica (art. 93 CE). Una vez refrendados por el Jefe del Estado y publicados en el Boletín Oficial del Estado (BOE) «los Tratados internacionales válidamente celebrados […] formarán parte del ordenamiento interno» (art. 96 CE). 3. ¿SON LAS COMUNIDADES AUTÓNOMAS TITULARES DE IUS PUNIENDI? Un problema más espinoso es el relativo a la titularidad de Ius puniendi por parte de las Comunidades Autónomas. Como hemos visto, el art. 149.1.6 de la CE considera la legislación penal entre las materias de exclusiva competencia del Estado. Otro argumento que abona la exclusiva competencia del Estado en materia penal es la necesidad de que revistan el rango

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de Leyes Orgánicas «las relativas al desarrollo de los derechos fundamentales y de las libertades públicas» (art. 83 CE). De esta manera queda vetada ab initio la posibilidad de que otras instancias u órganos administrativos, por ejemplo, las Comunidades Autónomas, puedan legislar sobre temas penales. Sin embargo, la propia CE reconoce, en su art. 148, un listado de materias en las que las Comunidades Autónomas podrán asumir competencias: entre ellas, ordenación del territorio, urbanismo y vivienda, gestión en materia de protección del medio ambiente, etc. Esta delegación normativa suscita la cuestión de si disponen las Comunidades Autónomas de cierta capacidad y autonomía regulativas en esos ámbitos jurídicos (CASABÓ RUIZ). Esta posibilidad se ve abonada por la aceptación de las denominadas «leyes penales en blanco», técnica que admite la remisión normativa a leyes u otras disposiciones de rango inferior. En cuanto a su alcance normativo, el debate sobre la titularidad de Ius puniendi por parte de las Comunidades Autónomas no puede desconocer que, en ningún caso, pueden las Comunidades Autónomas incriminar delitos e imponer sanciones penales. Podrán, a lo sumo, promulgar alguna ley que afecte indirectamente a materias de exclusivascompetencia del Estado, pero no regular substantivamente sobre ellas. De manera que, proprio sensu, las Comunidades Autónomas carecen de Ius puniendi.

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4. LA PROBLEMÁTICA DE LOS DELITOS «PRIVADOS» Y «SEMIPRIVADOS»: ¿UNA EXCEPCIÓN A LA TITULARIDAD ESTATAL DEL IUS PUNIENDI? El Derecho penal es un sector del Derecho público: se ocupa de conflictos públicos, pues público es el interés del Estado en proteger determinados bienes jurídicos esenciales para la convivencia social. Por eso, los delitos son perseguibles generalmente de oficio: cuando se tenga constancia de la comisión de un delito, ha de instarse la persecución del mismo. Existen, sin embargo, determinados delitos cuya persecución se hace depender de la querella o de la denuncia del agraviado o de otro sujeto (representante legal, Ministerio Fiscal, etc.). Son los llamados delitos privados y semiprivados. En los delitos privados se requiere como condicio sine qua non para la persecución del delito la previa interposición de querella (esto es: un acto de voluntad potestativo —o sea, un derecho— de un sujeto legitimado para convertirse en parte acusadora en un procedimiento) por parte del ofendido para la punibilidad de la acción o incoación del procedimiento, de manera que la querella constituye una condición objetiva de punibilidad o de procedibilidad). Ejemplos de delitos privados constituyen los delitos de injurias y calumnias: el art. 215.1 CP establece que «nadie será penado por calumnia o injuria sino en virtud de querella de la persona ofendida por el delito o de su representante legal. Se procederá de oficio cuando la ofensa se dirija contra funcionario público, autoridad o agente de la misma sobre hechos concernientes al ejercicio de sus cargos».

En los delitos semiprivados o semipúblicos se precisa de la denuncia del sujeto pasivo, o en su defecto, de los sujetos a que la ley aluda (por lo general, el Ministerio Fiscal). A Polaino, Navarrete, Miguel. Lecciones de derecho penal. Parte general. Tomo I, Difusora Larousse - Editorial Tecnos, 2013. ProQuest Ebook Central, http://ebookcentral.proquest.com/lib/bibliotecaustasp/detail.action?docID=4870484. Created from bibliotecaustasp on 2018-08-04 08:36:20.

diferencia de la querella, la denuncia no es un acto de voluntad de un sujeto legitimado que se convierte en parte del procedimiento, sino únicamente una declaración de conocimiento de la existencia de un hecho con apariencia delictiva («notitia criminis»). Mientras que la querella es un derecho, la denuncia es un deber. Y la prueba de ello es que es sancionable penalmente quien, debiendo denunciar, omita hacerlo (ex art. 450.2 CP). Ejemplos de delitos semiprivados constituyen los delitos de agresiones, acoso y abuso sexuales: el art. 191.1 CP señala que «para proceder por los delitos de agresiones, acoso o abusos sexuales, será precisa denuncia de la persona agraviada, de su representante legal o querella del Ministerio Fiscal, que actuará ponderando los legítimos intereses en presencia. Cuando la víctima sea menor de edad, incapaz o una persona desvalida, bastará la denuncia del Ministerio Fiscal».

La cuestión que nos interesa aquí es la siguiente: en los delitos privados y semiprivados, ¿quién es titular del Ius puniendi: el Estado o ese sujeto concreto? Piénsese que el delito es perseguido, únicamente, si existe denuncia o querella por parte del agraviado u otro sujeto, de manera que la persecución penal se deja al arbitrio de una persona privada, no del interés público. Sin embargo, la titularidad del Ius puniendi por parte del Estado no se cuestiona, en ningún caso, por esa «cesión» en la persecución delictiva, pues el Estado sigue siendo titular de la facultad de imponer penas o medidas de seguridad.

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En los indicados delitos solo —como asevera GARCÍA-PABLOS— se condiciona el ejercicio del Ius puniendi a la concurrencia de previos requisitos de punibilidad o procedibilidad por parte de determinadas personas, a las que si bien puede pertenecer la iniciativa punitiva, la sanción final de la acción corresponde al propio Estado en ejercicio de su Ius puniendi.

IV. RELACIONES ENTRE IUS POENALE Y IUS PUNIENDI Los aspectos objetivo y subjetivo del Derecho penal son complementarios: solo la unión de ellos, el binomio Ius poenale/Ius puniendi configura el Derecho penal en su conjunto. Cada uno de estos criterios delimitadores resalta un aspecto concreto del Derecho penal, pero lejos de segmentar el concepto y excluirse entre sí, se afirman y reclaman recíprocamente, y por ello ambos son imprescindibles para explicar el Derecho penal. 1. DEFINICIÓN DEL DERECHO PENAL COMO IUS PUNIENDI En ocasiones se ha inclinado la balanza con excesiva unilateralidad hacia la dimensión subjetiva del Derecho penal, lo cual conlleva una supraestimación de la facultad jurídica del Estado a reprimir determinadas acciones con las máximas sanciones legales. Como ejemplos de definición subjetiva del Ordenamiento punitivo, puede citarse la

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paradigmática concepción de James GOLDSCHMIDT, para quien el Derecho penal «no es otra cosa que el concreto derecho de la Justicia penal (del juez penal) a la persecución —de delitos— por vía penal, y en especial al juicio penal y a la propia ejecución de la pena». El citado autor identifica Derecho penal y Derecho procesal penal: a su juicio, lo que la teoría dominante denomina pretensión punitiva debe ser correctamente denominado Derecho penal. Esta tan unilateral posición de GOLDSCHMIDT no es aceptable, por varias razones: — En primer lugar porque identifican (o sea, confunden) tres ámbitos distintos: el Derecho penal y el Derecho procesal (o la pretensión punitiva, o Ius puniendi de acción, etc.), como disciplinas relacionadas pero autónomas, y el Ius puniendi del Estado, como la facultad de Estado de imponer sanciones jurídico-penales. Es verdad que el Ius puniendi es un punto de conexión entre el Derecho penal (substantivo o material) y el Derecho procesal (adjetivo o formal), pues la persecución y punición de los delitos ha de hacerse inexorablemente a través de un proceso penal. Pero lógicamente el Derecho penal no es—sólo— Ius puniendi ni tampoco la persecución de un delito en un proceso penal ni la ejecución de la sanción jurídica: tales disciplinas no pueden confundirse, sino que antes bien deberían ser delimitadas con nitidez. — Además, esta posición atiende prevalentemente a la aplicación de la ley penal y a la ejecución efectiva de la sentencia condenatoria (como si eso único fuese el Derecho penal, como si este fuera solo ejercicio de una pretensión punitiva), siendo así que el estudio de estas materias correspondería, a lo sumo, al Derecho penitenciario, conectado con el Derecho penal, pero no identificado con él. — Por último, el Derecho penal no puede entenderse exclusivamente como un derecho a penar. La evolución ulterior de la Dogmática jurídico-penal ha demostrado, a nuestro juicio, el error en que se hallaba GOLDSCHMIDT al suponer cuanto al respecto suponía.

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2. DEFINICIÓN DEL DERECHO PENAL COMO IUS POENALE Por, algún autor pretendió definir el Derecho penal teniendo solo presente la esencia objetiva del Ordenamiento penal, a la que pertenecen dos conceptos fundamentales (delito y pena), de lo cual se advierte fácilmente que antes de la realización de la pena es preciso considerar la decisión valorativa de la norma en virtud de la cual se establece la sanción penal. Desde esta perspectiva, consideró VON HIPPEL el Derecho penal como un «sector del Ordenamiento jurídico positivo en que determinadas acciones descritas como delitos son conminadas con una pena». A través de la descripción legal de comportamientos típicos se establecen normas de Derecho objetivas, sobre las cuales se fundamentan las pretensiones jurídicas subjetivas de aplicación de las mismas a los casos concretos cuya regulación proveen en abstracto. A juicio de VON HIPPEL, las fases de la ejecución de la pena y aun del proceso penal son reguladas fuera del Derecho penal material en sentido estricto. A su vez, esta posición no se libra de críticas, porque en su afán de delimitar tan claramente el Derecho penal —objetivo— de otras disciplinas (procesales, aplicación y ejecución de las penas, etc.), no establece relación alguna entre ellas, como si de compartimentos estancos se tratara..

En resumen: la definición del Derecho penal sólo como Ius poenale o sólo como Ius puniendi es unilateral e insuficiente: la potenciación excesiva de un aspecto a costa del otro supone definir visión parcialmente al Derecho penal, de manera que se produce una ruptura del equilibrio entre Ius poenale y Ius puniendi. V. Legitimación material del Derecho penal

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En la actualidad es doctrina mayoritaria la legitimación del Ius puniendi del Estado para cumplir concretos fines de protección de bienes y de prevención de delitos en la Sociedad. Sin embargo, siempre han existido algunos autores que —desde diferentes posiciones extremas— han negado la potestad del Estado para perseguir los delitos e imponer penas a sus autores. 3. POSTURAS LEGITIMADORAS DE LA POTESTAD PUNITIVA ESTATAL Es casi lugar común en la dogmática actual afirmar que la pena se legitima por sus fines (preventivos y tutelares) y se fundamenta o justifica por su necesidad: se sanciona penalmente para tutelar determinados bienes, prevenir futuros delitos, conseguir un orden de seguridad jurídica, etc. Se acepta la pena, pues, como un instrumento ciertamente imprescindible y el más drástico dentro del ordenamiento jurídico de estabilización social: la pena —decía Hans SCHULTZ— es «una amarga necesidad en una sociedad imperfecta, como es la sociedad que constituyen los hombres». 4. POSTURAS DESLEGITIMADORAS O LIMITADORAS DE LA POTESTAD PUNITIVA ESTATAL: EL

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MOVIMIENTO ABOLICIONISTA

Las corrientes que niegan la potestad punitiva del Estado reciben el nombre de teorías deslegitimadoras, y se incardinan en el —llamado— movimiento abolicionista. Junto a ellas, otras posiciones doctrinales, denominadas teorías limitadoras, no llegan hasta el extremo de negar la existencia del Ius puniendi del Estado, pero en todo caso ponen en entredicho su legitimidad, y tratan de interpretarlo según criterios limitadores. A continuación veremos someramente algunos de los postulados de las principales teorías abolicionistas. El concepto Ius puniendi fue tradicionalmente rechazado desde radicales posiciones anarquistas puras o extremas, que en expresión de intolerancia niegan incluso la existencia del propio concepto de Estado, propugnando un sistema libertario, carente de toda autoridad o gobierno, más allá de la propia personalidad y de la solidaridad natural y espontánea. En épocas recientes o contemporáneas, la idea de la inexistencia (o ilegitimidad) de la facultad punitiva del Estado es defendida por varias teorías deslegitimadoras del Derecho penal, alentadas desde diferentes posiciones anarquistas o marxistas (v.gr., desde determinados sectores socio-criminológicos de la Criminología crítica, del labeling approach, de la teoría del conflicto, de la de la anomia), etc. Dentro de las teorías que cuestionan el Ius puniendi estatal, cabe destacar la de Eugenio Raúl ZAFFARONI, quien —en los últimos años— se ha presentado, desde perspectivas aledañas a una marginal Criminología crítica, como uno de los conspicuos defensores de la llamada «teoría limitadora de la potestad punitiva del Estado», entendiendo que el Derecho penal desempeña, a través de los jueces penales, una función de contención y —en ocasiones—

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también de reducción del poder punitivo del Estado. En una valoración crítica de esta teoría, diremos que no resulta convincente, al carecer de una precisa fundamentación. La pretendida contención y (más dudosamente) la reducción del poder punitivo del Estado no puede radicar más que en la estricta sujeción de los jueces al cumplimiento del principio de legalidad. Los jueces han de limitarse a desempeñar su función, aplicando escrupulosamente las leyes, pero no conteniéndolas ni reduciéndolas en el alcance de su poder normativo al socaire de su aplicación. Además, el respeto de los jueces a las leyes no agota ni la misión de los jueces ni la misión de las leyes.

VI. PRESENTE Y FUTURO DEL DERECHO PENAL: SU LEGITIMACIÓN ANTE LOS NUEVOS FENÓMENOS EXPANSIVOS Las Sociedades actuales son expresiones de una Sociedad de riesgo. El Derecho penal no puede permanecer inmóvil, inmutable, ante los cambios sociales, los avances tecnológicos (manipulación genética, distribución de internet, piratería informática). Al ser el Derecho penal parte de la Sociedad, los cambios operados en esta han de influir necesariamente en aquel. Sin embargo, el Derecho deseado por la Sociedad no coincide a menudo con el Derecho realmente existente en la realidad normativa. Veamos cómo sería deseable que fuera el Derecho penal y cómo es en realidad.

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1. PERSPECTIVAS DEL DERECHO PENAL DESEADO: DERECHO PENAL MÍNIMO El Derecho penal del Antiguo Régimen (hasta el siglo XVIII) se caracterizaba por su crueldad y su represión. Desde la época de la Ilustración (tras la Revolución francesa) ha evolucionado a una progresiva humanización y a su racionalización. Aun así, existen posturas deslegitimadoras o abolicionistas, que alcanzaron su apogeo en las décadas de los setenta y ochenta del siglo XX, y que propugnan una desaparición del Derecho penal. Se dice, por ejemplo, que la «Historia del Derecho penal es la Historia de su desaparición», y que la desaparición del llamado Derecho penal clásico es solo cuestión de tiempo. Ya en el primer tercio del siglo XX, había abogado Enrico FERRI por esa desaparición, en su conocida «oración fúnebre» por el Derecho penal, y Gustav RADBRUCH deseaba encontrar «no un Derecho penal mejor, sino algo mejor que el Derecho penal». Entre esas corrientes abolicionistas, destaca la que se ha dado en llamar (y, en ocasiones, a enfáticamente autodenominarse) del Derecho penal mínimo o minimalista, desarrollada en el seno de la llamada Criminología crítica, originariamente desde ciertos presupuestos normativos extrapenales, y defendido modernamente por autores como Luigi FERRAJOLI o Alessandro BARATTA.

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Veamos críticamente algunos planteamientos de la presente corriente doctrinal: — El movimiento minimalista cuestiona la legitimidad del Derecho penal, de entrada, como medio idóneo de solución de conflictos sociales. La tesis básica sería: el Derecho penal es violencia, y la violencia (el crimen) difícilmente se puede borrar con violencia (Derecho penal); ergo la legitimidad del Derecho penal es, cuanto menos, cuestionable. Uno de los máximos representantes de esta corriente, Luigi FERRAJOLI, sostiene que «el Derecho penal, aun rodeado de límites y garantías, conserva siempre una intrínseca brutalidad que hace problemática e incierta su legitimidad moral y política». — Sin embargo, FERRAJOLI (y, en general, la corriente del Derecho penal mínimo) no tiene por menos que reconocer la necesidad de legitimación del Derecho penal, como ordenamiento preventivo de costes individuales y sociales, admitiendo (contra su inicial postura) que, si este no existiese, se produciría un grave retroceso que significaría la vuelta a la venganza privada, esto es, a la ley del más fuerte o a la guerra de todos contra todos (bellum omnium contra omnes), siendo así — según argumenta FERRAJOLI— que el Derecho penal nace precisamente no como desarrollo, sino como negación de la venganza: «la Historia del Derecho penal y de la pena corresponde a la historia de una larga lucha contra la venganza», y por ello «la pena no sirve únicamente para prevenir los injustos delitos, sino también los injustos castigos». El Derecho penal es, al fin y al cabo, el medio estatal más civilizado para la prevención de delitos: hasta la fecha no se ha ideado uno mejor. — Para que el Derecho penal pueda arribar a resultados positivos, ha de reducirse su brutalidad y violencia, por lo que su legitimación pasa por aceptar criterios estrictamente garantistas y buscar alternativas legales a la pena, en especial a la de prisión, cuya imposición en numerosos tipos de delitos ha demostrado un rotundo fracaso.

2. Perspectivas del Derecho penal actual

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A) Posturas neocriminalizadoras La corriente del Derecho penal mínimo tiene el acierto de proponer una intervención limitada y racional del sistema punitivo, pero sus propuestas no pasan de ser, en muchos aspectos, una nómina de deseos y buenas intenciones sin mayor concreción: es una aspiración idealista, una utopía más que una realidad. Los rumbos de la Política criminal son otros: conducen, paradójicamente, a posturas neocriminalizadoras, y —por ende— a la expansión del Derecho penal, fenómeno estudiado certeramente por SILVA SÁNCHEZ. El Derecho penal es un ordenamiento regulador de los focos de peligro. Es notorio que, en las modernas sociedades posindustriales, nuevos fenómenos como la manipulación genética, la piratería informática, la difusión de pornografía a través de Internet o la criminalidad organizada lesionan o ponen en peligro bienes jurídicos de la comunidad o del individuo. Por ello, algún autor propone, en el marco del movimiento neocriminalizador, una actualización del Derecho penal que sea acorde a los cambios sociales, esto es, conforme a la cual ha de «responder jurídicamente a los problemas de modernización con una modernización del Derecho» mediante un «Derecho de intervención» (así, HASSEMER), que suele cifrarse en la incriminación de nuevos delitos y en la agravación de las penas.

Sin embargo, no todo cambio social ha de provocar inmediatamente un cambio de la legislación penal: el Derecho penal no puede actuar a tenor del impulso emocional de las reivindicaciones sociales, con harta frecuencia alentadas al calor de lacerantes casos de la realidad social, pues de lo contrario, la Política criminal corre el peligro de ser insatisfactoria, insuficiente, ineficaz, regresiva o directamente contraproducente:

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Ejemplo: ¿qué sucedería si el legislador no hiciera caso omiso de la reivindicación de irracionales medidas (reinstauración de la pena de muerte, introducción de la cadena perpetua, imposición de medidas ejemplarizantes, implantación de técnicas inocuizadoras, etc.), que pública y (más o menos) generalizadamente se solicitan en la sociedad, por impulsos puramente irracionales y emocionales, tras cada atentado terrorista o cada crimen pasional?

Por ello, el legislador penal ha de ser extremadamente cauto, ponderado y previsor en su tarea incriminadora de nuevas figuras delictivas. Un excesivo intervencionismo punitivo puede llegar a acarrear más dificultades de las que pretende resolver, dando abierto acceso a la eventualidad de errores legislativos: Ejemplo: el Código penal de 1995 introdujo novedosamente la figura del acoso sexual. Se trataba de un delito coyuntural o circunstancial, reivindicado por la Sociedad, ante casos que saltaron entonces a la luz pública, ampliamente difundidos por la prensa. El legislador se apresuró a su incriminación, para satisfacer a una emocional demanda social, pero no cayó en la cuenta de que la conducta de acoso sexual ya era subsumible en el tipo básico del delito de amenazas condicionales, sancionado además ¡con mayor pena!, de forma que la introducción en aquella configuración típica del delito de acoso sexual resultó ser la historia de un fracaso legal. Otro ejemplo: el delito de presentación de documentos falsos en un juicio resulta regulado en dos diferentes preceptos del CP 1995: en el art. 393 (dentro de las falsedades documentales) y en el art. 461.2.º (dentro de los delitos contra la Administración de Justicia). Lo más sorprendente de esta doble incriminación es que, en ambos casos, se prevé ¡una pena diferente! Claro ejemplo de incongruencia valorativa y de antinomia legislativa (MESTRE DELGADO).

B) Derecho penal del enemigo

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Es evidente que las características del actual Derecho penal no se agotan en la criminalización de nuevos fenómenos delictivos. Hay otros muchos rasgos que lo definen, aunque aquí no podemos realizar un análisis pormenorizado de ellos. Uno de los más finos analistas del moderno Derecho penal es, precisamente, JAKOBS. Este autor ha tratado de sintetizar los rasgos principales de la moderna sociedad occidental y la actitud del Derecho penal ante la misma: a su juicio, el actual sistema penal presenta varias características: — Progresiva anonimidad de los contactos sociales, de manera que se dificulta determinar el grado de responsabilidad de cada uno: ello se vislumbra claramente, por ejemplo, en el aumento de los delitos de peligro abstracto (v.gr. delitos contra el medio ambiente: contaminaciones, catástrofes naturales, etc.), donde —por intervenir un gran número de personas, también personas no fácilmente reconocibles: p. ej. personas jurídicas) es difícil saber quién es responsable de qué. — Uniformidad de comportamientos en masa: sostiene JAKOBS que, si el hecho de conducir en estado de alcoholemia o de arrojar un cigarrillo encendido a un contenedor de basuras fueran conductas aisladas no se pensaría en su punición, pero como suceden a diario se aumenta el peligro colectivo, lo que conlleva una familiarización con el riesgo, esto es, la ubicuidad del riesgo y la adición de daños. — Uniformidad del sistema punitivo, singularmente visible en el actual proceso de internacionalización que experimenta el Derecho penal: el mejor ejemplo lo encontramos en la Unión Europea, donde hace años que se inició un macro proyecto de creación de un

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Corpus Iuris europeo, que ha ya ha dado como frutos la aprobación del Estatuto de la Corte Penal Internacional (el 17 de julio de 1998), así como de la Constitución Europea (el 18 de junio de 2004), etc. Con todo, el fenómeno más característico de las sociedades modernas es la conciencia del riesgo, fenómeno creciente que se muestra acorde a un Derecho penal «de la seguridad» o a un Derecho penal del enemigo. Este concepto, acuñado por JAKOBS en 1985 y estudiado en profundidad por varios autores (como CANCIO MELIÁ, GRACIA MARTÍN, POLAINO-ORTS), alude a una especie de Derecho «de policía», complementario del Derecho penal ciudadanos, que somete bajo sospecha al sujeto especialmente peligroso que muestre un elevado grado de asocialidad normativa. El concepto de enemigo, en sentido funcionalista, indica el mayor grado de oposición a la norma jurídica. La persona en Derecho es quien respeta a los demás como personas en Derecho, esto es, quien por regla general adecua su comportamiento a la norma jurídica. Como el ser humano no es perfecto, puede llevar a equivocarse, infringiendo una norma. Esa infracción es vista, en la mayoría de los casos, como una «metedura de pata». Eso significa que el sujeto infractor no crea una inseguridad cognitiva en la vigencia de la norma que haga desestabilizar la estructura normativa, sino que su error (su «desliz reparable») puede combatirse con el mecanismo comunicativo usual que es la pena. Pero en determinados casos, la conducta del sujeto es tan socialmente perturbadora que es preciso combatir tal situación con una medida especialmente asegurativa. En este caso, el ordenamiento jurídico ya no trata al infractor como un ciudadano que se equivoca, sino como un enemigo que desestabiliza. En una palabra: el sujeto infractor ha imposibilitado con su conducta que los ciudadanos sigan confiando en la vigencia de la norma, y con ello impide que la norma tenga su normal vigencia: impide que la juridicidad sea completa. De tal manera, el sujeto se comporta frente a los demás no como un ciudadano respetuoso («sé persona y respeta a los demás como personas», como diría HEGEL), sino como alguien que ya no ofrece la mínima garantía para que los demás sigan confiando en él como sujeto idóneo con quien entablar un contacto social y una estabilidad normativa. En ese sentido, tal sujeto infractor se depersonaliza frente a la comunidad, autoexcluyéndose parcialmente frente al ordenamiento jurídico, que lo trata como un enemigo más que como un ciudadano respetuoso de los demás. En ese sentido, la clave de las normas de Derecho penal del enemigo se halla en la creación de inseguridad cognitiva en la vigencia de la norma, esto es, en el impedimento de la juridicidad completa. «No sólo la norma —dice JAKOBS— precisa de un cimiento normativo, sino también la persona. El que pretende ser tratado como persona debe dar a cambio una cierta garantía de que se va a comportar como persona. Si no existe esa garantía o, incluso, si es negada expresamente, el Derecho penal pasa, de ser una reacción de la Sociedad ante el hecho de uno de sus miembros, a ser una reacción contra un enemigo». El Derecho penal del enemigo encuentra, pues, su justificación normativa y social en el

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especial foco de peligro que integra el sujeto: si el delincuente es más peligroso, mayor ha de ser la reacción penal. Ello se trasluce en la legislación penal, con medidas tendentes a controlar o reducir tal peligrosidad. Entre ellas, JAKOBS cita las siguientes:

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— Adelantamiento de la punibilidad: o sea, «el cambio de la perspectiva del hecho producido por la del hecho que se va a producir», como es el caso de creación de organizaciones terroristas o de la producción de narcóticos por bandas organizadas). — No modificación de la pena: a pesar de que se adelanta la barrera de protección a un momento anterior a la consumación, la pena se mantiene inalterada. — Cambio de los fines del ordenamiento penal: de manera que se produce un tránsito de la legislación de Derecho penal a la de lucha para combatir la delincuencia (organizada, de tráfico ilegal, de terrorismo, etc.). En resumen: el Derecho penal de enemigos entraña, frente al Derecho penal de ciudadanos, un endurecimiento de las medidas penales, de una manera acorde al grado de peligro que el delincuente ofrezca, frente a la Sociedad cuyo ordenamiento no reconoce. «Con este lenguaje —dice JAKOBS— el Estado no habla con sus ciudadanos, sino que amenaza a sus enemigos». ¿Qué función cumple la pena en este Derecho especialmente agravado? La función manifiesta del Derecho penal de enemigos es, según JAKOBS, el aseguramiento, esto es, «la eliminación de un peligro», mientras que la del Derecho penal de ciudadanos es «la contradicción a la contradicción de la norma». Yo mismo he cuestionado, de la mano del más profundo estudio desmitificador de esta materia (debido a POLAINO-ORTS), este planteamiento de JAKOBS con relación a la diversa función de la pena. En nuestra opinión, la pena cumple, no sólo en el Derecho penal del ciudadano sino también en el Derecho penal del enemigo, una función de estabilización social. Ello significa que, frente a lo que estima JAKOBS, la pena es siempre comunicación, y — por ello— el combate del enemigo no solo comunica a los ciudadanos estabilidad social sino que racionaliza al enemigo como sujeto en quien el Estado tiene depositado el interés normativo de que regrese al respeto pleno a los derechos de los demás ciudadanos y oriente su comportamiento a la norma jurídica, que es la máxima muestra de respeto a las expectativas del resto de ciudadanos. Al margen de esta discrepancia digamos metodológica, lo cierto es que el interesante aporte de JAKOBS sobre el Derecho penal de enemigos ha suscitado novedosas y polémicas cuestiones. A continuación me quiero referir críticamente a algunas cuestiones problemáticas: 1) Es cierto que la reacción punitiva contra determinados focos de peligro ha de seguir una estricta relación de proporcionalidad: esto es, a mayor peligro, más intensa represión, todo ello dentro de las garantías propias del Estado de Derecho. Tal principio es evidente, y en su virtud se explica que el asesinato haya de ser sancionado con pena más grave que el hurto.

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2) Sin embargo, como ya vimos al analizar las llamadas medidas de seguridad inocuizadoras, la proporción ha de predicarse entre gravedad de la pena y gravedad del delito ya cometido (retrospectivamente), por exigencias del principio del hecho, pero no entre gravedad de la pena y peligrosidad futura del sujeto (prospectivamente). 3) Además, creemos que es incoherente que JAKOBS considere que el Derecho penal de enemigos forme parte integrante, junto al Derecho penal de ciudadanos, del concepto de Derecho penal, siendo así que para él las medidas de seguridad no forman parte de él, sino del Derecho penal de policía: si las medidas de seguridad no conforman, para este autor, el Derecho penal (porque persiguen el aseguramiento frente a un peligro, no la estabilización de la norma), entonces con mayor razón debería excluirse el llamado Derecho penal de enemigos del Derecho penal e incluirse en el Derecho penal de policía. 4) Algunos autores, como CANCIO MELIÁ, sostienen que, del mismo modo que la expresión «Derecho penal del ciudadano» es un pleonasmo, «Derecho penal de enemigos» es una contradicción en sus términos pues solo nominalmente forma parte del Derecho penal, siendo disfuncional con los criterios tradicionales. Para este autor, el Derecho penal de enemigos es incompatible con el principio del hecho, en tanto responde a los esquemas de un Derecho penal de autor, aunque considera que cumple una función de demonización de los sujetos socialmente excluyentes, que constituye una forma exacerbada de reproche, pero que establece «un instrumento idóneo para describir un determinado ámbito, de gran relevancia, del actual desarrollo de los ordenamientos jurídico-penales». 5) Esta crítica debe, en mi opinión, rechazarse. Las normas a que se refiere normalmente el Derecho penal del enemigo en los ordenamientos penales democráticos actuales no prescinden por lo general del principio del hecho. Antes bien, sancionan conductas exteriores creadoras de tal inseguridad social que su mantenimiento imposibilitaría que los ciudadanos pudieran desarrollar su personalidad dentro de los mínimos límites de seguridad y de protección penal. Piénsese, por ejemplo, en los delitos de pertenencia a banda armada o conformación de una asociación ilícita (delitos de estatus). En esos casos se anticipa el momento en que el Derecho penal entra en acción precisamente por la extrema peligrosidad de la conducta que compromete, ya, de facto, la vigencia de la norma, lesionando ya un bien jurídico imprescindible para que los ciudadanos disfruten de su normal nivel de protección personal y social. 6) Por lo demás, como ha señalado con precisión y acierto POLAINO-ORTS el Derecho penal del enemigo en los países autoritarios o dictatoriales no tiene absolutamente nada que ver con el Derecho penal del enemigo en los países democráticos. En los primeros, todo Derecho (el del enemigo y el del ciudadano) es ilegítimo, debido a lo que el autor llama déficit de democracia estatal. En cambio, en los Estados de Derecho el Derecho penal del enemigo tiene una presunción de legitimidad, tanto formal como material. Esta idea la ha desarrollado POLAINO-ORTS, a mi juicio, de manera muy convincente. Su concepción sería: en los Estados autoritarios también existe Derecho penal del enemigo. Pero, de ahí, no puede

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extraerse la errónea conclusión a la que llega gran parte de la doctrina, en el sentido de que ese Derecho penal del enemigo es, siempre, rechazable por ser incompatible con el Estado de Derecho. Y no puede extraerse esa consecuencia porque en las dictaduras, también las normas de Derecho penal del enemigo son ilegítimas, de manera que la ilegitimidad de las normas viene condicionada por el «déficit de democracia» de los Estados dictatoriales. Si en las dictaduras todas las normas (las de ciudadanos y las de enemigos) son ilegítimas per se, en las democracias sucede por principio lo contrario: que todas las normas (de enemigos y de ciudadanos) son legítimas per se, de manera que —y eso es lo que distingue en última instancia las dictaduras de las democracias— es una instancia jurisdiccional imparcial y objetiva (el Tribunal Constitucional) la que tiene la última palabra para refrendar explícita o implícitamente la legitimidad de las normas del Estado (entre ellas, las de Derecho penal del enemigo). 7) En todo caso, a mi juicio, el uso del Derecho penal del enemigo en los países democráticos debe ser muy limitado y de manera excepcional. Yo he abogado por una racionalización restrictiva del Derecho penal del enemigo. O sea, el mayor problema no reside tanto en la constitucionalidad o inconstitucionalidad de las normas de Derecho penal del enemigo en los Estados democráticos (si la norma es inconstitucional, la expulsará el TC del ordenamiento jurídico, exactamente igual que si fuera una norma de Derecho penal del ciudadano). Pero como digo, la norma no es el problema. En cambio lo es el uso que el legislador haga de la norma. Por ello, aunque el Derecho penal del enemigo pueda ser legítimo, habrá que racionalizar restrictivamente el empleo indiscriminado —y ayuno de un criterio científico de política criminal— que de él hacen en ocasiones los legisladores penales.

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LECCIÓN 6.ª

FUNCIONES DEL DERECHO PENAL EN EL ESTADO SOCIAL Y DEMOCRÁTICO DE DERECHO

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I. PROTECCIÓN DE BIENES JURÍDICOS (Y PREVENCIÓN DE LA CRIMINALIDAD) La opinión mayoritaria en la Dogmática penal sostiene que el Derecho penal cumple una función de protección de bienes jurídicos, esto es, de los bienes y valores que son consubstanciales a la convivencia humana y se consideran imprescindibles para la vida social. Esta función tutelar es, en su esencia, una función de garantía, que en cuanto tal, a su vez, implica una función de prevención de futuros delitos, porque los comportamientos delictivos inciden sobre los objetos jurídicos de tutela penal. Protección y prevención constituyen un binomio inseparable y mantienen una relación de medio a fin. El Derecho penal protege bienes jurídicos (esto es, les concede garantía normativa), con el objetivo de la prevención de la lesión de los mismos (o sea, de la evitación de futuros delitos). La protección de bienes jurídicos es el contenido de la función, y la prevención de delitos es el objetivo final de la misma. Desde esta perspectiva, el bien jurídico, en tanto objeto de protección típica, se convierte en un concepto esencial del Derecho penal, consubstancial a su propia existencia. Los instrumentos o medios de que se vale el Derecho penal para desempeñar su función de tutela y prevención de bienes jurídicos son la pena y la medida de seguridad, las cuales se imponen cuando se lesionan o ponen en peligro los bienes jurídicos esenciales del individuo o de la comunidad, considerados merecedores de la protección punitiva. Interesa resaltar que no todos los bienes reconocidos por el Derecho —ni frente a cualquier tipo de ataques— son susceptibles de tutela penal. Sólo lo son los bienes y valores consubstanciales a la convivencia social, frente a agresiones que comportan su propia lesión o inminente puesta en peligro. Como gráficamente dijera el gran penalista español Pedro DORADO MONTERO, y rememorara el penalista alemán Wilhelm GALLAS: «no se puede matar gorriones a cañonazos, aunque no estén disponibles otras armas»; ni — parafraseando a un moderno escritor español— «se puede matar elefantes con tirachinas», antes bien, no toda intervención punitiva es legítima. La proporcionalidad de las sanciones penales constituye uno de los retos del moderno Derecho penal en el ámbito

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comparado. Las diferencias son abismales entre los distintos sistemas punitivos. La diversidad de culturas, el arraigo de tradiciones ancestrales —a veces, primitivas—, la desigualdad económica y las creencias religiosas —en ocasiones, fanáticas— son factores que hacen que los sistemas punitivos de hoy sigan siendo un mosaico de fórmulas penales que, con harta frecuencia, encubren intolerancias, discriminaciones, totalitarismos y manifestaciones de terrorismo institucional estatal o ideológico.

II. PROTECCIÓN DE LA VIGENCIA DE LA NORMA La construcción funcional-normativista de Günther JAKOBS, aun no prescindiendo de la protección penal de valores ético-sociales, ha sometido a dura crítica a la teoría del bien jurídico, apartándose abiertamente de la fundamentación ontológica del Derecho penal. Para JAKOBS, es un sinsentido afirmar que el Derecho penal protege bienes jurídicos, siendo así que dicho ordenamiento pone en marcha su mecanismo de protección una vez que el bien ya ha sido lesionado o puesto en peligro, quizá de manera irreparable: o sea, como diría su maestro WELZEL, el Derecho penal actúa siempre «demasiado tarde».

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Ejemplo: el bien jurídico protegido en el delito de homicidio es la vida humana. El Derecho penal solo actúa, imponiendo una pena al autor de ese delito, una vez que ya se ha lesionado, quizá de manera irreparable, ese bien jurídico. O sea, cuando ya se ha matado a una persona (o puesto en peligro su supervivencia, o lesionado al menos). ¿Cómo puede entonces decirse —argumenta JAKOBS— que el Derecho penal protege el bien jurídico vida (o salud, o integridad) si, precisamente, ese bien jurídico se ha destruido irreparablemente con la realización de la conducta delictiva?

Además, JAKOBS añade otra crítica al concepto de bien jurídico: la lesión a un bien es un suceso natural, que no es privativo del Derecho penal. También las catástrofes naturales, o el simple transcurso del tiempo (¿no es la muerte natural por vejez un menoscabo del bien jurídico «vida»?), constituyen una lesión a bienes jurídicos, y no por ello devienen penalmente relevantes. La lesión que interesa al Derecho penal ha de ser, pues, normativamente definida, con lo que se rechaza la fundamentación ontológica (naturalista) del Derecho penal, que había sido una piedra de toque de la Dogmática penal hasta la fecha. Con ello, se produce un cambio de paradigma en la propia concepción del sistema punitivo de la Sociedad: no interesa tanto defender bienes cuanto defender que la norma jurídico-penal mantenga su vigencia. De ahí, la esencia del Derecho penal es, para estos autores, no la lesión a un bien jurídico, sino la defraudación de una expectativa normativa. Según JAKOBS, «la pena no repara bienes, sino que confirma la identidad normativa de la Sociedad. Por ello, el Derecho penal no puede reaccionar frente a un hecho en cuanto lesión de un bien jurídico, sino solo frente a un hecho en cuanto quebrantamiento de la norma. Un quebrantamiento de la norma, a su vez, no es un suceso natural entre seres humanos, sino un proceso de comunicación, de expresión de sentido entre personas».

La función del Derecho penal reside, según JAKOBS, en la confirmación de la vigencia de Polaino, Navarrete, Miguel. Lecciones de derecho penal. Parte general. Tomo I, Difusora Larousse - Editorial Tecnos, 2013. ProQuest Ebook Central, http://ebookcentral.proquest.com/lib/bibliotecaustasp/detail.action?docID=4870484. Created from bibliotecaustasp on 2018-08-04 08:36:20.

la norma: se trata, pues, de una función de garantía de la estructura o identidad normativa de la Sociedad. Sobre la base de la dialéctica hegeliana, concibe JAKOBS el delito «como afirmación que contradice la norma» y la pena «como respuesta que confirma la norma», de manera que «la prestación que realiza el Derecho penal consiste en contradecir a su vez la contradicción de las normas determinantes de la identidad de la Sociedad. El Derecho penal, por tanto, confirma la identidad social», es decir, «restablece en el plano de la comunicación la vigencia perturbada de la norma». Ejemplo: «el autor de un homicidio expresa a través de su hecho que no hay que respetar la norma contra el homicidio; con la pena, sin embargo, se declara que esa expresión carece de relevancia, que la norma sigue vigente» (JAKOBS). A la casuística protección de una vida, se antepone la función de mantenimiento o aseguramiento de la vigencia de la norma que protege precisamente la vida humana y los demás valores sociales penalmente relevantes, una norma con la que, por ello, se identifica la Sociedad y cuya vigencia salvaguarda el Derecho penal.

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III. ¿FUNCIÓN DE CONTROL SOCIAL? Un sector doctrinal (en Alemania, por ejemplo, STRATENWERTH; en la doctrina hispanohablante, MIR PUIG, ZUGALDÍA ESPINAR, DE LA CUESTA ARZAMENDI, GARCÍA-PABLOS, BERGALLI, SERRANO-PIEDECASAS, etc.) defiende que el Derecho (en general) y el Derecho penal (en particular) cumplen una función de control social. Este concepto, como otros conceptos criminológicos y sociológicos, es de difícil definición en la Dogmática penal. Algún autor, desde perspectivas básicamente criminológicas, asocia este cometido con la reacción social frente a la conducta desviada que lesiona de una norma. El Derecho penal constituye, para estas posiciones doctrinales sobre una perspectiva unilateral de la cuestión criminal, un sistema de control social primario y formalizado, que se integra en el total sistema de control social: el control social penal sólo sería una mínima parte de ese control social general, aunque la función social del Derecho penal es insustituible. Puede afirmarse críticamente que la amplitud y la vaguedad que caracterizan al concepto de control social lo hacen inaceptable en el sistema punitivo, porque decir que el Derecho penal cumple una misión de control social nada aporta a la descripción del ordenamiento punitivo, pues esta misión es predicable no sólo de todo el ordenamiento jurídico sino además de muchos otros factores condicionantes. En sentido crítico, desde la perspectiva de una consideración tanto jurídica como criminológica, señala GARCÍAPABLOS: «el control social dispone de numerosos sistemas normativos (la Religión, la Ética, el Derecho civil, el Derecho penal, etc.); de diversos órganos o portadores (la familia, la Iglesia, los partidos, los sindicatos, la Justicia, etc.); de variadas estrategias de actuación o respuestas (represión, prevención, resocialización, etc.); de diferentes modalidades de sanciones (positivas, como ascensos, distinciones, buena reputación; negativas, reparación del daño, sanción pecuniaria, privación de libertad, etc.); y de particulares destinatarios (estratos sociales deprimidos, estratos sociales privilegiados, etc.)».

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IV. ¿FUNCIÓN ÉTICO-SOCIAL (TUTELA DEL «MÍNIMO ÉTICO»)? Otros autores sostienen, desde la aportación fundamental de Georg JELLINEK (1878), que el Derecho penal cumple una función ético-social consistente en la defensa de los principales valores éticos de la Sociedad, garantizando el «mínimo ético» imprescindible para el desarrollo de la vida social, de modo que el Derecho penal desempeña una «significativa función configuradora de las costumbres» (WELZEL). Para esta corriente, el Derecho penal, al sancionar determinadas acciones delictivas (homicidio, lesiones, coacciones, injurias, etc.), no protege inmediatamente bienes jurídicos (vida, integridad física, libertad, honor, etc.), sino que garantiza un respeto a tales bienes jurídicos, esto es, fomenta en los ciudadanos la idea de que tales bienes jurídicos no deben ser lesionados (CEREZO MIR, GIL GIL). Se trata, pues, de una función pedagógica, de enseñanza, educación o fomento de la «cultura» del respeto a los valores éticos de la Sociedad. Mediatamente, esto es, protegiendo esos valores éticos, se protegen también bienes jurídicos (WELZEL). Tampoco esta doctrina se libra de consideraciones críticas, puesto que en último extremo lleva a inaceptables conclusiones, como la de confundir el Derecho penal con la Moral o la Ética social.

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Según nuestro parecer crítico, tales disciplinas son plenamente autónomas, de manera que el único Derecho penal aceptable es moralmente neutral: el Derecho penal no puede tutelar la Moral de otro modo que posibilitándola (ZAFFARONI), pues, como diría RADBRUCH, «el Derecho penal es moral en tanto es posibilidad de lo inmoral», no criminalizando lo inmoral por el mero hecho de serlo.

V. ¿FUNCIÓN PROMOCIONAL? Otra corriente doctrinal sostiene que el Derecho penal cumple una función promocional: promueve actitudes en el seno de la Sociedad, no tanto para satisfacer determinadas necesidades sociales cuanto para promover la actitud de respeto y de alarma frente a esas conductas. Desde este punto de vista, se considera al Derecho penal como el motor o promotor del cambio social, pues no se limita a proteger o consolidar un statu quo ya existente (modelo conservador), sino que ha de impulsar de manera activa y emprendedora los cambios de actitudes en la sociedad. Esta supuesta función promocional guarda evidente similitud con la función ético-social: ambas asignan al Derecho penal una función pedagógica de fomento del respeto a

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determinados bienes o valores jurídicos. Al igual que la anterior, la presente doctrina es acreedora de determinadas consideraciones críticas, entre las que cabe destacar: — El Derecho penal ni es ni debe ser motor ni promotor del cambio social: excede de sus cometidos el de impulsar una transformación en la Sociedad así como educar a sus ciudadanos. Puede (y debe), a lo sumo, limitarse a la protección de los bienes esenciales, pero no imponer conductas. — Además, este sistema promocional, promotor del cambio social y transformador de la organización de la comunidad, conduce en sus extremas consecuencias a un proceso de neocriminalización, ante la aparición de focos de peligros: en las telecomunicaciones (difusión de pornografía a través de Internet, piratería informática, etc.), ámbito económicofiscal, esfera ecológico-ambiental, consumo, calidad de vida, etc. En definitiva, propugna un intervencionismo inaceptable como modelo punitivo en las modernas Sociedades.

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VI. ¿FUNCIÓN SIMBÓLICA? Por último, cabe prestar breve atención a otra pretendida función del Derecho penal: la función simbólica, que según algunos autores llega a legitimar por sí sola el sistema penal. Desde esta perspectiva, se señala que el Derecho penal, prácticamente convertido en un mito, ejerce sobre los ciudadanos un efecto psicológico que genera sentimientos varios y —aun— contradictorios (v.gr. un sentimiento de tranquilidad, autocomplacencia, congratulación, ilusión, esperanza, etc., en el legislador; y un sentimiento de desconfianza, desesperanza, desilusión, frustración, etc., en los ciudadanos), pero que en última instancia tiende a que toda la Sociedad tenga la convicción de que las normas se aplican, desplieguen su eficacia, y de ese modo se protejan bienes jurídicos. Esta posición adopta, en realidad, como punto de partida la distinción entre «función instrumental» y «función simbólica» del Derecho penal: la primera alude al ordenamiento punitivo como mecanismo o instrumento de protección y prevención de bienes jurídicos, mientras que la segunda consiste en el efecto psicológico que en los ciudadanos provoca la actuación del Estado en materia penal, esto es, la configuración de las leyes penales y la aplicación de las mismas en la realidad social. Aunque reina bastante incertidumbre en torno al exacto significado del simbolismo del Derecho penal, es cierto que en su construcción más original se asocia la producción de un efecto psicológico en los ciudadanos a la protección de bienes jurídicos. Se pretende que el Derecho penal origine confianza en la población, que esta vea que la Sociedad se protege a sí misma y que el Derecho —las normas jurídicas— son válidas y despliegan su eficacia, ejerciendo su cometido protector de bienes jurídicos. Desde esta perspectiva, es clara la vinculación existente entre la teoría de la prevención general positiva (defendida principalmente por JAKOBS) y esta función simbólica del Derecho penal, aunque ambas no pueden identificarse.

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Esta pretendida función simbólica del Derecho penal no es aceptable, según nuestro parecer, por varios motivos: — Incurre en contradictio in terminis, al identificar (o sea, al confundir) «función» con «efecto»: define la función del Derecho penal por sus consecuencias, esto es, por su «efecto (psicológico)» sobre los ciudadanos, lo cual es ciertamente contradictorio, porque la consecuencia ocupa lógicamente un lugar posterior a la función. — Aun aceptando —contrariando las reglas de la lógica— que la función pueda definirse a través de su efecto, tampoco es aceptable la función simbólica: porque no justifica, ni fundamenta, ni legitima, conjunta o aisladamente, la intervención del Estado mediante el Derecho penal. — La presente doctrina vive de la suposición de que el Derecho penal provoca un sentimiento, un efecto psicológico, tanto en el legislador (en el político) como en el ciudadano (en los electores o votantes), dando por demostrado lo que, en todo caso, hay que demostrar. Por un lado, no es cierto ni seguro que el Derecho penal cause un efecto psicológico en la población, y, por otro, aunque en efecto lo causase conviene preguntarse si ese efecto (o múltiples y varios efectos) sirve realmente para predicar de él una función del Derecho penal, teniendo en cuenta además que tal hipotético efecto psicológico puede ser de muy variadas y aun contradictorias facetas o caracteres.

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VII. RECAPITULACIÓN Y TOMA DE POSTURA: SOBRE LA COMPATIBILIZACIÓN DE LA TUTELA DE BIENES JURÍDICOS Y LA PROTECCIÓN DE LA VIGENCIA DE LA NORMA En la presente Lección hemos analizado con lente crítica las principales funciones que se adscriben al Derecho penal. Como resumen de nuestra postura al respecto: 1. Creemos que deben desecharse como funciones legitimantes de la imposición de la pena estatal la función de control social, la función ético-social, la función promocional y la función simbólica del Derecho penal. Ninguna de ellas legitima, por sí misma, el poder punitivo del Estado: su ambigüedad las hace inviables e insostenibles. 2. La función primordial del Derecho penal es, pues, a nuestro juicio, la función de protección de bienes jurídicos y prevención de ataques lesivos a los mismos. 3. Queda en un segundo lugar la «función» de vigencia de la norma. A nuestro juicio, no es una función propiamente dicha, sino la consecuencia directa y principal que la función tutelar-preventiva tiene en el sistema social. 4. De lo dicho se desprende que la tarea de protección de bienes jurídicos no es incompatible con el mantenimiento de la vigencia de la norma: Protección de bienes

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jurídicos (función primordial y legitimante del Derecho penal) y protección de la vigencia de la norma son dos actividades que juegan en un plano diferente: la primera legitima el sistema punitivo, la segunda configura la estructura del sistema jurídico (y, por tanto, social). 5. Ambos fines no aparecen desconectados, sino antes bien íntimamente relacionados: operan en planos diferentes, pero son fines contingentes. 6. Entre ellos se produce un acoplamiento estructural, de modo que no cabe entender la comunicación social en el plano jurídico sin que puedan observarse globalmente ambos «fines». 7. La diferencia sistemática que se opera entre ellos es dependiente del punto de vista desde el que se lleva a cabo la observación respectiva.

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LECCIÓN 7.ª

LÍMITES DEL SISTEMA PUNITIVO DEL ESTADO: PRINCIPIOS CONSTITUCIONALES DEL DERECHO PENAL

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I. PRIMACÍA DE LA CONSTITUCIÓN Y LÍMITES DEL IUS PUNIENDI DEL ESTADO El ejercicio del Ius puniendi del Estado no es una actividad ilimitada o discrecional, sino que está ineludiblemente sujeta a límites constitucionales. La Constitución representa la cúspide de la pirámide normativa del Ordenamiento positivo. Ante las hipótesis de conflicto normativo, es preciso reconocer la primacía normativa de la Constitución. El Derecho penal es, por naturaleza, un Ordenamiento legal y jurídicamente limitado, sujeto a garantías normativas y garantizador de derechos y de libertades. Las limitaciones al Ius puniendi del Estado controlan el ejercicio y previenen del posible abuso del mismo. Su reconocimiento y observancia resulta de trascendental relevancia para el correcto desarrollo de las funciones del Derecho penal. Los límites básicos del Ius puniendi quedan plasmados en la propia Constitución, razón por la cual suelen ser denominados, con mayor o menor propiedad, principios constitucionales del Derecho penal. Para una mayor claridad en el estudio de estos principios, los sistematizaremos en límites jurídico-constitucionales stricto sensu (que provienen de valores superiores del ordenamiento positivo que, en general, trascienden el ámbito del Derecho penal) y en límites objetivo-funcionales (singularmente relevantes en el ámbito específico del Derecho penal).

II. LÍMITES CONSTITUCIONALES EN SENTIDO ESTRICTO 1. PRINCIPIO DE LEGALIDAD La actividad legislativa y judicial está sujeta al principio de legalidad, que —no obstante numerosos antecedente históricos— fue formulado en el ámbito penal por el penalista alemán

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VON FEUERBACH, que acuñó el aforismo que resume este principio: «nullum crimen, nulla

poena sine lege», objeto de generalizado reconocimiento en el orden jurídicopenal comparado. Conforme al principio de legalidad, la ley es la única fuente de creación normativa de los delitos y de establecimiento de las sanciones penales, de manera que para sancionar una acción delictiva, ha de tener una expresa cobertura legal en el momento de realización del delito. El principio de legalidad penal es exigencia jurídica fundamental del moderno Derecho penal. En tanto tal, es consignada en la legislación penal (arts. 1, 2, 4 y 10, entre otros, del Código penal español de 1995) y penitenciaria (art. 1 de la Ley Orgánica General Penitenciaria), y también en la Constitución Española: con carácter jurídico-fundamental en los arts. 81.1, 53.1, 9.3 y, en correlación con el principio de la irretroactividad de la ley penal, en el art. 25.1 CE. El principio de legalidad comporta en el orden penal una serie de postulados fundamentales: las garantías criminal, penal, jurisdiccional y administrativa de ejecución, así a las exigencias de legalidad referentes a la determinación de las penas y de las medidas de seguridad, con exclusión de toda analogía creadora o agravadora de la responsabilidad penal. Al estudio del principio de legalidad penal (origen, evolución y contenido dogmático y político-criminal) dedicamos la Lección 12 de esta misma obra.

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2. PRINCIPIO DE IGUALDAD El Derecho penal no es un Ordenamiento para pobres ni beneficiador de los ricos: es (debe ser) un Derecho para todos, que a todos trata por igual, sin privilegios ni prerrogativas. Esta fundamental exigencia representa el postulado esencial que se desprende del principio de igualdad, consagrado en el art. 14 de la CE, en virtud del cual nadie puede sufrir discriminación ante la ley por causa alguna. El principio constitucional de igualdad constituye el fundamento de los principios de legalidad penal y procesal, de las funciones del Derecho penal y de la ejecución penal. Constituye, pues, un criterio rector, un punto de referencia para múltiples problemas penales, relativos a cuestiones tan varias como las de la presentación de denuncias penales, la elección de la clase de pena en concordancia con la situación social del autor, la medición de la pena, la consideración de la desigualdad social de la persona de la víctima del delito, o el tema, central en el pensamiento de la igualdad material, de la determinación de la pena pecuniaria y, en especial, de la eventual substitución de la misma en caso de incumplimiento por una pena privativa de libertad. 3. PRINCIPIO DE HUMANIDAD O RESPETO A LA DIGNIDAD PERSONAL El respeto a la dignidad humana y al libre desarrollo de la personalidad (principio de humanidad) es una exigencia imprescriptible en los Estados democráticos, y por ello —como no podía ser menos— encuentra acogida y expresa proclamación en la CE (arts. 10, 15 y 25). Constituye un principio básico del Derecho penal moderno, conforme al cual ha de garantizarse el respeto a la dignidad humana. Este principio abarca varias facetas, a saber: exige la salvaguarda de la humanidad ante

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toda intervención punitiva en general, esto es, en las dimensiones valorativa (la propia naturaleza y contenido de la pena), teleológica (el fin perseguido por la pena), formal y ejecutiva (humanidad en la ejecución penal). a) En primer lugar, el carácter general del principio de humanidad ha de abarcar a la intervención penal en su conjunto: el respeto a la dignidad humana constituye un criterio fundamental que guía toda actuación punitiva. Este principio se remonta a la época de la Ilustración, en la que la reivindicación del respeto a la persona —también a la persona del penado— contrastaba con la crueldad de las penas infamantes del Antiguo Régimen. La Historia del Derecho penal posterior a la Revolución francesa es la Historia de una progresiva humanización. Este espíritu de respeto a la dignidad humana subyace en las obras de los autores de la época, significadamente en el ya legendario Tratado De los delitos y de las penas (1764), del Marqués de BECCARIA, o en el Discurso sobre las penas (1782), de Manuel DE LARDIZÁBAL Y URIBE. b) Además, desde el punto de vista material, las sanciones penales (pena o medidas de seguridad) han de tener un contenido substancial que no vulnere la dignidad del sancionado: no puede imponerse sanción jurídica alguna que suponga un trato degradante a la persona (TORÍO LÓPEZ). Quedan, pues, expresamente abolidas las penas corporales (v.gr. mutilación de miembros del cuerpo, azotes, etc.), existentes en otros tiempos históricos, así como las penas que entrañen una degradación de la persona como ser digno de respeto y le impidan su reinserción social (v.gr. pena de privación de libertad indefinida o cadena perpetua), porque son penas que llevan a la destrucción del sujeto como ser social. Y, por supuesto, de modo singular es incompatible con un Derecho penal humanitario la pena de muerte, cuyo mantenimiento en vigor en algunos ordenamientos jurídicos actuales, como por ejemplo en los Estados Unidos de América, es una muestra de la inmadurez y crueldad de su sentimiento social de culpabilidad, del primitivismo de sus concepciones normativas de la punibilidad y de su fracaso político-criminal. Algunos autores han sostenido que determinadas penas inocuizadoras o ejemplarizadoras, por su carácter nihilista y negativo, han de considerarse inhumanas y degradantes, y por ende inconstitucionales.

c) Desde la óptica teleológica o finalista, las penas y las medidas de seguridad han de perseguir la finalidad de la adaptación o inserción social del delincuente: el art. 25.2 CE dispone que «las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social…». d) Desde la perspectiva formal o ejecutiva, la humanidad o el respeto a la dignidad humana ha de estar presente también en la ejecución de las propias sanciones penales: las propias circunstancias (el «caldo de cultivo») en que la pena se ejecuta han de ser proclives al propio respeto a la dignidad humana del condenado, lo cual significa que los establecimientos

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penitenciarios han de ser en su estructura, dotación y funcionamiento adecuados para no perjudicar dicha finalidad. El Tribunal Constitucional español, como no podía ser menos, ha prestado una especial importancia, en orden a la salvaguarda de este básico principio en la aplicación del sistema punitivo, al aspecto formal de la ejecución de la pena, aunque con detrimento —en ocasiones— del aspecto material, que alude al propio contenido sustancial de la sanción punitiva, los cuales no pueden desconectarse de los fines constitucionalmente asignados a la misma. Así, entre la jurisprudencia constitucional, sostiene la STC 65/1986, de 22 de mayo, que «la calificación de una pena como inhumana o degradante depende de la ejecución de la pena y de las modalidades que esta reviste, de forma que por su propia naturaleza la pena no acarree sufrimientos de una especial intensidad (penas inhumanas) o provoquen una humillación o sensación de envilecimiento que alcance un nivel determinado, distinto y superior al que suele llevar aparejada la simple imposición de la condena».

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4. PRINCIPIO DE PROPORCIONALIDAD O PROHIBICIÓN DE EXCESO De acuerdo con el principio de proporcionalidad o prohibición de exceso no pueden imponerse penas desorbitadas que no guarden una efectiva relación de proporcionalidad entre la gravedad de la acción delictiva realizada (AGUADO CORREA, JAÉN VALLEJO, LASCURAIN SÁNCHEZ, DE LA MATA BARRANCO). Este principio exige, de modo particular, efectuar una armónica articulación del sistema de penas y medidas de seguridad previsto inicialmente en el CP, de modo que todos los delitos sean castigados con una pena justa, proporcionada a la gravedad de la acción punible en particular singularmente considerada, y congruente en relación con la penalidad prevista para el resto de los delitos incriminados en el cuerpo legal. Pueden distinguirse dos sentidos del concepto de proporcionalidad: de una parte, una proporcionalidad abstracta, en virtud de la cual no pueden existir en teoría conminaciones desproporcionadas en el plano de las disposiciones normativas, esto es, en la letra del Código; y, de otro lado, una proporcionalidad concreta, que prohíbe la imposición real y efectiva de una pena desproporcionada (COBO DEL ROSAL/VIVES ANTÓN, ZUGALDÍA ESPINAR, SILVA SÁNCHEZ, GARCÍA-PABLOS). De ello se deriva que la proporcionalidad es un límite normativo, tanto para el legislador (en el momento de configurar la norma penal), como para el juez (en el momento de aplicar la norma). El principio de proporcionalidad no tiene una acogida expresa en la Constitución, pero puede inferirse implícitamente de varios preceptos constitucionales: es frecuente la conexión con el art. 15 CE, pues —según se dice— solo la pena proporcionada a la gravedad del hecho es respetuosa con la dignidad de la persona; otras veces se le conecta con la alusión a la justicia como valor superior del ordenamiento jurídico; finalmente, la moderna jurisprudencia del TC lo ha emparejado con el principio de igualdad. 5. PRINCIPIO NE BIS IN IDEM Conforme al principio ne bis in idem un mismo hecho no puede ser sancionado más de una Polaino, Navarrete, Miguel. Lecciones de derecho penal. Parte general. Tomo I, Difusora Larousse - Editorial Tecnos, 2013. ProQuest Ebook Central, http://ebookcentral.proquest.com/lib/bibliotecaustasp/detail.action?docID=4870484. Created from bibliotecaustasp on 2018-08-04 08:39:41.

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vez en el ordenamiento jurídico, en atención a la concurrencia de los mismos elementos (identidad de supuesto: sujetos, hecho y fundamento; así, STC 2/1981, de 30 de enero; STC 254/1990, de 15 de octubre, y STC 204/1996, de 16 de diciembre): no cabe la duplicidad sancionatoria en caso de identidad plena, y —por tanto— nadie puede ser procesado, juzgado ni condenado dos veces por la misma acción (GARCÍAS PLANAS, TORRES FERNÁNDEZ). El principio ne bis in idem presenta múltiples vertientes, no solo en el ámbito del Derecho procesal, sino en el concreto sector del Derecho penal (o —en general— en todo el ámbito de la potestad sancionatoria del Estado, incluyendo lógicamente el Derecho administrativo sancionador). De ahí que suela hablarse, en concreto, de un ne bis in idem procesal en contraposición a un ne bis in idem material o substantivo (GARCÍA ALBERO). El primero de ellos impide que un sujeto sea procesado y juzgado dos veces por la misma acción, en tanto que el segundo veta que el autor sea condenado o sancionado dos veces por el mismo hecho injusto. A pesar de que el principio ne bis in idem no ha recibido una plasmación expresa en el texto constitucional, hay acuerdo casi unánime en la doctrina y en la jurisprudencia constitucional (desde la temprana STC 2/1981, hasta otras más recientes, como la STC 177/1999, de 11 de octubre) en considerarlo implícito al principio de legalidad, que exige la existencia de lex praevia y certa (art. 25.1 CE). No faltan, en todo caso, autores ni jurisprudencia que fundamentan este principio en otros artículos constitucionales, como por ejemplo en el principio de proporcionalidad (así, CUERDA RIEZU, BENLLOCH PETIT), en el principio de racionalidad e interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos (art. 9.3 CE; así, ARROYO ZAPATERO), en la exigencia del derecho fundamental a un proceso con todas las garantías (art. 24.2 CE; así, COBO DEL ROSAL/VIVES ANTÓN, GARBERÍ LLOBREGAT), en el derecho fundamental a la presunción de inocencia (así, la STC 159/1985, de 27 de noviembre, y la STC 21/1987, de 19 de febrero), o —incluso— buscando fundamentos varios (por ejemplo: STS 159/1987, de 26 de octubre). A efectos de evitar una duplicidad sancionatoria, es preciso que los ámbitos de las dos sanciones (medida de seguridad y pena, pena y pena, pena y sanción administrativa, etc.) que corresponda imponer no se superpongan, esto es, que ambas sanciones tengan un ámbito de extensión propio, y respondan a una concreta necesidad, y —por supuesto— que sean previstas legalmente con anterioridad (principio de legalidad). El Tribunal Constitucional español, desde antiguo, se ha manifestado claramente y de forma reiterada sobre el principio ne bis in idem, sentando las bases para evitar la duplicidad sancionatoria (TORRES FERNÁNDEZ). En la jurisprudencia constitucional, señaladamente, la STC 2/1981, de 30 de enero, que indica que aunque la Constitución no prescribe expresamente el principio ne bis in idem, el mismo puede inferirse del principio de legalidad y de tipicidad de las infracciones (art. 25 de la CE), y además advierte que el principio ne bis in idem requiere «que no recaiga duplicidad de sanciones […] en los casos en los que se aprecie la identidad del sujeto, hecho y fundamento». En la reciente STC 177/1999, de 11 de octubre, ha especificado que «irrogada una sanción, sea ésta de índole penal o administrativa, no cabe, sin vulnerar el mencionado derecho fundamental, superponer o adicionar otra distinta, siempre que

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concurran las tan repetidas identidades de sujetos, hechos y fundamento. Es este núcleo esencial el que ha de ser respetado en el ámbito de la potestad punitiva genéricamente considerada, para evitar que la conducta reciba un doble reproche aflictivo» (FJ 4º).

III. LÍMITES CONSTITUCIONALES OBJETIVO-FUNCIONALES 1. PRINCIPIO DEL ACTO El Derecho penal moderno es un Derecho penal de acto, no de autor ni de la voluntad, porque sanciona al sujeto en tanto que realice una conducta delictiva, pero nunca por meros pensamientos o cualidades psicológicas, ideológicas, raciales, personales o de cualquier otra índole (v.gr. por ser judío, de piel negra, de raza gitana o de tendencia homosexual): sin acción, no hay delito posible. El principio del acto (o del hecho, de la acción, o de la conducta) tiene, por tanto, dos vertientes complementarias, o dos caras de la misma moneda: por un lado, exige la exteriorización de la voluntad criminal en una acción delictiva (nullum crimen sine actione); y por otro, el mero pensamiento no puede ser fundamento de la sanción penal (cogitationis poenam nemo patitur: los pensamientos no delinquen, no se puede ser penalmente responsable por las ideas o meras resoluciones voluntarias de conductas no realizadas, ni tampoco por otra parte por la ideología o personalidad del sujeto).

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2. PRINCIPIO DE CULPABILIDAD NORMATIVA PERSONAL La pena es la sanción jurídica que se impone al autor culpable de un delito. Rige, por tanto, el principio de culpabilidad, conforme al cual la culpabilidad es el fundamento (no hay pena sin culpabilidad) y el límite de la pena (la pena no podrá rebasar el grado de culpabilidad del agente). El principio de culpabilidad es acogido en el art. 5 CP, en virtud del cual «no hay pena sin dolo o imprudencia». La adopción de este principio supone el rechazo de la responsabilidad objetiva por el resultado, que es expresión —no absolutamente erradicada en la legislación penal, pero incuestionablemente superada por la doctrina científica— del arcaico principio de origen canonista del versari in re illicita. Conforme a este principio se hacía responder al sujeto por la causación de unos resultados a él no imputables jurídicamente en virtud de la mera ilicitud de la conducta que realizara cuando estos sobrevinieron más allá de la capacidad de dominio y control personal de aquel.

3. PRINCIPIO DE PROTECCIÓN DE BIENES JURÍDICOS Polaino, Navarrete, Miguel. Lecciones de derecho penal. Parte general. Tomo I, Difusora Larousse - Editorial Tecnos, 2013. ProQuest Ebook Central, http://ebookcentral.proquest.com/lib/bibliotecaustasp/detail.action?docID=4870484. Created from bibliotecaustasp on 2018-08-04 08:39:41.

El Derecho penal desempeña una función de protección de bienes jurídicos. Ello significa que constituye un requisito imprescindible para la sanción de una acción que la misma entrañe una lesión o puesta en peligro de un bien jurídico (v.gr. vida, integridad física y psíquica, honor, intimidad, etc.): principio de ofensividad (nullum crimen sine iniuria). O lo que es lo mismo: si no hay lesión ni puesta en peligro típicamente relevantes, la conducta no será penalmente prohibida, sino permitida. De este principio, conviene resaltar dos aspectos importantes: por un lado, para que el Derecho penal legítimamente pueda hacer aplicación de su poderoso potencial jurídico, incriminando una acción delictiva con una sanción penal, ha de partir de la existencia de un bien o valor que en la sociedad se muestra digno, necesitado y merecedor de protección; por otro lado, el bien o valor apreciable en la vida social deviene jurídico con el reconocimiento normativo por parte de la ley penal de sus propiedades como objeto idóneo de la protección penal que es proveída a través de la descripción típica de la conducta que incide en el mismo lesionándolo (destrucción o grave menoscabo) o al menos poniéndolo en concreto peligro. En este sentido, el bien o valor reconocido jurídicamente, conforme a los criterios axiológicos propios del sistema punitivo, es el factor habilitante que legitima la actuación penal: sin bien jurídico protegible, no hay delito; por lo que son jurídicamente ilegítimas las disposiciones legales que no protejan bienes jurídicos, pues se desvanecen en la sola expresión de una forma carente de contenido substancial, socialmente relevante como categoría de función social. Sociedad, bienes y Derecho constituyen una trilogía inseparable en el propio concepto y en la estructura constitucional de un Sistema punitivo propio del Estado social y democrático de Derecho.

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4. PRINCIPIO DE PREVENCIÓN El principio de prevención es complementario al de protección de bienes jurídicos, hasta el punto de que ambos principios confluyen en sus efectos: se protegen bienes jurídicos con vistas a la prevención de la criminalidad, esto es, de acciones lesivas de esos mismos bienes. Al analizar las teorías de la pena, ya vimos que la prevención se divide en general y especial, según se dirija a la colectividad (a la Sociedad en su conjunto) o al propio delincuente en particular (al sujeto que infringió la norma penal). Ambas persiguen el fin de alertar a los ciudadanos sobre las consecuencias nocivas de cometer delitos, de manera que pretenden disuadirlos ante la comisión de los mismos. Con relación a la prevención general, la norma se dirige a toda la comunidad en una función de advertencia a la misma de las consecuencias de la infracción del precepto penal. Con relación a la prevención especial, la función de la norma se incardina en el principio de resocialización, al que prestamos seguidamente atención por separado.

5. PRINCIPIO DE RESOCIALIZACIÓN Polaino, Navarrete, Miguel. Lecciones de derecho penal. Parte general. Tomo I, Difusora Larousse - Editorial Tecnos, 2013. ProQuest Ebook Central, http://ebookcentral.proquest.com/lib/bibliotecaustasp/detail.action?docID=4870484. Created from bibliotecaustasp on 2018-08-04 08:39:41.

La pena no es (no puede ser), en el Estado de Derecho, un instrumento del cual haga uso arbitrario el legislador: es una sanción jurídica que no se impone por capricho o por azar. Además de su legitimación material y de su específica función preventivo-general, ha de estar orientada al cumplimiento de la función preventivo-especial a través de la resocialización del delincuente, en cuanto destinatario singular de la incriminación legal. El condenado a una pena es, ante todo, un sujeto socialmente recuperable, y esta es la filosofía que debe inspirar el sistema de penas de acuerdo con el programa de los fines de la pena proclamado en la Constitución: el art. 25.2 CE dispone que «las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social…». Este precepto constitucional no identifica el único fin que han de perseguir y al que han de estar orientadas las penas, ni —en general— las sanciones penales, esto es, no se excluyen fines de prevención general. Pero sí proclama una fundamental pauta normativa y un básico criterio político-criminal que ha de inspirar el sistema de sanciones penales. El tratamiento resocializador consiste en crear en el condenado posibilidades de participación en los sistemas sociales y en ofrecer alternativas al comportamiento criminal, no debiéndose imponer al sujeto sin contar con la voluntaria participación del mismo, sino precisamente constituyendo el producto de un ininterrumpido diálogo entre el Estado y el condenado (CALLIESS, MIR PUIG).

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6. OTROS PRINCIPIOS PENALES Además de los mencionados, existen otros principios rectores que guían la actuación jurídico-penal en el Estado de Derecho. En concreto, pueden mencionarse el principio de subsidiariedad, el principio de fragmentariedad, el principio de coercitividad o coactividad de las normas penales, y, más dudosamente, el denominado principio de intervención penal mínima, toda vez que, en rigor, esta no debe ser concebida tanto como mínima cuanto como necesaria. Por la propia naturaleza que es inherente a estos principios serán objeto de análisis en una Lección posterior, en la que afrontaremos específicamente el estudio de los caracteres configuradores del Derecho penal.

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LECCIÓN 8.ª

DERECHO PENAL DE ACTO VERSUS DERECHO PENAL DE AUTOR O DE LA VOLUNTAD

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I. LA ESPIRITUALIZACIÓN DEL SISTEMA PUNITIVO Al analizar los principios rectores del Derecho penal, vimos que entre ellos se contaba el principio del acto, que exige la exteriorización de la voluntad criminal en una conducta humana como presupuesto fundamental de la reacción punitiva (sin acción típica y antijurídica no hay delito, y sin delito no se fundamenta una pena). Este sistema del Derecho penal de acto es el único aceptable en el modelo del Estado de Derecho. A ese modelo se oponen abierta y frontalmente el Derecho penal de autor, y sobre todo, mucho más radicalmente, el denominado Derecho penal de la voluntad o de ánimo, que inspiraron determinados ordenamientos punitivos totalitarios (v.gr. el de la Alemania nazi). Ambos sistemas (de autor y de la voluntad) se encuentran en una línea progresiva de subjetivización o espiritualización del Derecho penal, de manera que el mismo procede a castigar a un sujeto no tanto por lo que hizo sino en atención a la cualidad del sujeto agente (en el sistema penal de autor) o incluso por su predisposición subjetiva contraria a la norma (en el sistema del Derecho penal de la voluntad). Analicemos críticamente ambos sistemas. 1. EL DERECHO PENAL DE AUTOR El Derecho penal de autor supone un primer paso en la subjetivización del sistema punitivo. Este sistema pretendió fundamentar el injusto típico, no tanto en la acción que el sujeto realiza, cuanto en determinadas cualidades subjetivas que le llevan a aparecer ante la Sociedad como un sujeto especialmente peligroso: esto es, un sujeto en el que anida un «espíritu malicioso», por lo que merece una pena de mayor gravedad. Tal sistema se basa en el criterio del tipo de autor, en función del cual se sanciona a determinadas personas por ciertos rasgos personales o psicológicos que le hacen proclive a ser considerado «socialmente peligroso» (v.gr. tipo criminológico de violador, estafador, asesino, reincidente, etc.). Antecedentes históricos del Derecho penal de autor se encuentran en la obra de Franz VON LISZT y sus seguidores. Este autor, no obstante proponer que se debía «castigar al autor por el hecho cometido», con muy débil argumento Polaino, Navarrete, Miguel. Lecciones de derecho penal. Parte general. Tomo I, Difusora Larousse - Editorial Tecnos, 2013. ProQuest Ebook Central, http://ebookcentral.proquest.com/lib/bibliotecaustasp/detail.action?docID=4870484. Created from bibliotecaustasp on 2018-08-04 08:39:41.

reconocía que «quizá lo consecuente con nuestra concepción sería atender sólo a la actitud interna, y no tener que aguardar hasta el hecho; del mismo modo que el médico de la familia no espera hasta que aparezca la enfermedad, sino que trata de prevenirla». Entre los seguidores de esta esotérica formulación de VON LISZT destacan la llamada concepción sintomática del delito, defendida y desarrollada por TESAR y COLMAN, para quienes el delito es un «síntoma» de la personalidad del autor; y la concepción caracterológica de la culpabilidad, defendida por RAD BRUCH, Ebrard SCHMIDT, KOHLRAUSCH y GRÜNHUT, que concibe el delito como plasmación del carácter o manifestación de la voluntad del autor. En la Alemania de los años treinta del siglo XX, por influencia del propio VON LISZT, determinados autores, significadamente Erik WOLF y Georg DAHM, acogieron el sistema de los «tipos penales de autor» con vistas a la construcción de un Derecho penal intervencionista y garantista que, con fines de prevención, desplegara sus medios de reacción ante la presencia de un sujeto con rasgos asociales. Por su parte, MEZGER intentó compatibilizar la teoría del tipo criminológico de autor con la idea de la pena por la culpabilidad mediante su teoría de la culpabilidad por la conducción de vida, en virtud de la cual «la culpabilidad jurídicopenal del autor no es solo culpabilidad por el hecho aislado, sino también la global culpabilidad por la conducción de su vida, que le ha hecho degenerar». Esta teoría sería luego reformulada por BOCKELMANN en una teoría de la culpabilidad por la —incorrecta— decisión de vida, en virtud de la cual «la esencia de la culpabilidad del autor no consiste en una conducción incorrecta de la vida, pero sí en una decisión incorrecta sobre la vida» (ROXIN).

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Analizando el Derecho penal de autor con rigurosa lente crítica —la única que le puede ser aplicada desde la óptica del Estado de Derecho—, ha de afirmarse que, en tanto incompatible con el Derecho penal de acto, resulta a su vez inaceptable en un Estado democrático. El Derecho penal ha de limitarse a sancionar las conductas que vulneren la norma penal y atenten contra un bien jurídico-penalmente protegido: de ahí la íntima conexión entre el principio del acto y el principio de lesividad como fundamento de la sanción penal. Es decir, en el Estado de Derecho el Ordenamiento penal ha de ser un Derecho penal de acto (SCHMIDHÄUSER). Controvertida es, empero, la cuestión de si determinados condicionantes subjetivos influyen en la determinación de la sanción jurídica que corresponde en cada caso imponer. Como sabemos, tanto la pena como la medida de seguridad, aunque se prevean abstractamente, se imponen a una persona determinada. ¿Significa esto que se da entrada, junto al Derecho penal de acto, a componentes del Derecho penal de autor, como ha sostenido algún autor en relación a las medidas de seguridad (por ejemplo, ROXIN)? ¿Por el hecho de imponer una medida de seguridad acorde a la personalidad de un sujeto se está haciendo uso de un Derecho penal de autor, esto es, se está sancionando a un tipo penal o criminológico de autor? ¿Es determinante la personalidad del delincuente en la imposición de la pena? En definitiva: ¿qué papel desempeña el Derecho penal de autor en el moderno sistema del Derecho penal de autor? A nuestro juicio, pueden compatibilizarse a la perfección, de un lado, la idea de que el Derecho penal moderno haya de ser, por prescripciones constitucionales, dogmáticas y de justicia material, un Derecho penal de acto y, de otro, el hecho de que la pena o medida de seguridad se imponga a una persona determinada, valorando las circunstancias que en ella concurran a efectos de alcanzar más precisamente los fines de resocialización de la misma (lo cual se ve claramente en el caso de las medidas de seguridad. Ello es perfectamente factible, por una razón clara: el Derecho penal de acto sanciona siempre actos delictivos, sobre la base de la culpabilidad o de la peligrosidad criminal del autor (que son el fundamento y límite de la pena y de la medida de seguridad, respectivamente). Por el contrario, el Derecho penal de autor encuentra su fundamento, no en la peligrosidad criminal del delincuente, sino en el grado de su asocialidad, que podría fundamentar, por ejemplo, la imposición de una pena o medida de seguridad predelictual, ante la existencia de un alto índice de riesgo de que cometa un daño social (caso, v.gr., de las medidas inocuizadoras, que —por esta razón— son a nuestro juicio inconstitucionales).

2. EL DERECHO PENAL DE LA VOLUNTAD O DEL ÁNIMO Polaino, Navarrete, Miguel. Lecciones de derecho penal. Parte general. Tomo I, Difusora Larousse - Editorial Tecnos, 2013. ProQuest Ebook Central, http://ebookcentral.proquest.com/lib/bibliotecaustasp/detail.action?docID=4870484. Created from bibliotecaustasp on 2018-08-04 08:39:41.

El —denominado— Derecho penal de la voluntad o de ánimo supone un paso más en la subjetivización o espiritualización del sistema penal: en este estadio extremo, ya ni siquiera es necesario que el sujeto realice una acción delictiva, sino que basta con una mera predisposición subjetiva o psicológica al crimen: «se pena la voluntad del autor, no el acto», decía el Ministro nazi de Justicia en su Informe de Proyecto de nuevo Código Penal alemán de 1933. Los postulados esenciales del Derecho penal de la voluntad son: — Supresión del principio del hecho (recte: acto típico), que queda substituido por una tipicidad subjetiva: el injusto no se fundamenta materialmente en la contradicción a la norma jurídica ni en la lesión de un bien jurídico, sino en una pura actitud subjetiva interna del autor, de manera que el delito queda a expensas del arbitrario reconocimiento de un elemento personal o espiritual (v.gr. racial) y la pena no se conecta a hecho alguno. — Supresión del principio de culpabilidad, que queda substituido por el modo de ser del sujeto, de manera que «no nos prohíben ciertas conductas, sino nuestra personalidad» (ZAFFARONI). — Supresión del principio de legalidad penal y de sus garantías, mediante la admisión de la analogía contra reo y del —enfáticamente denominado— sano sentimiento del pueblo como fuente del Derecho (que será un Derecho autoritariamente impuesto). El Derecho penal de la voluntad inspiró el sistema penal nazi y fue defendido por la «Escuela de Kiel», cuyos máximos representantes fueron DAHM y SCHAFFSTEIN.

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Según estos autores, la pena se justificaba por fines prácticos, considerando preferente la que la necesidad de protección efectiva de la comunidad popular frente a elementos peligrosos, pudiéndose llegar a la «eliminación» de esos sujetos «lesivos al pueblo y a la raza».

Crítica: salta a la vista que tanto el Derecho penal de autor como el Derecho penal de la voluntad o del ánimo son incompatibles con los postulados de la moderna Dogmática jurídico-penal e inaceptables en el Estado Social y Democrático de Derecho: nada más opuesto a la conciencia jurídico-penal de hoy que la idea de que el Derecho penal se guíe por criterios discriminatorios (pureza de la raza, sano sentimiento del pueblo, etc.). El Derecho penal democrático es un Derecho de todos y para todos, que ha de desempeñar sus cometidos sin distinción de personas ni de razas: por ello, ha de ser un Derecho penal de acto, y no un Derecho penal de autor, de la voluntad o del ánimo. Como diría el escritor francés Anatole FRANCE, la ley —con su mayestática igualdad— ha de defender lo mismo al rico que al pobre, frente al hecho de robar pan o vivir debajo de un puente.

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II. POSTULADOS ESENCIALES DEL DERECHO PENAL DE ACTO 1. LA NECESIDAD DE UNA ACCIÓN HUMANA («PRINCIPIO DEL ACTO») El Derecho penal conmina acciones u omisiones humanas con una sanción jurídica. La exteriorización de la voluntad criminal es, por tanto, un presupuesto imprescindible del Derecho penal. Como gráficamente dijera ANTÓN ONECA, «el concepto de acción es central en la teoría del delito: el hombre no delinque en cuanto es, sino en cuanto obra». El principio del acto (nullum crimen sine actione), doctrinalmente llamado principio del hecho, ha alcanzado la máxima consagración positiva, al ser acogido en la Constitución española (art. 25.1) y en el Código penal de 1995 (v.gr. art. 10). Consecuencia lógica del Derecho penal de acto es que el mero pensamiento es fundamento insuficiente para la sanción penal: los pensamientos no delinquen (cogitationis poenam nemo patitur), de manera que el sujeto deviene relevante para el Derecho penal no en tanto ser pensante, sino en cuanto ser actuante.

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2. IMPUTACIÓN SUBJETIVA FRENTE A RESPONSABILIDAD OBJETIVA De acuerdo con el principio del acto, la pena se impone al autor culpable de un delito, en función de su culpabilidad, que actúa como fundamento y límite de la sanción penal. Ello significa que el Derecho penal de acto es, a la vez, un Derecho penal de culpabilidad por el acto y no un Derecho penal de responsabilidad objetiva por el resultado. En los sistemas modernos, el modelo de culpabilidad por el acto es acogido en los Códigos penales: el art. 5 CP español consagra el principio de culpabilidad al señalar que «no hay pena sin dolo o imprudencia», aunque luego el propio legislador no sea escrupulosamente coherente con las exigencias de tal principio, al prever determinadas hipótesis de delitos cualificados por el resultado. El Derecho penal de culpabilidad por el acto significa que un resultado lesivo (v.gr. la causación de la muerte de una persona, la irrogación de determinados perjuicios a la Hacienda pública, etc.) es imputable al autor culpable, y además en la medida de su culpabilidad. Como señalaba SCHMIDHÄUSER, ello no quiere decir que este modelo se pregunte exclusivamente por la culpabilidad, no teniendo para nada en cuenta el resultado. Antes bien, el resultado puede desempeñar un papel para el hecho punible, pero no el resultado material impersonal, sino el resultado ocasionado voluntariamente por el hombre y que es susceptible de culpabilidad. El Derecho penal de culpabilidad por el acto integra, pues, también un Derecho penal de culpabilidad del resultado típico. El Derecho penal de responsabilidad por el resultado se halla inspirado en el clásico principio del versari in re illicita, que sanciona a la persona si de su acción deriva un resultado lesivo, aun no querido, previsible ni evitable.

El Derecho penal de responsabilidad objetiva por el resultado sanciona al autor exclusiva o principalmente porque «ha causado» un resultado lesivo, tomando en cuenta el Polaino, Navarrete, Miguel. Lecciones de derecho penal. Parte general. Tomo I, Difusora Larousse - Editorial Tecnos, 2013. ProQuest Ebook Central, http://ebookcentral.proquest.com/lib/bibliotecaustasp/detail.action?docID=4870484. Created from bibliotecaustasp on 2018-08-04 08:39:41.

resultado del hecho como determinante de la gravedad de la pena (SCHMIDHÄUSER). Por ello, no se pregunta, o no lo hace suficientemente, por la culpabilidad del autor, y no se plantea la cuestión de si el autor no se hallaba en absoluto en la situación de prever el daño como resultado de su actuar, ni tampoco en qué medida pudo él —en cuanto menor, enfermo mental o persona inculpable— conocer lo no permitido de su conducta. Por consiguiente, este sistema provee también sanciones para el caso fortuito.

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Ejemplo: A, en el transcurso de una discusión, golpea levemente a B produciéndole una herida superficial, por la que pierde cierta cantidad de sangre que le lleva a la muerte por su condición de hemofílico. Un sistema inspirado en el principio de culpabilidad por el acto exigiría, para poder imputar el resultado de muerte al autor, la presencia de dolo o culpa en su actuar, de modo que podría imputársele el resultado de muerte si quería matar —o al menos previó la muerte— y lo hizo (dolo), o si infringió una especial norma de cuidado (culpa o imprudencia). Por el contrario, un sistema de responsabilidad por el resultado imputaría el resultado final de muerte, desencadenado por una serie de factores causales (ajenos al autor), al propio A, aun cuando su golpe inicial fuera inocuo para producir la muerte. Lógicamente, esta segunda idea es desterrada —en principio— de los Códigos modernos, y sobre todo en la doctrina penalista, que conforme a los postulados de la teoría de la imputación objetiva exigiría criterios como el aumento de riesgo, etc.

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LECCIÓN 9.ª

CARÁCTER NORMATIVO DEL DERECHO PENAL: LA NORMA JURÍDICO-PENAL I. EL DERECHO PENAL COMO ORDENAMIENTO NORMATIVO Todo Derecho —y el Derecho penal no es una excepción— tiene una imprescindible dimensión normativa: todo Ordenamiento jurídico es un complejo de normas, de manera que el concepto de norma jurídica es uno de los elementos esenciales integrantes del propio concepto de Derecho penal: el orden social solamente puede alcanzarse mediante la articulación de determinadas normas jurídicas. El ordenamiento penal como complejo de norma se caracteriza por el orden, la unidad y la coherencia, y contiene normas prohibitivas (v.gr. no matar, no robar, etc.) y normas preceptivas (v.gr. alimentar al hijo menor, socorrer al desvalido, etc.), cuya estricta observancia impone a los destinatarios de tales normas, es decir, a los ciudadanos.

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II. ESTRUCTURA LINGÜÍSTICA DE LA NORMA JURÍDICA La norma jurídica, como otras clases de normas, presenta una concreta estructura lingüística, es decir, que el Derecho se integra —ante todo— de palabras: la palabra es instrumento básico para la comunicación social, y —por ende— también un instrumento básico para el jurista. Las normas se expresan mediante palabras, los abogados defienden con palabras, los jueces interpretan la norma y aplican la ley mediante palabras, etc. Este aspecto ha sido resaltado, desde una perspectiva general, especialmente por estudiosos de la semiótica y por la Filosofía del Lenguaje, y no ha pasado inadvertido a los investigadores en el campo del Derecho (VIVES ANTÓN, RUIZ ANTÓN, POLAINO NAVARRETE / POLAINO-ORTS). Las palabras presentan un aspecto gráfico o formal (significante) y un aspecto semántico (significado). A concretos «significantes» se asocian concretos «significados». No cualquier significante ni cualquier significado interesan al Derecho penal, pues muchos quedan al margen de la norma jurídica, siendo indiferentes para el Derecho: interesa sólo la palabra jurídica, esto es, la palabra positivada en una norma jurídica, la

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palabra entendida como expresión de sentido, dotada de un concreto contenido normativo. Según el jurista y filósofo italiano Norberto BOBBIO toda norma (jurídica o no) posee una estructura lingüística, que puede ser llenada con los más diversos contenidos: 1. Un contenido descriptivo transmite neutral o asépticamente una información objetivamente contrastable. Ejemplo: «A es B»: «El mar es azul», «La luna es redonda», «El alumno es aplicado», «El hombre es mortal», etc.

2. Un contenido valorativo emite un determinado juicio de valor, más o menos subjetivo. Ejemplo: «Cuando es A, me gusta que sea B»: «Cuando amanece, me gusta que llueva», «Cuando actuamos justamente, me gusta que seamos recompensados», etc.

3. Y, también, un contenido prescriptivo contiene una proposición que pretende influir el comportamiento del destinatario de la norma, a fin de que se adecue a la voluntad del ordenante. Ejemplo: «Si es A, debe ser B»: «Si alguien comete asesinato, debe permanecer en prisión X años», «Si no has respetado el semáforo en rojo, debes pagar una multa de diez mil pesetas», etc.

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Según el citado autor, sólo estas últimas, es decir, las proposiciones de carácter prescriptivo, son normas jurídicas. En consecuencia, para este autor, la norma jurídica es una entidad lingüística que contiene una proposición prescriptiva.

III. NATURALEZA DE LA NORMA JURÍDICA Una de las cuestiones tradicionalmente más discutidas, no sólo en la Dogmática penal, sino en la Teoría general del Derecho, es la naturaleza jurídica de la norma. Las diferentes posiciones al respecto admiten clasificarse en teorías imperativistas, teorías antiimperativistas y teorías intermedias o eclécticas. A continuación haremos un somero recuento de la cuestión. 1. TEORÍAS IMPERATIVISTAS Las teorías imperativistas conciben la norma jurídica como un mandato o imperativo: el Ordenamiento jurídico es un conjunto de imperativos, que refleja la voluntad general y se

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dirigen a cada ciudadano para el mantenimiento de la estructura social. Para estas tesis, es esencial la coercitividad de las normas jurídicas. Destacados representantes de esta doctrina son BENTHAM y AUSTIN, en la doctrina clásica, y —más modernamente— el último KELSEN. En el ámbito penal, la teoría de los imperativos debe su originaria configuración a August THON (1878) y Ernst Rudolf BIERLING (1894). La totalidad del Derecho de una Sociedad, dice THON, no es más que un conjunto de imperativos. Los preceptos jurídicos contienen siempre un imperativo —un praeceptum legis, esto es, norma— que expresa: «¡tú debes hacer u omitir algo!». Este imperativo se halla dirigido a todos los sujetos integrantes del grupo social (destinatarios de la norma), con independencia de las condiciones de imputabilidad de los mismos: destinatarios idóneos son tanto los imputables como los inimputables. El gobernante impone determinadas actuaciones a los ciudadanos, en orden a la consecución de los fines del Estado. La norma jurídica es el vehículo de expresión del mandato o imperativo legal, que obliga a los ciudadanos a adecuar sus actuaciones al contenido de la norma, so pena de ser castigados con la sanción jurídica que la norma prevea por su infracción. La conducta que impone la norma puede ser positiva o negativa, según se trate de una norma preceptiva o prohibitiva.

Como crítica a las tesis imperativistas, se ha señalado que el mandato no agota el contenido de la norma jurídica: junto a normas de contenido imperativo aparecen otras que definen conceptos jurídicos, otorgan o reconocen un derecho, etc.

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2. TEORÍAS ANTIIMPERATIVISTAS

Frente a las teorías imperativistas, se alzaron diversas doctrinas de vario alcance que coincidían en desacreditar la doctrina esencial de aquéllas, a saber: que la norma constituye un imperativo. Por este común denominador, reciben estas teorías la denominación de antiimperativistas. Dentro de estas doctrinas antiimperativistas, la más relevante es la que concibe la norma como un juicio hipotético. Esta doctrina a los elementos o proposiciones: una hipótesis, condición o supuesto de hecho y una consecuencia jurídica. La realización del primer elemento (antecedens), desencadena automáticamente el segundo (subsequens). El esquema básico podría resumirse en la siguiente ecuación: Si es A, es B, es decir, si se cumple el supuesto de hecho, corresponde la imposición de la consecuencia jurídica. Ejemplo: art. 138 CP: «el que matare a otro (supuesto de hecho) será castigado ... con la pena de prisión de diez a quince años (consecuencia jurídica)».

Otras doctrinas destacan el aspecto de la norma como juicio de valor y como regla técnica, lo que no deja de ser unilateral, pues estos aspectos ni son incompatibles con otras contenidos (por ejemplo, con la misma idea de la norma como mandato) ni agotan el contenido de la norma jurídica. 3. TEORÍAS ECLÉCTICAS

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Las dos posiciones vistas hasta ahora son, en verdad, posturas extremas difícilmente sostenibles en la actualidad. En un Ordenamiento jurídico no todas las normas jurídicas son imperativas o antiimperativas: no todo es blanco o negro, sino que es frecuente una amplia gama de grises intermedios. Por ello, la doctrina mayoritaria sostiene que conviven diversas normas de estructura y naturaleza varias. En todo caso, la estructura de la norma jurídica es compleja. Desde la teoría funcionalista de los sistemas sociales se parte de un planteamiento ajeno al imperativismo. La norma no tiene un contenido prescriptivo, pues no impone nada, sino que se concibe en el seno de programa intercomunicativo: la norma tiene razón de ser únicamente cuando existe comunicación entre personas, entre componentes del grupo social. La norma consiste básicamente en la positivación de determinadas expectativas sociales. Sobre esto, volveremos en el último apartado de la presente Lección.

IV. FUNCIONES DE LA NORMA JURÍDICA Y ORDENAMIENTO PENAL

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1. FUNCIÓN DE REGULACIÓN DE LA VIDA SOCIAL Una de las funciones tradicionalmente atribuidas a la norma jurídica es la de regulación de la vida social (así, ya, BIERLING). Únicamente puede alcanzarse cierto orden social mediante el sometimiento a unas reglas o normas básicas que rijan la convivencia y resuelvan los conflictos sociales. La norma es un instrumento al servicio de la Sociedad, y no al revés, y de ahí la inexorable conexión entre norma y acontecimientos sociales: la norma enjuicia y valora los casos de la realidad, y emite un juicio o un deber, para procurar la organización de la vida social de la manera más pacífica posible. El hecho de que la norma se proponga regular en cierto modo la vida social es, en buena ley, irrefutable. Una hojeada a la historia de la organización comunitaria en Sociedad (desde las comunidades más primitivas hasta las modernas Sociedades en la era de la globalización) corrobora este aserto. El Derecho facilita, favorece o garantiza la organización pacífica de la vida en Sociedad, y ello se consigue mediante la articulación de un complejo normativo. Pero críticamente puede señalarse que ni el Derecho es el único orden normativo de la Sociedad, ni el Derecho penal agota ese contenido regulativo: el Ordenamiento punitivo no puede aspirar ni pretender regular toda la Sociedad, esto es, el Derecho penal no configura la Sociedad, sino que precisamente resulta condicionado por la Sociedad. En el fondo, se produce una suerte de «acoplamiento estructural» entre la Sociedad (como sistema social global) y el Derecho penal (como sistema jurídico social parcial). Entre ellos hay una interrelación, un condicionamiento mutuo. El Derecho penal, por cuestiones de política legislativa o por las que fuere, no pretende (ni

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puede) regular toda la Sociedad. Únicamente se centra en un aspecto muy concreto de la misma, concediendo protección a determinados bienes o valores, individuales o colectivos, considerados imprescindibles para el desarrollo de la vida social, y frente a los ataques más graves y desestabilizadores. 2. FUNCIÓN DE VALORACIÓN Y FUNCIÓN DE DETERMINACIÓN

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Es tradicional, también, señalar otras dos funciones correlativas de la norma: una función de valoración y una función de determinación de conductas. Esta correlativa distinción de funciones introduce la (quizá no muy nítida) separación entre normas de valoración y normas de determinación, como veremos a continuación. En todo caso, la valoración y la determinación son dos momentos dinámicos esenciales de la norma jurídica. Ambos cometidos representan dos pasos o niveles lógicos en la dinámica de la norma: la valoración es el presupuesto o antecedente, y la determinación es la consecuencia o resultado de la operación axiológica operada por la norma jurídico-penal. a) En primer lugar, aparece la tarea axiológica o de valoración, que constituye una función esencial de la norma. El objeto de la valoración penal es doble: de un lado, valoración de conductas y, de otro, valoración de los bienes jurídicos lesionados o puestos en peligro por tales acciones. Por su parte, existen varios niveles de valoración: es decir, la valoración opera en varios niveles, en función del sujeto que realice la valoración: el legislador (nivel primario), el juez (nivel secundario) o el propio ciudadano destinatario de la norma (nivel terciario): En un nivel primario de incriminación (o de «creación de la norma»), la valoración de los bienes y consiguiente desvaloración de las conductas lesivas de los mismos, es llevada a cabo por el legislador. Éste tiene la tarea de desvalorar ciertas acciones humanas, que considera delictivas, asociándoles una determinada sanción jurídica, y de valorar qué bienes jurídicos son necesitados o dignos de protección frente a los ataques (lesiones o puestas en peligro) más intolerables para la Sociedad. En un nivel secundario de ejecución (o de «aplicación práctica de la norma») es el juez (aplicador de la ley) quien realiza una valoración de conductas y de bienes. El juez, al enjuiciar si una determinada conducta se adecua a una concreta descripción típica, está valorando si la acción en concreto merece ser penada, por haber lesionado o puesto en peligro de manera típica un concreto bien jurídico penalmente protegido. En un nivel terciario (o «de motivación normativa») será el propio ciudadano (destinatario de la norma) el que lleva a cabo la ponderación valorativa de si le conviene realizar una acción delictiva, lesionando ilegítimamente un bien jurídico ajeno. La norma ejercería sobre el ciudadano una función que un sector doctrinal ha llamado función de motivación (sobre la que nos ocuparemos a continuación), en tanto pretende disuadir al ciudadano de que lleve a cabo una acción delictiva, precisamente mediante la conminación

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con una determinada pena. El ciudadano valora, a la vista de la amenaza de pena, si ha de adecuar su conducta a la norma, o quebrantar la misma, a sabiendas de que si infringe la norma será conminado con la pena correspondiente al delito en cuestión. b) En segundo lugar, tras la valoración, aparece la tarea de determinación. Una vez que el legislador, el juez y el ciudadano valoran bienes y conductas (o conductas que lesionan o ponen en peligro determinados bienes jurídicos) han de determinar el resultado de la previa valoración: determinan cuál es la consecuencia de su valoración. En el nivel primario, el legislador ha de determinar —en función de su valoración— qué sanción (consecuencia jurídica) corresponde a cada conducta humana incriminada. Esta tarea ha de seguir un escrupuloso criterio selectivo de proporcionalidad.

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Ejemplo: cuando el legislador valora un ataque lesivo al bien jurídico «vida» (la acción de matar) y un ataque al bien jurídico «honor» (la acción de injuriar o calumniar) no puede determinar que a ambas conductas delictivas les corresponde la misma consecuencia, v.gr., una pena de multa, por la sencilla razón de que —valorativamente— ambos ataques no son de la misma gravedad: no afectan a un bien jurídico del mismo rango en la escala valorativa (no es de igual gravedad matar a una persona que injuriar a una persona).

En el nivel secundario, el juez ha de determinar cuál es el resultado de su valoración, es decir, ha de optar normalmente entre dos soluciones posibles: que la conducta que incide sobre un bien jurídico se adecua a la descripción típica (y entonces merece ser sancionada con tal pena) o que no se adecua (y, por ello, es perfectamente adecuada a Derecho). En el nivel terciario, el ciudadano determina —como resultado de su valoración— si prefiere cometer el delito en cuestión o no, a sabiendas que si decide cometerlo, deberá sufrir la imposición de la sanción que dicho delito lleva aparejada. En resumen: valoración y determinación son dos actividades lógicamente correlativas. La primera precede lógicamente a la segunda: la valoración es un prius lógico de la determinación. Pero pueden hacerse al respecto, como extracto, algunas precisiones críticas: — En puridad, la valoración y determinación que realiza el legislador es una función del proceso legisferante que precede a la propia existencia de la norma: es más, la actuación del legislador tiene como finalidad determinar la norma, previa valoración de bienes jurídicos y desvaloración de conductas. Aquí nos hemos referido a esta actuación como «nivel primario», por la precedencia temporal y lógica en el proceso de creación de la norma. — Propiamente normativa es la función valorativa y determinativa del juez, que es el aplicador de la norma. Aquí hemos designado esta segunda actividad como «nivel secundario», aunque la terminología es ciertamente confusa y lejana a la unanimidad. — Mucho más discutible es, según nuestro parecer, la supuesta función de valoración y determinación por parte del ciudadano. Esta discutible función, sostenida por algunos autores, suele denominarse «función de motivación de la norma». En ella nos centramos a continuación.

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3. ¿FUNCIÓN DE MOTIVACIÓN DE LA NORMA A LOS CIUDADANOS? Un sector doctrinal (ANTÓN ONECA, GIMBERNAT ORDEIG, MIR PUIG, LUZÓN PEÑA, CEREZO MIR, CARBONELL MATEU, COBO DEL ROSAL / VIVES ANTÓN, etc.) ha sostenido que la norma penal desempeña una función de motivación de los ciudadanos, en tanto destinatarios de la norma. Esta función motivadora se cifra en el efecto que produce en la psique de la persona la amenaza o imperativo contenido en la norma, efecto que pretende hacerle disuadir de sus propósitos delictivos mediante la coacción o amenaza de imposición de la pena. La norma asocia a una acción (v.gr. matar a una persona) una concreta pena (v.gr. prisión de tantos años). La amenaza de pena pretende generar en la psique o conciencia del ciudadano la motivación de cumplir la norma, so pena de ser sancionado con esa concreta privación de libertad. Esta teoría se explica a partir del concepto psicoanalista de «motivación», que incide en el «superyo» (CARBONELL MATEU). Como señaló MIR PUIG, esta concepción motivadora va inseparablemente unida a la concepción imperativista de la norma: «la amenaza de la pena cumple su función motivadora a través de un imperativo, prohibiendo u ordenando bajo aquella amenaza». Por lo demás, de esta función motivadora de la norma han tratado sus defensores de extraer diversas consecuencias dogmáticas de cierta relevancia, por ejemplo, la de defender la pertenencia del dolo al tipo de injusto (y no como forma de culpabilidad, según el modelo clásico causalista), sin necesidad de defender postulados finalistas, la de fundamentar la irresponsabilidad de los inimputables y de los sujetos que actúan en situación de error invencible de prohibición (GIMBERNAT), y otras importantes consecuencias en el seno de la culpabilidad.

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Esta supuesta función motivadora de la norma ha de analizarse, según nuestra opinión, con lente crítica. Al respecto, pueden formularse algunas objeciones críticas de carácter general (OCTAVIO DE TOLEDO, RODRÍGUEZ MOURULLO, BAJO FERNÁNDEZ): — Esta teoría de la motivación parte del supuesto de que la norma genera siempre una motivación en el ciudadano. Pero este presupuesto no es demostrado (sino que se da por supuesto) ni, quizá, demostrable. — Por lo demás, de un supuesto (no demostrado) efecto psicológico en la psique del ciudadano no pueden, a nuestro juicio, extraerse consecuencias de fundamentación dogmática en la teoría del delito. — Además subyace el problema del conocimiento de la norma por parte de los ciudadanos. Para que la norma pueda ejercer un efecto motivador (esto es, para que los ciudadanos puedan adecuar su comportamiento a la norma) es necesario, como presupuesto, que los ciudadanos conozcan no sólo la existencia de la norma, sino el contenido exacto de la misma. ¿Cómo se explicarían, pues, los supuestos en que no existe ese conocimiento íntegro, sino un conocimiento parcial, un desconocimiento absoluto o, incluso, un conocimiento absolutamente erróneo? ¿Ejercería en estos casos la norma su supuesta función de motivación? Es, cuanto menos, una cuestión discutible.

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V. RECAPITULACIÓN Y TOMA DE POSTURA: LA NORMA JURÍDICO-PENAL EN DINÁMICA FUNCIONAL 1. EL AGOTAMIENTO DEL DEBATE ENTRE «IMPERATIVISMO» Y «VALORATIVISMO» EN LA ESTRUCTURA

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DE LA NORMA

En este Capítulo hemos intentado poner de relieve la discusión existente en torno al concepto de norma jurídico-penal. En el centro del debate aparece, desde antiguo, la controversia entre un contenido eminentemente imperativista o primordialmente valorativo de la norma. Es casi lugar común afirmar que la norma penal prescribe determinados mandatos o impone concretas prohibiciones. Los mandatos (v.gr., ¡debes alimentar al hijo menor de edad!, ¡debes socorrer al necesitado de ayuda!, etc.) y las prohibiciones (¡no debes matar!, ¡no debes robar!, etc.) serían, según esta visión tradicional, el contenido esencial de las normas penales. La infracción del mandato o de la prohibición implicaría la infracción de la ley penal, y —por consiguiente— el surgimiento de responsabilidad jurídico-penal. Modernamente se analiza esta cuestión en el seno de la teoría de los deberes, desarrollada por el funcionalismo jakobsiano, en virtud de la cual se distinguen deberes negativos (o deberes derivados de responsabilidad por organización: que corresponden a todos los ciudadanos, p.ej. no dañar a otro) y deberes positivos (o deberes derivados de responsabilidad institucional, que se corresponden con un status especial, p.ej. padres-hijos, cónyuges, funcionarios, etc.: alimentar al hijo, socorrer a quien se encuentra bajo custodia, etc.). A nuestro juicio, el agotamiento de esta visión imperativista de la norma es claramente perceptible. Que ya no deba entenderse el aparato jurídico del Estado como un mecanismo de imposición de determinadas conductas (adecuadas a la norma: esto es, al mandato o a la prohibición contenido en la norma) es, según nuestro parecer, una conquista irrenunciable de la relativización de los sistemas jurídicos modernos. La función de los Estados modernos no puede ser imponer una determinada conducta a sus ciudadanos, muchas veces convertidos en (o al menos tratados como) súbditos. Para explicar la esencia de la norma, es preciso acudir a su estructura dinámica y a su esencia funcional. 2. ESTRUCTURA DINÁMICA Y ESENCIA FUNCIONAL DE LA NORMA JURÍDICO-PENAL A) La posibilidad de infracción de la norma jurídica como elemento constitutivo de la misma

Frente a un entendimiento imperativista de la norma jurídica, entendemos que propiamente la norma no puede imponer ni prohibir per se nada: ninguna conducta, ninguna acción, ningún comportamiento, ni —por supuesto— ninguna personalidad.

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Ejemplo: la norma penal que describe como delito de homicidio la conducta de matar a una persona, en rigor, no prohíbe matar, en el sentido de impedir o vedar la ejecución de tal conducta: si prohibiera matar no se podría matar y, sin embargo, se mata.

En puridad esa norma no contiene ni un mandato ni una prohibición en términos absolutos: únicamente asocia (de modo coercitivo) una determinada consecuencia jurídica (una pena privativa de libertad de tantos años) a la realización culpable de una acción homicida. La norma penal no puede prohibir matar, porque no puede prohibir lo imposible: esto es, no puede impedir que los destinatarios de la norma ejecuten conductas que infrinjan la norma en cuestión. Desde esta perspectiva, la posibilidad de infracción de la norma es, según nuestra opinión, elemento constitutivo del propio concepto de norma jurídica: una norma que no pueda ser infringida por los destinatarios de la misma no puede ser una norma válida, esto es, real. Y ello por cuanto no podría ser aplicada en la práctica, siendo únicamente una mera declaración programática de principios sin trascendencia real, pero no una norma integrante del sistema social: sería una norma metasistemática, situada extramuros del sistema jurídico, que no interviene ni desempeña una función ni configura el sistema en el proceso social. La posibilidad del quebrantamiento de la norma es, pues, un elemento esencial de la definición de norma jurídica. En primer lugar, se trata de dos cuestiones situadas en planos absolutamente distintos: el plano normativo y el plano naturalístico, es decir, la Sociedad (sistema, comunicación, expresión de sentido) y ambiente (naturaleza). Además, la imposibilidad de que la norma jurídica prohíba un hecho de la naturaleza se corrobora con un dato empírico. No existe ninguna Sociedad sin criminalidad, esto es, sin infracción de la norma. No existe y no es imaginable, salvo en escritos de ciencia ficción y en utópicas (no reales) visiones de una Sociedad deseada. Toda Sociedad implica un índice de criminalidad. La Sociedad moderna no es concebible sin la infracción (en mayor o menor número y medida) de las normas integrantes de su sistema social. B) La norma jurídica como medio orientador de conductas Si la norma que, para seguir con el ejemplo anterior, describe el delito de homicidio no impone, propiamente, ningún mandato ni contiene ninguna prohibición en términos absolutos, cabe preguntar: ¿Qué contenido presenta la norma jurídica? ¿Qué fin persigue? ¿Cómo se legitima una norma en el completo sistema social? A nuestro juicio, la norma pretende, en puridad, el fin de adecuar la conducta de los ciudadanos al canon jurídicamente querido (aspirado) de no matar. Es decir, la norma no contiene un imperativo ni un mandato absolutos de no matar, sino una declaración programática que se substancia con una forma normativa de orientación de conductas (LUHMANN). Esta visión, fundamental en la teoría luhmanniana de los sistemas sociales, es más neutral, más transigente, menos impositiva, y se corresponde más adecuadamente con la

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función protectora de la persona y de los valores del ordenamiento jurídico que tiene encomendado el Derecho penal. C) La norma jurídica como asegurador de expectativas sociales La estructura del sistema social se fundamenta en la existencia de expectativas sociales. La norma jurídica no impone una determinada conducta, aunque intenta orientar la conducta de los ciudadanos conforme a un determinado canon. Ese canon social lo constituyen las expectativas. Éstas son, pues, orientaciones de sentido. Las expectativas tienen, en consecuencia, la función de orientar del modo más estable posible la comunicación social, y ello frente a la complejidad y la contingencia del mundo.

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Las expectativas sociales seleccionan las posibilidades de orientación de un sistema jurídico, y esa selección conlleva una condensación de referencias de sentido. El Derecho penal, por ejemplo, no impone que no se mate: no prohíbe en términos absolutos que no se realice la acción de matar, pero sí intenta que los ciudadanos orienten su conducta a no matar: el Derecho y los ciudadanos tienen esa expectativa.

Evidentemente la contrapartida de la expectativa social es la infracción de la norma, esto es, la defraudación de la expectativa social. El sistema prevé, precisamente, dos medios o modos de vencer la defraudación de una expectativa: a) prescindir de la expectativa anterior, aceptando la defraudación, y creando una nueva expectativa (es decir, adaptar la expectativa a la realidad defraudada), y b) sancionar la defraudación de la expectativa: revalidando la expectativa anterior, y desaprobando la defraudación. En el primer caso se habla de expectativa cognitiva y en el segundo de expectativa normativa. Ambas clases de expectativas tienen trascendencia para el Derecho. En efecto, éste se integra de expectativas normativas (se espera que, en la conducta del ciudadano fiel al Derecho, no se infrinja la norma), pero las expectativas normativas requieren de un refuerzo cognitivo, de una expectativa cognitiva (el ciudadano tiene la expectativa de que su vida no sea lesionada). Es trascendental la dinámica entre expectativas cognitivas y normativas. Y la función de la norma penal se reduce, en última instancia, a garantizar la integridad de las expectativas sociales, que conforman la estructura de la Sociedad (SÁNCHEZ-VERA).

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LECCIÓN 10.ª

CARACTERES PÚBLICO, COACTIVO, FRAGMENTARIO Y SUBSIDIARIO DEL DERECHO PENAL I. CARÁCTER PÚBLICO

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1. DERECHO PÚBLICO VERSUS DERECHO PRIVADO Una clasificación tradicional divide el Ordenamiento positivo en dos sectores o ramas, a saber: Derecho público y Derecho privado, según regulen las relaciones jurídicas públicas (las de interés público) o las relaciones jurídicas privadas (en las que el asunto sometido a litigio es personal o privado). Aunque las barreras que delimitan lo «privado» de lo «público» son cambiantes a lo largo del tiempo y en los diferentes países (así, BULLINGER), el criterio quizá más tradicional para diferenciar ambos sectores es el de la utilidad: será privado el litigio que afecta a la utilidad de los particulares y será público el que reporta utilidad al Estado (MORILLAS CUEVA). Este criterio no es, por supuesto, incontrovertible. Quizá fuera más lógico atender al diferente ámbito de autonomía de la voluntad de los particulares en los asuntos litigiosos privados y en los públicos. En todo caso, hemos de tener en cuenta que la distinción entre Derecho público y Derecho privado es puramente sistemática o metodológica. A la vista de esta summa divisio, la doctrina penalista española y extranjera es casi unánime al afirmar que el Derecho penal es una rama o sector del Derecho público. Sin embargo, una opinión absolutamente minoritaria conceptuó al Derecho penal como Derecho privado, y modernamente, se habla, por ciertos autores, de una «privatización del Derecho penal». A continuación veremos estas dos posiciones doctrinales analizando sus respectivos argumentos y sometiéndolos a la correspondiente crítica. 2. ¿ES EL DERECHO PENAL UNA RAMA DEL DERECHO PRIVADO? Una posición minoritaria —como BOUZAT en la doctrina francesa o el procesalista Jaime GUASP en la española— defendió la naturaleza privada del Derecho penal, incardinando este sector del Ordenamiento jurídico entre las disciplinas de Derecho privado (como el Derecho civil o el Derecho mercantil), y no entre las materias de Derecho Público (como el Derecho

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administrativo o el Derecho constitucional). Esta posición doctrinal no goza hoy de predicamento alguno. Sin detrimento de ello, analizaremos críticamente a continuación los argumentos de los citados autores para defender sus minoritarias posiciones. A) Argumentos histórico, competencial y pedagógico: análisis y crítica

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La naturaleza privada del Derecho penal fue defendida en Francia por Pierre BOUZAT con apoyo en varios razonamientos, a saber: a) raíces históricas (en el Derecho antiguo, se dejaba al arbitrio del lesionado o víctima la posibilidad de que privadamente reaccionara con idéntico proceder frente al agresor: «Ley del Talión», basado en el «ojo por ojo, diente por diente»); b) competencia de la jurisdicción no administrativa y c) conveniencia sistemática y pedagógica. Los argumentos que esgrime el citado autor no son convincentes, por lo que merecen ser sometidos desde nuestro punto de vista a consideración crítica: — El primero de los razonamientos es francamente inconsistente, amén de erróneo desde el planteamiento: confunde el —posible y discutido— origen del Derecho penal con su configuración actual en los Estados modernos. Aun cuando fuera cierto que en sus orígenes el Derecho penal fuera de naturaleza privada, y tuviera otros principios inspiradores (v.gr. la venganza privada, Ley del Talión), no puede con cierta seriedad decirse que, por eso, en la actualidad presenta la misma naturaleza. Pero es que además tal opinión no es correcta, o al menos sólo en parte puede ser reputada cierta: para no perdernos en otros antecedentes más remotos (temporal y espacialmente), y centrarnos en nuestra fuente jurídica más directa, habría que distinguir diversas épocas en los trece siglos de evolución histórica del Derecho romano, desde el periodo arcaico hasta el final del Imperio, para darse cuenta de que no siempre se tuvo como principio inspirador el de la venganza privada, sino que existían también unas normas públicas coercitivas y un sometimiento al poder del Pretor. — El segundo de los argumentos aludidos no es más sólido ni convincente que el primero, y resulta además inaplicable al sistema español: el autor francés identifica jurisdicción administrativa con Derecho público, de manera que lo que no es Derecho administrativo (como el Derecho penal) es Derecho privado. Pero esta opinión es errónea: el Derecho público no se agota en lo administrativo, de modo que también el Derecho penal puede ser Derecho público. — El tercer argumento, por último, no pasa de ser una preferencia personal del autor, más que un estricto razonamiento científico. Con más y mejores argumentos, sin duda, a nuestro parecer, puede defenderse que el Derecho penal es configurado como Derecho público. B) La «inorganicidad» del Derecho penal: postulados y crítica En la doctrina española, el prestigioso procesalista Jaime GUASP consideró también al Polaino, Navarrete, Miguel. Lecciones de derecho penal. Parte general. Tomo I, Difusora Larousse - Editorial Tecnos, 2013. ProQuest Ebook Central, http://ebookcentral.proquest.com/lib/bibliotecaustasp/detail.action?docID=4870484. Created from bibliotecaustasp on 2018-08-04 08:39:41.

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Derecho penal como una disciplina de Derecho privado. Como punto de partida, este autor concibe el Derecho en general como el «conjunto de relaciones jurídicas entre seres humanos que una cierta sociedad establece como necesarias». Se requiere, pues, un elemento formal (necesidad social) y un elemento material (relaciones entre seres humanos). Para GUASP, el Derecho público estaría constituido por relaciones jurídicas orgánicas (relaciones con órganos públicos), mientras que el Derecho privado se integraría por relaciones jurídicas inorgánicas (referidas al hombre como individuo). La razón de la distinción entre Derecho público y Derecho privado radica, pues, en el elemento material (el tipo de relaciones entre seres humanos), pues en ambos casos el elemento formal (necesidad social de regulación jurídica) es idéntico. Sobre esta base, sostiene GUASP que el Derecho penal es Derecho privado por varias razones: a) en primer lugar, porque el individuo es jurídicamente insubordinable a órgano alguno, siendo lo orgánico incompatible con el Derecho privado; b) en segundo término, porque el Estado no tiene preeminencia en la relación jurídico-penal, existiendo igualdad entre las partes en el proceso penal. Además, GUASP somete a crítica algunos de los postulados que califican el Derecho penal como Derecho público: en su opinión, del hecho de que el Derecho penal surja formalmente de la ley y de la circunstancia de que la Sentencia que impone la pena sea un acto público, no puede concluirse que el Derecho penal como Derecho público, porque la Sentencia judicial es un acto procesal, no penal. Tampoco es decisiva, según este autor, la naturaleza del interés sometido a litigio: el Derecho penal se ocupa de intereses públicos (desacato a una autoridad) como privados (apoderamiento de cosas propiedad de un particular). Como es absurdo sostener la naturaleza doble (en parte pública, en parte privada) del Derecho penal, y ante la falta de preeminencia jurídica del Estado en la relación jurídico-penal, debe aceptarse el carácter jurídico-privado del Derecho penal. Al margen de lo anecdótico de algunos razonamientos de GUASP en relación al concepto de Derecho, sus argumentos invocados para defender su concepción iusprivatista del Derecho penal son poco convincentes, y en consecuencia deben ser objeto de consideración crítica: — Por un lado, al Derecho penal no le interesa cualesquiera relaciones intersubjetivas individuales, sino únicamente la regulación de aquellas relaciones que permitan la tutela o el mantenimiento de los bienes jurídicos esenciales. — Por otro lado, el substrato básico y general del Derecho no está constituido únicamente por el conjunto de relaciones entre hombres que una Sociedad establece como necesarias en abstracto. Es cierto que el concepto de comunicación es, en la teoría de los sistemas sociales de LUHMANN y en la teoría funcionalista penal de JAKOBS, un concepto fundante de la Sociedad, y por tanto del Derecho (como subsistema social): la Sociedad se integra no de hombres ni de sujetos, sino de expresiones de sentido comunicativamente relevantes.

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Pero no sólo de ello se nutre la Sociedad: se requieren, además, otras magnitudes, otros criterios, que ayudan a conformar el contorno y el dintorno de la Sociedad, y por ello, que ayudan a delimitar precisamente la Sociedad (comunicación) del Medio Ambiente (entorno).

— De la falta de preeminencias jurídicas del Estado en la relación jurídico-penal, esto es, de la igualdad de partes en el proceso penal no puede derivarse la privacidad del Derecho penal: que es un ordenamiento que protege bienes esenciales para la convivencia social cuya indemnidad ha de ser garantizada jurídicamente por el Estado (Derecho público) y no por los particulares. 3. EL DERECHO PENAL COMO DERECHO PÚBLICO: FUNDAMENTOS

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La doctrina prácticamente unánime considera que el Derecho penal es un Derecho público. Es algo que hoy en día prácticamente no se somete a discusión, a salvo la problemática referente a los delitos privados y semiprivados, que trataremos más adelante. Los argumentos en que se basa esta conclusión son diversos: esencialmente, el interés público del objeto de protección y la exclusión de la autonomía de la voluntad: — Interés público del objeto de protección. El Derecho penal protege los bienes jurídicos esenciales del individuo o de la comunidad frente a las más graves formas de agresión: si no incriminara esas conductas lesivas, la convivencia social no sería posible; es más, difícilmente puede hallarse interés más público que este de posibilitar el desarrollo de la vida de una comunidad. — Exclusión de la autonomía de la voluntad. Por regla general, la idea de proteger penalmente unos u otros bienes jurídicos no pertenece al ámbito de libertad del particular, sino que es asunto del Estado. El Estado es titular del monopolio penal, pues es el único legitimado para crear normas penales, incriminar delitos e imponer sanciones penales en un proceso público. Otros argumentos empero son menos sólidos y, por consiguiente, más discutibles: — Carácter estatal y público de la pena. Algunos autores señalan que la pena, en tanto consecuencia jurídica exclusiva y peculiar del Derecho penal, lo configura como un Derecho público. Este argumento debe ser relativizado, pues es un argumento formal y no substantivo: en primer lugar, en otras ramas del Derecho, tanto público como privado, existen otras sanciones, que —aunque formalmente no se las llame «penas»— son equiparables en gravedad a éstas: v.gr. impugnación del contrato, resolución del mismo, etc. La diferencia material con la pena es cuestionable: se trata en ambos casos de sanciones jurídicas que privan o restringen bienes o derechos personales, y que se imponen por un órgano público (aunque no por eso las resoluciones de Derecho de Familia o de relaciones contractuales dejan de ser cuestiones de Derecho privado).

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— Subordinación del individuo. Algunos autores, como BAUMANN y ROXIN, consideran que el carácter público del Derecho se desprende del principio de subordinación del ciudadano, que rige en Derecho penal, y conforme al cual el ciudadano se encuentra en una situación de desigualdad frente al Estado. Esta posición no es convincente. También en el ámbito privado existe subordinación en tanto que las resoluciones judiciales (v.gr. la nulidad o rescisión de un contrato) son vinculantes y obligan al particular. Discutible es, en efecto, la titularidad del Derecho penal en los delitos privados o delitos semiprivados (que a veces son también denominados delitos semipúblicos), en los cuales se requiere un acto de una persona concreta (agraviado, representante legal, Ministerio público, etc.), para que el delito pueda ser perseguido. Aunque algunos autores consideran que en esos delitos se produce una cesión parcial y excepcional del Ius puniendi estatal a determinados ciudadanos (así, RODRÍGUEZ RAMOS), creemos que la titularidad del Ius puniendi por parte del Estado no se cuestiona por esa cesión en la persecución delictiva: el Estado sigue siendo titular de la facultad de imponer sanciones penales. Por último, la implantación al ámbito penal de instituciones de clara raigambre iusprivatista como la conciliación o la mediación, o incluso en la contribución en el cumplimiento de determinadas penas como la de trabajo en beneficio de la comunidad, ha determinado que se hable de una cierta tendencia a la privatización del Derecho penal.

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II. CARÁCTER COACTIVO La coactividad es una cualidad inherente a la naturaleza del Ordenamiento jurídico en general. Las disposiciones jurídicas no son meras reflexiones filosóficas, sino que requieren —para su efectividad práctica— de unos medios de eficacia real, que son unos medios esencialmente coactivos: el llamado «arsenal» del Estado al servicio de la satisfacción de fines de Justicia. Por ello, todo Derecho, y especialmente el Derecho (de ejecución) penal, presupone un componente de coactividad, de coercitividad: sin ese «arsenal jurídico» del Estado las disposiciones normativas serían papel mojado. Lógicamente las normas jurídicas y las decisiones judiciales se establecen o se dictan para que sean aplicadas y para que sean cumplidas. En caso de incumplimiento, han de existir una serie de medio que conmine al cumplimiento, compruebe, vigile y se asegure de que se hace en sus justos términos. De ahí la trascendencia de hacer efectivo dicho cumplimiento: un simple conjunto de reglas de conducta, sin un aparato de ejecución y aplicación, no puede ser llamado Derecho positivo válido, porque le faltan los órganos necesarios para hacerlo valer. La relación entre Derecho y Poder es, por tanto, un tema clásico de la filosofía jurídica. Ello no significa lógicamente que el Derecho penal sea todo poder ni todo fuerza, ni —mucho menos— que deba ejercer el poder y aplicar la fuerza de modo absoluto e ilimitado. Está

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sometido a numerosas garantías constitucionales, se limita al estricto cumplimiento de la legalidad y se halla subordinado al cumplimiento de concretos fines de interés general. En este sentido, ha señalado JAKOBS que «la obligación jurídica no es un concepto del espíritu subjetivo, sino del espíritu objetivo. Por ello, no puede deducirse de un contrato de individuos, sino sólo se genera cuando a una persona —que precisamente por ello es persona — se le impone conforme al entendimiento general un cometido en interés de lo general».

III. CARÁCTER FRAGMENTARIO

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El Derecho penal no garantiza cualquier ataque no ajustado a Derecho, esto es, no agota todo el Derecho. Únicamente tutela los bienes y valores más importantes frente a los más graves ataques que imposibilitan la convivencia social. El Derecho penal es, pues, un Ordenamiento jurídico fragmentario, pues se ocupa de una mínima parte de los comportamientos antijurídicos (BINDING). El carácter fragmentario del Derecho penal puede observarse en diversos ámbitos: — Regulación de una mínima parte de la realidad social: No provee tutela penal a todos los bienes jurídicos sino a los más esenciales, y además, lo hace únicamente en los casos más graves, de manera que el círculo de los tipos penales es sólo una minúscula parte de que resulta antijurídico en relación con el Ordenamiento jurídico conjunto (MAIWALD). — Indiferencia de cuestiones meramente inmorales: el carácter fragmentario se advierte cuando se contemplan acciones meramente inmorales (v. gr., la pura mentira, o maldad o infamia habituales), que permanecen al margen de lo punitivo, aun cuando con frecuencia revelen una contrariedad a valor ético-social equiparable o incluso más elevada a la contenida en los comportamientos descritos en los tipos. Por ello, no es tarea del Derecho penal la imposición de una moral determinada, siendo preferible dar a los miembros de la comunidad un amplio margen de acción (HURTADO POZO).

IV. CARÁCTER SUBSIDIARIO 1. ULTIMA RATIO DEL ORDENAMIENTO JURÍDICO En íntima conexión con el carácter fragmentario, se encuentra el carácter subsidiario del Derecho penal, conforme al cual este sector constituye la ultima ratio del ordenamiento jurídico, el recurso final al que ha de acudirse únicamente cuando otros sectores del Derecho positivo resultan insuficientes cuando no inadecuados.

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Tal subsidiariedad jurídica representa un fundamental límite al poder punitivo del Estado, apreciado, no tanto frente al Estado social intervencionista de nuestros días en confrontación con el Estado liberal clásico, como ha resaltado insistentemente un sector de la doctrina (MIR PUIG), cuanto respecto a la propia noción constitucional de Estado y a los límites del Ius puniendi en el sistema del Estado social y democrático de Derecho. Conforme al principio de la ultima ratio del Derecho penal, sólo se desencadena la acción del Derecho penal cuando la reacción de otras instancias del Ordenamiento jurídico es insatisfactoria o contraproducente a los efectos de alcanzar los fines (preventivos) perseguidos por el Derecho penal. 2. CRÍTICA AL «PRINCIPIO DE INTERVENCIÓN PENAL MÍNIMA»

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Suele decirse que el Derecho penal se rige por el principio de intervención mínima. Este principio sería, para un sector doctrinal ampliamente mayoritario, un principio constitutivo del moderno Derecho penal, e incluso un principio que alcanza la consagración normativa posible, al ser implícito a la Constitución. A nuestro juicio, esta opinión es cuando menos discutible. Además, el concepto de «intervención mínima» no es, en puridad, muy preciso. A continuación hemos de expresar respecto de las imperfectas formulaciones doctrinales del presente principio algunas observaciones críticas: — La intervención del Derecho penal no ha de ser tanto mínima cuando necesaria. A menudo, bajo la argumentación de la minimización del Derecho penal se corre el peligro de descuidar la protección de ciertos bienes o valores dignos y merecedores de tutela penal. — En consecuencia, el alcance del ámbito jurídico-penal no ha de moverse guiado por un criterio minimalista sin condición (reducción de la actividad del Derecho penal porque sí), sino que ha de atender preferentemente a la necesidad de protección penal. Como acertadamente ha señalado la reciente STS 1033/2000, de 13 de junio (Ponente: BACIGALUPO ZAPATER) que «el principio de “intervención mínima”… sólo es un criterio de política criminal dirigido particularmente al legislador y sólo mediatamente puede operar como criterio regulador de la interpretación de las normas penales, que en ningún caso puede servir para invalidar una interpretación de la ley ajustada al principio de legalidad. Su contenido no puede ir más allá, por lo tanto, del principio liberal que aconseja que en la duda se adopte la interpretación más favorable a la libertad (in dubio pro libertate)» (Fundamento de Derecho 2.º). Además, dudosamente puede esgrimirse como argumento de la consagración constitucional de este principio el hecho de que la intervención penal haya de ser mínima (como hemos afirmado, la intervención penal no ha de ser mínima, sino que ha de ser necesaria): si fuera un principio constitucional del Derecho penal, sería un principio jurídicamente exigible, y la supuesta intervención mínima no es exigible. Como señala la STS 440/1996, de 20 de mayo (Ponente: BACIGALUPO ZAPATER), el citado principio no es un principio constitucional del Derecho penal porque no es jurídicamente exigible: «en el momento de aplicación de la ley el principio de intervención mínima es sólo un criterio interpretativo que no se deriva de la Constitución» (Fundamento de Derecho 4.º). También en la doctrina (PÉREZ DEL VALLE) se ha resaltado la falta de acierto del legislador penal de 1995 al citar como ejemplo de seguimiento del principio de intervención penal mínima «la desaparición de las figuras complejas de robo con violencia e intimidación en las personas que, surgidas en el marco de la lucha contra el bandolerismo, deben desaparecer Polaino, Navarrete, Miguel. Lecciones de derecho penal. Parte general. Tomo I, Difusora Larousse - Editorial Tecnos, 2013. ProQuest Ebook Central, http://ebookcentral.proquest.com/lib/bibliotecaustasp/detail.action?docID=4870484. Created from bibliotecaustasp on 2018-08-04 08:39:41.

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dejando paso a la aplicación de las reglas generales» (Exposición de Motivos del CP de 1995, 5º párrafo). Como apunta PÉREZ DEL VALLE, la aplicación de reglas generales no significa intervención penal mínima, sino —en todo caso— clarificación en la dicción o descripción del tenor legal. Esas mismas conductas mencionadas por el legislador penal (figuras complejas de robo con violencia e intimidación en las personas) siguen siendo delito en la actual regulación: antes eran figuras delictivas independientes, y ahora no, pero la desincriminación de esas figuras ha sido inexistente, esto es, no ha habido reducción de la intervención penal, sino idéntica intervención penal.

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LECCIÓN 11.ª

DOCTRINA GENERAL DE LAS FUENTES DEL DERECHO PENAL I. PLANTEAMIENTO GENERAL DE LAS FUENTES DEL DERECHO: CLASES DE FUENTES

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Un capítulo recurrente en el estudio del ordenamiento jurídico en general es el relativo a las fuentes del Derecho. No puede decirse que se trate de una problemática unívoca, sino equívoca, debido a la variedad de sentidos que el vocablo «fuentes» tiene en el lenguaje usual. Además, unido al término Derecho «produce una variedad de conceptos que, con mayor gravedad, se reflejará en confusiones para la doctrina jurídica» (Federico DE CASTRO). Las clasificaciones que ofrece la doctrina científica son muy variadas, y se fundamentan en criterios diferentes. Simplificadamente podemos distinguir tres tipos de fuentes jurídicas: a) fuentes de producción o creación; b) fuentes de conocimiento del Derecho; y c) fuentes de integración o interpretación de las leyes. a) El concepto fuentes de producción o creación se emplea en un doble sentido: por un lado, alude al poder soberano del cual emana la norma jurídica, esto es, a la voluntad originadora del Derecho: a la entidad administrativa con potestad normativa (Estado, Comunidad Autónoma, Ayuntamiento, Diputación, etc. En Derecho penal, como veremos más adelante, la única entidad soberana con capacidad normativa es el Estado). De otro lado, se refiere a la institución jurídica o social mediante la cual se manifiesta, expresa o exterioriza la norma jurídica. A este último sentido alude el artículo 1 del Código civil español, que distingue tres clases de creación jurídica: «las fuentes del Ordenamiento jurídico español son la ley, la costumbre y los principios generales del Derecho». El Código civil consagra, además, el principio de jerarquía normativa (art. 1.2 Cc) y el carácter subsidiario de la costumbre respecto de la ley como fuente de creación jurídica (art. 1.3 Cc), equipara los usos jurídicos a la costumbre (art. 1.3, párrafo 2.º, Cc), determina el carácter subsidiario de los principios generales del derecho en relación con la ley y la costumbre (art. 1.4 Cc), especifica el alcance de validez en el Ordenamiento jurídico español de las normas de Derecho internacional (art. 1.5 Cc), y exime del carácter de fuente del Derecho a la jurisprudencia, pero le reconoce un marcado valor complementario e interpretativo (art.1.6 Cc). Finalmente el Cc establece la obligación de jueces y tribunales de resolver los asuntos de que conozcan, ateniéndose al sistema de fuentes establecido (art.1.6 Cc).

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b) Con el concepto de fuentes de conocimiento del Derecho se alude al modo en que se determina el contenido material de la ley, esto es: alude al conjunto de medios, instrumentos o herramientas para averiguar el contenido de las normas jurídicas. Dos son las principales fuentes de conocimiento jurídico: la doctrina científica (los autores que manifiestan sus opiniones en artículos de revistas, manuales, comentarios, monografías, etc.), y la Jurisprudencia (las Sentencias de los jueces y magistrados que dan resolución a casos de la realidad). Las fuentes de conocimiento científico tienen un carácter instrumental, lo cual no significa que su función sea irrelevante: al contrario, la doctrina científica y jurisprudencial contribuyen de una manera decisiva, a través de la crítica doctrinal, a una más justa aplicación de las normas jurídicas y a respetar las garantías y derechos fundamentales de los ciudadanos.

c) Las fuentes de integración o interpretación de las leyes no son, en sentido propio, fuentes de creación del Derecho, sino operaciones, medios o mecanismos técnico-jurídicos de que se vale el intérprete y el aplicador de la norma para desentrañar el contenido y el alcance de la disposición legal. Es decir, las fuentes de integración y de interpretación no crean Derecho, sino que contribuyen a la constitución del contenido y al buen entendimiento del Derecho ya creado.

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II. ¿RIGE EN EL DERECHO PENAL LA TEORÍA GENERAL DE LAS FUENTES DEL DERECHO? LAS FUENTES DE CREACIÓN DEL DERECHO PENAL En la doctrina penalista se discute sobre si las fuentes del Derecho penal son una mera adaptación de la teoría general de las fuentes del Derecho al ámbito penal, o si —por el contrario— constituyen una construcción propia y autónoma de este sector del Ordenamiento positivo. Existen al respecto opiniones contradictorias: algunos autores (RODRÍGUEZ DEVESA/SERRANO GÓMEZ, CEREZO MIR, BUSTOS RAMÍREZ/HORMAZÁBAL MALARÉE; en contra, acertadamente, CUELLO CONTRERAS) sostienen que la teoría de la fuentes en Derecho penal descansa en la teoría general de las fuentes del Derecho, aunque en el ámbito penal ofrezca peculiaridades; otros (ANTÓN ONECA, MEZGER, DE CASTRO Y BRAVO) consideran que en la disciplina jurídico-penal la doctrina de las fuentes asume un carácter excepcional, esto es, no se aplica el régimen general de fuentes del Derecho, sino que existe un régimen propio y particular. La opinión más acertada es, en mi opinión, la segunda. La doctrina de las fuentes del Derecho penal presenta peculiaridades que prácticamente la hacen única, singular y autónoma frente a la doctrina general y a la totalidad de las teorías de las fuentes en los

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demás sectores del ordenamiento positivo. En otros sectores del Ordenamiento jurídico, ocupando la ley el primer lugar en el orden de prelación de fuentes del Derecho, cuando no haya ley exactamente aplicable, serán de aplicación la costumbre del lugar y, en su defecto, los principios generales del Derecho. En Derecho penal este básico esquema es inaplicable: no cabe recurrir a más fuente de producción que la ley, al menos en lo que se refiere al esencial cometido de definir delitos y determinar penas.

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1. LEY La ley ocupa el papel principal en el orden de prelación de fuentes del Derecho en general, y del Derecho penal en particular. En este sector rige el principio «nullum crimen, nulla poena, sine lege», conocido como principio de legalidad penal, conforme al cual la ley es la única fuente de creación del Derecho penal. En el capítulo siguiente estudiaremos, más detenidamente, las vicisitudes y el contenido de ese principio. Ahora nos centraremos en el concepto de ley, que constituye el modo principal de exteriorización de la voluntad estatal en el sistema continental europeo. Resulta curioso, sin embargo, que la Constitución española de 1978 no define la ley, aunque sí otras normas de rango inferior. La falta de definición constitucional se debe, probablemente, a que es tal la importancia de la ley que la misma se da por sobreentendida. La ley puede definirse en dos sentidos: en el aspecto formal, es el producto normativo de las Cortes Generales, dictada en ejercicio de su potestad legislativa y siguiendo un determinado procedimiento (CEREZO); en un aspecto material, la ley es el modo jurídico de creación, reconocimiento y garantía de la libertad de los ciudadanos. De ahí se deriva que legalidad y libertad sean dos conceptos parejos (WÜRTENBERGER). En el Derecho penal la importancia de la ley (el Código penal) es evidente: no existe ninguna forma de crear delitos y definir penas más que con la ley (y, más concretamente, con una forma específica de ley que en la Constitución española se define como ley orgánica). La vinculación entre la Constitución y el Código penal es tan íntima que se ha hablado de un «programa constitucional del Derecho penal», o —más precisamente— de los «principios constitucionales del Derecho penal», llegándose a calificar al Código penal como una Constitución en negativo, porque mientras que la Constitución, como norma suprema del Estado, crea y reconoce derechos y libertades, el Código penal sanciona a quienes dañan esos derechos y esas libertades. 2. ¿LA COSTUMBRE COMO FUENTE DEL DERECHO PENAL? Por costumbre se entiende la norma creada e impuesta por el uso social. El código civil español la reconoce como fuente subsidiaria del Derecho, en defecto de ley aplicable al caso concreto (art. 1.2 Cc). Se trata, en general, del Derecho no escrito, ordenamiento jurídico vivido o experimentado, pero no legislado. Históricamente la costumbre ha ocupado un lugar

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destacado en el catálogo de fuentes del Derecho español, siendo equiparada en ocasiones a la propia ley. Así sucedió, por ejemplo, en el Derecho penal romano, donde la ausencia de leyes escritas fue, en numerosos supuestos, suplida con el recurso a los usos del lugar, que regían algunas partes del proceso («usus fori»). Ello también sucedía en el Derecho germánico y en el Derecho histórico español: las Partidas alfonsinas definían la costumbre como «derecho o fuero non scripto que han ussado los omes luengo tiempo», y destacaban su importancia como fuente del Derecho. Posteriormente, la Escuela Histórica del Derecho (cuyo máximo representante fue SAVIGNY) destaca la existencia y la importancia de un Derecho no escrito: la costumbre es expresión del espíritu popular (Volksgeist), el espejo donde el mismo pueblo se reconoce. Por ello, sostiene que la costumbre nace de la convicción popular y no necesita más requisito para su validez que el de su reconocimiento y su aplicación (uso de hecho).

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El destacado papel histórico de la costumbre como fuente del Derecho en general, llevó a algunos penalistas a importar esta figura al propio ámbito jurídico-penal. Esta idea, aunque minoritaria, es sustentada por algunos autores en la doctrina italiana (como MASSARI o RONCAGLI) y alemana (como QUISTRORP, KOCK, STÜBEL, MEISTER, GROLMANN, WEISSE, RITTLER, VON HIPPEL o MEZGER/BLEI). En la doctrina española, esta posición es defendida por Joaquín COSTA, en un plano general, y expresamente por DORADO MONTERO en el ámbito del Derecho penal. Este último autor defiende la virtualidad de la costumbre como fuente del Derecho penal al tratarse de «la más popular de todas las fuentes en que el Derecho se origina»: toda ley requiere —a juicio de DORADO MONTERO— del refrendo de la costumbre para convertirse en ley, de modo que el primer puesto en el orden de prelación de fuentes jurídicas lo ostenta la costumbre. Argumenta DORADO MONTERO que el «Derecho viene de abajo a arriba; es creación de la sociedad, un producto que se elabora poco a poco dentro de la sociedad misma en vez de recibirlo ya elaborado y concluido. Es inútil pretender cristalizarlo en fórmulas legales y tratar de impedir que se manifieste variamente, por todos los órganos de que la sociedad puede disponer. Por consiguiente —según su parecer— pasa la costumbre a ocupar el primer lugar entre las fuentes, por ser la forma más espontánea de manifestación de este producto social, que ejerce no una misión propia de sociedades nacientes, sino de función permanente en todos los momentos de la vida social. De donde resulta claro —prosigue DORADO MONTERO— que el legislador quien debe hallarse subordinado a la sociedad para quien legisla, no la sociedad al legislador, y, por consiguiente, que lejos de necesitar la regla jurídica creada por aquella (esto es, la costumbre) del consentimiento del legislador para ser válida, es la regla jurídica creada por este último (es decir, la ley) la que necesita para tener fuerza del consentimiento tácito de la sociedad, o sea, el pueblo. La ley, sin el apoyo moral del pueblo, no es ley, es tan sólo una arbitrariedad, mientras que la costumbre, aun no consentida por el legislador, es y será siempre regla obligatoria y justa de derecho». En los modernos Estados constitucionales, conforme al modelo del Estado social y democrático de Derecho e inspirados en el principio de legalidad como máxima expresión de la seguridad jurídica en el sistema de la división de poderes, la opinión de DORADO MONTERO es irrealizable. Puede aventurarse que este es uno de los puntos —sin duda, deliciosos y substanciosos, por demás, de la literatura jurídica— de la original y siempre reivindicativa teoría doradiana que hiciera a ANTÓN ONECA calificarla como «utopía penal».

Los autores que reconocen alguna virtualidad a la costumbre como fuente del Derecho suelen distinguir varias clases o tipos de costumbre, en función de si van o no en contra de una ley ya existente:

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1) Costumbre «contra legem». Se trata de la costumbre que contraría una ley escrita, existente y vigente. La minoritaria doctrina que defiende que la costumbre es fuente del Derecho penal es casi unánime al sostener que este tipo de costumbre no puede ser considerada fuente del Derecho, precisamente por la vigencia del principio de jerarquía normativa: ninguna costumbre puede derogar una ley existente, por mucho que contradiga su contenido. Algún autor, como Quintiliano SALDAÑA, sí reconoce incluso a la costumbre contra legem una virtualidad como fuente del Derecho meramente negativa, imponiendo el desuso de una determinada ley positiva. Esta opinión es, a nuestro juicio, poco convincente: en primer lugar, no es cierto que la costumbre imponga siempre el desuso de una ley; y, en segundo término, el hipotético desuso impuesto por una costumbre no es garantía necesaria de la derogación de la propia ley, sino que puede seguir vigente aun siendo su aplicación práctica mínima o inexistente.

2) Costumbre «secundum legem». Es aquella costumbre cuyo contenido se vería verificado por la existencia de una ley positiva. Según algunos autores, este tipo de costumbre sí es fuente del Derecho penal, pues desempeña una significativa función en algunos aspectos concretos de la conformación de los tipos penales.

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La costumbre secundum legem tendría eficacia en la normas de remisión o leyes penales en blanco que remitan a conceptos extrapenales (v.gr. cosa ajena, patria potestad, buenas costumbres, lo dispuesto en las leyes, etc.), así como en la causa de justificación de cumplimiento de un deber (art. 20.7 CP 1995) y en la causa de justificación de ejercicio de un derecho, oficio o cargo (art. 8.11 del antiguo CP).

3) Costumbre «praeter legem». Esta clase de costumbre es aquella cuyo contenido va más allá de la ley existente, pero no es expresamente prohibida ni permitida. Esta tercera clase de costumbre se identifica con la analogía progresiva de la ley o con la interpretación analógica (que veremos en la Lección 13), y según algunos autores puede tener también alguna eficacia como fuente del Derecho penal. ¿Existe un Derecho penal consuetudinario, no escrito, sino «vivido»? ¿Puede la inercia de la fuerza o la reivindicación social dejar conductas tipificadas en la impunidad o hacer que en la práctica resulten desincriminadas determinadas conductas? ¿Cabe hablar, por ello, con propiedad técnico-jurídica, de la costumbre como fuente del Derecho penal? Críticamente podemos señalar que el hipotético hecho de que la costumbre pueda influir indirectamente en la configuración ulterior de las leyes (esto es, en su interpretación, mas no en su creación, pues siempre se trata de interpretación de leyes ya existentes) no puede llevar a la errónea consideración de ese factor remotamente condicionante como fuente del Derecho. El Derecho se compone de unas normas positivas que regulan una concreta Sociedad, protegiendo determinados valores y bienes jurídicos, y que estos valores y bienes no son inmutables: el ordenamiento penal es un sistema funcional y normativo que ha de proteger, en cada momento, determinados bienes frente a los ataques más graves. Pero no por ello puede

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decirse que las necesidades (o fuerzas sociales, o usos, o costumbres) que influyen en la configuración de nuevos tipos penales son, precisamente, las fuentes de ese Derecho. Ejemplo: el hecho de que, ante los modernos peligros originados por la clonación de embriones, el legislador considere necesario crear el delito de manipulación genética no significa que fuente de ese delito (o sea, fuente del Derecho penal) sean los avances de los investigadores que han permitido esa clonación. Esa hipotética y remota relación causal no es de recibo, ni puede tener correlato en la teoría de las fuentes del Derecho. En el Derecho penal español actual rige el principio de legalidad: no hay delito ni pena sin ley. De donde se sigue que la única fuente de creación del Derecho penal es la ley. Otras pretendidas fuentes no pasan de ser meras disquisiciones o invenciones puramente imaginativos. El principio «nullum crimen sine lege» exige una determinación legal de toda conducta delictiva, y el principio «nulla poena sine lege» va aún más allá, en cuanto requiere la determinabilidad legal de las consecuencias del delito. Además, como un hecho sólo puede ser penado cuando su penalidad había sido determinada antes de ser cometido, toda fundamentación y ampliación de la penalidad por el derecho consuetudinario o la analogía, así como toda retroactividad de leyes fundamentadoras o agravadoras de la pena, quedan terminantemente prohibidas (WELZEL). Claro que cuando se habla del Derecho consuetudinario como fuente del Derecho penal no se habla, por regla general, de la fuente de creación, sino de la fuente de conocimiento, o —en todo caso— de fuente de creación indirecta. Pero esta misma disquisición demuestra lo frágil de la argumentación.

3. ¿PRINCIPIOS GENERALES DEL DERECHO? Los principios generales del Derecho son criterios de valoración no formulados positivamente a los que se reconoce fuerza normativa, y fundamentan la propia razón de ser del Derecho, de forma que ni la ley ni la costumbre pueden contradecir estos principios generales, cuya función es informar el Ordenamiento jurídico en su conjunto: los principios generales del Derecho son «el aire mismo en el que jurídicamente se vive, aquello en cuya existencia no se piensa mientras no es puesto en cuestión» (Federico DE CASTRO).

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Pueden apreciarse tres tipos fundamentales de principios: 1. Principios jurídico-naturales (el Derecho natural o ley eterna como criterio inspirador de la ley positiva). 2. Principios tradicionales o nacionales que dan típica fisonomía al Ordenamiento jurídico de cada pueblo (usos, costumbres, estilos, convicciones, etc.) 3. Principios jurídico-políticos (criterios rectores que impulsan la maquinaria de la organización estatal de la vida social: v.gr. el Estado social y Democrático de Derecho, ex art. 1 CE). Entre las funciones que se atribuyen a los principios generales del Derecho cabe señalar: 1. Fundamento del ordenamiento jurídico (los principios generales son las bases últimas del Derecho, que no derivan de las leyes, sino que informan a estas). 2. Orientación de la labor interpretativa (al señalar el método de la determinación del sentido de las normas jurídicas). 3. Fuente directa del Derecho, en caso de insuficiencia reguladora de la ley y la costumbre (art. 1.4 Cc).

Los principios generales del Derecho se caracterizan por un alto grado de abstracción, que —según la doctrina mayoritaria— impide su consideración como fuente del Derecho penal. Sin embargo, algunos autores, como RODRÍGUEZ DEVESA y SERRANO GÓMEZ, les reconocen virtualidad, en orden a la interpretación y aplicación de las normas penales, incluso una importancia que es decisiva, «hasta el punto de que pueden llevar incluso a corregir lo que viene a decir el tenor literal de un precepto concreto» (CUELLO CONTRERAS).

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A nuestro juicio, esta opinión es insatisfactoria, entendida de lege lata, y aun rechazable, concebida de lege ferenda. Muy dudosamente puede aceptarse la admisión en estos principios generales de un papel corrector del propio tenor de la ley. Si la ley establece algo concreto y determinado, o bien se aplica la norma o bien se deja de aplicar (y habrá de modificarse la norma), pero no puede el aplicar algo diferente a lo regulado.

Según nuestro parecer, no puede aceptarse la consideración de fuente del Derecho penal, en el sentido propio de producción o creación normativa, de estos principios generales del Derecho: si son principios de reconocimiento constitucional, la propia Constitución es un límite a la normativa posterior y un criterio-guía situado en la cúspide de la pirámide normativa, pero no propiamente fuente de creación del Derecho penal, y en otro supuesto habrá de regularse siempre, en el ámbito del Derecho penal, mediante ley. 4. ¿JURISPRUDENCIA?

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Aunque el Código civil español asigna a la Jurisprudencia una «función complementadora» del Ordenamiento jurídico cabe cuestionarse si no se tratará en realidad de una fuente de creación jurídica, porque —en última instancia— «complementar» suponer en cierto sentido también «crear». La respuesta a esta pregunta es negativa: la Jurisprudencia no es fuente del Derecho penal. Claro que empleamos «fuente», como ya hemos repetido aquí, en el sentido de «fuente de creación». La Jurisprudencia, pues, no substituye tampoco al principio de legalidad en el ámbito de creación de los delitos y las penas. En todo caso, debe resaltarse la importancia, incluso trascendental, que tiene la doctrina jurisprudencial en ámbito penal, tanto del Tribunal Supremo (dictada por los Magistrados de la Sala 2.ª, de lo Penal, o de la Sala 5.ª, de lo Militar) como del Tribunal Constitucional. Al Tribunal Supremo se debe, por ejemplo, la creación de algunas figuras doctrinales o teóricas (como la de delito masa) y la clarificación legal a través de líneas o pautas de interpretación de los preceptos penales. El Tribunal Constitucional es, por su parte, el máximo intérprete de la Constitución y de las normas penales. Su labor en la interpretación de las normas es imprescindible.

Existe acuerdo unánime en la doctrina penal y comparada en excluir a la Jurisprudencia (conjunto de sentencias y resoluciones dictadas por los tribunales de justicia en el ejercicio de su función jurisdiccional) del catálogo de fuentes del Ordenamiento jurídico. Así lo declara expresamente y reconoce un valor complementario e interpretativo a la jurisprudencia el Código civil, cuyo art. 1.6 dispone que «la jurisprudencia complementará el Ordenamiento jurídico con la doctrina que, de modo reiterado, establezca el Tribunal Supremo al interpretar la ley, la costumbre y los principios generales del Derecho».

Finalmente, el propio Título preliminar del Código civil establece la obligación de jueces y tribunales de resolver los asuntos de que conozcan, ateniéndose al sistema de fuentes establecido (art. 1.6 Cc).

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5. ¿TRATADOS INTERNACIONALES? Es evidente que la importancia adquirida por el Derecho extranjero (en concreto, el Derecho Penal Internacional e Internacional Penal y el Derecho comunitario europeo) en las últimas décadas no puede ser calificado sino de trascendente. Ahora bien, sus relaciones con el Derecho nacional de los concretos Estados es siempre sinuosa y no fácilmente deslindable. En el ámbito mundial, la proliferación de supuestos de criminalidad internacional (v.gr. genocidio a gran escala, terrorismo internacional, tráfico de drogas, tráfico de personas con fines sexuales, venta de niños, tráfico de órganos, etc.) hace necesaria una coordinación mundial de los intereses en liza. Como recientes casos de la realidad se han encargado de poner de manifiesto (v.gr. genocidio en la antigua Yugoslavia y en Ruanda, «Caso Pinochet», atentado terrorista al Pentágono y a las Torres Gemelas de Nueva York del 11 de septiembre de 2001, o el atentado de Madrid del 11 de marzo de 2004, etc.), no se trata de una cuestión exenta de problemas, sino antes bien una fuente inagotable de confrontaciones internacionales entre los Estados, que —por regla general— reclaman el autoejercicio de su Soberanía estatal frente al reconocimiento de supuestos intereses internacionales que la Comunidad mundial ha de proteger. Frente a esta opinión, se señala el debilitamiento del concepto de Soberanía estatal en una Sociedad globalizada. Sobre estas cuestiones volveremos en otras Lecciones posteriores de esta misma obra.

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En el ámbito europeo se suscita la problemática de la relación entre los Derechos internos y el Derecho comunitario. Gráficamente ha definido CUERDA RIEZU esta relación como la de una «pareja ya divorciada pero bien avenida, esto es, una relación de amor-odio, una relación que excluye la convivencia pero tolera ciertos contactos para arreglar asuntos comunes; y en esos contactos, resucitan a veces los reproches mutuos». Las razones principales de esta difícil relación son evidentes. Entre ellas pueden resaltarse las dos siguientes: Por un lado, la Comunidad Europea no tiene reconocida, en ninguno de sus Tratados constitutivos, ni en el acta Única europea, ni en el Tratado de Maastricht ni en el Tratado de Schengen, expresa competencia en materia penal (que siguen ostentando los respectivos Estados), sino únicamente una declaración de propósito para la cooperación en los ámbitos de justicia e interior (también cooperación en materia penal). Por otro lado, los Estados miembros de la Comunidad se resisten a ceder su soberanía en el ámbito penal a órganos supranacionales (CUERDA RIEZU). Esta visión tradicional o conservadurista, hasta cierto punto explicable desde la perspectiva del concepto histórico de Soberanía, es sin duda una merma en la actualidad y una traba a la unificación del Derecho penal europeo (PAGLIARO).

Ante este panorama, los Estados miembros de la Unión Europea siguen ostentando, íntegramente, su plena competencia en materia penal. Ahora bien, se ha señalado que los Estados se encuentran subordinados al Derecho comunitario en algunos aspectos concretos, precisamente por virtud de los principios de primacía y de eficacia directa de este último. Esta cuestión no es, en todo caso, incontrovertible. La aplicación del Derecho comunitario en España no es directa ni incondicional, ni siquiera en los Tratados firmados y ratificados por España. Ello significa que los Tratados internacionales subscritos y ratificados por España únicamente llegan a formar parte del Derecho interno español con el acto de su publicación en el Boletín Oficial del Estado (art. 96 CE; art. 5 Cc).

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En este contexto, cabe cuestionarse si los Tratados internacionales son fuente del Derecho penal interior de los Estados miembros. A nuestro juicio, también en este caso sigue ostentando plena vigencia y validez el principio de legalidad penal.

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Quiere con ello decirse que no es posible la creación de figuras delictivas ni situaciones de estado peligroso ni el establecimiento de penas o medidas de seguridad mediante Tratados internacionales. Y en todo caso, a la publicación del Tratado en el BOE ha de seguir la promulgación de una ley o la modificación de la ya existente (CEREZO MIR).

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LECCIÓN 12.ª

EL PRINCIPIO DE LEGALIDAD PENAL (NULLUM CRIMEN, NULLA POENA SINE LEGE)

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I. EL PRINCIPIO DE LEGALIDAD COMO PRINCIPIO FUNDAMENTAL DEL ESTADO DE DERECHO En Derecho penal rige el principio de legalidad, que es una máxima fundamental del Estado de Derecho. De acuerdo con este principio, la única fuente de creación del Derecho penal en sentido estricto es la ley, y esta reserva de ley se extiende tanto a la definición de delitos cuanto a la imposición de penas:1) la única forma de crear tipos de delito es mediante una ley (y no mediante una disposición normativa de rango inferior a la ley: v.gr. reglamento, decreto, etc.), y 2) no puede imponerse ninguna sanción penal a una acción que no esté prevista como delito o falta en una ley vigente anterior a su realización. Destacar la importancia de la ley en Derecho penal es tarea superflua por evidente. La ley es la única forma en que el legislador penal puede expresarse, al menos a la hora de configurar delitos y definir penas. La ley desempeña, en consecuencia, un papel creador imprescindible. No existe otro mecanismo normativo para crear delitos y penas al margen de la ley, que en España ha de ser, además, una Ley orgánica, como veremos más adelante. El principio de legalidad es, en gráficas palabras de MEZGER, «un palladium de la libertad ciudadana», y —por ello— el único principio que, en nuestra cultura jurídica, puede proporcionar un fundamento seguro a la administración de justicia. En el moderno Estado social y democrático de Derecho el principio de legalidad es una garantía de seguridad jurídica, y también de implícito reconocimiento de libertad: en Derecho —por antonomasia, en el Derecho penal— está permitido todo aquello que no está prohibido por ley. El principio de legalidad de los delitos y las penas es comúnmente expresado con el brocardo latino «nullum crimen, nulla poena, sine lege», cuya formulación —que aparentemente hunde sus raíces en el Derecho romano— se debe a la obra de FEUERBACH, a comienzos del siglo XIX. A continuación resumimos los hitos principales de la evolución del citado principio, para proceder después a su formulación doctrinal en el Estado moderno, y al análisis de su plasmación positiva en el Código penal vigente.

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II. EVOLUCIÓN HISTÓRICA: ANTECEDENTES, FORMULACIÓN Y VICISITUDES

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Volviendo la mirada a la evolución histórica del Derecho penal, la doctrina suele aludir a numerosos antecedentes del principio de legalidad penal, que se remontan a épocas remotas (SCHOTTLÄNDER, SCHREIBER, MEZGER, JIMÉNEZ DE ASÚA, RODRÍGUEZ MOURULLO, STAMPA BRAUN). En el Derecho romano el principio de legalidad penal no tuvo un reconocimiento fijo ni uniforme: rigió a fines de la República pero, al parecer, únicamente para los delitos más graves; posteriormente, en época del Imperio, se concedió una importancia prioritaria a la libertad de decisión del juez, que podía castigar acciones no previstas ni reguladas en ley mediante el mecanismo del ad exemplum legis, semejante a la analogía. Por ello, algunos juristas romanos se refieren ya al principio de legalidad de los delitos y las penas (así, en ULPIANO en Digesto 50, 16, 131 § 1 y Paulo en DIGESTO 50, 16, 244 (VASALLI, JIMÉNEZ DE ASÚA, STAMPA BRAUN). En Derecho germánico la relevancia histórica del principio de legalidad es, prácticamente, nula: impera en cambio un Derecho basado en la costumbre. Contrariamente en Derecho canónico puede observarse el progresivo afianzamiento del principio de legalidad, especialmente en los siglos XII y XIII, merced a las Decretales de GRACIANO y a las Decretales papales. En el ámbito hispano, es lugar común la mención de la Magna Charta leonesa, otorgada por Don ALFONSO, Rey de León y de Galicia, en las Cortes de León de 1188. Este significativo documento histórico ofrecía garantías de legalidad con relación a determinados derechos (v.gr. el derecho a la guerra, que no podía ser ejercido sin el consejo de los obispos, nobles y hombres buenos; el derecho de domicilio o santidad de la casa, el derecho de propiedad, el derecho de legítima defensa, etc.). En estos supuestos, la administración de justicia penal ha de estar supeditada al principio de legalidad. Por su parte, la Magna Charta inglesa, otorgada por JUAN SIN TIERRA a los nobles en 1215, establecía —en su art. 39— que ningún hombre libre («nullus liber homo») podía ser penado «nisi per legale iudicium parium suorum vel per legem terrae». La interpretación de este texto es, en todo caso, controvertida. Los nobles pretendían evitar arbitrarias represalias del rey contra sus enemigos. La Constitutio Criminalis Carolina (primera compilación penal alemana, del Emperador Carlos V, de 1532), acepta fundamentalmente el principio de legalidad, pero admite como criterio accesorio la analogía. En general, en los siglos XVI y XVII se debilita el reconocimiento y el respeto de la ley como exigencia de Derecho punitivo. Finalmente, en los albores del Estado moderno (siglo XVIII), el principio de legalidad es reconocido expresamente en las principales Constituciones y Declaraciones internacionales de la época: 1) La Constitución Josephina, de 13. I. 1787, de JOSÉ II DE AUSTRIA, contiene una declaración expresa del principio de legalidad; 2) La Declaración de derechos del hombre y del ciudadano (Déclaration des droits de l’homme et du citoyen), de 26. VIII. 1789, cuyo artículo 8 formula con precisión el principio de legalidad: «la ley no debe establecer más que penas estrictas y evidentemente necesarias, y nadie puede ser castigado sino en virtud de una ley establecida con anterioridad al delito y aplicada legalmente»; 3) El Derecho territorial prusiano (Allgemeines Landrecht für die preussichen Staaten), de 1794; 4) Las Declaraciones de Filadelfia (1774), Virginia (12. VI. 1776) y Maryland (11. XI. 1794).

No obstante estos antecedentes, la formulación moderna del principio se debe a la obra de FEUERBACH, quien acuñó las expresiones latinas «nulla poena sine lege», «nulla poena sine crimine» y «nullum crimen sine poena legali», que después serían resumidas en el apotegma «nullum crimen, nulla poena sine lege». Sin embargo, la paternidad de la formulación doctrinal moderna del principio de legalidad es objeto de polémica. La doctrina italiana, además de algunos autores de otros países (en España, por ejemplo, CEREZO MIR o LUZÓN PEÑA), suele señalar como formulador del principio de legalidad penal a Cesare BONNESANA, Marqués de BECCARIA, quien en su universal libro Dei delitti e delle pene (De los delitos y de las penas), del año 1764, escribió: «sólo las leyes pueden decretar penas para los delitos y esa autoridad no puede residir más que en el legislador». En todo caso, parece

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corresponder a FEUERBACH el mérito de haber acertado a acuñar la expresión latina que luego pasaría, con modificaciones, a la Historia, y de haber formulado las garantías implícitas al citado principio, que veremos más adelante.

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El principio de legalidad es un principio estrictamente conectado al poder político, con el que mantiene una estrecha interconexión y una necesaria interdependencia. Por ello, el principio de legalidad penal es —parafraseando a JIMÉNEZ DE ASÚA— como el termómetro que mide el calor de las convicciones liberales. Ello quiere decir que, en cada momento histórico, la realidad política condiciona el reconocimiento de tal principio. No es de extrañar que, en los albores de la Ilustración (época de la Revolución francesa), se reconozca este principio como uno de los pilares básicos de la construcción del Estado moderno. Pero, evidentemente, no toda la Historia posterior había de deparar una incondicional adopción del principio de legalidad en materia penal. Antes bien, este principio sufrió (ha sufrido y sigue sufriendo en algunos lugares) un rechazo sintomático que define al Estado en cuestión. Los totalitarismos del siglo XX (Rusia, Alemania, Italia, España) hicieron mella en el Ordenamiento jurídico y zarandearon despiadadamente al viejo principio de legalidad penal (CEREZO MIR). En la Rusia del primer tercio del siglo XX, los Códigos penales de 1922 y 1926 admiten expresamente y con gran amplitud la aplicación de la ley penal mediante el procedimiento de la analogía. Este criterio de la analogía creadora encerraba, en realidad, un frontal ataque al principio de legalidad, pues dejaba la puerta abierta a la creación de delitos y de penas no expresamente previstos en el tenor de una ley anterior y vigente, sino que guardaran «semejanza» o «similitud» con los expresamente regulados, lo cual dejaba al intérprete de turno (al legislador, al político, al estadista) una libertad censurable para decidir lo que, a su arbitrio, debía ser delito o no en un momento concreto, sin necesidad de regulación legal anterior. Otro tanto sucedió en la Alemania nacional-socialista, que configuró un Derecho penal totalitario (nazi). La Ley de 28 de junio de 1935 modifica el art. 2 del Strafgesetzbuch (CP alemán) disponiéndose que delito serán, no solo las conductas comprendidas en las figuras legales de delito, sino también aquellas que merecieren ser castigadas «de acuerdo con la idea fundamental de una ley penal y el sano sentimiento del pueblo». Como ya vimos al estudiar el carácter de «Derecho penal de acto» (al final del Capítulo 8 de esta obra), el Derecho penal de la voluntad o del ánimo, instaurado por el sistema nazi, significó un desprecio al principio de legalidad penal, mediante la admisión de la analogía contra reo y del —enfáticamente denominado— «sano sentimiento del pueblo» como fuente del Derecho (que será un Derecho autoritariamente impuesto), que esconde la defensa de una raza (aria) y la persecución de un pueblo (judío). Los regímenes totalitarios de Italia y España no llegaron al extremo de suprimir la vigencia del principio de legalidad, al menos con carácter general, no obstante algún intento codificador. El Anteproyecto de Código penal español elaborado por la «Delegación Nacional de Justicia y Derecho de la Falange» en plena Guerra Civil (1938), preveía la admisión de la analogía jurídico-penal. Este anteproyecto no se convirtió en ley, por lo que no llegó a suprimirse de manera general el principio de legalidad. Sí vulneró dicho principio, en cambio, incidentalmente, alguna ley penal especial española (v.gr. la Ley de Represión de la Masonería y del Comunismo, de 1.III.1940).

Tras las derogaciones del principio de legalidad operadas por los regímenes autoritarios, que supusieron una crisis en la evolución de dicho principio, el mismo vuelve a ser reconocido, con carácter general, a partir de la Segunda Guerra Mundial, tanto en Alemania como en Rusia. A partir de ese momento, en el siglo XX es objeto de reconocimiento mundial, a través de varias declaraciones internacionales. En la República Federal de Alemania se restablece la vigencia del principio de legalidad penal tras la 2.ª Guerra

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Mundial. La Constitución alemana (Ley Fundamental de Bonn) proclama el principio de legalidad en su art. 103.II. A su vez, la Ley de 4.VIII.1953 restablece, con ligeras variantes, el primitivo art. 2 del CP alemán. Posteriormente, la nueva Parte general del CP alemán, aprobada por la Ley de 4.VII.1969, recoge el principio de legalidad en el art. 1. En la Rusia soviética se recoge el principio de legalidad de los delitos y las penas en los «Fundamentos de Derecho penal» de 1958, así como en el nuevo Código penal de 1960. Por su parte, varias Declaraciones Internacionales (algunas promulgadas como reacción al horror nazi) reflejan profunda sensibilidad y honda preocupación por la seguridad jurídica, y no se limitan al reconocimiento del principio de legalidad. Así, la Declaración universal de los derechos del hombre, de 10.XII.1948, prohíbe que se condene por hechos que no fueran delictivos según el Derecho nacional o internacional; o la Declaración europea de salvaguardia de los derechos del hombre y de las libertades fundamentales, de 4.XI.1950, garantiza los principios generales del Derecho reconocido por las naciones civilizadas.

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III. CONTENIDO DEL PRINCIPIO DE LEGALIDAD PENAL: SU PROGRAMA DOGMÁTICO Y POLÍTICO-CRIMINAL El principio de legalidad penal es, ya lo sabemos, un principio fundamental del Estado de Derecho. Precisamente por ello constituye una exigencia insoslayable de la que no puede prescindir el legislador penal y que ha de guiar su actuación a la hora de crear delitos y penas. Dicho principio no constituye una mera proclamación programática que se queda en papel mojado. Antes al contrario: es un principio fundamental que contiene un arsenal de garantías y de exigencias normativas del máximo rango. Suele ser tradicional en la doctrina destacar, por un lado, las garantías jurídicas que implica el principio de legalidad y, por otro, las exigencias político-criminales que lleva implícita. Ambas son las dos caras de una misma moneda, por lo que quizá no pueda establecerse una nítida separación. Por lo demás, la caracterización de esas garantías como una consecuencia del principio es una idea que, a nuestro juicio, requiere de una precisión: las garantías jurídicas son no una consecuencia del principio de legalidad, sino propiamente la esencia del mismo. Es decir: no es que las garantías deriven del reconocimiento del principio de legalidad, sino que sin esas garantías no hay principio de legalidad. Por ello, se ha señalado con acierto que la historia del principio de legalidad es la historia de las garantías que lleva implícita. O sea: no puede existir principio de legalidad, sin las garantías que lo integran. En consecuencia, a nuestro juicio, puede hablarse más propiamente del programa dogmático y político-criminal del principio de legalidad, cuyo contenido material lo integran las siguientes garantías jurídicas: a) Principio de taxatividad o certeza del tenor legal (lex certa); b) Principio de prohibición de analogía (lex stricta); c) Principio de prohibición de retroactividad (lex praevia); d) Principio de prohibición de Derecho consuetudinario (lex scripta). Además, otras garantías de carácter procesal son también parte esencialmente integrante del principio de legalidad de los delitos y las penas. A continuación veremos resumidamente cada uno de estos principios.

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Antes de aludir a cada uno de ellos, debe efectuarse una aclaración: estos principios o garantías no son autónomos ni independientes, sino diferentes aspectos de una misma garantía común, el principio de legalidad penal. Ello quiere decir que su separación es más metodológica que real, más sistemática que substantiva. Por ello, las diversas garantías del principio de legalidad no pueden, a veces, delimitarse ni deslindarse con carácter general, pues se hallan íntimamente interconectadas, y —aun más— son interdependientes: no es posible concebir unas sin las otras, lo cual es tanto como decir que si, en la práctica, se violara una de estas garantías, perderían automáticamente validez las otras, y se infringiría el principio de legalidad en su conjunto.

1. PRINCIPIO DE TAXATIVIDAD («NULLUM CRIMEN, NULLA POENA SINE LEGE CERTA») Una primera garantía es el principio de taxatividad, certeza o prohibición de indeterminación, en virtud del cual la descripción legal exige una lex certa. La garantía de la precisión en la tipificación de una conducta es, igualmente, imprescindible. La ley ha de describir un delito con la máxima claridad y concisión posibles. Esto es, ha de describir qué acción u omisión es seleccionada por la norma penal, qué elementos (objetivos y subjetivos) caracterizan la conducta, y qué sanción penal se establece para la misma. Si no se definieran con claridad y precisión estos elementos, se vulneraría gravemente el principio de seguridad jurídica, infringiéndose el principio de certeza y comprometiéndose la propia legalidad material de la norma penal.

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Imaginemos —con WELZEL— los siguientes hipotéticos supuestos de descripción penal: «quien se comporte de un modo gravemente contrario a las exigencias de la vida comunitaria será castigado según la medida de su culpabilidad con una pena x»; «será sancionado con pena de prisión quien infrinja culpablemente los principios fundamentales del orden social democrático (o socialista, o comunista, o capitalista...)». Ante tales supuestos normativos, cabe preguntar: ¿cuáles son esos principios que se dicen vulnerar?, ¿qué conductas se sancionan?, ¿qué es «contrariar gravemente la vida comunitaria»?, ¿en qué se concreta la culpabilidad del agente? En el sistema del Estado de Derecho no es lícito al legislador penal describir hipotéticos tipos de delito como los anteriores ejemplos enunciados, ni establecer —de forma tan vaga como escasamente clarificadora— disposiciones como las que ellos contienen, en cuanto implica quebrantar el principio de seguridad jurídica, pues —como decía WELZEL— el ciudadano no sabría qué es exactamente lo que debiera hacer u omitir, ni el juez penal qué es lo que habría de castigar por las respectivas acciones u omisiones del sujeto destinatario de las normas jurídicas, y equivaldría a invalidar plenamente una de las dimensiones esenciales de la tipicidad en la dogmática penal.

En resumen: el principio «nullum crimen sine lege certa» conlleva el principio de la determinabilidad criminal, que exige que el delito y la pena se definan en una ley determinante y determinada, concretándose al mismo tiempo, con precisión y claridad, todos los elementos exigidos (sujetos, conducta, pena). 2. PRINCIPIO DE PROHIBICIÓN DE ANALOGÍA («NULLUM CRIMEN, NULLA POENA SINE LEGE STRICTA») Una segunda garantía de la legalidad penales la prohibición de analogía. La ley ha de ser una lex stricta. Ello quiere decir que prevé una sanción penal para una concreta acción humana, y no para ninguna otra no mencionada ni descrita en el tipo legal. Es decir, no puede aplicarse una pena a una acción parecida o análoga a la prevista en la letra de la letra (VON HIPPEL), aunque esa otra conducta semejante guarde estrecha similitud con la legalmente descrita y aunque sea igualmente reprobable desde el punto de vista político-criminal.

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Ejemplo: el § 241 del StGB (CP alemán) describe el delito de amenaza, y fue objeto de una nueva redacción por la sexta ley de reforma de 20.I.1998. Con anterioridad a esa fecha el § 241 disponía lo siguiente: «Quien amenace a otro con la comisión de un delito contra él a contra persona cercana a él, será castigado…» (interesa la primera parte, o sea, la determinación del sujeto pasivo de la amenaza: quien amenace a otro: Wer einen anderen … bebroht). Conforme a la nueva redacción de 1998 el § 241 dispone lo siguiente: «Quien amenace a un ser humano (o a un hombre)…» (Wer einen Menschen… bedroht). Es decir, en 1998, inconscientemente, el legislador alemán varió el sujeto pasivo de la amenaza: de exigir que se amenace «a otro» (einen anderen) se ha pasado a que el actual delito exija la amenaza «a un ser humano» (einen Menschen). Un simple cambio de palabra varió totalmente el ámbito y la interpretación del tipo legal. La nueva redacción excluye de su ámbito la amenaza realizada contra una «persona jurídica», porque este concepto no puede englobarse en el de «ser humano», que exige una persona física (WALLAU, TRÖNDLE / FISCHER). La intención del legislador no era excluir del tipo penal las amenazas o chantajes realizados a personas jurídicas, en un momento en que se habían producido varios casos en Alemania: por ejemplo, la amenaza de envenenamiento de un amplio número de botes de mostaza listos para ser distribuidos en el mercado si no se pagaba al amenazador un amplia suma de dinero. Pero por muy rechazable que sea la amenaza a una persona jurídica, no puede aplicarse analógicamente, porque sería ampliar el ámbito del tipo (la letra de la ley) a un supuesto no regulado expresamente, aun cuando conste la voluntad contraria del legislador. Por ello, el Tribunal Supremo alemán se ha visto obligado a variar el sentido de su jurisprudencia con base en la doctrina (BGH 4 StR 80/01: Sentencia de 12 de junio de 2001), admitiendo que —con la nueva redacción legal— no es punible la amenaza o chantaje a personas jurídicas. La única vía para solucionar este error legislativo es variar la ley.

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3. PRINCIPIO DE PROHIBICIÓN DE RETROACTIVIDAD («NULLUM CRIMEN, NULLA POENA SINE LEGE PRAEVIA») La prohibición de retroactividad (obligación de existencia de una lex previa a la comisión de la acción que se pretende penar) es una también garantía imprescindible del principio de legalidad penal. Para que pueda sancionarse una acción como delictiva, tal acción ha de ser prevista como delito con anterioridad a su realización. Este requisito impide crear una ley ad hoc para sancionar una acción que ya es realidad: si antes no era considerada legalmente un delito, no puede sancionarse esa acción ya cometida. Es decir, la ley penal creadora de delitos solo tiene efectos ex tunc desde el momento en que entra en vigor hacia el futuro: por regla general hasta que es derogada), pero no efectos ex ante (retrotrayendo sus efectos a acciones anteriores). El principio de prohibición de retroactividad perjudicial para el reo presenta dos facetas diferentes: a) la garantía criminal («nullum crimen sine praevia lege»), en virtud de la cual ningún hecho puede ser considerado como delito si antes no ha sido expresamente consignado como tal; y b) la garantía penal («nulla poena sine praevia lege»), que impide infligir pena alguna que no hubiese sido previamente conminada por medio de la ley y en ella descrita exactamente. Aun así, a veces se admite la aplicación retroactiva de una ley, siempre que sea favorable al reo. En cambio, la retroactividad perjudicial para el reo (como es la de la ley que crea un delito) no tiene cabida alguna en el Derecho penal: no puede condenarse a nadie por una acción realizada en abril cuando la ley creadora de ese delito entró en vigor en mayo: en el momento de realización, la acción no era delictiva, y no pueden retrotraerse los efectos perjudiciales para el reo (como es la imposición de una pena) a fechas anteriores. Sobre esto volveremos en una Lección posterior.

4. PRINCIPIO DE PROHIBICIÓN DE DERECHO CONSUETUDINARIO («NULLUM CRIMEN, NULLA POENA Polaino, Navarrete, Miguel. Lecciones de derecho penal. Parte general. Tomo I, Difusora Larousse - Editorial Tecnos, 2013. ProQuest Ebook Central, http://ebookcentral.proquest.com/lib/bibliotecaustasp/detail.action?docID=4870484. Created from bibliotecaustasp on 2018-08-04 08:39:41.

SINE LEGE SCRIPTA»)

La ley escrita (lex scripta) es la única fuente de creación de los delitos y las penas: solo mediante una ley puede crearse una figura delictiva y asociar una pena a una concreta conducta humana. Esta exigencia supone la existencia de una ley escrita y válida, esto es, positivada e integrada en el ordenamiento jurídico. De este modo, se excluye la posibilidad de que sean fuente del Derecho penal otras instancias normativas no escritas, por ejemplo: el Derecho consuetudinario. Así, no puede sancionarse a un sujeto como autor de una conducta, no tipificada en la ley, pero contraria a las costumbres del lugar. 5. OTROS PRINCIPIOS PROCESALES El principio de legalidad penal presenta también un aspecto procesal (GÖSSEL, GRÜNWALD), en el que se exigen unos principios que igualmente son constitutivos de la estructura del principio de legalidad. Entre ellos puede destacarse a) el principio «nemo iudex sine lege», y b) el principio «nulla poena sine legale judicium».

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a) El principio «nemo iudex sine lege» contiene la garantía jurisdiccional o judicial. Conforme a este principio únicamente pueden aplicar la ley aquellos órganos y jueces que sean legalmente competentes en una materia e instancia concreta. b) El principio «nulla poena sine legale judicium» (también denominado «nemo damnetur nisi per legale iudicium») plasma la garantía de ejecución penal. De acuerdo con este principio, nadie puede ser penado (ni agravarse la pena) si no es a través de una sentencia judicial conforme a la ley.

IV. PLASMACIÓN POSITIVA DEL PRINCIPIO DE LEGALIDAD 1. PREVISIÓN CONSTITUCIONAL Y PENAL El principio de legalidad penal es una exigencia jurídica irrenunciable en nuestro ordenamiento jurídico. Como no podía ser menos, encuentra expreso fundamento jurídico en la Constitución española de 29 de diciembre 1978 (arts. 81.1, 53.1, 9.3 y 25.1), y en el vigente Código penal de 1995, que plasma el principio de legalidad en varios de los preceptos de su articulado: — Con carácter más bien general, el art. 10 CP dispone que «son delitos o faltas las acciones y omisiones dolosas o imprudentes penadas por la ley». En esta definición legal de delito es elemento imprescindible que la acción u omisión sea prevista en una ley. — Con carácter más específico, otros preceptos destacan expresamente algunos de los

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principios integrantes del principio de legalidad penal: así, expresamente se consagran el principio de prohibición de retroactividad en su vertiente criminal (art. 1.1 CP), el principio de taxatividad y de irretroactividad en las medidas de seguridad (art. 1.2), principio de retroactividad en su aspecto penal (art. 2.1), la garantía jurisdiccional y de ejecución penal (art. 3.1), y otros (art. 4 CP, etc.). 2. RESERVA DE LEY ORGÁNICA: CONCEPTO Y CARACTERES La Constitución Española de 1978 previó la figura de la Ley Orgánica como fuente del Derecho, concediéndole una posición central en el sistema de fuentes. Esta figura es, como la ley ordinaria, el producto normativo principal de las Cortes Generales, siendo la única diferencia entre ellas el hecho de que la Ley Orgánica se reserva para algunas materias concretas de especial importancia y que, por ello, exigen un mayor consenso parlamentario: la Ley Orgánica exige una mayoría cualificada para su aprobación, mientras que la Ley ordinaria exige únicamente mayoría simple.

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Aun así, a veces se admite la aplicación retroactiva de una ley, siempre que sea favorable al reo. El concepto de Ley Orgánica, contenido en el art. 81 CE, aúna dos elementos diferentes, uno material y otro formal, que son correlativos: la reserva de este cauce normativo para unas materias concretas (aspecto substancial, material o regulativo) y la exigencia de mayoría absoluta en el Congreso de los Diputados en votación final, no artículo por artículo, sino sobre la totalidad del Proyecto de Ley Orgánica (aspecto formal). La razón del constituyente español de conceder estas especiales garantías a la Ley Orgánica (que, no obstante, tienen el mismo rango normativo que el resto de leyes) era el crear una coraza en relación a algunas materias concretas, de modo que existiera el máximo consenso posible en su aprobación. El propio TC ha declarado, en firme y madrugadora doctrina (STC 5/1985, Motivo Cuarto, 21, A), que la Ley Orgánica es una categoría excepcional (cuya exigencia de mayoría cualificada descansa en el «juego de las mayorías democráticas») y que exige una interpretación restrictiva (razón por la cual se reserva «únicamente para supuestos tasados y excepcionales»).

El art. 81.1 CE define la Ley Orgánica de la siguiente manera: «Son leyes orgánicas las relativas al desarrollo de los derechos fundamentales y libertades públicas, las que aprueben los Estatutos de Autonomía y el régimen electoral general y las demás previstas en la Constitución». De los cuatro apartados reservados a la Ley Orgánica, a nosotros, en Derecho penal, nos interesa especialmente el apartado que alude a las leyes relativas al desarrollo de los derechos fundamentales y libertades públicas, tenor literal que originó, desde bien temprano, problemas de interpretación y, como consecuencia de ello, enconadas polémicas doctrinales. Objeto de discusión son los dos elementos: a) «leyes relativas al desarrollo» y b) «derechos fundamentales y libertades públicas». a) Controvertido es el alcance del término de «(leyes) relativas al desarrollo»: ¿Qué significa «desarrollo»? ¿Se exige la regulación íntegra de una materia? ¿O es suficiente mención y remisión del desarrollo del derecho o libertad pública a otra norma?

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A juicio del TC, «desarrollo» significa «desarrollo legislativo directo» (STC 6/1982 y STC 166/1987): para que una ley haya de ser LO (con la exigencia de mayoría cualificada en su aprobación) ha de desarrollar de manera directa un derecho fundamental o una libertad pública. Sensu contrario, no tendrá que revestir la exigencia de LO la ley que simplemente «mencione» un derecho o libertad, o afecte o incida mínimamente sobre los mismos.

b) Discutido también es el concepto de «derechos fundamentales y libertades públicas». Existen, en esencia, dos posibles interpretaciones: — Equiparar tales derechos y libertades a las susceptibles de recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional (opinión sostenida por el administrativista Eduardo GARCÍA DE ENTERRÍA). — Incluir en tal expresión los contenidos en la Sección 1.ª del Capítulo II del Título. Primero de la Constitución (arts. 15 a 29: derechos de núcleo duro). Esta segunda interpretación fue acogida por el propio TC, en su Sentencia 76/1983, o posteriormente por en la STC 166/1987 y en la STC 127/1994.

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3. ¿RESERVA DE LEY ORGÁNICA EN DERECHO PENAL? La cuestión se plantea de lleno en el ámbito del Derecho penal: ¿Se exige efectivamente «reserva de Ley Orgánica» en el ámbito jurídico punitivo? ¿Es desarrollo legislativo directo la regulación de las materias penales? ¿Es posible regular mediante ley ordinaria materias penales? La doctrina española mayoritaria considera que las leyes penales que incriminan delitos y prevén penas y medidas de seguridad han de revestir la forma de Ley Orgánica porque desarrollan o afectan al desarrollo de los derechos fundamentales del individuo, esencialmente la libertad y el patrimonio, que quedan afectados por la pena privativa de libertad y con la pena de multa. Para esta tesis, la afección de esos derechos fundamentales sería, pues, un «desarrollo», razón por la cual se requeriría una LO siempre que se produjera esa afección. En todo caso, el concepto de «desarrollo» que maneja esta tesis es diferente al del TC. Otros autores esgrimen también como argumento a favor de la exigencia de LO el hecho de que toda pena, con independencia de su clase y cuantía o medida, afecta al honor del condenado (art. 18 CE; así, COBO DEL ROSAL/VIVES ANTÓN, RODRÍGUEZ RAMOS, BACIGALUPO, ZUGALDÍA), o incluso a la libertad en sentido amplio (art. 17 CE; así, ARROYO ZAPATERO, RODRÍGUEZ RAMOS, ZUGALDÍA, ÁLVAREZ GARCÍA), con lo cual toda ley que prevea una pena ha de revestir el carácter de LO. Estos últimos argumentos son, a nuestro juicio, más que discutibles (así, acertadamente, MIR PUIG). Frente a esta opinión, un minoritario sector doctrinal (LAMARCA PÉREZ, FEIJÓO SÁNCHEZ) sostiene que no es preciso que las leyes penales revistan el carácter de LO, sino que bastaría una ley común, que tiene igual rango que la LO, pero presenta un proceso más liviano de adopción. Incluso algún autor llega a sostener que no es necesario siquiera una ley, sino que bastan normas de rango inferior, v.gr. los reglamentos. Esta postura, que no exige siempre una LO, se basa en una diferente interpretación de «desarrollo», probablemente más cercana a la interpretación flexibilizadora del Tribunal Constitucional.

En todo caso, y por encima de particularidades, creemos que la exigencia de Ley Orgánica se presenta en Derecho penal con mayor intensidad que en otros sectores del ordenamiento Polaino, Navarrete, Miguel. Lecciones de derecho penal. Parte general. Tomo I, Difusora Larousse - Editorial Tecnos, 2013. ProQuest Ebook Central, http://ebookcentral.proquest.com/lib/bibliotecaustasp/detail.action?docID=4870484. Created from bibliotecaustasp on 2018-08-04 08:39:41.

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jurídico. Se requerirá, pues, Ley Orgánica siempre y en todos los casos en que se desarrolle o afecte al desarrollo de derechos fundamentales del individuo, lo cual sucede prácticamente en todos los supuestos en que se crean delitos y se conminan con penas o medidas de seguridad (LUZÓN PEÑA, GARCÍA-PABLOS).

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LECCIÓN 13.ª

INTEGRACIÓN E INTERPRETACIÓN DE LA LEY PENAL

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I. FASES DE LA VIDA DEL DERECHO Y PRINCIPIO DE LEGALIDAD El Derecho —como toda obra humana— es un producto de la cultura de un tiempo, de una Sociedad, y en tanto tal es algo mutable, variable. Y, además, su realización o producción requiere de un complejo proceso, en el que cabe distinguir varias fases o estadios, a saber: creación, interpretación, aplicación y —finalmente— modificación (parcial) o derogación (total). Estas fases representan la vida del Derecho, su iter vital. Tales estadios son pasos diferentes o —al menos— conceptualmente diferenciables, pero no pasos autónomos ni independientes, carentes de ilación entre sí. Cada paso se relaciona íntimamente con los demás: no son compartimentos estancos, sino momentos que se afirman y exigen mutuamente, de manera que unos dependen de los otros. Una norma creada por el legislador no tendría sentido (sería un mero papel mojado) si no fuera sometida a un proceso de interpretación y si no estuviera destinada a ser aplicada en la práctica: sería una pura proclamación abstracta, una mera declaración de la voluntad del legislador (voluntas legislatoris), pero carecería de la virtualidad real y eficacia práctica de la norma en orden a los fines propios perseguidos por el Derecho al servicio de la Justicia (voluntas legis). O sea: una norma no aplicada (esto es, no interpretada) no sería Derecho, sino declaración programática de Derecho, pues sólo formalmente sería una norma jurídica. Conforme al principio de legalidad penal (nullum crimen, nulla poena, sine lege) la única fuente de creación del Derecho penal es la ley: sólo mediante este cauce de expresión normativa puede crearse una figura delictiva y conminarse con una sanción penal una conducta humana. Esta virtualidad del principio de legalidad penal como fuente del Derecho penal se mueve, primordialmente, en el concreto ámbito o estadio de la creación del Derecho. Pero no sólo en esa fase adquiere importancia el principio de legalidad. Antes al contrario: dicho principio constituye un principio informador y rector de todo el Derecho penal, y, por tanto, de todo el proceso vital del Derecho: rige en su interpretación, en su aplicación y en su modificación o derogación. Por ello, cualquier separación del tenor de la ley rebasa el ámbito del arbitrio judicial y da lugar al exceso jurisdiccional: el juez no puede crear Derecho no legislado, no puede crear su propia norma, no puede —en suma— irrogarse una función que corresponde al Poder Legislativo, y no al Poder Judicial.

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El CP de 1995, con censurable y discutible técnica, atribuye al Juez o Tribunal una iniciativa de reforma legal: podrá dirigirse al Gobierno cuando «tenga conocimiento de alguna acción u omisión que, sin estar penada por la Ley, estime digna de represión» (lagunas legales) o solicitar la derogación o modificación del precepto o la concesión del indulto «cuando de la rigurosa aplicación de las disposiciones de la Ley resulte penada una acción u omisión que, a juicio del Juez o Tribunal, no debiera serlo, o cuando la pena sea notoriamente excesiva» (en su art. 4).

II. INTEGRACIÓN E INTERPRETACIÓN DE LAS LEYES PENALES

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1. TRASCENDENCIA DE LA INTERPRETACIÓN DEL DERECHO: ¿IN CLARIS NON FIT INTERPRETATIO? La interpretación del Derecho representa, dentro de la vida del Derecho, un estadio imprescindible, insustituible: toda norma jurídica requiere de una interpretación, o lo que es lo mismo: no hay aplicación sin interpretación. El intérprete directo o inmediato de la ley es el juez: se trata, pues, de una tarea eminentemente jurisprudencial. El juez o tribunal encargado de enjuiciar el caso aplica la norma, esto es, la somete indefectiblemente a un proceso de interpretación, que consiste en analizar el supuesto de la realidad y comprobar si es subsumible en un tipo legal de delito (proceso de subsunción). La interpretación judicial está sometida, en última instancia, al Tribunal Constitucional, máximo intérprete de la ley en España. Otros intérpretes de la ley son la doctrina científica y los operadores jurídicos (Fiscales, Abogados, Procuradores, etc.). Todos ellos interpretan, con lente crítica, la norma jurídica, ya sea de manera teórica ya para resolver concretos casos de la realidad. En el Derecho romano clásico regía el apotegma in claris non fit interpretatio, en virtud del cual se tendía a configurar las leyes de la manera más clara posible, de modo que no precisaran de interpretación. Esta idea ha llegado hasta nuestros días: para MONTESQUIEU, el juez ha de ser «la boca que pronuncie las palabras de la ley». Sin embargo, la claridad absoluta de las leyes, hasta el punto de hacer innecesaria su interpretación, es una utopía, una aspiración inalcanzable: como gráfica y acertadamente afirmaba DORADO MONTERO «no sólo las leyes oscuras o equívocas deben ser interpretadas; lo han de ser todas, incluso las clarísimas»: toda norma ha de ser aplicada y toda aplicación, por muy clara que sea la norma, precisa una interpretación. 2. VISIÓN GENERAL DE LA INTEGRACIÓN Y DE LA INTERPRETACIÓN: DIFERENCIAS Y SEMEJANZAS Lo ideal sería (como pretendían los juristas clásicos) que el legislador penal redactara las leyes con tal claridad y precisión que hicieran de la actividad judicial una tarea puramente mecánica. Pero la realidad demuestra que la aplicación de los preceptos penales, y por tanto, la interpretación de los mismos, origina enconados problemas en ocasión de difícil solución. Por ello, existen algunas operaciones o procedimientos lógico-jurídicos tendentes a

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desentrañar el tenor literal de una ley. Dentro de esas operaciones pueden distinguirse la integración y la interpretación, aunque la primera se concibe a veces como una modalidad de la segunda. La barrera entre integración e interpretación es, en ocasiones, difícil de trazar, y su distinción es más sistemática o metódica que propiamente substantiva: ambas son operaciones lógicas que pretenden averiguar el sentido de la ley. Aun así pueden encontrarse algunas diferencias entre ambas operaciones.

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— Ámbito de la operación lógica: mientras la interpretación se centra en averiguar el sentido de los mismos elementos de la norma (que pueden adolecer de escasez de claridad, ambigüedad u obscuridad), la integración consiste en rellenar (integrar) el contenido de los elementos de una norma con otros elementos que se hallan fuera de la misma (es preciso acudir a otras instancias normativas diferentes): la interpretación actúa desde dentro; la integración hacia fuera. — Aspecto formal o substancial: mientras la interpretación se refiere al sentido de la norma (voluntas legis: aspecto formal), la integración lo hace al contenido de la norma (aspecto substancial). Ejemplo de integración: el art. 325 CP de 1995 incrimina el tipo básico de delito ecológico, que sanciona al que «contraviniendo las Leyes u otras disposiciones de carácter general protectoras del medio ambiente, provoque o realice directa o indirectamente emisiones, vertidos, etc.». Para averiguar el alcance concreto del tipo no basta con su tenor literal, sino que hay que acudir a otras normas. Se trata de una ley penal en blanco, cuyo contenido hay que rellenar, o sea, integrar, acudiendo a esas Leyes u otras disposiciones de carácter general. Viendo y analizando el tenor del tipo no puede decirse cuando se concreta este delito o no. Y ello al margen de la dudosa constitucionalidad de este tipo de normas, en los que la garantía de taxatividad, precisión y claridad por parte del legislador se echa en falta. Ejemplo de interpretación: «el que matare a otro…». Observando el tipo se sabe que la voluntas legis es sancionar al que cometa un homicidio: no hace falta acudir a otro sitio, porque ya se tiene el contenido regulativo en su integridad. Pero lógicamente hay que interpretar (aplicar el tipo a un supuesto, subsumir éste en el tipo) ese concepto normativo «matar»: significa matar a una persona, y no a un animal (si se mata a un perro o a una mosca no se comete homicidio), matar a una persona sin que concurra legítima defensa (matar a una persona en legítima defensa no es delito de homicidio, sino acción justificada), etc.

III. LAS LLAMADAS FUENTES DE INTEGRACIÓN DE LOS TIPOS PENALES Para estudiar las llamadas fuentes de interpretación, es preciso distinguir, de un lado, el ámbito material en que juega esa clase de operación lógica, y, de otro, los procedimientos o mecanismos integradores. 1. ÁMBITO MATERIAL DE LA INTEGRACIÓN: ESTRUCTURA DE LOS TIPOS LEGALES

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Ningún texto legal, ni aun los más minuciosos, detallistas y casuísticos, puede llegar al extremo de regular todos los supuestos de la realidad. Si esta pretensión pudiera hipotéticamente llevarse a cabo, los códigos penales serían kilométricos. Pero es que, además, esta pretensión, sobre ilusoria, sería contraproducente: abriría la puerta de par en par a las lagunas jurídicas, porque la agilidad, la mutabilidad y la relatividad de la vida misma superan y exceden a las previsiones racionalistas de cualquier legislador. Por ello, los Códigos penales se ven obligados a emplear conceptos o términos cuyo contenido normativo ha de buscarse en otro sitio, ya sea en el mismo Código ya en otra ley o disposición normativa. A continuación veremos algunos supuestos de elementos típicos cuyo contenido requiere de una operación lógico-jurídica de integración. A) Características descriptivas del tipo Las características descriptivas del tipo son conceptos cuyo contenido es relativamente accesible al basarse en constataciones fácticas fácilmente comprobables. Ejemplo de elementos descriptivos: «menor de 18 años», «particular», «autoridad», «funcionario», «incapaz», «documento», etc. Saber si un sujeto es o no mayor de edad o funcionario público es fácilmente acreditable: basta con acudir al registro civil o comprobar el acceso del sujeto a función pública. Por otra parte el contenido de esos elementos no lo fija el propio juez, sino que queda establecido en otras instancias normativas.

La libertad del juez para establecer el contenido de estos elementos es reducida:

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Ejemplo: el juez no puede hacer una interpretación sui generis del concepto «mayor de edad», diciendo que —a su juicio — los mayores de edad son los mayores de 40 años. En España la mayoría de edad se adquiere a los 18 años (art. 12 CE).

Por lo demás, el legislador no puede aclarar a cada paso el significado de cada concepto que utiliza: los códigos penales son normas regulativas, legales y técnicas, y no diccionarios de la lengua ni compendios de sinónimos. Ello responde a razones, no sólo de técnica y de economía legislativas, sino también de racionalidad práctica. Ejemplo: cuando el legislador emplea el término «menor (o mayor) de edad» no puede escribir siempre: «es decir, el que tiene menos (o más) de 18 años», porque, además de inútil, sería absurdo; lo mismo ocurre cuando emplea el verbo «matar» o los vocablos «persona», «autoridad», «funcionario público» o «incapaz»: carecería de sentido explicar a continuación el significado normativo (jurídico-penal) de esos conceptos. Y, sin embargo, nadie duda que el contenido de esos conceptos ha de ser integrado: por ejemplo, los conceptos «autoridad», «funcionario público», «incapaz» y «documento» se definen, con carácter general, en los arts. 24, 25 y 26 del Código penal.

B) Conceptos jurídicos indeterminados No todos los conceptos son tan fácilmente integrables como los que acabamos de ver, cuya definición normativa la ofrece el propio texto del Código o circunstancias objetivamente comprobables. Existen otros elementos, llamados conceptos jurídicos indeterminados, cuyo

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contenido no es fácilmente cognoscible a priori, sino en el caso concreto, lo cual aumenta el ámbito de libertad del juez en su apreciación, en tanto que su prueba se hace depender de convicciones personales del juzgador. Ejemplos de conceptos jurídicos indeterminados: «buenas costumbres», «móviles bajos o abyectos», «maliciosamente», «con crueldad», «engaño bastante», «manifiestamente temerario», «sin consideración» o —en general— expresiones referidas a cuestiones éticas, sociológicas o morales.

El empleo de estos elementos es ciertamente censurable, porque amplían desmesuradamente el ámbito de libertad del intérprete en su constatación (JESCHECK/WEIGEND), de manera que puede dar entrada a la arbitrariedad y poner en peligro la seguridad jurídica. Por ello, el legislador ha de evitar en lo posible el empleo de estos términos indeterminados: ha de limitar la incriminación a las conductas que ataquen bienes jurídicos esenciales y ha de rechazar el empleo de elementos que no admitan prueba procesal (NOLL). C) Leyes penales en blanco

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Un ámbito usual de la tarea integradora son las denominadas leyes penales en blanco, terminología acuñada por BINDING que alude a las normas penales de remisión o necesitadas de complemento: se trata de aquellos tipos de delito que no describen en una misma sede la totalidad de sus elementos, sino que se remite parcialmente a otro precepto o a una instancia normativa distinta (DOVAL PAIS). En función de la norma a que se remitan, pueden distinguirse varias clases de leyes en blanco: — Remisión a otro artículo del Código penal para establecer la pena: consiste en el establecimiento del presupuesto de hecho de un delito en un artículo, el cual remite a otro precepto del mismo Código para el establecimiento de la pena correspondiente. Ejemplo: art. 249 CP 1995, que establece la penalidad correspondiente al tipo de estafa descrito en el artículo anterior.

— Remisión a otro artículo del Código penal para completar el contenido del delito: son aquellos tipos cuyo supuesto de hecho se describe en otro artículo distinto, al que hay que acudir para entender el contenido del tipo. Ejemplos son los tipos cualificados o privilegiados que, por razón de economía legislativa, omiten la repetición de su presupuesto normativo: v.gr., el art. 235 CP, que contiene varios tipos cualificados de hurto, y que sin embargo no vuelve a repetir en qué consiste el hurto, ya descrito en el artículo anterior al que se remite.

— Remisión a una ley no penal: comprende aquellos supuestos en los cuales se produce Polaino, Navarrete, Miguel. Lecciones de derecho penal. Parte general. Tomo I, Difusora Larousse - Editorial Tecnos, 2013. ProQuest Ebook Central, http://ebookcentral.proquest.com/lib/bibliotecaustasp/detail.action?docID=4870484. Created from bibliotecaustasp on 2018-08-04 08:39:41.

una remisión a una ley extrapenal, que ha de completar al tipo legal de delito en algún aspecto concreto. Ejemplo: para saber qué es la declaración del concurso exigida como elemento del tipo en el delito de insolvencia del art. 260 CP, es preciso acudir a la legislación concursal mercantil correspondiente: arts. 874 ss. del C. de c., Ley Concursal, etc.

— Remisión a una disposición de rango inferior a ley: los tipos que se remiten a una norma de rango inferior a la ley (reglamentos, etc.) plantean el arduo problema de su constitucionalidad (BLANCO LOZANO). Aunque hay autores que defienden su adecuación a la Constitución, corren el peligro de vulnerar el principio de legalidad penal, en la medida en que una norma de rango inferior a la ley crea en parte el tipo legal, siendo así que las leyes que afecten a los derechos fundamentales han de revestir el carácter de ley orgánica. Por esta razón, estas remisiones son, a nuestro juicio, inconstitucionales (BLANCO LOZANO). Ejemplo: la expendición de substancias nocivas a la salud sin cumplir las formalidades prescritas en los reglamentos (art. 362 CP 1995).

D) Lagunas jurídicas

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Finalmente se plantean problemas de integración en las llamadas lagunas jurídicas. Las lagunas surgen en supuestos de insuficiente o defectuosa regulación legislativa, de manera que, bien dejan en la impunidad graves conductas claramente delictuosas (que, p. ej., sean más graves que otras sí incriminadas), bien impiden perseguir penalmente una conducta por defecto insalvable en la redacción del tipo penal. Ejemplos de conducta impune por existencia de laguna jurídica: poco después de la aprobación del CP de 1995, se recayó en que, por un error legislativo, tal texto no incriminaba expresamente el delito de «pornografía infantil», con lo cual las conductas de tal índole o bien quedaban en la impunidad o bien serían reconducidas (si cumplieran los elementos del tipo) al delito de «abuso sexual», de pena sensiblemente inferior (GIMBERNAT). Finalmente, tal ausencia fue reparada varios años más tarde, con la aprobación de la LO 11/1999, de 30 de abril. Ejemplo de conducta no perseguible por error en la descripción de un elemento típico: recientemente en Alemania se sucedieron unos casos de chantaje a una empresa bajo la amenaza de envenenamiento de una serie de productos comestibles (mayonesa, mostaza, etc.), que ya estaban en el mercado, con el riesgo de envenenamiento de cientos de posibles consumidores de tales productos. En una reforma del CP, se incluyó un nuevo tipo de delito de coacción o amenaza para obtención de un lucro, o sea, de chantaje. Pero en la descripción del tipo se mencionaba como coaccionado la palabra «Mensch», que alude al «hombre», al «ser humano», esto es, a la «persona física», con lo que el chantaje a la «persona jurídica» (a la empresa), que era la causa de la reforma, queda impune en la interpretación literal de la ley, como hubo de reconocer el propio TS alemán.

El Derecho penal es, como sabemos, un ordenamiento subsidiario y fragmentario. No puede regular toda la materia de la realidad. Pero aquello que regule ha de hacerlo con tal técnica legislativa que se eviten —o reduzcan al máximo— las lagunas jurídicas, que —por otra parte — son casi inevitable: la actividad legislativa, como toda obra humana, es imperfecta.

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Existen numerosas clasificaciones de las lagunas jurídicas. La más difundida es la que contrapone lagunas auténticas y lagunas inauténticas: las primeras consistirían en aquellos supuestos en los que la ley guarda silencio ante un determinado supuesto fáctico para el que espera una norma jurídica; las segundas son aquellas que surgen, no porque el legislador olvide mencionar algún elemento o regular algún supuesto, sino porque no está claro el exacto contenido de los conceptos empleados en la descripción legal (o sea, se corresponden con los conceptos jurídicos indeterminados). 2. MEDIOS DE INTEGRACIÓN DE LOS TIPOS LEGALES Existen varios mecanismos o procedimientos de integración de los tipos legales. Entre ellos, los más usuales son la analogía y la llamada interpretación analógica. Como medios adicionales se mencionan la costumbre, los principios generales del Derecho, los principios informadores del Derecho penal, el Derecho extranjero (especialmente el Derecho de la Unión Europea), el Derecho natural y la equidad, etc. A) La analogía en Derecho penal

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Dos principios generales rigen en relación a la analogía en Derecho penal: la prohibición de la analogía creadora, ampliadora o agravadora (analogía contra reo o in malam partem) y la aceptación de la analogía favorable al reo (in bonam partem). — La otra cara del principio de legalidad penal (nullum crimen, nulla poena sine lege) es la interdicción de la analogía creadora, contra reo o in malam partem: esta analogía consiste en hacer extensiva la validez de una incriminación penal a acciones no expresamente reguladas en el Código penal, esto es, no comprendidas ni en su letra ni en su voluntad, pero que guardan similitud o semejanza con otras sí reguladas, de modo que la analogía sería fuente del Derecho (ANTÓN ONECA, CEREZO MIR). En el Estado de Derecho ello es, lógicamente, inconstitucional: infringe el principio de legalidad, según el cual la ley ostenta el monopolio de creación de delitos y penas. El principio de prohibición de la analogía contra reo se contiene en el art. 4.1 CP, que prescribe: «las leyes penales no se aplicarán a casos distintos de los comprendidos expresamente en ellas». Este principio prohíbe: a) la creación analógica de nuevos tipos legales; b) la ampliación de los tipos ya existentes; y c) la agravación de las penas y medidas de seguridad previstas en la ley. Al igual que el principio de legalidad, la prohibición de analogía in malam partem es esencial en el Estado de Derecho. Por contra, en los Estados totalitarios suele aplicarse la analogía creadora como mecanismo de incriminación y castigo de delitos. Ejemplos de ello constituyen la Rusia estalinista y la Alemania nazi: los Códigos penales rusos de 1922 y 1926 admitían expresa y ampliamente la aplicación de la ley penal mediante analogía: se castigaban actos no tipificados en la ley que Polaino, Navarrete, Miguel. Lecciones de derecho penal. Parte general. Tomo I, Difusora Larousse - Editorial Tecnos, 2013. ProQuest Ebook Central, http://ebookcentral.proquest.com/lib/bibliotecaustasp/detail.action?docID=4870484. Created from bibliotecaustasp on 2018-08-04 08:39:41.

guardaran «semejanza» o «similitud» con los expresamente regulados. Por su parte, la Ley alemana nacional-socialista de 28.VI.1935 modificó el art. 2 del Código penal alemán disponiendo que serán delito las figuras previstas en el Código y que merecieren ser castigadas «de acuerdo con la idea fundamental de una ley penal y el sano sentimiento del pueblo». En Italia y en España no se llegó a suprimir con carácter general la vigencia del principio de legalidad penal, y por ello no tuvo vigencia con carácter general la analogía como fuente del Derecho.

— El segundo principio general (y no una excepción al principio anterior) en materia de analogía es la validez de la analogía in bonam partem o favorable para el reo, de modo que constituye una continuación del espíritu de la ley. La admisión de la analogía in bonam partem encuentra dos fundamentos: uno tácito (solo la perjudicial para el reo es contraria al principio de legalidad) y otro expreso (en la atenuante por analogía o de análoga significación, del art. 21.6.ª CP). En todo caso, se trata de una cuestión no exenta de problemas. Hay argumentos a favor y en contra de la admisión de la analogía in bonam partem: a favor se invocan los principios in dubio pro reo, el de humanidad de las penas y la posibilidad de elección punitiva, entre otros (ANTOLISEI); en contra, se esgrime (COBO DEL ROSAL / VIVES ANTÓN) que su previsión legal (en las atenuantes análogas: art. 21.6 CP) no es general sino excepcional. En resumen: mientras que resulta indiscutible que la analogía in malam partem es inconstitucional al quebrantar el principio de legalidad, es admisible la analogía in bonam partem siempre y cuando no se oponga a la ley.

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B) Interpretación analógica De la analogía (aplicación analógica de la ley penal) se distingue la interpretación analógica o extensiva de la misma. Esta segunda operación, igualmente discutida, consiste en la interpretación de un precepto a través por otro que prevé un caso análogo, cuando en el último aparece claro el sentido que en el primero está oscuro. Es una forma de interpretación sistemática. La diferencia entre la aplicación por analogía y la interpretación analógica radica en que, mientras la primera hace extensiva la validez de una norma a un caso no previsto ni en la letra ni en el espíritu de la ley que guarda similitud o semejanza con otro sí previsto, la segunda se aplica a supuestos no claramente comprendidos en la letra de la ley pero sí en su espíritu o voluntad. Puede decirse que la aplicación por analogía es una continuación praeter legem (nunca contra legem) del Derecho y que la interpretación analógica es una interpretación praeter legem (nunca contra legem). A nuestro juicio, esta interpretación analógica es admisible (así, JIMÉNEZ DE ASÚA, ANTÓN ONECA, CÓRDOBA RODA, MIR PUIG, CEREZO MIR, CUELLO CONTRERAS, LUZÓN PEÑA, BALDÓ LAVILLA; en contra, COBO DEL ROSAL/VIVES ANTÓN, RODRÍGUEZ MOURULLO, SÁINZ-CANTERO, JESCHECK/WEIGEND), porque no resulta contraria al principio de legalidad, sino que lo

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presupone y trata precisamente de determinar el exacto alcance del precepto legal.

IV. LAS LLAMADAS FUENTES DE INTERPRETACIÓN DE LAS LEYES PENALES 1. CONCEPTO Y GRADO DE INTERPRETACIÓN Como vimos, la interpretación es una operación lógico-jurídica que tiene por fin la determinación del sentido de una norma, atendiendo únicamente a los propios conceptos de la misma norma (sin acudir a otras sedes normativas, como en la integración). Todas las normas precisan de una interpretación: porque la aplicación de una norma a un supuesto concreto, esto es, la subsunción de ese supuesto en el tipo legal, es ya de por sí una actividad de interpretación. Lógicamente la interpretación de una norma será tanto más complicada cuanto más ambiguos, más obscuros, menos claros sean los elementos de la norma. Deben diferenciarse diversos grados de interpretación (SAX):

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— Hermenéutica jurídica, que determina los criterios generales de interpretación. — Interpretación singular o formal, que —con ayuda tales criterios generales— pretende vislumbrar el sentido de una norma concreta: esto es, el significado del sentido del Derecho. — Subsunción o interpretación material, que consiste en la aplicación de la norma a un supuesto concreto, que queda subsumido en ese precepto jurídico. Se trata, pues, de una suerte de silogismo jurídico: la norma constituye la premisa mayor, el supuesto fáctico la premisa menor, y la pena la conclusión.

El objeto de interpretación son las leyes. Pero resulta que, a menudo, el tenor de la ley es poco claro o aparentemente erróneo, de manera que la interpretación de la norma se torna más complicada aún si cabe. Ejemplo: ya hemos citado el reciente error del legislador alemán. Unas empresas productoras de productos alimenticios (botes de mayonesa, mostaza, etc.) fueron objeto de un chantaje: si no satisfacían una determinada cuantía económica, envenenarían varios miles de lotes de esos productos que ya se hallaban en el mercado, con lo cual se ponía en riesgo inminente a los posibles compradores y se situaba a esas empresas ante la difícil diatriba de no dar crédito a la amenaza (lo que conllevaba la eventualidad de que se hiciera realidad el envenenamiento, que llevaría a la quiebra a la empresa), o de dárselo, lo que también la llevaría a la quiebra, por la elevada cuantía que habían de satisfacer. Para hacer frente a este tipo de chantajes a empresas, el legislador alemán, en la Sexta Ley de Reforma, de 20.I.1998, reformó el tenor literal del § 241 del Código alemán, pero cometió el siguiente error: donde antes ponía «Quien amenace a otro ...» tras la reformaba decía «Quien amenace a un ser humano...», lo cual excluía como sujeto pasivo del delito a la persona jurídica. O sea, que la reforma, que tenía por fin agravar el chantaje a una empresa, se vio malograda por el error del legislador.

Ante casos como el citado, ya la doctrina clásica se planteó la cuestión de si en la interpretación de las leyes es prioritaria la voluntad del legislador (voluntas legislatoris) o la voluntad de la ley (voluntas legis). En este debate, pueden distinguirse dos doctrinas diferentes:

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— Teoría subjetiva: defiende que en la interpretación prevalece la voluntas legislatoris, siempre que la misma fuera conocida. Ejemplo: en el caso citado, es evidente que el legislador quería incriminar, y además de manera más grave, el chantaje a las personas jurídicas, por el riesgo colectivo que implicaban. Sin embargo, el tenor literal de la ley contradice la voluntad del legislador. Según la teoría subjetiva, a pesar del error material objetivo, prevalece la voluntas legislatoris, de manera que, sin necesidad de la reforma de esa norma, un juez podría y debería sancionar el chantaje a una empresa.

— Teoría objetiva: por contra, la teoría objetivista considera prevalente siempre la voluntad de la ley (voluntas legis), esto es, lo que consta objetivamente en la norma. Ejemplo: en el mismo supuesto, conforme a esta doctrina objetiva sería insalvable por vía interpretativa el error legislativo quedando impune la conducta del chantaje a la empresa.

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Como es lógico, en la doctrina hay opiniones para todos los gustos: antiguamente imperaba la teoría subjetiva, que modernamente ha caído en desprestigio; por contra, las teorías objetivas que antes eran minoritarias ahora son dominantes. En nuestra opinión, en casos como el aludido ha de considerarse prevalente la teoría objetiva. Y ello por varias razones: — En primer lugar, porque la analogía in malam partem es inconstitucional. — Además, porque en el Estado de Derecho la potestad de crear normas jurídicas (actividad legisladora) corresponde al poder legislativo, quien lleva a cabo ese cometido mediante la ley. Pero el juez (el intérprete) no puede irrogarse esa función de creación de normas extendiendo su ámbito de aplicación a un supuesto no previsto en la ley (aunque sí en su espíritu). — Por lo demás, la prevalencia absoluta de la voluntad legislatoris podría conllevar una ampliación desmesurada, haciendo que se aplicara la norma a supuestos ni remotamente previstos por el legislador. Sin embargo, la aplicación de la teoría objetiva tampoco resuelve el problema, porque a la postre deja impune conductas (como la del chantaje a la empresa alemana en el ejemplo aludido) francamente delictivas. La única solución en estos casos de error es la reforma de la norma, a fin de colmar la laguna jurídica. 2. TÉCNICAS DE INTERPRETACIÓN El jurista se sirve de ciertas técnicas de interpretación que aplican diversos argumentos jurídicos con el fin de determinar el sentido de la norma. Entre ellos podemos destacar los siguientes (JESCHECK / WEIGEND): — Argumentum a simile, conforme al cual un precepto jurídico, aplicable a un Polaino, Navarrete, Miguel. Lecciones de derecho penal. Parte general. Tomo I, Difusora Larousse - Editorial Tecnos, 2013. ProQuest Ebook Central, http://ebookcentral.proquest.com/lib/bibliotecaustasp/detail.action?docID=4870484. Created from bibliotecaustasp on 2018-08-04 08:39:41.

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determinado grupo de supuestos concretos, puede ser aplicado a otro caso cuando éste coincide, en sus características esenciales, con el primer grupo. — Argumentum a contrario, según el cual, partiendo de la no existencia de determinados presupuestos, se deduce que las consecuencias jurídicas previstas para el caso de su existencia no deben tampoco entrar en consideración. — Argumentum a maiore ad minus, con el que se determina que la validez de un precepto jurídico para un grupo de comportamientos abarcados por un concepto superior determinado acredita también la validez para otros casos que igualmente admiten ser subordinados a este concepto superior. — Argumentum a fortiori, en cuya virtud, admitiendo inicialmente la validez de un precepto para un caso determinado, debe la misma también ser determinada para otro caso al que, con mayor razón, son aplicables los mismos fundamentos. — Argumentum ad absurdum, conforme al cual se considera inexacta una determinada significación, porque en el caso de admitirse la exactitud de la misma, tendría que ser aceptada otra cosa que bajo ninguna circunstancia puede estimarse correcta.

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LECCIÓN 14.ª

LA LEY PENAL EN EL ESPACIO: PRINCIPIOS TERRITORIAL, PERSONAL, ESTATAL Y UNIVERSAL

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I. COORDENADAS CONDICIONANTES DE LA VALIDEZ DE LA LEY PENAL: ESPACIO, TIEMPO Y PERSONA La ley penal es una obra humana y como toda obra humana no rige ilimitadamente sino dentro de unas coordenadas de tiempo, de personas y de espacio. Esta limitación personal y espacio-temporal de la ley penal es fácil de comprender. Al ser la ley un modo de regulación de la Sociedad, ha de existir una íntima relación entre Sociedad y Derecho positivo (norma penal): la ley penal ha de ser un espejo que refleje fielmente las necesidades sociales. Por ello, si cambian las exigencias sociales entonces ha de cambiar correlativamente la norma jurídico-penal. Es decir: la ley es, como la Sociedad, contingente, mutable, cambiable, y sólo se aplica a determinadas personas (p. ej.: los habitantes de un país), que vivan en un espacio concreto (p. ej.: España) en un momento determinado (p. ej.: año 2013). Ello explica que la ley penal no sea igual en todo el mundo ni, dentro de un país, sea la misma a lo largo de la Historia. Así, podemos comprender frases del estilo: «español condenado a muerte en Estados Unidos»; «en la época romana los siervos sufrían penas infamantes»; «en Egipto veinte jóvenes serán juzgados por prácticas homosexuales», etc. Al margen de que podamos estar de acuerdo con una concreta ley penal, lo cierto es que ésta se halla siempre contextualizada, pues se aplica en el seno de una Sociedad determinada. Quiere con ello señalarse que el sistema jurídico americano o español actual, como el romano clásico, se explica con referencia a los condicionantes históricos, temporales y sociales en el que surge. Por tanto, no nos parece raro, sino normal (explicable socialmente), que en los Estados Unidos un sujeto pueda ser condenado a muerte, que en el Derecho Romano los señores tuvieran privilegios en relación a los esclavos o que en un país islámico las prácticas homosexuales sean atentatorias contra las concretas normas religiosas. Y ello con independencia de que podamos estar de acuerdo o, por el contrario, discrepar radicalmente sobre lo acertado o equivocado de la regulación. Lo único que se hace es una descripción de una Sociedad, esto es, un análisis de la constitución de un sistema social.

La aplicación práctica de la ley penal presenta, pues, varias dimensiones o coordenadas condicionantes de su validez:

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a) Un marco espacial, dentro del cual las normas penales alcanzan vigor y fuera del cual carecen de toda vigencia: v. gr. el Código penal español se aplica para todos los actos cometidos dentro del territorio de España y no para los cometidos en Alemania ni en ningún otro sitio. b) Un ámbito temporal de aplicación, que exige la exacta determinación de un momento inicial de nacimiento y de un instante final de extinción. Ej. el Código penal de 1995, aprobado en noviembre de ese año, entró en vigor a los seis meses de su publicación, en mayo de 1996. c) Un plano personal, conforme al cual se delimita a quién se aplica la ley en un espacio y en un tiempo concreto. Estas diversas perspectivas actuan como límites jurídicos, y fijan la aplicación de la ley penal en el espacio (vigencia territorial), en el tiempo (validez temporal) así como su vigencia personal, a cuyo estudio se dedican este y los siguientes capítulos. Tan trascendentes son estos límites jurídicos que existe una normativa jurídica que los regula. Se trata de una normativa un tanto dispersa y confusa, que se halla fuera del Código penal: bien en leyes penales especiales, ya en el Código civil, ya en la Ley Orgánica del Poder Judicial, o en otras dispersas normas extrapenales. Existe, pues, un mosaico legal al respecto, sobre el cual se discute la naturaleza jurídica de tal normativa: se discute si esas normas pertenecen al Derecho procesal penal (así, MEZGER, SÁINZ-CANTERO, MORILLAS CUEVA, QUINTANO RIPOLLÉS) o al Derecho penal, esto es: si son normas procesales o substantivas (una opinión minoritaria defiende que se trata de normas de Derecho internacional penal o de Derecho constitucional). A mi juicio, se trata de normas propiamente penales, substantivas (así, DÍEZ SÁNCHEZ). Y ello porque las dimensiones espacial, temporal y personal de la ley son la misma ley. Sin esas coordenadas, sin esa contextualización, la ley es una declaración general, pero sin aplicación en la realidad, esto es, carente de contenido substancial: la ley es lo que es precisamente porque se aplica en un espacio, en un tiempo y a unas personas determinadas. Las normas que regulan en la práctica la aplicación espacial, personal y temporal de la ley, determinando su vigencia, son —en consecuencia— co-constitutivas de la regulación material de la ley. Una ley sin posibilidad de aplicación práctica solo es la mitad de la ley. Por lo demás, es evidente que las leyes españolas han de ser aplicadas en el territorio español, como las leyes mexicanas en el territorio mexicano o las normas alemanas en el territorio alemán. Pero ¿cuál es ese ámbito de aplicación territorial? ¿Cómo se delimita la noción de territorio a afectos penales? La determinación del ámbito espacial de aplicación de la ley penal se debe al juego de diversos principios jurídicos: territorial, personal, nacional-estatal y universal (o de la comunidad mundial de intereses). Estos principios son autónomos pero no aislados entre sí, ni contrapuestos e inconciliables, sino complementarios e interrelacionados. A continuación estudiaremos el principio de

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territorialidad, dejando el estudio del resto de principios para el capítulo siguiente.

II. PRINCIPIO TERRITORIAL 1. ORÍGENES Y FORMULACIÓN DEL PRINCIPIO DE TERRITORIALIDAD El principio territorial o de territorialidad es un principio de rancio abolengo histórico, formulado con nitidez por el Marqués de BECCARIA en su famoso Tratado De los delitos y de las penas (1764) en los términos siguientes: «Dentro de los confines de un país no debería haber algún lugar independiente de las leyes. Su poder debería seguir a todo ciudadano como la sombra al cuerpo» (al respecto, ROMEO MALANDA). Posteriormente, como muchos de los principios definidores y constitutivos de los Estados modernos, devendrá una conquista definitiva con la Revolución francesa (1789). Ello no quiere decir que sea propiamente un producto de la ideología de la Ilustración, pues ya existía desde antes. En la actualidad es admitido en casi todas las legislaciones como principio básico regulador de la eficacia de la ley penal en el espacio. Conforme al principio de territorialidad, corresponde aplicar la ley penal de un Estado a todos los delitos cometidos en el territorio de ese Estado, con independencia de la nacionalidad del delincuente y de la víctima, y sea cual sea el bien jurídico que vulnere.

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Ejemplo: conforme al principio de territorialidad, corresponde aplicar la ley española si un alemán mata a un sueco en Mallorca; al autor de la falsificación documental de una empresa americana con sede en España en unos negocios con una multinacional japonesa, etc.

2. FUNDAMENTOS DEL PRINCIPIO TERRITORIAL El principio de territorialidad se apoya en diversos fundamentos jurídicos. El más tradicional es el de la soberanía del Estado (JIMÉNEZ DE ASÚA, CEREZO MIR, COBO DEL ROSAL/VIVES ANTÓN, LUZÓN PEÑA, BUSTOS RAMÍREZ/HORMAZÁBAL MALARÉE). Junto a él, se sitúan otros fundamentos empíricos: utilidad práctica, inmediatividad de los medios de prueba, conveniencia de los fines de la pena, etc. (DÍEZ SÁNCHEZ). A continuación hacemos un somero repaso de ellos. 1) La soberanía del Estado es el criterio que mide y delimita el territorio de un Estado, donde este ejerce su competencia. El territorio del Estado es, pues, el ámbito espacial en el que impera la soberanía nacional, de manera que los actos delictivos que se cometan en el mismo serán competencia de ese Estado y serán juzgados por la ley local, al margen de si autor y víctimas son nacionales o extranjeros. Sensu contrario, más allá no hay, a efectos

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penales, territorio: a un delito cometido un milímetro más allá de la frontera de un país no es aplicable la ley penal de ese Estado. El lugar de comisión del delito (locus commissi delicti) es, pues, el factor decisivo a efectos de determinar la competencia de una ley para conocer de ese hecho delictivo.

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El criterio de la soberanía, que parece tan claro, es a veces fuente de problemas difícilmente resolubles: de una lado, debidos a la propia crisis del concepto de soberanía estatal, que lleva a un progresivo debilitamiento de las tradicionales fronteras estatales ante flagrantes violaciones de bienes jurídicos (piénsese, p. ej., en los supuestos de genocidio, terrorismo internacional, violaciones de derechos humanos, etc.: así los recientes atentados terroristas del el 11-S de 2001 en Nueva York, o del 11-M de 2004, en Madrid); de otro lado, porque la ley penal tiene, en ocasiones, una aplicación ultraterritorial, más allá del territorio de un Estado: cuándo, en qué supuestos, bajo qué condiciones, puede tener una norma estatal eficacia ultraterritorial, lo veremos más adelante.

2) Otro fundamento, de carácter empírico y práctico, que ofrece respaldo al principio de territorialidad es la inmediatividad de los medios de prueba. Así, por ejemplo, es lógico aplicar la ley española a un delito llevado a cabo entre extranjeros en Madrid, porque es más fácil y conveniente realizar la investigación en el lugar de la comisión de los hechos delictivos: allí se pueden conseguir y verificar con mayor certeza las pruebas requeridas en el proceso, imprescindible garantía de un correcto enjuiciamiento, con la inmediata posibilidad de comprobar y valorar los actos con relevancia penal que ayuden a un mejor servicio de la Justicia penal. En suma: en el lugar de los hechos puede realizarse una más precisa investigación judicial y arribar, por tanto, a resultados más justos. 3) Finalmente, algún autor ha señalado que el cumplimiento de las funciones propias de la pena se logra del modo más efectivo, tanto en el plano de la afirmación del Ordenamiento jurídico quebrantado por la comisión delictiva (fin de prevención general), como en el marco de la adecuada satisfacción de los esenciales fines preventivos que la pena persigue (fin de prevención especial), mediante la aplicación de la legislación penal vigente exactamente en el lugar en que tuvo lugar la realización del delito. — Desde el punto de vista de la prevención general, se alcanzaría este fin con más facilidad si se enjuicia y sanciona un hecho realizado en un Estado con su propia ley: por ejemplo, la reafirmación del ordenamiento jurídico (prevención general positiva) sería más viable cuando un delito de asesinato cometido en Sevilla sea juzgado y condenado con la ley española. Ello daría la sensación de que la ley se aplica, de que la ley está vigente y tiene validez (CEREZO MIR). — En cambio, desde la óptica de la prevención especial, y frente a lo que sostiene algún autor (CEREZO MIR), el efecto de aplicar la ley del lugar a todos los sujetos que delincan en él (ya sean nacionales, ya extranjeros) sería más regresivo favoreciendo la desocialización del delincuente, especialmente si es foráneo. Por ello, no es verdad que el principio de territorialidad favorezca los fines de prevención especial, sino que los entorpece y dificulta. Precisamente para evitar la desocialización y desarraigo del delincuente extranjero se prevé

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en ocasiones la posibilidad de cumplir la pena en país diferente a aquel donde se cometió el hecho y con arreglo al cual se juzgó el delito. Ejemplo: un español condenado a pena privativa de libertad en China, podría cumplir la condena en España, favoreciendo de este modo los fines resocializadores de prevención especial. Esta plausible posibilidad no cuestiona el Ius Puniendi del Estado en el que se comete el delito ni supone una excepción al principio de territorialidad: el español que, condenado en China, cumple posteriormente condena en España es juzgado y condenado en el lugar en el que se cometió el delito por las leyes chinas, de modo que China ejerce su Ius Puniendi estatal y sus leyes rigen, conforme al principio de territorialidad, para todos los delitos cometidos en el territorio del Estado. Lo único que sucede en este hipotético caso es el cumplimiento de una sentencia condenatoria en el Estado de que sea natural un sujeto que delinque en el extranjero.

En todo caso, el fundamento de una mayor conveniencia de los fines de la pena debe ser relativizado. Lo importante no es tanto que todos los sujetos cumplan sus condenas en el lugar en que delinquieron cuanto que en efecto sea efectiva la condena y la cumplan en cualquier lugar de la manera más segura y menos gravosa posible (o sea, en el lugar donde se generen menores quebrantos en su socialización: en su Estado de origen). Los fines de prevención especial se cumplen con mayor rigor y exactitud si la condena se cumple en el país donde el delincuente esté más integrado: generalmente su país de origen, donde radique su familia, o su puesto de trabajo, etc. Por ello, quizá fuera conveniente, con carácter general, propugnar que en todos los casos en los que un sujeto comete un delito en el extranjero pueda cumplirse la condena en el Estado de la nacionalidad del autor del delito. Esta posibilidad encontraría graves dificultades prácticas en los supuestos en que el Estado condenante imponga una modalidad de pena inexistente en el Estado de origen del autor del delito (p.ej.: cadena perpetua), o una pena que sólo pueda ser cumplida en el lugar donde se imponen (v.gr. determinados trabajos en beneficio de la comunidad, etc.). En estos supuestos sería necesario encontrar un equivalente funcional de la pena inicialmente impuesta.

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3. PREVISIÓN LEGAL Pese a la trascendencia del principio territorial, el Código penal español no lo reconoce expresamente, a diferencia de otros textos penales como el StGB alemán, cuyo § 3 («Validez para hechos cometidos en el interior del país») afirma lo siguiente: «La ley penal alemana rige para hechos que sean cometidos dentro del territorio nacional». Sí se regulan, de una manera un tanto asistemática, en otras sedes normativas: — Con carácter general, el art. 8.1 del Código Civil, el cual —dentro de su Título preliminar— dispone que «las leyes penales, las de policía y las de seguridad pública obligan a todos los que se hallan en territorio español». Esta proclamación positiva, en sede ajena a la legislación penal, no impide apreciar la trascendencia del principio territorial en el ámbito penal, donde todos los delitos cometidos en territorio español serán juzgados por ley española, con independencia de la nacionalidad de los sujetos intervinientes.

— De manera indirecta, el art. 23.1 de la Ley Orgánica del Poder Judicial, que realmente no se refiere a la ley aplicable sino a la jurisdicción: «En el orden penal corresponderá a la Polaino, Navarrete, Miguel. Lecciones de derecho penal. Parte general. Tomo I, Difusora Larousse - Editorial Tecnos, 2013. ProQuest Ebook Central, http://ebookcentral.proquest.com/lib/bibliotecaustasp/detail.action?docID=4870484. Created from bibliotecaustasp on 2018-08-04 08:39:41.

jurisdicción española el conocimiento de las causas por delitos y faltas cometidos en territorio español o cometidos a bordo de buques o aeronaves españoles, sin perjuicio de lo previsto en los tratados internacionales en que España sea parte». En la LOPJ se consagra el criterio llamado del «pabellón», de la «bandera» o de la «matrícula» de la embarcación o de la aeronave, de manera que si la bandera fuera española se aplicará ley española para los delitos cometidos dentro de la embarcación o aeronave, cualesquiera que fuere la naturaleza de las mismas y el lugar en que se hallaren.

— Además, se hacen eco del principio de territorialidad otras normas españolas como la Ley penal y disciplinaria de la Marina mercante y la Ley penal y procesal de la Navegación aérea, respecto al territorio marítimo y aéreo. El reconocimiento positivo del principio territorial se complementa, en relación específica al ámbito aeronáutico, con la consignación de la competencia judicial correspondiente al lugar del primer aterrizaje en territorio nacional (art. 1, párrafo segundo, de la LO 1/1986, de 8 de enero, de supresión de la Jurisdicción Penal Aeronáutica y adecuación de las penas por infracciones aeronáuticas).

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4. ÁMBITO DE RELEVANCIA: EL CONCEPTO NORMATIVO DE «TERRITORIO» Ya sabemos que en todo el territorio nacional impera la ley del Estado. Pero cabe preguntarse: ¿Qué abarca el territorio? ¿Es sólo el territorio físico o terrestre (la tierra) o también el territorio fluvial (ríos, lagunas) y el territorio aéreo (el aire)? ¿Y sólo eso o algo más? A continuación veremos qué significa territorio a efectos penales en toda su extensión. Antes nos interesa señalar que la noción penal de territorio es un concepto normativo, no naturalista, ni ontológico, ni prejurídico porque no se corresponde con el concepto geográfico o físico de territorio. Se trata, pues, de un concepto creado ad hoc por el propio ordenamiento jurídico (ROMEO MALANDA). El territorio en sentido penal no es, pues, únicamente el territorio terrestre sino algo más: todos aquellos lugares sobre los que se extiende la plena soberanía del Estado. Estos lugares no son sólo terrestres (territorio real) sino también ultraterrestres y marítimos, así como las aeronaves y buques españoles (los llamados territorios fictos o ficticios). Resumidamente: Territorio en sentido jurídico-penal = territorio real (espacio terrestre) + territorios ficticios (espacios marítimo y aéreo, aeronaves, buques, etc.). Veamos más detenidamente cada parte de este concepto. A) Territorio terrestre El territorio terrestre es la porción de tierra (peninsular e insular) más las aguas interiores situadas dentro de las fronteras del Estado. Este concepto terrestre o geográfico es el ámbito principal de extensión del territorio soberano de un Estado, pero no el único: el concepto penal de territorio es más amplio que el territorio en su acepción geográfica.

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El territorio terrestre de España, cuya extensión ocupa 504.645 km², abarca las siguientes áreas: a) La plataforma terrestre española, continental e insular: la Península Ibérica (menos Portugal), los archipiélagos de las Islas Baleares y las Islas Canarias, así como las plazas o territorios de soberanía en el Norte de África (Ceuta, Melilla, Islas Chafarinas y los Peñones de Alhucemas y Vélez de Gomera), la Isla de los Faisanes (la más pequeña del mundo, de dos mil metros cuadrados, situada en el río Bidasoa, entre Irún y Hendaya, que —en virtud del Convenio de Bayona (firmado el 27 de marzo de 1901 y ratificado por España mediante instrumento de 12 de agosto de 1902)— pertenece pro indiviso a España y Francia, aplicándose cada una de las jurisdicciones durante seis meses al año), el enclave de Llivia (en los Pirineos), la Isla de Alborán (tradicional refugio de pescadores en el Mar Mediterráneo), así como un conjunto de islas adyacentes e islotes menores dotados fundamentalmente de valor geofísico y significación estratégica, y que — circunstancialmente— alcanzaron esporádica actualidad política (como el Islote Perejil, un islote deshabitado, de 0,15 km2 de extensión y situado en el Estrecho de Gibraltar, a 200 m de la costa africana y 8 km de Ceuta, fue objeto de una disputa diplomática entre España y Marruecos, en 2002, que lo reclamaban como propio. Luego de la controversia, ambos países firmaron un documento comprometiéndose a desalojar el islote, eliminar los símbolos de soberanía —banderas, etc.—, pero sin renunciar ni ceder la discutida soberanía al respecto). b) El subsuelo terrestre: zona subyacente a la superficie terrestre (también la subyacente a la superficie marítima o mar territorial), sin limitación de profundidad en tanto no exista disposición estatal en contrario (ROMEO MALANDA). Así, si se comete un delito en el interior de una explotación minera, a cien metros de profundidad sobre el nivel del mar, también corresponde aplicar la ley española. c) Las sedes físicas de las embajadas y representaciones diplomáticas o consulares extranjeras (edificaciones y emplazamientos de su ubicación). Antiguamente se sostenía que en estos edificios, situados en un país extranjero, era competente la ley de la nación a la que representaran. Modernamente se considera, en cambio, que esos edificios integran parte del territorio nacional donde físicamente se hallen ubicados. De este modo, un delito cometido v.gr. en la sede de la Embajada alemana en Madrid será juzgado, aplicando el principio territorial, por la ley española, con independencia de la nacionalidad del autor del delito y del titular del bien jurídico lesionado. En todo caso, los edificios de sedes diplomáticas y consulares tienen reconocidos ciertos privilegios procesales (por ejemplo, los arts. 559, 560 y 562 LECr.; el art. 23 del Convenio de Viena de 1975 —sobre relaciones diplomáticas— y el art. 31 —sobre relaciones consulares—), que no cuestionan la aplicabilidad de la ley del lugar en que se hallen situados. d) Las bases militares extranjeras (hispano-norteamericanas) también conforman territorio español, en nuestro país, si bien se reconoce en este contexto cierto margen de competencia jurisdiccional extranjera, con la consiguiente previsión de normas para el establecimiento de la jurisdicción preferente y la regulación de cuestiones de competencia (CEREZO MIR, HIGUERA GUIMERÁ).

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B) Territorio pluvial (aguas interiores y mar territorial) El concepto jurídico-penal de territorio incluye también, además del territorio real o terrestre, el territorio pluvial (superficie acuosa y su subsuelo), que se halla integrado por las aguas interiores (ríos, lagos, lagunas, bahías y cualesquiera otros elementos naturales pluviales situados dentro de la superficie continental e insular) y el territorio marítimo, cuya delimitación no ha sido siempre uniforme ni es lo es tampoco en la actualidad en todos los países. En este último nos centramos a continuación. El territorio marítimo o mar territorial se halla constituido por la zona o franja de mar adyacente a las costas de un Estado. No todos los países siguen el mismo criterio para delimitar la extensión de sus aguas jurisdiccionales, si bien deben respetar los límites establecidos por el Derecho Internacional (ROMEO MALANDA). La regulación internacional de esta cuestión se llevó a cabo mediante la Convención sobre Derecho del Mar (CDM), de 10 de diciembre de 1982. Esta convención, en su art. 3, siguiendo una tradicional costumbre largamente arraigada y difundida en Derecho internacional, prevé un límite máximo de 12 millas marinas, equivalente a 22 km y 224 m. Además, los Estados ribereños podrán determinar su jurisdicción sobre el mar territorial contiguo a sus costas respetando el límite marcado convencionalmente. Así, la CDM regula la «zona contigua», que es la franja de mar inmediata al mar territorial. Según el art. 33 CDM, la anchura máxima de la zona contigua no puede ser superior a 24 millas marinas,

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contadas a partir de la línea de base desde la que se mide la anchura del mar territorial. En esta zona el Estado ribereño puede adoptar medidas de prevención y fiscalización. Junto al mar territorial y a la zona contigua, la CDM contempla la «zona económica exclusiva», adyacente a la zona contigua, y cuya extensión no puede superar las 200 millas marinas. En esta zona el Estado ribereño puede ejercer su soberanía con fines de exploración, conservación y administración de recursos naturales, vivos o no, etc. (arts. 55 a 57 CDM).

En España la extensión del mar territorial ha variado a lo largo de la Historia. En la actualidad comprende una extensión de 12 millas náuticas (Ley 10/1977, de 4 de enero, sobre Mar Territorial), límite máximo previsto en la CDM. Esta zona de mar territorial, en la que España ejerce su soberanía, se extiende sobre la columna de agua, el lecho, el subsuelo y los recursos del mar territorial adyacente a todas sus costas (art. 1, párrafo 2, de la Ley 10/1977). Es discutible si en el mar territorial adyacente a Gibraltar es competente la ley española o la ley británica. A nuestro juicio, corresponde reconocer la competencia a Gran Bretaña, que en este supuesto es el Estado ribereño (en contra, HIGUERA GUIMERÁ, que reconoce competencia a la ley española para los delitos y faltas cometidos en la zona de mar territorial adyacente al territorio gibraltareño). Además, también en España se ha establecido como anchura máxima de la zona contigua la de 24 millas marinas (ex art. 7.1 de la Ley 27/1992, de 24 de noviembre, de Puertos del Estado y de la Marina Mercante), y de la zona económica exclusiva la de 200 millas por el Cantábrico y el Atlántico (Ley 15/1978, de 20 de febrero). Por lo demás, dentro del concepto de territorio marítimo se considera incluidos los buques españoles, dondequiera que se encuentren, en los que se lleva a cabo la realización de alguno de los delitos descritos en la legislación penal especial. Se trataba del llamado principio o ley del pabellón, de la bandera o de la matrícula, consagrado expresamente en la legislación española (así: en el art. 10.2 Cc). Al considerar que los buques españoles forman parte del territorio español, con independencia del confín del mundo donde se hallen, se está manejando un concepto de territorio ficto o móvil, extendiéndose el territorio nacional a la propia sede traslaticia del vehículo constituido por la embarcación española. Este concepto extensivo de territorio no deja de generar ciertas dificultades interpretativas: por un lado, territorio es todo el ámbito donde haya soberanía (también los buques españoles, donde quiera se encuentren); por otro lado, la plena soberanía estatal (que faculta el ejercicio del Ius puniendi del Estado) sólo se ejerce en la zona de mar territorial. En las otras zonas de agua (zona contigua y zona económica exclusiva) la soberanía estatal no es plena, sino limitada a determinados fines de prevención, conservación, exploración, etc. Esta cuestión plantea el interrogante de si el Estado ribereño puede perseguir delitos (v.gr. delito ecológico: vertido de crudo, etc.) cometidos en alguna de esas dos zonas (contigua y económica exclusiva) o si, por el contrario, las limitadas facultades soberanas impiden al Estado ejercer su Ius puniendi en esa franja de mar. A mi juicio, si no hay soberanía plena, no puede perseguirse legítimamente delito alguno. De lege ferenda sería recomendable que se adoptara expresamente en España el sistema francés, conforme al cual procederá aplicar, para

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los delitos cometidos en alta mar, la ley del pabellón de la embarcación; y, para los delitos realizados en territorio marítimo extranjero, la legislación penal del país ribereño en cuyas aguas jurisdiccionales tiene lugar la ejecución del comportamiento delictivo. De ese modo, se impediría la impunidad de hechos delictivos cometidos en alta mar. C) Territorio aéreo

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El territorio aéreo es el espacio situado sobre el territorio terrestre y el territorio marítimo. Consecuentemente, la extensión del primero es dependiente de la amplitud de los segundos. El espacio aéreo, como el terrestre y el marítimo, forma parte del concepto penal de territorio y, en tanto tal, los delitos que se cometan en el espacio aéreo español estarán sujetos a nuestro Derecho penal. Tal exigencia afecta a todas las aeronaves que sobrevuelan el territorio aéreo español, independientemente de que las mismas sean de nacionalidad española o extranjera, pues en ambos casos es aplicable, conforme al principio territorial, el Derecho penal del país que ejerce la soberanía en ese espacio. El fundamento de la competencia sobre el territorio aéreo se sitúa, de igual modo, en el concepto de soberanía. Aunque no ha tenido un reconocimiento expreso en el Código penal, sí lo mencionan, además del art. 23.1 LOPJ, otras normas, como por ejemplo, el art. 1 de la Ley 48/1960, de 21 de julio, de Navegación Aérea (LNA); los arts. 11.4.ª y 13 ss. de la Ley 209/1964, de 24 de diciembre, penal y procesal de la Navegación Aérea (LPPNA) y el art. 1 y Disposición Final 2.ª de la LO 1/1986, de 8 de enero, de supresión de la Jurisdicción penal aeronáutica y de adecuación de penas por infracciones aeronáuticas. La LNA distingue dos clases de aeronaves españolas: de Estado y privadas. Las estatales (ya sean de carácter militar ya civil, pero destinadas exclusivamente a servicios estatales no comerciales), se consideran siempre territorio español, dondequiera que se encuentren (art. 6, párrafo segundo, LNA); las aeronaves privadas están sujetas a la ley penal española cuando vuelen por espacio libre, así como cuando se hallen en territorio extranjero o lo sobrevuelen, si no se oponen a ello las leyes extranjeras o los tratados internacionales vigentes (art. 6, párrafo segundo, LNA). No obstante esta prescripción, la ley aplicable en tales casos serán, por lo general, la ley del país por cuyo espacio aéreo se sobrevuela, en normal aplicación del principio de territorialidad. Lo mismo se prevé en España: las aeronaves extranjeras están sometidas a nuestro ordenamiento cuando se hallen o sobrevuelen territorio español (art. 7 LNA). Con ello, se confirma la vigencia del principio territorial terrestre, y —al mismo tiempo— se proclama expresamente el principio territorial aéreo. En función del carácter civil o militar de la aeronave, la ley aplicable si se cometen delitos será la legislación penal ordinaria o la legislación penal militar. La LPPNA garantiza penalmente los bienes jurídicos inherentes a la navegación aérea, incriminando determinados comportamientos delictivos que atentan a la seguridad personal y material en vuelo y al correcto ejercicio profesional aeronáutico, tales como los delitos contra la seguridad de la aeronave (arts. 13 ss. LPPNA), el tráfico aéreo (arts. 20 ss. LPPNA), el derecho de gentes (arts. 39 ss. LPPNA), la autoridad y el legítimo ejercicio del mando (arts. 45 ss. LPPNA), la fe pública aeronáutica (arts. 54 ss. LPPNA) y la propiedad (arts. 59 ss. LPPNA). A efectos de determinar los límites de vigencia de la ley penal en el espacio frente a los delitos aeronáuticos, el art. 11.4.ª LPPNA define el concepto de navegación, conforme al cual la navegación comienza en el momento en que una aeronave se pone en movimiento con su propia fuerza motriz para emprender el vuelo, y termina cuando, realizado el aterrizaje, queda aquella inmovilizada y son parados sus motores. En lo que hace a la competencia para conocer de las infracciones penales cometidas en vuelo, el art. 1 de la LO 1/1986, de 8 de enero, de supresión de la Jurisdicción penal aeronáutica y adecuación de penas por infracciones aeronáuticas, prevé que corresponderá conocer al órgano jurisdiccional competente en el lugar del primer aterrizaje de la aeronave en territorio español. Al propio tiempo, suprime la jurisdicción penal aeronáutica, y establece que de los delitos y faltas aeronáuticos conocerán los jueces y tribunales de la jurisdicción ordinaria (art. 1, párrafo primero, y su Disposición Transitoria de la LO 1/1986). En el plano jurídico-penal internacional, diversos Convenios suscritos por España, de forma expresa o implícita, reconocen la vigencia del principio territorial aéreo: merecen en este contexto mencionarse el Convenio de Chicago de 1944, el Convenio de Tokio de 1963, el Convenio de la Haya de 1970 y el Convenio de Montreal de 1971.

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D) Espacio ultraterritorial Junto a la superficie terrestre, marítima y aérea se sitúa otra ámbito quizá menos asible, pero de trascendental relevancia: el espacio ultraterritorial o ultraterrestre, también llamado espacio exterior, sidéreo o sideral, o más abreviadamente: el Espacio. Se trata de aquella región del universo que se halla más allá de la atmósfera terrestre (espacio exterior a la Tierra). ¿Qué sucede, por ejemplo, si a bordo de una nave espacial se comete un delito (astronauta mata a otro extrayéndole la máscara de respiración)? ¿Qué sucede si se delinque en la luna? ¿Qué legislación es competente para conocer de tales hechos? Esto es: ¿quién tiene soberanía en el Espacio? (ROMEO MALANDA). Con los movimientos de rotación y traslación del planeta Tierra, se varía constantemente el espacio situado encima de cada país. Ello hace imposible que se pueda aplicar el criterio tradicional de la soberanía al ámbito ultraterrestre o espacial. Las naves espaciales no pueden regirse por los principios y normas establecidos para las aeronaves (aviones etc.): dada la rapidez de sus desplazamientos, pueden permanecer únicamente durante unos segundos sobre el territorio de un Estado (CEREZO MIR). La creciente importancia jurídica y política del espacio, paralela al incesante desarrollo tecnológico y experimental, ha llevado a un desarrollo de una normativa jurídica internacional reguladora de ese ámbito ultraterritorial y al desarrollo de estudios al respecto en el seno de organizaciones internacionales como la Estación Espacial Internacional, el Centro Español de Derecho Espacial o la agencia espacial estadounidense (NASA). La norma jurídica primera y principal aprobada por unanimidad el 19 de diciembre de 1966 por la Asamblea General de las Naciones Unidas mediante su Resolución 2222/XXI es el «Tratado sobre los principios que deben regir las actividades de los Estados en la exploración y utilización del espacio ultraterrestre, incluso la Luna y otros cuerpos celestes», conocido abreviadamente como Tratado General del Espacio. A partir de su aprobación, fue abierto a la firma de los diferentes países y firmado simultáneamente en Londres, Moscú y Washington el 27 enero 1967, entrando a continuación. España lo ratificó en 1969. Un centenar de países lo habían ratificado en torno al año 2000 y otros 25 lo habían firmado (LACLETA MUÑOZ, CEREZO MIR). El Tratado General del Espacio proclama, entre sus principios jurídicos generales, los siguientes: — Prohibición de apropiación o reivindicación de soberanía, esto es: el espacio ultraterrestre no se halla sometido a la soberanía de ningún Estado particular. — Libertad e igualdad de todas las naciones en la exploración y utilización del espacio ultraterrestre en provecho e interés de todos los países. — Utilización de la luna y los demás cuerpos celestes exclusivamente con fines pacíficos. — Prohibición de poner en órbita de objetos portadores de armas nucleares o de destrucción masiva.

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— Jurisdicción y control por parte de cada Estado de naves y objetos ultraterrestres en él registrados, reconociéndole su competencia funcional durante la travesía del espacio aéreo y sobre el personal transportado (CEREZO MIR). — Responsabilidad internacional de los Estados por las actividades que realicen en el espacio ultraterrestre, incluidos la luna y otros cuerpos celestres.

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Esta responsabilidad internacional de los Estados se regula en los art. VI y VII del Tratado General del Espacio. El art. VI señala que los Estados «serán responsables internacionalmente de las actividades nacionales que realicen en el espacio ultraterrestre (...) los organismos gubernamentales o las entidades no gubernamentales y deberán asegurar que dichas actividades se efectúen en conformidad con las disposiciones del presente Tratado». Y sigue: «Las actividades de las entidades no gubernamentales en el espacio ultraterrestre (...) deberán ser autorizadas y fiscalizadas constantemente por el pertinente Estado parte en el Tratado». Este precepto prevé que la actividad espacial se lleve a cabo por entes no estatales sino privados, encomendando a los Estados de donde sean nacionales tales entes la regulación y el control de dicha actividad. Hasta el momento únicamente seis Estados han promulgado disposiciones de carácter general relativas a actividades espaciales realizadas por sus nacionales (LACLETA MUÑOZ). Por lo demás, el art. VII regula la responsabilidad por daños y perjuicios, imponiendo a cada Estado desde cuyo territorio o cuyas instalaciones se efectúe el lanzamiento la obligación de indemnizar a los perjudicados.

De la regulación jurídica contenida en el Tratado General del Espacio en relación a la determinación de la ley aplicable pueden extraerse dos ideas centrales sobre este inexplorado ámbito normativo. Por un lado, en el Espacio la soberanía no es de nadie en particular sino en todo caso compartida por todos. Por otro, cada Estado es responsable si entes estatales o incluso privados cometen delitos en el espacio ultraterrestre, habiendo de afrontar las indemnizaciones por daños y perjuicios. Ello significa, entonces, que los Estados son responsables y competentes a pesar de que no tienen soberanía nacional, esto es, a pesar de que el territorio no les pertenece. De ahí se extrae que el concepto tradicional de soberanía, que es considerado el criterio más consistente a la hora de determinar la ley aplicable en el espacio, no tiene cabida en el ámbito ultraterrestre. Después de la aprobación del Tratado General del Espacio, se han promulgado otras diversas normativas jurídicas. Entre ellas, la Convención sobre responsabilidad (1971), que regula la responsabilidad internacional de los daños causados por objetos espaciales. En ella, se reafirma la competencia y responsabilidad del Estado que realice un lanzamiento, habiendo de afrontar los daños causados por los objetos espaciales arrojados sobre la superficie terrestre, o a aeronaves en vuelo, incluidas personas o bienes a bordo.

III. PRINCIPIO PERSONAL 1. SIGNIFICADO, FUNDAMENTOS Y LÍMITES El criterio jurídico básico de determinación de la ley penal en el espacio es el principio de territorialidad, cuyo análisis realizamos en el Capítulo anterior. Conforme a este principio, la

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ley española se aplica a todos los delitos cometidos dentro del territorio español, con independencia de que el autor del delito y el titular del bien agraviado (víctima) sean españoles o extranjeros. Ahora bien, hay supuestos en los cuales los Tribunales de un país conocen también delitos cometidos por sus ciudadanos fuera de ese país, esto es, en el extranjero. Estos casos, complementarios del principio territorial, se prevén en varios principios jurídicos: a) principio personal; b) principio nacional-estatal y c) principio universal o de la comunidad mundial de intereses. La doctrina ha considerado, en ocasiones, que esos supuestos constituyen una excepción al principio de territorialidad (MEZGER, MORILLAS CUEVA), lo cual es incorrecto: propiamente son normas de complemento, o —por mejor decir— supuestos de extensión de la ley nacional más allá del territorio de ese país (CUELLO CONTRERAS). Veamos ahora el alcance esos supuestos, empezando por el principio personal. Conforme al principio de territorialidad, a efectos de determina la vigencia de la ley penal se atiende a un criterio espacial o territorial (esto es: lugar donde se cometió el delito). En cambio, el principio personal, de la personalidad o de la nacionalidad atiende preferentemente a un criterio personal, como es la nacionalidad del delincuente. Este principio permite extender la vigencia espacial de la ley penal, de manera que ya no se aplicaría solo a los hechos cometidos dentro de ese Estado sino que se aplicaría también a los realizados por ciudadanos nacionales fuera de su país. Este sistema considera personal la ley penal, de manera que la ley persigue al nacional dondequiera que vaya, como la sombra al cuerpo. El Estado que reclama la aplicación de su ley para un acto cometido en el extranjero estaría llevando a cabo una suerte de representación o gestión de negocios en nombre del Estado extranjero en el cual se delinque (MEZGER, JIMÉNEZ DE ASÚA). Para que pueda aplicarse la ley patria al nacional que delinque incluso fuera del territorio del Estado se requieren, lógicamente, unos requisitos que veremos más adelante. Primero expondremos la razón de ser (el fundamento jurídico) de este principio. La doctrina acostumbra a señalar que el principio de la personalidad se fundamenta en la relación de recíproca fidelidad que vincula a cada ciudadano con su Estado (MEZGER, MORILLAS CUEVA), de manera que ambos estarían obligados mutuamente (el uno a cumplir la ley y el otro a juzgar el delito) dondequiera que el ciudadano se encuentre y con independencia del lugar donde haya cometido el delito. Desde el punto de vista práctico pueden mencionarse otros fundamentos empíricos a favor del principio personal: — Facilitar la substanciación procesal de la causa en el propio país del ciudadano, aplicándole la ley del país de su nacionalidad. — Impedir la desocialización del delincuente, que sí podría producirse si el autor hubiera de cumplir larga condena en un país extranjero. — Eludir dificultades idiomáticas, culturales, sociológicas, asistenciales, etc. — Garantizar la igual en la aplicación de la norma, pues el sujeto sería tratado

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exactamente de igual manera que el resto de sus conciudadanos. — Reafirmar el principio constitucional de soberanía estatal así como la relación que vincula a cada Estado con sus respectivos ciudadanos. — Evitar la impunidad de conductas delictivas, que se daría en ciertos casos (p.ej. un sujeto del país A comete delitos en el país B, refugiándose a continuación en su país de origen. Si el país B reclama su extradición, y —por las causas que fuera— el país A se negara a ello alegando el principio de la no entrega del nacional, el hecho quedaría impune. Para evitar ello, ha de poder juzgarse el hecho conforme a la ley del país A. Este principio tiene, por lo general, varios límites y garantías jurídicos: — En primer lugar, para que el delito cometido en un país pueda ser juzgado en otro distinto ha de estar incriminado como delito también en el país donde se realiza. Si un español, por ejemplo, realiza en Alemania unas operaciones bancarias que en España serían delito pero en Alemania no, regresando a continuación a su país, no puede ser nunca sancionado conforme a las leyes españolas, porque en el lugar donde realizó el hecho la conducta era perfectamente permitida. — En segundo término, la persecución y el enjuiciamiento del autor han de ajustarse a las normas substantivas y procesales de Administración de la Justicia penal. — Y en todo caso, ha de observarse lo dispuesto en los Tratados internacionales sobre la materia.

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2. MODALIDADES DEL PRINCIPIO PERSONAL El principio personal admite ser entendido de diferentes maneras, en función de cómo se interprete el concepto de personalidad. A continuación veremos cuáles son esas diferentes modalidades, para pasar luego a exponer por cuál se decanta la legislación española. 1. Principio personal absoluto y excluyente: Conforme a esta acepción, la de un país sería aplicable siempre, en todo caso y exclusivamente a los nacionales de ese país, con independencia de donde cometan el delito y excluyendo siempre a los ciudadanos extranjeros (que, a su vez, serían juzgados por las leyes de su respectivo país). Se trata, como se ve, de una exacerbación extrema del principio de soberanía, conforma a la cual un Estado se hallaría vinculado territorial y extraterritorialmente con sus ciudadanos en todo momento: no podría separarse en ningún momento la ley de la persona del nacional: aquella perseguiría a este de manera permanente. Ejemplo: un ciudadano del país A delinque en los países B, C y D: de todos esos delitos sería juzgado de acuerdo con la ley de A; un ciudadano del país B delinque en A, C y D: se aplicaría, también, la ley del país del que el delincuente es nacional, en este caso B, etc. Algunos autores defendieron en épocas remotas esta concepción personalista absoluta. Ni que decir tiene que esta

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primera acepción del principio personal es anticuada y superada. Actualmente no se halla vigente en ningún país.

2. Principio personal de la doble nacionalidad: Esta segunda acepción exige que, para que un Estado pueda juzgar los delitos de sus nacionales cometidos en el extranjero, ambos sujetos (tanto el autor como la víctima) han de ser nacionales, de ahí la denominación doble nacionalidad (del sujeto activo y del pasivo). El fundamento que habla a favor de esta concepción se halla en el interés exclusivo del Estado tanto en proteger a sus ciudadanos como en sancionar a aquellos de sus ciudadanos que cometan delitos. En este caso, el Estado que aplica la ley solo se dirigiría contra ciudadanos nacionales, y nunca castigaría a los ciudadanos extranjeros que atentaran contra sus nacionales en el extranjero. Ejemplo: un matrimonio del país A se va de vacaciones al país B. Allí, el marido viola a la mujer y posteriormente regresan a su país de origen. El delito de violación, no obstante haber sido cometido en el extranjero, sería juzgado por Tribunales del país al que ambos pertenecen.

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3. Principio personal de personalidad pasiva: Una tercera acepción del principio personal considera aplicable la ley de un país a un delito cometido en el extranjero únicamente cuando la víctima de ese delito sea nacional del primer país. De acuerdo a esta acepción, se puede llegar a castigar a un ciudadano extranjero que lesiona, en su país, a un sujeto nacional del Estado que aplica la ley. Por eso se habla, en este caso, de personalidad pasiva o impropia, pues exige únicamente la nacionalidad del sujeto pasivo del delito. Ejemplo: una joven se va de vacaciones al país A, donde es objeto de diversos robos cometidos por ciudadanos de ese país. Cuando vuelve a casa, denuncia, en su país de origen, los hechos. La ley de su país de origen podría proceder contra los autores, aunque fueran extranjeros. Algunos autores rechazan esta doctrina alegando que el Estado que reclama ejercer su poder punitivo contra extranjeros por lesionar bienes de sus propios nacionales no solo se está interfiriendo en el ámbito soberano de otro Estado (injerencia) sino que, al mismo tiempo, agravia a ese otro Estado, al manifestar un desprecio contra su sistema de Administración de Justicia.

4. Principio personal puro o de la personalidad activa: Finalmente, una última acepción del principio personal exige que el autor del delito cometido en el extranjero sea nacional del Estado que pretende aplicar la ley, siendo indiferente la nacionalidad del sujeto pasivo. Por ello, se habla de personalidad o nacionalidad activa (del sujeto activo del delito) o — también— sujeción personal activa (relación entre el Estado y sus ciudadanos). Ejemplo: un sujeto del país A comete, durante un verano, varios delitos en el extranjero, regresando a continuación a su país de origen, donde se refugia. Conforme a esta acepción, podría ser juzgado y condenado conforme a la ley de sus país, aunque los hechos se cometieron en el extranjero y contra intereses extranjeros.

3. EL PRINCIPIO PERSONAL EN LA LEGISLACIÓN PENAL ESPAÑOLA Polaino, Navarrete, Miguel. Lecciones de derecho penal. Parte general. Tomo I, Difusora Larousse - Editorial Tecnos, 2013. ProQuest Ebook Central, http://ebookcentral.proquest.com/lib/bibliotecaustasp/detail.action?docID=4870484. Created from bibliotecaustasp on 2018-08-04 08:41:42.

Una vez expuestos las diferentes acepciones del principio personal cabe preguntarse: ¿Acoge la legislación española este principio? Y en caso afirmativo: ¿Por qué acepción del mismo se decanta?

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1. En relación a la primera pregunta la respuesta es: sí. En concreto, el art. 23.2 LOPJ de 1985, justo después de declarar la validez del principio territorial, acoge también el principio personal al disponer que la jurisdicción española «conocerá de los hechos previstos en las leyes penales españolas como delitos, aunque hayan sido cometidos fuera del territorio nacional, siempre que los criminalmente responsables fueren españoles o extranjeros que hubieren adquirido la nacionalidad española con posterioridad a la comisión del hecho», y todo ello bajo unos requisitos que veremos más adelante. 2. La respuesta a la segunda pregunta es la siguiente: la LOPJ, con una dicción legal errónea y confundidora, acoge el principio personal puro o de la personalidad activa, así como también el principio de la doble nacionalidad. Esto es: admite que los Tribunales españoles conozcan los delitos cometidos por ciudadanos españoles fuera de España, ya sea contra ciudadanos extranjeros (principio personal puro o de la personalidad activa) ya contra ciudadanos también españoles (principio de la doble nacionalidad). Pero, además, admite la LOPJ una particularidad extensiva, cual es: que puede aplicarse la ley española al nuevo ciudadano español, esto es, al sujeto que —en el momento de cometer el hecho era extranjero — y luego se refugia en España donde adquiera la nacionalidad española. La normativa española contempla, pues, estas cuatro combinaciones: a) Nacional-nacional: un sujeto español acude con su pareja, también española, a Marruecos para pasar el fin de semana. Allí la somete a diversas vejaciones, agrediéndola sexualmente. A continuación, regresan a España. b) Nacional-extranjero: un español acude un verano a Francia (u otro país extranjero) donde comete diversas estafas contra ciudadanos franceses y alemanes, retornando a continuación a España c) Extranjero luego nacionalizado español-español: un sujeto italiano roba diversas pertenencias a una turista española en Roma. Luego huye de su país refugiándose en España, donde se nacionaliza español después de cometer el hecho. d) Extranjero luego nacionalizado español-extranjero: un súbdito alemán viola a su novia alemana, abandonándola posteriormente y huyendo a Mallorca, donde se refugia. Aquí, adquiere la nacionalidad española con posterioridad al hecho. En los cuatro casos, se aplica la ley española al delito cometido fuera de España: 1) siempre que el autor sea español (de origen o nacionalizado) y 2) con independencia de la nacionalidad de las víctimas (ya sean españolas o extranjeras). En cambio, no se aplica la ley española aunque la víctima sí lo sea: 1) si el delincuente es extranjero (y no se nacionaliza español) y 2) si la infracción cometida en el extranjero no era

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un delito, sino una falta. La anterior LOPJ, de 15.IX.1870, en sus arts. 339 y 340, consideraba aplicable la ley española a los delitos graves (y no meros delitos leves ni faltas) cometidos en el extranjero por un nacional frente a otro nacional, esto es: únicamente admitía la combinación español-español. No se regulaba el supuesto de cambio de nacionalidad, lo cual generaba una laguna legal considerable: el hecho quedaba impune, al no poder perseguirse el delito conforme a la ley española porque, en el momento de cometer el hecho, el autor no era español sino extranjero; y de otro lado, tampoco podía procederse a efectuar la entrega del actual nacional a ningún país extranjero, por estar legalmente prohibida la extradición del nacional.

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3. Por lo demás, el art. 23.2 LOPJ, para que la ley española fuera extenderse a un delito cometido fuera de España, prevé los requisitos siguientes: a) Doble incriminación, esto es, que el delito cometido en el extranjero que se va a perseguir en España ha de ser delito tanto en nuestro país como en el lugar de su comisión. Este requisito rige salvo que alguna declaración o Tratado internacional lo excluya expresamente (art. 23.2,a LOPJ). b) Interposición de denuncia o querella por parte del sujeto pasivo del delito (agraviado) o del Ministerio Fiscal (art. 23.2,b LOPJ). La limitación a estos dos únicos sujetos es errónea o, al menos, incompleta, pues en determinados supuestos hay personas legitimadas para querellarse sin ser sujeto pasivo del delito ni parte de la Fiscalía (en el mismo sentido, DÍEZ SÁNCHEZ): por ejemplo, el representante legal (tutor, curador, etc.) del agraviado si este fuera menor de edad, inimputable por enfermedad mental, etc. c) Ausencia de absolución, indulto o cumplimiento total de la condena (art. 23.2,c LOPJ): por último, como es lógico, para que un delito cometido en el extranjero pueda ser sancionado y cumplida la condena en España se exige que el sujeto siga teniendo responsabilidad penal pendiente: es decir, que no haya sido absuelto (declarado inocente), ni indultado (exento de cumplir la condena) ni haya cumplido la pena ya en su totalidad. En esos supuestos, las cuentas del delincuente con la Justicia ya están saldadas y nada tiene que hacer la Justicia española al respecto. Si el sujeto hubiera cumplido parte de la condena, se le descontará de lo que le corresponde por cumplir.

IV. PRINCIPIO NACIONAL-ESTATAL 1. SIGNIFICADO Y FUNDAMENTO Junto a los principios territorial y personal, existe un tercero llamado principio real, de protección o nacional-estatal, que se fundamenta, asimismo, en la necesidad de fortalecer la idea de soberanía del Estado y que resulta complementario de los dos anteriores. Conforme a este principio, existen determinados bienes o intereses que afectan a un Estado de por sí. Por ello, si esos bienes o intereses resultan lesionados incluso en el extranjero (ya sea por mano

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de extranjeros o de nacionales), el Estado agraviado será competente para perseguirlos, porque afecta a bienes constitutivos y estructurales de su composición como Estado: nadie más autorizado que el mismo Estado para perseguir, incluso en el extranjero, esos bienes que le afectan directamente. El eje sobre el que se mueve el principio nacional-estatal no es, pues, el territorio (ratione loci, por razón del lugar en que se cometa el delito: como sí sucede en el principio de territorialidad) ni tampoco el elemento subjetivo de la personalidad o nacionalidad del autor (ratione personae: así, en el principio personal) sino por razón de la especialidad de los concretos bienes afectados: ratione materiae. A este principio se le llama nacional-estatal, precisamente por la naturaleza de los bienes afectados que son de carácter nacional y afectan al Estado en su conjunto. También se le llama real o de protección, porque el Estado que ejercita sobre ellos su poder punitivo pretende una protección real e integral de sus intereses lesionados. Estos bienes son de carácter supraindividual.

2. REGULACIÓN POSITIVA EN LA LEGISLACIÓN ESPAÑOLA

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El art. 23.3. LOPJ consagra el principio nacional-estatal conforme al cual los Tribunales españoles conocerán determinados delitos (en cuya mención ahora nos detendremos), que afectan a intereses españoles y que hayan sido cometidos en el extranjero bien por ciudadanos extranjeros bien por propios españoles. La proclamación legal de este principio se lleva a cabo mediante una descripción lingüística incorrecta y gramaticalmente desastrosa. El art. 23.3 LOPJ menciona que la jurisdicción española conocerá de determinados «hechos (...) cuando sean susceptibles de tipificarse» como delitos según la ley española. La norma quiere decir, en puridad, que la Justicia española conocerá esos delitos, es decir, hechos no solo tipificados sino también culpable y punibles. Pero al emplear la fórmula hechos susceptibles de tipificarse lo que está diciendo es que los hechos no han sido todavía tipificados (y, por tanto, no pueden ser delitos) sino que solamente son idóneos de una tal tipificación: un hecho no tipificado, por muy susceptible de tipificación que sea, no puede ser constitutivo de delito alguno.

¿Cuáles son los delitos que afectan bienes nacional-estatales, y que los tribunales españoles podrán conocer ratione materiae? El mismo artículo citado menciona una lista cerrada (numerus clausus) de esos delitos, que podemos clasificar de la siguiente manera: 1. Delitos contra la seguridad o contra instituciones del Estado: Este primer grupo de delitos es herencia de una vieja tradición histórica, pues en lo substancial ya se mencionaban en la LOPJ de 1870. Los delitos comprendidos son: traición, delitos contra la paz o la independencia del Estado, delitos contra la Familia Real (el Rey, la Reina, el Príncipe); delitos de rebelión y sedición y delitos de falsificación de la firma o estampilla reales, del sello del Estado, de la firma de los Ministros y de los sellos públicos u oficiales [art. 23.3, letras a), b), c) y d) LOPJ].

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2. Delitos contra el sistema financiero o crediticio: Un segundo grupo de delitos, también de cuño tradicional, engloba aquellas figuras delictivas que pueden desestabilizar el sistema financiero de un país: Falsificación de moneda española y su expedición, cualquier otra falsificación que perjudique directamente al crédito o intereses del Estado, así como la introducción o expedición de lo falsificado y los delitos relativos al control de cambios [art. 23.3, letras e), f), i) LOPJ]. 3. Delitos contra autoridades o funcionarios públicos españoles: Este tercer grupo de delitos es, en cambio, de introducción relativamente moderna: no los contemplaba la LOPJ de 1870, sino que fueron introducidos en la LOPJ de 1985. Los tipos de delitos aludidos son: el atentado contra autoridades o funcionarios públicos españoles y los perpetrados en el ejercicio de sus funciones por funcionarios públicos españoles residentes en el extranjero y los delitos contra la Administración Pública española [art. 23.3, letras g) y h) LOPJ]. La regulación que ofrece el LOPJ es altamente deficitaria. Se observa un profundo desfase entre esa regulación y la contenida en el CP. Además, no se explica que la LOPJ incorpore algunos delitos y deje, sin embargo, muchos otros —en principio, de mayor relevancia— fuera de consideración. Urge, pues, una armonización y una actualización de ambos cuerpos normativos. La «falsificación de estampilla real», por poner es un ejemplo, es un delito casi anecdótico. Sin embargo, no se incluyen en la lista delitos cibernéticos (cometidos a través de internet), que puedan causar grandes perjuicios a España (operaciones bancarias, estafas, etc.).

V. PRINCIPIO UNIVERSAL

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1. BIENES JURÍDICOS DE LA COMUNIDAD MUNDIAL Finalmente, nos encontramos con el principio universal o de Justicia universal, en el que prima la idea de la comunidad mundial de intereses: un conjunto de bienes jurídicos supranacionales, cuya titularidad no es nacional, sino que corresponde a la propia comunidad internacional. Este principio pone de manifiesto la existencia de ciertos delitos cuya relevancia trasciende las barreras de un propio Estado y se convierte en un problema o interés de carácter universal: los delitos de lesa humanidad, que no son interés de un solo Estado, sino de la comunidad internacional: esta es la principal interesada en la salvaguarda punitiva de tales bienes. En estos casos, al tratarse de bienes o intereses que afectan a todos los países, es competente para el juzgamiento el Estado en que se produce la detención del delincuente (iudex deprehensionis), con independencia de la nacionalidad del autor y de la víctima y del lugar de la comisión del delito. Determinar qué bienes jurídicos dejan de ser interés de un solo Estado para convertirse en «patrimonio de la Humanidad» es, ciertamente, complejo. De un lado, existe el problema de la uniformidad de las leyes penales nacionales: no todos los países contienen la misma regulación penal para reprimir los ataques a determinados bienes. De otro lado, los Estados son, por lo general, poco receptivos a la hora de ceder parte de su soberanía estatal en el ejercicio del poder punitivo. En los supuestos de bienes universales la tradicional noción de soberanía estatal se queda, además, un poco estrecho. Por eso

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podemos hablar, en estos casos, de una soberanía interestatal o compartida, que resulta más acorde al en el mundo globalizado de la actualidad. En todo caso, es evidente que en determinadas materias existen ideales o preocupaciones comunes a todos los Estados en casos como combate de la criminalidad organizada, tráfico de drogas o de personas, terrorismo, genocidios, prostitución, pedofilia, etc.

2. LA TRASCENDENCIA DEL PRINCIPIO DE JUSTICIA UNIVERSAL EN LA JURISPRUDENCIA

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CONSTITUCIONAL

La trascendencia jurídica del principio de Justicia universal, tan ampliamente cuestionado, ha sido respaldada recientemente por el Tribunal Constitucional español en su Sentencia de 237/2005, de 26.IX.2005 (Ponente: JIMÉNEZ SÁNCHEZ), a propósito del «caso Guatemala» (delitos de genocidio, torturas, terrorismo, asesinato y detención ilegal, perpetrados en aquel país entre los años 1978 y 1986 por determinados gobernantes, donde murieron más de 200.000 personas). La STC 237/2005 reconoce a los tribunales españoles plena competencia para conocer de aquellos hechos realizados en el extranjero a manos de autores extranjeros aunque las víctimas no sean españolas. Con ello, la STC anula la SAN de 13.XII.2000 y la STS de 25.II.2003, que había negado la jurisdicción española para aquellos crímenes, salvo que existieran víctimas españolas que establecieran un «vínculo de conexión». En sentido contrario, la STC 237/2005 declara que «(l)a exégesis manejada por la Sentencia del Tribunal Supremo implicaría [...] que el delito de genocidio sólo sería relevante para los Tribunales españoles cuando la víctima fuera de nacionalidad española y, además, cuando la conducta viniera motivada por la finalidad de destruir el grupo nacional español» (FJ. 9), lo que supone introducir un requisito que no es exigido por la LOPJ a efectos de dar vigencia al principio universal. Por ello, la STC 237/2005 fortalece ampliamente el carácter universal de dicho principio al sostener que «(l)a persecución internacional y transfronteriza que pretende imponer el principio de justicia universal se basa exclusivamente en las particulares características de los delitos sometidos a ella, cuya lesividad (paradigmáticamente en el caso del genocidio) trasciende la de las concretas víctimas y alcanza a la Comunidad Internacional en su conjunto. Consecuentemente su persecución y sanción constituyen, no sólo un compromiso, sino también un interés compartido de todos los Estados (según tuvimos ocasión de afirmar en la STC 87/2000, de 27 de marzo, FJ 4), cuya legitimidad [...] no depende de ulteriores intereses particulares de cada uno de ellos» (FJ. 9). En todo caso se reconoce la prioridad del locus delicti, esto es: del lugar donde se haya cometido en el delito. No tendría sentido que se inmiscuyeran y declararan su competencia países extranjeros si el Estado donde se han producido los genocidios ya está investigando judicialmente el asunto. Ante esa «concurrencia de jurisdicciones, y en aras de evitar una eventual duplicidad de procesos y la vulneración de la interdicción del principio ne bis in idem, resulta imprescindible la introducción de alguna regla de prioridad. Siendo compromiso común (al menos en el plano de los principios) de todos los Estados la persecución de tan atroces crímenes por afectar a la Comunidad Internacional, una elemental razonabilidad procesal y político-criminal ha de otorgar prioridad a la jurisdicción del Estado donde el delito fue cometido» (STC 237/2005, FJ. 4).

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Esta STC ha representando un importante impulso para el reconocimiento del principio de Justicia universal por tribunales españoles. La justicia española ha reconocido su competencia, por ejemplo, en varios casos durante los últimos años, como el genocidio cometido durante la Dictadura argentina, el genocidio cometido durante el holocausto nazi o el genocidio cometido en el Tibet.

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3. EL PRINCIPIO DE JUSTICIA UNIVERSAL EN LA LEGISLACIÓN ESPAÑOLA La legislación española se ha hecho eco de la necesidad de proteger estos bienes de titularidad universal, proclamando el principio universal expresamente en el art. 23.4 LOPJ. Este precepto, modificado recientemente en 2007 y —más intensamente aun— por obra de la LO 1/2009, declara a la jurisdicción española competente para juzgar ciertos delitos de interés universal, cometidos fuera del territorio español, y al margen de que los autores sean ciudadanos nacionales o extranjeros. Esos delitos son los siguientes: genocidio y lesa humanidad, terrorismo, piratería y apoderamiento ilícito de aeronaves, delitos relativos a la prostitución y a la corrupción de menores e incapaces, tráfico ilegal de drogas psicotrópicas, tóxicas y estupefacientes, tráfico ilegal o inmigración clandestina de personas (sean o no trabajadores), delitos relativos a la mutilación genital femenina (siempre que los responsables se encuentren en España) y cualquier otro que, según los tratados y convenios internacionales, en particular los Convenios de derecho internacional humanitario y de protección de los derechos humanos, deba ser perseguido en España. Además, tras la reforma de 2009, el art. 23.4 LOPJ establece como novedad que «sin perjuicio de lo que pudieran disponer los tratados y convenios internacionales suscritos por España, para que puedan conocer los Tribunales españoles de los anteriores delitos deberá quedar acreditado que sus presuntos responsables se encuentran en España o que existen víctimas de nacionalidad española, o constatarse algún vínculo de conexión relevante con España y, en todo caso, que en otro país competente o en el seno de un Tribunal internacional no se ha iniciado procedimiento que suponga una investigación y una persecución efectiva, en su caso, de tales hechos punibles». Con ello, el legislador español ha introducido unas cortapisas a la virtualidad del principio de justicia universal, en sentido contrario al establecido en la citada STC 237/2005, en la medida en que ahora viene legalmente a exigir unas condiciones o requisitos, tanto de carácter positivo como negativo, como son: — De un lado, la necesidad de acreditar fehacientemente que los presuntos autores e intervinientes del delito en cuestión se encuentran en territorio español. — De otro, que entre las víctimas del delito se halle alguna de nacionalidad española. — O, alternativamente, que se constate cualquier otro algún vínculo de conexión relevante que relacione el delito en cuestión con la legislación española, de manera que justifique la necesidad de que España sea competente para investigar y enjuiciar el delito de que se trate. — Finalmente, como requisito negativo, es preciso igualmente que otro país competente u

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otro Tribunal internacional con preferencia a la legislación española no haya iniciado ya un procedimiento, investigación o persecución efectiva de tales hechos. Ello significa que, en tales casos, la jurisdicción española cede ante una jurisdicción de carácter preferente. — Además, según la nueva redacción del art. 23.4 LOPJ, «el proceso penal iniciado ante la jurisdicción española se sobreseerá provisionalmente cuando quede constancia del comienzo de otro proceso sobre los hechos denunciados en el país o por el Tribunal a los que se refiere el párrafo anterior». La razón de ser de la existencia del principio de Justicia universal radica en la imperiosa necesidad de reprimir determinadas conductas que afectan bienes de relevancia universal e impedir que queden impunes. Por ello, si un delincuente autor de delitos de genocidio, terrorismo o corrupción de menores, fuera detenido en España, procede su juzgamiento incluso si el delito fue cometido fuera del país y aun cuando el sujeto fuera extranjero. De este modo, se evita, por ejemplo, devolver al ciudadano a su país de origen con la eventualidad de que allí no fuera juzgado. En fin, la garantía de estos bienes universales deja de ser competencia de un solo Estado para convertirse en interés prioritario dentro de un foro cosmopolita (LANDROVE DÍAZ). 4. LA INTERNACIONALIZACIÓN DE LA JUSTICIA PENAL: LA CORTE PENAL INTERNACIONAL

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A) La adopción del Estatuto de Roma Los episodios de masiva devastación bélica (como las gigantescas atrocidades padecidas en Ruanda y Yugoslavia, atentados terroristas devastadores, conflictos bélicos, etc.) padecidos en los años 90 del siglo pasado situaron a la comunidad internacional en la apremiante circunstancia de arbitrar soluciones supranacionales a esos problemas mediante la inaplazable configuración y puesta en funcionamiento de una Jurisdicción penal supranacional. Así, bajo la directa inspiración del principio de garantía de bienes jurídicos de la comunidad mundial, la Asamblea General de las Naciones Unidas promocionó la instauración de un Tribunal o Corte Penal Internacional, abogando por su creación en el llamado Manifiesto de Nürnberg, firmado por los participantes en el Congreso de las Naciones Unidas sobre «los Derechos Humanos ante los Tribunales», celebrado en septiembre de 1995. Finalmente, en el seno de una conferencia celebrada en Roma bajo los auspicios de las Naciones Unidas, y que contó con la participación de delegados de 160 Estados, observadores de 31 instituciones y organismos internacionales y de 133 Organizaciones internacionales no gubernamentales, se adoptó —con fecha 17 de julio de 1998— el Estatuto de Roma, por el cual se instauraba la Corte Penal Internacional (CPI), una institución permanente facultada para ejercer su jurisdicción sobre personas respecto de los crímenes más graves de trascendencia internacional (art. 1 ECPI).

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La creación de la Corte, que tiene carácter complementario de las Jurisdicciones penales nacionales, constituye un hito en la completa Historia del Derecho penal internacional, o más exactamente: el punto culminante de la internacionalización de la Justicia penal. España ha ratificado el Estatuto en 4 de octubre de 2000 (BOE de 5 de octubre), y se preveía su entrada en vigor cuando alcanzase sesenta ratificaciones o adhesiones. El 11 de abril de 2002 se alcanzó ese número mínimo de ratificaciones necesarias, y el 1 de julio de ese mismo año, con 76 ratificaciones y 139 firmas, entró en vigor el Estatuto y echó a andar la CPI, con la oposición de EEUU, que no reconoce su jurisdicción, al menos para juzgar a los nacionales de ese país. A partir de esa fecha, podrá conocer de los crímenes internacionales según su competencia. La Corte tiene sede en La Haya, Países Bajos, en tanto «Estado anfitrión» conforme al art. 3.1 ECPI. Dicho Tribunal se caracteriza por su carácter permanente (y no ad hoc, como fueron los Tribunales penales de Nuremberg, de la Antigua Yugoslavia y de Ruanda), independiente, vinculada con el sistema de las Naciones Unidas y complementaria de las jurisdicciones penales de los Estados, y competente para juzgar a los acusados de crímenes contra la comunidad internacional.

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Con la creación del CPI se pretende evitar la impunidad de delito de lesa humanidad, verdaderos actos de barbarie. Como afirma CARRILLO SALCEDO, «con la criminalización de la barbarie, la humanización ha encontrado definitivamente un lugar en el Derecho internacional en la medida en que aquella noción, que estaba en el mundo de los mitos y en el imaginario de los pueblos y de los hombres, ha entrado por fin en la historia», para proseguir que «nunca antes se había avanzado tanto en el camino de una justicia penal internacional digna de ese nombre. Ciertamente, la Corte Penal Internacional no será una panacea, pues su competencia no abarcará todos los casos de violaciones de los derechos humanos y habrá muchas ocasiones en que, por una u otra razón, política o de técnica jurídica, no podrá actuar; es innegable, además, que por sí sola la Corte no impedirá que sigan ocurriendo atrocidades y fechorías. Pero con su creación y efectivo funcionamiento se habrá dado un gran paso para combatir la impunidad. Todos los Estados, además, como proclama el párrafo sexto del Preámbulo, tienen el deber de ejercer su jurisdicción penal contra los responsables de crímenes internacionales.

B) Competencia de la CPI El art. 5, en su apartado 1, ECPI hace una enumeración de aquellas figuras delictivas, atentatorias contra la comunidad internacional, sobre las que ejercerá competencia la Corte. Dicho precepto dispone que «la competencia de la Corte se limitará a los crímenes más graves de trascendencia para la comunidad internacional en su conjunto». A este respecto, los delitos que la Corte se reserva para su conocimiento son: a) el e genocidio, b) los crímenes de lesa humanidad, c) los crímenes de guerra y d) el crimen de agresión. La CPI no podrá conocer, con carácter retroactivo, hechos cometidos antes de su creación (de ahí que, para esos delitos, siga representando el principio de Justicia universal una trascendental importancia). C) Principios informadores de la CPI El ECPI regula, en sus arts. 22 a 33, los «principios generales del Derecho penal». Entre dichos principios podemos señalar los siguientes:

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a) Principio de legalidad de los delitos y de las penas: El ECPI consagra en primer lugar —como no podía ser menos— el principio de legalidad de los delitos y de las penas. La descripción estatutaria es, en todo caso, manifiestamente mejorable, pero tiene un elevado papel simbólico y un acentuado valor político-criminal la consagración de estos principios. En concreto, positiviza el principio de legalidad de los crímenes internacionales, es decir, la denominada garantía criminal («nullum crimen sine lege»): el art. 22.1 del Estatuto dispone que «nadie será penalmente responsable de conformidad con el presente Estatuto a menos que la conducta de que se trate constituya, en el momento en que tiene lugar, un crimen de la competencia de la Corte». Expresa acogida concede también a la garantía de taxatividad, mediante la prohibición de analogía in malam partem: «la definición de crimen será interpretada estrictamente y no se hará extensiva por analogía. En caso de ambigüedad, será interpretada en favor de la persona objeto de investigación, enjuiciamiento o condena» (art. 22.2 ECPI).

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Reitera asimismo el sometimiento al Estatuto como fuente primera del Derecho aplicable: «nada de lo dispuesto en el presente artículo afectará a la tipificación de una conducta como crimen de derecho internacional independientemente del presente Estatuto».

En segundo lugar, garantiza el principio de legalidad de las penas internacionales, o sea, la llamada garantía penal («nulla poena sine lege»): «quien sea declarado culpable por la Corte únicamente podrá ser penado de conformidad con el presente Estatuto» (art. 23 ECPI). b) Principio de irretroactividad ratione personae: El Estatuto ha querido, asimismo, conceder una mención específica, en un artículo diferente, al principio de irretroactividad ratione personae. El art. 24.1, que se ocupa de la irretroactividad desfavorable al reo, declara que «nadie será penalmente responsable de conformidad con el presente Estatuto por una conducta anterior a su entrada en vigor». Y el art. 24.2 hace una mención expresa de la irretroactividad favorable: «de modificarse el derecho aplicable a una causa antes de que se dicte la sentencia definitiva, se aplicarán las disposiciones más favorables a la persona objeto de la investigación, el enjuiciamiento o la condena». c) Principio de responsabilidad penal individual: En una especie de totum revolutum el art. 25 ECPI consagra el denominado principio de responsabilidad penal individual, mezclando asertos sobre la culpabilidad personal, con la imputación subjetiva y con disposiciones sobre la teoría de la autoría (art. 25.3 ECPI). La responsabilidad que prevé el Estatuto se refiere a «personas naturales», desechando la responsabilidad en que hipotéticamente pudiera incurrir el Estado de donde sea nacional el criminal internacional (art. 25.4 ECPI). El art. 25 dispone, en sus apartados 1 y 2, que «de conformidad con el presente Estatuto, la Corte tendrá competencia respecto de las personas naturales» y «quien cometa un crimen de la competencia de la Corte será responsable individualmente y podrá ser penado de conformidad con el presente Estatuto».

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d) Principio de mayoría de edad: Por último, en esta sucinta referencia a los principios esenciales que informan el Derecho aplicable previsto en el Estatuto, debe mencionarse la exigencia normativa del denominado principio de mayoría de edad para la responsabilidad jurídico-penal.

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Siguiendo una tradición ampliamente extendida en Derecho comparado el Estatuto sitúa la barrera de la mayoría de edad en los 18 años: «La Corte no será competente respecto de los que fueren menores de 18 años en el momento de la presunta comisión del crimen».

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LECCIÓN 15.ª

LA LEY PENAL EN EL TIEMPO. VALIDEZ TEMPORAL DE LA LEY PENAL: IRRETROACTIVIDAD Y RETROACTIVIDAD I. LÍMITES CRONOLÓGICOS DE VIGENCIA DE LA LEY PENAL

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1. MOMENTOS DE LA VIDA DE LA LEY PENAL La ley penal tiene, como toda obra humana, unos límites temporales (y espaciales) de vigencia. No pretende, por ello, ser Derecho natural ni disposición perdurable de manera perpetua: no tiene vocación de perpetuidad, aunque sí de relativa permanencia en el tiempo. En todo caso, la ley penal no rige ilimitadamente, sino dentro de unas coordenadas cronológico-locales (de tiempo y de espacio): rige, p. ej., en el territorio español y entre los años 2010 (fecha de promulgación) y 2013 (fecha en que se aprueba una ley nueva). Los límites temporales de la ley penal —su vida—se determinan con un momento inicial (en que comienza su validez), y un instante final (en que se extingue su vigencia). La vida jurídica de la ley penal transcurre, pues, entre dos momentos cronológicos: el de su entrada en vigor y el de su cese de vigencia. Ahora nos centramos en el primero. El nacimiento jurídico de la ley penal comprende, a su vez, varios momentos, que configuran sucesiva y armónicamente su completo episodio de alumbramiento positivo: a) Elaboración de la ley: tiene lugar en las Cámaras legislativas de las Cortes Generales, reglamentariamente constituidas. Las leyes penales, por ser relativas al desarrollo de los derechos fundamentales y de las libertades públicas, son leyes orgánicas, cuya aprobación, modificación o derogación exige mayoría absoluta del Congreso, en una votación final sobre el conjunto del proyecto (art. 81 CE). b) Sanción de la ley: es el acto solemne por el que el Jefe del Estado confirma la ley, aprobando y refrendando la misma como tal, dentro del plazo de quince días desde que la disposición legislativa fue aprobada por las Cortes Generales que la elaboraron (art. 91, inciso primero, CE). c) Promulgación de la ley: constituye la pública declaración de existencia de la ley por parte del Jefe del Estado, quien expresa a todos los destinatarios de la misma el mandato de

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guardarla y de hacerla guardar (art. 91, inciso segundo, CE). d) Publicación de la ley: el Jefe del Estado, tras sancionar y promulgar la ley, ordena su inmediata publicación (art. 91, inciso tercero, CE), que se hará en el Boletín Oficial del Estado (BOE): es obvio que nunca podría llegar a tener vigencia jurídica si no fuera generalmente dada a conocer a través de su publicación. e) Entrada en vigor: señala el momento de comienzo de la vigencia de la ley válidamente promulgada y publicada. Ese momento puede coincidir con el de la publicación completa de la ley o con uno posterior. En este último caso, frecuente en leyes de elevada complejidad técnica que —en aras de la seguridad jurídica (exigida en el art. 9.3 CE)— exigen un previo proceso de asimilación de las novedades que la ley comporta, se prevé el llamado período de vacatio legis, que representa un momento de dilación del comienzo de la vigencia de la norma, lapso de tiempo en el cual la ley no podrá regir en sentido alguno ni en lo favorable ni en lo perjudicial. Algún autor, como COBO DEL ROSAL / VIVES ANTÓN, han llegado a considerar inconstitucional la práctica de prescindir totalmente de la vacatio, por atentatoria de la seguridad jurídica (art. 9.3 CE). Ejemplo: el Código civil prevé para las leyes una vacatio legis general de veinte días (art. 2, apartado 1, Cc), a salvo la posibilidad de que se disponga otro plazo. En el ámbito comparado así como en el ámbito del Derecho penal en España no rige ese plazo general, que tiene un carácter meramente indiciario. Así, el Código civil alemán, de tardía configuración (en relación al Código napoleónico de 1804) pero de depurada técnica legislativa, se aprobó en 1896, pero entró en vigor varios años después: el 1 de enero de 1900. En España, el vigente Código penal de 1995, aprobado por LO 10/1995, de 23 de noviembre, y publicado en el BOE de 24 de noviembre, previó una vacatio legis de seis meses, de manera que entró en vigor el 25 de mayo de 1996 (a excepción del art. 19, que quedó a expensas de la aprobación posterior de la Ley de responsabilidad penal del menor: LO 5/2000, de 12 de enero).

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2. MODIFICACIÓN Y EXTINCIÓN DE LA LEY PENAL Si el nacimiento marca el principio de la vigencia de una ley, la extinción de vigencia marca el punto final. El cese de vigencia de la ley penal implica la terminación de la vigencia de la ley penal en el tiempo. Ello puede suceder por dos motivos: primero, porque la ley tenga una vigencia temporal delimitada; segundo, porque se apruebe una nueva ley que derogue expresa o tácitamente la anterior: Ejemplo: la limitación temporal a priori de las leyes penales no es frecuente, pero podía ser el caso de leyes que se aprobaran durante un período de guerra o un estado de excepción, de manera que cesado el motivo que da origen y fundamento a la ley, cesa esta en su vigencia. Lo normal es, empero, que el cese de la vigencia de una ley se deba a la derogación tácita o expresa de la misma por parte de una nueva ley posterior: así la Disposición Derogatoria única del CP de 1995, entre otras muchas normas, declaró expresamente derogado el anterior CP de 1973.

La forma de derogación que ofrece mayores garantías de seguridad jurídica es, lógicamente, la derogación expresa, pues se sabe a ciencia cierta qué norma y en qué fecha han perdido su vigencia con la entrada en vigor de otra norma posterior. La derogación

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expresa puede producirse de tres formas:

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1) Derogación legal: llevada a cabo por la entrada en vigor de una ley posterior, que determina la derogación total o parcial de la ley penal precedente. Es evidente que, si la ley penal solo puede ser creada o modificada en virtud de reserva de ley orgánica, la derogación de la ley penal únicamente podrá determinarse por una fuente normativa de idéntico rango legislativo: ninguna otra fuente jurídica de rango inferior, o diferente naturaleza jurídica (como el Derecho consuetudinario), puede derogar a una ley penal. Conforme al principio de reserva de ley orgánica, toda derogación legal (o toda modificación substancial, total o fragmentaria) ha de hacerse mediante ley orgánica, en tanto que se afecten derechos fundamentales o libertades públicas: esto es, para la creación parcial de la norma rige el sometimiento al principio de legalidad penal que para la creación total de la norma (COBO DEL ROSAL / BOIX REIG). 2) Derogación judicial: se produce por la declaración de inconstitucionalidad de una ley mediante por parte del Tribunal Constitucional (ex art. 161 CE y art. 38 de la Ley Orgánica 2/1979, de 3 de octubre, del TC); de este modo, las Sentencias del Alto Tribunal asumen, en el ámbito penal, efectos de ley derogatoria equivalentes a una suerte de legislación penal negativa. 3) Más problemática es la llamada derogación tácita, que —aunque asimismo se fundamenta en el principio de legalidad— exige una suma cautela interpretativa para saber si la ley posterior es o no incompatible con la anterior, de manera que no se afecte el principio de certeza (COBO DEL ROSAL / VIVES ANTÓN): si son incompatibles (porque el ámbito de la nueva ley pise el de la precedente) entonces la ley posterior derogaría tácitamente la anterior; si sus ámbitos son compatibles, ambas mantendrán, parcial o totalmente, su vigencia. Ejemplo: hay veces en que es fácil saber que una nueva ley abarca en ámbito de regulación de la anterior, de manera que la primera cesa en su vigencia al entrar en vigor la segunda: así hubiera ocurrido aun cuando el CP de 1995 no hubiera previsto en su disposición derogatoria única la derogación expresa del anterior CP: es lógico que no pueden convivir dos Códigos al tiempo. Pero en otros casos el examen de incompatibilidad de ambas leyes es enormemente complejo, de manera que habrá de hacerse con extrema meticulosidad.

II. IRRETROACTIVIDAD DE LA LEY PENAL 1. PROCLAMACIÓN POSITIVA Un principio básico (y una garantía) en la aplicación temporal de la ley penal es su irretroactividad. La norma penal despliega su vigencia en un tiempo determinado (de la fecha x a la fecha y), pero no antes de ser aprobada ni después de ser derogada. Se dice, por tanto, que la norma penal es irretroactiva, lo cual significa que no se aplica con efectos

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retroactivos, anteriores a su aprobación: o sea, que no tiene fuerza con lo pasado. El principio de irretroactividad se expresa en Derecho penal con la locución tempus regit actum (tiempo rige el acto), conforme a la cual el acto habrá de ser juzgado por la ley vigente en el momento en que se cometió el delito (art. 25.1 CE), aunque ya no esté vigente en el momento del enjuiciamiento. Si la ley aplicable a un delito es la que rige en el momento en que se cometió el mismo, entonces un segundo problema es determinar dónde (locus commissi delicti) y cuándo (tempus commissi delicti) se comete el delito. En algunas casos eso es muy fácil de determinar: si A dispara y mata a B el 1 de noviembre en Madrid determinar la fecha y el lugar es muy fácil. Pero hay casos muchos más difíciles. Imagínense los delitos cibernéticos (cometidos a través de internet) o los clásicos problemas de los delitos a distancia (p.ej. envían un cargamento de droga de Marruecos a Francia, siendo interceptado en España un mes más tarde: ¿Dónde se estima cometido el delito: en el lugar donde se cometió la acción: preparar y hacer el envío, donde se interceptó, el lugar de destino? ¿Y cuándo: cuando se envió, cuando se interceptó, cuando debía llegar a destino?). La determinación del momento de comisión del delito es un presupuesto de la irretroactividad de las leyes penales: solo una vez concretado aquél, puede apreciarse el verdadero alcance de aplicación de la norma penal en el tiempo, que no solo afecta al ámbito de la acción, sino también a cuestiones diversas dentro de las teorías del delito y de la pena (CASABÓ RUIZ).

Tal importancia tiene el principio de irretroactividad de la ley penal que es consagrado por la legislación española reiteradamente: con carácter general, el art. 25.1 CE (no podrá castigarse acción alguna que no constituyera delito en el momento en que fue cometido), así como los arts. 1 y 2 CP (en relación a la pena y a la medida de seguridad). Conforme a esta consagración, la ley penal rige, desde el principio hasta el fin, para todos los delitos cometidos durante su vigencia, mas no a los realizados con anterioridad al momento de la entrada en vigor de la misma ni para los que se cometerán después de su derogación.

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2. FUNDAMENTOS MATERIALES DE LA IRRETROACTIVIDAD PENAL El principio de irretroactividad supone, en principio, excluir la posibilidad de aplicar retrospectivamente la ley penal. ¿Cuáles son los fundamentos en que descansa la irretroactividad de la ley penal? Pueden mencionarse varios: a) Exigencias del juicio de culpabilidad: el delito es infringir culpablemente una norma, pero no cualquier norma sino precisamente una norma incriminada como delito. El delito es el reverso de la norma: la infracción de la norma. Por ello, un delito es dependiente de la norma que regía en el momento en que se realizó. b) Seguridad jurídica relativa a la materia objeto de prohibición penal. c) Certeza positiva en la delimitación de los tipos legales de delito. d) Posibilidad exigible de conocimiento del contenido de la norma penal para la demarcación entre lo justo y lo ilícito en el ámbito de desvaloración típica. e) Motivabilidad jurídica de la conducta del autor según lo dispuesto en la norma. f) Exigencias preventivas (de prevención general y de prevención especial) determinantes de la necesidad de la vigencia retroactiva de la ley penal como norma general.

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III. LA RETROACTIVIDAD DE LA LEY PENAL FAVORABLE COMO PRINCIPIO GENERAL: PROCLAMACIÓN LEGAL, FUNDAMENTOS Y ALCANCE

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En el capítulo anterior vimos que un principio general de aplicación de la ley penal en el tiempo es la irretroactividad de la ley penal. Existe, sin embargo, un segundo principio general que determina la aplicación temporal de la ley penal: el principio de la retroactividad de la ley penal favorable. Conforme a este principio, puede aplicarse retroactivamente una ley posterior a un hecho anterior (incluso si ya fue juzgado y el culpable se encuentra cumpliendo condena) si la nueva ley es más benigna que aquella que regía cuando el sujeto cometió el acto y, eventualmente, conforme a la cual fue juzgado. En ese caso, la ley nueva tiene vigencia retroactiva por ser más favorable al reo, atribuyéndosele capacidad para regular un hecho del pasado aunque, en ese tiempo, la ley ni siquiera existiera. De esta manera existen dos principios generales en la aplicación de la ley penal en el tiempo: la irretroactividad de la ley penal y la retroactividad de la ley penal favorable para el reo. La doctrina penal suele considerar que la retroactividad favorable no constituye, en realidad, un principio general, sino más bien una excepción al único principio general: el de la irretroactividad de la ley penal, excepción que vendría a confirmar la regla general. A mi juicio, esta opinión es errónea. No se trata de una regla-excepción, sino de dos principios generales en pie de igualdad, que responden a las mismas expectativas de Justicia material y de Política criminal. Tanto es así que el principio de retroactividad de la ley penal favorable es consagrado, expresamente, en nuestra legislación penal (y, tácitamente, incluso en la Constitución Española), no como excepción, sino como lo que es: un principio de aplicación general de la ley penal en el tiempo: — El art. 9.3 CE señala que, entre otras cosas (principio de legalidad etc.), la «Constitución garantiza [...] la irretroactividad de las disposiciones sancionadoras no favorables o restrictivas de derechos individuales [...]».Ergo si se garantiza la irretroactividad de la ley desfavorable, existirá en cambio la posibilidad de aplicar retroactivamente la ley favorable. — El art. 2 CP, luego de referirse en el apartado primero a la irretroactividad de la ley penal, proclama claramente en su apartado segundo el principio de la retroactividad penal favorable: «tendrán efecto retroactivo aquellas leyes penales que favorezcan al reo, aunque al entrar en vigor hubiera recaído sentencia firme y el sujeto estuviese cumpliendo condena» (art. 2.2 CP). — Por su parte, también el art. 2.3. Cc admite la posibilidad de que la retroactividad favorable sea viable: «Las Leyes no tendrán efecto retroactivo si no dispusieren lo contrario». Ergo si disponen lo contrario entonces puede operar la retroactividad.

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¿Qué fundamento jurídico apoya la vigencia de la retroactividad favorable al reo? La doctrina discute, en efecto, sobre la ratio de esta aplicación retroactiva de la ley penal (CEREZO MIR). Algunos autores han señalado que ese principio resulta contradictorio y aun paradójico, y abogan siempre por aplicar la ley vigente en el momento en que se cometió. Otros autores, en cambio, admitían la figura sobre la idea del humanitarismo, la compasión y la filantropía. Por mi parte, es preferible vincular el principio con las ideas de Justicia y de seguridad: la pena responde siempre a una necesidad social; se impone a alguien una pena o una medida de seguridad porque se considera necesario para restablecer un orden quebrado, para restituir un daño, etc. Por ello, la pena produce seguridad en un momento concreto. Si un sujeto es condenado bajo vigencia de una ley a una pena, por ejemplo, de 10 años, pero poco después una ley nueva rebaja la pena a 5 porque la anterior se consideraba excesiva, no se ve bien por qué se ha de obligar al primer sujeto a seguir cumpliendo una pena que ya no responde a la idea de Justicia de la Sociedad actual. Lo contrario (adecuar su pena a la nueva ley) es vincular esa sanción a la actual idea de Justicia y de seguridad. Es decir, la aplicación de una retroactividad favorable para el reo no se hace por motivos humanitarios, altruistas, filantrópicos ni compasivos, sino por un criterio de Justicia material y de seguridad jurídica. Por último cabe decir que la aplicación de una retroactividad favorable abarca tanto a las penas como a las medidas de seguridad: ambas pueden ser revisadas retroactivamente por una ley posterior más benigna. Con ello, me enfrento a la posición de algunos autores que han intentado excluir a las medidas de seguridad del ámbito de aplicación retroactiva de la ley penal favorable, argumentando que, al no consistir el estado de peligrosidad en un acto, sino en una situación personal que ha de persistir en el sujeto en el momento de la aplicación de las mismas, queda conceptualmente excluida la posibilidad de aplicar retroactivamente una norma. El argumento es incorrecto, pues las medidas de seguridad no se establecen arbitrariamente, sino que tienen un fundamento jurídico que siempre se observa antes de imponer la medida y, por ello, también se han de observar a efectos de poder revisar favorablemente la misma.

IV. SUPUESTOS BÁSICOS DE SUCESIÓN DE LEYES PENALES 1. LEY 1 (IMPUNE) – LEY 2 (CRIMINALIZADORA) El primer supuesto básico de sucesión de leyes es el siguiente: un acto cometido bajo la vigencia de una primera ley penal (a la que llamaremos Ley 1) resulta impune, permitido legalmente. Sin embargo, poco después se aprueba una ley nueva (Ley 2) que incrimina ese acto y lo declara delictivo. ¿Cabe condenar retroactivamente al sujeto? La respuesta es evidente: no es, en absoluto, posible condenar posteriormente un acto que, cuando se realizó,

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era perfectamente lícito. Así lo declara, expresamente, el art. 25.1 CE: «Nadie puede ser condenado o sancionado por acciones u omisiones que en el momento de producirse no constituyan delito, falta o infracción administrativa, según la legislación vigente en aquel momento». 2. SUCESIÓN DE LEYES PENALES DE IGUAL GRAVEDAD La segunda hipótesis es que la Ley 1 sea sucedida por una Ley 2 que resulta ser de idéntica gravedad. Este caso no reviste complejidad alguna. Si un sujeto comete un delito bajo vigencia de la Ley 1 y el enjuiciamiento se produce cuando se ha dictado una nueva ley (Ley 2) que contempla la misma pena, es indiferente invocar una ley u otra, por su identidad material. Conforme a la regla tempus commissi delicti se aplicará la ley del momento en que se cometió el delito (Ley 1), llegándose al mismo resultado que si se aplicara la nueva ley. 3. SUCESIÓN CRONOLÓGICA DE UNA LEY PENAL POR OTRA MENOS GRAVE

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En este supuesto, la Ley 1 es sucedida por una Ley 2 que resulta ser más benigna que la primera. Pueden contemplarse, a su vez, tres hipótesis distintas: — La primera de ellas es que la realización y el enjuiciamiento del acto delictivo se lleven a cabo bajo vigencia de la Ley 2. En este caso, que no reviste dificultad alguna, siempre será aplicable la Ley 2, en cuanto más benigna, y no por aplicación retroactiva, sino por vigencia propia y directa de la misma, que es la única vigente en el momento de realización del acto. — La segunda hipótesis es que el delito se cometa durante la vigencia de la Ley 1, más gravosa que la que le sucede, pero el enjuiciamiento se hace cuando ya rige la Ley 2. En este caso, corresponde aplicar la nueva ley (favorable para el reo por ser menos gravosa), en virtud del principio de retroactividad favorable genuina o directa. — La tercera hipótesis es que tanto comisión como enjuiciamiento del acto delictivo se lleven a cabo bajo vigencia de la Ley 1 y, cuando el sujeto cumple condena, entre en vigor la más benigna Ley 2. En este caso, corresponde revisar retroactivamente la sanción de acuerdo con la nueva ley, más benigna. Aquí la retroactividad tiene una función correctora o de revisión. 4. SUCESIÓN CRONOLÓGICA DE UNA LEY PENAL POR OTRA MÁS GRAVE En la presente hipótesis, la Ley 1 es sucedida por una Ley 2 que es más gravosa que aquella a la que substituye. También aquí se plantea la problemática de la retroactividad. Pueden darse las siguientes hipótesis:

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— La primera es que la comisión y el enjuiciamiento del acto delictivo tengan lugar durante la temporal vigencia de la Ley 1, y posteriormente se aprueba una ley más gravosa. En este caso, en virtud de la irretroactividad penal de la ley más grave y de la santidad de la cosa ya juzgada, la posterior Ley 2 es excluida plenamente: únicamente se aplicará la primera ley, más benigna aplicada. — El segundo supuesto es que la comisión del acto delictivo se produzca durante la vigencia de la Ley 1, pero el enjuiciamiento tenga lugar durante la posterior Ley 2, de mayor gravedad que la precedente. Aquí se excluye la vigencia retroactiva de la Ley 2, en base al criterio del tempus commissi delicti. De ese modo, la Ley 1 gozará en este caso de ultraactividad, pues se aplicará incluso cuando ya no está en vigor.

V. SUPUESTOS COMPLEJOS DE SUCESIÓN DE LEYES PENALES: LEY PENAL INTERMEDIA

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En estos supuestos se produce la interacción de tres leyes distintas (que aquí llamaremos Ley 1, 2 y 3), que entran en juego sucesivamente. El esquema de estos casos es el siguiente: en un primer momento tiene validez una Ley 1, de gravedad sancionadora media; esa primera ley es sucedida por la Ley 2, menos grave que la precedente; y esta segunda es, a su vez, sucedida posteriormente por la Ley 3, que resulta ser de mayor gravedad que las dos anteriores. Los casos que se pueden dar son los siguientes: — Primero, que tanto la comisión como el enjuiciamiento se lleven a cabo durante la vigencia de la Ley 2 (la más benigna). En este caso, inequívocamente será aplicable la misma, no ya por eficacia retroactiva, sino en virtud de aplicación directa y propia. — Segundo, que la comisión y el enjuiciamiento se produzcan durante la vigencia de la Ley 3 (la más grave). En este supuesto, la única ley aplicable es esa misma Ley 3, por aplicación directa y propia. No cabe retroactividad alguna, aunque el mismo hecho sea sancionado más benignamente por la ley anterior: como el hecho se ejecutó en vigencia de la Ley 3, la ley anterior (Ley 2), más benigna, ya se había extinguido por completo. — Tercero, si la comisión del acto delictivo tiene lugar bajo vigencia de la Ley 1 (gravedad media), y el enjuiciamiento durante la vigencia de la Ley 2 (la más benigna), procede la aplicación de la Ley 2 en virtud de retroactividad genuina directa. — Cuarto, si la comisión y el enjuiciamiento del acto delictivo acontecen durante la vigencia de la Ley 1(gravedad media), y entra en vigor una nueva ley más benigna (Ley 2), procede la aplicación de esta última, en virtud de retroactividad genuina de revisión, que corrige la anterior sanción de mayor severidad. — En quinto lugar se halla el supuesto más singular o propio de retroactividad de la ley penal intermedia. Tiene lugar cuando la comisión del acto delictivo se produce durante la

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vigencia de la Ley 1 (gravedad media), y el enjuiciamiento durante la vigencia de la Ley 3 (la más grave), habiendo tenido, entre una y otra, vigencia una ley más benigna (Ley 2). ¿Qué ley corresponde aplicar en este caso? Se trata, como se ve, de un supuesto más completo. Lo más favorable para el reo sería, sin duda, aplicar la Ley 2. Pero sucede que esa ley no estaba vigente ni cuando se cometió el hecho ni cuando se juzgó el mismo. ¿Puede, a pesar de ello, aplicarse contra el principio de legalidad y contra el principio de la santidad de la cosa juzgada? El tenor literal del art. 2.2 CP (conforme al cual «tendrán efecto retroactivo aquellas leyes penales que favorezcan al reo, aunque al entrar en vigor hubiera recaído sentencia firme y el sujeto estuviere cumpliendo condena») tampoco ayuda a solucionar directamente el problema. No más que con una interpretación generosa de ese precepto puede considerarse que cabe, en efecto, conceder vigencia a la ley penal intermedia, a pesar de que no estuvo vigente ni cuando se ejecutó el hecho ni cuando se juzgó. La aplicación de la ley intermedia (Ley 2) constituye una retroactividad hipotética que le concede una vigencia ficticia, aunque válida a todos los efectos. Dicha retroactividad es hipotética en el sentido de que, si efectivamente durante la vigencia de la Ley 2 se hubiera enjuiciado el acto delictivo, habría indefectiblemente sido aplicada tal disposición normativa más favorable. Esa misma ley intermedia, que entretanto ha sido substituida por otra, readquiere su vigencia en el instante en que se lleva a cabo el enjuiciamiento bajo vigencia de la Ley 3, cuya mayor severidad no prevalece sobre la retroactividad de la ley penal intermedia.

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VI. LEY PENAL TEMPORAL En ocasiones los legisladores dictan normas penales que tienen una vigencia limitada, muy concreta en el tiempo. Estas leyes se deben, por lo general, a situaciones de emergencia, de urgencia o de crisis (tales como guerras, epidemias, terremotos, huracanes, maremotos u otras catástrofes naturales, etc.). Se trata, por tanto, de normas excepcionales, dictadas expresamente ad hoc para afrontar una determinada situación de necesidad. Estas normas tienen, pues, un carácter normativo transitorio, que cesará cuando cese la situación que la origina. Imagínese, por ejemplo, que un gobernante, después de producirse un terremoto, dicta una norma penal excepcional donde se sanciona más gravemente el delito de hurto, ya que muchas viviendas o establecimientos se hallan, por devastación de la catástrofe, a la vista del público, de manera que el delito se lleva a cabo aprovechándose de la situación de destrozo y caos reinante. ¿Qué sucede si, poco después, se restablece el orden, se reinstaura la ley anterior, y ha de juzgarse a unos sujetos que hurtaron víveres, ropas, alimentos, durante vigencia de la ley temporal (de emergencia)? ¿Se le sanciona más benignamente por la ley nuevamente reinstaurada? Entonces: ¿qué función tenía la ley temporal? Pues bien, el problema lo resuelve relativamente en nuestra legislación el art. 2.2, in fine

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CP que afirma que «(l)os hechos cometidos bajo la vigencia de una Ley temporal serán juzgados (...) conforme a ella, salvo que se disponga expresamente lo contrario». De esta regulación se extrae lo siguiente:

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— La ley penal temporal constituye una excepción al principio de retroactividad de las leyes penales. Normalmente, como principio general, las leyes penales favorables pueden aplicarse retroactivamente. A no ser, y esta es la excepción, que se trate de una ley penal temporal. En este caso, procederá la aplicación de ley temporal aunque sea más gravosa que la posterior, de manera que la ley nueva no puede subsanar ni corregir retroactivamente a la ley temporal. Se trata, pues, de una ley penal especial de excepción, que rige por una razón de urgencia y esa razón no puede ser reemplazada por una ley dictada no para regular esa situación sino otra (de normalidad) bien distinta. Ello implicaría negar la propia existencia y la virtualidad jurídica de la ley penal temporal. — Sin embargo, no deja de ser llamativo que el legislador deje abierta la posibilidad de que las normas penales «disponga(n) lo contrario», esto es: que la ley temporal se vea reemplazada por una norma, posterior, más benigna. — Cabe pensar, además, en el supuesto de sucesión de leyes penales temporales, esto es: que a una ley excepcional la suceda otra ley excepcional (se habla aquí de sucesión homogénea, pues las dos leyes son temporales). La segunda ley puede ser, a su vez, de igual gravedad que la primera, o de menos gravedad que la anterior (si se atenúan las necesidades especiales de la situación), o incluso de mayor gravedad que la antecedente (si se han agravado las condiciones que originan la necesidad). En esos casos, se siguen las mismas reglas que en la sucesión de las leyes penales ordinarias.

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LECCIÓN 16.ª

VIGENCIA PERSONAL DE LA LEY PENAL Junto a la vigencia espacial y temporal, analizaremos finalmente la vigencia personal de la ley penal, esto es, el estudio de cómo afecta la aplicación de la ley penal ante determinados sujetos cualificados por alguna característica personal.

I. EL PRINCIPIO DE IGUALDAD Y SUS EXCEPCIONES

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«Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social» reza el art. 14 de la Constitución Española, que consagra el principio de igualdad ante la ley. Conforme a este principio, la ley obliga a todos los ciudadanos por igual, sin distinción de ninguna clase, de manera que todos ellos han de responder ante la ley en caso de infracción. El principio constitucional de igualdad tiene una doble vertiente: a) En primer lugar una igualdad de trato (también llamada igualdad formal, básica o de primer nivel), conforme a la cual nadie debe sufrir trato desigual, siendo todas las personas iguales ante la ley: se trata de una igualdad de reconocimiento y de respeto de la persona ante el ordenamiento jurídico. b) Además, existe una expresa prohibición de discriminación, conforme a la cual las diferencias biológicas, personales o sociales no pueden prevalecer ante la igualdad de las personas ante la ley. Sin embargo, lo que en el texto constitucional parece un principio irrenunciable y de aplicación general encuentra en la realidad algunas excepciones jurídicas en su aplicación. Teóricamente todos los españoles son iguales ante la ley, pero en la práctica algunos gozan de ciertas prerrogativas o privilegios personales ratione personae en función de su cargo o estatus personal (Jefe del Estado, diputados, etc.). La consecuencia práctica más relevante es que la ley penal no rige para todos los españoles sin distinción, sino que se ve mermada en su vigencia (esto es: no rige enteramente o no rige por completo) para aquellos sujetos que

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gozan de determinados privilegios penales. La doctrina suele distinguir dos tipos de prerrogativas: absolutas y relativas. Las primeras continúan operando incluso después del cese de la función o del cargo a que afectan; las segundas se extinguen con la culminación de la función o del cargo (COBO DEL ROSAL/VIVES ANTÓN). Debería distinguirse también entre prerrogativas totales y parciales: las primeras afectarían a todas las acciones cometidas por la persona privilegiada (p. ej. las realizadas en el ejercicio de sus cargos y, también, en su vida privada); las segundas se referirían solo a determinados comportamientos del mismo (p.ej. las realizadas sólo en ejercicio de sus cargos). En nuestra legislación se conocen tres clases de privilegios personales, algunos de los cuales tienen incluso rango constitucional: a) las indemnidades o inviolabilidades, b) las exenciones y c) las inmunidades. A ellas nos referiremos a continuación con cierto detenimiento. Posteriormente reflexionaremos sobre el sentido y la razón de ser de este tipo de privilegios penales en la actualidad.

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II. INDEMNIDADES O INVIOLABILIDADES La primera clase de prerrogativas penales es la llamada indemnidad o inviolabilidad penal, que se caracteriza por la impunidad completa o general de las personas que gozan de ella. La legislación española prevé cuatro tipos de inviolabilidades, a saber: la del Jefe del Estado (el Rey), la inviolabilidad parlamentaria (de diputados y senadores), la del Defensor del Pueblo y la de los Magistrados del Tribunal Constitucional. En todos estos casos el legislador ha querido alzaprimar la excepcional condición institucional de la persona en cuestión, concediéndole un trato privilegiado y diferente al del resto de ciudadanos, de manera que sitúan al titular de la prerrogativa por encima y más allá de las normas jurídico-penales, que ya no tienen a esa persona como destinatario idóneo de sus preceptos. Veamos el alcance de cada una de estas indemnidades. 1. INVIOLABILIDAD DEL JEFE DEL ESTADO «La persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad» reza el art. 56.3 de la Constitución Española de 1978. La inviolabilidad del Jefe del Estado constituye una constante histórica en la legislación española, que —sin embargo— carece de parangón en el panorama comparado actual. Históricamente el principio se recogió en el Digesto justinianeo, en el que se formuló con una expresión luego muy usada en el devenir histórico posterior: princeps legibus solutus est (D. 1, 3, 31): el príncipe (o sea, el gobernante) no está ligado a las leyes. En la CE actual, luego de proclamar la inviolabilidad del Rey, se dice que sus actos han de

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ser siempre refrendados (por el Presidente del Gobierno o por los Ministros) y, en ese caso, la responsabilidad corresponde a quienes los refrendan (art. 64 CE), pero nunca al Rey. Lo único que puede hacer el Rey sin requerir refrendo alguno es nombrar y relevar libremente a los miembros civiles y militares de su Casa (art. 65 CE). Todos los demás actos del Rey han de ser refrendados, careciendo de valor sin tal refrendo. La proclamación legal de la inviolabilidad del Rey es discutida y se halla, en todo caso, sujeta a diferentes interpretaciones. 1) Inviolabilidad absoluta y plena: una primera interpretación es aquella según la cual la CE estaría proclamando de manera absoluta y plena la inviolabilidad del Rey: a) absoluta porque haga lo que haga estará siempre exento de responsabilidad penal; y b) plena porque afecta a todas las conductas que haga el Rey, ya sea en el ejercicio de sus funciones como Rey, ya en su vida privada. De este modo, el Jefe del Estado aparece constitucionalmente por encima, desligado del Ordenamiento penal (legibus solutus). Es decir, las normas se dirigen y obligan a todos menos al Rey. Todos han de cumplir la norma y si no la cumplen responden por la infracción. Menos el Rey, que haga lo que haga, nunca responde (de sus actos privados, nadie respondería; sólo responderían el Presidente del Gobierno o el Ministro correspondiente cuando refrendaran un acto público del Rey en ejercicio de sus funciones). «Ello quiere decir —afirma GIMBERNAT— que el Rey puede matar, violar o robar sin que por esos hechos sea posible abrir diligencias penales contra él».

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Aunque sea posible (y aun probable) que la legislación española proclame la inviolabilidad absoluta y plena del Rey, lo cierto es que esta previsión no puede convencer en absoluto, porque vulnera el principio de igualdad ante la ley y «el de la tutela judicial efectiva (art. 24.1 CE), pues los perjudicados por los eventuales asesinatos, violaciones o robos reales ni pueden exigir ante los tribunales que esas conductas punibles sean compensadas con la imposición de una pena al autor, ni tan siquiera obtener un resarcimiento económico por los daños sufridos con la prestación económica que lleva consigo la responsabilidad civil derivada de delito» (GIMBERNAT).

2) Inviolabilidad relativa y parcial: Según esta segunda interpretación, la inviolabilidad del Rey sólo abarca aquellos actos que han de ser refrendados por el Presidente del Gobierno o por el Ministro competente: es decir, que el Rey sería inviolable en tanto ejerza como Rey, mas no lo sería en su vida privada. Por ellos, de los actos refrendados respondería el refrendador, mas no el Rey, que estaría exento. En cambio, los actos privados (pertenecientes a su esfera privada, al margen de su función como Jefe del Estado) quedarían al margen de su inviolabilidad y ahí sí respondería el Rey directamente. Esta interpretación limitadora fue sostenida por varios autores a propósito de algún episodio de la Historia de España. En aplicación de la Ley de reconocimiento de las responsabilidades del viejo régimen, de 27 de agosto de 1931, se condenó al Rey de España Alfonso XIII por Sentencia de 20 de noviembre de 1931. Según relata JIMÉNEZ DE ASÚA, la conducta del ex Rey de España fue calificada como crimen de lesa majestad y rebelión militar. Fundábase la calificación delictiva en la supuesta cosoberanía del pueblo y del Rey, considerándose que, si el particular atentaba a la realeza, cometía el delito de lesa Majestad, el Monarca perjuro que ataca a la soberanía del pueblo perpetra la misma infracción. La declaración de «fuera de la ley» es el resumen concentrado de la penalidad que le es imponible. ASÚA argumentaba que el Rey era

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inviolable en tanto vivía constitucionalmente. Si con afanes absolutistas violaba las normas de las que emergía su propia legitimidad de Monarca, es obvio que no era ya posible invocarlas para resguardarse bajo su amparo. El ex Rey, al romper la Constitución de 1876, se hallaba fuera de la superlegalidad constitucional, y se veía privado del privilegio concedido en el art. 48 de la fenecida Carta política. El Rey que viola la Constitución, desamparado de todas las leyes por su crimen, se encuentra fuera de la ley, privado de la paz jurídica (JIMÉNEZ DE ASÚA).

Sin embargo, la loable interpretación que limita el alcance de la inviolabilidad del Rey, es insostenible e incompatible con la legislación internacional, en concreto con el art. 27.1 del Estatuto de la Corte Penal Internacional, que afirma que «(e)l presente Estatuto será aplicable por igual a todos sin distinción alguna basada en el cargo oficial. En particular, el cargo oficial de una persona, sea Jefe de Estado o de Gobierno, miembro de un Gobierno o Parlamento, representante elegido o funcionario de gobierno, en ningún caso la eximirá de responsabilidad penal ni constituirá per se motivo para reducir la pena». Imaginemos —como ha hecho GIMBERNAT ORDEIG— «que el Rey resuelve eliminar de la faz de España a todos los miembros de la raza gitana». En ese caso, si tal execrable decisión fuera hipotéticamente refrendada por el Presidente del Gobierno o por un Ministro, el Rey —a diferencia de lo que considera el Consejo de Estado en un Dictamen al respeto— no quedaría impune correspondiendo toda la responsabilidad al Presidente o al Ministro refrendador, sino que si «el Rey tomara esa decisión o permitiera que otros la tomaran, en todo caso sería autor o partícipe del delito de acuerdo con las reglas de autoría y participación recogidas en los arts. 25 y 28 del Estatuto» (GIMBERNAT ORDEIG).

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2. INVIOLABILIDAD PARLAMENTARIA Junto a la inviolabilidad del Rey, la legislación española conoce la inviolabilidad parlamentaria, que afecta a diputados y senadores en el ejercicio de sus cargos (RODRÍGUEZ RAMOS). Este tipo de prerrogativa personal, en razón del cargo, se proclama en el art. 71.1 CE. Conforme a esta regulación, la inviolabilidad parlamentaria constituye una prerrogativa personal de senadores y diputados que les exime de responsabilidad por las opiniones manifestadas en el ejercicio de sus funciones legisferantes, esto es, por las manifestaciones que hagan y los votos que emitan en la respectiva cámara a la que pertenezcan: Congreso de los Diputados o Senado. Ambas cámaras conforman las Cortes Generales de España, que según expresa declaración constitucional son también inviolables (art. 66 CE). A diferencia de la inviolabilidad del Rey (que, según la configuración legal, es absoluta y plena) la inviolabilidad parlamentaria es limitada, pues únicamente afecta a los actos (declaraciones y votos) realizados por senadores y diputados en el ejercicio de sus funciones (art. 10 del Reglamento del Congreso de los Diputados, de 10 de febrero de 1982, y art. 21 del Reglamento del Senado, de 26 de mayo de 1982). No obstante, esa inviolabilidad les ampara incluso hasta después de haber cesado en el cargo, siempre que se refieran a los actos realizados cuando se ejercía la función de diputado o senador.

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La realización de actos por parte de un diputado o de un senador en ejercicio de sus funciones exige como requisito que la sesión donde se emita la opinión o el voto haya sido reglamentariamente convocada y constituida. Ergo si se emiten en reuniones inválidamente convocadas entonces no vincularán a la Cámara ni eximirán al autor de eventual responsabilidad (art. 67.3 CE). En el mismo precepto queda claro que nos hallamos ante un privilegio personal de los parlamentarios.

3. INVIOLABILIDAD DEL DEFENSOR DEL PUEBLO Al igual que los parlamentarios, también el Defensor del Pueblo goza de indemnidad penal por las opiniones que formule y los actos que realice en el ejercicio de las competencias propias de su cargo. Se trata de un alto comisionado de las Cortes Generales, que es designado tal para la defensa de los derechos fundamentales (Título primero de la CE), a cuyo efecto podrá supervisar la actividad de la Administración Pública, dando cuenta a las Cortes Generales de España (art. 6.1 y 2 LO 3/1981, de 6 de abril, del Defensor del Pueblo). 4. INVIOLABILIDAD DE LOS MAGISTRADOS DEL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL Finalmente, la legislación española reconoce inviolabilidad penal (aunque, en este caso, no la llame así) a los Magistrados del Tribunal Constitucional: el art. 22 LOTC expresa que dichos magistrados «no podrán ser perseguidos por las opiniones expresadas en el ejercicio de sus funciones», y en todo caso únicamente podrán ser procesados (por los delitos cometidos fuera de su cargo) por la Sala Penal del Tribunal Supremo (art. 26 LOTC).

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III. EXENCIONES Las exenciones penales constituyen también, al igual que las inviolabilidades, supuestos de limitación personal de la vigencia de la ley penal. La diferencia entre ellas es que el alcance substancial de las exenciones es mucho más limitado: no excepcionan la aplicación de la ley penal excluyendo a la persona que la ostente de la misma sino que, propiamente, se produce una remisión punitiva a otra norma penal. Se trata, pues, de una substitución de leyes: el sujeto en cuestión está exento de responder ante una norma, y —en cambio— responderá por otra. Exigencias político-criminales de carácter internacional aconsejan, en este caso, la remisión punitiva a los ordenamientos penales foráneos (art. 21 LOPJ), a fin de que conforme a ellos se juzguen los comportamientos delictivos realizados por «personas especialmente protegidas» (Jefes de Estado, representantes diplomáticos extranjeros, etc.).

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IV. INMUNIDADES Las inmunidades no afectan substancialmente a la vigencia personal de la ley penal, sino que constituyen propiamente obstáculos procesales para la perseguibilidad de delitos cometidos por determinadas personas (RODRÍGUEZ RAMOS): diputados y senadores, Defensor del Pueblo y jueces y magistrados. 1. INMUNIDAD PARLAMENTARIA Los diputados y senadores gozan en nuestro ordenamiento jurídico de inmunidad parlamentaria, que —además de otras prerrogativas jurisdiccionales— conlleva esencialmente tres privilegios distintos: a) los parlamentarios no podrán ser detenidos sino en caso de comisión de flagrante delito; b) no podrán ser inculpados ni procesados sin una previa autorización de la Cámara respectiva; y c) sólo la Sala Penal del Tribunal Supremo será competente para juzgar a los parlamentarios (art. 71.2 y 3 CE:). Se dice, en ese caso, que el parlamentario tiene la condición de aforado, esto es, que goza de determinados fueros (privilegios personales por razón de su cargo o posición).

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Los Reglamentos Provisionales del Congreso de los Diputados y del Senado contemplaban la inmunidad de diputados y senadores, de manera que había de suplicarse a la Cámara autorización para proceder penalmente contra ellos. Si la Cámara no contestaba pasados 60 días, el Reglamento del Congreso preveía que el suplicatorio se entendía concedido (art. 18.2 y 6, del Reglamento Provisional del Congreso de los Diputados, de 13 de octubre de 1977), y sin embargo el Reglamento del Senado preveía que se tenía por denegado (art. 37.2 y 6, del citado Reglamento). Tal incongruencia regulativa, señalada por la doctrina (REINOSO Y REINO), fue subsanada por los Reglamentos definitivos, que —ante la formulación de suplicatorio judicial— confieren un tratamiento uniforme a la eficacia del silencio: el de considerar denegada la autorización para la inculpación o el procesamiento de los titulares de las prerrogativas parlamentarias (art. 14.2 del Reglamento del Congreso de los Diputados, de 10 de febrero de 1982 y art. 22.1 y 5, del Reglamento del Senado, de 26 de mayo de 1982).

2. INMUNIDAD DEL DEFENSOR DEL PUEBLO Al igual que los parlamentarios, también el Defensor del Pueblo goza de inmunidad en sus funciones, de manera que, salvo en caso de flagrante delito, no podrá ser detenido ni retenido, siendo competente para su inculpación, prisión, procesamiento y juicio exclusivamente la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo (art. 6.3 LO 3/1981, de 6 de abril, del Defensor del Pueblo). 3. INMUNIDAD JUDICIAL Finalmente, también los Jueces y Magistrados en servicio activo gozan de una suerte de inmunidad, en cuya virtud sólo podrán ser detenidos por orden de Juez competente o en caso de flagrante delito, y en este último caso se adoptarán las medidas de aseguramiento que

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resulten indispensables y el detenido será entregado al Juez de Instrucción más próximo (art. 398 LOPJ).

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V. ¿SON CONSTITUCIONALMENTE ACEPTABLES LAS PRERROGATIVAS PERSONALES? Una vez que hemos estudiado las diferentes clases de privilegios personales y su alcance práctico, conviene preguntarse qué razón de ser tienen tales prerrogativas en el mundo actual. ¿Pueden aceptarse esos tratos privilegiados en el Estado de Derecho? Muchos de esos tratos constituyen vestigios históricos provenientes de otras épocas. La inviolabilidad del Rey, por ejemplo, es una perduración del principio princeps legibus solutus est del Derecho romano. Desde el Derecho Romano clásico, a lo largo de la Edad Media, prevalece en el ámbito punitivo el criterio teórico y práctico de la desigualdad ante la ley penal, que establece distinción entre los justiciables, primordialmente por razones de religión, raza, status político y rango social. Distinciones positivas, como las que proceden a diferenciar entre cives, peregrinus y servus, en el Derecho Romano, o entre hombres «de gran guisa», «de menor guisa», «de vil guisa», «franqueados» y «siervos», en el Liber iudiciorum, o entre «vecinos» y «extraños», «cristianos» e «infieles», en los Fueros y en Las Partidas, no ceden definitivamente paso a la proclamación del principio de igualdad, ni aun con la Revolución Francesa y la concepción jurídico-penal debida al pensamiento ideológico liberal de la Ilustración. Pero esa larga tradición histórica no es suficiente para aceptar tales figuras, sin más, en el mundo presente. Es necesario hallar, pues, la razón o motivo que justifique su presencia actual en la ley y, si no se hallare, entonces ha de proponerse la abolición de tales privilegios. Dos son, esencialmente, las posturas en esta materia: a) En primer lugar, algunos autores defienden que las inviolabilidades, exenciones, inmunidades y demás fueros no constituyen privilegios personales sino formas de protección constitucional de los poderes del Estado (así, CUELLO CONTRERAS). La argumentación sería la siguiente: se trata de personas de estatus especialísimo y singular, de manera que ha de existir algún mecanismo mayor de protección frente a posibles chantajes o abusos que otros ciudadanos quieran infligirles. Así, por ejemplo, si el Presidente del Gobierno o los Ministros no gozaran de inmunidad y un contrincante político pudiera imputarle falsamente algún delito, el rápido procesamiento de aquella podría hacer tambalear los cimientos del Estado, contribuyendo a una pérdida injusta del apoyo electoral. Por ello, se dice por algunos autores, estas «singularidades» (que no privilegios) serían el modo necesario de proteger a tales figuras frente a eventuales ataques injustificados.

b) Frente a la interpretación anterior se defiende una segunda postura: tales prerrogativas Polaino, Navarrete, Miguel. Lecciones de derecho penal. Parte general. Tomo I, Difusora Larousse - Editorial Tecnos, 2013. ProQuest Ebook Central, http://ebookcentral.proquest.com/lib/bibliotecaustasp/detail.action?docID=4870484. Created from bibliotecaustasp on 2018-08-04 08:41:42.

personales constituyen una discriminación inaceptable en el Estado de Derecho, resultando antidemocráticas y atentatorias contra el principio de igualdad y contra el principio de la tutela judicial efectiva (art. 24.1 CE). En este sentido se ha manifestado, por ejemplo, GIMBERNAT ORDEIG, aludiendo a los «intolerables y antidemocráticos privilegios penales de los que goza la Familia Real, tanto cuando es sujeto pasivo como cuando es sujeto activo de delitos. Esos privilegios —concluye el autor— deben desaparecer de raíz y para siempre; y cuanto antes, mejor». Desde luego, si el art. 14 CE afirma que «todos los españoles son iguales ante la ley» (y todos debe ser todos) y añade que no puede «prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social», parece evidente que no debiera poder esgrimirse una condición o circunstancia personal (como es la de ostentar la Jefatura del Estado, o la cualidad de Diputado, Senador, Defensor del Pueblo o Juez) precisamente para establecer un privilegio discriminador en el tratamiento penal.

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En mi opinión, el hecho de que históricamente existieran privilegios personales no justifica en absoluto que sigan existiendo ahora y, además, no creo que deba esgrimirse el argumento de la necesidad especial de protección porque el Estado de Derecho goza, ya de por sí, de un mecanismo de protección suficientemente seguro y fiable como para dejar a tales «privilegiados» en la inseguridad más absoluta si se les privara de sus ancestrales privilegios. Una lección de democracia intrínseca sería, a mi juicio, la total supresión, o en su defecto la disminución al mínimo grado, de todos los privilegios personales que, al fin y al cabo, viene a poner de manifiesto que todos los españoles no son siempre iguales ante la ley, sino que unos son más iguales que otros.

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Edición en formato digital: 2013 © Miguel Polaino Navarrete, 2013 © De esta edición: Editorial Tecnos (Grupo Anaya, S.A.), 2013 Calle Juan Ignacio Luca de Tena, 15; 28027 Madrid [email protected] ISBN ebook: 978-84-309-5788-0 Está prohibida la reproducción total o parcial de este libro electrónico, su transmisión, su descarga, su descompilación, su tratamiento informático, su almacenamiento o introducción en cualquier sistema de repositorio y recuperación, en cualquier forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, conocido o por inventar, sin el permiso expreso escrito de los titulares del Copyright. Conversión a formato digital: REGA

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