Nieto, Alejandro - Derecho Administrativo Sanciona

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DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

lación»- la tarea del juez terminaba aquí y había de limitarse a devolver las actuaciones a la Administración para que ésta dictara un nuevo acto: otra cosa hubiera supuesto una intromisión del Poder Judicial en el Ejecutivo. Posteriormente, sin embargo, cuando maduró el «recurso de plena jurisdicción», el juez terminó siendo competente para dictar directamente un acto que sustituyera al acto administrativo anulado, sin necesidad de devolver las actuaciones a la Administración. Este régimen general es aplicable íntegramente al Derecho Administrativo Sancionador y así nos encontramos con sentencias que imponen una nueva sanción distinta a la impugnada, junto con otras en las que se devuelven las actuaciones a su lugar de origen ordenando a la Administración que termine el expediente a partir del acto interlocutorio anulado y, en cualquier caso, que dice una nueva sentencia. En estos casos -y al igual que sucede en el supuesto de sanciones administrativas no impugnadas- es indudable que la Administración retiene la titularidad del ejercicio de la potestad sancionadora. Pero ¿qué sucede cuando la sanción judicial ha sustituido a la administrativa? Aquí también parece indudable que la potestad sancionadora se ha desplazado no a un órgano superior sino a un órgano de otro orden. Pues si esto es así, si la sanción es impuesta por el juez y no por la Administración ya no se entiende la precedencia de la sentencia penal sobre la dictada por un tribunal contencioso-administrativo, que es uno de los principios estructurales más firmes del Derecho Administrativo Sancionador. Pare resolver dudas y contradicciones cabe acudir a la precisión técnica de la distinción entre la titularidad de la potestad y la de su ejercicio. El titular de la potestad administrativa sancionadora es siempre la Administración; mas su ejercicio puede verse interferido por la actuación de un juez. Mediando un recurso contencioso-administrativo el juez de este orden, si no quiere limitarse a anular la sanción y devolver el expediente a la Administración de origen, puede subrogarse en el ejercicio de la potestad, sustituyendo la sanción administrativa por otra judicial (incluyendo la absolución). Y, por otro lado, mediando un concurso de ilícitos, el juez penal puede paralizar el ejercicio administrativo de la potestad y eventualmente eliminarlo. En definitiva, la Administración es la titular originaria de la potestad sancionadora que ejerce ella directamente salvo en los casos en que -mediando recurso contencioso-administrativo-- su ejercicio se desplaza a un juez o tribunal de este orden; y salvo también en los casos en los que la actividad de un juez penal paraliza el ejercicio de la potestad administrativa. Todas estas cuestiones serán desarrolladas con detalle en otros lugares del libro, particularmente en el capítulo noveno; pero resultaba imprescindible aludirlas ya en este momento por lo que afecta al esclarecimiento de la titularidad de la potestad sancionadora y de su ejercicio.

CAPÍTULO IV

SUSTANTIVIDAD DEL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR SUMARIO: I. Función dogmática y sistemátic~ de los suprac?nceptos. II. Ontolog!a .Y fen~m~­ nología. l. Ontologfajuridica. 2. Identidad ontológica, sea normativa o real, ~ntre los d1stmtos ¡lfc¡tos. 3. Aproximación fenomenológica. III. El ~erecho !enal co1~1o ~l~mento mtegrador del ~erecho Administrativo Sancionador. l. El proceso de mtegrac1ón. 2. Pnnc~p~os y reglas penales ~p~!Cabl~s. 3. Alcance de la aplicación. IV. Del Derecho Penal de PollCJa al .D_erecl~o Adnumstrat1vo Sancionador. 1. El Derecho represivo de Policfa. 2 .. El ~erecho Penal Adml~ls~ratlv~. 3. El ~erecho Administrativo Sancionador. V. Progresiva sustantrvacwn del Dere~ho Admmrstr~trvo S~ncronador. 1. Evolución de su régimenjurfdico. 2. De la represión a la prev~nc1ón. 3. Del dano al nesgo: 4. De la defensa de los intereses individuales a la de los intereses públicos y generales. 5. Cor?nac1ón ~el proceso. VI. La problemática unidad del Derecho Administrativo Sancionador. 1. Una d1sgrega~lón imparable. 2. Bosquejo de un nuevo s~stema. ':'Il· Algunas precisio~es conceptuales. l. Infracción, hecho y acción. 2. Sanciones y otras f¡guras afmes. VIII. Balance final.

L FUNCIÓN DOGMÁTICA Y SISTEMÁTICA DE LOS SUPRACONCEPTOS La idea del ius puniendi único del Estado, que, el! el ?aP~Íl;Llo ~~terior se ha e~a­ minado críticamente, tiene su origen y alcanza su ultima J.ustiftcacwn en una.mamobra teórica que en Derecho se utiliza con cierta frecuencia:. c1:1ando la Doctnna o la Jurisprudencia quieren asimilar dos figuras aparentemente distmtas, forma~ c?n ellas un concepto superior y único -U!J s1:1prac?ncepto--, el! el que .ambas e~t~n mtegradas garantizándose con la pretendida Identidad ontologiCa la umdad de re gimen. Esto es lo que se ha hecho con la potestad sanciona~or~ ~el Estado, en la ql:le. se e~globan sus dos manifestaciones represoras básicas: la JUdicial penal y la administrativa s~n­ cionadora. Una técnica que se reproduce s!métricamente ??~el supraconcept? ?el 11~­ cito común, en el que se engloban las ~~nedades de los Ihclt~sye~al. y administrativo y que se corona, en fin, con la creacwn de un Derecho pumtlvo un1eo, desdoblado en el Derecho Penal y en el Derecho Administrativo San~ionador. , . . . Potestades, ilícitos, Ordenamientos y Derechos se mtegran asi en un ~diflcio único de sorprendente armonía, en el que todos sus elementos parecen enc~Jar c.on suavidad, se evitan contradicciones y tensiones tradiciona~es y hasta se crean smergias dogmáticas, puesto que los avances técnicos que se consiguen en un camp~,. se traspasan inmediatamente al cuerpo com_ún. En nuestro caso .con?reto, gracias a los supraconceptos se ha podido crear un sistema de estructura piramidal coronado por .el ius puniendi del Estado: cúspide en donde convergen las líneas de todas las potesta, . . . des represivas. Bien es verdad que tan magmftco aparato mtelectual no funcwna con la perfección deseable y que buena parte de los operadores jurídicos ni siquiera conocen su existencia; pero sus logros, aunque parciales, s?~ ya espectaculares. Por lo pronto, el contacto familiar con el Derecho Penal ha facilitado un enorme progreso en la tecnificación del Derecho Administrativo Sancionador. Además, el legislador -habien[149]

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do arrojado por la borda la inútil carga teórica de las «naturalezas»- está reajustando sin entorpecimientos lo que corresponde a cada uno de los campos. Las organizaciones judicial y administrativa han suspendido -no sabemos si definitivamente- sus viejas hostilidades y, sobre todo, en un momento histórico de fraccionamiento general del Poder político los supraconceptos de que estamos hablando ofrecen un excelente punto de referencia, que asegura la viabilidad del sistema y el funcionamiento mínimamente coherente de cada una de las Administraciones titulares de la potestad. En lo que me es conocido, la idea del supraconcepto apareció desarrollada con claridad por primera vez (aunque referida no ya a potestades ni a ordenamientos sino a ilícitos) en la STS de 9 de febrero de 1972 (Ar. 876; Mendizábal), a la que la de 13 de octubre de 1989 (Ar. 8386; Mendizábal) calificó de «decisión histórica», de leading case y de «origen y partida de la equiparación de la potestad sancionadora de la Administración y el ius puniendi del Estado». La sentencia de 1972 declaraba, en efecto, que

unidad esencial de ilícitos había de llevar consigo lógicamente la formación de un jurídico común con Derecho Penal y al que todavía seguían llamando Derecho Penal Administrativo. Siendo de notar aquí que estas dos piedras del Derecho Administrativo Sancionador llevaban la firma de dos de sus arquitectos más destacados: los jueces Mendizábal y Martín del Burgo. De esta segunda sentencia conviene retener el siguiente texto:

las contravenciones tipificadas [en un reglamento administrativo] se integran en el supraconcepto del ilícito, cuya unidad sustancial es compatible con la existencia de diversas manifestaciones fenoménicas entre las cuales se encuentra tanto el ilícito administrativo como el penal, que exigen ambos un comportamiento humano Gurídicamente idéntico) [... ] esencia unitaria que, sin embargo, permite las reglas diferenciales inherentes a la distinta función para la cual han sido configurados uno y otro ilícito.

Lo importante de esta constatación es su fuerza dinámica dado que a partir de ella -o, si se quiere, sobre ella- se ha podido construir el edificio dogmático completo

en que ha terminado instalándose el moderno Derecho Administrativo Sancionador de acuerdo con el siguiente proceso teórico: si cada figura de ilícito es objeto de un ordenamiento sectorial regulador propio , la circunstancia de que aquéllas constituyan en el fondo una unidad supraconceptual provoca necesariamente la correlativa vinculación esencial de los dos sectores ordinamentales y del correspondiente aparato teórico elaborado en torno a cada uno de ellos. De esta manera se va elaborando un sistema de varios niveles: el de los ilícitos, el de sus regulaciones legales y el de sus aparatos teóricos, todos los cuales van corriendo paralelamente o, mejor dicho, convergiendo hacia un techo común que será el Derecho público punitivo del Estado. Desarrollando ahora, a efectos didácticos, la misma idea en sentido inverso tenemos .que partiendo de un Derecho punitivo público único de él parten dos brazos diferenCiados --el Derecho Penal tradicional y el Derecho Administrativo Sancionadorcada uno compuesto por un ordenamiento positivo sectorial propio y su aparato técnico de acompañanüento. Dos brazos teórico-legales que se refieren a dos variedades -mejor, subvariedades- de un ilícito de naturaleza esencial idéntica. Forzoso es reconocer que se trata de una construcción jurídica admirable tanto por la sencillez de su planta como por su utilidad y porque ha hecho posible la aparición y la rápida maduración del Derecho Administrativo Sancionador moderno, cuya perfección contrasta con los modelos alternativos que se conocían antes y que --como veremos luego en el epígrafe IV- fueron evolucionando desde el ilícito de policía al Derecho Administrativo Sancionador pasando por el Derecho Penal Administrativo. Pues bien, todo este proceso empezó por la sencilla constatación (una especie de «huevo de Colón») de la unidad esencial de ilícitos cristalizada en la citada sentencias de 1972, a la que hemos de volver ahora. El siguiente paso fue jalonado unos meses después por la STS de 31 de octubre de 1972 (Ar. 4675) en la que se aludía a la primera gran consecuencia de la anterior:

es imperiosa la necesidad de que existan unos principios generales y un cue1po de doctrina que cubran el Derecho Penal común y el llamado por algunos, no sin falta de fundamento, Derecho Penal Administrativo, por darse en los dos unas mismas exigencias, como son las derivadas del principio de legalidad en sus distintas vertientes: órgano competente, procedimiento adecuado, defensa del inculpado, tipificación del hecho criminoso, ya que si, por un lado, el Derecho Sancionador representa la protección más enérgica de los bienes necesitados de una protección especial, por otro, este mismo rigor demanda, en contrapartida, las máximas garantías para los encausados.

La Sentencia de 13 de mayo de 1988 (Ar. 3745; Ruiz Sánchez) puso de relieve, por su parte, a una nota característica de la fase intermedia de la evolución: La jurisprudencia del Tribunal Supremo había venido elaborando la teoría del ilícito como supraconcepto comprensivo tanto del ilícito penal como administrativo. Y, sobre esta base, dado que el Derecho Penal había obtenido un importante desarrollo doctrinal antes de que se formase una doctrina relativa a la potestad sancionadora de la Administración, se fueron aplicando a ésta los principios esenciales construidos con fundamento en los criterios jurídicopenales.

La tesis del supraconcepto de ilícito -o, si se quiere, la de la «identidad sustantiva de ambos ilícitos, penal y administrativo» (STS 20 de enero de 1987; Ar. 256; Fuentes Lojo)- es hoy, en definitiva, absolutamente dominante, aunque no falten testimonios de la postura contraria según hemos de comprobar más adelante. El espaldarazo final de la equiparación ontológica de delitos e infracciones administrativas ha sido dado por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que ha declarado legítima la potestad estatal de clasificar los delitos en penales y administrativos, así como la de alterar las calificaciones existentes. En el Fundamento 49 de la famosa sentencia de 21 de febrero de 1984 (caso Oztürk) se estableció en efecto que el Convenio de Roma no impide a los Estados [... ]establecer o mantener una distinción entre diferentes tipos de infracciones definidas por el derecho interno [... ]. El legislador que sustrae ciertos comportamientos de la categoría de infracciones penales puede servir, a la vez, al interés del individuo y a los imperativos de una buena Administración de Justicia, particularmente cuando libera a las autoridades judiciales de la persecución y represión de faltas, numerosas pero de escasa importancia, a las normas de la circulación viaria. El Convenio no contradice las tendencias a la despenalización que aparecen, bajo formas muy diversas, en los Estados miembros del Consejo de Europa.

La calificación legal es, pues, intrascendente ya que el legislador puede poner a la mercancía el rótulo que considere oportuno sin preocuparse de la naturaleza de su contenido, que es jurídicamente indiferenciado. Lo verdaderamente importante son las consecuencias de tales etiquetados, de tal manera que, sea cual fuere su calificación legal, es esencial que con su alteración no se degraden las garantías mínimas de su régimen jurídico, tal como puntualiza a continuación la misma sentencia: Si los Estados contratantes, al calificar una infracción de administrativa y no de penal, pudieran a su gusto evitar el juego de las cláusulas generales de los artículos 6 y 7 [del

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La postura del Tribunal apareció ya perfectamente canonizada en la sentencia de 22 de mayo de 1990 (caso Weber), en cuyo apartado 30 se recuerda que «el Tribunal ya tuvo ocasión de resolver un problema parecido en dos litigips sobre la disciplina militar (sentencia Engels y otros de 8 de junio de 1976) y sobre el mantenimiento del orden en las cárceles (Sentencia Campbell y Fell de 28 de junio de 1984). Aunque reconoció a los Estados la facultad de distinguir "en el sentido del Convenio" entre el Derecho Penal y el Derecho Disciplinario, se reservó la posibilidad de asegurarse de que la línea divisoria entre uno y otro no infringía el objeto y la finalidad del artículo 5», y a continuación, reiterando de forma expresa el contenido de la sentencia del caso Oztürk, enumera los tres criterios que pueden servir para identificar una norma como de Derecho Penal: 1.0 La calificación dada por el Ordenamiento Jurídico del 0 Estado; 2. La naturaleza material de la infracción, y 3. 0 La naturaleza y severidad de la sanción. Al margen de lo anterior, el hallazgo de esta serie concatenada de supraconceptos (el ilícito, la retribución punitiva, el Derecho punitivo) nos coloca ante dos cuestiones de índole muy distinta, que conviene estudiar por separado: por un lado, cuanto se refiere al proceso lógico de elaboración de un supraconcepto, que tiene lugar a través de la afirmación de la identidad ontológica de dos elementos que se comparan entre sí; por otro lado, las consecuencias jurídicas de tal afirmación desde el momento en que parece obligado precisar las relaciones resultantes de esa unidad común en lo que afecta a los Ordenamientos individuales reguladores de cada elemento por separado, es decir, y aunque sea desde otra perspectiva, la vieja cuestión de las relaciones entre el Derecho Penal y el Derecho Administrativo Sancionador. II.

ONTOLOGÍA Y FENOMENOLOGÍA

A un supraconcepto se llega ordinariamente cuando se ha constatado que varios de sus elementos son iguales. Lo que significa que carece de sentido seguirles tratando separadamente y que se impone, por tanto, considerarlos como miembros o variedades una figura única superior. Desde hace muchos años viene insistiendo la doctrina en un falso problema (el de la identificación o diferenciación entre delitos y faltas administrativas) que se aborda con un planteamiento monótono: unos autores afirman la identidad de estas dos figuras mientras que otros la niegan por entender que les separan diferencias de naturaleza cuantitativa o cualitativa, según los gustos. No es mi intención ahora reproducir aquí, ni siquiera en términos sumarios, esta controversia, puesto que actualmente carece por completo de interés y, sobre todo, porque ya ha sido expuesta cien veces desde los tiempos de LABES en el siglo pasado hasta los más recientes de MATTES (y yo mismo me he ocupado de algunas de estas cuestiones con cierto detalle hace ya más de treinta años: NIETO, 1970). En la actualidad este planteamiento tradicional (que, repito, se da por sabido) ha sido sustituido por otro no del todo idéntico: el de la unidad o desigualdad ontológicas, que es el que voy a exponer y analizar con detenimiento no por ser más importante sino por la habitualidad un tanto acrítica de su uso tanto en la doctrina como en la jurisprudencia.

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ONTOLOGÍA JURÍDICA Si, tal como ya hemos visto, el entronque directo de la potestad ~ancionadora de Administrac1cm con el Poder punitivo del Estado ha supuesto un hlto trascendental la formación de un nuevo Derecho Adminis~ativo San.cionador ~sl?añol, no importancia tiene la afirmación jurisprudenc1al de la umdad o~tolog1ea ?e los Ll"'''""'u y administrativos. Ahora. bi.~n, ¿qué es ~o que. qmer~n dec1r, l~s cuando afirman con tanta conv1ccwn que no ex1sten d1ferenc1as ontologlunen"·tr'"..e -duelitos e infracciones administrativas, entre pe~as y s,ancion~s? . En mi opinión, aquí se emplea esta palabra en su sen~1do m~s prop~o, es dec~r, .con al «ser» o naturaleza de los ilícitos. Carenc1a de d1ferenc1as ontolog1eas le'.""u'"iLv"'... a l-~e··-a que, por naturaleza o esencia, se tratad~ ilícit?s idénticos o n~ ~ist~ntos. Ahora bien, si esto es claro, no lo es tanto el determmar ~~ esa naturaleza zdentlca es de carácter normativo (jurídico, por tanto) o no norm,atzv?: y tal es lo fundamental. una cosa es la identidad fisica o real y otra la JurídlCa; de tal manera que dos metanormativamente idénticas pueden ser normativa o jurí~icamente muy tas, y a la inversa. En otras palabras: los ilícitos pueden ser cons1derados ~omo figuras reales que existen con independe~ci~ de las normas o co~o me_ras creacwnes de éstas. En el primer caso la norma se hmlta a reconocer su ex1stenc1a y a dotarlos de régimen jurídico; mientras que, en el segundo, los crea. Aceptada esta dicotomía de planos, tenemos entonces que lle~a a entenderse que la identidad (o diferenciación) de los ilícitos puede tener lugar o b1~n en .el.ll!undo de la realidad (porque se trata de fenómenos distintos por naturaleza, sm perJUlClO de que luego las normas lo reconozcan así, o no) o bien en el mundo de las ?ormas, porque 'éstas así lo hayan dispuesto (en el momento de crear o reconocer, segun los casos, los ilícitos). · · · S · d De acuerdo con la tradición dogmática del Derecho Admm1strat1vo ancw?a ~r que subyace en estas declaraciones, los Tribunales (~~nforme se desarrollara m_~s adelante) parten de la naturaleza no normativa de los zhcztos, o sea, de la afirm~czon de que el ilícito penal y el ilícito adminis~rativo exist~n como entes o fi,guras zndependientes y anteriores a l~ norma, entendzendo aden;as que en esta rec:?zdad_ no normativa constituyen una unzdad. Pero con ello no esta resuelta la cue~twn, m mucho menos porque el problema está, entonces, en el salto de lo no normativo a lo norm~­ tivo, e~ decir, en determinar si el legislador está obligado,,o -?~'a establecer un réglmen jurídico que se corresponda exactam~nte con el meta]und1co; de tal manera q11;e a una unidad ontológica real o no normatlVa haya de c~rresponderse, o J?-O, una u~n­ dad de régimen jurídico. Decir que dos fenóme~os son, 1&uales. en, 1~ reahdad no. slgnifica necesariamente que hayan de tener .el mlS?J-? reg1~e? .Jund1~o; de la m1sma forma que el Legislador puede dotar de} 1?1smo reg1~en ]Und1co a fl~ras que en el mundo real son, sin duda alguna, ontolog1eamente d1fere~tes. E~ capncho de una ~ey declara delito o infracción administrativa a dos defraudacwnes f1scales a las que solo separa un euro de cuantía. . En el fondo, al jurista no le interesan directa~ente las cuestw~es ~e la na~r~leza jurídica (y menos aún de la no jurídica) de l~s flgur,as. que maneJa ~mo su reg1men jurídico puesto que su trabajo consiste en prec1s~~ el reg1men le~al aphcable a los conflictos sociales que se someten a s~ cons1derac1~n. ,L? que .le 1mpo~ta, en otras palabras es resolver conflictos por medw de normas JUndlCas, sm neces1dad, por tanto, de profundizar en la naturaleza ni del conflicto ni de sus el~me~:lt.os. Y si, de ~echo, se detiene (al menos en las culturas herederas del Derecho JUStlmaneo) a anahzar conceptos y naturalezas, lo hace con un criterio estrictame?te metodológico, el? cuanto que sabe que gracias a los conceptos y naturalezas podra llegar con frecuenc1a a ave-

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riguar .el rég.ime? _jurídico aplicable, que ~s lo que le importa. El jurista no es un filósofo m un c1ent1flco, aunque a veces la Fllosofia y la Ciencia le ayuden en su tarea. Así, constatada en la realidad zoológica la existencia de dos tipos de seres (p. ej. hombres y caballos) de naturaleza esencialmente distinta, si el legislador quiere dotar~ l~s de un régimen jurídico ha de atenerse a esa «diferencia ontológica» previa y extenor a la norma y !ldaptar é,st~ a aquélla, puesto que lo contrario es imposible: una ley no puede convertir <
cule la norma creadora de ellos, que puede dete1minar libremente su igualdad o su desigualdad con todas sus consecuencias. · En contra d~ lo que parece indicar nuestra jurisprudencia, la norma es un prius y, en cuanto tal, hbre, puesto que no existe nada previo que pueda condicionarla. Por ello, en lugar de decir que la ley debe regular por igual a los ilícitos porque son ontológicamente iguales, habría que decir -invirtiendo el planteamiento- que los ilícitos son iguales porque la ley les ha dado un tratamiento normativo igual. La norma es soberana para regular y, en su caso, para calificar, siendo notorio que utiliza tal pote.stad con har~a frec':lencia. _La Ley al~~ana ~e 1952 establecí? una difer~ncia cualitatlVa entre dehtos. e mfraccwnes admm1strat1vas; y con la m1sma autondad la de 1968 abandonó esta actitud postulando una diferencia meramente cuantitativa; provocando con ello en la doctrina y jurisprudencia quiebros y vaivenes muy llamativos, que desconciertan al lector que no sabe localizar sus fuentes e:p. el tiempo. Y lo mismo sucede en España, por ejemplo, con las infracciones de contrabando, convertidas un díá en delito y nada digamos de los vaivenes repenalizadores y despenalizadores de los ilícitos de tráfico o de las interacciones de las infracciones y delitos medioambientales. El proceso de despenalización -que actualmente sacude a tantos países y entre ellos a España- es la mejor prueba de lo que está diciendo: los ilícitos serán penales o administrativos (y las acciones humanas serán lícitas o ilícitas) según lo que declare la norma en cada momento concreto. Demos, pues, a la Filosofia lo que a ella corresponde y demos al Derecho lo que es del Derecho. Dejemos a un lado la ontología, que sólo complicaciones puede traer a la dogmática jurídica y, si no se quiere renunciar a ella, adviértase al menos de inmediato que se trata de una ontología normativa, porque con esta sencilla precisión se evitarán muchas confusiones. El Tribunal Supremo, cuando niega una y otra vez las pretendidas diferencias ontológicas, suele referirse de ordinario a sanciones y penas y no acostumbra a justificar su postura. En ocasiones, sin embargo, sí que ofrece una justificación por breve que sea. En las Sentencias de 14 de junio y 4 de julio de 1989 (Ar. 4625 y 5246; Llorente) se justifica en la unidad originaria del ius puniendi: «No hay diferencia ontológica entre sanción y pena, dado que ambas son manifestaciones del ius puniendi, aunque si de matiz». Más significativa resulta la de 13 de octubre de 1989 (Ar. 8386; Mendizábal): «el artículo 25 de la Constitución, donde se reconoce implícitamente la potestad sancionadora, tiene como soporte teórico la negativa de cualquier diferencia ontológica entre la sanción y pena». Nótese, con todo, que se trata de un razonamiento rigurosamente circular: porque si en la sentencia de Llorente se nos dice que la equiparación ontológica de sanciones y penas es consecuencia de la unidad del ius puniendi o potestad sancionadora, en la de Mendizábal se afirma, a la inversa, que es ésta la consecuencia de aquélla. En esta materia es dificil, por tanto, determinar si el huevo precedió a la gallina (sit veniat verbum). Como también es dificil señalar quién fue el primero que se atrevió a romper la inercia de una tradición que aceptaba mansamente las diferencias que de pronto empezaron a ser negadas. DoRADO MoNTERO (1906 y Enciclopedia Jurídica Seix) se había alzado enérgicamente contra esta tradición, pero permaneció prácticamente solo en tal actitud. Para este autor (EJS, 250) --que, nótese bien, solo se refiere y con toda propiedad, a una ontología normativa-, «ninguna diferencia hay entre la función y el derecho que suelen ser mirados como genuina y propiamente penales y otra función o derecho también sancionadores, pero que no se quieren calificar de penales, sino a lo sumo impropiamente. Si la diferencia entre ambos no se encuentra por el lado de las sanclones (por el lado de la naturaleza de éstas), tampoco podrá ser halla-

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da por el respecto de las infracciones, o sea, por parte de la materia que reclama la respectiva sanción, ya penal, ya disciplinaria, administrativa o gubernativa». De donde se deduce «la imposibilidad verdadera de distinguir sustancial, indefectible e invariablemente, según era obligado, y no por manera arbitraria, puramente circunstancial, las violaciones criminales, cuyo tratamiento únicamente compete al Derecho Penal, de las otras violaciones que revisten, por el contrario [... ] índole administrativa, policial o disciplinaria». Aunque, en último extremo, termina encontrando la siguiente diferencia (pp. 256 ss.): «las penas tienen una naturaleza retributiva, son pago o compensación del delito ya cometido, son una forma de responsabilidad para remediar una conducta dañosa, mientras que las correcciones gubernativas, policiales y disciplinarias no tienen que ver absolutamente nada con la responsabilidad, porque con ellas no se busca la reparación de mal alguno ya efectivamente causado, sino el orden y la tranquilidad o, lo que es lo mismo, la disciplina y la cooperación pacífica de los componentes de un agregado de individuos humanos, a lo que debe añadirse el dato importante de la peligrosidad que acompaña siempre a las infracciones administrativas».

cos que están al margen de la Justicia o, en otras palabras, mientras que unos atentan con'tra un «bien jurídico», las otras lo hacen contra un «bien administrativo». e) Las infracciones administrativas suponen una agresión al «orden» creado por el Ordenamiento Jurídico, independientemente de su contenido. La normas son establecidas, cualquiera que sea su objeto, para ser respetadas. El orden así creado se materializa y, además, condena como infracciones las agresiones de que es objeto. La infracción administrativa es, pues, una contravención formal mientras que el delito lo es en un sentido material, puesto que no va tanto contra la norma como contra el contenido material de ella. d) Como formulación paralela de la postura anterior se encuentra también la concepción de la infracción administrativa como manifestación de «desobediencia» frente a la norma. e) En todos los tiempos ha gozado de gran predicamento la distinción de los ilícitos en mala quia mala y mala quía prohibita. En otras palabras: hay acciones que son injustas «de por sí» mientras que otras son éticamente indiferentes y se convierten en reprochables únicamente porque la norma así lo declara. En las primeras (delitos) el ilícito es previo a la norma, que se limita a reconocerlo. En las segundas, el ilícito es creado por la norma. Esta postura encuentra su justificación inicial en la ética kantiana y llega hasta autores rigurosamente contemporáneos.

2.

IDENTIDAD ONTOLÓGICA, SEA NORMATIVA O REAL, ENTRE LOS DISTINTOS ILÍCITOS

En contra de la tesis personal que acaba de ser sentada (la identidad ontológica de penas y sanciones, de delitos e infracciones, es de naturaleza normativa en cuanto que resulta de la declaración de las normas en tal sentido) es un hecho que las posturas que tradicionalmente se vienen adoptando al respecto se están refiriendo a la naturaleza real de tales figuras, es decir, a su condición no normativa previa a la norma : circunstancia que explica por sí sola la pluralidad de pareceres, puesto que son innumerables los puntos de referencia que a tal propósito pueden tenerse en cuenta. Esta afirmación parece lo suficientemente evidente como para poder prescindir de argumentos probatorios. No obstante, quizás resulte útil demostrar lo dicho, aunque sea muy brevemente. Lo que, desde el punto de vista doctrinal, resulta sumamente fácil ya que basta acudir a la riquísima cantera de MATTES (1979, 1982) para extraer de ella sin esfuerzo alguno lo que necesitamos y sin tener que caer tampoco en la tentación de la erudición barata. Con esta salvedad y anuncio de brevedad, a nuestro propósito basta con poner de relieve cómo todas las tesis que han venido afirmando la diferencia cualitativa entre delitos e infracciones administrativas se han apoyado casi sin excepciones en criterios no normativos, tomados de la moral o de la conciencia popular o de la política represora estatal o de la Teoría más especulativa del Derecho. Veamos, pues, un pequeño repertorio de ellas: a) Los delitos se refieren a agresiones cometidas contra la esfera jurídica de los individuos (y del Estado considerado como tal) mientras que las infracciones administrativas son agresiones contra los intereses generados en el tejido social, es decir, desde la perspectiva del hombre considerado como ser social. Ésta es una concepción que nace en la Ilustración, cristaliza en FEUERBACH, corona su desarrollo moderno en Erich WoLFF y se basa en la idea de que el Derecho sólo afecta a las relaciones interindividuales y su contenido es la Justicia; mientras que la Administración flota en una esfera que se encuentra por encima y más allá del Derecho y no persigue la Justicia sino el bienestar social. b) Paralela a la anterior se desarrolla una corriente que entiende --en un curso similar pero más profundo-- que los delitos atentan contra la Justicia mientras que las infracciones administrativas atentan contra los intereses generales, colectivos y públi-

La remisión a los libros de MATTES me libera de ser más prolijo. Pero si la información que este autor proporciona es de absoluta confianza, hay que aceptar con muchas reservas el aniquilamiento sistemático a que somete todas estas tesis (esp. pp. 93-250) acumulando implacablemente argumentos en su contra. Quizás tenga razón; pero esta forma de proceder --exponer la tesis que se quiere destruir y luego rebatirla- presta al libro un halo escolástico y apologético que reduce su fuerza de convicción, puesto que a cualquiera resulta fácil evocar y destruir ese «maniqueo estúpido» a que aludía ORTEGA. Con toda su fabulosa erudición, MATTES termina combatiendo con animales disecados (por él mismo) en vitrinas de museo, que en vida no se dejan alancear tan cómodamente y que como prueba de su identidad reaparecen intermitentemente cuando ya se les ha dado por olvidados. Pero en este momento lo de menos es la corrección o incorrección de las tesis expuestas -y, por tanto, no se va a entrar en su análisis-, ya que lo único que interesaba demostrar es que se trata de posturas metanormativas, es decir, basadas en criterios (ética, bien protegido, conducta desobediente, etc.) de la realidad social. En cualquier caso, si los planteamientos doctrinales son a este respecto muy claros, aún está por comprobar qué es lo que ha sucedido en la Jurisprudencia. La verdad es que ni el Tribunal Constitucional ni el Tribunal Supremo han precisado nunca en qué consiste esa igualdad ontológica a que tanto aluden; pero del contexto de las sentencias parece deducirse que se trata de naturaleza no normativa, de la misma forma que ocurría con los autores. Para comprobarlo pueden traerse aquí algunos significativos testimonios jurisprudenciales que reflejan, a través de la cultura jurídica de sus ponentes, una corriente bibliográfica que en su tiempo fue inequívocamente dominante. De todo este repertorio posible -que en la década de los 80 es ya excepcional en cuanto que insiste en la tesis declinante de la diferenciación ontológica de los ilícitos- destaca la STS de 28 de enero de 1986 (Ar. 73; Martín del Burgo) en la que se subrayan las singularidades concurrentes en los ilicitos tipificados en los distintos Ordenamientos, porque no pueden ofrecer los mismos problemas la mayoria de los delitos comprendidos dentro

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DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR del catálogo del Código Penal ordinario, y nos referimos a los llamados delitos naturales (mala in se o mala quia mala) que la mayoría de las infracciones correspondientes al llamado Derecho Penal Administrativo por no decir la totalidad, por su naturaleza de infracciones artificiales o de creación política (mala quia prohibita).

O la no menos prolija de 13 de marzo de 1985 (Ar. 1.208; Ruiz Sánchez): es necesario destacar que son distintas en razón de su naturaleza; es decir, con carácter sustancial o cualitativo, las infracciones administrativas y las penales [presentan] diferencias que se pueden establecer de un conjunto de elementos, y así se puede distinguir: 1) en razón al distinto ordenamiento infringido; 2) junto a la vulneración del ordenamiento administrativo, la infracción se manifiesta o contiene una lesión de interés cuyo cuidado se atribuye y compete a la Administración, en la infracción penal se lesionan los derechos subjetivos del individuo, de la colectividad o del Estado e inéluso puede afectar a intereses administrativos del propio Estado.

Estas sentencias, ya tardías, son los últimos coletazos de una corriente jurisprudencia!, en su día muy firme, que afirmaba a ultranza la diferencia de sanciones administrativas y penas, aunque no por mera especulación teórica sino con el c?nfesado propósito de excluir aquéllas del artículo 27 de la Ley de Régimen Juríd1co de la Administración del Estado. Y, aunque ya conocemos suficientes ejemplos de esta línea, vale la pena recordar la de 25 de junio de 1966, que se repite luego en otras muchas, como en la de 25 de julio de 1966 (Ar. 89 de 1967), en las que se denuncia la errónea creencia de que las multas administrativas son sanciones de naturaleza verdaderamente penal, como en efecto lo son las que imponen los Juzgados y Tribunales de la Jurisdicción ordinaria o de las jurisdicciones especiales por razón de delito o falta; [...] en la reglamentación administrativa de múltiples y variadas materias que se hallan sometidas al cuidado y vigilancia de la Administración y en la que éstas actúan regladamente en función de tutela y policía administrativa para intervenir acciones u omisiones de sus administrados que para nada rozan la materia penal o criminal propiamente dicha, es de todos conocido y por todos los Estados de Derecho practicado que las facultades en tal orden de cosas reservadas a la Administración permiten a ésta regular las mencionadas actividades de Orden Público administrativo y exigiendo la multa como sanción.

Insistiendo en las contradicciones que alimentan esta polémica pudiera recordarse en apoyo de mi postura personal que el factor normativo de la naturaleza de los ilícitos ha sido también suficientemente subrayado en la doctrina italiana, a cuyo propósito Rossi VANNINI (1990, 128) se apoya en la jurisprudencia y cita una interesante sentencia del Tribunal de Ravenna, de 21 de noviembre de 1980, que dice así: «la distinción entre delito e ilícito administrativo es, en nuestro ordenamiento, solamente normativa, no estructural, puesto que la decisión de configurar un comportamiento humano como delito o como ilícito administrativo, aunque esté inspirada normalmente por el criterio de la consideración de la importancia de los bienes jurídicos tutelados y de la gravedad de su agresión, es no obstante y solamente el resultado de una decisión meramente discrecional fundada sobre criterios de política legislativa. El ilícito administrativo, por tanto, no se distingue conceptualmente del penal si no es. P?r la especie de la sanción conminada en la ley, que es siempre una pena pecumana administrativa». A mi juicio, y tal como vengo afirmando, ésta es la interpretación correcta de la pomposa «igualdad ontológica» que tan ambigua e imprecisamente suele manejarse entre nosotros y a despecho de una tradición bibliográfica que durante más de un siglo ha estado manejando la expresión en términos inequívocamente no normativos como

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correspondía a la mentalidad filosófica y científica de los juristas de la época; y sin que en las leyes pueda encontrarse, lógicamente, una precisión de este tipo. En cambio, del artículo 25 de la Constitución parece deducirse que nos encontramos ante dos figuras normativas diferentes, a las que la Constitución impone un régimen idéntico en algunos puntos (y sólo en algunos). Habiéndose considerado necesario establecerlo de forma expresa, porque de otra suerte -y cabalmente por tratarse de figuras normativas diferentes- se hubiera entendido que su régimen también había de ser diferente. A la vista de lo que antecede, cabe preguntarse qué interés tiene entonces la vieja polémica sobre la naturaleza extranormativa de los ilícitos y cómo se explica su encarnizamiento. Vaya por adelantado que los ríos de tinta que a tal propósito han corrido no han fluido en vano. Porque los juristas alemanes que han participado en la secular discusión tenían que resolver varios problemas concretos: principalmente, el de si se incluían, o no, los ilícitos administrativos en el Código Penal, y luego, el de si se encomendaba, o no, su represión a los jueces penales. Unas cuestiones que nada tenían de especulativas aunque se abordasen desde una perspectiva teórica exquisita. Por ello, las tesis de FEUERBACH y Eberhard ScHMIDT -en quienes concurría la doble condición académica y política- pasaron directamente, y con la misma pluma, de las monograflas de sus autores al Boletín Oficial. La situación española de 2005 es, no obstante, muy diferente. Entre nosotros nunca se ha discutido seriamente la legitimidad de la represión administrativa de determinados ilícitos. En tales condiciones, es claro que la cuestión ha de tener aquí un significado muy distinto del que tuvo y tiene en Alemania. Nuestros Tribunales Supremo y Constitucional tenían que vérselas, en cambio, con una dificultad muy concreta: la incompletud del régimen jurídico de los ilícitos administrativos que, además, resultaba en parte incompatible -en lo poco regulado- con las exigencias del Estado de Derecho (p. ej., la permisión de las «sanciones de plano»). Pues bien, para solucionar tales problemas, nada mejor que aplicar las normas del Derecho Penal, comparativamente más evolucionado y, desde luego, más completo. Planteadas así las cosas, la teoría de la identidad ontológica no tenía otra fimción que la de prestar una cobertura teórica a la extensión del Derecho Penal al Derecho Administrativo Sancionador. Cobertura que, por cierto, ha sido necesaria durante muy poco tiempo, ya que inicialmente se aplicaba el Derecho Penal simplemente por «analogía», en razón de la «afinidad» de ambos grupos de ilícitos. Pero luego pareció más convincente invocar la identidad ontológica, que autoriza una extensión más profunda de régimen jurídico. De hecho (y según se verá en el capítulo dedicado al principio de la legalidad) el detonante moderno de esta polémica fue el artículo 27 de la Ley de Régimen Jurídico de la Administración del Estado que, con toda evidencia, no estaba pensado para las infracciones administrativas -cosa que los autores sabían de sobra- pero que habilidosamente disimularon con el objeto de intentar aplicarle a ellas. Los Tribunales, sin embargo, no cayeron en la trampa y durante muchos años insistieron en abundantes, aunque no unánimes declaraciones de no identidad, que eran,dogmáticamente impecables aunque cerraban el paso al progreso. Ultimamente, sin embargo, la situación ha cambiado y en unos términos verdaderamente desconcertantes. Por lo pronto, ha terminado imponiéndose la tesis de la identidad ontológica de delitos e infracciones: una idea todo lo discutible que se quiera, pero que ofrece, al menos, la enorme ventaja de facilitar la aplicación casi automática del avanzado Derecho Penal sobre el comparativamente retrasado Derecho Administrativo Sancionador. En su consecuencia, si el proceso se hubiera detenido aquí, pocas objeciones se merecería, dado que podría fácilmente tolerarse su fragilidad dogmática pensando en las ventajas que representaba para el perfeccionamiento

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del régimen jurídico. Pero sucede que la evolución ha seguido adelante y se ha dado como sabemos, un paso más: de la falta de diferenciación ontológica se ha deducid~ la existencia de unos supraconceptos en los que se refunden los conceptos o elementos individuales, apareciendo así las figuras genéricas y únicas del ilícito, de la punición y del ius puniendi del Estado. En el terreno lógico la operación es plausible, aunque pasa por alto que, como antes se vio, dos seres con identidad ontológica (no normativa) pueden tener perfectamente un régimen jurídico distinto. Estratégicamente, sin embargo (y la Ciencia del Derecho es fundamentalmente finalista o estratégica), se ha producido un acontecimiento inesperado. Porque si recordamos que lo que se pretendía con la identidad ontológica era facilitar la aplicación del Derecho Penal, he aquí que, al saltar al plano del supraconcepto, tenemos que abandonar el piso inferior del delito y del Derecho Penal para colocarnos en el plano superior del ilícito genérico y del Derecho Público estatal. A partir de este momento, en efecto, todo son contradicciones y despropósitos, demostrándose una vez más que los creadores de dogmas, con frecuencia, o no se dan cuenta de sus consecuencias jurídicas o, pura y simplemente, no se los toman en serio, limitándose a disfrutar intelectualmente del nuevo verbalismo que se inventan. Llegados a las cumbres de los supraconceptos, habría que atenerse, en rigor, al Derecho Público estatal que en ellos reina y olvidarse del Derecho Penal propio de los valles inferiores animosamente dejados atrás y abajo. Y, sin embargo, constatamos con asombro que los autores y jueces que con más decisión afirman el ius puniendi único del Estado, prescinden luego por completo de sus consecuencias y siguen aferrados como si nada hubiera pasado- a la vieja cuestión de la aplicación del Derecho Penal. Contemplada desde las alturas del siglo XXI ofrece la historia del Derecho Administrativo Sancionador, un panorama deprimente. La literatura alemana ha estado indagando paciente y brillantemente durante casi dos siglos la naturaleza jurídica de las infracciones administrativas; pero sus admirables resultados (que han contaminado dogmáticamente el mundo entero) se han derrumbado como un castillo de naipes cuando el Legislador ha tenido el capricho de convertir de golpe algunas infracciones en delitos, y en otros casos a la inversa. Así las cosas, ya nadie puede dudar que las calificaciones no dependen del contenido material de los ilícitos (ni de su función ni de sus fines) sino que son meras etiquetas que el Legislador va colocando libremente por razones de una política punitiva global en la que se utiliza a las normas como simples instrumentos. En definitiva: después de haber estado analizando y discutiendo durante más de cien años la naturaleza y la identidad o desigualdad ontológica de los delitos e infracciones administrativas, se ha llegado a la conclusión de que todo este trabajo ha sido (casi) inútil por estar mal planteado, al haberlo centrado en el terreno metanormativo, que para nada vincula alLegislador, quien puede cambiar de la noche a la mañana por criterios propios absolutamente coyunturales. Parafraseando a VaN KlRCHMANN, un capricho innovador de una ley ha mandado al desván la biblioteca entera de MATTHES. Por lo que se refiere a España, las dificultades venían de la circunstancia de carecer de un régimen administrativo sancionador general aunque fuera mínimo. Y para remediarlas, en lugar de proceder a su creación por obra del Legislador o por el paciente esfuerzo de los Tribunales, se prefirió acudir a un atajo mediante la maniobra dogmática de equiparar infracciones administrativas y delitos al objeto de aprovechar de golpe el régimen legal existente. Operación que, como se comprobará en su momento, ha terminado frustrada. Y, para mayor desgracia, algunos autores, olvidándose de la funcionalidad del análisis dogmático, han convertido la cuestión en un juego especulativo verbalmente provechoso de erudición frívola facilitada por ciertas obras de divulgación.

En definitiva, por tanto, la pretendida y harto magnificada identidad ontológica r mf1fP..ndl'da como una identidad de fenómenos reales no normativos o, más exacta+nrtrn.l1n prenormativos): a) es jurídicamente casi irrelevante, dado que la identidad ontológica metanormativa no garantiza una correlativa identide regímenes legales; b) es incongruente con la tesis de la integración en una unidad superior; y e) además es inútil porque no r~suelve el P,rc:blem.a central y originario del Derecho aplicable. Desde el punto de v1sta pragmatlco, stlo que se pretende es la determinación del régimen jurídico, esta cuestión puede abordarse directamente rodeos ontológicos confusionistas- y esto es lo que va a hacerse en un epígrafe inmediato de este mismo capítulo. Por decirlo de una manera rotunda deliberadamente simplifi~adora, .a mí no me l?reocupa P.a~ticul~rme~te determinar la naturaleza jurídica de las, 1~fracc~on~s. y sancwnes adt~nm~tratlvas smo q"';le lo que pretendo es averiguar su regtmen Jundtco. Durante algun tiempo (y todav1a actualmente) se ha creído que la naturaleza jurídica nos proporcionaba la clave para resolver la segunda cuestión teniendo en cuenta que, identificando ontológicamente infracciones administrativas y delitos, podía aplicarse a aquéllas, con absoluta lógica y comodidad, el régimen jurídi~o .d~ éstos. A la po~tre, sin embargo, la sol~ción no h~ sido tan sat!sfactoria como m1c1almente se habla esperado y ello no solo por las mcongruenctas dogmáticas de la pretendida _identidad s~no, sob.re todo,,porque ~1 tiempo'( la rea!idad han ido demostrando que m es convemente, m es postble, aphcar a las mfraccwnes administrativas el régimen legal de los delitos. Así lo iremos comprobando a lo largo de todo. este libro. Mi postura puede, entonces, resumirse en los siguientes términos: 1.0 Si se acepta la identidad ontológica (harto discutible, por cierto) de delitos e infracciones administrativas, y la correlativa inserción de la potestad penal y de la potestad administrativa sancionadora en un genérico, único y superior ius puniendi del Estado, hay que aceptar inexorablemente todas sus consecuencias jurídicas. 2. 0 Una de las más importantes de éstas es la afirmación de que dicho ius puniendi del Estado está regido por el Derecho público estatal y no por el Derecho Penal, que es propio únicamente de una de sus variedades. 3. 0 Luego el Derecho Administrativo Sancionador tiene que inspirarse en el Derecho público estatal, de donde emana, y no del Derecho Penal. Estas ptoposiciones me parecen incuestionables desde el punto de vista teórico; pero a ellas hay que añadir a renglón seguido otras no menos importantes si bien de índole muy diferente: 4. 0 Aunque en rigor, y por lo que acaba de decirse, no hay necesidad alguna, ni lógica ni jurídica, de aplicar al Derecho Administrativo Sancionador materiales procedentes del Derecho Penal, esto resulta muy recomendable, dado que: a) el Derecho público estatal no ha elaborado todavía una teoría útil sobre el ius puniendi del Estado que pueda luego aplicarse a todas y cada una de sus manifestaciones, a diferencia de lo que sucede con el Derecho Penal, envidiablemente desarrollado, cuyas técnicas y experiencia sería necio desaprovechar por un escrúpulo sistemático. b) Además, las garantías de los derechos individuales que ya ha consolidado el Derecho Penal, y que son irrenunciables, deben ser de aplicación general. Todo lo cual significa, en último extremo, que nos encontramos, a despecho de tantas novedades dogmáticas, igual que antes y que la primera cuestión del Derecho Administrativo Sancionador sigue siendo la de precisar sus relaciones ~on Derecho Penal. . Como consecuencia de lo que acaba de decirse, resulta inevitable dedicar ahora la atención a las viejas cuestiones -quizás vaciadas en odres algo más nuevos que los tradicionales- de las relaciones entre el Derecho Penal y el Derecho Administrativo Sancionador; pero antes de seguir adelante resulta forzoso detenerse un poco más en

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esta cuestión para intentar alcanzar una mayor precisión previa, dando un quiebro al discurso y pasando desde la perspectiva ontológica habitual a la aproximación fenomenológica.

lo que ha suced.ido fundamentalmente con la más importante, hasta ahora, de nuestras leyes despenahzadoras, la 3/1989, de 21 de julio, Orgánica de actualización del Código Penal, cuyo Preámbulo no puede ser más expresivo:

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3.

Hace ya tiempo que existe unanimidad en la jurisprudencia y doctrina españolas en cuana que nuestro sistema penal tiene una amplitud excesiva, siendo grande el número de infracCiones penales carentes de sentido en la actualidad, sea porque ha desaparecido su razón de ser, sea porque el Derecho privado o el Derecho Administrativo están en condiciones de ofrecer soluciones suficientes, con la adicional ventaja de preservar el orden de lo delictivo en su lugar a?ecua?o, que deb~ ser.!~ cúspide de los comportamientos ilicitos. En el mismo tipo de conslder.acwnes debe mscnb1rs.e el hecho. demostrable de que fuera de lo punible se describen y sancwnan conductas d~ entldad notonamente superior a las que son objeto de las descripciones penales. Resulta as1 que, de un lado, se ha llegado a un exceso de presencia de lo punitivo y, de otro, se ha producido un cierto desequilibrio entre las penas y el sistema de reacciones jurídicas no penales. La situación expuesta es particularmente visible en el ámbito de las faltas. Las que en su dia fuer~n llamados «delitos veniales» integran un cuerpo de infracciones penales de excesiva. amphtud. A e~l? se añaden las imaginables consecuencias de agolpamiento ante los T;1bunales de Just1c1a de muchos pequeños problemas que no merecen ciertamente el dispendlo de tantos esfuerzos de los poderes públicos. t~

APROXIMACIÓN FENOMENOLÓGICA

Si he decidido dejar a un lado a los autores alemanes e italianos (y a los españoles que fielmente les siguen) ha sido porque, al cabo de repasar tesis y antítesis, argumentos y contraargumentos a cual más brillante, el lector queda deslumbrado y no sabe a qué atenerse. El exceso de la información desemboca en el desconcierto. Además, para quienes partimos de una concepción normativa de los ilícitos, es claro que nunca podremos considerar decisivo lo que opinen los autores de otros países, de otras épocas y con referencia a normas que no son las españ.ol~s actuales. Metodológicamente hay que proceder, por tanto, de una manera muy dtstmta y empezar con absoluta modestia por observar y constatar lo que dice a nuestro propósito el Ordenamiento Jurídico español vigente. Y en él, en una primera aproximación fenomenológica, nos encontramos con que: a) Existen dos clases de normas diferentes: unas se autocalifican de penales (Código Penal y leyes penales especiales) y otras de administrativas. b) En las primeras se describen y castigan unos ilícitos que se denominan delitos o faltas y en las segundas se describen y castigan otros ilícitos que se denominan infracciones administrativas. Ello sin perjuicio, claro es, de que las normas penales se remitan ocasionalmente a las infracciones administrativas, de la misma forma que las leyes administrativas se remiten a los delitos y faltas. e) En unas y otras normas se encomienda el castigo de cada uno de estos grupos de ilícitos a órganos diferentes: los delitos y faltas, a los Jueces y Tribunales penales; las infracciones administrativas a los órganos administrativos, cuyas decisiones son luego revisables por órganos judiciales no penales Uueces y Tribunales contencioso-administrativos). Excepcionalmente puede encomendarse a los jueces el castigo de infracciones administrativas, pero jamás a los órganos administrativos el castigo de delitos. d) La represión ha de ajustarse, además, a procedimientos distintos, según se trate de delitos o de infracciones administrativas. e) Estos órganos -y de acuerdo con su procedimient~ respectivo- imponen castigos también distintos. Formalmente los Jueces tmponen p~nas y .la Administración sanciones. Materialmente, buena parte de las penas y sanctones comciden (inhabilitación, suspensión, multa), aunque hay una variante cuya imposición es del monopolio absoluto de los Jueces: las penas privativas de libertad. j) Independientemente de la diversidad de órganos, de procedimientos y de castigos, las normas establecen un régimen jurídico material distinto para cada grupo de ilícitos (reincidencia, prescripción, dolo, etc.). g) Las normas penales son aceptablemente concretas y se nuclean e.n torno al Código Penal. Las normas sancionadoras administrativas, por el contrano, son de momento tan dispersas como incompletas.

Esquema que se cierra con una última constatación clave: el legislador, cua_ndo lo tiene por conveniente, altera sustancialmente la situación y lo que ayer eran mfracciones administrativas, se convierten mañana en delitos (como sucedió con las infracciones de contrabando a partir de la Ley Orgánica 7/1982, de 13 de julio), y lo que eran ilícitos penales se convierten de pronto en infracciones administrativas. Esto es

Hasta aquí no puede ser más sincera y realista la postura del legislador. Lo malo del caso es que, al afirmar el capital principio de la «intervención penal mínima» se ha considerado obligado .a introducir cri~erios materi~les de diferenciación, cap~ces por sí so!o.s (de ser atend!dos por la ??ctt;na) de r~~~nr las compuertas de una polémica dogmatlca que anegana -y estenhzana- la btbhografia española de los próximos años: Entre los principios en que descansa el Derecho Penal moderno destaca el de intervención En mérito suyo el aparato punitivo reserva su actuación para aquellos comportamtentos o conflictos cuya importancia o trascendencia no puede ser tratada adecuadamente más que con el recurso a la pena; tan grave decisión se funda, a su vez, en la importancia de los bienes jurídicos en juego y en la entidad objetiva y subjetiva de las conductas que los ofenden. m~nima.

Ellegjslador esp~ño~ se ha inc?rporado así al proceso despenalizador iniciado en Europa anos antes, stgutendo particularmente las huellas italianas donde se contaba ya con leyes despenalizador~s desde 1967 (y 1975), que culminar~n en la gran refor~a de la Ley de 24 de novtembre de 1981. Conviene advertir, sin embargo, que el ejemplo n~ ~a llegado hasta las interesantes Circulares de la Presidencia del Consejo ~e 19 ~e dtc~embre de 1983 y 5 de febrero de 1986, en las que se establecen «critenos onentat¡yos para la elección entre sanciones penales y sanciones administrativas», q~e -en la versión de Rossr-VANNINI (1990, 292)- se concretan en la reserva tendenctal de dos áreas para las sanciones administrativas: los ilícitos menores y los que consisten en la elusión del control administrativo al que están sujetas determinadas actividades de peligrosidad intrínseca, o bien consistentes en la violación de normas secundarias de carácter técnico. Significativa es igualmente la atención que han dedicado a la problemática despenalizadora los criminalistas de todos los países y que tanto contrasta con el escaso eco que ha encontrado en la doctrina administrativa. Como prueba de lo primero, baste recordar las recomendaciones del XIV Congreso Internacional de Derecho Penal de .1989 y, s??re todo, las Resolucio~es Generales del Congreso de Estocolmo, de mtroduccwn se reproducen segutdamente algunos fragmentos importantes PALIERO-TRAVI, 1988, 329):

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«1. El campo de aplicación del Derecho Administrativo Penal está siendo ampliado por causa de dos fenómenos: de una parte, la intervención del Estado Providencia en campos cada vez más numerosos ha provocado la proliferación de Reglamentos administrativos frecuentemente acompañados de normas auxiliares de Derecho Administrativo Penal que prevén sanciones de carácter represivo a las violaciones de estas reglamentaciones; por otro lado, una corriente internacional que tiende a enviar las infracciones de importancia social menor del campo del Derecho Penal tradicional al del Derecho Administrativo Penal, ha impulsado a los legisladores a redefinir este tipo de infracciones como infracciones administrativas penales. »2. Esta evolución es deseable en la medida en que descongestiona el Derecho Penal de infracciones menores, y está así en armonía con el principio de subsidiarledad de la ley penal. Pero tampoco es deseable una inflación del Derecho Administrativo Penal. Las sanciones administrativas penales deberían ser utilizadas solamente para proteger los intereses jurídicos claramente definidos y no para facilitar la realización de intereses puramente burocráticos. En suma, los legisladores y la ciencia jurídica deberían esforzarse en definir los límites exactos del Derecho Administrativo Penal y en determinar los principios jurídicos que le son aplicables. »3. La cuestión de saber si un comportamiento debe ser castigado según la ley penal no debería ser resuelto de una manera categórica. Corresponde al legislador determinar lo que debe ser castigado por el Derecho Penal o por el Derecho Administrativo Penal. Para fundar esta decisión, el legislador debería tomar en consideración varios criterios y, fundamentalmente, el valor social en juego, la gravedad de daños o su amenaza y la naturaleza y grado de la culpa. »4. El Derecho Administrativo Penal se acerca al Derecho Penal en cuanto que prevé sanciones represivas. Esta similitud impone la aplicación en el Derecho Administrativo Penal de los principios de base del Derecho Penal sustancial y de un proceso equitativo. »5. El Derecho Administrativo Penal difiere, no obstante, del Derecho Penal. Esta diferencia implica la limitación de la naturaleza y de la severidad de las sanciones aplicables, así como la limitación de las restricciones de los derechos fundamentales en el curso del procedimiento».

parte desde el momento en que se establecieron canales de comunicación entre la intensidad integradora ha ido variando hasta el punto de que es fácil constaproceso evolutivo en tres etapas. Por así decirlo, para llegar a la situación prela jurisprudencia y la doctrina han dado tres pasos de aproximación. El paso, según puede imaginarse, fue la aplicación del Derecho Penal a las infi:ac:c1cme:s administrativas con carácter supletorio y para el llenado de lagunas. todavía la postura de la Sentencia de 29 de septiembre de 1980 (Ar. 3.464; del Burgo): «La jurisprudencia tiene sentada la doctrina de que la ausencia en el ordenamiento penal administrativo de una parte general no debe interpretarse como un apoderamiento a la Administración para una aplicación libre y arbitraria de sus facultades sancionadoras por tratarse de una laguna que ha de cubrirse con las técnicas propias del Derecho Penal ordinario, lo que obliga a seguir unos mismos principios en una y otra esfera, como apunta la Sentencia de 25 de marzo de 1972». La presencia del Derecho Penal cumple, en suma, una función de garantía, un freno impuesto por el Derecho a la libre y tendencialmente autoritaria intervención de la Administración pública tradicional: un dato~que los autores suelen pasar por alto. Tal es en cualquier caso la inequívoca intención de la STS 13 de enero de 1981 (Ar. 4137; Martín del Burgo) para la que «los principios básicos del Derecho Penal» constituyen un límite «que no podrá infringirse» en el ejercicio de la potestad administrativa sancionadora. Actitud que en el fondo se limita a prolongar la línea sentada por la Sentencia preconstitucional de 30 de enero de 1978 (Ar. 3.411; Pérez Frade): «La potestad sancionadora [administrativa] no puede ejercerse en condiciones más rigurosas[ ... ] que en materia de faltas penales». De aquí se saltó luego sin dificultad aparente a la tesis -sostenida tanto por el Tribunal Constitucional como por el Supremo e incluso por éste antes de la Constitución- de que no sólo con caráéter supletorio sino de forma directa son aplicables los principios del Derecho Penal. Este salto de la aplicación supletoria de preceptos del Código Penal a la aplicación directa de principios del Derecho Penal estaba ya absolutamente generalizado en la jurisprudencia preconstitucional de los años setenta. Por explicar queda, sin embargo, el tercer paso, es decir, la eventual constitucionalización de esta integración. Porque para quienes entienden que lo está en virtud de los artículos 24 y 25 de la Constitución ----como es el caso de SuAY (1989, 202)- es inconcuso que las normas de Derecho Administrativo Sancionador, incluso aunque estén fijadas en norma con rango de ley, deben ceder ante los principios del Derecho Penal. La cuestión se complica, no obstante, de forma extraordinaria cuando se incorpora al análisis (como se hará en un epígrafe posterior) el dato de que la aplicación al Derecho Administrativo Sancionador de los principios del Derecho Penal debe hacerse de una forma matizada, lo que significa que no siempre y no todos los principios penales son aplicables, sin más, a los ilícitos administrativos. Sea como fuere, el resultado final de esta evolución es la tesis de la aplicación al Derecho Administrativo Sancionador de los principios del Derecho Penal. Una postura cuya trascendencia práctica exige su análisis pormenorizado, tal como va a realizarse en el epígrafe siguiente.

III.

EL DERECHO PENAL COMO ELEMENTO INTEGRADOR DEL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

La vieja cuestión de las relaciones entre el Derecho Penal y el Derecho Administrativo Sancionador -que reaparece inevitablemente en todos los ámbitos teóricos del sistema punitivo- presenta una vertiente, la funcional, que puede contribuir eficazmente a la determinación de la sustantividad de este último, que es lo que en este lugar nos preocupa. Porque, además del valor que las normas y principios penales tienen en la formación y aplicación analógica y complementaria del ordenamiento administrativo sancionador, su función más importante es la «integradora», es decir, la de contribuir a la constitución de una disciplina jurídica y académica propia. l.

EL PROCESO DE INTEGRACIÓN

La función integradora que en la actualidad realiza el Derecho Penal sobre el Ordenamiento jurídico administrativo sancionador es, como sabemos, relativamente reciente puesto que en un tiempo se trataba de sectores rigurosamente separados. Por

Como consecuencia de todo lo anterior, hemos llegado en España a una fase en la que ya no se discute «si» los principios del Derecho Penal se aplican al Derecho Administrativo 'Sancionador, puesto que así se acepta con práctica unanimidad. Huelga citar de momento, por tanto, a la jurisprudencia y, en cuanto a la doctrina, baste recordar por lo temprano de su fecha a MANZANEDO (1968, 216): «La actividad administrativa sancionadora se caracteriza por su aproximación al Derecho Penal, pues la

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Administración Pública, cuando ejerce esta actividad, necesita ajustarse al esquema penal-tipificación de la infracción y de la sanción- y a los principios generales inspiradores del Ordenamiento penal, que además funciona como derecho supletorio.» Ahora bien, la principal dificultad se encuentra en la determinación de «qué» principios van a ser aplicados y, sobre todo, de «hasta qué punto» van a serlo. Cuestiones sobre las que ya se ha escrito mucho, pero que aún distan de estar claras. La unanimidad que sobre el «si» reina en nuestro Derecho no debe dar la impresión de que se trata de un fenómeno universal y nada polémico en otros países, antes al contrario. En Francia -según podrá comprobarse más adelante-la Jurisprudencia ,y la doctrina han afirmado unánimemente lo contrario hasta hace muy poco. Y en Italia, y a juzgar por el testimonio de PALIERO-TRAVI (1988, 288 ss.), la Corte Constitucional se niega terminantemente a aplicar a los ilícitos administrativos los principios constitucionales del Derecho Penal, cuidándose, además, de advertir expresamente que esta diferencia de regímenes no rompe el principio de la igualdad. Lo que entre nosotros, de todas maneras, resulta claro es que se trata de la aplicación de principios no de normas y mucho menos de textos. Circunstancia que nos obliga a establecer de antemano determinadas precisiones: hay que partir, por tanto, de la distinción entre principios y normas, tal como se ha expuesto cautelarmente en otro lugar de este libro. Esto quiere decir que no se trata de aplicar al Derecho Administrativo Sancionador los artículos del Código Penal y de las leyes penales especiales -y al decir esto no ignoro que así se está haciendo en algunos supuestos, como podrá comprobarse, entre otros, en el capítulo de la prescripción-: por analogía (in peius) no podrá hacerse, ya que es radicalmente incompatible con el principio de legalidad, ni existe tampoco un precepto que autorice su aplicación con carácter supletorio. En conclusión, por tanto, las normas del Derecho Penal únicamente podrán aplicarse al Derecho Administrativo Sancionador en los siguientes supuestos, verdaderamente excepcionales: a) analogía no in melior; b) declaración expresa de supletoriedad, y e) remisión expresa de la norma administrativa. Aclarado esto, nos encontramos entonces ante dos cuestiones esenciales que van a ser desarrolladas inmediatamente: en primer lugar, cuáles van a ser concretamente los principios penales aplicables al Derecho Administrativo Sancionador y, en segundo lugar, cuál va a ser el alcance de tal aplicación extensiva.

cípios valorativos o interpretativos que presiden el Derecho Penal», así como a «criterios técnico-jurídicos comunes y unitarios». Expresiones que demuestran bien a las claras que se trata de algo muy distinto a la analogía de preceptos, aunque ésta pueda actuar acumuladamente. Las Sentencias delTribunal Supremo de 16 de diciembre de 1986 (Ar. 7160) y 20 de enero de 1987 (Ar. 203), debidas ambas a la pluma magistral de Mendizábal, enumeran -aunque naturalmente sin ánimo de exclusividad- una serie de principios penales aplicables al Derecho Administrativo Sancionador como son: el de presunción de inocencia, el de legalidad y el de interdicción de arbitrariedad. En cualquier caso, partiendo del supuesto de que se trata de la aplicación de principios (no de normas y reglas) y no de todos lo§ principios del Derecho Penal, sino solamente de algunos, a la hora de determinar cuáles son concretamente los que a estos efectos entran en juego, en lugar de intentar hacer una lista de ellos --que nunca podría ser segura ni exhaustiva-, cabe preguntarse antes con carácter general si la referencia habría de limitarse únicamente a los constitucionalizados. Tal como ya se ha apuntado más arriba, la diferencia entre una y otra de las soluciones posibles es trascendental. Si únicamente son aplicables los principios de Derecho Penal ya constitucionalizados, su repertorio se reduce notoriamente y, sobre todo, está fuera de duda que prevalecerán sobre las disposiciones sancionadoras aunque tengan rango de ley, como ha observado SuAY (RAP, 109, p. 213): «al legislador le está constitucionalmente vedado incorporar a la regulación de las sanciones administrativas principios completamente opuestos o absolutamente incompatibles con el orden penal». Pero otra cosa ha de ser con los «principios» no constitucionalizados, que se aplicarán únicamente ante el silencio de la ley administrativa. Porque si no interviene la Constitución, no hay razón alguna para dar preferencia (dentro de las normas del mismo rango) a la penal (y mucho menos a los principios de ella deducidos, cuya subordinación jerárquica viene impuesta por el artículo 1.4 del Código Civil), antes al contrario, parece lógico que prevalezca la administrativa sancionadora ya que es más específica. Sin ánimo de agotar el repertorio posible, en el presente libro se examinan cabalmente los «principios» --en el sentido amplio entendidosque afectan más directamente al Derecho Administrativo Sancionador. Desde esta perspectiva pueden hacerse dos proposiciones recíprocamente complementarias: J. a En todo caso son aplicables los principios punitivos constitucionalizados, que se entenderán comunes a todo el ordenamiento punitivo del Estado, aunque originariamente procedan del Derecho Penal y que, naturalmente, han de prevalecer sobre cualquier disposición del legislador. 2. a Pero también son aplicables al Derecho Administrativo Sancionador los principios propios del Derecho Penal no constitucionalizados; si bien en tal caso no han de prevalecer sobre los específicos del otro ámbito que tengan rango de ley. La primera frase de proposición segunda viene fundamentada por la elemental e indiscutible consideración de que, habiendo sentado el Tribunal Supremo esta regla de extensión de principios antes de la Constitución, con toda evidencia tenía que estar pensando en principios penales no constitucionalizados, a los que luego, obviamente, se han añadido los constitucionales. Bien es verdad que a este propósito surge una duda inquietante: si la base de este mecanismo de comunicación o extensión normativa es la idea de que el Derecho Penal y el Derecho Administrativo Sancionador son manifestaciones iguales y paralelas de un Derecho punitivo común, ¿por qué se da prevalencia a los principios del Derecho Penal, que se extienden a los del Derecho Administrativo Sancionador, y no a la inversa? A mi modo de ver, la transposición normativa habría de discurrir en las dos direcciones, como en un mecanismo de vasos comunicantes. Y creo que esta tesis

2.

PRINCIPIOS Y REGLAS PENALES APLICABLES

En cuanto a cuáles son los principios aplicables, habría que empezar suscribiendo las rotundas afirmaciones de QUINTERO (1991, 262) -inspirada inequívocamente en la función garantista que aporta el Derecho Penal al integrarse en el Derecho Administrativo Sancionador- de que «cuando se declara que las mismas garantías observables en la aplicación de las penas se han de respetar cuando se trata de imponer una sanción administrativa, no se hace en realidad referencia a todos y cada uno de los principios o reglas reunidos en la Parte General del Derecho Penal, sino a aquellos a los que el Derecho Penal debe someterse para satisfacer los postulados del Estado de Derecho, que son principios derivados de los declarados en la Constitución como fundamentales». Por lo demás, los Tribunales, en lo que yo sé, no han hecho pronunciamientos específicos minuciosos sobre el particular. Tengo, en todo caso, la impresión de que cuando se habla de principios no se está pensando únicamente en los que lo son en sentido estricto o rigurosamente técnico, sino que se comprenden también reglas de Derecho. La Jurisprudencia del Tribunal Supremo suele hablar de «principios inspiradores». La Sentencia de 9 de junio de 1986 hace referencia a «prin-

J

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es ,te
a) Cronológica. El Derecho Penal tiene ya consolidados sus principios fundament~l~s, lo que no sucede con el Derecho Administrativo Sancionador. De aquí que se~ l?g1Co 9ue el segundo se aproveche de las experiencias del primero, siendo aden:as Imposible, al menos de momento, la operación inversa. A todo ello hace referencia !a STS ~e 19 ~e enero de 1991 (Ar. 964; Delgado): «dado que el Derecho Penal habla obtemdo ~n Impo!tante desarrollo doctrinal y legal antes de que se hubiera forma?o una doctnna relativa a la potestad sancionadora de la Administración se fueron ap.hc~nd~ a, é~ta unos principios esencialmente construidos con fundame~tos en los cntenos Jundico penales». b) Constitucional. Los principios inspiradores del Derecho Penal son progresistas en ~uanto que suponen una ~arantía de los derechos de los individuos. De aquí que sea mas conform~ con e.l, espíntu d~mocrático de la Constitución -y con el Estado de Derecho-- la Igualacwn «por arnba» de ambos ordenamientos. e) Dogmática. El Derecho Administrativo Sancionador y el Derecho Penal convenciOnal forman p~rte. de ~n~ ~nidad superior --el Derecho punitivo del Estado--, que hasta ahora vema Ide~hflcandose con el Derecho Penal en sentido estricto. En r~_g?r, por tanto, cuando se Imponen al Derecho Administrativo Sancionador los principiOs del Derecho Penal no es porque se considere a éste de naturaleza superior sino P.orque tales principios son los únicos que se conocen -hasta ahora- como e~pre­ SIÓn del Derecho punitivo del Estado. , Veamos seguidamente hasta qué punto las normas reglamentarias --que son las

m~s. abundantes- del Derecho Administrativo Sancionador han de ceder ante el Codigo PeJ?-al y den;ás leyes p~~~les especiales. Una cuestión que no puede ser resue!ta mediant~ 1~, comoda remiswn a las reglas de la jerarquía formal y de la cronologia de la apancwn. Nuestro caso es mucho más complejo, y creo que el mejor modo d~ ~bordarlo els con la ayuda de la teoría de los conjuntos y grupos normativos, magmflcamente representada en España por los profesores VrLLAR PALASÍ y GONZÁLEZ N~VARRO, Y que, a través de éste, ha accedido con normalidad a la jurisprudencia del Tnbunal Supremo. . La pr~mera cues~i
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cía de «matices» en la aplicación de las normas de un grupo a supuestos fácticos del otro. . Esto sentado y tal como ha señalado la doctnna, las normas de grupos y subgrupos diferentes no se articulan con las reglas indicadas de la jerarquía formal y de la cronología, sino que cada grupo es inmune frente al otro, aunque sólo sea relativamente. La Jurisprudencia ha autorizado ciertamente la intromisión de las normas de Derecho Penal en la esfera del Derecho Administrativo Sancionador, pero respetando siempre la autonomía relativa de éste. Se trata, en suma, de una tarea de integración, no de desplazamiento. La situación resultante -tal como ha sido dibujada por la Jurisprudencia- es, con todo, muy singular y pretende el acceso a la Justicia del caso concreto al precio de renunciar a la seguridad jurídica. Pero lo único cierto -y ésta es la tercera proposición- es que las normas reglamentarias del Derecho Administrativo Sancionador no tienen que ceder «necesariamente» ante las normas de rango legal del Derecho Penal, pero «pueden» ser desplazadas atendiendo a las circunstancias del caso apreciadas primero por la Administración y luego por los Tribunales de control. Y aquí está cabalmente la espina de la proposición, porque es imposible ponderar de antemano las circunstancias del caso, ya que ésta es una cuestión concreta que no puede ser abordada en términos genéricos. Lo único que conocemos es el repertorio de soluciones posibles -no aplicación de la norma penal, aplicación íntegra y aplicación con matizaciones-, pero con ello no hemos adelantado mucho, y nos adentramos en el mundo de la jurisprudencia· casuística que sólo los años, una perfilada elaboración doctrinal o la intervención del legislador podrán remediar. 3.

ALCANCE DE LA APLICACIÓN

Una vez examinada la cuestión de los principios concretos del Derecho Penal que han de aplicarse al Derecho Administrativo Sancionador, aún queda por resolver el problema fundamental, es decir, el de precisar el alcance de la función integradora con que tales principios han de aplicarse. Los Tribunales insisten una y otra vez, y siempre con gran énfasis, en la afirmación de que no es lícita una aplicación automática de un ámbito a otro, que presentaría, además, no pocas dificultades técnicas. En palabras de la STS de 21 de diciembre de 1977 (Ar. 5049; García Manzano), «la traslación automática de lo que constituyen instituciones o instrumentos dulcificadores de la responsabilidad de previsión expresa en el Código Penal al campo sancionador de la Administración presenta dificultades inherentes a la diversa estructura de ambos ordenamientos». · Por ello, se viene advirtiendo desde el primer momento (cfr. la STC de 18 de junio de 1981), y de manera reiterada, que la aplicación ha de hacerse «con matices». Y esto tanto por parte del Tribunal Constitucional como del Supremo, de lo que ya hemos visto algunos testimonios, a los que se podría añadir otro significativo por ser preconstitucional, el de la sentencia de 25 de marzo de 1972 (Ar. 1472; Suárez Manteola), reproducido luego en otra muy posterior de 13 de mayo de 1985 (Ar. 4582; Vivas Marzal): «debidas matizaciones que dimanan de la naturaleza de las sanciones administrativas que atienden [ ... ] al debido cumplimiento de los fines de una actividad de la Administración». De la misma forma que «la aplicación de los criterios del Derecho Penal al Derecho Administrativo Sancionador no es absoluta» (STS de 13 de marzo de 1985; Ar. 1208; Ruiz Sánchez). Y es que, como dice la STS de 28 de enero de 1986 (Ar. 73; Martín del Burgo), «la existencia de unos principios comunes a todo Derecho de

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carácter sancionador [... ] no puede significar el desconocimiento de las singularidades concurrentes en l?s ilícitos tipificados en los distintos ordenamientos, porque no pueden ?frecer los n;Is~os problema~ la .mayoría de los delitos comprendidos dentro del Catalo~o del Codigo penal ordmano [... ] que la mayoría de las infracciones correspondiente al llamado Derecho Penal Administrativo». La .consecuencia que ello trae es que la aplicación de «principios y criterios» ha de reahz~rs~ con aten.uado rigor y mayor flexibilidad, según expresiones consagradas ya en la JUnsprudencia. La STS de .29. de septiembre de 1980 (Ar. 3464; Martín del B.urgo) r.ecuerda, en efecto, que «la Junsprudencia se ha encargado de matizar ciertas difer~~cias e~tre el orde_n punitivo ordinario y el administrativo, aludiendo a una ate·nu~ci.?n del ngor del pnmero en el segundo y a una mayor flexibilidad de éste». La antlguedad de esta postura se acredita en las sentencias de 22 de marzo y 2 de noviembre de 19~2 (Ar. ~,678; Suárez ~anteola): «si los principios fundamentales de tipicidad de la mfraccwn y de legalidad de la pena operan con atenuado rigor cuando se trata de infracciones administrativas y no de contravenciones de carácter penal tal criterio de flexibilidad tiene como límites [... ]». ' Dista mucho de estar clara, con todo, la causa que provoca estas diferencias de trato,. este atenuado. rigor; lo que no obsta, sin embargo, a que la Jurisprudencia lo haya m~entado ocasi.ona~~ente. Para la ~entencia de 28 de enero de 1986, que acaba de ser citada, la exphcacwn es muy sencilla y radica en la diferencia ontológica de las dos clases de ilícitos, a la que ha de corresponder lógicamente una diferenciación de régimen. Ahora bien, los autores que niegan tal premisa se cierran ellos mismos la salida, que REBOLLO (1989, 441 ss.) termina encontrando en la única diferencia admisible,. a saber, e_n que en unos casos castiga el Juez y en otros un órgano administrativo: circunstancia que no supone, desde luego, un «aspecto menor» porque «desde el momento en que el ordenamiento considera a un hecho como infracción administrativa y no como delito, desde el momento en que atribuye la imposición del castigo a la Administración y no al Poder Judicial, aunque lo haya hecho por razones meramente pragmáticas, se hacen necesarias importantes matizaciones por la fundamental y obvia razón de que Administración y Poder Judicial tienen diferente carácter insti~cional y constitucional, no se encuentran en la misma posición ante el Derecho y tienen, por esencia, una función muy distinta». · En ~efinitiva, aquí nos encontramos con una muestra típica de la actividad jurisprudencml: primero hace una declaración rotunda (la traslación del régimen penal) que revoluciona la situación anterior y luego se ve obligada a introducir reservas y ca~telas (la traslación con «matices»), un poco asustada -por así decirlo- de las últimas consecuencias a las que el giro realizado puede conducir. En nuestro caso: después de haber afirma~o ~a ap~icación de principios penales a un Derecho ajeno (por causa de su pretendida Identidad), se ven forzados los tribunales a recomendar prud.enc~a en .esta OJ?eración,, una vez que han constatado que no es tan cierta la pretendida Identidad m es técmcamente posible la transposición automática o total de ~eg~~enes. El Tribunal Consti~~ional, en s~ se.n~encia 76!19~0, de 26 de abril, sigue msistlendo en ello: <~L~ rec~pcwn d~ los pnnciplOs constituciOnales del orden penal por .el Derecho Ad:~rnmstratlvo SanciOnador no pueden hacerse mecánicamente y sin matices, esto es, sm ponderar los aspectos que diferencian a uno y otro sector del ordenamiento jurídico». Probablemente la más extremada al respecto sea la STS de 20 de diciembre de 1988 (Ar. 9988; González Navarro): El Derecho Administrativo Sancionador es una de las materias más necesitadas de una regulación clara en nuestro Derecho. Y si bien a partir de la entrada en vigor de la Constitución

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se ha avanzado bastante en orden a perfilar la auténtica esencia de las infracciones y sanciones administrativas, no diferente, salvo en lo orgánico, de las infracciones y sanciones penales, lo cual supone que los mismos principios imbricados se aplican a todo el Derecho punitivo del Estado, son muchas las cuestiones todavia dudosas, cuya resolución definitiva sólo puede venir por la via de una ley reguladora de la potestad sancionadora de las Administraciones Públicas. Entre tanto, los Tribunales tienen que ir buscando la justicia que se esconde bajo la letra de los textos en vigor mediante una penosa labor en que han de conjugar -hasta donde es posible con un ordenamiento tan imperfecto en este punt()-- las dos ideas contrapuestas de la garantía del ciudadano y la eficacia del actuar administrativo.

El resultado de tales puntualizaciones es una intensa relativización de la regla de la transposición de principios y criterios, hasta tal punto que no se sabe si lo esencial es la aplicación o, más bien, las matizaciones con que hay que realizarla. La revolución no ha sido, pues, tan intensa como podría suponerse, aun sin negar naturalmente su importancia. Pero, en último extremo, volvemos a caer en el decisionismo judicial que es el único que puede despejar las dudas a la hora de ponderar los intereses en juego de cada caso concreto. Este escepticismo luce en el acertado comentario de REBOLLO (1989, 885): «No basta proclamar la vigencia de unos principios generales comunes al Derecho Penal. Esto podrá suplir gran parte de los defectos de la legislación; pero mientras no vaya acompañado de una verdadera tipificación, la aplicación de aquellos principios ha de realizarse sobre bases forzadas y con absoluta inseguridad [... ]. Además [los principios penales], nacieron para un Derecho que partía del principio de mínima intervención penal con relativamente pocas conductas punibles, no para un Derecho en el que toda la intervención pública de un Estado profundamente intervencionista está respaldada represivamente. Con nada de ello pretendemos negar la conveniencia de la aplicación de los principios del Derecho Penal al Derecho Administrativo Sancionador. Al contrario, esa conveniencia no es sólo tal sino una exigencia para la verdadera efectividad de los derechos fundamentales y del Estado de Derecho». Otro ejemplo de singular prudencia -en cuanto que reduce la integración a una simple información- nos lo ofrece la STS de 18 de julio de 1984 (Ar. 4025; Moreno), que se basa en tres afirmaciones fundamentales: a) la independencia de la potestad: sancionadora de la Administración respecto de la Jurisdicción criminal; b) un fondo intrínseco penal que existe, pese a todo, en la potestad administrativa, y e) como consecuencia de lo anterior, los principios del orden penal «han de informar sustancialmente la manera de actuar de la Administración» en el ejercicio de tal potestad:. . De cualquier manera que sea, lo que en todo caso está fuera de duda es que los principios del Derecho Penal aplicables al Derecho Administrativo Sancionador no van a serlo de forma mecánica, sino «con matices», es decir, debidamente adaptados al campo que los importa. Conste, por lo demás, que esta afirmación no es un mero desiderátum teórico ni una simple declaración jurisprudencia!, sino que así es lo que realmente sucede, como se comprobará cumplidamente a lo largo de todos y cada uno de los capítulos de este libro: ni la legalidad, ni la reserva de ley, ni la tipificación, ni la culpabilidad, ni el non bis in idem, ni la prescripción tienen el mismo alcance en el Derecho Penal que en el Derecho Administrativo. Lo dificil, con todo, es graduar con precisión la diferente intensidad de tales matices, para lo que no parece existir un criterio general. En la STC 66/1984, que acaba de ser citada, se habla al efecto de la «medida de las afinidades» que median entre los dos campos. Y páginas más atrás se ha recordado que para QUINTERO la aplicación de los principios penales dependerá también de la medida en que sea necesaria para garantizar los derechos funda-

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mentales. En esta misma línea tiene, a mi juicio, singular importancia una na ~el Tribunal Constitucional que se resume en la sentencia 181/1990, de 15 de noviembre: es ~octrina de es~e ~ribunal q~~ las ~arantías. del artículo 24 de la Constitución resultan de aplicación al procednmento adnnmstratlvo sanciOnador en la medida necesaria para preservar ¡ 08 ~alores esenciales que se encuentran en la base del precepto y la seguridad jurídica que garantiza el artículo 9 de la Constitución (STC 18/1981). Ahora bien, este Tribunal ha tenido también la oportunidad de precisar que tal aplicación no ha de entenderse de forma literal e inmediata, sino en la medida en que las garantías citadas sean compatibles con la naturaleza del procedimiento (STC 2/1987); lo que impide una traslación mimética de las garantías propias del procedimiento judicial al administrativo sancionador.

Tal como se desarrolla prolijamente en la Exposición de Motivos de la LPSPV. es manifiesta «la necesidad de encontrar y definir los matices que los principios reglas penales deben experimentar para adaptarse a la peculiaridad de lo sancionador administrativo, lo que provoca contradicciones y perplejidades que, en definitiva, redundan o en la ineficacia[ ... ] o en una inadecuada protección de los derechos cívicos implicados en el ejercicio de tal potestad, o en ambas cosas a la vez (y por ello insiste) en la necesidad de adaptación de los principios y reglas penales a las peculiaridades de la potestad administrativa sancionadora o, mejor dicho, la búsqueda de aquello que es esencial a lo punitivo y su expresión concreta en lo punitivo administrativo». Todos estos criterios no son ciertamente decisivos, pero proporcionan, al menos una mínima pauta interpretativa suficientemente útil a la hora de examinar cada un~ de los principios que el Derecho Administrativo Sancionador está importando desde hace algún tiempo del Derecho Penal.

y

IV.

DEL DERECHO PENAL DE POLICÍA AL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

Las consideraciones que anteceden desembocan en la afirmación de la existencia de un Derecho Administrativo Sancionador -correlativo para las infracciones administrativas al Derecho Penal en lo que atañe a los delitos- en el que se corona una evolución muy larga, cifrándose, además, en su nombre un contenido muy preciso. La denominación de este Derecho no es, en efecto, una cuestión de mera terminología sino que revela unas dificultades más profundas o, si se quiere, el resultado a que se llegue depende de unas posiciones materiales previas de gran calado. Durante mucho tiempo ha venido considerándosele como una simple manifesta~ión o aspecto del Derecho de Policía. Más adelante, cuando llegaron a España las Ideas de James GOLDSCHMIDT -particularmente vulgarizadas a través de la obra castellana de Roberto GoLDSCHMIDT-, estuvo en auge la expresión de «Derecho Penal Administrativo», que todavía se mantiene en algunas sentencias aisladas y en las monografias de autores penalistas. En la actualidad, sin embargo, se ha impuesto el término de «Derecho Administrativo Sancionador», que es el habitual en la Jurisprudencia y que la doctrina ha aceptado sin dificultades. La ~tilización de esta denominación implica, pues, una ruptura deliberada con concepcwnes del pasado: se abandonan los campos de la Policía y del Derecho Penal para asentarse en el Derecho Administrativo. La expresión adquiere así el valor de un emblema y de una confesión doctrinal.

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del volumen primero de la citada obra de MATTES, al exponer la de este Derecho en Alemania, distingue tres fases perfectamente lH""l"a"d,~el Derecho Penal de Policía característico del Estado absoluto Y que 110 J'""·"c.~u·-m·-p-lida~ente en el siglo.XIX, la de~ Derecho Penal Administrativo, carac!edel Estado liberal y que, baJo la autondad de James GoLDSCHMIDT, se m~ntie­ hasta la Ley de contravenciones de 1968 y, ~n fin, el Derecho. contravencwnes den que es el predominante en la actualidad. Esta evolucwn, tal como se ha or ' es típicamente alemana; pero en _España, y n? por az~r, puede detectars,e evolución paralela a la que ya se ha aludido en las prnneras pagmas de este caply que seguidamente va a exponerse con más detalle.

?e

EL DERECHO REPRESIVO DE POLICÍA



Durante varios siglos se ha venido considerando sin vacila.cim;e.s que las sanciones impuestas por l~s órganos de laAdm}n~stra~ión eran en el eJerciciO de ~a potes~ad d~ Policía. Una actitud perfectamente log1ea s1 se tiene en cuenta que.la Pohcw .se !de.~tz­ fi aba con la Administración interior y operaba como «la» alternativa a la J.un~dlcc.wn. zc Esta concepción perdió, sin embargo, su razón ~e ser cuando evoluc!OJ?O la 1de.a universal de la Policía para convertirse en <m;m» va~1~da~ de e.ntre las multipl~s ~cti­ vidades administrativas, rompiéndose a~1 la VIeJa Identidad entre Polic1a Y Administración interior, tal como he descnto con detalle en otro mo~ento .(NIETO, 1976). La consecuencia fue que hubo de buscar un nuevo lugar l?ara res~denc1ar a las contravenciones de policía y esto sucedi?; en e\e~to, en Alemama e Italia. , . En España, sin embargo, la concepcwn poli?1al se mantuv:o durante mas tiempo debido en gran parte a la influencia de Sudaménca (no demasiado avanzada, en verdad, al respecto) y al espíritu apostólico de CASTEJÓN. . . Don Federico CASTEJÓN Y MARTÍNEZ DE ARlZALA, Magistrado del Tn)Junal Supremo, catedrátic? d~ , Der~~~o Penal_ y m~emb~o de la .Reai Ac~d~m1a de Jurisprudencia y Leg1slacwn, VlVlO en .los anos mas baJo~ ~e la 9encm !un.dlca Penal Española (décadas de los cuarenta y cmcuen!a~ y s~ ded1co, ~as1 en solit.ano, al estudio de las faltas penales, gubernativas y admm1strativas, pu~lican~o un libro con este título en 1950, al que siguió un segundo volumen (o «apend1ce pnmer~>>) en 1?~5. A lo largo de su vida predicó incansable la idea de que «los hechos pumbles mlJ?lmos deben constituir la materia de un Código de policía, aplicado en forma suma~m por Tribunales de policía» a la manera de algu?os ejemplos europeos y sudamencanos. Tesis compartida entonces por la generalidad de los penalistas (cfr. DEL RosAL, Principios de Derecho Penal españoJ, II1 1. 0 , 1948, 534 ss.). La idea no llegó a prosperar leg1slativam~n~e pero fu~ t~m~da ~or entonces muy en serio y cristalizó e~ unAnteP_royecto .de C,~dzgo de Pohcw discutido en 1951 ~n la Real Academia de Junsprudenc1a y Leg1slacwn (CASTEJÓN, 1~55, ?-~0), ~e la m1sma manera que fue objeto de estudio en el I Congreso pen.al y pemtencmno hispano-lusoamericano y filipino de Madrid, 1952, con estudws de .Roberto Gowsc~lv!IDT (Venezúela), LEVENE (Argentina) y FERRER SAMA (Es~~ña), titulad~ e} de es~e .ultimo Delimitación de falta municipal y falta penal y funcwn. de la pohcza mumczpal en materia penal (cfr. CASTEJÓN, 1955, 65 ss.). En. la actu~lidad, sm e~bargo, esta concepción, aunque late todavía en algunas sentenc1as ocasiOnales del ~r~bunal .s~premo, puede considerarse completamente aband<;m~da, puesto qu~ Ia policm tr~dlCIO~al ha caído víctima de la animosidad de los mov1m1entos democraticos de la pnmera epoca de la transición y de la critica teórica implacable de varios autores encabezados por la autoridad de Lorenzo MARTÍN-RETORTILLO.

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D~sde una perspecti':a rigurosamente técnica se ha preocupado REBOLLO (1989 en va~os lugares y es~eci.almente en 4~? ss.) de eliminar las conexiones entre Policí~ ~ sanciOnes que todavia siguen mantemendose por inercia. Para este autor es indiscutible, desde lu~go, que.Ia.s sanciones a~inistrativas y la Policía tienen, en último extrem
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ser siempre expresa y concreta. La primera proposición debe ser aceptada sin reser. pero no así la segunda, que es absolutamente irreal y de aquí que la Jurisprudencia rechazado de forma expresa. En cualquier caso, y para evitar reiteraciones, me lo expuesto en el capitulo precedente a propósito de la potestad sancionadora Aclmini:;;tr¡¡ci·,ón. Seria injusto, con todo, silenciar aquí que el Derecho Penal de aunque sea debidamente modernizado, sobrevive en la obra tenaz de Luis DE MoRENA quien, además de haberse ocupado muy ponnenorizadamente de las sanciones de Ley de Orden Público q~e .no se refie!e? estricta~~n~e al Orden Públic
1;

Puede sostenerse la cobertura que a tal Reglamento (de Policía de Espectáculos Públicos y Actividades Recreativas de 1982) sigue prestando la Ley de Orden Público en las situaciones de normalidad, pues no debe olvidarse que en ellas -y siempre ceñido al campo de los derechos no fundamentales- el orden público es un concepto jurídico que puede integrar en su contenido expansivo al de «tranquilidad pública», y desde él justificar sobradamente la intervención administrativa con la finalidad de protección de los derechos de los ciudadanos en relación con el descanso.

He aquí, entonces, que, para sorpresa de muchos, el sospechoso concepto del Orden Público --emblema del autoritarismo y cobertura de todos los abusos imaginables del Poder- se convierte en instrumento garantizador del pacifico descanso nocturno: En la medida en que la continuidad de la apertura de un establecimiento público potencialmente molesto (ruido, etc.) pasada la hora de su cierre obligado puede incidir sobre el valor «tranquilidad pública», determinando a veces situaciones de protesta u oposición del vecindario afectado, susceptibles de desembocar en alteraciones de una normal convivencia ciudadana. En esa medida, el hecho o actividad imputada podrá encajarse o subsumirse en los supuestos previstos en el articulo dos de la Ley de Orden Público.

2.

EL DERECHO PENAL ADMINISTRATIVO

Suele atribuirse a James GoLDSCHMIDT la paternidad del Derecho Penal Administrativo y, efectivamente, a él se debe una formulación completa del mismo, basada, por cierto, en un análisis histórico minuciosisimo (Verwaltungsstrafi·echt, 1902). Es claro, sin embargo, que esta teoría no pudo salir de la nada y que el autor se limitó, en un esfuerzo admirable, a racionalizar y expresar en términos técnicos algo que flotaba en el ambiente desde hacia bastantes años pero que hasta entonces sólo había logrado manifestarse en intenciones y balbuceos.

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La aparición del Derecho Penal Administrativo fue el resultado de la rrencia de diversos factores y, fundamentalmente, del abandono de la filiación de Policía, hecha imposible por la transformación del concepto de ésta; a lo que que añadir el aumento del intervencionismo administrativo. Asi las cosas Administración -una institución mucho más amplia que la Policía- pasaba a pri~ mer plano. La Administración tiene fines propios que alcanzar y para poder lograr~ los cuenta con una potestad sancionadora propia, gracias a la cual se autoayuda y puede imponer coactivamente el cumplimiento de las normas. Sin necesidad, pues de insistir en la exposición de esta postura (puesto que la literatura primaria secundaria sobre el particular es conocida y más que suficiente) baste subrayar que la meta del Derecho Penal Administrativo es «la completa despenalización del injusto administrativo». Expresado en términos psicoanaliticos, el Derecho Penal Administrativo conoce -y no se atreve a negar- la paternidad del Derecho Penal pero busca su identidad en la ruptura con el padre y en el énfasis sobre lo adminis~ trativo. La influencia teórica de James GoLDSCHMIDT fue arrasadora durante varios dece~ nios, llegando a hacerse muy popular tanto en Europa como en América, aqui llevada de la mano de su hijo Roberto y desarrollada por sus discípulos. Más aún, cuando la moda empezaba a ceder, fue revitalizada por Eberhard SCHMIDT, politico y jurista, cuya influencia aparece en la legislación alemana de 1949-1952, donde se consagra una potestad punitiva en manos de la Administración como único medio de garantizar su eficacia. Por lo que se refiere a España, el Derecho Penal Administrativo logró romper por primera vez las barreras conceptuales impuestas por el Derecho Penal tradicional y que estaban condenando a la esterilidad teórica y a la ineficacia práctica cuantos esfuerzos venia haciendo la Administración en tal sentido. Cuando se repasa la literatura juridica, asombra constatar hasta qué punto los penalistas se dejaban encerrar en los planteamientos del Código Penal, miopes ante la realidad que se desarrollaba pujante extramuros (y nada digamos de los administrativistas, que permanecian absolutamente insensibles). Desde PACHECO a DEL RosAL y salvo excepciones muy contadas, durante cien años han estado dando vueltas los penalistas a la clasificación bimembre o trimembre de los ilicitos e incluyendo siempre las contravenciones de policía como una figura exclusivamente penal (y penal lo era ciertamente, pero no sólo penal) sin parar mientes que junto al arbusto raquitico de las faltas penales habia crecido no ya el árbol robusto sino el bosque entero de las infracciones administrativas, tipificadas en normas administrativas y sancionadas por órganos de esta naturaleza y con un procedimiento propio, siempre a espaldas del Derecho Penal y a sus faltas (y delitos) tradicionales. El Derecho Penal de Policía también habia visto ya este problema, pero quiso darle una solución falsa al propugnar un Código (penal) de policía y unos Tribunales (penales) de policía, es decir la fórmula francesa, que es totalmente ajena a la realidad española. En cambio, el Derecho Penal Administrativo, al focalizar la cuestión en la Administración y en las leyes administrativas puso las cosas en su sitio y adaptó, al fin, la dogmática juridica a la realidad. Intento fallido -de momento, por lo demás, dada la fugacidad del ensayo, pero que fue heredado luego y ha dado sus mejores frutos en la fase final del Derecho Administrativo Sancionador. El gran logro del Derecho Penal Administrativo --del que hoy tan pocos autores se acuerdan- fue el de arrancar las infracciones administrativas del gran bloque de la Policia y de acercarlas al ámbito del Derecho Penal, de tal manera que, aun sin integrarse en él, se acogieron a su influencia dogmática y se aprovecharon sus técnicas juridicas. Situado en una zona fronteriza, el ilicito penal administrativo no podia rene-

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su procedencia administrativa pero abrió sus puertas del Derecho Penal, colo-por asi decirlo- bajo su tutela técnico-juridica. Ahora bien, la cuestión obstante, seguia abierta era la del aparato público al que habia que encargar A"',.""".' En esta tierra de nadie podia valer cualquier de las opciones en juego, la administrativa como la penal, e incluso parecía más lógica la penal habida de las las influencias --casi servidumbres- a que estaba sometido. Pero es el que :fracasaron todos los intentos que se hicieron en tal sentido; y la cosa tiene l:jl\. 1111 ._,,...,,·,v.. porque era más que dudoso que los jueces penales, sin experiencia al respecto, hubieran sido capaces de asimilar la recepción de un tipo nuevo de que se equiparaba, aunque en unos términos bastante confusos, a los tradicio-

EL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR La Ley alemana de 1968 dio un nuevo giro a los acontecimientos y, distanciándeliberadamente del Derecho Penal Administrativo de corte goldschimdtiano, "v''""E>'~•~v la etapa que MATTES denomina del Derecho Penal del Orden, en cuya >rle:scJrm•cwn no voy a entrar, no sólo por la constante referencia a las fuentes conocísino también porque esto no interesa al lector español, ya que nuestra evolución ha sido en este punto diferente. Porque si puede afirmarse que la primera etapa histórica (la del Derecho Penal de Policía) ha sido sensiblemente igual en ambos paises y si en España también ha habido una fase de Derecho Penal Administrativo (siquiera breve y simplemente doctrinal), entre nosotros se ha llegado, casi por salto, a un Derecho Administrativo Sancionador de caracteres originales y en nada tributario del Derecho extranjero. El gran objetivo, sustancialmente logrado, de este nuevo

Derecho consiste en explicar la existencia de una potestad sancionadora ·de la Administración, distinta de la penal aunque muy próxima a ella, y además en dotar a su ejercicio de medios técnico-jurídicos suficientes, potenciando, al efecto, las garantías del particular. El Derecho Administrativo Sancionador, creado, bautizado y desarrollado por la Jurisprudencia contencioso-administrativa -luego complementada por la penal-, es una habilisima fórmula de compromiso entre el Derecho Penal y el Derecho Administrativo, que ha acertado a engarzar ambos en términos muy satisfactorios. Tal como se ha indicado más arriba, en España no habia problemas de lege ferenda ya que por encima de las preferencias personales de cada uno, el hecho es que la Ley y la Constitución han reconocido la potestad sancionadora de la Administración como algo distinto de la potestad punitiva de los Tribunales penales. Lo cual significa -y esto no se ha subrayado nunca suficientemente- que tal actividad es administrativa: quien sanciona es un órgano administrativo, que actúa conforme a un procedimiento administrativo, aplica unas normas administrativas y es controlado por los Tribunales contencioso-administrativos. Su encuadramiento en el Derecho Administrativo está, pues, por encima de cualquier duda. El Derecho Administrativo Sancionador --como su nombre indica y a diferencia del viejo Derecho Penal Administrativo- es en primer término Derecho Administrativo, sobre el que lo de «Sancionador» impone una mera modalización adicional o adjetiva. El plus que añade lo de «sancionador» significa que este Derecho está invadido, coloreado, por el Derecho Penal sin dejar de ser Administrativo. Lo cual no era necesario, incluso, puesto que un Derecho Administrativo Sancionador puede funcionar perfectamente de manera autónoma y rigurosamente independiente de lo Penal. Pero si la fórmula no es necesaria, parece, desde luego, coyuntural-

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mente oportunísima ya que de esta manera se abre paso, con absoluta naturalidad, a las influencias benéficas (maduradas en una evolución bicentenaria) del Derecho Penal. El Derecho Administrativo Sancionador no ha querido renunciar a su nacionalidad de origen (el Derecho Administrativo), pero como desconfía de él y de su autoritarismo tradicional, no ha buscado aquí por sí mismo los mecanismos de la protección y garantías de los interesados y ha preferido «tomarlas en préstamo» del Derecho Penal, que tiene una mayor experiencia a tal propósito. Conste, por tanto, que esta apertura al Derecho Penal no desvirtúa la naturaleza del importador, que sigue siendo administrativa. Y, además (como he repetido), es sólo provisional, o sea, a falta de normas suficientes propias del Derecho Administrativo y hasta tanto éste no las produzca. Así lo ha constatado también la Exposición de Motivos de la LPSPV, donde se dice que «puede que en el futuro el tronco común del ius puniendi se nutra también de sus ramas administrativas, pero, en la actualidad, los principios esenciales, lo común punitivo se encuentra en las normas de la parte general del Derecho Penal». La aplicación de los principios penales (ya examinada más atrás) se justifica únicamente por la necesidad de garantizar los derechos fundamentales del ciudadano en un mínimo suficiente que impida una dr;sigualdad intolerable de trato entre el procesado y el expedientado. Este mínimo lo proporciona ahora el Derecho Penal; pero si algún día lo garantizase el Derecho Administrativo perdería su razón el préstamo actual. Afirmaciones que, por lo demás, no obstan a la cautela, antes anunciada y que se irá confirmando a lo largo del libro a propósito del riesgo que una aplicación excesivamente unilateral del Derecho Penal puede suponer para los interesados generales y colectivos.

En la primera etapa -la del Derecho represivo de Policía- su régimen jurídico sumario pero inequívoco: el propio del Derecho de Policía. Un Derecho contunpero rudimentario -tal como conocemos en las obras de PosADA HERRERA y puesto que no podía saltar más allá de las tapias que limitaban el nerecmu Administrativo, también rudimentario todavía, del que formaba parte. En la etapa del Derecho Penal Administrativo se rompió, al fin, este aislamiento se abrieron de par en par las puertas a las influencias del Derecho Penal que aportó sobresaliente madurez técnica y unos aires nuevos de garantías del ciudadano que suavizaron el talante autoritario anterior. Ventajas indiscutibles, aunque ensombrecidas un tanto por el precio que hubo que pagar por ellas: la inseguridad jurídica provocada por la falta de madurez de las técnicas de adaptación de las regulaciones penales a las realidades administrativas. Al que que, como es obvio, no podía superarse de la noche a la mañana puesto que hacía falta mucho tiempo y esfuerzo para consolidar el cambio. La STS de 25 de marzo de 1972 (Ar. 1472, Suárez Manteola) -recuérdese: rigurosamente coetánea a las de Mendizábal y Martín del Burgo anotadas al principio del capítulo- nos ofrece una buena muestra de lo logrado hasta entonces ya que, redactada en un estilo deliberadamente didáctico, esboza una teoría general completa de los ilicitos administrativos:

V.

PROGRESIVA SUSTANTIVACIÓN DEL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

l.

EVOLUCIÓN DE SU RÉGIMEN JURÍDICO

En materia de infracciones administrativas se ha hablado demasiado de su naturaleza y bastante menos de su régimen jurídico, olvidando que el Derecho es el modesto arte de solucionar los conflictos concretos y no la brillante Ciencia de definir conceptos y de sistematizarlos a la manera de la entomología clásica. Si la naturaleza de las instituciones interesa a los juristas es únicamente porque gracias a ella se puede determinar su régimen jurídico, que es lo que de veras importa. El esfuerzo de James GoLDSCHMIDT a la hora de crear el Derecho Penal Administrativo no fue un simple capricho intelectual sino un intento de resolver, de una vez para siempre, la vieja cuestión de determinar el régimen jurídico de las infracciones administrativas, que hasta entonces se repartían ambiguamente entre el Derecho Penal y el Derecho de Policía y que, a partir de su obra, debía quedar anclado en una de las parcelas más preCisas del Derecho Administrativo: esto fue, al menos, lo que se intentó. Pero cuando se repasa la literatura especializada que entre nosotros circula puede comprobarse que buena parte de ella se dedica a describir -más de tercera que de primera mano- la polémica de las relaciones entre delitos e infracciones administrativas, es decir, la naturaleza jurídica de cada una de ellas, dejando a un lado lo sustancial y relevante, que es su régimen jurídico. Hecha esta salvedad, a estas alturas ya conocemos los rasgos esenciales de la evolución del régimen jurídico de la actuación punitiva de la Administración, que ahora conviene repasar y desarrollar con más cuidado.

si los principios fundamentales de tipicidad de la infracción y de la legalidad de la pena operan con atenuado rigor cuando se trata de infracciones administrativas y no de contravenciones de carácter penal, tal criterio de flexibilidad tiene como límites insalvables la necesidad de que el acto o la omisión castigados se hallen claramente definidos, como falta administrativa y la perfecta adecuación con las circunstancias objetivas y personales determinantes de la ilicitud por una parte y de la imputabilidad por la otra, debiendo rechazarse la interpretación extensiva o analógica de la norma y la posibilidad de sancionar un supuesto diferente de lo que la misma contempla, pues como se declaró en sentencia de 14 de junio de 1966, con otro criterio se reconoceda a la Administración una facultad creadora de tipos de infracción y de correctivo analógicos, con evidente merma de las garantías juddicas que al administrado reconoce el artículo 27 de la Ley de Régímen Jurídico de la Administración del Estado, armonizado con el 19 del Fuero de los Españoles, lo que la jurisprudencia había ya negado en Derecho Administrativo, reconociendo plena vigencia al principio rector que, admitiendo la interpretación rigurosa de la norma sancionatoria en forma estricta -SS de 7 de abril de 1952 y 3 de julio de 1961- a base de individualizar y de determinar la infracción estrictamente de manera que no deje lugar a dudas, como condición para su posterior calificación adecuada -SS de 25 de noviembre de 1939 y 27 de marzo de 1941-, vedando toda posible interpretación extensiva, analógica o inductiva -SS de 7 de abril de 1953 y 10 de enero de 1956- a fin de reducir toda posible arbitrariedad en materia de infracciones administrativas, mediante una interpretación restrictiva -SS de 22 de mayo de 1957 y 17 de marzo de 1958-, sin desnaturalizadas con criterios aplicativos que rebasando el enunciado literal del precepto lo amplíen o tuerzan en peljuicio del inculpado -SS de 28 de junio de 1960 y 23 de marzo de 1961-, exigiéndose siempre prueba concluyente e inequ{voca de la comisión de los hechos -SS de 7 de mayo de 1957 y 13 de marzo de 1961-, por lo que es indudable que la Administración se encuentra sometida a normas de indudable observancia, al ejercer su potestad sancionadora sin posibilidad de castigar cualquier hecho que estime reprochable ni ímponer la sanción que tenga por conveniente, sino que, además de cumplir los trámites esenciales que integran el procedimiento sancionador, únicamente puede calificar de faltas administrativas los hechos previstos como tales en la normativa aplicable e ímponer la sanción taxativamente fijada para los que resulten probados en el expediente -SS de 22 de febrero de 1957 y 13 de marzo de 1958-.

La cita ha sido larga, pero valía la pena la transcripción porque sirve para comprobar el estado de la cuestión en 1972. Gracias a tan amplio excurso teórico podemos saber que en esta fecha preconstitucional (y no hay que olvidar que se apoya en

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sentencias muy anteriores de los años cincuenta y sesenta) lo que hoy llamamos Derecho Administrativo Sancionador, sin llegar a estar ciertamente desarrollado, contaba con elementos más que suficientes para no poder ser frívolamente calificado como entonces se hizo y todavía se sigue haciendo- de «prebeccariano». Con esto llegamos a la etapa del Derecho Administrativo Sancionador, en la que ahora estamos y que todavía dista mucho de estar cerrada ya que aún falta mucho camino por recorrer. En estos años se ha llevado a cabo una ingente labor de depuración y adaptación -no siempre fructífera, es verdad- de los principios del Derecho Penal aplicables al Derecho Administrativo Sancionador , estableciéndose, en suma, un «sistema de fuentes», que en mi opinión se ordena en los si~uientes términos: 1. 0 Los principios punitivos constitucionalizados aplicados en los términos precisados por la jurisprudencia (dada la sobriedad del texto constitucional) y que no han de coincidir necesariamente con el contenido propio del Derecho Penal, puesto que deben ser matizados y adaptados a las peculiaridades de cada ilícito administrativo concreto. Estos principios constituyen el núcleo mínimo e imprescindible del Derecho Administrativo Sancionador, diga lo que diga la legislación ordinaria que, en caso de contradicción, debe ceder ante ellos. 2. 0 Las disposiciones expresas del Derecho Administrativo Sancionador, sean de carácter general (como la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo común) o sectorial (como la Ley de Infracciones y Sanciones del Orden Social) o concreto (como la Ley de Aguas). 3. 0 En las lagunas y silencios de las disposiciones del número segundo que no estén cubiertas por los principios -y criterios- del número 1 se aplicarán las reglas del Derecho Administrativo y, en último término, los principios del Derecho Penal, previa y debidamente adaptados a las circunstancias del ilícito concreto de que se trate. Esta proposición no está ciertamente generalizada entre nosotros, pero me parece indiscutible dentro del sistema general del Derecho Administrativo Español. A lo largo del libro habrá ocasiones más que suficientes de confirmarla y, si se quiere contar ya con avales jurisprudenciales, puede adelantarse el de la STS de 13 de mayo de 1988 (Ar. 3745; Delgado): El Derecho Administrativo no es un Derecho excepcional ni tampoco un Derecho especial: es el Derecho común y general de las Administraciones Públicas con principios propios dotados de fuerza expansiva, de suerte que sus lagunas han de cubrirse ante todo utilizando los propios criterios del Derecho Administrativo. Sólo si en éste no se encuentra base bastante [...] podrá acudirse al Código Penal, invocable en razón de la unidad sustancial del ordenamiento jurídico y de su mayor madurez legal.

Y es que, en definitiva, tal como dice la sentencia de 14 de diciembre de 1988 (Ar. 9952, del mismo ponente), «el Derecho Penal aparece en la materia sancionadora como un Derecho supletorio de segundo grado». Sin desconocer el valor de la evolución de su régimen jurídico, para mí lo verdaderamente importante a la hora de determinar la sustantividad actual del Derecho Administrativo Sancionador es el análisis de la mutación de sus elementos estructurales, ya que -como vamos a comprobar inmediatamente- han pasado de la función represora a la preventiva, de la atención de resultados daños a la de los riesgos y de la exigencia de culpa a la de mera inobservancia de mandatos y prohibiciones normativas. Proceso que ha desembocado en una perceptible «administrativación» de este Derecho, que es lo que constituye su más auténtica seña de identidad.

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DE LA REPRESIÓN A LA PREVENCIÓN La infracción administrativa tiene su sitio natural entre el delito y la responsabilicivil. Cuando en el siglo XIX se perfilaron estas dos figuras encajándolas con preen sus jurisdicciones correspondientes, apenas si se dejó hueco para la infracawu1u1·., y para su matriz dogmático-ordinamental, o sea, el Derecho Sancionador. Una tentativa de aborto que ha encontrado siempre autoque la han justificado con apasionamiento y un punto de razón, ya que, a la vista la expansión del delito y de la responsabilidad (civil y penal), no resulta obvia, ni menos, la existencia, como cuña intermedia, de la infracción administrativa. en efecto, si se han producido daños, entra en juego la responsabilidad y, si se ha cometido un ilícito, entra en juego el Código Penal, que en su catálode delitos -y, sobre todo, de faltas, inicialmente muy importante- tipificaba minuciosamente lo que hoy se consideran infracciones administrativas. Nada de particular tiene, pues, que éstas, en el ordenamiento estatal no penal, sólo aparecieran al ,--•-M·~"' a título casi excepcional y que terminaran replegándose en las Ordenanzas mullll\;!!Jé:uv,.,, donde siempre han tenido carácter de protagonistas, puesto que las iniFra<:cHme~s contra las normas del intervencionismo local, en razón de su detalle y casuismo, no podían ser recogidas totalmente en el Código Penal. Con el transcurso del tiempo, sin embargo, la situación ha ido cambiando a ritmo creciente a medida que se intensificaba el intervencionismo público de la Administración del Estado y no sólo del de las Corporaciones municipales. Como a los mandatos y prohibiciones se acompaña indefectiblemente la conminación de una sanción, el repertorio de éstas terminó desbordando cuantitativamente la limitada capacidad del Código Penal, y casi todas fueron pasando al Derecho Administrativo, donde poco a poco fue afirmando sus raíces el Derecho Administrativo Sancionador, cuyo progreso resultaba incontenible. La legislación administrativa general no sólo fagocitó, en suma, a los delitos y faltas penales, sino también a las infracciones de ordenanzas locales. La intensificación del intervencionismo administrativo no es, con todo, el dato más importante, puesto que el aumento meramente cuantitativo vino acompañado de un fenómeno cualitativo. Se trata, en efecto, de una intervención de nuevo signo. Para el Derecho Penal y para los jueces que lo aplican las relaciones sociales son un dato externo, que se acepta de antemano tal como es y sobre las que sólo se interviene para garantizar la integridad de los bienes jurídicos sobre los que se asientan. Pero a lo largo del siglo XIX y hasta hoy la intervención pública ha transformado sus objetivos. Ya no se trata de preservar «desde fuera» lo existente, sino de algo muy distinto: el Estado deja de considerar las relaciones sociales como un dato externo y, a través de su brazo administrativo, «penetra» en su interior con la inequívoca intención de modificarlas para acomodarlas a lo que se define como intereses generales. Vistas así las cosas, puede comprenderse lo que todo esto tuvo que significar para el Derecho punitivo: más que la conservación de los bienes jurídicos existentes, lo que se pretende es alterar su contenido. De aquí que los mandatos y prohibiciones se refieran predominantemente a las condiciones y mecanismos de tal alteración y, consecuentemente, las sanciones no se dirigen tanto a desestimular a los agresores como a amedrentar a quienes se niegan a participar en el proceso de transformación social. Porque es el caso que el Estado suele encomendar de ordinario a los particulares esta · tarea -gravándoles, si es preciso, con una carga-, dado que esto resulta más eficaz que la gestión pública directa. Para el Estado, en otras palabras, es más cómodo y más atractivo ordenar para que lo hagan los ciudadanos que realizarlo él mismo. Actitud que inevitablemente potencia el alcance de la intervención.

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Bien es verdad que el creciente intervencionismo estatal, cualquiera que sea su signo, no explica por sí solo el desarrollo del Derecho Administrativo Sancionador dado que las infracciones que genera podrían ser absorbidas por el Código Penal y, e~ su caso, por una legislación extravagante. No es, por tanto, decisiva la cantidad de ilícitos, sino la calidad de sus objetivos y de su operatividad. El intervencionismo público es consecuencia de una ideología determinada: el Estado asume la garantía de la intangibilidad de determinados bienes sociales y colectivos -a los cuales da rango jurídico--, que pretende salvaguardar con medidas de prevynción que cristalizan en la conminación e imposición de castigos a los infractores. Este es el dato más común a todo el ius publicum puniendi. Pero, a partir de aquí las técnicas se diversifican. ' Para el Derecho tradicional (Penal) la prevención se logra mediante la amenaza del castigo, que se supone ha de disuadir a quienes se sienten inclinados a delinquir. Para el emergente Derecho Administrativo Sancionador, en cambio, la prevención no se dirige directamente contra el resultado, sino contra la utilización de medios adecuados a la producción de tal resultado. Por decirlo de una manera muy simple: delito será el incendio de un inmueble; infracción administrativa, la edificación con materiales inflamables que pueden provocar fácilmente un incendio. La amenaza de la sanción administrativa es también disuasoria (y dejo aquí a un lado, deliberadamente, el componente retributivo que tienen todos los castigos), pero lo que se trata de evitar directamente no es el resultado lesivo concreto para el bien jurídico protegido, sino la utilización de medios idóneos para producirlo. No se trata, en definitiva, de evitar la lesión, sino más bien de prevenir la posibilidad de que se produzca. Tal es, en mi opinión, la nota característica de ese Derecho Administrativo Sancionador emergente, que se declara heredero del viejo Derecho de Policía, que el liberalismo decimonónico había pretendido ingenuamente suprimir y que ahora reaparece siguiendo fielmente el mismo surco (basta comparar la Novísima Recopilación con las leyes sectoriales del siglo xrx para comprobarlo; y, en cuanto a las ordenanzas municipales, en ellas no se aprecia solución de continuidad: ni ideológica ni normativa). 3.

DEL DAÑO AL RIESGO

En la figura tradicional del ilícito aparece un daño como elemento central que se castiga y tiene, además, un efecto psicológico secundario: la disuación mediante el dolor con objeto de que el infractor no repita su acción. En definitiva, puro conductismo ya que así se adiestra en sus escuelas a los perros guardianes y a las ratas en los laboratorios de investigación. La multa impuesta por el Ministerio de Hacienda hará pensar dos veces al infractor antes de volver a cometer una defraudación fiscal. Esto es cierto, desde luego, pero se trata de una observación parcial ya que la clave del sistema administrativo sancionador no se encuentra en el daño sino en el riesgo , no en la represión sino en la prevención (que no es un mero efecto colateral). La respuesta jurídica al daño es la responsabilidad económica, de naturaleza sustancialmente civil aunque pueda derivarse de una ilicitud administrativa o de un delito. En estos últimos casos la sanción no es una alternativa a la indemnización sino un complemento. En la actualidad, y cada día en mayor medida, el riesgo es el protagonista del Derecho Administrativo Sancionador desplazando al daño a segunda fila. El circular con semáforo rojo constituye una infracción aunque no se produzca accidente alguno; mientras que pueden producirse accidentes daños indernnizables aun respetando escrupulosamente las señales de tráfico.

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Las aglomeraciones humanas y el desarrollo tecnológico han producido la «Saciede riesgo» en que vivimos. Hoy no nos atemoriza tanto la naturaleza (el frío, los llflliil
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La aceptación de tal figura ha provocado un verdadero cataclismo en el LJc•• ""'"' Administrativo Sancionador, y hasta en el Derecho, desde el momento en exige responsabilidad en ausencia de daño y aun de riesgo concreto. Porque la ción es consecuencia exclusiva de la mera inobservancia de un precepto con un ble descenso, además, del nivel de culpabilidad. Es infracción poseer una esc:on1~t11 de caza sin licencia aunque nunca se haya salido al campo a cazar y ni siquiera tengan cartuchos en casa. Con este arma herrumbrosa abandonada en el desván y sin munición no se crea peligro concreto ninguno, mas sí un peligro abstracto aunque sea de forma remota (si entra un ladrón, roba la escopeta y la repara, compra cartu~ chos y dispara con ella en un atraco); pero ello no evita la infracción administrativa al no haber obtenido la licencia de armas. El riesgo abstracto es, en definitiva, el puente por donde se pasa del Derecho Administrativo Sancionador de culpa el de mera inobservancia que --como se irá comprobando más adelante- es el gran desafio del Derecho moderno.

si se quisiera tener una organización adecuada de represión y, además, habría que desmesuradamente su competencia técnica. En cambio, si se utiliza a tales la organización administrativa, ya tenemos un número de funcionarios potenadecuado para la represión y, además, capacitados técnicamente puesto que cotnP•etencl'ta está especializada. decir que la elección de cualquiera de las opciones de este dilema es con~nvjLVU'"' y responde a una voluntad política. El legislador español se ha decidido, sabemos, por la solución no judicial-quizás porque la otra es aún menos víaasumiendo en consecuencia todos sus inconvenientes, que no son pocos.

B) El régimen de las infracciones de peligro concreto es totalmente diferente del anterior. Insistiendo en la cita del Texto Articulado de la ley de Tráfico, en su artículo 1.1. previene que «los conductores deberán estar en todo momento en condiciones de controlar sus vehículos». Aquí la infracción no consiste en una mera inobservancia, no basta la constatación mecánica de un incumplimiento de la normativa sino que se precisa una valoración concreta de lo sucedido. Es decir, que la decisión originaria está en manos de la Administración, que es la que constata y valora la existencia del peligro concreto. Esta operación -que a primera vista parece obvia e inevitable- ha sido objeto de crítica por un sector de la doctrina. Así BARCELONA (1993, 141-143), quien considera que las tipificaciones de peligro concreto atentan nada menos que a los principios de igualdad y de seguridad jurídica: circunstancia, en su opinión singularmente grave «cuando el aplicador de la norma no es el juez sino un órgano Administrativo». En definitiva, «el criterio de la entidad del riesgo producido encierra él mismo un peligro que necesariamente hay que conjurar. Peligro que no es otro que el de una apreciación variable de la entidad del riesgo producido en función de sensibilidades diversas; porque diversos son los órganos sancionadores que pueden decidir y diversas pueden ser las circunstancias fácticas que pueden todear la decisión». Todo esto es cierto, desde luego, pero si se parte de la base de que los titulares de los órganos sancionadores no merecen nunca confianza hasta tal punto que la única solución ha de ser el automatismo en la aplicación de las sanciones, poco futuro puede tener el Derecho Administrativo Sancionador y aun el Derecho en general, porque terminada escapando de las manos de los juristas para caer en el mecanicismo puro. Al llegar a este punto resulta inevitable la reaparición del viejo demonio familiar de la teoría de las infracciones administrativas, o sea, el dilema de su organización represiva: si a través de los jueces o por medio de la propia Administración. Porque aquí surge un razonamiento contundente: si el grave problema que acaba de ser descrito está provocado por la presencia de un sujeto tan sospechoso como es la Administración y si, sobre ello, se entrega al ciudadano en manos no imparciales, resulta contradictoria la facultad represiva de la Administración, que debería devolverse a los jueces. . Esto parece evidente, desde luego; pero el sistema, por muy contradictorio que parezca, resulta necesario por causa de la magnitud del número de ilícitos. La cantidad se transmuta en calidad. Cuando los tipos de infracciones se mueven en el orden de las decenas de miles y cuando las infracciones realmente cometidas pueden ser un millón diario, habría que multiplicar por cien --o, mejor, por mil- el número de jue-

C) La invocación del riesgo o peligro como elemento integrador del tipo infraces tan habitual en la legislación sancionadora que los ejemplos sobran. En la Ley Puertos de 24 de noviembre de 1992 se hacen más de una docena de alusiones a él la Ley de 1 de julio de 1992, de prevención y control integrados de contaminacasi todas las infracciones que aparecen en su artículo 31 llevan la coletilla de «sienapr·e que se haya producido con daño para el medio ambiente o se haya puesto en peligro la seguridad o salud de las personas». La Ley de 19 de julio de 1984, de defensa de los consumidores y usuarios, además de tipificar diversas infracciones con la nota del peligro, ofrece en su artículo 35 la peculiaridad de considerar la intensidad de él como criterio para la calificación de la infracción. DE LA DEFENSA DE LOS DERECHOS INDIVIDUALES A LA DE LOS INTERESES PÚBLICOS Y GENERALES El Derecho Administrativo Sancionador actual --contaminado, sin duda, por las preocupaciones ideológicas constitucionales y por la tradición penalista- se autoproclamó de inmediato defensor a ultranza de los derechos y garantías individuales, no descuidados ciertamente en la época anterior pero a los que no se había dado la importancia que merecían al menos en la materia de orden público. Actitud loable, desde luego, pero sesgada y parcial habida cuenta de que por imperativo constitucional la tarea primordial de la Administración es la gestión (y defensa) e los intereses públicos y generales; lo que en absoluto corresponde a los tribunales de Justicia sometidos «únicamente» a la Ley y al Derecho. Vistas así las cosas resulta difícil entender la parcialidad del Derecho Administrativo Sancionador moderno, potenciada por la circunstancia de su elaboración pretoriana, es decir, obra de los jueces, olvidando que la potestad sancionadora donde reside es en la Administración y no en los jueces de control. La aberración ha consistido entonces en mirar el fenómeno con los ojos del controlador no del gestor, atendiendo casi exclusivamente a las disfunciones y arbitrariedades producidas en la instancia administrativa. El progreso sustantivador del Derecho Administrativo Sancionador ha de conducir inevitablemente a una mayor atención de la actividad administrativa originaria, es decir, a la protección de los intereses generales, sin perjuicio del respeto a la ley. Esto es obligado porque de otra suerte -y tal como está sucediendo ya- se confunde el objetivo con el instrumento. Para los jueces, y en especial tratándose de la jurisdicción criminal, la legalidad es la defensa de los derechos y garantías de quienes han atacado los bienes jurídicamente protegidos; mientras que para la Administración, y muy particularmente en su vertiente sancionadora, el objetivo, como se ha repetido, es la protección y defensa de los intereses públicos y generales, operando la ley y el

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Dere.cho como un límite del ejercicio de su actividad, no como un fin de contenido propw. Hay que recuperar, por tanto, este objetivo fundamental pues, de otra suerte no valdría la pena haber otorgado a la Administración la potestad sancionadora y serí~ más propio encomendársela directamente a los tribunales.

sartctcmauut. Las peculiaridades de este régimen Administrativo son tan intensas que hermt1tenponer en duda en este ámbito el principio de la reserva legal o, al menos y en todo caso, reconocer que su alcance es aquí muy distinto que en el Derecho Penal. ./) Igual11_1ente es distinto el régimen de culpabilidad, que ha llegado a separarse del propw Derecho Penal que en algunos supuestos --el de las infracciones por inobservancia- más que ser distinto es literalmente contrario. En algunos extremos, como en el de la prescripción, la legislación adminisha consagrado la total independencia del régimen administrativo .

5.

CORONACIÓN DEL PROCESO

.El proceso de sustantivización del Derecho Administrativo Sancionador se corona lógtcamente cuando se «administrativiza» y se libera de la tutela del Derecho Penal El ~erecho Penal ha guiado los primeros pasos del Derecho Administrativ~ s.ancwnador posconstitucional pues sin su ayuda no hubiera podido superarse la criSl~ pr?~ocada por la Constitución d~ ~978,, ya que a partir de ella dejaron de valer los pnnc1pws del Derecho Penal Admmtstratlvo y todavía no se contaba con un herram~n~al técnico. y normativo propio, que hubo que tomar prestado del pariente más pro.xtmo. Y obhgado e~ confesar que el Derecho Penal ha cumplido más que satisfactonal?~nte . sus fu~cwnes tutelares facilitando la operatividad del Derecho Admmtstrattvo Sancwnador, fortaleciéndole, además, con la función integradora de que acaba de hablarse y, sobre todo, permitiendo generosamente que se fuera desarrollando por su propia cuenta y afirmando paulatinamente su sustantivización. ~~í es como ha llegado a la mayoría de edad. El Derecho Penal ha perdido ya su funcwn tutelar pero no ha roto, por fortuna, sus relaciones con el Derecho Administrativo Sancionador dado que las técnicas penalísticas aunque ya no' son imprescindibles, continúan siendo utilísimas. ' , .A lo largo de este libro se irá dando cuenta pormenorizada de los rasgos caractenstlcos de este nuevo estado y de las razones por las que se puede afirmar en 2005 que el proceso se ha coronado en lo sustancial. Es posible que a algunos parezca prematuro y demasiado optimista este certificado de mayoría de edad; pero cualquiera que sea el.est~~o en 51ue nos. encontremos, lo que parece indudable es que el proceso de sustantlvacwn es meverstble y de lo que se trata ahora es de su consolidación. En el capítulo final se desarrollará una sistematización completa de este nuevo Derecho --con inequívocas señas de identidad- pero conviene adelantar ya las notas en que se apoya la atrevida afirmación de que el Derecho Administrativo Sancionador ha coronado su proceso de sustantivación al haber asumido --o quizás recuperado-- su carácter administrativo. a) Nótese, por lo pronto, que la Constitución ha reconocido de forma expresa la potestad administrativa sancionadora, consolidando su titularidad en el seno de las distintas Administraciones Públicas. b) I:a vertiente normativa de esta potestad no se ejerce por referencia a normas penales smo como emanación natural de las normas administrativas, cuya operatividad asegura. e) Igualmente es autónomo el procedimiento administrativo de determinación de infracciones e imposición de sanciones, establecido en múltiples leyes sectoriales e incluso, con carácter general, en la LPAC. d) La revisión de los actos y reglamentos administrativos sancionadores no está encomendada a la jurisdicción penal sino a los jueces y tribunales contencioso-administrativos. e) La tipicidad de infracciones y sanciones tiene un régimen distinto al propio de la~ norma~ penales porq~e. los principios constitucionales reguladores de esta matena se aphcan de muy dtstmta manera en el orden penal y en el administrativo

A la vista de esta relación --que dista mucho de ser exhaustiva- hoy puede afirmarse sin vacilar que el Derecho Administrativo Sancionador es ya, sin ambajes, un Derecho Administrativo y no un híbrido --o un colono- del Derecho Penal como durante tantos ha venido creyéndose y sigue manteniéndose por un sector no minoritario de jueces y autores. LA PROBLEMÁTICA UNIDAD DEL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

l.

UN DISGREGACIÓN IMPARABLE

~El Derecho Administrativo Sancionador se encuentra dislocado por una serie de fracturas que le atraviesan en todas direcciones y niveles sin orden ni concierto. Está, en primer lugar, la fragmentación subjetiva activa de los titulares de la potestad. La Unión Europea, el Estado, las Comunidades Autónomas, los municipios y demás corporaciones establecen sus propias normas, actúan con organizaciones independientes y, lo que es más grave, con procedilnientos distintos. En estas condiciones no se sabe hasta qué punto puede hablarse de un Derecho Administrativo Sancionador a secas o de tantos Derechos Administrativos Sancionadores como titulares de la potestad. Existe, además, una segunda fragmentación subjetiva desde el lado de los sujetos responsables según se trate de individuos acomodados en una relación general o especial de sujeción, que justificarla la existencia de un Derecho -aproximado al Derecho privado en cuanto que en él median obligaciones sinalagmáticas, cuando no contratos- de concesionarios de servicios, de beneficiarios de subvenciones, de usuarios de dominio público y tantos otros; sin olvidar la emergencia del Derecho Administrativo Sancionador de las personas jurídicas, cuya importancia económica pronto ha de superar -si es que no lo ha hecho ya- la del tradicional que se refiere a las personas fisicas. Este proceso dislocador se corona y potencia exponencialmente con una nueva fracÍl;lra de orden m~terial que se añade a las ya indicadas de orden subjetivo -activo y pastvo-- y procedtmental. Porque es el caso que, dentro de cada uno de los ordenamientos territoriales, las normas se diversifican por materias estableciéndose regulaciones tan distantes co~o las que van de~de el medio ambiente a los transportes de viajeros, desde la venta de farmacos al urbamsmo. Con la advertencia de que cada una de estas regulaciones no se limita a describir unos tipos propios (lo que parece lógico) aceptando para lo demás el régimen general común sino que casi todas aspiran a crear un ordenamiento compl~t?, y a ser posible ~~tónomo, que ~a~~ deja escapar: las condiciones de autoría y culpal;nhdad, la responsabthdad, la prescnpcwn y, por supuesto, el procedimiento. , Ciertamente que en lo que a esta última fragmentación se refiere, siempre ha sido as1, de tal manera que algunos sectores señalados ---,como el del orden público-eran tenidos por autónomos cuando no independientes. Calidad que, más o menos

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orgull.osamente, siguen autopr~c~amá~dose en _la actuali~ad a1~unos otros. Esto salta a la VIsta con el Derecho Admmistratlvo SanciOnador tributano, que se considera y con razón, muy supe~ior técnicamente al común gel}eral y que casi todos aceptan aunque. sea a r~gañadtentes; y lo mismo sucede co? el ~e tráfico. El caso no es, con todo, aislado m mucho menos, pues en este escalan pnvilegiado ha entrado recientemente ,el De~echo A~ministrativo Sancionad?r. del Orden social. A los que siguen otros mas rudimentanos pero no menos ambiCIOsas, como el Derecho ambiental · Cada materia es --o aspira ser- una taifa legal, que desdeña a sus vecinas. . Sin petjuicio de lo anterior, resulta imprescindible alabar la ponderación de la reciente reforma tributaria (Ley 58/2003, de 17 de diciembre, General Tributaria, y Real Decr~to 2.063/~004, .de 15 de octubre, que. aprueba el Reglamento General del Régimen Sanci?~ador tnbutano), ~n la que se refleJa un excelente equilibrio entre los elementos especifiCas de la matena y los trazos comunes de todo Derecho Administrativo Sancionador. Como ejemplo de esta tendencia valga la cita del artículo 178.1 de la ley:

Pero no sólo la historia puede ayudamos eficazmente, como se ve, sino también filosofia. Porque filósofos fueron los que primero se han percatado de la quiebra mundo racional y desde hace tres decenios mal contados nos están enseñando a la modernidad y a vivir en un mundo posmodemo regido por la diversidad, Derecho una de las manifestaciones más claras de tal posmodemidad. La síttlaC!On actual podrá gustamos o no, pero ya que no la podemos reformar, sólo nos reconocerla y entenderla. Así las cosas, caben -y se adoptan- varias soluciones. Unos han optado por ;;...,n1'•or lo que ha sucedido y siguen adorando a un dios que desapareció hace tiempo. prefieren levantar un dedo censorio anatemizando la realidad mientras se deleitan nostálgicamente en el pasado. Otros, en fin, aceptan la situación, quizás resignadamente o con entusiasmo en la medida en que les obliga a realizar un esfuerzo intelectual estimulante. . Por lo que se refiere concretamente al Derecho Administrativo Sancionador hay juristas que se han apresurado a rendir banderas reconociendo que hay tantos Derechos Administrativos Sancionadores como territorios, materias y sujetos y se atienen pragmáticamente a la maraña legislativa. Mientras que otros, en cambio, buscamos afanosamente un hilo conductor que preste unidad dogmática a este montón desordenado de textos positivos. Volvamos de nuevo un momento la mirada hacia atrás. En los siglos xvn y XVIII los buenos juristas galvanizaron el cuerpo normativo de cada país gracias a la idea vivificante del Derecho Natural, que estaba por encima de los fraccionamientos legislativos. Lección que se olvidó en la primera mitad del siglo XIX cuando, bajo el influjo de un positivismo radical y miope, el Derecho Administrativo se convirtió -basta examinar todos los manuales de la época para comprobarlo-- en un mero repertorio de disposiciones mejor o peor comentadas ad pedem litteram. Porque la obra hercúlea, aunque estéril, que la Escuela de la Exégesis pudo hacer con el Code Civil era inimaginable --es más, ni siquiera se intentó-- con los variados e innumerables frutos del árbol administrativo. Este ejemplo puede parecer simplemente erudito pero no es así, ya que en España hemos vuelto a caer en la exégesis y cada día aparecen en las librerías comentarios al Derecho Administrativo Sancionador del medio ambiente, o del suelo, o de la alimentación, preludiando a los que luego han de venir sobre el Derecho Administrativo Sancionador medioambiental de Aragón o pesquero de Galicia. Resulta imprescindible, por tanto, ir más allá de los fragmentos positivos -territoriales, materiales y subjetivos- hasta encontrar una roca firme que permita construir el edificio del Derecho Administrativo Sancionador que tanto necesitamos y que, desafortunadamente, no está en el Derecho comunitario europeo. Desde el primero momento se ha creído encontrarla en el Derecho Penal y forzoso es reconocer que esta idea, por muy rudimentaria que fuera, resultó fértil y permitió nacer al Derecho Administrativo moderno liberándole de los balbuceos originarios de una excrecencia de la Policía. A partir de la primera edición de este 'libro se está buscando en el ~erecho,Público ~statal ese nervio único revitalizador de todo el ordenamiento y a la VIsta esta que casi todos los grandes progresos que en este campo se han hecho, están movidos por la Constitución, a pesar de no ser en este punto ni elocuente ni acertada. Ahora quiero desarrollar esta idea subrayando quíén ha sido el autor de este esfuerzo y de qué instrumento se ha valido para realizar esta obra asombrosa que ya ha llegado a su madurez si no a su apogeo. El Derecho Administrativo Sancionador ha podido afirmarse en España gracias a la unidad que le han prestado los Tribunales contencioso-administrativos (y luego el Constitucional). Los millones de actos administrativos sancionadores no han supuesto paso alguno en el progreso del Derecho Administrativo Sancionador, cabalmente por-

La potestad sancionadora en materia tributaria se ejercerá de acuerdo con los principios reguladores de la misma en materia administrativa con las especialidades establecidas en esta ley.

Y del artículo 207: El procedimiento sancionador en materia tributaria se regulará: a) Por las normas especiales establecidas en este titulo y la normativa reglamentaria dictada en su desarrollo. b) En su defecto, por las normas reguladoras del procedimiento sancionador en materia administrativa.

Lo único curioso aquí es la terminología empleada, puesto que, como se habrá notado, tanto la ley como el reglamento distinguen entre la «materia tributaria» y la «materia administrativa», como si aquélla no formara parte de ésta. Los frutos del Derecho Administrativo Sancionador no forman un bloque sino que se desarrollan como racimos, cuyos gajos fundamentales son el Estado y las Comunidades Autónomas y, dentro de cada gajo van madurando las uvas aisladas de cada sector. Ahora bien, como cada legislación material no sólo se ordena dentro de su matriz territorial, he aquí que al final nos encontramos con un sistema en red en el que cada uno tiene varias conexiones en diferentes sentidos. El jurista nacido en el siglo xx y formado en el espíritu y metodología del siglo xrx no puede entender esta situación ante la que se encuentra desorientado cuando no p~rdido, y desde su punto de ':ista puede hablar con toda razón de caos y h~sta de ano~a. Para superar tal desconcierto pu~den hacerse algunos esfuerzos -más que jurídicos, culturales- que ayud~n a salir de la espesa niebla que nos envuelve, de tal manera que, alcanzada una cierta altura, podamos encontrar la buena senda de una epistemología y metodología adecuadas. Por lo pronto, la cultura histórica nos enseña que no estamos ante un fenómeno original: pura y sencillamente hemos vuelto al Antiguo Régimen fugazmente interrumpido en un paréntesis de racionalidad que no ha llegado a durar ni siquiera doscientos años. Bast~ ojear .la~ leyes del Anti~o Régimen para comprobar lo que se está diciendo: leyes propias y distintas de cada remo de la Corona española. Y repasar las obras doctrinales para confirmar que había tantos Derechos como territorios y, dentro de cada territorio, como estamentos: el Derecho de los clérigos, de los nobles de los comerciantes de los militares de Aragón o Castilla y hasta de los Reales Sitios. Simplemente hemos ~elto a dond~ est~bam?s antes de las Cortes de Cádiz. cuando sólo un puñado de ilustrados se atrevian a 1magmar que todos los hombres eran Iguales y que las leyes habían de ser iguales para todos. En verdad que Dou y BASSOLS no se encontraría incómodo hoy a la sombra de la Constitución española de 1978 ni se perdería entre sus frondosas ramas.

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que todos y cada uno se limitan a aplicar rutinariamente un precepto aislado de ley inconexa y con una mentalidad cerradamente positivista. El Derecho nistrativo Sancionador ha nacido y se ha desarrollado en España a golpe de un do de jueces y de sentencias que han acertado a comprender que detrás de los hay unas normas y que éstas se inspiran en unos principios que son los que las inteligibles y dan vida. A los autores académicos nos ha correspondido luego la -imposible de realizar desde las sentencias- de diseñar un sistema que articule los textos, las normas y los principios. Así es como se ha podido saltar de las leyes administrativas sancionadoras al Derecho Administrativo Sancionador y dejemos a los exégetas que sigan comentando los textos desde el rincón de su huerto particular, que también son útiles para los abogados y funcionarios. . ~1 Derecho A~inistrativo español ~c~al sería i~maginable sin la obra paciente y cottdtana de magistrados como Mendtzabal, Martm del Burgo, Delgado, Gómez Manzano, González Navarro o Baena, algunos de los cuales llevaron luego su ciencia y experiencia del Tribunal Supremo al Tribunal Constitucional y, por lo que a este último se refiere, sería injusto silenciar la influencia que sus letrados han tenido en la elaboración de la disciplina. Los borradores de sentencias que ellos redactan --que no se publican ni son públicos- carecen absolutamente de peso jurisdiccional y hasta de valor a efectos de la resolución decisoria, que es obra exclusiva de los magistrados firmantes· pero, sin menospreciar la impronta individual de los ponentes y de los autores de lo~ votos particulares, es notorio que los letrados están aportando una erudición selectiva, una reflexión imaginativa, una labor de síntesis y una prudencia en la decisión que han convertido la casuística judicial en un arte y en la mejor herramienta de trabajo de que disponemos. Con lo que se demuestra, una vez más, que la ciencia puede avanzar sin nombres y apellidos, sin títulos académicos ni premios a la vanidad. Otra cosa es que así se reconozca en la cultura individualista y competitiva en que vivimos. Los jueces españoles tienen con frecuencia una sorprendente veta didáctica que a veces irrita a las partes, que verían con más gusto una fundamentación concreta del conflicto que una subida teorización abstracta. Es cierto, desde luego, que los jueces no están para teorizar sino para resolver conflictos concretos; no deben moverse, por tanto, en el nivel de la teoría sino en el de la práctica. Ahora bien, cuando se trata de un Derecho en formación, como es el Derecho Administrativo Sancionador, esta tendencia -quizás no recomendable en general- de subirse al púlpito a impartir sermones de sana doctrina incluso aunque no vengan a cuento, es algo que no sólo debe series perdonado sino de agradecer es porque, dicho sea sinceramente, sin ello no habríamos llegado a donde estamos. Suele decirse que algunos magistt·ados al llegar al Tribunal Supremo recuperan una vocación académica frustrada en su juventud y que compensan en el estrado lo que no pudieron hacer en la cátedra. Esto parece cierto a tenor del contenido de muchas sentencias, pero hay que añadir que es una fortuna que así sea, máxime si se piensa y tiene en cuenta que llegan más lejos y encuentran un auditorio más atento los repertorios de jurisprudencia que los manuales universitarios. No es posible silenciar, sin embargo, el riesgo que corre este soberbio edificio, todavía no estabilizado del todo, como consecuencia del doble impacto fraccionador de las incontinencias legislativas materiales y territoriales y -lo que es más alarmante- de la anunciada autonomización de los tribunales de justicia territoriales: 19 tribunales superiores van a sustituir a un Tribunal Supremo. Y si bien es verdad que aquéllos han venido demostrando hasta ahora una admirable prudencia y un consumado dominio técnico, sería temerario desconocer los riesgos del futuro, sobre todo contando con la sinergia potenciadora de una correlativa legislación autonómica. A este propósito cada día se están relajando más, según sabemos, las influencias del

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Penal que por su naturaleza constitucional estatal venia actuando como grapa soldadura unitaria frente a las tendencias disgregadoras. Función que conocidano puede desarrollar el Derecho Administrativo ya de por si bastante fraccioEn su consecuencia es previsible el aumento de las presiones centrifugas. BOSQUEJO DE UN NUEVO SISTEMA

. En relación con lo que acaba de decirse, el propósito de este libro es inequívoco pues en él se pretende dar un modesto paso en la elaboración de un nuevo sistema, coherencia se debe encontrar no en la uniformidad normativa sino, mucho más en la unidad sistémica, entendiendo por tal que·todas las normas punitise encuentran integradas en un solo sistema, pero que dentro de él caben toda clase de peculiaridades. La singularidad de cada materia (e incluso la de cada caso) permite -y aun exige- la correlativa peculiaridad de su regulación normativa; si bien la unidad del sistema garantiza una homogeneización mínima. Ni que decir tiene que el aceptar esto exige pagar el costoso precio de abandonar la seguridad jurídica y la previsibilidad de las soluciones de conflictos (que antes se consideraban datos esenciales del Derecho). Hoy vivimos en momentos contrarios a la unidad y a la uniformidad -un sueño ilustrado del que la Humanidad se despertó hace tiempo-- y se prefiere la tópica, la casuística del caso concreto, que es lo único que puede garantizar la justicia... con tal de que el Juez esté a la altura de la responsabilidad que se le encomienda: la de ir más allá de la letra de las normas y convertirse en árbitro de los conflictos. Porque los conflictos, hoy, no se resuelven por la ley sino por el arbitrio del juez. Únicamente con esta condición podrá funcionar el sistema. Vistas así las cosas -y renunciando de antemano a las ficciones, igualmente cómodas, de varios ordenamientos separados estables o de un ordenamiento único de contenido fijo-- parece dibujarse el siguiente sistema punitivo: En un primer nivel se encuentran los principios constitucionales inspiradores de toda actividad represiva del Estado, que se van bifurcando y concretando en los distintos sectores: el penal, por un lado, y el administrativo, por otro. Pero las precisiones no acaban aquí sino que hay que ir puntualizando con mucho mayor cuidado conforme se entra en subsectores como (dejando aparte los que corresponden al Derecho Penal), en lo que atañen al administrativo, el de las relaciones generales y especiales de sujeción, el disciplinario, el económico, y tantos otros. Los principios y criterios se comunican de arriba a abajo sin restricción alguna; no así en sentido horizontal, puesto que nos encontramos con realidades afines pero no idénticas. La matización, en suma, no debe realizarse en la fase de aplicación del Derecho Penal al Derecho Administrativo sino en la fase de concreción del nivel constitucional al administrativo (y al penal). La aplicación que actualmente se viene realizando de principios y criterios del Derecho Penal es absolutamente incorrecta, aunque haya que aceptarla de manera transitoria mientras se van elaborando unos principios constitucionales punitivos, que todavía distan mucho de estar perfilados. Pero, por lo mismo, el salto del Derecho Penal al Derecho Administrativo Sancionador es tan brusco que no pueden extrañar las constantes llamadas de atención de la jurisprudencia. El bosquejo de sistema que acaba de exponerse aparece ya en la STS de 19 de febrero de 1988 (Ar. 1188; Delgado) -reiterada luego literalmente en la de 8 de octubre del mismo año (Ar. 8790; Martín del Burgo)-, en la que se pone de relieve «una profunda ambigüedad en el precepto constitucional (art. 25.1) [... ]que interpretado a la luz de la jurisprudencia constitucional (presenta) una significación polivalente, de

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suerte que tiene intensidades distintas según el ámbito sobre el que haya de tarse»; así cabe distinguir hasta cuatro sentidos distintos:

proyec~

A) En el ámbito penal es precisa una subdistinción: cuando se trate de imponer penas privativas de libertad, lo dispuesto en el articulo 81.1, en relación con el 17, exige que las normas penales estén contenidas en Ley Orgánica. En los restantes supuestos bastará con Ley Ordinaria. B) En el terreno de la potestad sancionadora de la Administración, a su vez, es también necesaria una nueva clasificación, para graduar la posible participación reglamentaria, siempre sobre la base de la ley: a) Cuando la Administración actúa en virtud de su supremacía general, la reserva de ley permite una posibilidad de regulación reglamentaria en virtud de remisión de la ley, hecha con una detetminación que prefigura el posterior desarrollo reglamentario; b) En el campo de la supremacía especial, caracterizado por una capacidad de autoordenación de la Administración se exige también la cobertura legal, pero se admite con más amplitud la virtualidad del Reglamento para tipificar en concreto las previsiones abstractas de la ley sobre las conductas identificables como antijurídicas.

Y todavía con mayor precisión -aunque advirtiendo cautelarmente que lo dice «sin pretender profundizar en ello»- en esta misma línea se coloca REBOLLO (1989, 440) cuando en una nota (la 27) advierte marginalmente que son posibles dos posturas: una identificadora totalmente de las dos figuras; mientras que la otra, mucho más sutil, «podría considerar que hay aspectos comunes aunque también algunas diferencias, por lo que el supraconcepto que se forma sobre estas dos realidades se basa en la existencia de ciertos elementos comunes y otros propios de cada figura. Por tanto, en parte tendrán un tratamiento común, pero también en parte diferenciado. No podría considerarse, en consecuencia, que los principios generales de todo el Derecho represivo sean íntegramente los del Derecho Penal. Por el contrario habrá que deducirlos de los aspectos comunes de uno y otro orden: así, habría principios generales del Derecho represivo, aunque eventualmente adquieran matices diferentes al aplicarse al Derecho Penal o al Administrativo Sancionador; pero también podría hablarse de algunos principios generales, que sólo lo son de Derecho Penal y otros exclusivos del Derecho Administrativo sancionador». Si realmente existieran unos principios de Derecho punitivo del Estado, el proceso operativo sería muy sencillo, puesto que bastaría integrarlos --con las debidas matizaciones- en el Derecho Administrativo Sancionador, tanto en su nivel normativo como aplicativo. Pero como (al menos, todavía) no se han elaborado tales principios, resulta inevitable trasponer primero al Derecho punitivo general los principios del Derecho Penal, que son perfectamente conocidos, para, una vez incorporados en este nivel superior, descenderlos al Derecho Administrativo Sancionador. Una doble operación que haría las delicias de los juristas más exquisitos de la Jurisprudencia de conceptos y que, además, por suponer un doble salto con una doble aduana de matizaciones permite de hecho al operador jurídico manipular a su deseo los principios iniciales del Derecho Penal hasta convertir la excepción en regla, como más arriba se ha denunciado. En estas condiciones no puede sorprender ya que los tribunales prescindan de ordinario del rodeo y vayan directamente del Derecho Penal al Derecho Administrativo Sancionador. Lo que resulta, desde luego, más útil y más práctico aunque carezca de una justificación dogmática sólida. Ni que decir tiene, por lo demás, que el nuevo sistema que aquí se está bosquejando no responde exclusivamente a afanes teóricos o a escrúpulos dogmáticos (que nunca han preocupado excesivamente al autor de este libro) sino a intenciones más profundas. Los juristas formados con una mentalidadjurídico-pública -orientada siempre y en primer término por los intereses colectivos y generales- no pueden evitar un cierto rechazo ante la contaminación penalista del Derecho Administrativo Sancionador inspirada

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por la obsesión de las garantías individuales. Es obvio, desde luego, jurista auténtico se opondrá nunca a la ampliación y consolidación de tales que son irrenunciables; pero tampoco es lícito pretender agotar en ellas el cotltten1uu del Derecho Público, cuya vertiente fundamental es la promoción y garantía los intereses generales y colectivos. Acentuar una de estas dos vertientes con olvido la otra es crear un monstruo jurídico: o un Estado sin Derecho o un Derecho en el se marginen los intereses que encarna el Estado. Pues bien, la influencia del -n-~d~'"" Penal ha supuesto una exacerbación garantista individual a costa de una marginación de los intereses generales y, en definitiva, del equilibrio entre una y otros, que es el secreto de todo Derecho. Vistas así las cosas, la apelación a un Derecho Público · común parece, de momento, la mejor fórmula para restablecer el equilibrio pery para recuperar la atención de los intereses indebidamente abandonados. La presencia y la influencia del Derecho Público estatal, incluido aquí el constitucional, y del Derecho Penal garantizar la unidad del sistema dentro de la variedad de regímenes que introduce el fraccionamiento del Derecho Administrativo en los términos de auténtica implosión que se ha descrito más arriba. En la actualidad la fuerza centrífuga del Derecho Administrativo español es enorme y sólo puede ser estabilizada -no aluda-- por las contrafuerzas centrípetas del Derecho Público estatal y del Derecho Penal, hasta tal punto que si algún día éstas fallasen, ya no podría hablarse de < Derecho Administrativo Sancionador ni siquiera desde una perspectiva sistémica. Las anteriores consideraciones no pueden, con todo, detenerse aquí, puesto que la integración no se agota en el ámbito estatal sino que ha de remontarse hasta la Comunidad Europea y en el análisis de ésta resulta --como se recordará- que la potestad punitiva estatal (pretendidamente única) se disocia de nuevo porque si en su «manifestación penal» conserva el Estado su soberanía casi absoluta, en la «manifestación administrativa sancionadora» experimenta un recorte tan grave que queda supeditada al ordenamiento comunitario. Y conste que aquí no se trata de una simple cuestión de jerarquía de fuentes (en la que ninguna duda cabe sobre la subordinación del Derecho nacional respecto del comunitario) sino de algo mucho más profundo, a saber: la posibilidad de que las instituciones europeas obliguen a un Estado miembro a adoptar una conducta determinada en un caso concreto. Ésta es la doctrina que afirmó con rotundidad la Sentencia del Tribunal Europeo de Justicia de 21 de septiembre de 1989. En el caso de autos se trataba de una violación por parte de Grecia del artículo 131 del Reglamento de la Comisión 2.727/75, de 29 de octubre, ya que se habían exportado a un tercer país unas partidas de maíz como si fuera griego, siendo así que procedía realmente de Yugoslavia a través de una importación «clandestina» a efectos de tasas comunitarias. La Comisión denunció estos hechos al Gobierno griego, que nada hizo sobre el particular y llevado el caso al tribunal con invocación específica del artículo 5 del Tratado CEE («los Estados miembros adoptarán todas las medidas generales o particulares apropiadas para asegurar el cumplimiento de las obligaciones derivadas del presente Tratado o resultantes de los actos de las institu' ciones de la Comunidad»), la sentencia declaró, entre otros extremos, que: .. niHNilnlne.rue

22. En opinión de la Comisión, los Estados miembros están obligados, por imperativo del artículo 5, a imponer a las personas que infringen el Derecho Comunitario, las mismas sanciones que a las que violan el Derecho Nacional [...]. ,. 23. Si una regulación comunitaria no prevé una sanción para el caso de una violación de la misma o se remite a las disposiciones del Ordenamiento jurídico y administrativo nacional, los Estados miembros están obligados, de conformidad con el articulo 5, a adoptar las medidas que sean necesarias para asegurar la vigencia y la eficacia del Derecho Comunitario. 24. A tal propósito, los Estados miembros -a los que, por lo demás, corresponde elegir las sanciones- deben tener en cuenta que las infracciones del Derecho Comunitario deben

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DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR ser castigadas de acuerdo con las reglas materiales y procesales similares a las propias Derecho nacional, en relación con la clase y gravedad de las infracciones y siempre de manera que la sanción ha de ser eficaz, proporcionada y disuasoria.

VII.

ALGUNAS PRECISIONES CONCEPTUALES

Quizás no sea éste el capítulo más adecuado para encajar en él las ,....N""V'"'~ conceptuales que a continuación van a hacerse; pero parece conveniente de ellas antes de entrar en el análisis pormenorizado del régimen jurídico del "'"',.."'''nn Administrativo Sancionador.

l.

INFRACCIÓN, HECHO Y ACCIÓN

El objeto directo del Derecho Administrativo Sancionador es un ilícito específico -la infracción administrativa- para la que la ley establece una sanción, que es atri~ buida en concreto a un sujeto por la Administración a través de un procedimiento especial (el procedimiento sancionador) en el que se determina la infracción con todas sus circunstancias materiales así como el autor con sus circunstancias personales. En nuestro Derecho actual es nota esencial de las infracciones que se encuentren descritas en una ley (principio de legalidad, reserva legal y mandato de tipificación legal). De todo ello, y de lo más sustancial de su régimen jurídico, se irá hablando con pormenor a lo largo del libro; pero hay una cuestión previa que importa analizar ya en este momento y que sorprendentemente no ha sido planteada con precisión en el Derecho Penal ni por consecuencia ha sido resuelta allí de manera convincente. Con ello me estoy refiriendo a si el objeto de la infracción es un hecho o una acción. Advierto de antemano que, contra lo que pudiera parecer a primera vista, detrás de este enunciado no se esconde una preocupación profesora! de índole exquisitivamente especulativa sino un dilema vivo, palpitante, cuyas opciones condicionan buena parte de los nudos más importantes del Derecho Administrativo Sancionador y, por lo tanto, son el norte de la práctica sancionadora cotidiana. Más todavía: casi todos los puntos oscuros del Derecho Penal se encuentran en esta zona que ni los autores ni los jueces han conseguido aclarar y no precisamente por falta de atención sino por su exceso. Quiero decir que es tanto y tan desconcertado lo que se ha escrito sobre este particular en los últimos doscientos años que se ha terminado levantando una bibliografia babélica que imposibilita a los penalistas entenderse entre sí dado que cada uno tiene una visión propia de lo que son los hechos y las acciones. Así las cosas, el Derecho Administrativo Sancionador parte con ventaja en la medida en que sobre él no pesa la servidumbre de las contradicciones tradicionales y puede actuar con libertad una dogmática original y pacífica. En cualquier caso -y volviendo al enunciado inicial- de la opción que aquí se tome depende nada menos que, y entre otras cosas, la tipicidad, la culpabilidad y el alcance de la prohibición del non bis in idem, como se irá comprobando en los correspondientes capítulos.· En mi opinión, si se observa la realidad sin prejuicios, «con mirada inocente», pueden hacerse con precisión las siguientes distinciones: Hecho es el fenómeno que aparece en la realidad -los hechos son siempre «naturales», por tanto-- como un sucedido y puede descomponerse analíticamente en tantos elementos como se quiera, progresando hacia adelante o hacia atrás de manera indefinida. Un hecho es la contaminación de aguas, que puede constatarse con una simple operación material (fisica, química o biológica). El elemento central de este

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es el vertido contaminante; pero si queremos retroceder en la cadena causal otro elemento -la no depuración previa del agua vertida- y otro aún anterior (el ensuciamiento del líquido) y muchos otros más según lo que queraretroceder en el análisis. Además, si avanzamos hacia adelante en la cadena .que coJntami'na•ciOn ha iniciado, nos encontramos con la muerte de la fauna, el detenoro la flora, la perturbación de los bañistas, etc. ., . Ahora bien, el hecho jurídicamente relevante es el resultado -tam.lnen fisico o de una acción (humana, que es la que al Derecho moderno mteresa) que f~trniJJten puede descomponerse a!l~lític~mente e~ actos elementales. Pues bien, el Derecho Admmistrativo SanciOnador, como el Derecho Penal, se directamente a una acción --desvalorada normativamente- en cuanto caude un hecho también desvalorado en un acto libre del legislador, de tal manera hoy desvalora lo que ayer v~loraba (piénses~ ~n la desecación de huJ?ed~les, ayer · con fondos públicos y hoy prohibida; o la muerte de alimanas, en la actualidad protegida y hasta hace poco premiada). La infracción, en definitiva, es una acción humana que la ley ha declarado como tal por ser causan~e de ~n ~e~ho nat~­ -ral que agrede un orden (fis_ico, so~ial o mo.ral) que el orden.~mlentq ;und1co considera digno de este: proteccion: Y m q~e decir tiene que t~I?bien es. libre la ?orma de considerar protegibles determmados bienes, cuyo valoracwn cambia cad~ dia. La limpieza de aguas maritímas costeras sólo ha emp~zado a ser. considerad~ protegible en fechas recientes y, en c~alqu~er cas~,, su agr~s!ón ~ detenor~ es un simple hecho, que por sí mismo no constituye mfraccwn a~mistrativa (o delito). La contaminación del agua es un hecho natural de valor negativo en cuanto que altera desventajosamente un orden natural que el Ordenamiento Jurídico ha declarado protegible. Sin embargo, lo que la norma sancionadora enfoca directamente no ·es el hecho del ., . . . agua contaminad sino la acción de contamina~: Los enjuiciamientos del desvalor del hecho y de la accwn no siempre comcid~?-· El desvalor de la contaminación (del agua contaminada como resultado de una accwn contaminante) depende de ciertos parámetros cuantitativos y ~ualitativos. En su con; secuencia una contaminación indudable desde el punto de VIsta natural, no lo sera desde el punto de vista legal si no alcana determinado~ niveles cuaE;titativos o Cl;lalitativos predeterminados (las cremas protectoras de la piel de los bamstas contamman indudablemente el agua pero hasta ahora no se consideran legalmente contaminantes). Además, a un hecho legalmente desvalorado (porque la contaminación ha sup~­ rado efectivamente los umbrales del hecho) puede no corresponder una desvaloracwn de la acción humana que lo ha causado (por ej. si ha mediado fuerza mayor. o error insuperable). De la misma forma que hay hechos no desvalorados (por considerarse inocuos) resultado de una acción que la norma ha desvalorado hasta tal punto que los ha declarado sancionables (por producción de riesgos). . El arbitrio del legislador a la hora de desvalorar hechos subraya el contemdo normativo de los mismos habida cuenta de que no hay hecho jurídicamente relevante (a efectos del Derecho Administrativo Sancionador) sin una declaración normativa previa de desvalor. Lo cual significa que sin ella los hechos son jurídicamente inocuos y no se puede conectar a ellos una declaración normativa de infracción. El proceso de determinación normativa de h~chos e inf.racciones es, ento~ces, el siguiente. En primer lugar, la norma otorga una Importancia ~e~evante ,a _un bien (en nuestro ejemplo, a un bien fisico: las aguas costeras) que califica genencamente de dominio público y al que somete a un r~gimen jurídi~o P~?pio, dentro del c~al se describen situaciones desvaloradas (una cierta contammacwn). Pero -y aqm entra en juego el arbitrio del legislador- es p~rfectamen.te posibl~, y en la realidad así sucede, que diferentes normas establezcan circunstancias especiales del hecho desvalorado __ ...... ,,WI,C\<

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básico. Por seguir con el ejemplo, la legislación turística desvalora especialmente contaminación producida por un establecimiento turístico o en una zona turísticamente protegida, lo que no se tuvo en cuenta en la legislación sanitaria; mientras que el ordenamiento medioambiental se concentra en las repercursiones sobre la flora y la fauna y el Código Penal puede añadir por su cuenta unos parámetros que permiten calificar determinadas contaminaciones como delito. Hecho y acción son interdependientes y por tanto inseparables, pero conviene dejar claro que la ley, por más que · atienda a los hechos, lo que sanciona son las acciones. De esta forma tenemos un mismo hecho natural (la contaminación) desvalorado tres veces: como contaminación ecológica, como contaminación turística y como contaminación delictiva. Desde el punto de vista fisico o natural tenemos un solo hecho, mas desde el punto de vista legal tenemos tres tipos de hecho derivados de una misma acción. Con lo dicho basta para comprender la trascendencia que tiene el hecho a efectos de la tipificación, de la culpabilidad y de la prohibición de bis in idem, como se desarrollará en su momento. La distinción entre hecho y acción luce igualmente en un supuesto como el del articulo 228 de la Ley del Suelo de 1976: «l. En las obras que se ejecuten sin licencia[ ...] serán sancionados con multas el promotor, el empresario de las obras y el técnico director de las mismas. 2. Las multas que se impongan a los distintos sujetos como consecuencia de una misma infracción tendrán entre sí carácter independiente». De acuerdo con la tesis que se está defendiendo, la inteligencia de este precepto es muy sencilla: la ley ha aislado un hecho que ha desvalorado (la construcción de obras sin licencia) y también ha aislado tres acciones igualmente desvaloradas (la del promotor, el empresario y el director) y como lo reprochable es la acción, los tres son tenidos por infractores y resultan sancionados independientemente. Ni que decir tiene que las acciones humanas que han colaborado en el hecho son muchas más, unas por comisión (los albañiles que han ejecutado materialmente las obras) y otros por omisión (el inspector urbanístico que no se percató de lo que se esta haciendo) y tantos otros; pero la ley libremente y por razones de política represora sólo ha desvalorado la de los tres indicados. Por poner otro ejemplo tenemos el del garante del artículo 103.3 de la LPAC, conforme al cual «son responsables por el incumplimiento de las obligaciones que conlleven el deber de prevenir la infracción administrativa cometida por otros las personas físicas y jurídicas sobre las que tal deber recaiga». Aquí también aparecen dos acciones desvalorados relacionados con el mismo hecho: la del que ha realizado la infracción y la del que no la ha evitado. De esta forma se explica también porqué son inimputables los ejecutores materiales de una infracción cuando están obedeciendo órdenes de un superior. En estos casos la ley no desvalora la acción del celador que levanta indebidamente una compuerta sino la de quien le dio la orden de hacerlo. El hecho es un fenómeno originariamente inerte que sólo adquiere relevancia jurídica cuando se le conecta con la acción humana· desvalorada. En rigor, la distinción entre hecho (como resultado) y acción (como actividad humana productora de algo) es obvia, como también lo es la afirmación de que las normas sancionadoras se centran en la acción. Pero hay extremos que de puro sabidos terminan olvidándose o no se sabe extraer de ellos las debidas consecuencias jurídicas. 2.

SANCIONES Y OTRAS FIGURAS AFINES

Pasemos ahora al examen de una segunda cuestión aparentemente sencilla pero que no lo debe ser tanto desde el momento en que ha habido necesidad de dictar innu-

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resoluciones judiciales para disipar las dudas planteadas en la casuística, de que con tanto primor se ha ocupado en varias ·ocasiones REBOLLO. · En el Ordenamiento Jurídico están previstas diversas consecuencias jurídicas muy nat:ecJtua:s, e incluso idénticas, a las sanciones administrativas y es el caso que importa con absoluta precisión habida cuenta de que el régimen jurídico de las sanciones es exclusivo de ellas. Dicho con otras palabras: si se trata de una sanción adtninistrativa en sentido propio y -por considerar que se trataba de otra figura jurídica- no se ha seguido el procedimiento sancionador estricto, resulta obligada la ·auumw~·· del acto administrativo. En la práctica -sobre todo en el ámbito tributario-- es muy frecuente que los particulares impugnen una norma o un acto de liquidación alegando que no se han respetado los requisitos materiales o cumplido los trámites formales propios del Derecho Administrativo Sancionador. Pensemos en la exigencia de uno~ interese~ indernni;zatorios del retraso en un pag?: .si se tratll: de una sanción, deberan determmarse y eJecutarse con arreglo al procedimiento sanciOnador. Pero ¿se trata de veras de una sanción? ¿Qué criterios existen para identificar a éstas? La STC 48/2003, de 12 de marzo, nos proporciona una primera pista fiable: Para determinar si una consecuencia jurídica tiene, o no, carácter punitivo, habrá que atender , ante todo, a la función que tiene encomendada en el sistema jurídico. De modo que si tiene unafimción represiva y con ella se restringen derechos como consecuencia de un ilícito, habremos de entender que se trata de una pena en sentido material, pero si en lugar de la represión concurren otras finalidades justificativas deberá descartarse la existencia de una pena por más que se trate de una consecuencia gravosa[ ... ] No basta, pues, la sola pretensión de constreñir al cumplimiento de un deber jurídico (como ocurre con las multas coercitivas) o de establecer la legalidad conculcada frente a quien se desenvuelve sin observar las condiciones establecidas en el Ordenamiento Jurídico para el ejercicio de una determinada actividad. Es preciso que, de manera autónoma o en concurrencia con esas pretensiones, el peljuicio causado responda a un sentido retributivo ... El carácter de castigo criminal o administrativo de la reacción del ordenamiento sólo aparece cuando, al margen de la voluntad separadora, se inflinge un peljuicio añadido.

Por lo demás, el mismo tribunal en su Sentencia 276/2000, de 16 de noviembre, recordada luego en la 132/2001, de 8 de junio, ya había precisado que «la función represiva, retributiva o de castigo es lo que distingue a la sanción administrativa de otras resoluciones administrativas que restringen derechos individuales con otros fines (coerción y estímulo para el cumplimiento de las leyes; disuación ante posibles incumplimientos; o resarcimiento por incumplimientos efectivamente realizados)». Aunque aquí no puede silenciarse el voto particular formulado por Garrido Falla (y Jiménez de Parga): La doctrina iuspublicista viene distinguiendo desde el último tercio del siglo entre sanciones administrativas y otras decisiones restrictivas de derechos adoptadas por la Administración frente al incumplimiento del particular de los deberes que le incumben. Se trata, en este segundo caso, de declaraciones de caducidad o revocaciones de licencias, autorizaciones y concesiones administrativas. Esta distinción elemental entre sanción y revocación o caducidad ha sufrido el embate de la vis expansiva del articulo 25.1 de la Constitución española. En efecto, dado que sólo las sanciones administrativas están garantizadas por el derecho fundamental a la legalidad sancionadora, y dado también que sólo en estos casos hay amparo ante el Tribunal Constitucional, no es extraño que éste haya ampliado progresivamente los contomos del concepto de sanción administrativa hasta amparar otras medidas restrictivas impuestas por la Administración. El punto de llegada ha sido un amplísimo. concepto de sanciones administrativas, desconocido en nuestra tradición jurídica y que no diferencia entre realidades jurídicas notoriamente distintas.

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Aceptando tales criterios y de acuerdo con determinados pronunciamientos prudenciales, a continuación se selecciona un repertorio de medidas que no tienen naturaleza de sanción:

a) Infracciones administrativas y delitos. A ello se refiere poJrtnencm2:ad:am,entf la STC 48/2003, de 12 de marzo, en la que se precisa que «el carácter de castigo minal o administrativo de la reacción del Ordenamiento sólo aparece cuando, al gen de la voluntad reparadora, se inflinge un petjuicio añadido con el que se afecta al infractor en el círculo de los bienes y derechos de los que disfrutaba lícitamente». El criterio decisivo será en cualquier caso la presencia de un tipo penal. b) Intereses por mora en el pago a la Administración. Se distinguen de las sanciones porque «tienen, aparte de un cometido resarcitorio, una función erru'nerlteJneJilte disuasoria, lo que no es bastante para conducirla al campo de las sanciones, dada la ausencia de finalidad represiva» (STC 164/1995, de 13 de noviembre). Basándose en esta sentencia la del TSJ de Cataluña de 25 de mayo de 1998 (Ar. 991) razona con detenimiento que «para discernir cuándo los recargos tienen naturaleza resarcitoria o indemnizatoria --o sea, meramente disuasoria- o naturaleza sancionadora, habrá de aplicarse un criterio cuantitativo. Lo que significa que si el recargo no supera el interés de la demora, se podrá considerar que es un recargo indemnizatorio; pero, por el contrario, el recargo cumplirá una función disuasoria o simplemente estimulante del cumplimiento de la obligación en la medida en que exceda de la cuantía del interés de demora, siempre que no llegue a alcanzar la cuantía mínima de la sanción cm;respondiente al ingreso fuera de plazo. Por último, en los casos en que tal cuantía sea Igual o superada P?r el recargo, éste tendrá carácter sancionadom. Y, en fin, la STC 276/2000, de 16 de noviembre (Pleno) puntualiza que a tal efecto no son criterios determinados «ni el nomen ~uris empleado por la Administración o asignado por la ley, ni la clara voluntad del legislador de excluir una medida del ámbito sancionadom; y por lo que se refiere al caso concreto, «en tanto que supone una medida restrictiva de derechos que se aplica en supuestos en los que ha existido una infracción de ley y desempeña una función de castigo, no puede justificarse constitucionalmente más que como una sanción». e) Clausura de establecimientos por falta de licencia o por incumplimiento de las condiciones impuestas en ella o, en términos más generales, medidas de restablecimiento de la legalidad. Como sobre este punto la jurisprudencia es abundantísima, valgan simplemente dos ejemplos. La STS de 17 de diciembre de 1997 (3 .a, 7 .a, Ar. 308 de 1998) niega el carácter sancionador a una resolución administrativa que acordaba la clausura de un establecimiento ante la falta de la pertinente licencia. En la STS de 2 de febrero de 1998 (3.a, 7.a, Ar. 2060) se anula una resolución administrativa que había clausurado indefinidamente un establecimiento que estaba operando sin licencia. Pero como se daba el caso de que el artículo 28 de la Ley de Seguridad Ciudadana sólo tenía previst~ una sanción de seis meses, el tribunal se ve forzado a negar que se trate de una sanción y por eso anula la resolución; pero paradójicamente no la sustituye por otra de los seis meses autorizados por la ley sino que se limita a la anulación pura y simple precisando que es conveniente no dejar de indicar que con toda evidencia el tratamiento de la cuestión debatida probablemente obligarla a otra solución si la decisión de clausura indefinida se hubiera adoptado en el ámbito de las potestades de policía o intervención administrativa, sin perjuicio de que desde el punto de vista sancionador se hubiese también acudido a imponer alguna sanción de las reguladas en el articulo 28; pero lo que no cabe es acogerse a este preceptoya~ justificar una medida de clausura en términos de indefinición que probablemente estén JUStificados como intervención policial pero no como sanción.

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Multas coercitivas.- A ellas se refiere de forma expresa alguna de las senque acaba~ ~~ ser transcritas. El !ribunal C~nstituciona~ ha admitido s~n ~ifi­ la imposicwn de recargos o tnbutos sanciOnadores sm plantearse siqUiera pudiese tratarse de una medida sancionador. En los términos de la STC 276/2000, 16 de noviembre lo que distingue a los tributos de las sanciones que cuando tienen carácter pecuniario contribuyen como el resto de los ingresos públicos a engrosar las arcas del erario público (es que) no tiene como función básica o secundaria el sostenimiento de los gastos públicos o la satisfacción de necesidades colectivas (la utilización de las sanciones pecuniarias para financiar gastos públicos en un resultado no un fin) ni, por ende, se establecen como consecuencia de la exigencia de una circunstancia r~veladora de riqueza, sino única y exclusivamente para castigar a quienes comenten un ilícito.

e) Obligación de reparar los daños causados al dominio público. Aunque puede una medida aneja a una sanción, tal obligación no forma parte de ella y opera con autonomía como se comprueba en los supuestos en que la sanción se anula pero umum.uv la obligación aneja de reparación, según se ve en las SSTS de 27 y 30 de de 1998 (ambas procedentes de la Sala tercera, Sección tercera y Ar. 3645 y 3653). j) Obligación de reponer los terrenos forestales a la situación anterior a su ""¡,,w,r•rnn, La STS de 22 de abril de 1999 (3.a, 4.a, Ar. 4179), particularmente interesante en cuanto que contradice la letra del Reglamento de montes que la califica de forma expresa como sanción. g) La denominada expropiación-sanción. . . h) Recargos tributarios. La STC 141/1996, de 16 de septiembre, mega rotundamente su carácter sancionador: pero luego en la sentencia 276/2000, de 16 de noviembre (reproducida más tarde en la 48/2003, ya citada) se advierte, con más prudencia, que hay que atenerse a las circunstancias y finalidades de cada caso concreto. En definitiva es frecuente que el legislador peque en este punto doblemente, por exceso y por def~cto. Por defecto, al no prever med~das administrativas no sanci~na­ doras tendentes simplemente a restablecer la legalidad y, en su caso, a determmar indemnizaciones y restablecimiento de estados anteriores; tal como ha denunciado REBOLLO (2004, 295) a propósito de la Ley del Ruido de 2003. Y por exceso, en cuanto que califican de sanciones medid~s que no tieJ?-en ca!~~ter de tales; .c?n la co~s~­ cuencia, antes señalada, de que se extgen para su Impostcwn unos requlSltos y tramites innecesariamente rigurosos y que tanto facilitan la anulación de las correspondientes resoluciones administrativas. Lo que aquí en el fondo está sucediendo es que, por paradójico que suene, no hay una debida articulación entre el Derecho Administrativo Sancionador y el Derecho Administrativo. En estos casos el Ordenamiento jurídico administrativo sancionador parece encerrado en sí mismo y no se percata de que no es más que una parte del Ordenamiento jurídico administrativo, en el que tiene que integrarse, par~ dar ma;:or eficacia al aparato Administrativo, sin dejarse llevar por las cautelas obsesivas proptas del Derecho Penal que, a diferencia del Derecho Administrativo Sancionador, sí que es un Derecho Autónomo.

VIII.

BALANCE FINAL

La aparición de lo que hoy llamamos Derecho Administrativo Sancionador es un fenómeno relativamente reciente al que se ha llegado al cabo de un largo proceso de

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sustantivación que, arrancando del Derecho represivo de Policía, pasó luego por la confusa etapa del Derecho Penal Administrativo. En cualquier caso, de lo que siempre se ha tratado era de encontrar un lugar propio diferenciado del Derecho Penal que le arrastraba en su órbita corno un simple satélite. ' Así se explica la viejísima polémica de la igualdad «ontológica» entre los ilícitos penales y los administrativos: una discusión estéril-propiciadora de una fácil erudición de segunda o tercera man()-- que felizmente ya se puede dar por superada desde el momento en que se ha comprendido que un capricho normativo puede en un día dar o borrar diferencias, aplicar regímenes jurídicos iguales a realidades distintas o regular de manera variada manifestaciones concretas de un mismo fenómeno. Las relaciones entre ambas ramas del Derecho tienen una vertiente mucho más práctica, a saber: la de determinar si las normas del Derecho Penal son aplicables al Derecho Administrativo Sancionador -algo que parece estar fuera de duda- y sobre todo, cuál ha de ser el alcance preciso de tal aplicación. Ahora bien, lo verdaderamente importante no es el régimen jurídico de los ilícitos administrativos (puesto que puede variar inesperadamente al compás de los azares administrativos) sino la estructura interna y la finalidad de todo este sector del Ordenamiento. Y aquí es cabalmente donde en los últimos años ha encontrado el Derecho Administrativo Sancionador sus señas de identidad- en cuanto propias de él y sólo de él- al haber pasado de la represión a la prevención, del daño al riesgo y de la defensa de los derechos individuales a la protección de los intereses públicos,. generales y colectivos. Proceso que se ha coronado con la consumación de un giro administrativo, es decir, con la afirmación del carácter administrativo sustancia -y no sólo como un rótulo verbal adosado a su nombre- de este Derecho. Sucede, sin embargo, que por razones de coyuntura histórica esta sustantivación aparentemente definitiva del Derecho Administrativo Sancionador, ha venido acompañada de urias fortísimas tensiones de índole centrífuga -materiales y territoriales- que amenazan con una implosión desintegradora hasta tal punto que, recién conseguida la identidad, hay que empezar a cuestionarse si es una mera cuestión de tiempo el tener que aceptar la existencias de varios Derechos Administrativos Sancionadores inequívocamente diferenciados entre sí.

CAPÍTULO V

EL PRINCIPIO DE LEGALIDAD SUMARIO: I. Fomwción del principio y su deterioro actual. l. Agregación paulatina de sus elementos esenciales. 2. El dogma y la realidad.-II. Consideraciones generales sobre el principio de legalidad administrativa sancionadora. l. El articulo 25.1 de la Constitución 2. La situación preconstitucional. 3. Conclusiones.m. Contenido. l. La doble garantía. 2. Diez proposiciones sobre el principio de legalidad en el Derecho Administrativo Sancionador. 3. Los derechos subjetivos derivados.-IY. Peculiaridades del principio de legalidad en el Derecho Administrativo Sancionador. l. Normas preconstitucionales. 2. Relaciones de sujeción especial. 3. Parvedad.-V. Efectos de la infracción del principio de legalidad. l. Nulidad de disposiciones y actos sancionadores. 2. Declaración de inconstitucionalidad de las leyes.-VI. Irretraactividad de las nonnas sancionadoras. l. Irretroactividad de las normas desfavorables. 2. Retroactividad de las normas favorables.VIl. Balance final. l. Discrecionalidad administrativa y arbitrio judicial como complemente inexcusable de la legalidad. 2. ¿Un principio de legalidad ordinaria?

FORMACIÓN DEL PRINCIPIO Y SU DETERIORO ACTUAL l.

AGREGACIÓN PAULATINA DE SUS ELEMENTOS ESENCIALES

El principio de legalidad ofrece en el Derecho Administrativo Sancionador la misma ambigüedad que caracteriza todos los principios generales del Derecho, potenciada aquí aún más por la circunstancia de integrar dos elementos normativos -la reserva legal y el mandato de tipificación- que distan mucho de ser precisos separadamente considerados. Para comprobar esta ambigüedad (o pluralidad de significados) basta leer los minuciosos trabajos que simultáneamente han aparecido sobre el particular (BAÑO, 1991; REBOLLO, 1991). Una idea que ya había sido expuesta con detalle y mucho antes por GARCÍA DE ENTERRiA (1984, 87-88), quien constata la presencia en la Constitución de una «proclamación general» (art. 9.3) y una serie de «aplicaciones específicas (legalidad de los delitos y las infracciones administrativas: art. 25; legalidl;ld tributaria y de prestaciones personales: arts. 31.3 y 133; legalidad de la Administración: arts. 103.1 y 106.1; legalidad de la actuación de Jueces y Tribunales: art. 117.1; defensa de la legalidad por el Ministerio Fiscal: art. 124.1 ); sin contar toda una serie de reservas de ley o remisiones a la Ley que la Constitución contiene en una buena parte de su articulado». Para este último profesor el constituyente ha querido aludir con esta fórmula al sistema de Estado de Derecho. Yo, por mi parte, ignoro lo que el oscuro constituyente ha querido aludir; pero desde luego no estoy de acuerdo con tal equiparación. No es caso, sin embargo, de entrar en una discusión al respecto porque lo que fundamentalmente aquí interesa es la «aplicación específica» del artículo 25, que con toda evidencia tiene un contenido bastante más preciso y concreto que el del Estado de Derecho, como se intentará demostrar en las páginas siguientes. El principio de legalidad en el Derecho Administrativo Sancionador, tal como hoy le entendemos, es de formación relativamente reciente y se ha consolidado como consecuencia de la agregación sucesiva y convencional de elementos distintos que hubieran podido operar separadamente. El resultado final de este proceso de fusión ha sidp un principio extraordinariamente rígido, cuya aplicación rigurosa terminaría produ[201]

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ciendo inevitablemente una seria perturbación del ejercicio normal de la administrativa. . . C:ro~~lógicamente, la prim.era manifestación de la legalidad fue el mandato tlpificacwn en una norma previa. Con la !ex previa se pretendía lograr una se¡~rldald jurídica que se consideraba imprescindible tanto para el ciudadano como para ins tituciones públicas. La ley previa permitía, en efectó, al ciudadano «saber a qué ate: nerse» en la confianza de que no se le iba a castigar por una conducta que de antemano no estuviere calificada de reprochable. Pero no se trataba sólo de esta gai:an1tta. individu~l: es que gracias a ella se privaba a las autoridades de su potestad de imponer sancw~es concretas al margen de la ley. Sancionar es desde entonces, simplemente, aphcar la ley y, por tanto, el reproche únicamente puede realizarlo ella. Así se ha cor~na~~ un pr?c~s? ~e juridificación -y por eso tradicionalmente se hablaba de un .<wnnciplO de JundlCI~ad»- que supera con mucho a las antiguas medidas de Pohcia que fueron su ongen y que estaban más preocupadas por la eficacia de la represión pública que por la garantía del sancionado. Con el transcurso del tiempo, sin embargo, esta primera conquista empezó a quedars~ corta y a ell~ se acumularon nuevas exigencias. Por un lado se impuso que la !ex prevw fuera también !ex certa en el sentido de precisa. La precisión normativa fue un p~so más en el recorte de facultades a que se estaba sometiendo a las autoridades sanciOnadoras. Porque si con la ley previa se les había cercenado la facultad de crear infracciones y sa~ciones, con la ley cierta se trataba de evitar, además, que pudiesen oper~r con excesivo margen personal en la aplicación de la norma ya que cuanto más precisa es una ley, de menos margen disponen el intérprete y el operador jurídico. De esta fo~~a se llega al.U?-~ndato de tipificación: una fórmula técnica que acumula las condiCIOnes de previswn y certeza de la norma. Las infracciones y las sanciones no sólo .ti~~en qu~ estar previstas con anterioridad al momento de producirse la con~ucta enJUICiable ~mo 9ue han de es~ar previstas con un grado de precisión tal que pnven .al operador Jurídico de cualqmer veleidad creativa, analógica o simplemente desviadora de la letra de la ley. A este contexto se añadió un elemento que, en rigor, no coincide con lo anterior a saber: 1~ exigencia ~e que esa norma previa y cierta tenga el rango de ley. Nótes~ que los ~mes persegmdos con el mandato de tipificación nada tienen que ver con los propws de la reserva legal, dado que aquéllos pueden lograrse a través de una norma de cualquier rango. La exigencia de ley en sentido estricto es una garantía acumulada con la que se acelera el proceso de neutralización de la Administración. Porque si con el mandato de tipificación se habían recortado sensiblemente las facultades sancionadoras de las autoridades y funcionarios individualmente considera~o~ y ~~ra la impos~ció~ de sanci.ones concretas, ahora se margina a la Admmistracwn como mstltucwn, es decir, al Poder Ejecutivo. Con lo cual no se gana nada en absolut? --:-:Y. por eso se insiste en que se trata de elementos separados-:- en orden a la tlpiflcidad; pero se supone que es una garantía adicional para e~ cn1;dadano, al menos desd~ el punto de vista de la ficción democrática: es el propw cmdadano el que a traves de una ley parlamentaria consiente en verse amenazado y, en su caso, sancionado. Dudo mucho, no obstante, que tal haya sido la causa de la aparición de la reserva legal, puesto que la explicación indicada está empañada por resonancias de cátedra p~ofesoral o de escaño político. A mi juicio, se trata, más bien, de una trasposición del sistema penal, que se extiende, sin más, al administrativo sancionador con secuelas múltiples y contradictorias. Las aparentes ventajas d~ la ~eserva legal saltan a la vista: el ciudadano queda al amparo, ya que no de las arbitran edades del Poder, al menos de las arbitrariedades del

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no parlamentario. Lo que no es poco. Pero los inconvenientes son también de aunque suelan ser intencionadamente silenciados. lo pronto se están confundiendo los papeles del juez y de la autoridad admi.~"tr"t·•va sancionadora cuando se pretende que ambos actúen de la misma manera, es como meros aplicadores de la ley situados fuera de ella. Porque es el caso que no hace otra cosa ciertamente que aplicar la ley, los órganos administrativos 'n-t>.~ticman intereses generales, y es cabalmente al hilo de esta tarea administrativa m;~tvJLuu cuando surge la sancionadora, ya que es inimaginable como actividad des,..,011ectal.li:l de la gestión. Pues bien, pese a estas diferencias notorias, con el principio objetivo de la legalidad queda asimilado el funcionario sancionador al juez en cuanto que se pretende que aquél también aplique la ley «objetivamente», es decir, desconectándola de la gestión que previa o simultáneamente venía realizando. La potestad sancionadora se corporeíza y gana autonomía al quedar separada de la referencia matriz de la gestión administrativa (no ya simplemente de la Policía). En segundo lugar se olvida algo no menos esencial: el Código Penal es una selección de desvalores a los que el Estado considera merecedores de ser castigados; pero una selección convencional y breve que se reduce o expande a gusto del legislador. Las infracciones administrativas no son, en cambio, una selección autónoma de desvalores sino que se derivan necesariamente de unos valores previos: los perseguidos por la acción administrativa. Las infracciones se deducen de la gestión y aumentan o se reducen en función de esa actividad administrativa matriz sin que el legislador pueda optar por dejar algo fuera de la represión, salvo que quiera provocar la inoperancia administrativa, que es lo que sucede indefectiblemente cuando no se prevén las correspondientes sanciones. En tercer lugar, y por lo dicho, las infracciones crecen indefinidamente como consecuencia inevitable del crecimiento de la gestión administrativa de la que se derivan, formándose al final una red represiva, angustiosa para el ciudadano, quien de hecho no puede respetarla de la misma manera que la Administración tampoco puede exigir siempre su cumplimiento, como en otros lugares de este libro se explica con pormenor. Todas estas circunstancias hacen dificil el catalogado por ley, y más dificil todavía la tipificación, habida cuenta de las variaciones de la matriz, que cambia incesantemente. Una ley auténticamente tipificadora sería interminable y, además, habría de ser alterada sin cesar. No hay más remedio, por tanto, que acudir a la utiliz\lción de los reglamentos, más capaces de adaptarse rápidamente al cambio. A tal propósito, la primera y más simple solución fue la francesa, que consiste, como es sabido, en tipificar como infracción cualquier incumplimiento de los reglamentos. De esta manera y con una fórmula brevísima y eficaz se incluyen en la tipificación todos los reglamentos administrativos. Y obsérvese que con ella se cumplen todas las exigencias del Estado de Derecho: existe una normativa previa (o, mejor dicho, dos: la que describe las obligaciones y la que establece que su incumplimiento es infracción) y, además, es muy precisa puesto que aparece con el detalle propio de los reglamentos. E incluso se da también, al menos parcialmente, el requisito de la reserva legal, puesto que la segunda norma --o sea, la que declara que es infracción el incumplimiento de los reglamentos- es una ley. Sea como fuere, también puede concebirse otro modelo distinto: en lugar de tipificar un solo ilícito (la infracción de reglamentos) se tipifican muchos, tantos como infracciones de cada una de las obligaciones que aparecen en los reglamentos. Se trata, por tanto, de una diferencia no sólo cuantitativa sino también cualitativa. Si antes se sancionaba la infracción del reglamento con independencia de las obligaciones que en el mismo se impusiesen, ahora, en esta segunda variante, no se sanciona el incumplimiento formal del reglamento sino la infracción de la obligación material.

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La. adopción de este segundo modelo ofrece la ventaja de su mejor adaptación a la reahdad y al servicio de los fines administrativos. La fórmula inicial es más bien propia del Derecho Penal, como efectivamente sucedía en el Derecho francés, ya que el ilícito a que acaba de aludirse era un ilícito penal: el quebrantamiento de reglamentos era un delito que se reprimía en las mismas condiciones penales que el robo o el quebrantamiento de una cerca, dicho sea con palabras de BENOIT (El Derecho Administrativo francés, 1977, 672). En el Derecho Administrativo Sancionador no es viable --o, en cualquier caso no es útil-la tipifiqación única. No interesa tanto sancionar la desobediencia a la l~y 0 a un reglamento como la violación de cada una de la obligaciones que en él se· estab~ecen. Con lo cual adquiere la remisión reglamentaria una nueva dimensión o, mejor dtcho, aparece el reglamento como integrado, por remisión, en el tipo, cosa que antes no sucedía. · En definitiva, y a la vista de cuanto acaba de enunciarse, nos encontramos con las siguientes posibilidades: a) Existe un solo ilícito: la desobediencia o incumplimiento de la ley, del reglamento o del acto administrativo. Aquí el contenido de unos y otro no se integra en el tipo, que es autónomo. Es el modelo característico del Derecho francés como tipificación penal, pero también aplicable y aplicado ocasionalmente al Derecho Administrativo Sancionador. b) Existen múltiples ilícitos: la violación de las obligaciones establecidas en una norma cuyo contenido se integra, por remisión, en el tipo. Esta variante es la habitual en el Derecho español y, por no referirse sólo a leyes sino también a reglamentos, nos obliga a estudiar, además de la tipificación legal, una serie de cuestiones complementarias: la remisión reglamentaria y las leyes en blanco. En la actualidad, e independientemente de algunas regulaciones sectoriales, el principio de legalidad está positivizado, exactamente bajo esta rúbrica, en el artículo 127 de la LPAC, que dice así: «1. La potestad sancionadora de las Administraciones Pú?li~as, reconocidas por la Constitución, se ejercerá cuando haya sido expresamente atribmda por una norma con rango de Ley, con aplicación del procedimiento previsto para su ejercicio y de acuerdo con lo establecido en este Título. 2. El ejercicio de la potestad sancionadora corresponde a los órganos administrativos que la tengan expresamente atribuida, por disposición de rango legal o reglamentario, sin que pueda dele~ garse en órgano distinto».

moderno. El problema surge entonces, sin embargo, a la hora de contrastar el con la realidad, tan diferente de aquél. Porque es un hecho innegable que, pese a las brillantes verbalizaciones del dogma, lo que el ciudadano percibe es que, a diferencia de lo que sucede en el Derecho Penal (tan insistentemente invocado), aquí existen Reglamentos tipificadores y, sobre ello, la tipificación que las normas realizan no es precisa ni directa sino por remisión. La evidencia de esta constatación no puede ser negada; lo que ha obligado a un meritorio esfuerzo teórico explicativo para (intentar) justificar que, pese a todo, el moderno Estado de Derecho nada tiene que ver, en punto a la legalidad, con los viejos sistemas del Estado absoluto (y franquista). A lo largo de este capítulo y de los siguientes se irán viendo con detalle todas estas cuestiones; pero conviene adelantar ya que, en mi opinión, esta discordancia entre el dogma y la realidad se ha traducido en un perceptible deterioro de aquél, de signo involutivo, que termina haciéndolo irreconocible. En este proceso, el primer paso hacia atrás está constituido matenalmente por la sustitución del principio de legalidad por el principio de antijuridicidad, es decir, por la previsión de los ilícitos y sus sanciones en una norma de cualquier rango y no necesariamente en una ley formal. Este retroceso no ha sido, desde luego, una concesión ideológica al pasado sino, pura y simplemente, una imposición de la realidad, dado que es flsicamente imposible realizar una tipificación exhaustiva por medio de leyes. Ante esta situación inevitable y constatable, el dogma ha tenido que ceder y relajarse en formulaciones teóricas más o menos ingeniosas --como la de la «colaboración>> reglamentaria-, pero que no pueden disimular el hecho descarnado de que el principio de legalidad no supone la regulación exclusiva y excluyente del Derecho Administrativo Sancionador a través de ley. Forzoso es reconocer, con todo, que este retroceso, que esta aproximación del dogma a la realidad, ha tenido lugar con una resistencia poco menos que heroica y guardando en lo posible las garantías de la legalidad (según podrá comprobarse más adelante); pero a nadie se le escapa que, una vez abierto un portillo, resulta prácticamente imposible evitar que por él se cuele lo tolerable y lo intolerable. Ni la Jurisprudencia ni la doctrina están en condiciones de precisar con exactitud los límites y condiciones de esa colaboración reglamentaria en cada caso concreto. Por si esto fuera poco, el segundo paso hacia atrás ha sido aún más grave. Después de haber pasado del principio de la legalidad al de antijuridicidad -es decir, después de haber abandonado el dogma de la lex previa- ha habido que entregar también el de la lex certa. La tipificación, en efecto, ya no es inexcusablemente precisa y directa sino que se practica --de hecho y casi sin excepción en todas las leyes sancionadoras-la tipificación indirecta·o por remisión; como se comprobará más adelante. A mi juicio, nada tienen estos fenómenos de reprochables, puesto que para mí siempre ha de seguir el dogma a la realidad, y no lo contrario, de tal manera que si aquél no concuerda con ésta, es el dogma el falso y lo que procede es adaptarle a la realidad. De aquí que la única objeción que se me ocurre es la de hipocresía, resultado de un empecinamiento ideológico. No se quiere reconocer sinceramente lo que está sucediendo y se acude a mil argucias· teóricas para justificar lo que ni puede justificarse ni vale la pena ser justificado. Hay, con todo, una tercera alteración absolutamente inadmisible, que ha deteriorado el principio hasta hacerlo irreconocible. Porque ahora ya no se trata simplemente de sustituir el principio de la legalidad por el de la antijuridicidad ni de admitir la tipificación indirecta o por remisión sino de prescindir lisa y llanamente de la reserva legal especifica" de las infracciones administrativas -que es la clave de todo el moderno Derecho Administrativo Sancionador- para sustituirle en la práctica por una simple exigencia de cobertura legal. Las consecuencias de este deslizamiento de la reserva legal a la cobertura l~al son gravísimas: el Derecho Administrativo

2.

EL DOGMA Y LA REALIDAD

El principio de la legalidad administrativa sancionadora es un producto ideológico químicamente puro. Las minuciosas teorizaciones de que constantemente ha sido objeto --o cabalmente por causa de ellas- no han podido evitar su notoria ambigüedad, que quizás pueda explicarse, aunque sólo en parte, por la indicada agregación paulatina de sus elementos esenciales, tan distintos entre sí y que no siempre han acertado a ser encajados de forma congruente. Pero prescindiendo de esto, lo que primero salta a la vista es el contraste entre el dogma riguroso enfáticamente verbalizado y una realidad que vive escandalosamente apartada de él. Y es el caso que cuanto más ancha se hace esta separación tanto más se insiste en el dogma, cuya intangibilidad se sacraliza como contenido irrenunciable del Estado de Derecho. Para la ideología del Estado democrático de Derecho es imprescindible, en efecto, la afirmación del principio de la legalidad en el DerechoAdministrativo Sancionador en cuanto que cabalmente constituye una de sus señas de identidad más características frente al Estado a?soluto: es el 'pueblo -y no el Monarca- el que tipifica las infracciones y las sancwnes. J:)e aquí que de ninguna manera pueda faltar en la imagen ideológica del

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Sancionador pierde su especificidad y, con ella, su identidad. La actividad sancionadora de la Administración se convierte así en una actividad interventora más con olvido de una tradición centenaria, de una doctrina que parecía definitivamente consolidada y, en último extremo, de un mandato constitucional expreso. Con esta mutación -tanto más peligrosa cuanto que está teniendo lugar sigilosamente hasta tal punto que todavía no ha sido denunciada- desaparece el Derecho Administrativo Sancionador y se borra lo más sustancial del artículo 25.1 de la Constitución Esto no es una adaptación del dogma a la realidad sino una abdicación vergonzan~e de .lo que co~ razón viene considerándose una conquista del,progreso jurídico y socml. Sz la doctrzna de la cobertura legal fuese correcta, sobrarza una de las piezas más originales no sólo del Derecho Administrativo Sancionador sino de la Teoría constitucional, a saber: la reserva legal. Y tal es, en definitiva, el contenido de mi denuncia: la contradicción entre una formulación radical del principio de legalidad (con la reserva legal y el mandato de la tipificación) y una realidad que no se ajusta a él y que teóricamente se pretende justificar con relajaciones gravísimas del principio. Situación que podría resumirse así: radicalismo verbal por causas ideológicas y relajación práctica justificada con explicaciones teóricas de técnica inadmisible. Esta contradicción no debe sorprendernos por lo demás, ya que es una de las mucha que se han enquistado en las estructuras reales que sostienen el Estado constitucional que no es, al fin y al cabo, más que la formulación académica de una utopía política, cuya plausibilidad precisa de férreos dogmas en que apoyarse. Cabalmente uno de ellos es el principio de la legalidad que, en cuanto dogma, debe ser aceptado P?r un acto de fe pasando por alto sus quiebras y contradicciones. Desde el punto de ~Ista de la teoría constitucional esto no tiene importancia debido a que para la los políticos y profesores lo fundamental son las palabras. Lo grave es cuando la contradicción .se traslada a la práctica ya que se enfrenta al juez ante un dilema inquietante: o se atiene al dogma sacrificando las circunstancias específicas del caso; o se atiene a éstas sacrificando a aquél. Ahora bien, si las soluciones fueran uniformes, podrían gustar o no, pero al menos habría seguridad jurídica. En la jurisprudencia, sin embargo, cada juez se inclina imprevisiblemente por cualquiera de las opciones del dilema y en _unos casos sostienen~ r~jatabla la integridad del principio mientras que en otros admiten toda clase de relaJacwnes, algunas verdaderamente pintorescas. El principio de legalidad es la primera manifestación que encontramos de una nota general y característica: el Derecho Administrativo Sancionador se mueve en dos niveles, uno superior en el que habitan las teorías y los principios constitucionales más exquisitos; y otro inferior donde se desarrolla la práctica cotidiana con sus infinitos matices concretos. A primera vista parecen dos mundos distintos, no sólo separados sino contrapuestos. Porque las teorías y los principios del piso superior -para no mancharse- rehuyen el contacto con los sórdidos acontecimientos que tienen lugar en el piso inferior; mientras que las prácticas administrativas sancionadoras operan de espaldas a los puros principios, entendiendo que su aplicación estricta paralizaría su funcionamiento. Así las cosas, son los jueces a quien corresponde la dificil tarea de armonizar las contradicciones forzando a la Administración a respetar en lo posible las instrucciones constitucionales y, correlativamente, flexibilizando los principios para hacerlos eficaces en la realidad. Un ir y venir en la cuerda floja, que tantos accidentes produce. Sil":'an estas páginas como introducción a una serie de cuestiones, singularmente compleJas, que ~e nuclean en torno al llamado principio de legalidad. Un principio cuya solemne recepción en el texto constitucional no ha podido evitar la prodigiosa ambi~~dad de su con~enido y 1~ imprecisión de su concepto, tal como se ha dicho al principiO. Es muy posible que mnguna otra expresión aparezca con más frecuencia que ésta en los repertorios jurisprudenciales ni haya sido objeto tampoco de análisis doctrinales

tan abundantes y extensos. Pero a pesar de ello --o quizás por causa de ello--- nada permanece tan confuso, ni a un mismo significante se han correspondido nunca tantos y tan distintos significados, como ya lo ha advertido el Tribunal Constitucional en su sentencia 234/1991, de 10 de diciembre: «esta expresión [«principio de legalidad»] adolece en el uso común de alguna equivocidad». Por decirlo con palabras de REBOLLO (1991, 68) esta terminología del principio de legalidad «es equívoca porque no hay aquí una co~exión especial con la ley sino con el Derecho, y confusa, porque dificulta la percepción de un auténtico principio de legalidad que merezca propiamente esa denominación. Con esta otra denominación se le presenta, además, como una conquista histórica como si fuera posible y hubiere existido anteriormente una Administración que esc~para de él.» Como es sabido, para este autor el principio de legalidad «es la forma concreta que adopta el principio de juridicidad en el Estado de Derecho. Huelga recordar, en fin, que el contenido del presente capítulo no es el principio genérico de la legalidad sino el específico de la legalidad administrativa sancionadora para la que, en este momento y a título provisional, puede servir la descripción que h~ce la STS de 20 de enero de 1987 (Ar. 203; Mendizábal): «la cobertura de la potestad sancionadora ha de estar constituida necesariamente por una norma de rango legal [... ] a través de una ley formal. Ahora bien, no sólo la investidura o habilitación está sometida al principio de la legalidad sino también las infracciones así como la determinación de la sanción correspondiente». II.

CONSIDERACIONES GENERALES SOBRE EL PRINCIPIO DE LA LEGALIDAD ADMINISTRATIVA SANCIONADORA

Antes de entrar en el análisis pormenorizado de este principio concreto conviene hacer presentes determinadas circunstancias que levantan, cuando menos, perplejidad: l.a Se afirma que el principio de legalidad del Derecho Penal y del Derecho Administrativo Sancionador se encuentran recogidos en una misma frase y en idénticos términos en el artículo 25.1 de la Constitución; pero, si se repasan los caracteres y contenido de tal principio en estos dos ámbitos, se comprueba que son completamente distintas su formulación penal y administrativa. 2.a Se habla del principio de legalidad como de una figura jurídica genérica; pero si se repasan sus caracteres y contenido en el Derecho Penal, en el Derecho Administrativo y en el Derecho Administrativo Sancionador se comprueba que en cada uno de estos ámbitos se manifiesta con caracteres muy diferentes. 3.a La letra del artículo 25.1 provoca dudas muy razonadas sobre la afirmación de que en tal precepto se contiene el principio de la legalidad tanto en su forma genérica como en cualquiera de sus variantes específicas. En el artículo 25.1 de la Constitución convergen hoy todas las proposiciones dogmáticas que se afirman a propósito del Derecho Administrativo Sancionador; pero también es verdad que de él parten también todas las dudas teóricas y todas las vacilaciones -y aun contradicciones- de la práctica. Su ambigüedad es tal que actúa como la puerta de entrada a un laberinto artificioso del que únicamente puede encontrarse la salida a fuerza de voluntarismos ideológicos. Lorenzo MARTÍN-RETORTILLO, hace años, en el prólogo a la obra de SANz GANDASEGUI (1985, XIII) ya hizo una prudente advertencia sobre este particular, que debería tenerse en cuenta a la hora de los triunfalismos: «De la reciente Constitución española, un par de líneas escasas [... ],al incidir sobre las sanciones administrativas, van a innovar radicalmente el complejo y caótico universo en que las mismas venían viviendo; [pero] el calibrar y aclarar cuál sea el alcance de la innovación, si puede pretender expresarse en vía de las grandes constataciones en muy escasas palabras, requiere, por el contrario, a la hora de la ver-

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dad, cuando uno piensa en la magnitud del campo afectado, una labor ímproba, minuciosa y continuada». Una situación que, significativamente, recuerda mucho a lacreada en Italia por el también artículo 25 de su Constitución, de cuya ambigüedad -al inspirarse en él- no han sabido escapar nuestros constituyentes. La doctrina italiana vive desgarrada, en efecto, por la interpretación dual de algo tan importante como es la cuestión de si las sanciones administrativas están sometidas al principio de legalidad y a la reserva legal. Y así, mientras un sector dominante da una fácil respuesta positiva (cfr. el repertorio proporcionado por TRAVI, 1983, 61 ss.), otros, como PALIERO y el propio TRAVI sostienen que la Constitución nada dice ni nada quiso decir al respecto -a cuyo efecto basta repasar, para comprobarlo, las actas parlamentarias-. Su argumento, por muy minoritario y políticamente incómodo que sea, parece concluyente: la reserva de ley no aparece en el artículo 25 sino en el 13, pero éste se refiere exclusivamente a penas, no a sanciones administrativas. Además, esta reserva llevaría aparejada la privación de la potestad sancionadora normativa a las Regiones. En definitiva, por tanto, el principio de la legalidad del Derecho Administrativo Sancionador es una cuestión de legalidad ordinaria, de tal manera que, si el artículo 1 de la Ley 689/1981 lo ha establecido, cualquier ley posterior puede suprimirlo (Rossi-VANNINI, 1990, 197 ss.). Unas dudas y planteamientos que, de verdad, son perfectamente trasladables a la situación española.

que la ley penal que contenga la tipificación de delito o falta y su correspondiente ha de estar vigente en el momento de producirse la acción u omisión». y si, por otro lado, acudimos a un segundo punto neutral y firme de referencia ----el principio de la legalidad en el Derecho Administrativo- nos encontramos con una figura todavía más lejana, puesto que en este campo el principio supone pura y simplemente que las normas inferiores (reglamentos) no pueden ir contra lo dispuesto en otras de rango superior. No obstante lo anterior, sabido es que la doctrina y la jurisprudencia españolas aceptan hoy con cierta generalidad que el citado artículo 25.1 recoge el principio de la legalidad en el sentido penal y que, además, lo proclama íntegramente, es decir, con todos sus corolarios y manifestaciones, aunque literalmente sólo aparezca la interdicción de la irretroactividad de las normas punitivas. He aquí, en suma, un ejemplo paradigmático de la forma de proceder de algunos juristas: allí donde encuentran un elemento (aunque sea único) de una figura jurídica (la irretroactividad suele ser considerada como una manifestación del principio de la legalidad) la reconstruyen en su integridad como hacía Cuvier con los animales antediluvianos a la vista de un único hueso. Pero ni que decir tiene que esto es puro voluntarismo: no están buscando el Derecho sino creándolo a su gusto. Una operación no reprochable en sí misma, antes al contrario, pero de cuya presencia hay que ser conscientes y aceptarla con todas sus consecuencias. Porque lo que resulta sin duda inadmisible es obligar a la Constitución, so capa de interpretarla, a decir cosas que desde luego no ha dicho. Lo que sucede aquí, sin embargo, es que a la postre lo que importa no es lo que digan ellas sino lo que los autores y los Jueces dicen que dicen las normas. Por lo cual, a la vista de la decidida actitud que al respecto han adoptado nuestros Tribunales (Constitucional y Supremo), hay que aceptar --en un acto de fe jurídica- que el principio de legalidad está recogido efectivamente en el artículo 25 de la Constitución. Aunque admitir esto no es decir mucho porque todavía falta determinar lo más complicado, a saber, el alcance y contenido concretos de tal principio en materia de sanciones administrativas que, como acaba de verse, no se deduce directamente ni de la legalidad del Derecho Penal ni de la del Derecho Administrativo. La discusión que a tal propósito se ha levantado -y que puede encontrarse resumidamente expuesta en SANZ GANDASEGUI (1984, 105 ss.)- ha resultado absolutamente estéril por el subjetivismo de las posiciones sostenidas. Independientemente de ello, lo que sí es muy aleccionador es la historia de la elaboración de tal precepto, tal como la ha contado uno de sus protagonistas (Lorenzo MARTÍN-RETORTILLO, 1984, 109-127) a quien seguimos a continuación. En el texto del Anteproyecto constitucional y con diferente numeración aparecía que «nadie puede ser condenado o sancionado por acciones u omisiones que en el momento de cometerse no constituyan delito, falta o infracción administrativa, según el ordenamiento jurídico vigente en aquel momento». Dicción que se mantuvo en la Ponencia, en el Dictamen de la Comisión del Congreso de los Diputados y en la discusión del Congreso. Pero al llegar al Senado se levantó una encendida polémica impulsada por MARTÍN-RETORTILLO que terminó con modificaci9nes importantes. Este Catedrático universitario, y Senador entonces, no estaba de acuerdo con dos puntos del proyecto: por un lado, con la expresión «ordenamiento jurídico», que consideraba imprecisa y sustituible por la de «ley»; y, por otro lado, con la constitucionalización de la potestad sancionadora, que consideraba -como otros autores de la época- herencia inadmisible del franquismo. En su consecuencia presentó dos enmiendas en cuya justificación puede leerse: «Conviene consagrar el principio de legalidad en el sentido más estricto. La alusión del Ordenamiento jurídico, aconseja-

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1: EL ARTÍCULO 25.1 DE LA CONSTITUCIÓN

El principio de la legalidad penal, tal como se ha elaborado en las culturas jurídicas occidentales, se extiende a un repertorio muy amplio de manifestaciones y garantías, entre las que se encuentran: la reserva absoluta de Ley para la definición de las conductas constitutivas de delitos y de las correspondientes penas, la proscripción de la costumbre como fuente de Derecho, la prohibición de la analogía in malam partem y de la interpretación extensiva, la irretroactividad de las normas penales desfavorables para el reo, la determinación, certeza o taxatividad de las normas penales, la prohibición del bis in idem, la garantía jurisdiccional y la garantía de la ejecución penal (ARROYO, 1983, 10). Pues bien, si se compara este amplio e indiscutido repertorio con la formulación del artículo 25.1 de la Constitución («nadie puede ser condenado o sancionado por acciones u omisiones que en el momento de producirse no constituyan delito, falta o infracción administrativa, según la legislación vigente en aquel momento») hay que llegar a la conclusión -como hace el mismo autor- de que este precepto «supone una pobre formulación del principio», si es que no se quiere llegar a la rotunda y sincera afirmación de tantos otros (CoBo y VIVES, Derecho Penal. Parte General, 1987, 51) de que nuestra Constitución no contiene una proclamación específica de él. El Tribunal Constitucional, por su parte, ha precisado en múltiples ocasiones el contenido del principio de la legalidad penal y a nuestros efectos es útil recordar, al menos, dos sentencias que lo acotan en unos términos breves y concretos que facilitan extraordinariamente su manejo. Me refiero a la 133/1987, de 21 de julio, que enumera las «tres exigencias: la existencia de una ley (lex scripta), que la ley sea anterior al hecho sancionado (lex previa), y que la ley describa un supuesto de hecho estrictamente determinado (lex certa)» y a la 8/1991, de 30 de marzo (reproducida luego en la 67/1982, de 15 de octubre), conforme a la cual el principio de legalidad penal «prohíbe que la punibilidad de una acción u omisión esté basada en normas distintas o de rango inferior a las legislativas [y establece] que la acdón u omisión han de estar tipificadas como delito o falta en la legislación penal (principio de tipicidad) y asimismo

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ble para otras regulaciones, sería aquí muy perturbadora, pues cualquier administrativo podría entrar a definir el ámbito de lo delictivo. Sólo la rior, la ley, debe ser aludida[ ... ]. Se defiende que no queden sanciones administrativas. Bajo el aparente efecto benéfico de impedir "'"'1'-'lVUI~ll administrativas de privación de libertad se llega a la gravísima consecuencia titucionalizar las sanciones administrativas. Con lo que se potencia el ui> por la de «legislación» y así quedó definitivamente el precepto con la misma ambi· güedad inicial al volverse a emplear un término impreciso. FERNÁNDEZ RoDRÍGUEZ (1989, 21) da a estos hechos una interpretación que a mí no me convence porque me parece que sobreestima la racionalidad de nuestros constituyentes y les atribuye unos conocimientos de la realidad administrativa, de los que notoriamente carecían. En opinión de este autor, en efecto, el empleo de la palabra «legislación», pese a todos sus inconvenientes, fue una decisión deliberadamente provocada «por el temor a alterar de un modo radical el statu qua anterior, es decir, por el miedo a disponer de facultades propias y autónomas de incriminación de conductas, desmantelamiento que se hubiera producido de forma inevitable si el principio de legalidad en materia sancionadora se hubiere formulado con expresa reserva de ley con mayúsculas y sólo a ella la distinción de lo lícito y lo ilícito».

de los artículos citados se aludía, además, de forma expresa a las disposiciones deben revestir forma de ley». Mecanismo que daba sentido al articulo 17 del Fuero Españoles: «Los españoles tienen derecho a la seguridad jurídica. Todos los órgadel Estado actuarán conforme a un orden jerárquico de normas preestablecidas, que arbitrariamente ser interpretadas ni alteradas.» El Fuero de los Españoles un largo repertorio de reservas legales en sus artículos 7, 8, 9, 10, 15, 16, 18, 20 y 32, de contenido y redacción muy similares a los de la Constitución vigente y se cierra con lo dispuesto en el artículo 34: «Las Cortes votarán las leyes necesarias el ejercicio de los derechos reconocidos en este Fuero». De todo este repertorio, el articulo que más nos interesa es el 19 -«nadie podrá condenado sino en virtud de ley anterior al delito»-, claro antecedente del arti25 de la Constitución de 1978, aunque de contenido más parcial, puesto que úni'cameme se refería a los delitos y no a las infracciones administrativas. Este sistema constitucional de las Leyes Fundamentales se encontraba obviamente desarrollado en las leyes ordinarias, empezando por el viejo y anterior Código Civil, en cuyo articulo 348 había percibido el Tribunal Supremo (sentencias de 24 de octubre y 22 de noviembre de 1961) una inequívoca reserva legal en materia de propiedad. La Ley de Régimen Jurídico de la Administración del Estado (Texto refundido de 26 de julio de 1957) es, con todo, la norma más interesante a nuestro propósito y, en particular, su artículo 27:

2.

LA SITUACIÓN PRECONSTITUCIONAL

La batalla en el Senado a que acaba de aludirse y el artículo 25.1 de la Constitución no son, sin embargo, el punto de partida del principio de la legalidad en el Derecho Administrativo Sancionador, como por algunos equivocadamente se entiende. La historia viene de mucho más atrás, y, diga lo que diga el Tribunal Constitucional, la Constitución no ha supuesto un cambio radical en este punto ni con ella se ha iniciado una nueva singladura en la evolución jurídica, comprobándose una vez más que el Derecho no se desarrolla a saltos, sino que evoluciona indefectiblemente apoyándose en el pasado. Además, y en otro orden de consideraciones, debe tenerse también presente que todavía en 1992 siguen vigentes muchas normas sancionadoras de la etapa precedente. De aquí la conveniencia, y aun necesidad, de examinar con cierto detalle la situación anterior a 1978. En 1962, en el número 39 de la Revista de Administración Pública, apareció un artículo de Lorenzo MARTÍN-RETORTILLO («La doctrina de las materias reservadas a la Ley y la reciente jurisprudencia del Tribunal Supremo»), en el que por primera vez en España -tal como el mismo autor pone de relieve- se estudiaba la cuestión de una manera frontal y sistemática. Aunque a muchos hoy sorprenda, en plena vigencia del franquismo era la reserva de ley (elemento esencial, como sabemos, del principio de legalidad) una figura perfectamente conocida y utilizada con habitualidad tanto en las llamadas Leyes Fundamentales como en la legislación ordinaria. La Ley constitutiva de las Cortes de 17 de julio de 1942 hacía, en efecto, en sus artículos 1Oy 12 una doble relación de las normas que correspondía aprobar, respectivamente, al Pleno y a las Comisiones, y en el

Los Reglamentos, Circulares, Instrucciones y demás disposiciones administrativas de carácter general no podrán establecer penas ni imponer exacciones, tasas, cánones, derechos de propaganda y otras cargas similares, salvo aquellos casos en que expresamente lo autorice una ley votada en Cortes.

De esta manera tenemos ya perfectamente establecidos dos de los elementos esenciales de la reserva legal: la prohibición genérica de la intromisión reglamentaria y la posibilidad de una excepción establecida en la propia Ley. Más todavía: poco tiempo después, la Ley General Tributaria de 28 de diciembre de 1963 se preocupó de regular con detalle los requisitos de la autorización que abría el paso a la regulación reglamentaria de las materias reservadas, estableciendo los elementos tributarios concretos que habían de ser regulados «en todo caso» por Ley (art. 10), así como las condiciones de las eventuales delegaciones o autorizaciones legislativas, que habían de «precisar inexcusablemente los principios y criterios que hayan de seguirse para la determinación de los elementos esenciales del respectivo tributo» ( art. 11.1) y sin olvidar que para mayor garantía del uso de la autorización había de darse cuenta a las Cortes (art. 11.2). Regulación que se cerraba con una norma en la que se determinaba el rango de las disposiciones administrativas dictadas al amparo de este sistema: si se ajustaban a la autorización tendrían rango de ley y, en otro caso, el de «meras disposiciones administrativas» (art. 11.3). Como se ve, la legislación franquista conocía perfectamente la figura de la reserva legal, de la que se iban ocupando también los autores, como el citado Lorenzo MARTÍN-RETORTILLO (1962 y, posteriormente, 1976) y años más tarde GARCÍA DE ENTERRiA (Legislación delegada y control judicial, Discurso de ingreso en la Real Academia de Legislación y Jurisprudencia leido ell6 de marzo de 1970) o ALONSO COLOMER (1971); según MANzANEDO (1968, 216) «cuando la Administración Pública impone sanciones no está limitando en forma alguna oposiciones jurídicas de los administrados»; tal limitación no deriva de la sanción en sí sino de la norma infringida que, en virtud del principio de legalidad, constituye presupuesto inexcusable para la aplicación de sanciones. Ahora bien, conforme se habrá observado, la reserva

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legal, que afectaba a muchas materias y principalmente a la penal, no incluía de expresa en los textos normativos (aunque sí en la doctrina) a las infracciones nistrativas. Objetivo que, sin embargo, fue alcanzado pronto por el Tribunal cuya obra completó así la parcialidad de la letra del artículo 27 de la Ley de · Jurídico de la Administración del Estado. El Tribunal Supremo, en efecto, en sus Sentencias de 16 de diciembre de (Ar. 7160; Mendizábal) y 20 de enero de 1987 (Ar. 203; Mendizábal), ha --o quizás reconstruido-- su pasado en los siguientes términos: La potestad sancionadora de la Administración, como instrumento de la función de da» en el sentido clásico de la expresión, ofrece un talante intrínsecamente penal. así lo viene proclamando desde hace, al menos, quince años, y ha obtenido en cada consecuencias de tal premisa en orden a las diversas manifestaciones sustantivas o ~- ..... ~..,•. desde la tipificación a la irretroactividad, desde el principio de la legalidad a la pre:scripción.: desde la audiencia del inculpado a las proscripción de la reformatio in peius. En fase, la cobertura de la identificación se encontró en el artículo 27 de la Ley de Jurídico de la Administración del Estado, interpretada con una perspectiva unitaria y tural del ordenamiento jurídico.

S~&ún ~stas se~tencias, la historia de la reserva legal y del Derechó AdministratiVo Sancwnador se ha desarrollado en España en tres fases. En la primera, que llega hasta 1957, la jurisprudencia había admitido una configuración· explícita de la potestad sancionadora de la Administración Pública, como inherente a _la función de policía, así como la posibilidad de una habilitación explícita pero difusa. La segunda fase se abre con la citada Ley de Régimen Jurídico de la Administración del Estado, que da pie a una interpretación extensiva de la reserva legal hasta cubrir la potestad sancionatoria. Y la tercera fase, en fin, se inicia con el artículo 25.1 de la Constitución, aunque no sea más que un heredero o continuador de la situación anterior. Este orgulloso recordatorio del Tribunal Supremo está justificado porque a su jurisprudencia se debe, ciertamente, la creación de un auténtico Derecho Administrativo Sancionador organizado sobre unas disposiciones legales fragmentarias que de ordinario más se referían al procedimiento que a los aspectos materiales, abandonados comúnmente a los Reglamentos. Operación que se llevó a cabo fundamentalmente mediante la aplicación, por extensión, de los principios del Derecho Penal (que tampoco, como se ve, es un descubrimiento reciente del. Tribunal Constitucional) y por la generalización del principio de la legalidad a las infracciones administrativas con la correspondiente exigencia de una previa tipificación legal, según se previene, por ejemplo, en la sentencia de 26 de septiembre de 1973 (Ar. 3407; Suárez Manteola): Esta Sala con unidad de doctrina [y cita muchas sentencias desde 1957] viene afirmando que el ejercicio de la potestad sancionatoria presupone la existencia de una infracción para la cual es indispensable que los hechos imputados se encuentren precisamente calificado~ como faltas en la legislación aplicable, porque en la materia administrativa como en la penal rige el principio de la legalidad, según el cual sólo cabe castigar un hecho cuando esté concretamente definido el sancionador y tenga a la vez marcada la penalidad.

La sentencia, igualmente preconstitucional, de 14 de febrero de 1977 (Ar. 765; Martín), afirma el principio de la legalidad con buen acopio de argumentos tomados de la legislación franquista y anula, en consecuencia, el Derecho impugnado por falta de cobertura legal:

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en este punto falta la autorización legal y por ello el precepto examinado infringe el principio de legalidad y en concreto lo dispuesto en el artículo 41 de la Ley Orgánica del Estado y 23, 27 y 28 de la Ley de Régimen Jurídico de la Administración del Estado.

finalmente para no abusar de las citas, la de 17 de octubre de 1978 (Ar. 3344; advierte que la circunstancia de que una posibilidad para la Administración de fijar cuantías de multas sin límite superior legalmente preestablecido [... ]implicarla claro quebranto del artículo 27 de la Ley de Régimen Jurídico de la Administración del Estado y de garantías fundamentales, como es el caso del articulo 19 del Fuero de los Españoles.

ha sucedido luego, sin embargo y un tanto sorprendentemente, es que el Constitucional está ignorando hoy las realizaciones del Tribunal Supremo en punto, de tal manera que en la actualidad parte del supuesto de que con anterioria la Constitución no existía el principio de reserva legal en materia sancionadora. tanto más sorprendente cuanto que la doctrina lo ha estado recordando hasta las vísperas de la Constitución, como puede comprobarse en LAVILLA (1977, 492), argumenta así: «Si en nuestro Ordenamiento coexisten el artículo 27 LRJAE, que ""'""''V establecer penas por disposiciones reglamentarias, y el 603 del Código Penal, prohíbe que las penas establecidas por disposiciones reglamentarias rebasen ñetermrna<1os límites, es claro que no puede aceptarse que sea el mismo concepto de el que configure el ámbito de aplicación de uno y otro precepto. La conclusión subsiguiente es que las penas a que se refiere el artículo 603 del Código Penal ore:cisamlen1te las sanciones administrativas, y no pueden ser otras por dos razones ttmd'arrtentales: porque por disposición reglamentaria no pueden establecerse, en ningún caso, penas en sentido estricto, y porque el artícu~o 603, en su lit~ralidad, es~abl~ce el limite respecto de las penas aun cuando hayan de Imponerse en VIrtud de atribuciones administrativas». Esta postura, aparentemente extraña, del Tribunal Constitucional p-qede explicarse -salvando la i~orancia---;- por d~s t~~os de razones: . En primer lugar porque gracias a esta piadosa ficcton puede salvarse la vahdez de las normas sancionadoras preconstitucionales que, de atenerse a la jurisprudencia ortodoxa del Tribunal Constitucional, deberían ser inexorablemente anuladas. Así se proclama en la sentencia 42/1987, de 7 de abril: No es posible exigir la reserva de ley de manera retroactiva para anular disposiciones reguladoras de materias y de situaciones respecto de las cuales tal reserva no existía de acuerdo con el Derecho anterior a la Constitución y, más específicamente, por lo que se refiere a materias sancionadoras, el principio de legalidad que se traduce en la reserva absoluta de ley no incide en disposiciones o actos nacidos alm¡mdo del Derecho con anterioridad al momento en que la Constitución fue promulgada (sentencias de este Tribunal de 8 de abril de 1981 y 7 de mayo de 1981).

Y, en segundo lugar y no con menor fuerza, porque el Tribunal Supremo sólo muy tardíamente ha afirmado con rotundidad la doctrina que más arriba se ha expuesto. La verdad es que durante muchos años su postura ha sido vacilante y contradictoria, de tal manera que también podría hacerse una larguísima lista de sentencias que declaran exactamente lo contrario a lo que más arriba se ha expuesto. (Y por ello, quizás, ALoNso CoLOMER se limita con toda prudencia en 1971 a hablar de una tendencia «hacia una limitación»). En esta línea doctrinal, el Tribunal Supremo se limita a aplicar el principio de legalidad del Derecho Administrativo que, según sabemos, se refiere exclusivamente

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a la jerarquía de normas y no a la reserva legal en el sentido penal, es decir, la interpretación extensiva del citado artículo 27, aunque haya (según acaba de sentencias testimoniales en contra, y sólo conforme pasa el tiempo se va IIDlPOtllen la postura de la exigencia de la legalidad en el sentido penal (de reserva cidad), generalizándose así una postura inicialmente excepcional. Lo que que el Tribunal Supremo, considerándose preso por una jurisprudencia anterior, tiene que inventarse un mecanismo para justificar su cambio de los supuestos en los que ya se había pronunciado en sentido contrario. Esto lo vemos muy claramente en el caso del Reglamento del Espectáculo no, cuya legalidad (y la de las sanciones a su amparo impuestas) había venido rándose desde siempre por el Tribunal Supremo, como por ejemplo en las uv'""''''v111s de junio y julio de 1966 inmediatamente antes citadas. Pues bien, cuando da de los setenta se vuelve a plantear la misma cuestión, ya no se atreve el ~u.v ....ua• reiterar su doctrina de que no era necesaria la cobertura legal, pero tampoco se de a anular las sanciones impuestas rompiendo una tradición de muchos años. En consecuencia acude a una solución intermedia, dogmáticamente débil pero de nocida eficacia pragmática: se afirma teóricamente el principio de la reserva (apartándose así de las sentencias anteriores), pero a continuación se busca tal tura para el caso concreto, que termina encontrándose en alguna ley n'lso•sp,ec!lada. ordinariamente en la de Orden Público; con lo cual se confirma en el fallo la línea jurisprudencia! tradicional. Así procede concretamente la Sentencia de 17 de junio de 1975 (Ar. 2358; Algara Saiz), en la que, para confirmar las sanciones taurinas impuestas, se rechaza la invocación del artículo 27 de la Ley de Régimen Jurídico de la Administración del Estado para anular el Reglamento del espectáculo taurino de 15 de marzo de 1962; pero ahora, no ya porque niegue el principio de legalidad, sino por considerar que ésta se cumple por la cobertura legal que ofrece la Ley de Orden Público. Extensión desmesurada de tal cobertura que la mejor doctrina criticó de manera inmediata (BERMEJO, 1975) recogiendo las duras observaciones anteriores de Lorenzo MARTÍN-RETORTILLO, quien desde hacía tiempo venía hablando de la intencionada «trivializacióm> con la que se manejaba el Orden Público para supuestos que nada tenían que ver con su Ley Reguladora. Y es que no hay que olvidar que, con carácter general, tendía la jurisprudencia a afirmar cómoda y acríticamente que «la potestad gubernativa de alcance sancionatorio se encuentra[ ... ] en la Ley de Orden Público». He aquí, pues, que el artículo 27 de la Ley de 1957 ha supuesto para el Derecho Administrativo Sancionador un hito no menos importante que el artículo 25 de la Constitución de 1978. Pero conste que en uno y otro caso la trascendencia real de los preceptos ha sido consecuencia, más que de su letra o de las intenciones del legislador, de la interpretación voluntarista que de ellos se ha hecho. Tal como acaba de contarse, la Jurisprudencia progresista vio en la reserva legalestablecida en el artículo 27 únicamente para las «penas»-- una excelente oportunidad para extenderla a las sanciones administrativas. Ampliación que se encontraba, sin embargo, cerrada por la rotunda declaración del artículo 26.3 del Código Penal: «No se reputarán penas las multas y demás correcciones que, en uso de atribuciones gubernativas o disciplinarias, impongan los superiores a sus subordinados o administrados». Ahora bien, si este obstáculo parecía ciertamente imposible de derribar, resultaba al menos superable mediante el hábil rodeo dialéctico consistente en la afirmación dogmática de la identidad de penas y sanciones administrativas. Ni que decir tiene que buena parte de la Jurisprudencia se negó a embarcarse en esta aventura sutil; pero también sabemos que en otras sentencias no vaciló el Tribunal Supremo, de tal manera que, a través del indicado arbitrio identificador, logró subsumir las sanciones administrativas en el té1'lllino

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de <
Si en estos momentos se atreviera un autor a negar que la Constitución reconoce consagra el principio de legalidad de las sanciones administrativas, sería tachado de tavlv'-•v~.v y aun de ignorante y, declarado convicto y confeso de animadversión al de Derecho, seria irremisiblemente expulsado a las tinieblas que flotan en el ---+a..,,,. de la comunidad científica democrática. No seré yo, por tanto, quien deslice negación de este género al estilo de PALIERO-TRAVI (1988, 135 ss.), quienes conviento marea siguen sosteniendo en Italia la autonomía del Derecho A
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do sensiblemente tanto en la práctica como en la elaboración dogmática y, sobre por la circunstancia de que con ambos puede formarse un cierto principio de dad sancionadora perfectamente admisible a la sombra del artículo 25 Constitución. Así las cosas, la LPAC ha colocado al principio de la legalidad en el pórtico de su regulación, titulando con este nombre el artículo 127, primero del capítulo, que se declara que la potestad sancionadora «se ejercerá cuando haya sido mente atribuida por una norma con rango de Ley». De acuerdo con esto, el de legalidad aparece nítidamente separado del de tipicidad (al que se dedica art. y su contenido es simplemente la «atribución del ejercicio de la potestad». Es que, desde la perspectiva del artículo 127, el principio se cumple -tal como mente dice- cuando se ha realizado por Ley tal atribución; y, además, se inequívocamente la posibilidad de la atribución implícita (del ejercicio) de la No creo, sin embargo, que esta interpretación rigurosa sea viable. La ta formulaciones radicales (que parecen extraídas de algún manual ~~~_,..........v luego no pueden ser aplicadas en la realidad y que, por otra parte, ,..,,,..uo.au """'"'HJ!., bies por sí mismas, ya que, al no formar un sistema coherente, chocan enseguida otros preceptos. La letra del artículo 127.1 no puede ser más clara, como acabamos de ver; pero intención de la legalidad ~tributiva se desvanece por completo cuando la coJtltnlSt!lffi<Js con el epígrafe XIV de la Exposición de Motivos, donde se le describe como la democrática en virtud del cual es el poder legislativo el que debe fijar los límites la actividad sancionadora de la Administración». La frase es interesante desde e1 punto de vista retórico, aunque su análisis nos deje perplejos. Fijar los límites es, con toda evidencia, determinar una línea de actividad que no es lícito desbordar. Una técnica normativa que no sigue prácticamente nunca nuestro legislador sectorial. Con lo cual nos encontramos en una situación verdaderamente anómala, en la que dos funciones atribuidas al principio de legalidad resultan inoperantes: a) La función atributiva de facultad de ejercicio de potestad sólo se ha utilizado muy escasamente, de tal manera que, de interpretarse esta condición con rigor, se quedaría una parte sustancial de las Administraciones Públicas sin poder ejercer la potestad sancionadora. b) Y la función de establecimiento de límites, al olvidar lo más importante, o sea, la regulación de su contenido positivo, convierte al principio de la legalidad en un elemento ornamental del sistema. En definitiva, tengo que volver a insistir en que el Derecho Administrativo Sancionador está ahora peor. que antes, puesto que se obliga al intérprete no ya a suplir· los silencios de la Ley, sino a intentar mantener un sistema coherente· que la Jurisprudencia ya había ido elaborando trabajosamente y que la nueva Ley parece destruir con absoluta frivolidad. III.

CONTENIDO

, El principio de legalidad admite una descripción esquemática elemental, tal como aparece en repetidas sentencias del Tribunal Constitucional, en cuanto que -según se ha enunciado ya- «implica, al menos, la existencia de una ley (lex scripta), que la ley sea anterior (lex previa) y que la ley describa un supuesto de hecho determinado (!ex certa)» (STC 127/1990, de 5 de julio). Caracteres atribuidos inicialmente a la

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penal, pero que son extendibles, sin duda, a la legalidad s~ncionadora en Sobre todo esto se habla pormenoriza~amente a lo largo del hbro, aunque en mcJmlent:o interesa concentrarse de modo smgular en algunos aspectos de su con'"'"'"u•v~ que, en cualquier caso, no nos autorizan a olvidar la funcionalidad del como acertadamente aparece formulada en las SSTC 42/1987 y 3/1988, y 21 de enero: «La potestad sancionadora de la Admi~ist~a~ión encuenel artículo 25.1 de la Constitución el límite consistente e~ el pnnc1p10 de la legaque determina la necesaria cobertura ?e la potesta? sancwnadora en una nor~a legal, como consecuencia del caracter excepczonal que los poderes sanczoen manos de la Administración presentan».

El Tribunal Constitucional, después de varios tanteos, ha a~ertad.o con una forcanonizada del principio de legalidad -reproductda hteralm~n~e en sentencias y recibida también por el Tribunal Supremo-- que no. se hmlta. ya descripción de sus caracteres externos --co1po la que acaba de enunctarse-, smo pasa del plano de lo formal al de su contemdo: Dicho principio comprende una qoble garantía: la primera, de orden ~naterial Y.a~canc.e absoluto tanto referida al ámbito estrictamente penal como al de las sanciOnes admtmstratlvas refl~ja la especial transcendencia del principio de seguridad juridica en dichos campos limitativos y supone la imperiosa necesidad de predete~minaci~n nor!nativa de las c~ndu~tas infractoras y de las sanciones correspondientes, es dectr, la extstencta de preceptos jurldtcos (!ex previa) que permitan predecir con suficiente grado de certeza (!ex certa) aquella~ conductas y se sepa a qué atenerse en cuanto a la .aneja. respo~sabili~ad y a la eventual sanctón; la segunda, de carácter formal, relativa a la extgencta y ext~tencta de una norma de adecuado rango y que este Tribunal ha identificado como ley en senttdo formal (STC 61/1990, de 29 de marzo).

Dos garantías que en el lenguaje jurídico tradicion~l siemp~e se han denomina~o de reserva legal y de tipicidad y que, como tales, seran estudtadas con detalle mas adelante en capítulos separados. , . , . . Esta distinción de vertientes es correcta y, desde luego, muy utll pa!a el anah~ts. Lo que no obsta a que su extremada sutileza le ha~a con h~rta frecu~~cta quebradiza y la Jurisprudencia resbale de uno a ?~o. campo sm de~asta?a pr~ci~Ión. Porque, en el fondo, reserva legal y mandato de tipicidad son cuestwnes ~nesc.mdibles. Para comprobarlo basta leer los abundantes eJemplos de tales «desh~amientos» de planteamiento que aparecen deliberadamente destacados en trabaJOS como el de L~P~Z CARcAMo (1991) y que pueden ejemplificarse en las palabras de la STS de 5 de JUho de 1985 (Ar. 3607; Reyes), conforme a la cual ~a reserv~ de leY: ~
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DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR ~os conc~ptos de legalidad y d~ tipicida~ no ~e identif~can, sino que el segundo tiene propio ~~ntemdo, c?mo m?do especial.de realización del pnmero. La legalidad se cumple la previsión de las .mfrac~I~n~s y sanciOnes en la ley, pero para la tipicidad se requiere más, q~~ ~s la pr~cisa deflm~Ión de la conducta que la ley considere pueda imponerse, en ~efmi~Iva med10 d~ gar~nhzar el principio constihlcional de la seguridad jurídica y de reahdad Junto a la exigencia de una !ex previa, la de una !ex certa.

Por lo que se refiere a las relaciones entre principio de legalidad y reserva en el p~~10ra~a doctr~nal ~~y ol?inion~s para todos los gustos, que van sepa~acwn mtlda a su tdentlflcactón mas absoluta. Buen ejemplo de esta última denc1a es Javier PÉREZ Rovo (~a re~erva ~e ley, 1970, 2-3), donde se afirma entre a~bos conceptos «no ex1ste dtferencta alguna» ya que <~amás la reserva ley ha ~Ido J?~S q~~ el princi~i,o de legalidad o viceversa». Para GARRORENA (1980, 72) la Identlflcacwn es tambi~~ clara ?' el uso pre~o111:inante de una fórmula 0 de otra depende del cont.exto pohtlco o sistema constltucwnal básico en que operen: «~n un esqu~ma dua!Ista, donde la ley que~a materialmente referida a unos contemdo~ determmados, ese es a su vez el espac10 donde puede hablarse de principio de legahdad; pero es co~prensible ~ue dicha situación se exprese mejor en términos de acotamiento mat~nal, es de?tr, de reserva. Por contra, en un sistema estricta• mente parlamentar~o~ , constrm~o ~or r~f~rencia a la posición vertebral del Parlamen~o, la condicwn ~xpansiva, mdeflmda,. que adquiere el espacio reservado a la ley, vie~e a quedar J?eJ.o~ expresada. en térmmos de primariedad e imperio o, lo que es lo .mismo, de pn.nciplO .de .l~gahdad; e~ este sentido dice Fms que en una democracia I?a~·laJ?entar~a el pnnciplO ?e legahdad absorbe a la reserva, del mismo modo Y. por Identlca razon que en un sistema dual podría sustentarse la afirmación contrana». A la vista ~e lo que antecede es comprensib~e el desconcierto del lector, que en e.stas pocas P.á~mas va de sorpresa en sorpresa: pnmero, la de que el principio de legahdad -pubhcltado como 1~ gran conqmsta del Estado de Derech()--- estaba ya afirmado en el ~erecho franqmsta; y ahora resulta que tal principio -igualmente publicita~o como pllar fundamental del Derecho Administrativo Sancionador y que ha sido objeto de docenas ?e monografias y de miles (sic) de sentencias se revela como un concepto oscuro, difuso, tan car~nte de rangos identificatorios que autores muy solventes no saben que hacer con m C?~~ sel?~rarle de otros, igualmente magnificados c.ol?o son los. de reserva legal y de tlp~flc~cwn .. N? es de extrañar, por tanto, el esceptlcismo doc.trmal y, sobre todo, las vacllacwnes JUnsprudenciales. Si la clave de bóveda d~ todo. el ~Istema ~e derrumba (o, al men?s "">:en todo ?aso, presenta fisuras de tal mag~tu~~ ¿que garantla puede ofrecer. a los Junstas un sistema tan frágil? Más aún ¿qué fiabihdadpll:ede darse a la pretendida estrella polar de los derechos de los ciudadanos y de la practica forense? E~ U? ~·ance t~n difícil m~ P?Sición propia intenta salir del conflicto superando esta dialectlca de Identldad-ahe.m.d~d: se trata, desde luego, de conceptos distintos, pero la .reserva de ley (como la tlpicidad) forma parte de la legalidad en cuanto que es corolano de ella. 2.

DIEZ PROPOSICIONES SOBRE EL PRINCIPIO DE LEGALIDAD EN EL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

. Por lo que a mi opinión se refiere, puede resumirse en las siguientes proposicwnes:

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Primera. El artículo 25.1 de la Constitución sólo contiene, literalmente, una concreta: la de la irretroactividad de las normas sancionadoras favorables. ,\'e~runaa. Teniendo en cuenta el trasfondo cultural, político y jurídico de la puede afirmarse también que en ese precepto, aparentemente tan 11nctestu, se positivizado el principio general de la legalidad del Derecho punitivo Estado y, por ende, del Derecho Administrativo Sancionador. Tercera. El alcance y contenido concretos de este principio general -y cabalpor ser principio, y no norma- no debe buscarse, puesto que no puede enconen el articulado de la Constitución. El artículo 25 no ha pretendido regular el órtncrpw de legalidad en el Derecho Administrativo Sancionador, sino que se limita, lo más, a reconocerlo y asumirlo, proclamando su existencia, por remisión, en términos en que aparezca en cada momento histórico en el Ordenamiento Cuarta. Como consecuencia de esta remisión, corresponde a la doctrina y a la .....,...-....· ~, a la vista de los datos del Derecho positivo y de la conciencia jurídipopular y determinar su contenido concreto en el momento actual. Quinta. Para lograr este objetivo no basta referirse al principio de legalidad en abstracto, ya que el concreto principio de la legalidad en el Derecho Administrativo Sancionador tiene un contenido específico. Sexta. El primer elemento que en el principio se integra es el de la irretroactividad de las normas sancionadoras desfavorables, constitucionalmente positivizado. Séptima. El mandato de reserva tampoco está constitucionalizado literalmente, pero así puede entenderse -y de hecho así se ha entendid()--- por la Jurisprudencia y por la doctrina. Octava. El mandato de la tipificación también puede, sin excesivas dificultades, considerarse integrado en el mismo principio. Novena. La prohibición de bis in idem en modo alguno se encuentra constitucionalmente positivizada. No obstante, se le ha incluido también en el principio, y así está confirmado por los datos apuntados en la legislación y la Jurisprudencia. Décima. En definitiva, el contenido del principio de legalidad en el Derecho Administrativo Sancionador está formado por los siguientes elementos: los mandatos de reserva legal, de tipificación y las prohibiciones de bis in idem y de irretroactividad de las normas sancionadoras desfavorables. Todo esto es lo que constituye lo que podría denominarse su núcleo duro, en cuanto que se trata de elementos esenciales e indiscutidos. Ahora bien, teniendo en cuenta que un principio jurídico posee por definición unos límites imprecisos y flexibles, pueden también ser imputados al que nos ocupa otros elementos (que podrían considerarse periféricos en cuanto que menos importantes, no tan indiscutidos o en vías de consolidación), como pueden ser la prohibición de la analogía in peius o la proporcionalidad de las sanciones. De todo lo dicho, la sistematización conceptual más difícil es la que resulta del principio de legalidad, el mandato de reserva legal y de la interdicción del bis in idem, enlazados en una regulación triangular muy compleja. Para comprender todo esto ~asta, sin embargo, tener presente que el punto de referencia es el principio de la legahdad y que lo demás son normas concretas que integran su contenido. Vistas así las cosas, se trata --como ya se ha indicad()--- de factores inseparables y funcionalmente han de operar siempre unidos. Lo cual no obsta, empero, a que analíticamente puedan ser examinados por separado (que es lo que se hace en este libro). En otras palabras: el principio de legalidad se cristaliza -formalmente- en normas con rango de ley y -materialmente- en contenidos concretos que se denominan tipos de infrac-

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ciones y sanciones. En definitiva, pues, la doble garantía de la que se hablaba al principio desde otra perspectiva. 3.

EL PRINCIPIO DE LEGALIDAD

DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

LOS DERECHOS SUBJETIVOS DERIVADOS

. La legalidad es un principio normativo y, por ende, forma parte del Derecho objetivo. Pero, por otro lado y como sucede de ordinario, de este Derecho objetivo se deriva uno de índole subjetiva, que consiste en el derecho a exigir que sea respetada tal legalidad. Así lo reconoce la STC 77/1983, de 3 de octubre (a la que se remite luego la 3/1988, de 21 de enero): Existen unos límites de la potestad sancionadora de la Administración que de manera directa se encuentran contemplados en el artículo 25 de la Constitución y que dimanan del principio de la legalidad de las infracciones y de las sanciones. Estos límites, contemplados desde el punto de vista de los ciudadanos, se transforman en derechos subjetivos de ellos y consisten en no sufrir sanciones sino en los casos legalmente prevenidos y de autoridades que legalmente pueden imponerlas.

Más todavía: estos derechos subjetivos alcanzan nada menos que el rango de derecho fundamental y, por ende, protegido por el recurso de amparo, según declara la STC 8(1981, de 30 de marzo: «En virtud de este artículo 25.1 [ ... ],cualquier ciudadano tlene el derecho fundamental, susceptible de ser protegido por el recurso de amparo constitucional, a no ser condenado por una acción u omisión tipificada y penada por ley que no esté vigente en el momento de producirse aquélla». El Tribunal Supremo, por su parte, apoyándose en la doctrina del Tribunal Constitucional ha insistido en la misma posición, como puede comprobarse, por todas, en la sentencia de 16 de junio de 1992 (Ar. 4627; Lecumberri): «En aplicación de la sentencia, del Tribunal Constitucional42/1987, de 7 de abril, que declara la existencia de un derecho fundamental configurado como tal en el artículo 25 de la Suprema Norma, y cuya transgresión consiste en la imposición de sanciones en virtud de normas administrativas sin fundamentación en norma le_gal [... ]». Junto a esta consecuencia procesal, parece que puede aparece otra -la de gozar del privilegio de que su regulación esté reservada a una Ley Orgánica- que examinaremos más adelante para dar una respuesta negativa, dado que, según observa SANZ GANDESEGUI (1984, 95) y a su planteamiento me remito, este derecho a la legalidad «termina cuando se impone una sanción cumpliendo los requisitos del artículo 25.1, sin que de su propia naturaleza pueda pensarse que el derecho a la legalidad tenga un contenido mayor, susceptible de regulación o desarrollo». Todo esto está muy bien, pero queda sin explicar por qué la jurisprudencia rechaza en otros ámbitos el derecho a exigir el respeto a la legalidad que, como es sabido, no se consi~era legitimador. Es comprensible, desde luego, que en el supuesto de la simple legahdad el derecho no tenga acceso al Tribunal Constitucional pero ¿por qué no puede hacerse valer ante los tribunales contencioso-administrativos? De la misma manera la STS de 4 de mayo de 1999 (3.a, 3. '\ Ar. 1996 de 2000) ha abierto una posibilidad inesperada al declarar que «el principio de legalidad que gobierna la actuación de las Administraciones Públicas impone la corrección de las infracciones administrativas que hayan podido cometerse». Decisión elogiable sin reservas pero ¿por qué se declara en este caso -y sólo en este caso- siendo así que la jurisprudencia se atiene de ordinario al principio de la oportunidad y no al de la obligatoriedad de la apertura de expedientes sancionadores y, en último extremo, a su sanción?

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PECULIARIDADES DEL PRINCIPIO DE LEGALIDAD EN EL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR El principio de legalidad -tal como se ha repetido- es una figura jurídica ,~- y de contornos imprecisos, susceptible, además, de manifestaciones sensiu1..,uw···- diversas dentro, claro es, de un mínimo denominador común. Ni que decir que a nuestros efectos la manifestación que más importa es la propia del ámbipunitivo, perfectamente estudiada en el Derecho Penal y que, quizá por ello, es considerada de ordinario como el principio de la legalidad penal. Lo que se trata de determinar ahora es hasta qué punto este principio de la legalidad penal -que no es exactamente el de la legalidad punitiva estatal, pero que, a falta de otros ele,11..,1.-v~, le dota de contenido- resulta aplicable en el ámbito de las infracciones administrativas. A estas alturas ya sabemos (cfr. el epígrafe II del capítulo anterior) que la aplicación al Derecho Administrativo Sancionador de los principios inspiradores del Derecho Penal se ha de realizar con ciertas matizaciones. Pues bien, exactamente igual sucede --como es lógico y corolario de lo anterior- con el principio de legalidad (penal), que también exige una adaptación según advierte la STC 61/1990, de 29 de marzo:

.>lllJLv. .

Siempre deberá ser aplicable en el campo sancionador[... ] el cumplimiento de los requisitos constitucionales de legalidad formal y tipicidad, como garantía de la seguridad jurídica del ciudadano. Otra cosa es que esos requisitos permitan una adaptación -nunca supresióna los casos e hipótesis de relaciones Administración-administrado y en concordancia con la intensidad de la relación.

La sentencia del mismo Tribunal de 29 de marzo de 1990 se ha cuidado de enumerar una serie de supuestos en los que tal aplicación resulta susceptible de «minoración o de menor exigencia» (objeto más adelante de un examen detallado) y que son:

a) Supuestos de normas sancionadoras preconstitucionales: no es posible exigir la reserva de ley de manera retroactiva para considerar nulas e inaplicables disposiciones reglamentarias respecto de las cuales esa exigencia formal no existía antes de la Constitución (STC 219/1989). b) Caso de remisión de la norma legal a normas reglamentarias, si en aquélla quedan suficientemente determinados los elementos esenciales de la conducta jurídica y naturaleza y límites de las sanciones a imponer (STC 3/1988): una cuestión que se examinará con detalle en el capítulo siguiente. e) Las situaciones llamadas de sujeción -especial, aunque incluso dentro de dicho ámbito una sanción carente de toda base legal devendría lesiva del derecho fundamental que reconoce el artículo 25.1 de la Constitución (STC 219/1989). d) Las infracciones y sanciones leves y levísimas, puesto que es claro que en parvedad de materia no es lógico ni económico aplicar con rigor las reglas estrictas derivadas del principio de legalidad. La traspolación íntegra e inalterada de los fundamentos del principio de legalidad penal al Derecho Administrativo Sancionador no parece ofrecer, en cambio, dificultad alguna, puesto que como ha explicado ARROYO (1983, 12-16) operan en uno y otro ámbito con la misma fuerza. Así sucede concretamente con: A) El fundamento político democrático-representativo de la división de poderes. B) El fun-

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EL PRINCIPIO DE LEGALIDAD

damento político criminal, o sea, la coacción psicológica (FEUERBACH) o la mente llamada (GIMBERNAT, MUÑOZ CoNDE, CEREZO MIR) motivación de la penal en cuanto que sólo una amenaza penal establecida por la ley con "" 1'"'"'",.,,,-~ al hecho es susceptible de paralizar los impulsos tendentes a su comisión. función de la culpabilidad, o sea, que el reproche penal de la culpabilidad se ta en la decisión consciente de realizar una conducta antijurídica tipificada; significa que para verificar el reproche es presupuesto ineludible que la vv•.•ul!l;LH haya sido tipificada previamente. D) Y, en fin, el fundamento de la certeza o ridad jurídica. ·

Declarando luego que «distinto es el supuesto en que la norma reglamentaria pos\on.sutu'-·•v'"'" se limita, sin innovar el sistema de infracciones y sanciones en vigor, a sistema preestablecido al objeto particularizado de su propia regulación m~".......... No cabe entonces propiamente hablar de remisión normativa en favor de ·au,..w·- disposición, puesto que la remisión implica la potestad conferida a la norma reenvío de innovar, en alguna medida, el ordenamiento por parte de quien la utiliDoctrina ésta que ha sido recogida en resoluciones posteriores, tales como las 101/1988 y 29/1989, entre otras. Ahora bien, en ocasiones ha adoptado el Tribunal Supremo una postura propia. En si el Tribunal Constitucional considera válidos los reglamentos preconstitusin cobertura legal, el Tribunal Supremo sostiene a veces la tesis contraria afJírrrtanao que se han convertido en nulos a partir de la Constitución, tal como argumenta minuciosa y coherentemente la sentencia de 6 de febrero de 1985 (Ar. 471; Martín Herrero):

l.

NORMAS PRECONSTITUCIONALES

Páginas arriba ya ha habido ocaswn de comprobar cómo el Tribunal Constitucional sólo exige con rigor el cumplimiento del principio de legalidad a partir de la Constitución, excepcionando de él las normas preconstitucionales. Postura que hace suya normalmente el Tribunal Supremo como se comprueba en su sentencia de 15 de febrero de 1988 (Ar. 1142; Barrio) entre otras muchas: «no cabe equiparar en tratamiento a las disposiciones preconstitucionales y posconstitucionales, ya que su aplicación a las anteriores supondría dejar sin sanción por motivos estrictamente temporales a conductas de todo punto reprochables contenidas en normas nacidas a la vida jurídica con pleno acatamiento a los procesos de elaboración en su momento vigentes». Y en el mismo sentido y con mayor detalle la de 29 de septiembre de 1988 (Ar. 7280; Martín): La doctrina jurisprudencia! constitucional ha establecido -ss. de 8 de abril y 7 de mayo de 1981-la no posibilidad de exigir reserva de ley de manera retroactiva para anular disposiciones reguladoras de materias y de situaciones respecto de las cuales tal reserva no existia de acuerdo con el derecho anterior. Y por lo que se refiere a las disposiciones sancionadoras, «el principio de legalidad que se traduce en la reserva absoluta de ley no incide en disposiciones o actos nacidos al mundo del Derecho con anterioridad al momento en que la Constitución fue promulgada». Asimismo, se entiende no infl"inge la exigencia constitucional de la reserva de ley el supuesto de norma reglamentaria postconstitucional si se limita, sin innovar el sistema de infracciones y sanciones, a aplicar ese sistema preestablecido al objeto particularizado de su propia regulación material; esto es, reiteración de reglas sancionadoras establecidas en otras normas más generales, por aplicación a una materia singularizada incluida en el marco genérico de aquélla.

Esta doctrina del Tribunal Supremo ha sido reiterada por el Tribunal Constitucional en su sentencia 219/1991, de 25 de noviembre, en los siguientes términos: Este Tribunal ya ha tenido ocasión de pronunciarse sobre este punto en la STC 42/1987, donde se afirmaba que, «cualquiera que sea la validez y aplicabilidad de las normas preconstitucionales incompatibles con el principio de legalidad que garantiza el articulo 25.1 de la Constitución, es claro que, a partir de la entrada en vigor de la misma, toda remisión a la potestad reglamentaria para la definición de nuevas infracciones o la introducción de nuevas san; dones carece de virtualidad y eficacia. Si el reenvio al reglamento contenido en una norma legal sin contenido material no puede ya producir efectos, con mayor razón aún debe predicarse esta falta de eficacia respecto a la remisión de segundo grado establecida en una norma sin fuerza de ley [... ]».

debe rechazarse el argumento del Ministerio Fiscal, según el cual nos hallamos ante unas normas preconstitucionales que por lo tanto no están afectadas por las reservas de Ley que haya podido establecer posteriormente la Constitución, argumento que equivale a admitir dentro del Ordenamiento juridico vigente normas contrarias a la Constitución, sea cual sea su fecha o rango, convivencia imposible y que, además, hace de peor condición a las dictadas después de entrar en vigor la Constitución, a la que tendrán que ajustarse en sus aspectos formal y material (rango y contenido), mientras que las anteriores podrian ignorar, por su contenido y por su forma, los preceptos de la Constitución; además de lo cual, si se admite que una Ley posterior puede derogar o incluso abrogar a otra anterior que regula de distinta forma una misma materia, con mayor motivo habrá que entender derogadas por la Disposición derogatoria de la Constitución todas aquellas disposiciones que regulen una materia de forma distinta o contraria a la regulación constitucional, lo que opera muy especialmente en materia tanto de reserva de ley como de reserva de un determinado rango de una ley cuando ésta afecte a los derechos fundamentales de la persona.

Tesis que, por lo demás, sustenta también un sector muy representativo de la doctrina, como es el caso de GARCÍA DE ENTERRiA (1990, 287), para quien el argumento del Tribunal Constitucional de la no exigencia de la reserva de ley de manera retroactiva sólo es aplicable para las normas que no afectan a los derechos fundamentales. Pero, dejando a un lado estos pronunciamientos esporádicos, aquí lo esencial es lo siguiente: se entiende comúnmente que lo que ha derogado la Constitución no es la regulación reglamentaria material anterior, sino la posibilidad de las cláusulas de delegación como expresamente advierte la STC 42/1987, de 7 de abril: «El artículo 25.1 determina la caducidad por derogación de la deslega!ización que efectúa [la norma preconstitucional] de la regulación reglamentaria de las infracciones y sanciones a partir del momento en que adquiere vigencia el texto constitucional». Lo que arrastra las siguientes consecuencias: a) Siguen siendo válidos los reglamentos anteriores mientras no se dicte una nueva ley. b) Pero no pueden dictarse nuevos reglamentos (salvo los meramente complementarios), puesto que éstos ya no cuentan con cobertura legal. Las SSTS de 7 de marzo de 1989 (Ar. 1950; Trillo) y 9 de marzo de 1989 (Ar. 1957; Sánchez Andrade) resuelven dos casos análogos: sanciones impuestas al amparo del número 35 del artículo 81 del Reglamento de Espectáculos Públicos y Actividades Recreativas, que constituye sin lugar a dudas un desarrollo reglamentario de una habilitación legal de índole preconstitucional -concretamente del artículo 2.e) de la Ley de Orden Público de 30 de julio de 1959- y declaran que:

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DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR si bien puede aceptarse en principio la tipificación que se hace en el artículo 2.e) para el de los espectáculos públicos que produzcan desórdenes o violencias, sin embargo la tación no resulta suficientemente definidora para los llamados «ilegales», cuya por otra parte, se establezca en una disposición de simple rango reglamentario, entonces vendría a admitirse una admisión para crear infracciones a dichas ul>¡.>u>Hcior reglamentarias, sin previa delimitación alguna contenida en la norma de rango legal, lo no es jurídicamente posible después de la entrada en vigor de la Constitución. Esta · tancia es precisamente la que califica al precepto sancionador tenido en cuenta por Administración, ya que el citado artículo establece una infracción carente de previa y sufi. ciente configuración legal, por lo que procede declarar la nulidad del acto administrativo impugnado, en cuanto el mismo incide en vulneración del artículo 25.1 del texto constitucional.

La sentencia de 16 de marzo de 1992 (Ar. 1581; Hernando), en recurso extraordinaria de revisión, ha tenido la oportunidad de abordar casi todas las que acaban de ser apuntadas. De lo que se trataba, en definitiva, era de contrastar la doctrina dominante con aquella otra minoritaria (también anotada), conforme a la cual-en el caso de autos representada por la sentencia de 8 de febrero de 1988 (Ar. 1269)-la no retroactividad del principio de legalidad respecto de normas sancionadoras preconstitucionales «no obsta a que los actos producidos, vigente la Constitución, demanden la exigida reserva legal». Planteada así la controversia, el Tribunal confirma la doctrina sentada dominante, declarando que «la aplicación en materia sancionadora de los Reglamentos anteriores a la Constitución no pierden su vigencia por aplicación de ésta», y la única «matización» que admite esta regla es la de que «las habilitaciones ilimitadas a la potestad reglamentaria y las deslegalizaciones realizadas por leyes preconstitucionales, !10 pueden servir de soporte legal suficiente para regular, con fundamento en ellas, situaciones con posterioridad a la entrada en vigor de la Constitución, pues aquéllas deben entenderse caducadas por derogación desde la entrada en vigor de éstas, al resultar incompatibles con el artículo 25 de la Constitución, como ha sido establecido por la STC de 4 de mayo de 1990». La STS de 4 de febrero de 1991 (Ar. 1169; García Estartús) representa una línea jurisprudencia! singularmente copiosa en la que se expone la doctrina de la validez de las normas preconstitucionales que no respeten la exigencia de reserva legal y se asimila este supuesto al de las normas posconstitucionales que se limitan a reproducir otras anteriores a la Constitución. En cuanto a lo primero, es la entrada en vigor de la Constitución la que determina la exigencia de regulación legal, ya que no es licito, a partir de la Constitución, tipificar nuevas infracciones ni introducir nuevas sanciones o alterar el cuadro de las existentes por una norma reglamentaria cuyo contenido no esté suficientemente predeterminado o delimitado por otra de rango legal.

Y en cuanto a lo segundo, después de transcribir literalmente la conocida doctrina del Tribunal Constitucional sobre la validez de los reglamentos que se limitan a reiterar otros anteriores, añade que no puede interpretarse la derogación de las normas preconstitucionales por la Constitución, o bien su inconstitucionalidad sobrevenida, cuando se refiere a aspectos no sustantivos de las normas, sino exclusivamente de su mecanismo de producción, y éste lo ha sido conforme a la · legislación vigente en el momento en que fueron dictadas.

La sentencia del Tribunal Constitucional 177/1992, de 2 de noviembre se ha preocupado de confirmar la doctrina anterior, que resume en los siguientes términos:

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no es posible exigir la reserva de la Ley de manera retroactiva para anular o considerar nulas disposiciones reglamentarias reguladoras de materias y de situaciones respecto de las cuales tal reserva no existía y, en concreto, por lo que se refiere a las disposiciones sancionadoras, que el principio de legalidad que se traduce en la reserva absoluta de Ley no incide en disposiciones o actos nacidos al mundo del Derecho con anterioridad al momento en que la Constitución fue promulgada, aun cuando las habilitaciones ilimitadas a la potestad reglamentaria y las deslegalizaciones por Leyes preconstitucionales, incompatibles con el articulo 25.1 de la Constitución, deben entenderse caducadas por derogación desde la entrada en vigor de éste.

Por otro lado, las particulares argumentaciones del recurrente dan pie al Tribunal abordar la cuestión de si la regla de la irretroactividad es independiente de la de la infracción, por referirse exclusivamente a la fecha de la norma conflicti0 si, por el contrario, las infracciones realizadas después de la Constitución ya no quedan cubiertas por la norma preconstitucional. A cuyo propósito la posición de la sentencia no puede ser más rotunda: la regla de la irretroactividad de la reserva de ley del articulo 25 .l es aplicable con independencia de que los hechos sancionados sean anteriores o posteriores a la Constitución. Y es asi porque no podría ser de otro modo, esto es, porque si este Tribunal admitiera que la irretroactividad de la reserva de ley sólo se da si el hecho sancionado es anterior a la entrada en vigor de la Constitución, dicha irretroactividad carecería en el fondo de significado, ya que las resoluciones sancionadoras dictadas en aplicación de las correspondientes normas reglamentarias anteriores a la Constitución -salvo en casos rarísimos- habrian alcanzado ya firmeza, y la regla de la irretroactividad no añadirla nada nuevo.

Fundamentándolo en último extremo así: Lo que el recurrente está haciendo es replantear solapadamente la cuestión ya resuelta por este Tribunal acerca de la validez de las normas preconstitucionales que no cumplen con las exigencias formales que se derivan del articulo 25.1. Dicha validez deriva de que la eficacia derogatoria de la Constitución no alcanza a las normas preconstitucionales que, pese a ser compatibles materialmente con ella, no se adecuan al rango normativo que la Constitución exige por razón de la materia, regla cuyo fundamento se encuentra en el principio de continuidad del ordenamiento jurídico que, a su vez, deriva del principio de seguridad jurídica expresamente consagrado en el articulo 9.3 de la Constitución. En cualquier caso, debe tenerse en cuenta que la pervivencia de normas reglamentarias sancionadoras preconstitucionales tiene como importante limite la imposibilidad de que en posterioridad a la Constitución se actualicen dichas normas por la misma via reglamentaria, justo que ello no respetaría el sistema de producción de normas jurídicas impuesto ahora por la Constitución.

La STC 305/1992, de 25 de octubre, después de reproducir la doctrina que acaba de ser transcrita y que ya aparece consolidada en otras resoluciones, añade la siguiente precisión: Ciertamente el Reglamento [postconstitucional impugnado] reitera mandatos ya previstos en la regulación preconstitucional; pero tal lógica coherencia y continuidad normativa no puede suponer (sobre la base de que se reiteran disposiciones reglamentarias preconstitucionales sancionadoras ya existentes) que la Administración ostente potestades sancionadoras no amparadas por una cobertura suficiente de normas con rango legal, pues ello representarla convertir en buena medida en inoperante el principio de legalidad de la actividad sancionadora de la Administración contenido en el articulo 25 de la Constitución con sólo reproducir, a través del tiempo, las normas reglamentarias sancionadoras preconstitucionales, manteniéndose asi in aeternum, después de la Constitución, sanciones sin cobertura legal.

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DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

RELACIONES DE SUJECIÓN ESPECIAL

Las relaciones de sujeción especial aparecen repetidamente a lo largo de este y, en particular, al hablar de las variedades materiales de la potestad sancionadora, como en el momento de examinar el alcance de la aplicación de los principios del Derecho Penal al Derecho Administrativo Sancionador (donde hubo ocasión de comprobar que este ámbito de las relaciones especiales de sujeción no constituye en modo alguno un reducto inmune a aquéllos principios; y más tarde volveremos a encontrárnoslas en el capitulo noveno (VIII, 1) a propósito de la prohibición de doble sanción). Pues bien, las consideraciones que siguen pueden entenderse como una pormenorización de lo ya dicho en cuanto que igualmente se llega a la conclusión de que en este ámbito también opera el principio de legalidad (y sus corolarios, como también habrá ocasión de comprobar más adelante). Y más todavía: en este mismo epígrafe se comprobará la existencia de un proceso, lento pero inexorable, de reducción de tal ámbito, del que la Jurisprudencia va expulsando casuisticamente, supuesto tras supuesto, relaciones que tradicionalmente se venían considerando -ciertamente con la oposición de la doctrina más sensible- como de sujeción especial. A) Las relaciones de sujeción especial (también llamadas de supremacía especial) son una vieja creación del Derecho alemán imperial mediante las cuales se justificaba una fuerte intervención sobre determinados sujetos -sin respeto a sus deberes fundamentales ni al principio de la reserva legal- que resultaría intolerable para los ciudadanos que se encontraran en una relación de sujeción general. Este régimen, extremadamente cómodo para la organización administrativa y para la gestión de los servicios públicos, se mantuvo durante la época de Weimar, durante el nacionalsocialismo e incluso durante la vigencia de Ley Fundamental de Bonn. Las críticas doctrinales que con el tiempo se fueron acumulando -puesto que se consideraba que tal excepcionalidad era incompatible con un auténtico Estado constitucional de Derecho-- cristalizaron, al fin, en la sentencia del Tribunal Constitucional Federal de 14 de marzo de 1972, en la que, por primera vez y sin ambajes, se declara que las relaciones de sujeción especial no escapan a las garantías de la reserva de ley, de respeto a los derechos fundamentales y de la protección de los Tribunales. A partir de entonces ésta es opinión absolutamente generalizada, aunque todavía no se hayan logrado establecer unos criterios convincentes y definitivos para el detalle de sus peculiaridades, tal como GARCÍA MACHO ha descrito recientemente (1992, 23-109) en un minucioso estudio que ha realizado sobre el Derecho alemán. En España --donde se tenía una vaga idea de la existencia de esta figura a través de los manuales traducidos y de alusiones de GARRIDO FALLA y GARCÍA DE ENTERRÍA- irrumpió avasalladoramente la doctrina alemana gracias a la publicación de un excelente artículo de GALLEGO ANABITARTE en la Revista de Administración Pública, número 31, 1961, con el título de «Las relaciones especiales de sujeción y el principio de la legalidad de la Administración». Y aunque el autor español se mostraba asaz prudente, y hasta crítico, la fecha de su trabajo le obligó a presentar un estado de la cuestión predominantemente autoritario y hasta de corte preconstitucional (recuérdese que hasta 1972 no cambió la hoja del Tribunal Constitucional alemán). Sea como fuere, el hecho es que la doctrina y la jurisprudencia española acogieron, apenas sin reticencias, la variante más dura de la fórmula alemana y, lo mismo que había sucedido en aquel país, se han estado utilizando aquí las relaciones de sujeción especial para justificar regímenes exorbitantes, facilitados entre nosotros por la ause~­ cia de Constitución. Y para mayor similitud de evoluciones, tampoco en España rect~­ ficó la Constitución de inmediato la situación anterior, puesto que las cosas han segm-

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como estaban y únicamente en los últimos años se .ap~ecian ind~c~os vacila~1tes de cambio jurisprudencia!, provocado en parte por las mststentes cnttcas doctnnales. B) Por lo pronto, la Jurisprudencia admite sin. va?ilar la ~xistencia ~e r~laciones sujeción especial, que la STC 66/1984, de 6 de JUnto, constdera «cuahtattvamet;te iferenc:u·wa:s>J precisándose en la STS de 29 de marzo de 1988 (Ar. 7280; Martm) «en ellas se expresa una capacidad administrativa de autoordenación que las dis. . ., del ius puniendi del Estado». postura ~o deja de ser sorprende~t~ y ttene _sus puntos ?e contradtccwn porue, si bien se mua, resulta que la dogmat~ca espano.la, despues de h~b~r he?ho un isfuerzo considerable para unificar los dehtos y las mfraccwnes adm~mstratt:vas (y considerar esto como un gran triunfo del Estado de Derecho), a renglon segmdo no tiene empacho en segregar un paquete dentro de las infracciones administrativas para excluirlo del régimen general de garantías d~l ius puniendi del Esta~o. y sobre esto, los Tribunales no han vactlado tampoco en constderar como relacione~ especiales de sujeción las que se refieren a gr';lpos v~rdaderamente sorprendentes de individuos. En las páginas 212 a 235 de su cttado hbro (1992) ha reahzado GARCÍA MACHO una detallada enumeración ?e lo que el Tri?~nal Supre~o Y. ,el Constitucional incluyen en tal categoría, revelandose a tal propostto una «utthzacton expansiva del con?epto~>, ya que j~nto ~ lo.s grupos tradic~onales de soldados, pres?s, estudiantes y funcwnanos se han tdo anadtendo otros tan mesperados como los taxistas promotores de viviendas, cultivadores de vinos con denominación de origen, ag~ntes de aduanas, profesionales libres, objetores de conciencia, personal de Banca . . , . , . y hasta espectadores de corridas ?e toros. El Tribunal Supremo ha considerado los servtctOs pubhcos como el ambtto natural de las relaciones de sujeción especial: un criterio tan efectivo como fácil de manejar pero que termina desbordándose inevitablemente como ha podido comprobarse en lo; supuestos que acaban de ser enumerados. Como dice la sentencia de 28 de noviembre de 1989 (Ar. 8331; Bruguera), aparecen estas relaciones «cuando la Administración no actúa en el ámbito de su supremacía ni en uso de su potestad, sino en el ámbito de la organización de sus servicios públicos»; y, según la de 29 de diciembre de 1987 (Ar. 9855, Brugue~a), cuando el Reglamen~o «n
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DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR e~pecial, h~ci~n.do asi des~parecer l~.razón de la diferencia de régimen en cuanto a la C!Ón.d~l pnnc1p1? de le?a~1d~d, adm1~1da por el Tribunal Constitucional, el cual se basa

admiSión ~n la citada d1stmc1ón cláswa, que remite las relaciones de supremacía que se denvan de la capacidad administrativa de las correspondientes al ius puniendi del Estado.

9 La trascendencia que tiene la «diferencia cualitativa» entre los dos tipos relac.wnes es eno~e. En ~u virtud, y en contraste con lo que sucede con el régim s~?cwnad~r de las mfraccwnes en las relaciones de sujeción general, en las de suj~~ c10n espec1al «no pueden transportarse en bloque y sin matizaciones los principios d 1 D~recho Penal» (S~S de 28 .de ~~viel!lbre de 1989; Ar. 8331; Bruguera); y, por lo m1smo, «la referenc1a a la leg1slac10n v1gente en el artículo 25.1 tiene un alcance dife~ re~te» a(STC 2/1987,21 de enero). En palabras ?e la STS de 11 de diciembre de 2000 (3. '· 7., Ar. 1331), «la reserva de ley que se denva del artículo 25.1 de la Constitución no t1ene en el sen~ de las relaciones de sujeció~ ~spec~al el mismo alcance que respecto a la potes~ad. ~ancwna?ora general de la ~dm1mstrac1ón, en cuanto que en las relaciones de SUJecl?n espe~1alla ??testad sancwnadora no es la expresión del ius puniendi del E~tado smo manifestacwn de la capacidad propia de la autoordenación correspondzente». a) .La primer~ víctima de esta doctrina fue, como puede imaginarse, el principio de l~gahdad, que c1ertamente no se suprimió, pero cuyo alcance se relajó de manera sens1ble. En palabras de la citada STC de 21 de enero de 1987

'

claro está que. ta~bién en estas :el~c~ones de sujeción especial sigue siendo aplicable el artículo 25.1 y, objetivamente, el pnnc1p1o de la legalidad del articulo 9.3. Pero en este caso 110 puede tener el mismo alcance que en la potestad sancionadora general de la Administración ni mucho menos que en respecto de las sanciones penales.

Doctrina que arrastra lógicamente el deterioro de sus corolarios y compleempezando por la reserva legal que, en términos de la misma sentencia «plerde parte de su fundamentación material». ' ~a postura ?el Tribunal Constitucion~l suele ser ~alificada a este respecto, y con razo~, de amb1gua, pu~s pretende ,margmar y, al tlempo, respetar el principio de legahdad y sus corolanos. De aqm que una y otra vez aparezca en sus sentencias (cfr. las 2/1987, de 21 de enero; 219/1989, de 21 de diciembre, y 83/1990, de 4 de mayo, entre otras~ la fórmula caut~lar. estereotipada de que <mna sanción carente de toda base n.orl!l~tlva ~eg.al devendna, mcluso en estas relaciones, no sólo conculcadora del pnnc1p10 objetlvo de legalidad sino lesiva del derecho fundamental conside~a~m~, con la cual pretende atemperar los excesos de una supresión radical del pnnc1p10. . Todas estas cautelas son, desde luego, excelentes, aunque se trata de meras declaraclOnes ver~a~e~, dado que, a la hora de la verdad, los Tribunales consideran suficiente la co~ertur~ t1p1flcadora del Reglam~nto, qu~ su~len ~scapar por este portillo del reproche de llegahdad y, sobre tod?, ~el de mconstltucwnahdad por infracción del artículo 25.1. En este pano~am.a JUnsprudencial brilla con luz propia la importante STC 132/2~0 ~; de 8 de Jumo, en 1~ que, después de reiterar que la distinción entre relación de ~uJecwn general y e,sp~clal es «e~ sí misma imprecisa», añade una observación ca~nt~l; saber,. que es~a ul~1ma categona «no es una norma constitucional sino la descnpczon de c1ertas s1tuac10nes y relaciones administrativas donde la Constitución o la le~ de acuerdo con la Constitución, han modulado los derechos constitucionales 'de los cmdadanos. Y entre los derechos modulados de una relación administrativa espeb)

m~ntos,

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se encuentra el derecho a la legalidad sancionadora». Aunque a renglón seguido que por mucha que sea tal modulación <mna sanción carente de normativa legal ~esu.l!aría contraria al derecho fundamental que reconoce el artículo 25 de la Constltucwn». Ésta es, por así decirlo, la vertiente negativa garantizadora del principio de legalidad (sin norma previa es constitucionalmente inadmisible una sanción), a la que hay que añadir la vertiente positiva de esta función de garantía, que puede formularse en tos siguientes términos: aun tratándose de relaciones especiales de sujeción siempre se aplicarán, siquiera sea de forma más o menos relajada, los principios constitucionales y legales que protegen al presunto infractor. Más todavía, en algunos supuestos excepcionales la existencia de una relación especial no implica un mínimo de protección sino más bien un plus. Conclusión aparentemente sorprendente que el Tribunal Constitucional está aplicando tajantemente en las sanciones impuestas a los internos penitenciarios, como declara, entre otras muchas, la STC 175/2000, de 26 de junio; de tal manera que esta relación de sujeción especial no puede implicar que, en los términos de la doctrina del TEDH (Campbell y Fall, de 28 de junio de 1984) la justicia se detenga en las puertas de las prisiones. (Por tanto) las garantías (a excepción de las constitucionalmente restringidas) han de aplicarse con especial rigor, al considerar que la sanción supone una limitación a la ya restringida libertad inherente al contenido de una pena.

D) La postura de nuestra Jurisprudencia está montada sobre una relación dialéctica circular: la ambigüedad de los planteamientos teóricos conduce a la relajación de las decisiones de la misma manera que ésta pretende justificarse en aquélla. La primera tarea que hay que realizar consiste, por tanto, en romper este círculo auténticamente vicioso. Lo que no significa, ni mucho menos, prescindir de las relaciones de sujeción especial ya que se trata de una figura dogmáticamente impecable, técnicamente útil y que, además, se encuentra recogida en la propia Constitución. Concretamente, en el artículo 25.2 se alude al status especial de los presos, en los 28.1 y 103.3 al de los funcionarios, Fuerzas Armadas y cuerpos de seguridad, en el 30, a los soldados y objetores de conciencia y en los 127 y 159.4 a los Jueces y Magistrados del Tribunal Constitucional. Aceptando entonces este reconocimiento constitucional expreso, las rel.aciones especiales de sujeción suelen referirse actualmente a aquellas personas que VlVen en un contacto permanente o cuasipermanente con establecimientos administrativos (presos, soldados, estudiantes), de tal manera que sin una reglamentación especial y sin unos poderes también especiales de la Administración, la convivencia y la gestión del servicio público serían dificiles. Partiendo de aquí -y tomando la Constitución como último criterio para solucionar estas cuestiones-, la doctrina mayoritaria entiende que hay que revisar hasta sus mismos cimientos el planteamiento tradicional y que, en definitiva, después de la Constitución (en palabras de GARCÍA MACHO, 1992, 179), «los derechos fundamentales y la reserva de ley tienen plena validez en el ámbito de las relaciones de especial sujeción a no ser que la Constitución expresamente establezca limitaciones». En este proceso de reelaboración doctrinal hay que empezar inexcusablemente acotando lo que son auténticas y estrictas relaciones especiales de sujeción; lo que equivale a salir al paso de ese movimiento expansionista de nuestra Jurisprudencia, que más arriba se ha denunciado y que se basa en el criterio de la organización de los servicios públicos, que hay que rechazar por excesivo. Pero en verdad que no resulta sencillo encontrar otro más firme. GoNZÁLEZ NAVARRO (Derecho Administrativo Español, I, 1987, 544), después de advertir que «la distinción entre relación general

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y relación especial no es clara y tajante, existiendo una total falta de acuerdo nal acerca de qué supuestos deben encuadrarse en uno u otro grupo», onmo,ne. manera pragmática y eficaz, que, al menos, «en el caso de actividades uuva~m". absolutamente libres o sean de las llamadas reglamentadas, no puede m debe se de relación especial de sujeción, sino de relación general, más o menos vigilada intervenida o controlada». Actitud restrictiva que empieza a ir calando, siquiera se~ lentamente, en la Jurisprudencia del Tribunal Constitucional, que ya ha retirado este predicado de especial a los detectives privados (en sentencia que se examinará más adelante) o a las prácticas de juego y azar en la sentencia 42/1987, de 7 de abril:

ilallLClCillatur.ta con la genérica de la Administración, pero tampoco llega a excluirla de su régimen. El principio de la legalidad sigue aplicándose aunque sea forma relajada, pero cpn una relajación que tiene el límite infranqueable de no ~le­ a ser una supresión. Esta puede considerarse, al menos de momento, una soluc1ón y estab~~· Ahora bien, con ella se abre un. segundo pro~le~a: tratándose ~e una flexibilizacwn ha de ser, por naturaleza, vanable; lo que 1mp1de el establecimiento de reglas o .criterios fijos, pues~o. que la,generalización de un~ fórmula c~s~­ ística es desaconseJable. En estas cond1e10nes solo queda una regla vahda: la flextbl"''-~""u'u será tanto mayor cuanto más intensa sea la especialidad de la relación, tal como declara la última frase transcrita. La STC 120/1990, de 27 de junio, vuelve a la línea tradicional en las relaciones especiales de sujeción; pero los votos particulares de Rodríguez-Piñero y Leguina insisten en la doctrina contraria que exige su respeto. y en cuanto al Tribunal Supremo, también se constata la misma evolución en sentencias como las de 7 de marzo de 1989 (Ar. 1950; Trillo), 9 de marzo de 1989 (Ar. 1957; Sánchez Andrade) y 4 de julio de 1989 (Ar. 5246; Llorente), cuya escrupulosidad hubiera sido hace años inimaginable. En conclusión, el sistema actual puede resumirse en las siguientes afirma-

las potestades administrativas relativas a la práctica de juegos o apuestas organizadas por particulares o que tienen lugar en establecimientos de naturaleza privada se enmarcan en el ámbito de las relaciones de supremacia o sujeción general, ya que se trata de una actividad ajena a la organización de los servicios públicos por más que [esté] estrictamente regulada y limitada,

GARCÍA MAcHo, por su parte, da un paso más y, siguiendo las orientaciones de la doctrina alemana moderna, considera que con referencia a las personas sujetas a estas relaciones de sujeción especial (cualquiera que sea el modo en que se haya determinado su vinculo) hay que determinar dos tipos: las relaciones de base ( Grundverhiiltnisse), que afectan a la esfera de sus derechos fundamentales, y las relaciones de funcionamiento (Betriebsverhiiltnisse). En las primeras «no se pueden restringir los derechos fundamentales si no es mediante ley que de todos modos deberá respetar su contenido esencial». Mientras que, para las segundas, «debe ser garantizada la actividad cotidiana de la institución (que la prisión funcione o los maestros puedan enseñar) y, cuando sea necesario para esa actividad, prevalecerá el interés general sobre los derechos». Esta precisión, a falta de otras mejores, puede ser útil como se está comprobando ya en su país de origen, aunque tampoco hay que hacerse, de momento, demasiadas ilusiones sobre el particular, ya que, como observa su propio introductor (GARCÍA MAcHo, 1992, 254), «es una tarea que está en sus comienzos». E) La decidida oposición doctrinal a la inercia con que los Tribunales venían admitiendo las relajaciones excepcionales del régimen constitucional en las relaciones de sujeción especial, ha terminado abriendo una brecha en el bloque de la Jurisprudencia, que parece irse ensanchando progresivamente. Y esto en los dos ámbitos enunciados, es decir, tanto en el reconocimiento de la existencia de la relación (que ahora empieza a restringirse) como en la admisión de sus peculiaridades. La STC 61/1990, de 29 de marzo, es, hasta la fecha, la que más rotundamente ha limitado las potestades sancionadoras de la Administración en las relaciones de sujeción especial. Porque cierto es que admite que en ellas caben restricciones a la aplicación del principio de legalidad, pero añadiendo que una cosa es que quepan restricciones en los casos de sujeción especial y otra que los principios constitucionales (y derechos fundamentales en ellos subsumidos) puedan ser también restringidos o perder eficacia y virtualidad. No se puede relativizar un principio sin riesgo de suprimirlo. Y siempre deberá ser exigible en el campo sancionatorio administrativo (no hay duda en el penal) el cumplimiento de los requisitos constitucionales de legalidad formal y tipicidad como garantía de la seguridad jurídica del ciudadano. Otra cosa es que esos requisitos permitan una adaptación -nunca una supresión- a los casos e hipótesis de relaciones Administración-administrados y en concordancia con la intensidad de la sujeción.

A mi juicio, en las últimas palabras del párrafo transcrito se encuentra la explicación de toda la sentencia: el Tribunal no se decide a equiparar esta peculiar potestad

tat:~nt,emt:w.-;:;

1.a Mediando relaciones de sujeción especial, lo primero que hay que hacer -tal como recomienda incansablemente GARCÍA DE ENTERRiA (1990)- es determinar con precisión si efectivamente existe tal relación, dado que con frecuencia por tal entienden los Tribunales relaciones inequívocamente generales. Como ejemplos jurisprudenciales recientes de esta mayor escrupulosidad pueden tenerse a la vista dos sentencias de 3 de mayo de 1993: en una de ellas (Ar. 4437; González Mallo), en recurso de revisión, se afirma que «es muy dudoso que la relación entre la Administración y las entidades de crédito pueda considerarse como de sujeción especial»· y en la otra (Ar. 3570; Baena) se niega rotundamente tal relación especial respect~ de una discoteca, dado que «no existe una relación jurídica establecida entre la Administración y dicha empresa, previa a los hechos, en el seno de la cual se produzcan aquéllos y por los que se le sanciona». Pero, en cambio, sigue pareciendo claro al Tribunal que, cuando se trata de una regulación d~ un servicio públic?, entran en ju~go las po~estades or~an~~atorias ~e la Administración, que llevan constgo la presenc1a de relacwnes de sujecwn esp~c~al y la correspondiente relajación del principio de legalidad. Así se declara en una mmterrumpida líneajurisprudencial citada en la sentencia de 24 de abril de 1990 (Ar. 3656; Bruguera) dictada a propósito de un Reglamento Municipal de Mercados Minorista~; 2.a Confirmada la especialidad, no por ello escapa su régimen jurídico de la a~h­ cación de los principios del Derecho Penal (o más recientemente todavía, de los pnncipios generales del Derecho sancionador) y, entre ellos">: por lo que a9uí interesa.' ~1 de la legalidad (más adelante será examinada, desde la m1sma perspectlv~, 1~ ~rohlbl­ ción de bis in idem). Es inconstitucional la falta absoluta de respeto al prmc1p10 de la legalidad. 3.a Ahora bien, este principio no se aplicará aquí en los mismos términos que en el Derecho Penal o en el Derecho Administrativo Sancionador de las relaciones generales, dado que, por lo pronto, hay que distinguir entre las relaciones básicas y las relaciones de funcionamiento que se insertan en toda relación especial. En las relaciones básicas son intangibles tanto los derechos fundamentales como el principio de legalidad; mientras que en las relaciones de funcionamiento se aplicarán con «matizaciones».

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4.a El alcance de estas matizaciones no puede ser señalado de antemano, ya depende de la intensidad de la especialidad de la relación y sólo podrá ser fijado manera casuística. 5.a Sea como fuere, ni que decir tiene que la matización se traducirá en una gencia más suave de la regla de la reserva legal y del mandato de tipificación, tiendo un margen mayor a la colaboración reglamentaria y a la valoración de los nos administrativos. En definitiva, y como sucede siempre en el Derecho, se trata de lograr un brio prudente entre dos intereses contrapuestos, en este caso, el de la , ~•uu.uu,"u'~'"ll orientada hacia la eficacia de su organización y de los servicios públicos, y el del viduo que se siente constitucionalmente protegido en sus derechos fundamentales. decirlo con palabras de HES SE (Ve1jassungsrecht, 1O, III, 2), «no es lícito sacrificar derechos fundamentales a las relaciones de sujeción especial, pero tampoco el que garantías de estos derechos imposibiliten la función de tales relaciones. Ambos, derechos fundamentales y las relaciones especiales, necesitan una integración rada que les proporcione una eficacia óptima». Nuestros Tribunales tienen perfectamente asimilado este juego de tensiones se refleja claramente en su jurisprudencia. Lo que sucede es que de ordinario logran pasar de la superficie de un planteamiento, correcto si se quiere, pero vamente genérico para ser útil y, por otra parte, sus soluciones casuísticas no ser muy acertadas. En cuanto a la doctrina, se esfuerza en alcanzar unas cotas vadas de precisión, interesantes desde luego aunque todavía distan mucho de superado la prueba de la experiencia. Pero es indudable que en esta dirección que seguir insistiendo. Así las cosas, la LPAC ha dejado pasar la ocasión de abordar estas cuestiones una manera frontal, disipando definitivamente las vacilaciones que acaban de ser critas. Aunque también podría entenderse, por el contrario, que su postura es · vaca y contundente al establecer un régimen que no deja lugar a dudas. El artículo 127.3 parece, en efecto, muy claro: si sólo libera del régimen legal ejercicio por las Administraciones Públicas de su potestad disciplinaria respecto personal a su servicio y de quienes estén vinculados a ellas por una relación tual», bien claro está diciendo que todas las demás relaciones de sujeción están sometidas, sin matización alguna, al régimen común, al principio de lega/i,daa que es cabalmente como se titula el artículo en cuestión. Esta interpretación, sin embargo y por muy fiel que a la letra parezca, es tan y radical que asusta aceptarla. El péndulo, una vez más, ha pasado de un extremo de su recorrido y ambos extremos son igualmente reprobables. La tradicional '""''""'""' de las garantías legales en todos los supuestos de sujeción especial es inaceptable, acabamos de ver, en un Estado de Derecho. Pero el sometimiento de todas estas ciones (con la única excepción de las disciplinarias) al régimen común, sin un•. .~•w•u alguna, no es menos reprobable, por muy bienintencionado que sea. A tales extremos se ha llegado en ninguna parte y el legislador ha demostrado una ignorancia total estado de la cuestión y una insensibilidad completa a las observaciones de la Lo peor de todo, a mi juicio, es que la radicalidad de la Ley es tanta que la tica administrativa y jurisprudencia! se va a negar a aplicarla. A título, claro conjetura, adelanto que me parece muy dificil que la Administración se resigne a tar a los estudiantes, a los soldados, a los extranjeros y a los presos (por poner ejemplos más conocidos) de la misma forma sancionadora que a los vtucua'"'""·v• sometidos a una relación de sujeción general. Y también conjeturo que los confirmarán este trato discriminatorio, basado en necesidades prácticas y en el

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común, al que no será dificil justificar jurídicamente. Para ello basta pensar que clases de relaciones de sujeción especial están reconocidas en la Constitución y cuentan con un Derecho material, con rango de ley, propio, que explicaría fácilsus peculiaridades sancionadoras. Con lo cual desembocaremos en una situación de dilema, cuyas dos opciones son mo"""·V"'u por igual: Si se sigue la interpretación literal de la ley y se somete el ejercicio de la sancionadora en las relaciones de sujeción especial al régimen común, se roducrran evidentes perturbaciones en la gestión de los servicios. b) Y si, por el contrario, se admiten ciertas relajaciones, nos encontraremos antes, y aun peor, por haber dejado pasar la oportunidad de su regulación y se la inseguridad jurídica anterior. La verdad es que nunca se había discutido la posibilidad y conveniencia de tales · . El problema no estaba ahí, sino en la precisión de cuáles habían de ser. punto en el que, a falta de regulación legal, la doctrina y la jurisprudencia se habíempeñado en una discusión apasionada, que ya había empezado a aclarar la situaque de nada ha servido, puesto que el legislador se ha dejado llevar por un dogmatismo y por un sueño, por fortuna, irrealizable. A lo que hay que añautilidad práctica sorprendente pero innegable. HuERTA TocrLDo (2000, 149), coll~lelltao una idea apuntada ya por GARCÍA MACHO, ha creído entender el uso que esta figura hacen los tribunales como una fórmula de esquivar supuestos en los de otra suerte, habría que declarar la invalidez de la sanción -y en su caso, de Uli!I,JV'H"J'vu en que se basa- creando una vacío jurídico que no considera oportuno razones de justicia material. Una válvula de escape, por así decirlo.

Parece repugnar al sentido común que la solemne cautela del principio de la lega-y nada digamos de su componente de reserva legal--'--- sea exigible para infracmínimas como las tradicionales advertencias en simples letreros de «se prohíbe aguas menores y mayores (o pisar la hierba) bajo la multa de cinco pesetas». No deben cazar gorriones a cañonazos. Así se explica la sensata postura de TRAYTER (1995, 572) para quien estos supuesjustifican una flexibilización del principio. Esta cuestión, planteada habitualmenen el ámbito de la Administración local, ha perdido su dramatismo desde el Iorrtenlto en que, como ya se ha visto, se ha rebajado en las ordenanzas locales el de exigencia del principio. Pero conste que la parvedad tiene un campo operamás amplio. El caso más significativo a este propósito es el de la peculegal -de existencia indiscutible aunque de licitud discutida- de la tipifi· de faltas leves, cuya problemática será examinada en otro lugar. Peculiaridad que, por supuesto, no significa supresión de garantía sino modulamás o menos intensa. Los lectores legos de la jurisprudencia del Tribunal vu'""'"V>,VU'U se sorprenderían de la cantidad de recursos de amparo que se estiman sanciones mínimas objetivamente insignificantes, cuya abundancia, por otra tanto distrae la atención del tribunal en causas importantes y que contribuye en pequeña medida a la formación de retrasos procesales escandalosos. Apurando las consecuencias de estos razonamientos puede llegarse a la aceptade lo que los penalistas llaman «principio de la insignificancia» y que no es sino

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la transcripción moderna del viejo aforismo romano de minimis non curat praetorjuez no debe ocuparse de los asuntos insignificantes aunque formalmente sean jurídicos por encajar en un tipo normativo. La STSJ de Navarra de 23 de de 1999 (Ar. 3819) considera que un exceso de cinco centímetros a la longitud ma de un vehículo carece de «relevancia sancionadora» por lo que se justifica impunidad aunque ciertamente encajase en el tipo de «exceder de las longitudes mentariamente establecidas». Ni que decir tiene, por lo demás, que la declaración insignificancia o irrelevancia forma parte del arbitrio judicial en el ejercicio de prudencia. NIETO MARTÍN (1996, 170) ha dado cuenta de la operatividad de este principio el Derecho Comunitario Europeo, subrayando que la seguridad jurídica se con la tendencia a determinar de forma expresa en los reglamentos qué es lo entenderse por «menor importancia». Además, y en término generales, lo ha como «una regla interpretativa mediante la cual se permite al juez excluir del de lo prohibido una serie de hechos que dañan de manera irrelevante el bien · protegido [... ]. Con esta interpretación se pretende introducir en el ámbito de cidad el principio de intervención mínima derivado de las exigencias que un de Derecho requiere del ordenamiento penal». V.

EFECTOS DE LA INFRACCIÓN DEL PRINCIPIO DE LEGALIDAD

l.

NULIDAD DE DISPOSICIONES Y ACTOS SANCIONADORES

Cuando una disposición administrativa infringe el principio de legalidad debe declarada nula por los Tribunales. Lo que si jurídicamente no ofrece ma, sí los presenta, y muy graves, en el terreno práctico, ya que la uuJllu~tu Reglamento provoca indefectiblemente un vacío normativo que se traduce en la nidad de las conductas hasta que aparezca una nueva norma válida y eficaz, que obviamente no puede darse eficacia retroactiva a la norma posterior. advierte la STS de 30 de enero de 1988 (Ar. 178; Mendizábal), «la auLtulv,lvu del Reglamento ha producido un vacío normativo temporal que conlleva la •w"""'"" de las conductas en él tipificadas [... ] pues no cabe dotar de eficacia disposiciones dictadas para sustituir a las anuladas judicialmente». Y no se de un «vacío hacia el futuro» --en expresión de Lorenzo MARTÍN-RETORTILLO 148)-- sino que, además, se pone en entredicho la actividad sancionadora en los años de vigencia de la norma anulada, creando nuevas dificultades de teórica y práctica. Por otro lado, resulta obvio que la declaración de nulidad del reglamento provocar, también, la anulación de las sanciones impuestas a su amparo. Es cuente, en efecto, que los actos administrativos sancionadores sean uuuu~:ua• mediante la alegación de la invalidez del reglamento en que se apoyan recurso indirecto contra reglamentos). Y por ello explica la sentencia de de de 1988 (Ar. 2485; Bruguera) que «cuando la norma aplicada es nula, nulo es bién el acuerdo dictado a su amparo, conforme al apotegma jurídico quod nullum nullum produxit effectum, ya que la nulidad de pleno derecho produce efectos en na y se comunica a los efectos y normas subsiguientes de forma automática». La Sentencia de 26 de enero de 1991 (Ar. 438; González Mallo) establece doctrina, cuya trascendencia práctica es enorme: supuesto un acto sancionador sentido --en cuanto no impugnado en tiempo y forma-, puede ver sus efectos si se impugna alguno de sus actos de ejecución, que uumL'tuulvlJlw

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apremio. Y así se declara que «al no tener el Reglamento la necesaria cobertura adolece [la sanción] de nulidad absoluta (STC 42/1987 de 7 de abril)»' lo que ltermnm la invalidez de «la providencia de apremio dictada'con base en una' resoluafectada de nulidad absoluta, aunque la que impuso la sanción no hubiera sido de revisión jurisdiccional». acuerdo con lo que antecede, que responde fielmente a nuestro sistema juristt.;vlV''""' nos encontramos con el siguiente esquema: Los Tribunales contencioso~-~ ... ,"tr.,tiv'"" son competentes para: An~lar el acto admi_nistr~ti_vo individual de sanción bien sea porque no se a lo ~hspues~o en .l~s disposicwnes generales (leyes y reglamentos) o bien porsiendo eJe.cucwn correcta de ellas, resulta que el reglamento aplicado es En este ~ltl~o supuesto -y por ~uy paradójico e injusto que ello resulte.....-.:-t..... ~.n debe hmltarse a anular el acto Impugnado sin que su declaración de que es nulo produzca efectos generales, aunque ello signifique que una ,drrnmtstracJ,On de mala fe pueda seguir aplicándolo, a conciencia de su invalidez que la sen~encia.~o lo h~ ~xpulsado del Or~enamiento Jurídico. Pero conste qu~ era una ?I~func.wn gen~nca de n~estro. ~istema y no una particularidad del Admimst~atl_vo .sa~?wnador. Disfunci~m a la que la nueva versión de la ley de esta JUnsdiccwn ha hecho frente mtroduciendo el nuevo recurso de ile(arts. 123 a 126), con la advertencia, además, de que «cuando el juez o tribucompetente para conocer de un recurso contra un acto fundado en la invalidez de disposición general lo fuera también para conocer del recurso directo contra ésta .,..,.,,...,.,,,,.·.. d~~larará .la val.idez o nuli~ad de la disposición general. Sin necesidad d~ cuestwn de llegahdad, el Tnbunal Supremo anulará cualquier disposición cuando en cualquier grado conozca de un recurso contra un acto fundado en ilegalidad de aquella norma». b) Declarar la nulidad, y expulsar del Ordenamiento Jurídico de los ,""'u"""'J" reguladores del régimen sancionador que hayan sido dirdctamente

a)

Lo que ofrece mayores dificultades es el supuesto de la declaración de nuliun Re~lamento en relación con los actos firmes dictados al amparo del mismo. es sabido, el artículo 120 de la Ley de Procedimiento Administrativo aludía a cuestión en unos términos tan imprecisos que ha dado pie a interpretaciones muy ~n las que no v~y a entrar porque su descripción no aclararía nada las cosas. cambw, parece muy llustrativo el caso de la declaración de nulidad realizada por Tribunal Supremo ell8 de marzo de 1981 del Decreto 3652/1974 de 17 de noviemde Disciplina el Mercado. Las circunstancias que han rodeado este asunto han tan extraordinarias que han terminado llamando la atención de la doctrina Lv••--nv'"· DE Asís Roro, Lorenzo MARTÍN-RETORTILLO) y provocado la aparición de artículos de análisis. Pero lo más significativo ha sido con todo reatcc:Lon de la Juri~pr~dencia, que nos ofrece uno de los ejemplos más a~abados d~ 'aCllacwnLes, contradiCcwnes y, en definitiva, de inseguridad jurídica total. De~ pormen~rizad~ es~dio de DE Asís Roro (1989) se deduce, en efecto, que si Gobierno obro aqm neghgentemente (puesto que tardó varios años en aprobar un Reg~amento), y si la Administración siguió aplicando impertérrita el Decreto el Tnbu~a~ Supremo, a lo lar~o de varias docenas de sentencias cronológicamuy proximas, ha adoptado sm rubor las posturas más dispares y desarrollado argu~ent~~ más incompatibles a la hora de enjuiciar sanciones concretas impuesen aphcacwn del Decreto nulo y antes, naturalmente, de la declaración judicial de

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tal nulidad. Sin necesidad de entrar en el detalle y en la fecha de estas sentencias vienen en el estudio de DE AsÍs, al que me remito), las posturas más destacadas sido las siguientes: Primera: Confirmación de las sanciones por considerar que la cobertura ""''""''<.! va perdida por la nulidad del Decreto de 1974, fue recuperada por la reviviscencia un' Decreto de 1966, al que el de 1974 había derogado y sustituido. Segunda: Anulación de las sanciones por considerar que la pérdida de producida por la nulidad del Reglamento de 1974 era insubsanable. Pero ello en de argumentos tan variados como los siguientes: - por aplicación directa del artículo 120.1 de la Ley de Administrativo; - por extensión de la eficacia general de la sentencia declaratoria de la del Reglamento; - por adherencia del acto aplicativo a la norma que ejecuta, ya que el destino acto y el de la norma han de ser idénticos; La lección que se obtiene de este caso bien amarga es, puesto que aquí han do todas las instituciones del Estado; el Legislador no reaccionó con rapidez una nueva regulación al supuesto; la Administración obró con persistente mala no revocar -de oficio o, al menos, a instancia de parte-las sanciones con ción de las cantidades percibidas por multa; y la Jurisprudencia tampoco ha estado la altura de las circunstancias al no haber conseguido imponer un criterio en decisiones y en sus razonamientos. Así las cosas, resultaría ahora . inútil-y, por supuesto, ingenuo-- desarrollar argumentos en favor de la nuhdad las sanciones en cuestión así como exponer las vías procesales para lograrlo. Unos otras son harto conocidos después de trabajos como los de GóMEZ-FERRER y lo que falta es la voluntad judicial de asumirlos. . . . . La última reforma general del proceso contencwso-admmistratlVO no ha insensible a esta situación que resuelve (art. 73) en los siguientes términos: «las tencias firmes que anulen un precepto de una disposición general no afectarán mismas a las sentencias o actos afines que lo hayan aplicado antes que la aucua-.•1" alcanzase sus efectos generales, salvo en el caso de que la anulación del supusiera la exclusión o la reducción de las sanciones aún no ejecutadas ~- '-<-· mente». 2.

DECLARACIÓN DE INCONSTITUCIONALIDAD DE LAS LEYES

En cuanto a las normas con rango de ley, es el Tribunal Constitucional el que trola su constitucionalidad y, en lo que aquí afecta, comprueba si la ley ha lvl'~Ul<"'' efectivamente la materia reservada y, en su caso, si ha procedido a una lvlJtu<>Jtvu mativa correcta. De no ser así, declara su nulidad por tratarse de una ley en constitucionalmente inadmisible. El Tribunal Supremo, en cambio, parece encontrarse inerme ante un_a aunque su inconstitucionalidad resulte manifiesta por no respetar el prmcip~o titucional) de legalidad. Y, sin embargo, no es así como resulta de lo sucedido STS de 20 de diciembre de 1989 (Ar. 9640; Conde Martín). En ella -como en muchas- se examina una sanción concreta impuesta al amparo del artículo 57 Estatuto de los Trabajadores (del que nos ocuparemos con especial atención en

I:e-r ·

237

na"·.-~-·~),

de ~al maner~ que la cuestión se plantea en estos términos, tal como los desla propta sentencia: «el problema que ahora se suscita es el de analizar si el ar57 de la L.ey del Estatuto de los Trabajadores -base normativa de la sanción contiene una tip~ficación a~ecuada de las conductas y justifica por tanto nmJM''-'luH de una determmada sanción por la Administración laboral» quiere deci~, ni .más !J-i menos, que el nudo de la cuestión estriba ~n la deteruu~•v·~... de la constitucwnahd~d de una n?rma con rango de ley, lo que, con toda eviexc,ede de la competenci~ de un Tnbunal ordinario; y esto fue naturalmente lo planteo una de las partes, sm que la sentencia lo admitiera alegando que «no se de que. el.~rtículo 57 pudiera .ser contrario al artículo 25 de la Constitución y que co~tradiccwn, en su cas~, d~~Iera.elevarse al.Trib~n~l Constitucional por el cauce articulo 163 de la Co~stltucwn, smo qu~ es msuflciente de por sí y precisado de un. compleme~to nor?-Iatlvo, q~e. ~s a~go diferente». Y con esta base considera el Tnbunal que tlene abierto el enJUICiamiento de la Ley desde la siguiente perspectiva: . No se afirma con ello la.inv~lidez constitucional del referido precepto, para lo que este Tnbunal carece d.e com~etenci~, smo simplemente la insuficiencia normativa del mismo como regulador de un tipo de mfracción, lo que es algo diferente; pues es desde la suficiencia o no de esa ~o~ma ~esde la que debe .enjuiciarse el concreto ejercicio de la acción sancionad~ra d~ 1~ Admmistración laboral, aquí Impugnado. La m~r~ definición abstracta del articulo 57 precisa.ba de ~n complem~nto normativo de rango suficiente para la configuración de los tipos de las mfracc10nes y sanciOnes.

En definitiva, el Tri~n~nal Supremo consideró que el artículo 57 de la Ley no es sufiCiente y, en su consecuencia, anuló los actos administrativos dictados en su aplicación. La argun:entaci~n .autojus~ificatoria d~ esta decisión no es, desde luego, convinpero SI muy habil. El Tnbunal cambia la perspectiva e insiste en que su fallo no a la Ley (p~ra lo que no es competente) pero sí al acto administrativo (para cuyo SI e.s .coml?etente). Anula,, por ende, el acto administrativo porque los actos admi~Istrativos, y muy particularmente los sancionadores precisan de ""f,.,...t , .. legal y el Impugnado carecía de ella debido a que el artículo' 57 no se la utv1HaL•a con la contundencia suficiente. Este m?do de razonar refleja en riguroso paralelo lo que siempre se ha hecho en . . contencioso-administrativa con los reglamentos (en la llamada impugmdirecta.d~ ~eglamentos). Pero ahora se ha producido un salto cualitativo y se llegado a ~nJ~Iciar -ya que no a anular- la Ley. Pero recordemos que en la UUJJul';ua,"'l'--'11 mdirecta de reglamentos tampoco se anulan éstos. mi me parece qu~ esta acti~d ~el Tribunal Sul?remo es valiente, progresista y, l~able y dig~a d.e ser Imitada. Pero conviene tener conciencia de su heteU? ~nbunal ordma~10 no ha anulad~ cie.t;amente la ley, pero ha hecho algo ,Parecido. se ~a pronunciado sobre su aphcacwn por causa de la invalidez incons......, ..uuu•u~-tuJ.uuui~:utc

n

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puesto que tiene conciencia de su insuficiencia; y si no la aplica, estará cometiendo auténtico delito de prevaricación. El resultado final ha de ser, por tanto, casi la ley se aplicará en unos casos y en otros no, según la mentalidad del funcionario la maneje. Si se aplica, será a conciencia de que el sancionado podrá liberarse de sanción si la impugna; de tal manera que sólo serán sancionados los que soporten mansamente la acción administrativa, que es costoso impugnar. O sea, que la '"''".·"'u'uu
IRRETROACTIVIDAD DE LAS NORMAS SANCIONADORAS

Esté o no incluida esta regla (porque la cuestión es muy debatida) en el principio de la legalidad, el hecho es que se encuentra recogida de forma expresa en la Constitución y no una sino varias veces. Primero en el artículo 9.3 que «garantiza la irretroactividad de las disposiciones sancionadoras no favorables» y luego en el25.1, de modo indirecto pero contundente, al aludirse a «la legislación vigente en aquel momento» (en el de producirse los hechos sancionables). La irretroactividad se desenvuelve en el Derecho Administrativo Sancionador a lo largo y a lo ancho de h·es campos fundamentales: en primer lugar, en el de la no exigencia retroactiva de los requisitos establecidos por la Constitución de 1978 (de lo que ya me he ocupado páginas más atrás); en segundo lugar, en el de la irretroactividad de las normas sancionadoras, que es el núcleo de la cuestión y el aparentemente más sencillo a la vista de la contundencia del texto constitucional y de lo dispuesto en el artículo 128.1 de la LAP («Serán de aplicación las disposiciones sancionadoras vigentes en el momento de producirse los hechos que constituyan infracción administrativa»); y en tercer lugar, en el de la posible retroactividad de las normas sancionadoras favorables. El REPEPOS, por su parte, dedica a este extremo el artículo 4.1, que d~~:

1

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Sólo se podrán sancionar infracciones consumadas y respecto de conductas y hechos constitutivos de infracciones administrativas delimitadas por Ley anterior a su comisión y, en su caso, graduadas por las disposiciones reglamentarias de desarrollo. Las disposiciones sancionadoras no se aplicarán con efecto retroactivo salvo cuando favorezcan al presunto infractor.

l. !RRETROACTIVIDAD DE LAS NORMAS DESFAVORABLES Un buen punto de partida para el examen de esta cuestión se encuentra en el artículo 7.1 del Convenio europeo para la protección de los derechos humanos y libertades fundamentales (Roma, 4 de noviembre de 1950; ratificado por España el 26 de septiembre de 1979), conforme al cual nadie podrá ser condenado por una acción o una omisión que, en el momento en que haya sido cometida, no constituya una infracción según el Derecho nacional o internacional. Igualmente no podrá ser impuesta una pena más grave que la aplicable en el momento en que la infracción haya sido cometida.

Por su parte, el Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas (asunto Regina c. Kirk) ha hecho observar que «el principio de irretroactividad de la norma penal es un principio común a todos los ordenamientos jurídicos de los Estados miembros, reconocido como derecho fundamental por el artículo 7 del Convenio de Roma y que forma parte de los principios generales del Derecho, cuya observancia debe garantizar el Tribunal». Por lo que se refiere a nuestro Ordenamiento constitucional, existe una cuestión de carácter general que todavía no está resuelta, a saber: la de si la regla de la irretroactividad se deduce exclusivamente del artículo 9.3 de la Constitución o si también encuentra su apoyo en el artículo 24. Así formulada parece una cuestión rigurosamente teórica, pero conste que es prácticamente muy relevante. Porque si sólo pudiese invocarse el artículo 9, no habría acceso individualizado al Tribunal Constitucional; en cambio, entrando en juego el artículo 24, nos encontraríamos ante un derecho fundamental protegible directamente a través del recurso de amparo. En esta polémica -y frente a la postura inequívocamente restrictiva del Tribunal Constitucional- algunos autores, como SERRANO ALBERCA y GARBERI (1989, 88-89), sostienen la tesis de la posibilidad del ejercicio del recurso de amparo. La cuestión fue planteada tempranamente por la STC 15/1981, de 7 de mayo, más atrás citada, en la que se fundamentó la retroactividad de la norma favorable al amparo del artículo 9.3 de la Constitución. Ahora bien, la invocación del artículo 9.3, y no del 25.1, tuvo, sin embargo, la consecuencia de la indisponibilidad del recurso de amparo, dado que este derecho a la irretroactividad «no es invocable en vía de amparo, reservada a las libertades y derechos reconocidos en el artículo 14 y la sección l.a del Capítulo II del Título I de la Constitución». Criterio restrictivo en el que sigue insistiéndose todavía, como aparece en la STC 237/1993, de 12 de julio: el principio de irretroactividad de las disposiciones no favorables no es invocable en vía de amparo (SSTC 15/1981, 6/1983 y 32/1987 [... ], en suma, la aplicación del principio de irretroactividad de las leyes del artículo 9.3 de la Constitución no puede ser enjuiciada por este Tribunal a no ser que a través de ella se haya vulnerado alguno de los derechos susceptibles de amparo.

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l_Jna ~ostura criticada con ~a~ón por SANZ .GANDASEGUI (1984, 123-124), · exphca como «el argumento utlhzado, aunque mtachable desde una mal y literal, puede ser cuestionado si se pone en relación con la opción hecha Tribunal en otros casos, como en el principio non bis in ídem que, sin aparecer ralmente en el artículo 25, se admite como derecho :fundamental». La retroactividad (o irretroactividad) puede afectar tanto a la calificación de hecho como infracción administrativa o delito (convirtiendo, por ejemplo, en ción lo que antes era delito) como en la tipificación y graduación de las ,.·'+w·~-' nes y sanciones y como también, en fin, en la aplicación de circunstancias cativas. En un orden muy distinto de consideraciones, la STC 184/1992, de 16 de bre, da pie para reflexionar, al hilo de la sentencia del Tribunal Supremo ImlDmrnacitl' (de 23 de diciembre de 1988), sobre un supuesto más que dudoso de norma favorable. En una parcelación ilegal de suelo urbanizable no '"''·"n''"'"' lugar una reforma del Plan que lo convirtió en suelo urbano y para es obvio que esta alteración normativa elimina el ilícito. A mi juicio, sin embargo, solución no es la correcta ya que el tipo del ilícito no ha sido alterado, por lo que modo alguno puede entenderse que existe una disposición sancionadora po;stetior favorable. Un cambio de Plan no es una disposición sancionadora. Con el J.J,a.,,;uu Penal, por ejemplo, el hurtador que adquiere, después del hurto, la cosa sustraída, no queda liberado de responsabilidad. La STC 196/1991, de 17 de octubre, examina un caso sumamente curioso, cuya resolución da pie al Tribunal para afirmar una postura irretroactiva a ultranza. Como es sabido, el viejo Código Penal Militar de 1945 fue profundamente reformado cua• renta años después y sus ilícitos quedaron desdoblados en las Leyes Orgánicas 12/1985 y 13/1985, de 9 de diciembre, tipificándose en la primera -por «despenalización>>- una serie de infracciones que en el texto de 1945 eran delitos. En el caso de autos un militar penado por el articulo 352 del Código Penal Militar, vio que su pena era dejada sin efecto como consecuencia de que el tipo había desaparecido en 1985 como delito; pero hmtediatamente después fue expedientado disciplinariamente y sancionado como consecuencia de haber sido ahora tipificados los mismos hechos como infracción. Con lo cual quedaba planteada la cuestión en los siguientes ténninos: para el sancionado se trataba de una aplicación retroactiva de la norma disciplinaria ya que se refería a hechos cometidos con anterioridad a 1985; mientras que para la Administración sancionadora (y para el Tribunal Supremo) no había tal, dado que «no es que la conducta del castigado por el artículo 352 del Código de Justicia Militar hubiera pasado a ser lícita sino que dejó de ser delictiva para convertirse en falta disciplinaria». Vistas así las cosas, el Tribunal se apresura a hacer una nueva declaración interdictiva de la retroactividad y, sentado esto, entra a continuación en el análisis de la peculiaridad del caso, es decir, en la continuidad real del ilícito, una vez cambiada su naturaleza: Esa continuidad entre el anterior ordenamiento sancionador militar y el vigente desde el 1 de junio de 1986 sólo alcanza, y aun así parcialmente, al contenido de la conducta merecedora de reproche, no, en cambio, a la índole y onerosidad de la sanción. Por tanto, jurídicamente son distintos los tipos sancionadores que consideramos, rompiéndose la persistencia de la predeterminación legal de la sanción [... ]. Se podría hablar de «continuidad» fáctica, pero no jurídica sancionadora. La absolución en el delito lo era con todas sus consecuencias. Sólo esta falta podría, consecuentemente, ser sancionable cuando fuera cometida tras la vigencia de la Ley que la previera como tal.

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Esta solución peca, no obstante, de formalista y no fue tal, desde luego la intendel legislador cuando «sin solución de continuidad» incluyó los antiiuos tipos e~ la categoría de mfracciones. La sentencia -en palabras de un voto parde Gimeno Sendra- «confunde los efectos de una despenalización con los de anmistía o indulto». Añadiéndose en dicho voto que desde el punto de vista constitucional no creo que pueda efectuarse reproche de inconstitucionali~a? alg~na, ~i a la posibilidad de que el legislador decida transformar un ilicito penal en

adrmmstratlvo, m a la de que los operadores jurídicos, una vez liquidada la sanción penal principal, decidan mantener las accesorias o la principal de multa, convertidas en sanciones administrativas, siempre y cuando naturalmente la nueva sanción sea más favorable pues de lo c?ntrario, s~ infringirá, no el principio de legalidad, sino el de irretroactividad d~ las dlsposicwnes sancwnadoras del articulo 9.2. Por tanto, a los efectos del cumplimiento del principio de legalidad, lo único que el articulo 25 prohibe es que nadie sea condenado por acciones que en el momento de producirse no constituyen «delito o infracción administrativa», sin que la norma constitucional vede la posibilidad de que, sobre el mismo hecho y contra el mismo aut~r, se efectúe una sucesión más favorable de normas para el condenado, que es lo que en realidad acontece en los supuestos de «discriminalizacióm> en sentido estricto, pues entre el ilicito penal y el administrativo no existe diferencia en todo lo referente a su naturaleza (no en vano al Derecho Administrativo Sancionador se le denomina también «Derecho Penal Administrativo»).

CARRETERO y CARRETERO (1992, 112-113) han estudiado atentamente (lo que no ser común en la doctrina) diversos problemas que aparecen en torno a la retroa<-•""·'"'"' e irretroactividad de las normas sancionadoras: A la ~ora de '.'alorar la lenidad relativa de las normas en juego, recuerdan que, la doctnna dommante, en caso de duda la regla es que las sanciones ciertas son graves que las inciertas y las regladas más que las discrecionales. - En el ~aso de infracciones resultantes del incumplimiento de prestaciones exicon caracter g~neral, no. procede aplicar la ley posterior más beneficiosa «porSUt)Ortarta premiar a los mfractores, salvo que las propias normas señalaran lo vv11uauv. por ejemplo, si una ley suprime un tributo, ello no puede suponer la anmispara los defraudadores anteriores». . - Respecto a la ley intermedia constatan que «la jurisprudencia se ha inclinado Siempre que ha sido posible por la aplicación de la norma favorable». Una cuestión que se plantea con relativa frecuencia ante los Tribunales es la de si el principio que se está analizando se aplica solamente a las infracciones posteriores a la Constitución o si, por el contrario, se benefician también de él las cometidas con anterioridad. Lo que. el Tribunal Constitucional, en su sentencia, entre otras, 177/1992, de 2 de noviembre, ha resuelto de manera contundente: -

La regla de la irretroactividad de la reserva de Ley del articulo 25.1 de la Constitución es aplicable con independencia de que los hechos sancionados sean anteriores o posteriores a la C,:onstitució~. Y es así .P?rque no podría ser de otro modo, esto es, porque si este Tribunal admitiera que la irretroactlvidad de la reserva de Ley del articulo 25.1 sólo se da si el hecho sancionado es anterior a la entrada en vigor de la Constitución, dicha irretroactividad carecería en el fondo d~ significado, ya que las resoluciones sancionadoras dictadas en aplicación de las correspondientes normas reglamentarias anteriores a la Constitución -salvo en casos rarísimos- habría alcanzado ya firmeza, y la regla de la irretroactividad no añadirla nada nuevo.

La STC 45/1994, de 15 de febrero, aborda un punto sumamente interesante: cometida una infracción establecida en un Reglamento postconstitucional de legali-

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dad más que dudosa, poco después se publica una Ley que presta cobertura a Reglamento. Así lo había entendido, al menos, la jurisdicción coJtltencJlos,o-aldJ trativa al confirmar las sanciones administrativas impuestas. Constitucional no comparte tal criterio, declarando que no es posible aceptar que la cobertura legal ex post Jacto pueda subsanar el vicio previo sante de la vulneración del articulo 25.1 de la Constitución. Como ya hemos declarado caso análogo (STC 29/1989), «es obvio que esa Ley no podía prestar cobertura legal al Decreto (de anterior fecha) para la imposición de sanciones por infracciones cometidas anterioridad a la vigencia de la propia Ley, dada la irretroactividad de las disposiciones donadoras».

Ni que decir tiene, por último, que la aplicación de las reglas de irretro dad o de retroactividad presupone la determinación precisa del mc>m,ent:o comisión de la infracción: lo que no es siempre una operación sencilla. MENUDO (1982, 171 ss.) ha realizado, al efecto, un ensayo de sistematización arreglo a las siguientes variantes: a) Infracciones realizadas en un solo instante: hay problema. b) Infracciones que consisten en una acción: el acto inicial. Infracciones que consisten en la producción de un resultado: el último acto desencadene tal resultado. d) Infracción permanente: el último acto constitutivo la conducta. 2.

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RETROACTIVIDAD DE LAS NORMAS FAVORABLES

Cuando se trata de normas sancionadoras favorables para el infractor, rige la inversa a la que acaba de ser examinada, es decir, la de la retroactividad. Esto es bien conocido en el Derecho Penal y que se recoge en el artículo 24 de su Código: Las leyes penales tienen efecto retroactivo en cuanto favorezcan al reo de un delito o aunque al publicarse aquéllas hubiese recaído sentencia firme y el condenado estuviese pliendo la condena.

En el Derecho Administrativo Sancionador no se reconocía esta regla con ter general, aunque así aparecía consignada en algunas leyes sectoriales, como Disposición Transitoria 3. 3 del Real Decreto 2631/1985, de 18 de diciembre, procedimiento tributario sancionador: l. La Ley 10/1985, de 26 de abril, será de aplicación a las infracciones tipificadas misma que se cometan a partir del27 de abril de 1985, cualquiera que sea la fecha del go de los hechos imponibles con que estén relacionados. No obstante lo dispuesto en el fo anterior, la nueva normativa será de aplicación a las infracciones tributarias cometidas anterioridad cuando resulte más favorable para los sujetos infractores.

Por cierto, que el mantenimiento de este principio ha provocado en el año una curiosa situación. Teniendo en cuenta que el nuevo texto de la Tributaria era manifiestamente más favorable que el anterior, la Agencia ordenó la suspensión de los procedimientos sancionadores iniciados -¡más 600.000!- que deberían reanudarse a partir del1 de julio para adecuarlos a la normativa que entraba en vigor ese día. El artículo 128.2 de la LPAC ha terminado generalizando la regla para el Administrativo Sancionador:

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«Las disposiciones sancionadoras producirán efecto retroactivo en cuanto favorezcan al presunto infractom.

Con esta rotunda declaración se garantiza ya el rango legal de la regla. Pero además, sobremanera indagar si su rango se encuentra en el nivel supremo Constitución, puesto que las consecuencias obviamente no serían las mismas, habrá ocasión de comprobar más adelante. Tribunal Constitucional parece, en efecto, inclinarse por la tesis de su reconoconstitucional, dado que extrae la regla, aunque sea a sensu contrario, de un de la Constitución. Así se apunta ya en la temprana sentencia 8/1981, de 30 marzo (reiterada en la 15/1981, de 7 de mayo), donde se declara que el problema de la retroactividad o irretroactividad de la ley penal (en realidad no sólo de ella, sino también de otras disposiciones sancionadoras, aunque sólo a aquélla y no a todas estas van dirigidas las consideraciones presentes) viene regulado por nuestra Constitución en su articulado 9.3 [.. .]. Interpretando a sensu contrario este precepto puede entenderse que la Constitución garantiza también la retroactividad de la ley penal favorable.

La misma actitud ha adoptado el Tribunal Supremo en una jurisprudencia muy Así, entre otras muchas, la sentencia de 28 de mayo de 1990 (Ar. 3765; Lojo):

•uu•~uuw.

el principio de la retroactividad de las leyes penales favorables, reconocida en el artículo 24 del Código Penal y 15 del Pacto Internacional de los Derechos civiles y políticos de 19 de diciembre de 1966, es una consecuencia del principio de legalidad, establecido en el artículo 25 de la Constitución, para la imposición de condena o sanción, y del principio de irretroactividad que garantiza el artículo 9.3, su aplicación al Derecho Administrativo Sancionador resulta, por tanto, de la Constitución.

La cuestión dista mucho, sin embargo, de ser tan clara como estas sentencias indicar. LóPEZ MENUDO, que ha estudiado muy detenidamente este extremo las deliberaciones parlamentarias, llega a la conclusión de que los constituyentes desearon inequívocamente la inclusión de tal regla; y, desde el punto de vista lógila rechaza él enérgicamente (1982, 180 ss.) puesto que el argumento a sensu conestá aquí manejado de forma incorrecta, habida cuenta de los distintos cantefundamento de la regla deducida y de la regla de la que se pretende deducir: principio de irretroactividad de normas sancionadoras desfavorables conteroen el artículo 9.3 de la Constitución no va implícito el mandato constitucional que se den efectos retróactivos a las favorables; del mismo modo que cuando la · garantiza la irretroactividad de las normas restrictivas de derechos indino está mandando se apliquen retroactivamente las normas que amplíen mi opinión, las tesis de LóPEZ MENUDO es la correcta porque lo opuesto (lo ) a la regla de que las normas desfavorables son irretroactivas no es la regla que las normas favorables son retroactivas, como con un silogismo a todas luces deducen las sentencias citadas. En términos lógicos, de la proposición «los son avaros» no se deduce a contrario sensu que «los jóvenes son generosino que «los ancianos no son generosos» y que los jóvenes podrán ser generoo avaros: en realidad, la proposición escogida nada dice de los jóvenes. Volviendo a nuestro caso, esto significa que las normas sancionadoras favorables ser tanto retroactivas como irretroactivas, dado que el artículo 128.2 nada sobre ellas. Y de aquí precisamente que cuando la LAP ha querido establecer las

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dos reglas, se ha tomado la molestia, que resultaba necesaria, de formularlas mente en dos preceptos distintos (en los dos números del art. 128); de la misma ra que también lo ha hecho así el Código Penal. Entiendo, pues, en conclusión que la regla de la retroactividad de las normas donadoras favorables tiene rango legal y no constitucional. Lo que significa puede ser derogada o excepcionada por cualquier otro precepto de rango legal sin ello vulnere la Constitución. Y, en cuanto a su fundamento, es frecuente que la jurisprudencia se invocaciones tan venerables como evanescentes, al estilo de la STS de 11 de de 1976 (Ar. 506), donde se hace referencia expresa de la .hu_manitat~s ca~~a, a tatis causa y a la justitiae causa; pero para m1 es muy dtstmta la s1tuac10n trate de normas favorables o desfavorables: el fundamento de la """'t"n"'"·tnn normas sancionadoras desfavorables es la seguridad jurídica, puesto que se vv,,.,.u_.,. ra inicuo castigar a alguien por algo que en el momento de realizarse la acción to. En cambio, el fundamento de la retroactividad de las normas sancionadoras rabies es la igualdad, puesto que se considera inicuo castigar de distinta manera quienes han cometido la misma infracción. A este propósito la STC 99/2000, de 10 de abril, va acompañada de un voto particular de Mendizábal que es ilustrativo recordar: El limite cronológico del ius puniendi como conjunto de normas y como potestad prende tanto la interdicción de la irretroactividad de la ley más severa [... ] como la retroactividad obligada de la más benigna, no por compasión, humanitatis causa, ni tampoco por aplicación del principio in dubio pro reo, sino por razones de justicia como valor cortsti1:ucional preferente y norte del Estado de Derecho [... ]Cuando el legislador promulga una ley sancionadora (no sólo penal) más suave está reconociendo implicitamente al menos que la dente más severa no se acomoda a las exigencias de justicia de la sociedad coetánea. No pare, ce coherente admitir a priori la posibilidad de que dos poderes públicos, el legislativo y el judicial funcionen cada uno a su aire, exonerando y castigando a la vez las misma conductas por mor del tiempo en que sucedieron. Es evidente que para evitar tal distonia debe prevalecer la ley nueva que refleja las convicciones del pueblo, a través de sus representantes, ert tan preciso momento y, por tanto, pone el listón del mínimo ético o aplica el principio de intervención mínima.

Desde el punto de vista de la técnica jurídica, resulta esencial percatarse de la diferencia de los régimenes temporales de la retroactividad de las normas penales favorables y la de la normas administrativas sancionadoras. El articulo 24 del Código Penal expresa, como hemos visto, una retroactividad absoluta en el tiempo, ya q~e .se extiende incluso a penas que todavía se están cumpliendo. Para las normas admmts· trativas, en cambio, la retroactividad sólo alcanza a los hechos sobre los que todavi.a no se ha realizado un pronunciamiento administrativo firme. Interpret~ción restrictl· va que se deduce del términos literal. del artículo 128.2 de la LAP, que b~en c~aramente alude al «presunto» infractor, es dec1r, a aquella persona que todavm no ha stdo declarada infractor. En su consecuencia, una vez que haya resolución administrativa firme, ya no opera la regla de la retroactividad. . Otra cosa dice, sin embargo, y aunque sea en un contexto margmal, la STS de 28 de mayo de 1990 (Ar. 3765; Fuente Lojo), en la que se afirma que la aplicación retro· activa de la ley más favorable ha de realizarse incluso aun cuando ya se haya pronun~ ciado la sanción y es que -recordando la sentencia del Tribunal Supremo de 10 de marzo de 1987 (Ar. 10184 de 1988; Rodríguez García)-, «la ley penal más favo~a­ ble pasa incluso por encima de la cosa juzgada y su aplicación no se detiene ni siqme· raen el supuesto de que el reo estuviese cumpliendo condena». Y todo ello porque

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el efecto retroactivo de la norma más favorable no resulta limitado al trámite de proceso administrativo si se parte de que el propio articulo 24 del Código Penal establece dicho efecto, aunque al publicarse la nueva norma hubiere recaído sentencia firme y el condenado estuviere cumpliendo condena, y la Disposición Transitoria de la Ley Orgánica 8/1983, de Reforma Urgente y parcial del Código Penal, ordena a Jueces y Tribunales que procedan de oficio a rectificar las sentencias firmes no ejecutadas que se hubieren dictado con anterioridad a la entrada en vigor de la ley nueva en los que conforme a ella hubiera correspondido una condena más beneficiosa para el reo.

blemas que esta doctrina plantea en el Derecho Administrativo son, con todo, gravísimos. Tratándose de multas -que es la sanción más en este ámbito- resulta que si la multa ya ha sido satisfecha, no procede la retroactiva; mientras que sí procedería para el sancionado moroso, premiansu resistencia. Y, en cambio, no ofrece dudas la aplicación retroactiva favorable de sanciones de cumplimiento indefinido, como, por ejemplo, la pérdida de capapara realizar determinadas actividades (retirada de licencia) o suspensión temo indefinida de su ejercicio (cierre de establecimientos). Sin que pueda objetarse a esta regulación tacha alguna de inconstitucionalidad, ya como antes se ha argumentado con detalle, la regla de la retroactividad tiene rango legal y, por ende, la ley es libre de determinar su alcance concreto; lo que licito si hubiera un condicionamiento constitucional. Y, por lo mismo, hay que . 11uu"''" la hipótesis de la aparición, en su día, de una ley general o sectorial, que determine de distinta manera los límites temporales de tal retroactividad. La propia naturaleza de las cosas impone el señalamiento de límites temporales a retroactividad, ya que, de no ser así, se producirían unas perturbaciones en la vida '··~•_. ..• ·n que pondrían en peligro incluso la supervivencia del Estado. Un buen ejemplo de ello nos lo proporciona la STC 361/1993, de 3 de diciembre, sobre indemnizatauiJ'"" a amnistiados. En el caso de autos se trataba de las indemnizaciones previstas en una ley para «algunos» beneficiarios de la amnistía política que en ella se declaraba. Esto suponía una evidente desigualdad para los excluidos de la indemnización. Y, sin embargo, el Tribunal lo encuentra constitucionalmente correcto por dos razones: porque la indemnización es graciable y, sobre todo, porque es la única forma de no gravar excesivamente los presupuestos económicos, reconociendo «un amplio margen de libertad al legislador al tratarse del reparto de recursos económicos necesariamente escasos en conexión con las circunstancias económicas, las disponibilidades del momento y las necesidades y deberes de los grupos sociales[ ... ] aunque ese margen haya de respetar en todo caso los criterios de razonabilidad y no arbitrariedad que se deducen también del artículo 14 de la Constitución». Y es que, abundando en lo anterior pero desde otra perspectiva, si no se establecieran dichos límites temporales, se producirían tales cataclismos en las situaciones jurídicas y económicas ya consolidadas, que no habría legislador con energía suficiente para suavizar sus criterios sancionatorios. Pasando a otros extremos dignos de comentario, conviene subrayar que la retroactividad ha de ser, en todo caso, global, es decir, que, como advierte la citada STS de 28 de mayo de 1990, con cita del Auto del Tribunal Constitucional de 24 de julio de 1984, ml::luJHt••v•

no se puede aplicar a retazos una y otra ley [la anterior y la posterior], debiéndose de aplicar la nueva cuando sea más favorable al reo, en bloque, no fragmentariamente, porque si se procediera a seleccionar de la normativa procedente y de la que se modifica lo más beneficioso de una y otra, se estarían usurpando tareas legislativas que no corresponde a los Tribunales como seria la creación de una tercera norma artificiosa e indebidamente elaborada a partir de lo entresacado de la antigua y la nueva.

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Doctrina que comparte también el Tribunal Constitucional, como puede barse en su sentencia 131/1986, de 29 de octubre: dicho principio supone la aplicación íntegra de la ley más beneficiosa, incluidas aquellas sus normas parciales que puedan resultar peljudiciales en relación con la ley anterior, desplaza en virtud de dicho principio, siempre que el resultado final, como es obvio, beneficio para el reo [... ].No es aceptable, por tanto, y así lo ha dicho este Tribunal en 369/1984, de 24 de junio, utilizar el referido principio para elegir, de las dos normas rrentes, las disposiciones parcialmente más ventajosas, pues en tal caso el órgano tenciador no estaría interpretando y aplicando las leyes en uso correcto de la diccional que le atribuye el artículo 117.3 de la Constitución, sino creando con tra;gmentcls ambas leyes una tercera y distinta norma legal con invasión de funciones legislativas que competen.

La STC 75/2002, de 8 de abril, ha declarado que el principio de la rPtt'""'·+•--~ dad de la ley penal más favorable -que, por cierto, no es susceptible de n---··" constitucional- «supone la aplicación integra de la ley más beneficiosa, u. lvuuu
La problemática examinada en la sentencia de 28 de mayo de 1987 (Ar. 10191; Español) es incluso más compleja y también merece que nos detengamos en ella.

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Por lo pronto admite sin vacilar la aplicación del principio penal en la forma que es conocida: · Partiendo de que las infracciones administrativas participan de la naturaleza de las penales, habrá de convenirse en que la doctrina de la retroactividad de las disposiciones sancionadoras favorables ha de referirse a unas y otras, siendo al efecto de recordar la STC de 30 de marzo de 1981, que destaca cómo el artículo 9.3 de la Constitución garantiza la irretroactividad de las normas sancionadoras, dentro de cuya rúbrica han de entrar las administrativas sancionadoras, en la que se declara que la norma 9.3 ha de interpretarse también a contrario sensu, entendiendo que la Constitución garantiza la retroactividad de la ley penal más favorable, principio ya consagrado en el artículo 24 del Código Penal.

En el ámbito procesal y procedimental destacan las siguientes cuestiones: la STS 22 de marzo de 1989 (Ar. 2261; Garcia-Ramos) resuelve de manera muy sencilla pr?blema. ~e cuál e~ la norma aplic~~le: si la vigent~ en el momento de prola mfraccwn o de dictarse la resolucwn (o la sentencia). Desde la perspectiva la retroactividad, siempre se aplicará la más favorable. La sente~cia de 13 de diciem~re de 1991 (Ar. 93~9; Trillo) admite la aplicaretroac!Iva de la norma sanciOnadora favorable mcluso cuando «el procedisancw~ador se encuentre en fase de impugnación jurisdiccional», «pues-ap.osti~la la de 26 de mayo de 1992 (Ar. 4232; González Mallo)- posila aphcac1ón de la nueva normativa sin retroacción de procedimiento sienademás aconsejable por razones de economía procesal, siempre que se h~ga sin me:no,spr·ecJLO del derecho de defensa». La sentencia de 13 de marzo de 1992 (Ar. ) aprovecha la oportunidad para aportar nuevos argumentos a esta Estos antecedentes jurisprudenciales contestan también a la alegación relativa a la improcedencia de que un órgano de la Jurisdicción realice directamente la aplicación de la Ley más favorable, sin dar la oportunidad a la Administración para que haga su propia calificación de los hechos. Siendo una de las opciones posibles que en estos casos la jurisprudencia se hubiera pronunciado en favor de devolver las actuaciones administrativas para que los hechos fuer~n calificados de nuevo por la Administración, sin embargo ha preferido seguir la de entrar d1rectamente en el tema, teniendo en cuenta siempre el previo y oportuno debate entre las partes, basándose implícitamente en una razón de economía procesal.

Esta doctrina puede considerarse pacifica aunque exigiendo, eso si, que la sanción no se haya ejecutado. La Sentencia de 30 de enero de 1991 (Ar. 478; Cáncer) aborda la delicada cuestión de la posibilidad de ejercer este tipo de derechos en el procedimiento especial de la Ley 62/1978 de protección jurisdiccional de los derechos fundamentales. Lo que resuelve en términos muy rigurosos: Como se establece en la STC de 30 de marzo de 1981, del análisis del artículo 25.1 de la Constitución no se infiere que este precepto reconozca a los ciudadanos un derecho fundam~nt~l a la aplicación r~troactiva de una ley penal más favorable que la actualmente vigente. Añadiendo esta sentencia y la de 7 de mayo de 1981 que la retroactividad de las disposiciones sancionadoras favorables tiene su fundamento a contrario sensu en el artículo 9 de la Constitución, no siendo invocable en vía de amparo [... ],doctrina que se reitera en la de 29 de octubre de 1986. De lo que se infiere que la invocación de esta supuesta vulneración del principio de retroactividad de las disposiciones sancionadoras favorables, tampoco es invocable en el proceso especial y sumario de la Ley 62/1978.

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La STS de9 de mayo de 2002 (3.a, 6.a, Ar. 5075) sigue insistiendo, no oos:tant~ en la linea tradicional y aplica la norma más favorables que entró en vigor después haber impuesto la sanción administrativa. Nótese que aquí se están manejando razones constitucionales de índole Ulél.tcna1 porque es claro que la retroactividad opera sin dificultades cuando se trata de normas de carácter procesal, como admite sin ambajes la STS de 4 de enero de 2000 (Ar 1084). . D~sde la.per~pectiva del Tribunal Constitucional la cuestión más importante (estudiada mmucwsamente por HUERTA TociLDO, 2000) es la de si la retroactividad de las n~rmas favorables ge~er~ ,en el infractor un dere~ho ~n.damental amparado en ~1 articulo 25 de la Constitucwn, o no; cuya relevancia practica salta a la vista si se tiene en cuenta que de su respuesta depende la posibilidad de fundar en ella un recurso de amparo. · A este propós~to la postura del tribunal no puede ser más tajante ya que desde la temprana Sentencia 8/1981 viene sosteniendo que dicho principio, reconocido en el artículo 9.3, no tiene cabida en el25.1. Y, sin embargo, en ocasiones ha prosperado el recurso aunque no al amparo del artículo 25 sino de otros como el 17.1 o el 24 ~U~RTA TociLDO .h~ comba!ido enérg~camente esta postura por entender que si el prin~ cip10 de retroactiVIdad esta reconocido en el artículo 9.3, necesariamente habrá de considerarse asimismo contenido en el artículo 25.1. Y de hecho así se ha defendido en algunos votos particulares (en las SS 177 y 203/1994), aunque el Tribunal siga sin dar su brazo a torcer y, cuando quiere admitir y estimar el amparo, prefiera acudir como. acaba ~e v~rse, a otros artículos constitucionales más o menos inesperados. ' Smgular mteres ofrece el supuesto de leyes temporales, que constituyen una excepció~ al principio. Tal como explica la STS de 18 de marzo de 2003 (3.a, 4.a, Ar. 3651), la figura penal de las llamadas leyes temporales es «esencialmente relevante en relación con la potestad sancionadora de las Administraciones Públicas. En determinados sectores en que tiene lugar la intervención administrativa, como el social o el económico, es frecuente que la norma proyecte actuaciones para atender a situaciones coyunturales que se espera corregir o paliar con las medidas adoptadas. Éstas están llamadas a l?erd~r su vigencia cuando desaparezcan aquellas situaciones, pero requieren para su eficacia del plus de garantía que comporta el régimen administrativo sancionador. Cuando así ocurre, no son aplicables retroactivamente las normas posteriores más favorables que vienen a sustituirlas».

de ella, creyendo ingenuamente que el antónimo de la legalidad era la arbitra(que se quería eliminar a todo trance) y pasando por alto que la legalidad necedel contrapeso de la discrecionalidad (administrativa) y del arbitrio (judicial) sin cuales termina siendo aquélla una variante de dictadura y que no se gana mucho se pasa de la dictadura de los hombres a la dictadura de las leyes. Ahora bien, como no es este el momento de extenderme en consideraciones críticas de orden político o ideológico sobre ellegalismo a ultranza, quiero limitarme a evocar brevemente las disfunciones técnicas que de esta visión unilateral resultan. Por lo pronto, y en lo que a nuestra tema importa, se concibe el Derecho ACimi[nü;tr¡ttn'ro Sancionador como un ordenamiento heterónomo a la Administración y a los tribunales, es decir, como un conjunto de normas impuestas desde fuera por el legislador. Al Ejecutivo, en efecto, sólo le corresponde la modestísima tarea de colaborar con el legislador en los términos que expresamente se le señalen: mientras que en la actividad aplicativa de las normas se asigna a los funcionarios y jueces una tarea esencialmente automática ya que tienen que limitarse a realizar continuas operaciones formales de subsunción, o sea, encajar unos hechos «objetivos» determinados por el principio de la presunción de inocencia, en unos tipos legales rigurosamente preestablecidos en la ley. Fuera del círculo iluminado por la ley, no hay más que las tinieblas de lo ilícito, de lo prohibido. A lo largo del libro hemos de comprobar, sin embargo, que este sistema no pasa de ser una falacia ideológica, un pío --o quizás pervers()---- deseo del legislador quien, para justificarlo e imponerlo, no ha vacilado en mancillar la Constitución obligándola . a decir cosas que manifiestamente no dijo. Las consecuencias prácticas de esta falacia son ciertamente muy graves; aunque por fortuna, la disfuncionalidad provocada ha topado con el limite infranqueable de una realidad que en muchos aspectos no se deja manipular de una forma tan rudimentaria y escandalosa. La realidad es a veces terca, incluso inquebrantable, de tal manera que contra ella terminan estrellándose imponentes las olas de una ideología torp~ y de una doctrina poco imaginativa. Este es el verdadero origen de una serie de paradojas que nos esperan en cada capítulo del libro: unos principios dogmáticos formulados en términos inflexibles, que a la hora de la verdad no se aplican sencillamente porque no pueden serlo, creándose así las extensas manchas de inseguridad que tanto afean al Derecho Administrativo español emergente. Pero ya se ha dicho que, guste o no guste, el arbitrio judicial y la discrecionalidad administrativa son el saludable --e inevitable- contrapeso de los rigores de la legalidad y lo que explica que ésta no produzca los desastrosos efectos que de otra suerte resultarían.

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VII. l.

BALANCE FINAL DISCRECIONALIDAD ADMINISTRATIVA Y ARBITRIO JUDICIAL COMO COMPLEMENTOS INEXCUSABLES DE LA LEGALIDAD

L~ ~onstitución

de 1978 -y en general el Ordenamiento jurídico actual- ha magmficado el concepto de la legalidad objetiva sobredimensionado su importancia y c~m.elativament~ su~d~~ensionando, e incluso ignorando, los factores personales subjetivos de la vida Jundica que son la otra cara de la legalidad. Un desequilibrio cuyos efectos serían aún más devastadores para el Derecho Administrativo Sancionador si no fuera _po~que los jueces no han renunciado, por fortuna, al ejercicio de sus potestades de arbitno prudente. Las causas de tan exacerbada magnificación son explicables aunque no justificables. La Cons~i1;U?ión nació. en un momento h~stórico en el que se estaba padeciendo un acusado def1c1t de legalidad que, pura y simplemente, se supercompensó con un

2.

¿UN PRINCIPIO DE LEGALIDAD ORDINARIA?

Al cabo de tantas páginas hemos llegado a una situación que dista mucho de ser satisfactoria. Por lo pronto hemos descubierto que este principio, lejos de ser una conquista del Estado democrático estaba ya inequívocamente proclamado en el régimen franquista. La diferencia entre ambos períodos podrá encontrarse ciertamente en su distinto grado de aplicación, que ahora es mucho más elevado que antes. La segunda duda es la de su naturaleza, que tanto la jurisprudencia como la doctrina califican de constitucional, aunque sin argumentos convincentes. Algo que está justificado para los ilicitos penales, mas no para la los administrativos. El Código

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DERECHO ADMINISTRATNO SANCIONADOR

Penal debe ser aprobado por una ley, e incluso por una ley orgánica. No se bien, en cambio, que se sostenga esta misma exigencia para las infracciones trativas, que se cuentan por millones y que varían cada día en cuanto que de unas normas primarias convencionales y muy poco estables. Las tra la salud público o el medio ambiente se deducen de unas cas minuciosísimas que van desde la descripción química de unos aditivos ríos a un plan parcial urbanístico aprobado por cualquier de los siete mil ---~.....,.. que hay en España. Para compaginar la unidad del principio constitucional con número y variedad de los ilícitos concretos ha habido que introducir una adaptativa: el principio se aplica en todos los casos pero no de la misma ....'""•<~-.' que debe matizarse o modularse según las peculiaridades de la materia. La solución es ingeniosa, desde luego, pero presenta graves inconvenientes zando por el de la inseguridad ya que no sabemos de antemano hasta qué punto admisibles las peculiaridades de cada régimen, habida cuenta de que, tratándose de principio constitucional, es el tribunal de este orden el que así ha de declararlo por caso dejando unos largos vacíos de incertidumbre. Además, y por otro lado, la imposibilidad física de una regulación legal co1mo.lel ha obligado a llamar a los reglamentos para que completen el régimen. Una ción inevitable pero de alcance también impreciso, que provoca infinidad de tos como se comprobará en el capítulo siguiente. La inseguridad es, en definitiva, la nota más característica del principio tucional» de la legalidad de las infracciones y sanciones administrativas, cuyo no podemos valorar con exactitud todavía ya que aún no hemos matizado con sus dos elementos (o corolarios) fundamentales: la reserva legal y el mandato de ficación. A mi juicio todas estas dificultades se aliviarían sencillamente se se renunciase rango constitucional del principio, que carece del más mínimo apoyo textual y además, como ya hemos visto y seguiremos comprobando, complica Illllec:es¡ma,~. mente todo el sistema. El principio de legalidad debe ser garantizado a nivel si así fuese, las propias leyes se encargarían de introducir con precisión lo que se llaman modulaciones o flexibilizaciones, eliminando de una vez y para siempre inseguridad en que hoy nos movemos. Sin que, por otra parte, haya que temer por la pérdida de garantías del individuo, salvo que se niegue la importancia de la ley. Al fin y al cabo el Estado de Derecho está basado en la ley y la superprotección constitu~ cional debe reservarse para los bienes jurídicos verdaderamente fundamentales, como son ciertamente los afectados por el Derecho Penal mas no necesariamente por el Derecho Administrativo Sancionador. En esta hipótesis, la única pérdida efectiva sería el acceso al Tribunal Constitucional a través del recurso de amparo. Ahora bien, en el siglo xxr, al cabo de 25 años de experiencia, ya se han perdido buena parte de las ilusiones que en 1978 se habían depositado en tal recurso. Una sanción se impone en un riguroso procedí· miento administrativo y puede revisarse de ordinario con un recurso interno; luego intervienen dos instancias jurisdiccionales y, al final, en su caso el Tribunal Supremo en casación. ¿Cómo es posible que no nos basten dos controles administrativos y tres judiciales? ¿Por qué vamos a tener más confianza en el sexto control? Con este sistema lo único que estamos logrando es retrasar durante años y años las resoluciones definitivas y congestionar a los tribunales.

CAPÍTULO VI

LA RESERVA LEGAL l. Multiplicidad de reservas legales.-II. El artículo ~5.1 ~e la Constitución: La reserva el ejercicio de la potestad sancionadora. 1. Reserva de legislación y reserva d.e ley. 2 .. ~eserva Orgánica y reserva de Ley ordinaria. 3. Reser¡~ d~ Ley y Decreto-Ley. 4. Sentido tra~~c10nal Y moderno de la reserva legal. 5. La reserva tnmtana de la LPAC. -III. La colaboracwn reglal. Planteamiento. 2. Constitucionalidad. 3. Justificación.-IY. Leyes en blanco o leyes de remiConcepto y contenido. 2. Sus limites: habilitaciones en blanco o re.misiones i~suficiei~te.s. 3. para la validez.-V. El llamamiento a la colaboración reglamentm:¡a· l. Dos f¡~as d1stmt~s en la reserva legal. 2. Habilitaciones genéricas en cláusulas de estilo. 3. La remiSión nonnatl4. Remisiones específicas. 5. Remision~s implicitas y mar~o sistemático de referenc.ia . .6: La cobe~­ legal. VI. Consideraciones finales. l. Tesis de la super~uenc1a ~e 1~ :eserva legal. 2. Viabilidad del rég¡general de la LPAC. VII. Balance general: nmifi·agw del prmctpw. SUMARIO:

Una vez examinada lo que podría considerarse «teoría general» del principio de rel!am1uu podemos pasar al análisis de sus corola~ios o elemen~os empez~ndo po~ la de ley ya que --como se recordará de lo d1eho en ~1 capit;ulo antenor-:- exige existencia de una norma jurídica previa reguladora de mfraccwnes y sancwnes; Y de una norma positiva cualquiera sino cabalmente de una norma con rango de ley. el punto de vista sistemático parece impecabl~ este modo de proce~e~,, aunque ·<'.o1nv1,ene advertir que materialmente puede produCirse alguna superposiciOn en el de este capítulo y en el del siguiente dado que hay cuestiones --como la de aboración reglamentaria- que podrían estudiarse tanto dentro de la reserva como del mandato de tipificación. MULTIPLICIDAD DE RESERVAS LEGALES La primera dificultad que ofrece el análisis de la resery~ legal es~iba en l.a circunstancia de que, desde el pu_nto de vista del Derec~o ~~sitlvo, no .existe tal figura, puesto que, en rigor, lo que esta regulado por la Constltucwn son vanas re~ervas leg~­ les cada una de ellas con su régimen jurídico propio. En su consecuencia, la conflgU:ación dogmática de una reserva legal única resul!a. luego difícil,ntente .aplicable a sus diferentes manifestaciones dado que lo que es valldo para el genero (Intelectualmente construido) o para una de ellas puede no serlo para las demá~. Esta es una s~l­ vedad imprescindible que obliga a extremar las cautelas ,Y precaucw~es del .estudio. O dicho con otras palabras: aunque es perfectamente posible «constrUir» la flgu~a de la reserva legal (única) utilizando los elementos comunes qu~, el Orde~amiento Jurídico ha atribuido a sus variedades, los riesgos de tal operacwn son evidentes Y consisten en la inutilidad de su resultado y en la incorrección que supone el intento de aplicar a todas las variedades los efectos jurídicos que sólo son propios del género o de una de ellas. Yo no niego, por supuesto, la existen~ia de la ~eserva legal sin? qu~, en este momento --consciente de los excesos a que esta conduciendo la generahzacwn- en lugar de [251]

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