Nieto. Alejandro, Derrecho Administrativo Sancionador

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ALEJANDRO NIETO

DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

CUARTA EDICION TOTALMENTE REFORMADA

CORTE

SUPREMA

14130 BIBLIOTECA

1." edición, 1993 2.'edición, 1994 Reimpresión, 2000 3." edición, 2002 4." edición, 2005

Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la Ley, que establece penas de prisión y/o multas, además de las correspondientes indemnizaciones por daños y perjuicios, para quienes reprodujeren, plagiaren, distribuyeren o comunicaren públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, o su transformación, interpretación o ejecución artística fijada en cualquier tipo de soporte o comunicada a través de cualquier medio, sin la preceptiva autorización. © O

ALEJANDRO N I E T O G A R C Í A , 1 9 9 3

EDITORIAL T E C N O S ( G R U P O A N A Y A , S. A.), 2005

Juan Ignacio Luca de Tena, ISBN:

15 - 2 8 0 2 7

Madrid

84-309-4246-7

Depósito Legal: M.

17029-2005

Printed in Spain. Impreso en España por Rigorma

ÍNDICE GENERAL P R Ó L O G O A LA C U A R T A E D I C I Ó N

Pág.

CAPÍTULO I : I N T R O D U C C I Ó N I.

II.

III.

V. VI.

I.

28

28 32

SOBRE POLITICA REPRESIVA

32 33 36 38 40

SOBRE PRINCIPIOS Y NORMAS

42

42 44

U N DERECHO D E CREACIÓN PRETORIANA

47

SISTEMA D E CITAS

52

II: LA LECCIÓN DEL SIGLO XIX

53

EL PRECEDENTE DE LAS SANCIONES DE POLICÍA DEL SIGLO XVIH

53

L o s TEXTOS NORMATIVOS

56

Etapa constitucional de la época femandina Los comienzos del constitucionalismo La época moderada El final del reinado de Isabel II La Restauración

ADMINISTRACIÓN Y JURISDICCIÓN

1. 2. 3. 4. IV.

32

Sanción e intervención Principios y proposiciones para una política represiva eñcaz Política represiva y legislación sancionadora Colaboración social Los intereses protegidos

1. Uso y abuso de los principios generales de Derecho 2. Principio y norma en el Derecho Administrativo Sancionador

1. 2. 3. 4. 5. III.

19 20 21 22 25 27

SOBRE EL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

CAPITULO

II.

19

Panorama doctrinal La legislación sancionadora Materiales utilizados De lo que no trata este libro La potestad sancionadora de la Administración Otros bloques temáticos

1. Sarcasmos y paradojas 2. Hacia un nuevo Derecho Administrativo Sancionador 1. 2. 3. 4. 5. IV.

19

SOBRE ESTE LIBRO Y SU CONTEXTO

1. 2. 3. 4. 5. 6.

15

65

Causas del problema Reglas para la solución Una jurisprudencia contradictoria La «conducta» de los fiscales municipales

RÉGIMEN JURIDICO

1. 2. 3. 4.

58 60 61 63 64 66 67 68 72 73

Principio de la noimatividad Procedimiento Pago de la multa Impugnación

74 75 76 77

m

8

DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR V.

RESPONSABILIDAD PERSONAL

78

1. El discutido requisito de la autorización previa 2. Funcionamiento real

78 83

CAPITULO I.

III: LA POTESTAD SANCIONADORA DE LA ADMINISTRACIÓN

LA POTESTAD PUNITIVA ÚNICA DEL ESTADO Y SUS DOS MANIFESTACIONES

1. La potestad sancionado» de la Administración: existencia, justificación y límites 2. Las potestades represivas de la Administración, de los Tribunales y del Estado 3. Una explicación alternativa desde una perspectiva indebidamente abandonada II.

1. 2. 3. 4. 5.

V.

I.

Comunidades Autónomas Entes locales Entes institucionales y corporativos Órganos no administrativos El articulo 127.1 de la LAP

IV.

107

107 117 122 127 129

EJERCICIO DE LA POTESTAD

130

130 131 138

CONTROL JUDICIAL DE SU EJERCICIO

140

1. 2. 3. 4. 5. 6.

Jurisdicciones intervinientes Legitimación Búsqueda judicial de una cobertura legal adecuada Anulación sin absolución Alteración de la sanción El control judicial y la titularidad de la potestad sancionadora

140 141 142 146 147 147

IV: SUSTANTIVE)AD DEL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

149

FUNCIÓN DOGMÁTICA Y SISTEMÁTICA DE LOS SUPRACONCEPTOS ONTOLOGÍA Y FENOMENOLOGÍA

1. Ontología jurídica 2. Identidad ontológica, sea normativa o real, entre los distintos ilícitos 3. Aproximación fenomenológica M.

98

98 101 102 104 106

1. Facultades básicas 2. Ejercicio facultativo 3. Condiciones formales de ejercicio

CAPÍTULO

II.

La potestad sancionadora comunitaria: variedades y fuentes normativas Derecho comunitario penal y Derecho comunitario sancionador Hacia un Derecho Administrativo Sancionador de la Unión Europea El segundo círculo del ejercicio de la potestad Límites comunitarios al ejercicio de la potestad sancionadora nacional

FRACCIONAMIENTO DE LA POTESTAD ESTATAL

1. 2. 3. 4. 5. IV.

86

86 90 94

LA POTESTAD PUNITIVA DE LA COMUNIDAD EUROPEA Y SU INCIDENCIA SOBRE LOS E S T A D O S NACIONALES

DI.

85

149 152

153 156 162

EL DERECHO PENAL COMO ELEMENTO INTEGRADOR DEL DERECHO ADMINISTRATIVO S A N C I O NADOR

164

1. El proceso de integración 2. Principios y reglas aplicables 3. Alcance de la aplicación

154 166 169

D E L DERECHO PENAL DE POLICÍA AL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

172

1. El Derecho de Policía 2. El Derecho Penal Administrativo 3. El Derecho Administrativo Sancionador

173 175 177

ÍNDICE V.

VI.

VII.

VIII.

PROGRESIVA SUSTANTIVACIÓN DEL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

178

1. 2. 3. 4. 5.

178 181 182 185 186 187

1. Una disgregación imparable 2. Bosquejo de un nuevo sistema

187 191

A L G U N A S PRECISIONES CONCEPTUALES

194

1. Infracción, hecho y acción 2. Sanciones y otras figuras afines

194 196

BALANCE FINAL

199

I.

M.

IV.

V.

VI.

VII.

II.

V: EL PRINCIPIO DE LEGALIDAD

201

FORMACIÓN DEL PRINCIPIO Y DETERIORO ACTUAL

201

1. Agregación paulatina de sus elementos esenciales 2. El dogma y la realidad

201 204

CONSIDERACIONES GENERALES SOBRE EL PRINCIPIO DE LA LEGALIDAD ADMINISTRATIVA SANCIONADORA

209

1. El articulo 25.1 de la Constitución 2. La situación preconstitucional 3. Conclusiones

208 210 215

CONTENIDO

216

1. La doble garantía 2. Diez proposiciones sobre el principio de legalidad en el Derecho Administrativo Sancionador 3. Los derechos subjetivos derivados

217 218 220

L A S PECULIARIDADES DEL PRINCIPIO DE LEGALIDAD EN EL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

221

1. Normas preconstitucionales 2. Relaciones de sujeción especial 3. Parvedad

222 226 233

EFECTOS DE LA INFRACCIÓN DEL PRINCIPIO DE LEGALIDAD

234

1. Nulidad de disposiciones y actos sancionadores 2. Declaración de inconstitucionalidad de las leyes

234 236

IRRETROACTIVIDAD DE LAS NORMAS SANCIONADO RAS

238

1. Irretroactividad de las normas desfavorables 2. Retroactividad de las normas favorables

239 242

BALANCE FINAL

248

1. Discrecionalidad administrativa y arbitrio judicial como complemento inexcusable de la legalidad 2. ¿Un principio de legalidad ordinaria?

248 249

CAPÍTULO I.

Evolución de su régimen jurídico De la represión a la prevención Del daño al riesgo De la defensa de los derechos individuales a la de los intereses públicos y generales Coronación del proceso

LA PROBLEMÁTICA UNIDAD DEL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

CAPÍTULO

II.

9

VI: LA RESERVA LEGAL

MULTIPLICIDAD DE RESERVAS LEGALES

251 251

EL ARTÍCULO 2 5 . 1 DE LA CONSTITUCIÓN: LA RESERVA LEGAL PARA EL EJERCICIO DE LA POTESTAD SANCIONADORA

253

1. Reserva de legislación y reserva de ley 2. Reserva de Ley Orgánica y reserva de Ley ordinaria 3. Reserva de Ley y Decreto-Ley

254 255 256

10

DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR 4. Sentido tradicional y sentido moderno de la reserva legal 5. La reserva trinitaria de la LPAC

III.

IV.

V.

VI.

L A COLABORACIÓN REGLAMENTARIA

261

1. Planteamiento 2. Constitucionalidad 3. Justificación

261 263 264

LEYES EN BLANCO O LEVES DE REMISIÓN

265

1. Concepto y contenido 2. Sus límites: habilitaciones en blanco o remisiones insuficientes 3. Requisitos para la validez

265 267 270

EL LLAMAMIENTO A LA COLABORACIÓN REGLAMENTARIA

273

1. 2. 3. 4. 5. 6.

273 274 275 277 280 286

Dos figuras distintas conectadas en la reserva legal Habilitaciones genéricas en cláusulas de estilo La remisión normativa Remisiones especificas Remisiones implícitas y marco sistemático de referencia La cobertura legal

CONSIDERACIONES FINALES

291

1. La tesis de la superfluencia de la reserva legal 2. Viabilidad del régimen general de la LPAC

291 293

V I I . BALANCE GENERAL: NAUFRAGIO DEL PRINCIPIO

CAPÍTULO I. II.

III.

VII: EL MANDATO DE TIPIFICACIÓN

ESTADO DE LA CUESTIÓN

VI.

VII. VIII.

297 298

VARIANTES DE INCUMPLIMIENTO

303

304 304 305 306

G R A D O DE PRECISIÓN TIPIFICANTE

L A TIPIFICACIÓN INDIRECTA

1. Pecul iaridades de la tipificación de las infracciones administrativas 2. Terquedad de la práctica legislativa V.

295

1. Ausencia absoluta de tipificación legal 2. Insuficiencia de la tipificación legal: la lex certa 3. Imperfección de la remisión o de la tipificación reglamentaria 4. ¿Tipificaciones sin reserva legal? 1. Parábola del perro y del lobo 2. Complemento reglamentario y jurisprudencial de la tiificación legal IV.

258 260

307

307 309 312

312 315

EN ESPECIAL, TIPIFICACIÓN POR ORDENANZAS LOCALES

320

1. 2. 3. 4. 5.

320 322 322 323 340

Estado de la cuestión Tipificación legal exclusiva Tipificación legal previa y desarrollo posterior por ordenanza Tipificación por ordenanzas que carecen de respaldo legal La Ley 53/2003, de 26 de diciembre

ATRIBUCIÓN DE LA SANCIÓN

347

1. Tipificación de sanciones y su correspondencia con las infracciones 2. Proporcionalidad 3. Discrecionalidad

347 3 50 355

4. Atribución de sanción y control judicial

357

INCUMPLIMIENTOS NO INFRACTORES E INFRACCIONES NO SANCIONABLES

359

ANALOGÍA

361

ÍNDICE IX.

ANTLIURICIDAD

1. Planteamiento 2. Causas de justificación X.

BALANCE FINAL

CAPÍTULO VIH; C U L P A B I L I D A D I.

N.

III.

V.

VI.

VIL

VIH

IX.

363

363 364 370

371

CONSIDERACIONES PREVIAS

371

1. Estado de la cuestión 2. Planteamiento critico

371 375

CONTENIDO: EL ELEMENTO SUBJETIVO DE LA INFRACCIÓN Y SUS COROLARIOS

378

1. Principio de responsabilidad por el hecho 2. Principio de la personalidad de la acción ilícita

378 379

DE LA MARGINACIÓN DE LA CULPABILIDAD A SU EXIGENCIA

1. La tesis negativa y la de la suficiencia de la voluntariedad 2. La moderna tesis positiva 3. Evolución jurisprudencial y desconcierto legislativo IV.

11

380

380 383 386

FORMAS D E CULPABILIDAD

389

1. 2. 3. 4. 5.

389 391 392 397 401

Dolo Culpa o imprudencia Simple inobservancia: infracciones formales El giro administrativo de la culpabilidad Consideraciones complementarias

EN ESPECIAL EL ERROR

403

1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8.

403 404 404 405 406 409 411 412

Admisibilidad y relevancia En el caso de responsabilidad objetiva En el caso de dolo exigible El error en las infracciones culposas La diligencia debida Error de interpretación y error inducido por la Administración Error vencible e invencible La ignorancia de la ley

PRESUNCIÓN D E INOCENCIA

414

1. 2. 3. 4. 5.

414 418 420 423 425

Contenido y alcance Carga de la prueba y su redistribución Destrucción de la presunción Presunción de culpabilidad Apoteosis garantís ta y prudencia de los tribunales

RESPONSABILIDAD SOLIDARIA Y SUBSIDIARIA

427

1. 2. 3. 4.

430 432 433 436

Diversos autores responsables independientes de una misma infracción Diversos autores responsables solidarios de una misma acción Responsabilidad subsidiaria o solidaria del garante Culpabilidad de los responsables solidiarios y subsidiario

LA PRUEBA DE FUEGO: EL CASO DE LAS PERSONAS JURÍDICAS

440

1. 2. 3. 4.

441 443 451 454

Planteamiento La lección de la casuística Responsabilidad alternativa o acumulada En especial el caso de las Administraciones Públicas infractoras

AUTORÍA Y RESPONSABILIDAD

455

1. 2. 3. 4.

456 458 460 465

El teorema de Goedel y el nudo gordiano Heterogeneidad de supuestos Autores y responsables en el Derecho positivo español Análisis teórico

12

DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

X.

BALANCE FINAL

CAPÍTULO I. N.

467

IX: LA PROHIBICIÓN DE BIS INIDEM

469

PLANTEAMIENTO

469

FLTNDAMENTACIÓN

471

1. Explicaciones genéricas 2. La cosa juzgada 3. Pluralidad de tipificaciones normativas ID. IV.

V.

VI.

471 474 475

NATURALEZA: PRINCIPIO GENERAL DEL DERECHO Y DERECHO FUNDAMENTAL

478

E L DERECHO POSITIVO

479

1. El Derecho tradicional y la situación preconstitucional 2. La Constitución y sus repercusiones inmediatas 3. Régimen general

479 480 485

DINÁMICA D E L A REGLA

486

1. Prevalencia del orden jurisdiccional penal 2. Prioridad del proceso penal 3. Contradicciones del Tribuna] Constitucional

486 487 491

INCIDENCIA DE LA SENTENCIA PENAL SOBRE LA RESOLUCIÓN ADMINISTRATIVA POSTERIOR

1. Sentencia condenatoria 2. Sentencia absolutoria 3. Los hechos en dos jurisdicciones VII.

V m . IX.

X.

XI. XII.

EXCEPCIONES

502

1. 2. 3. 4.

503 506 507 510

Relaciones de sujeción especial Autoridades de distinto orden Ausencia de triple identidad Diversidad de intereses protegidos

512

PLURALIDAD D E SANCIONES ADMINISTRATIVAS L A TEORIA PENAL D E LOS CONCURSOS

516

1. Planteamiento jurídico-administiativo tradicional 2. Concurso (aparente) de leyes 3. Concurso de infracciones

516 517 519

PECULIARIDADES DEL ELEMENTO FÁCTICO DEL TIPO

524

1. Unidad o pluralidad de hechos y acciones 2. Infracciones de acción no instantánea

524 527

CONCURRENCIA DE ACTUACIONES COMUNITARIAS

529

BALANCE FINAL

53 J

CAPÍTULO X: LA PRESCRIPCIÓN I. N. III. IV.

496

497 497 501

533

ESTADO DE LA CUESTIÓN

533

NATURALEZA JURÍDICA

534

EXPLICACIONES LÓGICAS, JURÍDICAS Y SOCIOPOLÍTICAS

538

PRESCRIPCIÓN DE LA FALTA

1. El articulo 132.1 de la LPAC 2. Cómputo de plazos 3. Internación del cómputo

ZZZZZZZ!!ZZZIZZZZZZ! '

54 J

542 542 546

ÍNDICE V.

VI. VII.

CADUCIDAD DEL PROCEDIMIENTO

549

1. Prescipción material de la infracción y caducidad del procedimiento 2. La LPAC tras la reforma de 1999

549 552

PRESCPIPCIÓN DE LA SANCIÓN

554

CONSIDERACIÓN FINAL

555

CAPITULO FINAL: I. N. M. IV. V. VI. VII. VM.

X.

EL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR ESPAÑOL EN 2005

556

NACIONALISMO

556

CREACIÓN PRETORIANA

557

MARGINACIÓN DE LA ADMINISTRACIÓN Y DE LOS INTERESES PÚBLICOS, GENERALES Y COLECTIVOS ..

557

ASIMETRÍA Y DESEQUILIBRIO

559

CONSTITUCIONALIZACIÓN

560

PECULIARIDADES DEL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR RESPECTO AL DERECHO PENAL ...

562

MODELIZACIÓN

563

FRACCIONAMIENTO

IX.

13

564

L o s GRANDES PRINCIPIOS

564

SUSTANTIVACIÓN A LA SOMBRA DEL GIRO ADMINISTRATIVO

568

BIBLIOGRAFÍA CITADA

571

APÉNDICE LEGISLATIVO

579

1.

Ley 30/1992, de 26 de noviembre, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común (Título IX)

579

2.

Real Decreto 1.398/1993, de 4 de agosto, por el que se aprueba el Reglamento del procedimiento para el ejercicio de la potestad sancionadora

581

3.

Ley 7/1985, de 2 de abril, Reguladora de las Bases de Régimen Local (Título X I )

590

PRÓLOGO A LA CUARTA EDICIÓN La presente edición no es una simple «puesta al día» de las anteriores sino una «revisión total» de la tercera. Para comprobarlo basta notar que se ha sustituido un tercio del texto y se han añadido otras ochenta páginas más. Aunque bien es verdad que lo importante no es la cantidad de líneas modificadas sino el contenido de lo nuevo, pues sólo en atención a esto ultimo puede hablarse de un libro distinto y no de una ampliación o modificación del precedente. Esto fue, por lo demás, lo que se hizo con la segunda edición respecto de la primera; mientras que la tercera conservó casi por completo el texto de la segunda. Por descontado que desde 2002 al año corriente de 2005 han sucedido muchas cosas en el Derecho Administrativo Sancionador español: se han reformado extremos concretos de la legislación, han aparecido sentencias importantes de los distintos tribunales y se han publicado valiosos comentarios, artículo y monografías doctrínales; pero la revisión no se refiere tanto a todo esto —aunque por supuesto se haya tenido en cuenta— como a la evolución del pensamiento del autor y a las transformaciones sustanciales experimentadas por el Derecho Administrativo Sancionador. Por lo que atañe a lo primero, confieso que nunca he podido entender cómo algunos autores reeditan una y otra vez sus obras sin otras alteraciones que la puesta al día de la información. El autor del presente libro no es tan constante en sus opiniones hasta tal punto que aún está fresca la tinta de sus publicaciones y ya está deseando que aparezca una nueva edición para rectificarlas. Y es que en él lo que suelen denominarse «opiniones», «posturas» o «tesis» son más bien «hipótesis» o modestas conjeturas fruto de reflexiones que inexorablemente van cambiando como la luz a lo largo del día. Lo que se expresa en esta cuarta edición debe considerarse, por tanto, como lo que el autor piensa hoy del Derecho Administrativo Sancionador independientemente de lo que con la misma sinceridad dijo ayer o quizás rectifique mañana. Más importante es, con todo, lo que sustancialmente ha sucedido últimamente en el Derecho Administrativo Sancionador y que es cabalmente lo que ahora se pretende reflejar. Este Derecho ha cambiado en los últimos años mas no a golpe de leyes o sentencias novedosas sino como consecuencia de un deslizamiento progresivo sin escalones perceptibles. Insistiendo en la imagen física de antes, de la misma manera que no se percibe segundo a segundo el cambio de luz del alba pero llega un momento en que sí se constata que ya no es de noche sino de día —o de la misma manera que no se notan en cada instante los cambios de textura y color del fruto y de repente llega un momento en que puede decirse que está maduro—, así ha sucedido con el Derecho Administrativo Sancionador que, paso a paso, sin gradación visible, se ha convertido en un Derecho de inspiración administrativa, en un auténtico Derecho Administrativo Sancionador y no de una hijuela del Derecho Penal como antes era. Tal es la característica de la actual edición: la presentación y desarrollo de una Derecho Administrativo Sancionador de inspiración administrativa. Esto es al menos lo que percibe el autor y el lector podrá comprobar pronto hasta qué punto es correcta tal visión y en qué medida es técnicamente viable y prácticamente operativo este nuevo Derecho. Sé de sobra que algunos lectores se sentirán engañados al haber aceptado lo expuesto en las ediciones anteriores y comprobar ahora que el propio autor lo corrige [15]

16

DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

y rectifica. Pero tal es conocidamente el destino de toda aportación científicamente honesta. Hay, pues, que resignarse a ello o, mejor aún, aceptarlo como un estímulo intelectual. Las obras perfectas y acabadas —suponiendo que existan— inducirían a la pereza y no a la reflexión, que es lo que aquí se pretende. Peor será, con todo, la reacción de quienes han hecho el esfuerzo de leer cualquiera de las otras ediciones y ahora no puedan gastar su tiempo en una relectura, ateniéndose a lo ya conocido. Yo comprendo que se sientan cansados y hasta defraudados, aunque me permito sugerirles que reciban esta edición como un libro nuevo en lo sustancial, que es lo que en realidad es. A continuación se adelanta una breve información sobre las modificaciones introducidas en cada capítulo. Los dos primeros se reproducen con escasas alteraciones. También se mantiene en lo sustancial el Capítulo III aunque con abundantes «puestas al día» de tipo informativo. Como novedad aparece un epígrafe dedicado al «control judicial», que venía suponiendo hasta ahora una grave carencia expositiva. En el Capítulo IV se han conservado los primeros epígrafes en los que se encuentran los planteamientos más tradicionales; pero se han añadido varías cuestiones nuevas que son cabalmente las que mejor reflejan el carácter innovador de esta edición y que luego se irán desarrollando a lo largo de la obra. Concretamente: el proceso de sustantivación que, en la estela del giro administrativo, ha permitido recuperar al Derecho Administrativo Sancionador sus señas de identidad, así como su progresiva fragmentación material y territorial que llega a hacer problemática su unidad actual. En el Capítulo V se subraya la importancia de la discrecionalidad administrativa y del arbitrio judicial como complementos imprescindibles de la operatividad concreta del principio de la legalidad; y por lo que se refiere a éste, se plantea frontalmente la duda de si está realmente constitucionalizado o si se trata, más bien, de una cuestión de legalidad ordinaria. El Capítulo VI se mantiene íntegramente con algunas modificaciones de detalle y la incorporación de la última jurisprudencia. Ahora bien, donde se pone un nuevo e intenso énfasis es en la denuncia del naufragio que ha terminado experimentando el principio de la reserva legal. El Capítulo VII se ha reestructurado por completo y en él se han introducido profundas modificaciones y añadido nuevas materias. Se dedica un epígrafe completo y extenso a la tipificación por ordenanzas locales y también se ha ampliado totalmente el desarrollo del tema de la atribución de la sanción. Sistemáticamente se ha traído aquí la analogía y las cuestiones de antijuridicidad, que también faltaban en las ediciones precedentes. También el Capítulo VIII ha sido totalmente reestructurado y en él se han apurado planteamientos en especial sobre las infracciones formales y de mera inobservancia —que algunos considerarán radicales— que anteriormente sólo habían quedado apuntados. Sus conclusiones no han rehuido el riesgo de un rechazo por parte de la doctrina más tradicional y fiel a las interpretaciones del Tribunal Constitucional de las que ya se ha despegado inequívocamente el giro administrativo de la culpabilidad. El Capítulo IX, sin variar su estructura, ha ampliado sensiblemente su texto y clarificado sus planteamientos. El Capítulo X no ha experimentado otras modificaciones que las resultantes de la toma en consideración de la jurisprudencia y bibliografía aparecidas en los tres últimos años. El Capítulo final, que no existía en las ediciones anteriores, contiene un ensayo general sobre la situación actual del Derecho Administrativo Sancionador español y sus perspectivas de futuro. Como aquí se recoge el extracto de todo lo nuevo que apa-

PRÓLOGO

17

rece en el libro, podría sugerirse al lector apresurado —o al que conoce bien alguna de las otras ediciones— que comience la lectura de la presente por este capítulo final que, junto con los balances expuestos en casi todos los capítulos, dan una idea bastante completa del estado de la cuestión en 2005. En el apéndice se han incorporado las variaciones legislativas recientes, incluidas naturalmente las derivadas de la Ley 57/2003, que ha aconsejado la trascripción de los artículos de la Ley Reguladora de las Bases de Régimen Local en que desde esa fecha se recoge el régimen de la potestad sancionadora de las entidades locales. El antiguo apéndice segundo se ha suprimido puesto que ahora se han recogido en el cuerpo del libro los textos de la sentencias que en la tercera edición en tal apéndice aparecían. Madrid, enero de 2005

CAPÍTULO PRIMERO

INTRODUCCIÓN SUMARIO: I. Sobre este libro y su contexto. 1. Panorama doctrinal. 2. La legislación sancionadora. 3. Materiales utilizados. 4. De lo que no trata este libro. 5. La potestad sancionadora de la Administración. 6. Otros bloques temáticos —II. Sobre el Derecho Administrativo Sancionador. 1. Sarcasmos y paradojas. 2. Hacia un nuevo Derecho Administrativo Sancionador.—III. Sobre política represiva. 1. Sanción e intervención. 2. Principios y proposiciones para una política represiva eficaz. 3. Política represiva y legislación sancionadora. 4. Colaboración social. 5. Los intereses protegidos.—IV Sobre principios y normas. 1. Uso y abuso de los principios generales de Derecho. 2. Principio y norma en el Derecho Administrativo Sancionador.—V Un Derecho de creación pretoriana. VI. Sistema de citas.

I. 1.

SOBRE ESTE LIBRO Y SU CONTEXTO P A N O R A M A DOCTRINAL

Hasta no hace mucho se encontraba científicamente el Derecho Administrativo Sancionador en una zona de nadie, entre el Derecho Penal y el Derecho Administrativo, abandonada por los cultivadores de ambos con el pretexto de que era más propia de los del otro bando. Los administrativistas, en cualquier caso, se limitaban a comentar los preceptos que aparecían en las leyes sectoriales, sin intentar siquiera una sistematización mínima o una fundamentación, por sumaría que fuese, de una Parte o Teoría General. Algo más diligentes se mostraban los penalistas, quienes, al menos, se han preocupado siempre de separar las dos clases de ilícitos y de reflexionar sobre su régimen jurídico, como ya había intentado en fecha temprana D O R A D O M O N T E R O y como, desde una perspectiva rigurosamente moderna y con inequívocas influencias alemanas, realizaría mucho después C E R E Z O . Sin olvidar los denodados esfuerzos de política punitiva desarrollados alrededor de 1950 por C A S T E J Ó N . Repasando la bibliografía actual del Derecho Administrativo Sancionador destacan a primera vista por su calidad y cantidad nombres de penalistas como los de ARROYO, B A C I G A L U P O , C A S A B Ó , C E R E Z O , C O B O , M E S T R E , Q U I N T E R O , T O R Í O y tantos otros, sin olvidar los estudios de Derecho comunitario europeo de N I E T O M A R T Í N . La incorporación de los administrativistas a este movimiento ha sido ciertamente tardía, y para comprobarlo basta observar las fuentes manejadas en la pionera tesis doctoral de M O N T O R O P U E R T O , publicada en 1967, que todavía hubo de ser construida con materiales penalísticos o de administrativistas italianos. Es de justicia, con todo, destacar los tempranos esfuerzos de Lorenzo M A R T Í N - R E T O R T I L L O , quien con singular tenacidad no ha levantado mano sobre este punto desde 1962, erigiéndose en un obligado punto de referencia para cuanto entre nosotros se ha escrito después. El interés de P A R A D A , igualmente temprano y original, además, por sus vertientes comparatista e histórica, no ha encontrado, en lo que a la historia se refiere, los seguidores que se merecía. La influencia de G A R C Í A DE E N T E R R Í A , por su parte, ha resultado decisiva, y aún se mantiene ajusto título tanto en la doctrina como en la jurisprudencia. Escasa o nula atención han merecido, en cambio, los escritos de D E LA M O R E N A , tachados por [19]

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lo común de heterodoxos, pero de los que yo me encuentro muy próximo, como se comprobará en su momento. A partir de la Constitución se ha reavivado —o quizás despertado— entre los autores del Derecho Administrativo un entusiasmo casi obsesivo por esta materia, que ha venido a compensar con creces, y en muy poco tiempo, las desidias anteriores, como puede comprobarse en el anexo bibliográfico que acompaña este libro. Prácticamente todos los profesores de Derecho Administrativo se han ocupado recientemente de estas cuestiones y algunos juristas de las últimas generaciones con una especialización monográfica notable. Pero lo más estupendo de la situación actual estriba, con todo, en la expansión de este interés, que no sólo afecta a penalistas y administrativistas, sino que ha llegado a todas las disciplinas jurídicas, que están convergiendo en una elevación dogmática de su tratamiento como muy pocas veces se ha experimentado en España en materia alguna. A tal propósito basta pensar en lo que están haciendo los fiscalistas (como P É R E Z ROYO y ZORNOZA), laboralistas (como G A R C Í A B L A S C O y D E L R E Y ) y procesalistas (como GARBERI), por citar sólo ejemplos de densas monografías. La proliferación de tan sobresalientes publicaciones, así como, y sobre todo, la abundancia de jurisprudencia, a la que muy pocos detalles singulares se han escapado y que tampoco ha desdeñado generalizaciones dogmáticas, hacen ya posible la elaboración solvente de monografías sistemáticamente más ambiciosas. Hoy ya no estamos en los difíciles tiempos de M O N T O R O PUERTO, de tal manera que cada cuestión puede ser analizada con el apoyo de suficientes referencias doctrinales y, más todavía, fundamentada en resoluciones judiciales del Tribunal Supremo y, en no menor medida, del Tribunal Constitucional. Y si esto pudo escribirse en las anteriores ediciones de 1993 y 1994, con mucha mayor razón en 2005 dado que el progresivo interés de los administrativistas no ha cedido, antes al contrario parece que va aumentando con el tiempo. 2.

L A LEG1SLACTÓN SANCIONADORA

Quien decididamente no está a la altura de las circunstancias es el legislador. En duro contraste con el evidente progreso jurisprudencial y doctrinal a que acaba de aludirse, el Legislador —al que no puede acusarse ciertamente de desconocer la doctrina del Tribunal Constitucional y que no se olvida casi nunca de incluir en los textos sectoriales un capítulo dedicado a infracciones y sanciones— sólo está preocupado por la represión propia de la materia que está regulando sustantivamente, sin remontarse casi nunca a planteamientos sistemáticos más generales. Da mucho que pensar la ausencia en España de una Ley General de Infracciones y Sanciones administrativas al estilo de lo que ya se ha hecho —y, en verdad, magistralmente— en Alemania o en Italia. Carencia tanto más notable cuanto que parece fácil remediar a la vista de los materiales de base con que se cuenta: doctrinales, jurisprudenciales y de Derecho comparado. No se entiende bien el desánimo del legislador en este punto, sobre todo si se compara con su interés maníaco por las sucesivas refonnas del Código Penal o con los logros parciales que se han ido obteniendo en ámbitos sectoriales: por poner unos ejemplos bien conocidos, las normativas represivas fiscales y de tráfico, de gran tradición, son técnicamente más que aceptables, y la moderna Ley de Infracciones y Sanciones del Orden Social, con todas sus inevitables deficiencias, es modélica sin reservas; sin olvidar, en fin, el minucioso repaso que se ha dado en 2003 al régimen sancionador de las entidades locales. Progresos que contrastan llamativamente con el inmovilismo del Título IX de la Ley 30/1992 que sigue siendo la norma fundamental en esta materia.

INTRODUCCIÓN

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El hecho es que, pese a todo, sigue sin aparecer esa Ley General que la seguridad jurídica está pidiendo a gritos. O mejor dicho: los esfuerzos realizados en tal sentido han sido tan tibios que hasta la fecha han fracasado sin dejar rastro. Según el testimonio de Luis DE LA M O R E N A ( 1 9 8 9 , 1 ) , tres han sido los anteproyectos elaborados en los años anteriores, y ninguno de ellos ha llegado a buen fin: el primero fue obra de V I L L A R PALASÍ en el seno de la Comisión General de Codificación; el segundo cristalizó en una Proposición de Ley presentada por el Partido Popular en 1986, y el tercero fue preparado por la Dirección General del Servicio Jurídico del Estado, pretendiendo ser una norma de garantías para el infractor «exactamente igual a como el Código Penal y la Ley de Enjuiciamiento Criminal lo son para el delincuente y el procesado y, por lo tanto, también una norma de limitaciones y de cargas para la Administración». A lo que habría que añadir los trabajos llevados a cabo en el Instituto Nacional de Administración Pública, en 1989, por una Comisión de Estudios, presidida por G Ó M E Z F E R R E R y actuando de ponente el propio D E LA M O R E N A , que preparaba lo que poco más tarde seria la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común. El legislador de procedimiento administrativo de 1992 se encontraba ante un dilema: o bien dejar esta materia como estaba —es decir, en manos de la jurisprudencia— y esperar a una regulación exhaustiva a través de una Ley específica, o bien abordar él mismo su tratamiento dentro del procedimiento administrativo común. Pues bien, no ha hecho ni una cosa ni otra. No hubo energía suficiente para establecer un texto especifico global; pero tampoco se quiso mantener inalterada la situación y se escogió la fórmula intermedia de regular en forma de «principios» unos puntos convencionalmente escogidos. A mi juicio, y tal como se irá comprobando a lo largo del libro, la característica más llamativa —junto con lo fragmentario de su contenido— del nuevo texto es su cerrado dogmatismo. Lo que en él se dice parece más propio de un manual académico que de un Parlamento que ha de responsabilizarse de la viabilidad de lo que legisla. Posteriormente el Reglamento de procedimiento sancionador poco pudo hacer desde su rango subordinado y las reformas legales de 1999 y 2000 nacieron alicortas, como simples parcheados de urgencia sin proponerse siquiera el diseño de una regulación de nueva planta que cada día se echa más de menos. La curiosa reforma introducida como de tapadillo por la Ley 57/2003 merece una explicación más detallada, que se realizará más adelante en el cuerpo del libro. La obra de los legisladores autonómicos no es demasiado importante quizás por que se sienten coartados por los principios estatales básicos de la LPAC; mas no carece de interés y sería injusto no mencionar aquí la espléndida ley 2/1998, de 20 de febrero, «de la potestad sancionadora de las Administraciones Públicas de la Comunidad Autónoma del País Vasco» (LPSPV), cuya importancia no reside sólo en el contenido de su articulado sino también en la agudeza de su magistral Exposición de Motivos, como más adelante habrá ocasión de comprobar. La existencia de esta ley es una prueba más de que ya es posible en España elaborar una ley general sobre el Derecho Administrativo Sancionador.

3.

M A T E R I A L E S UTILIZADOS

Desde el punto de vista informativo, el presente libro ha utilizado fundamentalmente la jurisprudencia del Tribunal Supremo (Salas de lo contencioso-administrativo y penal) y del Tribunal Constitucional, cuyas sentencias son abundantísimas. La doctrina española se ha tenido siempre a la vista. Lo que el lector, en cambio, echará

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en falta será la bibliografía extranjera y, como su ausencia es deliberada, precisa de explicación. He renunciado, en efecto, a utilizar sistemáticamente el llamado Derecho comparado por variéis razones. En primer término, por ser de ordinario bastante conocido entre nosotros a partir, sobre todo, de la traducción del primer volumen de la obra de M A T T E S , complementada luego cronológicamente por los estudios de SUAY y L O Z A N O . En segundo lugar, para reducir en lo posible la extensión de una obra que ya ha resultado, sin mayores citas, excesivamente voluminosa. Y, en tercer lugar, porque he creído que ningún valor se añadiría con un acopio de erudición superflua. El resultado han sido unas referencias bibliográficas extranjeras prácticamente testimoniales y unas alusiones doctrinales tan breves como esporádicas, reducidas a los casos en que me han parecido verdaderamente útiles. El Derecho comunitario europeo se maneja, en cambio y por razones obvias, con cierta extensión a lo laigo de toda la obra. La verdad es que el presente libro se ha construido —o, al menos, tal ha sido mi intención— sobre los dos pilares de la experiencia y la reflexión. La experiencia —la propia y la obtenida a través de la casuística jurisprudencial— me ha proporcionado los materiales que luego he ido elaborando casi sin otra ayuda que la cultura jurídica, el sentido común y la valoración sincera, aunque inevitablemente subjetiva, de los intereses en juego. Así es como se ha llegado de ordinario a los resultados que se van exponiendo y que, como consecuencia del planteamiento dicho, no aspiran a gozar de otra autoridad que la de su propio peso en los casos en que efectivamente lo tengan. El Tribunal Constitucional, por su parte, ha asumido con entusiasmo la tarea de ir construyendo una teoría completa del Derecho Administrativo Sancionador, aunque sea sacrificando la savia de la vida. Su jurisprudencia tiene la rigidez del cartónpiedra, confunde el Derecho con la teología y se atiene al viejo brocardo de fiat ius pereat vita. De hecho, sus sentencias no producen directamente daños graves puesto que no suelen afectar al curso de la vida («que haya una injusticia más qué importa al mundo», que diría Espronceda). Ahora bien, si nos atuviéramos a sus declaraciones serían inconstitucionales las nueve décimas partes de las normas sancionadoras y de las resoluciones administrativas y jurisprudenciales que felizmente no se impugnan en esta Jurisdicción. Sus efectos perturbardores son enormes, con todo, por vía indirecta en cuanto que inspiran las decisiones de los demás tribunales y con frecuencia obligan a las leyes a adoptar soluciones hipócritas. De ello hemos de encontrar suficientes ejemplos a lo largo del libro. 4.

DE LO Q U E NO TRATA ESTE LIBRO

Aunque el contenido de este libro se deduce obviamente de su índice, conviene advertir de antemano qué es lo que en él no va a encontrarse o va a ser tratado de una manera más sumaria de lo que en obras similares suele suceder. Marginado, según se ha dicho ya, el Derecho comparado, también se ha prescindido casi por completo de las referencias históricas, que se han arrinconado en el capítulo segundo. Confieso que esta renuncia me ha sido dolorosa, pero resultaba imprescindible. Baste, pues, con una remisión genérica a otras publicaciones mías. Por lo demás, el lector interesado puede encontrar en el libro de D O M Í N G U E Z V I L A (Constitución y Derecho Administrativo Sancionador, 1997) un amplio repertorio de disposiciones normativas que el autor ha ido espigando pacientemente durante los siglos xix y xx hasta la Constitución de 1998. Hay en este libro, con todo, ausencias más llamativas, empezando por la naturaleza jurídica, de los ilícitos y la vexata quaestio de la identidad o diferenciación de deli-

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tos e infracciones administrativas. Para mí siempre ha sido sorprendente el ingenio y la erudición que se han gastado en el análisis de estas cuestiones y otras conexas. Sorprendente y también escandaloso porque, bien mirado, lo que aquí ordinariamente se hace es contar, con más o menos orden, lo que ya «han dicho los demás», como si el lector no fuera capaz de leer y entender por su cuenta las publicaciones de esos «demás». Y dándose la circunstancia de que en la inmensa mayoría de los casos los autores se limitan a resumir los resúmenes de quienes les han precedido en la investigación, el resultado común es un centón de citas y un repertorio de opiniones que, tan burdamente descritas, semejan la algarabía de una casa de juristas orates. Tantas veces he leído las versiones —por lo común caricaturescas de puro desfiguradas— de las tesis de F E U E R B A C H , de James G O L D S C H M I D T y de ZANOBFNI, que hace mucho me juré a mí mismo no recontarlas yo a nadie nunca jamás, al menos mientras no encontrara una justificación suficiente para ello, y es el caso que no la he encontrado. Así que no busque el lector en mi libro este tipo de descripciones. El que quiera saber lo que han dicho los maestros, tómese la molestia de leerlos directamente, que es el único modo de enterarse, y, para el que quiera meramente informarse, me remito a los libros de M A T T E S y SUAY, por ejemplo, y en ellos encontrará lo suficiente y aun de sobra. En cuanto a M A T T E S , la publicación en España de la traducción del primer volumen de sus monumentales Untersuchungen zur Lehre von der Ordnungswidrigkeiten ha tenido tanta trascendencia —a juzgar por el uso que de él se viene haciendo— que justifica una alusión expresa. Heinz y Herta M A T T E S han contado la historia dogmática y normativa del Derecho Administrativo Sancionador europeo con tal pormenor que, a partir de ellos, ya es difícil decir algo nuevo. Más todavía, la primera lección que se obtiene de este libro es francamente deprimente: actualmente se necesitaría de toda una vida para enterarse de lo que han dicho los autores sobre los problemas dogmáticos fundamentales del Derecho Administrativo Sancionador. He aquí un ejemplo paradigmático de la erudición mordiéndose su propia cola: sin información es temerario lanzarse a pensar, puesto que se corre el riesgo de descubrir el Mediterráneo; pero cuando el acervo de información es tan enorme, ya no hay tiempo para la investigación propia. Se impone, por tanto, una selección de textos con objeto de que puedan ser personalmente dominados. Y ni que decir tiene que esta selección ha de hacerse con un criterio funcional: únicamente hay que quedarse con lo que importa para el Derecho español, con lo que ha influido en él o puede influir en algún momento. Decisión pragmática que nos libera automáticamente de las nueve décimas partes del peso de esta losa de pedante erudición. Y no se diga que se trata de una actitud poco honesta intelectualmente. Yo no invito a no leer: recomiendo únicamente que cada uno guarde para sí sus lecturas y que se limite a exponer el fruto nuevo que de ellas ha obtenido. A este escepticismo por la erudición inútil se añade, además, otro no menos intenso por la erudición barata, flagelo de la bibliografía española, fomentada por libros como el de M A T T E S . Porque es el caso que este tipo de obras, tan sólidas y tan extensas, proporcionan una cantera inagotable para los autores que con la simple lectura de los resúmenes que allí se hacen pueden adornar sus propios productos. Y nada digamos de quienes construyen su «investigación» con materiales de tercera mano. Con M A T T E S (y con SUAY y con L O Z A N O ) sobre la mesa es muy fácil escribir una tesis doctoral en la que cualquier erudito a la violeta haga disquisiciones profundísimas sobre las esencias históricas y presentes del Derecho Administrativo Sancionador o sobre las identidades ontológicas de delitos e infracciones, de sanciones y penas. Pero a mí personalmente no se me alcanza, ni se me ha alcanzado nunca, el provecho intelectual o jurídico que puede obtenerse de conocer un repertorio de autores de los que se dice que sostuvieron la tesis de la naturaleza administrativa de las infracciones,

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así como de constatar en otro repertorio, no menos largo, que otros dijeron que su naturaleza era idéntica a la penal, y, para colmo, leer una tercera lista de tesis «eclécticas» y otras simplezas por el estilo. Antes he hablado de escándalo por el tiempo perdido al leer (no ya al escribir, que es problema personal del autor) tales cosas. Ahora añado indignación porque, de ordinario, al leer directamente a los autores así resumidos y clasificados puede comprobarse que lo que se cuenta en tales resúmenes es una falsificación o mala inteligencia. Sea como fuere, confío en que el lector me agradezca la poda despiadada que he hecho de las referencias mil veces repetidas, que sepa manejarse él solo con ayuda de la bibliografía indicada (si es que le interesa) y que, en fin, juzgue por sí mismo del valor del grano minúsculo que he conservado del inmenso montón de paja acumulada inútilmente en las eras de la erudición. A pesar de todos estos cortes y recortes, el libro, ante la consternación del autor, ha ido creciendo desmesuradamente a lo largo de los muchos años de su gestación. Tan desmesuradamente que he tenido que tomar la decisión de publicarlo mutilado como único medio de darlo a conocer. Vaya esto, entonces, por adelantado: su contenido no se corresponde con lo que parece anunciar su título. Si un Derecho Administrativo Sancionador completo ha de desarrollar sistemáticamente, además de las cuestiones generales, una Teoría de la potestad sancionadora, una Teoría de la infracción, una Teoría de la sanción y un Derecho de procedimiento, conste que en el presente volumen sólo se incluyen las dos primeras partes (potestad sancionadora e infracción) sin alcanzar más que ocasionalmente ni la teoría de la sanción ni el procedimiento. La LPSPV parece adoptar esta misma actitud metodológica cuando advierte en su Exposición de Motivos que el primero de sus objetivos es «establecer unas reglas generales sustantivas válidas para la aplicación de cualquier régimen sancionar sectorial, esto es, lo que podría llamarse una parte general del Derecho Administrativo Sancionador». Quede para otros autores la continuación de esta obra, puesto que la Teoría de la sanción y el procedimiento no tienen menos peso que las Teorías de la potestad sancionadora y de la infracción. Como yo ya no cuento ni con las fuerzas ni con los años disponibles que son necesarios para desarrollar este programa hasta el fin, he condenado las notas en su día tomadas a la sepultura permanente del cajón de manuscritos inacabados y a la accesoria de obsolescencia inmediata de su contenido. Sentencia que el tiempo convertirá, en breve, en inapelable. Pero conjeturo que otros más jóvenes y más animosos pondrán manos a la obra y, a juzgar por lo que algunos de ellos ya se están publicando, es seguro que lograrán resultados envidiables. Pero claro es, en cualquier caso, que por donde había que empezar era por la «Parte General» —cuyo contenido acaba de ser enunciado—, pues sin ella resulta muy difícil desarrollar congruentemente los diferentes capítulos de la Parte Especial del Derecho Administrativo Sancionador. Y a la experiencia me remito. En las ramas del Derecho escasamente desarrolladas —como es el caso del Derecho Administrativo Sancionador, al menos hasta hace poco— los autores se limitan a glosar los preceptos sancionadores de cualquier rama del Ordenamiento positivo (montes, aguas, urbanismo). Ahora bien, cuando quieren remontar el vuelo y salir de la exégesis literal se encuentran con la enorme dificultad de no contar con un punto de referencia dogmática general (por ejemplo, sobre la culpabilidad o la reserva de ley), con la consecuencia de que se ven forzados a elaborarse por si mismos los conceptos esenciales de la Parte General e incluirlos en su exposición sectorial. Todo ello a costa de la claridad sistemática y a riesgo de elaborar una Parte General sesgada por la unilateralidad de la regulación del sector que le sirve de base. Esto es lo que han tenido que hacer, sin ir más lejos, los colaboradores de F E R N Á N D E Z R O D R Í G U E Z a la hora de «comentar» la ordenación sancionadora bancaria.

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Y esto es, igualmente, lo que hizo R E B O L L O al estudiar las infracciones y sanciones en materia de consumo. Esta obra —que tan ávidamente ha sido recogida en la mía— es sencillamente magistral y, no obstante, en cierto modo, frustrada —o, al menos, cuyo resultado no responde al esfuerzo y a los méritos del autor— por causa de lo dicho: al hilo de su exposición sectorial del consumo, se ve obligado R E B O L L O a remontarse a los conceptos generales del Derecho Administrativo Sancionador, de tal manera que ha terminado construyendo una auténtica Parte General, que sería literalmente inmejorable si no fuera por la circunstancia de verse tarada por su falso planteamiento de origen, es decir, por tratarse formalmente de una explicación previa al estudio de las sanciones administrativas en materia de consumo, que es el contenido propio del libro. Sólo con el tiempo se llega hasta el fondo del viejo aforismo de ars longa, vita brevis. Y cabalmente, por ello, hay que saber renunciar a las grandes ambiciones para concentrarse eficazmente en un objetivo alcanzable, aunque sea modesto. La ciencia del Derecho —y quizás todos los afanes científicos— deben entenderse como una interminable partida de ajedrez que va continuándose de generación en generación. Cada autor se encuentra con las piezas en una determinada posición, y, desde ella, ha de realizar en su vida una sola jugada —si es muy tenaz, quizá dos o tres movimientos— para ceder su puesto al siguiente. El secreto del buen jurista no es conseguir la victoria —que de ello no se trata—, sino de mejorar la posición que ha recibido. Con esta mentalidad, ya sin prisa ni ambición, ha llegado el momento de empezar con la Parte General del Derecho Administrativo Sancionador, iniciando así la recuperación de un retraso científico más que centenario en relación con el Derecho Penal y el Derecho Administrativo; y ya habrá ocasión más adelante para que otros terminen esta Parte General y para que luego, desde ella, se pueda abordar con solvencia el estudio de la Parte Especial o de las legislaciones sectoriales. Bien es verdad que para operar así hay que aceptar un presupuesto que no es obvio ni mucho menos: la posibilidad de construir una Parte General del Derecho Administrativo Sancionador, válida para todas sus manifestaciones sectoriales. Lo cual depende, a su vez, de otro presupuesto anterior: la corrección de «un» Derecho Administrativo Sancionador frente a la alternativa de un racimo de infracciones y sanciones administrativas materiales, tan heterogéneas que no puedan reconducirse a un mínimo común denominador; como también frente a la alternativa de una pluralidad de Derechos Administrativos Sancionadores fraccionados en Comunidades Autónomas. Cualquiera de estas dos opciones es plausible y si yo me he inclinado por la primera ha sido, entre otras razones que ahora sería ocioso explicar, por una tan sencilla como pragmática: en aquellos países que cuentan con una Parte General, las relaciones jurídicas de represión son incomparablemente más seguras, más eficaces y más satisfactorias para los interesados que en los países donde tal sistema no se ha implantado. Y tanto mejor si esta Parte General cuenta con un texto normativo de calidad, como es el caso de Alemania e Italia. Aunque sólo fuera por esto, debiera insistirse en la elaboración de la Parte General del Derecho Administrativo Sancionador. 5.

L A POTESTAD S A N C I O N A D O R A D E L A A D M I N I S T R A C I Ó N

Si tradicionalmente se ha estado basando el estudio del Derecho Administrativo Sancionador sobre el dilema de su autonomía o dependencia del Derecho Penal, yo he creído que donde hay que buscar el punto de partida es en una potestad, dado que todas las actividades públicas arrancan necesariamente de una potestad y de un orde-

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namiento, y así es como empieza el libro. La potestad sancionadora de la Administración es tan antigua como esta misma y durante varios siglos ha sido considerada como un elemento esencial de la Policía. A partir del constitucionalismo, sin embargo, cambiaron profundamente las concepciones dominantes, puesto que el desprestigio ideológico de la Policía arrastró consigo inevitablemente el de la potestad sancionadora de la Administración, cuya existencia terminó siendo negada en beneficio de los Jueces y Tribunales, a los que se reconocía el monopolio estatal de la represión. Los tiempos, con todo, han seguido cambiando y hoy casi nadie se atreve ya a negar la existencia de tal potestad —puesto que sería negar la evidencia—, aunque abunden los reproches nostálgicos y se abogue ocasionalmente por el mantenimiento (o restablecimiento) del monopolio judicial, al que se atribuye —cerrando los ojos a la realidad— el compendio de todas las perfecciones, incluidas las de la justicia, economía y eficacia. Aceptada genéricamente la existencia de la potestad sancionadora de la Administración, doctrina y jurisprudencia se han puesto de acuerdo en la tesis que hoy es absolutamente dominante, a saber: la potestad sancionadora de la Administración forma parte, junto con la potestad penal de los Tribunales, de un ius puniendi superior del Estado, que además es único, de tal manera que aquéllas no son sino simples manifestaciones concretas de éste. El enorme éxito de tal postura —elevada ya a la categoría de dogma incuestionable— se debe en parte a razones ideológicas, ya que así se atempera el rechazo que suelen producir las actuaciones sancionadoras de la Administración de corte autoritario y, en parte, a razones técnicas, en cuanto que gracias a este entronque con el Derecho público estatal se proporciona al Derecho Administrativo Sancionador un soporte conceptual y operativo del que antes carecía. La consecuencia de este modo de pensar ha sido el establecimiento de un sistema represivo singularmente completo y armonioso, superador de viejas contradicciones y capaz de resolver por sí mismo las dificultades teóricas y prácticas que todavía existen o que pueden ir surgiendo. Ahora bien, sin llegar siquiera a intentar combatir este dogma —puesto que los dogmas, cabalmente por serlo, son invulnerables a la razón, ya que se trata de creencias, que pura y simplemente se aceptan o rechazan—, me he permitido poner de relieve las sombras que entenebrecen un panorama tan radiante. Desde el punto de vista conceptual, resulta sospechosa esta fúndamentación última en el poder punitivo único del Estado si se piensa en las actuaciones sancionadoras de la Comunidad Europea. Pero es desde el punto de vista operativo desde el que se aprecian las fisuras más graves. Porque, una vez integrada la potestad sancionadora de la Administración en el ius puniendi del Estado, lo lógico sería que aquélla se nutriera de la sustancia de la potestad matriz, y, sin embargo, no sucede así, sino que la potestad administrativa a quien realmente se quiere subordinar es a la actividad de los Tribunales penales y de donde se quiere nutrir al Derecho Administrativo Sancionador es del Derecho Penal y no del Derecho público estatal. Aquí hay, por tanto, una sustitución ilegítima que importa denunciar, y en su caso corregir, para terminar asumiendo todas las consecuencias del dogma. Imagínese, en efecto, lo que sucedería si fuera el Derecho público estatal, y no el Derecho Penal, el que inspirara al Derecho Administrativo Sancionador. El Derecho Penal, desde la perspectiva en que aquí se le contempla, es un Derecho garantista, exclusivamente preocupado por el respeto a los derechos del inculpado; mientras que en el Derecho público estatal, sin menosprecio de las garantías individuales, pasa a primer plano la protección y fomento de los intereses generales y colectivos. En otras palabras, si de veras se creyera en el dogma básico —del que vérbalmente tanto se alardea—, habría que rectificar los planteamientos al uso y trasladar el Derecho Administrativo Sancionador desde los campos del Derecho Penal —donde ahora se encuentra o, al

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menos, quiere instalársele— a los del Derecho público estatal. Con lo cual terminaría recuperando la potestad sancionadora de la Administración la fibra administrativa que ahora se le está negando. En definitiva, contra viento y marea hay que afirmar que el Derecho Administrativo Sancionador es, como su mismo nombre indica, Derecho Administrativo engarzado directamente en el Derecho público estatal y no un Derecho Penal vergonzante; de la misma manera que la potestad administrativa sancionadora es una potestad aneja a toda potestad atribuida a la Administración para la gestión de los intereses públicos. No es un azar, desde luego, que hasta el nombre del viejo Derecho Penal Administrativo haya sido sustituido desde hace muchos años por el más propio de Derecho Administrativo Sancionador. Sé de sobra que las proposiciones que acaban de afirmarse corren el riesgo de ser malentendidas por quienes, quizás sin molestarse en leer por completo este libro, vean en ellas una regresión al absolutismo o una defensa ingenua, y hasta profesoral, de la autonomía del Derecho Administrativo. Forzoso es, con todo, correr el riesgo. Y sin temor tampoco al deterioro de las garantías individuales que indefectiblemente se reprochará a esta postura. Las garantías del inculpado son ciertamente irrenunciables; pero ya no es tan cierto que tengan que proceder del Derecho Penal, puesto que el Derecho público estatal y el Derecho Administrativo están perfectamente capacitados para crear un sistema idóneo propio. Otra cosa es que hasta ahora no lo hayan hecho y que, en consecuencia, para remediar esta ausencia, haya habido, de forma provisional y urgente, que tomar a préstamo las técnicas garantistas del Derecho Penal, pero a conciencia de que no son siempre adecuadas al Derecho Administrativo Sancionador.

6.

O T R O S BLOQUES TEMÁTICOS

El bloque temático central del Derecho Administrativo Sancionador —y, por ende, del presente libro— se encuentra indudablemente en los principios de legalidad (con sus dos elementos o corolarios: la reserva legal y el mandato de tipificación), de culpabilidad y de non bis in idem. El principio de legalidad no es algo propio del Derecho Penal que se traslada al Derecho Administrativo Sancionador, sino un elemento constitucional que se aplica directamente —es decir, sin intermediación alguna del Derecho Penal— a las infracciones y sanciones administrativas, lo que explica las características propias de este ámbito. En cambio, cuando se concibe como una simple extensión del principio de la legalidad penal, entonces nada encaja, puesto que las singularidades que ofrece en el Derecho Administrativo Sancionador le hacen difícilmente homologable con el correlativo penal. Basta pensar, en efecto, en las modalidades admisibles de la colaboración reglamentaria (sin la cual es inimaginable la reserva legal sancionadora), así como en las peculiaridades del mandato de tipificación. Guste o no guste, la tipificación de las infracciones y sanciones administrativas cumple una función y presenta una estructura completamente distinta de la penal. Por obra de la Jurisprudencia había alcanzado en 1992 el régimen jurídico del principio de la legalidad de la potestad sancionadora de la Administración un equilibrio teórico aceptable y, lo que es más importante, un elevado nivel de seguridad jurídica. Tan halagüeño panorama se ha visto bruscamente oscurecido por la aparición de la LPAC que, redactada en términos técnicos notoriamente imperfectos e inspirada en una ingenua ideología garantista radical, no sólo no ha perfeccionado o consolidado lo existente sino que a punto está de dar con todo ello en tierra. De manera absolutamente generalizada y acrítica suele afirmarse que la exigencia de la culpabilidad en las infracciones administrativas es uno de los resultados más

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elogiosos del trasplante de los principios del Derecho Penal. En el largo capítulo dedicado a este punto se intenta demostrar la banalidad de esta opinión. Porque es el caso que no es cierta del todo esa pretendida extensión de la exigencia de la culpabilidad y, además, cuando realmente se exige, provoca unos problemas de solución imposible. Para comprobar lo que se está diciendo basta pensar en los supuestos de infracciones cometidas por personas jurídicas o en los casos de solidaridad y subsidiariedad y en la aparición extrema de la presunción de culpabilidad. Vistas así las cosas, parece claro que la hipotética implantación de la culpabilidad penal no ha arreglado nada —de hecho, no se sabe si su aplicación es la regla o la excepción—, antes al contrario, ha sumido esta materia en una confusión de la que la Jurisprudencia no acierta a salir. Y por lo mismo, la necesidad —que ya es urgencia— de construir una teoría específica propia de la culpabilidad en el Derecho Administrativo Sancionador que no nazca tarada con las exigencias de un Derecho Penal que en este campo resulta incompatible con la realidad y con las funciones específicas de esta rama jurídica. Al llegar a la prohibición del bis in ídem nos encontramos con una situación y unos resultados similares a los que acaban de ser descritos en los otros epígrafes: un punto de partida de origen penal que se pretende aplicar con manifiesta autosatisfacción al Derecho Administrativo Sancionador, en el que inmediatamente se provocan, sin embargo, unas disfunciones que no tienen arreglo desde la perspectiva penal y que se intentan rectificar con una técnica modalizadora de adaptación a las peculiaridades de las infracciones y sanciones administrativas. Con lo cual desembocamos en el mismo dilema de siempre: ¿cuál es el camino correcto: aplicar al Derecho Administrativo Sancionador los principios del Derecho Penal debidamente adaptados a las peculiaridades de aquél, o construir un Derecho Administrativo Sancionador desde el Derecho público estatal y, por supuesto y principalmente, desde el Derecho Administrativo, sin olvidar por ello, claro es, las garantías individuales del inculpado? Con este repertorio temático, al que se ha añadido la prescripción, se completa la Teoría de la infracción administrativa en un primer ensayo de exposición sistemática, que de seguro habrá de ser revisado en obras posteriores. Para comprender la provisionalidad de este intento basta pensar en los muchos años y en los centenares de obras que ha costado al Derecho Penal lograr una aceptable unanimidad en torno al contenido de su teoría del delito, en la que indudablemente se ha inspirado lo que aquí se está llamando Teoría de la infracción. II.

SOBRE EL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

1.

S A R C A S M O S Y PARADOJAS

La conveniencia, y aun necesidad, de la potestad sancionadora no evita que su ejercicio yaya acompañado de tales irregularidades que constituye un sarcasmo, en el estricto significado del término, para los ciudadanos y que, en último extremo, pone en entredicho cuantos esfuerzos teóricos de buena fe se realizan en la elaboración técnico-jurídica del Derecho Administrativo Sancionador. La injusticia empieza con la arbitrariedad en la persecución. En una urbanización de cuatrocientas viviendas decide el Alcalde un día tramitar expediente sancionador contra el propietario de una de ellas, quien será sancionado una vez probada la ilegalidad de su situación y de nada le valdrá alegar que toda la urbanización se encuentra en sus mismas condiciones. En una plaza en la que tradicional y pacíficamente se viene aparcando no obstante la señal de prohibición, un buen día aparecen los agen-

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tes municipales y denuncian un vehículo que allí se encuentra. Otro día visitan y expedientan los inspectores un restaurante que no ofrece mayores deficiencias que las de sus vecinos. No hace falta seguir poniendo ejemplos, que harto conocidos son por su habitualidad. El sentimiento de Justicia clama contra estas conductas administrativas, que la Jurisprudencia viene declarando desde siempre irreprochables: el infractor no puede escudarse —se argumenta— en la irregularidad de los demás ni invocar la igualdad en situaciones ilegales. El sarcasmo continúa en la inmensidad de las infracciones. El repertorio de ilícitos comunitarios, estatales, autonómicos, municipales y corporativos ocupa bibliotecas enteras. No ya un ciudadano cualquiera, ni el jurista más estudioso ni el profesional más experimentado son capaces de conocer las infracciones que cada día pueden cometer. En estas condiciones, el requisito de la reserva legal y el de la publicidad de las normas sancionadoras son una burla, dado que ni físicamente hay tiempo de leerlas ni, leídas, son inteligibles para el potencial infractor de cultura media. El resultado de esta innumerabilidad es la imposibilidad de evitar las conductas ilícitas: las infracciones se ignoran y, si se conocen, es imposible no tropezar en ellas. Nadie, por muy escrupuloso que sea, puede alardear de no haber cometido alguna infracción administrativa. Nadie —cuando es detenido en la carretera por la policía de tráfico o visitado en su casa o empresa por los inspectores— puede estar seguro de salir ileso. En estos supuestos a lo único a lo que puede aspirarse es a que el acta se refiera a infracciones menos graves. Porque es sabido que, si la Administración quiere, encuentra infracciones e infractores sin dificultad alguna. E incluso todavía hay algo que puede ser peor: por el simple hecho de instruirse un expediente sancionador, el daño ya está producido y con frecuencia es irremediable aunque luego termine en absolución administrativa o judicial. Independientemente de los gastos, la heladería expedientada por una denuncia contra la higiene perderá sus clientes como perderá su tranquilidad el ciudadano acusado gratuitamente de defraudación. De esta manera puede la Administración arruinar económica y moralmente a cualquier ciudadano al margen de que haya existido o no el ilícito imputado y de que sea absuelto con posterioridad. Atemos ahora los dos cabos del hilo que acaba de ser descrito: la inevitabilidad de las infracciones y la arbitrariedad de la persecución. El resultado salta a la vista: el Estado tiene en sus manos a todos los ciudadanos, de tal manera que el destino de cada uno depende, además del azar de ser sorprendido, de la voluntad del Estado para castigarle. Si esto sucede, el ciudadano, por las razones dichas, está irremediablemente perdido. No hay defensa posible. El uso que hace el Estado de tal supremacía no necesita ser imaginado, puesto que es de sobra conocido sobre todo cuando se trata de personas públicas y hay elecciones por el medio. El infractor es víctima de represalias que nada tienen que ver con su falta. Se trata de dar un ejemplo o de obligarle al silencio o a la humillación o a la expoliación personal o política. Y todo ello de acuerdo con la ley. Éste es el gran sarcasmo que quería poner de relieve: el Derecho Administrativo Sancionador se ha convertido en una coartada para justificar las conductas más miserables de los Poderes Públicos, que sancionan, expolian y humillan protegidos por la ley y a pretexto de estar ejecutándola con toda clase de garantías. Éste es. en verdad, el escalón más infame a que puede descender el Derecho. Lo más curioso de esta historia es, con todo, que a la denunciada indefensión de los ciudadanos corresponde con frecuencia una indefensión no menor de la Administración. Si las Administraciones públicas quisieran aplicar puntualmente las normas sancionadoras y obligar a los ciudadanos a cumplirlas tendrían que dedicar todos sus funcionarios a la tarea y, aun así, no darían abasto. Además, el sistema normativo represivo es tan defectuoso (piénsese en los medios de prueba lícitos y, sobre

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todo, en la prescripción y en las dificultades de ejecución o cobro de multas) que la mayor parte de los expedientes están condenados de antemano a no llegar a buen fin. Con la consecuencia de que de ordinario la Administración ha de contemplar impotente cómo se cometen infracciones ante sus mismos ojos. Aunque eso sí, el que es sancionado, paga por todos. La potestad sancionadora de la Administración —y su aparato técnico y jurídico, el Derecho Administrativo Sancionador— es, en definitiva, un montón de despropósitos en el que todos los Poderes están implicados. El Legislativo es el primer pecador dado que ha establecido una red tan tupida —y tan opaca— de infracciones que es materialmente imposible conocerlas y, por supuesto, evitar su comisión. El Legislador ha colocado literalmente a todos los ciudadanos fuera de la ley. Pero, para mayor sarcasmo, esta red sancionadora presenta tantos desgarrones que es tan fácil escaparse de ella al infractor hábil como difícil en ocasiones manejarla con eficacia a la Administración de buena fe, que cree disponer de un buen arma y se encuentra en la mano con una espada de palo. Ahora bien, para las Administraciones públicas ofrece el Derecho Administrativo Sancionador una cobertura ideal para el abuso y la arbitrariedad, para las represalias políticas y personales y para la extorsión más descarnada. Tal como ya he adelantado, la potestad sancionadora —cuando quiere y puede ejercerse— no es otra cosa que la legitimación de la violencia del Poder. En esta lamentable farsa tampoco está el Poder Judicial libre de culpa. En un sistema de descoordinación e inhibición legislativa, ha correspondido a la Jurisprudencia elaborar de arriba a abajo el Derecho Administrativo Sancionador de que disponemos. Y si en este punto sería injusto regatear elogios a una labor técnicamente admirable (como habrá ocasión de comprobar a lo largo de todos y cada uno de los capítulos del presente libro), ello no autoriza a silenciar algunos desaciertos garrafales —en parte ya aludidos— que empañan la eficacia y la Justicia de todo el sistema. El primero de ellos es la doctrina de la no invocabilidad de la igualdad, que es lo que permite el ejercicio arbitrario de la potestad. El segundo es la doctrina de la falta de legitimación de los interesados para exigir la persecución de las infracciones que peijudican no ya sólo al interés público sino a los particulares: lo que permite una nueva arbitrariedad en el no ejercicio de la potestad. Es incomprensible, en efecto, que el peijudicado por los humos de una fábrica vecina no pueda exigir de la Administración la sanción por el incumplimiento de las medidas de filtrado. Y, en tercer lugar, la doctrina que niega todavía en muchos supuestos la responsabilidad por hechos de terceros, exculpando así, por ejemplo, a los propietarios de discotecas cuyos clientes no dejan dormir, y hasta tienen aterrorizado a todo el barrio. La lista podría alargarse mucho más todavía (y así aparecerá en los sucesivos capítulos del libro), pero a nuestros efectos basta con lo dicho. Aquí opera la ley física del punto más débil: de nada vale una sólida cadena de hierro si tiene tres eslabones rotos. Frente a estos reproches podrá alegarse, claro es, que los Tribunales se limitan a aplicar la ley y que en ella no vienen estas reglas cuya ausencia acaba de denunciarse. Pero esta hipotética objeción no vale porque los Tribunales no se limitan a aplicar la Ley. En el ámbito sancionador están «creando Derecho» desde el primer día hasta tal punto que son ellos quienes conocidamente han elaborado el Derecho Administrativo Sancionador de que disponemos. Lo que sucede es que se han quedado (todavía) a medio camino y de la misma manera que es justo elogiar los progresos, importa reprochar lo que deliberadamente —por ignorancia, rutina o falta de coraje— no se ha alcanzado. Vivimos en España en un Estado judicial de Derecho y en mi opinión es urgente que los Jueces rematen pronto la tarea, que ya han realizado en gran parte, de crear un Derecho Administrativo Sancionador completo. Constitucional e

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institucionalmente pueden hacerlo, como lo están haciendo cada dia, y personalmente gozan (no sabemos por cuánto tiempo) de una competencia técnica y de un prestigio social que les legitima para llevar a cabo la empresa, sobre todo teniendo en cuenta que el Legislador carece de momento de ánimos para ello. En cuanto a los ciudadanos, sus actitudes frente a la potestad sancionadora de la Administración son muy fáciles de categorizar. La inmensa mayoría son, pura y simplemente, víctimas que soportan resignadamente el peso de una ley que sólo oscuramente conocen. El ciudadano —tal como se ha explicado antes— sabe perfectamente que está en falta y que su castigo depende exclusivamente del azar y del capricho de la Administración. El español juega cada día a la lotería —negativa— del Código de la Circulación y de la legislación fiscal (entre otras) con la misma habitualidad y esperanza milagrosa que utiliza en los mil juegos de suerte, públicos y privados. En el subconsciente de los españoles está arraigada ya la idea de una lotería con bolas blancas y bolas negras, cuyos premios y sanciones hay que buscar (o esquivar) con entusiasmo y aceptar con resignación. El ciudadano medio no puede defenderse: en parte porque se sabe infractor y en parte porque los gastos de la defensa son de ordinario más elevados que la multa. Por ello únicamente se defienden los acosados, los desesperados y los pleitistas vocacionales. Con su sacrificio —y a costa de la paciencia de los Tribunales— ha ido prosperando paso a paso el Derecho Administrativo Sancionador, pero en nada mejora la práctica administrativa, puesto que la Administración —último y más sangrante de los sarcasmos del sistema— deja escapar ciertamente a los beneficiarios de una sentencia, pero no por ella deja de sancionar a los que se encuentran en las mismas circunstancias y no han recurrido. O sea, que la Administración se ha dejado contagiar por el espíritu social lúdico a que antes he aludido y al sancionar también está jugando a que el infractor no acuda a los Tribunales. Lo que sucede es que este Lotero estadísticamente siempre gana aunque pierda todos los recursos, ya que éstos porcentualmente son muy escasos. Hay, con todo, una clase de ciudadanos que actúa de manera muy diferente. Para los «poderosos», para los grandes empresarios el Derecho Administrativo Sancionador no existe. Salvo excepciones muy raras -—y que, por supuesto, nada tienen que ver con el Derecho— sus enormes infracciones son sancionadas con multas proporcionalmente reducidas, que no llegan a frustrar la rentabilidad del negocio fraudulento. Y en todo caso tienen a su servicio profesionales inteligentes que saben colarse entre las grietas y remiendos de esa red imperfecta que se denomina legislación sancionadora, máxime si está manejada, como es lo común, por funcionarios incompetentes y desestimulados, que saben de sobra que sólo pueden tener éxito con los «pequeños». En cuanto a la doctrina, en fin, ya he dicho que desde hace algún tiempo ha cobrado un impulso admirable, abandonando sin complejos los estériles surcos de la rutina y de la erudición de pacotilla. La literatura jurídica ha acertado, además, con una excelente fórmula de colaboración simbiótica con la Jurisprudencia, que multiplica sinérgicamente los esfuerzos de ambas. Aunque para mi gusto todavía le falta, quizás, algo: saber desprenderse de un cierto formalismo profesional que decolora sus progresos. Los autores, aunque conozcan perfectamente la realidad, consideran impropio de su oficio, y hasta inelegante, fajarse directamente con ella, por lo que rehúsan bajar a la arena de la vida cotidiana, creyendo que allí no es lícito utilizar las armas sutiles de la Ciencia jurídica y que es terreno reservado a traficantes de influencias y abogados. Me parece, sin embargo, que tal como están las cosas hay que aprender a perder el miedo a la realidad, saber mirarla a los ojos y tener el valor de decir lo que se ha visto. Los desastres de la realidad no pueden conducir al desánimo, antes al contrario. Sólo quien conoce el funcionamiento diario del aparato represivo público puede sentir el impulso de

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pretender remediarlo por poco que sea. Hay algo peor, en efecto, que un Derecho Administrativo Sancionador rudimentario e imperfecto, a saber: un Derecho Administrativo Sancionador envilecido al servicio, e instrumento de coartada, de un Estado arbitrario, de unas autoridades corrompidas y de unos empresarios sin escrúpulos. 2.

H A C I A U N NUEVO D E R E C H O A D M I N I S T R A T I V O S A N C I O N A D O R

Prescindiendo de consideraciones metajurídicas, adelanto ya que el presente libro está animado por un espiritu relativamente original, que puede resumirse en los siguientes términos: el Derecho Administrativo Sancionador no debe ser construido con los materiales y con las técnicas del Derecho Penal sino desde el propio Derecho Administrativo, del que obviamente forma parte, y desde la matriz constitucional y del Derecho Público estatal. Conste, sin embargo, que esta confesada inspiración no es consecuencia de un prejuicio ideológico, ni mucho menos profesoral, sino resultado de haber constatado el fracaso de una metodología —la extensión de los principios del Derecho Penal— que ha demostrado no ser precisa desde el momento en que la traspolación automática es imposible y que las matizaciones de adaptación son tan difíciles como inseguras; hasta tal punto que el resultado final nada tiene que ver con los principios originarios, cuyo contenido tiene que ser en la práctica profundamente falseado. Para rectificar este fracaso no hay más remedio que volver a empezar desde el principio y en el principio están, como he repetido, la Constitución, el Derecho Público estatal y el Derecho Administrativo, por este orden. Ahora bien, en esta tarea la presencia del Derecho Penal es no ya sólo útil sino imprescindible y ha de seguir operando, no obstante y en todo caso, como punto de referencia, como pauta técnica y, sobre todo, como cota de máxima de las garantías individuales que el Derecho Administrativo Sancionador debe tener siempre presentes. Ni que decir tiene, sin embargo, que estos objetivos no han sido alcanzados en la presente obra y hasta sería ingenuo intentarlo siquiera. Cada autor está forzado a trabajar con los materiales disponibles en su tiempo y, por así decirlo, no puede saltar más allá de su propia sombra. Pero he procurado, al menos, mantener la orientación indicada y por satisfecho me daría si estas indicaciones valiesen para los investigadores posteriores y ayudasen en todo caso al Derecho Administrativo Sancionador a salir de las gastadas roderas por las que ahora inútil y acríticamente se va deslizando. A mucho más no puede aspirar un jurista: Faciant meliora iuvenes. El tiempo está trabajando, por lo demás, en favor de esta tesis puesto que en la legislación y en la práctica es perceptible un «giro administrativo» que ha de coronarse —si es que no se ha consumado ya— en la recuperación de la identidad del Derecho Administrativo Sancionador bajo las señas inequívocas de su «administrativización». La presente edición dará testimonio cumplido de tal acontecimiento, del que se hace un balance pormenorizado en un capítulo final que ahora se ha añadido. III. 1.

SOBRE POLÍTICA REPRESIVA S A N C I Ó N E INTERVENCIÓN

Sobre la Parte especial del Derecho Administrativo Sancionador —o sea, el establecimiento de las infracciones concretas y la atribución de las sanciones— poco puede decirse en este momento. El repertorio de infracciones es el fruto de la voluntad del Legislador, que luego se impone desde fuera a los operadores jurídicos. A los

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juristas corresponde fundamentalmente aclarar los textos en la medida de lo posible y ordenar la materia con ayuda de los instrumentos que les proporciona la Parte General. Pero huelga decir que el jurista —que también es ciudadano— puede, en su condición de tal, tener y expresar sus ideas propias sobre la corrección y utilidad de la política punitiva inspiradora de las normas sancionadoras. Y esto es lo que va a hacerse en el presente epígrafe. Los particulares suelen protestar por el exceso de intervencionismo administrativo, por la multitud de reglamentos que predeterminan hasta las más mínimas actividades de la vida cotidiana; pero luego, cuando sucede un accidente (incendio en una discoteca, envenenamientos masivos) reprochan a la Administración su negligencia o tolerancia, es decir, el no haber controlado lo suficiente al causante. Con la tecnología moderna, la vida colectiva es un «estado de riesgo» que resulta forzoso admitir si no queremos volver al siglo xix. Asunción que implica la intervención pública, puesto que ni los particulares están en condiciones técnicas de percatarse de la calidad de los bienes y servicios que consumen y usan, ni el mercado puede regularla por sí mismo. Pues bien, si se acepta la regulación pública, hay que aceptar la sanción por su incumplimiento. Lo que significa que no podemos pedir la protección del Estado contra las manipulaciones peligrosas de alimentos y luego quejarnos de que se sancione a quien ha alterado la proporción de unos aditivos de nombre enrevesado. No podemos exigir al Estado que nos garantice la seguridad del tráfico y luego quejarnos de las multas que se imponen por no respetar las señales de un semáforo. Hay que ser congruentes. Si el régimen sancionador es una mera e inevitable consecuencia del régimen de intervención, habrá que empezar por preguntarse primero hasta dónde debe llegar ésta, puesto que a menos intervenciones, menos sanciones. Los niveles de intervención son, a su vez, consecuencia de una política económica y social previa. En España, hasta hace relativamente poco tiempo, existía una rigurosa intervención de precios de tal manera que la mayor parte de los expedientes sancionadores se referían a estas materias. Esta situación ha desaparecido ya: los precios los fija —y, consecuentemente, los sanciona— el mercado, puesto que los compradores, disminuyendo la demanda, castigarán al que los eleve. Tal es la regla. Pero, en cambio, se ha intensificado la intervención en la calidad. Por así decirlo, el fabricante y el prestador de servicios pueden engañar al cliente en el precio pero no en la calidad. Pueden exigir cien euros por una barra de pan y cien mil euros por un metro cuadrado de edificación; pero el pan y el edificio deben tener una calidad mínima preestablecida, que el Estado garantiza. Este juego combinado de tolerancias y rigores es el contenido de la política económica social, que opera como una realidad previa al Derecho. Ideologías y modas aparte, se puede constatar la presencia de una regla general: el Estado tiende a intervenir directamente cada vez menos en los factores económicos del mercado y cada vez más en los factores que influyen en la seguridad y salubridad. Hoy no se tramitan expedientes por abusos en el precio del pan sino por no haberse respetado las normas de calidad y manipulación, que por cierto son muy detalladas. Lo que sucede, con todo, es que la política de precios va indisolublemente unida a la de calidades. La desrregulación del tráfico comercial aéreo ha producido, donde se ha introducido, un notorio descenso de los precios de oferta, pero también de comodidad (que es cosa del gusto de la clientela) y de seguridad (en la que ya no puede inhibirse el Estado). 2.

P R I N C I P I O S Y PROPOSICIONES PARA UNA POLÍTICA REPRESIVA EFICAZ

Con este breve recordatorio ya podemos volver a los aspectos que más nos interesan de la política sancionadora legal. En el simple terreno de las preferencias persona-

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les, mi opinión es la de que las leyes sancionadoras (como las medidas intervencionistas previas) deben tener por objetivo la reducción de los riesgos, y por supuesto de los daños, y no el proporcionar una cobertura a la irresponsabilidad del Estado garante. Esta es la exigencia primera y más elemental. El ciudadano no debe contentarse con que el Estado adopte medidas interventoras y publique leyes sancionadoras sino que ha de exigir que éstas se cumplan. Cuando una discoteca se incendia, un autocar vuelca o se produce un envenenamiento masivo de consumidores, el Estado (en sentido amplio) se autodeclara irresponsable por la circunstancia de haber ordenado o prohibido ciertas medidas que, de haberse cumplido, hubieran evitado el accidente. Lo que implica que la responsabilidad se desplaza íntegramente sobre el infractor. Desde mi punto de vista, sin embargo, esto no es correcto. Porque no basta con publicar medidas y conminar sanciones sino que hay que hacerlas realidad. Ni el deber del Estado ni su correlativa responsabilidad se agotan con la publicación de normas. Partiendo de aquí es como puede empezarse a llevar a cabo esta tarea, a primera vista imposible, de acotar y ordenar el catálogo efectivo de sanciones, que por su inmensidad parece equivaler a poner puertas al campo. A cuyo efecto, a la idea anterior hay que añadir otra no menos importante: el objetivo de una buena política represiva no es sancionar sino cabalmente lo contrario, no sancionar, porque con la simple amenaza se logra el cumplimiento efectivo de las órdenes y prohibiciones cuando el aparato represivo oficial es activo y honesto. Como dice el refrán popular, «el miedo guarda la viña». Todo lo cual se traduce en las siguientes proposiciones concretas: 1 .a Las medidas de intervención y su corolario de infracciones y sanciones tienen un límite: la posibilidad real de ser cumplidas por los destinatarios. Lo cual significa que no deben ser impuestas cuando se sabe de antemano que no pueden ser cumplidas ya que el mercado o la situación económica o el nivel tecnológico o cultura no las consiente. Como ejemplos extremos de esta desmesura de límites pueden ponerse el Código alimentario o las normas tecnológicas de la construcción que durante décadas abrumaron las páginas del BOE a conciencia de que no iban a ser cumplidas. 2.a El segundo límite es e! de que tales infracciones no pueden llegar más allá de adonde alcancen las fuerzas del aparato inspector y represivo del Estado. Regular y conminar con sanciones actividades que pueden ser incumplidas pero no controladas, es una arbitrariedad y convertir el Derecho, como antes se ha dicho, en una lotería. La política legal represiva debe, a mi juicio, inspirarse en estos criterios y, si no se respetan, no por ello debe aceptarse la irresponsabilidad del Estado, cuyo deber es evitar realmente los daños y riesgos. 3.a Una norma cuyo incumplimiento es sistemáticamente tolerado no puede luego, sin advertencia previa, ser exigida a los particulares ni generar una sanción. Comprendo que esta afirmación puede parecer heterodoxa; pero es el único medio de superar lo que más atrás se consideraba un «sarcasmo» intolerable de la actual práctica sancionadora. Se justifica fácilmente, además, tanto en el principio de igualdad como en el de obligatoriedad de ejercicio de la propia potestad y, sobre todo, en el de la buena fe de la actuación administrativa. Aunque también podría formularse en los siguientes términos: el Estado «puede» exigir el cumplimiento de la norma pero no «quiere» y así lo demuestra con la tolerancia. Ahora bien, una vez que esta tolerancia se ha generalizado y consolidado en el tiempo, se crean en el ciudadano unas expectativas basadas en la confianza en que la Administración vaya a seguir actuando así. En su consecuencia, si cambia de criterio, ha de hacerlo también con carácter generalizado y no para casos aislados y, además, con advertencia. Parafraseando el viejo

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principio de la inderogabilidad singular de los reglamentos, hay que decir ahora que no cabe la «derogación singular de un criterio generalizado de oportunidad sobre el ejercicio de la potestad sancionadora». O en otras palabras: la Administración puede, o no, sancionar el incumplimiento de órdenes o prohibiciones, pero siempre con carácter general, no singular. 4.a Desde el punto de vista del Derecho, la eficacia de la norma sancionadora únicamente está condicionada por su publicación; desde el punto de vista de la política sancionadora se exige, además, su divulgación, más o menos larga y detallada según sea el grado de especialización o profesionalización de sus destinatarios. Las normas sancionadoras ofrecen una peculiaridad muy curiosa: lo ideal (como antes ya se ha adelantado) es que no se apliquen nunca porque no sea necesario. Pues bien, para no infringir una norma hay que empezar por conocerla; y para que sea conocida hay que divulgarla suficientemente, puesto que de ordinario no basta el requisito formal de su publicación en un Boletín Oficial que el ciudadano no lee. O sea, que si lo que el Estado quiere es sancionar, claro es que con la publicación de la norma ya está legitimado; pero si lo que quiere es no sancionar sino inducir a los ciudadanos a que no infrinjan, haciendo con ello innecesaria la sanción, entonces la divulgación resulta imprescindible en una buena política represiva tal como ya se realiza habitualmente con las normas de circulación y tráfico. La divulgación ha de ser general y previa utilizando los medios de publicidad y comunicación de masas que el Estado tiene a su alcance; pero también puede ser posterior a la publicación de la norma mediante previsiones de una vacatio legis más prolongada de lo habitual. Y sin descartar, por último, la posibilidad de una pedagogía individual manifestada «en la tolerancia ante la primera infracción. La experiencia enseña que en determinadas infracciones una advertencia —acompañada de una ilustración sobre la conducta futura— es mucho más eficaz que la sanción a secas. 5.a El principio represivo fundamental (o sea, el de que objetivo real de la potestad sancionadora es no tener que sancionar) se traduce inevitablemente en otro no menos conocido: la sanción es la «ultima ratio» del Estado, quien sólo debe acudir a ella cuando no se puedan utilizar otros medios más convincentes para lograr que los particulares cumplan las órdenes y las prohibiciones. Esto ya se ha visto, en la escala más simple, al hablar de la divulgación y de la pedagogía de la política sancionadora (que nada tiene que ver, naturalmente, con las sanciones «ejemplares» que tan de moda estuvieron hace unos años en el ámbito fiscal). El llamado principio de subsidiariedad debe generalizarse en un plano más elevado. La mayor parte de las infracciones que cometen las pequeñas empresas son debidas, además de a la falta de información, a la falta de medios. Por ello, una adecuada política de financiación finalista es más eficaz que una dura política de represión, aunque naturalmente resulte más cara y menos cómoda que la simple aprobación de unas ordenanzas de infracciones. Yo no ignoro, desde luego, que lo que únicamente suele admitirse es que la pena sea la ultima ratio, mas no la infracción y sanción administrativas. Es decir, que se supone que el Legislador sólo ha de acudir al Código Penal cuando resultan inútiles las demás medidas (incluida la legislación administrativa sancionadora) adoptadas o imaginadas para evitar determinadas conductas de los ciudadanos. Lo cual es cierto y correcto; pero dentro de esas «demás medidas» o medidas no penales hay que dejar las sanciones administrativas para el último lugar. Sea como fuere, para mí lo importante, dentro de esta temática, es la exigencia de colaboración pública, entendida como la adopción de medidas que puedan evitar las infracciones. Si el Ayuntamiento no coloca papeleras, no puede castigar a los que arrojen papeles al suelo. Si el Ministerio de Hacienda no facilita los impresos reglamentarios, no

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puede sancionar a los que no los emplean. Si la policía no garantiza la seguridad de un barrio, carecen las autoridades de legitimación para sancionar a los vecinos que se autoprotegen. Como se habrá notado, los ejemplos están tomados de la realidad y, en cualquier caso, lo importante es lo siguiente: únicamente puede ejercerse la potestad sancionadora después de haberse adoptado las medidas necesarias para evitar la infracción. 6.a Insistiendo en lo anterior, la sanción tiene que insertarse en una lista de opciones enderezadas a una finalidad común: el asegurar el respeto a la legalidad y castigar el incumplimiento de las obligaciones y prohibiciones legalmente impuestas. El infractor tiene que asumir las consecuencias de su incumplimiento que, por lo demás, no suelen limitarse a una sanción. Los efectos de la revocación de una licencia suelen ser de ordinario mucho más dolorosos que los de una multa y de lo que se trata es de articular eficazmente estas medidas complementarias, no subsidiarias y muchos menos excluyentes. 7.a Los avances logrados en las garantías aseguradas por el Derecho Administrativo Sancionador —que son pura y simplemente irrenunciables— no autorizan a silenciar una grave disfunción de la política represiva en la que se han desequilibrado sus elementos componentes en beneficio de la garantía y en peijuicio de la punición. El objetivo del Derecho Administrativo Sancionador no es la protección del autor de la infracción sino el castigo de éstos con respeto de las garantías de los posibles infractores. En otras palabras, las garantías procedimentales y materiales son un modo, una limitación de la actuación administrativa represora que en ningún caso puede paralizarla o hacerla inoperante. Hoy es urgente restablecer el equilibrio perdido y dar a cada elemento su adecuada proporción. 8.a La cantera de principios (sobre cuya naturaleza me ocuparé, de una vez por todas, más adelante) parece inagotable. Aquí puede traerse, en efecto, a colación el de proporcionalidad, muy utilizado —en cuanto principio «jurídico»— por la Jurisprudencia para adecuar la gravedad de la sanción a la de la infracción. En este momento, sin embargo, no me quiero referir a su vertiente jurídica sino política, que puede formularse así: no deben ser calificadas de infracción ni, por ende, conminadas con sanción las conductas de contenido antijurídico mínimo, puesto que el costo administrativo del aparato represivo de control y sanción, así como el costo social de la irritación producida por su uso (o el desprestigio producido por su tolerancia) son mayores que los beneficios esperados por su establecimiento. El uso cotidiano de la espada represora termina embotándola. 3.

P O L Í T I C A REPRESIVA Y LEGISLACIÓN S A N C I O N A D O R A

La realización de las anteriores proposiciones serviría, al menos, para dulcificar un poco la agria imagen de la potestad sancionadora, que tanto contribuye a alimentar el rencor de los ciudadanos hacia el Estado y, en todo caso, a explicar su distanciamiento. Lo cual no deja de ser paradójico pues son los ciudadanos los primeros interesados en el ejercicio de tal potestad, que está pensada fundamentalmente para ellos. Pero en los estándares antropológicos de los españoles (y de los hombres del sur en general) se percibe indefectiblemente el rasgo de colocarse del lado del ladrón frente al policía y entre nosotros siempre se ha glorificado (y se glorifica actualmente) a los defraudadores. El tendero que ha llegado a millonario con sus raterías es admirado sin reserva incluso por sus propias víctimas; y los periódicos relatan cada día historias de policías perseguidos a pedradas por los vecinos cuando intentaban detener a unos delincuentes o narcotraficantes que eran la plaga del barrio.

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Como éste no es lugar, obviamente, de divagaciones folklóricas, baste subrayar que el dato indicado manifiesta inequívocamente que el ciudadano no se identifica de ordinario con los bienes que pretende proteger el Ordenamiento Jurídico. El individuo no percibe que quien defrauda a Hacienda, a quien de veras está perjudicando es a los demás contribuyentes, que han de pagar lo que él oculta, de la misma manera que quien tala un monte está peijudicando a los potenciales paseantes y turistas. Los psicólogos sociales saben explicar perfectamente estas actitudes, pero a efectos de análisis de la política represora (que es lo que aquí interesa), basta recordar los siguientes datos: a) Todo ciudadano —como consecuencia de la multiplicidad y opacidad de las normas sancionadoras— tiene conciencia de que él también puede ser sancionado en cualquier momento y por cualquier causa; y por ello se solidariza instintivamente con quien «ha tenido la desgracia» de ser sorprendido, y es con él con quien se identifica porque en su destino ve representado el suyo, b) El particular —que sabe de sobra la arbitrariedad con que procede la Administración— desconfía de la sanción al sospechar que no pretende el cumplimiento del Ordenamiento Jurídico (éste tiene demasiados desgarrones de los que nadie se ocupa) sino que es consecuencia de algún móvil personal o político, cuando no de la «desgracia» fatalista. El ciudadano, en una palabra, no cree en la honradez del ejercicio de la potestad sancionadora y por ello no se solidariza con ella, percibiendo únicamente sus aspectos más tenebrosos. Y si a ello se añade la experiencia de comprobar que los pillos con sus picardías y los poderosos con sus abogados y sus influencias son los únicos que se escapan, ya no puede sorprender la actitud de los ciudadanos. Sea como sea, el resultado final es que el Estado se encuentra aislado de los ciudadanos —cuyo apoyo tanto necesitaría— en el ejercicio de la potestad sancionadora. Remediar esta situación no es fácil, desde luego, aunque podría intentarse al menos. Pero para ello precisaría el Estado captar la diferencia entre política represiva y normas sancionadoras, puesto que las raíces del mal se encuentran de ordinario en la política y no en las normas. Y, sin embargo, esto no se tiene en cuenta, salvados los esfuerzos, realmente meritorios por muy parciales que sean, que se hacen en algunos ámbitos aislados como los de Tráfico y de Hacienda. Prescindiendo de esto (y de algún otro caso aún más excepcional) el Estado no ve más allá de lo normativo: cuando detecta una irregularidad social, dicta una ley con medidas sancionadoras —a veces de dureza medieval o tercermundista— y con ello cree (aparenta creer) que ha arreglado la situación sin preocuparse de lo que hay detrás de las normas, o sea, una realidad social, que sólo puede modificarse a través de una política (represiva) inteligente y no con sanciones bárbaras arbitrariamente impuestas: la lotería no es, conocidamente, el remedio de la pobreza (aunque enriquezca a algunos) ni las sanciones el remedio a la defraudación (aunque arruinen a muchos). La política sancionadora ha de hacer operativas las normas sancionadoras (que son un simple papel) mediante la creación de un aparato represivo eficaz y, sobre todo, mediante su implantación social, que es para lo que podrían ser útiles las proposiciones antes expuestas (entre otras muchas, claro es, que pueden y deben imaginarse, estudiarse y ensayarse). Mientras el Estado no remonte el vuelo por encima del Ordenamiento Jurídico Sancionador (por muy afinado que éste sea, que no lo es), estará infirautilizando su potestad sancionadora y el Derecho Administrativo Sancionador será un mero instrumento profesional de profesores y de abogados, quienes lo utilizarán fundamentalmente contra el propio Estado. Los penalistas han empezado a acortar las largas distancias que antes separaban el Derecho Penal y la Criminalística. Los escrúpulos metodológicos pueden conducir a la esterilidad por irrealismo. Y aquí no se trata sólo de que el Legislador este atento a las recomendaciones sociales de una Política represiva inteligente, sino de algo

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más cotidiano: para atender bien las normas represivas hay que contemplarlas desde una perspectiva real de la misma manera que para interpretar y aplicar correctamente la norma hay que tener siempre a la vista las necesidades sociales. Notoria resulta en todo caso la ineficacia —de siempre desde luego, pero hoy más grave que nunca— del sistema represivo estatal, tanto del penal como del administrativo sancionador. A L E N Z A G A R C Í A (pp. 5 9 8 - 5 9 9 ) ha puesto agudamente de relieve que lo que en el fondo se trata es de una progresiva inoperancia de las técnicas clásicas de la policía administrativa, cada día más obsoletas por la concurrencia de un doble orden de factores: a) los que causan la ineficacia práctica de estas medidas y dificultan su correcta aplicación (hipertrofia normativa acompañada de imperfección técnico-jurídica, desconocimiento de las leyes por los ciudadanos y por los propios funcionarios llamados a aplicarla, resistencia social a su cumplimiento, tolerancia administrativa); y b) los que responden a causas más estructurales (imposibilidad de que la reglamentación siga el ritmo de los avances tecnológicos, necesidad de que las decisiones sobre los riesgos tecnológicos se adopten desde perspectivas globales y no en la gestión concreta). Ahora bien, ni la Administración ni los juristas quieren tomar conciencia de esta crisis. La Administración porque le es más cómodo mantenerse en el surco tradicional que el legislador sigue trazando en su inercia imperturbable; y los juristas (profesores incluso) porque les es más rentable insistir en unas prácticas que desembocan en un complejo sistema de recursos administrativos y jurisdiccionales profesionalmente muy rentables. El resultado es un conocido juego ritual que a todos conviene. El Legislador sabe que sus normas son inútiles; pero sabe también que con ellas tranquiliza la conciencia social y cumple sus compromisos políticos. La Administración porque así legitima —con una habilidosa manipulación de rigores y tolerancias— su poder e influencia sociales. Los abogados porque de esta forma garantizan sus ingresos y los grandes empresarios porque, conociendo la fragilidad del sistema represivo, conocen que pueden romper con facilidad las mallas legales y procesales. En cuanto al común de los mortales, ha de resignarse a participar en el azar de la lotería sancionadora de que ya se ha hablado. 4.

C O L A B O R A C I Ó N SOCIAL

De lo anterior se deduce, sin sombra de duda, que resulta imposible el ejercicio eficaz de la potestad sancionadora si no media una decidida colaboración social. Importa, en consecuencia, alterar hasta el mismo fondo los planteamientos tradicionales: no se trata del Estado contra los ciudadanos (como ahora se piensa) sino del Estado junto con los ciudadanos contra los infractores. Mientras no tenga lugar este cambio de mentalidad, la política represiva seguirá siendo tan inútil como arbitraria y en modo alguno servirá para el logro de su verdadero objetivo: el cumplimiento de las normas. Ahora bien, para que tal transformación suceda hace falta que los ciudadanos se solidaricen con los objetivos públicos y que el Estado modifique su actitud respecto de los ciudadanos —tal como se ha explicado en las páginas anteriores—, lo que no parece fácil puesto que no se ha iniciado este proceso de aproximación e identificación y ni siquiera se ha tomado conciencia de su necesidad. El ciudadano es, para el Estado, un posible infractor cuando no un presunto infractor. Con él se cuenta únicamente para que, llegado el caso, pruebe su inocencia o pague la multa que le ha «tocado». La colaboración se manifiesta únicamente a través de la denuncia y de la acción popular y tales figuras no son ni suficientes ni idóneas.

INTRODUCCIÓN

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La denuncia ha tenido siempre muy mala fama, aunque conviene precisar sus variantes. En los casos en los que la denuncia es deseada por el Estado, éste la fomenta concediendo ventajas individuales al colaborador voluntario (premios, participaciones en el importe de la multa). Esta metalización de la conducta es probablemente lo que ha provocado el reproche social no frente al infractor sino frente al denunciante. El cuerpo social (conforme se ha explicado antes) se cierra ante el Estado (que le es ajeno) y se solidariza con el infractor, que forma parte de él. El denunciante es, en consecuencia, un traidor que ha entregado a su hermano al enemigo común. Por este camino de la denuncia comprada no se llegará muy lejos. Ahora bien, junto a la denuncia comprada está la denuncia espontánea y altruista, que es la más frecuente. Pero como el Estado no la busca ni la desea, no establece aliciente alguno individual para fomentarla. El ciudadano actúa aquí por identificación con los bienes protegidos o para evitar un daño personal. La identificación es más bien rara aunque ya empieza a extenderse una cierta conciencia ciudadana en algunos ámbitos concretos, como el ecológico. Más frecuente es, por ello, la segunda variedad: el consumidor que ha recibido mercancía en mal estado, el usuario al que se presta un servicio defectuoso, el vecino molestado por los ruidos nocturnos o los olores de un establecimiento próximo, pone los hechos en conocimiento de la autoridad con la esperanza de que se remedien: la denuncia es, pues, altruista por cuanto sus efectos deseados beneficiarán a un grupo social, pero en parte también egoísta por la ventaja individual que puede suponer. Lo que sucede, sin embargo, es que las denuncias no solicitadas —cabalmente por no serlo— de ordinario no producen el menor efecto y son consideradas como una molestia para la Administración, que las recibe con más o menos paciencia según el talante del funcionario. Solamente en las oficinas de las Policías municipales, en las de consumidores y usuarios y en las de los Defensores del Pueblo se reciben anualmente millones de denuncias, de las cuales no llegan al uno por ciento las que dan origen a una tramitación administrativa, ignorándose el tanto por ciento de las que desembocan en una resolución (ya sea absolutoria o condenatoria), pero que con seguridad no alcanza el uno por mil. En estas condiciones es ilusorio pensar en la colaboración ciudadana por medio de denuncia. La acción popular, por el contrario, gozó un tiempo de buena fama y en ella se pusieron grandes esperanzas, que el tiempo se ha encargado de desmentir. La acción popular —en los escasos ámbitos donde ha sido recogida legalmente desde antiguo, como en el urbanismo y el Derecho local— ha demostrado que es patrimonio casi exclusivo de extorsionistas cuando no instrumento de venganzas personales o políticas. De aquí que los Tribunales las consideren, con razón, sospechosas y que no valga la pena detenerse más en su análisis. A mi juicio, la colaboración social debiera ser enfocada de una manera completamente distinta a la actual. El ciudadano interesado debe tener derecho a participar en todas las fases del procedimiento sancionatorio. Empezando, por supuesto, en la denuncia. Pero el denunciante espontáneo, por el mero hecho de haber colaborado así, tiene derecho a ser tratado dignamente desde el primer momento (y estoy pensando en el trato que se recibe en las antesalas de las oficinas de policía), a no ser considerado como una molestia y, sobre todo, a ser informado de los avatares de su denuncia; dicho sea en términos procesales, a ser tenido por parte. Esta es la atención mínima que merece del Estado y con ello, no sólo se evitarían múltiples frustraciones, sino que se estimularía la colaboración social. Otra cosa es, sin embargo, la viabilidad de esta ingenua propuesta. Porque la Administración instructora está en contra de las denuncias, que efectivamente son de ordinario inútiles y no dan más que trabajo. La Policía sabe de sobra que discotecas y

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terrazas no respetan las Ordenanzas municipales de ruido y sus motivos tiene para no proceder contra ellas (presiones superiores, falta de personal, falta de medios), de tal manera que la denuncia carece de sentido. Lo que aquí sucede es que si el cuerpo social está en contra del aparato represivo del Estado, los miembros del aparato represivo del Estado también están de ordinario en contra de las normas represivas, que por su número y frondosidad les imponen unos deberes absolutamente desproporcionados con sus medios, condenándoles de antemano a la ineficacia y a la arbitrariedad en la persecución y en la sanción y sin gozar de la protección de sus superiores. Vistas así las cosas, antes de hablar de colaboración social habría que empezar a pensar en muchos casos en la colaboración del propio aparato represivo. Más todavía: el aparato represivo público no sólo desatiende los objetivos señalados por las normas sino que en ocasiones desestimula la asistencia al ciudadano cuando se comprueba que su pasividad y tolerancia más a falta de medios corresponde a un fraude deliberado, a instrucciones políticas perversas o a una coirupción descarnada. Porque si las sanciones se utilizan como una forma de obtener ingresos parafiscales y, en el peor de los casos, el infractor sabe que puede librarse de las inspecciones mediante el pago de un cohecho inferior a la multa, es inevitable que el sistema represivo quede absolutamente desprestigiado y la política represiva pública se revele como un odioso instrumento más de dominación. 5.

L o s INTERESES PROTEGIDOS

Lo que, en último extremo, legitima la participación social es la naturaleza de los intereses protegidos por las normas sancionadoras, que no se refieren de ordinario a bienes individuales sino a intereses (y en su caso a bienes) colectivos, generales y públicos. Los daños producidos en los bienes individuales están cubiertos por el instituto de la responsabilidad: el peijudicado puede reclamar directamente el importe de los daños causados. En cambio, cuando se trata de intereses y bienes generales, lo importante no es la indemnización del daño causado sino la evitación de que se produzca. La destrucción de los árboles de un parque urbano o la contaminación de una playa son daños de reparación imposible ya que, aunque una Administración Pública pueda exigir la reposición en el estado anterior, hay un factor —el tiempo— que es irreparable. Los ancianos que se sentaban a la sombra del parque y los turistas y deportistas que ya no pueden solazarse en la costa pierden quizás para siempre sus posibilidades de esparcimiento o, al menos, durante unos años; y, en todo caso, les es indiferente que una Administración haya percibido el importe de una multa. Lo que las normas sancionadoras fundamentalmente pretenden es, por tanto, que el daño no se produzca y para evitar ese daño hay que evitar previamente el riesgo, que es el verdadero objetivo de la política represiva. La fabricación de productos tóxicos ocasiona indudablemente pequicios individualizados a sus consumidores; pero para su regulación no harían falta normas sancionadoras, ya que bastaría con la responsabilidad civil. El Derecho Administrativo Sancionador no surge para proteger a los damnificados individuales sino a la salud pública, a los damnificados potenciales, a los que podrían llegar a serlo si no se tomaran las debidas precauciones y no supiera el causante la amenaza que pesa sobre la infracción. Pues bien, tal es la clave de la inteligencia de todo el Derecho Administrativo Sancionador. En repetidas ocasiones he puesto de relieve la debilidad comparativa de la protección de los intereses generales, recordando que, por ejemplo, la ocupación administrativa de un metro cuadrado de propiedad particular pone en marcha el solemne y prolijo mecanismo de la expropiación forzosa, mientras que la desaparición de un par-

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que público o de un monumento cultural, que afecta a miles o millones de personas, se despacha con el mero trámite de una información pública ritual. La protección de los titulares de intereses generales y colectivos es ciertamente débil. Por un acto de fe puede creerse que la protección que brinda la Administración Pública representativa de tales intereses es eficaz y suficiente. Con frecuencia, sin embargo, es el lobo quien se ha autoproclamado representante y protector de los intereses colectivos del rebaño a juzgar por los resultados que la historia y la experiencia demuestran. Posiblemente no existe una fórmula jurídica mejor; pero ello no justifica la marginación de los ciudadanos, en beneficio de la superestructura política estatal, en algo que a aquéllos tan directamente importa. Por algún sitio habrá que empezar para remediar esta situación. Un ejemplo puede ilustrar muy bien lo que estoy diciendo. El Ordenamiento jurídico impone a todos el cumplimiento de una minuciosa serie de órdenes y prohibiciones, que puede desembocar en unas sanciones exigidas por la Administración Pública. Pues bien, sucede con frecuencia que esa Administración Pública que, invocando intereses generales, interviene y sanciona es la primera que no cumple y en tal supuesto los ciudadanos afectados por esos intereses generales están inermes frente a la infracción puesto que ellos no pueden reaccionar directamente ni quien por definición los representa va a autosancionarse. Las infracciones administrativas de la Administración quedan siempre impunes, puesto que la Administración, por muy diligente que sea a veces con los demás, nunca corta en su propia carne. Las obras y edificios públicos sólo raramente respetan las normas de seguridad y para disminuidos físicos, los organismos oficiales retrasan sistemáticamente, o no pagan en absoluto, las cuotas de Seguridad Social, las empresas públicas contaminan más que las privadas y las que no gozan de exención fiscal defraudan habitualmente a la Hacienda, casi todos los edificios públicos están construidos sin licencia y los Ayuntamientos organizan conciertos y verbenas cuyos ruidos superan los límites que ellos mismos han establecido. En estas condiciones se comprende muy bien que los ciudadanos no tengan la menor confianza en la Administración, que nieguen su colaboración a las autoridades sancionadoras y que, por ésta y otras causas, terminen solidarizándose con los infractores y no con los inspectores ni con los policías. Una actitud que, por lo demás, no es exclusiva de ciudadanos montaraces, sino propia también de la mayor parte de los juristas, y, para comprobarlo, basta asomarse a la bibliografía existente, en la que, salvo excepciones rarísimas, siempre se defiende al infractor y no al sancionador. Los autores, por vocación y por profesión (de abogados), se colocan indefectiblemente del lado del infractor (que es el cliente) y desamparan a la Administración. Bien es verdad que gracias a ellos se han conseguido eliminar muchos abusos de los Poderes públicos, pero de ordinario a costa del abandono de los intereses públicos y colectivos. Por muy antipático que sea el papel sancionador de la Administración, no hay que olvidar que a ella corresponde la representación y defensa de tales intereses, que no es lícito marginar en beneficio del infractor. Resulta sorprendente, pero el hecho es que indefectiblemente se consideran «progresistas» las actitudes que recortan las potestades administrativas aunque sea a costa de los intereses públicos y generales. Por decirlo en términos deliberadamente simplistas y con cierto resabio demagógico: los infractores poderosos no sólo tienen abogados que los defienden, sino también autores que magnifican su posición de víctimas; mientras que la colectividad anónima e indigente apenas encuentra quien la defienda o escriba en atención a intereses generales que les afecta. En la actualidad no es «progresista», y ni siquiera elegante, servir en el altar de Némesis. Hemos llegado a un punto, en definitiva, en el que el Derecho Administrativo Sancionador ha cambiado los papeles y en lugar de ser un instrumento para la defensa de los intereses públicos y generales agredidos se ha convertido en un escudo para

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la defensa del agresor. La enormidad de esta transformación justifica mi insistencia en denunciarla porque los tiempos de abusos de autoridad sin garantías individuales no deben ser compensados con supergarantías desproporcionadas que propicien los abusos individuales en detrimento del interés público IV

SOBRE PRINCIPIOS Y NORMAS

El Derecho Administrativo Sancionador español está montado sobre una trama de principios generales que la Jurisprudencia y la Doctrina han ido creando sobre todo en los últimos años. La explicación más sencilla de este fenómeno se encuentra en la ausencia de una Ley general sancionadora e incluso de unas disposiciones positivas coherentes aunque estuviesen dispersas a lo largo y a lo ancho del Ordenamiento Jurídico. De esta manera, a falta de normas ha surgido la necesidad de construir un sistema vertebrado en principios, positivizados o no. Esto resulta innegable, desde luego, pero no menos cierto es que la moderna magnificación de los principios generales actúa con independencia de que no existan disposiciones normativas suficientes, quizás porque hoy se entiende que ningún sistema positivo, ni siquiera codificado, puede ser suficiente por sí mismo y que, por tanto, el Ordenamiento Jurídico precisa inexcusablemente de principios generales estructuradores. Sea como fuere, el hecho es que en el Derecho Administrativo Sancionador se usa de tales principios en términos que rozan con lo abusivo y que, además, en este ámbito como en otros muchos, se constata una profunda confusión entre normas y principios. Circunstancias que aconsejan hacer una breve introducción clarificadora sobre el particular. 1.

U s o Y A B U S O D E LOS PRINCIPIOS G E N E R A L E S D E L D E R E C H O

Reconocido es sin discusión que los principios generales del Derecho han supuesto —y suponen— uno de los instrumentos más formidables del progreso del Derecho y de la Justicia material, así como también uno de los remedios más eficaces contra la inercia aplicativa y el formalismo que conllevan las normas positivas, de tal manera que con ellos pueden con facilidad los jueces mantener vivo el Derecho y conectarlo con la realidad social. Más todavía: gracias a los principios generales tiene acceso al Ordenamiento Jurídico el sentimiento de la comunidad social liberando a aquél, siquiera sea ocasionalmente, del secuestro que padece por parte de las clases políticas dominantes creadoras de las normas formales. Pero paradójicamente también constituyen una de las figuras más confusas de la Ciencia jurídica, sobre la que no existe un mínimo acuerdo entre los autores, no obstante los meritorios esfuerzos del artículo 1.4 del Código Civil. El mayor inconveniente, con todo, de tales principios no reside en su ambigüedad sino en el abuso de su empleo, hasta tal punto que es constatable la tendencia a disolver en ellos las normas positivas. En la actualidad, el Ordenamiento Jurídico está formado ya no tanto por normas concretas cómo por una red de principios generales que actúan como un deus ex machina que simplifica la aplicación de las leyes. El resultado final puede parecer sorprendente y provocar la repulsa de honestos juristas; pero no es lícito desconocerlo si es que se quiere tener valor suficiente para contemplar la realidad tal como es: el Derecho progresa cuando renuncia a sus caracteres aparentemente esenciales de claridad y previsibilidad y cuando debilita la garantía de la seguridad jurídica que ofrecen sus normas positivas, para lanzarse a las turbulencias vitales y arriesgadas de los principios generales del Derecho.

INTRODUCCIÓN

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La Ciencia jurídica española —vigorosamente impulsada en este punto por DE y G A R C Í A DE E N T E R R Í A — ha acogido en los últimos años los principios generales con un entusiasmo no exento de peligros. Los Tribunales ya no deciden con frecuencia por normas sino por principios cuya generalidad y flexibilidad hacen comodisima la redacción de las sentencias, de la misma forma que los autores tejen sus obras con ramos de principios tan ambiciosos como evanescentes. Cada principio es corolario de otro anterior y genera, a su vez, nuevas series de ellos hasta formar galaxias deslumbrantes con elementos que se enlazan entre sí y procrean sin cesar, haciendo realidad la divertida sátira de IHERING sobre «el cielo jurídico». Por poner un solo ejemplo, y en lo que a nuestro tema afecta, en la importante monografía de G A R B E R I (1989, 72-76) se agrupan los principios en racimos inextricables: el «principio del Estado de Derecho» contiene el «principio de la legalidad de las sanciones», que comprende, por su parte, «una serie de sub-principios (sic)»: garantía criminal, penal y jurisdiccional. Este talante —compartido por la doctrina y que luce también en la Jurisprudencia— se encuentra respaldado por una práctica legislativa entusiásticamente principialista que no se ha detenido ni ante la Constitución misma. El artículo 25 de la Constitución es, en efecto, un hervidero de principios donde, además del de la legalidad, se encuentran el de la tipicidad y de la reserva legal, el de la prohibición de la analogía y del bis in idem, el de la irretroactividad y, por si esto fuera poco, «algunos principios penales». Eche el lector la cuenta y comprobará que en este artículo se sale a principio por palabra y quizás por sílaba. CASTRO

Y es que la Constitución se elaboró en momento de euforia principialista. Los principios constitucionales —que en casos son autónomos y a veces parecen principios generales del Derecho simplemente constitucionalizados— empedran en número literalmente incontable el articulado de la Constitución: sólo en el apartado primero del artículo 103 se enuncian seis y siete están garantizados de forma expresa en el artículo 9. Si esto es así, ya no parecen exagerados los descubrimientos que ha realizado G A R B E R I en el artículo 25.1, y con él la mayoría de los autores. Nadie pregunte, por lo demás, sobre los contornos precisos de tales principios. La doctrina es en este punto un tremedal, la Jurisprudencia se limita a utilizarlos dogmáticamente y el artículo 5 de la Ley Orgánica del Poder Judicial ha coronado la discusión calificando la Constitución como «norma» y distinguiendo dentro de ella «preceptos» y «principios». Después de C A R D O Z O y de E S S E R creían los juristas que los principios (principies, Grundsátze) eran unas proposiciones jurídicas de carácter general y abstracto, que daban sentido —o «inspiraban»— a las normas (rules, Normen) concretas y que, a falta de éstas, podían resolver directamente los conflictos. Ahora, sin embargo, ya nadie puede estar seguro de eso a la vista del artículo citado y de los juegos pirotécnicos que ha montado la doctrina. D E C A S T R O y G A R C Í A DE E N T E R R Í A han terminado convirtiéndose en aprendices de brujo, cuyas admirables construcciones han adquirido un movimiento incontrolado e imparable. Hoy todo son principios: la irretroactividad, el non bis in idem ya no son simples reglas o normas sino que aparecen indefectiblemente aureoladas con aquel título, con el que los autores se empeñan en ennoblecer buena parte de las instituciones jurídicas. El abuso de los principios ha degenerado en una resurrección del «método constructivo jurídico» expuesto y criticado en su día por IHERING: el junsta descubre en una norma un determinado elemento, de él deduce otros, luego junta varios elementos y de su unión aparecen otros nuevos hasta llegar a una institución y de ella a un sistema completo. La ventaja de este método es, conocidamente, su fertilidad: el Derecho se expande como las galaxias del firmamento y los sistemas cierran rápidamente sus lagunas y cubren cuantos supuestos sean imaginables. Pero entre sus inconvenientes se encuentran (por no insistir en la prolificidad, a la manera de las algas

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marinas) el convencionalismo y la irrealidad. Así se crea un Decreto de laboratorio, a la medida de sus autores, sin contacto con la norma donde se encontró el elemento originario y, por supuesto, aún menos con la realidad. Para comprobar lo que se está diciendo basta comparar el artículo 25 de la Constitución con los modernos sistemas conceptuales del Derecho Administrativo Sancionador —prodigios de imaginación libre— o contrastar con la realidad los resultados obtenidos con la aplicación de la red de principios que constituyen tal Derecho. En estas condiciones nada tiene de particular que en los recursos contenciosoadministrativos, y más aún en los constitucionales, granicen los principios que se consideran vulnerados. Por citar un solo ejemplo baste recordar que en el recurso de inconstitucionalidad 1.404/1989, resuelto por la sentencia 194/2000, de 19 de julio se invocaron por los recurrentes nada menos que los principios de generalidad, capacidad económica, igualdad, prohibición de confiscatoriedad, legalidad, justicia, seguridad jurídica, interdicción de arbitrariedad y economía de mercado. 2.

PRINCIPIO Y NORMA EN EL D E R E C H O ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

El abuso nominal de principios generales del Derecho, tan extendido en todas las ramas jurídicas, alcanza en el Derecho Administrativo Sancionador uno de sus momentos culminantes. Aquí todo son principios: el de legalidad, el de reserva legal, el de tipicidad, el de non bis idem, el de culpabilidad, el de prescripción... Y es que, como ha dicho M U Ñ Ó Z Q U I R O G A ( 1 9 8 5 , 1 3 2 ) , «en el Derecho Administrativo Sancionador, donde se aplican normas elaboradas en tiempos distintos y que obedecen a mentalidades diferentes, en las que junto a intereses generales se han defendido intereses sectoriales, el único medio de dar cohesión al ordenamiento es la aplicación de principios permanentes, cuya vigencia se refuerza al ser incardinados en los preceptos constitucionales». Para la doctrina dominante y para el lenguaje habitual no parecen existir normas ni reglas concretas. Lo cual es muy peligroso o, por lo menos, ambiguo, ya que, por decirlo con palabras de D E LA O L I V A ( 1 9 9 1 , 3 5 ) , «cuando todo son principios o, lo que es igual, cuando se denomina principio a cualquier criterio, aunque se refiera a un aspecto meramente accidental, resulta que ya nada es principio, lo que se traduce en una completa confusión acerca de la idea o de las pocas ideas originarias de la institución de que se trate». Es muy posible que esto se deba al extendido error de denominar principios a las normas o reglas de carácter general que no están consignadas en un texto positivo. En el Derecho Administrativo Sancionador sucede que, por ejemplo, la prohibición de la duplicidad de sanciones por un mismo hecho no había sido formulada con carácter general como principio sino que se encontraba especificada en varias leyes sectoriales. En estas condiciones vale la pena dedicar unas líneas a la precisión de las peculiaridades de las normas y principios en lo que más afectan al Derecho Administrativo Sancionador. Una norma es completa (o perfecta) si contiene todos los elementos necesarios para su efectividad, puesto que no se trata sólo de que sea inteligible sino que, además, ha de ser potencialmente operativa. De ordinario, no obstante, estos elementos suelen aparecer en normas distintas y por ello se distingue tradicionalmente entre: — las normas primarias, que son las que contienen una prescripción, es decir, la imposición de una conducta, y cuyo destinatario es precisamente quien ha de adoptar tal conducta;

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— las normas secundarias establecen las consecuencias del incumplimiento de la conducta impuesta y están dirigidas a los órganos estatales (en último extremo a los Jueces) encargados de imponer tales consecuencias; — las normas terciarias, en fin, establecen las reglas de procedimiento y competencia para asegurar la ejecución de las consecuencias dichas. En ocasiones se aprueban normas perfectas que contienen todos los elementos dichos; pero es más frecuente la cristalización de cada uno de ellos en una norma distinta. Estas circunstancias aclaran las viejas cuestiones de si las normas jurídicas han de ser necesariamente prescriptivas y si han de establecer las consecuencias de su incumplimiento. Por descontado que así ha de ser en la norma perfecta y si esto no sucede siempre es porque se trata de normas incompletas que sólo recogen uno de sus elementos. Y más todavía: existen incluso normas incompletas que no tienen necesidad de ser completadas por otras dado que la completud es implícita. Éste es un supuesto muy corriente en las normas secundarias, en las que se establece la sanción por incumplimiento de una conducta que no viene impuesta en lugar alguno. La situación ha sido explicada muy pormenorizadamente por Alf Ross (Lógica de las normas, 1971, 89): «Si uno sabe que las leyes prescriben a los tribunales poner en prisión al culpable de homicidio, entonces [...] uno sabe ya que está prohibido cometer homicidio. Esta última norma está ya implicada en la primera, es decir, en la que va dirigida a los tribunales [...]. A veces quienes redactan los proyectos de ley emplean el recurso de formular una regla jurídica como un directivo dirigido a los tribunales, dejando que sea el ciudadano quien infiera cuál es la conducta que de él se exige. Los códigos penales suelen estar redactados de esta manera. En ningún lugar se dice que el homicidio esté prohibido. La prohibición de éste como de otros delitos más bien puede inferirse de las reglas penales dirigidas al juez». Si esto es lo normal en el Derecho Penal (ausencia de norma primaria, que se encuentra implícita en la secundaria), en el llamado Derecho Administrativo Sancionador es más común la situación inversa: existe la norma primaria, en la que se enumeran cuidadosamente las obligaciones, pero no existe la norma secundaria precisa, que queda sustituida por una declaración genérica: es infracción cuanto contravenga lo dispuesto u ordenado en la norma primaria. Fórmula, en mi opinión, perfectamente lícita y de la que me ocuparé con detenimiento en el capítulo dedicado al mandato de tipificación. Sentado esto, lo que a nuestro propósito interesa es que el contenido de la norma jurídica es una prescripción concreta, o sea, una regla que ordena o prohibe relaciones sociales concretas y establece los efectos jurídicos del cumplimiento o incumplimiento de tales regulaciones. En cuanto tal —y prescindiendo de que logre su objetivo, o no— pretende ofrecer una solución única a la relación o al eventual conflicto. En el presente libro se ha procurado manejar con el mayor cuidado posible los conceptos de norma y principio. Para mí, la tipicidad es una norma porque expresa una orden concreta: la de que las infracciones y las sanciones estén descritas previamente en un texto. La reserva legal es una norma porque supone una orden concreta de que las infracciones y las sanciones estén previstas en una ley. Y lo mismo sucede con el non bis in idem porque consiste en una prohibición concreta de que unos mismos hechos sean sancionados dos veces. Y así sucesivamente. Pero la legalidad, en cambio, es un principio, dada su abstracción, del que se derivan los corolarios o normas o reglas de la tipicidad y de la reserva legal. Como todo el Derecho Administrativo se nuclea en torno al principio de legalidad (como, por ende, también sucede con el presente libro) permítaseme que siga insistiendo sobre este punto. El artículo 25.1 de la Constitución sólo establece inequivo-

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camente una regla jurídica: la prohibición de la aplicación retroactiva de las normas sancionadoras más gravosas. Además, y con un criterio hermenéutico expansivo, también se ha creído ver allí otras dos regías: el mandato de que las infracciones y las sanciones estén determinadas en una norma previa a los hechos (mandato de tipificación), así como el de que tal descripción previa sea realizada en una norma con rango de ley (reserva legal). Con ello se agota el contenido normativo directo de este precepto, puesto que ni el intérprete más imaginativo podrá encontrar en esas breves líneas otras reglas jurídicas (mandatos, prohibiciones o atribución de consecuencias jurídicas a hechos y actos). Y, sin embargo, la operatividad del artículo 25 puede potenciarse todavía más cuando en él se descubre no más reglas concretas pero sí un principio: el de legalidad. La consagración constitucional del principio de legalidad en el artículo 25.1 de la Constitución puede ser aceptada o no, de tal manera que es perfectamente plausible negar su existencia. Pero, si se acepta (como es la opinión dominante actual en el Derecho español), se entiende que tal artículo 25 hace suyas todas las normas que forman parte del principio de la legalidad. El artículo 25, en otras palabras, además de establecer normas propias, se remite in totum al principio de la legalidad y a todos sus eventuales contenidos. Tal es la enorme virtualidad de un principio: la normación automática de todas las reglas jurídicas que se amparan bajo su rótulo. Por así decirlo, la Constitución ha autorizado la importación de un contenedor cerrado y luego, al abrirlo, van apareciendo elementos previsibles o insospechados. Ninguna declaración expresa se había hecho, por ejemplo, a propósito del non bis idem o de la analogía in peius o de la proporcionalidad de las sanciones; pero, desde el momento en que se entiende que eso forma parte del contenido de la legalidad, he aquí que todo se transforma en normas. Ni que decir tiene que esta remisión, prácticamente en blanco, apareja graves riesgos, empezando por la facilitación del contrabando, ya que la doctrina y la jurisprudencia pueden introducir en ese «contenedor» cerrado los elementos más insólitos. Esto forma parte del mecanismo y —dando por obvios sus inconvenientes— también tiene sus ventajas: así se puede ir ampliando o reduciendo, y con el transcurso del tiempo adaptándose a sus necesidades (o modas), el contenido de los principios, que son por naturaleza flexibles. La misma LPAC es un ejemplo paradigmágico del abuso que acaba de denunciarse. El título IX («De la potestad sancionadora») comprende dos capítulos: el primero, rotulado «Principios de la potestad sancionadora», y el segundo, «Principios del procedimiento sancionador». Dentro del primero se regulan el «principio de legalidad», el «principio de tipicidad» y el «principio de proporcionalidad», así como la irretroactividad, la responsabilidad y la prescripción. Desconozco por completo las razones que han movido al legislador a calificar de principio la tipicidad y no la irretroactividad. En estos momentos la moda principialista está alcanzando en España el umbral de la manía fomentada, bien es verdad, por la dialéctica entre la legislación básica del Estado (que tiende a equipararse a «principios» aunque sea desnaturalizando el concepto normativo propio de esta figura) y legislación autonómica de desarrollo. La LPSPy con mayor propiedad, habla en su capítulo segundo de «reglas generales sustantivas» que se corresponden con los «principios de la potestad sancionadora» de la ley estatal. Conviene insistir, no obstante, en que la jurisprudencia que ha elaborado el Derecho Administrativo Sancionador tal como hoy lo conocemos, no se ha fijado tanto en los principios positivizados expresamente en la LPAC como en los implícitos subyacentes en la Constitución. Un dato de enorme trascendencia ya que ha significado la constitucionalización de los rasgos esenciales de este Derecho. Un fenó-

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meno que ha garantizado la estabilidad, deseable desde luego, pero que aquí se traduce en un rigorismo peijudicial, en una congelación extremada. Un Derecho —y más si se encuentra en su fase inicial— necesita ciertamente de un mínimo de consistencia pero, si antes de haberse consolidado se rigoriza, arriesga la viabilidad de su desarrollo. Aferrados los jueces del Tribunal Constitucional a los principios constitucionales que ellos mismos habían proclamado (legalidad, reserva legal, tipificación, culpabilidad, non bis in idem) no se percataron de que con ellos se detenía el progreso y se apartaban de la realidad. Luego, cuando se dieron cuenta de que así no se podía funcionar, se encontraron ante un callejón sin salida porque ya era tarde para renunciar a su aplicación e incluso habían cenado las puertas al legislador ordinario para que los adaptara a las circunstancias concretas. Por así decir, la enfermedad infantil del Derecho Administrativo Sancionador ha sido una artrosis que dificultaba el movimiento normal de sus articulaciones y, por supuesto, su crecimiento. El Tribunal Constitucional no ha querido dar su brazo a torcer, mas obligado a encontrar una solución, ha creído ver el remedio en la fórmula de las «matizaciones, modulaciones y flexibüizaciones»: los principios siguen siendo sagrados e intocables, pero a la hora de su aplicación en el ámbito sancionador deben ser debidamente adaptados a las exigencias de la realidad administrativa. En definitiva, nos encontramos, por tanto, con unos principios blandos o rebajados que se distancian deliberadamente de la dureza característica de su formulación inicial. A lo largo del libro hemos de tener múltiples ocasiones para comprobar cómo funcionan en la realidad estos principios blandos del Derecho Administrativo Sancionador. V

UN DERECHO DE CREACIÓN PRETORIANA

A falta por completo de una normativa general, contando simplemente con una legislación sectorial a veces rudimentaria y siempre inconexa, careciendo totalmente del más mínimo tratamiento teórico y con una práctica inspirada en la tradición policial del orden público que desarrollaban arbitrariamente los gobernadores civiles y los alcaldes, el Derecho Administrativo Sancionador nació y creció en España de la mano de una jurisprudencia contencioso-administrativa que muy tardíamente lúe consolidándose al cabo de muchos años de balbuceos y contradicciones. La Constitución de 1978 contribuyó a aclarar este proceso prestándole un respaldo solemne, aunque ciertamente imaginado, puesto que la Norma Fundamental se limita a reconocer la legitimidad de la potestad sancionadora de la Administración, de tal manera que la regulación que actualmente pasa por constitucional no es más que lo que los jueces y los autores han querido poner en boca la Constitución, sin que ésta haya dicho nunca nada semejante. El Tribunal Constitucional recuerda a los sacerdotes de Apolo, que atribuían a su dios los oráculos que ellos pronunciaban libre y personalmente. Sea como sea, el hecho es que en los repertorios jurisprudenciales se encuentra una amplia casuística que, además de superar la imaginación teórica, enriquece el análisis y le aproxima a la realidad. Como la corta vida académica del Derecho Administrativo Sancionador no le ha permitido todavía conocer los innumerables supuestos de su aplicación, tal carencia puede —y debe— suplirse con el estudio de la jurisprudencia. A falta de una legislación específica han sido, en efecto, los tribunales quienes, ladrillo a ladrillo, han ido-levantando el edificio que habitamos. Con sentido común, flexibilidad jurídica y experiencia el Tribunal Supremo ha construido artesanalmente, sin otro apoyo dogmático que algunos préstamos del Derecho Penal, un sector ordinamental digno y, sobre todo, útil —incomparablemente superior a los balbuceos

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legislativos de carácter general— en el que se han inspirado las legislaciones sectoriales más brillantes, como la fiscal, de orden social y de tráfico. Este elogio inicial de un derecho pretoriano plausible no significa desconocimiento de sus debilidades, algunas muy graves. Lo que primero salta a la vista es la ausencia de un sistema. Los jueces obran bajo el principio metódico llamado de estímulo-respuesta: abordan un conflicto y lo resuelven; así uno tras otro y no se les puede exigir más. En estas condiciones, cuando no se cuenta con la referencia de un sistema, las soluciones singulares no se vertebran debidamente y, lo que es más grave, resultan con frecuencia contradictorias. Cada sentencia parece obra de la ocurrencia personal de un juez, que no coincide siempre con la de su compañero de Sala, a costa de la seguridad jurídica. La inconsistencia sistemática y la fragilidad conceptual se pretenden compensar —de hecho supercompensar— con una rigidez dogmática que hipoteca casi todas sus decisiones y que desde 1981 se ha agravado aún más por obra del Tribunal Constitucional. Los tribunales se mueven al compás de afirmaciones apriorísticas, que ellos mismos se inventan en algún momento en forma de «principios» y a ellos se atienen con rigor. Pero luego sucede que la realidad —por un lado la normativa y por otro la fáctica— se niega a ajustarse a estos esquemas prefabricados forzando a los tribunales a rectificar parcialmente sus posiciones. Se mantiene, por ejemplo, el principio de la reserva legal, pero se admite que se aplique con «modulaciones». Este es el juego de la prudentia iuris aunque sea al precio de asumir una incertidumbre insalvable, puesto que las soluciones jurisprudenciales son de ordinario impredecibles al no poderse conjeturar de antemano si el juez va a inclinarse por el principio o por su modulación. El jurista experimentado sabe de sobra que así se aplica el Derecho —de manera casuística y pegada a las circunstancias del caso— aunque el teórico se sienta defraudado por no encontrar suficientes criterios previsibles en una jurisprudencia carente, además, de sistemática y que confunde los dogmas técnico-jurídicos con las proposiciones a priori. Importa subrayar este carácter pretoniano originario de nuestro Derecho Administrativo Sancionador y esta falta de textos positivos generales —que la LPAC sólo se atrevió a remediar parcialmente— para comprender sus vacilaciones y contradicciones. Lo inquietante del caso es que esta pretendida doctrina jurisprudencial —sin motores legislativos que le impulsen— flota en la atmósfera como un globo a merced de las presiones y circunstancias de cada caso concreto y, para desesperación de los analistas, cada día afirma una proposición distinta. La jurisprudencia, al menos en España, vive por naturaleza encadenada a un dilema de dos opciones igualmente insatisfactorias. Porque si se atiene a las circunstancias de cada caso concreto, siendo éstos siempre distintos, termina ella errática máxime cuando los juristas españoles no saben manejar técnicamente, al estilo anglosajón, los precedentes judiciales. Y si, por el contrario, se aferra a lo ya dicho en los precedentes y se empeña en consolidar una doctrina fija, termina sacrificando las singularidades de los casos posteriores. Así es como se explica la situación actual de nuestro acervo jurisprudencial: en algunos puntos, un puñado de sentencias contradictorias no siempre debidas a la diversidad de opiniones de sus autores sino a la diversidad de los casos resueltos; y en ocasiones una doctrina consolidada que se corta bruscamente no siempre por un cambio de criterio de los jueces sino por un cambio de circunstancias. El consiguiente desconcierto de los juristas, sobre todo de los prácticos, es explicable; pero con el concepto y uso que aquí se tiene de la jurisprudencia, no puede ésta saltar más allá de sus propias limitaciones. La nuestra ha encontrado en la materia

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sancionadora unos lugares comunes de los que parece estar orgullosa puesto que para todo valen. Por lo pronto cuenta con la «roca firme» del Derecho Penal, que le sirve como punto de referencia. Mas luego, con objeto de adaptarse a las singularidades del Derecho Administrativo Sancionador, proclama que la doctrina del Derecho Penal se aplicará con matices o modalidades. Y en estos matices y modalidades está el secreto porque permiten adoptar las soluciones más dispares. Seguimos, por tanto, en la misma inseguridad. No se trata, con todo, de hacer reproches a la jurisprudencia sancionadora porque ésta es una característica general de su naturaleza. De lo que se trata es de tomar conciencia de ese carácter peculiar de las resoluciones judiciales y de no confundir su «doctrina» con los tajantes textos del Derecho positivo legal. No hay que perder nunca de vista que una sentencia es primariamente la solución de un conflicto individualizado y que, además, la decisión judicial cuenta siempre con un componente de arbitrio, con un margen de discrecionalidad tan lícita como inevitable. Así sucede en todos los tribunales de nuestro universo cultural. La singularidad española consiste —como acaba de apuntarse— en la fase rudimentaria en que se encuentra el Derecho Judicial, o sea, en el manejo rutinario de la llamada doctrina jurisprudencial y, sobre ello, en la rapidez con que se ven obligados a trabajar los jueces, abrumados por unos retrasos descomunales y por la presión retributiva a que les somete el Consejo General del Poder Judicial. En estas condiciones carecen de tiempo para madurar sus sentencias y, aun aceptando que los fallos sean ordinariamente correctos, los fundamentos jurídicos pecan con frecuencia de banalidad ya que tienden a suplir con los datos del ordenador la evidente falta de tiempo y de reflexión de sus autores. De esta forma se explican los habituales cambios de criterios así como las sentencias contradictorias. En rigor, no es que los jueces hayan cambiado de criterio; es que, a la hora de fundamentar un fallo intuitivamente adoptado, echan mano de la primera justificación que se les ocurre —o que les proporciona la base de datos de su ordenador— sin parar mientes en que están diciendo lo contrario que habían declarado días antes. Porque en los casos de urgencia o de necesidad cualquier munición vale para rellenar un par de fundamentos jurídicos. Y cuando así sucede, la doctrina jurisprudencial corre el nesgo de degradarse a un simple vocerío que no sirve más que para confundir a los analistas. Con lo anterior pretendo recordar una obviedad que suele olvidarse con frecuencia, a saber, que ni el Derecho es un ciencia exacta donde dos y dos son cuatro por los siglos de los siglos, ni las leyes por perfectas que sean pueden regular todos los conflictos reales ni, en definitiva, es posible predeterminar siempre cuál es la conducta debida ni prever con seguridad la solución de un pleito concreto. El jurista ha de aprender a vivir en la inseguridad y a confiar en el juez más que en las leyes porque nunca se conocen las respuestas legales de antemano y hay que esperar a que el juez se pronuncie. De la misma manera que el juez sabe que la ley no garantiza la certeza y que sólo en sus propias sentencias es donde está la solución. Se tiene al Derecho Penal como el más cierto y seguro y, aun así, nadie puede aspirar a conocer de antemano las condenas o absoluciones que esperan al procesado. En este universo de inseguridad inevitable, la función del jurista no es eliminarla sino, mucho más modestamente, reducirla en la medida de lo posible. Las vanables y contingencias de los casos concretos futuros son, por definición, imprevisibles. El objetivo, entonces, es aumentar el margen de previsibilidad de las disposiciones legales, pero siempre a conciencia de que todo seguirá siempre en manos del juez. Ir pasando progresivamente, en suma, de lo imprevisible a lo previsible y, en el mejor de los casos, a lo probable, pero no más allá dado que el Derecho no puede traspasar nunca las puertas de lo seguro.

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Hay un dato, no obstante, que seria injusto silenciar: al cabo de veinticinco años de actividad el Tribunal Constitucional ha ido superando tenazmente sus dudas y tropezones hasta lograr en algunos puntos una «doctrina consolidada» contundente que —probablemente por obra de sus competentes letrados— se ha canonizado con una evidente fuerza didáctica. Tan es así que, en el fondo, nuestro Derecho Administrativo Sancionador no se apoya actualmente ni en la Constitución ni en la LPAC sino en los pilares de una serie de declaraciones del Tribunal Constitucional redactadas en forma preceptiva rotunda como si de textos legales se tratara. De hecho, no resultaría nada difícil elaborar un Derecho Administrativo Sancionador normativo (casi) completo cosiendo los retasos de esta jurisprudencia, como se irá comprobando a lo largo del presente libro. Estos resultados preceptivos contrastan con lo realizado por el Tribunal Supremo, que también ha producido desde luego su propia doctrina pero no en términos tan estereotipados como el otro tribunal, ya que el Supremo, más apegado al caso enjuiciado, no decide en términos tan rectilíneos y deja más margen a los titubeos y contradicciones que la casuística exige. El método estandar del Tribunal Constitucional es rigurosamente lógico-formal. Primero construye la premisa mayor, constituida por su doctrina asentada, que es monolítica, sin fisuras, dogmática hasta la exacerbación. Algo que ya no se discute y que hay que aceptar sin reservas: un deus ex machina capaz de resolver todos los casos puesto que expresa un texto normativo debidamente interpretado y listo para su aplicación inmediata. Luego viene la premisa menor, que es la cuestión debatida. Hasta aquí el planteamiento no puede ser más sencillo, de tal manera que el lector percibe una situación de certidumbre, de seguridad jurídica, tranquilizante en extremo. Gracias a este silogismo la decisión ha de deducirse necesariamente con la fuerza implacable de la lógica formal. Sensación que termina, no obstante, defraudada porque en la tercera fase del silogismo, en la conexión entre las dos premisas, se desvanece la certidumbre al abrirse al operador un abanico de posibilidades muy amplia, de las que a veces escoge una cualquiera e imprevista absolutamente desconcertante. Si se trata, por ejemplo, de una cuestión de reserva legal, la sentencia empieza reproduciendo su «doctrina asentada» sobre la exigencia de tal reserva pero flexibilizable en el ámbito del Derecho Administrativo Sancionador. Y aquí es donde aparecen las dudas que enturbian el silogismo. Porque ¿se aplicarán tales modulaciones al caso concreto? En este momento irrumpe el arbitrio del tribunal para darnos una sorpresa con su decisión, de tal suerte que aunque el analista se encuentre seguro en la doctrina asentada, de poco le servirá a la hora de precisar el resultado de su aplicación, que sigue siendo una adivinanza. Independiente de la incertidumbre en la resolución de los casos concretos, lo que queda es una construcción normativa pretoriana incomparablemente más afinada que la legislativa. La ley no es sino un borrador, una propuesta —de ordinario ambigua, rudimentaria e incompleta— que se hace el juez y con estos materiales los Altos Tribunales están construyendo un edificio más inteligible y acogedor. El progreso, en definitiva, ha sido enorme y si hoy podemos hablar de un Derecho Administrativo Sancionador plausible es, sin duda, obra de la jurisprudencia. Afirmación que debe entenderse en el sentido de que se han sustituido unos textos normativos legales imperfectos por otros textos judiciales algo más perfectos. Pero unos y otros tienen la misma naturaleza, es decir, que se trata de textos dogmáticos, cerrados, indiscutibles, que dan a nuestra jurisprudencia un sabor algo acartonado y rígido, olvidando que el juez no trabaja con materiales lógicos, académicos, sino con fragmentos singulares e irrepetibles de vidas y personas sociales sociales y políticas. Pero como este no es un libro de Derecho Judicial o del arte de hacer sentencias (y a mi Arbitrio judicial me remito) baste — y ya es muy importante— con dejar aquí

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sentado que el Derecho Administrativo con que contamos es fundamentalmente de creación pretoriana, que su calidad es muy superior a la de los textos legales y que, no obstante su mayor refinamiento, sigue planteando tantas dudas como casos conflictivos. Algo obvio, por lo demás, pero que a veces olvidan —o lamentan— quienes sueñan con un Derecho de aplicación poco menos que automática y de resultados seguros. Los libros de Derecho no están para resolver dudas sino para ayudar a los lectores a resolverlas por su propia cuenta. La formación pretoriana del Derecho es quizás el camino más adecuado para la realización de la Justicia y la Ley; pero en España —y a diferencia de lo que sucedía en el período romano clásico— termina provocando disfunciones irremediables al pretender garantizar lo que se ha hecho primero por vía singular. Desde P O P P E R sabemos que no se puede saltar con seguridad de lo singular a lo general y que el método inductivo es una inequívoca falacia lógica. Pues bien, con la lógica deóntica sucede exactamente lo mismo. Cuando el juez resuelve un conflicto concreto anuda en su decisión las previsiones abstractas de la norma con las circunstancias reales del caso: y esta conexión es lo que garantiza la justicia. El error viene cuando se quiere pasar de lo singular a lo general por la sencilla razón de que en lo general hay que abstraer —hay que prescindir de— las circunstancias concretas y el resultado ya no se parece a su formulación originaria. La norma general es un espejo desenfocado que refleja una caricatura de lo real. En el ámbito sancionador es muy frecuente que el juez tenga que habérselas con una conducta autoritaria y negligente de la Administración, que ha castigado a un individuo sin probar su autoría o sin darle posibilidades de defensa. La inevitable reacción del juez es, entonces, la de magnificar las garantías formales para anular la sanción. Esta es, sin duda, la solución correcta. Pero cuando sobre la base de tal decisión se elabora luego una norma abstracta que refleja la magnificación de la garantía, se produce una falacia porque más adelante, cuando se pretende aplicar la norma general a un caso singular distinto de aquél de donde procede la norma, el resultado es insatisfactorio. En otros supuestos se encuentra el juez con un infractor que, abusando de las garantías formales, oculta su autoría y deja indefensa a la Administración porque en las circunstancias del caso no puede realizar pruebas suficientes (una infracción en descampado y sin testigos, por ejemplo). La probable reacción del juez será entonces la de subvalorar las garantías formales para poder confirmar la sanción. Así es como aparecen las sentencias llamadas contradictorias y, lo que es peor, las «doctrinas» auténticamente contradictorias. Las dos sentencias que acaban de imaginarse son correctas y no deben reputarse contradictorias porque se refieren a casos distintos: cada una de ellas es justa en su individualidad. Las dos doctrinas que de ellas quieran deducirse sí que son, en cambio, auténticamente contradictorias porque, en su abstracción, son potencialmente aplicables a todos los casos y a cualquier caso. Por otra parte, desde el punto de vista de los abogados, ésta es una situación cómoda puesto que, de cualquier lado de la barrera que estén, siempre encontrarán una línea jurisprudencial que apoye sus pretensiones. Para remediar tal catástrofe el Tribunal Constitucional ha encontrado la ingeniosa fórmula de las «matizaciones»: con ellas quedan salvadas las garantías formales, pero se deja abierta la puerta a una aplicación flexible. En el fondo es la negación de los principios y la devolución al juez de la última potestad de resolver los conflictos concretos. La ley y la doctrina son —según se ha repetido— una oferta que se hace al juez para que éste la use a su arbitrio de acuerdo con las peculiariedades del caso concreto que es el único que las conoce. Hemos vuelto, pues, al punto de partida aunque ciertamente con una ventaja añadida , y no pequeña. Porque la flexibihzación de los principios no llega a su eliminación. El juez puede moldearlos, mas no desconocerlos

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por completo. Los principios operan en último extremo como un límite; a partir de él todo lo demás queda en manos de la prudencia del juez. Es comprensible, con todo, que para algunos juristas este sistema resulte inadmisible en cuanto que con él se pierde la seguridad jurídica. Lo cual es cierto, pero tal seguridad no sólo es una utopía sino una utopía indeseable. Vivimos en unos tiempos en que ya se ha desencantado el sueño de la ley omnisciente que todo lo prevé. Si hay que confiar en alguien o en algo ya no podemos confiar ni en la ley ni en la doctrina jurisprudencial, habrá que hacerlo en el juez asumiendo todos los riesgos y defectos que ello inevitablemente supone. VI.

SISTEMA DE CITAS

Séame permitido ahora explicar el sistema de citas que se sigue en este libro: que es el dominante hoy en la bibliografía social, pero que, como todavía no es habitual en el Derecho Administrativo, quizás no resulte del todo inútil su recordatorio. Al final de la obra aparece un índice bibliográfico de libros y artículos citados, en el que se referencian, entre otros datos, el primer apellido del autor y la fecha de su publicación. Pues bien, las citas se hacen en el texto (no en nota de pie de página) y constan del nombre del autor, la fecha de publicación (que identifican el trabajo citado) y las páginas concretas, en su caso (de lo que se prescinde si la referencia es genérica o se trata de un artículo muy breve). Esto por lo que atañe a obras jurídicas y monografías. Porque, si se trata de obras no jurídicas ocasionalmente manejadas u obras generales (como cursos y manuales didácticos), entonces se ha preferido no incluirlas en el índice, para hacerle más transparente, y citar en el texto la obra completa. Cuando se trata de publicaciones colectivas, la obra se identifica por el director (el «editor» en sentido anglosajón), que es quien aparece en el índice, aunque citando también, como es lógico y en primer término, al autor del fragmento utilizado. Tratándose de obras de envergadura excepcional y enorme pluralidad de autores, se citan siguiendo las instrucciones que en la propia obra suelen ciarse. En cuanto a la Jurisprudencia, si se trata de una Sentencia del Tribunal Supremo (STS), se cita por la fecha con la precisión de la Sala y sección, a la que se añade la referencia de Aranzadi y, si es posible, el nombre del ponente. En la actualidad, y ante la avalancha de sentencias que se pronuncian en la misma fecha, éste es el único sistema seguro de identificarlas (aparte, naturalmente, de la ventaja de personalizar al magistrado autor material de su redacción) y de evitar errores en la cita. Espero que en este libro, aun siendo inevitables, se hayan deslizado los menores errores posibles. De no tomar estas precauciones, las citas jurisprudenciales resultan ya muy poco fiables, tanto por la dificultad de encontrar el texto original como por las probabilidades de errores y erratas. Las leyes y reglamentos se citan por su fecha y, en su caso, por su número y nombre oficial, para el que ocasionalmente se utiliza una abreviatura, que se hace constar de manera expresa en el texto. La Ley 30/1992, de 26 de noviembre, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, se abrevia aquí en LPAC, y el Reglamento del procedimiento para el ejercicio de la potestad sancionadora, aprobado por el Real Decreto 1398/1993, de 4 de agosto, se denomina REPEPOS. Con la LPSPV se hace referencia a la ley 2/1998, de 20 de febrero, de la potestad sancionadora de las Administraciones Públicas de la Comunidad Autónoma del País Vasco. Las transcripciones literales van obviamente entrecomilladas y, si su extensión lo justifica, se imprimen en tipografía más reducida y a línea sangrada.

C A P Í T U L O II

LA LECCIÓN DEL SIGLO XIX SUMARIO: I . El precedente de las sanciones de policía del siglo XVIII.—II. Los textos normativos. 1. Etapa constitucional de la época femandina. 2. Los comienzos del constitucionalismo. 3. La época moderada. 4. El final del reinado de Isabel II. 5. La Restauración.—III. Administración y Jurisdicción. 1. Causas del problema. 2. Reglas para la solución. 3. Una jurisprudencia contradictoria. 4. La «conducta» de los fiscales municipales.—IV Régimen jurídico. 1. Principio de normatividad. 2. Procedimiento. 3. Pago de la multa. 4. Impugnación.—V Responsabilidad personal. 1. El discutido requisito de la autorización previa. 2. Funcionamiento real.

Sabido es —y a lo largo de este libro habrá suficientes ocasiones de comprobarlo— que durante el siglo XIX siguieron los distintos países europeos vías muy diversas a la hora de regular la potestad sancionadora de sus Administraciones Públicas. Esta diversidad de regímenes, que tanto contrasta con la homogeneidad cultural y jurídica del siglo X V I I I (puesta de relieve ya por N I E T O , Estudios históricos sobre Administración y Derecho Administrativo, 1986, 67 ss.), se debe a la distinta recepción e interpretación del principio de separación de poderes que en cada país tuvo lugar. De esta manera en Francia y Alemania, por ejemplo, se procedió a una radical jurisdiccionalización de la potestad sancionadora en cuanto que su ejercicio fue encomendado, con ligerísimas excepciones, a los Tribunales, mientras que en otros países, como Suiza, Austria y España, el mismo principio de la separación constitucional de poderes en modo alguno impidió a la Administración ser titular de una potestad sancionadora propia, que incluso, y aunque fuera excepcionalmente, podía ejercer casi con absoluta impunidad. De todo ello me ocuparé con detalle más adelante, así como de los modernos procesos de «despenalización» y «repenalización» (cfr. L O Z A N O , 1990, 393 ss.), que han desembocado, curiosamente, en una situación muy similar en toda Europa, en cuanto que lo que hoy importa no es la existencia de una potestad administrativa sancionadora separada, o no, de la penal sino el alcance de la misma, es decir, su sumisión a principios más o menos equivalentes a los que ngen en el Derecho Penal. Pero no adelantemos los acontecimientos porque lo que en este momento interesa es describir con precisión el sistema administrativo sancionador español del siglo XIX, al que va a dedicarse todo este capítulo, sin perjuicio de que en el primer epígrafe se haga una breve referencia al origen de esta potestad sancionadora de la Administración, que tiene lugar en el siglo XVIII y que sobrevive —al menos en España— a los obstáculos del principio constitucional revolucionario de la separación de poderes.

I.

EL PRECEDENTE DE LAS SANCIONES DE POLICÍA DEL SIGLO XVIII

Aunque hoy es común (como se comprobará más adelante) que los autores rechacen la tesis de que las sanciones administrativas sean consecuencia del ejercicio de la [53]

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potestad de policía, es indudable que en su origen tales sanciones de esta potestad se derivaban. Desde siempre, todas las órdenes y prohibiciones establecidas en las normas van acompañadas por lo común de la amenaza de una sanción que con frecuencia es expresa. Ahora bien, estas sanciones no pueden equipararse a las que hoy denominamos administrativas puesto que de ordinario eran impuestas por los Jueces y Tribunales. Ésta era, desde luego, la situación española como puede constatarse sin más trabajo que repasar la Novísima Recopilación, en cuyas leyes se advierte que las sanciones en ellas previstas serán impuestas por las «Justicias». Hasta el siglo XVIII no resulta correcto, por tanto, hablar de sanciones administrativas aunque sólo sea por la conocida circunstancia de que, no habiendo separación de poderes, los mismos órganos, de naturaleza sustancialmente judicial, aplican toda clase de sanciones. El órgano sancionador no sirve, en consecuencia, para definir lo que es Administración o lo que son Tribunales —aunque bien es verdad que el mismo órgano puede actuar con procedimientos distintos que sí tienen carácter diferenciador—; pero la terminología de la época es inequívoca a la hora de calificar tales órganos como Tribunales («Justicias») independientemente de que en ocasiones estén actuando con procedimientos y sobre materias administrativas. A mediados del siglo xviu, con todo, tiene lugar un acontecimiento trascendental a nuestros efectos, a saber, que por excepción empieza a encomendarse a determinados órganos inequívocamente no judiciales la represión directa de las desobediencias e infracciones sin necesidad de acudir a las Justicias: y esto sucede cabalmente dentro del ámbito de la Policía. A tal propósito valga el testimonio contundente e irrecusable de un autor contemporáneo, Dou y B A S S O L S (Elementos de Derecho público interno, 1801, 341): «En muchas partes, o por lo menos en España, para el cuidado de la policía no hay magistrados particulares o propios; pero algunos de los que ya están por otra parte destinados a la administración dé justicia y empleos públicos le tienen encargado, especialmente los magistrados ordinarios, facilitándose con la reunión de jurisdicción ordinaria la ejecución de cuanto pertenece a la policía, que no seria tan asequible por medio de personas distintas a causa de los embarazos que suele haber entre distintas jurisdicciones. Sólo en algunas poblaciones muy grandes como en las Cortes suele haber superintendente de policía con este único y principal cuidado. También lo hay en Madrid, habiéndose creado este empleo con Real Decreto de 12 de marzo de 1782: su jurisdicción es meramente económica, gubernativa y ejecutiva, como son las leyes y los bandos de policía, y acumulativa con la de otras jurisdicciones ordinarias. En todas partes suelen las personas, a quienes se confia el cuidado de la policía, tener limitada sus facultades y procedimientos económicos y gubernativos, dejándose para otros magistrados el conocer y decidir de los mismos asuntos cuando sean contenciosos». Para ilustrar esta observación general, veamos ahora algunas de las normas más significativas de la época. Así, el Real Decreto de 17 de marzo de 1782 (inserto en Cédula del Consejo del día 30): Se crea una superintendencia general de policía para velar en la ejecución de las leyes, autos acordados, bandos, decretos y demás providencias tocando a la policía material y formal, corrigiendo y multando a los contraventores [. ..] y que estas facultades y jurisdicción del superintendente fuese por vía económica, gubernativa y ejecutiva, como son todas las leyes y bandos de policía, sin apelación o recurso [...] y en los casos en que de los procedimientos resultase descubrirse algún delito, peijuicio de tercero, o motivo de formal instancia judicial, cuidaría el superintendente de remitirlo todo al juez correspondiente.

El verdadero origen de esta autonomía de las autoridades de policía, que les permitían exigir multas sin acudir a los Jueces y Tribunales, se encuentra en la creación

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de los Alcaldes de barrio que se establecieron en las ciudades importantes. Tal es el caso de la Instrucción de 21 de octubre de 1768 (Novísima Recopilación, Ley X, Título XXI, Libro III), en cuyo artículo 12 se dispone que «han de velar en que los vecinos cumplan los bandos de policía tocantes al alumbrado y limpieza, exigiendo las multas que previene la Ordenanza, con la aplicación que se les da en ella; para cuyo caso tendrán jurisdicción económica y preventiva con los regidores». Disposición que se repite para los variados ramos de su competencia, como en el artículo 14: «También cuidarán de la limpieza y buen orden de las fuentes y empedrados, penando a los contraventores con arreglo a los bandos y órdenes publicadas en estos asuntos». A partir de este momento los testimonios podrían multiplicarse; pero, dada su contundencia, parece inútil insistir en ello y baste con una simple referencia a la progresiva diferenciación orgánica de los empleados de policía. Así, en 1765 se crea un director de policía de iluminación y en 1800 (bando de 16 de septiembre) un visitador general de policía, teniente y celadores, aludidos en dicho bando con los siguientes términos: «Los sujetos encargados de celar en exacto cumplimiento de lo que va prevenido y mandado son el visitador general de policía, su teniente, los celadores de la misma comisión, todos los ministros del Juzgado del Corregidor y los alcaldes de barrios en sus respectivos departamentos, quienes exigirán de los contraventores, sin excepción alguna, las multas que van impuestas [...] para invertir estos productos en beneficio de la misma limpieza que tan crecidos gastos ocasiona a los fondos públicos; y si se hallase en la exacción de dichas multas alguna resistencia imprudente o malos tratamientos, como alguna vez suele acontecer con los infractores de los bandos de policía, darán parte de todo al Corregidor por escrito». Cuanto acaba de decirse es muy sugestivo y desde luego aparatoso, mas no debemos dejarnos deslumhrar por lo que no era más que una simple excepción (primero en la capital del reino y luego en algunas grandes ciudades) de un régimen general que conservaba el viejo modelo conforme al cual en las villas y pueblos castellanos la represión correspondía a los alcaldes —jueces o «Justicias» y al tiempo cabezas del concejo local que era su órgano político administrativo— quienes actuaban, según la naturaleza de las causas, con o sin «estrépito judicial», es decir, con arreglo a un procedimiento judicial o meramente gubernativo. En el libro de Carmen y Alejandro N I E T O (Tariego de Rtopisuerga: 1751-1799), la vista de los archivos judiciales de una villa castellana del siglo xvm, hemos podido identificar todas las medidas represoras desarrolladas por los alcaldes asi como los procedimientos tramitados al efecto y las medidas adoptadas para garantizar su efectividad. Las complejas relaciones que a tal propósito surgían entre alcaldes, concejos, corregidores, adelantados y, sobre todo, Reales Audiencias y Chancillerías se han explicado con detalle por Alejandro N I E T O en Gobierno y Justicia en las postrimerías del Antiguo Régimen (Cuadernos de Histona del Derecho, n.os 198-202, 2004). , . En cualquier caso este examen casuístico —y archivistico— de la practica administrativa y judicial ha despejado buena parte de las dudas tradicionales de la especulación teórica anterior. Al no existir todavía la codificación penal, era contusa la distinción entre lo que hoy llamamos delitos e infracciones administrativas; pero esto no producía perturbaciones de competencias (como sucedería en la actualidad) ya que, según se ha repetido, los alcaldes actuaban en ambos tipos de causas y, ademas, de una manera muy fluida al no ser riguroso el principio de la tipicidad legal. Tal era la situación en España en las vísperas del siglo xix o, mejor todavía, en las de la recepción de los principios de la revolución francesa. El postenor adveni-

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miento de la separación de poderes cambiaría luego el panorama dado que, a partir de entonces, los Tribunales abandonan sus antiguas funciones acumuladas de administración para concentrarse exclusivamente en las jurisdiccionales, con lo cual se plantea un dilema que había de ser resuelto con alguna de las siguientes opciones: o bien eliminando los brotes de sanciones administrativas, que ya conocemos, para encomendar la represión exclusivamente a los Tribunales (modelo del Antiguo Régimen, que se acepta en Francia y Alemania) o bien se insiste en la autonomía de las sanciones administrativas, generalizándose la fórmula antes excepcional, de carácter policial. Dilema que, a su vez, depende de otro anterior: el encajar la actividad sancionadora dentro de la función ejecutiva o de la judicial. Ambas opciones eran teóricamente plausibles y verificadas en la práctica, puesto que en ocasiones sancionaban órganos administrativos de policía y a veces lo realizaban los Tribunales. Por tanto, el inclinarse por una u otra opción era cuestión de voluntarismo o ideología, y de aquí la variedad de soluciones que fueron adoptándose. Como es sabido y tal y como se desarrollará con pormenor inmediatamente, esta segunda opción es la que se sigue en España, donde se da una curiosa interpretación al principio de la separación de poderes. Entre nosotros, en efecto, no se entiende este principio como una prohibición a las autoridades administrativas para que intervengan en los asuntos judiciales sino también —y con más énfasis todavía— como una prohibición a los jueces de que intervengan en los asuntos administrativos. Con la consecuencia, en esta segunda vertiente, de que, una vez declarada una cuestión como administrativa, se crea un círculo de inmunidad inasequible a la intervención de los Tribunales. Esto es lo que sucede concretamente con las sanciones administrativas, sin perjuicio de que en la realidad la situación fuera mucho más complicada de la que esquemáticamente acaba de ser descrita, puesto que no resulta siempre fácil delimitar en punto a sanciones e infracciones lo que es penal y lo que es administrativo; de la misma manera que tampoco fue de hecho rigurosa la inmunidad de las autoridades administrativas. Pero todo ello será estudiado con detenimiento más adelante, ya que aquí lo único que importaba era determinar dónde se encuentran los orígenes de la potestad sancionadora de la Administración. Unos orígenes que no es lícito desconocer, y de los que tampoco es honesto renegar, como hoy suelen hacer —con sospechosa vehemencia— quienes niegan cualquier relación entre la actividad de policía y las sanciones administrativas. Es claro que en el tiempo evolucionan sustancialmente las instituciones jurídicas; pero siempre queda un fondo genético inmutable que a la Historia corresponde desvelar, gusten o no gusten sus constataciones. II.

LOS TEXTOS NORMATIVOS

Entrando ya en el contenido central del capítulo y por muy árido que sea, resulta inevitable empezar transcribiendo aquí los textos más importantes de una evolución normativa que, a lo largo de un siglo, ofrece diferencias notables dentro de un mismo denominador común. A la vista de tales textos podrá comprenderse fácilmente la dificultad de hablar, por ejemplo, del «régimen sancionador del siglo xix», puesto que cada momento histórico de él ofrece peculiaridades muy sustanciales. Lo cual no obsta, sin embargo, a la identificación de un sistema racional expresado inicialmente de una forma quizás balbuceante, pero que con el transcurso de los años se va afirmando cada vez con mayor precisión. E incluso podría afirmarse que los «balbuceos» iniciales no son consecuencia de una idea imprecisa del régimen san-

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donador sino, más bien, el resultado de un condicionamiento impuesto por la organización estatal de los poderes judicial y ejecutivo. Porque es el caso que las potestades represoras del Estado no se han ejercido nunca a través de compartimentos estancos (los Tribunales y la Administración) sino que se han ido distribuyendo entre los órganos estatales de acuerdo con la estructura del Estado propia de cada período. En este campo se tiene la sensación, en efecto, de que primero ha existido el órgano que la función. O en otras palabras: el legislador no ha creado órganos para que ejerzan las funciones sancionadoras sino que, al contrario, ha ido atribuyendo éstas a los órganos ya existentes. Y de aquí precisamente la dependencia del régimen sancionador respecto de la organización estatal previa, a cuya evolución ha tenido que irse adaptando. En el presente epígrafe va a constatarse la certeza de la anterior proposición únicamente en lo que se refiere al siglo xtx. Ahora bien, sus consecuencias son fácilmente generalizables y, si se tuvieran en cuenta, podrían contribuir en no pequeña medida a disipar el falso problema de la diversidad o de la identidad ontológica de los ilícitos administrativos y penales. La segunda y más importante lección que nos enseña el Derecho Administrativo Sancionador del siglo XIX es el aplastante predominio, cualitativo y cuantitativo, de las actividades represoras de las Corporaciones locales. El Estado decimonónico no puede contemplarse con los ojos actuales puesto que sus estructuras eran completamente diferentes a las de hoy. Las que actualmente se consideran actividades públicas se desarrollan fundamentalmente por la Administración del Estado o Estado en sentido estricto (al menos hasta la emergencia de las Comunidades Autónomas y de la eclosión de las entidades y empresas paraestatales) mientras que las Entidades locales ocupan una posición complementaria, casi marginal, en cuanto que centrada sobre intereses específicos. En el siglo pasado, por el contrario, el gran bloque de las actividades públicas —prescindiendo naturalmente de las relaciones internacionales, Hacienda, Justicia, Guerra y Marina— correspondía a las Corporaciones locales, puesto que la Administración interior del Estado era completamente raquítica. Por así decirlo, quienes administraban eran los Alcaldes y Ayuntamientos —y también quienes legislaban a través de sus Ordenanzas— de tal manera que el Estado, muy inteligentemente por cierto, no se preocupaba tanto de administrar directamente como de controlar a los órganos municipales a través de los Gobernadores civiles y, en su caso, de las nuevas, e inicialmente ambiguas, Diputaciones provinciales. Por todo ello, y en lógica consecuencia, también eran los Alcaldes quienes en primer término —muy delante de los Gobernadores civiles y, más todavía, de los Secretarios de Estado o Ministros— sancionaban. Vistas así las cosas, es claro que la problemática punitiva del siglo xix exige unos planteamientos muy distintos de los actuales; y de aquí cabalmente el interés de su estudio para percatarse de los datos diferenciales y de los datos comunes de ambas épocas. El Derecho Administrativo Sancionador contemporáneo está nucleado en torno al principio de legalidad que asegura que sea uno el Poder que establece las infracciones y previene las sanciones y otro distinto el que declara la existencia de las primeras e impone las segundas en concreto. En el Decreto Administrativo Sancionador decimonónico, en cambio, la inmensa mayoría de las infracciones aparecen tipificadas en simples Ordenanzas municipales y en Reglamentos especiales. El principio de legalidad (si es que queremos emplear esta terminología y concepto) tenía un significado y contenido completamente distintos a los de hoy, dado que no implicaba la exigencia de una tipificación legal de infracciones y sanciones sino, mucho más sencillamente, el reconocimiento legal de la potestad sancionadora en favor de las Corporaciones locales. En su consecuencia,

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el sistema legal era, desde esta perspectiva, muy simple, ya que se limitaba a ese reconocimiento expreso de la potestad sancionadora —recogido en las leyes locales— así como al establecimiento complementario de unos topes sancionadores que se graduaban en razón al tamaño de las poblaciones. De acuerdo con tal potestad, cada Ayuntamiento tipificaba luego en sus Ordenanzas las infracciones concretas y, en fin, llegado el momento el Alcalde constataba las infracciones que se van cometiendo y las sancionaba. Este sistema, predestinado a una vida muy larga, aparece en los mismos orígenes del régimen constitucional, puesto que se establece en la Ley de Cortes de 3 de febrero de 1823, sobre el gobierno político-administrativo de las provincias, derogada inmediatamente después por la restauración femandina y restablecida por los progresistas en 15 de octubre de 1836. Sus textos no pueden ser a tal propósito más terminantes: Art. 80. Los Ayuntamientos tienen la facultad de imponer multas proporcionadas que no pasen de quinientos reales en los asuntos correspondientes a sus atribuciones, no siendo por culpas y delitos por los cuales se deba formar causa por tener una pena señalada terminantemente en el Código penal Art. 207. Los Alcaldes están autorizados para ejecutar gubernativamente las penas impuestas por las leyes de policía y bandos de buen gobierno y para imponer y exigir multas que no pasen de quinientos reales a los que los desobedezcan o les falten el respeto y a los que turben el orden y el sosiego público.

Si la primera cuestión del Derecho Administrativo Sancionador es la de la legalidad, la segunda es, desde luego, la de las relaciones entre la Administración represora y los Jueces. Tal como veremos inmediatamente, algunos autores actuales han manifestado su sorpresa y escándalo por la circunstancia de que durante el siglo XIX la represión estuviera fundamentalmente en manos de la Administración y no de los jueces (como, a su juicio, hubiera tenido que ser). Pero entonces se veían las cosas de otra manera y, para empezar, no había lugar a escándalo dado que en aquella época los Alcaldes eran también jueces. Además, y por otro lado, los sucesivos Códigos penales se encargaban, sin excepción, de establecer límites complementarios —desde la perspectiva de la legislación penal, claro es— a las Ordenanzas y Reglamentos represores, de tal manera que así quedaba la potestad sancionadora de los Entes locales envuelta en una tenaza de seguridad, uno de cuyos brazos era la legislación local y el otro, el Código Penal. Y, en fin, como última medida de seguridad existía un mecanismo de exigencia de responsabilidad personal de los Alcaldes sancionadores, con el que se cierra un sistema que era, desde luego, más sencillo que el actual pero no menos garantista ni eficaz. Como todos estos rangos no son suficientemente conocidos, me ha parecido interesante hacer una descripción y análisis de ellos a título preliminar y de manera breve con objeto de no desequilibrar el contenido del libro. 1.

ETAPA CONSTITUCIONAL DE LA ÉPOCA F E R N A N D I N A

De acuerdo con los presupuestos metodológicos que se han fijado para este libro (y salvada la breve alusión del epígrafe precedente), no voy a ocuparme del Derecho Administrativo Sancionador del Antiguo Régimen y, por tanto, cae fuera de él la época absolutista de Fernando VII. No obstante, conviene recoger lo que en este reinado sucedió durante su etapa constitucional, singularmente interesante a

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nuestros efectos por cuanto que en ella se encuentra el grano de todo el sistema posterior. La Constitución de 1812 fue, en este punto como en tantos otros, excesivamente radical y por tanto inviable. Confiando ciegamente en las bondades del Poder Judicial, llegó a prohibir al Rey (es decir, al Poder Ejecutivo) el privar «a ningún individuo de su libertad ni imponerle por sí pena alguna» (art. 172). De acuerdo con este esquema riguroso y tal como ha señalado P A R A D A (1972, 68-69), lo que hoy se consideran funciones represoras no penales estaban encomendadas sin excepciones a los Jueces. Este radicalismo, sin embargo, suponía el fracaso del sistema, su inviabilidad práctica, porque implicaba o bien un raquitismo de las funciones sancionadoras no penales o bien una hipertrofia de los órganos judiciales. Y como resultaba imposible adecuar las magnitudes de los órganos judiciales a las funciones represoras genéricas, hubo que acudir inmediatamente a la atribución de facultades sancionadoras a órganos no judiciales, aunque fuera a costa de romper la pureza del sistema constitucional originario. Esto es lo que sucede ya en el Decreto de 23 de junio de 1813, en cuyo capítulo III, artículo 1, se permite al Jefe político (órgano del Ejecutivo y no del Judicial) no sólo ejecutar gubernativamente las penas impuestas por las leyes de policía y buen gobierno sino también «imponer y exigir multas a los que le desobedezcan o falten el respeto, y a los que turben el orden o el sosiego público». Años más tarde, en el trienio liberal, el Código Penal de 1822 sienta desde su propia vertiente las líneas maestras del sistema al establecer por un lado, en su artículo 135 que son culpas o delitos públicos: [...] 3." todas las contravenciones a los reglamentos generales, de policía y sanidad, siempre que cedan en peijuicio del público.

Y precisando luego, más adelante, en su artículo 138 que las culpas y los delitos no comprendidos en este Código que se cometan contia los reglamentos u ordenanzas particulares que rigen en algunos ramos de la Administración Pública serán juzgados y castigados respectivamente con arreglo a las mismas ordenanzas y reglamentos. P A R A D A (ob. cit., 70) ha entendido aquí que este precepto no hace previsión alguna sobre las potestades sancionadoras de la Administración; pero sus agudos razonamientos no son convincentes y, sobre todo, aparecen desmentidos por el resto del Ordenamiento Jurídico. En mi opinión, y en contra de la de este autor, el Código Penal no se está remitiendo a las jurisdicciones militar y eclesiástica (ni tampoco recibiendo literal y torpemente un precepto del Derecho francés) sino a lo que clarísimamente se remite es a las normas ya existentes o futuras que atribuían potestades sancionadoras a las Autoridades administrativas. Esto ya sucedía, como acabamos de ver, en el Decreto de 1813 y se reitera con mayor pormenor en la Instrucción de 3 de febrero de 1823 para el gobierno economico-politico de las provincias, en cuyo artículo 80 se declara que «los Ayuntamientos tienen la facultad de imponer multas proporcionadas que no pasen de quinientos reales en los asuntos correspondientes a sus atribuciones, no siendo por culpas y delitos por los cuales se debe formar causa por tener una pena señalada terminantemente en el Código Penal» (lo que luego se concreta mas todavía, para los Alcaldes específicamente, en el art. 207). Y, en cuanto al Jefe político, el articulo 239 declara que

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DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR no sólo podrá hacer efectivas gubernativamente las penas impuestas por las leyes de policía y bandos de buen gobierno, sino que tendrá facultad para imponer y exigir multas que no pasen de mil reales a los que le desobedezcan o le falten el respeto y a los que turben el orden o el sosiego público, no cometiendo culpas y delitos sobre los cuales se deba formar causa, por tener una pena señalada terminantemente en el Código Penal.

En la Decisión del Consejo de Estado, denegatoria de autorización para procesar, de 6 de enero de 1860, aparecen otros testimonios contundentes: Vista la Real Cédula de 10 de diciembre de 1828 y Real Orden de 4 enero de 1846, por cuyas disposiciones se confiere a las autoridades administrativas y a los Gobernadores de provincia la facultad de reprimir y castigar gubernativamente las infracciones que se cometan relativas a las leyes sobre el ejercicio del arte de curar, determinando que sólo cuando la multa que debiera imponerse exceda de mil reales o en caso de reincidencia deberá pasarse el tanto de culpa a los Tribunales ordinarios para la formación de causa contra los infractores.

La represión judicial de las infracciones fue, en definitiva, un sueño ingenuo de las Cortes de Cádiz que nunca llegó a ser realidad. Tal como ha expuesto F O N T I L L O V E T (1993), estas ilusiones todavía encontraban defensores durante los años treinta en personalidades tan eminentes como SILVELA y O L I V A N ; pero se trata de manifestaciones aisladas, tan bien intencionadas como anacrónicas, puesto que el curso político y normativo se había decidido inequívocamente —y para siempre— por la solución represora administrativa. De esta manera nos encontramos con un sistema legal (no rigurosamente constitucional) montado sobre las siguientes bases: unos Jueces con facultades sancionadoras para las faltas tipificadas en el Código Penal y que han de obrar de acuerdo con un procedimiento formal; y unas autoridades administrativas, Alcaldes y Jefes políticos, con facultades sancionadoras hasta una cierta cuantía para las faltas tipificadas en los reglamentos generales y locales, que pueden proceder sin atenerse a las reglas del procedimiento judicial formal. Y todo ello con una advertencia final: la posición de los Alcaldes es muy curiosa puesto que ejercitan al tiempo funciones judiciales y administrativas; con la consecución de que, en cuanto Jueces inferiores, pueden sancionar faltas penales y, en cuanto autoridades municipales, pueden sancionar también (aunque con distinto procedimiento) faltas administrativas. El sistema —independientemente de su conformidad o disconformidad con la letra y el espíritu de la Constitución gaditana— puede considerarse en líneas generales ingenioso y realista al estar adaptado a las posibilidades organizativas del Estado español y a la mentalidad de sus ciudadanos. Por eso ha gozado de una vida tan larga; pero también hay que reconocer que en su formulación inicial resulta demasiado rudimentario: lo que ha exigido un largo proceso de refinamiento para evitar —o al menos paliar— sus peores inconvenientes.

2.

L o s COMIENZOS DEL CONSTITUCIONALISMO

Desaparecido el régimen absolutista fernandino, los primeros años del reinado de Isabel II (es decir, las regencias de María Cristina y Espartero) fueron extraordinariamente fecundos para la reorganización del Estado español, aunque no tanto en la materia a que nos estamos refiriendo, sobre la que se dictaron algunas disposiciones importantes pero no fundamentales; quizás porque no parecía necesa-

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rio, ya que se suponía que bastaba con reanudar el hilo constitucional de 18121814 y 1820-1823 introduciendo unas medidas provisionales en espera del establecimiento definitivo del sistema que tendría lugar con la mayoría de edad de la reina. Para el régimen municipal valga la cita del articulo 40 del Real Decreto de 23 de julio de 1835, significativamente enderezado al «arreglo provisional de los Ayuntamientos del Reino», en el que se reproducen las facultades sancionadoras de los Alcaldes sometidas, como antes, a determinados límites: «siempre que dichas penas no excedan de 100 reales de vellón o tres días de arresto» aunque con una coletilla de gran importancia: «salvo si los reglamentos u ordenanzas vigentes prescribiesen otra mayor o menor». Saliendo del Derecho local, las Ordenanzas generales de montes de 22 de diciembre de 1833 nos ofrecen un buen ejemplo de la dependencia del Derecho Administrativo Sancionador respecto de la organización administrativa y judicial. Estas Ordenanzas, en efecto, parecen distinguir claramente entre los dos ámbitos represivos puesto que separan los «delitos» de las «contravenciones de ordenanzas» y las «penas» de las «multas», aunque no logran extraer de ello sus últimas consecuencias ya que, en definitiva, los dos campos quedan orgánicamente deslindados no entre Jueces y funcionarios administrativos sino entre «Jueces de letras» (que conocen a partir de una determinada cuantía) y Jueces inferiores (art. 173). En caza y pesca, por el contrario, se establece el sistema típico, aunque con mía separación de ámbitos un tanto imprecisa y presidida por la transcendencia cuantitativa de la infracción. Así, en el Real Decreto de 3 de mayo de 1834 se dispone que «el modo de proceder de las justicias en materia de caza y pesca será por regla general gubernativo, y que cuando se proceda por queja de la parte agraviada, si resultare ser cierto el hecho y hubiere daño, el Alcalde procurará que los interesados transijan en cuanto al daño, sin perjuicio de cobrar la multa; y si no se aviniesen, decidirá gubernativamente en las causas de menor cuantía, dejando que las otras sigan el curso judicial que les corresponda». Y por aquellas mismas fechas la Real Orden de 22 de noviembre de 1836 insiste en que 1. Los Jefes políticos, en sus respectivas provincias, cuidarán de la observancia de las Ordenanzas, Reglamentos y disposiciones relativas a la conservación de las obras, policía [...]. 2. Los Alcaldes de los pueblos exigirán, en el modo y forma que dichas Ordenanzas y reglamentos prevengan, las multas señaladas a los contraventores a consecuencia de las denuncias que ante ellos se hicieren.

3.

L A ÉPOCA M O D E R A D A

Durante la época moderada del reinado isabelino, justamente a mediados del siglo xix, tiene lugar una serie de acontecimientos que afectan directamente a nuestro tema- la consolidación de una variante autoritaria del sistema local, la publicación de un nuevo Código Penal, la regulación de un mecanismo para resolver las dificultades de atribución de competencias judiciales y administrativas y, en tin, todo ello enmarcado en un sistema de revisión jurisdiccional, o cuasyunsdiccional, de los actos administrativos (Consejos provinciales y Consejo Real, sobre cuyas peculiaridades no vamos a entrar aquí, aunque sea imprescindible recordar su existencia de trasfondo). . , , R T J Empezando por el régimen local (y dejando a un lado la fugaz Ley de 1843), el artículo 75 de la Ley de 8 de enero de 1845 de organización y atnbuciones de los Ayuntamientos, reitera el esquema anterior que ya nos es conocido: facultades san-

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cionadoras del Alcalde con límites máximos del importe de las multas (graduadas según el volumen de población) y competencia del Juez para los casos que excedan: «Si la infracción o falta mereciere por su naturaleza penas más severas, instruirá la competente sumaria, que pasará al juez o tribunal competente.» En cuanto al Gobernador civil, el artículo 4 de la Ley de 2 de abril de 1845 le atribuye competencia para «reprimir y castigar todo desacato a la religión, a la moral, a la decencia y a cualquier falta de respeto a su autoridad, imponiendo las penas correccionales [hasta un máximo de mil reales: artículo 5] y sometiendo a los Tribunales de Justicia los sucesos merecedores de mayor castigo». Las leyes administrativas no son, con todo, más que una cara de la moneda, que hay que completar con la regulación penal que aparece en el artículo 505 del Código de 1850 (que recoge con un nuevo apartado el artículo 343 del Código de 1848) en los siguientes términos: En las ordenanzas municipales y demás reglamentos generales y particulares de la administración que se publicaren en lo sucesivo, y en los bandos de policía y buen gobierno que dicten las autoridades, no se establecerán mayores penas que las señaladas en este libro, aun cuando hayan de imponerse en virtud de atribuciones gubernativas a no seT que se determine otra cosa por leyes especiales. Conforme a este principio, las disposiciones de este libro no excluyen ni limitan las atribuciones que por las leyes de 8 de enero, 2 de abril de 1845 y cualesquiera otras especiales competan a los agentes de la Administración para dictar bandos de policía y buen gobierno y para corregir gubernativamente las faltas en los casos en que su represión les esté encomendada por las mismas leyes.

La historia de este artículo —tal como ha sido contada por C A S A B Ó ( 1 9 8 0 , 2 7 7 es muy interesante y gracias a ella puede explicarse la confusión de su estilo, que ha gravado siempre, y sigue gravando todavía, el acertado planteamiento de la cuestión. La verdad es que el precepto nació ya a contrapelo e incongruente con el trasfondo constitucional del momento. Su texto, en forma de proyecto, fue redactado durante la vigencia de la Constitución de 1837, de talante liberal y progresista, que se asienta sobre la división de Poderes y confía a uno de ellos —el Poder Judicial— la competencia para imponer penas, salvo casos excepcionales. La Constitución de 1845, en cambio, ya no insiste en la división de poderes, degrada el Poder Judicial a simple aparato de «la administración de la justicia» y acepta con normalidad (no como excepción) las potestades sancionadoras de la Administración. Pues bien, la incoherencia surge desde el momento en que por ignorancia y por prisas (sic, en palabras de C A S A B Ó ) se aprueba bajo la vigencia de la Constitución de 1845 un texto incompatible con ella por estar inspirado en la de 1837, como también resultaba incongruente con la legislación especial de régimen local de 1845, que reconocía sin ambages las potestades sancionadoras administrativas de los Alcaldes y Gobernadores civiles. Ni que decir tiene que la jurisprudencia del Consejo Real se inclinó sin vacilar por la postura administrativa, como veremos inmediatamente y, no contento con ello, el Gobierno introdujo en 1850 el segundo apartado, que, sin embargo, tampoco logró eliminar las contradicciones ni producir un texto claro. Sea como fiiere, el caso es que el Código Penal de 1850, insistiendo en la línea tradicional, impuso una limitación cuantitativa a la potestad normativa sancionadora de la Administración, aunque, a decir verdad, en unos términos muy tolerantes, dado que tal limitación de cuantía de las penas únicamente operaba para el futuro, dándose por váli282)—

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das, e incluso confirmándose, las anteriores que no cumplieran este requisito. Y el apartado segundo (o sea, el añadido en 1850) no establece una limitación, antes al contrario supone una confirmación de las potestades sancionadoras concretas (y de las normativas) de la Administración con tal de que estén previstas en una ley: lo que el Código Penal respeta. En definitiva, por tanto: — La Administración puede dictar reglamentos sancionadores a partir de 1850 con limitación de cuantía de penas. — Esta limitación no opera si una ley autoriza a romper el límite indicado. — Quedan confirmados los reglamentos anteriores a 1850 cualquiera que fuere la cuantía de las sanciones impuestas. — Se confirma, en fin, la potestad sancionadora de la Administrativa atribuida en las leyes (es decir, que la Administración, debidamente habilitada por ley, reúne la doble potestad normativa y sancionadora). Planteadas así las cosas, queda todavía un gravísimo problema que venía arrastrándose de antaño: la determinación precisa del órgano sancionador en cada asunto concreto. Una cuestión que se aborda en el Real Decreto de 18 de mayo de 1853, que será estudiado luego con todo detalle. Y también se regulan en esta época diversas cuestiones de procedimiento, que igualmente dejamos para más adelante con objeto de no perturbar ahora el hilo de esta exposición normativa sintética.

4.

E L FINAL D E L R E I N A D O D E I S A B E L I I

Nada aparece sustancialmente nuevo en este período puesto que el sistema ya había quedado definitivamente sentado en los años anteriores. No obstante, conviene hacer una breve referencia a algunas disposiciones que ilustran la evolución que se está realizando. El artículo 11 de la Ley de 25 de septiembre de 1863, sobre gobierno y administración de las provincias, perfila en los siguientes términos las competencias que nos afectan: Para el buen desempeño de sus funciones deberá el Gobernador de provincia: 5." Imponer multas discrecionales cuyo máximo sea de mil reales [...] sometiendo los delitos y faltas distintas de las que menciona a la acción de los Tribunales de Justicia. Sólo podrán los Gobernadores imponer multas mayores cuando expresamente estén autorizados para ello por las Leyes o reglamentos. La autoridad judicial procederá, fuera de los casos que sobreentienden el párrafo y artículos antedichos, a la exacción de las multas preestablecidas en las leyes, disposiciones generales, bandos y ordenanzas en la forma y por el Jurado que entienda en los juicios de faltas. 6.® Aplicar en defecto de pago de las multas que imponga, en uso de las facultades que le corresponden, el arresto supletorio en la proporción que fija el artículo 504 del Código penal hasta el máximo de treinta días.

Disposiciones que, por su parte, el Real Decreto de 25 de septiembre de 1863 desarrolla de la siguiente manera: Los Gobernadores podrán imponer multas discrecionales que no excedan de mil reales únicamente a los individuos, funcionarios y corporaciones que, sin cometer delito, incurran

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DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR en las faltas de infracciones que a continuación se expresan: 1 A c t o s contrarios a la religión, a la moral o a la decencia pública. 2." Faltas de obediencia o de respeto a la autoridad de los mismos Gobernadores. 3.® Faltas que cometan los funcionarios o corporaciones dependientes de dicha autoridad en el ejercicio de sus cargos. 4° Infracciones en que incurran las sociedades y empresas mercantiles o industriales que están sujetas a la inspección administrativa [art. 27]. Cuando los gobernadores impongan multas mayores de mil reales por atribuirles expresamente esta facultad alguna ley o reglamento, darán la orden correspondiente por escrito, citando el artículo de la ley o reglamento en virtud del cual procedieren [art. 28],

La clasificación de las multas que se realiza en 1863 no escapó naturalmente a la doctrina, que, a partir de entonces, distingue entre multas discrecionales, en las que «el arbitrio concedido a los gobernadores afecta solamente a la cantidad imponible, puesto que por lo demás tales correcciones no son aplicables a otras infracciones y faltas que las enumeradas en la ley» y las multas reglamentarias «que han de estar previamente determinadas en alguna disposición general» ( A B E L L A , Tratado de Derecho Administrativo español, I, 1886, 311-312). Por lo demás, no faltan ejemplos de disposiciones generales de la época que establecen multas de superior cuantía a la prevista en la legislación provincial. Así, el Reglamento de 17 de mayo de 1865 de la Ley de Montes de 24 de mayo de 1863 determina una escala gradual de multas con competencia, por este orden, de los Alcaldes, Gobernadores Civiles y, cuando excedan de mil escudos, de los Tribunales (arts. 121-124).

5.

L A RESTAURACIÓN

El período revolucionario de 1868 no necesita a estos efectos de estudio especial puesto que en parte (como en el Código Penal de 1870) es herencia del período anterior (su art. 625 reproduce el 505 del texto de 1850) y en parte, en lo que se refiere al régimen local, perviviría en la legislación restauradora de la que vamos a ocuparnos seguidamente. La Ley municipal de 2 de octubre de 1877 expresa una depuración de la experiencia de medio siglo a través de unas disposiciones que, no obstante su extensión, resulta imprescindible recordar. El artículo 77 establece la competencia genérica sancionadora de los Ayuntamientos: Las penas que por infracción de las ordenanzas y reglamentos impongan los Ayuntamientos, sólo pueden ser multas que no excedan de 50 pesetas en las capitales de provincia, 25 en las de partido y pueblos de cuatro mil habitantes y 15 en los restantes, con el resarcimiento del daño causado y arresto de un duro por día en caso de insolvencia.

En esta competencia genérica municipal se enmarcan las facultades sancionadoras, también genéricas, del Alcalde, precisadas en el artículo 114: «publicar, ejecutar y hacer cumplir los acuerdos del Ayuntamiento [...] si fuese necesario por la vía de apremio y pago, e imponiendo multas que en ningún caso excedan de las que establece el artículo 77, y arresto por insolvencia». Pero la Ley no se limita a atribuir competencias y multas sino que se extiende a la regulación de las bases mínimas del procedimiento de imposición: Para la imposición y exacción de multas se observarán precisamente las reglas siguientes: 1." No se impondrá ninguna sin resolución escrita y motivada. 2.* La providencia se comuni-

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cará por escrito al multado; del pago se le expedirá el competente recibo. 3.a Las multas y los apremios se cobrarán en papel del sello correspondiente [art. 185]. Para el pago de toda multa se concederá un plazo proporcionado a la cuantía de la multa, que no baje de diez días ni exceda de veinte, pasado el cual procede el apremio contra los morosos. El apremio no será mayor del 5 por 100 diario del total de la multa, sin que exceda en ningún caso del duplo de la misma [art. 186].

Y más todavía: el artículo 187 se preocupa de fijar los distintos mecanismos de impugnación: Contra la imposición gubernativa de la multa puede el interesado reclamar por la vía administrativa o por la judicial.—La primera procede para ante el Gobierno, que la resolverá por sí o con audiencia del Consejo de Estado, y sin peijuicio en todo caso de la reclamación contenciosa ante el Consejo de Estado. La judicial procede ante laAudiencia en primera instancia, previa reclamación gubernativa a la Autoridad para imponer la multa.—En caso de ser ésta declarada improcedente, serán impuestas las costas y daños causados por su exacción a la autoridad que la ordenó, sin que sirva de excusa la obediencia en los casos de infracción clara y terminante de una Ley.

A escala provincial, el artículo 22 de la Ley de 29 de agosto de 1882 reproduce para los Gobernadores Civiles la normativa de 1863 que ya conocemos. Estas normas —que son las más significativas pero no las únicas— demuestran el paralelismo de los ilícitos y de sus procedimientos sancionadores. Las leyes administrativas reconocen la existencia de delitos y del aparato judicial represor, de la misma manera que el Código Penal reconoce las potestades administrativas sancionadoras. En el Proyecto (frustrado) de Código Penal de Álvarez Martínez de 1882 se divide el Libro III en dos títulos: uno con las faltas cuyo castigo corresponde a los jueces y otro con las que competen a las autoridades administrativas. Y la Ley de Enjuiciamiento Criminal del mismo año dispone en su artículo 10 que «corresponderá a la jurisdicción ordinaria el conocimiento de las causas y juicios criminales, con excepción de los casos reservados por las Leyes [...] a las autoridades administrativas o de policía». La convivencia entre los dos tipos de represiones era, a todas luces, el resultado de una inequívoca concepción política: los Gobiernos no estaban dispuestos a renunciar —por razones de eficacia y de control social— a una potestad, que, en manos exclusivas de los Jueces, pudiera ser ejercida de forma independiente. Pero ni que decir tiene que la situación planteaba problemas técnicos irresolubles a la hora de determinar quién era en los casos dudosos el órgano competente —si el Juez o la Administración—; una cuestión que bien merece un examen pormenorizado. III.

ADMINISTRACIÓN Y JURISDICCIÓN

Una vez recordadas sumariamente las normas aplicables a esta materia, y transcritas en lo sustancial, estamos en condiciones de analizar sistemáticamente, a partir de ellas, su régimen jurídico, empezando por el esclarecimiento de un punto fundamental: las relaciones entre Administración y Jurisdicción o, más precisamente todavía, la determinación de cuáles son los órganos competentes para sancionar. Una dificultad que, como ya se ha apuntado, surge en el mismo momento del nacimiento del sistema y que, después de haber constituido una pesadilla durante más de un siglo, todavía late en la actualidad siquiera sea de una forma bastante más tolerable. Porque durante todo el siglo xix lo que hoy denominamos Derecho Administrativo Sancionador ha girado en torno a esta pregunta capital.

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DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

El hecho es que en esta centuria ha habido un doble entrecruzamiento, orgánico y legislativo, heredado de la vieja problemática de lo contencioso y lo gubernativo del Antiguo Régimen, complicado aún más —al menos aparentemente— por la circunstancia de que en el último peldaño los Alcaldes eran simultáneamente Autoridades administrativas y judiciales. La superposición normativa consistía en la simultaneidad de a) El Código Penal con sus faltas penales tipificadas, cuyo conocimiento correspondía a los Jueces a través de un juicio penal. b) Las reglamentaciones generales, que tipificaban faltas y determinaban sanciones, pero sin preocuparse de ordinario por señalar quiénes habían de conocer y castigar. c) Los Reglamentos y Ordenanzas municipales, que tipificaban faltas y determinaban sanciones, atribuyendo expresamente a los Alcaldes competencia para conocer y castigar. El resultado de esta superposición era inevitablemente la confusión, que se intentaba aclarar con los siguientes medios: á) Desde el Código Penal se establecían límites para la represión administrativa. b) La legislación general de régimen local intentaba precisar el alcance de las normas represivas de las Ordenanzas y Reglamentos municipales. c) Se dictaban numerosas normas con el único objetivo —nunca logrado del todo— de aclarar este punto. d) La Jurisprudencia (sobre todo la de conflictos), aunque de hecho fuera contradictoria. Con la advertencia, además, de que los peijudicados por la confusión no fueron sólo los ciudadanos y las Autoridades (judiciales y administrativas) de revisión, sobre las que se acumulaba el trabajo inútil de precisar el órgano sancionador competente, sino los Alcaldes personalmente, ya que si se equivocaban, con buena o mala fe, cometían delito o falta. 1.

L A S CAUSAS DEL PROBLEMA

La última raíz de este problema (prescindiendo, claro es, del trasfondo político a que antes se ha aludido) es una herencia del Antiguo Régimen y se encuentra en la imprecisa diferenciación de los órganos gubernativos y judiciales (cfr., sobre todo ello, G A L L E G O A N A B I T A R T E , Administración y Jueces: gubernativo y contencioso, 1 9 7 1 , y N I E T O , Estudios históricos sobre Administración y Derecho Administrativo, 1986, esp. 91-123). El Régimen constitucional, al separar cuidadosamente ambos Poderes, «casi» resolvió el problema; pero no del todo, puesto que dejó algunos extremos pendientes, como es cabalmente éste de la función sancionadora. Las causas próximas y más concretas de la dificultad se derivan, por un lado y tal como se ha indicado, del hecho de la doble tipificación de las infracciones y, por otro, de la organización también dual de los órganos sancionadores. En cuanto a las faltas o infracciones, en ocasiones aparecen en uno de estos dos bloques normativos: o bien en el Código Penal o bien en los Reglamentos generales o particulares. Si tal sucede, no hay problema. Pero éste surge inevitablemente cuando los mismos hechos se encuentran tipificados simultáneamente en ambos sectores

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del Ordenamiento Jurídico; de donde resulta que no se sabe si son faltas penales, infracciones administrativas o ambas cosas a la vez. Conste, por lo demás, que el problema no es teórico sino eminentemente práctico y de gravísima trascendencia. Porque, si el sistema está montado sobre el principio de que las faltas penales deben ser reprimidas por los Tribunales de este orden y las infracciones administrativas por las Autoridades gubernativas, es evidente que, si no sabemos si los hechos constituyen falta penal o infracción (contravención) administrativa, tampoco podremos saber cuál es el órgano competente para sancionar. En otras palabras: a la dualidad de tipificaciones se corresponde una dualidad de órganos represores. Por ello, cuando la tipificación es doble, se abre correlativamente la posibilidad de que también intervengan en la represión las dos series de órganos: los judiciales y los gubernativos. En la práctica sucede que un solo hecho, doblemente tipificado, pone en marcha tanto al Juez como al Gobernador (y, tratándose de faltas leves, tanto al Alcalde en cuanto Juez como al Alcalde en cuanto autoridad gubernativa, puesto que ya sabemos que tiene esta doble condición). Si ambos insisten en su intervención, termina formalizándose una cuestión de competencia que ha de resolverse por Real Decreto, sin peijuicio de que en otras ocasiones aflore el problema a través de una autorización (o denegación) para procesar, que resuelve, a petición del Juez, en primera instancia el Gobernador civil y en última instancia el Consejo de Ministros. 2.

R E G L A S PARA LA SOLUCIÓN

A través de las colecciones de Reales Decretos resolutorios de competencias y de las de Decisiones sobre autorizaciones para procesar podemos hacernos cumplida idea de la situación y de los criterios de solución. El Real Decreto de competencias de 24 de marzo de 1852, por ejemplo, resuelve que siendo relativos a la policía urbana y rural los intereses lastimados por algún particular, corresponde la represión del atentado a la autoridad administrativa, y por tanto debe el Alcalde en uso de sus atribuciones tomar por sí la providencia oportuna para impedir o reparar el daño y no acudir al Juzgado.

Pero como el problema era gravísimo y cotidiano se vio obligado el Ejecutivo a abordar frontalmente y con carácter general una cuestión que el Código Penal había dejado inexplicablemente abierta. Esto es lo que hizo el Real Decreto de 18 de mayo de 1853, que pretendió aclarar de una vez por todas la dificultad y que, además, se preocupó de explicar en su Exposición de Motivos (tomada de CASTEJÓN, 1950,58) las causas del problema y el sentido de su solución: a) No determinar las leyes, con la debida claridad, cuándo se puede proceder gubernativamente y cuándo deben sujetarse a las formalidades del juicio; b) Ser indispensable poner en armonía las disposiciones penales con leyes administrativas y ordenanzas y reglamentos municipales, que permiten corregir las mismas faltas gubernativamente; c) No deber quedar al arbitrio de los agentes administrativos la opción entre ambos modos de proceder y prescindir o no de las formas tutelares de la justicia; d) La Administración desempeñaría mal o difícilmente sus atribuciones de vigilancia y tutela de intereses públicos si careciere de los medios necesarios para dar a su acción toda la rapidez que en muchos casos requiere su eficacia; e) Si bien seria de desear que toda corrección, por leve que fuere, se impusiera en virtud de un juicio no se puede aplicar este principio de manera absoluta sin embarazar en muchos casos el curso de la Administración y sin exponer el orden y los intereses públicos a graves peligros;/)

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La amplitud que necesitan las autoridades municipales en su modo de proceder no exige, sin embargo, la facultad de imponer penas corporales sin juicio previo. 10 Las faltas que, según el Código Penal o las Ordenanzas y reglamentos administrativos, merezcan pena de arresto, deberán ser castigadas, siempre en juicio oral, con arreglo a lo dispuesto en la ley para la ejecución de dicho Código. 2.° Las faltas cuyas penas sean multa, o reprensión y multa, podrán ser castigadas gubernativamente a juicio de la autoridad administrativa a quien esté encomendada su represión. 3." Los alcaldes de los pueblos conservarán la facultad gubernativa de imponer multas hasta en la cantidad que permite el artículo 75 de la Ley de 8 de enero de 1845 y sin atenerse al límite señalado en el párrafo 1 del artículo 505 del Código Penal, solamente cuando dichas penas estén establecidas en Ordenanzas o reglamentos municipales vigentes, cuya publicación sea anterior al referido código. 4.° Los mismos alcaldes podrán sin embargo imponer gubernativamente la pena de arresto por sustitución y apremio de la multa, con sujeción a lo dispuesto en el arlículo 504 del Código Penal, sólo cuando los multados fueren insolventes, y no pudiendo en ningún caso exceder de quince días el tiempo del arresto.

La aparente rotundidad de estas reglas no pudo evitar, sin embargo, que siguieran planteándose conflictos cotidianos sobre el particular (como tendremos ocasión de comprobar inmediatamente), que otras Reales Órdenes posteriores de carácter también general intentaron en vano eliminar. Así, la de 1 de agosto de 1871, de acuerdo con el Consejo de Estado, declaró que 1." El conocimiento en primera instancia de los juicios a que den lugar las infracciones, de que habla el libro III del Código penal y Ordenanzas generales de la Administración, corresponde a los jueces municipales. 2." Los alcaldes pueden imponer gubernativamente, sin forma de juicio, las penas señaladas en la Ley Municipal y en las Ordenanzas que acuerden los Ayuntamientos y bandos que publiquen los alcaldes, en armonía con las facultades que aquélla les reserva, por las infracciones que se cometan contra sus prescripciones.

Un año más tarde volvió a plantearse la misma cuestión y, consultado el Consejo de Estado, se negó a evacuar un nuevo Dictamen considerando que bastaba con ratificarse en el anterior que había precedido a la Real Orden de 1871 y que, por ende, volvió a reproducirse en la de 12 de marzo de 1872 y sustancialmente también en la de 10 de mayo de 1873. Desde el punto de vista normativo puede decirse, por tanto, que la doctrina se encontraba en estas fechas perfectamente consolidada; pero el panorama seguía siendo en la práctica extraordinariamente confuso, alentado por una jurisprudencia que distaba mucho de ser unánime.

3.

U N A JURISPRUDENCIA CONTRADICTORIA

Hasta 1853 la Jurisprudencia se había limitado a confirmar ocasionalmente la competencia sancionadora de las autoridades gubernativas, como sucede en el Decreto de Competencias de 6 de junio de 1846, en el que se declara que «cuando la multa es un acto comprendido en las atribuciones de policía rural, puede imponerla un Alcalde». A este propósito, el Real Decreto de 31 de octubre de 1849 es singularmente importante puesto que en él, al hilo de esta afirmación de competencias gubernativas, se teoriza sobre la necesidad natural de que la Administración ostente una potestad sancionadora:

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Al conferir el Código Penal a los alcaldes la atribución de juzgar en primera instancia y en juicio verbal las faltas que se mencionan en el mismo, ha estado lejos de privarles de los demás caracteres, facultades y atribuciones que a dichos funcionarios competen como delegados del Gobierno y como administradores de los pueblos. Correspondiendo por las leyes a los Alcaldes y otras autoridades administrativas la facultad de imponer multas gubernativamente como atribución necesaria para el desempeño de sus funciones y habiéndose organizado sobre este fundamento toda la Administración, este fundamento desaparecería y acarrearía graves inconvenientes si el Código Penal se entendiese en el concepto de que todos los hechos de esta clase han de ser calificados de faltas y todas las faltas juzgadas por los Alcaldes con la dependencia o bajo la subordinación de los jueces de primera instancia.

Esta línea confirmatoria se mantiene todavía después de 1853 tanto en Decisiones de autorización como de competencia según se resume en la de 30 de diciembre de 1856 (autorización): «La mente del RD de 18 de mayo de 1853 fue facilitar a las autoridades administrativas, señaladamente a los alcaldes, los medios de reprimir prontamente ciertas faltas sin necesidad de apelar a las formas judiciales». A nuestros efectos, sin embargo, lo importante es la aparición de una jurisprudencia que resuelve en términos rigurosamente contradictorios el mismo y capital supuesto: ¿a quién corresponde sancionar las infracciones que están tipificadas simultáneamente en el Código Penal y en las normas administrativas? Por asombroso que parezca, esta pregunta fue recibiendo una gama de respuestas absolutamente diferentes, que en el Diccionario Alcubilla (voz «Multas») aparecen escrupulosamente sistematizadas en copiosísimos repertorios, de los que me limito a entresacar unas muestras: A) Decisiones en favor de la competencia judicial: corresponde exclusivamente a los Jueces el conocimiento de las faltas del Código Penal, aunque los mismos hechos vengan tipificados también en Ordenanzas y Reglamentos: Ni las autoridades que forman las Ordenanzas ni las que las aprueban están facultadas para variar la índole y naturaleza de las faltas especialmente definidas por el Código o para alterar las penas [...], ya que las Ordenanzas municipales, que no tienen carácter de leyes generales, no pueden derogar leyes de este orden de la importancia social que el Código Penal reviste, ni menos todavía ninguna de las disposiciones fijando la competencia de los Tribunales, pudiendo sólo admitirse que en el artículo 625 de dicho Código únicamente se faculta para castigar en los reglamentos particulares aquellos hechos que constituyan contravenciones a las reglas de policía y buen gobierno que no estén expresamente previstos y castigados en el libro III del Código. Y que sólo los jueces municipales en junciones judiciales son los llamados al castigo de las faltas (tipificadas en el Código penal) y a exigir la reparación del daño causado {Real Decreto de Competencias (RDC) de 15 de junio de 1898].

Doctrina ratificada en otras muchas, de las que sólo se cita una como ejemplo: Los hechos pudieran ser constitutivos de faltas definidas y castigadas en el libro III del Código Penal, cuya aplicación compete a las autoridades del fuero ordinario. Al inmiscuirse en el conocimiento y castigo de los mismos, el Alcalde y demás autoridades del orden gubernativo, aun cuando otra cosa autoricen las Ordenanzas municipales de los pueblos t—1 es evidente que invaden atribuciones que no les son propias, por ser privativas de los jueces municipales [RDC 22 de abril de 1911].

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B) Decisiones en favor de la competencia administrativa. Esta línea doctrinal no es menos abundante que la anterior y de ella basta transcribir un ejemplo, cuyo tenor se repite machaconamente en otras resoluciones anteriores y posteriores: Hallándose prohibidos los hechos por las Ordenanzas municipales, su castigo es facultad del Alcalde, siquiera el hecho se halle también previsto como falta en el libro III del Código penal [RDC 17 de enero de 1911).

C) Cuando las faltas están simultáneamente tipificadas en el Código Penal y en disposiciones administrativas, hay una especie de competencia concurrente que se resuelve con arreglo al criterio de la iniciativa en la denuncia y persecución. Esta doctrina es ciertamente rara y un testimonio de ella ofrecen los Reales Decretos de 30 de julio y 23 de agosto de 1904: Si bien conforme al articulo 625 del Código penal pueden conocer de ellas [de tas faltas previstas simultáneamente en el Código penal y en las ordenanzas] tanto la Administración como los Tribunales, sin embargo, como una misma falta no puede ser corregida dos veces, corresponden de su castigo a la Administración cuando ésta procede de oficio o por iniciativa propia y a la jurisdicción ordinaria cuando a ella acuden los particulares.

D) La doctrina más avanzada es, con todo, la siguiente: el Real Decreto de 1853 ha dejado en manos de la Administración la facultad de escoger entre la vía gubernativa o la represión judicial: La represión de las faltas cometidas contra una resolución administrativa no está reservada a la Administración desde el momento en que el RD de 18 de mayo de 1853 dejó al arbitrio de los alcaldes adoptar la vía gubernativa o la judicial para dichas represiones [RDC 26 de octubre de 1855]. En la disposición segunda del RD de 1853 no se previene a las autoridades que hayan de reprimir las faltas a que se refiere sólo en forma de juicio sino que es potestativo en ellas el verificarlo por la vía gubernativa [Decisión de autorización de 30 de diciembre de 1856],

La trascendencia de esta doctrina salta a la vista. Porque, de acuerdo con ella, el Real Decreto de 1853 ha extendido la competencia de las Autoridades gubernativas al conocimiento de todas las infracciones no reprimidas con pena de privación de libertad, independientemente de que estén tipificadas o no en un reglamento administrativo o, más precisamente todavía, independientemente de que en los reglamentos administrativos se haya atribuido, o no, la competencia sancionadora a la Administración. Dicho con otras palabras: a partir de 1853 los Alcaldes y Autoridades gubernativas tienen siempre competencia para sancionar incluso en los casos en que no haya norma expresa de atribución, dado que el Real Decreto les atribuye esta competencia de forma genérica. Lo que significa que, paradójicamente, la tipificación de infracciones realizada en el Código Penal con sanciones de simple multa termina significando la atribución de competencias a las Autoridades gubernativas a través del mecanismo del Real Decreto de 1853. Tal es lo que expone literalmente el Real Decreto de competencias de 12 de junio de 1863: «Vistos los párrafos 26 y 27 del artículo 495 del Código Penal, que declara incurso en la multa de medio duro a cuatro al que infringiere las ordenanzas de caza y pesca. Vista la regla segunda del Real Decreto de 1853, que establece que las faltas cuyas penas sean multa o reprensión y multa podrán ser castigadas gubernativamente a juicio de la autoridad administrativa a quien esté encomendada su

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represión», se confirma la competencia de la autoridad gubernativa que optó por la sanción gubernativa y no por la judicial. En conclusión tenemos que, de acuerdo con esta jurisprudencia: a) Las infracciones sancionadas con penas privativas de libertad únicamente pueden ser castigadas por los Jueces y Tribunales; b) Las infracciones sancionadas con multa pueden ser castigadas tanto por los Jueces como por las autoridades gubernativas y a juicio discrecional de estas últimas; c) A los efectos de la letra anterior, es indiferente la norma en la que se tipifica la infracción o la sanción y también es indiferente si existe, o no, una norma de atribución concreta de competencia sancionadora, ya que ésta ha sido establecida de una vez y para siempre, con carácter absolutamente general, en el artículo segundo del Real Decreto de 1853. E) El Real Decreto de 22 de mayo de 1906 establece, por último, una precisión que sería trascendental si tal doctrina se hubiera generalizado, lo que no es el caso (en lo que me es conocido): la circunstancia de que una Ordenanza municipal tipifique una infracción no basta para afirmar la competencia sancionadora del Alcalde, puesto que es preciso que una ley haya atribuido previamente a la Administración dicha competencia sancionadora: El Código penal en su artículo 625 deja subsistente la facultad en las autoridades municipales para penar las faltas comprendidas en el Código cuando éstas afecten a materias o asuntos encomendados a su cuidado y vigilancia por disposición expresa de la ley. Pero si la falta de que se trata no es una transgresión cometida en materia atribuida por las leyes al conocimiento de la Administración, aunque se halle penada en las Ordenanzas corresponderá su conocimiento a los Tribunales ordinarios.

A la vista de una serie tan amplia de doctrinas contradictorias nada tiene de particular el confusionismo que ha dominado siempre la práctica a despecho de las buenas intenciones —y de la letra, aparentemente clara— del Real Decreto de 1853. La verdad es que nunca se ha sabido con exactitud quién era el órgano competente para sancionar las llamadas infracciones administrativas, sobre todo cuando éstas se encontraban tipificadas al tiempo en el Código Penal. Porque ni la tipificación en el Código de una falta es garantía de que vaya a ser sancionada por los Jueces, ni la tipificación en una norma administrativa es garantía, a su vez, de que vaya a ser sancionada por un órgano administrativo. Más todavía: la cuestión sube de dificultad cuando quienes están enjuego no son solamente el Juez y un órgano administrativo sino el Juez y varios órganos administrativos (ordinariamente el Alcalde y el Gobernador) abriéndose con ello un juego (por así decirlo) a tres bandas. Esto es lo que vemos, por ejemplo, en el Real Decreto de competencias de 29 de enero de 1904. Arturo Munguía había sido sancionado por el Juzgado municipal como autor de una falla de blasfemia prevista en el Código Penal. Posteriormente el Alcalde volvió a sancionarle por la misma falta, al encontrarse la blasfemia igualmente tipificada en las Ordenanzas municipales. Suscitada una cuestión de competencia, su decisión parte de la base de que «una misma falta o delito no pueden ser penados por dos jurisdicciones distintas» así como de la constatación de que la Ordenanza municipal invocada no había sido aprobada por el Gobernador Civil (como exigía la legislación local), dándose además la circunstancia de que la autoridad gubernativa competente para sancionar este tipo de infracciones es el Gobernador y no el Alcalde. El Poder moderador se inclinó finalmente por la competencia judicial.

Llegando con todo ello a la conclusión de que «subsiste la facultad en las autoridades administrativas de penar faltas comprendidas en el Código cuando por pres-

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cripción de una ley especial tienen esta facultad o cuando esa facultad les ha sido legalmente delegada». Conste, sin embargo, que —independientemente de los problemas y soluciones que han ido exponiéndose a lo largo de este epígrafe— todavía queda una posibilidad aún más grave, a saber: la de que Jueces y funcionarios sancionen acumuladamente al amparo cada uno de sus propias competencias. Así lo denuncia C A S A B Ó (1980, 284) con el testimonio de varias sentencias del Tribunal Supremo (21 de noviembre de 1884, 17 de marzo y 6 de junio de 1884, 27 de noviembre de 1916) e interpreta esta posición de los Jueces como un intento desesperado de no dejar escapar de sus manos la competencia. Con lo cual —añade— «se produce la paradoja de que para salvar la autoridad judicial frente a los intentos limitadores de la Administración, los jueces se ven obligados a sancionar otra vez lo que ya había sido castigado gubernativamente», con olvido completo de la prohibición del bis in idem. 4.

L A « C O N D U C T A » D E LOS FISCALES MUNICIPALES

La situación de incertidumbre que acaba de ser descrita propició, a finales del siglo XIX, la generalización de conductas abusivas de los fiscales municipales, quienes, pescando en aguas reconocidamente turbias, se dedicaron a la investigación de infracciones administrativas municipales con el objeto de participar en el importe de las multas que en tal caso se impusiesen. El hecho no tiene, por sí mismo, mayor importancia puesto que no es sino una manifestación más de las disfunciones provocadas por unos sueldos insuficientes que empujaban inevitablemente a los funcionarios a realizar toda clase de picardías. Ahora bien, al hilo de esta corruptela se produjo una serie de documentos oficiales por parte de la Fiscalía del Tribunal Supremo, del Consejo de Ministros y del Consejo de Estado, que nos son de gran utilidad en esta tarea de esclarecer los verdaderos límites que separan la Administración de la Jurisdicción. Los hechos aparecen descritos en la Real Orden de 28 de julio de 1897: Con desiguales intervalos los fiscales municipales dedican algunas horas a recorrer los establecimientos industriales del distrito a que pertenecen, dando esto por resultado un gran número de denuncias contra todos los que ejercen una misma industria y por una misma falta, generalmente de policía urbana, dando lugar a la celebración de otros tantos juicios de faltas, en los que se imponen exiguas penas por vía de corrección, siendo lo más gravoso el pago de las costas de tales juicios.

Con esta forma de actuar —apostilla la Circular de la Fiscalía del Tribunal Supremo de 21 de noviembre de 1896— «dan lugar a que una parte de la opinión, y no ciertamente la menos digna de respeto, atribuya, con error sin duda, semejante oficiosidad a móviles poco conformes con aquella severa rectitud y pureza de intención, que deben servir de guía en todo caso a cuantas iniciativas partan de los representantes de la ley». Corruptelas aparte, el problema legal que se planteaba era el siguiente: Fuera de duda estaba que los fiscales municipales habían de investigar la comisión de faltas tipificadas únicamente en el Código Penal, de la misma manera que también estaba claro que correspondía a los funcionarios administrativos la investigación de las faltas tipificadas únicamente en las Ordenanzas municipales. Pero iquid cuando se trataba de faltas simultáneamente tipificadas en el Código Penal y en las Ordenanzas? Aquí podía entenderse que la investigación correspondía o a los fiscales o a los funcionarios municipales o a todos. Pues bien, de entre todas estas

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opciones la Real Orden de 28 de julio de 1897, siguiendo el parecer del Consejo de Estado, escogió la siguiente: «1.° Corresponde solamente a las autoridades administrativas el investigar si se cometen o no las faltas penadas en las Ordenanzas municipales. 2.° Cuando entiendan que las faltas cometidas se hallan penadas en el Código, lo pondrán en conocimiento de los jueces municipales para que procedan con arreglo a las leyes». Decisión a la que se llega por considerar que el fiscal «no puede ni debe descender a ejercer funciones de policía cuando es propio de las autoridades administrativas el investigar si las faltas se han realizado». A idénticas conclusiones llegó posteriormente la Circular de la Fiscalía del Tribunal Supremo de 21 de noviembre de 1899, que hizo suya la doctrina anterior, aunque justificándola ahora por la circunstancia de que «las necesidades creadas por virtud de los adelantos realizados [...] demandan una vigilancia que requiere personal adecuado y medios para investigar los mil abusos que pueden cometerse, y de hecho se cometen, en fraude del interés del vecindario, que en vano esperaría la protección a que tiene derecho contra especuladores sin conciencia, si tal protección había de obtenerla sólo de la justicia municipal que, aunque le sobra celo, carece de auxiliares que, sobre todo en las grandes poblaciones, lleven su acción con oportunidad [...] precisa que el Ministerio público se atempere a las reglas con que el Poder Supremo procura suplir los vacíos que el progreso de los tiempos va dejando en los textos, de cuya aplicación está encargado». Sentado esto, lo que a nuestro tema importa es lo siguiente: para la Fiscalía del Tribunal Supremo la atribución de competencias sancionadoras es clara: Lo mismo las leyes orgánicas y de Enjuiciamiento que la Municipal marcan con precisión la linea divisoria que separa la jurisdicción administrativa de la penal.

Lo que sucede es que los autores de los reglamentos no aciertan siempre a verlo así e inciden en malentendidos que son los que dan origen a problemas como el que se está dilucidando: El artículo 625 del Código penal vigente [.,.] ha hecho creer, aun cuando sus términos no autorizan semejante creencia, que en las Ordenanzas municipales cabía imponer pena a transgresiones ya definidas y castigadas en el Código. [Por ello] cuando en las Ordenanzas aprobadas por la autoridad correspondiente se incide en ese error [...] hay motivo de conflicto, y por consiguiente los hay también perenne de incertidumbre y confusión.

Partiendo de tal tesis, sólo existe en buena lógica una salida, a saber: «tratándose de faltas previstas y castigadas en las Ordenanzas, los fiscales municipales no pueden perseguirlas, ni los jueces penarlas, sin el requisito previo del tanto de culpa remitido por ¡a Alcaldía». La postura de la Circular no puede ser, pues, más rotunda; pero, como acabamos de ver, se basa en una premisa más que dudosa desde la propia doctrina del Tribunal Supremo, a saber: que las autoridades administrativas carecen de competencia sancionadora sobre las infracciones tipificadas simultáneamente en las Ordenanzas y en el Código Penal, una proposición que numerosas sentencias desmentían cada día. En definitiva, por tanto, la solución ofrecida por la Circular en modo alguno despejaba «la incertidumbre y confusión» reinantes. IV

RÉGIMEN JURÍDICO

Una vez aclarado lo anterior y continuando con el análisis del régimen jurídico de lo que hoy llamamos Derecho Administrativo Sancionador, veamos ahora algunos de

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sus extremos más interesantes, tal como han sido detectados en la Jurisprudencia de la época. 1.

P R I N C I P I O DE LA NORMATIVIDAD

En las páginas precedentes y al hilo de las sentencias que se han ido citando, hemos tenido ocasión de comprobar la existencia de ciertas reglas fundamentales del régimen jurídico como es la del non bis in idem. Pero en este momento voy a ocuparme con más detalle del principio de legalidad, conforme al cual es condición previa a la imposición de multas administrativas el que la infracción esté tipificada en una norma anterior, que no ha de ser necesariamente una ley sino por su propia naturaleza más bien un reglamento, de la misma manera que la represión de las faltas penales necesita su tipificación en el Código penal. Así lo determina, por ejemplo, la Real Orden de 21 de febrero de 1880: la facultad de exigir multas se deriva de la que tienen los Ayuntamientos para acordar bandos e imponer a sus contraventores las que el artículo 77 autoriza, de lo cual se infiere que no existiendo bando ni reglamento previamente dictado, falta toda razón legal para la imposición de la multa.

Con la advertencia, además, de que no basta con la existencia del reglamento previo sino que es preciso inexcusablemente que se trate de un reglamento publicado en el Boletín Oficial del Estado o en el de la Provincia, como recuerda la sentencia de 22 de junio de 1910: Para los efectos de la aplicación del artículo 1 del Código civil y vigencia de las disposiciones legales, bajo la denominación genérica de leyes, no se comprenden éstas sino también los reglamentos, Reales Decretos, Instrucciones, Circulares y Reales Órdenes dictadas de conformidad con las mismas por el Gobierno en uso de su potestad. El defecto de falta de publicidad [...] no podra producir la consecuencia de anular el reglamento, pero siempre debe estimarse bastante para quitarle eficacia y vigencia, al ser aplicado en materia penal, aunque sea en orden administrativo.

Las citas anteriores son, desde luego, tardías; pero conste que el principio de la legalidad en materia sancionadora originariamente no se entendía como reserva legal, según se expone en el capítulo V de este libro. B A Ñ O (1991, 81 ss.) ha espigado, en efecto, una serie de testimonios doctrinales de mediados del siglo xix que acreditan que la reserva de ley era ya en aquella época perfectamente conocida, pero sin llegar a alcanzar lo que hoy llamamos Derecho Administrativo Sancionador. Así, P O S A D A H E R R E R A admite de forma expresa que el «poder administrativo» emita órdenes y decretos que impongan penas pecuniarias; y O L I V Á N , en la misma fecha de 1843, excluye igualmente de la reserva legal «lo concerniente a asuntos locales, y especialmente en materias de buen orden o policía [...] objeto de reglamentos y bandos particulares o municipales, que pueden dictarse y publicarse por las autoridades respectivas». En palabras, en fin, de C O L M E I R O {Derecho Administrativo español, I, 1850, 83), «algunas veces sucede que los reglamentos contienen cláusula penal y acaso también que la autoridad administrativa se atribuye el derecho de castigar sus infracciones. Estas excepciones se fundan o en una delegación expresa de la ley o en la necesidad de armar al poder ejecutivo con facultades coercitivas dentro de los estrechos límites de la policía correccional; y por esto mismo, si en uso de semejantes atribuciones se impusiese en tal o en cual

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reglamento un castigo mayor que el que señala el Código Penal al mismo delito o falta, el juez debe aplicar el más leve establecido por la ley y no el más grave impuesto en el reglamento». 2.

PROCEDIMIENTO

A) El procedimiento sancionador se inicia de oficio o por denuncia y supone la tramitación de un expediente anterior a la resolución en que ésta ha de basarse. La muy antigua Real Orden de 30 de mayo de 1845 se cuida de deslindar las funciones resolutorias de las de tramitación previa y denuncia, encomendadas a funcionarios especializados: La Reina ha tenido a bien mandar que los comisarios, celadores y agentes de protección • y seguridad pública se abstengan de imponer por sí multa alguna, debiendo limitarse a dar parte a quien corresponda de las omisiones que noten [...] y respecto a la policía rural y urbana que está a cargo de los alcaldes con arreglo al artículo 74 de la ley de 8 de enero de este año, se concreten a auxiliar a estas autoridades conforme a lo prevenido en la RO de 30 de enero de 1844.

B) El procedimiento administrativo sancionador se distingue esencialmente del proceso criminal, hasta tal punto que podría definirse negativamente advirtiendo que no se trata de un juicio verbal según recuerdan diversas Decisiones de autorización: Cuando los alcaldes proceden gubernativamente a la exacción de multas por haber inflingido los multados un bando de policía y buen gobierno, aprobado por la autoridad superior de la provincia, no tienen necesidad de celebrar para dicha exacción el juicio de faltas [19 de abril de 1852]. Al imponer y exigir un alcalde una multa en virtud de un bando de buen gobierno aprobado por el Gobernador de la provincia, obra dentro del círculo de sus atribuciones sin necesidad de que para la exacción se celebre el juicio de faltas [16 de abril de 1853].

Las consecuencias de esta diferencia saltan a la vista porque el juicio verbal está rigurosamente regulado en las leyes de enjuiciamiento criminal mientras que el procedimiento gubernativo carece de regulación propia, salvo escasas y fragmentarias excepciones, desarrollándose conforme a la práctica y, a todo lo más, sobre la base de algunos principios elaborados lentamente por la jurisprudencia. C) La audiencia del interesado no es, inicialmente, un trámite inexcusable puesto que, como dice la sentencia de 11 de octubre de 1900, «para la imposición de multas no es necesaria la audiencia o comparecencia previa del infractor, dado que ningún artículo de la ley municipal exige la expresada formalidad». Ahora bien, a partir de la Ley de Bases de Procedimiento Administrativo de 1888 y de las reglamentaciones que van sucediéndose, empieza a producirse una jurisprudencia contraria que, apoyándose en tales bases y reglamentaciones, exige el cumplimiento del indicado requisito. D) A mediados del siglo xrx las garantías procedimentales se reducían (y no era poco) a simples técnicas de control para evitar el fraude de los órganos sancionadores. Ya la Real Orden de 16 de abril de 1844 mandó «que los jefes políticos remitan a este Ministerio un estado mensual de las multas que impongan en el ejercicio de su

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autoridad, ya por disposición propia ya en aplicación de una ley u orden superior». Disposición tomada de otra más antigua, de 24 de diciembre de 1838, conforme a la cual (art. 3) «los alcaldes están obligados a dar noticia mensual o por trimestre a los jueces de primera instancia de las multas que impongan como jueces auxiliares del poder judicial». Prevención que se generaliza en el Real Decreto de 18 de mayo de 1853 (tantas veces citado por otras razones) en los siguientes términos: 6. Los gobernadores y los alcaldes llevarán en papel de oficio un libro foliado y rubricado en todas sus hojas en el cual asentarán por orden numérico todas las providencias gubernativas que dicten sobre faltas. 7. De toda providencia gubernativa sobre faltas se dará al interesado una copia autorizada por el respectivo secretario, en la cual se expresará el número y folio del libro en que se halle el original. 8. El gobernador o alcalde que omitiese la obligación de que se trata en el artículo 6 o negare o dilatare la entrega de la copia de que habla el artículo anterior, incurrirá en responsabilidad, que le podrá ser exigida a instancia de parte o de oficio por el superior jerárquico inmediato.

3.

P A G O DE LA MULTA

La mejor garantía contra la arbitrariedad y abusos en la imposición de multas consistía, con todo, en la determinación de que no podían ser satisfechas en metálico sino en papel especial de pagos, evitando así en su raíz la posibilidad de que el órgano infractor se quedase con su importe: lo que con toda evidencia podía ser un importante estímulo sancionador sin beneficio alguno para el Tesoro. Este papel sellado, denominado de multas, fue creado por el Real Decreto de 8 de mayo de 1851, cuyas disposiciones han estado vigentes prácticamente durante más de un siglo, puesto que han seguido aplicándose en lo sustancial hasta las generaciones presentes. Cada pliego se hallaba dispuesto de modo que pudiera cortarse en dos partes, una superior y otra inferior. En la primera debía estampar la autoridad el origen o motivo de la multa, su importe, la ley, decreto o instrucción en cuya virtud se imponía, su fecha, el nombre del multado y, por último, el número que correspondía a la multa; cuidando de observar una numeración sucesiva en todas las respectivas a cada año, y así había de entregarse al interesado para su resguardo. Mientras que la segunda, con iguales notas, se conservaba por la autoridad como comprobante y garantía de su disposición. El artículo tercero del citado Real Decreto prohibía a todas las autoridades civiles, militares, eclesiásticas o de cualquier otra clase, imponer o recaudar multas en metálico. La infracción de este mandato suponía la comisión de un delito de los prevenidos en los artículos 326 y 327 del Código Penal. A la vista de unas declaraciones tan rotundas pudiera suponerse que esta cuestión ha tenido que ser siempre pacífica. Y, sin embargo, no ha sido así, como se comprueba repasando la jurisprudencia dictada al efecto, sobre todo en las llamadas decisiones de autorización para procesar, que curiosamente han recaído con significativa frecuencia sobre este punto. á) La de 6 de junio de 1859 es positiva, es decir, se concede la autorización para procesar a un Alcalde que había cobrado una multa en metálico porque «la exacción de multas en metálico está prohibida y constituye un delito común, cuya persecución y castigo corresponde a los tribunales ordinarios». Y la de 17 de julio de 1859 en términos similares aunque más explícita declara:

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Visto el RD de 27 de marzo de 1850, dictando reglas para procesar a los gobernadores de provincia, corporaciones y funcionarios dependientes de su autoridad por los hechos relativos al ejercicio de sus funciones administrativas. Visto el articulo 53 del RD de 8 de agosto de 1851, haciendo reformas en la venta del papel sellado en que se dispone que el que exija multas en metálico se considerará comprendido en los artículos 326 y 327 del Código Penal. Considerando que el Alcalde ha obrado fuera de las facultades que la ley municipal le atribuye y, por consiguiente, no son aplicables al caso las disposiciones del RD de 27 de marzo por no haber obrado en el ejercicio de sus funciones.

b) Pero más abundantes son las decisiones denegatorias de la autorización para procesar por entender que no se ha cumplido el tipo penal o por mediar alguna causa de justificación. — La denegación se razona en la decisión de 12 de octubre de 1859 en los siguientes términos: «Considerando que no existe la exacción de multas en metálico puesto que aparece plenamente justificado que P. entregó el importe de la suya para que el alguacil comprare el papel por no poder salir a la calle, lo que verificó inmediatamente. Considerando que naturalmente se deduce de esto que falta el delito que se trata de perseguir y no procede en su consecuencia la causa formada al Alcalde». — Y en circunstancias similares la de 9 de noviembre de 1860: «justificada la carencia de papel de multas en el pueblo, no puede constituir delito la medida supletona de entrega en metálico el importe de la multa al encargado de la expedición del papel, haciendo que éste le dé un recibo ínterin no se provea del papel correspondiente». Circunstancia eximente, por su parte, es la de imponer la multa por mandato del Gobernador Civil, como advierte la Resolución de 20 de febrero de 1859 (y luego la de 13 de noviembre de 1861): «no puede exigir responsabilidad por actos que se ejecuten en virtud de obediencia debida a la autoridad legítima». c) De la misma forma que se deniega también la autorización para procesar al Alcalde que ha incumplido el requisito formal de no expedir certificación de la multa impuesta, ya que —como declara la Decisión de 13 de noviembre de 1861— «aun cuando el Alcalde hubiere contraído la responsabilidad por negativa a dar testimonio o copia de la imposición de la multa, debería exigírsele por su superior jerárquico inmediato y no criminalmente por los Tribunales de Justicia». 4.

IMPUGNACIÓN

El artículo 187.1 de la Ley municipal de 1877 establecía, como es sabido y de acuerdo con la tradición anterior, una doble posibilidad impugnatoria: «por la vía administrativa o por la judicial». Dualidad que ha provocado durante casi un siglo constantes vacilaciones prácticas y una amplia Jurisprudencia resumida, por ejemplo, en el Real Decreto Sentencia (RDS) de 3 de junio de 1909: El artículo 187 de la ley municipal no puede entenderse de modo que defiera a la opción del particular que reclama contra la multa la facultad exorbitante de variar los límites legales de las competencias respectivas de la Administración y la Justicia; sino que la disyuntiva expresada en tal artículo ha de referirse a la diversidad de materias y la separación consiguiente de jurisdicciones, que con ocasión de la multa pueden surgir según acón-

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DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR tezca que el interesado impute responsabilidad a la autoridad, que abusiva e ilegalmente impusiere el correctivo, o que impugne el motivo, la forma, la procedencia o la cuantía de la multa, dentro del ordenado ejercicio de las facultades propias de la Administración, en su jerarquía. Si correspondiera a los Tribunales la primera de estas dos especies de reclamaciones, no cabe atribuirles el conocimiento de la impugnación que hizo el reclamante, contradiciendo la razón y oportunidad de la corrección impuesta. Esta misma doctrina fue aplicada y autorizada en conformidad con el dictamen del Consejo de Estado en pleno, por el RD de 12 de abril de 1897.

La posibilidad de impugnar las decisiones sancionadoras de los Alcaldes en vía gubernativa ante el Gobernador es una constante que aparece desde las primeras resoluciones de competencias: — En el caso de que el multado se crea haberlo sido injustamente debe recurrir al Jefe político bajo cuya vigilancia ejercen los alcaldes esta clase de funciones [RDC 6 de junio de 1846], — La providencia de un Ayuntamiento imponiendo multas gubernativamente, sólo toca reformarla al jefe político [RDC 26 de enero de 1848]. — Al superior jerárquico, que lo es el gobernador de la provincia, corresponde corregir de oficio o a instancia de parte, los abusos que los alcaldes cometieren, bien en la imposición de la multa bien en la cantidad en que ésta consista [RDC 18 de marzo de 1857],

Con la advertencia, además, de que la resolución del Gobernador es susceptible de un segundo recurso de alzada ante el Ministerio, como resulta de la sentencia de 13 de abril de 1898. Estas declaraciones de competencia tienen su correspondencia negativa en otras declaraciones que precisan la incompetencia de los tribunales para tales asuntos, como aparece ya en el RDC de 7 de diciembre de 1862 y desarrolla con mayor precisión muchos años más tarde la sentencia de 11 de octubre de 1900: La multa impugnada no es susceptible de revisión en vía contenciosa, ya que por una parte se halla adoptada en virtud de las facultades discrecionales de la Administración y de otra no existe derecho alguno lesionado en el demandante, toda vez que la imposición de penas por infracción de las ordenanzas municipales no tienen más que dos limitaciones, según el precepto del artículo 77 y del 185 de la ley municipal, a saber: la cuantía de las multas según la importancia de las poblaciones, y que se acuerden en resolución por escrito y motivada.

Por lo que se refiere a los supuestos en que proceda la vía contenciosa, hay que tener en cuenta que debe ir precedida de la consignación del importe de la multa, como así preceptúa el artículo 9 de la Ley de 25 de junio de 1870. V. RESPONSABILIDAD PERSONAL 1.

E L DISCUTIDO REQUISITO D E L A AUTORIZACIÓN PREVIA

El amplio arbitrio concedido a los Alcaldes para ejercer sus facultades sancionatonas se vio compensado a lo largo del siglo xix por el mecanismo de su responsabilidad personal, que constituía un freno poderosísimo al abuso y a la arbitrariedad. Y conste que esta posibilidad legal era habitualmente practicada, puesto que en aquella época no era anómala, antes al contrario, la exigencia de responsabilidades persona-

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les, de tal manera que quienes se excedian sabían perfectamente a lo que se exponían, como demuestra una jurisprudencia abrumadora. La dificultad estaba, con todo, en la desgraciada circunstancia de la dualidad de controles —gubernativos y judiciales— que producía también aquí una fuerte inseguridad jurídica. El Real Decreto de 27 de marzo de 1850 había establecido, en efecto, que las irregularidades cometidas por los empleados públicos en el ejercicio de atribuciones administrativas serían corregidas directamente por su superior jerárquico y en otro caso, tratándose de delitos o faltas, por el Juez. De esta manera se abría un repertorio muy variado de posibilidades, cuyo ejercicio estaba, por otra parte, conectado con el mecanismo de las autorizaciones previas, al que resulta imprescindible, en consecuencia, aludir. La exigencia de responsabilidad por parte del superior jerárquico no ofrecía a este propósito dificultad alguna. Pero, en cambio, cuando un Juez pretendía hacerlo se cuestionaba la separación de poderes puesto que en el fondo se trataba —o podía tratarse— de una intromisión del Judicial en el Ejecutivo. El mecanismo de la autorización previa (independientemente de las disfunciones denunciadas ya por los contemporáneos, como veremos inmediatamente) suele ser criticado hoy por quienes ven en ella un privilegio de inmunidad para autoridades y funcionarios y, por ende, un abuso administrativo inexcusable. Algo de cierto hay en esto, desde luego, pero el sistema tiene una explicación constitucional y política muy lógica, que no es lícito desconocer y que puede describirse así: cuando la responsabilidad es rigurosamente personal, no hay ningún riesgo para la Administración y se concede sin dificultades la autorización para procesar. También puede suceder, no obstante, que la responsabilidad del funcionario no sea rigurosamente personal sino que involucre a la Administración si es que, por ejemplo, se ha limitado a cumplir órdenes superiores. En tal caso, resulta explicable que la Administración se reserve la facultad de autorizar, o no, el procesamiento, puesto que la intervención judicial recaería de hecho, no ya sobre las personas individuales, sino sobre la Institución, sobre el Poder Ejecutivo. Nadie mejor que C O L M E I R O {Derecho Administrativo español, I, 1 8 5 0 , 6 9 - 7 0 ) ha entendido la situación y expresado en unos comentarios clásicos: En primer término, porque «nadie sino la administración puede apreciar exactamente el acto de un funcionario público, porque la administración sabe si aquél obedeció una orden superior u obraba por su propio impulso, y sólo ella conoce los deberes de cada servicio, sus necesidades y sus reglas; y así sólo el gobierno debe examinar la conducta de sus agentes antes de someterlo al fallo de los tribunales, porque como se supone que el funcionario de la administración no procede del poder ejecutivo, o el ministro aprueba el hecho de su mandatario y cubre con su responsabilidad la responsabilidad de su subalterno, degenerando la cuestión administrativa en política; o la desaprueba, fundado en que el agente obró sin orden o excedió los limites de sus funciones y entonces abandona a su agente y le entrega a los tribunales para que le juzguen y castiguen». Y, en segando lugar, porque la autorización previa es «una garantía eficaz y una justa protección que el gobierno dispensa a los funcionarios para que no sean molestados ni perseguidos por personas que se obstinan en ver un agravio en tal acto riguroso del funcionario que no es sino el exacto cumplimiento de un deber. Quitada esta garantía, todos los agentes administrativos quedarían expuestos a las reclamaciones más insensatas, a los procedimientos más severos y a la susceptibilidad de los tribunales: el temor a ser procesados, encarcelados y sentenciados, sin poder el gobierno impedirlo, haría que fuesen flojos y tímidos en el desempeño de sus deberes y la administración se resentiría de la lentitud y languidez de sus miembros».

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Dicho esto, veamos con pormenor el repertorio de posibilidades a que antes he aludido: A)

Ejercicio de actuaciones administrativas con irregularidad que:

a) No suponga delito o falta penales: si el Juez solicita autorización para procesar, debe ser denegada ya que la corrección no corresponde al Juez sino al superior jerárquico. La corrección de los excesos que en esta materia puedan cometer los alcaldes corresponde al Gobernador como superior jerárquico inmediato y nunca a los Tribunales de Justicia [Decisión de autorización de 12 de octubre de 1859],

La denegación de la Decisión de autorización de 28 de junio de 1890 es singularmente detallada: Visto el articulo 74 de la Ley de ayuntamientos de 8 de enero de 1845, según el que corresponde a los Alcaldes cuidar de todo lo relativo a policía rural conforme a las leyes, reglamentos, disposiciones superiores y ordenanzas municipales. Considerando que al acordar la imposición de multas hizo uso el Alcalde de las facultades que le concede la Ley municipal citada, adoptando providencias de policía rural en el círculo de sus atribuciones, y por tanto cualquier reclamación que estas providencias susciten ha de dirigirse a su inmediato superior jerárquico en la línea administrativa.

Por lo demás, la cita de denegaciones por esta causa podría hacerse interminable a lo largo del siglo (OLARIETA, 1990, ha contado 1.797 entre 1850 y 1870): — La omisión de un Alcalde en castigar una falta no debe considerarse como delito sino como falta, cuya corrección corresponde en la vía gubernativa al superior jerárquico [Decisión de autorización de 14 de julio de 1860]. — La falta de cumplimiento de una disposición administrativa no hace aplicable ningún artículo del Código y procede sólo una corrección administrativa [Decisión de autorización de 15 de julio de 1861]. [Mientras que la de 21 de febrero de 1861 deniega la autorización] porque el Alcalde no ha cometido delito alguno penado por el Código y ya había sido castigado por el Gobernador según correspondía. — Corresponde a la Administración examinar si las multas impuestas por el alcalde lo fueron con arreglo a las facultades que a dicha autoridad atribuye la ley municipal [RDC 19 de octubre de 1890]. — Corresponde a la Administración examinar si el alcalde tenía o no facultades para imponer y exigir gubernativamente las multas, como asimismo si se excedió o no en su cuantía [RDC 18 de abril de 1893]. — Compete a la Administración el conocimiento de los abusos cometidos por un alcalde al exigir en metálico determinadas multas y al no justificar la inversión de su importe [RDC 14 de octubre de 1898], — Corresponde al gobernador de la provincia como superior jerárquico en materia administrativa la corrección de la resistencia de un alcalde a expedir certificado del expediente en que impuso una multa [RPC 7 de abril de 1900], — Corresponde a las autoridades administrativas si un alcalde se excedió en sus atribuciones al imponer una multa para castigar determinada falta prevista en las Ordenanzas del pueblo [RDC 7 de septiembre de 1909],

b) Supone un delito o falta. Su corrección corresponde al Juez penal, pero éste ha de contar con una autorización administrativa previa, que será otorgada por el superior jerárquico.

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Así lo hace, por ejemplo, la Decisión de 29 de diciembre de 1958 a propósito del artículo 49 del Reglamento para los empleados del ramo de montes y plantíos de 24 de marzo de 1846, conforme al cual «las personas sorprendidas en flagrante contradicción de ordenanza serán conducidas ante el Alcalde del pueblo en cuyo término municipal se hubiere cometido el exceso para que se les imponga la pena correspondiente si el daño causado fuera de menor cuantía o en otro caso formen las primeras diligencias, pasándolas después al Juzgado». En el caso de autos, el guarda había procedido a la imposición directa de la multa, por lo que se solicitó autorización para procesar por delito de exacciones ilegales, que fue concedida porque «el guarda mayor se excedió de sus facultades al exigir las cantidades, que recibió faltando a las prescripciones de la ordenanza y reglamentos de montes, imponiendo penas arbitrarias, puesto que no estaba legitimada su exacción». Y todavía más claro es el supuesto de la Decisión de 28 de septiembre de 1860: considerando que el Alcalde se excedió de sus facultades imponiendo un arresto de veintidós horas por desobediencia y que por lo tanto deben seguirse las actuaciones contra el mismo por el indicado hecho, a fin de imponerle en su vista las responsabilidades a que haya lugar con arreglo al Código.

B) Irregularidades cometidas fuera del ejercicio de actuaciones administrativas. En estos supuestos no es precisa la autorización previa. Por consiguiente, si es solicitada, lo que procede no es ni la concesión ni la denegación sino la declaración de innecesariedad. Así lo hace la Decisión de 5 de enero de 1859. considerando que el hecho por el que se dirige el procedimiento contra el Alcalde es una falta o negligencia en el desempeño de las funciones judiciales que le son propias, como delegado o auxiliar de la jurisdicción ordinaria; y considerando también que es por lo mismo evidente que en el caso actual ha podido proceder libremente el Juez, cual lo ha verificado contra el Alcalde sin solicitar la autorización, con arreglo al artículo 7.° del RD de 27 de marzo de 1850, que establece que cuando el hecho por el que se procesa a un funcionario no sea relativo al ejercicio de atribuciones administrativas, procederá libremente el Juez a lo que en justicia haya lugar sin más formalidad que dar aviso al Gobernador de la provincia.

E igualmente la de 17 de octubre de 1959 en razón de que, habiéndose impuesto la multa enjuicio de faltas, «no obró el Alcalde en el ejercicio de sus funciones administrativas sino judiciales». El procedimiento seguido al efecto era, en verdad, complicado puesto que —tal como aparece descrito en la Decisión de 12 de febrero de 1859—, había que solicitar informe a las Secciones de Gracia y Justicia y Gobernación del Consejo de Estado y someter lo consultado a la aprobación de la Reina, comunicándose luego al Gobernador por Real Orden que finalmente fue publicada. La circunstancia de que la inmensa mayoría de las Decisiones de este tipo se refieran a Alcaldes refleja el hecho de que eran éstos quienes con mayor habitualidad y amplitud ejercían actividades sancionadoras. Aunque tampoco debe olvidarse que en sus actuaciones podían provocar fácilmente una cierta ambigüedad —con la consiguiente multiplicación de conflictos— en razón de su doble condición de agentes gubernativos y de funcionarios judiciales, en ambos casos con facultades represoras; lo que con frecuencia provocaba confusión, máxime cuando, sobre todo en los pueblos pequeños, no se guardaban estrictamente los cauces procesales que, en último extremo, servían para identificar formalmente en cuál de las dos condiciones se estaba actuando. A esta ambigüedad alude la Decisión de 9 de diciembre de 1858 cuando

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advierte que «para decidir si un alcalde obró como dependiente del orden gubernativo o del judicial no se debe atender a la intención y ánimo del mismo sino a la índole o naturaleza de las funciones que haya ejercido». Sea como fuere, algunos autores (como P A R A D A en su agudo y temprano trabajo sobre «Obstáculos a la responsabilidad penal de los funcionarios públicos», RAP, n.° 31, 1960, 95-149) han detectado en esta figura de la exigencia de autorización previa una barrera protectora de los empleados públicos; lo que no era cierto en sentido estricto puesto que, como acaba de verse, la represión la ejercía el superior jerárquico. Lo que sucede es que en la imagen social —que además solía coincidir con la realidad— se daba por supuesto que la única corrección justa había de proceder de los jueces. Tendencia que a fines de siglo logró penetrar en la Jurisprudencia de conflictos, de tal manera que, marginada la técnica autorizatoria, cuando las autoridades judiciales y gubernativas pugnaban por la competencia represora sobre un funcionario, empezaron a preponderar las resoluciones en favor de aquéllas, aunque fuera al precio de romper los esquemas consolidados a lo largo de la segunda mitad del siglo xix, y de quebrar la doctrina anterior de las decisiones de autorización. Así se ve ya en el Real Decreto de Competencias de 25 de marzo de 1893, conforme al cual corresponde a la autoridad judicial el conocimiento de la causa suscitada contra un alcalde por haber cobrado en concepto de multas determinadas cantidades, aplicándolas a sus propios. Y el Real Decreto de Competencias de 27 de junio de 1901 resuelve la competencia en favor de los Tribunales para conocer de una causa seguida contra un Alcalde por haber percibido multas en metálico. Decisión que, por contradecir otras anteriores, merece ser transcrita literalmente en lo sustancial: AL hacer recaudaciones de las multas en metálico, ni las providencias que las imponen aparecen ejecutadas ni los interesados tienen la garantía que la ley les otorga para justificar en todo tiempo la exacción de la cantidad que por tal concepto se les reclama, por cuya razón este hecho puede ser constitutivo de un delito de defraudación a un particular, el cual está atribuido al conocimiento de los Tribunales del fuero común. EL castigo de tales hechos no está reservado por ley alguna a los funcionarios de la Administración, porque si bien es cierto que la Ley del Timbre establece correcciones gubernativas por las infracciones que de la misma se cometan, tales correcciones, por lo que al presente caso se refieren, estarán limitadas a las que fueran procedentes, por no aparecer cumplida la providencia que impuso la multa; pero no pueden hacerse extensivas esas concesiones a la defraudación cometida con el interesado a quien la multa le fue impuesta.

Desde finales de siglo, sin embargo, estas contradicciones quedaron paliadas a través del mecanismo de las cuestiones prejudiciales, que buena parte de los Reales Decretos citados entienden así a la hora de atribuir la competencia a la Administración: esta atribución significa simplemente que el Gobernador tiene que pronunciarse con carácter previo, pero ello no evita la posterior intervención de los Tribunales si es que efectivamente ha existido delito. Por ello —en los términos del RDC de 19 de octubre de 1890— «la resolución administrativa que se dicte puede influir en el fallo que los Tribunales hubieren de pronuncian). O, en palabras del de 18 de abril de 1893, «es indudable que a la Administración corresponde resolver previamente estas cuestiones, que pueden influir en el fallo que en su día dicten los Tribunales encargados de la justicia penal». Y, en la expresión más rotunda y precisa del de 14 de octubre de 1898, «existe, por tanto, una cuestión previa de la que puede depender el fallo de los Tribunales acerca de la responsabilidad criminal en que pueda haber incurrido el alcalde».

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FUNCIONAMIENTO REAL

Nunca podrá entenderse bien el Derecho Administrativo Sancionador del siglo XDC si se prescinde del mecanismo de la responsabilidad personal de los agentes públicos, que, de hecho, suponía una garantía formidable contra la arbitrariedad administrativa y caciquil en una época en que las garantías procedimentales eran rudimentarias y se carecía de un régimen jurídico satisfactorio. En estas circunstancias, la amenaza de una responsabilidad personal actuaba como un freno tan poderoso, que hubiera bastado para paralizar todas las actuaciones sancionadoras a no mediar la contramedida de la autorización previa. En comparación con él, el régimen jurídico actual se encuentra aceptablemente desarrollado y permite prever la anulación de las sanciones ilegales; pero, sin embargo, no es tan protector como el antiguo, por asombroso que parezca. Y la explicación es muy sencilla: hoy es impensable el control suficiente de la actividad administrativa sancionadora. La Administración sabe que si aplica diariamente (como es el caso real) docenas de miles de sanciones ilegales, una parte de ellas serán luego anuladas por los Tribunales; pero sólo una parte mínima, puesto que no llegan al uno por mil las que se impugnan, de tal manera que las otras novecientas noventa y nueve se hacen firmes. Y quienes así actúan —y de ordinario declaran sus intenciones sin rubor alguno— permanecen impunes. En el siglo pasado, en cambio, no resultaba fácil anular una sanción ilegal (dadas la flexibilidad de su régimen y las limitaciones del control jurisdiccional), pero la amenaza —nada remota, por cierto— de una responsabilidad personal ejercida por el Juez operaba con una fuerza disuasoria enorme. Porque lo que verdaderamente disuade es la responsabilidad personal y no las condenas a la Administración, que es rica y ajena. La experiencia demuestra que nada importa a las autoridades y funcionarios el que la Administración resulte condenada una y mil veces por sus actos, mientras que indefectiblemente se toman muy en serio la mera posibilidad de que se les exija responsabilidad personal. Porque las autoridades y funcionarios sólo son valientes y aun temerarios cuando disparan con la «pólvora del rey», que a ellos nada cuesta y con la que nada arriesgan. Y esto, aun contando con que la realidad suele ser muy distinta de las previsiones legales. Concretamente, el sistema de las autorizaciones previas supuso ciertamente una amenaza efectiva para los alcaldes, que psicológicamente fue muy eficaz; pero no menos cierto es que más eficaz fue a la hora de impedir que los funcionarios y autoridades fueran judicialmente perseguidos. O L A R I E T A ( 1 9 9 0 , 2 5 9 - 2 6 0 ) ha transcrito el estremecedor testimonio de Rodríguez Camaleño, senador y magistrado del Tribunal Supremo, quien en el debate parlamentario de 1860 pronunció las siguientes palabras: «Un juez, cualquiera que sea su rango, si se le excita a que proceda en contra de un agente de la administración, para firmar el primer auto temblará calculando los peligros a que le expone el procedimiento [...]. Sabe que estos agentes subalternos de la Administración Pública tienen siempre el apoyo de su autoridad superior. La consecuencia puede imaginarse: sólo los jueces de gran integridad tienen el coraje suficiente de solicitar la autorización para procesar y, por otra parte, nada más fácil para los gobernadores civiles que posponer la autorización cuando las circunstancias del caso hacen inviable la denegación». Según el mismo Rodríguez Camaleño, en 1862 nada menos que dos mil causas estaban paralizadas ante las Audiencias en espera de la autorización solicitada. Y en 1876 el diputado Ruiz Capdepón, en un contexto similar, afirmaba^ «Poco importa que en la Constitución se señalen los derechos y deberes de los españoles si estos derechos están a merced de los funcionarios públicos, y éstos, cuando cometan

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un delito, no pueden, desde luego, ser llamados a responder ante los tribunales de justicia». Unas palabras y una situación que pretenden ser una advertencia para la debida inteligencia de todo lo que ha de venir. El cuerpo de este libro contiene un análisis cerradamente jurídico, y aun parcialmente dogmático, del Derecho Administrativo Sancionador actual; pero para llegar al fondo de las cuestiones es imprescindible contemplarlas desde la inquietud y con la curiosidad propias de una perspectiva realista, que quiere decir viva.

CAPÍTULO III

LA POTESTAD SANCIONADORA DE LA ADMINISTRACIÓN SUMARIO: I. La potestad punitiva única del Estado y sus dos manifestaciones. 1. La potestad sancionadora de la Administración: existencia, justificación y limites. 2. Las potestades represivas de la Administración, de los Tribunales y del Estado. 3. Una explicación alternativa desde una perspectiva indebidamente abandonada.— II. La potestad punitiva de la Comunidad Europea y su incidencia sobre los Estados nacionales. 1. La potestad sancionadora comunitaria: variedades y áientes normativas. 2. Derecho comunitario penal y Derecho comunitario sancionador. 3. Hacia un Derecho Administrativo Sancionador de la Unión Europea. 4. El segundo círculo del ejercicio de la potestad. 5, Limites comunitarios al ejercicio de la potestad sancionadora nacional.—III. Fraccionamiento de la potestad estatal. 1. Comunidades Autónomas. 2. Entes locales. 3. Entes institucionales y corporativos. 4. Órganos no administrativos. S. El articulo 127.1 de la LAP.—IV. El ejercicio de la potestad. 1. Facultades básicas. 2. Ejercicio facultativo. 3. Condiciones formales de ejercicio. V Control judicial y titularidad de la potestad sancionadora. 1. Jurisdicciones intervinientes. 2. Legitimación. 3. Búsqueda judicial de una cobertura legal adecuada. 4. Anulación sin absolución. S. Alteración de la sanción. 6. El control judicial y la titularidad de la potestad sancionadora.

La alusión a las potestades administrativas proporciona una base muy sólida al Derecho Administrativo Sancionador puesto que así queda anclado en el ámbito constitucional del Estado superando los planteamientos habituales tradicionales, más rudimentarios, que buscaban su justificación dogmática en la sanción, en el ilícito o, a todo lo más, en la organización administrativa. En el principio de todo Derecho Público están una potestad y un Ordenamiento. Y cabalmente porque existen una potestad administrativa sancionadora y un ordenamiento jurídico administrativo sancionador es por lo que puede hablarse con propiedad de un Derecho Administrativo Sancionador. Si la existencia de una potestad sancionadora de la Administración sólo ha sido puesta en duda, entre nosotros, de forma ocasional, su legitimidad, en cambio, siempre ha sido muy controvertida. Tradicionalmente venía siendo considerada como una emanación de la Policía y desde allí se ha ido evolucionando hasta llegar a la tesis que hoy es absolutamente dominante, a saber: la potestad administrativa sancionadora, al igual que la potestad penal de los Jueces y Tribunales, forma parte de un genérico «ius puniendi» del Estado, que es único aunque luego se subdivide en estas dos manifestaciones. En la elaboración teórica del dogma de la potestad punitiva única del Estado han participado conjuntamente el Tribunal Supremo y el Tribunal Constitucional, con una notoria prioridad cronológica del primero, a quien luego el segundo ha seguido en este punto fielmente. Pero tampoco conviene olvidar que la rotundidad del Tribunal Supremo se ha reafirmado aún más después de haber comprobado que su postura era aceptada por el Tribunal Constitucional. La tesis de la potestad punitiva única del Estado y de sus dos manifestaciones es sumamente ingeniosa, resuelve con suavidad los rechazos ideológicos que inevitablemente provoca la mera potestad sancionadora de la Administración y, sobre todo, resulta de gran utilidad en cuanto que sirve para proporcionar al Derecho Administrativo Sancionador un aparato conceptual y práctico del que hasta ahora carecía. Mentos y [85]

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ventajas que no autorizan, sin embargo, a desconocer sus aspectos negativos: desde el punto de vista teórico la tesis es muy frágil (a cuyo efecto basta pensar en la existencia de potestades sancionadoras residenciadas en estructuras supraestatales y en otras no territoriales e incluso no administrativas); mientras que desde el punto de vista operativo se viene utilizando de forma incongruente en cuanto que se subordina el ejercicio de la potestad administrativa a las autoridades judiciales) y se le nutre jurídicamente de los principios del Derecho Penal y no de los del Derecho público estatal como sería lo lógico si se fuera coherente con el presupuesto de partida. Parece necesario, por tanto, introducir en la postura dominante no pocas correcciones: unas de carácter sistemático-operativo (como la vinculación directa del Derecho Administrativo Sancionador al Derecho público estatal) y otras de carácter conceptual, centradas en la recuperación de la fibra administrativa del Derecho Administrativo Sancionador que, como su mismo nombre indica, es en primer término Derecho Administrativo, enfatizando particularmente el hecho de que la potestad sancionadora es un anejo de la potestad o competencia material que actúa de matriz. Lo cual significa que no es necesario remontarse siquiera al Derecho público estatal ni existe una subordinación por naturaleza al Derecho Penal sino que ésta es meramente coyuntural y técnica: el Derecho Administrativo Sancionador toma en préstamo los instrumentos que le proporciona el Derecho Penal sencillamente porque le son útiles por causa de su maduración más avanzada y de su superioridad teórica. I. 1.

LA POTESTAD PUNITIVA ÚNICA DEL ESTADO Y SUS DOS MANIFESTACIONES LA POTESTAD SANCIONADORA DE LA A D M I N I S T R A C I Ó N : EXISTENCIA, JUSTIFICACIÓN Y LÍMITES

En España siempre se ha considerado obvia la existencia de una potestad sancionadora de la Administración compatible con otra similar propia de los Tribunales de Justicia. Esta es una situación totalmente generalizada que se arrastra desde el Estado absolutista, aunque en algunos países de Europa se alteró profundamente durante el constitucionalismo decimonónico provocando un eclipse de las facultades administrativas sancionadoras al otorgar al Juez el monopolio de su ejercicio. A partir de la Primera Guerra Mundial volvió a oscilar, sin embargo, el péndulo de la Historia restableciéndose las potestades administrativas tradicionales, que hoy se encuentran en una cota de intensidad más alta incluso que la que alcanzaron en los momentos más exacerbados del Estado de Policía. Entre nosotros algunos autores —y muy singularmente P A R A D A — han manifestado su disconformidad con esta evolución y atacado duramente tales potestades administrativas, que a su juicio únicamente deben corresponder a los Tribunales, de acuerdo con un sistema judicialista histórico y de Derecho comparado, que indudablemente idealizan en extremo. Pero el proceso es irreversible y la Constitución de 1978 ha legitimado de forma expresa su existencia, provocando un amargo comentario de PARADA (1982,20): «ninguna Constitución española, desde 1812 hasta aquí, se había atrevido a reconocer y santificar el poder punitivo de la Administración como lo ha hecho el artículo 25 de la de 1978 [...]. Este reconocimiento, insólito en el Derecho Constitucional comparado, ha originado que las sanciones administrativas [...] hayan salido del régimen de tolerancia constitucional [...] se trataba antes de un poder administrativo en precario, aceptado como una necesidad transitoria, pero que permitía mantener la esperanza de

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reconducirlo al Poder Judicial común. Ahora, la Constitución lo ha sacralizado y aquella ilusión se ha desvanecido». Comentario que DEL REY (1990,45) acota con la observación de que «probablemente no sea posible en una sociedad avanzada, con un intervencionismo estatal creciente y necesitado de unas mayores posibilidades de inmediatez y eficacia, defender un sistema judicialista puro por lo que se refiere a la potestad para sancionar. Si ello se admite, parece más conveniente la posición que estima que la constitucionalización de dicha potestad en los términos realizados por el artículo 25, puede ser una vía inmejorable para configurar claramente sus límites». A partir de la Constitución es ya absolutamente habitual en la doctrina y jurisprudencia el reconocimiento de la potestad sancionadora de la Administración, a la que no vacilan tampoco en aludir algunas leyes, empezando por la de Bases de Régimen Local y otras sectoriales como la de 26 de diciembre de 1987, cuyo artículo 1.1 declara que su objeto «es la regulación de la potestad sancionadora de la Administración Pública en materia de juegos de envite, suerte o azar». Sea como fuere, el hecho es que ya nadie puede seguir rompiendo lanzas en defensa de un Poder Judicial cuyas ventajas y bellezas únicamente existen en la imaginación de sus caballeros anclantes. La realidad es que los Jueces, desbordados por el trabajo, se baten en retirada y hoy se está generalizando el proceso de despenalización en España como en el resto del mundo. Otra cosa no puede ser. El Legislador español, como el del resto de Europa, sabe perfectamente que si se hiciesen realidad los sueños iniciales de PARADA y G A R C Í A DE E N T E R R Í A , se colapsaría de inmediato la Administración judicial ( S O R I A F E R N Á N D E Z y MAYORALES, 1 9 8 8 , 2 5 6 ) o habría que multiplicar por diez mil (sic) la plantilla judicial ( R O D R Í G U E Z D E V E S A , Derecho Penal. Parte General, 1 9 8 5 ) . En la actualidad el artículo 127.1 de la LPA se ha preocupado de establecer unos límites muy concretos al ejercicio de la potestad sancionadora referidos a la posibilidad de su ejercicio («cuando haya sido expresamente atribuida por una norma con rango de ley»), al Derecho material («de acuerdo con lo establecido en este título») y al procedimiento («con aplicación del procedimiento previsto para su ejercicio»). Independientemente de todo esto, lo que parece claro en cualquier caso es que, después de la Constitución, las cuestiones de la existencia y límites de la potestad sancionadora ya no pueden seguir manteniéndose desde la vieja perspectiva del Código Penal, sino que han de remontarse a un plano más elevado presidido por los nuevos principios constitucionales que, aun no siendo radicalmente novedosos, obligan a un reexamen total de la materia. Desde la perspectiva jurisprudencial, la STS de 8 de octubre de 1988 (Ar. 7453; Reyes) reconoce de forma expresa la potestad sancionadora de la Administración, que convive con la que ejercen los Tribunales: La Administración, que resignó en los Tribunales muchas de sus potestades represivas, conservó en sus manos —como señala la doctrina— un evidente poder penal residual, al margen de teorías sobre división o separación de poderes y funciones. Nuestra Norma Básica ha constitucionalizado esta potestad.

Los términos de esta sentencia no son, sin embargo, demasiado felices puesto que la Administración ni resigna ni conserva potestad alguna, al ser esto competencia de la Ley y aun de la Constitución; pero la cita es significativa. Mucho más afinada resulta, con todo, a este respecto la sentencia anterior del Tribunal Constitucional 77/1983, de 3 de octubre: No cabe duda que en un sistema en que rigiera de manera estricta y sin fisuras la división de los poderes del Estado, la potestad sancionadora debería constituir un monopolio judicial y

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DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR no podría estar nunca en manos de la Administración, pero un sistema semejante no ha funcionado nunca históricamente y es lícito dudar que fuera incluso viable, [...]. Siguiendo esta línea, nuestra Constitución no ha excluido la existencia de una potestad sancionadora de la Administración, sino que, lejos de ello, la ha admitido en el artículo 25.3, aunque, como es obvio, sometiéndole a las necesarias cautelas, que preserven y garanticen los derechos de los ciudadanos.

Curiosa resulta también la erudita advertencia que aparece en la STS de 21 de junio de 1 9 8 5 (Ar. 4 9 0 9 ; Martín del Burgo), conforme a la cual «la independencia de la potestad administrativa sancionadora respecto del proceso penal, cuyo origen, como es sabido, arranca del Derecho francés, modelo para el nuestro en éste como en otros tantos aspectos». Es muy probable que el «como es sabido» se refiera a una afirmación anterior de G O N Z Á L E Z P É R E Z ( 1 9 6 5 , 1 2 8 ) : «como tantos otros principios jurisprudenciales, el de la independencia de la potestad administrativa sancionadora y el proceso penal tiene sus orígenes en el Derecho francés. De allí lo toma nuestra doctrina y de ésta pasa a la jurisprudencia». Recuérdese, sin embargo, que la propia existencia de la potestad sancionadora de la Administración no es obvia, ni mucho menos y que hay incluso un autorizado sector de la doctrina que tiende a negarla (PARADA) o a reducirla al estricto límite de lo doméstico ( G A R C I A DE ENTERRIA). Desde el punto de vista del Derecho positivo, LAVILLA A L S I N A ( 1 9 7 7 , 4 8 3 ) observaba correctamente antes de la Constitución que «no hay en nuestro Ordenamiento Jurídico una norma general que habilite a la Administración para compeler coactivamente al cumplimiento de deberes administrativos y sancionar las infracciones que produzca. Hay, sí, múltiples supuestos de habilitación especial que invisten a la Administración de potestad coactiva y sancionadora». La Constitución no se pronuncia explícitamente sobre el particular, pero a partir de ella ya no parece razonable seguir negando la existencia de tal potestad. En los manuales de Derecho Administrativo aparece ordinariamente la sancionadora dentro de los repertorios de potestades administrativas como también figura de forma expresa en el artículo 4 de la Ley de Bases de Régimen Local. Su justificación suele encontrarse en la insatisfactoriedad actual de la Justicia penal (de lo que nos ocuparemos inmediatamente). La citada STC 77/1983, de 3 de octubre, acumula a tal propósito tres razones: la conveniencia de no recargar en exceso las actividades de la Administración de Justicia como consecuencia de ilícitos de gravedad menor, la conveniencia de dotar de una mayor eficacia al aparato represivo en relación con este tipo de ilícitos y la conveniencia de una mayor inmediación de la autoridad sancionadora respecto de los hechos sancionados.

Comentando esta sentencia, GARBERI (1989, 55) considera que las dos razones que el Tribunal Constitucional ha añadido a la de siempre «no parecen de recibo porque la primera [eficacia del aparato represivo estatal] resultaría técnicamente inadecuada, y la segundadla mayor inmediación...] nos parece incomprensible [...]. [En definitiva] dada la exclusividad jurisdiccional de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado en su sentido positivo, sólo a la Jurisdicción corresponde la sanción de las conductas antijurídicas; y el que ésta sea ineficaz es consecuencia de las míseras partidas presupuestarias recibidas por la Administración de Justicia en medio siglo [.„] y de una obsoleta legislación procesal». La cita anterior debe ser considerada como un simple botón de muestra de la copiosa bibliografía que entre nosotros ha surgido en torno a la existencia, justificación, ventajas, desventajas y causas del moderno auge de la potestad sancionadora de la Administración. A todo ello me remito en bloque, puesto que, desde la perspectiva de este libro, no vale la pena reiterar de nuevo lo que ya se ha escrito mil veces ni rea-

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brir polémicas ideológicas ni, mucho menos, faltar el respeto a la nostalgia que produce un pasado que se supone mucho mejor. El problema actual no es el de la existencia de la potestad administrativa sancionadora, y ni siquiera el de su justificación, sino mucho más sencillamente el de su juridificación. No se trata ya (en otras palabras) de devolver a los Jueces potestades indebidamente detentadas por la Administración sino conseguir que ésta ofrezca en su ejercicio las mismas garantías que los Jueces y procesos penales. Y así, la «despenalización» de las materias se corresponde con una «jurisdiccionalización» de los procedimientos y garantías. O dicho de otra manera (igualmente común en la doctrina y en la jurisprudencia): admitida e indiscutida la existencia de la potestad sancionadora de la Administración, lo verdaderamente importante es fijar con precisión los límites de su ejercicio. En los términos de la STC 77/1983, de 3 de octubre, el artículo 25.1 de la Constitución no se ha limitado a reconocer simplemente tal potestad, sino que se ha preocupado de establecer sus límites, que son: a) la legalidad, que determina la necesaria cobertura de la potestad sancionadora en una norma de rango legal, como consecuencia del carácter excepcional que los poderes sancionatorios en manos de la Administración presentan; b) la interdicción de las penas de privación de libertad, a las que puede llegarse de modo directo o indirecto a partir de las infracciones sancionadas; c) el respeto de los derechos de defensa, reconocidos en el artículo 24 de la Constitución, que son de aplicación a los procedimientos que la Administración siga para la imposición de sanciones, y d) finalmente, la subordinación a la autoridad judicial.

Límites que —sigue diciendo la sentencia— «de manera directa se encuentran contemplados por el artículo 25 de la Constitución y que dimanan del principio de legalidad de las infracciones y de las sanciones». Esta enumeración no es, desde luego, afortunada —como ya puso de relieve S A N Z G A N D A S E G U I ( 1 9 8 5 , 6 7 - 7 0 ) — , aunque no hay que olvidar lo temprano de su fecha, que impedía al Tribunal lograr la necesaria perspectiva. Lo esencial es, con todo, que se reconoce la existencia de límites, cualesquiera que sean, como contrapeso al ejercicio de la potestad sancionatoria, y cuya eficacia real puede ser muy grande desde el momento en que —según se puntualiza— «estos límites, contemplados desde el punto de vista de los ciudadanos, se transforman en derechos subjetivos de ellos y consisten en no sufrir sanciones sino en los casos legalmente prevenidos y de autoridades que legalmente puedan imponerlas». Pese a todas estas dificultades interpretativas, la situación actual es, sin duda, mucho más clara que la anterior a 1978. En el Derecho preconstitucional los límites de la potestad sancionadora de la Administración no se establecían obviamente desde la Constitución sino desde una perspectiva muy distinta, a saber, desde el artículo 603 del Código Penal, que, como sabemos, presuponía la existencia de una potestad administrativa tanto municipal como general. A cuyo propósito, C A R R E T E R O y C A R R E T E R O (1992, 121) pusieron en duda, muy acertadamente, la constitucionalidad de este precepto en cuanto que admitía, sin más, una potestad sancionadora real y formalmente independiente. La Ley Orgánica 3/1989, de 21 de junio, de reforma del Código Penal tiene, sin embargo, una opinión muy diferente —y desde luego mucho más favorable— de la validez del Código y de sus límites, al indicar en su Exposición de Motivos que en general, el conjunto de conductas que se despenalizan no tiene otro carácter que el técnicamente conocido como infracciones de policía. La posibilidad de que tales comportamientos, u otros de análoga entidad, sean sancionados mediante ordenamientos o bandos es perfectamente ajustabte a las garantías constitucionales, en cuanto a los derechos personales, y a las

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DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR competencias de las autoridades administrativas, desde la Administración central a los entes locales.

TOLIVAR ( 1 9 8 9 , 2 7 0 - 2 7 3 ) atacó luego esta posición con frases durísimas («despropósito», «frivolidad») que no parecen demasiado justas y sean quizás el resultado de una interpretación infiel al texto. Además, la cuestión es tan compleja que no puede despacharse con una invocación indiscriminada al principio de legalidad y, en cualquier caso, no vale la pena seguir insistiendo en ella, puesto que ha pasado a la historia una vez que se ha derogado el polémico artículo 603.

2.

L A S POTESTADES REPRESIVAS DE LA A D M I N I S T R A C I Ó N , DE LOS TRIBUNALES Y DEL E S T A D O

La coexistencia paralela de dos potestades sancionadoras —la penal y la administrativa— no constituye, por lo demás, novedad alguna en el Derecho español, puesto que entre nosotros siempre ha sido así. Ahora bien, la constatación de la existencia de estas dos potestades paralelas ha admitido dos interpretaciones muy diferentes: o bien se trata de dos potestades independientes y con igualdad de rango o bien la judicial es originaria y de ella se deriva la administrativa con rango complementario y hasta auxiliar. La primera postura es la tradicional, mientras que la segunda aparece mucho más recientemente, al calor de un sector de la doctrina (encabezado por G A R C Í A DE ENTERRÍA), y ha sido acogida por el Tribunal Constitucional como antes por el Supremo: «de modo originario el ejercicio de las facultades inherentes a la potestad estatal de castigar corresponde a los Tribunales de Justicia según al respecto preceptúa el articulo 1 d e la Ley de Enjuiciamiento Criminal, donde no se contrapone Jurisdicción a Administración en punto a posibles facultades de represión punitiva sino Jurisdicción ordinaria a Jurisdicciones especiales y sólo en un ámbito limitado y complementario, en función de hacer viables los principios de autoridad y ejecutividad, la ley penal admite compatibilidades con fuentes administrativas de sanción [...]; con lo cual la potestad reglamentaria de la Administración [...] no implica potestad originaria de castigar» (STS 2 de noviembre de 1981; Ar. 4720; Botella). La dependencia de la potestad administrativa sancionadora respecto de la potestad punitiva de los Tribunales es, sin peijuicio de lo que inmediatamente se precisará, una constante en nuestro Derecho y trasciende del órgano que la desarrolla a los cuerpos jurídicos que las regulan, es decir, que salta de la dialéctica política Administración y Jueces a la dialéctica científica Derecho Administrativo y Derecho Penal. Por decirlo con las palabras de Lorenzo M A R T Í N - R E T O R T I L L O ( 1 9 9 1 , 1 3 4 ) , «el estudio de las sanciones administrativas ha de hacerse siempre buscando el contraste con la legislación penal. Ningún sentido tiene estudiar aquella figura en solitario. Cualquier intento de solución y, por supuesto, su ponderación y estudio, no puede llevarse a cabo sin tener en cuenta las fórmulas penales». De aquí, por otra parte, las repercusiones directas que en el Derecho Administrativo Sancionador han de tener las modernas corrientes despenalizadoras. Porque cuando un ilícito se despenaliza no es, de ordinario, que deja de ser ilícito sino que deja de ser ilícito penal para convertirse en ilícito administrativo. Por ello, el principio de mínima intervención penal, inspirador de la Ley Orgánica 3 / 1 9 8 9 , de 2 1 de junio, de actualización del Código Penal, ha supuesto —en la misma proporción— una revitalización de las infracciones administrativas y así es como hay que entender las elocuentes palabras de su Exposición de motivos: Entre los principios en que descansa el Derecho Penal moderno destaca el de intervención minima. En mérito suyo el aparato punitivo reserva su actuación para justificar aquellos com-

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portamientos o conflictos cuya importancia o trascendencia no puede ser tratada adecuadamente más que con el recurso a la pena.

Con esta reconocida dependencia se hacía, además, tolerable la existencia de una potestad administrativa que repugnaba a tantos y, además, se facilitaba la aplicación a ella de los principios del Derecho Penal. Dogmáticamente podía considerarse incluso como una solución plausible y ponderada. Pero este equilibrio se ha roto con una última construcción dogmática, rigurosamente actual, conforme a la cual y superando la fase teórica anterior, ambas potestades se configuran como ramas o «manifestaciones» de una unidad superior: el «ius puniendi» del Estado o, como también se dice, el ordenamiento punitivo del Estado. Esta es una declaración trascendental del Tribunal Constitucional en su sentencia 18/1981 —infinitas veces reiterado luego— de 8 de junio: los principios inspiradores del orden penal son de aplicación, con ciertos matices, al derecho administrativo sancionador, dado que ambos son manifestaciones del ordenamiento punitivo del Estado, tal y como refleja la propia Constitución (artículo 25, principio de legalidad) y una muy reiterada jurisprudencia de nuestro Tribunal Supremo (SS de 29 de septiembre, 4 y 10 de noviembre de 1980, entre las más recientes), hasta el punto de que un mismo bien jurídico puede ser protegido por técnicas administrativas o pendes.

El alcance de este ius puniendi genérico aparece descrito en la STS de 4 de junio de 1986 (Ar. 4612; Bruguera) en la que se alude a «todo derecho de carácter sancionador, esto es, tanto al Derecho penal común como al especial, tanto al Derecho penal general como al Derecho Sancionador Administrativo [...] por ser natural que el Estado, en el ejercicio de su potestad punitiva, sea cual sea la jurisdicción o campo en el que se produzca, venga sujeto a unos mismos principios». La tesis de la unidad superior del poder punitivo o del ordenamiento punitivo del Estado es, en definitiva, una construcción genuinamente jurisprudencial, puesto que la Constitución no la autoriza por sí sola. La ampliación que a tal efecto se hace del artículo 25 es notoria, y en cuanto al Tribunal Supremo sus declaraciones fueron inicialmente titubeantes, como no podía ser menos a la vista de la trascendencia de lo que se estaba diciendo y más si tenemos en cuenta que la tesis se va elaborando lentamente y en determinados aspectos desde antes de la Constitución. La sentencia de 14 de junio de 1989 (Ar. 4625; Sánchez Andrade) insiste en el origen jurisprudencial de la tesis, así como en su fecha temprana, aunque no se atreve a hablar de una potestad única superior y común sino de afinidad de potestades; lo que obviamente no es lo mismo: «La afinidad de la potestad sancionatoria de la Administración con el ius puniendi del Estado ha llegado a calar desde temprana época en la doctrina jurisprudencial». O, en los términos de la sentencia de 5 de julio de 1985 (Ar. 3604; Sánchez-Andrade), «no debe olvidarse que [...] entre las sanciones administrativas y las contempladas por el Derecho penal existe un notable paralelismo, aunque no identidad». «Afinidad» y «paralelismo» dicen las sentencias que acaban de ser transcritas; un concepto que subraya, por sí mismo, la falta de identidad, tal como ha explicado R E B O L L O (1989, 443-444): «la potestad sancionadora, por el hecho de estar atribuida a la Administración, no puede ya considerarse como un medio de realización abstracta de la justicia ni pueden predicarse de las sanciones las justificaciones de la pena, como la retribución del daño o la reeducación o reinserción social». Y más concretamente todavía: «El bien jurídico protegido cumple en Derecho Penal una función de criterio hermenéutico para la comprensión de la norma. Desde el punto de vista del Juez constituye no el valor que ha de proteger sino un elemento del tipo delictivo contenido en una norma que ha de aplicar. Por el contrario, en las normas que establecen infracciones administrativas el bien

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jurídico protegido coincide con el mismo interés público que persigue toda la actuación de la Administración en la materia [...]. De aquí se deduce la necesidad de contemplar la potestad sancionatoria, no aisladamente sino en el marco de la concreta actuación administrativa en que se desenvuelve afectada por los principios de ésta, como una potestad que tiene la misma finalidad y los mismos limites que toda la acción en la materia y que impregna los principios penales que han de presidirla, como poder represivo que es, con los caracteres del sector de intervención pública en el que se integra». Estas observaciones denuncian inequívocamente la presencia de un elemento caracterizador genuino de la potestad administrativa sancionadora que le distingue sustancialmente de la correlativa potestad penal, ya que en aquélla —a diferencia de lo que sucede en ésta— se trata de un anejo o complemento de las facultades materiales de gestión, a cuyo servicio están para reforzar su cumplimiento eficaz con medidas represoras en caso de desobediencia. Independientemente de lo anterior, el hecho es que las relaciones entre las potestades punitivas de la Administración y de los Jueces casi nunca han sido pacíficas. El Poder del Estado ha mostrado siempre su predilección por el aparato sancionador de la Administración (en razón de su pretendida eficacia), mientras que el Estado de Derecho se ha inclinado por la acción de los Tribunales (en razón de las mayores garantías que ofrece a los ciudadanos). Vistas así las cosas, es claro que las tensiones han de ser inevitables y en el siglo xix en algunos paises, como Francia, se planteó la cuestión de forma alternativa, de tal manera que, considerando ambas potestades incompatibles, se optó por la solución judicial con exclusión de la administrativa. El caso español íue distinto como se ha expuesto ya en el capítulo segundo y recordado hace un momento. Entre nosotros convivieron ambas potestades en términos de ecuación de suma constante, es decir, que cuando aumentaba la competencia de la potestad administrativa, había de reducirse la judicial en proporción equivalente, y viceversa. Los detractores de la potestad administrativa sancionadora le reprochan su parcialidad, lo rudimentario de su régimen jurídico y la ausencia de garantías jurídicas. Lo primero es indiscutible; lo segundo es cierto, aunque sin llegar a la caricaturesca imputación de «prebeccarianismo» y, en cuanto a lo tercero, el procedimiento administrativo sancionador ofrece unas garantías formales más que suficientes y, además, la posibilidad de una instancia revisora judicial. La polémica sobre las ventajas y desventajas de los dos sistemas es un puro maniqueísmo ideológico y únicamente puede abordarse con seriedad desde una perspectiva histórica coyuntural concreta. En la actualidad la cuestión no se plantea como una alternativa sino como acciones paralelas con un decidido predominio de la administrativa, aunque no tanto por razones de confianza política como de eficacia y rapidez. El Estado no dispone de jueces suficientes, pero sí de bastantes funcionarios administrativos. Sea como fuere, la convivencia es hoy más pacífica que nunca. Si los Jueces se han visto obligados a desalojar en beneficio de la Administración parcelas que hasta ahora venían ocupando, el Derecho Penal se ha visto compensado con un aumento espectacular de su influencia sobre el Derecho Administrativo Sancionador. La solución integradora que hoy priva —o sea, la integración de ambas potestades en la punitiva del Estado y de ambos Derechos en uno público punitivo estatal— apunta hacia una superación definitiva de contradicciones centenarias; aunque bien es verdad que esta fórmula apenas si es, de momento, algo más que un puro formalismo, dado que no se realiza en pie de igualdad sino —como ha declarado el Tribunal Constitucional según tendremos ocasión de comprobar con detalle en otro momento— mediante la «subordinación» de las decisiones administrativas a las Autoridades penales. Jerarquía que, si se interpretase en sentido estricto, pondría en peligro el equilibrio del sistema y haría dudosa su viabilidad.

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A la vista de cuanto queda dicho, fácil es percatarse ya de la complejidad de las relaciones entre las potestades punitivas de la Administración y de los Tribunales, que ha provocado un cierto confusionismo conceptual, cuyo esclarecimiento exige una mayor precisión de planteamientos, como va a intentarse a continuación: A) El primer elemento es el de la existencia de una potestad administrativa sancionadora propia: pendularmente admitida o negada según la ideología de cada momento. En la actualidad, y como ya sabemos, la postura dominante consiste en su reconocimiento a la par que la que corresponde a los Tribunales, como manifestaciones ambas de un metanormativo, y un tanto mítico, ius puniendi del Estado. B) El indicado reconocimiento —que sólo muy a regañadientes algunos autores han terminado aceptando— viene, no obstante, condicionado por una salvedad trascendental, a saber, la de la subordinación del ejercicio de esta potestad a la autoridad judicial. Afirmación tan enfática como ambigua, que importa examinar con cuidado. a) Porque, si con ella se está diciendo que los actos administradores sancionatorios están sujetos al control de los Tribunales contencioso-administrativos, es una obviedad simplista, dado que éste es el régimen general de todos los actos (y disposiciones) administrativos, que a nadie se le ha ocurrido nunca excepcionar para el ámbito sancionador. Cuando la Jurisprudencia insiste en este punto, está, de hecho, destrozando un «estúpido maniqueo» (en sentido orteguiano) que ella misma se ha creado. b) La cuestión no está, pues, en las relaciones entre Administración sancionadora y Tribunales contencioso-administrativos (cuya articulación «subordinada» es evidente) sino en las relaciones entre aquélla y los Tribunales penales. Una precisión que no siempre se hace y de cuya ausencia tanta confusión se produce. Porque, si bien es cierto que tanto unos como otros son «Autoridad judicial», es claro que sus naturalezas son completamente diferentes. Entonces, ¿a cuál de estos órdenes se estaba refiriendo el Tribunal Constitucional al imponer la «subordinación a la Autoridad judicial»? ¿Qué es lo que puede justificar la intromisión del Juez en una actividad administrativa típica? No se puede descartar, desde luego, una referencia exclusiva a los Tribunales contencioso-administrativos (como entiende la sentencia que acaba de ser transcrita); pero ya he dicho que eso sería una simpleza obvia. Ahora bien, la inclusión de su subordinación a los Tribunales penales —si se admite tal extensión— ha de tener un alcance completamente diferente, dado que la eventual subordinación no operaría ya en el ámbito del control a posteriori sino, de manera mucho más tenue, en el del non bis in idem. Dicho con otras palabras: la potestad administrativa sancionadora no está en modo alguno subordinada materialmente a la potestad punitiva penal aunque, desde una perspectiva procesal —y no siempre, como veremos en su momento—, su ejercicio aparezca condicionado por el ejercicio previo de la potestad punitiva jurisdiccional. Al hacer estas afirmaciones no desconozco, desde luego, que en nuestro Derecho positivo, al menos en algunos aspectos, tal subordinación es una realidad que, por otra parte, no resulta fácil explicar. Porque en el sistema español, asentado sobre una separación rigurosa de poderes de corte francés, los Tribunales ordinarios (penales) en modo alguno deberían incidir sobre la esfera administrativa, cuyo control está reservado a los Tribunales contencioso-administrativos, de acuerdo con un compromiso sellado el siglo xix y que parecía intangible. Vistas así las cosas, la subordinación de la actividad administrativa sancionadora a una Jurisdicción distinta de la contencioso-administrativa implica una ruptura de tal compromiso, que ha de provocar, además, un enfrentamiento entre el Juez contencioso, que es el señor natural de la

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Administración, y el Juez penal, que es un intruso al que sólo con dificultades se le puede asignar un lugar dentro del sistema. Es muy probable que esta situación, heredada del siglo pasado, sea consecuencia de la trasposición parcial que se ha hecho en España del sistema francés. En Francia, como a partir de la Revolución las potestades sancionadoras pasaron íntegramente a los Jueces, la actuación del Juez penal era obvia. En España, en cambio, fiieron retenidas en manos de la Administración; pero a la hora de establecer una «subordinación» se acudió por mimetismo al modelo francés del Juez penal sin percatarse de la incongruencia que esto suponía para nosotros. Hechas estas aclaraciones finales, podemos pasar ya a la exposición de un nuevo análisis del llamado ius puniendi del Estado. 3.

U N A EXPLICACIÓN ALTERNATIVA DESDE UNA PERSPECTIVA I N D E B I D A M E N T E ABANDONADA

La rotundidad con que actualmente se ha impuesto la tesis de la unidad punitiva del Estado —y la integración dentro de ella de la potestad sancionadora de la Administración como afín de la potestad penal y subordinada a ella— no autoriza, sin embargo, a olvidarse por completo de otras explicaciones alternativas, aunque sólo sea por lo venerable de su antigüedad y por la tenacidad con que sobreviven a pesar de las tendencias opuestas dominantes. A) Tal es el caso, concretamente, de la tesis policial, conforme a la cual la potestad sancionadora es un corolario imprescindible de la potestad de policía de que dispone la Administración. Independientemente de lo que se dirá en el capítulo siguiente a propósito del Derecho Penal de Policía, en el capítulo segundo, al estudiar la historia española, ya vimos, en efecto, cómo las sanciones administrativas han constituido siempre un simple capítulo del Derecho de Policía, de tal manera que donde hay Policía aparecen las sanciones y hasta puede afirmarse que las sanciones son el pilar sobre el que se asienta la Policía, puesto que sin ellas no podría ser efectiva. La consecuencia de estos orígenes es que en España —como fuera de ella— durante todo el siglo xix y buena parte del XX siempre se ha considerado el Derecho Administrativo Sancionador como un capítulo del Derecho de Policía. Y tan enraizada se encuentra esta postura que todavía se repite inercialmente por un sector de la doctrina y de la jurisprudencia. Como testimonio de la primera es de recordar a DE LA M O R E N A (1989b) —a quien veremos luego defendiendo también la segunda variante de esta misma tesis— cuando observa que «a la actividad administrativa de policía, que es inherente a cualquier Administración por liberal que ésta sea o se proclame, le son inherentes a su vez las notas de coactividad y de generalidad (art. 8.1 del Código Civil) y mal podría hacerse efectiva esta coactividad si se le privara a la Administración de su potestad sancionadora». Y para la Jurisprudencia, valga de ejemplo la sentencia de 14 de junio de 1989 (Ar. 4625; Llórente): como ya ha declarado esta Sala en ocasiones anteriores, corresponde a la Administración la potestad sancionadora. no como privilegio sino como instrumento normal para el cumplimiento de sus fines, en orden a la satisfacción de los intereses generales, dentro de la función de policía [...].

Para el Tribunal Supremo es ciertamente muy cómodo el refugiarse en la Policía —y, mejor todavía, en el Orden Público— cuando no tiene mejores argumentos para

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legitimar la potestad sancionadora genérica de la Administración, como sucede en la sentencia de 2 de diciembre de 1972 (Ax. 5110; Cordero de Torres) —«la potestad gubernativa de alcance sancionatorio se encuentra [...] en la Ley de Orden Público»— o en la de 1 7 de junio de 1 9 7 5 (Ar. 2 3 5 8 ; Martín del Burgo), duramente criticada por ello por B E R M E J O ( 1 9 7 5 ) . Esta oposición doctrinal a servirse del Orden Público como de un deus ex machina, capaz de explicar y de justificar por sí mismo y sin mayores razonamientos el fundamento de la potestad sancionadora de la Administración (la «trivialización del Orden Público», en la certera expresión de Lorenzo M A R T Í N - R E T O R T I L L O ) , se ha visto coronada recientemente por el esfuerzo de R E B O L L O ( 1 9 8 9 , 4 4 5 ss.) al teorizar la tajante negativa a ver en la Policía el fundamento de tal potestad. Este autor no niega, ciertamente, las íntimas conexiones que median entre Policía y sanción administrativa («las sanciones tienen el mismo fin que toda la policía», «son dos medios complementarios y distintos dirigidos a idéntico fin»); pero ello no permite confundir cosas que son radicalmente diferentes, dado que la Policía pretende garantizar un orden y, en su caso, restaurarlo, mientras que las sanciones «infligen un mal que no restablece el orden [...], limitándose a castigar el hecho; no imponen al administrado infractor una conducta no perturbadora o que consista en reparar el daño o restituir las cosas a su estado anterior». De aquí que, en definitiva, haya que «negar a la sanción el carácter de verdadero medio policial y la idea de reconducir la potestad sancionadora al poder de policía [así como] negar que pueda invocarse aquí el fundamento jurídico y la peculiaridad de la policía». Tesis que también puede utilizarse de forma reversible y no menos contundente a nuestros efectos, como aparece en la STS de 25 de abril de 1 9 9 1 (Ar. 3 0 8 3 ; García Manzano) en la que se nos explica que en algunos Reglamentos, entre ellos el de Espectáculos Públicos, o Leyes, como la 1 0 / 1 9 9 1 , de 4 de abril, sobre potestades administrativas en materia de espectáculos taurinos coexisten dos órdenes de reglas o medidas en manos de la Administración con potestad interventora en el sector, siquiera a veces no aparezcan en las normas suficientemente deslindadas, cuales son: a) las sanciones propiamente tales, de signo pecuniario (multas) o de otro contenido restrictivo de derechos o intereses de los administrados, dirigidas a reprochar los ilícitos administrativos que aquellas normas tipifican con la adecuada cobertura legal, y b) las medidas de policía, que no sanciones, encaminadas a la vigilancia sobre las necesarias y previas autorizaciones administrativas.

B) La invocación de la Policía o del Orden Público como causa justificadora de la potestad sancionadora de la Administración puede ser considerada actualmente como un anacronismo; pero ello no evita que subsista una duda inquietante a propósito de lo que en el fondo no es sino una reformulación de la vieja tesis: quien tiene la potestad de ordenar, de mandar y prohibir, ha de tener también la potestad de sancionar, como potestad aneja e inseparable de la anterior, dado que sin la segunda parece que la primera ha de resultar inoperante. Este es un sentimiento firmemente asentado en la conciencia jurídica y que la experiencia abona puesto que sin sanción la orden se convierte en letra muerta. A ello hace referencia la sentencia de 14 de diciembre de 1 9 8 4 (Ar. 9 4 6 6 ; Martínez San Juan) cuando advierte que si la ley «confiere a la Administración funciones de vigilancia [...] le está apoderando implícitamente de potestades sancionatorias». Y ésta es también la postura inequívoca del Tribunal Constitucional, quien —a propósito de la distribución competencia! sancionadora entre Estado y las Comunidades Autónomas (que se examinará con detalle en el epígrafe 111,1 de este mismo capítulo donde aparecerán testimonios jurisprudenciales reiterados)— ha declarado repetidas veces que la potestad normativa de establecer

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deberes y obligaciones «implica también la de prever sanciones en caso de incumplimiento» (STC 149/1991, de 4 de julio). Esta opinión subyace, más o menos soterradamente, en toda la Jurisprudencia, aflorando a veces de manera esporádica pero inequívoca, como en la STS de 11 de abril de 1990 (Ar. 3318; Hernando), en la que, citando otras anteriores, recuerda que «la potestad administrativa sancionadora de la Administración, dentro de la función de policía en el sentido clásico de la palabra [...] se dirige a los ciudadanos como tales, a consecuencia de un acto ilícito, tipificado por la ley como infracción de su mandato en la posición general que a todos nos comprende». De esta manera tenemos una explicación alternativa a la hoy tan de moda de la unidad del ius puniendi del Estado, puesto que justifica la potestad sancionadora de la Administración en otras potestades de la misma, de las que seria un anejo o corolario necesario; o en otras palabras: la potestad administrativa sancionadora forma parte ínsita de la competencia de gestión. Con lo cual podría construirse un sistema menos rígido y menos dogmático. Concebida la potestad sancionadora de la Administración como una potestad aneja a la potestad de regular y de ejecutar la actuación pública en determinadas materias, adquiere mayor sustantividad y flexibilidad; aunque, eso sí, sin desvincularse de las reglas constitucionales y penales, de las que no podría separarse para no romper la coherencia de la acción pública, pero sin llegar, por ello, a ser una emanación o simple manifestación del ius puniendi del Estado ni, mucho menos, de las potestades penales. La conexión entre el Ordenamiento jurídico y la sanción administrativa (en cuanto que ésta existe para garantizar el mantenimiento de aquél) es un fenómeno natural incluso para los más acérrimos defensores de las potestades sancionadoras (no estrictamente penales) de los Jueces. «La finalidad última de este poder sancionador de la Administración —escribe SUAY ( 1 9 8 9 , 2 0 ) , utilizando, como antes PARADA, la expresión «poden> y no la de «potestad»— es la de garantizar el mantenimiento del propio orden jurídico mediante la represión de todas aquellas conductas contrarias al mismo. Es, pues, un poder de signo represivo que se acciona frente a cualquier perturbación que en dicho orden se produzca.» Para añadir a renglón seguido que no es un poder exclusivo de las Administraciones Públicas, dado que «la totalidad de los jueces encuadrados en la jurisdicción penal dispone de uno semejante, si no idéntico». Y G A R C Í A DE ENTERRÍA ( 1 9 7 6 , 4 0 2 ) constata que «todos los ministerios tienen, paralelamente a su competencia gestora, una competencia sancionadora en relación con las mismas materias». El concepto de la sanción administrativa como medio de ejecución del cumplimiento de los deberes impuestos a los ciudadanos es común en el Derecho francés y ha sido pormenorizadamente desarrollado por M O U R G E O N ( 1 9 6 7 , 2 0 1 - 2 3 9 ) . Y lo mismo puede decirse del Derecho italiano, aunque aquí se observa —como ha indicado Rossi VANNINI ( 1 9 9 0 , 1 1 5 - 1 1 8 ) — una evolución hacia el abandono de la tradicional concepción ejecutiva de la potestad sancionadora de la Administración (es decir, como una medida de autotutela) a favor de una concepción más neutral, más jurisdiccional, más objetiva en la imposición y más atenta a la reacción defensiva del ciudadano. Entre nosotros, sin embargo, ha sido Luis DE LA M O R E N A (1988, 2 ss.) quien con mayor lucidez y radicalidad ha sostenido esta postura, sintetizada así: «allí donde el Ordenamiento jurídico-administrativo, a través de cualquiera de las innumerables normas que lo integran, imponga un mandato a los administrados o habilite expresamente a la Administración para que, en directa aplicación de las mismas, se lo imponga, allí habrá que entender implícita una correlativa potestad de sanción para el caso de que dicho mandato sea incumplido; y ello, aunque tal incumplimiento concreto no aparezca expresamente previsto o tipificado como infracción administrativa sancionable, ya en la misma norma que lo impuso, ya en otra, inseparablemente conectada a ella y garan-

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te de la misma. Sería absurdo, por contradictorio e incongruente, que estándole permitido a una norma, más exactamente, al órgano competente para dictarla, imponer mandatos de obligatorio cumplimiento a los administrados, en servicio del interés público, el incumplimiento por éstos de tales mandatos tuviese que quedar impune, simplemente porque al autor de la norma sustantiva infringida se le hubiese olvidado conectar a ésta otra norma garante o sancionadora, en la que tal infracción o incumplimiento fuese ya recogido o tipificado por separado como supuesto de hecho sancionable». A cuyo propósito, y a mayor abundamiento, recuerda que la ejecución de la potestad expropiatoria no necesita habilitación legal alguna cuando se trata de la ejecución de planes de obras y servicios, puesto que aquélla va implícita o es anejo en ésta. En resumidas cuentas, la postura de nuestra doctrina es aquí singularmente incongruente. Porque, por un lado, enfatiza el rango constitucional de la atribución de la potestad —o al menos su reconocimiento legal expresa—; mientras que, por otro, a la hora de la verdad admite su existencia como potestad refleja o complementaria de la actividad administrativa ordinaria de aplicación de normas y de gestión de intereses públicos. Explicación que —como acaba de decirse y subrayarse— ha terminado haciendo suya el Tribunal Constitucional cuando ha querido reconocer esta potestad a las Comunidades Autónomas. En tal ocasión, y viendo que no encontraba por ninguna parte un asidero constitucional para admitir su existencia con carácter genérico, no ha vacilado en acudir a la teoría de la anejidad de la potestad sancionadora respecto de las competencias materiales atribuidas a las autonomías. Lo curioso del caso, sin embargo, es que luego se ha resistido a extender tal tesis a supuestos que no afectaban a las Comunidades Autónomas, quizás porque fuera de ellas no opera el componente político propio de estas cuestiones. Como quiera que sea, desde el punto de vista técnico estamos hablando ya de una atribución implícita de la potestad, que es una figura habitual en el Derecho Constitucional —e importada, por cierto, del extranjero— que ahora ha empezado a extenderse al Derecho Administrativo como remedio flexibilizador a la exigencia rigurosa de una atribución legal. Cuando se establecen dogmas rígidos que nada tienen que ver con la realidad, es inevitable que aparezcan válvulas de escape que impidan una congestión o estallido total del sistema. El legislador español nunca ha considerado necesario proceder a este tipo de atribuciones expresas, cuya exigencia es relativamente moderna, y harto discutible, en nuestro Derecho. El ejemplo de la moderna Ley de Bases de Régimen Local, que realiza una atribución de este tipo, es más bien raro y refleja muy bien el espíritu sistemático y aun profesoral que inspira toda la ley. El caso más conocido es el de la potestad expropiatoria que efectivamente viene siendo atribuida tradicionalmente por ley. Pero, si bien se mira, lo que con ello se pretendía no era tanto realizar una atribución (por entender que de otra forma no existiría) como, mucho más simplemente, precisar los entes u órganos administrativos concretos que habían de ejercer una potestad cuya existencia se daba por supuesta e indiscutible. Es decir, que el objetivo de las prevenciones de la Ley de Expropiación Forzosa no es tanto el atribuir la potestad a la Administración y a sus entes territoriales como el indicar que sus entes territoriales carecen de ella. Y tan es así, que si no existiera un precepto de este tipo, nadie hubiera discutido nunca que la Administración tuviera dicha potestad, sino que la consecuencia del silencio legal hubiera sido entender que todos los entes administrativos (y no sólo los territoriales) podían ejercerla. En definitiva, aunque la Constitución nada hubiera dicho, no por ello cabria negar la existencia de la potestad. Ésta es la tesis de Luis DE LA MORJENA, quien ha gastado mucho ingenio y muchas páginas (1989b) en justificar que la atribución implícita de potestad a la Administración se puede referir también a la sancionadora.

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En otro lugar de este libro se explicarán con más detalle las consecuencias jurídicas de una eventual atribución implícita de potestad, cuya aceptación no debe producir, por lo demás, alarma alguna si se distingue debidamente entre tipificación de infracciones y tipificación de sanciones, puesto que sin un desarrollo expreso de esta última no cabe imponer sanciones concretas. En otro orden de consideraciones, también ha de comprobarse en el epígrafe siguiente cómo en el Derecho Comunitario Europeo se acepta sin ninguna dificultad la atribución implícita de la potestad sancionadora, que se deduce de una interpretación generosa de los artículos 5 y 172 del Tratado de la Unión Europea. II.

LA POTESTAD PUNITIVA DE LA COMUNIDAD EUROPEA Y SU INCIDENCIA SOBRE LOS ESTADOS NACIONALES

De acuerdo con las concepciones dominantes he venido hablando hasta ahora del poder punitivo único del Estado, que —dejando a un lado la rama represiva judicial penal— es la matriz de una serie de potestades administrativas sancionadoras subjetivamente individualizadas (de la Administración del Estado, de las Comunidades Autónomas, de los Entes locales, corporativos e institucionales) que serán examinadas en el epígrafe siguiente. Todas ellas constituyen efectivamente el objetivo de lo que con absoluta propiedad se denomina Derecho Administrativo Sancionador; pero conste que no agotan, ni mucho menos, las actividades sancionadoras jurídicamente relevantes, dado que, junto a ellas, existen, por citar sólo las más importantes, las sanciones en Derecho Canónico, en Derecho Internacional y, sobre todo, por lo que ahora interesa, en Derecho Comunitario europeo. En definitiva, potestades sancionadoras que corresponden a entes no estatales y que, por consecuencia, superan por los cuatro costados ese ius puniendi del Estado que la dogmática convencional califica con ingenuo estatocentrismo de único. Ni que decir tiene, sin embargo, que aquí no voy a ocuparme de ellas, puesto que su tratamiento desbordaría el objeto de un libro que deliberadamente viene acotado por la palabra «Administrativo» de su título. Ahora bien, prescindiendo de estas premisas metodológicas, conviene dedicar unas páginas a la potestad punitiva de la Comunidad Europea, no sólo por la integración de España en ella sino por la incidencia que ejerce sobre la que corresponde a los Estados nacionales, tal como vamos a ver inmediatamente. Exposición que va a desarrollarse en términos deliberadamente sumarios porque las cuestiones y soluciones puntuales propias de este Derecho se irán exponiendo en los lugares del libro en las que se traten de forma especial, dado que lo que verdaderamente nos importa no es el Derecho comunitario europeo sancionador —que para eso están los libros generales, como el de N I E T O M A R T Í N — sino sus conexiones teóricas y prácticas con el Derecho español. 1.

LA POTESTAD SANCIONADORA COMUNITARIA: VARIEDADES Y FUENTES NORMATIVAS

La primera y más original característica de esta potestad es la variedad y calidad de sus destinatarios o sujetos pasivos, tan numerosos y heterogéneos como los siguientes: a) los Estados miembros; b) las propias instituciones comunitarias; c) los particulares nacionales de los Estados miembros; y d) países terceros y sus nacionales. Siendo de advertir, no obstante, que por razones sistemáticas obvias aquí sólo va a tratarse de los comprendidos en la letra c). La existencia de la potestad sancionadora de la Comunidad Europea está por encima de cualquier duda. Lo que sucede, sin embargo, es que su reconocimiento norma-

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tivo, aun siendo inequívoco, resulta bastante confuso en razón del fraccionamiento de los textos. Prescindiendo de la abortada Comunidad Europea para la Defensa —cuyo Tratado de 1952 y Protocolos adicionales prestaban lógicamente una apreciable atención a las materias sancionadoras y disciplinarias—, el artículo 229 (antes 172) del Tratado de la Unión Europea (versión consolidada), modificando parcialmente la redacción original del Tratado de la CEE, determina actualmente que: los reglamentos adoptados conjuntamente por el Parlamento Europeo y el Consejo, y por el Consejo en virtud de las disposiciones del presente Tratado, podrán atribuir al Tribunal de Justicia una competencia jurisdiccional plena respecto de las sanciones previstas en dichos reglamentos.

Como puede verse, se trata de tres declaraciones independientes: por un lado, el reconocimiento genérico —e implícito— de la potestad de la Comunidad Europea para establecer sanciones en sus reglamentos; segundo, la posibilidad de imponer sanciones concretas; y tercero, la posibilidad de que sea su Tribunal de Justicia quien revise jurisdiccionalmente las sanciones impuestas. Pero se silencian aspectos tan importantes como la determinación de quién puede imponer las sanciones concretas (si los órganos de la Comunidad o de los Estados nacionales, o ambos) y la regulación de la ejecución de las sanciones caso de que hayan sido impuestas por los órganos de la Comunidad. Nótese, además, que, a la vista de la dicción literal de este artículo 229, debe entenderse que el Tratado únicamente reconoce (si bien de manera implícita) los reglamentos como fuente hábil para prever sanciones. Y, sin embargo, la situación general es diferente. En el artículo 183 (antes 87) del Tratado, y dentro de un capítulo dedicado a «normas sobre la competencia», se declara que «las disposiciones a que se refiere el apartado primero tendrán especialmente por objeto: a) garantizar la observancia de las prohibiciones mencionadas en los artículos 85.1 y 86 mediante el establecimiento de multas y multas coercitivas». El reconocimiento de la potestad es aquí, pues, explícito en lo que se refiere a materias de competencia —a diferencia del reconocimiento meramente implícito de la fórmula general del artículo 229—, pero no se refiere sólo a reglamentos, sino también a directivas, dado que en el apartado 1, al que se remite el 2, se habla literalmente de «reglamentos o directivas». Bien es verdad que la norma que hasta ahora ha venido usándose ha sido únicamente el reglamento; pero cabe también acudir a la directiva: al menos en este ámbito concreto. Admitida en cualquier caso la solución reglamentaria, aún está por determinar si la legitimación normativa corresponde a los Reglamentos del Consejo y de la Comisión o solamente a los que emanan de aquél. La STJ de 27 de octubre de 1992 (caso 2 4 0 / 9 0 ) se ha pronunciado en favor de la potestad normativa sancionadora de la Comisión. Lo que V E R U A E L E ( 1 9 9 3 ) ha criticado duramente tanto por razones políticas (la composición del Consejo permite una mayor y más directa intervención de los Estados miembros) como jurídicas, en cuanto que esto supone una relajación absoluta del principio de legalidad y, sobre ello, una extralimitación de las competencias asignadas a la Comisión en el Tratado. Pero para el Tribunal la cosa es clara; las disposiciones sancionadoras no se encuentran entre los elementos esenciales a decidir por el Consejo en los casos de delegación y, por ende, pueden ser establecidas por la Comisión como una de sus disposiciones de ejecución. La legitimación normativa originaria de la potestad sancionadora de la Comunidad Europea podría encontrarse también en una interpretación amplia del artículo 308 (antiguo 235), conforme al cual «cuando una acción de la Comunidad resulte necesaria para lograr, en el funcionamiento del mercado común, uno de los objetivos de la

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Comunidad, sin que el presente Tratado haya previsto los poderes de acción necesarios al respecto, el Consejo, por unanimidad, a propuesta de la Comisión y previa consulta al Parlamento europeo, adoptará las disposiciones pertinentes». Si entre tales «disposiciones pertinentes» caben las sancionadoras, como opina la mayoría de los autores, tendríamos una cobertura normativa de enorme alcance que, además, reaparece desperdigada en otros muchos textos en relación con materias concretas: el 40.3 (política agraria común), 49 y 51 (libre circulación de trabajadores), 75.1 y 79.3 (transportes) y 127 (Fondo Social). En definitiva, pues, aquí podría basarse la potestad sancionadora de imposición de sanciones que, como se recordará, no aparece en el artículo 172. Bien es verdad que posiblemente ninguna de estas declaraciones seria considerada suficiente para legitimar la potestad sancionadora de un Estado miembro, dado el mayor nivel de exigencia de los Ordenamientos internos; pero la Comunidad Europea es otro mundo constitucional y político difícilmente homologable con el de sus elementos componentes y que jamás podrá comprenderse desde la perspectiva tradicional del Derecho de los Estados. Los Estados miembros se basan constitucionalmente en el principio democrático y, jurídicamente, en la supremacía de la ley y es el caso que en la Comunidad Europea ni existe la Ley ni opera el principio democrático. En estas condiciones nada tiene de particular, por tanto, que su potestad sancionadora vaya por otros caminos. Una circunstancia cuya peligrosidad es evidente y que ya ha sido denunciada ocasionalmente. Por decirlo con palabras de V E R U A E L E (1993), «ya es hora de examinar la relación entre la democracia constitucional y las sanciones de derecho público en el ordenamiento jurídico comunitario y de verificar si y de qué modo el modelo constitucional democrático, que es la base ideológica del ius puniendi del Estado, puede ser garantizado a nivel federal comunitario». Valga de ejemplo esta cita para documentar el cerco doctrinal que se ha impuesto a las instituciones comunitarias europeas con la finalidad de que se introduzcan mecanismos garantí stas más rigurosos. Tanto la Comisión como el Tribunal se resisten en general a estas presiones y —a mi juicio con acierto— prefieren insistir en una línea flexible en la que se prima la confianza sobre la estricta legalidad. Por ello, en los supuestos de preceptos confusos o de cambios normativos bruscos, la Comisión se limita a veces a dirigir una recomendación a la empresa indicándole la ilicitud de sus prácticas o impone sanciones simbólicas; mientras que el Tribunal, por su parte, admite con absoluta naturalidad el empleo en las normas de conceptos jurídicos indeterminados. Si la peculiar estructura del Derecho comunitario hace allí ociosa la cuestión de la reserva legal, magnifica como contrapartida la importancia práctica de la dependencia jerárquica de las actuaciones sancionadoras de la Comisión respecto de las del Consejo. El TJCE ha ido elaborando a este respecto una doctrina atormentada y polémica que, en lo más importante, reconoce que el Consejo puede delegar el ejercicio de sus facultades sancionadoras en la Comisión. Esto es lo indiscutible, pero aún no se ha consolidado la determinación del alcance de esta delegación, es decir, la de si cabe una delegación genérica en blanco o si, por el contrario, el Consejo debe determinar los elementos esenciales del tipo infractor y de la sanción. Como puede imaginarse, son numerosos los tipos de infracciones que cada día van apareciendo en la normativa comunitaria. N I E T O M A R T Í N ( 2 0 0 1 , pp. 2 5 9 - 2 6 1 ) las ha agrupado en dos «modelos». El primero y más tradicional está caracterizado por los siguientes rasgos comunes: na) la existencia de sanciones o la competencia para crearlas se establece de modo expreso en los tratados; b) son impuestas por órganos comunitarios con posibilidad de recurso ante el Tribunal; c) las sanciones son en su mayoría multas; y d) los sujetos activos son en la mayoría de los casos empresas». El segundo modelo, de implantación posterior y paralela, tiene por finalidad la tutela de la Hacienda Pública comunitaria y las sanciones son

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de ordinario interdictivas (privación de fianzas, devolución de subvenciones y similares) y no multas. Si la producción de normas de contenido sancionatorio no es problemática al estar debidamente legitimadas por los Tratados, la cuestión fundamental —qué en su día fue candente— es la de determinar si la Unión Europea tiene competencia para el establecimiento e imposición de infracciones y sanciones no previstas expresamente y más cuando concurren con competencias nacionales. A partir de la STJCE de 29 de diciembre de 1992 (Comisión c. República Helénica, caso del «maíz griego») la situación se ha aclarado bastante ya que para el Tribunal, la Comunidad tiene ciertamente competencia genérica para establecer sanciones administrativas, pero únicamente en el marco de la teoría de los poderes implícitos, es decir, en la medida en que esté justificada su utilidad y adecuación a la aplicación efectiva de su normativa. 2.

D E R E C H O COMUNITARIO PENAL Y D E R E C H O COMUNITARIO SANCIONADOR

A quienes se acercan al Derecho de la Unión Europea con la intención de estudiar su potestad sancionadora les aguarda una sorpresa no pequeña cuando comprueban que su exposición y desarrollo se realizan casi exclusivamente por penalistas e indefectiblemente bajo el título de Derecho Penal. Por causas poco aclaradas, es el caso que hasta ahora la materia parece atraer únicamente a los penalistas nacionales y tanto las monografías especializadas de alto bordo como la bibliografía menor con dicho pabellón circulan salvadas muy pocas excepciones. Un fenómeno que recuerda aquel otro, ya indicado en el capítulo primero, de que también en España —y en el resto del mundo— el Derecho «Administrativo» Sancionador estuvo inicialmente en manos de los profesores de Derecho Penal y sólo muy tardíamente empezaron a interesarse por él los especialistas de otras ramas jurídicas. Dato que habla elocuentemente en bien de la inquietud intelectual de los penalistas, que son siempre quienes acuden los primeros a la brecha de cualquier novedad que afecta a regímenes punitivos con independencia de su origen y naturaleza. Ahora bien, en lo que a Derecho comunitario afecta, en cuanto se levanta la tapa y empiezan los análisis, inmediatamente se constata que la mercancía no es Derecho comunitario «penal», sino pura y simplemente Derecho comunitario sancionador indiscutiblemente no penal y, por ende, administrativo aunque sea tratado con técnicas predominantemente penales para bien del progreso científico de la materia. El interés doctrinal por el Derecho comunitario penal empieza ya a ser obsesivo. Los autores son perfectamente conscientes de que, al menos hasta ahora, la Unión Europea no puede desplazar a los legisladores nacionales en materia criminal por muy grandes que hayan sido los esfuerzos que hasta la fecha se van realizando en tal sentido y que ya se reflejan en el antiguo Informe sobre la relación entre Derecho comunitario)/ Derecho Penal (Ponente: De Keersmaeker) elaborado en 1977 en el seno de la Comisión de Asuntos Jurídicos del Parlamento Europeo. Cierto es, desde luego, que progresivamente se van ablandando las rígidas posturas que sacrifican el interés de la represión criminal comunitaria en el altar de la soberanía nacional, hasta tal punto que un autor español, M E S T R E , en una obra de título tan significativo como El Derecho penal en ¡a Unidad Europea (1989), ha llegado a afirmar que «el dogma del monopolio estatal en la regulación del ius puniendi ha entrado en crisis»; pero de momento siguen estando las cosas como antes y no hay indicios de que en un plazo inmediato se decida la Comunidad Europea a ensayar vías de Derecho Penal autentico. Hipótesis dificultada todavía más por la adición del artículo 3.B al Tratado constitutivo de la Comunidad Económica Europea:

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DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR La Comunidad actuará dentro de los límites de las competencias que le atribuye el presente Tratado y de los objetivos que éste le asigna. En los ámbitos que no sean de su competencia exclusiva, la Comunidad intervendrá, conforme al principio de subsidiariedad, sólo en la medida en que los objetivos de la acción pretendida no puedan ser alcanzados de manera suficiente por los Estados miembros y, por consiguiente, puedan lograrse mejor, debido a la dimensión o a los efectos de la acción contemplada, a nivel comunitario. Ninguna acción de la Comunidad excederá de lo necesario para alcanzar los objetivos del presente Tratado.

La inexistencia de un Derecho penal comunitario hace superflua en este ámbito la vieja pesadilla dogmática de la distinción entre delitos e infracciones, entre penas y sanciones y, en fin, entre Derecho Penal y Derecho Administrativo Sancionador. La jurisprudencia del Tribunal Superior de Justicia (cfr. Dorca Marina: 28 de diciembre de 1982) parece inclinarse, en cualquier caso, por la naturaleza administrativa de las sanciones comunitarias. Y no podía ser de otra manera teniendo en cuenta que el mismo Tribunal ha declarado ya innumerables veces (como puede comprobarse en el trabajo de M E S T R E que acaba de ser citado) que la represión penal corresponde, sin duda alguna, a los Estados miembros y que, más todavía, las normas de Derecho Comunitario ni siquiera pueden determinar por sí mismas, o agravar, la responsabilidad de quienes infringen sus disposiciones y ni tan siquiera ser invocadas en cuanto tales en contra de una persona ante un órgano o jurisdicción nacionales. El Reglamento 2.998/1995 ha establecido una triple clasificación distinguiendo entre la materia penal del art. 6 (cuya represión exige las mayores garantías), sanciones reparadoras (art. 4) y las sanciones administrativas propiamente dichas del art. 5, entre las que se encuentran las multas, las cauciones, las majorations, las sanciones interdictivas y la privación total o parcial de una ventaja comunitaria. Las dificultades teóricas y prácticas no llegan, sin embargo, a desaparecer del todo, puesto que aún queda un punto capital por aclarar, a saber: si las Instituciones comunitarias pueden calificar libremente una medida como pena o como sanción administrativa. La trascendencia de esta cuestión salta a la vista: porque, de poder hacerlo así, podría consecuentemente la Unión Europea invadir el ámbito del Derecho Penal sin otro trabajo que bautizar los delitos y las penas con el nombre de infracciones y sanciones administrativas. Lo que algunos autores han empezado a denunciar ya. Sin olvidar tampoco que no faltan intentos —por muy tímidos y parciales que sean— de reconocer competencias penales a la Comunidad. Así se apunta, por ejemplo, en las conclusiones del Abogado General Jacobs en el asunto 240/90 cuando indicó que, si bien es verdad que ni la Comisión ni el Tribunal de Justicia tienen funciones propias de un tribunal penal, ello no obstaba «al ejercicio de, por ejemplo, poderes de armonización de los Derechos Penales de los Estados miembros, si ello fuera necesario para alcanzar alguno de los objetivos del Tratado». 3.

H A C I A U N D E R E C H O ADMINISTRATIVO S A N C I O N A D O R D E L A U N I Ó N E U R O P E A

Descartada de momento la elaboración de un Derecho Comunitario Penal, el objetivo actual podría consistir en la formación de un Derecho Administrativo Sancionador de este nivel. Una tarea que no resulta fácil ni mucho menos. El primer obstáculo estriba en que no existe una regulación normativa suficiente, dado que las referencias de los Tratados son escasas y dispersas, como ya se ha dicho. Sobre tan parva regulación positiva se acumula una segunda dificultad aún más grave: a nivel comunitario resulta imposible rellenar las lagunas normativas (desme-

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suradas, como acaba de verse) acudiendo a los principios del Derecho Penal, por la sencilla razón de que no existe un Derecho Comunitario Penal. En estas condiciones, no ha habido más remedio que utilizar —en un delicado proceso de síntesis— los principios generales comunes de los Estados miembros. Así está operando el Tribunal de Justicia, de la misma manera que, en un plano teórico, lo ha intentado sistemáticamente Klaus T I E D E M A N N ya en 1985. Lo que el profesor de Friburgo denomina «Parte General del Derecho Penal Supranacional» se corresponde, en nuestra terminología española, al Derecho Administrativo Sancionador de la Comunidad Europea, y en ella recoge las teorías de la interpretación y del tipo, las causas de exclusión de antijuricidad y culpabilidad, el principio de culpabilidad y las teorías de la intencionalidad y del error. Tiene, en cambio, una orientación estrictamente penal el trabajo de S I E B E R con el título Unificación europea y Derecho Penal Europeo, 1992. La elaboración teórica de un Derecho Administrativo Sancionador —a falta de una regulación normativa— sobre la base de principios generales no debe sorprender a nadie y mucho menos a los españoles, que siempre hemos vivido en estas condiciones, puesto que nuestro Derecho Administrativo Sancionador ha sido y sigue siendo, tal como desde el principio he puesto de relieve, un Derecho de formación pretoriana. Para el Derecho europeo es también una necesidad derivada de la ausencia de normas positivas (si se exceptúa el Reglamento n.° 2988/74, sobre prescripción) y la cobertura jurídica es incluso expresa, puesto que, según el artículo 215 del Tratado CEE, los principios generales comunes a los Estados miembros constituyen una de las fuentes del Derecho Comunitario. La identificación de estos principios generales comunes no es, desde luego, tarea fácil, y corresponde al propio Tribunal. A tal propósito se acepta pacíficamente que no se trata de abstraer la regulación vigente en la mayoría de los Estados miembros, ni mucho menos aceptar un «mínimo común denominador» a los mismos (pues ello supondría detenerse en el nivel más bajo), sino que hay que fijar la atención en lo que parece «más adecuado a las finalidades del ordenamiento» (Abogado General sir Gordon Slynn en la causa 115/79: A.M. y S. c/ Comisión: Recurso 1892, pp. 1648 ss.) o el «principio más desarrollado» (Abogado General Roemer en causa Wilhelm c. Bundeskastellamt: Recurso 1969, p. 26) o el «elemento de progreso jurídico», aunque sea extrapolando las concepciones imperantes en algunos Estados miembros (Abogado General Reischl en el asunto Hoflman-La Roche: Recurso 1979, pp. 585-596). Con esta elaboración analítica («química») del Derecho Administrativo Sancionador de la Comunidad Europea se está produciendo una curiosa transmisión del pensamiento jurídico a través de los flexibles vasos comunicantes de la Jurisprudencia. Tal como acaba de decirse, los principios más generalizados en alguno de los Estados miembros pasan a la Comunidad Europea por el canal de su Tribunal de Justicia, y desde allí se produce un efecto de retroalimentación, puesto que vuelven a los Ordenamientos jurídicos de los demás Estados ya con el marchamo del Derecho Comunitario, progresando con ello la homogeneización de todos los Derechos. Para ilustrar este fenómeno puede utilizarse el ejemplo de la culpabilidad, que sólo se reconoce en algunos países comunitarios (Alemania, Italia, España), pero no en el Reino Unido y Francia, donde sólo se aceptaban las strict liability offences y los délits purement matériels. En trance de escoger entre una y . otra posibilidad, el Tribunal de Justicia hizo suya la doctrina de la culpabilidad a partir de las sentencias de 16 de noviembre de 1983 (188/82: Thyssen contra AG) y 30 de noviembre de 1983 (270/82: Estel) y conforme a las pormenorizadas tesis presentadas por los Abogados generales Verloren Van Thelmaat y Slym. Pues bien, inmediatamente despues el Tribunal de Casación francés —aferrado hasta entonces a la doctrina tradicional denegatoria del principio de culpabilidad—, en su sentencia de 5 de diciembre de

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1983, lo aceptó declarando la prioridad de los principios comunitarios europeos del Derecho Administrativo Sancionador sobre los propios de cada uno de los Estados miembros, empezando por los franceses. Quede claro, no obstante, que las dificultades y peculiaridades indicadas en modo alguno imposibilitan la construcción de un Derecho Administrativo Sancionador de la Comunidad Europea, sino que únicamente justifican su diversidad: pura y simplemente, este Derecho ha de ser muy distinto —en la teoría y en la normativa— del de los Estados miembros, pero tan plausible como el de éstos. De hecho, su explicación resulta muy fácil en los planos expositivo y exegético cuando se toma la precaución de limitarse a un sector determinado. Ahora bien, cuando desde allí se quiere saltar al plano analítico, o se pretende generalizar el régimen de un sector, las dificultades suben de punto por causa de las razones expuestas; aunque también es verdad que M I L L A S ( 1 9 8 8 ) nos ha demostrado cumplidamente que la tarea no es imposible, siquiera haya acudido, para lograrlo, a técnicas y planteamientos insólitos. Por lo que se refiere a España, aquí se cuenta con el trabajo, más modesto y convencional, desde luego, pero muy acertado, de D Í E Z - P I C A Z O ( 1 9 9 3 ) y que, además, desprendiéndose de las inercias tradicionales del Derecho Penal, aborda ya de frente la elaboración de unos «elementos para la construcción de un Derecho Sancionador comunitario». Una cosa es, sin embargo, el interés doctrinal y otra muy distinta la realidad. Forzoso es reconocer que no existe ni dogmática ni normativamente un Derecho Administrativo Sancionador europeo satisfactorio y sería iluso confiar en la reparación de esta carencia en un tiempo breve. En el camino existen demasiados obstáculos que no es fácil superar: la indicada ausencia de base suficiente en los Tratados y en el Derecho derivado, las reticencias de los Estados nacionales y el escaso desarrollo teórico de la materia, que aún no ha llegado a su mayoría de edad, puesto que sigue viviendo bajo la tutela del Derecho Penal y sin otra ayuda —capital, por lo demás— que la que le proporcionan las resoluciones del Tribunal Superior de Justicia. El esfuerzo normativo más importante que hasta la fecha se ha realizado es la Propuesta de un Reglamento de habilitación elaborada por la Comisión en 1990 y que en 1991 fue aprobada por el Comité de Control Presupuestario del Parlamento Europeo; pero cuya tramitación posterior se ha detenido. La potestad sancionadora comunitaria, es definitiva, se desarrolla en un movimiento de expansión inexorable pero a lo largo de un frente llamativamente irregular en el que las materias de pesca y agricultura ocupan, sin lugar a duda, la posición de avanzadilla. 4.

E L S E G U N D O CÍRCULO D E L EJERCICIO D E L A POTESTAD

No es frecuente que la Comunidad ejercite directamente por sí misma el ciclo completo de su potestad sancionadora, puesto que ni cuenta con un aparato burocrático adecuado para ello ni lo verían con buenos ojos los Estados miembros, siempre reticentes en la cesión de competencias punitivas, tan próximas al corazón de la soberanía. Lo ordinario es que en este ejercicio intervengan complementariamente la Comunidad y los Estados. La normativa comunitaria tipifica la infracción y, a partir de ese momento. entra en acción el Estado como «brazo secular» de aquélla (en la gráfica expresión de MILUS) para precisar la sanción e imponer el castigo concreto a cada infractor determinado: que es lo que aquí se denomina «segundo círculo» del ejercicio de la potestad, siendo el primero la determinación normativa de ilícitos y sanciones A tal propósito, en ocasiones dispone la normativa comunitaria que un ilícito en ella tipificado debe ser considerado como un ilícito del Ordenamiento nacional. Por ejemplo: el artículo 27 del Protocolo sobre el Estatuto del Tribunal de Justicia de la

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Comunidad Europea equipara la violación del juramento de testigos previstos ante el Tribunal a los equivalentes delitos de falsedad existentes en los Derechos nacionales. Esta técnica de asimilación, pese a su aparente sencillez, no resulta fácilmente aplicable en la práctica y, de hecho, apenas se utiliza. En su lugar, los Reglamentos se limitan a insertar una cláusula de estilo, conforme a la cual se ordena a los Estados miembros que adopten todas las medidas apropiadas o suficientes para alcanzar los objetivos señalados. Práctica que el Tribunal de Justicia ha aceptado sin vacilaciones (Burgoa: 14 de octubre de 1980; Zuckerfabrik Franken: 18 de diciembre de 1982). En este supuesto la normativa comunitaria se contenta con tipificar la infracción (o más exactamente todavía: precisar el bien jurídico protegible), dejando al Estado la tarea de tipificar la sanción y aplicarla. Ni que decir tiene que este mecanismo, aparte de su mayor operatividad, es más respetuoso con la soberanía estatal originaria y que probablemente la generalización de su uso (al menos, si se le compara con el que se hace respecto de la técnica de la asimilación). Ahora bien, sus inconvenientes —tal como ha puesto de relieve D Í E Z - P I C A Z O ( 1 9 9 3 , 2 5 5 ) — saltan a la vista: por una parte, esta flexibilidad «puede dar lugar a notables diferencias en la legislación de actuación de los diversos Estados miembros, de suerte que se creen auténticas desigualdades en la aplicación de idénticas normas comunitarias sustantivas, respecto de las cuales las medidas sancionadoras cumplen una función instrumental. Por otra parte, el correcto funcionamiento de la técnica normativa en examen se ve entorpecido por el escaso desarrollo de cooperación entre los Estados miembros en materia penal, vigente en casi todos los ordenamientos nacionales. Conviene señalar, en fin, que el incumplimiento total o parcial, por parte de los Estados miembros, de la obligación comunitaria de establecer determinadas medidas sancionadoras —o, llegado el caso, de aplicarlas— puede dar lugar a la interposición de un recurso de inactividad por la Comisión (art. 169 del Tratado de la Unión Europea)». La conveniencia, y aun necesidad, de evitar la diferencia de trato de los distintos Estados miembros respecto de las mismas infracciones justifica la tendencia a afirmar la coordinación de las medidas incluso cuando las normas comunitarias no se han preocupado de disponer de forma expresa la participación tipificante, aunque sea parcial, de las instituciones de la Comunidad. En una interpretación extensiva del artículo 5 del Tratado de la Unión Europea puede entenderse, en efecto, que no son necesarias las órdenes o autorizaciones implícitas de las normas comunitarias. Dicho artículo dice hoy así: Los Estados miembros adoptarán todas las medidas generales o particulares apropiadas para asegurar el cumplimiento de las obligaciones derivadas del presente Tratado o resultantes de los actos de las instituciones de la Comunidad. Facilitarán a esta última el cumplimiento de su misión. Los Estados miembros se abstendrán de adoptar todas aquellas medidas que puedan poner en peligro la realización de los fines del presente Tratado.

Esta actitud interpretativa ha tardado, desde luego, bastantes años en afirmarse, dado que su contenido es enormemente limitativo de las potestades nacionales. De hecho, el Tribunal de Justicia venía entendiendo que tal artículo dejaba en manos de los Estados la facultad de elegir las medidas que ellos considerasen más idóneas (por ejemplo: sentencia de 2 de febrero de 1977; causa 50/76, Amsterdam Bulb). Pero, a raíz de la resonante sentencia del «maíz griego» de 21 de septiembre de 1989 (causa 68/88) la situación ha cambiado radicalmente, dado que los Estados tienen el deber de sancionar las infracciones comunitarias en condiciones materiales y procesales análogas a las infracciones nacionales de similar naturaleza e importancia; y con la advertencia, además, de que tales sanciones han de tener siempre y en todo caso un carácter efectivo proporcional y di suasorio.

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5.

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LÍMITES COMUNITARIOS AL EJERCICIO DE LA POTESTAD SANCIONADORA NACIONAL

La operatividad del Derecho comunitario no termina, con todo, en los ámbitos de ejercicio directo de la potestad que acaban de ser descritos. Porque más allá de ellos todavía queda un tercer círculo —en realidad el más importante, al menos hasta ahora— en el que la Comunidad no participa en el ejercicio de la potestad sancionadora, que se mantiene íntegramente en la soberanía nacional, aunque interviene indirectamente en ella en cuanto que las normas comunitarias —no necesariamente sancionadoras— condicionan de forma positiva o negativa el ejercicio de la potestad estatal. Lo que técnicamente se articula sin ninguna dificultad a través de los principios de eficacia directa y primacía de las normas comunitarias. La última explicación de esta incidencia indirecta se encuentra en la necesidad de evitar en lo posible la desarmonía sancionadora hace un momento aludida, dado que cada Estado miembro puede tener un criterio sancionador propio que no suele coincidir con los de los demás. Circunstancia que explica por sí sola la necesidad de un control de la Comunidad sobre el ejercicio estatal de la potestad sancionadora. Así lo ha establecido con carácter general el Tribunal de Justicia en el caso Guerrino Casati, de 11 de noviembre de 1981, cuyas referencias al Derecho Penal deben ser entendidas como lo que aquí se llama Derecho Administrativo Sancionador: En principio, la legislación penal y las reglas de enjuiciamiento criminal permanecen en la competencia de los Estados miembros. No obstante, de una jurisprudencia constante de este Tribunal se deduce que el Derecho comunitario establece ciertos límites en lo que atañe a las medidas de control que este Derecho autoriza imponer a los Estados miembros en el marco de la libre circulación de personas y bienes. Las medidas administrativas o represivas no deben exceder el nivel de lo que sea estrictamente necesario, las medidas de control no deben estar enfocadas de una manera tal que restrinjan la voluntad deseada por el Tratado, como tampoco pueden conminarse sanciones tan desproporcionadas a la gravedad de la infracción que supongan un obstáculo a dicha libertad.

Los ejemplos de control positivo del tipo de los indicados son, sin embargo, más bien raros. Lo ordinario es que el Tribunal de Justicia intervenga para establecer limitaciones negativas por naturaleza al ejercicio de las potestades estatales, conforme a una casuística que ha sistematizado así M I L L A S (1988, 200 ss.): a) Por lo pronto, no es lícito al Estado miembro imponer sanciones a un particular que ha cumplido las normas comunitarias, aunque con ello haya infringido la legislación nacional, ya que el Estado tiene el deber de compatibilizar su legislación con las normas comunitarias (Ratti: 5 de abril de 1979; Apple and Pear: 13 de diciembre de 1983; Sagulo: 14 de julio de 1977). Y esto tanto por lo que se refiere a los reglamentos como a las directivas permisivas que el Estado no se ha preocupado de desarrollar en su Derecho interno. b) En segundo lugar, en los supuestos en los que el Estado miembro haya disminuido los derechos subjetivos, reconocidos por la Comunidad a un particular, invocando razones de orden público, la Comisión y el Tribunal pueden controlar si la actitud del Estado está debidamente justificada por la existencia de una «amenaza real y suficientemente grave que afecte a un interés fundamental de la sociedad» (Bouchereau: 27 de octubre de 1977). c) El tercer límite se deduce del respeto inexcusable a los principios de proporcionalidad (Watson et Belmann: 7 de julio de 1976) y de equidad (Walt Wilhelm: 13 de febrero de 1969; Boehringer: 14 de diciembre de 1979).

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d) El cuarto límite entra en juego en el caso de doble infracción del Estado miembro expresada, por un lado, en la falta de recepción de una directiva y, por otro, en el exceso de sancionar a un particular por haber infringido una directiva no recibida. e) El último límite se deriva, en fin, del necesario respeto al derecho de defensa, es decir, del respeto a las garantías procesales que permiten a los Tribunales, como mínimo, hacerse oír si han sido acusados. Huelga comentar, sin embargo, la insatisfatoriedad de estas reglas en cuanto que han ido naciendo al compás de una jurisprudencia sincopada y casuística que, además, incide sobre unos regímenes sancionadores nacionales profundamente heterogéneos. De aquí la conveniencia, y aún necesidad, de establecer un sistema normativo global. Basten de momento aquí estas breves referencias, dejando para otros lugares del libro el examen de cuestiones particulares. Siempre he entendido que no es sistemáticamente correcto estudiar separadamente el Derecho comunitario, por las mismas razones que no procede crear una disciplina sobre Derecho legal o Derecho reglamentario o Derecho consuetudinario. La lógica más elemental exige concentrar en cada materia sus elementos normativos reguladores cualquiera que sea su procedencia y naturaleza. Por ello, una vez desarrollados en este lugar los aspectos generales referentes a la potestad, los datos del Derecho comunitario que nos importan (en verdad, no demasiado numerosos) irán apareciendo en el lugar sistemático que materialmente les corresponda. III.

FRACCIONAMIENTO DE LA POTESTAD ESTATAL

Dejando a un lado las competencias sancionadoras de la Unión Europea, es un hecho que la potestad estatal fracciona su titularidad y ejercicio en diversas manifestaciones. 1.

L A S COMUNIDADES AUTÓNOMAS

Al fraccionamiento político e institucional establecido en la Constitución de 1978 había de corresponderse necesariamente un fraccionamiento de la potestad sancionadora de la Administración, en la que la participación de las Comunidades Autónomas había de ser tanto mayor cuanto más aceleradamente se afirmase el proceso de «despenalización». Y la razón es muy sencilla, conforme ha llamado ya la atención Lorenzo M A R T Í N - R E T O R T I L L O ( 1 9 9 1 , 1 3 8 - 1 3 9 ) : si la legislación penal es inaccesible a las Comunidades Autónomas y, por ende, su competencia sancionadora normativa ha de ser muy reducida, la materia se les abre, con todos los condicionamientos que se quiera, cuando se convierte en una materia característicamente administrativa. La problemática de esta variante se va desgranando fundamentalmente al hilo de las siguientes cuestiones: la existencia y atribución genérica de la potestad, que no ofrecen dificultades; la atribución de competencias específicas sobre las que se ejercita tal potestad; la articulación de su ejercicio en el supuesto, de ordinario muy conflictivo, de competencias concurrentes; y, en fin, ciertas cuestiones de procedimiento. A)

Atribución genérica de potestad

La mayor parte de los Estatutos de Autonomía se han preocupado de atribuir a las respectivas Comunidades la potestad sancionadora genérica, adelantándose así —si es que ello hubiera hecho falta— al principio de legalidad tal como está formulado en el

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artículo 127.1 de la LPAC: «la potestad sancionadora de las Administraciones Públicas, reconocida por la Constitución, se ejercerá cuando haya sido expresamente atribuida por una norma con rango de ley». Los ejemplos son muy abundantes. Así, el artículo 40 del Estatuto de Autonomía de Canarias: «En el ejercicio de sus competencias, la Comunidad Autónoma gozará de las potestades y privilegios propios de la Administración del Estado, entre los que se comprenden: [...] d) la potestad de sanción dentro de los límites que establezca el ordenamiento jurídico.» Y con las mismas palabras el artículo 34.1 .d) del Estatuto de Cantabria y el 37.1.c) del de Madrid. Lo que se reproduce literalmente en el artículo 50.c) del Estatuto de Extremadura y en el 30. l.c) del de La Rioja con la siguiente variante: «[...] dentro de los límites que establezca la Ley y las disposiciones que la desarrollen». Mientras que, en otros casos, como en el artículo 30 del Estatuto valenciano no se alude de forma expresa, aunque sí implícita a tal potestad: «En el ejercicio de sus competencias, la Generalidad Valenciana gozará de las potestades y privilegios propios de la Administración del Estado». Otros Estatutos, en cambio, no se han preocupado de atribuir «potestades» genéricas; aunque no hay que entender por ello que carecen de la potestad sancionadora, diga lo que diga la letra del artículo 127.1 de la LPAC. Al menos, nadie lo ha puesto en duda seriamente hasta ahora y los Tribunales la aceptan sin dificultad, puesto que lo que de ordinario se cuestiona no es la existencia de la potestad, sino su alcance. B)

Atribución de competencias específicas

La redistribución territorial de competencias materiales realizada por la Constitución arrastró lógicamente una correlativa redistribución de competencias sancionadoras que estaban asignadas al Estado por las leyes preconstitucionales y que pasaron luego a las Administraciones autonómicas. Según dice la STC 15/1989, de 26 de enero, «el alcance de la potestad sancionadora de la Administración estatal prevista en el Reglamento cederá a favor de las Administraciones de las Comunidades Autónomas que hubieran asumido la competencia sancionadora de la materia». De hecho existen centenares de Decretos de transferencias de titularidad y ejercicio de potestades sancionadoras, especificándose de ordinario las materias o sectores a que se refieren. Como en una obra de este tipo carecería de sentido recoger un catálogo de tales supuestos, baste con la ejemplificación de uno de ellos. El Real Decreto 2.266/1982, de 24 de julio, transfiere a la Comunidad Autónoma de Galicia una serie de funciones, entre las que se encuentran: «a) Las atribuidas a la Administración del Estado respecto a las infracciones administrativas en materia de disciplina, de mercado cometidas en el ámbito de su territorio, b) Las de propuesta de sanciones cuando éstas corresponda imponerlas al Consejo de Ministros». Además, una vez consumada la fase de redistribución de competencias preconstitucionales, la legislación posterior a 1978 se preocupó de realizar atribuciones precisas de lo que en el futuro iba a corresponder al Estado y a las autonomías. Un buen ejemplo de esfuerzo logrado puede verse en el artículo 42.1 de la Ley 26/1988, de 29 de julio: A los efectos del ejercicio por las Comunidades Autónomas de las competencias que tengan atribuidas en materia sancionadora respecto de Cajas de Ahorro o Cooperativas de Crédito, se declaran básicos los preceptos [...]. Lo dispuesto en este número se entiende sin peijuicio, en su caso, de la posibilidad de tipificación por las Comunidades Autónomas de otras infracciones de sus propias normas en materia de ordenación y disciplina.

La S T S de 1 1 de junio de 1 9 9 1 (Ar. 4 6 8 0 ; M A T E O S ) nos permite seguir profundizando en el análisis de la vertiente de imposición de sanciones concretas, mucho

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menos atendida por la jurisprudencia que la vertiente de la regulación normativa de los ámbitos sancionadores. En el caso de autos, se trataba de una sanción en materia de consumo impuesta por la Administración del Estado al amparo del Real Decreto 1.945/1983, de 22 de junio. Los sancionados apelaron la sentencia (confirmatoria de la sanción) de la Audiencia Nacional por entender que era de la competencia de Castilla y León merced a lo dispuesto en el Real Decreto 2.559/1981, de transferencias, y por estar así dispuesto en el artículo 26.9 de los Estatutos de la Comunidad. El Tribunal Supremo rechazó esta alegación, sin embargo, por entender que las atribuciones transferidas están relacionadas, genéricamente, con las materias de sanidad, control sanitario de alimentos e incluso con la defensa del consumidor, sin que en ninguna norma se haga expresa o concreta referencia a la potestad sancionadora en materia de defensa del consumidor y de la producción agroalimentaria, que es lo que precisamente regula el RD 1.945/1983.

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Y con tal frágil razonamiento termina el Tribunal declarando competente «para la persecución de los fraudes agroalimentarios al Ministro de Agricultura, Pesca y Alimentación, como titular de atribuciones establecidas para la defensa de los intereses sociales de la total comunidad española en materia de alimentos». Sin olvidar las inesperadas cuestiones que planteaba la casuística, que en ocasiones superan las prevenciones más imaginativas de la doctrina, como puede comprobarse en la STC 185/1991, de 3 de octubre que resolvió un caso, ciertamente no muy esencial, pero que merece ser recordado. Tratábase de una cuestión de competencia planteada por la Generalidad de Cataluña a propósito de unas actas de obstrucción levantadas por la Inspección de Trabajo de Barcelona que provocaron un expediente sancionador tramitado por la Administración del Estado. Como es sabido, la Comunidad Autónoma tiene competencia en materia laboral y el Estado en la de Seguridad Social; y los inspectores de Trabajo pueden levantar actas sobre ambas: de aquí la duda, ya que un acto de obstrucción, por definición, no se refiere ni a una materia ni a otra, al suponer una simple negativa a facilitar información legítimamente solicitada. El Tribunal sentencia que la competencia está en función de los hechos descritos en el acta. Doctrina general que, sin embargo, «en relación con las llamadas actas de obstrucción no es posible aplicar», dado que las actas de obstrucción no tienen como finalidad la incoación de un expediente por la posible existencia de una infracción material de las leyes laborales, sino más bien la de garantizar la propia efectividad de la labor inspectora a través de la apertura de un procedimiento sancionador [.,.]! En consecuencia, los hechos constitutivos de obstrucción [...] no pueden ser asociados de forma inmediata a los diversos títulos competenciales concurrentes en la materia de infracciones en el orden social [...]. Desde esta perspectiva, la obstrucción o resistencia a la labor inspectora ha de considerarse como una infracción autónoma.

Expuesta esta doctrina, ya es indiferente la decisión adoptada en autos, dura y acertadamente —a mi juicio— criticada en el voto particular de Gimeno Sendra, quien la acusa de ambigua y contradictoria, al hilo de unas objeciones halo convincentes y que empiezan por la consideración de que un acta de obstrucción es inimpugnable por sí misma en cuanto que es un mero acto de trámite. Además, ni las obstrucciones se erigen en una infracción «autónoma», ni las actas en las que se plasman constituyen competencia alguna, y ello por la sencilla razón de que tales documentos públicos de la Inspección de Trabajo no pueden expedirse al margen de un procedimiento sancionador. Antes al contrario, las actas de obstrucción son declaraciones de ciencia que, en el

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curso de un expediente sancionador, puede levantar la Inspección [...]. Se trata, pues, de un incidente que puede surgir en un procedimiento sancionador destinado a reprimir una determinada conducta contraria a la labor inspectora, pero que en modo alguno puede desgajarse del procedimiento principal del que trae causa. Dicho en otras palabras, se trata de un acto de trámite inmerso en un procedimiento administrativo en curso.

Por esta razón —concluye—, «la competencia de dicho acto de trámite ¡a ostentaría la autoridad que haya de imponer la sanción». Mientras que algunas leyes sectoriales hacen depender, a la inversa, la competencia sancionadora de la competencia de inspección. Asi, en el artículo 109.3 de la Ley 25/1990, de 20 de diciembre, del medicamento, se dispone que «corresponde el ejercicio de la potestad sancionadora a la Administración del Estado o a las Comunidades Autónomas que ostenten la función inspectora». Mayor interés tiene, como es lógico, la doctrina general establecida por el Tribunal Constitucional —de la que ya se ha hablado antes en el n.° 3 del epígrafe primero de este mismo capítulo y sobre la que se seguirá insistiendo inmediatamente— cuyo criterio es inicialmente muy sencillo: la competencia sancionadora corresponde al titular de la «materia sustantiva», de la que aquélla viene a ser un anejo (STC 85/1985, de 16 de julio). Regla que, como es lógico, vale tanto para las Comunidades Autónomas como para el Estado, sin peijuicio de que éste tenga, además, otros títulos atributivos genéricos o específicos según las materias concretas. C)

Articulación de competencias concurrentes

Supuesta la existencia de competencias estatales y autonómicas concurrentes —como con tanta frecuencia sucede a la vista de la ambigua redacción de los artículos 148 y 149 de la Constitución— se abre un abanico de cuestiones muy delicadas, cuyas connotaciones políticas dificultan su solución doctrinal y que el Tribunal Constitucional ha tenido que ir resolviendo de forma paciente no exenta de contradicciones pero dentro de una línea evolutiva inequívoca que va ampliando inexorablemente las competencias autonómicas. La conexión entre la competencia sustantiva genérica y la específica sancionadora se manifiesta ordinariamente en dos planos: en el normativo y en el ejecutivo. En cuanto a lo primero, la STC 149/1991, de 4 de julio, nos recuerda que como complemento necesario de las normas sobre protección del medio ambiente, las normas ahora analizadas [las sancionadoras], que no son en rigor sino parte de las normas que enuncian los deberes y obligaciones cuyo cumplimiento se tipifica como falta, no pueden ser tachadas de inconstitucionalidad.

Lo cual significa que cuando la competencia es concurrente, habrán de superponerse correlativamente las potestades normativas sancionadoras del Estado y de la Comunidad Autónoma en una convivencia que podrá resultar a veces nada fácil a la hora de determinar cuál es la prevalente. La Ley estatal de Costas, por ejemplo, establece en su artículo 99.3 un límite máximo a la cuantía de las sanciones que pueden normativamente regular las Comunidades Autónomas. El Tribunal Constitucional ha declarado intachable este precepto, pero sin dejar bien clara la razón de su supremacía. A nivel de la legislación ordinaria (es decir, por debajo de los criterios constitucionales y estatutarios) las leyes sectoriales del Estado y de de las Comunidades Autónomas van concretando —no siempre con la prudencia debida— las competencias materiales de uno y de otras; pero a nuestros efectos la cuestión principal es la

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procedimental: regulada fundamentalmente por los principios básicos de la LPAC de 1992 y desarrollada con manifiesta parsimonia por la legislación autonómica. La LPAC es un efecto directo de la fragmentación de la potestad sancionadora enunciada por el bloque constitucional y, al tiempo, el punto de referencia más importante para su desarrollo. Su formulación en «principios» puede entenderse como una manifestación de cautela pero también como una falta de ambición. En cualquier caso esta ley marca el inicio de una etapa de decidida administrativización del Derecho Administrativo Sancionador en la medida en que, sin peijuicio de su subordinación a la Constitución, abre una vía administrativa propia claramente diferenciada de las tutelas y préstamos penalísticos tradicionales. Con ello —por así decirlo— se puso en marcha el «giro administrativo» sobre el que tanto se insiste en el presente libro. En cuanto a lo segundo, la competencia ejecutiva lleva también consigo, por lo pronto, la de imponer sanciones, según se señala en la indicada sentencia: siendo las Comunidades Autónomas litorales las competentes para ejecutar las normas sobre protección del medio ambiente, habrán de ser ellas, en principio, las encargadas de perseguir y sancionar las faltas cometidas en las zonas de servidumbre.

Circunstancia que no deja de plantear problemas, sobre todo cuando la actuación de la Comunidad Autónoma no excluye la de la Administración del Estado, como sucede en la misma Ley de Costas, objeto de la sentencia que se está transcribiendo y que continúa así: En general, sea cual sea la Administración competente, no pueden las restantes permanecer pasivas, dados los términos generales del articulo 101, que obliga a todas las Administraciones con competencias confluyentes sobre las costas (estatal, autonómica y locales] a efectuar las comprobaciones necesarias y a tramitar todas las denuncias que reciban, sin peijuicio de dirigirse (mediante la correspondiente denuncia, en su caso) a las autoridades que estimen competentes para imponer las sanciones que procedan.

El fraccionamiento de la potestad sancionadora del Estado (entendido en sentido amplio) provoca, en suma, no pocos problemas en los supuestos, harto frecuentes, de superposición de competencias, que resulta forzoso delimitar con precisión. Tarea que está realizando el Tribunal Constitucional bajo una inspiración francamente favorable en sus inicios a la Administración del Estado, pero que luego ha ido cambiando progresivamente de signo. Por lo pronto, la eventual competencia de las Comunidades Autónomas se encuentra limitada genéricamente por la correlativa y concurrente del Estado, según la formulación de la STC 87/1985, de 16 de julio: Las Comunidades Autónomas pueden adoptar normas administrativas sancionadoras cuando, teniendo competencias sobre la materia sustantiva de que se trate, tales disposiciones se acomoden a las garantías constitucionales dispuestas en este ámbito del Derecho Sancionador (art. 25.1 de la Constitución básicamente) y no introduzcan divergencias irrazonables)' desproporcionadas al fin perseguido respecto del régimen jurídico aplicable en otras partes del territorio.

Los límites impuestos directamente por la garantía constitucional del artículo 25 no ofrecen problemas, a diferencia de lo que sucede con los derivados de la uniformidad ratione loci, cuya problemática merece el siguiente comentario de la misma sentencia:

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DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR El Derecho Administrativo Sancionador creado por las Comunidades Autónomas puede implicar, sin duda, una afectación al ámbito de los derechos fundamentales, pues la previsión de ilícitos administrativos supone siempre una delimitación negativa del ámbito del libre ejercicio del derecho. Tal afectación no implica [TC de 16 de noviembre de 1981] que toda regulación en este extremo sea de exclusiva competencia del Estado. Sin duda que la norma sancionadora autonómica habrá de atenerse a lo dispuesto en el artículo 1491.1.1. a de la Constitución, de modo que no podrá introducir tipos ni prever sanciones que difieran, sin fundamento razonable, de los ya recogidos en la normación válida para todo el territorio.

La justificación de este límite dista mucho de ser convincente, como ya ha puesto de relieve R E B O L L O ( 1 9 9 0 , 3 9 ss.). La inconstitucionalidad de cualquier norma «irrazonable y desproporcionada al fin perseguido» es algo absolutamente obvio. La dificultad aparece en el momento en que se toma como parámetro de referencia el «régimen aplicable en otras partes del territorio», es decir, las normas estatales, a las que así se otorga indiscriminadamente el carácter de básicas al amparo del artículo 1 4 9 . 1 . 1 El voluntarismo de la actitud del Tribunal Constitucional parece evidente, pero el caso es que reiteradamente la ha mantenido invocando y aplicando la doctrina de la sentencia citada. Así, en la 48/1988, de 22 de marzo (Fundamento Jurídico 25), declara la inconstitucionalidad de determinados artículos de las leyes catalana y gallega de Cajas de Ahorro por considerar que las sanciones en ellos previstas «al no estar contempladas en la legislación estatal suponen una diferencia de trato sustancial o salto cualitativo que rompe la unidad en lo fundamental del esquema sancionatorio». La sentencia 227/1988, de 29 de noviembre, por su parte, desarrolla (por así decirlo) la otra cara de la cuestión, es decir, el alcance positivo de la legislación estatal, invocando igualmente la doctrina de la sentencia 87/1985, de 17 de julio, «reiterada en las de 4 de octubre de 1985,137/1986, de 6 de noviembre, y 48/1988, de 22 de mareo»: Con arreglo a esta doctrina, debe declararse que los artículos 198 y 199 de la ley [impugnada], cuyas prescripciones tienen carácter básico, puesto que establecen de manera general los tipos ilícitos administrativos en materia de aguas, los criterios para la calificación de su gravedad y los límites mínimos y máximos de las correspondientes sanciones son de aplicación directa en todo el territorio del Estado, sin peijuicio de la legislación sancionadora que pueden establecer las Comunidades Autónomas en relación con los aprovechamientos hidráulicos de su competencia, incluida la policía demanial de Aguas, llegando, en su caso, a modular los tipos y sanciones en el marco de aquellas normas básicas, en atención a razones de oportunidad que pueden variar en los distintos ámbitos territoriales.

Con lo cual sucede, en definitiva, que la competencia exclusiva de las Comunidades Autónomas queda reducida a una «modulación» del régimen estatal, como ya había advertido la repetidamente citada sentencia de 1985: Dentro de estos límites y condiciones, las normas autonómicas podrán desarrollar los principios básicos del Ordenamiento sancionador estatal, llegando a modular tipos y sanciones —en el marco ya señalado— porque esta posibilidad es inseparable de las exigencias de prudencia o de oportunidad que pueden variar en los distintos ámbitos territoriales.

Y, por ello, la sentencia considera lícita una norma autonómica «si se limita a sancionar, aunque de distinto modo, una conducta también considerada ilícita en el Ordenamiento general y si tal sanción se proyecta sobre un bien que no es distinto del también afectado por el derecho sancionador estatal, sin llegar a efectar otros derechos constitucionalmente reconocidos». El sistema establecido por el Tribunal Constitucional —vulnerable en su lógica argumental y muy poco convincente en sus resultados— puede resumirse en la

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siguiente formulación: «una conversión de lo que en principio sólo sería supletorio, que deja de ser tal, para constituirse en el marco que encuadra dentro de ciertos límites la inicial libertad del legislador autonómico, en el conjunto de reglas del que deducir unas directrices que vinculan la regulación sancionadora regional incluso cuando se produce en el ámbito de sus competencias para establecer el respaldo represivo de su propia ordenación material». R E B O L L O ( 1 9 9 0 ) , a quien se debe el resumen que acaba de ser transcrito, termina emitiendo un juicio muy favorable a tal sistema, puesto que, gracias a él, el Tribunal Constitucional «ha querido evitar que el régimen sancionador total de la materia acabe resultando fragmentario, inconexo y hasta arbitrario». Pero, eso sí, siempre que todo se entienda con una condición: la de que las «divergencias racionales y proporcionadas [...] sólo son aceptables cuando se trata de infracciones por incumplimiento de la ordenación no básica emanada de las instituciones autonómicas; cuando, por el contrario, lo infringido sean las bases, carece de todo fundamento que las Comunidades establezcan cualquier modificación de las normas sancionadoras básicas y será irrazonable, salvo excepcional demostración, que unas mismas conductas de inobservancia de idéntica norma e igualmente lesiva de un determinado interés nacional tenga distinta sanción o régimen». La STC 136/1991, de 20 de junio, parece propiciar un cierto cambio de criterio interpretativo desde el momento en que reconoce la licitud de una sanción prevista en la legislación autonómica, que no aparecía antes en la estatal. Decisión tanto más sorprendente cuanto que la sanción en cuestión (cierre definitivo del establecimiento) había ya sido declarada inconstitucional por la sentencia 87/1985 en circunstancias muy similares. El mayor interés de la de 20 de junio de 1991 estriba en la reformulación que realiza de la doctrina anterior, que cada vez se encuentra más consolidada, sin peijuicios de las aplicaciones concretas que luego vaya haciendo el Tribunal. «En la comparación entre la norma estatal y la norma autonómica —empieza diciendo-^ debe hacerse un doble juicio, el de equivalencia para comprobar que se trata de situaciones comparables y el de la justificación, en su caso, de la desigualdad de trato; o sea, si la misma tiene un fundamento razonable y proporcionado en relación al fin perseguido respecto del régimen aplicable en otras partes del territorio». Y una vez recordado esto, a continuación se explica el procedimiento operativo: Para que pueda operar ese límite específico y excepcional del artículo 149.1, en su función de asegurar la igualdad en el ejercicio de derechos y cumplimiento de deberes constitucionales en todo el territorio del Estado, han de darse dos condiciones: en primer lugar, la existencia de un «esquema sancionatorio» estatal, que afecte a estos derechos y deberes constitucionales, y, en segundo lugar, que la normativa sancionadora autonómica suponga una divergencia cualitativa sustancial respecto a esa normativa sancionadora estatal que produzca una ruptura de la unidad en lo fundamental del esquema sancionatorio que pueda calificarse, además, de irrazonable y desproporcionada al fin perseguido por la norma autonómica.

Es posible que esta decisión concreta haya tranquilizado algo a la doctrina, justamente alarmada por el hecho de que el Tribunal estuviera manejando en estos casos el artículo 14 —o sea, la igualdad— y no el artículo 149.1.1.a, que es el que formalmente se invoca. Porque con este desplazamiento de lo competencial a la igualdad —conforme ha puesto de relieve P E M Á N G A V I N (Igualdad de los ciudadanos y autonomías territoriales, 1992, 203)— «podría llegar el Tribunal Constitucional a enjuiciar la razonabilidad de las divergencias [...], con independencia del título competencial que apoyara tal normativa estatal», con la consecuencia última de que ello «podría dar pie a la formulación de pretensiones de amparo ex artículo 14 en relación con las divergencias resultantes de la legislación autonómica respecto de la estatal, lo que

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supondría abrir la posibilidad de utilizar el recurso de amparo como cauce de resolución de problemas que en el fondo son competenciales». Sin minusvalorar la importancia de cuanto acaba de decirse, resulta evidente que en la práctica la cuestión más candentes es la de la articulación de las competencias autonómicas a ¡a hora de desarrollar las normas básicas del Estado, Los límites del ejercicio de la potestad sancionadora autonómica se venían deduciendo inicialmente de la garantía de la unidad en lo fundamental de la normativa administrativa sancionadora establecida en el artículo 1 4 9 . 1 . 1 . A . Ahora bien, en opinión de G E R M Á N VALENCIA ( 2 0 0 0 , 1 8 2 ) , a partir de la sentencia 6 1 / 1 9 9 7 , sobre el texto refundido de la Ley del Suelo de 1992, el Tribunal Constitucional ha modificado su criterio al subrayar que las potestades autonómicas pueden establecer sanciones también en el marco de las relaciones entre cualquier ley básica del Estado y su desarrollo autonómico. Como ha explicado C A L V O C H A R R O en 1 9 9 9 en el banco de análisis de las infracciones medioambientales el punto crucial estriba en la determinación de hasta qué punto puede apartarse la normativa autonómica de lo establecido por la legislación básica del Estado. Sobre este particular la postura del Tribunal Constitucional ha experimentado —en su opinión— un quiebro fundamental ya que si inicialmente empezó sosteniendo el respecto riguroso de las normas básicas (SS 2 2 7 / 1 9 8 8 y 1 4 9 / 1 9 9 1 ) posteriormente declaró que los tipos estatales suponían un «mínimo» que luego no podía ser alterado a la baja por el legislador básico de desarrollo, pero sí a la alta, de tal manera que resultaba lícita la imposición de sanciones de mayor dureza y gravedad que las estatales, como garantía de un plus de protección. En la actualidad la postura del Tribunal Constitucional es a este respecto unívoca y tajante: las infracciones y sanciones establecidas en la normativa básica estatal constituyen «una regla mínima cuya modulación a través de las circunstancias modificativas de la responsbilidad queda en manos de los legisladores y administradores autonómicos para configurarles en normas y aplicarlas al caso concreto» (STC 156/1995); lo que significa que «la protección concedida por la ley estatal puede ser ampliada y mejorada por la ley autonómica (en cambio) lo que resulta constitucionalmente improcedente es que resulte restringida o disminuida» (STC 196/1996). Desviaciones normativas que, como es obvio, deben estar debidamente justificadas como recuerda la STC 87/1995, de 18 de julio: la norma autonómica «no podrá introducir tipos ni prever sanciones que difieran, sin fundamental razonable, de los ya recogidos por la normativa válida para todo el territorio». Por poner un ejemplo jurisdiccional concreto, la STC 37/2002, de 14 de febrero, (refiriéndose a una ley autonómica de Función Pública) insiste en que «la potestad sancionadora no constituye título competencial autónomo [...] y que las Comunidades Autónomas tienen potestad sancionadora en las materias sustantivas sobre las que ostentan competencias, pudiendo establecer o modular tipos y sanciones en el marco de las normas o principios básicos del Estado [...] siempre que sean compatibles , no contradigan, reduzcan o cercenen dicha normativa básica». Y en la sentencia 124/2003, de 19 de junio, repite el canon hermenéutico de que «las Comunidades Autónomas pueden adoptar normas administrativas sancionadoras cuando tengan competencias sobre la materia sustantiva de que se trate (aunque con la reserva de que no pueden) introducir divergencias irrazonables y desproporcionadas al fin perseguido respecto del régimen jurídico aplicable en otras partes del territorio». Para terminar este punto vale la pena ejemplificar la sutileza que hay que manejar para lograr una delimitación precisa de las facultades sancionadoras. Las SSTC de 4 de julio
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ponde a la ley estatal tipificar las conductas infractoras cuando éstas se desarrollen en el dominio público marítimo-terrestre o incidan directamente sobre él, sobre su integridad física o su uso general; b) a las Comunidades Autónomas corresponde la competencia de prever sanciones administrativas en la zona de servidumbre e influencia en caso de infracción de las normas de desarrollo y adicionales de protección de la normativa estatal; c) las Comunidades Autónomas son en principio las encargadas de perseguir y sancionar las faltas cometidas en las zonas de servidumbre e influencia, aunque puedan serlo también directamente por la Administración del Estado cuando la conducta infractora atente a la integridad del demanio o el mantenimiento de las servidumbres de tránsito y acceso que garantizan su libre uso. D)

Legislación estatal posterior

Hasta ahora hemos visto las peculiaridades («modulaciones») que puede introducir la legislación autonómica en un régimen sancionador previamente establecido por la legislación estatal. Pero también puede verse el mismo problema desde el lado contrario, o sea, cuando la legislación originaria es autonómica y luego viene el legislador estatal a establecer un nuevo régimen. Esta perspectiva ha sido examinada por J. F. M E S T R E ( 1 9 9 1 , 2 5 0 0 ) , quien ha observado muy agudamente cómo la legislación estatal, so capa de su carácter supletorio, puede transformar sustancialmente el régimen sancionador autonómico. Ello ha de suceder así, fundamentalmente, cuando la ley autonómica no ha tipificado infracción alguna y sí lo hace luego la ley estatal. La falta de tipificación implica obviamente que para el legislador autonómico la conducta no es reprochable y resulta, por tanto, lícita; mientras que, por el contrario, el legislador estatal la declara reprochable e ilícita. Y lo mismo sucede cuando estatalmente se intensifica la gravedad de las infracciones y sanciones previamente tipificadas como tales por la Comunidad Autónoma. En definitiva, «bastaría con que el Estado aprobase sucesivas normas sancionadoras de mayor amplitud que las autonómicas, para que en virtud del principio de supletoriedad, tales conductas fueran reprobables jurídicamente, aunque esa no fuese la voluntad autonómica». La hipótesis no es, por lo demás, de laboratorio como el propio M E S T R E se encarga de demostrar con ejemplos muy reales que le permiten concluir que «no es posible convenir en la aplicación supletoria de la ley estatal (más que en los supuestos de inactividad autonómica) para completar la ordenación autonómica, que incluirá, de ordinario, la faceta negativa de la operación tipificadora, esto es, la decisión de no reputar infracción algunas conductas». Lo normal es, sin embargo, que las leyes autonómicas anteriores hayan regulado un sistema sancionador que luego no coincide exactamente con lo establecido en la ley estatal posterior. ¿Qué hacer entonces con las discordancias? Por supuesto que éstas son admisibles en principio, tal como se ha explicado antes cuando se habló del caso más común, que es el de la ley estatal anterior. Pues bien, no parece que haya razones para establecer una diferencia de régimen de estas dos variantes, es decir, que de acuerdo con la jurisprudencia del Tribunal Constitucional las infracciones y sanciones propias de las Comunidades Autónomas son lícitas y pueden añadirse a las impuestas por la legislación básica del Estado siempre que resulten razonables y en su resultado final no sean desproporciónales. E)

Cuestiones de procedimiento

Las cuestiones de procedimientos no se estudian aquí porque, como ya se ha repetido, no son objeto del presente libro. Aun así, quizás sea útil hacer una brevísima referencia en lo que afecta a las competencias autonómicas.

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El Consejo de Estado se refirió a este punto en el Dictamen que emitió sobre el Proyecto de la LPAC: Considera el Consejo de Estado que el Derecho sustantivo sancionador, pero también el Derecho procesal (o de procedimiento, según expresión al uso), se enmarca constitucionalmente, en cuanto a la competencia, en las reglas 1 .* y 18 .* del artículo 149.1 de la Constitución, aquélla atributiva al Estado de la «regulación de las condiciones básicas que garanticen la igualdad de todos los españoles en el ejercicio de los derechos y en el cumplimiento de los deberes constitucionales», y ésta en cuanto atribuye, también al Estado, «las bases del régimen jurídico de las Administraciones públicas» «y el procedimiento común» (no las bases del procedimiento común, sino la regulación como competencia plena del procedimiento común, a salvo de las especialidades propias del Derecho autonómico).

Esta sistematización, aparentemente tan clara, no evita, sin embargo, la aparición de algunas dificultades administrativas de cierta monta y, por lo que al Derecho Administrativo Sancionador se refiere, la siguiente: el procedimiento sancionador no aparece en el Título VI («De las disposiciones generales sobre los procedimientos administrativos»), sino en un capítulo siguiente («Principios de Procedimiento Sancionador») incluido en el Título IX, donde se regula «la potestad sancionadora». Esta dislocación sistemática suscita la duda de si aquí nos encontramos ante un procedimiento administrativo común. Lo que, a mi juicio, hay que responder en sentido afirmativo, pero sin perder de vista que se trate sólo de una regulación de «principios» de inequívoco signo garantizador. Su aplicación directa por las Comunidades Autónomas es, desde luego, indudable. Ahora bien, como las Comunidades Autónomas tienen competencias sancionadoras materiales propias, y en la medida en que así lo sea, habrán de tener presente lo que escrupulosamente recuerda el epígrafe II de la Exposición de Motivos: como ha señalado la jurisprudencia constitucional, no se puede disociar la norma sustantiva de la norma de procedimiento, por lo que también ha de ser posible que las Comunidades Autónomas dicten las normas de procedimiento necesarias para la aplicación de su Derecho sustantivo, pues lo reservado al Estado no es todo procedimiento sino sólo aquél que deba ser común y haya sido establecido como tal.

Lo que luego se concreta en el epígrafe XIV, donde se advierte que los principios materiales recogidos en el capítulo primero se consideran básicos al derivar de la Constitución y garantizar a los administrados un tratamiento común ante las Administraciones Públicas, mientras que el establecimiento de los procedimientos materiales concretos, es cuestión que afecta a cada Administración Pública en el ejercicio de sus competencias.

Tal como se cuidó de precisar la Exposición de Motivos de la LPAC, «la Constitución establece la competencia de las Comunidades Autónomas para establecer las especialidades derivadas de su organización propia pero además, como ha señalado la jurisprudencia constitucional, no se puede disociar la norma sustantiva de la norma de procedimiento, por lo que también ha de ser posible que las Comunidades Autónomas dicten las normas de procedimiento necesarias para la aplicación de su Derecho sustantivo, pues lo reservado al Estado no es todo procedimiento sino sólo aquél que debe ser común». En sede teórica la perspectiva procedimental de las competencias autonómicas en materia sancionadora ha sido estudiada monográficamente por O L I V Á N DEL C A B O en 1996, y allí se subraya que el Tribunal Constitucional en la temprana Sentencia 87/1985,

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de 16 de julio, estableció que el ejercicio de las competencias autonómicas debía encauzarse en los trámites del procedimiento administrativo común de inequívoca competencia estatal a tenor de lo dispuesto en el artículo 149.1.18. Sucede, no obstante, que diversas Comunidades Autónomas han dictado sus propios reglamentos de procedimiento sancionador que no coinciden siempre con lo dispuesto en la legislación estatal. Hasta ahora se ha venido hablando de las competencias autonómicas contempladas, por así decirlo, desde la perspectiva de la Administración del Estado. Éste es el planteamiento tradicional, ciertamente, pero no hay que olvidar que también existe un tercero en discordia —los Entes locales— al que no es lícito marginar, sin más, como ordinariamente suele hacerse. Cuando concurren varias pretensiones competenciales sobre una misma materia, o sobre un mismo punto de una misma materia, la solución no consiste siempre en determinar cuál es el Ente a quien corresponde y que va a excluir, en consecuencia, a los demás, sino que muchas veces hay que articular su convivencia simultánea. La operación puede ser, desde luego, muy complicada, pero resulta ineludible si se quiere respetar el inequívoco sentido participativo que expresa el artículo 2.° de la Ley de Bases de Régimen Local. Quiere esto decir, en definitiva, que, aunque se haya llegado a la conclusión de que la competencia corresponde, frente al Estado, a la Comunidad Autónoma, no por ello se ha de deducir automáticamente la exclusión del municipio o de la provincia, que pueden tener también un lugar asegurado por el citado artículo 2.° de la Ley de Bases en los términos que se desarrollarán más adelante.

2.

ENTES LOCALES

La potestad sancionadora de los Entes locales es tan antigua como ellos mismos, puesto que resulta inimaginable la existencia y funcionamiento de estas Corporaciones sin contar con este medio de asegurar su eficacia. La Historia —minuciosamente contada en este punto por EMBID (Ordenanzas y reglamentos municipales en el Derecho español, 1978)—- atestigua, desde luego, que esto siempre ha sido así desde los tiempos más remotos; para la época constitucional valgan aquí las referencias expuestas en el capítulo segundo de este libro y para conocer la rica casuística del siglo xix pueden servir de ejemplo las Ordenanzas municipales de la provincia de Palencia no hace mucho publicadas por Rogelio PÉREZ-BUSTAMANTE. A nuestros efectos, sin embargo, lo que importa no es constatar una realidad manifiesta, sino indagar su fundamento jurídico y constitucional, es decir, buscar —tanto dentro de la legislación local como de la sectorial— la norma atributiva de tal potestad, así como el alcance y condiciones de su ejercicio. La legislación local vigente, lo mismo la básica estatal que la emanada por las Comunidades Autónomas, ha sido, en general, muy atenta con las facultades sancionadoras de los Entes locales, y a ellas suelen referirse también con frecuencia las leyes sectoriales. La LPAC, en cambio, dejó este flanco insuficientemente cubierto y tuvo que ser el REPEPOS, con la limitada fuerza de su rango normativo, quien se preocupó inicialmente de establecer una regulación mínima, aunque sea singularmente ambiciosa. El régimen aplicable no se encuentra, por lo demás, en un solo texto de fácil acceso, sino que hay que construirlo a la manera de un mosaico trayendo de aquí y de allá las piezas dispersas que se encuentran diseminadas en las legislaciones locales, en las sectoriales, en las específicamente sancionadoras y en las últimas reformas de la LPAC y de la LBRL. Huelga decir, con todo, que lo que en este momento va a tratarse es únicamente lo que de específico tienen en esta materia los Entes locales aunque con una excepción importante ya que las cuestiones de tipificación se explicarán por razones sistemáticas —y muy pormenorizadamente— en el capítulo séptimo.

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A)

Atribución de la potestad

Como en su momento veremos con más detalle, la Ley 30/1992 ha introducido en el régimen del Derecho Administrativo Sancionador un curioso requisito prácticamente desconocido hasta entonces entre nosotros; concretamente exige para su ejercicio una atribución legal expresa a la Administración Pública de que se trate: «La potestad sancionadora de las Administraciones Públicas, reconocida por la Constitución, se ejercerá cuando haya sido expresamente atribuida por una norma con rango de Ley» (art. 127.1). Ni que decir tiene que tal exigencia puede traducirse en la desprovisión de la potestad a ciertas Administraciones Públicas cuando el legislador no se ha preocupado de realizar una atribución expresa. Ahora bien, éste no es, por fortuna, el caso de los Entes locales, a quienes la Ley de Bases de Régimen Local (con una atención excepcionalmente precavida dentro de nuestra práctica legislativa) se cuidó de advertir en su artículo 4.1 que en su calidad de Administraciones Públicas de carácter territorial y dentro de la esfera de sus competencias corresponde en todo caso a los Municipios, las Provincias y las Islas: [...] f) las potestades de ejecución forzosa y sancionadora.

Atribución que aparece también en algunas leyes sectoriales, como sucede en el artículo 41.6 de la Ley 26/1984, de 19 de junio, General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios, donde se advierte que corresponde a los Entes locales «ejercer la potestad sancionadora con el alcance que se determine en sus normas reguladoras»; mientras que en otras ocasiones lo que hace la ley sectorial es conectar en abstracto la titularidad de la potestad sancionadora a la competencia material, como puede comprobarse en el artículo 19.3 de la Ley 2/1985, de 21 de enero, de Protección Civil: La potestad sancionadora corresponde a las autoridades que, en cada caso y según lo dispuesto en esta ley y en las normas que la desarrollen y ejecuten, sean competentes en materia de protección civil.

En rigor todas estas determinaciones específicas y sectoriales resultan superfluas ya que a estos efectos basta lo dispuesto con carácter general en el artículo 4 de la LBRL. B) Atribución del ejercicio de la potestad a un órgano concreto Como es sabido, en el Derecho Administrativo español venía haciéndose tradicionalmente una distinción entre titularidad y ejercicio de competencias, así como entre la competencia propiamente dicha (que corresponde a los entes) y las atribuciones (o fracciones de la competencia global que corresponden a un órgano determinado de cada ente). La Ley 30/1992 no ha seguido, sin embargo, estos criterios convencionales y se limita a hablar en este punto de «ejercicio de potestades», que en todo caso se «atribuyen» sin distinguir según se trate de órganos o personas. Consecuente con esta postura, su artículo 127.2 declaraba en su redacción originaria que el ejercicio de la potestad sancionadora corresponde a los órganos administrativos que la tengan expresamente atribuida, por disposición de rango legal o reglamentario, sin que pueda delegarse en órgano distinto.

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En este punto se ha mostrado, una vez más, muy previsora la Ley de Bases de Régimen Local, ya que se ha procedido de forma expresa a realizar tal atribución en su artículo 21.k), que se pronuncia a favor de los Alcaldes «salvo en los casos en que tal facultad esté atribuida a otro órgano». La circunstancia de que sea el Alcalde el único órgano municipal competente para el ejercicio de la potestad sancionadora ha fomentado la práctica, muy generalizada en las leyes sectoriales, de atribuir la potestad no ya al ente, sino directamente al órgano, es decir, al Alcalde, confundiéndose así el todo con una de sus partes. En cualquier caso, las formas de tal atribución son muy variadas, siendo de entre ellas las más frecuentes las que a continuación se indican: a) En algunos casos, la atribución es por razón de la materia sin salvedad alguna, según puede comprobarse en el artículo 68.2 del Real Decreto Legislativo 339/1990, de 2 de marzo, Texto Articulado de la Ley sobre tráfico, circulación de vehículos a motor y seguridad vial: «las sanciones por infracciones o normas de circulación cometidas en vías urbanas corresponderán a los respectivos Alcaldes». b) Pero con más frecuencia limita la Ley sectorial la competencia municipal a una determinada cuantía de la multa, que en el año 1972 (Ley de 22 de diciembre sobre protección del ambiente atmosférico) llegaba a cien mil pesetas, mientras que en 1988 alcanzaba ya el techo del millón (art. 99.4 de la Ley de Costas de 28 de julio). Montante que aún se conserva en la paradigmática Ley 1/1992, de 21 de febrero, de Protección de la Seguridad Ciudadana (art. 29.2). c) Sin que falten tampoco ejemplos de posibilidad de sustitución de competencias, como previene el artículo 68.2 de la Ley de Protección de la Seguridad Ciudadana, que acaba de citarse: «Los Gobernadores civiles asumirán esa competencia [la sancionadora atribuida a los Alcaldes] cuando por razones justificadas o por insuficiencia de los servicios municipales no pueda ser ejercida por los Alcaldes». En otro orden de consideraciones es de señalar que en el ámbito local tuvo durante algún tiempo una enorme importancia la exigencia del artículo 127.2 (ya transcrito), conforme al cual no cabe delegación en el ejercicio de la potestad sancionadora. Esta cautela —de evidente intención garantista— no tiene relevancia alguna en la Administración General del Estado, puesto que en los Departamentos ministeriales no es habitual que las atribuciones de cada órgano estén fijadas en una ley: lo que se traduce en la posibilidad de que por simple reglamento (y ello está autorizado por la Ley 30/1992) puedan redistribuirse las competencias, es decir, que no hay necesidad de acudir al (prohibido) mecanismo de la delegación para descongestionar, si necesario parece, a un órgano abrumado por la proliferación de expedientes sancionadores. Muy distinto era, sin embargo, el caso de los Entes locales, para los que la prohibición indicada podía resultar enormemente perturbadora. Piénsese que el Alcalde de un municipio grande ha de imponer cada día varios miles de multas (aunque sólo sean las de tráfico) y que el Ayuntamiento no puede alterar la atribución genéricamente realizada por la Ley de Bases de Régimen Local en beneficio del Alcalde, es decir, que aquí no se puede redistribuir reglamentariamente nada, porque ello significaría ir en contra de la Ley. Congestionamiento que podría obviarse, no obstante, acudiendo al mecanismo de la delegación. Ahora bien, como éste ya no era posible por imperativo de la Ley 30/1992, he aquí que no cabía introducir alivio alguno: ni por reglamento general ni por delegación concreta, como acaba de verse. La situación podía, en consecuencia, llegar a ser dramática por causa de este efecto «no querido» que se había escapado al Legislador de 1992 y no faltaron voces que auguran la paralización del ejercicio de la potestad sancionadora municipal por la

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simple razón de la imposibilidad física del Alcalde para resolver diariamente miles de expedientes, incluso aunque estuvieren estandarizados. Esta preocupación está más que justificada; pero en la práctica podía aliviarse sensiblemente acudiendo al mecanismo previsto en el artículo 55.2: En los casos en que los órganos administrativos ejerzan sus competencias de forma verbal, la constancia escrita del acto, cuando sea necesaria (y aquí lo es, desde luego), se efectuará y firmará por el titular del órgano inferior o funcionario que la reciba oralmente, expresando en la comunicación del mismo la autoridad de la que procede. Si se trata de resoluciones, el titular de la competencia deberá autorizar una relación de las que haya dictado de forma verbal, con expresión de su contenido.

De hecho, todo ello se traducía en la confección por ordenador de largas relaciones de sanciones que el Alcalde firmaba sin gran trabajo, puesto que bastaba una sola firma al pie del listado diario, De esta manera, se desdramatizaba ciertamente la situación y se evitaba la parálisis en el ejercicio de la potestad; aunque habrá que convenir que, independientemente del costo de la realización de los listados, con esta práctica de reducían a la nada las pretendidas garantías perseguidas por el Legislador. La perspectiva realista del R E P E P O S ha intentado, por su parte, evitar la práctica de esta habilidosidad procedimental, que pretendía sustituir con un escamoteo técnico, haciendo entrar enjuego la desconcentración en lugar de la simple delegación: Los Alcaldes y los Plenos de las Entidades locales, mediante la correspondiente norma de carácter general, podrán desconcentrar en las Comisiones de Gobierno, los Concejales y los Tenientes de Alcalde las competencias sancionadoras que tengan atribuidas. Esta desconcentración estará sometida a los mismos limites y requisitos establecidos en el párrafo anterior. La norma de desconcentración se publicará en el Boletín Oficial de la provincia y en el tablón de edictos del Ayuntamiento o medio de publicación equivalente [art. 10.3, ap. 2].

Precepto de contenido maximalista y harto arriesgado, puesto que, en el contexto en el que nos movemos, la desconcentración habría de reducirse, por imperativo de la Ley de Bases, a las facultades de los Alcaldes en beneficio de los concejales. Ahora bien, todos estos problemas han desaparecido felizmente cuando la ley 4/1999, de 13 de enero, eliminó del artículo 127.2 de la LPAC la coletilla de «sin que puedan delegarse en órgano distinto». C)

Tipificación por ordenanza

La cuestión más ardua, tanto en el nivel teórico como en el práctico, ha sido siempre la de la compatibilidad del principio de reserva legal con la habitual tipificación de infracciones y sanciones realizada por ordenanzas locales. Extremo que por razones de sistemática expositiva se desarrollará con minuciosidad —tal como se ha anunciado— en el epígrafe V del Capítulo VII, al que por ahora nos remitimos. D) Pluralidad de atribuciones Cuando el ejercicio de la facultad de imponer sanciones no se conecta únicamente con la materia, sino que se añade el criterio diferenciador de la cuantía, puede resultar una superposición de órganos sancionadores en el supuesto de que la línea partidora de competencias no esté bien trazada o, si se quiere, cuando los abanicos competenciales se interseccionen.

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En cuanto a la sanción, es clara la aplicación de la regla de non bis in idem, recogida ahora en el articulo 133 de la Ley 30/1992 y a la que se dedica un estudio muy minucioso en el capítulo noveno de este libro. En su consecuencia, una vez impuesta la primera sanción, ya no es lícito imponer la segunda con independencia de la jerarquía o importancia de los óiganos tramitantes. Solución que no deja de provocar situaciones sorprendentes dado que, de hecho, parece que los dos órganos sancíonadores emprenden una carrera y el que sancione primero será el único que produzca un acto válido. Se hace con ello posible que un Alcalde bloquee la actividad posterior de un Gobernador civil, de un Consejero o de un Ministro, incluso aunque la sanción del primero sea mínima. Si en el terreno sustantivo el planteamiento de la regla del non bis in idem es claro, no sucede lo mismo en el ámbito procedimental, habida cuenta de que no existe mecanismo alguno para asegurar la precedencia de alguno de los procedimientos seguidos. Es decir, que los dos expedientes sancionadores habrán de tramitarse simultáneamente, a conciencia de que uno de ellos (el que tarde más en resolverse) terminará siendo completamente inútil. Cuestión muy distinta es la de la intervención de los Alcaldes en procedimientos en los que no tienen competencia resolutoria alguna, pero en los que pueden participar como colaboradores del Ente competente, incluso pudiendo llegar a proponer la resolución. Esto es lo que sucede, por ejemplo, con el artículo 29.2 de la citada Ley de Protección Ciudadana: «los alcaldes pondrán los hechos en conocimiento de las autoridades competentes o, previa la sustanciación del oportuno expediente, propondrán la imposición de las sanciones que correspondan». Y en la Disposición Adicional 5.a de la Ley 31/1990, de 27 de diciembre, sobre sanciones en materia de sanidad y consumo, se advierte que la competencia sancionadora de los Alcaldes sólo llega a 25.000 pesetas; pero «cuando por la naturaleza y la gravedad de la infracción haya de superarse dicha cuantía, se remitirá el expediente, con la oportuna propuesta, a la autoridad que resulte competente». E)

Tipificación de sanciones

Todavía falta por examinar la tercera reserva legal: la que se refiere a la tipificación de sanciones, tal como aparece en el artículo 129.2 de la LAP. Esta exigencia no ofrece para las Entidades locales la importancia ni las dificultades que hemos visto a propósito de la tipificación de infracciones, dado que aquí contamos con varias tipificaciones legales genéricas y algunas otras específicas. a) Por lo pronto está el venerable contenido del actual artículo 603 del Código Penal, conforme al cual «en las Ordenanzas municipales y demás reglamentos generales o particulares que se publicaren en lo sucesivo y en los bandos de policía y buen gobierno que dictaren las autoridades, no se establecerán penas mayores que las señaladas en este libro»: limitación que implica una habilitación para las sanciones inferiores. b) Y en la legislación local, el actual artículo 141 en su redacción de la ley 57/2003 del Texto Refundido añade con mayor precisión que hasta 3.000 euros para las muy graves, 1.500 para las graves y 750 para las leves. Siendo de lamentar que la reforma haya dejado pasar la oportunidad de establecer un segundo parámetro de graduación (en relación con la población municipal) y sobre todo que no haya introducido otras variantes sancionadoras no pecuniarias (como la no utilización de servicios o instalaciones, decomisos, retirada de licencias, etc.) que pueden resultar más eficaces, o más adecuadas a la infracción, que las multas.

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El Tribunal Constitucional, en su sentencia 385/1993, de 23 de diciembre, ha dedicado un largo comentario a este precepto: este mecanismo de la escala gradual en función del censo tiene viejas raices en nuestro Derechos histórico y ha llegado hasta nuestros días en la legislación sectorial, donde con otros escalones cuantitativos no muy distintos se recoge en las leyes de Seguridad Ciudadana y del Suelo. El precepto que aquí ahora se enjuicia cumple, en cambio, una función residual con un ámbito genérico. Es una cláusula subsidiaria para el caso de silencio al respecto en las normas reguladoras de cada actividad administrativa o de cada materia.

Una sentencia que vino acompañada de un voto particular de Mendizábal redactada en los siguientes términos: El carácter arbitrario de un criterio tal, utilizado por el legislador, contrario a la racionalidad y generosidad que exige a los poderes públicos en art.9 de la Constitución. Esta arbitrariedad se potencia por incidir además negativamente en la autonomía municipal que coarta y menoscaba, ya que se discrimina a los Ayuntamientos no en razón de lo que hacen sino de lo que son. Esta autonomía, proclamada constitucionalmente no es troceable por mor del tamaño de quien la posee. La gradualidad escalonada de las sanciones a la vista del padrón es, en definitiva, un sistema desafortunado y obsoleto, propio del tiempo pasado [...]. Ese tope máximo con carácter general y residual condiciona grave y negativamente las competencias autonómicas y, por tanto, priva de soporte constitucional a la norma que se debate.

La lectura de este artículo y de sus modestas sanciones echa por tierra, además, la encendida diatriba de G A R C Í A D E E N T E R R Í A ( 1 9 9 3 , 6 7 1 ) : «los entes locales, según el Reglamento, podrán [...] fijar a su albur la clase, cuantía y modalidades de las sanciones principales y accesorias, puesto que ninguna Ley general impone un catálogo y un límite cuantitativo general de las sanciones disponibles. Podrán, por ejemplo, igualar o sobrepasar (aunque no, naturalmente, en materia urbanística; en cualquier otra —"vinculación negativa"— en que el límite legal no exista) los dos mil millones de pesetas que fija como cuantía máxima de las sanciones el artículo 275 de la Ley del Suelo o los cien millones de pesetas que juegan en materia de consumo.» Esto no es cierto. Tal como acaba de verse, el límite legal que las ordenanzas municipales no pueden sobrepasar es el de la ridicula cifra de quinientas pesetas para el 95 por 100 de los municipios españoles, y de 2 5 . 0 0 0 para los de Madrid y Barcelona, salvo que otra ley haya dispuesto lo contrario. c) Sin que tampoco falten abundantes ejemplos en la legislación sectorial, de los que se ha dado alguna muestra al hablar de la atribución de potestad. En definitiva, la exigencia de tipificación legal de sanciones está sobradamente cumplida, puesto que la ley establece unos mínimos y luego se remite lícitamente a las Ordenanzas locales para que precisen tales mínimos. 3.

E N T E S INSTITUCIONALES Y CORPORATIVOS

A) Tal como estamos viendo, el fraccionamiento subjetivo de la potestad sancionadora es una simple —y necesaria— consecuencia de la correlativa pluralidad de las Administraciones. Lo que sucede, sin embargo, es que el contenido de tal potestad se va debilitando conforme se desciende en la escala de la territorialidad. Así, frente al haz completo de facultades que integran la potestad sancionadora del Estado y de las Comunidades Autónomas, acaba de verse cómo el correspondiente a los Entes Locales es ya más reducido, al menos en lo que se refiere a la potestad norma-

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tiva tipificante de infracciones y sanciones; aunque, por otro lado, esta reducción va acompañada de una mayor amplitud e intensidad de contenido. El Tribunal Constitucional, en su Sentencia 386/1993, de 23 de diciembre, ha tenido ocasión de referirse a la potestad sancionadora de estos Entes, que reconoce sin ambages: «es claro que el Legislador es libre de otorgar la potestad sancionadora a un ente público cuando concurre una relación de sujeción especial, derivada, una vez más, de los efectos que se otorgan a las auditorías y de la obligación legal de realizarlas». La alusión a las relaciones especiales de sujeción (de las que me ocuparé más adelante con detenimiento) no resulta demasiado feliz, puesto que el otorgamiento de la potestad es independiente de que existan personas sujetas a esta relación especial. Pero lo que sí importa subrayar es el enorme aumento del contenido y ámbito de las sanciones en lo que atañe a los Entes públicos independiente o neutrales creados para la regulación e intervención de un sector económico: tarea que resultaría imposible sin el complemento de una potestad sancionadora intensa. Para comprender lo que se está diciendo basta pensar en el Banco de España o en la Comisión Nacional del Mercado de Valores. Un sistema similar aparece en la Ley 2 6 / 1 9 8 8 , de 2 9 de julio, sobre Disciplina e Intervención de las Entidades de Crédito, cuyo artículo 18 atribuye al Banco de España competencia para la imposición de sanciones por infracciones graves y leves, al Ministerio de Economía y Hacienda por infracciones muy graves y al Consejo de Ministros para la sanción de revocación de la autorización de la entidad. Advirtiéndose en el artículo 25.2 que «las resoluciones del Banco de España que pongan fin al procedimiento serán recurribles en alzada ante el Ministerio de Economía y Hacienda». Una disposición que no concuerda muy bien con la conceptuación de Administraciones «independientes» que hoy tan de moda está; pero que SUAY ( 1 9 7 7 , 371) hace muchos años, y en un contexto similar ya ha intentado explicar: tratándose de una agresión a la esfera individual, parece aconsejable encomendar el ejercicio de esta potestad a los órganos de la Administración Pública, cuya representatividad es superior a la de los Entes institucionales. La verdad es que, a juzgar por los recientes comentarios de B E T A N C O R (Las Administraciones independientes, 1 9 4 4 , 2 6 5 - 2 6 7 ) y por la bibliografía que cita (SUAY, J I M É N E Z - B L A N C O ) , los autores están todavía muy desconcertados ante la compleja regulación legal de la potestad «disciplinaria» de estos Entes. Conviene recordar también que el Consejo de Ministros no se ha olvidado de los Entes institucionales a la hora de aprobar normas reglamentarias. Valga de ejemplo el Real Decreto 1394/1993, de 4 de agosto, para el Monopolio de Tabacos; el 1572/1993, de 10 de septiembre, para las infracciones por incumplimiento de las obligaciones establecidas en la Ley de la Función Estadística Pública; y al 2119/1993, de 3 de diciembre, aplicable a los sujetos que actúan en los mercados financieros (referentes estos últimos, por tanto, al Instituto Nacional de Estadística y a la Comisión Nacional del Mercado de Valores). B) El caso de los Entes corporativos es materialmente más complejo, aunque ofrece la ventaja de contar con un texto único que simplifica su tratamiento y comprensión, al menos en lo que se refiere a los Colegios Profesionales. El artículo 5 de la Ley de Colegios Profesionales de 13 de febrero de 1974 declara, en efecto, que Corresponde a los Colegios Profesionales el ejercicio de las siguientes funciones, en su ámbito territorial: [...] i) Ordenar en el ámbito de su competencia la actividad profesional de

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DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR los colegiados, velando por la ética y dignidad profesional y por el respeto debido a los derechos de los particulares y ejercer la facultad disciplinaria en el orden profesional y colegial.

El alcance de esta facultad es, en principio, meramente disciplinar, de riguroso ámbito interno, aunque quizás pudiera extender sus efectos a terceros al amparo de lo dispuesto en la letra b) del mismo artículo: «ejercer cuantas funciones les sean encomendadas por la Administración». Por otra parte, y a diferencia de lo que sucede con la Administración Institucional, las facultades atribuidas no son sólo impositivas sino también normativas; aunque, como estas últimas no están previstas de manera directa en ninguna parte, su admisión ha provocado no pocas dudas, especialmente por lo que se refiere al principio de legalidad. Porque, si las infracciones y sanciones aparecen tipificadas en los Estatutos Colegiales, su carácter reglamentario es indudable al ser aprobados por órganos de la Administración del Estado o de la Comunidad Autónoma y, por ende, carecen de cobertura legal suficiente. Y menos todavía si se trata de las llamadas Normas Deontológicas, aprobadas en el seno del mismo Colegio. No obstante lo cual, el Tribunal Constitucional se ha pronunciado en su favor sin vacilar, al menos en una ocasión. La STC 219/1989, de 21 de diciembre de 1989 ha tenido ocasión de examinar ambas cuestiones; pero como el carácter normativo de las Normas Deontológicas será estudiado más adelante (al tratar de la remisión reglamentaria y de las peculiaridades de la tipificación en el Derecho Administrativo Sancionador), baste aquí recordar que para el Tribunal no ofrece el menor reparo de inconstitucionalidad ni el artículo 5./) de la Ley 2/1974 ni la práctica sancionadora-disciplinaria que con habitualidad ejercen las Corporaciones, nunca reprochada tampoco por el Tribunal Supremo. Comentando el precepto citado, observa la sentencia que «esta norma legal contiene una simple remisión a la autoridad colegial o corporativa, vacía de todo contenido sancionador material propio». Lo que, sin embargo, no obsta a su legalidad en razón de la naturaleza de los vínculos relaciónales en que se inserta, ya que si tal tipo de remisión resulta manifiestamente contrario a las exigencias del articulo 25.1 de la Constitución, cuando se trata de las relaciones de sujeción general, no puede decirse lo mismo por referencia a las relaciones de sujeción especial. Es más, en el presente caso (Colegios de Arquitectos) nos hallamos ante una muy característica relación constituida sobre la base de la delegación de potestades públicas en entes corporativos dotados de amplia autonomía para la ordenación y control del ejercicio de actividades profesionales, que tiene fundamento expreso en el artículo 36 de la Constitución. De ahí que, precisamente en este ámbito, la relatividad del alcance de la reserva de ley en materia disciplinaria aparezca especialmente justificada.

Criterio que hizo suyo inmediatamente el Tribunal Supremo en su Sentencia de 24 de marzo de 1990 (Ar. 3656; Bruguera): Tampoco puede aducirse con éxito infracción del artículo 25.1 de la Constitución por haberse castigado al amparo de los Estatutos para el régimen y gobierno de los Colegios de Arquitectos de 13 de junio de 1931 y de las Normas Deontológicas de Actuación Profesional de los Arquitectos aprobadas el 22 de noviembre de 1971, carentes de respaldo legal, pues el Tribunal Constitucional ha resuelto directamente este tema en su reciente sentencia 219/1989, de 21 de diciembre [...], doctrina ya aplicada al caso de las aludidas normas estatutarias y deontológicas de los arquitectos, lleva a la conclusión de su constitucionalidad.

La verdad es que el Tribunal Supremo nunca había puesto en duda las facultades sancionadoras de los Colegios Profesionales. Por limitarnos a la jurisprudencia post-

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constitucional, la sentencia de 23 de septiembre de 1988 (Ar. 7244; Reyes) invoca nada menos que las siguientes fundamentaciones que «confirman la titularidad de la potestad sancionatoria de los mismos: artículos 9 j) y 6.3.J) de la Ley de Colegios Profesionales, en concordancia con lo que disponían los artículos 863 y concordantes de la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1870 y hoy corroboran los artículos 439 y 442 de la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1985, que preceptúa que la responsabilidad disciplinaria por una conducta profesional compete declararla a los correspondientes Colegios conforme a sus Estatutos (también STC de 26 de diciembre de 1984)». Si bien lo más importante de esta sentencia es que admite una tipificación genérica dado que la deontología profesional «nunca es susceptible de específica catalogación en numerus clausus». La Sentencia de 3 de marzo de 1990 (Ar. 2133; Reyes) se refiere pormenorizadamente a la grave cuestión de la reserva legal de la tipificación, que resuelve mediante la consabida explicación de las relaciones especiales: En el ámbito de las relaciones de sujeción especial se pone de relieve una capacidad administrativa de autoorganización más que el ejercicio del ius puniendi genérico. En el caso de autos es indiscutible el quid diferencial de las relaciones en cuyo ámbito se ejerce la potestad sancionadora. Se trata de la ordenación ad intra de una corporación pública de carácter exclusivamente profesional, sectorial, tradicional depositaría de una potestad disciplinaria que se ejerce en el orden colegial. Puede afirmarse, por tanto, que aquí se debilitan las exigencias del rango formal de ley en beneficio de una más amplia potestad reglamentaria y que aquéllas quedan cumplidas con la habilitación conferida por la disposición final de la Ley 2/1974.

En la Sentencia de 18 de julio de 1990 (Ar. 6647; Reyes) culminan las tesis indicadas, tanto en la relajación de la reserva legal como en la de la precisión tipificante, que puede llegar a la ausencia absoluta de tipificación: lo importante es que los actos que se imputaron estaban plenamente probados aunque literal y específicamente no se hallaran definidos en su singularidad por las Normas Deontológicas ni por los Estatutos y ni siquiera por la legislación general de Colegios, que le sirve de cobertura, siempre que la concreta conducta que se depura se inscriba en esa genérica normativa, ya que, como recordaba la sentencia de 3 de marzo de 1990, con cita de la de 23 de septiembre de 1988, esa genericidad se produce, sin embargo, con la expresividad y suficiencia de los preceptos afectantes a la deontología profesional, nunca susceptibles de específica catalogación en numerus clausus.

La sorprendente tolerancia de estas sentencias ha empezado ya a ser recortada en la STC 93/1992, de 11 de junio, que estima el recurso de amparo. A tal propósito resultan muy interesantes las consideraciones que ofrece aquí el Tribunal para justificar su cambio de criterio y que, aparte de no ser convincentes, suenan a excusatio non petita. Por lo que se refiere concretamente a la norma sancionadora, se aclara que no es preciso enfatizar que en el actual asunto existen marcadas diferencias [con el anterior). En aquel caso este tribunal se mostró de acuerdo con el Ministerio Fiscal en que los textos reguladores de la deontología profesional de los arquitectos requieren una adecuación a los requisitos que dimanan del principio de legalidad sancionadora pero adoptando la perspectiva propia del Tecurso de amparo, que se ciñe a determinar si en el caso singular se han vulnerado los derechos fundamentales susceptibles de remedio en esta sede, se alcanza la conclusión de que no habrá duda de que la conducta sancionada se encontraba descrita como ilícita en términos sobradamente previsibles para un profesional (...]. Por el contrario, la conducta por la que se ha sancionado a la farmacéutica actora del presente litigio no consiste en una infracción de su deontología profesional, del conjunto de deberes inherentes a su arte profesional [...] sino

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DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR de un turno de vacaciones, impuestas obligatoriamente para garantizar un equilibrio entre los beneficios económicos de los distintos titulares de las farmacias. Al tratarse de una normativa diferente y sobreañadida a los deberes deontológicos [...].

Por mi parte confieso sinceramente que no acaba de entender todos estos razonamientos. Porque, después de haber aceptado (como acaba de verse) la posibilidad constitucional de unas normas sancionadoras no publicadas, basándose en la presunción de que un profesional ha de conocerlas en todo caso, a renglón seguido establece una teoría muy estricta sobre las fuentes normativas reguladoras de los Colegios Profesionales, distinguiendo al efecto entre Estatutos Generales y Estatutos particulares de cada Colegio. Por lo que se refiere a estos últimos (aquí también comprendidos los «Reglamentos»), «no ofrecen un fundamento normativo suficiente para imponer una sanción por conducta profesional ajena a las relaciones internas en cuanto miembro de la asociación que forma la base del Colegio». Lo cual significa que los Estatutos Generales sí que prestan la cobertura legal necesaria a tal fin. Postura que provoca una gravísima excepción al principio de legalidad, de la que me ocuparé más adelante. La fragilidad normativa de las normas colegiales no parece suponer obstáculo alguno para su validez y eficacia sancionadora en opinión tanto del Tribunal Constitucional como del Tribunal Supremo: probablemente porque siempre son contempladas desde la óptica de las relaciones de sujeción especial que, cuando son auténticas (como en el presente caso), permiten relajaciones muy graves de la reserva legal. La STS de 8 de octubre de 1983 (Ar. 7551; Reyes) confirma una multa corporativa provincial, sin llegar a cuestionarse siquiera la cobertura legal del tipo; pero, a nuestros efectos, lo importante de esta sentencia es que, consciente de su peculiaridad normativa, advierte que los reglamentos de este tipo deben ser aportados a los autos por los interesados, habida cuenta de su ordinaria falta de publicidad, pues con ellos no rige la regla de iura novit curia. Una alusión especial merece la situación de los Abogados y Procuradores en razón de la abundante jurisprudencia que han provocado. Como es sabido, la Ley Orgánica del Poder Judicial reconoce la doble disciplina a que están sometidos estos profesionales: por su actuación ante Juzgados y Tribunales (que se rige por las leyes procesales) y por su conducta profesional, sometida a la autoridad colegial. En este segundo aspecto, el artículo 109 del Estatuto General de la Abogacía, aprobado por el Real Decreto 2.090/1982, de 24 de julio, establece que «la potestad disciplinaria se ejercerá sobre conductas que infrinjan deberes profesionales o normas éticas de conducta en cuanto afecten a la profesión» (y su objetivo —mantener un determinado nivel ético— es muy distinto del de la policía de estratos). Con lo cual tenemos ya, como mínimo, un escalado normativo de tres niveles: la Ley de Colegios Profesionales (cuyo art. 5 ya ha sido transcrito), el Estatuto de 1982 y, en fin, las normas internas colegiales (reglamentos y Normas Deontológicas). A tal propósito, para el Tribunal Supremo, como para el Constitucional, la constitucionalidad de la Ley está fuera de dudas y el Estatuto también cuenta con suficiente cobertura legal, como argumenta la STS de 16 de diciembre de 1993 (Ar. 10053; Sanz) con largo acopio de sentencias anteriores que avalan la tesis. Pues bien, el tercer escalón también parece intachable, como ya se vio antes con carácter general, y como para los abogados remacha la sentencia de 27 de diciembre de 1993 (Ar. 10054; Peces): La STS de 16 de diciembre de 1993 (a la que acaba de aludirse) ha estimado que la tipificación por incumplimiento de las normas deontológicas y de las reglas éticas que gobiernan la actuación profesional de los abogados constituye una predeterminación normativa con certeza más que suficiente para definir la conducta como sancionable.

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Cuando se leen sentencias de este estilo resulta inevitable sospechar que hay una diferencia cualitativa entre la situación de quienes se encuentran en una relación de sujeción general o de una especial y que, por tanto, habrá que ir pensando en el acotamiento y elaboración dogmática propia de las relaciones disciplinarias o de sujeción especial, tal como han hecho la LPAC y el REPEPOS. Porque es muy posible que, sin peijuicio de su base común, haya más distancia entre el Derecho Sancionador y el Derecho disciplinario (a estos efectos: relaciones de sujeción especial) que entre el Derecho Administrativo Sancionador y el Derecho Penal. De recordar es, por último, que la Disposición Transitoria 1.A de la LPAC establece, siquiera sea en términos no usuales, la regla de su subsidiariedad respecto de la legislación especifica: «Las Corporaciones de Derecho Público representativas de intereses económicos y profesionales ajustarán su actuación a su legislación específica. En tanto no se complete esta legislación les serán de aplicación las prescripciones de esta Ley en lo que proceda». 4.

Ó R G A N O S N O ADMINISTRATIVOS

La dualidad de manifestaciones (tan comúnmente aceptada) del ius puniendi del Estado se rompe de nuevo cuando se toman en consideración órganos que no son ni Tribunales ni Administración y a los que también se reconoce una modalidad de tal potestad. Piénsese, concretamente, en las sanciones que imponen las Asambleas Parlamentarias o los Jueces y Tribunales como actividades distintas a la Ley y a la sentencia, respectivamente. Ni que decir tiene que, cuando así se amplía el objeto del análisis, éste adquiere un grado mayor de complejidad. Porque aquí entra en juego la enconada polémica sobre si estos órganos (en su origen inequívocamente no administrativos) pueden ser considerados como Administraciones Públicas cuando actúan de esta manera. En caso de respuesta afirmativa no habría problema; pero en caso contrario habría que aceptar que existen órganos no administrativos —ni, mucho menos, judiciales— titulares de una potestad sancionadora. Sea como fuera, el planteamiento correcto debe realizarse sobre la base de que hoy se admite sin dificultades que un órgano no administrativo dicte actos de naturaleza administrativa (y por ende impugnables ante la Jurisdicción contencioso-administrativa, de lo que hay múltiples ejemplos en las leyes) sin adquirir por ello una condición subjetivamente administrativa. Sin necesidad de entrar en esta áspera polémica de la «extensión del concepto actual de la Administración Pública», baste recordar que la STC 1 9 0 / 1 9 9 1 , de 1 4 de octubre alude a la posibilidad de que las sanciones disciplinarias impuestas por los Tribunales puedan ser consideradas «materialmente administrativas» (s/'c) y que la STC de 1 8 de junio de 1 9 9 0 (basándose en la 3 / 1 9 8 2 ) sustenta, a la inversa, la tesis de que un órgano judicial —la Sala de Gobierno de una Audiencia— aun «siendo generalmente un órgano gubernativo con funciones de gobierno [...], en determinados supuestos puede ejercer f u n c i o n e s jurisdiccionales». En definitiva, la naturaleza del sujeto no predetermina inexcusablemente la naturaleza de sus actos, que puede ser distinta según los casos. Lo que significa que órganos no administrativos pueden imponer auténticas sanciones administrativas en el ejercicio de una auténtica potestad sancionadora. Tal como dice la STC 1 9 0 / 1 9 9 1 , de 14 de octubre, como buen ejemplo de esta dualidad, coexisten de esta manera dos tipos o clases de responsabilidad cuya funcionalidad y naturaleza jurídica son bien distintas. Mientras que la llamada responsabilidad disciplinaria junsdic-

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125 DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR cional, o procesal, atiende la corrección de las faltas u omisiones cometidas por los funcionarios judiciales con ocasión de los actos y procedimientos judiciales, en el supuesto de la «responsabilidad disciplinaria gubernativa» son en general la forma y condiciones en que son cumplidos por dichos funcionarios los deberes a que están sujetos por el cargo que ostentan, lo que justifica la potestad disciplinaria prevista.

La situación que se está describiendo ha sido prolijamente analizada en la STS de 3 de diciembre de 1990 (Ar. 10028; González Navarro), que conviene citar in extenso para poder calibrar el peso de su teorización. En el caso de autos se trataba de sanción impuesta por un Juez a un Letrado como consecuencia de su actitud en un trámite forense y, alegándose que contra la misma, una vez confirmada por la Sala de Gobierno de la Audiencia, no procedía recurso contencioso-administrativo al disponerlo así el artículo 452 de la Ley Orgánica del Poder Judicial, el Tribunal razona en contra que no debe confundirse la Administración de Justicia con su organización administrativa de apoyo (que algunos llaman, para distinguirla de aquélla, Administración Judicial). Mientras que la primera está constituida subjetivamente por los tribunales unipersonales y colegiados actuando como tales, es decir, juzgando, realizando funciones de judicación, la segunda, la organización administrativa de apoyo, está formada por el Ministerio de Justicia, por el Consejo General del Poder Judicial, por las Salas de Gobierno y por las oficinas judiciales. En esta organización [...] hay funcionarios que tienen un doble carácter: de jueces —cuando actúan una función de iudicatio o judicación (vocablo que está incluido en el Diccionario de la Academia)— y de puros órganos administrativos [...]. Y el juez tiene asignados dos tipos de funciones: funciones de autoridad, que actúa mediante la sentencia, en la que da soluciones a los conflictos intersubjetivos planteados por las partes y funciones de potestad.

Como consecuencia de todo ello, la sentencia subraya el carácter de órganos administrativos de las Salas de Gobierno, a pesar de estar compuestas por jueces, y la necesidad de que su actuación sea controlada en vía contencioso-administrativa. Insistiendo en estas ideas la misma sentencia analiza la sanción impuesta por un Juez —y confirmada por la Sala de Gobierno de la Audiencia— a un abogado y llega a la conclusión de que si bien es cierto que «en ningún caso pueda entenderse que la Sala de Gobierno de una Audiencia tiene la consideración o pueda incluirse dentro del concepto de Administración Pública», aun así la sanción es un acto gubernativo por las razones antes indicadas y —lo que a nuestros efectos es lo más importante— es el resultado de una inequívoca potestad disciplinaria que corresponde a los Tribunales, no a la Administración. Y es que «"el ejercicio de esta potestad disciplinaria de los Tribunales se incardina dentro de los actos procesales de carácter sancionador que aparece intimamente vinculada con la función jurisdiccional que desempeña». La trascendencia de esta declaración ya ha sido examinada más atrás: es una prueba más de que la potestad sancionadora es siempre un anejo de alguna otra potestad (de administrar las aguas, de recaudar impuestos, de gestionar un patrimonio público, de hacer justicia), a cuyo servicio está. Entendidas así las cosas —que es como venían entendiéndose tradicionalmente— tenemos que: — la potestad sancionadora no es exclusiva de una Administración concreta, y ni siquiera de las Administraciones Públicas, sino del titular de la potestad principal o material, cualquiera que sea: Administración, Tribunales, Asambleas Parlamentarias, Casa Real; lo que significa que — se resquebraja nuevamente la moderna tesis de que la potestad sancionadora de la Administración es una de las dos manifestaciones del ius puniendi del Estado o, por lo menos, debe ser entendida a la luz de la proposición anterior.

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El repertorio de todas estas manifestaciones sancionadoras que flotan entre lo administrativo y lo jurisdiccional es tan amplio que hace imposible su enumeración exhaustiva y tan heterogéneo que dificulta mucho su sistematización. La STC 36/1991, de 14 de febrero, se ocupa, por ejemplo, de los Tribunales Tutelares, que no forman parte del Poder Judicial aunque deben respetar en su actuación (y cabalmente por no hacerlo se anula parcialmente su regulación) los derechos fundamentales que consagra para cualquier ejercicio del ius puniendi el artículo 24 de la Constitución. Lo que no impide reconocer que las especiales características de) proceso reformador (de menores) determina que no todos los principios y garantías exigidos en los procesos contra adultos hayan de asegurarse aquí en los mismos términos. Tal es el caso del principio de publicidad, en donde razones tendentes a preservar al menor de los efectos adversos que puedan resultar de la publicidad de las actuaciones, podrían justificar su restricción.

5.

E L ARTÍCULO 1 2 7 . 1 D E L A L P A C

La fragmentación subjetiva del ius puniendi del Estado y la correlativa pluralidad de manifestaciones de la potestad sancionadora aparece muy bien en el artículo 127.1 de la LPAC, donde se alude a «la potestad sancionadora de las Administraciones Públicas reconocida en la Constitución [...]». Para determinar, entonces, cuáles son estas Administraciones Públicas a las que aquí se hace referencia hay que acudir al artículo 2.° de la misma Ley, en el que se establece que: 1. Se entiende a los efectos de esta Ley por Administraciones Públicas: a) La Administración General del Estado, b) Las Administraciones de las Comunidades Autónomas; c) Las Entidades que integran la Administración Local.

Hasta aquí no hay dificultad alguna puesto que siempre se ha reconocido que estas entidades eran Administraciones Públicas y que, además, disponían de la potestad sancionadora. Las dudas pueden venir —según sabemos por el número 3 de este mismo epígrafe— de los «otros entes», a los que se refiere el mismo artículo en los siguientes términos: Las Entidades de Derecho Público con personalidad jurídica propia vinculadas o dependientes de cualquiera de las Administraciones Públicas tendrán asimismo la consideración de Administración Pública. Estas Entidades sujetarán su actividad a la presente Ley cuando ejerzan potestades administrativas, sometiéndose en el resto de su actividad a lo que dispongan sus normas de creación.

La intención de este precepto no puede ser más clara —reconocer a las Entidades de Derecho Público la consideración de Administraciones, sometiendo una parte de sus actividades al régimen jurídico de éstas— y, aunque en líneas generales su interpretación y aplicación ha de ofrecer no pocas dificultades, la situación es, por fortuna, muy distinta en lo que se refiere al D e r e c h o Administrativo Sancionador, dado que éste se conecta, sin duda alguna, a una potestad administrativa. En su consecuencia tenemos que la Ley admite la existencia de potestad sancionadora de las Entidades de Derecho Público y somete su ejercicio a lo dispuesto en ella misma. Otra cosa es, sin embargo, la posibilidad de su ejercicio, puesto que se trata de cuestiones separadas, tal como se explicó más arriba al hilo de las Corporaciones locales y ahora vamos confirmando.

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Para la ley, la existencia de la potestad está fuera de discusión, dado que se encuentra «reconocida en la Constitución». Pero ello no quiere decir que pueda ser ejercida, sin más, por sus titulares, dado que, para hacerlo, precisan de un requisito adicional que puntualiza el artículo 127.1: «se ejercerán cuando haya sido expresamente atribuida por una norma con rango de ley». En definitiva, pues, la nueva Ley ha venido a dotar al ejercicio de la potestad administrativa sancionadora de los Entes de Derecho Público de un régimen jurídico, insuficiente desde luego ya que la Ley es notoriamente incompleta, pero que representa, mirando hacia atrás, un enorme adelanto. IV 1.

EJERCICIO DE LA POTESTAD FACULTADES BÁSICAS

Aceptando convencionalmente que toda potestad está integrada por un haz de facultades, entiendo que el ejercicio de la sancionadora de la Administración comprende tres facultades básicas —la de establecimiento normativo, la de imposición y la de ejecución— que concurren conjunta o separadamente en cada Administración titular de la potestad, según los casos, y con un contenido o alcance muy variable. a) En virtud del principio de juridicidad (prescindiendo ahora de su variante concreta de legalidad) las actividades sancionadoras individualizadas deben estar previstas previamente en una norma. Como consecuencia del principio constitucional de reserva legal se ha privado a la Administración de esta facultad de establecimiento, cuyo ejercicio no es originario sino derivado de la ley y, por su manifestación reglamentaria, sometido a las limitaciones que se explicarán en el capítulo sexto. b) Establecidas en una norma las infracciones y sanciones y garantizado con ello el principio de juridicidad (y, en su caso, el de legalidad), la segunda facultad sancionadora consiste cabalmente en la determinación de las infracciones y de los infractores concretos así como en la imposición de sanciones. La facultad de imposición de sanciones presupone la previa constatación de la infracción: y de los infractores lo que se realiza a lo largo de un procedimiento formalizado dirigido de ordinario por el mismo Ente que va a sancionar, aunque a veces se desdoblan estas funciones y uno tramita y propone la resolución mientras que otro impone la sanción. c) El titular de la facultad de imposición de sanciones tiene también la de imponer su ejecución, aunque también es posible su separación, como sucede cuando la exacción de multas administrativas es encomendada al Juez. La anterior descripción pone muy bien de relieve —y una vez más— las profundas diferencias estructurales y funcionales que separan la potestad sancionadora de la Administración de la potestad penal de los Tribunales. Diferencias que ahora es moda infravalorar en beneficio de los rasgos comunes que también existen, claro es. La potestad punitiva del Poder Judicial está encomendada a unos órganos perfectamente diferenciados y con funcionalidad exclusiva y excluyente, de tal manera que han sido creados a tal objeto y sólo para ello. Los órganos sancionadores de la Administración, en cambio, son indiferenciados en cuanto que el sancionar es una función más, que eventualmente se acumula a las otras muchas que tienen atribuidas. Por así decirlo, no son creados para sancionar, aunque puedan hacerlo llegado el caso. No son, en definitiva, órganos especializados sino de gestión genérica y lo que sucede es que la gestión —tal como se afirma en el presente libro— engloba la sanción.

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Esta falta de diferenciación orgánica y funcional es consecuencia, a su vez, de otra diferenciación más profunda: la normativa. Las normas penales son, en efecto, diferenciadas, especializadas y autónomas, que, por tanto y salvo excepciones, son un fin en sí mismas y no se refieren a otras actividades del Estado. El Código Penal no es otra cosa que un catálogo abstracto de desvalores rigurosamente autosuficientes, que se impone a los Tribunales como un datum externo. Mientras que las leyes sancionadoras no tienen sentido por sí solas, ya que se refieren inexcusablemente a otras normas y a otras actividades del Estado. La tipificación de las infracciones en materia de aguas es incomprensible si no se relaciona con la legislación de aguas. Y siguiendo con el ejemplo, los Tribunales penales para nada intervienen en la administración de las personas: la protección de este bien jurídico corresponde a la Policía, no al Juez. En cambio, es la misma Administración hidráulica la que, además de sancionar las actuaciones contaminantes, previene y protege la pureza de las aguas. Con lo cual nos encontramos de nuevo ante el fenómeno tantas veces subrayado en las páginas anteriores: de la misma manera que la potestad administrativa sancionadora es inseparable de la potestad administrativa interventora (de la que constituye un simple anejo), la actuación administrativa es inseparable de la actuación sancionadora: no son más que las facetas de la gestión pública. Todas estas circunstancias provocan, además, que en la potestad sancionadora nunca pueda ser limpia la separación entre el plano normativo (facultad de establecimiento) y el plano ejecutivo (facultad de imposición): por mucho que aquí se predique también el principio de la legalidad, la reserva legal se encuentra inevitablemente deteriorada por la presencia de reglamentos —aunque sean normalmente de desarrollo— que colaboran con el legislador en la tipificación de infracciones y sanciones. Lo que jamás sucede con los Tribunales en el ámbito de la potestad penal. Ignorar las diferencias estructurales, orgánicas y funcionales que separan ambas potestades es una negación de evidencias que constituye un error técnico garrafal. Si lo que de veras se pretende es extender al Derecho Administrativo Sancionador las garantías imprescindibles en un Estado de Derecho, es plausible intentar conseguirlo mediante la aplicación a este campo de los principios garantistas del Derecho Penal. Pero —cuando se elige este camino, ya que hay otros también no menos plausibles— hay que saber detenerse en este punto (como efectivamente sucede con muchas sentencias) sin sobredimensionar lo que es una simple técnica con aditamentos dogmáticos que el sistema jurídico, tal como está pensado y tal como está funcionando, no puede asimilar. 2.

EJERCICIO FACULTATIVO

En un orden muy distinto de consideraciones —aunque sin salimos de planteamientos deducidos inmediatamente de la realidad más rabiosa—veamos ahora qué significa esta circunstancia, al parecer tan extraña, de que la Administración no ejerce de ordinario su potestad sancionadora, de tal manera que sólo una mínima parte de las infracciones que se cometen llegan a ser castigadas: en materia de tráfico, alimentación, seguridad en el trabajo o urbanismo, de seguro que no llegan al uno por mil. Para justificar este hecho (que es conocidamente universal) han acudido los autores a las explicaciones más variadas. En Italia, siguiendo a Z A N O B I N I , se apunta que si la imposición de penas constituye un deber para el Estado, no así la de sanciones administrativas, que expresan un mero derecho subjetivo que, en cuanto tal, puede ser ejercitado o no. Más moderna y más sencilla parece, con todo, la explicación de la discrecionalidad, sostenida ya por B O R S I (apud PALIERO-TRAVI, 1 9 8 8 , 2 5 0 - 2 5 6 ) . En

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cualquier caso, el nombre técnico más usual para designar el ejercicio facultativo de la potestad es el de la «oportunidad». Frente al principio de la legalidad, que implica el deber de perseguir y sancionar las infracciones, el principio de oportunidad establece la posibilidad o permisibilidad de poner en marcha tales consecuencias jurídicas. O lo que es lo mismo: la Administración no está obligada por ley a castigar sino que simplemente se le autoriza a hacerlo. En los Derechos europeos el principio de oportunidad está absolutamente generalizado: en España por práctica indiscutida, lo mismo que en Francia ( M O U R G E O N , 1 9 6 7 , 3 0 3 ss ), y en Alemania por imperativo expreso del artículo 4 7 . 1 de la Ley Reguladora de las Infracciones (OWING): «La persecución de las infracciones depende de la discrecionalidad vinculada (pjlichtgemaesses Ermessen) de la Administración sancionadora, quien puede ordenar el archivo del expediente mientras el procedimiento sea de su competencia». Comentando este precepto ha señalado G O H N E R T ( K K O W I G , 4 7 ) que la regla es la persecución, por cuya razón la excepción —es decir, la no persecución— debe ser justificada. Dicha justificación se materializa a través de la figura genérica de la discrecionalidad vinculada; pero no faltan criterios específicos como los siguientes: a) Tal como ha advertido ocasionalmente la Jurisprudencia, no debe cambiarse bruscamente de criterio (o sea, sin previo aviso) para castigar infracciones que venían siendo toleradas; b) Se puede ser fácilmente tolerante con infracciones en las que media una culpabilidad leve y no estén enjuego intereses públicos importantes. Pero prescindiendo de estas teorizaciones ajenas y retomando una cuestión que ha sido examinada en el capítulo primero, huelga comentar el sentimiento de injusticia e indignación que produce esta forma de actuar—a unos se les expedienta y a otros noen aquellos que, más o menos casualmente, son realmente sancionados con flagrante violación del principio de igualdad, tal como ya ha denunciado Lorenzo M A R T Í N R E T O R T I L L O ( 1 9 7 6 , 2 2 y 2 3 ) . En la práctica es habitual que los sancionados aleguen otros supuestos exactamente iguales al suyo que han permanecido impunes; pero, como es sabido, tanto el Tribunal Supremo como el Constitucional han sentado la doctrina de que la igualdad no puede invocarse dentro de la ilegalidad. Actitud que da pie para exponer algunas consideraciones; siendo aquí de cita obligada, como referencia bibliográfica imprescindible, el magistral estudio de B L A N C A L O Z A N O publicad o e n 2 0 0 3 e n e l n.° 161 d e l a R A P .

Una cosa es la iniciación del expediente sancionador (que expresa el ejercicio de la potestad sancionadora) y otra muy distinta el que, una vez iniciado el expediente y llegado a la resolución, ésta haya de ser condenatoria si se comprueba la existencia de la infracción. El ejercicio facultativo implicaría la libertad de iniciar, o no, el expediente y la de archivarlo en cualquier momento antes de la resolución; pero no la absolución en contra de la legalidad. Por lo mismo, impuesta una sanción no sería lícita su revocación de oficio sin formalidad alguna alegando que se trata de un acto de gravamen no sujeto a los trámites legales específicos de tal revocación. O más exactamente todavía: la revocación es admisible si se constata que la sanción fue indebidamente impuesta; no siendo admisible, en cambio, si su imposición fue correcta. Entre nosotros suele justificarse el carácter facultativo del ejercicio de la potestad en la circunstancia de que no existe legitimación para impugnar una decisión de este tipo habida cuenta de la falta de interés de terceros e incluso del propio interesado en su eventual pretensión de ser sancionado. Una explicación que dista mucho de ser convincente, dado que parece un sarcasmo negar la legitimación de vecinos y colindantes para solicitar la iniciación de un expediente sancionador contra quien, por

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ejemplo, está emitiendo humos nocivos desde su fábrica; y, en cuanto al propio interesado, también es innegable que tiene interés legítimo, no ya en ser sancionado, sino en ser expedientado con objeto de que en la resolución se declare oficialmente su absolución y así se disipen las sospechas que puedan haberse levantado socialmente. Nada tiene de particular por ello que algunos autores aislados, como G A R C Í A DE ENTERRÍA y F E R N Á N D E Z R O D R Í G U E Z , afirmen en su Curso que «la omisión del ejercicio de la potestad cuando el interés colectivo (o individual, añado yo por mi cuenta) lo exige constituye una irregularidad en el funcionamiento de la Administración que puede determinar [...] una condena a ese ejercicio» o —conviene añadir— a la indemnización por no haberlo hecho como ha declarado ya el Tribunal Europeo de Derecho Humanos. Con la regulación actual de la inactividad administrativa es indiscutible que puede pretenderse de los Tribunales una sentencia que condene a la Administración a realizar determinados actos. Pero, si esto queda fuera de duda, lo esencial está por determinar, es decir, si y cuándo la Administración está obligada a actuar. Dicho con otras palabras: si el ejercicio de la potestad fuera obligatorio, siempre cabría la posibilidad —por muy dificultosa que iuera su realización— de exigir el cumplimiento de tal obligación; otra cosa es, sin embargo, si se trata de una potestad de ejercicio facultativo porque en tal caso es intrascendente la legitimación de exigencia o las dificultades reales de la misma. En mi opinión, el ejercicio de la potestad sancionadora no es obligatorio para la Administración, quien puede, por tanto, iniciar o no los correspondientes expedientes. Sé de sobra que esta tesis repugna al sentimiento de justicia y quebranta el principio de igualdad; pero hay otra razón más pesada que la abona, a saber: la realidad. Sería ingenuo aquí decir que la realidad debe imponerse porque ya se encarga ella de hacerlo sin que nadie lo propugne: la realidad se impone indefectiblemente y ella es la que nos enseña que es materialmente imposible sancionar y aun expedientar a todos los infractores. Sostener, por tanto, el carácter obligatorio supondría multiplicar por cien o por mil el número de funcionarios y ni aun así. Ad impossibilia nemo tenetur. el Derecho se detiene ante las puertas de lo imposible. Bien es verdad que a muchos se les puede antojar trivial esta explicación e incluso inadmisible, al menos para aquellos que pretenden que la realidad ha de adaptarse a las normas. Pero para mí el Derecho irreal o irrealizable no es Derecho. Nótese, con todo, que en el principio está el hecho incontestable de la imposibilidad de la persecución total de los infractores y que luego, las explicaciones jurídicas a que más arriba se ha aludido no son sino justificaciones a posteriori, de tal manera que con ellas lo que de veras quiere explicarse no es el carácter de la potestad sino la realidad misma. Cuando Z A N O B I N I habla del derecho subjetivo, es evidente que con tal sutileza lo que quiere explicar es que la Administración italiana no persiga de hecho a los infractores. Parece, por ello, mucho más sincera la postura de Lorenzo M A R T Í N - R E T O R T I L L O (1991, 144) y no sería prudente dejar a un lado su advertencia: «¡Qué de incumplimientos de normas han de producirse para que al final entren en juego las sanciones administrativas! La práctica de la tolerancia está generalizadísima [...]. Han de suceder cosas de gran entidad para que al final se reaccione [...]. Hay que recalcar la nota de la aleatoriedad. Lo que implica, por lo mismo, la abundante proliferación de desigualdades. Intervienen, sin duda, muchos factores y no diré simplistamente que sean razones políticas (o, al menos, con carácter predominante). Cuenta a veces lo complicado de algunas regulaciones, con las dificultades inherentes a la hora de exigir respeto a las reglas. En no pocas ocasiones, serán los costos adicionales que conlleva el respeto de las normas. No es infrecuente que los incumplidores se den arte para echar

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a la opinión pública en contra de las autoridades administrativas. No dejará de hacer su aparición el flagelo del paro; de cumplirse las normas, se dirá, ha de seguirse una dolorosa secuela de desempleados. Y tantas otras motivaciones, reales o aparentes, objetivas a veces, irreflexivas y emocionales con frecuencia, entre las que no ocupa escaso lugar la inercia, la dejadez, la falta de sensibilidad social, la prepotencia de álgunos comerciantes o empresarios, cuando no una arraigada praxis de pasividad social de los ciudadanos». Ésta es la situación perversa que, respecto de las sanciones disciplinarias, había yo denunciado hace muchos años ( N I E T O , 1 9 6 4 ) o la «tremenda paradoja», indicada por SUAY ( 1 9 8 9 , 2 9 ) , de que «mientras, por un lado, tenemos una Administración dotada de los más aparatosos poderes represivos, por otro lado, por el lado de la realidad, tenemos que la Administración apenas hace uso de tales poderes». Para comprender lo que está sucediendo importa tener presentes dos perspectivas: por un lado, el fin de las sanciones y, por otro, los objetivos del legislador. El fin de las sanciones es, en último extremo, el cumplimiento de determinadas normas. Si se multa a los automovilistas imprudentes no es tanto para «retribuirles» su pecado sino, mucho más simplemente, para que no vuelvan a pecar. A la Administración —como a la sociedad en general— no le preocupa que un infractor quede impune (no sea «retribuido») sino que con la sanción —e incluso con la amenaza de ella— procure no infringir y que, en definitiva, el tráfico sea más seguro y más fluido. Pues bien, probado está que en ocasiones es más eficaz a estas efectos la benevolencia que el rigor y tal es la política que se sigue actualmente en casi todas las Administraciones, al menos para las infracciones de masas. Ya hemos visto antes que así se practica en la Comunidad Europea y entre nosotros la Administración advierte primero, antes de castigar, o castiga por días o zonas, si es que cree que con ello se propicia el respeto posterior a las normas. En muchas ciudades españolas no rigen los viernes por la noche y sábados y domingos las reglas de aparcamiento urbano ni en las fiestas las regulaciones de ruido y hasta en los tiempos más duros del franquismo se permitía en días y lugares perfectamente conocidos la práctica de actividades prohibidas e incluso delictivas (Juego, máscaras de Carnaval). El panorama cambia de aspecto, sin embargo, cuando se lo examina desde la perspectiva de la política estatal de la represión. Cuando el lector moderno repasa las disposiciones sancionadoras de la Novísima Recopilación no puede evitar una sonrisa ante la ingenuidad del poder cuando amenazaba con sancionar a los que utilizasen determinadas salsas para condimentar sus alimentos, se vistieran con ciertas prendas, atendieran excesivas bestias en sus caballerizas o construyeran los voladizos en sus tejados con materiales prohibidos. En tales condiciones se colocaba al país entero fuera de la ley; pero con un aparato policial reconocidamente incapaz para hacer efectivo tan formidable repertorio de mandatos y prohibiciones. Pues bien, hoy las cosas no han variado sino para ir a peor. El catálogo de infracciones ha aumentado tan prodigiosamente que no es exagerado afirmar que no existe ni un solo ciudadano que pueda estar seguro de no estar contraviniendo alguna norma. El Ordenamiento Jurídico ha colocado a todos los ciudadanos, incluso a los más escrupulosos, literalmente fuera de la ley y sólo la tolerancia personal de las autoridades y sus agentes, así como la propia debilidad del aparato represivo evitan que todos los españoles estén «empapelados». Jurídicamente esto no es grave si se acepta ta explicación —que acaba de verse— de que el ejercicio de la potestad sancionadora es facultativo; pero la situación general resulta intolerable ya que de esta manera —como también se ha apuntado— el ciudadano está en manos de la Administración, cuya tolerancia ha de comprar con la sumisión política y con la colaboración en la corrupción.

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El individuo que hace un gesto de protesta o de critica no será castigado por ello, naturalmente; pero corre el riesgo —y en determinados casos, la certeza— de que será visitado por inspectores fiscales, inspectores de industria, inspectores de policía, que constatarán inevitablemente infracciones suficientes como para hacerle arrepentirse de su gesto desencadenante. Dicho en una palabra: el ciudadano vive entre la arbitrariedad y el azar: unas condiciones que convierten en un sarcasmo —tal como se ha desarrollado pormenorizadamente en la Introducción— las garantías del Derecho Administrativo Sancionador y permiten sospechar razonadamente de las pregonadas virtudes del Estado de Derecho. Y todavía hay más: la conciencia de vivir fuera de la ley desestimula al individuo a la hora de cumplirla. Sabiendo que es imposible (st'c) evitar las infracciones y sabiendo que depende del azar el ser sorprendido por un agente o de la tolerancia (comprada o gratuita) de autoridades y funcionarios, ya no se tiene demasiado interés en legalizar las situaciones. Teniendo en cuenta lo aleatorio de la infracción, es económicamente rentable arriesgarse porque la infracción, en último extremo, «vale la pena». En esta encrucijada de intereses, realidades y deseos ilusos, no me siento con fuerzas para defender la abolición del principio de la oportunidad, aunque considero imprescindible la imposición de ciertos límites a su ejercicio —al estilo de los que se apuntaron en la Introducción o los que ya existen en el Derecho alemán—, para cuya elaboración están convocadas naturalmente la doctrina y la Jurisprudencia. Y una vez que tales límites se hayan establecido, vendrá la cuestión del control de su respeto. Formulado en términos muy concretos: ¿Qué puede hacer el juez contenciosoadministratívo si no está de acuerdo con la decisión adoptada al respecto por la Administración? En principio parece que corresponde a la Administración, y no al juez, valorar las circunstancias determinantes del ejercicio de la facultad sancionadora, decidiendo en consecuencia. Lo cual es cierto y, por ello, el juez no debe sustituir el criterio administrativo por el suyo propio. Afirmación que no obsta, sin embargo, al control que corresponde a los Tribunales sobre todos los actos de la Administración. La decisión administrativa de ejercer (o no ejercer) sus facultades represivas es un acto jurídico, siquiera sea de naturaleza discrecional, y por ello resulta controlable en vía jurisdiccional si bien únicamente con los limitados instrumentos y con los reducidos efectos característicos de la revisión de los actos administrativos discrecionales. En resumidas cuentas: creo correcta la tesis del ejercicio facultativo de la potestad sancionadora de la Administración. Ahora bien, la oportunidad debe entenderse como discrecionalidad —y, en cuanto tal, controlable— y no como arbitrariedad. A los Tribunales, a falta de norma reguladora, corresponde establecer los criterios de tal control, que, a mi juicio, han de basarse, para empezar, en lo siguiente: la Administración tiene que justificar las razones que le impulsan a perseguir una infracción concreta en un contexto de tolerancia (o, a la inversa, explicar las razones de una tolerancia singular en un caso de rigor generalizado). Así, por ejemplo, será arbitrario sancionar a un automovilista —a uno solo— que ha aparcado mal en una calle donde todos hacen lo mismo; pero estará justificada la sanción de todos los vehículos mal aparcados en una manzana, sin que un sancionado pueda alegar que nada se ha hecho tres manzanas más allá. En este supuesto no habrá discriminación individual sino (por así decirlo) por manzanas, que no supone arbitrariedad: se trata de que el agente no podía sancionar a todos y empezó por una manzana. C O B R E R O S ( 2 0 0 0 ) , partiendo de una reconocimiento genérico de la naturaleza discrecional del acto administrativo de iniciación, o no, del procedimiento sancionador, insiste en la inquisición obligatoria cuando aparecen datos suficientes para excluir el

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margen de decisión, entre los que se encuentran fundamentalmente la gravedad de la infracción y la intensidad del riesgo producido. Apurando las cosas, para este autor el principio de oportunidad únicamente rige en los ilícitos menores. Apreciada la arbitrariedad discriminatoria, surge una nueva dificultad: ¿podrá el Tribunal revisor anular un acto administrativo dictado en estricto cumplimiento de la norma? Porque, si no lo anula, será ilusorio el control. En mi opinión, la anulación es posible —y debida— ya que el vicio del acto administrativo no consiste en la infracción de la norma sancionadora sino en la arbitrariedad con que ha sido adoptado. En cualquier caso, y tal como se está viendo, importa distinguir cuidadosamente entre las dos manifestaciones del ejercicio facultativo de la potestad sancionadora: la tolerancia de incumplimientos, por un lado, y la exigencia, inesperada y excepcional, por otro. En cuanto a lo primero, parece conveniente (o más bien, inevitable) dejar en manos de la Administración la decisión de perseguir, o no, a los infractores, salvo que haya interesados en tal persecución que así lo soliciten. Porque sería inicuo que la Administración permaneciera inactiva ante infracciones sanitarias o peligrosas, cuya existencia hubiera sido denunciada por los peijudicados o por quienes corren el riesgo del peijuicio. En cuanto a lo segundo, la Administración no queda vinculada a su tolerancia, es decir, no puede pasar por alto indefinidamente las infracciones (puesto que no puede desconocer la ley que impone la orden o la prohibición), pero el principio de la buena fe la obliga a advertir de su cambio de criterio, es decir, a anunciar que va a abandonar la tolerancia. Y, sobre ello, el principio de la igualdad le obliga a perseguir a todos los infractores que se encuentren en igual situación. Únicamente con estas condiciones puede resultar admisible el ejercicio facultativo de la potestad sancionadora, por muy inevitable que sea. Pasemos ahora al análisis del denunciante y de la denuncia, dado que, como acaba de decirse, la presentación de una denuncia obliga a replantear el régimen ordinario del principio de oportunidad. El artículo 11 del REPEPOS admite con carácter general que la denuncia puede poner en marcha la iniciación de oficio de un procedimiento sancionador, precisando que denuncia es «el acto por el que cualquier persona, en cumplimiento o no de una obligación legal, pone en conocimiento de un órgano administrativo la existencia de un determinado hecho que pudiera constituir infracción administrativa. Las denuncias deberán expresar la identidad de la persona o personas que las presentan, el relato de los hechos que pudieran constituir infracción y la fecha de su comisión y, cuando sea posible, la identificación de los presuntos responsables». Añadiendo en el número 2 que «cuando se haya presentado una denuncia, se deberá comunicar al denunciante la iniciación o no del procedimiento cuando la denuncia vaya acompañada de una solicitud de iniciación». En definitiva, el REPEPOS ha venido a confirmar la vigencia del principio de oportunidad sin otro contrapeso que la mínima cortesía de comunicar al denunciante la decisión que se haya adoptado. El actual estatuto jurídico del denunciante no puede ser, por tanto, más débil y a lo largo del libro habrá ocasión de comprobarlo en situaciones concretas. La jurisprudencia, salvo excepciones muy aisladas, estima, en efecto, que la «denuncia no tiene otro efecto que el de poner en conocimiento de la Administración la comisión de hechos supuestamente ilícitos, con el fin de que se ponga en marcha su actividad investigadora o sancionadora» (STS de 7 de junio de 1985; Ar. 3650); pero negando tajantemente al denunciante la legitimación para recurrir contra la desatención de la denuncia y para participar como interesado en el procedimiento que eventualmente se inicie: lo que resulta trascendental a efectos de la impugnación de una decisión absolutoria.

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Sin olvidar, con todo, que en algunos supuestos la jurisprudencia ha ampliado el círculo de sus derechos, como se ve en la STS de 25 de mayo de 2002 (3.a, 3.a, Ar. 7412) en la que en materia de defensa de la competencia se declara que «no pueden rechazarse las denuncias que tengan un cierto fundamento sobre la realidad de las conductas denunciadas, debiendo abrirse el procedimiento en el que, con intervención y audiencia de los implicados, puedan practicarse las pruebas de cargo y de descargo sobre la realidad de los hechos denunciados». Con lo cual se explicarían ciertas posiciones de Derecho positivo que imponen el deber de denunciar. Algo que carecería de sentido si a tal deber no siguiera consecuencia jurídica alguna. Véase, por ejemplo, lo dispuesto en el artículo 4.1 del Real Decreto 320/1994, de 25 de febrero, en el que se establece que «los agentes de la autoridad encargados del servicio de vigilancia del tráfico deberán denunciar las infracciones que observen cuando ejerzan funciones de vigilancia y control». Para robustecer el estatuto del denunciante alguna sentencia ha acudido a la fórmula de considerarle como un auténtico interesado (pero debe tratarse de un interés por el resultado de una resolución que le afecte personalmente, y no de un simple «interés a que se respete la legalidad», al que una terca jurisprudencia sigue negando valor legitimador). Así lo hace la STS de 3 de junio de 1998 (3.a, 3.a, Ar. 1998): El artículo 23 de la LPAC considera interesados a quienes promuevan el procedimiento como titulares de derechos o intereses legítimos y a aquellos cuyos intereses legítimos, personales y directos puedan resultar afectados por la resolución y se personen en el procedimiento en tanto no haya recaído resolución definitiva. Esta doble circunstancia se da en la recurrente, que se considera perjudicada por la conducta de una empresa turística, de tal forma que la resolución que se dicte en el expediente le va a afectar [...] Por eso no se le puede considerar como un simple denunciante, a lo efectos de denegar su legitimación, pues su posición le permite intervenir en el procedimiento, haciendo alegaciones y aportando los elementos probatorios que estime oportunos.

De acuerdo con lo anterior, el planteamiento correcto sería, entonces, el siguiente: si el denunciante no es interesado rige el principio de la oficialidad y si es interesado, el de la oportunidad; siendo interesado, obviamente, el titular de derechos e intereses legítimos afectados. Todo esto parece muy bien; mas nótese que así se construye un círculo vicioso, ya que el interesado es el titular de derechos e intereses y el titular de derechos e intereses es interesado. Para romper tal círculo no queda otro remedio que el indicado por la STS de 6 de marzo de 2000 (Ar. 1811): únicamente «atendiendo a las circunstancias de cada caso concreto (es) como ha de decidirse si el denunciante es o no portador o titular de un interés legítimo en obtener una respuesta sancionadora». Afirmación a la que precede el siguiente razonamiento: «conceptualmente no son situaciones equiparables la del denunciante y la del interesado, pues cabe que quien facilita la notitia infractionis a la Administración carezca de interés legítimo en el caso»; mientras que, por el contrario, el «denunciante portador de un ínteres legitimo [...] estaría legitimado para exigir el control jurisdiccional de la resolución». Según se está viendo, la jurisprudencia —que carece de un criterio claro y uniforme— recorre sin escrúpulos toda la gama de posibilidades, habiendo llegado incluso a declarar el deber de persecución en determinadas condiciones, como hace la STSJ de Andalucía/Sevilla de 1 de marzo de 2001 (Ar. 518): Si en la tramitación de un procedimiento sancionador dirigido contra un sujeto concreto «resultan elementos para poder dirigir el procedimiento contra otra persona, la Administración viene obligada a iniciar otro procedimiento sancionador» ya que el ejercicio de la potestad sancionadora no es una facultad de la Administración sino un deber.

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E incluso así se establece con carácter general en la STS de 4 de mayo de 199 (Ar. 10096): «el principio de legalidad, de sometimiento pleno a la ley y al Derecho, que gobierna la actuación de las Administraciones Públicas, impone la corrección de las infracciones administrativas que hayan podido cometerse». El principio de legalidad es, en efecto, el último punto de anclaje de la tesis de la oficialidad. Y no sólo para una determinada línea jurisprudencial sino también para un sector de la doctrina. Como ha escrito L O Z A N O (2003, 94), el rechazo en este punto de la discrecionalidad administrativa es «consecuencia ineludible del principio de legalidad que rige la potestad sancionadora de la Administración y es lo que permite que la potestad sancionadora siga expandiéndose sin poner en grave peligro la seguridad jurídica y la garantía de derecho a la igualdad de los interesados». Sin que falten tampoco normas positivas contundentes como la Ley 2/1998, de 20 de febrero, del País Vasco, cuya novedad se explica así en su Exposición de Motivos: «Los artículos 30 y 35 pretenden introducir el equivalente de la acusación particular del proceso penal (en el procedimiento administrativo). No se encuentra motivo alguno para limitar la virtualidad del concepto general de interés legítimo en el procedimiento administrativo sancionador. El ciudadano no tiene derecho a castigar, pero en cuanto víctima posible del ilícito penal o administrativo, tiene un claro interés en solicitar el ejercicio del poder público punitivo y en participar en el procedimiento previsto para encauzar tal ejercicio. La infracción administrativo puede perjudicar los derechos e intereses individuales tanto como el delito o la falta penales (amén del perjuicio al interés general siempre presente), por lo que no se alcanza a comprender la causa de la limitación consistente en que en el procedimiento administrativo sancionador únicamente estén presentes el interés general y el individual del imputado». 3.

C O N D I C I O N E S F O R M A L E S D E EJERCICIO

No hace muchas páginas se ha hablado de las condiciones materiales que el Derecho comunitario europeo impone al ejercicio de la potestad sancionadora de las Administraciones nacionales; y a lo largo del libro ha de reaparecer esta cuestión de forma recurrente (respeto a la legalidad, a la reserva legal, al mandato de tipificación, al principio de legalidad, a la prohibición de bis irt idem) y en términos generales, puesto que el Derecho Administrativo Sancionador no es, en sustancia, sino un sistema de condicionamientos jurídicos, constitucionales y legales, que determinan la validez o invalidez de tales actuaciones. En el presente epígrafe va a hacerse una breve alusión a los condicionantes de tipo formal. La LPAC inicia el desarrollo del régimen administrativo sancionador con una solemne declaración al respecto: «La potestad sancionadora de las Administraciones Públicas, reconocida en la Constitución, se ejercerá [...] con aplicación del procedimiento previsto para su ejercicio» (art. 127.1). Y la importancia que se da a esta cuestión se reflejó luego en la publicación de un reglamento específico por Real Decreto 1.398/1993, de 4 de agosto, «de procedimiento para el ejercicio de la potestad sancionadora». Como no es objeto del presente libro, según sabemos, el estudio de tal procedimiento, aquí nos vamos a limitar a aludir a los aspectos constitucionales más relevantes que, en cuanto tales, no es lícito separar de su vertiente sustantiva o material. En su consecuencia, no vamos a examinar los «principios del procedimiento sancionador que aparecen en el Capítulo II del Título XI de la LPAC, ni tampoco su desarrollo reglamentario de 1993 sino, mucho más sumariamente, plantear el extremo

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capital de hasta qué punto el ejercicio de la potestad administrativa sancionadora está sometida al artículo 24 de la Constitución. Porque con toda evidencia no es lo mismo tener que moverse en el plano de la mera legalidad que en el de la constitucionalidad más rigurosa. Pues bien, la respuesta a tal pregunta no puede ser más sencilla si recordamos que la potestad administrativa sancionadora forma parte de la potestas puniendi global del Estado que es objeto directo de la regulación constitucional. Por lo tanto, de la misma manera que se ha constitucionalizado la vertiente material del Derecho Administrativo Sancionador subordinándola al art. 25, también habrá que hacer lo mismo con la vertiente forma, en los términos del artículo 24: «Todas las personas tienen derecho a obtener la tutela efectiva de los Jueces y Tribunales en el ejercicio de sus derechos e intereses legítimos, sin que, en ningún caso, pueda producirse indefensión. 2. Asimismo, todos tienen derecho al juez ordinario predeterminado por la ley, a la defensa y a la asistencia de letrado, a ser informados de la acusación formulada contra ellos, a un proceso público sin dilaciones indebidas y con todas las garantías, a utilizar los medios de prueba pertinentes para su defensa y a no declarar contra sí mismos, a no confesarse culpables y a la presunción de inocencia». Esta relevancia constitucional de las condiciones formales del ejercicio de la potestad administrativa sancionadora significa, en definitiva, que su tratamiento ha de trascender mucho más allá de los textos legales y reglamentarios. El Tribunal Constitucional ha asumido esta postura en una «doctrina sentada» reiterada en innumerables sentencias, como la 54/2003, de 23 de marzo, que se reproduce a continuación in extenso por su contundencia y valor didáctico superior a cualquier exposición académica: «desde la Sentencia 18/1991, de 8 de junio, (este tribunal) ha declarado no sólo la aplicabilidad a las sanciones administrativas de los principios sustantivos derivados del artículo 25.1 de la Constitución [...] sino que también ha proyectado sobre las actuaciones dirigidas a ejercer las potestades sancionadoras de la Administración las garantías procedimentales ínsitas en el artículo 24.2, no mediante su aplicación literal sino en la medida necesaria para preservar los valores esenciales que se encuentran en la base del precepto. Ello, como se ha afirmado en la STC 120/1996, de 8 de julio, «constituye una inveterada doctrina jurisprudencial de este tribunal y postulado básico de la actividad sancionadora de la Administración en el Estado social y democrático de Derecho. Acerca de esta traslación, por otra parte condicionada a que se trate de garantías que resulten compatibles con la naturaleza del procedimiento administrativo sancionador, existen reiterados pronunciamiento de este tribunal [...]». Sin ánimo de exhaustividad, se pueden citar el derecho a la defensa, que proscribe cualquier indefensión, el derecho a la asistencia letrada, trasladable con ciertas condiciones; el derecho a ser informado de la acusación, con la ineludible consecuencia de la inalterabilidad de los hechos imputados; el derecho a la presunción de inocencia, que implica que la carga de la prueba de los hechos constitutivos de la infracción recaiga sobre la Administración, con la prohibición de la utilización de pruebas obtenidas con vulneración de los derechos fundamentales; el derecho a no declarar contra sí mismo; y, en fin, el derecho a utilizar los medios de prueba adecuados para la defensa, del que se deriva que vulnera el artículo 24.2 la denegación innjotivada de medios de prueba». Partiendo de aquí —y por razones de coherencia sistemática— a lo largo de este libro irán apareciendo algunas cuestiones singulares de procedimiento que tengan relevancia constitucional sensible pero que serán más bien excepcionales puesto que, como se ha repetido, no se trata de un Derecho procedimental administrativo sancionador.

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V.

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CONTROL JUDICIAL DE SU EJERCICIO

En otros lugares de este libro se examinan con detenimiento algunos extremos concretos de esta cuestión (por ej. en el Capítulo V la revisión judicial de las leyes en blanco y sus reglamentos de desarrollo y en el Capítulo VII la incidencia del principio de proporcionalidad); pero conviene hacer aquí un planteamiento general más sistemático. 1.

JURISDICCIONES INTERVINÍENTES

La regla —derivada directamente del artículo 24 de la Constitución— es en todo caso la de la intervención de los órganos judiciales del orden contencioso administrativo de acuerdo con lo dispuesto en el artículo 1 de su ley reguladora: «los juzgados y tribunales del orden contencioso administrativo conocerán de las pretensiones que se deduzcan en relación con la actuación de los actos administrativos sujeta el Derecho Administrativo»; sin olvidar, no obstante, las restricciones inherentes al proceso de la Ley 62/1978, de protección de los derechos fundamentales de la persona, como se cuida de advertir en términos muy poco convincentes la STS de 30 de enero de 1991 (Ar. 478; CÁNCER), en la que se precisa que por el cauce especial de dicha ley a lo único a que se extiende la protección invocada es a «los términos del artículo 25.1 de la Constitución», añadiendo que, en consecuencia, los problemas relativos a si efectivamente los hechos encajaban en el tipo aplicado y a si era proporcionada la sanción impuesta, o si se citaron en forma las circunstancias determinantes del grado de la sanción impuesta, son problemas ajenos al amparo judicial elegido por el autor como cauce procesal de defensa de sus derechos. Son problemas de legalidad ordinaria que no cabe enjuiciar a través del proceso de la Ley 62/1978.

De la misma manera cabe también el amparo ante el Tribunal Constitucional, aunque únicamente en la medida en que esté afectado un derecho constitucional, es decir, en los términos específicos de esta jurisdicción. A este propósito conviene anotar una curiosa peculiaridad del régimen sancionador que luce en la STC 181/1990, de 15 de noviembre, en la que se aborda una interesante cuestión procesal, aunque hay que advertir que la contundencia con que la resuelve está atemperada por los prudentes razonamientos del voto particular que la acompaña. El caso debatido en autos es relativamente frecuente: el recurrente alega en su demanda determinadas irregularidades jurídicas que empañan la validez de la sanción impuesta, sin aludir para nada al mandato de tipificación, y el Tribunal, percatándose de que éste no se ha cumplido, resuelve en consecuencia Lo que la sentencia examina, entonces, es la posibilidad de estimar la demanda por esta causa (cuando no se ha hecho uso de la facultad de ampliación prevista en el art. 43.2 de la Ley de Jurisdicción) y de llegar incluso al Tribunal Constitucional. La respuesta es a tal propósito inequívoca: no es imprescindible que el actor haya citado en su demanda el precepto constitucional presuntamente vulnerado y basta con que en su escrito se concrete con suficiente precisión el derecho fundamental cuya protección solicita en el procedimiento especial de amparo. Y es que, en definitiva, quien pide la tutela judicial de sus derechos o libertades fundamentales debe levantar la carga de mencionar expresamente el concreto derecho o libertad que invoca, con el fin de que el órgano judicial «pueda satisfacer tal derecho o libertad haciendo innecesario el acceso a sede constitucional». La mención ha de ser hecha en términos tales que permitan al órgano judicial, o a este mismo Tribunal, entrar a conocer de las especificas vulneraciones aducidas, sin que

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puedan exigirse formalidades especificas que no estén previstas en la Constitución ni en la ley ni se compadecen con los principios pro actione y antiformalista que presiden la protección judicial de los derechos fundamentales. Es cierto que esa flexibilidad no puede llegar a anular virtualmente la carga que pesa sobre los demandantes de amparo, al socaire de planteamientos implícitos o sobreentendidos (STC 77/1989), pero nuestra jurisprudencia ha mantenido uniformemente y con toda claridad que la invocación de los derechos cuya reparación o preservación se pide no requiere mencionar de forma expresa el precepto constitucional supuestamente violado, ni tampoco su nomen iuris, ni su contenido literal (SSTC 78/1981, 47/1982, 30/1984 y 10/1986).

El Magistrado D. Fernando García-Mon disiente, sin embargo, de la opinión de la Sala en un voto particular mucho más riguroso: El criterio antiformalista y favorable al principio pro actione que ha consagrado nuestra jurisprudencia no puede llevarse a extremos que resulten lesivos para los derechos de las restantes partes en el proceso. [...] Como señala la propia jurisprudencia de este Tribunal que, en garantía de la efectividad del artículo 24 interpreta con criterios flexibles y no rigurosos los requisitos procesales, atendiendo a su finalidad de ordenación del proceso y no como obstáculo para su normal desarrollo, cuando tales requisitos sean claramente incumplidos por errores o equivocaciones de las partes, no pueden quedar a salvo de las infracciones cometidas y si son imputables a ellas y pueden causar lesión a las demás partes en el procedimiento, no se vulnera precepto constitucional alguno por su apreciación. Al contrario, la vulneración se produciría a quien, por atenerse a la normativa reguladora del proceso —en este caso a la congruencia con el derecho fundamental invocado— se viera sorprendido con una decisión judicial que, por ampararse en otro derecho, no le hubiera permitido ejercitar su derecho de defensa. Porque si bien los errores de los órganos judiciales no deben producir efectos negativos en la esfera jurídica del ciudadano, estos errores carecen de relevancia desde el punto de vista de amparo constitucional, cuando sean imputables a la conducta negligente o equivocada de la parte (SSTC 96/1987, 130/1987, 43/1983 y 172/1985).

2.

LEGITIMACIÓN

Rige aquí la disposición general establecida en el art. 19.1 a) de la citada ley jurisdiccional, en el que se reconoce la legitimación de las personas físicas o jurídicas que ostenten un derecho o interés legítimo. Precepto que, como es sabido, ha provocado una intensa conflictividad a la hora de determinar cuándo aparece ese interés legítimo que da acceso al control judicial. En la práctica —y contra lo que podría suponerse— la jurisprudencia es bastante restrictiva puesto que no suele conceder esta calificación al interés de los particulares para impugnar una resolución administrativa que absuelve o se niega a tramitar un expediente sancionador aun cuando les afecta directamente la actividad presuntamente infractora e incluso cuando hayan intervenido como denunciantes. A este cuestión ya se ha aludido en el epígrafe II del capítulo primero (con referencia al llamado principio de oportunidad en la represión administrativa) y en algunos puntos concretos ha sido minuciosamente criticado en mi libro sobre El desgobierno judicial, 2004, pp. 189 ss. al que me remito. Otra cuestión muy debatida ha sido la de si los particulares expedientados y absueltos por causas formales (por ej. la prescripción) pueden acudir al juez para que éste declare una absolución de fondo (al no constituir, por ejemplo, los hechos una infracción o no haber habido la autoría imputada). .. Inicialmente las Audiencias Territoriales y los Tribunales Superiores de Justicia de las Comunidades Autónomas tendían a negar tal legitimación por falta de interés. Pero

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la STS de 4 de octubre de 1999 (3.a, Ar. 7458) ha sentado la doctrina contraria. A este propósito seria injusto, no obstante, silenciar que algunos tribunales no están dispuestos a tolerar la inactividad (que puede ser complicidad) de la Administración y, admitiendo la legitimación de los denunciantes, condenan a la Administración a tramitar un procedimiento sancionador y a resolverlo de acuerdo con la legalidad y las circunstancias del caso. Así lo hizo, por ejemplo, la STSJ de Cantabria en su sentencia de 12 de junio de 1998 en la que condenaba a un Ayuntamiento a imponer las sanciones administrativas que correspondiesen a las infracciones urbanísticas probadas. Pues bien, la STS de 17 de junio de 2002 (3.a, 5.a, Ar. 6594) declara que un mero fallo anulando el archivo del expediente de disciplina urbanística no habría amparado los derechos de los denunciantes, por lo que considera ajustado a Derecho el fallo de la sentencia recurrida. Por su parte la citada STS de 4 de octubre de 1999 (3.a, 3.a, Ar. 7458) aborda un extraño caso de legitimación discutible. La Administración, después de haber declarado cometida una infracción por el recurrente, se abstuvo de sancionarlo por entender que ya había prescrito. El infractor, no obstante, considerando que su reputación quedaba empañada por esta decisión, la impugnó ante la jurisdicción contencioso administrativa; pero la sentencia de instancia rechazó su legitimación por entender que las consideraciones que aparecían en los fundamentos de la resolución «son cuestiones de carácter genérico y conceptual que no legitiman al actor para impugnar una resolución que le es favorable, máxime teniendo en cuenta la ausencia de vida propia de los fundamentos jurídicos de una resolución con independencia de su parte dispositiva. Desde esta perspectiva [...] al no imponerse sanción alguna, las afirmaciones vertidas no consuman efectivamente una lesión al recurrente». El Tribunal Supremo reconoce ciertamente que lo general es que «sólo son susceptibles de impugnación las resoluciones y no los razonamientos en que éstas se fundan. Pero este criterio, de carácter rigurosamente general puede encontrar alguna excepción: aunque el aquí recurrente no haya de sufrir ningún peijuicio material como consecuencia del acto recurrido, sí puede padecerlo en el orden moral y profesional, en cuanto que la motivación del acto impugnado le imputa una falta grave. Hay que entender, por tanto, que existe un interés legítimo suficiente para abrir el cauce procesal». 3.

B Ú S Q U E D A JUDICIAL DE UNA COBERTURA LEGAL ADECUADA

Una de las cuestiones que en la práctica aparece con más frecuencia es la siguiente: anulado un reglamento por violación del principio de reserva legal de tipificación —o absuelto un imputado por no haber encontrado la Administración actuante cobertura legal suficiente para la tipificación realizada en norma de rango inferior—, cabe preguntarse si el tribunal puede lanzarse a la búsqueda de alguna otra cobertura legal que antes hubiera pasado desapercibida y si caso de encontrarla, puede revocar la resolución inferior. O formulada la pregunta en otros términos: si puede el tribunal revisor confirmar la sanción impugnada aun considerando que la tipificación invocada por la Administración era insuficiente pero entendiendo que había otra más adecuada que el tribunal ha buscado y encontrado por su cuenta. El Tribunal Constitucional ha dado a esta cuestión una respuesta afirmativa en su Sentencia 1 4 5 / 1 9 9 3 , de 26 de abril, en la que admite de forma expresa que un Tribunal contencioso-administrativo confirme la sanción impugnada pero no por los fundamentos legales utilizados por la Administración, sino al amparo de otra norma tipificadora que el Tribunal ha considerado más adecuada. El Tribunal Supremo, con las vacilaciones y contradicciones que pueden imaginarse, ha seguido repetidas veces este criterio. Valgan de ejemplo dos sentencias de

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18 de diciembre de 2002 (3.a, 3.a, Ar. 533 y 956 de 2003). La Administración había sancionado al amparo del artículo 198.1 del Reglamento de Ordenación de Transportes Terrestres, según el cual constituye infracción grave «la falta de conservación a disposición de la Administración de los discos del tacógrafo en los términos previstos en la normativa vigente»; precepto basado en el artículo 141.<7) de la ley, que se remite a «cualquier otra infracción no incluida en los apartados precedentes que las normas reguladoras de los transportes califiquen como grave de acuerdo con los principios del régimen sancionador establecido en el presente capítulo». Anuladas las sanciones en primera instancia por entender el juez que el tipo reglamentario no cumplía las exigencias de la reserva legal, el Tribunal Supremo busca de oficio otra cobertura legal y la encuentra en el apartado h) del mismo artículo 141 de la ley. Por lo demás, también el Tribunal Constitucional, al practicar la búsqueda infatigable de una cobertura legal, termina encontrando él mismo una justificación distinta de la invocada por la Administración o por el Tribunal contencioso-administrativo. Esto sucede, por ejemplo, en la Sentencia 57/1998, de 16 de marzo, que confirma una sanción aunque basándola en una ley que hasta entonces no había sido invocada por nadie. Ni que decir tiene que el control de las operaciones tipificadoras ofrece una problemática muy variada, como es el caso —tan corriente— no ya de una aceptación o rechazo de la tipificación inicialmente realizada sino de un cambio de tipificación. Los Tribunales contenciosos, por su parte, no se han decidido a rectificar las operaciones tipificantes realizadas por la Administración con objeto de subsanar sus errores. Así lo advierte la STS de 13 de marzo de 1993 (Ar. 1683; Peces): No puede e! Tribunal (alterar la calificación jurídica de los hechos) al revisar los actos administrativos impugnados porque la potestad jurisdiccional queda circunscrita a valorar la conformidad o no a Derecho de las resoluciones sancionadoras objeto del recurso, sin que sea dable a la Sala considerar que, aunque la conducta no estuviere tipificada por tos preceptos empleados por la Administración para sancionar, lo está por otros diferentes, porque con ello no sólo se desborda la función revisora de esta jurisdicción sino que se conculca, y ello es mucho más grave, el derecho de defensa y el de no ser sancionado sin ser oído, que son principios fundamentales rectores del sistema punitivo de que el Derecho Administrativo Sancionador no es sino una manifestación.

El rigor de esta postura no se detiene, con todo, en la autolimitación del Tribunal, sino que va mucho más allá: ni siquiera la propia Administración puede alterar en su resolución los presupuestos tipificadores de la acusación. Así se ha declarado en una jurisprudencia reiterada de varias docenas de sentencias dictadas a propósito de sanciones impuestas al amparo del Código de Circulación cuando la tipificación correcta hubiera sido en la legislación de Orden Público. Valga de ejemplo la sentencia de 11 de febrero de 1993 (Ar. 705; Sánchez Andrade): La Administración ha sancionado como actos contrarios a la libre circulación de vehículos en las vías públicas, con fundamento en el Código de Circulación, unos hechos que, en su caso, infringirían las normas reguladoras del derecho de manifestación. El Derecho Administrativo Sancionador, al que deben aplicarse, aunque con matices, los principios inspiradores del Derecho Penal, es de interpretación restrictiva, por lo que se distorsiona cuando no existe una directa relación entre el hecho controvertido y la norma sancionadora que al mismo se aplica [...]. La Administración ha utilizado esa potestad sancionadora de que se inviste el Código de Circulación para fines ajenos a los que dicho texto protege, imponiendo multas a unos hechos que constituían expresión del derecho de manifestación (...] y en su caso debieron ser castigados aplicando la legislación de Orden Público.

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Las razones de este rigor son, desde luego, plausibles; pero responden a una actitud doctrinal que puede calificarse de anticuada sin paliativos. La indefensión puede suponer ciertamente un obstáculo insalvable ante el que han de ceder otras consideraciones. Ordinariamente, sin embargo, es muy fácil conceder al expedientado posibilidades de defensa antes de la resolución —comunicándole el eventual cambio de tipificación, al estilo de lo que previene el artículo 79 de la Ley Reguladora de la Jurisdicción Contencioso-administrativa— y evitar así una retroacción de actuaciones e incluso una impunidad, con lo que nada gana ni el particular ni los intereses públicos. En definitiva, nos encontramos con una excepción a la tendencia, hoy absolutamente generalizada, de conservación, siempre que sea posible, de los actos administrativos, tal como ha expuesto de forma convincente B E L A D I E Z {Validez y eficacia de los actos administrativos, 1994). El artículo 20.3 del REPEPOS ha terminado recogiendo de manera expresa, aunque parcial, esta posibilidad al advertir que «cuando el órgano competente para resolver considere que la infracción reviste mayor gravedad que la determinada en la propuesta de resolución se notificará al inculpado para que aporte cuantas alegaciones estime convenientes, concediéndole un plazo de quince días». El Reglamento de procedimiento sancionador en materia de tráfico, circulación de vehículos a motor y seguridad vial, aprobado por Real Decreto 320/1994, de 25 de febrero, establece, por su parte, en su artículo 15.2 que «la resolución no podrá tener en cuenta hechos distintos de los determinados en la fase de instrucción del procedimiento, sin perjuicio de su diferente valoración jurídica». La teoría de la conversión ha sido utilizada en algunas ocasiones por el Tribunal Supremo, por ejemplo en la Sentencia de 22 de abril de 1999 {3.a, 4.a, Ar. 4179). El acto impugnado había impuesto la obligación de reponer unos terrenos a la situación anterior a su roturación ilegal junto con una sanción, y aunque tal sanción seria nula por prescripción, se desestima el recurso y no se declara tal nulidad sino que se mantiene el acto cambiando su naturaleza en virtud de la conversión prevista en el artículo 65 de la LPAC, advirtiendo que «el acto sancionador debe producir los efectos de un acto de carácter no sancionatorio consistente en declarar que el labrador que efectuó la roturación venía obligado a la repoblación del suelo». El Tribunal Constitucional, no obstante, ha rechazado la posibilidad de este cambio de motivación o de fundamento. La Sentencia 133/1999, de 15 de julio, ha advertido que al operar de esta forma se incurre en una evidente incongruencia con infracción del artículo 24.1 que garantiza la tutela jurisdiccional efectiva, que obliga a jueces y tribunales a resolver las pretensiones de las partes de manera congruente con los términos en que vengan planteadas». E insistiendo en esta línea la Sentencia 15/2003, de 16 de noviembre, declara que la Constitución exige que cuando la Administración ejerce la potestad sancionadora sea la propia resolución administrativa la que identifique expresamente o, al menos de forma implícita, el fundamento legal de la sanción (pues) sólo así puede conocer el ciudadano en virtud de qué concretas normas con rango legal se le sanciona [...] No es función de los jueces y tribunales reconstruir la sanción impuesta por la Administración sin fundamento legal expreso o razonablemente deducible mediante la búsqueda de oficio de preceptos legales bajo los que puedan subsumirse los hechos declarados por la Administración. En el ámbito administrativo sancionador corresponde a la Administración, según el Derecho vigente, la completa realización del primer proceso de aplicación de la norma, lo que implica la completa realización del denominado silogismo de determinación de la consecuencia jurídica: constatación de los hechos, interpretación del supuesto de hecho de la norma, subsunción de los hechos en el supuesto de hecho normativo y determinación de la consecuencia jurídica. El órgano judicial puede controlar posteriormente la corrección de ese proceso realizado por la Administración pero no puede llevar a cabo por si mismo la subsunción bajo principios legales encontrados por él y que la

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Administración no había identificado expresa o tácitamente (pues) de esta forma el juez no revisaría la legalidad del ejercicio de la potestad sancionatorio sino que, más bien, la complementaría [...] No es preciso, sin embargo, pronunciarse con carácter general sobre las posibles correcciones que en virtud del principio iura novit cura puede introducir el órgano judicial en el proceso de aplicación de la ley llevado a cabo por la Administración.

La consecuencia de este rigor formalista es manifiesta: el error de la Administración, e incluso del juez contencioso, provoca la absolución de un particular autor de un hecho que constituye una infracción indudable. Cabalmente para evitarlo el Tribunal Supremo no ha vacilado en algunos supuestos en «convertir» habilidosamente ciertos elementos del acto administrativo para justificar la sanción por otros motivos. Ya lo hemos visto antes y ahora podemos traer a colación la Sentencia de 15 de febrero de 1999 (3.a, Ar. 1763): impugnada una sanción impuesta por aplicación de una norma estatal que no regía en Cataluña, el tribunal, en lugar de limitarse a anular la sanción, la mantiene pero encuadrando los hechos en los tipos de una ley catalana que había pasado desapercibida a la Administración actuante. Pero, en cambio, la Sentencia de 20 de enero de 2003 (3.a, 2.a, Ar. 731), después de haber apreciado que los hechos pudieran ser constitutivos de otra infracción distinta a la imputada por la Administración, considera —en línea con la doctrina del Tribunal Constitucional— que no puede entrar en esta cuestión y, en definitiva, se limita a anular la sanción. No debe silenciarse, con todo, que los Tribunales Superiores de Justicia de las Comunidades Autónomas no suelen tener escrúpulos en condenar al infractor por subsumir los hechos en un tipo distinto del aplicado por la resolución administrativa y con la consiguiente anulación de ésta. De ello podrían darse ejemplos innumerables. Como puede imaginarse, las contradicciones de la jurisprudencia trascrita están produciendo un grave desconcierto en los autores y, sobre todo, en la práctica forense. Desde el punto de vista del Tribunal Constitucional y de un bloque de resoluciones del Tribunal Supremo la solución es muy clara ya que es a la Administración a la que corresponde en exclusiva argumentar las razones de su decisión, mientras que a los tribunales sólo compete revisar la corrección de tales argumentos. Por decirlo con las palabras del propio Tribunal Constitucional en su Sentencia 59/2004, de 19 de abril, «el proceso contencioso-administrativo no puede servir nunca para remediar las posibles lesiones de garantías constitucionales causadas por la Administración en el ejercicio de su potestad sancionadora (y como se ha dicho en anteriores sentencias) no existe un proceso contencioso-administrativo cuyo objeto lo constituye la revisión de un acto administrativo de imposición de una sanción [...] Lo que significa que el posterior proceso contencioso administrativo no puede subsanar la infracción del principio de contradicción en el procedimiento sancionador. Pues de otro modo, no se respetaría la exigencia constitucional de que toda sanción administrativa se adopte a través de un procedimiento que respete todos los principios esenciales reflejados en el artículo 24 de la Constitución». O en los términos más prolijos de la STC 250/2004, de 12 de julio, no existe un proceso contencioso administrativo sancionador en donde haya de actuarse el ius puniendi del Estado sino un proceso administrativo cuyo objeto lo constituye la revisión de un acto administrativo de imposición de una sanción; por lo que una sentencia contencioso administrativa aunque justificase la sanción en todos sus extremos nunca podría venir a sustituir o de alguna manera sanar la falta de motivación del acto administrativo. (Porque) no es función de los jueces y tribunales reconstruir la sentencia impuesta por la Administración sin fundamento legal expreso o razonablemente deducible mediante la búsqueda de oficio de preceptos legales bajo los que puedan subsumirse los hechos declarados probados por la Administración.

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DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR (Ahora bien) que el juez contencioso administrativo tenga vedado completar el ejercicio de la potestad sancionadora de la Administración y justificar ex post las sanciones que ésta no haya motivado, no significa que en el ejercicio de su función de control jurisdiccional del uso de tal potestad, se encuentre rígidamente vinculado a la calificación jurídica que se haya efectuado en las resoluciones sancionadoras de modo tal que cualquier precisión judicial que suponga una divergencia con la subsanación realizada por aquélla deba determinar en todo caso la anulación de los actos de aplicación de las sanciones I -] Le compete, pues, al tribunal apreciar y valorar los hechos e integrarlos en la norma adecuada, con vinculación a la Ley y al Derecho, pero sin estarlo a la calificación jurídica de las partes, sin mengua de los principios de contradicción y defensa.

Estos razonamientos, formalmente impecables, desconocen, sin embargo, la generalizada práctica de que los tribunales alteren impertérritos no sólo la cuantía de las sanciones sino también la motivación de la resolución administrativa sustituyéndola con argumentos de su cosecha. Postura que yo comparto y que, desde luego, no carece de justificación. La postura formalista se atiene rigurosamente al llamado carácter revisor de la jurisdicción contencioso administrativa y a la estricta separación judicial de los poderos del Estado; pero pasa por alto la existencia —mil veces proclamada por el Tribunal Constitucional— de una potestas puniendi pública global y única en su raíz que aconseja, y aun exige, la actuación conjunta, y en su caso complementaria, de todos los órganos. El planteamiento restrictivo del Tribunal Constitucional me parece obsoleto, decididamente rancio, puesto que nos vuelve al siglo xix cuando los órganos contencioso administrativos se limitaban a confirmar o a anular los actos administrativos sin atreverse a configurarlos ellos mismos de manera distinta a la originaria. Pero eso sucedía hace doscientos años y desde entonces se ha comprendido el despilfarro económico-procesal que supone anular, retrotraer actuaciones y reanudar procedimientos administrativos y eventuales procesos de control. Es sorprendente, en verdad, la ceguera del Tribunal Constitucional ante la práctica forense y los principio de economía procesal como también su insensibilidad ante la lección de la historia judicial. 4.

A N U L A C I Ó N SIN ABSOLUCIÓN

Éste es un supuesto característico del Derecho Administrativo Sancionador. El tribunal, apreciando algún vicio procedimental o sustantivo, anula la sanción impuesta, mas no por ello declara la absolución del imputado, dejando así abierta la posibilidad de un nuevo enjuiciamiento posterior. En estos supuestos se abre un dilema: o devolver las actuaciones a la Administración para que resuelva o sancionar directamente el tribunal. La primera opción es la más escrupulosa constitucionalmente ya que respeta de forma exquisita las competencias administrativas y parece ser la más adecuada cuando se han apreciado infracciones de forma en el procedimiento, que debe en consecuencia reanudarse a partir de ese momento. La segunda opción se apoya, por su parte, en razones de eficacia y economía procesal ya que la devolución a la Administración apareja el riesgo de un nuevo recurso contencioso administrativa contra la segunda resolución administrativa. Ni que decir tiene que hay jurisprudencia para todos los gustos, aunque es más frecuente la que autoriza la modificación judicial de la sanción sin retrotraer actuaciones. Un obstáculo material a la actuación directa del tribunal parece venir del artículo 71.2 de la ley jurisdiccional que prohibe determinar el contenido discrecional de los actos anulados; que no parece, sin embargo, de mucho peso.

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Un obstáculo de naturaleza procesal se produce por la generalizada práctica de que los recurrentes soliciten exclusivamente la absolución, por lo que la reducción de la sanción podría entenderse como una incongruencia de la sentencia. La STS de 31 de diciembre de 2000 (3.a, Ar. 1121 de 2003) no lo ha entendido así, sin embargo, puesto que para ella «la pretensión de que se anule íntegramente la sentencia (lo más) lleva consigo la correlativa pretensión de una anulación parcial (lo menos); la reducción de la sanción de multa está implícita en la petición de quien solicita su nulidad total». 5.

A L T E R A C I Ó N DE LA S A N C I Ó N

Si la anulación de la sanción con absolución del recurrente —que es la pretensión más extendida en las demandas contenciosas— no ofrece problema de nota, la anulación de la sanción administrativa y su sustitución por otra de distinta cuantía ofrece un amplio abanico de dudas. Por lo pronto, no faltan sentencias —como la de 7 de julio de 2003 (3.a, 3.a, Ar. 5831)— en las que el tribunal ordena a la Administración que sea ella la que altere la primera sanción de acuerdo con los criterios e instrucciones que el tribunal pormenoriza. Supuesto que no debe ser confundido con otro —también de aparición frecuente— en el que el tribunal, sin entrar en el análisis del fallo, ordena la retroacción de actuaciones a partir del momento en que ha detectado un vicio procesal, de tal manera que la Administración ha de reiniciar el trámite y continuar hasta la resolución definitiva (véase, por ejemplo, la STS de 30 de diciembre de 2000, 3.a, 7.a, Ar. 600 de 2003). La práctica más común se refiere, con todo, a la alteración de la sanción administrativa (a la baja, o sea, por reducción, para evitar el escollo de la reformado in pejtis) bien sea por encajar los hechos en un tipo distinto o por aplicación del principio de proporcionalidad (como se verá con detalle en el Capítulo VII). Un comportamiento judicial al que ni el Tribunal Constitucional ni la doctrina han reprochado nada hasta ahora. 6.

EL CONTROL JUDICIAL Y LA TITULARIDAD DE LA POTESTAD SANCIONADORA

En las páginas anteriores se ha examinado un breve repertorio de algunos aspectos y modalidades del control judicial. Por encima de estos detalles la cuestión esencial es, con todo, la del alcance y naturaleza de los efectos de este control para determinar hasta qué punto el acto administrativo sancionador se disuelve en la sentencia. Lo que está en juego es, por tanto, la titularidad de la potestad sancionadora. Esta corresponde, como sabemos, a la Administración; pero ¿qué sucede cuando una resolución administrativa sancionadora es revisada por un juez y su contenido es sustituido por el de la sentencia? Cuando la sentencia estimare el recurso contencioso— administrativo —dice el artículo 71.1.6) de la ley jurisdiccional— si se hubiere pretendido el reconocimiento y restablecimiento de una situación jurídica individualizada, reconocerá dicha situación jurídica y adoptará cuantas medidas sean necesarias para el pleno restablecimiento de la misma». La cuestión no es, por lo demás, meramente teórica ya que sus efectos prácticos son de peso. El juez, al revisar un administrativo sancionador, controla su corrección legal y, si constata un vicio, lo anula. En rigor —y tal como sucedía en los orígenes de la jurisdicción contencioso-administrativa, cuando solo existía el «recurso de anu-

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lación»— la tarea del juez terminaba aquí y había de limitarse a devolver las actuaciones a la Administración para que ésta dictara un nuevo acto: otra cosa hubiera supuesto una intromisión del Poder Judicial en el Ejecutivo. Posteriormente, sin embargo, cuando maduró el «recurso de plena jurisdicción», el juez terminó siendo competente para dictar directamente un acto que sustituyera al acto administrativo anulado, sin necesidad de devolver las actuaciones a la Administración. Este régimen general es aplicable íntegramente al Derecho Administrativo Sancionador y así nos encontramos con sentencias que imponen una nueva sanción distinta a la impugnada, junto con otras en las que se devuelven las actuaciones a su lugar de origen ordenando a la Administración que termine el expediente a partir del acto interlocutorio anulado y, en cualquier caso, que dice una nueva sentencia. En estos casos —y al igual que sucede en el supuesto de sanciones administrativas no impugnadas— es indudable que la Administración retiene la titularidad del ejercicio de la potestad sancionadora. Pero ¿qué sucede cuando la sanción judicial ha sustituido a la administrativa? Aquí también parece indudable que la potestad sancionadora se ha desplazado no a un órgano superior sino a un órgano de otro orden. Pues si esto es así, si la sanción es impuesta por el juez y no por la Administración ya no se entiende la precedencia de la sentencia penal sobre la dictada por un tribunal contencioso-administrativo, que es uno de los principios estructurales más firmes del Derecho Administrativo Sancionador. Pare resolver dudas y contradicciones cabe acudir a la precisión técnica de la distinción entre la titularidad de la potestad y la de su ejercicio. El titular de la potestad administrativa sancionadora es siempre la Administración; mas su ejercicio puede verse interferido por la actuación de un juez. Mediando un recurso contencioso-administrativo el juez de este orden, si no quiere limitarse a anular la sanción y devolver el expediente a la Administración de origen, puede subrogarse en el ejercicio de la potestad, sustituyendo la sanción administrativa por otra judicial (incluyendo la absolución). Y, por otro lado, mediando un concurso de ilícitos, el juez penal puede paralizar el ejercicio administrativo de la potestad y eventualmente eliminarlo. En definitiva, la Administración es la titular originaria de la potestad sancionadora que ejerce ella directamente salvo en los casos en que —mediando recurso contencioso-administrativo— su ejercicio se desplaza a un juez o tribunal de este orden; y salvo también en los casos en los que la actividad de un juez penal paraliza el ejercicio de la potestad administrativa. Todas estas cuestiones serán desarrolladas con detalle en otros lugares del libro, particularmente en el capítulo noveno; pero resultaba imprescindible aludirlas ya en este momento por lo que afecta al esclarecimiento de la titularidad de la potestad sancionadora y de su ejercicio.

CAPÍTULO IV

SUSTANTIVIDAD DEL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR SUMARIO: I. Función dogmática y sistemática de los supraconceptos. II. Ontologia y fenomenología. 1. Ortología jurídica. 2. Identidad ontológica, sea normativa o real, entre los distintos ilícitos. 3. Aproximación fenomenológica. III. El Derecho Penal como elemento integrador del Derecho Administrativo Sancionador. 1. El proceso de integración. 2. Principios y reglas penales aplicables. 3. Alcance de la aplicación. IV. Del Derecho Penal de Policía al Derecho Administrativo Sancionador. 1. El Derecho represivo de Policía. 2. El Derecho Penal Administrativo. 3. El Derecho Administrativo Sancionador. V Progresiva sustantivación del Derecho Administrativo Sancionador. 1. Evolución de su régimen jurídico. 2. De la represión a la prevención. 3. Del daño al riesgo. 4. De la defensa de los intereses individuales a la de los intereses públicos y generales. 5. Coronación del proceso. VI. La problemática unidad del Derecho Administrativo Sancionador. 1. Una disgregación imparable. 2. Bosquejo de un nuevo sistema. VII. Algunas precisiones conceptuales. 1. Infracción, hecho y acción. 2. Sanciones y otras figuras afines. VIII. Balance final.

I.

FUNCIÓN DOGMÁTICA Y SISTEMÁTICA DE LOS SUPRACONCEPTOS

La idea del ius puniendi único del Estado, que en el capítulo anterior se ha examinado críticamente, tiene su origen y alcanza su última justificación en una maniobra teórica que en Derecho se utiliza con cierta frecuencia: cuando la Doctrina o la Jurisprudencia quieren asimilar dos figuras aparentemente distintas, forman con ellas un concepto superior y único —un supraconcepto— en el que ambas están integradas, garantizándose con la pretendida identidad ontológica la unidad de régimen. Esto es lo que se ha hecho con la potestad sancionadora del Estado, en la que se engloban sus dos manifestaciones represoras básicas: la judicial penal y la administrativa sancionadora. Una técnica que se reproduce simétricamente con el supraconcepto del ilícito común, en el que se engloban las variedades de los ilícitos penal y administrativo y que se corona, en fin, con la creación de un Derecho punitivo único, desdoblado en el Derecho Penal y en el Derecho Administrativo Sancionador. Potestades, ilícitos, Ordenamientos y Derechos se integran así en un edificio único de sorprendente armonía, en el que todos sus elementos parecen encajar con suavidad, se evitan contradicciones y tensiones tradicionales y hasta se crean sinergias dogmáticas, puesto que los avances técnicos que se consiguen en un campo, se traspasan inmediatamente al cuerpo común. En nuestro caso concreto, gracias a los supraconceptos se ha podido crear un sistema de estructura piramidal coronado por el ius puniendi del Estado: cúspide en donde convergen las líneas de todas las potestades represivas. Bien es verdad que tan magnífico aparato intelectual no funciona con la perfección deseable y que buena parte de los operadores jurídicos ni siquiera conocen su existencia; pero sus logros, aunque parciales, son ya espectaculares. Por lo pronto, el contacto familiar con el Derecho Penal ha facilitado un enorme progreso en la tecnificación del Derecho Administrativo Sancionador. Además, el legislador —habien[149]

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do arrojado por la borda la inútil carga teórica de las «naturalezas»— está reajustando sin entorpecimientos lo que corresponde a cada uno de los campos. Las organizaciones judicial y administrativa han suspendido —no sabemos si definitivamente— sus viejas hostilidades y, sobre todo, en un momento histórico de fraccionamiento general del Poder político los supraconceptos de que estamos hablando ofrecen un excelente punto de referencia, que asegura la viabilidad del sistema y el funcionamiento mínimamente coherente de cada una de las Administraciones titulares de la potestad. En lo que me es conocido, la idea del supraconcepto apareció desarrollada con claridad por primera vez (aunque referida no ya a potestades ni a ordenamientos sino a ilícitos) en la STS de 9 de febrero de 1972 (Ar. 876; Mendizábal), a la que la de 13 de octubre de 1989 (Ar. 8386; Mendizábal) calificó de «decisión histórica», de leading case y de «origen y partida de la equiparación de la potestad sancionadora de la Administración y el ius puniendi del Estado». La sentencia de 1972 declaraba, en efecto, que las contravenciones tipificadas [en un reglamento administrativo] se integran en el supraconcepto del ¡lícito, cuya unidad sustancial es compatible con la existencia de diversas manifestaciones fenoménicas entre las cuales se encuentra tanto el ilícito administrativo como el penal, que exigen ambos un comportamiento humano (jurídicamente idéntico) [..,] esencia unitaria que, sin embargo, permite las reglas diferenciales inherentes a la distinta función para la cual han sido configurados uno y otro ilícito.

Lo importante de esta constatación es su fuerza dinámica dado que a partir de ella —o, si se quiere, sobre ella— se ha podido construir el edificio dogmático completo en que ha terminado instalándose el moderno Derecho Administrativo Sancionador de acuerdo con el siguiente proceso teórico: si cada figura de ilícito es objeto de un ordenamiento sectorial regulador propio , la circunstancia de que aquéllas constituyan en el fondo una unidad supraconceptual provoca necesariamente la correlativa vinculación esencial de los dos sectores ordinamentales y del correspondiente aparato teórico elaborado en torno a cada tino de ellos. De esta manera se va elaborando un sistema de varios niveles: el de los ilícitos, el de sus regulaciones legales y el de sus aparatos teóricos, todos los cuales van corriendo paralelamente o, mejor dicho, convergiendo hacia un techo común que será el Derecho público punitivo del Estado. Desarrollando ahora, a efectos didácticos, la misma idea en sentido inverso tenemos que partiendo de un Derecho punitivo público único de él parten dos brazos diferenciados —el Derecho Penal tradicional y el Derecho Administrativo Sancionador— cada uno compuesto por un ordenamiento positivo sectorial propio y su aparato técnico de acompañamiento. Dos brazos teórico-legales que se refieren a dos variedades —mejor, subvariedades— de un ilícito de naturaleza esencial idéntica. Forzoso es reconocer que se trata de una construcción jurídica admirable tanto por la sencillez de su planta como por su utilidad y porque ha hecho posible la aparición y la rápida maduración del Derecho Administrativo Sancionador moderno, cuya perfección contrasta con los modelos alternativos que se conocían antes y que —como veremos luego en el epígrafe IV— fueron evolucionando desde el ilícito de policía al Derecho Administrativo Sancionador pasando por el Derecho Penal Administrativo. Pues bien, todo este proceso empezó por la sencilla constatación (una especie de «huevo de Colón») de la unidad esencial de ilícitos cristalizada en la citada sentencias de 1972, a la que hemos de volver ahora. El siguiente paso fue jalonado unos meses después por la STS de 31 de octubre de 1972 (Ar. 4675) en la que se aludía a la primera gran consecuencia de la anterior:

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la unidad esencial de ilícitos había de llevar consigo lógicamente la formación de un patrimonio jurídico común con Derecho Penal y al que todavía seguían llamando algunos Derecho Penal Administrativo. Siendo de notar aquí que estas dos piedras miliares del Derecho Administrativo Sancionador llevaban la firma de dos de sus arquitectos más destacados: los jueces Mendizábal y Martín del Burgo. De esta segunda sentencia conviene retener el siguiente texto: es imperiosa la necesidad de que existan unos principios generales y un cuerpo de doctrina que cubran el Derecho Penal común y el llamado por algunos, no sin falta de fundamento, Derecho Penal Administrativo, por darse en los dos unas mismas exigencias, como son las derivadas del principio de legalidad en sus distintas vertientes: órgano competente, procedimiento adecuado, defensa del inculpado, tipificación del hecho criminoso, ya que si, por un lado, el Derecho Sancionador representa la protección más enérgica de los bienes necesitados de una protección especial, por otro, este mismo rigor demanda, en contrapartida, las máximas garantías para los encausados.

La Sentencia de 13 de mayo de 1988 (Ar. 3745; Ruiz Sánchez) puso de relieve, por su parte, a una nota característica de la fase intermedia de la evolución: La jurisprudencia del Tribunal Supremo había venido elaborando la teoría del ilícito como supraconcepto comprensivo tanto del ilícito penal como administrativo. Y, sobre esta base, dado que el Derecho Penal había obtenido un importante desarrollo doctrinal antes de que se formase una doctrina relativa a la potestad sancionadora de la Administración, se fueron aplicando a ésta los principios esenciales construidos con fundamento en los criterios jurídicopenales.

La tesis del supraconcepto de ilícito —o, si se quiere, la de la «identidad sustantiva de ambos ilícitos, penal y administrativo» (STS 20 de enero de 1987; Ar. 256; Fuentes Lojo)— es hoy, en definitiva, absolutamente dominante, aunque no falten testimonios de la postura contraria según hemos de comprobar más adelante. El espaldarazo final de la equiparación ontológica de delitos e infracciones administrativas ha sido dado por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que ha declarado legítima la potestad estatal de clasificar los delitos en penales y administrativos, así como la de alterar las calificaciones existentes. En el Fundamento 49 de la famosa sentencia de 21 de febrero de 1984 (caso Oztürk) se estableció en efecto que el Convenio de Roma no impide a los Estados [...] establecer o mantener una distinción entre diferentes tipos de infracciones definidas por el derecho interno [...]. El legislador que sustrae ciertos comportamientos de la categoría de infracciones penales puede servir, a la vez, al interés del individuo y a los imperativos de una buena Administración de Justicia, particularmente cuando libera a las autoridades judiciales de la persecución y represión de faltas, numerosas pero de escasa importancia, a las normas de la circulación viaria. El Convenio no contradice las tendencias a la despenalización que aparecen, bajo formas muy diversas, en los Estados miembros del Consejo de Europa.

La calificación legal es, pues, intrascendente ya que el legislador puede poner a la mercancía el rótulo que considere oportuno sin preocuparse de la naturaleza de su contenido, que es jurídicamente indiferenciado. Lo verdaderamente importante son las consecuencias de tales etiquetados, de tal manera que, sea cual fuere su calificación legal, es esencial que con su alteración no se degraden las garantías mínimas de su régimen jurídico, tal como puntualiza a continuación la misma sentencia: Si los Estados contratantes, al calificar una infracción de administrativa y no de penal pudieran a su gusto evitar el juego de las cláusulas generales de los artículos 6 y 7 [del

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DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR Convenio], la aplicación de éstas estaría subordinada a su voluntad soberana y una relajación tan intensa provocaría el riesgo de desembocar en resultados incompatibles con el objeto y fin del Convenio.

La postura del Tribunal apareció ya perfectamente canonizada en la sentencia de 22 de mayo de 1990 (caso Weber), en cuyo apartado 30 se recuerda que «el Tribunal ya tuvo ocasión de resolver un problema parecido en dos litigios sobre la disciplina militar (sentencia Engels y otros de 8 de junio de 1976) y sobre el mantenimiento del orden en las cárceles (Sentencia Campbell y Fell de 28 de junio de 1984). Aunque reconoció a los Estados la facultad de distinguir "en el sentido del Convenio" entre el Derecho Penal y el Derecho Disciplinario, se reservó la posibilidad de asegurarse de que la línea divisoria entre uno y otro no infringía el objeto y la finalidad del artículo 5», y a continuación, reiterando de forma expresa el contenido de la sentencia del caso Oztürk, enumera los tres criterios que pueden servir para identificar una norma como de Derecho Penal: 1 L a calificación dada por el Ordenamiento Jurídico del Estado; 2.° La naturaleza material de la infracción, y 3.° La naturaleza y severidad de la sanción. Al margen de lo anterior, el hallazgo de esta serie concatenada de supraconceptos (el ilícito, la retribución punitiva, el Derecho punitivo) nos coloca ante dos cuestiones de índole muy distinta, que conviene estudiar por separado: por un lado, cuanto se refiere al proceso lógico de elaboración de un supraconcepto, que tiene lugar a través de la afirmación de la identidad ontológica de dos elementos que se comparan entre sí; por otro lado, las consecuencias jurídicas de tal afirmación desde el momento en que parece obligado precisar las relaciones resultantes de esa unidad común en lo que afecta a los Ordenamientos individuales reguladores de cada elemento por separado, es decir, y aunque sea desde otra perspectiva, la vieja cuestión de las relaciones entre el Derecho Penal y el Derecho Administrativo Sancionador. II.

ONTOLOGÍA Y FENOMENOLOGÍA

A un supraconcepto se llega ordinariamente cuando se ha constatado que varios de sus elementos son iguales. Lo que significa que carece de sentido seguirles tratando separadamente y que se impone, por tanto, considerarlos como miembros o variedades una figura única superior. Desde hace muchos años viene insistiendo la doctrina en un falso problema (el de la identificación o diferenciación entre delitos y faltas administrativas) que se aborda con un planteamiento monótono: unos autores afirman la identidad de estas dos figuras mientras que otros la niegan por entender que les separan diferencias de naturaleza cuantitativa o cualitativa, según los gustos. No es mi intención ahora reproducir aquí, ni siquiera en términos sumarios, esta controversia, puesto que actualmente carece por completo de interés y, sobre todo, porque ya ha sido expuesta cien veces desde los tiempos de L A B E S en el siglo pasado hasta los más recientes de M A T T E S (y yo mismo me he ocupado de algunas de estas cuestiones con cierto detalle hace ya más de treinta años: N I E T O , 1970). En la actualidad este planteamiento tradicional (que, repito, se da por sabido) ha sido sustituido por otro no del todo idéntico: el de la unidad o desigualdad ontológicas, que es el que voy a exponer y analizar con detenimiento no por ser más importante sino por la habitualidad un tanto acrítica de su uso tanto en la doctrina como en la jurisprudencia.

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1.

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O N T O L O G Í A JURÍDICA

Si, tal como ya hemos visto, el entronque directo de la potestad sancionadora de la Administración con el Poder punitivo del Estado ha supuesto un hito trascendental para la formación de un nuevo Derecho Administrativo Sancionador español, no menos importancia tiene la afirmación jurisprudencial de la unidad ontológica de los ilícitos penales y administrativos. Ahora bien, ¿qué es lo que quieren decir los Tribunales cuando afirman con tanta convicción que no existen diferencias ontológicas entre delitos e infracciones administrativas, entre penas y sanciones? En mi opinión, aquí se emplea esta palabra en su sentido más propio, es decir, con referencia al «ser» o naturaleza de los ilícitos. Carencia de diferencias ontológicas equivale a que, por naturaleza o esencia, se trata de ilícitos idénticos o no distintos. Ahora bien, si esto es claro, no lo es tanto el determinar si esa naturaleza idéntica es de carácter normativo (jurídico, por tanto) o no normativo: y tal es lo fundamental. Porque una cosa es la identidad física o real y otra la jurídica; de tal manera que dos figuras metanormativamente idénticas pueden ser normativa o jurídicamente muy distintas, y a la inversa. En otras palabras: los ilícitos pueden ser considerados como figuras reales que existen con independencia de las normas o como meras creaciones de éstas. En el primer caso la norma se limita a reconocer su existencia y a dotarlos de régimen jurídico; mientras que, en el segundo, los crea. Aceptada esta dicotomía de planos, tenemos entonces que llega a entenderse que la identidad (o diferenciación) de los ilícitos puede tener lugar o bien en el mundo de la realidad (porque se trata de fenómenos distintos por naturaleza, sin peijuicio de que luego las normas lo reconozcan así, o no) o bien en el mundo de las normas, porque éstas así lo hayan dispuesto (en el momento de crear o reconocer, según los casos, los ilícitos). De acuerdo con la tradición dogmática del Derecho Administrativo Sancionador que subyace en estas declaraciones, los Tribunales (conforme se desarrollará más adelante) parten de la naturaleza no normativa de los ilícitos, o sea, de la afirmación de que el ilícito penal y el ilícito administrativo existen como entes o figuras independientes y anteriores a la norma, entendiendo además que en esta realidad no normativa constituyen una unidad. Pero con ello no está resuelta la cuestión, ni mucho menos, porque el problema está, entonces, en el salto de lo no normativo a lo normativo, es decir, en determinar si el legislador está obligado, o no, a establecer un régimen jurídico que se corresponda exactamente con el metajurídico; de tal manera que a una unidad ontológica real o no normativa haya de corresponderse, o no, una unidad de régimen jurídico. Decir que dos fenómenos son iguales en la realidad no significa necesariamente que hayan de tener el mismo régimen jurídico; de la misma forma que el Legislador puede dotar del mismo régimen jurídico a figuras que en el mundo real son, sin duda alguna, ontológicamente diferentes. El capricho de una ley declara delito o infracción administrativa a dos defraudaciones fiscales a las que sólo separa un euro de cuantía. En el fondo, al jurista no le interesan directamente las cuestiones de la naturaleza jurídica (y menos aún de la no jurídica) de las figuras que maneja sino su régimen jurídico puesto que su trabajo consiste en precisar el régimen legal aplicable a los conflictos sociales que se someten a su consideración. Lo que le importa, en otras palabras, es resolver conflictos por medio de normas jurídicas, sin necesidad, por tanto, de profundizar en la naturaleza ni del conflicto ni de sus elementos. Y si, de hecho, se detiene (al menos en las culturas herederas del Derecho justinianeo) a analizar conceptos y naturalezas, lo hace con un criterio estrictamente metodológico, en cuanto que sabe que gracias a los conceptos y naturalezas podrá llegar con frecuencia a ave-

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riguar el régimen jurídico aplicable, que es lo que le importa. El jurista no es un filósofo ni un científico, aunque a veces la Filosofía y la Ciencia le ayuden en su tarea. Así, constatada en la realidad zoológica la existencia de dos tipos de seres (p. ej., hombres y caballos) de naturaleza esencialmente distinta, si el legislador quiere dotarles de un régimen jurídico ha de atenerse a esa «diferencia ontológica» previa y exterior a la norma y adaptar ésta a aquélla, puesto que lo contrario es imposible: una ley no puede convertir «ontológicamente» a un caballo en hombre, aunque sí puede, por alguna razón o capricho, dotarles del mismo régimen jurídico. Las declaraciones que a tal efecto hizo Calígula con su caballo favorito pudieron, quizás, asegurar a éste un rango preeminente en la sociedad romana —otorgarle un régimen jurídico determinado—; pero no lograron borrar las diferencias «ontológicas» que le prestó la naturaleza y que son inasequibles al legislador. Tratándose de seres reales (no normativos) lo único que puede hacer la norma es establecer regímenes jurídicos para cada uno de ellos en condiciones de igualdad o de desigualdad, según la voluntad del legislador. Respetando —como no puede por menos— sus diferencias biológicas, la ley puede tratar por igual a los hombres y a las mujeres, a los caballos y a los bueyes, a las bestias y a los seres humanos. El legislador no puede, en efecto, convertir fisiológicamente a un hombre en mujer, pero puede realizar una manipulación jurídica convergente —y de hecho así sucede en la actualidad— mediante el establecimiento de un régimen legal común; de la misma manera que también puede —y así sucede de ordinario— otorgar regímenes jurídicos distintos a seres ontológicamente indiferenciados (como es el caso de los funcionarios públicos y de los trabajadores de las Administraciones Públicas y, en la antigüedad, a los hombres libres y a los hombres esclavos). Vistas así las cosas, se comprende fácilmente la inanidad jurídica de la invocación a una pretendida identidad ontológica. Porque, aun suponiendo que ésta existiera, nada impide al legislador tratar de modo igual a dos seres diferentes por esencia (hombre y mujer) o tratar de modo desigual a dos seres ontológicamente iguales (libres y esclavos, nacionales y extranjeros). Cuando los Tribunales declaran enfáticamente que el régimen jurídico de los delitos y de las infracciones administrativas han de ser iguales porque ambas figuras son iguales ontológicamente, están haciendo una afirmación rigurosamente incorrecta, dado que, aun aceptando tal igualdad ontológica (que resulta dudosa, como se precisará inmediatamente), nada impediría al legislador dotarles de un régimen jurídico desigual. El argumento jurisprudencial vale, a todo lo más, como un recurso hermenéutico de llenado de lagunas: en caso de silencio de la norma puede suponerse que seres ontológicamente iguales merecen un tratamiento jurídico también igual. Y ésta fue, en efecto, la primigenia actitud de la jurisprudencia, que inicialmente no tuvo otra intención que la de suplir las lagunas del ordenamiento administrativo sancionador con las normas del Código Penal. Pues bien, en lo que a los ilícitos atañe, sucede que en la realidad no son ontológicamente ni iguales ni desiguales por la sencilla razón de que son conceptos rigurosa y exclusivamente normativos. El ilícito no existe en la realidad, es creado por la norma, de tal manera que sin norma no puede haber ilícito. Sin norma que establezca una prohibición, no puede quebrantarse prohibición alguna. En la terminología alemana la semántica y aun la fonética lo dicen muy claramente: ohne Recht, kein Unrecht, como ya demostró BINDING hace cien años. El ilícito es, por definición, un antijurídico y lo antijurídico sólo puede surgir cuando hay un ius que es violado. Nada hay, por tanto, antijurídico por sí mismo. «El injusto no existe nunca antes que su progenitor, el Derecho.» Toda acción punible precisa, antes de que pueda ser punible, de la norma (BINDING, Die Normen und ihre Uebertretung, 2. A ed., I; apud MATTES, 1 9 7 3 , 167). Si la naturaleza de los ilícitos es inequívocamente normativa, nada hay que vin-

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cule la norma creadora de ellos, que puede determinar libremente su igualdad o su desigualdad con todas sus consecuencias. En contra de lo que parece indicar nuestra jurisprudencia, la norma es un prius y, en cuanto tal, libre, puesto que no existe nada previo que pueda condicionarla. Por ello, en lugar de decir que la ley debe regular por igual a los ilícitos porque son ontológicamente iguales, habría que decir —invirtiendo el planteamiento— que los ilícitos son iguales porque la ley les ha dado un tratamiento normativo igual. La norma es soberana para regular y, en su caso, para calificar, siendo notorio que utiliza tal potestad con harta frecuencia. La Ley alemana de 1952 estableció una diferencia cualitativa entre delitos e infracciones administrativas; y con la misma autoridad la de 1968 abandonó esta actitud postulando una diferencia meramente cuantitativa; provocando con ello en la doctrina y jurisprudencia quiebros y vaivenes muy llamativos, que desconciertan al lector que no sabe localizar sus fuentes en el tiempo. Y lo mismo sucede en España, por ejemplo, con las infracciones de contrabando, convertidas un día en delito y nada digamos de los vaivenes repenalizadores y despenalizadores de los ilícitos de tráfico o de las interacciones de las infracciones y delitos medioambientales. El proceso de despenalización —que actualmente sacude a tantos países y entre ellos a España— es la mejor prueba de lo que está diciendo: los ilícitos serán penales o administrativos (y las acciones humanas serán lícitas o ilícitas) según lo que declare la norma en cada momento concreto. Demos, pues, a la Filosofía lo que a ella corresponde y demos al Derecho lo que es del Derecho. Dejemos a un lado la ontología, que sólo complicaciones puede traer a la dogmática jurídica y, si no se quiere renunciar a ella, adviértase al menos de inmediato que se trata de una ontología normativa, porque con esta sencilla precisión se evitarán muchas confusiones. El Tribunal Supremo, cuando niega una y otra vez las pretendidas diferencias ontológicas, suele referirse de ordinario a sanciones y penas y no acostumbra a justificar su postura. En ocasiones, sin embargo, sí que ofrece una justificación por breve que sea. En las Sentencias de 1 4 de junio y 4 de julio de 1 9 8 9 (Ar. 4 6 2 5 y 5 2 4 6 ; Llórente) se justifica en la unidad originaria del ius puniendi. «No hay diferencia ontológica entre sanción y pena, dado que ambas son manifestaciones del ius puniendi, aunque sí de matiz». Más significativa resulta la de 13 de octubre de 1 9 8 9 (Ar. 8 3 8 6 ; Mendizábal): «el artículo 2 5 de la Constitución, donde se reconoce implícitamente la potestad sancionadora, tiene como soporte teórico la negativa de cualquier diferencia ontológica entre la sanción y pena». Nótese, con todo, que se trata de un razonamiento rigurosamente circular: porque si en la sentencia de Llórente se nos dice que la equiparación ontológica de sanciones y penas es consecuencia de la unidad del ius puniendi o potestad sancionadora, en la de Mendizábal se afirma, a la inversa, que es ésta la consecuencia de aquélla. En esta materia es difícil, por tanto, determinar si el huevo precedió a la gallina (sit veniat verbum). Como también es difícil señalar quién fue el primero que se atrevió a romper la inercia de una tradición que aceptaba mansamente las diferencias que de pronto empezaron a ser negadas. D O R A D O M O N T E R O ( 1 9 0 6 y Enciclopedia Jurídica Seix) se había alzado enérgicamente contra esta tradición, pero permaneció prácticamente solo en tal actitud. Para este autor (EJS, 250) —que, nótese bien, solo se refiere y con toda propiedad, a una ontología normativa—, «ninguna diferencia hay entre la función y el derecho que suelen ser mirados como genuina y propiamente penales y otra función o derecho también sancionadores, pero que no se quieren calificar de penales, sino a lo sumo impropiamente. Si la diferencia entre ambos no se encuentra por el lado de las sanciones (por el lado de la naturaleza de éstas), tampoco podrá ser halla-

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da por el respecto de las infracciones, o sea, por parte de la materia que reclama la respectiva sanción, ya penal, ya disciplinaria, administrativa o gubernativa». De donde se deduce «la imposibilidad verdadera de distinguir sustancial, indefectible e invariablemente, según era obligado, y no por manera arbitraria, puramente circunstancial, las violaciones criminales, cuyo tratamiento únicamente compete al Derecho Penal, de las otras violaciones que revisten, por el contrario [...] índole administrativa, policial o disciplinaria». Aunque, en último extremo, termina encontrando la siguiente diferencia (pp. 256 ss.): «las penas tienen una naturaleza retributiva, son pago o compensación del delito ya cometido, son una forma de responsabilidad para remediar una conducta dañosa, mientras que las correcciones gubernativas, policiales y disciplinarias no tienen que ver absolutamente nada con la responsabilidad, porque con ellas no se busca la reparación de mal alguno ya efectivamente causado, sino el orden y la tranquilidad o, lo que es lo mismo, la disciplina y la cooperación pacífica de los componentes de un agregado de individuos humanos, a lo que debe añadirse el dato importante de la peligrosidad que acompaña siempre a las infracciones administrativas». 2.

IDENTIDAD ONTOLÓGICA, SEA NORMATIVA O REAL, ENTRE LOS DISTINTOS ILÍCITOS

En contra de la tesis personal que acaba de ser sentada (la identidad ontológica de penas y sanciones, de delitos e infracciones, es de naturaleza normativa en cuanto que resulta de la declaración de las normas en tal sentido) es un hecho que las posturas que tradicionalmente se vienen adoptando al respecto se están refiriendo a la naturaleza real de tales figuras, es decir, a su condición no normativa previa a la norma : circunstancia que explica por sí sola la pluralidad de pareceres, puesto que son innumerables los puntos de referencia que a tal propósito pueden tenerse en cuenta. Esta afirmación parece lo suficientemente evidente como para poder prescindir de argumentos probatorios. No obstante, quizás resulte útil demostrar lo dicho, aunque sea muy brevemente. Lo que, desde el punto de vista doctrinal, resulta sumamente fácil ya que basta acudir a la riquísima cantera de M A T T E S ( 1 9 7 9 , 1 9 8 2 ) para extraer de ella sin esfuerzo alguno lo que necesitamos y sin tener que caer tampoco en la tentación de la erudición barata. Con esta salvedad y anuncio de brevedad, a nuestro propósito basta con poner de relieve cómo todas las tesis que han venido afirmando la diferencia cualitativa entre delitos e infracciones administrativas se han apoyado casi sin excepciones en criterios no normativos, tomados de la moral o de la conciencia popular o de la política represora estatal o de la Teoría más especulativa del Derecho. Veamos, pues, un pequeño repertorio de ellas: a) Los delitos se refieren a agresiones cometidas contra la esfera jurídica de los individuos (y del Estado considerado como tal) mientras que las infracciones administrativas son agresiones contra los intereses generados en el tejido social, es decir, desde la perspectiva del hombre considerado como ser social. Ésta es una concepción que nace en la Ilustración, cristaliza en F E U E R B A C H , corona su desarrollo moderno en Erich W O L F F y se basa en la idea de que el Derecho sólo afecta a las relaciones interindividuales y su contenido es la Justicia; mientras que la Administración flota en una esfera que se encuentra por encima y más allá del Derecho y no persigue la Justicia sino el bienestar social. b) Paralela a la anterior se desarrolla una corriente que entiende —en un curso similar pero más profundo— que los delitos atentan contra la Justicia mientras que las infracciones administrativas atentan contra los intereses generales, colectivos y públi-

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eos, que están al margen de la Justicia o, en otras palabras, mientras que unos atentan contra un «bien jurídico», las otras lo hacen contra un «bien administrativo». c) Las infracciones administrativas suponen una agresión al «orden» creado por el Ordenamiento Jurídico, independientemente de su contenido. La normas son establecidas, cualquiera que sea su objeto, para ser respetadas. El orden así creado se materializa y, además, condena como infracciones las agresiones de que es objeto. La infracción administrativa es, pues, una contravención formal mientras que el delito lo es en un sentido material, puesto que no va tanto contra la norma como contra el contenido material de ella. d) Como formulación paralela de la postura anterior se encuentra también la concepción de la infracción administrativa como manifestación de «desobediencia» frente a la norma. e) En todos los tiempos ha gozado de gran predicamento la distinción de los ilícitos en mala quia mala y mala quia prohibita. En otras palabras: hay acciones que son injustas «de por sí» mientras que otras son éticamente indiferentes y se convierten en reprochables únicamente porque la norma así lo declara. En las primeras (delitos) el ilícito es previo a la norma, que se limita a reconocerlo. En las segundas, el ilícito es creado por la norma. Esta postura encuentra su justificación inicial en la ética kantiana y llega hasta autores rigurosamente contemporáneos. La remisión a los libros de M A T T E S me libera de ser más prolijo. Pero si la información que este autor proporciona es de absoluta confianza, hay que aceptar con muchas reservas el aniquilamiento sistemático a que somete todas estas tesis (esp. pp. 93-250) acumulando implacablemente argumentos en su contra. Quizás tenga razón; pero esta forma de proceder —exponer la tesis que se quiere destruir y luego rebatirla— presta al libro un halo escolástico y apologético que reduce su fuerza de convicción, puesto que a cualquiera resulta fácil evocar y destruir ese «maniqueo estúpido» a que aludía ORTEGA. Con toda su fabulosa erudición, MATTES termina combatiendo con animales disecados (por él mismo) en vitrinas de museo, que en vida no se dejan alancear tan cómodamente y que como prueba de su identidad reaparecen intermitentemente cuando ya se les ha dado por olvidados. Pero en este momento lo de menos es la corrección o incorrección de las tesis expuestas —y, por tanto, no se va a entrar en su análisis—, ya que lo único que interesaba demostrar es que se trata de posturas metanormativas, es decir, basadas en criterios (ética, bien protegido, conducta desobediente, etc.) de la realidad social. En cualquier caso, si los planteamientos doctrinales son a este respecto muy claros, aún está por comprobar qué es lo que ha sucedido en la Jurisprudencia. La verdad es que ni el Tribunal Constitucional ni el Tribunal Supremo han precisado nunca en qué consiste esa igualdad ontológica a que tanto aluden; pero del contexto de las sentencias parece deducirse que se trata de naturaleza no normativa, de la misma forma que ocurría con los autores. Para comprobarlo pueden traerse aquí algunos significativos testimonios jurisprudenciales que reflejan, a través de la cultura jurídica de sus ponentes, una corriente bibliográfica que en su tiempo fue inequívocamente dominante. . De todo este repertorio posible —que en la década de los 80 es ya excepcional en cuanto que insiste en la tesis declinante de la diferenciación ontológica de los ilícitos— destaca la STS de 28 de enero de 1986 (Ar. 73; Martín del Burgo) en la que se subrayan las singularidades concurrentes en los ilícitos tipificados en los distintos Ordenamientos, porque no pueden ofrecer los mismos problemas la mayoría de los delitos comprendidos dentro

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DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR del catálogo del Código Penal ordinario, y nos referimos a los llamados delitos naturales (mala in se o mala quia mala) que la mayoría de las infracciones correspondientes al llamado Derecho Penal Administrativo por no decir la totalidad, por su naturaleza de infracciones artificiales o de creación política (mala quia prokibitá).

O la no menos prolija de 13 de marzo de 1985 (Ar. 1.208; Ruiz Sánchez): es necesario destacar que son distintas en razón de su naturaleza; es decir, con carácter sustancial o cualitativo, las infracciones administrativas y las penales [presentan] diferencias que se pueden establecer de un conjunto de elementos, y así se puede distinguir; 1) en razón al distinto ordenamiento infringido; 2) junto a la vulneración del ordenamiento administrativo, la infracción se manifiesta o contiene una lesión de interés cuyo cuidado se atribuye y compete a la Administración, en la infracción penal se lesionan los derechos subjetivos del individuo, de la colectividad o del Estado e incluso puede afectar a intereses administrativos del propio Estado.

Estas sentencias, ya tardías, son los últimos coletazos de una corriente jurisprudencial, en su día muy firme, que afirmaba a ultranza la diferencia de sanciones administrativas y penas, aunque no por mera especulación teórica sino con el confesado propósito de excluir aquéllas del articulo 27 de la Ley de Régimen Jurídico de la Administración del Estado. Y, aunque ya conocemos suficientes ejemplos de esta línea, vale la pena recordar la de 25 de junio de 1966, que se repite luego en otras muchas, como en la de 25 de julio de 1966 (Ar. 89 de 1967), en las que se denuncia la errónea creencia de que las multas administrativas son sanciones de naturaleza verdaderamente penal, como en efecto lo son las que imponen los Juzgados y Tribunales de la Jurisdicción ordinaria o de las jurisdicciones especiales por razón de delito o falta; [...] en la reglamentación administrativa de múltiples y variadas materias que se hallan sometidas al cuidado y vigilancia de la Administración y en la que éstas actúan regladamente en función de tutela y policía administrativa para intervenir acciones u omisiones de sus administrados que para nada rozan la materia penal o criminal propiamente dicha, es de todos conocido y por lodos los Estados de Derecho practicado que las facultades en tal orden de cosas reservadas a la Administración permiten a ésta regular las mencionadas actividades de Orden Público administrativo y exigiendo la multa como sanción.

Insistiendo en las contradicciones que alimentan esta polémica pudiera recordarse en apoyo de mi postura personal que el factor normativo de la naturaleza de los ilícitos ha sido también suficientemente subrayado en la doctrina italiana, a cuyo propósito Rossi V A N N I N I ( 1 9 9 0 , 1 2 8 ) se apoya en la jurisprudencia y cita una interesante sentencia del Tribunal de Ravenna, de 21 de noviembre de 1980, que dice así: «la distinción entre delito e ilícito administrativo es, en nuestro ordenamiento, solamente normativa, no estructural, puesto que la decisión de configurar un comportamiento humano como delito o como ilícito administrativo, aunque esté inspirada normalmente por el criterio de la consideración de la importancia de los bienes jurídicos tutelados y de la gravedad de su agresión, es no obstante y solamente el resultado de una decisión meramente discrecional fundada sobre criterios de política legislativa. El ilícito administrativo, por tanto, no se distingue conceptualmente del penal si no es por la especie de la sanción conminada en la ley, que es siempre una pena pecuniaria administrativa». A mi juicio, y tal como vengo afirmando, ésta es la interpretación correcta de la pomposa «igualdad ontológica» que tan ambigua e imprecisamente suele manejarse entre nosotros y a despecho de una tradición bibliográfica que durante más de un siglo ha estado manejando la expresión en términos inequívocamente no normativos como

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correspondía a la mentalidad filosófica y científica de los juristas de la época; y sin que en las leyes pueda encontrarse, lógicamente, una precisión de este tipo. En cambio, del artículo 25 de la Constitución parece deducirse que nos encontramos ante dos figuras normativas diferentes, a las que la Constitución impone un régimen idéntico en algunos puntos (y sólo en algunos). Habiéndose considerado necesario establecerlo de forma expresa, porque de otra suerte —y cabalmente por tratarse de figuras normativas diferentes— se hubiera entendido que su régimen también había de ser diferente. A la vista de lo que antecede, cabe preguntarse qué interés tiene entonces la vieja polémica sobre la naturaleza extranormativa de los ilícitos y cómo se explica su encarnizamiento. Vaya por adelantado que los ríos de tinta que a tal propósito han corrido no han fluido en vano. Porque los juristas alemanes que han participado en la secular discusión tenían que resolver varios problemas concretos: principalmente, el de si se incluían, o no, los ilícitos administrativos en el Código Penal, y luego, el de si se encomendaba, o no, su represión a los jueces penales. Unas cuestiones que nada tenían de especulativas aunque se abordasen desde una perspectiva teórica exquisita. Por ello, las tesis de FEUERBACH y Eberhard SCHMIDT —en quienes concurría la doble condición académica y política— pasaron directamente, y con la misma pluma, de las monografías de sus autores al Boletín Oficial. La situación española de 2005 es, no obstante, muy diferente. Entre nosotros nunca se ha discutido seriamente la legitimidad de la represión administrativa de determinados ilícitos. En tales condiciones, es claro que la cuestión ha de tener aquí un significado muy distinto del que tuvo y tiene en Alemania. Nuestros Tribunales Supremo y Constitucional tenían que vérselas, en cambio, con una dificultad muy concreta: la incompletud del régimen jurídico de los ilícitos administrativos que, además, resultaba en parte incompatible —en lo poco regulado— con las exigencias del Estado de Derecho (p. ej., la permisión de las «sanciones de plano»). Pues bien, para solucionar tales problemas, nada mejor que aplicar las normas del Derecho Penal, comparativamente más evolucionado y, desde luego, más completo. Planteadas así las cosas, la teoría de la identidad ontológica no tenia otra función que la de prestar una cobertura teórica a la extensión del Derecho Penal al Derecho Administrativo Sancionador. Cobertura que, por cierto, ha sido necesaria durante muy poco tiempo, ya que inicialmente se aplicaba el Derecho Penal simplemente por «analogía», en razón de la «afinidad» de ambos grupos de ilícitos. Pero luego pareció más convincente invocar la identidad ontológica, que autoriza una extensión más profunda de régimen jurídico. De hecho (y según se verá en el capítulo dedicado al principio de la legalidad) el detonante moderno de esta polémica fue el artículo 27 de la Ley de Régimen Jurídico de la Administración del Estado que, con toda evidencia, no estaba pensado para las infracciones administrativas —cosa que los autores sabían de sobra— pero que habilidosamente disimularon con el objeto de intentar aplicarle a ellas. Los Tribunales, sin embargo, no cayeron en la trampa y durante muchos años insistieron en abundantes, aunque no unánimes declaraciones de no identidad, que eran dogmáticamente impecables aunque cerraban el paso al progreso. Últimamente, sin embargo, la situación ha cambiado y en unos términos verdaderamente desconcertantes. Por lo pronto, ha terminado imponiéndose la tesis de la identidad ontológica de delitos e infracciones: una idea todo lo discutible que se quiera, pero que ofrece, al menos, la enorme ventaja de facilitar la aplicación casi automática del avanzado Derecho Penal sobre el comparativamente retrasado Derecho Administrativo Sancionador. En su consecuencia, si el proceso se hubiera detenido aquí, pocas objeciones se merecería, dado que podría fácilmente tolerarse su fragilidad dogmática pensando en las ventajas que representaba para el perfeccionamiento

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del régimen jurídico. Pero sucede que la evolución ha seguido adelante y se ha dado, como sabemos, un paso más: de la falta de diferenciación ontológica se ha deducido la existencia de unos supraconceptos en los que se refunden los conceptos o elementos individuales, apareciendo asi las figuras genéricas y únicas del ilícito, de la punición y del ius puniendi del Estado. En el terreno lógico la operación es plausible, aunque pasa por alto que, como antes se vio, dos seres con identidad ontológica (no normativa) pueden tener perfectamente un régimen jurídico distinto. Estratégicamente, sin embargo (y la Ciencia del Derecho es fundamentalmente finalista o estratégica), se ha producido un acontecimiento inesperado. Porque si recordamos que lo que se pretendía con la identidad ontológica era facilitar la aplicación del Derecho Penal, he aquí que, al saltar al plano del supraconcepto, tenemos que abandonar el piso inferior del delito y del Derecho Penal para colocamos en el plano superior del ilícito genérico y del Derecho Público estatal. A partir de este momento, en efecto, todo son contradicciones y despropósitos, demostrándose una vez más que los creadores de dogmas, con frecuencia, o no se dan cuenta de sus consecuencias jurídicas o, pura y simplemente, no se los toman en serio, limitándose a disfrutar intelectualmente del nuevo verbalismo que se inventan. Llegados a las cumbres de los supraconceptos, habría que atenerse, en rigor, al Derecho Público estatal que en ellos reina y olvidarse del Derecho Penal propio de los valles inferiores animosamente dejados atrás y abajo. Y, sin embargo, constatamos con asombro que los autores y jueces que con más decisión afirman el ius puniendi único del Estado, prescinden luego por completo de sus consecuencias y siguen aferrados — como si nada hubiera pasado— a la vieja cuestión de la aplicación del Derecho Penal. Contemplada desde las alturas del siglo xxi ofrece la historia del Derecho Administrativo Sancionador, un panorama deprimente. La literatura alemana ha estado indagando paciente y brillantemente durante casi dos siglos la naturaleza jurídica de las infracciones administrativas; pero sus admirables resultados (que han contaminado dogmáticamente el mundo entero) se han derrumbado como un castillo de naipes cuando el Legislador ha tenido el capricho de convertir de golpe algunas infracciones en delitos, y en otros casos a la inversa. Así las cosas, ya nadie puede dudar que las calificaciones no dependen del contenido material de los ilícitos (ni de su función ni de sus fines) sino que son meras etiquetas que el Legislador va colocando libremente por razones de una política punitiva global en la que se utiliza a las normas como simples instrumentos. En definitiva: después de haber estado analizando y discutiendo durante más de cien años la naturaleza y la identidad o desigualdad ontológica de los delitos e infracciones administrativas, se ha llegado a la conclusión de que todo este trabajo ha sido (casi) inútil por estar mal planteado, al haberlo centrado en el terreno metanormativo, que para nada vincula al Legislador, quien puede cambiar de la noche a la mañana por criterios propios absolutamente coyunturales. Parafraseando a VON KIRCHMANN, un capricho innovador de una ley ha mandado al desván la biblioteca entera de MATTHES. Por lo que se refiere a España, las dificultades venían de la circunstancia de carecer de un régimen administrativo sancionador general aunque fuera mínimo. Y para remediarlas, en lugar de proceder a su creación por obra del Legislador o por el paciente esfuerzo de los Tribunales, se prefirió acudir a un atajo mediante la maniobra dogmática de equiparar infracciones administrativas y delitos al objeto de aprovechar de golpe el régimen legal existente. Operación que, como se comprobará en su momento, ha terminado frustrada. Y, para mayor desgracia, algunos autores, olvidándose de la funcionalidad del análisis dogmático, han convertido la cuestión en un juego especulativo verbalmente provechoso de erudición frivola facilitada por ciertas obras de divulgación.

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En definitiva, por tanto, la pretendida y harto magnificada identidad ontológica (entendida como una identidad de fenómenos reales no normativos o, más exactamente todavía, prenormativos): a) es jurídicamente casi irrelevante, dado que la hipotética identidad ontológica metanormativa no garantiza una correlativa identidad de regímenes legales; b) es incongruente con ¡a tesis de la integración en una unidad superior; y c) además es inútil porque no resuelve el problema central y originario del Derecho aplicable. Desde el punto de vista pragmático, si lo que se pretende es la determinación del régimen jurídico, esta cuestión puede abordarse directamente —sin rodeos ontológicos confusionistas— y esto es lo que va a hacerse en un epígrafe inmediato de este mismo capítulo. Por decirlo de una manera rotunda deliberadamente simplificadora, a mí no me preocupa particularmente determinar la naturaleza jurídica de las infracciones y sanciones administrativas sino que lo que pretendo es averiguar su régimen jurídico. Durante algún tiempo (y todavía actualmente) se ha creído que la naturaleza jurídica nos proporcionaba la clave para resolver la segunda cuestión teniendo en cuenta que, identificando ontológicamente infracciones administrativas y delitos, podía aplicarse a aquéllas, con absoluta lógica y comodidad, el régimen jurídico de éstos. A la postre, sin embargo, la solución no ha sido tan satisfactoría como inicialmente se había esperado y ello no sólo por las incongruencias dogmáticas de la pretendida identidad sino, sobre todo, porque el tiempo y la realidad han ido demostrando que ni es conveniente, ni es posible, aplicar a las infracciones administrativas el régimen legal de los delitos. Así lo iremos comprobando a lo largo de todo este libro. Mi postura puede, entonces, resumirse en los siguientes términos: 1 ° Si se acepta la identidad ontológica (harto discutible, por cierto) de delitos e infracciones administrativas, y la correlativa inserción de la potestad penal y de la potestad administrativa sancionadora en un genérico, único y superior ius puniendi del Estado, hay que aceptar inexorablemente todas sus consecuencias jurídicas. 2.° Una de las más importantes de éstas es la afirmación de que dicho ius puniendi del Estado está regido por el Derecho público estatal y no por el Derecho Penal, que es propio únicamente de una de sus variedades. 3.° Luego el Derecho Administrativo Sancionador tiene que inspirarse en el Derecho público estatal, de donde emana, y no del Derecho Penal. Estas proposiciones me parecen incuestionables desde el punto de vista teórico; pero a ellas hay que añadir a renglón seguido otras no menos importantes si bien de índole muy diferente: 4.° Aunque en rigor, y por lo que acaba de decirse, no hay necesidad alguna, ni lógica ni jurídica, de aplicar al Derecho Administrativo Sancionador materiales procedentes del Derecho Penal, esto resulta muy recomendable, dado que: a) el Derecho público estatal no ha elaborado todavía una teoría útil sobre el ius puniendi del Estado que pueda luego aplicarse a todas y cada una de sus manifestaciones, a diferencia de lo que sucede con el Derecho Penal, envidiablemente desarrollado, cuyas técnicas y experiencia sería necio desaprovechar por un escrúpulo sistemático, b) Además, las garantías de los derechos individuales que ya ha consolidado el Derecho Penal, y que son irrenunciables, deben ser de aplicación general

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Todo lo cual significa, en último extremo, que nos encontramos, a despecho de tantas novedades dogmáticas, igual que antes y que la primera cuestión del Derecho Administrativo Sancionador sigue siendo la de precisar sus relaciones con Derecho Penal. Como consecuencia de lo que acaba de decirse, resulta inevitable dedicar ahora la atención a las viejas cuestiones —quizás vaciadas en odres algo más nuevos que los tradicionales— de las relaciones entre el Derecho Penal y el Derecho Administrativo Sancionador; pero antes de seguir adelante resulta forzoso detenerse un poco mas en

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esta cuestión para intentar alcanzar una mayor precisión previa, dando un quiebro al discurso y pasando desde la perspectiva ontológica habitual a la aproximación fenomenológica. 3.

APROXIMACIÓN FENOMENOLÓGICA

Si he decidido dejar a un lado a los autores alemanes e italianos (y a los españoles que fielmente les siguen) ha sido porque, al cabo de repasar tesis y antítesis, argumentos y contraargumentos a cual más brillante, el lector queda deslumhrado y no sabe a qué atenerse. El exceso de la información desemboca en el desconcierto. Además, para quienes partimos de una concepción normativa de los ilícitos, es claro que nunca podremos considerar decisivo lo que opinen los autores de otros países, de otras épocas y con referencia a normas que no son las españolas actuales. Metodológicamente hay que proceder, por tanto, de una manera muy distinta y empezar con absoluta modestia por observar y constatar lo que dice a nuestro propósito el Ordenamiento Jurídico español vigente. Y en él, en una primera aproximación fenomenológica, nos encontramos con que: á) Existen dos clases de normas diferentes: unas se autocalifican de penales (Código Penal y leyes penales especiales) y otras de administrativas. b) En las primeras se describen y castigan unos ilícitos que se denominan delitos o faltas y en las segundas se describen y castigan otros ilícitos que se denominan infracciones administrativas. Ello sin peijuicio, claro es, de que las normas penales se remitan ocasionalmente a las infracciones administrativas, de la misma forma que las leyes administrativas se remiten a los delitos y faltas. c) En unas y otras normas se encomienda el castigo de cada uno de estos grupos de ilícitos a órganos diferentes: los delitos y faltas, a los Jueces y Tribunales penales; las infracciones administrativas a los órganos administrativos, cuyas decisiones son luego revisables por órganos judiciales no penales (jueces y Tribunales contencioso-administrativos). Excepcionalmente puede encomendarse a los jueces el castigo de infracciones administrativas, pero jamás a los órganos administrativos el castigo de delitos. d) La represión ha de ajustarse, además, a procedimientos distintos, según se trate de delitos o de infracciones administrativas. e) Estos órganos —y de acuerdo con su procedimiento respectivo— imponen castigos también distintos. Formalmente los Jueces imponen penas y la Administración sanciones. Materialmente, buena parte de las penas y sanciones coinciden (inhabilitación, suspensión, multa), aunque hay una variante cuya imposición es del monopolio absoluto de los Jueces: las penas privativas de libertad. J) Independientemente de la diversidad de órganos, de procedimientos y de castigos, las normas establecen un régimen jurídico material distinto para cada grupo de ilícitos (reincidencia, prescripción, dolo, etc.). g) Las normas penales son aceptablemente concretas y se nuclean en torno al Código Penal. Las normas sancionadoras administrativas, por el contrario, son de momento tan dispersas como incompletas. Esquema que se cierra con una última constatación clave: el legislador, cuando lo tiene por conveniente, altera sustancialmente la situación y lo que ayer eran infracciones administrativas, se convierten mañana en delitos (como sucedió con las infracciones de contrabando a partir de la Ley Orgánica 7/1982, de 13 de julio), y lo que eran ilícitos penales se convierten de pronto en infracciones administrativas. Esto es

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lo que ha sucedido fundamentalmente con la más importante, hasta ahora, de nuestras leyes despenalizadoras, la 3/1989, de 21 de julio, Orgánica de actualización del Código Penal, cuyo Preámbulo no puede ser más expresivo: Hace ya tiempo que existe unanimidad en la jurisprudencia y doctrina españolas en cuanto a que nuestro sistema penal tiene una amplitud excesiva, siendo grande el número de infracciones penales carentes de sentido en la actualidad, sea porque ha desaparecido su razón de ser, sea porque el Derecho privado o el Derecho Administrativo están en condiciones de ofrecer soluciones suficientes, con la adiciona) ventaja de preservar el orden de lo delictivo en su lugar adecuado, que debe ser la cúspide de los comportamientos ilícitos. En el mismo tipo de consideraciones debe inscribirse el hecho demostrable de que ñiera de lo punible se describen y sancionan conductas de entidad notoriamente superior a las que son objeto de las descripciones penales. Resulta así que, de un lado, se ha llegado a un exceso de presencia de lo punitivo y, de otro, se ha producido un cierto desequilibrio entre las penas y el sistema de reacciones jurídicas no penales. La situación expuesta es particularmente visible en el ámbito de las faltas. Las que en su día fueron llamados «delitos veniales» integran un cuerpo de infracciones penales de excesiva amplitud. A ello se añaden las imaginables consecuencias de agolpamiento ante los Tribunales de Justicia de muchos pequeños problemas que no merecen ciertamente el dispendio de tantos esfuerzos de los poderes públicos.

Hasta aquí no puede ser más sincera y realista la postura del legislador. Lo malo del caso es que, al afirmar el capital principio de la «intervención penal mínima», se ha considerado obligado a introducir criterios materiales de diferenciación, capaces por sí solos (de ser atendidos por la doctrina) de reabrir las compuertas de una polémica dogmática que anegaría —y esterilizaría— la bibliografía española de los próximos años: Entre los principios en que descansa el Derecho Penal moderno destaca el de intervención mínima. En mérito suyo el aparato punitivo reserva su actuación para aquellos comportamientos o conflictos cuya importancia o trascendencia no puede ser tratada adecuadamente más que con el recurso a la pena; tan grave decisión se funda, a su vez, en la importancia de los bienes jurídicos en juego y en la entidad objetiva y subjetiva de las conductas que los ofenden.

El legislador español se ha incorporado así al proceso despenalizador iniciado en Europa años antes, siguiendo particularmente las huellas italianas, donde se contaba ya con leyes despenalizadoras desde 1 9 6 7 (y 1 9 7 5 ) , que culminaron en la gran reforma de la Ley de 24 de noviembre de 1981. Conviene advertir, sin embargo, que el ejemplo no ha llegado hasta las interesantes Circulares de la Presidencia del Consejo de 19 de diciembre de 1983 y 5 de febrero de 1986, en las que se establecen «criterios orientativos para la elección entre sanciones penales y sanciones administrativas», que —en la versión de R O S S I - V A N N I N I ( 1 9 9 0 , 2 9 2 ) — se concretan en la reserva tendencia] de dos áreas para las sanciones administrativas: los ilícitos menores y los que consisten en la elusión del control administrativo al que están sujetas determinadas actividades de peligrosidad intrínseca, o bien consistentes en la violación de normas secundarias de carácter técnico. Significativa es igualmente la atención que han dedicado a la problemática despenalizadora los criminalistas de todos los países y que tanto contrasta con el escaso eco que ha encontrado en la doctrina administrativa. Como prueba de lo primero, baste recordar las recomendaciones del XIV Congreso Internacional de Derecho Penal de 1989 y, sobre todo, las Resoluciones Generales del Congreso de Estocolmo, de cuya introducción se reproducen seguidamente algunos fragmentos importantes (apud P A L I E R O - T R A V I , 1988, 329):

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«1. El campo de aplicación del Derecho Administrativo Penal está siendo ampliado por causa de dos fenómenos: de una parte, la intervención del Estado Providencia en campos cada vez más numerosos ha provocado la proliferación de Reglamentos administrativos frecuentemente acompañados de normas auxiliares de Derecho Administrativo Penal que prevén sanciones de carácter represivo a las violaciones de estas reglamentaciones; por otro lado, una corriente internacional que tiende a enviar las infracciones de importancia social menor del campo del Derecho Penal tradicional al del Derecho Administrativo Penal, ha impulsado a los legisladores a redefinir este tipo de infracciones como infracciones administrativas penales. »2. Esta evolución es deseable en la medida en que descongestiona el Derecho Penal de infracciones menores, y está así en armonía con el principio de subsidiariedad de la ley penal. Pero tampoco es deseable una inflación del Derecho Administrativo Penal. Las sanciones administrativas penales deberían ser utilizadas solamente para proteger los intereses jurídicos claramente definidos y no para facilitar la realización de intereses puramente burocráticos. En suma, los legisladores y la ciencia jurídica deberían esforzarse en definir los límites exactos del Derecho Administrativo Penal y en determinar los principios jurídicos que le son aplicables. »3. La cuestión de saber si un comportamiento debe ser castigado según la ley penal no debería ser resuelto de una manera categórica. Corresponde al legislador determinar lo que debe ser castigado por el Derecho Penal o por el Derecho Administrativo Penal. Para fundar esta decisión, el legislador debería tomar en consideración varios criterios y, fundamentalmente, el valor social enjuego, la gravedad de daños o su amenaza y la naturaleza y grado de la culpa. »4. El Derecho Administrativo Penal se acerca al Derecho Penal en cuanto que prevé sanciones represivas. Esta similitud impone la aplicación en el Derecho Administrativo Penal de los principios de base del Derecho Penal sustancial y de un proceso equitativo. »5. El Derecho Administrativo Penal difiere, no obstante, del Derecho Penal. Esta diferencia implica la limitación de la naturaleza y de la severidad de las sanciones aplicables, así como la limitación de las restricciones de los derechos fundamentales en el curso del procedimiento». III.

EL DERECHO PENAL COMO ELEMENTO INTEGRADOR DEL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

La vieja cuestión de las relaciones entre el Derecho Penal y el Derecho Administrativo Sancionador —que reaparece inevitablemente en todos los ámbitos teóricos del sistema punitivo— presenta una vertiente, la funcional, que puede contribuir eficazmente a la determinación de la sustantividad de este último, que es lo que en este lugar nos preocupa. Porque, además del valor que las normas y principios penales tienen en la formación y aplicación analógica y complementaria del ordenamiento administrativo sancionador, su función más importante es la «integradora», es decir, la de contribuir a la constitución de una disciplina jurídica y académica propia. 1.

EL PROCESO DE INTEGRACIÓN

La función integradora que en la actualidad realiza el Derecho Penal sobre el Ordenamiento jurídico administrativo sancionador es, como sabemos, relativamente reciente puesto que en un tiempo se trataba de sectores rigurosamente separados. Por

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otra parte desde el momento en que se establecieron canales de comunicación entre ellos, la intensidad integradora ha ido variando hasta el punto de que es fácil constatar un proceso evolutivo en tres etapas. Por así decirlo, para llegar a la situación presente la jurisprudencia y la doctrina han dado tres pasos de aproximación. El primer paso, según puede imaginarse, fue la aplicación del Derecho Penal a las infracciones administrativas con carácter supletorio y para el llenado de lagunas. Ésta es todavía la postura de la Sentencia de 29 de septiembre de 1980 (Ar. 3.464; Martín del Burgo): «La jurisprudencia tiene sentada la doctrina de que la ausencia en el ordenamiento penal administrativo de una parte general no debe interpretarse como un apoderamiento a la Administración para una aplicación libre y arbitraria de sus facultades sancionadoras por tratarse de una laguna que ha de cubrirse con las técnicas propias del Derecho Penal ordinario, lo que obliga a seguir unos mismos principios en una y otra esfera, como apunta la Sentencia de 25 de marzo de 1972». La presencia del Derecho Penal cumple, en suma, una función de garantía, un freno impuesto por el Derecho a la libre y tendencialmente autoritaria intervención de la Administración pública tradicional: un dato que los autores suelen pasar por alto. Tal es en cualquier caso la inequívoca intención de la STS 13 de enero de 1981 (Ar. 4137; Martín del Burgo) para la que «los principios básicos del Derecho Penal» constituyen un límite «que no podrá infringirse» en el ejercicio de la potestad administrativa sancionadora. Actitud que en el fondo se limita a prolongar la línea sentada por la Sentencia preconstitucional de 30 de enero de 1978 (Ar. 3.411; Pérez Frade): «La potestad sancionadora [administrativa] no puede ejercerse en condiciones más rigurosas [...] que en materia de faltas penales». De aquí se saltó luego sin dificultad aparente a la tesis —sostenida tanto por el Tribunal Constitucional como por el Supremo e incluso por éste antes de la Constitución— de que no sólo con carácter supletorio sino de forma directa son aplicables los principios del Derecho Penal. Este salto de la aplicación supletoria de preceptos del Código Penal a la aplicación directa de principios del Derecho Penal estaba ya absolutamente generalizado en la jurisprudencia preconstitucional de los años setenta. Por explicar queda, sin embargo, el tercer paso, es decir, la eventual constitucionalización de esta integración. Porque para quienes entienden que lo está en virtud de los artículos 24 y 25 de la Constitución —como es el caso de SUAY (1989, 202)— es inconcuso que las normas de Derecho Administrativo Sancionador, incluso aunque estén fijadas en norma con rango de ley, deben ceder ante los principios del Derecho Penal. La cuestión se complica, no obstante, de forma extraordinaria cuando se incorpora al análisis (como se hará en un epígrafe posterior) el dato de que la aplicación al Derecho Administrativo Sancionador de los principios del Derecho Penal debe hacerse de una forma matizada, lo que significa que no siempre y no todos los principios penales son aplicables, sin más, a los ilícitos administrativos. Sea como fuere, el resultado final de esta evolución es la tesis de la aplicación al Derecho Administrativo Sancionador de los principios del Derecho Penal. Una postura cuya trascendencia práctica exige su análisis pormenorizado, tal como va a realizarse en el epígrafe siguiente. Como consecuencia de todo lo anterior, hemos llegado en España a una fase en la que ya no se discute «si» los principios del Derecho Penal se aplican ai Derecho Administrativo Sancionador, puesto que así se acepta con práctica unanimidad. Huelga citar de momento, por tanto, a la jurisprudencia y, en cuanto a la doctrina, baste recordar por lo temprano de su fecha a MANZANEDO ( 1 9 6 8 , 2 1 6 ) : «La actividad administrativa sancionadora se caracteriza por su aproximación al Derecho Penal, pues la

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Administración Pública, cuando ejerce esta actividad, necesita ajustarse al esquema penal —tipificación de la infracción y de la sanción— y a los principios generales inspiradores del Ordenamiento penal, que además funciona como derecho supletorio.» Ahora bien, la principal dificultad se encuentra en la determinación de «qué» principios van a ser aplicados y. sobre todo, de «hasta qué punto» van a serlo. Cuestiones sobre las que ya se ha escrito mucho, pero que aún distan de estar claras. La unanimidad que sobre el «si» reina en nuestro Derecho no debe dar la impresión de que se trata de un fenómeno universal y nada polémico en otros países, antes al contrario. En Francia —según podrá comprobarse más adelante— la Jurisprudencia .y la doctrina han afirmado unánimemente lo contrario hasta hace muy poco. Y en Italia, y a juzgar por el testimonio de PALIERO-TRAVI ( 1 9 8 8 , 2 8 8 ss.), la Corte Constitucional se niega terminantemente a aplicar a los ilícitos administrativos los principios constitucionales del Derecho Penal, cuidándose, además, de advertir expresamente que esta diferencia de regímenes no rompe el principio de la igualdad. Lo que entre nosotros, de todas maneras, resulta claro es que se trata de la aplicación de principios no de normas y mucho menos de textos. Circunstancia que nos obliga a establecer de antemano determinadas precisiones: hay que partir, por tanto, de la distinción entre principios y normas, tal como se ha expuesto cautelarmente en otro lugar de este libro. Esto quiere decir que no se trata de aplicar al Derecho Administrativo Sancionador los artículos del Código Penal y de las leyes penales especiales —y al decir esto no ignoro que así se está haciendo en algunos supuestos, como podrá comprobarse, entre otros, en el capítulo de la prescripción—: por analogía (in peius) no podrá hacerse, ya que es radicalmente incompatible con el principio de legalidad, ni existe tampoco un precepto que autorice su aplicación con carácter supletorio. En conclusión, por tanto, las normas del Derecho Penal únicamente podrán aplicarse al Derecho Administrativo Sancionador en los siguientes supuestos, verdaderamente excepcionales: a) analogía no in melior; b) declaración expresa de supletoriedad, y c) remisión expresa de la norma administrativa. Aclarado esto, nos encontramos entonces ante dos cuestiones esenciales que van a ser desarrolladas inmediatamente: en primer lugar, cuáles van a ser concretamente los principios penales aplicables al Derecho Administrativo Sancionador y, en segundo lugar, cuál va a ser el alcance de tal aplicación extensiva. 2.

PRINCIPIOS Y REGLAS PENALES APLICABLES

En cuanto a cuáles son los principios aplicables, habría que empezar suscribiendo las rotundas afirmaciones de QUINTERO (1991, 262) —inspirada inequívocamente en la función garantista que aporta el Derecho Penal al integrarse en el Derecho Administrativo Sancionador— de que «cuando se declara que las mismas garantías observables en la aplicación de las penas se han de respetar cuando se trata de imponer una sanción administrativa, no se hace en realidad referencia a todos y cada uno de los principios o reglas reunidos en la Parte General del Derecho Penal, sino a aquellos a los que el Derecho Penal debe someterse para satisfacer los postulados del Estado de Derecho, que son principios derivados de los declarados en la Constitución como fundamentales». Por lo demás, los Tribunales, en lo que yo sé, no han hecho pronunciamientos específicos minuciosos sobre el particular. Tengo, en todo caso, la impresión de que cuando se habla de principios no se está pensando únicamente en los que lo son en sentido estricto o rigurosamente técnico, sino que se comprenden también reglas de Derecho. La Jurisprudencia del Tribunal Supremo suele hablar de «principios inspiradores». La Sentencia de 9 de junio de 1986 hace referencia a «prin-

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cipios valorativos o interpretativos que presiden el Derecho Penal», así como a «criterios técnico-jurídicos comunes y unitarios». Expresiones que demuestran bien a las claras que se trata de algo muy distinto a la analogía de preceptos, aunque ésta pueda actuar acumuladamente. Las Sentencias del Tribunal Supremo de 16 de diciembre de 1986 (Ar. 7160) y 20 de enero de 1987 (Ar. 203), debidas ambas a la pluma magistral de Mendizábal, enumeran —aunque naturalmente sin ánimo de exclusividad— una serie de principios penales aplicables al Derecho Administrativo Sancionador como son: el de presunción de inocencia, el de legalidad y el de interdicción de arbitrariedad. En cualquier caso, partiendo del supuesto de que se trata de la aplicación de principios (no de normas y reglas) y no de todos los principios del Derecho Penal, sino solamente de algunos, a la hora de determinar cuáles son concretamente los que a estos efectos entran en juego, en lugar de intentar hacer una lista de ellos —que nunca podría ser segura ni exhaustiva—, cabe preguntarse antes con carácter general si la referencia habría de limitarse únicamente a los constitucionalizados. Tal como ya se ha apuntado más arriba, la diferencia entre una y otra de las soluciones posibles es trascendental. Si únicamente son aplicables los principios de Derecho Penal ya constitucionalizados, su repertorio se reduce notoriamente y, sobre todo, está fuera de duda que prevalecerán sobre las disposiciones sancionadoras aunque tengan rango de ley, como ha observado SUAY (RAP, 1 0 9 , p. 2 1 3 ) : «al legislador le está constitucionalmente vedado incorporar a la regulación de las sanciones administrativas principios completamente opuestos o absolutamente incompatibles con el orden penal». Pero otra cosa ha de ser con los «principios» no constitucionalizados, que se aplicarán únicamente ante el silencio de la ley administrativa. Porque si no interviene la Constitución, no hay razón alguna para dar preferencia (dentro de las normas del mismo rango) a la penal (y mucho menos a los principios de ella deducidos, cuya subordinación jerárquica viene impuesta por el artículo 1.4 del Código Civil), antes al contrario, parece lógico que prevalezca la administrativa sancionadora ya que es más específica. Sin ánimo de agotar el repertorio posible, en el presente libro se examinan cabalmente los «principios» —en el sentido amplio entendidos— que afectan más directamente al Derecho Administrativo Sancionador. Desde esta perspectiva pueden hacerse dos proposiciones recíprocamente complementarias: Ia En todo caso son aplicables los principios punitivos constitucionalizados. que se entenderán comunes a todo el ordenamiento punitivo del Estado, aunque originariamente procedan del Derecho Penal y que, naturalmente, han de prevalecer sobre cualquier disposición del legislador. 2.a Pero también son aplicables al Derecho Administrativo Sancionador los principios propios del Derecho Penal no constitucionalizados; si bien en tal caso no han de prevalecer sobre los específicos del otro ámbito que tengan rango de ley. La primera fiase de proposición segunda viene fundamentada por la elemental e indiscutible consideración de que, habiendo sentado el Tribunal Supremo esta regla de extensión de principios antes de la Constitución, con toda evidencia tenía que estar pensando en principios penales no constitucionalizados, a los que luego, obviamente, se han añadido los constitucionales. Bien es verdad que a este propósito surge una duda inquietante: si la base de este mecanismo de comunicación o extensión normativa es la idea de que el Derecho Penal y el Derecho Administrativo Sancionador son manifestaciones iguales y paralelas de un Derecho punitivo común, ¿por qué se da prevalencia a los principios del Derecho Penal, que se extienden a los del Derecho Administrativo Sancionador, y no a la inversa? A mi modo de ver, la transposición normativa habría de discurrir en las dos direcciones, como en un mecanismo de vasos comunicantes. Y creo que esta tesis

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es teórica y constitucionalmente defendible, si bien no se haya aplicado nunca en la práctica por una razón muy sencilla: hasta ahora, en el Ordenamiento jurídico español, el Derecho Administrativo Sancionador carecía de principios que pudiesen transpolarse al Derecho Penal. De aquí que la cuestión nunca haya llegado a plantearse ni en la doctrina ni en la práctica jurisprudencial; pero es inevitable que tarde o temprano haya de surgir, sobre todo cuando el Derecho Administrativo Sancionador logre desprenderse de su antiguo «complejo de inferioridad», al que de ordinario se acumula también, y con no menos fuerza, otro de «culpabilidad». Dejando aparte, entonces, la tesis que apuntada queda de la comunicación normativa de doble dirección, la prevalencia actual del Derecho Penal sobre el Derecho Administrativo Sancionador (que supone la colonización de éste por aquél, sin movimiento inverso) se explica, más precisamente todavía, por las siguientes razones: a) Cronológica. El Derecho Penal tiene ya consolidados sus principios fundamentales, lo que no sucede con el Derecho Administrativo Sancionador. De aquí que sea lógico que el segundo se aproveche de las experiencias del primero, siendo además imposible, al menos de momento, la operación inversa. A todo ello hace referencia la STS de 19 de enero de 1991 (Ar. 964; Delgado): «dado que el Derecho Penal había obtenido un importante desarrollo doctrinal y legal antes de que se hubiera formado una doctrina relativa a la potestad sancionadora de la Administración, se fueron aplicando a ésta unos principios esencialmente construidos con fundamentos en los criterios jurídico penales». b) Constitucional. Los principios inspiradores del Derecho Penal son progresistas en cuanto que suponen una garantía de los derechos de los individuos. De aquí que sea más conforme con el espíritu democrático de la Constitución —y con el Estado de Derecho— la igualación «por arriba» de ambos ordenamientos. c) Dogmática. El Derecho Administrativo Sancionador y el Derecho Penal convencional forman parte de una unidad superior —el Derecho punitivo del Estado—, que hasta ahora venía identificándose con el Derecho Penal en sentido estricto. En rigor, por tanto, cuando se imponen al Derecho Administrativo Sancionador los principios del Derecho Penal no es porque se considere a éste de naturaleza superior, sino porque tales principios son los únicos que se conocen —hasta ahora— como expresión del Derecho punitivo del Estado. Veamos seguidamente hasta qué punto las normas reglamentarias —que son las más abundantes— del Derecho Administrativo Sancionador han de ceder ante el Código Penal y demás leyes penales especiales. Una cuestión que no puede ser resuelta mediante la cómoda remisión a las reglas de la jerarquía formal y de la cronología de la aparición. Nuestro caso es mucho más complejo, y creo que el mejor modo de abordarlo es con la ayuda de la teoría de los conjuntos y grupos normativos, magníficamente representada en España por los profesores VILLAR PALASÍ y GONZÁLEZ NAVARRO, y que, a través de éste, ha accedido con normalidad a la jurisprudencia del Tribunal Supremo. La primera cuestión que hay que aclarar es la de si el Ordenamiento Penal y el Ordenamiento Administrativo Sancionador constituyen un conjunto normativo. Lo que a mi juicio merece una respuesta afirmativa, ya que la tesis del Poder punitivo único del Estado y del correlativo Ordenamiento punitivo único del Estado está presuponiendo implícitamente la existencia de una conjunto normativo que comprende ambas «manifestaciones». Ahora bien, este conjunto normativo punitivo se fracciona inequívocamente en dos «subgrupos normativos» (las «manifestaciones»): el penal y el administrativo sancionador. La mejor prueba de este fraccionamiento es la exigen-

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cia de «matices» en la aplicación de las normas de un grupo a supuestos fácticos del otro. Esto sentado y tal como ha señalado la doctrina, las normas de grupos y subgrupos diferentes no se articulan con las reglas indicadas de la jerarquía formal y de la cronología, sino que cada grupo es inmune frente al otro, aunque sólo sea relativamente. La Jurisprudencia ha autorizado ciertamente la intromisión de las normas de Derecho Penal en la esfera del Derecho Administrativo Sancionador, pero respetando siempre la autonomía relativa de éste. Se trata, en suma, de una tarea de integración, no de desplazamiento. La situación resultante —tal como ha sido dibujada por la Jurisprudencia— es, con todo, muy singular y pretende el acceso a la Justicia del caso concreto al precio de renunciar a la seguridad jurídica. Pero lo único cierto —y ésta es la tercera proposición— es que las normas reglamentarias del Derecho Administrativo Sancionador no tienen que ceder «necesariamente» ante las normas de rango legal del Derecho Penal, pero «pueden» ser desplazadas atendiendo a las circunstancias del caso apreciadas primero por la Administración y luego por los Tribunales de control. Y aquí está cabalmente la espina de la proposición, porque es imposible ponderar de antemano las circunstancias del caso, ya que ésta es una cuestión concreta que no puede ser abordada en términos genéricos. Lo único que conocemos es el repertorio de soluciones posibles —no aplicación de la norma penal, aplicación íntegra y aplicación con matizaciones—, pero con ello no hemos adelantado mucho, y nos adentramos en el mundo de la jurisprudencia casuística que sólo los años, una perfilada elaboración doctrinal o la intervención del legislador podrán remediar. 3.

ALCANCE DE LA APLICACIÓN

Una vez examinada la cuestión de los principios concretos del Derecho Penal que han de aplicarse al Derecho Administrativo Sancionador, aún queda por resolver el problema fundamental, es decir, el de precisar el alcance de la función integradora con que tales principios han de aplicarse. Los Tribunales insisten una y otra vez, y siempre con gran énfasis, en la afirmación de que no es lícita una aplicación automática de un ámbito a otro, que presentaría, además, no pocas dificultades técnicas. En palabras de la STS de 21 de diciembre de 1977 (Ar. 5049; García Manzano), «la traslación automática de lo que constituyen instituciones o instrumentos dulcificadores de la responsabilidad de previsión expresa en el Código Penal al campo sancionador de la Administración presenta dificultades inherentes a la diversa estructura de ambos ordenamientos». Por ello, se viene advirtiendo desde el primer momento (cfr. la STC de 18 de junio de 1981), y de manera reiterada, que la aplicación ha de hacerse «con matices». Y esto tanto por parte del Tribunal Constitucional como del Supremo, de lo que ya hemos visto algunos testimonios, a los que se podría añadir otro significativo por ser preconstitucional, el de la sentencia de 25 de marzo de 1972 (Ar. 1472; Suárez Manteóla), reproducido luego en otra muy posterior de 13 de mayo de 1985 (Ar. 4582; Vivas Marzal): «debidas matizaciones que dimanan de la naturaleza de las sanciones administrativas que atienden [...] al debido cumplimiento de los fines de una actividad de la Administración». De la misma forma que «la aplicación de los criterios del Derecho Penal al Derecho Administrativo Sancionador no es absoluta» (STS de 13 de marzo de 1985; Ar. 1208; Ruiz Sánchez). Y es que, como dice la STS de 28 de enero de 1986 (Ar. 73; Martín del Burgo), «la existencia de unos principios comunes a todo Derecho de

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carácter sancionador [...] no puede significar el desconocimiento de las singularidades concurrentes en los ilícitos tipificados en los distintos ordenamientos, porque no pueden ofrecer los mismos problemas la mayoría de los delitos comprendidos dentro del Catálogo del Código penal ordinario [...] que la mayoría de las infracciones correspondiente al llamado Derecho Penal Administrativo». La consecuencia que ello trae es que la aplicación de «principios y criterios» ha de realizarse con atenuado rigor y mayor flexibilidad, según expresiones consagradas ya en la jurisprudencia. La STS de 29 de septiembre de 1980 (Ar. 3464; Martín del Burgo) recuerda, en efecto, que «la jurisprudencia se ha encargado de matizar ciertas diferencias entre el orden punitivo ordinario y el administrativo, aludiendo a una atenuación del rigor del primero en el segundo y a una mayor flexibilidad de éste». La antigüedad de esta postura se acredita en las sentencias de 22 de marzo y 2 de noviembre de 1972 (Ar. 4678; Suárez Manteóla): «si los principios fundamentales de tipicidad de la infracción y de legalidad de la pena operan con atenuado rigor cuando se trata de infracciones administrativas y no de contravenciones de carácter penal, tal criterio de flexibilidad tiene como límites [...]». Dista mucho de estar clara, con todo, la causa que provoca estas diferencias de trato, este atenuado rigor; lo que no obsta, sin embargo, a que la Jurisprudencia lo haya intentado ocasionalmente. Para la sentencia de 28 de enero de 1986, que acaba de ser citada, la explicación es muy sencilla y radica en la diferencia ontológica de las dos clases de ilícitos, a la que ha de corresponder lógicamente una diferenciación de régimen. Ahora bien, los autores que niegan tal premisa se cierran ellos mismos la salida, que R E B O L L O ( 1 9 8 9 , 4 4 1 ss.) termina encontrando en la única diferencia admisible, a saber, en que en unos casos castiga el Juez y en otros un órgano administrativo: circunstancia que no supone, desde luego, un «aspecto menor» porque «desde el momento en que el ordenamiento considera a un hecho como infracción administrativa y no como delito, desde el momento en que atribuye la imposición del castigo a la Administración y no al Poder Judicial, aunque lo haya hecho por razones meramente pragmáticas, se hacen necesarias importantes matizaciones por la fundamental y obvia razón de que Administración y Poder Judicial tienen diferente carácter institucional y constitucional, no se encuentran en la misma posición ante el Derecho y tienen, por esencia, una fruición muy distinta». En definitiva, aquí nos encontramos con una muestra típica de la actividad jurisprudencial: primero hace una declaración rotunda (la traslación del régimen penal) que revoluciona la situación anterior y luego se ve obligada a introducir reservas y cautelas (la traslación con «matices»), un poco asustada —por así decirlo— de las últimas consecuencias a las que el giro realizado puede conducir. En nuestro caso: después de haber afirmado la aplicación de principios penales a un Derecho ajeno (por causa de su pretendida identidad), se ven forzados los tribunales a recomendar prudencia en esta operación, una vez que han constatado que no es tan cierta la pretendida identidad ni es técnicamente posible la transposición automática o total de regímenes. El Tribunal Constitucional, en su sentencia 76/1990, de 26 de abril, sigue insistiendo en ello: «La recepción de los principios constitucionales del orden penal por el Derecho Administrativo Sancionador no pueden hacerse mecánicamente y sin matices, esto es, sin ponderar los aspectos que diferencian a uno y otro sector del ordenamiento jurídico». Probablemente la más extremada al respecto sea la STS de 20 de diciembre de 1988 (Ar. 9988; González Navarro): El Derecho Administrativo Sancionador es una de las materias más necesitadas de una regulación clara en nuestro Derecho. Y si bien a partir de la entrada en vigor de la Constitución

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se ha avanzado bastante en orden a perfilar la auténtica esencia de las infracciones y sanciones administrativas, no diferente, salvo en lo orgánico, de las infracciones y sanciones penales, lo cual supone que los mismos principios imbricados se aplican a todo el Derecho punitivo del Estado, son muchas las cuestiones todavía dudosas, cuya resolución definitiva sólo puede venir por la vía de una ley reguladora de la potestad sancionadora de las Administraciones Públicas. Entre tanto, los Tribunales tienen que ir buscando la justicia que se esconde bajo la letra de los textos en vigor mediante una penosa labor en que han de conjugar —hasta donde es posible con un ordenamiento tan imperfecto en este punto— las dos ideas contrapuestas de la garantía del ciudadano y la eficacia del actuar administrativo.

El resultado de tales puntualizaciones es una intensa relativización de la regla de la transposición de principios y criterios, hasta tal punto que no se sabe si lo esencial es la aplicación o, más bien, las matizaciones con que hay que realizarla. La revolución no ha sido, pues, tan intensa como podría suponerse, aun sin negar naturalmente su importancia. Pero, en último extremo, volvemos a caer en el decisionismo judicial que es el único que puede despejar las dudas a la hora de ponderar los intereses en juego de cada caso concreto. Este escepticismo luce en el acertado comentario de R E B O L L O ( 1 9 8 9 , 8 8 5 ) : «No basta proclamar la vigencia de unos principios generales comunes al Derecho Penal. Esto podrá suplir gran parte de los defectos de la legislación; pero mientras no vaya acompañado de una verdadera tipificación, la aplicación de aquellos principios ha de realizarse sobre bases forzadas y con absoluta inseguridad [...]. Además [los principios penales], nacieron para un Derecho que partía del principio de mínima intervención penal con relativamente pocas conductas punibles, no para un Derecho en el que toda la intervención pública de un Estado profundamente intervencionista está respaldada represivamente. Con nada de ello pretendemos negar la conveniencia de la aplicación de los principios del Derecho Penal al Derecho Administrativo Sancionador. Al contrario, esa conveniencia no es sólo tal sino una exigencia para la verdadera efectividad de los derechos fundamentales y del Estado de Derecho». Otro ejemplo de singular prudencia —en cuanto que reduce la integración a una simple información— nos lo ofrece la STS de 18 de julio de 1984 (Ar. 4025; Moreno), que se basa en tres afirmaciones fundamentales: a) la independencia de la potestad sancionadora de la Administración respecto de la Jurisdicción criminal; b) un fondo intrínseco penal que existe, pese a todo, en la potestad administrativa, y c) como consecuencia de lo anterior, los principios del orden penal «han de informar sustancialmente la manera de actuar de la Administración» en el ejercicio de tal potestad. De cualquier manera que sea, lo que en todo caso está fuera de duda es que los principios del Derecho Penal aplicables al Derecho Administrativo Sancionador no van a serlo de forma mecánica, sino «con matices», es decir, debidamente adaptados al campo que los importa. Conste, por lo demás, que esta afirmación no es un mero desiderátum teórico ni una simple declaración jurisprudencial, sino que así es lo que realmente sucede, como se comprobará cumplidamente a lo largo de todos y cada uno de los capítulos de este libro: ni la legalidad, ni la reserva de ley, ni la tipificación, ni la culpabilidad, ni el non bis in idem, ni la prescripción tienen el mismo alcance en el Derecho Penal que en el Derecho Administrativo. Lo difícil, con todo, es graduar con precisión la diferente intensidad de tales matices, para lo que no parece existir un criterio general. En la STC 66/1984, que acaba de ser citada, se habla al efecto de la «medida de las afinidades» que median entre los dos campos. Y páginas más atrás se ha recordado que para Q U I N T E R O la aplicación de los principios penales dependerá también de la medida en que sea necesaria para garantizar los derechos funda-

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mentales. En esta misma línea tiene, a mi juicio, singular importancia una doctrina del Tribunal Constitucional que se resume en la sentencia 181/1990, de 15 de noviembre: es doctrina de este Tribunal que las garantías del artículo 24 de la Constitución resultan de aplicación al procedimiento administrativo sancionador en la medida necesaria para preservar los valores esenciales que se encuentran en la base del precepto y la seguridad jurídica que garantiza el artículo 9 de la Constitución (STC 18/1981). Ahora bien, este Tribunal ha tenido también la oportunidad de precisar que tal aplicación no ha de entenderse de forma literal e inmediata, sino en la medida en que las garantías citadas sean compatibles con la naturaleza del procedimiento (STC 2/1987); lo que impide una traslación mimética de las garantías propias del procedimiento judicial al administrativo sancionador.

Tal como se desarrolla prolijamente en la Exposición de Motivos de la LPSPV, es manifiesta «la necesidad de encontrar y definir los matices que los principios y reglas penales deben experimentar para adaptarse a la peculiaridad de lo sancionador administrativo, lo que provoca contradicciones y perplejidades que, en definitiva, redundan o en la ineficacia [...] o en una inadecuada protección de los derechos cívicos implicados en el ejercicio de tal potestad, o en ambas cosas a la vez (y por ello insiste) en la necesidad de adaptación de los principios y reglas penales a las peculiaridades de la potestad administrativa sancionadora o, mejor dicho, la búsqueda de aquello que es esencial a lo punitivo y su expresión concreta en lo punitivo administrativo». Todos estos criterios no son ciertamente decisivos, pero proporcionan, al menos, una mínima pauta interpretativa suficientemente útil a la hora de examinar cada uno de los principios que el Derecho Administrativo Sancionador está importando desde hace algún tiempo del Derecho Penal. IV

DEL DERECHO PENAL DE POLICÍA AL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

Las consideraciones que anteceden desembocan en la afirmación de la existencia de un Derecho Administrativo Sancionador —correlativo para las infracciones administrativas al Derecho Penal en lo que atañe a los delitos— en el que se corona una evolución muy larga, cifrándose, además, en su nombre un contenido muy preciso. La denominación de este Derecho no es, en efecto, una cuestión de mera terminología sino que revela unas dificultades más profundas o, si se quiere, el resultado a que se llegue depende de unas posiciones materiales previas de gran calado. Durante mucho tiempo ha venido considerándosele como una simple manifestación o aspecto del Derecho de Policía. Más adelante, cuando llegaron a España las ideas de James GOLDSCHMIDT —particularmente vulgarizadas a través de la obra castellana de Roberto GOLDSCHMIDT—, estuvo en auge la expresión de «Derecho Penal Administrativo», que todavía se mantiene en algunas sentencias aisladas y en las monografías de autores penalistas. En la actualidad, sin embargo, se ha impuesto el término de «Derecho Administrativo Sancionador», que es el habitual en la Jurisprudencia y que la doctrina ha aceptado sin dificultades. La utilización de esta denominación implica, pues, una ruptura deliberada con concepciones del pasado: se abandonan los campos de la Policía y del Derecho Penal para asentarse en el Derecho Administrativo. La expresión adquiere así el valor de un emblema y de una confesión doctrinal.

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La primera parte del volumen primero de la citada obra de MATTES, al exponer la evolución histórica de este Derecho en Alemania, distingue tres fases perfectamente diferenciadas: la del Derecho Penal de Policia característico del Estado absoluto y que penetra cumplidamente en el siglo xix, la del Derecho Penal Administrativo, característico del Estado liberal y que, bajo la autoridad de James GOLDSCHMIDT, se mantiene hasta la Ley de contravenciones de 1968 y, en fin, el Derecho de contravenciones de orden, que es el predominante en la actualidad. Esta evolución, tal como se ha subrayado, es típicamente alemana; pero en España, y no por azar, puede detectarse una evolución paralela a la que ya se ha aludido en las primeras páginas de este capítulo y que seguidamente va a exponerse con más detalle. 1.

EL D E R E C H O REPRESIVO DE POLICÍA v

Durante varios siglos se ha venido considerando sin vacilaciones que las sanciones impuestas por los órganos de la Administración lo eran en el ejercicio de la potestad de Policía. Una actitud perfectamente lógica si se tiene en cuenta que la Policía se identificaba con la Administración interior y operaba como «la» alternativa a la Jurisdicción. Esta concepción perdió, sin embargo, su razón de ser cuando evolucionó la idea universal de la Policía para convertirse en «una» variedad de entre las múltiples actividades administrativas, rompiéndose así la vieja identidad entre Policía y Administración interior, tal como he descrito con detalle en otro momento ( N I E T O , 1976). La consecuencia fue que hubo de buscar un nuevo lugar para residenciar a las contravenciones de policía y esto sucedió, en efecto, en Alemania e Italia. En España, sin embargo, la concepción policial se mantuvo durante más tiempo debido en gran parte a la influencia de Sudamérica (no demasiado avanzada, en verdad, al respecto) y al espíritu apostólico de CASTEJÓN. Don Federico CASTEJÓN Y MARTÍNEZ DE ARIZALA, Magistrado del Tribunal Supremo, catedrático de Derecho Penal y miembro de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación, vivió en los años más bajos de la Ciencia Jurídica Penal Española (décadas de los cuarenta y cincuenta) y se dedicó, casi en solitario, al estudio de las faltas penales, gubernativas y administrativas, publicando un libro con este título en 1950, al que siguió un segundo volumen (o «apéndice primero») en 1955. A lo largo de su vida predicó incansable la idea de que «los hechos punibles mínimos deben constituir la materia de un Código de policía, aplicado en forma sumaria por Tribunales de policía» a la manera de algunos ejemplos europeos y sudamericanos. Tesis compartida entonces por la generalidad de los penalistas (cfr. D E L ROSAL, Principios de Derecho Penal español, II, 1.°, 1948, 534 ss.). La idea no llegó a prosperar legislativamente pero fue tomada por entonces muy en serio y cristalizó en un Anteproyecto de Código de Policía discutido en 1951 en la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación (CASTEJÓN, 1955, 7-30), de la misma manera que fue objeto de estudio en el I Congreso penal y penitenciario hispano-lusoamericano y filipino de Madrid, 1952, con estudios de Roberto GOLDSCHMIDT (Venezuela), LEVENE (Argentina) y FERRER SAMA (España), titulado el de este último Delimitación de falta municipal y falta penal y función de la policía municipal en materia penal (cfr. CASTEJÓN, 1955, 65 ss.). En la actualidad, sin embargo, esta concepción, aunque late todavía en algunas sentencias ocasionales del Tribunal Supremo, puede considerarse completamente abandonada, puesto que la policía tradicional ha caído víctima de la animosidad de los movimientos democráticos de la primera época de la transición y de la crítica teórica implacable de varios autores encabezados por la autoridad de Lorenzo MARTÍN-RETORTILLO.

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Desde una perspectiva rigurosamente técnica se ha preocupado R E B O L L O ( 1 9 8 9 , en varios lugares y especialmente en 445 ss.) de eliminar las conexiones entre Policía y sanciones que todavía siguen manteniéndose por inercia. Para este autor es indiscutible, desde luego, que las sanciones administrativas y la Policía tienen, en último extremo, el mismo objetivo: la protección de los intereses públicos y generales. Comunidad teleológica escasamente relevante, sin embargo, a efectos jurídicos, puesto que los medios empleados y la forma de la actividad son muy distintos en uno y otro caso. La Policía pretende evitar que se rompa el orden y, en su caso, lo restablece; mientras que las sanciones castigan una conducta individual ya realizada. Las circunstancias de que, por una parte, la Policía pueda servirse ocasionalmente de sanciones para conseguir sus fines y, por otra, el que la amenaza y la imposición de sanciones contribuyan al mantenimiento del orden, no autorizan a confundir las dos figuras ni a integrar una en otra, sino sólo a afirmar que «se trata de dos medios complementarios y distintos dirigidos a idéntico fin». Postura que ya había sido expuesta con extrema lucidez y en una fecha muy temprana por M A N Z A N E D O (El comercio exterior en el ordenamiento positivo español, I , 1 9 6 8 , 2 1 5 - 2 1 6 ) : «La actividad sancionadora durante largo tiempo ha estado incluida dentro de lo que tradicionalmente se denominaba actividad de policía; pero esta inclusión se encuentra en la actualidad superada al observar que la actividad sancionadora es plenamente individualizable respecto a la actividad de limitación de derechos y actividades de los particulares. Efectivamente, cuando la Administración Pública impone sanciones, no está limitando en forma alguna posiciones jurídicas de los administrados; tal limitación no deriva de la sanción en sí sino de la norma infringida que, en virtud del principio de legalidad, constituye presupuesto inexcusable para la aplicación de sanciones». El esfuerzo clarificador de M A N Z A N E D O y R E B O L L O debe ser tenido muy presente porque la «herencia de la policía» es todavía fuerte y explica la supervivencia de las inercias. La verdad es que la obra de C A S T E J Ó N ha desaparecido sin dejar más que unas huellas levísimas sólo perceptibles por los eruditos. Pero, en cambio, resulta muy difícil borrar el recuerdo de una práctica que subsumía cualquier clase de conductas reprochables en la Ley de Orden Público vigente hasta hace muy poco, que era la Ley de Policía por antonomasia. En España siempre se ha operado de la siguiente forma: cuando había una norma especial tipificante, se sancionaba de acuerdo con ella; y si faltaba, acudían las autoridades gubernativas a la Ley de Orden Público, cuyos tipos, desmesuradamente abiertos, permitían tipificar y sancionar cualquier clase de conductas. La depuración conceptual ha de servir, entonces, para evitar esta corruptela. Porque si queda claro que las infracciones administrativas caen fuera del ámbito de la Policía (salvo, naturalmente, las de Orden Público en sentido propio y estricto) ya no hay posibilidad alguna de sancionar al amparo de esta Ley conductas que no sean específicas infracciones de Orden Público. La dogmática no es aquí, como se ve, un mero entretenimiento profesoral sino que persigue unos objetivos prácticos muy concretos. Y eso, no sólo en lo que acaba de exponerse sino en una segunda vertiente del mismo problema, no menos interesante. Porque sucede también que la Administración acostumbraba a justificar su potestad sancionadora apoyándose en la llamada «cláusula general de policía». Es decir, que la Policía (y la Ley de Orden Público) no sólo prestaban cobertura suficiente para toda clase de tipos de ilícitos sino también habilitaban a la Administración con un poder sancionador genérico. Pues bien, la doctrina dominante, siguiendo a G A R C Í A DE ENTERRÍA (1975), niega enérgicamente esta abusiva extensión de la Policía, afirmando dos proposiciones: 1.a Es inadmisible extender la potestad de policía a supuestos ajenos, y ajeno es lo que corresponde a la potestad sancionadora. 2.a No existe una habilitación genérica para el ejercicio de la potestad de policía: la atribución de potestad ha

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de ser siempre expresa y concreta. La primera proposición debe ser aceptada sin reservas; pero no así la segunda, que es absolutamente irreal y de aquí que la Jurisprudencia la haya rechazado de forma expresa. En cualquier caso, y para evitar reiteraciones, me remito a lo expuesto en el capítulo precedente a propósito de la potestad sancionadora de la Administración. Sería injusto, con todo, silenciar aquí que el Derecho Penal de Policía, aunque sea debidamente modernizado, sobrevive en la obra tenaz de Luis DE LA MORENA, quien, además de haberse ocupado muy pormenorizadamente de las sanciones de la Ley de Orden Público que no se refieren estrictamente al Orden Público, sigue sosteniendo (1989b) que «la actividad de policía queda dividida en dos: una actividad inicial o de policía preventiva, por lo común de naturaleza normativa o gestora [...] y otra actividad posterior o de policía represiva, de neta naturaleza sancionadora y exclusivamente orientada a hacer cesar los focos de desorden o perturbación detectados, establecer la normativa y castigar a los culpables de tal alteración». La Policía es una cuestión recurrente que para desesperación de los juristas liberales más radicales reaparece tercamente en el Derecho Administrativo Sancionador después de haber sido expulsado de él una y cien veces. Buena prueba de ello es lo que está sucediendo en los años noventa a propósito de las sanciones impuestas por incumplimiento de horarios de cierre de discotecas, que el Tribunal Supremo, no sin muchas vacilaciones y en medio de una apasionada discusión doctrinal, ha terminado por declarar legales, como se comprueba, entre otras muchas, en la sentencia de 24 de junio de 1992 (Ar. 4718; Sánchez-Andrade): Puede sostenerse la cobertura que a tal Reglamento (de Policía de Espectáculos Públicos y Actividades Recreativas de 1982) sigue prestando la Ley de Orden Público en las situaciones de normalidad, pues no debe olvidarse que en ellas —y siempre ceñido al campo de los derechos no fundamentales— el orden público es un concepto jurídico que puede integrar en su contenido expansivo al de «tranquilidad pública», y desde él justificar sobradamente la intervención administrativa con la finalidad de protección de los derechos de los ciudadanos en relación con el descanso.

He aquí, entonces, que, para sorpresa de muchos, el sospechoso concepto del Orden Público —emblema del autoritarismo y cobertura de todos los abusos imaginables del Poder— se convierte en instrumento garantizador del pacífico descanso nocturno: En la medida en que la continuidad de la apertura de un establecimiento público potencialmente molesto (ruido, etc.) pasada la hora de su cierre obligado puede incidir sobre el valor «tranquilidad pública», determinando a veces situaciones de protesta u oposición del vecindario afectado, susceptibles de desembocar en alteraciones de una normal convivencia ciudadana. En esa medida, el hecho o actividad imputada podrá encajarse o subsumirse en los supuestos previstos en el artículo dos de la Ley de Orden Público.

2.

E L D E R E C H O P E N A L ADMINISTRATIVO

Suele atribuirse a James G O L D S C H M I D T la paternidad del Derecho Penal Administrativo y, efectivamente, a él se debe una formulación completa del mismo, basada, por cierto, en un análisis histórico minuciosísimo (Verwaltungsstrafrecht, 1 9 0 2 ) . Es claro, sin embargo, que esta teoría no pudo salir de la nada y que el autor se limitó, en un esfuerzo admirable, a racionalizar y expresar en términos técnicos algo que flotaba en el ambiente desde hacía bastantes años pero que hasta entonces sólo había logrado manifestarse en intenciones y balbuceos.

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La aparición del Derecho Penal Administrativo fue el resultado de la concurrencia de diversos factores y, fundamentalmente, del abandono de la filiación de la Policía, hecha imposible por la transformación del concepto de ésta; a lo que hay que añadir el aumento del intervencionismo administrativo. Así las cosas, la Administración —una institución mucho más amplia que la Policía— pasaba a primer plano. La Administración tiene fines propios que alcanzar y para poder lograrlos cuenta con una potestad sancionadora propia, gracias a la cual se autoayuda y puede imponer coactivamente el cumplimiento de las normas. Sin necesidad, pues, de insistir en la exposición de esta postura (puesto que la literatura primaria y secundaria sobre el particular es conocida y más que suficiente) baste subrayar que la meta del Derecho Penal Administrativo es «la completa despenalización del injusto administrativo». Expresado en términos psicoanalíticos, el Derecho Penal Administrativo conoce —y no se atreve a negar— la paternidad del Derecho Penal, pero busca su identidad en la ruptura con el padre y en el énfasis sobre lo administrativo. La influencia teórica de James GOLDSCHMIDT fue arrasadora durante varios decenios, llegando a hacerse muy popular tanto en Europa como en América, aquí llevada de la mano de su hijo Roberto y desarrollada por sus discípulos. Más aún, cuando la moda empezaba a ceder, fue revitalizada por Eberhard SCHMIDT, político y jurista, cuya influencia aparece en la legislación alemana de 1949-1952, donde se consagra una potestad punitiva en manos de la Administración como único medio de garantizar su eficacia. Por lo que se refiere a España, el Derecho Penal Administrativo logró romper por primera vez las barreras conceptuales impuestas por el Derecho Penal tradicional y que estaban condenando a la esterilidad teórica y a la ineficacia práctica cuantos esfuerzos venía haciendo la Administración en tal sentido. Cuando se repasa la literatura jurídica, asombra constatar hasta qué punto los penalistas se dejaban encerrar en los planteamientos del Código Penal, miopes ante la realidad que se desarrollaba pujante extramuros (y nada digamos de los administrativistas, que permanecían absolutamente insensibles). Desde PACHECO a DEL ROSAL y salvo excepciones muy contadas, durante cien años han estado dando vueltas los penalistas a la clasificación bimembre o trimembre de los ilícitos e incluyendo siempre las contravenciones de policía como una figura exclusivamente penal (y penal lo era ciertamente, pero no sólo penal) sin parar mientes que junto al arbusto raquítico de las faltas penales había crecido no ya el árbol robusto sino el bosque entero de las infracciones administrativas, tipificadas en normas administrativas y sancionadas por órganos de esta naturaleza y con un procedimiento propio, siempre a espaldas del Derecho Penal y a sus faltas (y delitos) tradicionales. El Derecho Penal de Policía también había visto ya este problema, pero quiso darle una solución falsa al propugnar un Código (penal) de policía y unos Tribunales (penales) de policía, es decir la fórmula francesa, que es totalmente ajena a la realidad española. En cambio, el Derecho Penal Administrativo, al focalizar la cuestión en la Administración y en las leyes administrativas puso las cosas en su sitio y adaptó, al fin, la dogmática jurídica a la realidad. Intento fallido de momento, por lo demás, dada la fugacidad del ensayo, pero que fue heredado luego y ha dado sus mejores frutos en la fase final del Derecho Administrativo Sancionador. El gran logro del Derecho Penal Administrativo —del que hoy tan pocos autores se acuerdan— fue el de arrancar las infracciones administrativas del gran bloque de la Policía y de acercarlas al ámbito del Derecho Penal, de tal manera que, aun sin integrarse en él, se acogieron a su influencia dogmática y se aprovecharon sus técnicas jurídicas. Situado en una zona fronteriza, el ilícito penal administrativo no podía rene-

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gar de su procedencia administrativa pero abrió sus puertas del Derecho Penal, colocándose —por así decirlo— bajo su tutela técnico-jurídica. Ahora bien, la cuestión que, no obstante, seguía abierta era la del aparato público al que había que encargar su ejercicio. En esta tierra de nadie podía valer cualquier de las opciones en juego, tanto la administrativa como la penal, e incluso parecía más lógica la penal habida cuenta de las las influencias —casi servidumbres— a que estaba sometido. Pero es el caso que fracasaron todos los intentos que se hicieron en tal sentido; y la cosa tiene su explicación porque era más que dudoso que los jueces penales, sin experiencia alguna al respecto, hubieran sido capaces de asimilar la recepción de un tipo nuevo de ilícitos que se equiparaba, aunque en unos términos bastante confusos, a los tradicionales. 3.

EL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

La Ley alemana de 1968 dio un nuevo giro a los acontecimientos y, distanciándose deliberadamente del Derecho Penal Administrativo de corte goldschimdtiano, ha consagrado la etapa que M A T T E S denomina del Derecho Penal del Orden, en cuya descripción no voy a entrar, no sólo por la constante referencia a las fuentes conocidas sino también porque esto no interesa al lector español, ya que nuestra evolución ha sido en este punto diferente. Porque si puede afirmarse que la primera etapa histórica (la del Derecho Penal de Policía) ha sido sensiblemente igual en ambos países y si en España también ha habido una fase de Derecho Penal Administrativo (siquiera breve y simplemente doctrinal), entre nosotros se ha llegado, casi por salto, a un Derecho Administrativo Sancionador de caracteres originales y en nada tributario del Derecho extranjero. El gran objetivo, sustancialmente logrado, de este nuevo Derecho consiste en explicar la existencia de una potestad sancionadora de la Administración, distinta de la penal aunque muy próxima a ella, y además en dotar a su ejercicio de medios técnico-jurídicos suficientes, potenciando, al efecto, las garantías del particular. El Derecho Administrativo Sancionador, creado, bautizado y desarrollado por la Jurisprudencia contencioso-administrativa —luego complementada por la penal—, es una habilísima fórmula de compromiso entre el Derecho Penal y el Derecho Administrativo, que ha acertado a engarzar ambos en términos muy satisfactorios. Tal como se ha indicado más arriba, en España no había problemas de legeferenda ya que por encima de las preferencias personales de cada uno, el hecho es que la Ley y la Constitución han reconocido la potestad sancionadora de la Administración como algo distinto de la potestad punitiva de los Tribunales penales. Lo cual significa —y esto no se ha subrayado nunca suficientemente— que tal actividad es administrativa: quien sanciona es un órgano administrativo, que actúa conforme a un procedimiento administrativo, aplica unas normas administrativas y es controlado por los Tribunales contencioso-administrativos. Su encuadramiento en el Derecho Administrativo está, pues, por encima de cualquier duda. El Derecho Administrativo Sancionador —como su nombre indica y a diferencia del viejo Derecho Penal Administrativo— es en primer término Derecho Administrativo, sobre el que lo de «Sancionador» impone una mera modalización adicional o adjetiva. El plus que añade lo de «sancionador» significa que este Derecho está invadido, coloreado, por el Derecho Penal sin dejar de ser Administrativo. Lo cual no era necesario, incluso, puesto que un Derecho Administrativo Sancionador puede funcionar perfectamente de manera autónoma y rigurosamente independiente de lo Penal. Pero si la fórmula no es necesaria, parece, desde luego, coyuntural-

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mente oportunísima ya que de esta manera se abre paso, con absoluta naturalidad, a las influencias benéficas (maduradas en una evolución bicentenaria) del Derecho Penal. El Derecho Administrativo Sancionador no ha querido renunciar a su nacionalidad de origen (el Derecho Administrativo), pero como desconfía de él y de su autoritarismo tradicional, no ha buscado aquí por sí mismo los mecanismos de la protección y garantías de los interesados y ha preferido «tomarlas en préstamo» del Derecho Penal, que tiene una mayor experiencia a tal propósito. Conste, por tanto, que esta apertura al Derecho Penal no desvirtúa la naturaleza del importador, que sigue siendo administrativa. Y, además (como he repetido), es sólo provisional, o sea, a falta de normas suficientes propias del Derecho Administrativo y hasta tanto éste no las produzca. Así lo ha constatado también la Exposición de Motivos de la LPSPV, donde se dice que «puede que en el futuro el tronco común del ius puniendi se nutra también de sus ramas administrativas, pero, en la actualidad, los principios esenciales, lo común punitivo se encuentra en las normas de la parte general del Derecho Penal». La aplicación de los principios penales (ya examinada más atrás) se justifica únicamente por la necesidad de garantizar los derechos fundamentales del ciudadano en un mínimo suficiente que impida una desigualdad intolerable de trato entre el procesado y el expedientado. Este mínimo lo proporciona ahora el Derecho Penal; pero si algún día lo garantizase el Derecho Administrativo perdería su razón el préstamo actual. Afirmaciones que, por lo demás, no obstan a la cautela, antes anunciada y que se irá confirmando a lo largo del libro a propósito del riesgo que una aplicación excesivamente unilateral del Derecho Penal puede suponer para los interesados generales y colectivos. V

PROGRESIVA SUSTANTIVACIÓN DEL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

I.

E V O L U C I Ó N DE SU RÉGIMEN J U R Í D I C O

En materia de infracciones administrativas se ha hablado demasiado de su naturaleza y bastante menos de su régimen jurídico, olvidando que el Derecho es el modesto arte de solucionar los conflictos concretos y no la brillante Ciencia de definir conceptos y de sistematizarlos a la manera de la entomología clásica. Si la naturaleza de las instituciones interesa a los juristas es únicamente porque gracias a ella se puede determinar su régimen jurídico, que es lo que de veras importa. El esfuerzo de James G O L D S C H M I D T a la hora de crear el Derecho Penal Administrativo no fue un simple capricho intelectual sino un intento de resolver, de una vez para siempre, la vieja cuestión de determinar el régimen jurídico de las infracciones administrativas, que hasta entonces se repartían ambiguamente entre el Derecho Penal y el Derecho de Policía y que, a partir de su obra, debía quedar anclado en una de las parcelas más precisas del Derecho Administrativo: esto fiie, al menos, lo que se intentó. Pero cuando se repasa la literatura especializada que entre nosotros circula puede comprobarse que buena parte de ella se dedica a describir —más de tercera que de primera mano— la polémica de las relaciones entre delitos e infracciones administrativas, es decir, la naturaleza jurídica de cada una de ellas, dejando a un lado lo sustancial y relevante, que es su régimen jurídico. Hecha esta salvedad, a estas alturas ya conocemos los rasgos esenciales de la evolución del régimen jurídico de la actuación punitiva de la Administración, que ahora conviene repasar y desarrollar con más cuidado.

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En la primera etapa —la del Derecho represivo de Policía— su régimen jurídico era sumario pero inequívoco: el propio del Derecho de Policía. Un Derecho contundente pero rudimentario —tal como conocemos en las obras de P O S A D A H E R R E R A y C O L M E I R O — puesto que no podía saltar más allá de las tapias que limitaban el Derecho Administrativo, también rudimentario todavía, del que formaba parte. En la etapa del Derecho Penal Administrativo se rompió, al fin, este aislamiento y se abrieron de par en par las puertas a las influencias del Derecho Penal que aportó una sobresaliente madurez técnica y unos aires nuevos de garantías del ciudadano que suavizaron el talante autoritario anterior. Ventajas indiscutibles, aunque ensombrecidas un tanto por el precio que hubo que pagar por ellas: la inseguridad jurídica provocada por la falta de madurez de las técnicas de adaptación de las regulaciones penales a las realidades administrativas. Al que que, como es obvio, no podía superarse de la noche a la mañana puesto que hacía falta mucho tiempo y esfuerzo para consolidar el cambio. La STS de 25 de marzo de 1972 (Ar. 1472, Suárez Manteóla) —recuérdese: rigurosamente coetánea a las de Mendizábal y Martín del Burgo anotadas al principio del capítulo— nos ofrece una buena muestra de lo logrado hasta entonces ya que, redactada en un estilo deliberadamente didáctico, esboza una teoría general completa de los ilícitos administrativos: si los principios fundamentales de tipicidad de la infracción y de la legalidad de la pena operan con atenuado rigor cuando se traía de infracciones administrativas y no de contravenciones de carácter penal, tal criterio de flexibilidad tiene como iimites insalvables la necesidad de que el acto o la omisión castigados se hallen claramente definidos, como falta administrativa y la perfecta adecuación con las circunstancias objetivas y personales determinantes de la ilicitud por una parte y de la imputabilidad por la otra, debiendo rechazarse la interpretación extensiva o analógica de la norma y la posibilidad de sancionar un supuesto diferente de lo que la misma contempla, pues como se declaró en sentencia de 14 de junio de 1966, con otro criterio se reconocería a la Administración una facultad creadora de tipos de infracción y de correctivo analógicos, con evidente merma de las. garantías jurídicas que al administrado reconoce el artículo 27 de la Ley de Régimen Jurídico de la Administración del Estado, armonizado con el 19 del Fuero de los Españoles, lo que la jurisprudencia había ya negado en Derecho Administrativo, reconociendo plena vigencia al principio rector que, admitiendo la interpretación rigurosa de la norma sancionatoria en forma estricta —SS de 7 de abril de 1952 y 3 de julio de 1961— a base de individualizar y de determinar la infracción estrictamente de manera que no deje lugar a dudas, como condición para su posterior calificación adecuada —SS de 25 de noviembre de 1939 y 27 de marzo de 1941—, vedando toda posible interpretación extensiva, analógica o inductiva —SS de 7 de abril de 1953 y 10 de enero de 1956— a fin de reducir toda posible arbitrariedad en materia de infracciones administrativas, mediante una interpretación restrictiva —SS de 22 de mayo de 1957 y 17 de marzo de 1958—, sin desnaturalizarlas con criterios aplicativos que rebasando el enunciado literal del precepto lo amplíen o tuerzan en perjuicio del inculpado —SS de 28 de junio de 1960 y 23 de marzo de 1961—, exigiéndose siempre prueba concluyeme e inequívoca de la comisión de los hechos —SS de 7 de mayo de 1957 y 13 de marzo de 1961—, por lo que es indudable que la Administración se encuentra sometida a normas de indudable observancia, al ejercer su potestad sancionadora sin posibilidad de castigar cualquier hecho que estime reprochable ni imponer la sanción que tenga por conveniente, sino que, además de cumplir los trámites esenciales que integran el procedimiento sancionados únicamente puede calificar de faltas administrativas los hechos previstos como tales en la normativa aplicable e imponer la sanción taxativamente fijada para los que resulten probados en el expediente —SS de 22 de febrero de 1957 y 13 de marzo de 1958—.

La cita ha sido larga, pero valía la pena la transcripción porque sirve para comprobar el estado de la cuestión en 1972. Gracias a tan amplio excurso teonco podemos saber que en esta fecha preconstitucional (y no hay que olvidar que se apoya en

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sentencias muy anteriores de los años cincuenta y sesenta) lo que hoy llamamos Derecho Administrativo Sancionador, sin llegar a estar ciertamente desarrollado, contaba con elementos más que suficientes para no poder ser frivolamente calificado — como entonces se hizo y todavía se sigue haciendo— de «prebeccariano». Con esto llegamos a la etapa del Derecho Administrativo Sancionador, en la que ahora estamos y que todavía dista mucho de estar cerrada ya que aún falta mucho camino por recorrer. En estos años se ha llevado a cabo una ingente labor de depuración y adaptación —no siempre fructífera, es verdad— de los principios del Derecho Penal aplicables al Derecho Administrativo Sancionador , estableciéndose, en suma, un «sistema de fuentes», que en mi opinión se ordena en los siguientes términos: 1 L o s principios punitivos constitucionalizados aplicados en los términos precisados por la jurisprudencia (dada la sobriedad del texto constitucional) y que no han de coincidir necesariamente con el contenido propio del Derecho Penal, puesto que deben ser matizados y adaptados a las peculiaridades de cada ilícito administrativo concreto. Estos principios constituyen el núcleo mínimo e imprescindible del Derecho Administrativo Sancionador, diga lo que diga la legislación ordinaria que, en caso de contradicción, debe ceder ante ellos. 2." Las disposiciones expresas del Derecho Administrativo Sancionador, sean de carácter general (como la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo común) o sectorial (como la Ley de Infracciones y Sanciones del Orden Social) o concreto (como la Ley de Aguas). 3.° En las lagunas y silencios de las disposiciones del número segundo que no estén cubiertas por los principios —y criterios— del número 1 se aplicarán las reglas del Derecho Administrativo y, en último término, los principios del Derecho Penal, previa y debidamente adaptados a las circunstancias del ilícito concreto de que se trate. Esta proposición no está ciertamente generalizada entre nosotros, pero me parece indiscutible dentro del sistema general del Derecho Administrativo Español. A lo largo del libro habrá ocasiones más que suficientes de confirmarla y, si se quiere contar ya con avales jurisprudenciales, puede adelantarse el de la STS de 13 de mayo de 1988 (Ar. 3745; Delgado): El Derecho Administrativo no es un Derecho excepcional ni tampoco un Derecho especial: es el Derecho común y general de las Administraciones Públicas con principios propios dotados de fiierza expansiva, de suerte que sus lagunas han de cubrirse ante todo utilizando los propios criterios del Derecho Administrativo. Sólo si en éste no se encuentra base bastante [, ..] podra acudirse al Código Penal, invocable en razón de la unidad sustancial del ordenamiento jurídico y de su mayor madurez legal.

Y ®s q u e > e n definitiva, tal como dice la sentencia de 14 de diciembre de 1988 (Ar. 9952, del mismo ponente), «el Derecho Penal aparece en la materia sancionadora como un Derecho supletorio de segundo grado». Sin desconocer el valor de la evolución de su régimen jurídico, para mí lo verdaderamente importante a la hora de determinar la sustantividad actual del Derecho Administrativo Sancionador es el análisis de la mutación de sus elementos estructurales, ya que —como vamos a comprobar inmediatamente— han pasado de la runcion represora a la preventiva, de la atención de resultados daños a la de los riesgos y de la exigencia de culpa a la de mera inobservancia de mandatos y prohibiciones normativas. Proceso que ha desembocado en una perceptible «administrativación» de este Derecho, que es lo que constituye su más auténtica sena de identidad. QO

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2.

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DE LA REPRESIÓN A LA PREVENCIÓN

La infracción administrativa tiene su sitio natural entre el delito y la responsabilidad civil. Cuando en el siglo xix se perfilaron estas dos figuras encajándolas con precisión en sus jurisdicciones correspondientes, apenas si se dejó hueco para la infracción administrativa y para su matriz dogmático-ordinamental, o sea, el Derecho Administrativo Sancionador. Una tentativa de aborto que ha encontrado siempre autores que la han justificado con apasionamiento y un punto de razón, ya que, a la vista de la expansión del delito y de la responsabilidad (civil y penal), no resulta obvia, ni mucho menos, la existencia, como cuña intermedia, de la infracción administrativa. Porque, en efecto, si se han producido daños, entra en juego la responsabilidad civil; y, si se ha cometido un ilícito, entra en juego el Código Penal, que en su catálogo de delitos —y, sobre todo, de faltas, inicialmente muy importante— tipificaba minuciosamente lo que hoy se consideran infracciones administrativas. Nada de particular tiene, pues, que éstas, en el ordenamiento estatal no penal, sólo aparecieran al principio a título casi excepcional y que terminaran replegándose en las Ordenanzas municipales, donde siempre han tenido carácter de protagonistas, puesto que las infracciones contra las normas del intervencionismo local, en razón de su detalle y casuismo, no podían ser recogidas totalmente en el Código Penal. Con el transcurso del tiempo, sin embargo, la situación ha ido cambiando a ritmo creciente a medida que se intensificaba el intervencionismo público de la Administración del Estado y no sólo del de las Corporaciones municipales. Como a los mandatos y prohibiciones se acompaña indefectiblemente la conminación de una sanción, el repertorio de éstas terminó desbordando cuantitativamente la limitada capacidad del Código Penal, y casi todas fueron pasando al Derecho Administrativo, donde poco a poco fue afirmando sus raíces el Derecho Administrativo Sancionador, cuyo progreso resultaba incontenible. La legislación administrativa general no sólo fagocito, en suma, a los delitos y faltas penales, sino también a las infracciones de ordenanzas locales. La intensificación del intervencionismo administrativo no es, con todo, el dato más importante, puesto que el aumento meramente cuantitativo vino acompañado de un fenómeno cualitativo. Se trata, en efecto, de una intervención de nuevo signo. Para el Derecho Penal y para los jueces que lo aplican las relaciones sociales son un dato externo, que se acepta de antemano tal como es y sobre las que sólo se interviene para garantizar la integridad de los bienes jurídicos sobre los que se asientan. Pero a lo largo del siglo xix y hasta hoy la intervención pública ha transformado sus objetivos. Ya no se trata de preservar «desde fuera» lo existente, sino de algo muy distinto: el Estado deja de considerar las relaciones sociales como un dato externo y, a través de su brazo administrativo, «penetra» en su interior con la inequívoca intención de modificarlas para acomodarlas a lo que se define como intereses generales. Vistas así las cosas, puede comprenderse lo que todo esto tuvo que significar para el Derecho punitivo: más que la conservación de los bienes jurídicos existentes, lo que se pretende es alterar su contenido. De aquí que los mandatos y prohibiciones se refieran predominantemente a las condiciones y mecanismos de tal alteración y, consecuentemente, las sanciones no se dirigen tanto a desestimular a los agresores como a amedrentar a quienes se niegan a participar en el proceso de transformación social. Porque es el caso que el Estado suele encomendar de ordinario a los particulares esta tarea —gravándoles, si es preciso, con una carga —, dado que esto resulta más eficaz que la gestión pública directa. Para el Estado, en otras palabras, es más cómodo y mas atractivo ordenar para que lo hagan los ciudadanos que realizarlo él mismo. Actitud que inevitablemente potencia el alcance de la intervención.

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Bien es verdad que el creciente intervencionismo estatal, cualquiera que sea su signo, no explica por sí solo el desarrollo del Derecho Administrativo Sancionador, dado que las infracciones que genera podrían ser absorbidas por el Código Penal y, en su caso, por una legislación extravagante. No es, por tanto, decisiva la cantidad de ilícitos, sino la calidad de sus objetivos y de su operatividad. El intervencionismo público es consecuencia de una ideología determinada: el Estado asume la garantía de la intangibilidad de determinados bienes sociales y colectivos —a los cuales da rango jurídico—, que pretende salvaguardar con medidas de prevención que cristalizan en la conminación e imposición de castigos a los infractores. Éste es el dato más común a todo el ius publicum puniendi. Pero, a partir de aquí, las técnicas se diversifican. Para el Derecho tradicional (Penal) la prevención se logra mediante la amenaza del castigo, que se supone ha de disuadir a quienes se sienten inclinados a delinquir. Para el emergente Derecho Administrativo Sancionador, en cambio, la prevención no se dirige directamente contra el resultado, sino contra la utilización de medios adecuados a la producción de tal resultado. Por decirlo de una manera muy simple: delito será el incendio de un inmueble; infracción administrativa, la edificación con materiales inflamables que pueden provocar fácilmente un incendio. La amenaza de la sanción administrativa es también disuasoria (y dejo aquí a un lado, deliberadamente, el componente retributivo que tienen todos los castigos), pero lo que se trata de evitar directamente no es el resultado lesivo concreto para el bien jurídico protegido, sino la utilización de medios idóneos para producirlo. No se trata, en definitiva, de evitar la lesión, sino más bien de prevenir ¡a posibilidad de que se produzca. Tal es, en mi opinión, la nota característica de ese Derecho Administrativo Sancionador emergente, que se declara heredero del viejo Derecho de Policía, que el liberalismo decimonónico había pretendido ingenuamente suprimir y que ahora reaparece siguiendo fielmente el mismo surco (basta comparar la Novísima Recopilación con las leyes sectoriales del siglo xix para comprobarlo; y, en cuanto a las ordenanzas municipales, en ellas no se aprecia solución de continuidad: ni ideológica ni normativa). 3.

D E L DAÑO A L RIESGO

En la figura tradicional del ilícito aparece un daño como elemento central que se castiga y tiene, además, un efecto psicológico secundario: la disuación mediante el dolor con objeto de que el infractor no repita su acción. En definitiva, puro conductismo ya que así se adiestra en sus escuelas a los perros guardianes y a las ratas en los laboratorios de investigación. La multa impuesta por el Ministerio de Hacienda hará pensar dos veces al infractor antes de volver a cometer una defraudación fiscal. Esto es cierto, desde luego, pero se trata de una observación parcial ya que la clave del sistema administrativo sancionador no se encuentra en el daño sino en el riesgo , no en la represión sino en la prevención (que no es un mero efecto colateral). La respuesta jurídica al daño es la responsabilidad económica, de naturaleza sustancialmente civil aunque pueda derivarse de una ilicitud administrativa o de un delito. En estos últimos casos la sanción no es una alternativa a la indemnización sino un complemento. En la actualidad, y cada día en mayor medida, el riesgo es el protagonista del Derecho Administrativo Sancionador desplazando al daño a segunda fila. El circular con semáforo rojo constituye una infracción aunque no se produzca accidente alguno; mientras que pueden producirse accidentes daños indemnizables aun respetando escrupulosamente las señales de tráfico.

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Las aglomeraciones humanas y el desarrollo tecnológico han producido la «sociedad de riesgo» en que vivimos. Hoy no nos atemoriza tanto la naturaleza (el frío, los animales venenosos y depredadores, los terremotos) como las conductas de los demás hombres y más que por sus actos de violencia por los riesgos que sin intención directa provocan (contaminación atmosférica y de alimentos, contagio de enfermedades, accidentes de tráfico). La situación ha llegado a un punto critico que ya no permite que el Estado —y el Derecho— entren en acción únicamente para regular e imponer indemnizaciones por los daños sino que les obliga a intervenir antes de que el daño se haya producido. De lo que se trata ahora fundamentalmente es de prevenir los daños mediante la eliminación, o al menos reducción, de los riesgos; a cuyo efecto se ha puesto en marcha una política pública preventivo-represiva, que se desarrolla en varias fases, La primera consiste en una regulación poco menos que global de las actividades de los particulares, que se complementa con inspecciones permanentes y culmina en unas sanciones cuando se constata la infracción de lo regulado. El Derecho Administrativo Sancionador es, por tanto, un elemento en la realización de tal política. De esta manera hemos llegado a un punto en el que el Estado ha asumido el papel de garante de un funcionamiento social inocuo y el Derecho —y en particular el Administrativo Sancionador— se ha convertido en un instrumento de prevención de riesgos. Una sociedad de riesgo exige ¡a presencia de un Estado gestor del riesgo y, eventualmente, de un Derecho reductor del mismo. Este cambio de fondo ha arrastrado, a su vez, la distorsión de algunas instituciones públicas muy viejas que, conservando sus fines tradicionales, están convirtiéndose en algo distinto. Por decirlo con palabras de E S T E V E P A R D O (2002, 85), «asi ocurre en muy buena medida con la policía administrativa y sus conceptos originarios: la noción de seguridad, por ejemplo, tiende a emanciparse de! Orden Público para quedar prioritariamente adscrita a la industria y sus riesgos: lo mismo ocurre con la de higiene que, por hablar de los alimentos, es hoy análisis de riesgos y control de puntos críticos». Esto se ve muy bien en ejemplos como el del artículo 18 de la Ley 14/1980, de 25 de abril, General de Sanidad, donde se manda a las Administraciones Públicas que controlen «aquellos productos que, afectando al organismo humano, puedan suponer un riesgo para la salud pública». El riesgo puede jugar, con todo, papeles muy distintos. En unos casos es un elemento del tipo que caracteriza al ilícito: ilícito es la actividad que produce un riesgo. En otros casos es elemento que caracteriza la gravedad del ilícito. Como decía el artículo 65.5 de la Ley de tráfico de 1990, «tendrán la consideración de muy graves las infracciones a que hace referencia el número anterior cuando concurran circunstancias de peligro [...] o puedan constituir un riesgo añadido y concreto al previsto para las graves en el momento de cometerse la infracción». Y, en fin, en ocasiones actúa como elemento graduador de la severidad de la sanción. En los términos del artículo 11.1 de la misma ley, «las sanciones se graduarán en atención [...] al peligro potencial creado». Ahora bien, el significado del riesgo no puede analizarse en términos generales habida cuenta de que sus dos modalidades —abstracto y concreto— tienen una relevancia jurídica muy distinta. A) El riesgo abstracto es el riesgo potencial producido por una acción u omisión independientemente de que se realice, o no, en el momento de la comisión. El no respetar un semáforo produce un riesgo abstracto aunque en unas circunstancias determinados (por ejemplo, en un día y hora en que no hay tráfico y además la visibilidad es perfecta) no se produzca riesgo alguno concreto o real para las personas ni las cosas (y, por supuesto, aunque tampoco se produzca daño alguno). Esto no tiene, sin embargo, relevancia porque lo que el legislador desvalora es la producción de riesgo potencial.

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La aceptación de tal figura ha provocado un verdadero cataclismo en el Derecho Administrativo Sancionador, y hasta en el Derecho, desde el momento en que se exige responsabilidad en ausencia de daño y aun de riesgo concreto. Porque la infracción es consecuencia exclusiva de la mera inobservancia de un precepto con un notable descenso, además, del nivel de culpabilidad. Es infracción poseer una escopeta de caza sin licencia aunque nunca se haya salido al campo a cazar y ni siquiera se tengan cartuchos en casa. Con este arma herrumbrosa abandonada en el desván y sin munición no se crea peligro concreto ninguno, mas sí un peligro abstracto aunque sea de forma remota (si entra un ladrón, roba la escopeta y la repara, compra cartuchos y dispara con ella en un atraco); pero ello no evita la infracción administrativa al no haber obtenido la licencia de armas. El riesgo abstracto es, en definitiva, el puente por donde se pasa del Derecho Administrativo Sancionador de culpa el de mera inobservancia que —como se irá comprobando más adelante— es el gran desafío del Derecho moderno. B) El régimen de las infracciones de peligro concreto es totalmente diferente del anterior. Insistiendo en la cita del Texto Articulado de la ley de Tráfico, en su artículo 1.1. previene que «los conductores deberán estar en todo momento en condiciones de controlar sus vehículos». Aquí la infracción no consiste en una mera inobservancia, no basta la constatación mecánica de un incumplimiento de la normativa sino que se precisa una valoración concreta de lo sucedido. Es decir, que la decisión originaria está en manos de la Administración, que es la que constata y valora la existencia del peligro concreto. Esta operación —que a primera vista parece obvia e inevitable— ha sido objeto de crítica por un sector de la doctrina. Así B A R C E L O N A (1993, 141-143), quien considera que las tipificaciones de peligro concreto atentan nada menos que a los principios de igualdad y de seguridad jurídica: circunstancia, en su opinión singularmente grave «cuando el aplicador de la norma no es el juez sino un órgano Administrativo». En definitiva, «el criterio de la entidad del riesgo producido encierra él mismo un peligro que necesariamente hay que conjurar. Peligro que no es otro que el de una apreciación variable de la entidad del riesgo producido en función de sensibilidades diversas; porque diversos son los órganos sancionadores que pueden decidir y diversas pueden ser las circunstancias fácticas que pueden rodear la decisión». Todo esto es cierto, desde luego, pero si se parte de la base de que los titulares de los órganos sancionadores no merecen nunca confianza hasta tal punto que la única solución ha de ser el automatismo en la aplicación de las sanciones, poco futuro puede tener el Derecho Administrativo Sancionador y aun el Derecho en general, porque terminaría escapando de las manos de los juristas para caer en el mecanicismo puro. Al llegar a este punto resulta inevitable la reaparición del viejo demonio familiar de la teoría de las infracciones administrativas, o sea, el dilema de su organización represiva: si a través de los jueces o por medio de la propia Administración. Porque aquí surge un razonamiento contundente: si el grave problema que acaba de ser descrito está provocado por la presencia de un sujeto tan sospechoso como es la Administración y si, sobre ello, se entrega al ciudadano en manos no imparciales, resulta contradictoria la facultad represiva de la Administración, que debería devolverse a los jueces. Esto parece evidente, desde luego; pero el sistema, por muy contradictorio que parezca, resulta necesario por causa de la magnitud del número de ilícitos. La cantidad se transmuta en calidad. Cuando los tipos de infracciones se mueven en el orden de las decenas de miles y cuando las infracciones realmente cometidas pueden ser un millón diario, habna que multiplicar por cien -HQ, mejor, por mil— el número de jue-

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ees si se quisiera tener una organización adecuada de represión y, además, habría que ampliar desmesuradamente su competencia técnica. En cambio, si se utiliza a tales efectos la organización administrativa, ya tenemos un número de funcionarios potencialmente adecuado para la represión y, además, capacitados técnicamente puesto que su competencia está especializada. Huelga decir que la elección de cualquiera de las opciones de este dilema es convencional y responde a una voluntad política. El legislador español se ha decidido, según sabemos, por la solución no judicial —quizás porque la otra es aún menos viable—, asumiendo en consecuencia todos sus inconvenientes, que no son pocos. C) La invocación del riesgo o peligro como elemento integrador del tipo infractor es tan habitual en la legislación sancionadora que los ejemplos sobran. En la Ley de Puertos de 24 de noviembre de 1992 se hacen más de una docena de alusiones a él y en la Ley de 1 de julio de 1992, de prevención y control integrados de contaminación, casi todas las infracciones que aparecen en su artículo 31 llevan la coletilla de «siempre que se haya producido con daño para el medio ambiente o se haya puesto en peligro la seguridad o salud de las personas». La Ley de 19 de julio de 1984, de defensa de los consumidores y usuarios, además de tipificar diversas infracciones con la nota del peligro, ofrece en su artículo 35 la peculiaridad de considerar la intensidad de él como criterio para la calificación de la infracción. 4.

DE LA DEFENSA DE LOS DERECHOS INDIVIDUALES A LA DE LOS INTERESES PÚBLICOS Y GENERALES

El Derecho Administrativo Sancionador actual —contaminado, sin duda, por las preocupaciones ideológicas constitucionales y por la tradición penalista— se autoproclamó de inmediato defensor a ultranza de los derechos y garantías individuales, no descuidados ciertamente en la época anterior pero a los que no se había dado la importancia que merecían al menos en la materia de orden público. Actitud loable, desde luego, pero sesgada y parcial habida cuenta de que por imperativo constitucional la tarea primordial de la Administración es la gestión (y defensa) e los intereses públicos y generales; lo que en absoluto corresponde a los tribunales de Justicia sometidos «únicamente» a la Ley y al Derecho. Vistas así las cosas resulta difícil entender la parcialidad del Derecho Administrativo Sancionador moderno, potenciada por la circunstancia de su elaboración pretoriana, es decir, obra de los jueces, olvidando que la potestad sancionadora donde reside es en la Administración y no en los jueces de control. La aberración ha consistido entonces en mirar el fenómeno con los ojos del controlador no del gestor, atendiendo casi exclusivamente a las disfúnciones y arbitrariedades producidas en la instancia administrativa. El progreso sustantivador del Derecho Administrativo Sancionador ha de conducir inevitablemente a una mayor atención de la actividad administrativa originaria, es decir, a la protección de los intereses generales, sin peijuicio del respeto a la ley. Esto es obligado porque de otra suerte —y tal como está sucediendo ya— se confunde el objetivo con el instrumento. Para los jueces, y en especial tratándose de la jurisdicción criminal, la legalidad es la defensa de los derechos y garantías de quienes han atacado los bienes jurídicamente protegidos; mientras que para la Administración, y muy particularmente en su vertiente sancionadora, el objetivo, como se ha repetido es la protección y defensa de los intereses públicos y generales, operando la ley y el

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Derecho como un límite del ejercicio de su actividad, no como un fin de contenido propio. Hay que recuperar, por tanto, este objetivo fundamental pues, de otra suerte, no valdría la pena haber otorgado a la Administración la potestad sancionadora y seria más propio encomendársela directamente a los tribunales. 5.

C O R O N A C I Ó N DEL PROCESO

El proceso de sustantivización del Derecho Administrativo Sancionador se corona lógicamente cuando se «administrativiza» y se libera de la tutela del Derecho Penal. El Derecho Penal ha guiado los primeros pasos del Derecho Administrativo Sancionador posconstitucional pues sin su ayuda no hubiera podido superarse la crisis provocada por la Constitución de 1978, ya que a partir de ella dejaron de valer los principios del Derecho Penal Administrativo y todavía no se contaba con un herramental técnico y normativo propio, que hubo que tomar prestado del pariente más próximo. Y obligado es confesar que el Derecho Penal ha cumplido más que satisfactoriamente sus funciones tutelares facilitando la operatividad del Derecho Administrativo Sancionador, fortaleciéndole, además, con la función integradora de que acaba de hablarse y, sobre todo, permitiendo generosamente que se fuera desarrollando por su propia cuenta y afirmando paulatinamente su sustantivización. Así es como ha llegado a la mayoría de edad. El Derecho Penal ha perdido ya su función tutelar pero no ha roto, por fortuna, sus relaciones con el Derecho Administrativo Sancionador dado que las técnicas penalísticas, aunque ya no son imprescindibles, continúan siendo útilísimas. A lo largo de este libro se irá dando cuenta pormenorizada de los rasgos característicos de este nuevo estado y de las razones por las que se puede afirmar en 2005 que el proceso se ha coronado en lo sustancial. Es posible que a algunos parezca prematuro y demasiado optimista este certificado de mayoría de edad; pero cualquiera que sea el estado en que nos encontremos, lo que parece indudable es que el proceso de sustantivación es irreversible y de lo que se trata ahora es de su consolidación. En el capítulo final se desarrollará una sistematización completa de este nuevo Derecho —con inequívocas señas de identidad— pero conviene adelantar ya las notas en que se apoya la atrevida afirmación de que el Derecho Administrativo Sancionador ha coronado su proceso de sustantivación al haber asumido —o quizás recuperado— su carácter administrativo. a) Nótese, por lo pronto, que la Constitución ha reconocido de forma expresa la potestad administrativa sancionadora, consolidando su titularidad en el seno de las distintas Administraciones Públicas. b) La vertiente normativa de esta potestad no se ejerce por referencia a normas penales sino como emanación natural de las normas administrativas, cuya operatividad asegura. c) Igualmente es autónomo el procedimiento administrativo de determinación de infracciones e imposición de sanciones, establecido en múltiples leyes sectoriales e incluso, con carácter general, en la LPAC. d) La revisión de los actos y reglamentos administrativos sancionadores no está encomendada a la jurisdicción penal sino a los jueces y tribunales contencioso-administrativos. e) La tipicidad de infracciones y sanciones tiene un régimen distinto al propio de las normas penales porque los principios constitucionales reguladores de esta materia se aplican de muy distinta manera en el orden penal y en el administrativo

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sancionador. Las peculiaridades de este régimen Administrativo son tan intensas que permiten poner en duda en este ámbito el principio de la reserva legal o, al menos y en todo caso, reconocer que su alcance es aquí muy distinto que en el Derecho Penal. j) Igualmente es distinto el régimen de culpabilidad, que ha llegado a separarse tanto del propio Derecho Penal que en algunos supuestos —el de las infracciones por mera inobservancia— más que ser distinto es literalmente contrario. g) En algunos extremos, como en el de la prescripción, la legislación administrativa ha consagrado la total independencia del régimen administrativo. A la vista de esta relación —que dista mucho de ser exhaustiva— hoy puede afirmarse sin vacilar que el Derecho Administrativo Sancionador es ya, sin ambajes, un Derecho Administrativo y no un híbrido —o un colono— del Derecho Penal como durante tantos ha venido creyéndose y sigue manteniéndose por un sector no minoritario de jueces y autores. VI.

1.

LA PROBLEMÁTICA UNIDAD DEL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR U N DISGREGACIÓN IMPARABLE

El Derecho Administrativo Sancionador se encuentra dislocado por una serie de fracturas que le atraviesan en todas direcciones y niveles sin orden ni concierto. Está, en primer lugar, la fragmentación subjetiva activa de los titulares de la potestad. La Unión Europea, el Estado, las Comunidades Autónomas, los municipios y demás corporaciones establecen sus propias normas, actúan con organizaciones independientes y, lo que es más grave, con procedimientos distintos. En estas condiciones no se sabe basta qué punto puede hablarse de un Derecho Administrativo Sancionador a secas o de tantos Derechos Administrativos Sancionadores como titulares de la potestad. Existe, además, una segunda fragmentación subjetiva desde el lado de los sujetos responsables según se trate de individuos acomodados en una relación general o especial de sujeción, que justificaría la existencia de un Derecho —aproximado al Derecho privado en cuanto que en él median obligaciones sinalagmáticas, cuando no contratos— de concesionarios de servicios, de beneficiarios de subvenciones, de usuarios de dominio público y tantos otros; sin olvidar la emergencia del Derecho Administrativo Sancionador de las personas jurídicas, cuya importancia económica pronto ha de superar —si es que no lo ha hecho ya— la del tradicional que se refiere a las personas físicas. Este proceso dislocador se corona y potencia exponencialmente con una nueva fractura de orden material que se añade a las ya indicadas de orden subjetivo —activo y pasivo— y procedimental. Porque es el caso que, dentro de cada uno de los ordenamientos territoriales, las normas se diversifican por materias estableciéndose regulaciones tan distantes como las que van desde el medio ambiente a los transportes de viajeros, desde la venta de fármacos al urbanismo. Con la advertencia de que cada una de estas regulaciones no se limita a describir unos tipos propios (lo que parece lógico) aceptando para lo demás el régimen general común sino que casi todas aspiran a crear un ordenamiento completo, y a ser posible autónomo, que nada deja escapar: las condiciones de autoría y culpabilidad, la responsabilidad, la prescripción y, por supuesto, el procedimiento. Ciertamente que en lo que a esta última fragmentación se refiere, siempre ha sido así, de tal manera que algunos sectores señalados —como el del orden público— eran tenidos por autónomos cuando no independientes. Calidad que, más o menos

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orgullosamente, siguen autoproclamándose en la actualidad algunos otros. Esto salta a la vista con el Derecho Administrativo Sancionador tributario, que se considera, y con razón, muy superior técnicamente al común general y que casi todos aceptan aunque sea a regañadientes; y lo mismo sucede con el de tráfico. El caso no es, con todo, aislado ni mucho menos, pues en este escalón privilegiado ha entrado recientemente el Derecho Administrativo Sancionador del Orden social. A los que siguen otros más rudimentarios pero no menos ambiciosas, como el Derecho ambiental. Cada materia es —o aspira ser— una taifa legal, que desdeña a sus vecinas. Sin perjuicio de lo anterior, resulta imprescindible alabar la ponderación de la reciente reforma tributaria (Ley 58/2003, de 17 de diciembre, General Tributaria, y Real Decreto 2.063/2004, de 15 de octubre, que aprueba el Reglamento General del Régimen Sancionador tributario), en la que se refleja un excelente equilibrio entre los elementos específicos de la materia y los trazos comunes de todo Derecho Administrativo Sancionador. Como ejemplo de esta tendencia valga la cita del artículo 178.1 de la ley: La potestad sancionadora en materia tributaria se ejercerá de acuerdo con los principios reguladores de la misma en materia administrativa con las especialidades establecidas en esta ley.

Y del artículo 207: El procedimiento sancionador en materia tributaria se regulará: a) Por las normas especiales establecidas en este título y la normativa reglamentaria dictada en su desarrollo, b) En su defecto, por las normas reguladoras del procedimiento sancionador en materia administrativa.

Lo único curioso aquí es la terminología empleada, puesto que, como se habrá notado, tanto la ley como el reglamento distinguen entre la «materia tributaria» y la «materia administrativa», como si aquélla no formara parte de ésta. Los frutos del Derecho Administrativo Sancionador no forman un bloque sino que se desarrollan como racimos, cuyos gajos fundamentales son el Estado y las Comunidades Autónomas y, dentro de cada gajo van madurando las uvas aisladas de cada sector. Ahora bien, como cada legislación material no sólo se ordena dentro de su matriz territorial, he aquí que al final nos encontramos con un sistema en red en el que cada uno tiene varias conexiones en diferentes sentidos. El jurista nacido en el siglo xx y formado en el espíritu y metodología del siglo xix no puede entender esta situación ante la que se encuentra desorientado, cuando no perdido, y desde su punto de vista puede hablar con toda razón de caos y hasta de anomia. Para superar tal desconcierto pueden hacerse algunos esfuerzos —más que jurídicos, culturales— que ayuden a salir de la espesa niebla que nos envuelve, de tal manera que, alcanzada una cierta altura, podamos encontrar la buena senda de una epistemología y metodología adecuadas. Por lo pronto, la cultura histórica nos enseña que no estamos ante un fenómeno original: pura y sencillamente hemos vuelto al Antiguo Régimen fugazmente interrumpido en un paréntesis de racionalidad que no ha llegado a durar ni siquiera doscientos años. Basta ojear las leyes del Antiguo Régimen para comprobar lo que se está diciendo: leyes propias y distintas de cada reino de la Corona española. Y repasar las obras doctrinales para confirmar que había tantos Derechos como territorios y, dentro de cada territorio, como estamentos: el Derecho de los clérigos, de los nobles, de los comerciantes, de los militares de Aragón o Castilla y hasta de los Reales Sitios. Simplemente hemos vuelto a donde estábamos antes de las Cortes de Cádiz cuando sólo un puñado de ilustrados se atrevían a imaginar que todos los hombres eran iguales y que las leyes habían de ser iguales para todos. En verdad que Dou y B A S S O I . S no se encontraría incómodo hoy a la sombra de la Constitución española de 1978 ni se perdería entre sus frondosas ramas.

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Pero no sólo la historia puede ayudarnos eficazmente, como se ve, sino también la filosofía. Porque filósofos fueron los que primero se han percatado de la quiebra del mundo racional y desde hace tres decenios mal contados nos están enseñando a superar la modernidad y a vivir en un mundo posmoderno regido por la diversidad, siendo el Derecho una de las manifestaciones más claras de tal posmodernidad. La situación actual podrá gustarnos o no, pero ya que no la podemos reformar, sólo nos queda reconocerla y entenderla. Así las cosas, caben —y se adoptan— varias soluciones. Unos han optado por ignorar lo que ha sucedido y siguen adorando a un dios que desapareció hace tiempo. Otros prefieren levantar un dedo censorio anatemizando la realidad mientras se deleitan nostálgicamente en el pasado. Otros, en fin, aceptan la situación, quizás resignadamente o con entusiasmo en la medida en que les obliga a realizar un esfuerzo intelectual estimulante. Por lo que se refiere concretamente al Derecho Administrativo Sancionador hay juristas que se han apresurado a rendir banderas reconociendo que hay tantos Derechos Administrativos Sancionadores como territorios, materias y sujetos y se atienen pragmáticamente a la maraña legislativa. Mientras que otros, en cambio, buscamos afanosamente un hilo conductor que preste unidad dogmática a este montón desordenado de textos positivos. Volvamos de nuevo un momento la mirada hacia atrás. En los siglos xvn y XVIII los buenos juristas galvanizaron el cuerpo normativo de cada país gracias a la idea vivificante del Derecho Natural, que estaba por encima de los fraccionamientos legislativos. Lección que se olvidó en la primera mitad del siglo xix cuando, bajo el influjo de un positivismo radical y miope, el Derecho Administrativo se convirtió —basta examinar todos los manuales de la época para comprobarlo— en un mero repertorio de disposiciones mejor o peor comentadas adpedem litteram. Porque la obra hercúlea, aunque estéril, que la Escuela de la Exégesis pudo hacer con el Code Civil era inimaginable —es más, ni siquiera se intentó— con los variados e innumerables frutos del árbol administrativo. Este ejemplo puede parecer simplemente erudito pero no es así, ya que en España hemos vuelto a caer en la exégesis y cada día aparecen en las librerías comentarios al Derecho Administrativo Sancionador del medio ambiente, o del suelo, o de la alimentación, preludiando a los que luego han de venir sobre el Derecho Administrativo Sancionador medioambiental de Aragón o pesquero de Galicia. Resulta imprescindible, por tanto, ir más allá de los fragmentos positivos —territoriales, materiales y subjetivos— hasta encontrar una roca firme que permita construir el edificio del Derecho Administrativo Sancionador que tanto necesitamos y que, desafortunadamente, no está en el Derecho comunitario europeo. Desde el primero momento se ha creído encontrarla en el Derecho Penal y forzoso es reconocer que esta idea, por muy rudimentaria que fuera, resultó fértil y permitió nacer al Derecho Administrativo moderno liberándole de los balbuceos originarios de una excrecencia de la Policía. A partir de la primera edición de este libro se está buscando en el Derecho Público estatal ese nervio único revitalizador de todo el ordenamiento y a la vista está que casi todos los grandes progresos que en este campo se han hecho, están movidos por la Constitución, a pesar de no ser en este punto ni elocuente ni acertada. Ahora quiero desarrollar esta idea subrayando quién ha sido el autor de este esfuerzo y de qué instrumento se ha valido para realizar esta obra asombrosa que ya ha llegado a su madurez si no a su apogeo. El Derecho Administrativo Sancionador ha podido afirmarse en España gracias a la unidad que le han prestado los Tribunales contencioso-administrativos (y luego el Constitucional). Los millones de actos administrativos sancionadores no han supuesto paso alguno en el progreso del Derecho Administrativo Sancionador, cabalmente por-

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que todos y cada uno se limitan a aplicar rutinariamente un precepto aislado de una ley inconexa y con una mentalidad cerradamente positivista. El Derecho Administrativo Sancionador ha nacido y se ha desarrollado en España a golpe de un puñado de jueces y de sentencias que han acertado a comprender que detrás de los textos hay unas normas y que éstas se inspiran en unos principios que son los que las hacen inteligibles y dan vida. A los autores académicos nos ha correspondido luego la tarea —imposible de realizar desde las sentencias— de diseñar un sistema que articule los textos, las normas y los principios. Así es como se ha podido saltar de las leyes administrativas sancionadoras al Derecho Administrativo Sancionador y dejemos a los exégetas que sigan comentando los textos desde el rincón de su huerto particular, que también son útiles para los abogados y funcionarios. El Derecho Administrativo español actual seria inimaginable sin la obra paciente y cotidiana de magistrados como Mendizábal, Martín del Burgo, Delgado, Gómez Manzano, González Navarro o Baena, algunos de los cuales llevaron luego su ciencia y experiencia del Tribunal Supremo al Tribunal Constitucional y, por lo que a este último se refiere, seria injusto silenciar la influencia que sus letrados han tenido en la elaboración de la disciplina. Los borradores de sentencias que ellos redactan —que no se publican ni son públicos— carecen absolutamente de peso jurisdiccional y hasta de valor a efectos de la resolución decisoria, que es obra exclusiva de los magistrados firmantes; pero, sin menospreciar la impronta individual de los ponentes y de los autores de los votos particulares, es notorio que los letrados están aportando una erudición selectiva, una reflexión imaginativa, una labor de síntesis y una prudencia en la decisión que han convertido la casuística judicial en un arte y en la mejor herramienta de trabajo de que disponemos. Con lo que se demuestra, una vez más, que la ciencia puede avanzar sin nombres y apellidos, sin títulos académicos ni premios a la vanidad. Otra cosa es que así se reconozca en la cultura individualista y competitiva en que vivimos. Los jueces españoles tienen con frecuencia una sorprendente veta didáctica que a veces irrita a las partes, que verían con más gusto una fúndamentación concreta del conflicto que una subida teorización abstracta. Es cierto, desde luego, que los jueces no están para teorizar sino para resolver conflictos concretos; no deben moverse, por tanto, en el nivel de la teoría sino en el de la práctica. Ahora bien, cuando se trata de un Derecho en formación, como es el Derecho Administrativo Sancionador, esta tendencia —quizás no recomendable en general— de subirse al púlpito a impartir sermones de sana doctrina incluso aunque no vengan a cuento, es algo que no sólo debe serles perdonado sino de agradecer es porque, dicho sea sinceramente, sin ello no habríamos llegado a donde estamos. Suele decirse que algunos magistrados al llegar al Tribunal Supremo recuperan una vocación académica frustrada en su juventud y que compensan en el estrado lo que no pudieron hacer en la cátedra. Esto parece cierto a tenor del contenido de muchas sentencias, pero hay que añadir que es una fortuna que así sea, máxime si se piensa y tiene en cuenta que llegan más lejos y encuentran un auditorio más atento los repertorios de jurisprudencia que los manuales universitarios. No es posible silenciar, sin embargo, el riesgo que corre este soberbio edificio, todavía no estabilizado del todo, como consecuencia del doble impacto fraccionador de las incontinencias legislativas materiales y territoriales y —lo que es más alarmante— de la anunciada autonomización de los tribunales de justicia territoriales: 19 tribunales superiores van a sustituir a un Tribunal Supremo. Y si bien es verdad que aquéllos han venido demostrando hasta ahora una admirable prudencia y un consumado dominio técnico, sería temerario desconocer los riesgos del futuro, sobre todo contando con la sinergia potenciadora de una correlativa legislación autonómica. A este propósito cada día se están relajando más, según sabemos, las influencias del

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Derecho Penal que por su naturaleza constitucional estatal venía actuando como grapa de soldadura unitaria frente a las tendencias disgregadoras. Función que conocidamente no puede desarrollar el Derecho Administrativo ya de por sí bastante fraccionado. En su consecuencia es previsible el aumento de las presiones centrífugas. 2.

B O S Q U E J O DE UN N U E V O SISTEMA

En relación con lo que acaba de decirse, el propósito de este libro es inequívoco pues en él se pretende dar un modesto paso en la elaboración de un nuevo sistema, cuya coherencia se debe encontrar no en la uniformidad normativa sino, mucho más sutilmente, en la unidad sistémica, entendiendo por tal que todas las normas punitivas se encuentran integradas en un solo sistema, pero que dentro de él caben toda clase de peculiaridades. La singularidad de cada materia (e incluso la de cada caso) permite —y aun exige— la correlativa peculiaridad de su regulación normativa; si bien la unidad del sistema garantiza una homogeneización mínima. Ni que decir tiene que el aceptar esto exige pagar el costoso precio de abandonar la seguridad jurídica y la previsibilidad de las soluciones de conflictos (que antes se consideraban datos esenciales del Derecho). Hoy vivimos en momentos contrarios a la unidad y a la uniformidad —un sueño ilustrado del que la Humanidad se despertó hace tiempo— y se prefiere la tópica, la casuística del caso concreto, que es lo único que puede garantizar la justicia... con tal de que el Juez esté a la altura de la responsabilidad que se le encomienda: la de ir más allá de la letra de las normas y convertirse en árbitro de los conflictos. Porque los conflictos, hoy, no se resuelven por la ley sino por el arbitrio del juez. Únicamente con esta condición podrá funcionar el sistema. Vistas así las cosas —y renunciando de antemano a las ficciones, igualmente cómodas, de varios ordenamientos separados estables o de un ordenamiento único de contenido fijo— parece dibujarse el siguiente sistema punitivo: En un primer nivel se encuentran los principios constitucionales inspiradores de toda actividad represiva del Estado, que se van bifurcando y concretando en los distintos sectores: el penal, por un lado, y el administrativo, por otro. Pero las precisiones no acaban aquí sino que hay que ir puntualizando con mucho mayor cuidado conforme se entra en subsectores como (dejando aparte los que corresponden al Derecho Penal), en lo que atañen al administrativo, el de las relaciones generales y especiales de sujeción, el disciplinario, el económico, y tantos otros. Los principios y criterios se comunican de arriba a abajo sin restricción alguna; no así en sentido horizontal, puesto que nos encontramos con realidades afines pero no idénticas. La matización, en suma, no debe realizarse en la fase de aplicación del Derecho Penal al Derecho Administrativo sino en la fase de concreción del nivel constitucional al administrativo (y al penal). La aplicación que actualmente se viene realizando de principios y criterios del Derecho Penal es absolutamente incorrecta, aunque haya que aceptarla de manera transitoria mientras se van elaborando unos principios constitucionales punitivos, que todavía distan mucho de estar perfilados. Pero, por lo mismo, el salto del Derecho Penal al Derecho Administrativo Sancionador es tan brusco que no pueden extrañar las constantes llamadas de atención de la jurisprudencia. El bosquejo de sistema que acaba de exponerse aparece ya en la STS de 19 de febrero de 1988 (Ar. 1188; Delgado) —reiterada luego literalmente en la de 8 de octubre del mismo año (Ar. 8790; Martín del Burgo)—, en la que se pone de relieve «una profunda ambigüedad en el precepto constitucional (art. 25.1) [...] que interpretado a la luz de la jurisprudencia constitucional (presenta) una significación polivalente, de

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suerte que tiene intensidades distintas según el ámbito sobre el que haya de proyectarse»; así cabe distinguir hasta cuatro sentidos distintos: A) En el ámbito penal es precisa una subdistinción: cuando se trate de imponer penas privativas de libertad, lo dispuesto en el artículo 81.1, en relación con el 17, exige que las normas penales estén contenidas en Ley Orgánica. En los restantes supuestos bastará con Ley Ordinaria. B) En el terreno de la potestad sancionadora de la Administración, a su vez, es también necesaria una nueva clasificación, para graduar la posible participación reglamentaria, siempre sobre la base de la ley: a) Cuando la Administración actúa en virtud de su supremacía general, la reserva de ley permite una posibilidad de regulación reglamentaria en virtud de remisión de la ley, hecha con una determinación que prefigura el posterior desarrollo reglamentario; b) En el campo de la supremacía especial, caracterizado por una capacidad de autoordenación de la Administración se exige también la cobertura legal, pero se admite con más amplitud la virtualidad del Reglamento para tipificar en concreto las previsiones abstractas de la ley sobre las conductas identificables como antijurídicas.

Y todavía con mayor precisión —aunque advirtiendo cautelarmente que lo dice «sin pretender profundizar en ello»— en esta misma línea se coloca R E B O L L O (1989,440) cuando en una nota (la 27) advierte marginalmente que son posibles dos posturas: una identificadora totalmente de las dos figuras; mientras que la otra, mucho más sutil, «podría considerar que hay aspectos comunes aunque también algunas diferencias, por lo que el supraconcepto que se forma sobre estas dos realidades se basa en la existencia de ciertos elementos comunes y otros propios de cada figura. Por tanto, en parte tendrán un tratamiento común, pero también en parte diferenciado. No podría considerarse, en consecuencia, que los principios generales de todo el Derecho represivo sean íntegramente los del Derecho Penal. Por el contrario habrá que deducirlos de los aspectos comunes de uno y otro orden: así, habría principios generales del Derecho represivo, aunque eventualmente adquieran matices diferentes al aplicarse al Derecho Penal o al Administrativo Sancionador; pero también podría hablarse de algunos principios generales, que sólo lo son de Derecho Penal y otros exclusivos del Derecho Administrativo sancionador». Si realmente existieran unos principios de Derecho punitivo del Estado, el proceso operativo sería muy sencillo, puesto que bastaría integrarlos —con las debidas matizaciones— en el Derecho Administrativo Sancionador, tanto en su nivel normativo como aplicativo. Pero como (al menos, todavía) no se han elaborado tales principios, resulta inevitable trasponer primero al Derecho punitivo general los principios del Derecho Penal, que son perfectamente conocidos, para, una vez incorporados en este nivel superior, descenderlos al Derecho Administrativo Sancionador. Una doble operación que haría las delicias de los juristas más exquisitos de la Jurisprudencia de conceptos y que, además, por suponer un doble salto con una doble aduana de matizaciones permite de hecho al operador jurídico manipular a su deseo los principios iniciales del Derecho Penal hasta convertir la excepción en regla, como más arriba se ha denunciado. En estas condiciones no puede sorprender ya que los tribunales prescindan de ordinario del rodeo y vayan directamente del Derecho Penal al Derecho Administrativo Sancionador. Lo que resulta, desde luego, más útil y más práctico aunque carezca de una justificación dogmática sólida. Ni que decir tiene, por lo demás, que el nuevo sistema que aquí se está bosquejando no responde exclusivamente a afanes teóricos o a escrúpulos dogmáticos (que nunca han preocupado excesivamente al autor de este libro) sino a intenciones más profundas. Los juristas formados con una mentalidadjuridico-pública —orientada siempre y en primer término por los intereses colectivos y generales— no pueden evitar un cierto rechazo ante la contaminación penalista del Derecho Administrativo Sancionador inspirada

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exclusivamente por la obsesión de las garantías individuales. Es obvio, desde luego, que ningún jurista auténtico se opondrá nunca a la ampliación y consolidación de tales garantías, que son irrenunciables; pero tampoco es lícito pretender agotar en ellas el contenido del Derecho Público, cuya vertiente fundamental es la promoción y garantía de los intereses generales y colectivos. Acentuar una de estas dos vertientes con olvido de la otra es crear un monstruo jurídico: o un Estado sin Derecho o un Derecho en el que se marginen los intereses que encarna el Estado. Pues bien, la influencia del Derecho Penal ha supuesto una exacerbación garantista individual a costa de una marginación de los intereses generales y, en definitiva, del equilibrio entre una y otros, que es el secreto de todo Derecho. Vistas asi las cosas, la apelación a un Derecho Público superior común parece, de momento, la mejor fórmula para restablecer el equilibrio perdido y para recuperar la atención de los intereses indebidamente abandonados. La presencia y la influencia del Derecho Público estatal, incluido aquí el constitucional, y del Derecho Penal garantizar la unidad del sistema dentro de la variedad de regímenes que introduce el fraccionamiento del Derecho Administrativo en los términos de auténtica implosión que se ha descrito más arriba. En la actualidad la fuerza centrífuga del Derecho Administrativo español es enorme y sólo puede ser estabilizada —no aluda— por las contrafuerzas centrípetas del Derecho Público estatal y del Derecho Penal, hasta tal punto que si algún día éstas fallasen, ya no podría hablarse de «un» Derecho Administrativo Sancionador ni siquiera desde una perspectiva sistémica. Las anteriores consideraciones no pueden, con todo, detenerse aquí, puesto que la integración no se agota en el ámbito estatal sino que ha de remontarse hasta la Comunidad Europea y en el análisis de ésta resulta —como se recordará— que la potestad punitiva estatal (pretendidamente única) se disocia de nuevo porque si en su «manifestación penal» conserva el Estado su soberanía casi absoluta, en la «manifestación administrativa sancionadora» experimenta un recorte tan grave que queda supeditada al ordenamiento comunitario. Y conste que aquí no se trata de una simple cuestión de jerarquía de fuentes (en la que ninguna duda cabe sobre la subordinación del Derecho nacional respecto del comunitario) sino de algo mucho más profundo, a saber: la posibilidad de que las instituciones europeas obliguen a un Estado miembro a adoptar una conducta determinada en un caso concreto. Ésta es la doctrina que afirmó con rotundidad la Sentencia del Tribunal Europeo de Justicia de 21 de septiembre de 1989. En el caso de autos se trataba de una violación por parte de Grecia del artículo 131 del Reglamento de la Comisión 2.727/75, de 29 de octubre, ya que se habían exportado a un tercer país unas partidas de maíz como si fuera griego, siendo así que procedía realmente de Yugoslavia a través de una importación «clandestina» a efectos de tasas comunitarias. La Comisión denunció estos hechos al Gobierno griego, que nada hizo sobre el particular y llevado el caso al tribunal con invocación específica del artículo 5 del Tratado CEE («los Estados miembros adoptarán todas las medidas generales o particulares apropiadas para asegurar el cumplimiento de las obligaciones derivadas del presente Tratado o resultantes de los actos de las instituciones de la Comunidad»), la sentencia declaró, entre otros extremos, que: 22. En opinión de la Comisión, los Estados miembros están obligados, por imperativo del artículo 5, a imponer a las personas que infringen el Derecho Comunitario, las mismas sanciones que a las que violan el Derecho Nacional [...]. 23. Si una regulación comunitaria no prevé una sanción para el caso de una violación de la misma o se remite a las disposiciones del Ordenamiento jurídico y administrativo nacional, los Estados miembros están obligados, de conformidad con el artículo 5, a adoptar las medidas que sean necesarias para asegurar la vigencia y la eficacia del Derecho Comunitario. 24. A tal propósito, los Estados miembros —a los que, por lo demás, corresponde elegir las sanciones— deben tener en cuenta que las infracciones del Derecho Comunitario deben

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DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR ser castigadas de acuerdo con las reglas materiales y procesales similares a las propias del Derecho nacional, en relación con la clase y gravedad de las infracciones y siempre de tal manera que la sanción ha de ser eficaz, proporcionada y disuasoria.

VII.

ALGUNAS PRECISIONES CONCEPTUALES

Quizás no sea éste el capítulo más adecuado para encajar en él las precisiones conceptuales que a continuación van a hacerse; pero parece conveniente dar noticia de ellas antes de entrar en el análisis pormenorizado del régimen jurídico del Derecho Administrativo Sancionador. 1.

I N F R A C C I Ó N , H E C H O Y ACCIÓN

El objeto directo del Derecho Administrativo Sancionador es un ilícito específico —la infracción administrativa— para la que la ley establece una sanción, que es atribuida en concreto a un sujeto por la Administración a través de un procedimiento especial (el procedimiento sancionador) en el que se determina la infracción con todas sus circunstancias materiales así como el autor con sus circunstancias personales. En nuestro Derecho actual es nota esencial de las infracciones que se encuentren descritas en una ley (principio de legalidad, reserva legal y mandato de tipificación legal). De todo ello, y de lo más sustancial de su régimen jurídico, se irá hablando con pormenor a lo largo del libro; pero hay una cuestión previa que importa analizar ya en este momento y que sorprendentemente no ha sido planteada con precisión en el Derecho Penal ni por consecuencia ha sido resuelta allí de manera convincente. Con ello me estoy refiriendo a si el objeto de la infracción es un hecho o una acción. Advierto de antemano que, contra lo que pudiera parecer a primera vista, detrás de este enunciado no se esconde una preocupación profesoral de índole exquisitivamente especulativa sino un dilema vivo, palpitante, cuyas opciones condicionan buena parte de los nudos más importantes del Derecho Administrativo Sancionador y, por lo tanto, son el norte de la práctica sancionadora cotidiana. Más todavía: casi todos los puntos oscuros del Derecho Penal se encuentran en esta zona que ni los autores ni los jueces han conseguido aclarar y no precisamente por falta de atención sino por su exceso. Quiero decir que es tanto y tan desconcertado lo que se ha escrito sobre este particular en los últimos doscientos años que se ha terminado levantando una bibliografía babélica que imposibilita a los penalistas entenderse entre sí dado que cada uno tiene una visión propia de lo que son los hechos y las acciones. Así las cosas, el Derecho Administrativo Sancionador parte con ventaja en la medida en que sobre él no pesa la servidumbre de las contradicciones tradicionales y puede actuar con libertad una dogmática original y pacífica. En cualquier caso —y volviendo al enunciado inicial— de la opción que aquí se tome depende nada menos que, y entre otras cosas, la tipicidad, la culpabilidad y el alcance de la prohibición del non bis in idem, como se irá comprobando en los correspondientes capítulos. En mi opinión, si se observa la realidad sin prejuicios, «con mirada inocente», pueden hacerse con precisión las siguientes distinciones: Hecho es el fenómeno que aparece en la realidad —los hechos son siempre «naturales», por tanto— como un sucedido y puede descomponerse analíticamente en tantos elementos como se quiera, progresando hacia adelante o hacia atrás de manera indefinida. Un hecho es la contaminación de aguas, que puede constatarse con una simple operación material (física, química o biológica). El elemento central de este

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hecho es el vertido contaminante; pero si queremos retroceder en la cadena causal encontramos otro elemento •—la no depuración previa del agua vertida— y otro aún más anterior (el ensuciamiento del líquido) y muchos otros más según lo que queramos retroceder en el análisis. Además, si avanzamos hacia adelante en la cadena que la contaminación ha iniciado, nos encontramos con la muerte de la fauna, el deterioro de la flora, la perturbación de los bañistas, etc. Ahora bien, el hecho jurídicamente relevante es el resultado —también físico o natural— de una acción (humana, que es la que al Derecho moderno interesa) que también puede descomponerse analíticamente en actos elementales. Pues bien, el Derecho Administrativo Sancionador, como el Derecho Penal, se refiere directamente a una acción —desvalorada normativamente— en cuanto causante de un hecho también desvalorado en un acto libre del legislador, de tal manera que hoy desvalora lo que ayer valoraba (piénsese en la desecación de humedales, ayer subvencionada con fondos públicos y hoy prohibida; o la muerte de alimañas, en la actualidad protegida y hasta hace poco premiada). La infracción, en definitiva, es una acción humana que ¡a ley ha declarado como tal por ser causante de un hecho natural que agrede un orden (físico, social o moral) que el ordenamiento jurídico considera digno de esta protección. Y ni que decir tiene que también es libre la norma de considerar protegibles determinados bienes, cuyo valoración cambia cada día. La limpieza de aguas marítimas costeras sólo ha empezado a ser considerada protegible en fechas recientes y, en cualquier caso, su agresión o deterioro es un simple hecho, que por sí mismo no constituye infracción administrativa (o delito). La contaminación del agua es un hecho natural de valor negativo en cuanto que altera desventajosamente un orden natural que el Ordenamiento Jurídico ha declarado protegible. Sin embargo, lo que la norma sancionadora enfoca directamente no "es el hecho del agua contaminad sino la acción de contaminar. Los enjuiciamientos del desvalor del hecho y de la acción no siempre coinciden. El desvalor de la contaminación (del agua contaminada como resultado de una acción contaminante) depende de ciertos parámetros cuantitativos y cualitativos. En su consecuencia, una contaminación indudable desde el punto de vista natural, no lo será desde el punto de vista legal si no alcana determinados niveles cuantitativos o cualitativos predeterminados (las cremas protectoras de la piel de los bañistas contaminan indudablemente el agua pero hasta ahora no se consideran legalmente contaminantes). Además, a un hecho legalmente desvalorado (porque la contaminación ha superado efectivamente los umbrales del hecho) puede no corresponder una desvaloración de la acción humana que lo ha causado (por ej. si ha mediado fuerza mayor o error insuperable). De la misma forma que hay hechos no desvalorados (por considerarse inocuos) resultado de una acción que la norma ha desvalorado hasta tal punto que los ha declarado sancionables (por producción de riesgos). El arbitrio del legislador a la hora de desvalorar hechos subraya el contenido normativo de los mismos, habida cuenta de que no hay hecho jurídicamente relevante (a efectos del Derecho Administrativo Sancionador) sin una declaración normativa previa de desvalor. Lo cual significa que sin ella los hechos son jurídicamente inocuos y no se puede conectar a ellos una declaración normativa de infracción. El proceso de determinación normativa de hechos e infracciones es, entonces, el siguiente. En primer lugar, la norma otorga una importancia relevante a un bien (en nuestro ejemplo, a un bien físico: las aguas costeras) que califica genéricamente de dominio público y al que somete a un régimen jurídico propio, dentro del cual se describen situaciones desvaloradas (una cierta contaminación). Pero —y aquí entra en juego el arbitrio del legislador— es perfectamente posible, y en la realidad así sucede, que diferentes normas establezcan circunstancias especiales del hecho desvalorado

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básico. Por seguir con el ejemplo, la legislación turística desvalora especialmente la contaminación producida por un establecimiento turístico o en una zona turísticamente protegida, lo que no se tuvo en cuenta en la legislación sanitaria; mientras que el ordenamiento medioambiental se concentra en las repercusiones sobre la flora y la fauna y el Código Penal puede añadir por su cuenta unos parámetros que permiten calificar determinadas contaminaciones como delito. Hecho y acción son interdependientes y por tanto inseparables, pero conviene dejar claro que la ley, por más que atienda a los hechos, lo que sanciona son las acciones. De esta forma tenemos un mismo hecho natural (la contaminación) desvalorado tres veces: como contaminación ecológica, como contaminación turística y como contaminación delictiva. Desde el punto de vista físico o natural tenemos un solo hecho, mas desde el punto de vista legal tenemos tres tipos de hecho derivados de una misma acción. Con lo dicho basta para comprender la trascendencia que tiene el hecho a efectos de la tipificación, de la culpabilidad y de la prohibición de bis in idem, como se desarrollará en su momento. La distinción entre hecho y acción luce igualmente en un supuesto como el del artículo 228 de la Ley del Suelo de 1976: «1. En las obras que se ejecuten sin licencia [...] serán sancionados con multas el promotor, el empresario de las obras y el técnico director de las mismas. 2. Las multas que se impongan a los distintos sujetos como consecuencia de una misma infracción tendrán entre sí carácter independiente». De acuerdo con la tesis que se está defendiendo, la inteligencia de este precepto es muy sencilla: la ley ha aislado un hecho que ha desvalorado (la construcción de obras sin licencia) y también ha aislado tres acciones igualmente desvaloradas (la del promotor, el empresario y el director) y como lo reprochable es la acción, los tres son tenidos por infractores y resultan sancionados independientemente. Ni que decir tiene que las acciones humanas que han colaborado en el hecho son muchas más, unas por comisión (los albañiles que han ejecutado materialmente las obras) y otros por omisión (el inspector urbanístico que no se percató de lo que se esta haciendo) y tantos otros; pero la ley libremente y por razones de política represora sólo ha desvalorado la de los tres indicados. Por poner otro ejemplo tenemos el del garante del artículo 103.3 de la LPAC, conforme al cual «son responsables por el incumplimiento de las obligaciones que conlleven el deber de prevenir la infracción administrativa cometida por otros las personas físicas y jurídicas sobre las que tal deber recaiga». Aquí también aparecen dos acciones desvalorados relacionados con el mismo hecho: la del que ha realizado la infracción y la del que no la ha evitado. De esta forma se explica también porqué son inimputables los ejecutores materiales de una infracción cuando están obedeciendo órdenes de un superior. En estos casos la ley no desvalora la acción del celador que levanta indebidamente una compuerta sino la de quien le dio la orden de hacerlo. El hecho es un fenómeno originariamente inerte que sólo adquiere relevancia jurídica cuando se le conecta con la acción humana desvalorada. En rigor, la distinción entre hecho (como resultado) y acción (como actividad humana productora de algo) es obvia, como también lo es la afirmación de que las normas sancionadoras se centran en la acción. Pero hay extremos que de puro sabidos terminan olvidándose o no se sabe extraer de ellos las debidas consecuencias jurídicas. 2.

S A N C I O N E S Y OTRAS F I G U R A S A F I N E S

Pasemos ahora al examen de una segunda cuestión aparentemente sencilla pero que no lo debe ser tanto desde el momento en que ha habido necesidad de dictar innu-

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merables resoluciones judiciales para disipar las dudas planteadas en la casuística, de las que con tanto primor se ha ocupado en varias ocasiones REBOLLO. En el Ordenamiento Jurídico están previstas diversas consecuencias jurídicas muy parecidas, e incluso idénticas, a las sanciones administrativas y es el caso que importa distinguirlas con absoluta precisión habida cuenta de que el régimen jurídico de las sanciones es exclusivo de ellas. Dicho con otras palabras: si se trata de una sanción administrativa en sentido propio y —por considerar que se trataba de otra figura jurídica— no se ha seguido el procedimiento sancionador estricto, resulta obligada la anulación del acto administrativo. En la práctica —sobre todo en el ámbito tributario— es muy frecuente que los particulares impugnen una norma o un acto de liquidación alegando que no se han respetado los requisitos materiales o cumplido los trámites formales propios del Derecho Administrativo Sancionador. Pensemos en la exigencia de unos intereses indemnizatorios del retraso en un pago: si se trata de una sanción, deberán determinarse y ejecutarse con arreglo al procedimiento sancionador. Pero ¿se trata de veras de una sanción? ¿Qué criterios existen para identificar a éstas? La STC 48/2003, de 12 de marzo, nos proporciona una primera pista fiable: Para determinar si una consecuencia jurídica tiene, o no, carácter punitivo, habrá que atender , ante todo, a la ftuición que tiene encomendada en el sistema jurídico. De modo que si tiene una función represiva y con ella se restringen derechos como consecuencia de un ilícito, habremos de entender que se trata de una pena en sentido material, pero si en lugar de la represión concun-en otras finalidades justificativas deberá descartarse la existencia de una pena por más que se trate dé una consecuencia gravosa [...] No basta, pues, la sola pretensión de constreñir al cumplimiento de un deber jurídico (como ocurre con las multas coercitivas) o de establecer la legalidad conculcada frente a quien se desenvuelve sin observar las condiciones establecidas en el Ordenamiento Jurídico para el ejercicio de una determinada actividad. Es preciso que, de manera autónoma o en concurrencia con esas pretensiones, el peijuicio causado responda a un sentido retributivo... El carácter de castigo criminal o administrativo de la reacción del ordenamiento sólo aparece cuando, al margen de la voluntad separadora, se inflinge un peijuicio añadido.

Por lo demás, el mismo tribunal en su Sentencia 276/2000, de 16 de noviembre, recordada luego en la 132/2001, de 8 de junio, ya había precisado que «la función represiva, retributiva o de castigo es lo que distingue a la sanción administrativa de otras resoluciones administrativas que restringen derechos individuales con otros fines (coerción y estímulo para el cumplimiento de las leyes; disuación ante posibles incumplimientos; o resarcimiento por incumplimientos efectivamente realizados)». Aunque aquí no puede silenciarse el voto particular formulado por Garrido Falla (y Jiménez de Parga): La doctrina iuspubticista viene distinguiendo desde el último tercio del siglo entre sanciones administrativas y otras decisiones restrictivas de derechos adoptadas por la Administración frente al incumplimiento del particular de los deberes que le incumben Se trata, en este segundo caso, de declaraciones de caducidad o revocaciones de licencias, autorizaciones y concesiones administrativas. Esta distinción elemental entre sanción y revocación o caducidad ha sufrido el embate de la vis expansiva del articulo 25.1 de la Constitución española. En efecto, dado que sólo las sanciones administrativas están garantizadas por el derecho fundamental a la legalidad sancionadora, y dado también que sólo en estos casos hay amparo ante el Tribunal Constitucional, no es extraño que éste haya ampliado progresivamente los contornos del concepto de sanción administrativa hasta amparar otras medidas restrictivas impuestas por la Administración. El punto de llegada ha sido un amplísimo concepto de sanciones administrativas, desconocido en nuestra tradición jurídica y que no diferencia entre realidades jurídicas notoriamente distintas.

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Aceptando tales criterios y de acuerdo con determinados pronunciamientos jurisprudenciales, a continuación se selecciona un repertorio de medidas que no tienen la naturaleza de sanción: a) Infracciones administrativas y delitos. A ello se refiere pormenorizadamente la STC 48/2003, de 12 de marzo, en la que se precisa que «el carácter de castigo criminal o administrativo de la reacción del Ordenamiento sólo aparece cuando, al margen de la voluntad reparadora, se inflinge un peijuicio añadido con el que se afecta al infractor en el círculo de los bienes y derechos de los que disfrutaba lícitamente». El criterio decisivo será en cualquier caso la presencia de un tipo penal. b) Intereses por mora en el pago a la Administración. Se distinguen de las sanciones porque «tienen, aparte de un cometido resarcitorio, una función eminentemente disuasoria, lo que no es bastante para conducirla al campo de las sanciones, dada la ausencia de finalidad represiva» (STC 164/1995, de 13 de noviembre). Basándose en esta sentencia la del TSJ de Cataluña de 25 de mayo de 1998 (Ar. 991) razona con detenimiento que «para discernir cuándo los recargos tienen naturaleza resarcitoria o indemnizatoria —o sea, meramente disuasoria— o naturaleza sancionadora, habrá de aplicarse un criterio cuantitativo. Lo que significa que si el recargo no supera el interés de la demora, se podrá considerar que es un recargo indemnizatório; pero, por el contrario, el recargo cumplirá una función disuasoria o simplemente estimulante del cumplimiento de la obligación en la medida en que exceda de la cuantía del interés de demora, siempre que no llegue a alcanzar la cuantía mínima de la sanción correspondiente al ingreso fuera de plazo. Por último, en los casos en que tal cuantía sea igual o superada por el recargo, éste tendrá carácter sancionador». Y, en fin, la STC 276/2000, de 16 de noviembre (Pleno) puntualiza que a tal efecto no son criterios determinados «ni el nomen iuris empleado por la Administración o asignado por la ley, ni la clara voluntad del legislador de excluir una medida del ámbito sancionador»; y por lo que se refiere al caso concreto, «en tanto que supone una medida restrictiva de derechos que se aplica en supuestos en los que ha existido una infracción de ley y desempeña una función de castigo, no puede justificarse constitucionalmente más que como una sanción». c) Clausura de establecimientos por falta de licencia o por incumplimiento de las condiciones impuestas en ella o, en términos más generales, medidas de restablecimiento de la legalidad. Como sobre este punto la jurisprudencia es abundantísima, valgan simplemente dos ejemplos. La STS de 17 de diciembre de 1997 (3.a, 7.a, Ar. 308 de 1998) niega el carácter sancionador a una resolución administrativa que acordaba la clausura de un establecimiento ante la falta de la pertinente licencia. En la STS de 2 de febrero de 1998 (3.a, 7.a, Ar. 2060) se anula una resolución administrativa que había clausurado indefinidamente un establecimiento que estaba operando sin licencia. Pero como se daba el caso de que el artículo 28 de la Ley de Seguridad Ciudadana sólo tenía prevista una sanción de seis meses, el tribunal se ve forzado a negar que se trate de una sanción y por eso anula la resolución; pero paradójicamente no la sustituye por otra de los seis meses autorizados por la ley sino que se limita a la anulación pura y simple precisando que es conveniente no dejar de indicar que con toda evidencia el tratamiento de la cuestión debatida probablemente obligaría a otra solución si la decisión de clausura indefinida se hubiera adoptado en el ámbito de las potestades de policía o intervención administrativa, sin peijuicio de que desde el punto de vista sancionador se hubiese también acudido a imponer alguna sanción de las reguladas en el artículo 28; pero lo que no cabe es acogerse a este precepto para justificar una medida de clausura en términos de indefinición que probablemente estén justificados como intervención policial pero no como sanción.

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d) Multas coercitivas.— A ellas se refiere de forma expresa alguna de las sentencias que acaban de ser transcritas. El Tribunal Constitucional ha admitido sin dificultades la imposición de recargos o tributos sancionadores sin plantearse siquiera que pudiese tratarse de una medida sancionador. En los términos de la STC 276/2000, de 16 de noviembre lo que distingue a los tributos de las sanciones que cuando tienen carácter pecuniario contribuyen como el resto de los ingresos públicos a engrosar las ancas del erario público (es que) no tiene como función básica o secundaria el sostenimiento de los gastos públicos o la satisfacción de necesidades colectivas (la utilización de las sanciones pecuniarias para financiar gastos públicos en un resultado, no un fin) ni, por ende, se establecen como consecuencia de la exigencia de una circunstancia reveladora de riqueza, sino única y exclusivamente para castigar a quienes comenten un ilícito.

e) Obligación de reparar los daños causados al dominio público. Aunque puede ser una medida aneja a una sanción, tal obligación no forma parte de ella y opera con cierta autonomía como se comprueba en los supuestos en que la sanción se anula pero se mantiene la obligación aneja de reparación, según se ve en las SSTS de 27 y 30 de abril de 1998 (ambas procedentes de la Sala tercera, Sección tercera y Ar. 3645 y 3653). f) Obligación de reponer los terrenos forestales a la situación anterior a su roturación. La STS de 22 de abril de 1999 (3.a, 4.a, Ar. 4179), particularmente interesante en cuanto que contradice la letra del Reglamento de montes que la califica de forma expresa como sanción. g) La denominada expropiación-sanción. h) Recargos tributarios. La STC 141/1996, de 16 de septiembre, niega rotundamente su carácter sancionador: pero luego en la sentencia 276/2000, de 16 de noviembre (reproducida más tarde en la 48/2003, ya citada) se advierte, con más prudencia, que hay que atenerse a las circunstancias y finalidades de cada caso concreto. En definitiva, es frecuente que el legislador peque en este punto doblemente, por exceso y por defecto. Por defecto, al no prever medidas administrativas no sancionadoras tendentes simplemente a restablecer la legalidad y, en su caso, a determinar indemnizaciones y restablecimiento de estados anteriores; tal como ha denunciado REBOLLO (2004,295) a propósito de la Ley del Ruido de 2003. Y por exceso, en cuanto que califican de sanciones medidas que no tienen carácter de tales; con la consecuencia, antes señalada, de que se exigen para su imposición unos requisitos y trámites innecesariamente rigurosos y que tanto facilitan la anulación de las correspondientes resoluciones administrativas. Lo que aquí en el fondo está sucediendo es que, por paradójico que suene, no hay una debida articulación entre el Derecho Administrativo Sancionador y el Derecho Administrativo. En estos casos el Ordenamiento jurídico administrativo sancionador parece encerrado en sí mismo y no se percata de que no es más que una parte del Ordenamiento jurídico administrativo, en el que tiene que integrarse, para dar mayor eficacia al aparato Administrativo, sin dejarse llevar por las cautelas obsesivas propias del Derecho Penal que, a diferencia del Derecho Administrativo Sancionador, sí que es un Derecho Autónomo. VIII.

BALANCE FINAL

La aparición de lo que hoy llamamos Derecho Administrativo Sancionador es un fenómeno relativamente reciente al que se ha llegado al cabo de un largo proceso de

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sustantivación que, arrancando del Derecho represivo de Policía, pasó luego por la confusa etapa del Derecho Penal Administrativo. En cualquier caso, de lo que siempre se ha tratado era de encontrar un lugar propio diferenciado del Derecho Penal, que le arrastraba en su órbita como un simple satélite. Así se explica la viejísima polémica de la igualdad «ontológica» entre los ilícitos penales y los administrativos: una discusión estéril —propiciadora de una fácil erudición de segunda o tercera mano— que felizmente ya se puede dar por superada desde el momento en que se ha comprendido que un capricho normativo puede en un día dar o borrar diferencias, aplicar regímenes jurídicos iguales a realidades distintas o regular de manera variada manifestaciones concretas de un mismo fenómeno. Las relaciones entre ambas ramas del Derecho tienen una vertiente mucho más práctica, a saber: la de determinar si las normas del Derecho Penal son aplicables al Derecho Administrativo Sancionador—algo que parece estar fuera de duda— y sobre todo, cuál ha de ser el alcance preciso de tal aplicación. Ahora bien, lo verdaderamente importante no es el régimen jurídico de los ilícitos administrativos (puesto que puede variar inesperadamente al compás de los azares administrativos) sino la estructura interna y la finalidad de todo este sector del Ordenamiento. Y aquí es cabalmente donde en los últimos años ha encontrado el Derecho Administrativo Sancionador sus señas de identidad— en cuanto propias de él y sólo de él— al haber pasado de la represión a la prevención, del daño al riesgo y de la defensa de los derechos individuales a la protección de los intereses públicos, generales y colectivos. Proceso que se ha coronado con la consumación de un giro administrativo, es decir, con la afirmación del carácter administrativo sustancia —y no sólo como un rótulo verbal adosado a su nombre— de este Derecho. Sucede, sin embargo, que por razones de coyuntura histórica esta sustantivación aparentemente definitiva del Derecho Administrativo Sancionador, ha venido acompañada de unas fortísimas tensiones de índole centrífuga —materiales y territoriales— que amenazan con una implosión desintegradora hasta tal punto que, recién conseguida la identidad, hay que empezar a cuestionarse si es una mera cuestión de tiempo el tener que aceptar la existencias de varios Derechos Administrativos Sancionadores inequívocamente diferenciados entre sí.

CAPÍTULO V

EL PRINCIPIO DE LEGALIDAD SUMARIO: 1. Formación del principio y su deterioro actual. 1. Agregación paulatina de sus elementos esenciales. 2. El dogma y la realidad, — II. Consideraciones generales sobre el principio de legalidad administnitiva sancionadora. 1. El artículo 25.1 de la Constitución 2. La situación preconstitucional. 3. Conclusiones — AI. Contenido. 1. La doble garantía. 2. Diez proposiciones sobre el principio de legalidad en el Derecho Administrativo Sancionador. 3. Los derechos subjetivos derivados.—IV Peculiaridades del principio de legalidad en el Derecho Administrativo Sancionador. 1. Normas preconstitucionales. 2. Relaciones de sujeción especial. 3. Parvedad.—V Efectos de la infracción del principio de legalidad. 1. Nulidad de disposiciones y actos sancionadores. 2. Declaración de inconstitucionalidad de las leyes.—VI. Irretroactividad de las normas sancionadoras. 1. Irretroactividad de las normas desfavorables. 2. Retroactividad de las normas favorables— Vü. Balance final. 1. Discrecionalidad administrativa y arbitrio judicial como complemente inexcusable de la legalidad. 2. ¿Un princ ipio de legalidad ordinaria?

I.

FORMACIÓN DEL PRINCIPIO Y SU DETERIORO ACTUAL

1.

AGREGACIÓN PAULATINA DE SUS ELEMENTOS ESENCIALES

El principio de legalidad ofrece en el Derecho Administrativo Sancionador la misma ambigüedad que caracteriza todos los principios generales del Derecho, potenciada aquí aún más por la circunstancia de integrar dos elementos normativos —la reserva legal y el mandato de tipificación— que distan mucho de ser precisos separadamente considerados. Para comprobar esta ambigüedad (o pluralidad de significados) basta leer los minuciosos trabajos que simultáneamente han aparecido sobre el particular (BAÑO, 1991; R E B O L L O , 1991). Una idea que ya había sido expuesta con detalle y mucho antes por G A R C Í A DE E N T E R R Í A ( 1 9 8 4 , 8 7 - 8 8 ) , quien constata la presencia en la Constitución de una «proclamación general» (art. 9.3) y una serie de «aplicaciones específicas (legalidad de los delitos y las infracciones administrativas: art. 25; legalidad tributaria y de prestaciones personales: arts. 31.3 y 133; legalidad de la Administración: arts. 1 0 3 . 1 y 1 0 6 . 1 ; legalidad de la actuación de Jueces y Tribunales: art. 1 1 7 . 1 ; defensa de la legalidad por el Ministerio Fiscal: art. 1 2 4 . 1 ) ; sin contar toda una serie de reservas de ley o remisiones a la Ley que la Constitución contiene en una buena parte de su articulado». Para este último profesor el constituyente ha querido aludir con esta fórmula al sistema de Estado de Derecho. Yo, por mi parte, ignoro lo que el oscuro constituyente ha querido aludir; pero desde luego no estoy de acuerdo con tal equiparación. No es caso, sin embargo, de entrar en una discusión al respecto porque lo que fundamentalmente aquí interesa es la «aplicación específica» del articulo 25, que con toda evidencia tiene un contenido bastante más preciso y concreto que el del Estado de Derecho, como se intentará demostrar en las páginas siguientes. El principio de legalidad en el Derecho Administrativo Sancionador, tal como hoy le entendemos, es de formación relativamente reciente y se ha consolidado como consecuencia de la agregación sucesiva y convencional de elementos distintos que hubieran podido operar separadamente. El resultado final de este proceso de fusión ha sidp un principio extraordinariamente rígido, cuya aplicación rigurosa terminaría produ[201]

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ciendo inevitablemente una seria perturbación del ejercicio normal de la potestad administrativa. Cronológicamente, la primera manifestación de la legalidad fue el mandato de tipificación en una norma previa. Con la lex previa se pretendía lograr una seguridad jurídica que se consideraba imprescindible tanto para el ciudadano como para las instituciones públicas. La ley previa permitía, en efecto, al ciudadano «saber a qué atenerse» en la confianza de que no se le iba a castigar por una conducta que de antemano no estuviere calificada de reprochable. Pero no se trataba sólo de esta garantía individual: es que gracias a ella se privaba a las autoridades de su potestad de imponer sanciones concretas al margen de la ley. Sancionar es desde entonces, simplemente, aplicar la ley y, por tanto, el reproche únicamente puede realizarlo ella. Así se ha coronado un proceso de juridificación —y por eso tradicionalmente se hablaba de un «principio de juridicidad»— que supera con mucho a las antiguas medidas de Policía que fueron su origen y que estaban más preocupadas por la eficacia de la represión pública que por la garantía del sancionado. Con el transcurso del tiempo, sin embargo, esta primera conquista empezó a quedarse corta y a ella se acumularon nuevas exigencias. Por un lado se impuso que la lex previa fuera también lex certa en el sentido de precisa. La precisión normativa fue un paso más en el recorte de facultades a que se estaba sometiendo a las autoridades sancionadoras. Porque si con la ley previa se les había cercenado la facultad de crear infracciones y sanciones, con la ley cierta se trataba de evitar, además, que pudiesen operar con excesivo margen personal en la aplicación de la norma ya que cuanto más precisa es una ley, de menos margen disponen el intérprete y el operador jurídico. De esta forma se llega al mandato de tipificación: una fórmula técnica que acumula las condiciones de previsión y certeza de la norma. Las infracciones y las sanciones no sólo tienen que estar previstas con anterioridad al momento de producirse la conducta enjuiciable sino que han de estar previstas con un grado de precisión tal que priven al operador jurídico de cualquier veleidad creativa, analógica o simplemente desviadora de la letra de la ley. A este contexto se añadió un elemento que, en rigor, no coincide con lo anterior, a saber: la exigencia de que esa norma previa y cierta tenga el rango de ley. Nótese que los fines perseguidos con el mandato de tipificación nada tienen que ver con los propios de la reserva legal, dado que aquéllos pueden lograrse a través de una norma de cualquier rango. La exigencia de ley en sentido estricto es una garantía acumulada con la que se acelera el proceso de neutralización de la Administración. Porque si con el mandato de tipificación se habían recortado sensiblemente las facultades sancionadoras de las autoridades y funcionarios individualmente considerados y para la imposición de sanciones concretas, ahora se margina a la Administración como institución, es decir, al Poder Ejecutivo. Con lo cual no se gana nada en absoluto —y por eso se insiste en que se trata de elementos separados— en orden a la tipificidad; pero se supone que es una garantía adicional para el ciudadano, al menos desde el punto de vista de la ficción democrática: es el propio ciudadano el que a través de una ley parlamentaria consiente en verse amenazado y, en su caso, sancionado. Dudo mucho, no obstante, que tal haya sido la causa de la aparición de la reserva legal, puesto que la explicación indicada está empañada por resonancias de cátedra profesoral o de escaño político. A mi juicio, se trata, más bien, de una trasposición del sistema penal, que se extiende, sin más, al administrativo sancionador con secuelas múltiples y contradictorias. Las aparentes ventajas de la reserva legal saltan a la vista: el ciudadano queda al amparo, ya que no de las arbitrariedades del Poder, al menos de las arbitrariedades del

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Poder no parlamentario. Lo que no es poco. Pero los inconvenientes son también de bulto, aunque suelan ser intencionadamente silenciados. Por lo pronto se están confundiendo los papeles del juez y de la autoridad administrativa sancionadora cuando se pretende que ambos actúen de la misma manera, es decir, como meros aplicadores de la ley situados fuera de ella. Porque es el caso que si el juez no hace otra cosa ciertamente que aplicar la ley, los órganos administrativos gestionan intereses generales, y es cabalmente al hilo de esta tarea administrativa material cuando surge la sancionadora, ya que es inimaginable como actividad desconectada de la gestión. Pues bien, pese a estas diferencias notorias, con el principio objetivo de la legalidad queda asimilado el funcionario sancionador al juez en cuanto que se pretende que aquél también aplique la ley «objetivamente», es decir, desconectándola de la gestión que previa o simultáneamente venía realizando. La potestad sancionadora se corporeiza y gana autonomía al quedar separada de la referencia matriz de la gestión administrativa (no ya simplemente de la Policía). En segundo lugar se olvida algo no menos esencial: el Código Penal es una selección de desvalores a los que el Estado considera merecedores de ser castigados; pero una selección convencional y breve que se reduce o expande a gusto del legislador. Las infracciones administrativas no son, en cambio, una selección autónoma de desvalores sino que se derivan necesariamente de unos valores previos: los perseguidos por la acción administrativa. Las infracciones se deducen de la gestión y aumentan o se reducen en función de esa actividad administrativa matriz sin que el legislador pueda optar por dejar algo fuera de la represión, salvo que quiera provocar la inoperancia administrativa, que es lo que sucede indefectiblemente cuando no se prevén las correspondientes sanciones. En tercer lugar, y por lo dicho, las infracciones crecen indefinidamente como consecuencia inevitable del crecimiento de la gestión administrativa de la que se derivan, formándose al final una red represiva, angustiosa para el ciudadano, quien de hecho no puede respetarla de la misma manera que la Administración tampoco puede exigir siempre su cumplimiento, como en otros lugares de este libro se explica con pormenor. Todas estas circunstancias hacen difícil el catalogado por ley, y más difícil todavía la tipificación, habida cuenta de las variaciones de la matriz, que cambia incesantemente. Una ley auténticamente tipificadora sería interminable y, además, habría de ser alterada sin cesar. No hay más remedio, por tanto, que acudir a la utilización de los reglamentos, más capaces de adaptarse rápidamente al cambio. A tal propósito, la primera y más simple solución fue la francesa, que consiste, como es sabido, en tipificar como infracción cualquier incumplimiento de los reglamentos. De esta manera y con una fórmula brevísima y eficaz se incluyen en la tipificación todos los reglamentos administrativos. Y obsérvese que con ella se cumplen todas las exigencias del Estado de Derecho: existe una normativa previa (o, mejor dicho, dos: la que describe las obligaciones y la que establece que su incumplimiento es infracción) y, además, es muy precisa puesto que aparece con el detalle propio de los reglamentos. E incluso se da también, al menos parcialmente, el requisito de la reserva legal, puesto que la segunda norma —o sea, la que declara que es infracción el incumplimiento de los reglamentos— es una ley. . . Sea como fuere, también puede concebirse otro modelo distinto: en lugar de tipificar un solo ilícito (la infracción de reglamentos) se tipifican muchos, tantos como infracciones de cada una de las obligaciones que aparecen en los reglamentos. Se trata, por tanto, de una diferencia no sólo cuantitativa sino también cualitativa. Si antes se sancionaba la infracción del reglamento con independencia de las obligaciones que en el mismo se impusiesen, ahora, en esta segunda variante, no se sanciona el incumplimiento formal del reglamento sino la infracción de la obligación material.

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La adopción de este segundo modelo ofrece la ventaja de su mejor adaptación a la realidad y al servicio de los fines administrativos. La fórmula inicial es más bien propia del Derecho Penal, como efectivamente sucedía en el Derecho francés, ya que el ilícito a que acaba de aludirse era un ilícito penal: el quebrantamiento de reglamentos era un delito que se reprimía en las mismas condiciones penales que el robo o el quebrantamiento de una cerca, dicho sea con palabras de B E N O I T (Él Derecho Administrativo francés, 1977, 672). En el Derecho Administrativo Sancionador no es viable —o, en cualquier caso, no es útil— la tipificación única. No interesa tanto sancionar la desobediencia a la ley o a un reglamento como la violación de cada una de la obligaciones que en él se establecen. Con lo cual adquiere la remisión reglamentaria una nueva dimensión o, mejor dicho, aparece el reglamento como integrado, por remisión, en el tipo, cosa que antes no sucedía. En definitiva, y a la vista de cuanto acaba de enunciarse, nos encontramos con las siguientes posibilidades: a) Existe un solo ilícito: la desobediencia o incumplimiento de la ley, del reglamento o del acto administrativo. Aquí el contenido de unos y otro no se integra en el tipo, que es autónomo. Es el modelo característico del Derecho francés como tipificación penal, pero también aplicable y aplicado ocasionalmente al Derecho Administrativo Sancionador. b) Existen múltiples ilícitos: la violación de las obligaciones establecidas en una norma cuyo contenido se integra, por remisión, en el tipo. Esta variante es la habitual en el Derecho español y, por no referirse sólo a leyes sino también a reglamentos, nos obliga a estudiar, además de la tipificación legal, una serie de cuestiones complementarias: la remisión reglamentaria y las leyes en blanco. En la actualidad, e independientemente de algunas regulaciones sectoriales, el principio de legalidad está positivizado, exactamente bajo esta rúbrica, en el artículo 127 de la LPAC, que dice así: «1. La potestad sancionadora de las Administraciones Públicas, reconocidas por la Constitución, se ejercerá cuando haya sido expresamente atribuida por una norma con rango de Ley, con aplicación del procedimiento previsto para su ejercicio y de acuerdo con lo establecido en este Título. 2. El ejercicio de la potestad sancionadora corresponde a los órganos administrativos que la tengan expresamente atribuida, por disposición de rango legal o reglamentario, sin que pueda delegarse en órgano distinto». 2.

EL DOGMA Y LA REALIDAD

El principio de la legalidad administrativa sancionadora es un producto ideológico químicamente puro. Las minuciosas teorizaciones de que constantemente ha sido objeto —o cabalmente por causa de ellas— no han podido evitar su notoria ambigüedad, que quizás pueda explicarse, aunque sólo en parte, por la indicada agregación paulatina de sus elementos esenciales, tan distintos entre sí y que no siempre han acertado a ser encajados de forma congruente. Pero prescindiendo de esto, lo que primero salta a la vista es el contraste entre el dogma riguroso enfáticamente vernalizado y una realidad que vive escandalosamente apartada de él. Y es el caso que cuanto más ancha se hace esta separación tanto más se insiste en el dogma, cuya intangibilidad se sacraliza como contenido irrenunciable del Estado de Derecho. Para la ideología del Estado democrático de Derecho es imprescindible, en efecto, la afirmación del principio de la legalidad en el Derecho Administrativo Sancionador en cuanto que cabalmente constituye una de sus señas de identidad más características frente al Estado absoluto: es el pueblo —y no el Monarca— el que tipifica las infracciones y las sanciones. De aquí que de ninguna manera pueda faltar en la imagen ideológica del

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Estado moderno. El problema surge entonces, sin embargo, a la hora de contrastar el dogma con la realidad, tan diferente de aquél. Porque es un hecho innegable que, pese a las brillantes verbalizaciones del dogma, lo que el ciudadano percibe es que, a diferencia de lo que sucede en el Derecho Penal (tan insistentemente invocado), aquí existen Reglamentos tipificadores y, sobre ello, la tipificación que las normas realizan no es precisa ni directa sino por remisión. La evidencia de esta constatación no puede ser negada; lo que ha obligado a un meritorio esfuerzo teórico explicativo para (intentar) justificar que, pese a todo, el moderno Estado de Derecho nada tiene que ver, en punto a la legalidad, con los viejos sistemas del Estado absoluto (y franquista). A lo largo de este capítulo y de los siguientes se irán viendo con detalle todas estas cuestiones; pero conviene adelantar ya que, en mi opinión, esta discordancia entre el dogma y la realidad se ha traducido en un perceptible deterioro de aquél, de signo involutivo, que termina haciéndolo irreconocible. En este proceso, el primer paso hacia atrás está constituido materialmente por la sustitución del principio de legalidad por el principio de antijuridicidad, es decir, por la previsión de los ilícitos y sus sanciones en una norma de cualquier rango y no necesariamente en una ley formal. Este retroceso no ha sido, desde luego, una concesión ideológica al pasado sino, pura y simplemente, una imposición de la realidad, dado que es físicamente imposible realizar una tipificación exhaustiva por medio de leyes. Ante esta situación inevitable y constatable, el dogma ha tenido que ceder y relajarse en formulaciones teóricas más o menos ingeniosas —como la de la «colaboración» reglamentaria—, pero que no pueden disimular el hecho descarnado de que el principio de legalidad no supone la regulación exclusiva y excluyente del Derecho Administrativo Sancionador a través de ley. Forzoso es reconocer, con todo, que este retroceso, que esta aproximación del dogma a la realidad, ha tenido lugar con una resistencia poco menos que heroica y guardando en lo posible las garantías de la legalidad (según podrá comprobarse más adelante); pero a nadie se le escapa que, una vez abierto un portillo, resulta prácticamente imposible evitar que por él se cuele lo tolerable y lo intolerable. Ni la Jurisprudencia ni la doctrina están en condiciones de precisar con exactitud los límites y condiciones de esa colaboración reglamentaria en cada caso concreto. Por si esto fuera poco, el segundo paso hacia atrás ha sido aún más grave. Después de haber pasado del principio de la legalidad al de antijuridicidad —es decir, después de haber abandonado el dogma de la lex previa— ha habido que entregar también el de la lex certa. La tipificación, en efecto, ya no es inexcusablemente precisa y directa sino que se practica —de hecho y casi sin excepción en todas las leyes sancionadoras— la tipificación indirecta o por remisión, como se comprobará más adelante. A mi juicio, nada tienen estos fenómenos de reprochables, puesto que para mí siempre ha de seguir el dogma a la realidad, y no lo contrario, de tal manera que si aquél no concuerda con ésta, es el dogma el falso y lo que procede es adaptarle a la realidad. De aquí que la única objeción que se me ocurre es la de hipocresía, resultado de un empecinamiento ideológico. No se quiere reconocer sinceramente lo que está sucediendo y se acude a mil argucias teóricas para justificar lo que ni puede justificarse ni vale la pena ser justificado. Hay, con todo, una tercera alteración absolutamente inadmisible, que ha deteriorado el principio hasta hacerlo irreconocible. Porque ahora ya no se tTata simplemente de sustituir el principio de la legalidad por el de la antijuridicidad ni de admitir la tipificación indirecta o por remisión sino de prescindir lisa y llanamente de la reserva legal especifica de las infracciones administrativas —que es la clave de todo el moderno Derecho Administrativo Sancionador— para sustituirle en la práctica por una simple exigencia de cobertura legal. Las consecuencias de este deslizamiento de la reserva legal a la cobertura legal son gravísimas: el Derecho Administrativo

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Sancionador pierde su especificidad y, con ella, su identidad. La actividad sancionadora de la Administración se convierte así en una actividad interventora más con olvido de una tradición centenaria, de una doctrina que parecía definitivamente consolidada y, en último extremo, de un mandato constitucional expreso. Con esta mutación —tanto más peligrosa cuanto que está teniendo lugar sigilosamente hasta tal punto que todavía no ha sido denunciada— desaparece el Derecho Administrativo Sancionador y se borra lo más sustancial del artículo 25.1 de la Constitución Esto no es una adaptación del dogma a la realidad sino una abdicación vergonzante de lo que con razón viene considerándose una conquista del progreso jurídico y social. Si ¡a doctrina de la cobertura legal fuese correcta, sobraría una de las piezas más originales no sólo del Derecho Administrativo Sancionador sino de la Teoría constitucional, a saber: la reserva legal. Y tal es, en definitiva, el contenido de mi denuncia: la contradicción entre una formulación radical del principio de legalidad (con la reserva legal y el mandato de la tipificación) y una realidad que no se ajusta a él y que teóricamente se pretende justificar con relajaciones gravísimas del principio. Situación que podría resumirse así: radicalismo verbal por causas ideológicas y relajación práctica justificada con explicaciones teóricas de técnica inadmisible. Esta contradicción no debe sorprendernos por lo demás, ya que es una de las mucha que se han enquistado en las estructuras reales que sostienen el Estado constitucional que no es, al fin y al cabo, más que la formulación académica de una utopía política, cuya plausibilidad precisa de férreos dogmas en que apoyarse. Cabalmente uno de ellos es el principio de la legalidad que, en cuanto dogma, debe ser aceptado por un acto de fe pasando por alto sus quiebras y contradicciones. Desde el punto de vista de la teoría constitucional esto no tiene importancia debido a que para la los políticos y profesores lo fundamental son las palabras. Lo grave es cuando la contradicción se traslada a la práctica ya que se enfrenta al juez ante un dilema inquietante: o se atiene al dogma sacrificando las circunstancias específicas del caso; o se atiene a éstas sacrificando a aquél. Ahora bien, si las soluciones fueran uniformes, podrían gustar o no, pero al menos habría seguridad jurídica. En la jurisprudencia, sin embargo, cada juez se inclina imprevisiblemente por cualquiera de las opciones del dilema y en unos casos sostienen a rajatabla la integridad del principio mientras que en otros admiten toda clase de relajaciones, algunas verdaderamente pintorescas. El principio de legalidad es la primera manifestación que encontramos de una nota general y característica: el Derecho Administrativo Sancionador se mueve en dos niveles, uno superior en el que habitan las teorías y los principios constitucionales más exquisitos; y otro inferior donde se desarrolla la práctica cotidiana con sus infinitos matices concretos. A primera vista parecen dos mundos distintos, no sólo separados sino contrapuestos. Porque las teorías y los principios del piso superior —para no mancharse— rehuyen el contacto con los sórdidos acontecimientos que tienen lugar en el piso inferior; mientras que las prácticas administrativas sancionadoras operan de espaldas a los puros principios, entendiendo que su aplicación estricta paralizaría su funcionamiento. Así las cosas, son los jueces a quien corresponde la difícil tarea de armonizar las contradicciones forzando a la Administración a respetar en lo posible las instrucciones constitucionales y, correlativamente, flexibilizando los principios para hacerlos eficaces en la realidad. Un ir y venir en la cuerda floja, que tantos accidentes produce. Sirvan estas páginas como introducción a una serie de cuestiones, singularmente complejas, que se nuclean en torno al llamado principio de legalidad. Un principio cuya solemne recepción en el texto constitucional no ha podido evitar la prodigiosa ambigüedad de su contenido y la imprecisión de su concepto, tal como se ha dicho al principio. Es muy posible que ninguna otra expresión aparezca con más frecuencia que ésta en los repertorios jurisprudenciales ni haya sido objeto tampoco de análisis doctrinales

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tan abundantes y extensos. Pero a pesar de ello —o quizás por causa de ello— nada permanece tan confuso, ni a un mismo significante se han correspondido nunca tantos y tan distintos significados, como ya lo ha advertido el Tribunal Constitucional en su sentencia 234/1991, de 10 de diciembre: «esta expresión [«principio de legalidad»] adolece en el uso común de alguna equivocidad». Por decirlo con palabras de R E B O L L O ( 1 9 9 1 , 68), esta terminología del principio de legalidad «es equívoca porque no hay aquí una conexión especial con la ley sino con el Derecho, y confusa, porque dificulta la percepción de un auténtico principio de legalidad que merezca propiamente esa denominación. Con esta otra denominación se le presenta, además, como una conquista histórica, como si fuera posible y hubiere existido anteriormente una Administración que escapara de él.» Como es sabido, para este autor el principio de legalidad «es la forma concreta que adopta el principio de juridicidad en el Estado de Derecho. Huelga recordar, en fin, que el contenido del presente capítulo no es el principio genérico de la legalidad sino el específico de la legalidad administrativa sancionadora, para la que, en este momento y a título provisional, puede servir la descripción que hace la STS de 20 de enero de 1987 (Ar. 203; Mendizábal): «la cobertura de la potestad sancionadora ha de estar constituida necesariamente por una norma de rango legal [...] a través de una ley formal. Ahora bien, no sólo la investidura o habilitación está sometida al principio de la legalidad sino también las infracciones así como la determinación de la sanción correspondiente». II.

CONSIDERACIONES GENERALES SOBRE EL PRINCIPIO DE LA LEGALIDAD ADMINISTRATIVA SANCIONADORA

Antes de entrar en el análisis pormenorizado de este principio concreto conviene hacer presentes determinadas circunstancias que levantan, cuando menos, perplejidad: 1.A Se afirma que el principio de legalidad del Derecho Penal y del Derecho Administrativo Sancionador se encuentran recogidos en una misma frase y en idénticos términos en el artículo 25.1 de la Constitución; pero, si se repasan los caracteres y contenido de tal principio en estos dos ámbitos, se comprueba que son completamente distintas su formulación penal y administrativa. 2.A Se habla del principio de legalidad como de una figura jurídica genérica; pero si se repasan sus caracteres y contenido en el Derecho Penal, en el Derecho Administrativo y en el Derecho Administrativo Sancionador se comprueba que en cada uno de estos ámbitos se manifiesta con caracteres muy diferentes. 3.a La letra del artículo 25.1 provoca dudas muy razonadas sobre la afirmación de que en tal precepto se contiene el principio de la legalidad tanto en su forma genérica como en cualquiera de sus variantes específicas. En el artículo 25.1 de la Constitución convergen hoy todas las proposiciones dogmáticas que se afirman a propósito del Derecho Administrativo Sancionador; pero también es verdad que de él parten también todas las dudas teóricas y todas las vacilaciones —y aun contradicciones— de la práctica. Su ambigüedad es tal que actúa como la puerta de entrada a un laberinto artificioso del que únicamente puede encontrarse la salida a fuerza de voluntarismos ideológicos. Lorenzo M A R T Í N - R E T O R T I L L O , hace años, en el prólogo a la obra de S A N Z G A N D A S E G U I ( 1 9 8 5 , XIII) ya hizo una prudente advertencia sobre este particular, que debería tenerse en cuenta a la hora de los triunfalismos: «De la reciente Constitución española, un par de líneas escasas [...], al incidir sobre las sanciones administrativas, van a innovar radicalmente el complejo y caótico universo en que las mismas venían viviendo; [pero] el calibrar y aclarar cuál sea el alcance de la innovación, si puede pretender expresarse en vía de las grandes constataciones en muy escasas palabras, requiere, por el contrario, a la hora de la ver-

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dad, cuando uno piensa en la magnitud del campo afectado, una labor ímproba, minuciosa y continuada». Una situación que, significativamente, recuerda mucho a la creada en Italia por el también artículo 25 de su Constitución, de cuya ambigüedad —al inspirarse en él— no han sabido escapar nuestros constituyentes. La doctrina italiana vive desgarrada, en efecto, por la interpretación dual de algo tan importante como es la cuestión de si las sanciones administrativas están sometidas al principio de legalidad y a la reserva legal. Y así, mientras un sector dominante da una fácil respuesta positiva (cfr. el repertorio proporcionado por T R A V I , 1 9 8 3 , 6 1 ss.), otros, como PALIERO y el propio TRAVI sostienen que la Constitución nada dice ni nada quiso decir al respecto —a cuyo efecto basta repasar, para comprobarlo, las actas parlamentarias—. Su argumento, por muy minoritario y políticamente incómodo que sea, parece concluyente: la reserva de ley no aparece en el artículo 25 sino en el 13, pero éste se refiere exclusivamente a penas, no a sanciones administrativas. Además, esta reserva llevaría aparejada la privación de la potestad sancionadora normativa a las Regiones. En definitiva, por tanto, el principio de la legalidad del Derecho Administrativo Sancionador es una cuestión de legalidad ordinaria, de tal manera que, si el artículo 1 de la Ley 6 8 9 / 1 9 8 1 lo ha establecido, cualquier ley posterior puede suprimirlo ( R O S S I - V A N N I N I , 1 9 9 0 , 1 9 7 ss.). Unas dudas y planteamientos que, de verdad, son perfectamente trasladables a la situación española. 1.

E L ARTÍCULO 2 5 . 1 D E L A C O N S T I T U C I Ó N

El principio de la legalidad penal, tal como se ha elaborado en las culturas jurídicas occidentales, se extiende a un repertorio muy amplio de manifestaciones y garantías, entre las que se encuentran: la reserva absoluta de Ley para la definición de las conductas constitutivas de delitos y de las correspondientes penas, la proscripción de la costumbre como fuente de Derecho, la prohibición de la analogía in malam partem y de la interpretación extensiva, la irretroactividad de las normas penales desfavorables para el reo, la determinación, certeza o taxatividad de las normas penales, la prohibición del bis in idem, la garantía jurisdiccional y la garantía de la ejecución penal ( A R R O Y O , 1983,10). Pues bien, si se compara este amplio e indiscutido repertorio con la formulación del artículo 25.1 de la Constitución («nadie puede ser condenado o sancionado por acciones u omisiones que en el momento de producirse no constituyan delito, falta o infracción administrativa, según la legislación vigente en aquel momento») hay que llegar a la conclusión —como hace el mismo autor— de que este precepto «supone una pobre formulación del principio», si es que no se quiere llegar a la rotunda y sincera afirmación de tantos otros (COBO y V I V E S , Derecho Penal. Parte General, 1987, 51) de que nuestra Constitución no contiene una proclamación específica de él. El Tribunal Constitucional, por su parte, ha precisado en múltiples ocasiones el contenido del principio de la legalidad penal y a nuestros efectos es útil recordar, al menos, dos sentencias que lo acotan en unos términos breves y concretos que facilitan extraordinariamente su manejo. Me refiero a la 133/1987, de 21 de julio, que enumera las «tres exigencias: la existencia de una ley (lex scripta), que la ley sea anterior al hecho sancionado (lex previa), y que la ley describa un supuesto de hecho estrictamente determinado (lex certa)» y a la 8/1991, de 30 de marzo (reproducida luego en la 67/1982, de 15 de octubre), conforme a la cual el principio de legalidad penal «prohibe que la punibilidad de una acción u omisión esté basada en normas distintas o de rango inferior a las legislativas [y establece] que la acción u omisión han de estar tipificadas como delito o falta en la legislación penal (principio de tipieidad) y asimismo

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que la ley penal que contenga la tipificación de delito o falta y su correspondiente pena ha de estar vigente en el momento de producirse la acción u omisión». Y si, por otro lado, acudimos a un segundo punto neutral y firme de referencia —el principio de ¡a legalidad en el Derecho Administrativo—- nos encontramos con una figura todavía más lejana, puesto que en este campo el principio supone pura y simplemente que las normas inferiores (reglamentos) no pueden ir contra lo dispuesto en otras de rango superior. No obstante lo anterior, sabido es que la doctrina y la jurisprudencia españolas aceptan hoy con cierta generalidad que el citado artículo 25.1 recoge el principio de la legalidad en el sentido penal y que, además, lo proclama íntegramente, es decir, con todos sus corolarios y manifestaciones, aunque literalmente sólo aparezca la interdicción de la irretroactividad de las normas punitivas. He aquí, en suma, un ejemplo paradigmático de la forma de proceder de algunos juristas: allí donde encuentran un elemento (aunque sea único) de una figura jurídica (la irretroactividad suele ser considerada como una manifestación del principio de la legalidad) la reconstruyen en su integridad como hacía Cuvier con los animales antediluvianos a la vista de un único hueso. Pero ni que decir tiene que esto es puro voluntarismo: no están buscando el Derecho sino creándolo a su gusto. Una operación no reprochable en sí misma, antes al contrario, pero de cuya presencia hay que ser conscientes y aceptarla con todas sus consecuencias. Porque lo que resulta sin duda inadmisible es obligar a la Constitución, so capa de interpretarla, a decir cosas que desde luego no ha dicho. Lo que sucede aquí, sin embargo, es que a la postre lo que importa no es lo que digan ellas sino lo que los autores y los Jueces dicen que dicen las normas. Por lo cual, a la vista de la decidida actitud que al respecto han adoptado nuestros Tribunales (Constitucional y Supremo), hay que aceptar —en un acto de fe jurídica— que el principio de legalidad está recogido efectivamente en el artículo 25 de la Constitución. Aunque admitir esto no es decir mucho porque todavía falta determinar lo más complicado, a saber, el alcance y contenido concretos de tal principio en materia de sanciones administrativas que, como acaba de verse, no se deduce directamente ni de la legalidad del Derecho Penal ni de la del Derecho Administrativo. La discusión que a tal propósito se ha levantado —y que puede encontrarse resumidamente expuesta en SANZ G A N D A S E G U I ( 1 9 8 4 , 1 0 5 ss.)— ha resultado absolutamente estéril por el subjetivismo de las posiciones sostenidas. Independientemente de ello, lo que sí es muy aleccionador es la historia de la elaboración de tal precepto, tal como la ha contado uno de sus protagonistas (Lorenzo M A R T Í N - R E T O R T I L L O , 1 9 8 4 , 1 0 9 - 1 2 7 ) a quien seguimos a continuación. En el texto del Anteproyecto constitucional y con diferente numeración aparecía que «nadie puede ser condenado o sancionado por acciones u omisiones que en el momento de cometerse no constituyan delito, falta o infracción administrativa, según el ordenamiento jurídico vigente en aquel momento». Dicción que se mantuvo en la Ponencia, en el Dictamen de la Comisión del Congreso de los Diputados y en la discusión del Congreso. Pero al llegar al Senado se levantó una encendida polémica impulsada por M A R T Í N - R E T O R T I L L O que terminó con modificaciones importantes Este Catedrático universitario, y Senador entonces, no estaba de acuerdo con dos puntos del proyecto: por un lado, con la expresión «ordenamiento jurídico», que consideraba imprecisa y sustituible por la de «ley»; y, por otro lado, con la constitucionalización de la potestad sancionadora, que consideraba —como otros autores de la época— herencia inadmisible del franquismo. En su consecuencia presento dos enmiendas en cuya justificación puede leerse: «Conviene consagrar el principio de legalidad en el sentido más estricto. La alusión del Ordenamiento jurídico, aconseja-

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ble para otras regulaciones, seria aquí muy perturbadora, pues cualquier reglamento administrativo podría entrar a definir el ámbito de lo delictivo. Sólo la norma superior, la ley, debe ser aludida [...]. Se defiende que no queden constitucionalizadas las sanciones administrativas. Bajo el aparente efecto benéfico de impedir sanciones administrativas de privación de libertad se llega a la gravísima consecuencia de constitucional izar las sanciones administrativas. Con lo que se potencia el mantenimiento de un statu quo nada defendible». Lorenzo M A R T Í N - R E T O R T I L L O dio la batalla en los dos frentes, pero sólo pudo imponer su opinión en uno de ellos. Consiguió, en efecto, que se sustituyese la expresión «ordenamiento jurídico» por la de «ley». La Cámara, en cambio, insistió en recoger constitucionalmente la potestad sancionadora de la Administración. Y aquí viene lo más estupendo de la historia. Porque, después de tanto discutir, la Comisión Mixta Senado-Congreso, sin dar la menor justificación, volvió a cambiar la palabra «ley» por la de «legislación» y así quedó definitivamente el precepto con la misma ambigüedad inicial al volverse a emplear un término impreciso. F E R N Á N D E Z R O D R Í G U E Z ( 1 9 8 9 , 2 1 ) da a estos hechos una interpretación que a mí no me convence porque me parece que sobreestima la racionalidad de nuestros constituyentes y les atribuye unos conocimientos de la realidad administrativa, de los que notoriamente carecían. En opinión de este autor, en efecto, el empleo de la palabra «legislación», pese a todos sus inconvenientes, fue una decisión deliberadamente provocada «por el temor a alterar de un modo radical el statu quo anterior, es decir, por el miedo a disponer de facultades propias y autónomas de incriminación de conductas, desmantelamiento que se hubiera producido de forma inevitable si el principio de legalidad en materia sancionadora se hubiere formulado con expresa reserva de ley con mayúsculas y sólo a ella la distinción de lo lícito y lo ilícito». 2.

L A SITUACIÓN PRECONSTITUCIONAL

La batalla en el Senado a que acaba de aludirse y el artículo 25.1 de la Constitución no son, sin embargo, el punto de partida del principio de la legalidad en el Derecho Administrativo Sancionador, como por algunos equivocadamente se entiende. La historia viene de mucho más atrás, y, diga lo que diga el Tribunal Constitucional, la Constitución no ha supuesto un cambio radical en este punto ni con ella se ha iniciado una nueva singladura en la evolución jurídica, comprobándose una vez más que el Derecho no se desarrolla a saltos, sino que evoluciona indefectiblemente apoyándose en el pasado. Además, y en otro orden de consideraciones, debe tenerse también presente que todavía en 1992 siguen vigentes muchas normas sancionadoras de la etapa precedente. De aquí la conveniencia, y aun necesidad, de examinar con cierto detalle la situación anterior a 1978. En 1962, en el número 39 de la Revista de Administración Pública, apareció un artículo de Lorenzo M A R T Í N - R E T O R T I L L O («La doctrina de las materias reservadas a la Ley y la reciente jurisprudencia del Tribunal Supremo»), en el que por primera vez en España —tal como el mismo autor pone de relieve— se estudiaba la cuestión de una manera frontal y sistemática. Aunque a muchos hoy sorprenda, en plena vigencia del franquismo era la reserva de ley (elemento esencial, como sabemos, del principio de legalidad) una figura perfectamente conocida y utilizada con habitualidad tanto en las llamadas Leyes Fundamentales como en la legislación ordinaria. La Ley constitutiva de las Cortes de 17 de julio de 1942 hacía, en efecto, en sus artículos 10 y 12 una doble relación de las normas que correspondía aprobar, respectivamente, al Pleno y a las Comisiones, y en el

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segundo de los artículos citados se aludía, además, de forma expresa a las disposiciones «que deben revestir forma de ley». Mecanismo que daba sentido al artículo 17 del Fuero de los Españoles: «Los españoles tienen derecho a la seguridad jurídica. Todos los órganos del Estado actuarán conforme a un orden jerárquico de normas preestablecidas, que no podrán arbitrariamente ser interpretadas ni alteradas.» El Fuero de los Españoles contiene un largo repertorio de reservas legales en sus artículos 7, 8, 9,10, 15, 16, 18, 19,20 y 32, de contenido y redacción muy similares a los de la Constitución vigente y que se cierra con lo dispuesto en el artículo 34: «Las Cortes votarán las leyes necesarias para el ejercicio de los derechos reconocidos en este Fuero». De todo este repertorio, el artículo que más nos interesa es el 19 —«nadie podrá ser condenado sino en virtud de ley anterior al delito»—, claro antecedente del artículo 25 de la Constitución de 1978, aunque de contenido más parcial, puesto que únicamente se refería a los delitos y no a las infracciones administrativas. Este sistema constitucional de las Leyes Fundamentales se encontraba obviamente desarrollado en las leyes ordinarias, empezando por el viejo y anterior Código Civil, en cuyo artículo 348 había percibido el Tribunal Supremo (sentencias de 24 de octubre y 22 de noviembre de 1961) una inequívoca reserva legal en materia de propiedad. La Ley de Régimen Jurídico de la Administración del Estado (Texto refundido de 26 de julio de 1957) es, con todo, la norma más interesante a nuestro propósito y, en particular, su artículo 27: Los Reglamentos, Circulares, Instrucciones y demás disposiciones administrativas de carácter general no podrán establecer penas ni imponer exacciones, tasas, cánones, derechos de propaganda y otras cargas similares, salvo aquellos casos en que expresamente lo autorice una ley votada en Cortes.

De esta manera tenemos ya perfectamente establecidos dos de los elementos esenciales de la reserva legal: la prohibición genérica de la intromisión reglamentaria y la posibilidad de una excepción establecida en la propia Ley. Más todavía: poco tiempo después, la Ley General Tributaria de 28 de diciembre de 1963 se preocupó de regular con detalle los requisitos de la autorización que abría el paso a la regulación reglamentaria de las materias reservadas, estableciendo los elementos tributarios concretos que habían de ser regulados «en todo caso» por Ley (art. 10), así como las condiciones de las eventuales delegaciones o autorizaciones legislativas, que habían de «precisar inexcusablemente los principios y criterios que hayan de seguirse para la determinación de los elementos esenciales del respectivo tributo» (art. 11.1) y sin olvidar que para mayor garantía del uso de la autorización había de darse cuenta a las Cortes (art. 1 1 . 2 ) . Regulación que se cerraba con una norma en la que se determinaba el rango de las disposiciones administrativas dictadas al amparo de este sistema: si se ajustaban a la autorización tendrían rango de ley y, en otro caso, el de «meras disposiciones administrativas» (art. 1 1 . 3 ) . Como se ve, la legislación franquista conocía perfectamente la figura de la reserva legal, de la que se iban ocupando también los autores, como el citado Lorenzo M A R T Í N - R E T O R T I L L O ( 1 9 6 2 y, posteriormente, 1 9 7 6 ) y años más tarde G A R C Í A DE ENTERRÍA (Legislación delegada y control judicial. Discurso de ingreso en la Real Academia de Legislación y Jurisprudencia leído el 1 6 de marzo de 1 9 7 0 ) o A L O N S O C O L O M E R ( 1 9 7 1 ) ; según M A N Z A N E D O ( 1 9 6 8 , 2 1 6 ) «cuando la Administración Pública impone sanciones no está limitando en forma alguna oposiciones jurídicas de los administrados»; tal limitación no deriva de la sanción en sí sino de la norma infringida que, en virtud del principio de legalidad, constituye presupuesto inexcusable para la aplicación de sanciones. Ahora bien, conforme se habrá observado, la reserva

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legal, que afectaba a muchas materias y principalmente a la penal, no incluía de forma expresa en los textos normativos (aunque sí en la doctrina) a las infracciones administrativas. Objetivo que, sin embargo, fue alcanzado pronto por el Tribunal Supremo, cuya obra completó así la parcialidad de la letra del artículo 27 de la Ley de Régimen Jurídico de la Administración del Estado. El Tribunal Supremo, en efecto, en sus Sentencias de 16 de diciembre de 1986 (Ar. 7160; Mendizábal) y 20 de enero de 1987 (Ar. 203; Mendizábal), ha recordado —o quizás reconstruido— su pasado en los siguientes términos: La potestad sancionadora de la Administración, como instrumento de la función de «policía» en el sentido clásico de la expresión, ofrece un talante intrínsecamente penal. Esta Sala así lo viene proclamando desde hace, al menos, quince años, y ha obtenido en cada caso las consecuencias de tal premisa en orden a las diversas manifestaciones sustantivas o formales, desde la tipificación a la irretroactividad, desde el principio de la legalidad a la prescripción, desde la audiencia del inculpado a las proscripción de la reformatio in peius. En esta primera fase, la cobertura de ¡a identificación se encontró en el artículo 27 de la Ley de Régimen Jurídico de la Administración del Estado, interpretada con una perspectiva unitaria y estructural del ordenamiento jurídico.

Según estas sentencias, la historia de la reserva legal y del Derecho Administrativo Sancionador se ha desarrollado en España en tres fases. En la primera, que llega hasta 1957, la jurisprudencia había admitido una configuración explícita de la potestad sancionadora de la Administración Pública, como inherente a la función de policía, así como la posibilidad de una habilitación explícita pero difusa. La segunda fase se abre con la citada Ley de Régimen Jurídico de la Administración del Estado, que da pie a una interpretación extensiva de la reserva legal hasta cubrir la potestad sancionatoria. Y la tercera fase, en fin, se inicia con el artículo 25.1 de la Constitución, aunque no sea más que un heredero o continuador de la situación anterior. Este orgulloso recordatorio del Tribunal Supremo está justificado porque a su jurisprudencia se debe, ciertamente, la creación de un auténtico Derecho Administrativo Sancionador organizado sobre unas disposiciones legales fragmentarias que de ordinario más se referían al procedimiento que a los aspectos materiales, abandonados comúnmente a los Reglamentos. Operación que se llevó a cabo fundamentalmente mediante la aplicación, por extensión, de los principios del Derecho Penal (que tampoco, como se ve, es un descubrimiento reciente del Tribunal Constitucional) y por la generalización del principio de la legalidad a las infracciones administrativas con la correspondiente exigencia de una previa tipificación legal, según se previene, por ejemplo, en la sentencia de 26 de septiembre de 1973 (Ar. 3407; Suárez Manteóla): Esta Sala con unidad de doctrina [y cita muchas sentencias desde 1957] viene afirmando que el ejercicio de la potestad sancionatoria presupone la existencia de una infracción para la cual es indispensable que los hechos imputados se encuentren precisamente calificados como faltas en la legislación aplicable, porque en la materia administrativa como en la penal rige el principio de la legalidad, según el cual sólo cabe castigar un hecho cuando esté concretamente definido el sancionador y tenga a la vez marcada la penalidad.

La sentencia, igualmente preconstitucional, de 14 de febrero de 1977 (Ar. 765; Martín), afirma el principio de la legalidad con buen acopio de argumentos tomados de la legislación franquista y anula, en consecuencia, el Derecho impugnado por falta de cobertura legal:

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en este punto falta la autorización legal y por ello el precepto examinado infringe el principio de legalidad y en concreto lo dispuesto en el artículo 41 de la Ley Orgánica del Estado y 23, 27 y 28 de la Ley de Régimen Jurídico de la Administración del Estado.

Y, finalmente para no abusar de las citas, la de 17 de octubre de 1978 (Ar. 3344; Botella) advierte que la circunstancia de que una posibilidad para la Administración de fijar cuantías de multas sin límite superior legalmente preestablecido [...] implicaría claro quebranto del artículo 27 de la Ley de Régimen Jurídico de la Administración de) Estado y de garantías fundamentales, como es el caso de) artículo 19 del Fuero de los Españoles.

Lo que ha sucedido luego, sin embargo y un tanto sorprendentemente, es que el Tribunal Constitucional está ignorando hoy las realizaciones del Tribunal Supremo en este punto, de tal manera que en la actualidad parte del supuesto de que con anterioridad a la Constitución no existía el principio de reserva legal en materia sancionadora. Olvido tanto más sorprendente cuanto que la doctrina lo ha estado recordando hasta las mismas vísperas de la Constitución, como puede comprobarse en LAVILLA (1977,492), quien argumenta así: «Si en nuestro Ordenamiento coexisten el artículo 27 LRJAE, que prohibe establecer penas por disposiciones reglamentarias, y el 603 del Código Penal, que prohibe que las penas establecidas por disposiciones reglamentarias rebasen determinados límites, es claro que no puede aceptarse que sea el mismo concepto de penas el que configure el ámbito de aplicación de uno y otro precepto. La conclusión lógica subsiguiente es que las penas a que se refiere el artículo 603 del Código Penal son precisamente las sanciones administrativas, y no pueden ser otras por dos razones fundamentales: porque por disposición reglamentaria no pueden establecerse, en ningún caso, penas en sentido estricto, y porque el artículo 603, en su literalidad, establece el límite respecto de las penas aun cuando hayan de imponerse en virtud de atribuciones administrativas». Esta postura, aparentemente extraña, del Tribunal Constitucional puede explicarse —salvando la ignorancia— por dos tipos de razones: En primer lugar porque gracias a esta piadosa ficción puede salvarse la validez de las normas sancionadoras preconstitucionales que, de atenerse a la jurisprudencia ortodoxa del Tribunal Constitucional, deberían ser inexorablemente anuladas. Así se proclama en la sentencia 42/1987, de 7 de abril: No es posible exigir la reserva de ley de manera retroactiva para anular disposiciones reguladoras de materias y de situaciones respecto de las cuales tal reserva no existia de acuerdo con el Derecho anterior a la Constitución y, más específicamente, por lo que se refiere a matenas sancionadoras, el principio de legalidad que se traduce en la reserva absoluta de ley no incide en disposiciones o actos nacidos al mundo del Derecho con anterioridad al momento en que la Constitución fue promulgada (sentencias de este Tribunal de 8 de abril de 1981 y 7 de mayo de 1981).

Y, en segundo lugar y no con menor fuerza, porque el Tribunal Supremo sólo muy tardíamente ha afirmado con rotundidad la doctrina que más arriba se ha expuesto. La verdad es que durante muchos años su postura ha sido vacilante y contradictoria, de tal manera que también podría hacerse una larguísima lista de sentencias que declaran exactamente lo contrario a lo que más arriba se ha expuesto. (Y por ello, quizas, ALONSO C O L O M E R se limita con toda prudencia en 1 9 7 1 a hablar de una tendencia «hacia una limitación»). . . . . En esta línea doctrinal, el Tribunal Supremo se limita a aplicar el principio de legalidad del Derecho Administrativo que, según sabemos, se refiere exclusivamente

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a la jerarquía de normas y no a la reserva legal en el sentido penal, es decir, rechaza la interpretación extensiva del citado artículo 27, aunque haya (según acaba de verse) sentencias testimoniales en contra, y sólo conforme pasa el tiempo se va imponiendo la postura de la exigencia de la legalidad en el sentido penal (de reserva legal y tipicidad), generalizándose así una postura inicialmente excepcional. Lo que sucede es que el Tribunal Supremo, considerándose preso por una jurisprudencia mayoritaria anterior, tiene que inventarse un mecanismo para justificar su cambio de criterio en los supuestos en los que ya se había pronunciado en sentido contrario. Esto lo vemos muy claramente en el caso del Reglamento del Espectáculo taurino, cuya legalidad (y la de las sanciones a su amparo impuestas) había venido declarándose desde siempre por el Tribunal Supremo, como por ejemplo en las sentencias de junio y julio de 1966 inmediatamente antes citadas. Pues bien, cuando en ja década de los setenta se vuelve a plantear la misma cuestión, ya no se atreve el Tribunal a reiterar su doctrina de que no era necesaria la cobertura legal, pero tampoco se decide a anular las sanciones impuestas rompiendo una tradición de muchos años. En su consecuencia acude a una solución intermedia, dogmáticamente débil pero de reconocida eficacia pragmática: se afirma teóricamente el principio de la reserva legal (apartándose así de las sentencias anteriores), pero a continuación se busca tal cobertura para el caso concreto, que termina encontrándose en alguna ley insospechada, ordinariamente en la de Orden Público; con lo cual se confirma en el fallo la línea jurisprudencial tradicional. Así procede concretamente la Sentencia de 1 7 de junio de 1 9 7 5 (Ar. 2 3 5 8 ; Algara Saiz), en la que, para confirmar las sanciones taurinas impuestas, se rechaza la invocación del artículo 27 de la Ley de Régimen Jurídico de la Administración del Estado para anular el Reglamento del espectáculo taurino de 15 de marzo de 1962; pero ahora, no ya porque niegue el principio de legalidad, sino por considerar que ésta se cumple por la cobertura legal que ofrece la Ley de Orden Público. Extensión desmesurada de tal cobertura que la mejor doctrina criticó de manera inmediata ( B E R M E J O , 1 9 7 5 ) recogiendo las duras observaciones anteriores de Lorenzo M A R T Í N - R E T O R T I L L O , quien desde hacía tiempo venía hablando de la intencionada «trivialización» con la que se manejaba el Orden Público para supuestos que nada tenían que ver con su Ley Reguladora. Y es que no hay que olvidar que, con carácter general, tendía la jurisprudencia a afirmar cómoda y acríticamente que «la potestad gubernativa de alcance sancionatorio se encuentra [...] en la Ley de Orden Público». He aquí, pues, que el artículo 27 de la Ley de 1957 ha supuesto para el Derecho Administrativo Sancionador un hito no menos importante que el artículo 25 de la Constitución de 1978. Pero conste que en uno y otro caso la trascendencia real de los preceptos ha sido consecuencia, más que de su letra o de las intenciones del legislador, de la interpretación voluntarista que de ellos se ha hecho. Tal como acaba de contarse, la Jurisprudencia progresista vio en la reserva legal — establecida en el artículo 27 únicamente para las «penas»— una excelente oportunidad para extenderla a las sanciones administrativas. Ampliación que se encontraba, sin embargo, cerrada por la rotunda declaración del artículo 26.3 del Código Penal: «No se reputarán penas las multas y demás correcciones que, en uso de atribuciones gubernativas o disciplinarias, impongan los superiores a sus subordinados o administrados». Ahora bien, si este obstáculo parecía ciertamente imposible de derribar, resultaba al menos superable mediante el hábil rodeo dialéctico consistente en la afirmación dogmática de la identidad de penas y sanciones administrativas. Ni que decir tiene que buena parte de la Jurisprudencia se negó a embarcarse en esta aventura sutil; pero también sabemos que en otras sentencias no vaciló el Tribunal Supremo, de tal manera que, a través del indicado arbitrio identificador, logró subsumir las sanciones administrativas en el término

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legal de «penas» y establecer con ello el principio de legalidad—o, si se quiere, la reserva legal— en el Derecho Administrativo Sancionador, que era lo que pretendía. Así fue, en realidad, como se revitalizó en España la vieja cuestión, un tanto rancia, de la identidad o diferencia ontológica entre penas y sanciones y entre delitos e infracciones que, como se ve y a despecho de su apariencia teórica, tenía en este contexto un interés práctico muy concreto. 3.

CONCLUSIONES

Si en estos momentos se atreviera un autor a negar que la Constitución reconoce y consagra el principio de legalidad de las sanciones administrativas, seria tachado de heterodoxo y aun de ignorante y, declarado convicto y confeso de animadversión al Estado de Derecho, sería irremisiblemente expulsado a las tinieblas que flotan en el exterior de la comunidad científica democrática. No seré yo, por tanto, quien deslice una negación de este género al estilo de P A L I E R O - T R A V I ( 1 9 8 8 , 1 3 5 ss.), quienes contra viento y marea siguen sosteniendo en Italia la autonomía del Derecho Administrativo Sancionador frente al Derecho Penal, con la consecuencia, entre otras, de rechazar la generalizada tesis de que el artículo 25 de la Constitución italiana haya declarado el principio de la legalidad de las infracciones administrativas. En su opinión —y conforme se ha indicado ya más atrás—, el principio de legalidad sólo rige para las sanciones específicas que aparecen de forma expresa en otros artículos de la Constitución: como en el 23 para las prestaciones personales o patrimoniales y en el 97 para las sanciones no pecuniarias de carácter ablativo. Tesis que en su país tiene suma importancia política, dado que en el supuesto de que el principio fuera de veras constitucional y general —por el artículo 25— habían de quedar excluidas las regiones del ejercicio normativo de tal potestad. No es el caso, en España, de hacer este tipo de declaraciones transcendentales, pero sí importa realizar, al menos, determinadas precisiones que comienzan por una observación tan elemental que nadie se atreverá a discutir, a saber: que el articulo 25 de nuestra Constitución no reconoce en modo alguno el principio de la legalidad en su sentido amplio y propio, sino únicamente el de ciertos corolarios del mismo. A partir de aquí pueden adoptarse diferentes posturas hermenéuticas: o bien que la aceptación de un corolario implica la existencia del principio del que se deduce, o bien que, a sensu contrario, el reconocimiento de uno implica la exclusión de los demás. Pero lo que de todas maneras parece seguro es que el contenido del principio de la legalidad que quiera construirse doctrinal o jurisprudencialmente para el Derecho Administrativo Sancionador no puede coincidir con los correspondientes al Derecho Penal y al Derecho Administrativo. Lo que acaba de decirse explica la polémica levantada entre nosotros a propósito de la vigencia del principio en el Derecho Administrativo Sancionador, así como la inseguridad de las formulaciones utilizadas por los distintos autores. Polémica e incertidumbre que son consecuencia casi inevitable de la ambigüedad de origen y que, por ello, sólo pueden disiparse cuando el análisis se centra en el principio de legalidad propio del Derecho Administrativo Sancionador, dejando a un lado tanto su expresión genérica (que por su enorme amplitud ha perdido precisión) como sus otras manifestaciones específicas, cada una de ellas con características distintas Ni que decir tiene, desde luego, que el principio de legalidad específico que aquí interesa tiene mucho en común con la figura genérica; pero en estos momentos importa más subrayar lo peculiar que lo común. Y en todo caso el punto de referencia más útil ha de ser el principio de la legalidad penal, distinto ciertamente al nuestro, pero sobre el que ha influí-

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do sensiblemente tanto en la práctica como en la elaboración dogmática y, sobre todo, por la circunstancia de que con ambos puede formarse un cierto principio de legalidad sancionadora perfectamente admisible a la sombra del artículo 25 de la Constitución. Así las cosas, la LPAC ha colocado al principio de la legalidad en el pórtico mismo de su regulación, titulando con este nombre el artículo 127, primero del capítulo, en el que se declara que la potestad sancionadora «se ejercerá cuando haya sido expresamente atribuida por una norma con rango de Ley». De acuerdo con esto, el principio de legalidad aparece nítidamente separado del de tipicidad (al que se dedica el art. 129) y su contenido es simplemente la «atribución del ejercicio de la potestad». Es decir, que, desde la perspectiva del artículo 127, el principio se cumple —tal como literalmente dice— cuando se ha realizado por Ley tal atribución; y, además, se excluye inequívocamente la posibilidad de la atribución implícita (del ejercicio) de la potestad. No creo, sin embargo, que esta interpretación rigurosa sea viable. La LPAC apunta formulaciones radicales (que parecen extraídas de algún manual dogmático), que luego no pueden ser aplicadas en la realidad y que, por otra parte, resultan ininteligibles por sí mismas, ya que, al no formar un sistema coherente, chocan enseguida con otros preceptos. La letra del artículo 127.1 no puede ser más clara, como acabamos de ver; pero la intención de la legalidad atributiva se desvanece por completo cuando la contrastamos con el epígrafe XIV de la Exposición de Motivos, donde se le describe como la «ratio democrática en virtud del cual es el poder legislativo el que debe fijar los límites de la actividad sancionadora de la Administración». La frase es interesante desde el punto de vista retórico, aunque su análisis nos deje perplejos. Fijar los límites es, con toda evidencia, determinar una línea de actividad que no es lícito desbordar. Una técnica normativa que no sigue prácticamente nunca nuestro legislador sectorial. Con lo cual nos encontramos en una situación verdaderamente anómala, en la que dos funciones atribuidas al principio de legalidad resultan inoperantes: a) La función atributiva de facultad de ejercicio de potestad sólo se ha utilizado muy escasamente, de tal manera que, de interpretarse esta condición con rigor, se quedaría una parte sustancial de las Administraciones Públicas sin poder ejercer la potestad sancionadora. b) Y la función de establecimiento de límites, al olvidar lo más importante, o sea, la regulación de su contenido positivo, convierte al principio de la legalidad en un elemento ornamental del sistema. En definitiva, tengo que volver a insistir en que el Derecho Administrativo Sancionador está ahora peor que antes, puesto que se obliga al intérprete no ya a suplir los silencios de la Ley, sino a intentar mantener un sistema coherente que la Jurisprudencia ya había ido elaborando trabajosamente y que la nueva Ley parece destruir con absoluta frivolidad. III.

CONTENIDO

El principio de legalidad admite una descripción esquemática elemental, tal como aparece en repetidas sentencias del Tribunal Constitucional, en cuanto que —según se ha enunciado ya— «implica, al menos, la existencia de una ley (lex scriptá), que la ley sea anterior (lex previa) y que la ley describa un supuesto de hecho determinado (lex certa)» (STC 127/1990, de 5 de julio). Caracteres atribuidos inicialmente a la

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legalidad penal, pero que son extendibles, sin duda, a la legalidad sancionadora en general. Sobre todo esto se habla porraenorizadamente a lo largo del libro, aunque en este momento interesa concentrarse de modo singular en algunos aspectos de su contenido. Detalles que, en cualquier caso, no nos autorizan a olvidar funcionalidad del principio, tal como acertadamente aparece formulada en las SSTC 42/1987 y 3/1988, de 7 de abril y 21 de enero: «La potestad sancionadora de la Administración encuentra en el articulo 25.1 de la Constitución el límite consistente en el principio de la legalidad, que determina la necesaria cobertura de la potestad sancionadora en una norma de rango legal, como consecuencia del carácter excepcional que los poderes sancionatorios en manos de la Administración presentan». 1.

LA DOBLE G A R A N T Í A

El Tribunal Constitucional, después de varios tanteos, ha acertado con una formulación canonizada del principio de legalidad —reproducida literalmente en muchas sentencias y recibida también por el Tribunal Supremo— que no se limita ya a la descripción de sus caracteres externos —como la que acaba de enunciarse—, sino que pasa del plano de lo formal al de su contenido: Dicho principio comprende una doble garantía: la primera, de orden material y alcance absoluto, tanto referida al ámbito estrictamente penal como al de las sanciones administrativas, refleja la especial transcendencia del principio de seguridad jurídica en dichos campos limitativos y supone la imperiosa necesidad de predeterminación normativa de las conductas infractoras y de las sanciones correspondientes, es decir, la existencia de preceptos jurídicos (lex pre\'ia) que permitan predecir con suficiente grado de certeza (lex certa) aquellas conductas y se sepa a qué atenerse en cuanto a la aneja responsabilidad y a la eventual sanción; la segunda, de carácter formal, relativa a la exigencia y existencia de una norma de adecuado rango y que este Tribunal ha identificado como ley en sentido formal (STC 61/1990, de 29 de marzo).

Dos garantías que en el lenguaje jurídico tradicional siempre se han denominado de reserva legal y de tipicidad y que, como tales, serán estudiadas con detalle más adelante en capítulos separados. Esta distinción de vertientes es correcta y, desde luego, muy útil para el análisis. Lo que no obsta a que su extremada sutileza le haga con harta frecuencia quebradiza y la Jurisprudencia resbale de uno a otro campo sin demasiada precisión. Porque, en el fondo, reserva legal y mandato de tipicidad son cuestiones inescindibles. Para comprobarlo basta leer los abundantes ejemplos de tales «deslizamientos» de planteamiento que aparecen deliberadamente destacados en trabajos como el de L O P E Z CÁRCAMO (1991) y que pueden ejemplificarse en las palabras de la STS de 5 de julio de 1985 (Ar. 3607; Reyes), conforme a la cual la reserva de ley «lo que indudablemente persigue es que preexista al hecho material de la infracción e imposición de sanciones, la tipificación de aquéllas y el señalamiento de éstas, en garantía de quien, a la vista de estas prohibiciones y de sus consecuencias, conscientemente se determine a acomodar o no su conducta a lo que esa legislación prevé». En definitiva, aquí reserva legal y tipificación son la misma cuestión. El Tribunal Supremo, percatándose de esas dificultades, ha procurado establecer en otros lugares con carácter general una diferenciación precisa de ambas figuras, aunque sea a riesgo de separar la tipicidad del bloque de la legalidad, como en su sentencia de 20 de diciembre de 1989 (AI. 9640; Conde Martín) con palabras reiteradas luego en otras muchas:

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DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR Los conceptos de legalidad y de tipicidad no se identifican, sino que el segundo tiene un propio contenido, como modo especial de realización del primero. La legalidad se cumple con la previsión de las infracciones y sanciones en la ley, pero para la tipicidad se requiere algo más, que es la precisa definición de la conducta que la ley considere pueda imponerse, siendo en definitiva medio de garantizar el principio constitucional de la seguridad jurídica y de hacer realidad junto a la exigencia de una lex previa, la de una lex certa,

Por lo que se refiere a las relaciones entre principio de legalidad y reserva legal, en el panorama doctrinal hay opiniones para todos los gustos, que van desde su separación nítida a su identificación más absoluta. Buen ejemplo de esta última tendencia es Javier P É R E Z R O Y O (La reserva de ley, 1 9 7 0 , 2 - 3 ) , donde se afirma que entre ambos conceptos «no existe diferencia alguna» ya que «jamás la reserva de ley ha sido más que el principio de legalidad o viceversa». Para G A R R O R E N A ( 1 9 8 0 , 72) la identificación es también clara y el uso predominante de una fórmula o de otra depende del contexto político o sistema constitucional básico en que operen: «En un esquema dualista, donde la ley queda materialmente referida a unos contenidos determinados, ése es a su vez el espacio donde puede hablarse de principio de legalidad; pero es comprensible que dicha situación se exprese mejor en términos de acotamiento material, es decir, de reserva. Por contra, en un sistema estrictamente parlamentario, construido por referencia a la posición vertebral del Parlamento, la condición expansiva, indefinida, que adquiere el espacio reservado a la ley, viene a quedar mejor expresada en términos de primariedad e imperio o, lo que es lo mismo, de principio de legalidad; en este sentido dice Fois que en una democracia parlamentaria el principio de legalidad absorbe a la reserva, del mismo modo y por idéntica razón que en un sistema dual podría sustentarse la afirmación contraria». A la vista de lo que antecede es comprensible el desconcierto del lector, que en estas pocas páginas va de sorpresa en sorpresa: primero, la de que el principio de legalidad —publicitado como la gran conquista del Estado de Derecho— estaba ya afirmado en el Derecho franquista; y ahora resulta que tal principio —igualmente publicitado como pilar fundamental del Derecho Administrativo Sancionador y que ha sido objeto de docenas de monografías y de miles (sic) de sentencias se revela como un concepto oscuro, difuso, tan carente de rangos identificatorios que autores muy solventes no saben qué hacer con ni como separarle de otros, igualmente magnificados como son los de reserva legal y de tipificación. No es de extrañar, por tanto, el escepticismo doctrinal y, sobre todo, las vacilaciones jurisprudenciales. Si la clave de bóveda de todo el sistema se derrumba (o, al menos y en todo caso, presenta fisuras de tal magnitud) ¿qué garantía puede ofrecer a los juristas un sistema tan frágil? Más aún ¿qué fiabilidad puede darse a la pretendida estrella polar de los derechos de los ciudadanos y de la práctica forense? En un trance tan difícil mi posición propia intenta salir del conflicto superando esta dialéctica de identidad-alienidad: se trata, desde luego, de conceptos distintos, pero la reserva de ley (como la tipicidad) forma parte de la legalidad en cuanto que es corolario de ella. 2.

D I E Z PROPOSICIONES SOBRE E L PRINCIPIO D E LEGALIDAD E N E L D E R E C H O ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

Por lo que a mi opinión se refiere, puede resumirse en las siguientes proposiciones:

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Primera. El artículo 25.1 de la Constitución sólo contiene, literalmente, una norma concreta: la de la irretroactividad de las normas sancionadoras favorables. Segunda. Teniendo en cuenta el trasfondo cultural, político y jurídico de la Constitución, puede afirmarse también que en ese precepto, aparentemente tan modesto, se ha positivizado el principio general de la legalidad del Derecho punitivo del Estado y, por ende, del Derecho Administrativo Sancionador. Tercera. El alcance y contenido concretos de este principio general —y cabalmente por ser principio, y no norma— no debe buscarse, puesto que no puede encontrarse, en el articulado de la Constitución. El artículo 25 no ha pretendido regular el principio de legalidad en el Derecho Administrativo Sancionador, sino que se limita, a todo lo más, a reconocerlo y asumirlo, proclamando su existencia, por remisión, en los términos en que aparezca en cada momento histórico en el Ordenamiento Jurídico. Cuarta. Como consecuencia de esta remisión, corresponde a la doctrina y a la Jurisprudencia, a la vista de los datos del Derecho positivo y de la conciencia jurídica popular y científica, determinar su contenido concreto en el momento actual. Quinta. Para lograr este objetivo no basta referirse al principio de legalidad en abstracto, ya que el concreto principio de la legalidad en el Derecho Administrativo Sancionador tiene un contenido específico. Sexta. El primer elemento que en el principio se integra es el de la irretroactividad de las normas sancionadoras desfavorables, constitucionalmente positivizado. Séptima. El mandato de reserva tampoco está constitucional izado literalmente, pero así puede entenderse —y de hecho así se ha entendido— por la Jurisprudencia y por la doctrina. Octava. El mandato de la tipificación también puede, sin excesivas dificultades, considerarse integrado en el mismo principio. Novena. La prohibición de bis in idem en modo alguno se encuentra constitucionalmente positivizada. No obstante, se le ha incluido también en el principio, y así está confirmado por los datos apuntados en la legislación y la Jurisprudencia. Décima. En definitiva, el contenido del principio de legalidad en el Derecho Administrativo Sancionador está formado por los siguientes elementos: los mandatos de reserva legal, de tipificación y las prohibiciones de bis in idem y de irretroactividad de las normas sancionadoras desfavorables. Todo esto es lo que constituye lo que podría denominarse su núcleo duro, en cuanto que se trata de elementos esenciales e indiscutidos. Ahora bien, teniendo en cuenta que un principio jurídico posee por definición unos límites imprecisos y flexibles, pueden también ser imputados al que nos ocupa otros elementos (que podrían considerarse periféricos en cuanto que menos importantes, no tan indiscutidos o en vías de consolidación), como pueden ser la prohibición de la analogía in peius o la proporcionalidad de las sanciones. De todo lo dicho, la sistematización conceptual más difícil es la que resulta del principio de legalidad, el mandato de reserva legal y de la interdicción del bis in idem, enlazados en una regulación triangular muy compleja. Para comprender todo esto basta, sin embargo, tener presente que el punto de referencia es el principio de la legalidad y que lo demás son normas concretas que integran su contenido. Vistas así las cosas, se trata —como ya se ha indicado— de factores inseparables y ñincionalmente han de operar siempre unidos. Lo cual no obsta, empero, a que analíticamente puedan ser examinados por separado (que es lo que se hace en este libro). En otras palabras: el principio de legalidad se cristaliza —formalmente— en normas con rango de ley y —materialmente— en contenidos concretos que se denominan tipos de infrac-

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ciones y sanciones. En definitiva, pues, la doble garantía de la que se hablaba al principio desde otra perspectiva. 3.

L o s D E R E C H O S SUBJETIVOS DERIVADOS

La legalidad es un principio normativo y, por ende, forma parte del Derecho objetivo. Pero, por otro lado y como sucede de ordinario, de este Derecho objetivo se deriva uno de índole subjetiva, que consiste en el derecho a exigir que sea respetada tal legalidad. Así lo reconoce la STC 77/1983, de 3 de octubre (a la que se remite luego la 3/1988, de 21 de enero): Existen unos limites de la potestad sancionadora de la Administración que de manera directa se encuentran contemplados en el artículo 25 de la Constitución y que dimanan del principio de la legalidad de las infracciones y de las sanciones. Estos límites, contemplados desde el punto de vista de los ciudadanos, se transforman en derechos subjetivos de ellos y consisten en no sufrir sanciones sino en los casos legalmente prevenidos y de autoridades que legalmente pueden imponerlas.

Más todavía: estos derechos subjetivos alcanzan nada menos que el rango de derecho fundamental y, por ende, protegido por el recurso de amparo, según declara la STC 8/1981, de 30 de marzo: «En virtud de este artículo 25.1 [...], cualquier ciudadano tiene el derecho fundamental, susceptible de ser protegido por el recurso de amparo constitucional, a no ser condenado por una acción u omisión tipificada y penada por ley que no esté vigente en el momento de producirse aquélla». El Tribunal Supremo, por su parte, apoyándose en la doctrina del Tribunal Constitucional ha insistido en la misma posición, como puede comprobarse, por todas, en la sentencia de 16 de junio de 1992 (Ar. 4627; Lecumberri): «En aplicación de la sentencia del Tribunal Constitucional 42/1987, de 7 de abril, que declara la existencia de un derecho fundamental configurado como tal en el artículo 25 de la Suprema Norma, y cuya transgresión consiste en la imposición de sanciones en virtud de normas administrativas sin fúndamentación en norma legal [...]». Junto a esta consecuencia procesal, parece que puede aparece otra —la de gozar del privilegio de que su regulación esté reservada a una Ley Orgánica— que examinaremos más adelante para dar una respuesta negativa, dado que, según observa S A N Z G A N D E S E G U I ( 1 9 8 4 , 9 5 ) y a SU planteamiento me remito, este derecho a la legalidad «termina cuando se impone una sanción cumpliendo los requisitos del artículo 25.1, sin que de su propia naturaleza pueda pensarse que el derecho a la legalidad tenga un contenido mayor, susceptible de regulación o desarrollo». Todo esto está muy bien, pero queda sin explicar por qué la jurisprudencia rechaza en otros ámbitos el derecho a exigir el respeto a la legalidad que, como es sabido, no se considera legitimador. Es comprensible, desde luego, que en el supuesto de la simple legalidad el derecho no tenga acceso al Tribunal Constitucional pero ¿por qué no puede hacerse valer ante los tribunales contencioso-administrativos? De la misma manera la STS de 4 de mayo de 1999 (3 .a, 3. a , Ar. 1996 de 2000) ha abierto una posibilidad inesperada al declarar que «el principio de legalidad que gobierna la actuación de las Administraciones Públicas impone la corrección de las infracciones administrativas que hayan podido cometerse». Decisión elogiable sin reservas pero ¿por qué se declara en este caso —y sólo en este caso— siendo así que la jurisprudencia se atiene de ordinario al principio de la oportunidad y no al de la obligatoriedad de la apertura de expedientes sancionadores y, en último extremo, a su sanción?

EL PRINCIPIO DE LEGALIDAD

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IV PECULIARIDADES DEL PRINCIPIO DE LEGALIDAD EN EL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR El principio de legalidad —tal como se ha repetido— es una figura jurídica ambigua y de contornos imprecisos, susceptible, además, de manifestaciones sensiblemente diversas dentro, claro es, de un mínimo denominador común. Ni que decir tiene que a nuestros efectos la manifestación que más importa es la propia del ámbito punitivo, perfectamente estudiada en el Derecho Penal y que, quizá por ello, es considerada de ordinario como el principio de la legalidad penal. Lo que se trata de determinar ahora es hasta qué punto este principio de la legalidad penal —que no es exactamente el de la legalidad punitiva estatal, pero que, a falta de otros elementos, le dota de contenido— resulta aplicable en el ámbito de las infracciones administrativas. A estas alturas ya sabemos (cfr. el epígrafe II del capítulo anterior) que la aplicación al Derecho Administrativo Sancionador de los principios inspiradores del Derecho Penal se ha de realizar con ciertas matizaciones. Pues bien, exactamente igual sucede —como es lógico y corolario de lo anterior— con el principio de legalidad (penal), que también exige una adaptación según advierte la STC 61/1990, de 29 de marzo: Siempre deberá ser aplicable en el campo sancionador [...] el cumplimiento de los requisitos constitucionales de legalidad formal y tipicidad, como garantía de la seguridad jurídica del ciudadano. Otra cosa es que esos requisitos permitan una adaptación —nunca supresión— a los casos e hipótesis de relaciones Administración-administrado y en concordancia con ¡a intensidad de la relación.

La sentencia del mismo Tribunal de 29 de marzo de 1990 se ha cuidado de enumerar una serie de supuestos en los que tal aplicación resulta susceptible de «minoración o de menor exigencia» (objeto más adelante de un examen detallado) y que son: a) Supuestos de normas sancionadoras preconstitucionales. no es posible exigir la reserva de ley de manera retroactiva para considerar nulas e inaplicables disposiciones reglamentarias respecto de las cuales esa exigencia formal no existía antes de la Constitución (STC 219/1989). b) Caso de remisión de la norma legal a normas reglamentarias, si en aquélla quedan suficientemente determinados los elementos esenciales de la conducta jurídica y naturaleza y límites de las sanciones a imponer (STC 3/1988): una cuestión que se examinará con detalle en el capítulo siguiente. c) Las situaciones llamadas de sujeción especial, aunque incluso dentro de dicho ámbito una sanción carente de toda base legal devendría lesiva del derecho fundamental que reconoce el artículo 25.1 de la Constitución (STC 219/1989). d) Las infracciones y sanciones leves y levísimas, puesto que es claro que en parvedad de materia no es lógico ni económico aplicar con rigor las reglas estrictas derivadas del principio de legalidad. La traspolación íntegra e inalterada de los fundamentos del principio de legalidad penal al Derecho Administrativo Sancionador no parece ofrecer, en cambio, dificultad alguna, puesto que como ha explicado A R R O Y O (1983, 12-16) operan en uno y otro ámbito con la misma fuerza. Así sucede concretamente con: A) El fundamento político democrático-representativo de la división de poderes. B) El fun-

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DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

damento político criminal, o sea, la coacción psicológica (FEUERBACH) o la actualmente llamada ( G I M B E R N A T , M U Ñ O Z C O N D E , C E R E Z O M I R ) motivación de la norma penal en cuanto que sólo una amenaza penal establecida por la ley con anterioridad al hecho es susceptible de paralizar los impulsos tendentes a su comisión. C) La función de la culpabilidad, o sea, que el reproche penal de la culpabilidad se asienta en la decisión consciente de realizar una conducta antijurídica tipificada; lo que significa que para verificar el reproche es presupuesto ineludible que la conducta haya sido tipificada previamente. D) Y, en fin, el fundamento de la certeza o seguridad jurídica. 1.

N O R M A S PRECONSTITUCIONALES

Páginas arriba ya ha habido ocasión de comprobar cómo el Tribunal Constitucional sólo exige con rigor el cumplimiento del principio de legalidad a partir de la Constitución, excepcionando de él las normas preconstitucionales. Postura que hace suya normalmente el Tribunal Supremo como se comprueba en su sentencia de 15 de febrero de 1988 (Ar. 1142; Barrio) entre otras muchas: «no cabe equiparar en tratamiento a las disposiciones preconstitucionales y posconstitucionales, ya que su aplicación a las anteriores supondría dejar sin sanción por motivos estrictamente temporales a conductas de todo punto reprochables contenidas en normas nacidas a la vida jurídica con pleno acatamiento a los procesos de elaboración en su momento vigentes». Y en el mismo sentido y con mayor detalle la de 29 de septiembre de 1988 (Ar. 7280; Martín): La doctrina jurisprudencial constitucional ha establecido —ss. de 8 de abril y 7 de mayo de 1981— la no posibilidad de exigir reserva de ley de manera retroactiva para anular disposiciones reguladoras de materias y de situaciones respecto de las cuales tal reserva no existia de acuerdo con el derecho anterior. V por lo que se refiere a las disposiciones sancionadoras, «el principio de legalidad que se traduce en la reserva absoluta de ley no incide en disposiciones o actos nacidos al mundo del Derecho con anterioridad al momento en que la Constitución fiie promulgada». Asimismo, se entiende no infringe la exigencia constitucional de la reserva de ley el supuesto de norma reglamentaria postconstitucional si se limita, sin innovar el sistema de infracciones y sanciones, a aplicar ese sistema preestablecido al objeto particularizado de su propia regulación material; esto es, reiteración de reglas sancionadoras establecidas en otras normas más generales, por aplicación a una materia singularizada incluida en el marco genérico de aquélla.

Esta doctrina del Tribunal Supremo ha sido reiterada por el Tribunal Constitucional en su sentencia 219/1991, de 25 de noviembre, en los siguientes términos: Este Tribunal ya ha tenido ocasión de pronunciarse sobre este punto en la STC 42/1987, donde se afirmaba que, «cualquiera que sea la validez y aplicabilidad de las normas preconstitucionales incompatibles con el principio de legalidad que garantiza el artículo 25.1 de la Constitución, es claro que, a partir de la entrada en vigor de la misma, toda remisión a la potestad reglamentaria para la definición de nuevas infracciones o la introducción de nuevas sanciones carece de virtualidad y eficacia. Si el reenvío al reglamento contenido en una norma legal sin contenido material no puede ya producir efectos, con mayor razón aún debe predicarse esta falta de eficacia respecto a la remisión de segundo grado establecida en una norma sin fuerza de ley [...]».

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Declarando luego que «distinto es el supuesto en que la norma reglamentaria posconstitucional se limita, sin innovar el sistema de infracciones y sanciones en vigor, a aplicar este sistema preestablecido al objeto particularizado de su propia regulación material No cabe entonces propiamente hablar de remisión normativa en favor de aquella disposición, puesto que la remisión implica la potestad conferida a la norma de reenvío de innovar, en alguna medida, el ordenamiento por parte de quien la utiliza». Doctrina ésta que ha sido recogida en resoluciones posteriores, tales como las SSTC 101/1988 y 29/1989, entre otras. Ahora bien, en ocasiones ha adoptado el Tribunal Supremo una postura propia. En efecto, si el Tribunal Constitucional considera válidos los reglamentos preconstitucionales sin cobertura legal, el Tribunal Supremo sostiene a veces la tesis contraria afirmando que se han convertido en nulos a partir de la Constitución, tal como argumenta minuciosa y coherentemente la sentencia de 6 de febrero de 1985 (Ar. 471; Martín Herrero): debe rechazarse el argumento del Ministerio Fiscal, según el cual nos hallamos ante unas normas preconstituciotiaies que por ¡o tanto no están afectadas por ¡as reservas de Ley que haya podido establecer posteriormente la Constitución, argumento que equivale a admitir dentro del Ordenamiento jurídico vigente normas contrarías a la Constitución, sea cual sea su fecha o rango, convivencia imposible y que, además, hace de peor condición a las dictadas después de entrar en vigor la Constitución, a la que tendrán que ajustarse en sus aspectos formal y material (rango y contenido), mientras que las anteriores podrían ignorar, por su contenido y por su forma, los preceptos de la Constitución; además de lo cual, si se admite que una Ley posterior puede derogar o incluso abrogar a otra anterior que regula de distinta forma una misma materia, con mayor motivo habrá que entender derogadas por la Disposición derogatoria de la Constitución todas aquellas disposiciones que regulen una materia de forma distinta 0 contraria a la regulación constitucional, lo que opera muy especialmente en materia tanto de reserva de ley como de reserva de un determinado rango de una ley cuando ésta afecte a los derechos fundamentales de la persona.

Tesis que, por lo demás, sustenta también un sector muy representativo de la doctrina, como es el caso de G A R C Í A DE E N T E R R Í A ( 1 9 9 0 , 2 8 7 ) , para quien el argumento del Tribunal Constitucional de la no exigencia de la reserva de ley de manera retroactiva sólo es aplicable para las normas que no afectan a los derechos fundamentales. Pero, dejando a un lado estos pronunciamientos esporádicos, aquí lo esencial es lo siguiente: se entiende comúnmente que lo que ha derogado la Constitución no es la regulación reglamentaria material anterior, sino la posibilidad de las cláusulas de delegación como expresamente advierte la STC 42/1987, de 7 de abril: «El artículo 25.1 determina la caducidad por derogación de la deslegalización que efectúa [la norma preconstitucional] de la regulación reglamentaria de las infracciones y sanciones a partir del momento en que adquiere vigencia el texto constitucional». Lo que arrastra las siguientes consecuencias: a) Siguen siendo válidos los reglamentos anteriores mientras no se dicte una nueva ley. b) Pero no pueden dictarse nuevos reglamentos (salvo los meramente complementarios), puesto que éstos ya no cuentan con cobertura legal. Las SSTS de 7 de marzo de 1989 (Ar. 1950; Trillo) y 9 de marzo de 1989 (Ar. 1957; Sánchez Andrade) resuelven dos casos análogos: sanciones impuestas al amparo del número 35 del artículo 81 del Reglamento de Espectáculos Públicos y Actividades Recreativas, que constituye sin lugar a dudas un desarrollo reglamentario de una habilitación legal de índole preconstitucional —concretamente del artículo 2.e) de la Ley de Orden Público de 30 de julio de 1959— y declaran que:

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DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR si bien puede aceptarse en principio la tipificación que se hace en el artículo 2.e) para el caso de los espectáculos públicos que produzcan desórdenes o violencias, sin embargo la habilitación no resulta suficientemente definidora para los llamados «ilegales», cuya ilegalidad, por otra parte, se establezca en una disposición de simple rango reglamentario, puesto que entonces vendría a admitirse una admisión para crear infracciones a dichas disposiciones reglamentarias, sin previa delimitación alguna contenida en la norma de rango legal, lo cual no es jurídicamente posible después de la entrada en vigor de la Constitución. Esta circunstancia es precisamente la que califica al precepto sancionador tenido en cuenta por la Administración, ya que el citado artículo establece una infracción carente de previa y suficiente configuración legal, por lo que procede declarar la nulidad del acto administrativo impugnado, en cuanto el mismo incide en vulneración del artículo 25.1 del texto constitucional.

La sentencia de 16 de marzo de 1992 (Ar. 1581; Hernando), en recurso extraordinaria de revisión, ha tenido la oportunidad de abordar casi todas las cuestiones que acaban de ser apuntadas. De lo que se trataba, en definitiva, era de contrastar la doctrina dominante con aquella otra minoritaria (también anotada), conforme a la cual —en el caso de autos representada por la sentencia de 8 de febrero de 1988 (Ar. 1269)— la no retroactividad del principio de legalidad respecto de normas sancionadoras preconstitucionales «no obsta a que los actos producidos, vigente la Constitución, demanden la exigida reserva legal». Planteada así la controversia, el Tribunal confirma la doctrina sentada dominante, declarando que «la aplicación en materia sancionadora de los Reglamentos anteriores a la Constitución no pierden su vigencia por aplicación de ésta», y la única «matización» que admite esta regla es la de que «¡as habilitaciones ilimitadas a ¡a potestad reglamentaria y las deslegalizaciones realizadas por leyes preconstitucionales, no pueden servir de soporte legal suficiente para regular, con fundamento en ellas, situaciones con posterioridad a la entrada en vigor de la Constitución, pues aquéllas deben entenderse caducadas por derogación desde la entrada en vigor de éstas, al resultar incompatibles con el artículo 25 de la Constitución, como ha sido establecido por la STC de 4 de mayo de 1990». La STS de 4 de febrero de 1991 (Ar. 1169; García Estartús) representa una línea jurisprudencial singularmente copiosa en la que se expone la doctrina de la validez de las normas preconstitucionales que no respeten la exigencia de reserva legal y se asimila este supuesto al de las normas posconstitucionales que se limitan a reproducir otras anteriores a la Constitución. En cuanto a lo primero, es la entrada en vigor de la Constitución la que determina la exigencia de regulación legal, ya que no es lícito, a partir de la Constitución, tipificar nuevas infracciones ni introducir nuevas sanciones o alterar el cuadro de las existentes por tina norma reglamentaría cuyo contenido no esté suficientemente predeterminado o delimitado por otra de rango legal.

Y en cuanto a lo segundo, después de transcribir literalmente la conocida doctrina del Tribunal Constitucional sobre la validez de los reglamentos que se limitan a reiterar otros anteriores, añade que no puede interpretarse la derogación de las normas preconstitucionales por la Constitución, o bien su inconstitucionalidad sobrevenida, cuando se refiere a aspectos no sustantivos de las normas, sino exclusivamente de su mecanismo de producción, y éste lo ha sido conforme a la legislación vigente en el momento en que fueron dictadas.

La sentencia del Tribunal Constitucional 177/1992, de 2 de noviembre se ha preocupado de confirmar la doctrina anterior, que resume en los siguientes términos:

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no es posible exigir la reserva de la Ley de manera retroactiva para anular o considerar nulas disposiciones reglamentarias reguladoras de materias y de situaciones respecto de las cuales tal reserva no existía y, en concreto, por lo que se refiere a las disposiciones sancionadoras, que el principio de legalidad que se traduce en la reserva absoluta de Ley no incide en disposiciones o actos nacidos al mundo del Derecho con anterioridad al momento en que la Constitución fue promulgada, aun cuando las habilitaciones ilimitadas a la potestad reglamentaria y las deslegalizaciones por Leyes preconstitucionales, incompatibles con el artículo 25.1 de la Constitución, deben entenderse caducadas por derogación desde la entrada en vigor de éste.

Por otro lado, las particulares argumentaciones del recurrente dan pie al Tribunal para abordar la cuestión de si la regla de la irretroactividad es independiente de la fecha de la infracción, por referirse exclusivamente a la fecha de la norma conflictiva, o si, por el contrario, las infracciones realizadas después de la Constitución ya no quedan cubiertas por la norma preconstitucional. A cuyo propósito la posición de la sentencia no puede ser más rotunda: la regla de la irretroactividad de la reserva de ley del artículo 25.1 es aplicable con independencia de que los hechos sancionados sean anteriores o posteriores a la Constitución. Y es asi porque no podría ser de otro modo, esto es, porque si este Tribunal admitiera que la irretroactividad de la reserva de ley sólo se da si el hecho sancionado es anterior a la entrada en vigor de la Constitución, dicha irretroactividad carecería en el fondo de significado, ya que las resoluciones sancionadoras dictadas en aplicación de las correspondientes normas reglamentarias anteriores a la Constitución —salvo en casos rarísimos— habrían alcanzado ya firmeza, y la regla de la irretroactividad no añadiría nada nuevo.

Fundamentándolo en último extremo así: Lo que el recurrente está haciendo es replantear solapadamente la cuestión ya resuelta por este Tribunal acerca de la validez de las normas preconstitucionales que no cumplen con las exigencias formales que se derivan del artículo 25.1. Dicha validez deriva de que la eficacia derogatoria de la Constitución no alcanza a las normas preconstitucionales que, pese a ser compatibles materialmente con ella, no se adecúan al rango normativo que la Constitución exige por razón de la materia, regla cuyo fundamento se encuentra en el principio de continuidad del ordenamiento jurídico que, a su vez, deriva del principio de seguridad jurídica expresamente consagrado en el artículo 9.3 de la Constitución. En cualquier caso, debe tenerse en cuenta que la pervivencia de normas reglamentarias sancionadoras preconstitucionales tiene como importante límite la imposibilidad de que en posterioridad a la Constitución se actualicen dichas normas por la misma vía reglamentaria, justo que ello no respetaría el sistema de producción de normas jurídicas impuesto ahora por la Constitución.

La STC 305/1992, de 25 de octubre, después de reproducir la doctrina que acaba de ser transcrita y que ya aparece consolidada en otras resoluciones, añade la siguiente precisión: Ciertamente el Reglamento [postconstitucional impugnado] reitera mandatos ya previstos en la regulación preconstitucional; pero tal lógica coherencia y continuidad normativa no puede suponer (sobre la base de que se reiteran disposiciones reglamentarias preconstitucionales sancionadoras ya existentes) que la Administración ostente potestades sancionadoras no amparadas por una cobertura suficiente de normas con rango legal, pues ello representaría convertir en buena medida en inoperante el principio de legalidad de la actividad sancionadora de la Administración contenido en el artículo 25 de la Constitución con sólo reproducir, a través del tiempo, las normas reglamentarías sancionadoras preconstitucionales, manteniéndose asi in aeternum, después de la Constitución, sanciones sin cobertura legal.

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2.

DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

R E L A C I O N E S DE SUJECIÓN ESPECIAL

Las relaciones de sujeción especial aparecen repetidamente a lo largo de este libro y, en particular, al hablar de las variedades materiales de la potestad sancionadora, así como en el momento de examinar el alcance de la aplicación de los principios del Derecho Penal al Derecho Administrativo Sancionador (donde hubo ocasión de comprobar que este ámbito de las relaciones especiales de sujeción no constituye en modo alguno un reducto inmune a aquéllos principios; y más tarde volveremos a encontrárnoslas en el capítulo noveno (VIII, 1) a propósito de la prohibición de doble sanción). Pues bien, las consideraciones que siguen pueden entenderse como una pormenorización de lo ya dicho en cuanto que igualmente se llega a la conclusión de que en este ámbito también opera el principio de legalidad (y sus corolarios, como también habrá ocasión de comprobar más adelante). Y más todavía: en este mismo epígrafe se comprobará la existencia de un proceso, lento pero inexorable, de reducción de tal ámbito, del que la Jurisprudencia va expulsando casuísticamente, supuesto tras supuesto, relaciones que tradicionalmente se venían considerando —ciertamente con la oposición de la doctrina más sensible— como de sujeción especial. A) Las relaciones de sujeción especial (también llamadas de supremacía especial) son una vieja creación del Derecho alemán imperial mediante las cuales se justificaba una fuerte intervención sobre determinados sujetos —sin respeto a sus deberes fundamentales ni al principio de la reserva legal— que resultaría intolerable para los ciudadanos que se encontraran en una relación de sujeción general. Este régimen, extremadamente cómodo para la organización administrativa y para la gestión de los servicios públicos, se mantuvo durante la época de Weimar, durante el nacionalsocialismo e incluso durante la vigencia de Ley Fundamental de Bonn. Las críticas doctrinales que con el tiempo se frieron acumulando —puesto que se consideraba que tal excepcionalidad era incompatible con un auténtico Estado constitucional de Derecho— cristalizaron, al fin, en la sentencia del Tribunal Constitucional Federal de 14 de marzo de 1972, en la que, por primera vez y sin ambajes, se declara que las relaciones de sujeción especial no escapan a las garantías de la reserva de ley, de respeto a los derechos fundamentales y de la protección de los Tribunales. A partir de entonces ésta es opinión absolutamente generalizada, aunque todavía no se hayan logrado establecer unos criterios convincentes y definitivos para el detalle de sus peculiaridades, tal como G A R C Í A M A C H O ha descrito recientemente ( 1 9 9 2 , 2 3 - 1 0 9 ) en un minucioso estudio que ha realizado sobre el Derecho alemán. En España —donde se tenía una vaga idea de la existencia de esta figura a través de los manuales traducidos y de alusiones de G A R R I D O F A L L A y G A R C Í A DE E N T E R R Í A — irrumpió avasalladoramente la doctrina alemana gracias a la publicación de un excelente artículo de G A L L E G O ANABITARTE en la Revista de Administración Pública, número 31, 1961, con el título de «Las relaciones especiales de sujeción y el principio de la legalidad de la Administración». Y aunque el autor español se mostraba asaz prudente, y hasta crítico, la fecha de su trabajo le obligó a presentar un estado de la cuestión predominantemente autoritario y hasta de corte preconstitucional (recuérdese que hasta 1972 no cambió la hoja del Tribunal Constitucional alemán). Sea como fuere, el hecho es que la doctrina y la jurisprudencia española acogieron, apenas sin reticencias, la variante más dura de la fórmula alemana y, lo mismo que había sucedido en aquel país, se han estado utilizando aquí las relaciones de sujeción especial para justificar regímenes exorbitantes, facilitados entre nosotros por la ausencia de Constitución. Y para mayor similitud de evoluciones, tampoco en España rectificó la Constitución de inmediato la situación anterior, puesto que las cosas han segui-

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do como estaban y únicamente en los últimos años se aprecian indicios vacilantes de un cambio jurisprudencial, provocado en parte por las insistentes críticas doctrinales. B) Por lo pronto, la Jurisprudencia admite sin vacilar la existencia de relaciones de sujeción especial, que la STC 66/1984, de 6 de junio, considera «cualitativamente diferenciadas», precisándose en la STS de 29 de marzo de 1988 (Ar. 7280; Martín) que «en ellas se expresa una capacidad administrativa de autoordenación que las distingue del ius puniendi del Estado». Esta postura no deja de ser sorprendente y tiene sus puntos de contradicción porque, si bien se mira, resulta que la dogmática española, después de haber hecho un esfuerzo considerable para unificar los delitos y las infracciones administrativas (y considerar esto como un gran triunfo del Estado de Derecho), a renglón seguido no tiene empacho en segregar un paquete dentro de las infracciones administrativas para excluirlo del régimen general de garantías del ius puniendi del Estado. Y, sobre esto, los Tribunales no han vacilado tampoco en considerar como relaciones especiales de sujeción las que se refieren a grupos verdaderamente sorprendentes de individuos. En las páginas 212 a 235 de su citado libro (1992) ha realizado GARCÍA M A C H O una detallada enumeración de lo que el Tribunal Supremo y el Constitucional incluyen en tal categoría, revelándose a tal propósito una «utilización expansiva del concepto», ya que junto a los grupos tradicionales de soldados, presos, estudiantes y funcionarios se han ido añadiendo otros tan inesperados como los taxistas, promotores de viviendas, cultivadores de vinos con denominación de origen, agentes de aduanas, profesionales libres, objetores de conciencia, personal de Banca y hasta espectadores de corridas de toros. El Tribunal Supremo ha considerado los servicios públicos como el ámbito natural de las relaciones de sujeción especial: un criterio tan efectivo como fácil de manejar, pero que termina desbordándose inevitablemente como ha podido comprobarse en los supuestos que acaban de ser enumerados. Como dice la sentencia de 28 de noviembre de 1989 (Ar. 8331; Bruguera), aparecen estas relaciones «cuando la Administración no actúa en el ámbito de su supremacía ni en uso de su potestad, sino en el ámbito de la organización de sus servicios públicos»; y, según la de 29 de diciembre de 1987 (Ar. 9855, Bruguera), cuando el Reglamento «no va dirigido a todos los ciudadanos en cuanto tales, sino solamente a los que intervienen de una u otra forma en la prestación de un servicio público». La sentencia de 7 de marzo de 1989 (Ar. 1950; Trillo) es, a este respecto, paradigmática, puesto que en ella se expresan las dos tendencias opuestas. Por un lado, la de la Sala de instancia, que «afirma que ello supone que este criterio [de las relaciones de sujeción especial] debe aplicarse siempre que la Administración regule materias que son propias de los servicios públicos que debe prestar o cuya ordenación le está atribuida por la propia organización social», señalando a continuación que «la fijación del horario de los establecimientos públicos destinados al esparcimiento es una materia reservada a la propia Administración y sustraída a la voluntad de los particulares, pues no se trata de reglamentar comportamientos exclusivamente privados, sino que intervienen en grandes dosis principios de orden público, de tranquilidad, seguridad, salubridad o moralidad ciudadana». Tesis de la que se aparta enérgicamente el Tribunal Supremo: No podemos aceptar este planteamiento, porque a través del mismo se desvirtúa la distinción básica entre las relaciones de supremacía general y las de supremacía especial, ya que en otro caso vendría prácticamente a admitirse que todo lo que justifique una intervención administrativa por una finalidad de interés público seria deducible a un caso de supremacía

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DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR especial, haciendo asi desaparecer la razón de la diferencia de régimen en cuanto a la aplicación del principio de legalidad, admitida por el Tribunal Constitucional, el cual se basa para su admisión en la citada distinción clásica, que remite las relaciones de supremacía especial a las que se derivan de la capacidad administrativa de las correspondientes al iuspuniendi genérico del Estado.

C) La trascendencia que tiene la «diferencia cualitativa» entre los dos tipos de relaciones es enorme. En su virtud, y en contraste con lo que sucede con el régimen sancionador de las infracciones en las relaciones de sujeción general, en las de sujeción especial «no pueden transportarse en bloque y sin matizaciones los principios del Derecho Penal» (STS de 28 de noviembre de 1989; Ar. 8331; Bruguera); y, por lo mismo, «la referencia a la legislación vigente en el artículo 25.1 tiene un alcance diferente» (STC 2/1987,21 de enero). En palabras de la STS de 11 de diciembre de 2000 (3.a, 7.a, Ar. 1331), «la reserva de ley que se deriva del artículo 25.1 de la Constitución no tiene en el seno de las relaciones de sujeción especial el mismo alcance que respecto a la potestad sancionadora general de la Administración, en cuanto que en las relaciones de sujeción especial la potestad sancionadora no es la expresión del ius puniendi del Estado sino manifestación de la capacidad propia de la autoordenación correspondiente». a) La primera víctima de esta doctrina fue, como puede imaginarse, el principio de legalidad, que ciertamente no se suprimió, pero cuyo alcance se relajó de manera sensible. En palabras de la citada STC de 21 de enero de 1987, claro está que también en estas relaciones de sujeción especial sigue siendo aplicable el articulo 25.1 y, objetivamente, el principio de la legalidad del artículo 9.3. Pero en este caso no puede tener el mismo alcance que en la potestad sancionadora general de la Administración ni mucho menos que en respecto de las sanciones penales.

b) Doctrina que arrastra lógicamente el deterioro de sus corolarios y complementos, empezando por la reserva legal que, en términos de la misma sentencia, «pierde parte de su fundamentación material». La postura del Tribunal Constitucional suele ser calificada a este respecto, y con razón, de ambigua, pues pretende marginar y, al tiempo, respetar el principio de legalidad y sus corolarios. De aquí que una y otra vez aparezca en sus sentencias (cfr. las 2/1987, de 21 de enero; 219/1989, de 21 de diciembre, y 83/1990, de 4 de mayo, entre otras) la fórmula cautelar estereotipada de que «una sanción carente de toda base normativa legal devendría, incluso en estas relaciones, no sólo conculcadora del principio objetivo de legalidad sino lesiva del derecho fundamental considerado», con la cual pretende atemperar los excesos de una supresión radical del principio. Todas estas cautelas son, desde luego, excelentes, aunque se trata de meras declaraciones verbales, dado que, a la hora de la verdad, los Tribunales consideran suficiente la cobertura tipificadora del Reglamento, que suelen escapar por este portillo del reproche de ilegalidad y, sobre todo, del de inconstitucionalidad por infracción del artículo 25.1. En este panorama jurisprudencial brilla con luz propia la importante STC 132/2001, de 8 de junio, en la que, después de reiterar que la distinción entre relación de sujeción general y especial es «en sí misma imprecisa», añade una observación capital, saber, que esta última categoría «no es una norma constitucional sino la descripción de ciertas situaciones y relaciones administrativas donde la Constitución, o la ley de acuerdo con la Constitución, han modulado los derechos constitucionales de los ciudadanos. Y entre los derechos modulados de una relación administrativa espe-

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cial se encuentra el derecho a la legalidad sancionadora». Aunque a renglón seguido advierte que por mucha que sea tal modulación «una sanción carente de normativa legal resultaría contraria al derecho fundamental que reconoce el artículo 25 de la Constitución». Ésta es, por así decirlo, la vertiente negativa garantizadora del principio de legalidad (sin norma previa es constitucionalmente inadmisible una sanción), a la que hay que añadir la vertiente positiva de esta función de garantía, que puede formularse en los siguientes términos: aun tratándose de relaciones especiales de sujeción siempre se aplicarán, siquiera sea de forma más o menos relajada, los principios constitucionales y legales que protegen al presunto infractor. Más todavía, en algunos supuestos excepcionales la existencia de una relación especial no implica un mínimo de protección sino más bien un plus. Conclusión aparentemente sorprendente que el Tribunal Constitucional está aplicando tajantemente en las sanciones impuestas a los internos penitenciarios, como declara, entre otras muchas, la STC 175/2000, de 26 de junio; de tal manera que esta relación de sujeción especial no puede implicar que, en los términos de la doctrina del TEDH (Campbell y Fall, de 28 de junio de 1984) la justicia se detenga en las puertas de las prisiones. (Por tanto) las garantías (a excepción de las constitucionalmente restringidas) han de aplicarse con especial rigor, al considerar que la sanción supone una limitación a la ya restringida libertad inherente al contenido de una pena.

D) La postura de nuestra Jurisprudencia está montada sobre una relación dialéctica circular: la ambigüedad de los planteamientos teóricos conduce a la relajación de las decisiones de la misma manera que ésta pretende justificarse en aquélla. La primera tarea que hay que realizar consiste, por tanto, en romper este círculo auténticamente vicioso. Lo que no significa, ni mucho menos, prescindir de las relaciones de sujeción especial ya que se trata de una figura dogmáticamente impecable, técnicamente útil y que, además, se encuentra recogida en la propia Constitución. Concretamente, en el artículo 25.2 se alude al status especial de los presos, en los 28.1 y 103.3 al de los funcionarios, Fuerzas Armadas y cuerpos de seguridad, en el 30, a los soldados y objetores de conciencia y en los 127 y 159.4 a los Jueces y Magistrados del Tribunal Constitucional. Aceptando entonces este reconocimiento constitucional expreso, las relaciones especiales de sujeción suelen referirse actualmente a aquellas personas que viven en un contacto permanente o cuasipermanente con establecimientos administrativos (presos, soldados, estudiantes), de tal manera que sin una reglamentación especial y sin unos poderes también especiales de la Administración, la convivencia y la gestión del servicio público serian difíciles. Partiendo de aquí —y tomando la Constitución como último criterio para solucionar estas cuestiones—, la doctrina mayoritaria entiende que hay que revisar hasta sus mismos cimientos el planteamiento tradicional y que, en definitiva, después de la Constitución (en palabras de G A R C Í A M A C H O , 1 9 9 2 , 1 7 9 ) , «los derechos fundamentales y la reserva de ley tienen plena validez en el ámbito de las relaciones de especial sujeción a no ser que la Constitución expresamente establezca limitaciones». En este proceso de reelaboración doctrinal hay que empezar inexcusablemente acotando lo que son auténticas y estrictas relaciones especiales de sujeción; lo que equivale a salir al paso de ese movimiento expansionista de nuestra Jurisprudencia, que más arriba se ha denunciado y que se basa en el criterio de la organización de los servicios públicos, que hay que rechazar por excesivo. Pero en verdad que no resulta sencillo encontrar otro más firme. G O N Z Á L E Z N A V A R R O (Derecho Administrativo Español, I, 1987, 544), después de advertir que «la distinción entre relación general

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y relación especial no es clara y tajante, existiendo una total falta de acuerdo doctrinal acerca de qué supuestos deben encuadrarse en uno u otro grupo», propone, de manera pragmática y eficaz, que, al menos, «en el caso de actividades privadas, sean absolutamente libres o sean de las llamadas reglamentadas, no puede ni debe hablarse de relación especial de sujeción, sino de relación general, más o menos vigilada, intervenida o controlada». Actitud restrictiva que empieza a ir calando, siquiera sea lentamente, en la Jurisprudencia del Tribunal Constitucional, que ya ha retirado este predicado de especial a los detectives privados (en sentencia que se examinará más adelante) o a las prácticas de juego y azar en la sentencia 42/1987, de 7 de abril: las potestades administrativas relativas a la práctica de juegos o apuestas organizadas por particulares o que tienen lugar en establecimientos de naturaleza privada se enmarcan en el ámbito de las relaciones de supremacía o sujeción general, ya que se trata de una actividad ajena a la organización de los servicios públicos por más que [esté] estrictamente regulada y limitada. G A R C Í A MACHO, por su parte, da un paso más y, siguiendo las orientaciones de la doctrina alemana moderna, considera que con referencia a las personas sujetas a estas relaciones de sujeción especial (cualquiera que sea el modo en que se haya determinado su vínculo) hay que determinar dos tipos: las relaciones de base (Grundverháltnisse), que afectan a la esfera de sus derechos fundamentales, y las relaciones de funcionamiento (Betriebsverháltnisse). En las primeras «no se pueden restringir los derechos fundamentales si no es mediante ley que de todos modos deberá respetar su contenido esencial». Mientras que, para las segundas, «debe ser garantizada la actividad cotidiana de la institución (que la prisión funcione o los maestros puedan enseñar) y, cuando sea necesario para esa actividad, prevalecerá el interés general sobre los derechos». Esta precisión, a falta de otras mejores, puede ser útil como se está comprobando ya en su país de origen, aunque tampoco hay que hacerse, de momento, demasiadas ilusiones sobre el particular, ya que, como observa su propio introductor (GARCÍA M A C H O , 1 9 9 2 , 2 5 4 ) , «es una tarea que está en sus comienzos».

E) La decidida oposición doctrinal a la inercia con que los Tribunales venían admitiendo las relajaciones excepcionales del régimen constitucional en las relaciones de sujeción especial, ha terminado abriendo una brecha en el bloque de la Jurisprudencia, que parece irse ensanchando progresivamente. Y esto en los dos ámbitos enunciados, es decir, tanto en el reconocimiento de la existencia de la relación (que ahora empieza a restringirse) como en la admisión de sus peculiaridades. La STC 61/1990, de 29 de marzo, es, hasta la fecha, la que más rotundamente ha limitado las potestades sancionadoras de la Administración en las relaciones de sujeción especial. Porque cierto es que admite que en ellas caben restricciones a la aplicación del principio de legalidad, pero añadiendo que una cosa es que quepan restricciones en los casos de sujeción especial y otra que los principios constitucionales (y derechos fundamentales en ellos subsumidos) puedan ser también restringidos o perder eficacia y virtualidad. No se puede relativizar un principio sin riesgo de suprimirlo. Y siempre deberá ser exigible en el campo sancionatorio administrativo (no hay duda en el penal) el cumplimiento de los requisitos constitucionales de legalidad formal y tipicidad como garantía de la seguridad jurídica del ciudadano. Otra cosa es que esos requisitos permitan una adaptación —nunca una supresión— a los casos e hipótesis de relaciones Administración-administrados y en concordancia con la intensidad de la sujeción.

A mi juicio, en las últimas palabras del párrafo transcrito se encuentra la explicación de toda la sentencia: el Tribunal no se decide a equiparar esta peculiar potestad

EL PRINCIPIO DE LEGALIDAD

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sancionatoria con la genérica de la Administración, pero tampoco llega a excluirla tajantemente de su régimen. El principio de la legalidad sigue aplicándose aunque sea de forma relajada, pero con una relajación que tiene el límite infranqueable de no llegar a ser una supresión. Ésta puede considerarse, al menos de momento, una solución pacífica y estable. Ahora bien, con ella se abre un segundo problema: tratándose de una flexibilización ha de ser, por naturaleza, variable; lo que impide el establecimiento de reglas o criterios fijos, puesto que la generalización de una fórmula casuística es desaconsejable. En estas condiciones sólo queda una regla válida: la flexibilización será tanto mayor cuanto más intensa sea la especialidad de la relación, tal como declara la última frase transcrita. La STC 120/1990, de 27 de junio, vuelve a la línea tradicional en las relaciones especiales de sujeción; pero los votos particulares de Rodriguez-Piñero y Leguina insisten en la doctrina contraria que exige su respeto. Y en cuanto al Tribunal Supremo, también se constata la misma evolución en sentencias como las de 7 de marzo de 1989 (Ar. 1950; Trillo), 9 de marzo de 1989 (Ar. 1957; Sánchez Andrade) y 4 de julio de 1989 (Ar. 5246; Llórente), cuya escrupulosidad hubiera sido hace años inimaginable. En conclusión, el sistema actual puede resumirse en las siguientes afirmaciones: 1.a Mediando relaciones de sujeción especial, lo primero que hay que hacer —tal como recomienda incansablemente G A R C Í A DE E N T E R R Í A ( 1 9 9 0 ) — es determinar con precisión si efectivamente existe tal relación, dado que con frecuencia por tal entienden los Tribunales relaciones inequívocamente generales. Como ejemplos jurisprudenciales recientes de esta mayor escrupulosidad pueden tenerse a la vista dos sentencias de 3 de mayo de 1 9 9 3 : en una de ellas (Ar. 4 4 3 7 ; González Mallo), en recurso de revisión, se afirma que «es muy dudoso que la relación entre la Administración y las entidades de crédito pueda considerarse como de sujeción especial»; y en la otra (Ar. 3 5 7 0 ; Baena) se niega rotundamente tal relación especial respecto de una discoteca, dado que «no existe una relación jurídica establecida entre la Administración y dicha empresa, previa a los hechos, en el seno de la cual se produzcan aquéllos y por los que se le sanciona». Pero, en cambio, sigue pareciendo claro al Tribunal que, cuando se trata de una regulación de un servicio público, entran en juego las potestades organizatorias de la Administración, que llevan consigo la presencia de relaciones de sujeción especial y la correspondiente relajación del principio de legalidad. Así se declara en una ininterrumpida línea jurisprudencial citada en la sentencia de 24 de abril de 1990 (Ar. 3656; Bruguera) dictada a propósito de un Reglamento Municipal de Mercados Minoristas. 2a Confirmada la especialidad, no por ello escapa su régimen j urídico de la aplicación de los principios del Derecho Penal (o más recientemente todavía, de los principios generales del Derecho sancionador) y, entre ellos y por lo que aquí interesa, el de la legalidad (más adelante será examinada, desde la misma perspectiva, la prohibición de bis in idem). Es inconstitucional la falta absoluta de respeto al principio de la legalidad. 3.a Ahora bien, este principio no se aplicará aquí en los mismos términos que en el Derecho Penal o en el Derecho Administrativo Sancionador de las relaciones generales, dado que, por lo pronto, hay que distinguir entre las relaciones básicas y las relaciones de funcionamiento que se insertan en toda relación especial. En las relaciones básicas son intangibles tanto los derechos fundamentales como el principio de legalidad; mientras que en las relaciones de funcionamiento se aplicarán con «matizaciones».

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4a El alcance de estas matizaciones no puede ser señalado de antemano, ya que depende de la intensidad de la especialidad de la relación y sólo podrá ser fijado de manera casuística. . , 5.a Sea como fuere, ni que decir tiene que la matizacion se traducirá en una exigencia más suave de la regla de la reserva legal y del mandato de tipificación, permitiendo un margen mayor a la colaboración reglamentaria y a la valoración de los órganos administrativos. En definitiva, y como sucede siempre en el Derecho, se trata de lograr un equilibrio prudente entre dos intereses contrapuestos, en este caso, el de la Administración orientada hacia la eficacia de su organización y de los servicios públicos, y el del individuo que se siente constitucionalmente protegido en sus derechos fundamentales. Por decirlo con palabras de H E S S E (Verfassungsrecht, 10, III, 2), «no es lícito sacrificar los derechos fundamentales a las relaciones de sujeción especial, pero tampoco el que las garantías de estos derechos imposibiliten la función de tales relaciones. Ambos, los derechos fundamentales y las relaciones especiales, necesitan una integración ponderada que les proporcione una eficacia óptima». Nuestros Tribunales tienen perfectamente asimilado este juego de tensiones que se refleja claramente en su jurisprudencia. Lo que sucede es que de ordinario no logran pasar de la superficie de un planteamiento, correcto si se quiere, pero excesivamente genérico para ser útil y, por otra parte, sus soluciones casuísticas no suelen ser muy acertadas. En cuanto a la doctrina, se esfuerza en alcanzar unas cotas más elevadas de precisión, interesantes desde luego aunque todavía distan mucho de haber superado la prueba de la experiencia. Pero es indudable que en esta dirección habrá que seguir insistiendo. Así las cosas, la LPAC ha dejado pasar la ocasión de abordar estas cuestiones de una manera frontal, disipando definitivamente las vacilaciones que acaban de ser descritas. Aunque también podría entenderse, por el contrario, que su postura es inequívoca y contundente al establecer un régimen que no deja lugar a dudas. El artículo 127.3 parece, en efecto, muy claro: si sólo libera del régimen legal «al ejercicio por las Administraciones Públicas de su potestad disciplinaria respecto del personal a su servicio y de quienes estén vinculados a ellas por una relación contractual», bien claro está diciendo que todas las demás relaciones de sujeción especial están sometidas, sin matización alguna, al régimen común, al principio de legalidad, que es cabalmente como se titula el artículo en cuestión. Esta interpretación, sin embargo y por muy fiel que a la letra parezca, es tan tosca y radical que asusta aceptarla. El péndulo, una vez más, ha pasado de un extremo a otro de su recorrido y ambos extremos son igualmente reprobables. La tradicional relajación de las garantías legales en todos los supuestos de sujeción especial es inaceptable, como acabamos de ver, en un Estado de Derecho. Pero el sometimiento de todas estas relaciones (con la única excepción de las disciplinarias) al régimen común, sin matización alguna, no es menos reprobable, por muy bienintencionado que sea. A tales extremos no se ha llegado en ninguna parte y el legislador ha demostrado una ignorancia total del estado de la cuestión y una insensibilidad completa a las observaciones de la doctrina. Lo peor de todo, a mi juicio, es que la radicalidad de la Ley es tanta que la práctica administrativa y jurisprudencial se va a negar a aplicarla. A título, claro es, de conjetura, adelanto que me parece muy difícil que la Administración se resigne a tratar a los estudiantes, a los soldados, a los extranjeros y a los presos (por poner los ejemplos más conocidos) de la misma forma sancionadora que a los ciudadanos sometidos a una relación de sujeción general. Y también conjeturo que los Tribunales confirmarán este trato discriminatorio, basado en necesidades prácticas y en el senti-

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do común, al que no será difícil justificar jurídicamente. Para ello basta pensar que estas clases de relaciones de sujeción especial están reconocidas en la Constitución y que cuentan con un Derecho material, con rango de ley, propio, que explicaría fácilmente sus peculiaridades sancionadoras. Con lo cual desembocaremos en una situación de dilema, cuyas dos opciones son indeseables por igual: a) Si se sigue la interpretación literal de la ley y se somete el ejercicio de la potestad sancionadora en las relaciones de sujeción especial al régimen común, se producirán evidentes perturbaciones en la gestión de los servicios. b) Y si, por el contrario, se admiten ciertas relajaciones, nos encontraremos como antes, y aun peor, por haber dejado pasar la oportunidad de su regulación y se mantiene la inseguridad jurídica anterior. La verdad es que nunca se había discutido la posibilidad y conveniencia de tales relajaciones. El problema no estaba ahí, sino en la precisión de cuáles habían de ser. Un punto en el que, a falta de regulación legal, la doctrina y la jurisprudencia se habían empeñado en una discusión apasionada, que ya había empezado a aclarar la situación, pero que de nada ha servido, puesto que el legislador se ha dejado llevar por un cerrado dogmatismo y por un sueño, por fortuna, irrealizable. A lo que hay que añadir una utilidad práctica sorprendente pero innegable. HUERTA T O C I L D O ( 2 0 0 0 , 1 4 9 ) , recogiendo una idea apuntada ya por G A R C Í A M A C H O , ha creído entender el uso que de esta figura hacen los tribunales como una fórmula de esquivar supuestos en los que, de otra suerte, habría que declarar la invalidez de la sanción —y en su caso, de la disposición en que se basa— creando una vacío jurídico que no considera oportuno por razones de justicia material. Una válvula de escape, por así decirlo. 3.

PARVEDAD

Parece repugnar al sentido común que la solemne cautela del principio de la legalidad —y nada digamos de su componente de reserva legal— sea exigible para infracciones mínimas como las tradicionales advertencias en simples letreros de «se prohibe hacer aguas menores y mayores (o pisar la hierba) bajo la multa de cinco pesetas». No se deben cazar gorriones a cañonazos. Así se explica la sensata postura de T R A Y T E R (1995,572) para quien estos supuestos justifican una flexibilización del principio. Esta cuestión, planteada habitualmente en el ámbito de la Administración local, ha perdido su dramatismo desde el momento en que, como ya se ha visto, se ha rebajado en las ordenanzas locales el nivel de exigencia del principio. Pero conste que la parvedad tiene un campo operativo mucho más amplio. El caso más significativo a este propósito es el de la peculiaridad legal —de existencia indiscutible aunque de licitud discutida— de la tipificación de faltas leves, cuya problemática será examinada en otro lugar. Peculiaridad que, por supuesto, no significa supresión de garantía sino modulación más o menos intensa. Los lectores legos de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional se sorprenderían de la cantidad de recursos de amparo que se estiman contra sanciones mínimas objetivamente insignificantes, cuya abundancia, por otra parte, tanto distrae la atención del tribunal en causas importantes y que contribuye en no pequeña medida a la formación de retrasos procesales escandalosos. Apurando las consecuencias de estos razonamientos puede llegarse a la aceptación de lo que los penalistas llaman «principio de la insignificancia» y que no es sino

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DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

la transcripción moderna del viejo aforismo romano de minimis non curatpraetor. el juez no debe ocuparse de los asuntos insignificantes aunque formalmente sean antijurídicos por encajar en un tipo normativo. La STSJ de Navarra de 23 de noviembre de 1999 (Ar. 3819) considera que un exceso de cinco centímetros a la longitud máxima de un vehículo carece de «relevancia sancionadora» por lo que se justifica su impunidad aunque ciertamente encajase en el tipo de «exceder de las longitudes reglamentariamente establecidas». Ni que decir tiene, por lo demás, que la declaración de insignificancia o irrelevancia forma parte del arbitrio judicial en el ejercicio de su prudencia. N I E T O M A R T Í N ( 1 9 9 6 , 1 7 0 ) ha dado cuenta de la operatividad de este principio en el Derecho Comunitario Europeo, subrayando que la seguridad jurídica se garantiza con la tendencia a determinar de forma expresa en los reglamentos qué es lo que debe entenderse por «menor importancia». Además, y en término generales, lo ha definido como «una regla interpretativa mediante la cual se permite al juez excluir del ámbito de lo prohibido una serie de hechos que dañan de manera irrelevante el bien jurídico protegido [...]. Con esta interpretación se pretende introducir en el ámbito de la tipicidad el principio de intervención mínima derivado de las exigencias que un Estado de Derecho requiere del ordenamiento penal». V

EFECTOS DE LA INFRACCIÓN DEL PRINCIPIO DE LEGALIDAD

1.

N U L I D A D DE DISPOSICIONES Y ACTOS S A N C I O N A D O R E S

Cuando una disposición administrativa infringe el principio de legalidad debe ser declarada nula por los Tribunales. Lo que si jurídicamente no ofrece ningún problema, sí los presenta, y muy graves, en el terreno práctico, ya que la nulidad de un Reglamento provoca indefectiblemente un vacío normativo que se traduce en la impunidad de las conductas hasta que aparezca una nueva norma válida y eficaz, puesto que obviamente no puede darse eficacia retroactiva a la norma posterior. Tal como advierte la STS de 30 de enero de 1988 (Ar. 178; Mendizábal), «la anulación judicial del Reglamento ha producido un vacío normativo temporal que conlleva la impunidad de las conductas en él tipificadas [...] pues no cabe dotar de eficacia retroactiva a las disposiciones dictadas para sustituir a las anuladas judicialmente». Y no se trata sólo de un «vacío hacia el futuro» —en expresión de Lorenzo M A R T Í N - R E T O R T I L L O (1991, 148)— sino que, además, se pone en entredicho la actividad sancionadora realizada en los años de vigencia de la norma anulada, creando nuevas dificultades de índole teórica y práctica. Por otro lado, resulta obvio que la declaración de nulidad del reglamento puede provocar, también, la anulación de las sanciones impuestas a su amparo. Es muy frecuente, en efecto, que los actos administrativos sancionadores sean impugnados mediante la alegación de la invalidez del reglamento en que se apoyan (el llamado recurso indirecto contra reglamentos). Y por ello explica la sentencia de 29 de marzo de 1988 (Ar. 2485; Bruguera) que «cuando la norma aplicada es nula, nulo es también el acuerdo dictado a su amparo, conforme al apotegma jurídico quod nullum est, nullum produxit effectum, ya que la nulidad de pleno derecho produce efectos en cadena y se comunica a los efectos y normas subsiguientes de forma automática». La Sentencia de 26 de enero de 1991 (Ar. 438; González Mallo) establece una doctrina, cuya trascendencia práctica es enorme: supuesto un acto sancionador consentido —en cuanto no impugnado en tiempo y forma—, puede luego ver bloqueado sus efectos si se impugna alguno de sus actos de ejecución, que ordinariamente será

EL PRINCIPIO DE L E G A L I D A D

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el de apremio. Y así se declara que «al no tener el Reglamento la necesaria cobertura legal adolece [la sanción] de nulidad absoluta (STC 42/1987, de 7 de abril)»; lo que determina la invalidez de «la providencia de apremio dictada con base en una resolución afectada de nulidad absoluta, aunque la que impuso la sanción no hubiera sido objeto de revisión jurisdiccional». De acuerdo con lo que antecede, que responde fielmente a nuestro sistema jurisdiccional, nos encontramos con el siguiente esquema: Los Tribunales contenciosoadministrativos son competentes para: a) Anular el acto administrativo individual de sanción bien sea porque no se ajusta a lo dispuesto en las disposiciones generales (leyes y reglamentos) o bien porque, aun siendo ejecución correcta de ellas, resulta que el reglamento aplicado es inválido. En este último supuesto —y por muy paradójico e injusto que ello resulte— el Tribunal debe limitarse a anular el acto impugnado sin que su declaración de que el Reglamento es nulo produzca efectos generales, aunque ello signifique que una Administración de mala fe pueda seguir aplicándolo, a conciencia de su invalidez, dado que la sentencia no lo ha expulsado del Ordenamiento Jurídico. Pero conste que ésta era una disfunción genérica de nuestro sistema y no una particularidad del Derecho Administrativo Sancionador. Disfunción a la que la nueva versión de la ley reguladora de esta jurisdicción ha hecho frente introduciendo el nuevo recurso de ilegalidad (arts. 123 a 126), con la advertencia, además, de que «cuando el juez o tribunal competente para conocer de un recurso contra un acto fundado en la invalidez de una disposición general lo fuera también para conocer del recurso directo contra ésta, la sentencia declarará la validez o nulidad de la disposición general. Sin necesidad de plantear cuestión de ilegalidad, el Tribunal Supremo anulará cualquier disposición general cuando en cualquier grado conozca de un recurso contra un acto fundado en la ilegalidad de aquella norma». b) Declarar la nulidad, y expulsar del Ordenamiento Jurídico, de los Reglamentos reguladores del régimen sancionador que hayan sido directamente impugnados. c) Lo que ofrece mayores dificultades es el supuesto de la declaración de nulidad de un Reglamento en relación con los actos firmes dictados al amparo del mismo. Como es sabido, el artículo 120 de la Ley de Procedimiento Administrativo aludía a esta cuestión en unos términos tan imprecisos que ha dado pie a interpretaciones muy diversas en las que no voy a entrar porque su descripción no aclararía nada las cosas. En cambio, parece muy ilustrativo el caso de la declaración de nulidad realizada por el Tribunal Supremo el 18 de marzo de 1981 del Decreto 3652/1974, de 17 de noviembre, de Disciplina el Mercado. Las circunstancias que han rodeado este asunto han sido tan extraordinarias que han terminado llamando la atención de la doctrina (TORNOS, D E A S Í S R O I G , Lorenzo M A R T Í N - R E T O R T I L L O ) y provocado la aparición de varios interesantes artículos de análisis. Pero lo más significativo ha sido, con todo, la reacción de la Jurisprudencia, que nos ofrece uno de los ejemplos más acabados de vacilaciones, contradicciones y, en definitiva, de inseguridad jurídica total. Del pormenorizado estudio de D E A S Í S R O I G (1989) se deduce, en efecto, que si el Gobierno obró aquí negligentemente (puesto que tardó varios años en aprobar un nuevo Reglamento), y si la Administración siguió aplicando impertérrita el Decreto nulo, el Tribunal Supremo, a lo largo de varias docenas de sentencias cronológicamente muy próximas, ha adoptado sin rubor las posturas más dispares y desarrollado los argumentos más incompatibles a la hora de enjuiciar sanciones concretas impuestas en aplicación del Decreto nulo y antes, naturalmente, de la declaración judicial de

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tal nulidad. Sin necesidad de entrar en el detalle y en la fecha de estas sentencias (que vienen en el estudio de DE Asís, al que me remito), las posturas más destacadas han sido las siguientes: Primera: Confirmación de las sanciones por considerar que la cobertura normativa, perdida por la nulidad del Decreto de 1974, fue recuperada por la reviviscencia de un'Decreto de 1966, al que el de 1974 había derogado y sustituido. Segunda: Anulación de las sanciones por considerar que la pérdida de cobertura producida por la nulidad del Reglamento de 1974 era insubsanable. Pero ello en razón de argumentos tan variados como los siguientes: — por aplicación directa del artículo 120.1 de la Ley de Procedimiento Administrativo; — por extensión de la eficacia general de la sentencia declaratoria de la nulidad del Reglamento; — por adherencia del acto aplicativo a la norma que ejecuta, ya que el destino del acto y el de la norma han de ser idénticos; La lección que se obtiene de este caso bien amarga es, puesto que aquí han fallado todas las instituciones del Estado; el Legislador no reaccionó con rapidez dando una nueva regulación al supuesto; la Administración obró con persistente mala fe al no revocar —nle oficio o, al menos, a instancia de parte— las sanciones con devolución de las cantidades percibidas por multa; y la Jurisprudencia tampoco ha estado a la altura de las circunstancias al no haber conseguido imponer un criterio fijo en sus decisiones y en sus razonamientos. Así las cosas, resultaría ahora completamente inútil —y, por supuesto, ingenuo— desarrollar argumentos en favor de la nulidad de las sanciones en cuestión así como exponer las vías procesales para lograrlo. Unos y otras son harto conocidos después de trabajos como los de G Ó M E Z - F E R R E R y TORNOS: lo que falta es la voluntad judicial de asumirlos. La última reforma general del proceso contencioso-administrativo no ha sido insensible a esta situación que resuelve (art. 73) en los siguientes términos: «las sentencias firmes que anulen un precepto de una disposición general no afectarán por sí mismas a las sentencias o actos afines que lo hayan aplicado antes que la anulación alcanzase sus efectos generales, salvo en el caso de que la anulación del precepto supusiera la exclusión o la reducción de las sanciones aún no ejecutadas completamente». 2.

DECLARACIÓN DE INCONSTITUCIONALIDAD DE LAS LEYES

En cuanto a las normas con rango de ley, es el Tribunal Constitucional el que controla su constitucionalidad y, en lo que aquí afecta, comprueba si la ley ha regulado efectivamente la materia reservada y, en su caso, si ha procedido a una remisión normativa correcta. De no ser así, declara su nulidad por tratarse de una ley en blanco constitucionalmente inadmisible. El Tribunal Supremo, en cambio, parece encontrarse inerme ante una Ley incluso aunque su inconstitucionalidad resulte manifiesta por no respetar el principio (constitucional) de legalidad. Y, sin embargo, no es así como resulta de lo sucedido en la STS de 20 de diciembre de 1989 (Ar. 9640; Conde Martín). En ella —como en otras muchas— se examina una sanción concreta impuesta al amparo del artículo 57 del Estatuto de los Trabajadores (del que nos ocuparemos con especial atención en otro

EL PRINCIPIO DE LEGALIDAD

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capítulo), de tal manera que la cuestión se plantea en estos términos, tal como los describe la propia sentencia: «el problema que ahora se suscita es el de analizar si el artículo 57 de la Ley del Estatuto de los Trabajadores —base normativa de la sanción impuesta— contiene una tipificación adecuada de las conductas y justifica por tanto la imposición de una determinada sanción por la Administración laboral». Esto quiere decir, ni más ni menos, que el nudo de la cuestión estriba en la determinación de la constitucionalidad de una norma con rango de ley, lo que, con toda evidencia, excede de la competencia de un Tribunal ordinario; y esto fue naturalmente lo que planteó una de las partes, sin que la sentencia lo admitiera alegando que «no se trata de que el artículo 57 pudiera ser contrario al artículo 25 de la Constitución y que esa contradicción, en su caso, debiera elevarse al Tribunal Constitucional por el cauce del artículo 163 de la Constitución, sino que es insuficiente de por sí y precisado de un complemento normativo, que es algo diferente». Y con esta base considera el Tribunal que tiene abierto el enjuiciamiento de la Ley desde la siguiente perspectiva: No se afirma con ello la invalidez constitucional del referido precepto, para lo que este Tribunal carece de competencia, sino simplemente la insuficiencia normativa del mismo como regulador de un tipo de infracción, lo que es algo diferente; pues es desde la suficiencia, o no, de esa norma desde la que debe enjuiciarse el concreto ejercicio de la acción sancionadora de la Administración laboral, aquí impugnado. La mera definición abstracta del artículo 57 precisaba de un complemento normativo de rango suficiente para la configuración de los tipos de las infracciones y sanciones.

En definitiva, el Tribunal Supremo consideró que el artículo 57 de la Ley no es constitucionalmente suficiente y, en su consecuencia, anuló los actos administrativos individuales dictados en su aplicación. La argumentación autojustificatoria de esta decisión no es, desde luego, convincente, pero sí muy hábil. El Tribunal cambia la perspectiva e insiste en que su fallo no afecta a la Ley (para lo que no es competente) pero sí al acto administrativo (para cuyo enjuiciamiento sí es competente). Anula, por ende, el acto administrativo porque todos los actos administrativos, y muy particularmente los sancionadores, precisan de cobertura legal y el impugnado carecía de ella debido a que el artículo 57 no se la prestaba con la contundencia suficiente. Este modo de razonar refleja en riguroso paralelo lo que siempre se ha hecho en la jurisdicción contencioso-administrativa con los reglamentos (en la llamada impugnación indirecta de reglamentos). Pero ahora se ha producido un salto cualitativo y se ha llegado a enjuiciar —ya que no a anular— la Ley. Pero recordemos que en la impugnación indirecta de reglamentos tampoco se anulan éstos. A mí me parece que esta actitud del Tribunal Supremo es valiente, progresista y, en definitiva, loable y digna de ser imitada. Pero conviene tener conciencia de su heterodoxia. Un Tribunal ordinario no ha anulado ciertamente la ley, pero ha hecho algo muy parecido: se ha pronunciado sobre su aplicación por causa de la invalidez inconstitucional de la misma. Formalmente es clara la distinción de ambos pronunciamientos, pero no nos engañemos: materialmente es lo mismo no aplicar una ley respetando su validez que no aplicarla previa declaración de nulidad. Hemos vuelto a los viejos tiempos de la elegante hipocresía barroca: la ley se acata pero no se cumple. Se podrá decir que con una sentencia de este tipo sigue siendo válida la ley y susceptible de ser aplicada en casos futuros. Lo cual es cierto; pero, independientemente de que no sucede lo mismo para el caso concreto, las consecuencias son peores todavía ya que, cabalmente para el futuro, la Administración se va a encontrar ante un dilema dramático: si aplica la norma en cuestión, se le podra tachar de mala te,

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puesto que tiene conciencia de su insuficiencia; y si no la aplica, estará cometiendo un auténtico delito de prevaricación. El resultado final ha de ser, por tanto, casi caótico: la ley se aplicará en unos casos y en otros no, según la mentalidad del funcionario que la maneje. Si se aplica, será a conciencia de que el sancionado podrá liberarse de la sanción si la impugna; de tal manera que sólo serán sancionados los que soporten mansamente la acción administrativa, que es costoso impugnar. O sea, que la desigualdad será la regla y la injusticia y la arbitrariedad la última consecuencia. En estos casos la única salida eficaz y honesta es la de que se proponga inmediatamente una reforma legislativa, que corrija las deficiencias de la ley denunciadas por el Tribunal Supremo, garantizando así la seguridad jurídica. Esto es lo que sucedió cabalmente con el artículo 57 de la Ley del Estatuto de los Trabajadores, reformado por la Ley 8/1988. Ahora bien, la experiencia enseña que esta actitud no suele estar precisamente generalizada. La cuestión, pues, está pidiendo a gritos una salida más coherente. Doce años después se planteó ante el Tribunal Constitucional una cuestión en cierto sentido equivalente que conviene examinar por lo que de ilustrativo tiene. Los autotaxis estaban regulados por la Ley estatal 38/94, que fue anulada por la STC 118/1996, de 27 de junio, por falta de competencia, creándose con ello un vacío normativo hasta que se publicó la Ley autonómica madrileña de 27 de noviembre de 1998. Pues bien, las sanciones impuestas en ese intervalo fueron anuladas por el Tribunal Constitucional en su Sentencia 132/2001, de 8 de junio, que se publicó acompañada de un voto particular de Garrido Falla (al que se sumó Jiménez de Parga) redactado en unos términos muy enérgicos, que potenciaba aún más la ácida ironía de su autor: «Así es que una ley por muerta y otra por no nacida, dejan un vacío jurídico que de acuerdo con nuestra sentencia (que no reconoce validez a las órdenes ministeriales de desarrollo) significaría la desregulación total de la actividad de transporte público de taxis (...) El magistrado que suscribe se consuela al pensar que durante esta vacación legislativa los posibles infractores no sabían que todo les estaba permitido. Mi punto de vista es que la vigencia de tales órdenes tenía su apoyo en el hecho de que, al encontrarnos ante una relación especial de poder, el principio de la rigurosa legalidad quedaba relativamente flexibilizado». VI.

IRRETROACTIVIDAD DE LAS NORMAS SANCIONADORAS

Esté o no incluida esta regla (porque la cuestión es muy debatida) en el principio de la legalidad, el hecho es que se encuentra recogida de forma expresa en la Constitución y no una sino varias veces. Primero en el artículo 9.3 que «garantiza la irretroactividad de las disposiciones sancionadoras no favorables» y luego en el 25.1, de modo indirecto pero contundente, al aludirse a «la legislación vigente en aquel momento» (en el de producirse los hechos sancionables). La irretroactividad se desenvuelve en el Derecho Administrativo Sancionador a lo largo y a lo ancho de tres campos fundamentales: en primer lugar, en el de la no exigencia retroactiva de los requisitos establecidos por la Constitución de 1978 (de lo que ya me he ocupado páginas más atrás); en segundo lugar, en el de la irretroactividad de las normas sancionadoras, que es el núcleo de la cuestión y el aparentemente más sencillo a la vista de la contundencia del texto constitucional y de lo dispuesto en el artículo 128.1 de la LAP («Serán de aplicación las disposiciones sancionadoras vigentes en el momento de producirse los hechos que constituyan infracción administrativa»); y en tercer lugar, en el de la posible retroactividad de las normas sancionadoras favorables. El REPEPOS, por su parte, dedica a este extremo el artículo 4.1, que dice así:

EL PRINCIPIO DE LEGALIDAD

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Sólo se podrán sancionar infracciones consumadas y respecto de conductas y hechos constitutivos de infracciones administrativas delimitadas por Ley anterior a su comisión y, en su caso, graduadas por las disposiciones reglamentarías de desarrollo. Las disposiciones sancionadoras no se aplicarán con efecto retroactivo salvo cuando favorezcan al presunto infractor.

1.

IRRETROACTIVIDAD DE LAS NORMAS DESFAVORABLES

Un buen punto de partida para el examen de esta cuestión se encuentra en el artículo 7.1 del Convenio europeo para la protección de los derechos humanos y libertades fundamentales (Roma, 4 de noviembre de 1950; ratificado por España el 26 de septiembre de 1979), conforme al cual nadie podrá ser condenado por una acción o una omisión que, en el momento en que haya sido cometida, no constituya una infracción según el Derecho nacional o internacional. Igualmente no podrá ser impuesta una pena más grave que la aplicable en el momento en que la infracción haya sido cometida.

Por su parte, el Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas (asunto Regina c. Kirk) ha hecho observar que «el principio de irretroactividad de la norma penal es un principio común a todos los ordenamientos jurídicos de los Estados miembros, reconocido como derecho fundamental por el artículo 7 del Convenio de Roma y que forma parte de los principios generales del Derecho, cuya observancia debe garantizar el Tribunal». Por lo que se refiere a nuestro Ordenamiento constitucional, existe una cuestión de carácter general que todavía no está resuelta, a saber: la de si la regla de la irretroactividad se deduce exclusivamente del artículo 9.3 de la Constitución o si también encuentra su apoyo en el artículo 24. Así formulada parece una cuestión rigurosamente teórica, pero conste que es prácticamente muy relevante. Porque si sólo pudiese invocarse el artículo 9, no habría acceso individualizado al Tribunal Constitucional; en cambio, entrando en juego el artículo 24, nos encontraríamos ante un derecho fundamental protegible directamente a través del recurso de amparo. En esta polémica —y frente a la postura inequívocamente restrictiva del Tribunal Constitucional— algunos autores, como S E R R A N O A L B E R C A y GARBERI (1989, 88-89), sostienen la tesis de la posibilidad del ejercicio del recurso de amparo. La cuestión fue planteada tempranamente por la STC 15/1981, de 7 de mayo, más atrás citada, en la que se fundamentó la retroactividad de la norma favorable al amparo del artículo 9.3 de la Constitución. Ahora bien, la invocación del artículo 9.3, y no del 25.1, tuvo, sin embargo, la consecuencia de la indisponibilidad del recurso de amparo, dado que este derecho a la irretroactividad «no es invocable en vía de amparo, reservada a las libertades y derechos reconocidos en el artículo 14 y la sección 1 del Capítulo II del Título I de la Constitución». Criterio restrictivo en el que sigue insistiéndose todavía, como aparece en la STC 237/1993, de 12 de julio: el principio de irretroactividad de las disposiciones no favorables no es invocable en vía de amparo (SSTC 15/1981, 6/1983 y 32/1987 [...], en suma, la aplicación del principio de irretroactividad de las leyes del artículo 9.3 de la Constitución no puede ser enjuiciada por este Tribunal a no ser que a través de ella se haya vulnerado alguno de los derechos susceptibles de amparo.

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Una postura criticada con razón por S A N Z G A N D A S E G U I ( 1 9 8 4 , 1 2 3 - 1 2 4 ) , quien explica cómo «el argumento utilizado, aunque intachable desde una perspectiva formal y literal, puede ser cuestionado si se pone en relación con la opción hecha por el Tribunal en otros casos, como en el principio non bis in idem que, sin aparecer literalmente en el artículo 25, se admite como derecho fundamental». La retroactividad (o irretroactividad) puede afectar tanto a la calificación de un hecho como infracción administrativa o delito (convirtiendo, por ejemplo, en infracción lo que antes era delito) como en la tipificación y graduación de las infracciones y sanciones y como también, en fin, en la aplicación de circunstancias modificativas. En un orden muy distinto de consideraciones, la STC 1 8 4 / 1 9 9 2 , de 1 6 de noviembre, da pie para reflexionar, al hilo de la sentencia del Tribunal Supremo impugnada (de 2 3 de diciembre de 1 9 8 8 ) , sobre un supuesto más que dudoso de retroactividad de norma favorable. En una parcelación ilegal de suelo urbanizable no programado, tuvo lugar una reforma del Plan que lo convirtió en suelo urbano y para los dos Tribunales es obvio que esta alteración normativa elimina el ilícito. A mi juicio, sin embargo, esta solución no es la correcta ya que el tipo del ilícito no ha sido alterado, por lo que en modo alguno puede entenderse que existe una disposición sancionadora posterior favorable. Un cambio de Plan no es una disposición sancionadora. Con el Derecho Penal, por ejemplo, el hurtador que adquiere, después del hurto, la cosa sustraída, no queda liberado de responsabilidad. La STC 1 9 6 / 1 9 9 1 , de 1 7 de octubre, examina un caso sumamente curioso, cuya resolución da pie al Tribunal para afirmar una postura irretroactiva a ultranza. Como es sabido, el viejo Código Penal Militar de 1945 fue profundamente reformado cuarenta años después y sus ilícitos quedaron desdoblados en las Leyes Orgánicas 1 2 / 1 9 8 5 y 1 3 / 1 9 8 5 , de 9 de diciembre, tipificándose en la primera —por «despenalización»— una serie de infracciones que en el texto de 1945 eran delitos. En el caso de autos un militar penado por el artículo 352 del Código Penal Militar, vio que su pena era dejada sin efecto como consecuencia de que el tipo había desaparecido en 1985 como delito; pero inmediatamente después fue expedientado disciplinariamente y sancionado como consecuencia de haber sido ahora tipificados los mismos hechos como infracción. Con lo cual quedaba planteada la cuestión en los siguientes términos: para el sancionado se trataba de una aplicación retroactiva de la norma disciplinaria ya que se refería a hechos cometidos con anterioridad a 1985; mientras que para la Administración sancionadora (y para el Tribunal Supremo) no había tal, dado que «no es que la conducta del castigado por el artículo 352 del Código de Justicia Militar hubiera pasado a ser lícita sino que dejó de ser delictiva para convertirse en falta disciplinaría». Vistas así las cosas, el Tribunal se apresura a hacer una nueva declaración interdictiva de la retroactividad y, sentado esto, entra a continuación en el análisis de la peculiaridad del caso, es decir, en la continuidad real del ilícito, una vez cambiada su naturaleza: Esa continuidad entre el anterior ordenamiento sancionador militar y el vigente desde el 1 de junio de 1986 sólo alcanza, y aun así parcialmente, al contenido de la conducta merecedora de reproche, no, en cambio, a la índole y onerosidad de la sanción. Por tanto, jurídicamente son distintos los tipos sancionadores que consideramos, rompiéndose la persistencia de la predeterminación legal de la sanción [...]. Se podría hablar de «continuidad» fáctica, pero no jurídica sancionadora. La absolución en el delito lo era con todas sus consecuencias. Sólo esta falta podría, consecuentemente, ser sancionable cuando fuera cometida tras la vigencia de la Ley que la previera como tal.

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Esta solución peca, no obstante, de formalista y no fue tal, desde luego, la intención del legislador cuando «sin solución de continuidad» incluyó los antiguos tipos delictivos en la categoría de infracciones. La sentencia —en palabras de un voto particular de Gimeno Sendra— «confunde los efectos de una despenalización con los de una amnistía o indulto». Añadiéndose en dicho voto que desde el punto de vista constitucional no creo que pueda efectuarse reproche de inconstitucionalidad alguna, ni a la posibilidad de que el legislador decida transformar un ilícito penal en administrativo, ni a la de que los operadores jurídicos, una vez liquidada la sanción penal principal, decidan mantener las accesorias o la principal de multa, convertidas en sanciones administrativas, siempre y cuando naturalmente la nueva sanción sea más favorable, pues, de lo contrarío, se infhngirá, no el principio de legalidad sino el de irretroactividad de las disposiciones sancionadoras del articulo 9.2. Por tanto, a los efectos del cumplimiento del principio de legalidad, lo único que el artículo 25 prohibe es que nadie sea condenado por acciones que en el momento de producirse no constituyen «delito o infracción administrativa», sin que la norma constitucional vede la posibilidad de que, sobre el mismo hecho y contra el mismo autor, se efectúe una sucesión más favorable de normas para el condenado, que es lo que en realidad acontece en ios supuestos de «discriminalización» en sentido estricto, pues entre el ilícito penal y el administrativo no existe diferencia en todo lo referente a su naturaleza (no en vano al Derecho Administrativo Sancionador se le denomina también «Derecho Penal Administrativo»). CARRETERO y CARRETERO (1992, 112-113) han estudiado atentamente (lo que no suele ser común en la doctrina) diversos problemas que aparecen en tomo a la retroactividad e irretroactividad de las normas sancionadoras:

— A la hora de valorar la lenidad relativa de las normas enjuego, recuerdan que, para la doctrina dominante, en caso de duda la regla es que las sanciones ciertas son más graves que las inciertas y las regladas más que las discrecionales. — En el caso de infracciones resultantes del incumplimiento de prestaciones exigidas con carácter general, no procede aplicar la ley posterior más beneficiosa «porque supondría premiar a los infractores, salvo que las propias normas señalaran lo contrario: por ejemplo, si una ley suprime un tributo, ello no puede suponer la amnistía para los defraudadores anteriores». — Respecto a la ley intermedia constatan que «la jurisprudencia se ha inclinado siempre que ha sido posible por la aplicación de la norma favorable». Una cuestión que se plantea con relativa frecuencia ante los Tribunales es la de si el principio que se está analizando se aplica solamente a las infracciones posteriores a la Constitución o si, por el contrario, se benefician también de él las cometidas con anterioridad. Lo que el Tribunal Constitucional, en su sentencia, entre otras, 177/1992, de 2 de noviembre, ha resuelto de manera contundente: La regla de la irretroactividad de la reserva de Ley del artículo 25.1 de la Constitución es aplicable con independencia de que los hechos sancionados sean anteriores o posteriores a la Constitución. Y es así porque no podría ser de otro modo, esto es, porque si este Tribunal admitiera que la irretroactividad de la reserva de Ley del artículo 25.1 sólo se da si el hecho sancionado es anterior a la entrada en vigor de la Constitución, dicha irretroactividad carecería en el fondo de significado, ya que las resoluciones sancionadoras dictadas en aplicación de las correspondientes normas reglamentarias anteriores a la Constitución - salvo en casos rarísimos— habría alcanzado ya firmeza, y la regla de la irretroactividad no añadiría nada nuevo.

La STC 45/1994, de 15 de febrero, aborda un punto sumamente interesante: cometida una infracción establecida en un Reglamento postconstitucional de legali-

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dad más que dudosa, poco después se publica una Ley que presta cobertura a tal Reglamento. Así lo había entendido, al menos, la jurisdicción contencioso-administrativa al confirmar las sanciones administrativas impuestas. Pero el Tribunal Constitucional no comparte tal criterio, declarando que no es posible aceptar que la cobertura legal ex post facto pueda subsanar el vicio previo causante de la vulneración del artículo 25.1 de la Constitución. Como ya hemos declarado en un caso análogo (STC 29/1989), «es obvio que esa Ley no podía prestar cobertura legal al Real Decreto (de anterior fecha) para la imposición de sanciones por infracciones cometidas con anterioridad a la vigencia de la propia Ley, dada la irretroactividad de las disposiciones sancionadoras».

Ni que decir tiene, por último, que la aplicación de las reglas de irretroactividad o de retroactividad presupone la determinación precisa del momento de la comisión de la infracción: lo que no es siempre una operación sencilla. L Ó P E Z M E N U D O ( 1 9 8 2 , 1 7 1 ss.) ha realizado, al efecto, un ensayo de sistematización con arreglo a las siguientes variantes: a) Infracciones realizadas en un solo instante: no hay problema, b) Infracciones que consisten en una acción: el acto inicial, c) Infracciones que consisten en la producción de un resultado: el último acto que desencadene tal resultado, d) Infracción permanente: el último acto constitutivo de la conducta.

2.

RETROACTIVIDAD DE LAS NORMAS FAVORABLES

Cuando se trata de normas sancionadoras favorables para el infractor, rige la regla inversa a la que acaba de ser examinada, es decir, la de la retroactividad. Esto es algo bien conocido en el Derecho Penal y que se recoge en el artículo 24 de su Código: Las leyes penales tienen efecto retroactivo en cuanto favorezcan al reo de un delito o falta, aunque al publicarse aquéllas hubiese recaído sentencia firme y el condenado estuviese cumpliendo la condena.

En el Derecho Administrativo Sancionador no se reconocía esta regla con carácter general, aunque así aparecía consignada en algunas leyes sectoriales, como en la Disposición Transitoria 3.a del Real Decreto 2631/1985, de 18 de diciembre, sobre procedimiento tributario sancionador: 1. La Ley 10/1985, de 26 de abril, será de aplicación a las infracciones tipificadas en la misma que se cometan a partir del 27 de abril de 1985, cualquiera que sea la fecha del devengo de los hechos imponibles con que estén relacionados. No obstante lo dispuesto en el párrafo anterior, la nueva normativa será de aplicación a las infracciones tributarias cometidas con anterioridad cuando resulte más favorable para los sujetos infractores.

Por cierto, que el mantenimiento de este principio ha provocado en el año 2004 una curiosa situación. Teniendo en cuenta que el nuevo texto de la Ley General Tributaria era manifiestamente más favorable que el anterior, la Agencia Tributaria ^deno la suspensión de los procedimientos sancionadores iniciados —¡más de 600.000!— que deberían reanudarse a partir del 1 de julio para adecuarlos a la nueva normativa que entraba en vigor ese día. El artículo 128.2 de la LPAC ha terminado generalizando la regla para el Derecho Administrativo Sancionador:

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«Las disposiciones sancionadoras producirán efecto retroactivo en cuanto favorezcan al presunto infractor».

Con esta rotunda declaración se garantiza ya el rango legal de la regla. Pero importa, además, sobremanera indagar si su rango se encuentra en el nivel supremo de la Constitución, puesto que las consecuencias obviamente no serían las mismas, como habrá ocasión de comprobar más adelante. El Tribunal Constitucional parece, en efecto, inclinarse por la tesis de su reconocimiento constitucional, dado que extrae la regla, aunque sea a sensu contrario, de un artículo de la Constitución. Así se apunta ya en la temprana sentencia 8/1981, de 30 de marzo (reiterada en la 15/1981, de 7 de mayo), donde se declara que el problema de la retroactividad o irretroactividad de la ley penal (en realidad no sólo de ella, sino también de otras disposiciones sancionadoras, aunque sólo a aquélla y no a todas estas van dirigidas las consideraciones presentes) viene regulado por nuestra Constitución en su articulado 9.3 (...]- Interpretando a sensu contrario este precepto puede entenderse que la Constitución garantiza también la retroactividad de la ley penal favorable.

La misma actitud ha adoptado el Tribunal Supremo en una jurisprudencia muy abundante. Así, entre otras muchas, la sentencia de 28 de mayo de 1990 (Ar. 3765; Fuentes Lojo): el principio de la retroactividad de las leyes penales favorables, reconocida en el artículo 24 del Código Penal y 15 del Pacto Internacional de los Derechos civiles y políticos de 19 de diciembre de 1966, es una consecuencia del principio de legalidad, establecido en el artículo 25 de la Constitución, para la imposición de condena o sanción, y del principio de irretroactividad que garantiza el articulo 9.3, su aplicación al Derecho Administrativo Sancionador resulta, por tanto, de la Constitución.

La cuestión dista mucho, sin embargo, de ser tan clara como estas sentencias parecen indicar. L Ó P E Z MENUDO, que ha estudiado muy detenidamente este extremo en las deliberaciones parlamentarias, llega a la conclusión de que los constituyentes no desearon inequívocamente la inclusión de tal regla; y, desde el punto de vista lógico, la rechaza él enérgicamente (1982,180 ss.) puesto que el argumento a sensu contrario está aquí manejado de forma incorrecta, habida cuenta de los distintos contenidos y fundamento de la regla deducida y de la regla de la que se pretende deducir: «en el principio de irretroactividad de normas sancionadoras desfavorables contemplado en el artículo 9.3 de la Constitución no va implícito el mandato constitucional de que se den efectos retroactivos a las favorables; del mismo modo que cuando la Constitución garantiza la irretroactividad de las normas restrictivas de derechos individuales no está mandando se apliquen retroactivamente las normas que amplíen esos derechos». En mi opinión, las tesis de L Ó P E Z M E N U D O es la correcta porque lo opuesto (lo contrario) a la regla de que las normas desfavorables son irretroactivas no es la regla de que las normas favorables son retroactivas, como con un silogismo a todas luces falso deducen las sentencias citadas. En términos lógicos, de la proposición «los ancianos son avaros» no se deduce a contrario sensu que «los jóvenes son generosos», sino que «los ancianos no son generosos» y que los jóvenes podrán ser generosos o avaros: en realidad, la proposición escogida nada dice de los jóvenes. Volviendo a nuestro caso, esto significa que las normas sancionadoras favorables «pueden» ser tanto retroactivas como irretroactivas, dado que el artículo 128.2 nada dice sobre ellas. Y de aquí precisamente que cuando la LAP ha querido establecer las

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dos reglas, se ha tomado la molestia, que resultaba necesaria, de formularlas expresamente en dos preceptos distintos (en los dos números del art. 128); de la misma manera que también lo ha hecho así el Código Penal. Entiendo, pues, en conclusión que la regla de la retroactividad de las normas sancionadoras favorables tiene rango legal y no constitucional. Lo que significa que puede ser derogada o excepcionada por cualquier otro precepto de rango legal sin que ello vulnere la Constitución. Y, en cuanto a su fundamento, es frecuente que la jurisprudencia se refugie en invocaciones tan venerables como evanescentes, al estilo de la STS de 11 de febrero de 1976 (Ar. 506), donde se hace referencia expresa de la humanitatis causa, a la pietatis causa y a la justitiae causa; pero para mí es muy distinta la situación según se trate de normas favorables o desfavorables: el fundamento de la irretroactividad de las normas sancionadoras desfavorables es la seguridad jurídica, puesto que se considera inicuo castigar a alguien por algo que en el momento de realizarse la acción era lícito. En cambio, el fundamento de la retroactividad de las normas sancionadoras favorables es la igualdad, puesto que se considera inicuo castigar de distinta manera a quienes han cometido la misma infracción. A este propósito la STC 99/2000, de 10 de abril, va acompañada de un voto particular de Mendizábal que es ilustrativo recordar: El límite cronológico del ius puniendi como conjunto de normas y como potestad comprende tanto la interdicción de la irretroactividad de la ley más severa [...] como la retroactividad obligada de la más benigna, no por compasión, humanitatis causa, ni tampoco por aplicación del principio in dubio pro reo, sino por razones de justicia como valor constitucional preferente y norte del Estado de Derecho [...] Cuando el legislador promulga una ley sancionadora (no sólo penal) más suave está reconociendo implícitamente al menos que la precedente más severa no se acomoda a las exigencias de justicia de la sociedad coetánea. No parece coherente admitir a priori la posibilidad de que dos poderes públicos, el legislativo y el judicial funcionen cada uno a su aire, exonerando y castigando a la vez las misma conductas por mor del tiempo en que sucedieron. Es evidente que para evitar tal distonía debe prevalecer la ley nueva que refleja las convicciones del pueblo, a través de sus representantes, en tan preciso momento y, por tanto, pone el listón del minimo ético o aplica el principio de intervención mínima.

Desde el punto de vista de la técnica jurídica, resulta esencial percatarse de la diferencia de los regímenes temporales de la retroactividad de las normas penales favorables y la de la normas administrativas sancionadoras. El artículo 24 del Código Penal expresa, como hemos visto, una retroactividad absoluta en el tiempo, ya que se extiende incluso a penas que todavía se están cumpliendo. Para las normas administrativas, en cambio, la retroactividad sólo alcanza a los hechos sobre los que todavía no se ha realizado un pronunciamiento administrativo firme. Interpretación restrictiva que se deduce del términos literal del artículo 128.2 de la LAP, que bien claramente alude al «presunto» infractor, es decir, a aquella persona que todavía no ha sido declarada infractor. En su consecuencia, una vez que haya resolución administrativa firme, ya no opera la regla de la retroactividad. Otra cosa dice, sin embargo, y aunque sea en un contexto marginal, la STS de 28 de mayo de 1990 (Ar. 3765; Fuente Lojo), en la que se afirma que la aplicación retroactiva de la ley más favorable ha de realizarse incluso aun cuando ya se haya pronunciado la sanción y es que —recordando la sentencia del Tribunal Supremo de 10 de marzo de 1987 (Ar. 10184 de 1988; Rodríguez García)—, «la ley penal más favorable pasa incluso por encima de la cosa juzgada y su aplicación no se detiene ni siquiera en el supuesto de que el reo estuviese cumpliendo condena». Y todo ello porque

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el efecto retroactivo de la norma más favorable no resulta limitado al trámite de proceso administrativo si se parte de que el propio artículo 24 del Código Penal establece dicho efecto, aunque al publicarse la nueva norma hubiere recaído sentencia firme y el condenado estuviere cumpliendo condena, y la Disposición Transitoria de la Ley Orgánica 8/1983, de Reforma Urgente y parcial del Código Penal, ordena a Jueces y Tribunales que procedan de oficio a rectificar las sentencias firmes no ejecutadas que se hubieren dictado con anterioridad a la entrada en vigor de la ley nueva en los que conforme a ella hubiera correspondido una condena más beneficiosa para el reo.

Los problemas que esta doctrina plantea en el Derecho Administrativo Sancionador son, con todo, gravísimos. Tratándose de multas —que es la sanción más habitual en este ámbito— resulta que si la multa ya ha sido satisfecha, no procede la revisión retroactiva; mientras que sí procedería para el sancionado moroso, premiando su resistencia. Y, en cambio, no ofrece dudas la aplicación retroactiva favorable de otras sanciones de cumplimiento indefinido, como, por ejemplo, la pérdida de capacidad para realizar determinadas actividades (retirada de licencia) o suspensión temporal o indefinida de su ejercicio (cierre de establecimientos). Sin que pueda objetarse a esta regulación tacha alguna de inconstitucionalidad, ya que, como antes se ha argumentado con detalle, la regla de la retroactividad tiene mero rango legal y, por ende, la ley es libre de determinar su alcance concreto; lo que no sería lícito si hubiera un condicionamiento constitucional. Y, por lo mismo, hay que admitir la hipótesis de la aparición, en su día, de una ley general o sectorial, que determine de distinta manera los límites temporales de tal retroactividad. La propia naturaleza de las cosas impone el señalamiento de límites temporales a la retroactividad, ya que, de no ser así, se producirían unas perturbaciones en la vida jurídica que pondrían en peligro incluso la supervivencia del Estado. Un buen ejemplo de ello nos lo proporciona la STC 361/1993, de 3 de diciembre, sobre indemnizaciones a amnistiados. En el caso de autos se trataba de las indemnizaciones previstas en una ley para «algunos» beneficiarios de la amnistía política que en ella se declaraba. Esto suponía una evidente desigualdad para los excluidos de la indemnización. Y, sin embargo, el Tribunal lo encuentra constitucionalmente correcto por dos razones: porque la indemnización es graciable y, sobre todo, porque es la única forma de no gravar excesivamente los presupuestos económicos, reconociendo «un amplio margen de libertad al legislador al tratarse del reparto de recursos económicos necesariamente escasos en conexión con las circunstancias económicas, las disponibilidades del momento y las necesidades y deberes de los grupos sociales [...] aunque ese margen haya de respetar en todo caso los criterios de razonabilidad y no arbitrariedad que se deducen también del artículo 14 de la Constitución». Y es que, abundando en lo anterior pero desde otra perspectiva, si no se establecieran dichos límites temporales, se producirían tales cataclismos en las situaciones jurídicas y económicas ya consolidadas, que no habría legislador con energía suficiente para suavizar sus criterios sancionatorios. Pasando a otros extremos dignos de comentario, conviene subrayar que la retroactividad ha de ser, en todo caso, global, es decir, que, como advierte la citada STS de 28 de mayo de 1990, con cita del Auto del Tribunal Constitucional de 24 de julio de 1984, no se puede aplicar a retazos una y otra ley [la anterior y la posterior], debiéndose de aplicar la nueva cuando sea más favorable al reo, en bloque, no fragmentariamente, porque si se procediera a seleccionar de la normativa procedente y de la que se modifica lo más beneficioso de una y otra, se estarían usurpando tareas legislativas que no corresponde a los Tribunales como sería la creación de una tercera norma artificiosa e indebidamente elaborada a partir de lo entresacado de la antigua y la nueva.

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Doctrina que comparte también el Tribunal Constitucional, como puede comprobarse en su sentencia 131/1986, de 29 de octubre: dicho principio supone la aplicación integra de la ley más beneficiosa, incluidas aquellas de sus normas parciales que puedan resultar perjudiciales en relación con la ley anterior, que se desplaza en virtud de dicho principio, siempre que el resultado final, como es obvio, suponga beneficio para el reo [...]. No es aceptable, por tanto, y así lo ha dicho este Tribunal en el Auto 369/1984, de 24 de junio, utilizar el referido principio para elegir, de las dos normas concurrentes, las disposiciones parcialmente más ventajosas, pues en tal caso el órgano judicial sentenciador no estaría interpretando y aplicando las leyes en uso correcto de la potestad jurisdiccional que le atribuye el artículo 117.3 de la Constitución, sino creando con fragmentos de ambas leyes una tercera y distinta norma legal con invasión de funciones legislativas que no lo competen.

La STC 75/2002, de 8 de abril, ha declarado que el principio de la retroactividad de la ley penal más favorable —que, por cierto, no es susceptible de amparo constitucional— «supone la aplicación integra de la ley más beneficiosa, incluidas aquéllas de sus normas parciales que puedan resultar perjudiciales en relación con la ley anterior, que se desplaza en función de dicho principio, siempre que el resultado final, como es obvio, suponga beneficio para el reo, ya que en otro caso la nueva ley carecería de esa condición de más beneficiosa que justifica su aplicación retroactiva». En un orden muy distinto de consideración la STS de 22 de febrero de 1988 (Ar. 1378; Delgado) analiza la delicada cuestión de la retroactividad de las normas complementarias de una norma sancionadora en blanco. De estas últimas me ocuparé con detenimiento en los capítulos siguientes; pero a los efectos que aquí se están tratando conviene adelantar que se trata de normas que no describen exhaustivamente el tipo sino que se remiten a una norma posterior que ha de hacerlo. Dicho esto, el problema que aborda la sentencia es el de determinar si la modificación favorable de la norma complementaria posterior (en este caso la que señala los límites de tolerancia de la turbiedad de las conservas de guisantes, a los que se remitía la norma sancionadora) tenía efectos retroactivos o no; o —en las propias palabras del Tribunal— «la cuestión suscitada es la de si el principio de la retroactividad de la Ley más favorable ha de jugar también cuando lo que se modifica no es la norma sancionadora, en sí misma, sino la que aporta el complemento que viene a rellenar el tipo en blanco por aquella dibujado». Y añade: «la respuesta ha de ser afirmativa: el complemento que proporciona la norma no sancionadora es siempre parte integrante del tipo. Que éste se formule de una sola vez, en la regla sancionadora, o en dos momentos y normas distintas, resulta inoperante. La infracción se integra por el tipo completo, es decir, el tipo exigido por el artículo 25.1 de la Constitución sólo existe cuando ha sido completado». Y más todavía: a los efectos de la retroactividad de la ley más favorable, una vez que el tipo existe, resulta intrascendente que su alteración o eliminación tenga lugar por modificación de la norma sancionadora en blanco o por modificación de la regla complementaria que viene a dar el último contenido al tipo. El fundamento de la retroactividad de la norma sancionadora más favorable, se concreta en razones humanitarias o de estricta justicia, opera siempre que una modificación normativa afecte a la norma en blanco o a la complementaría evidencia que determinada costumbre ha dejado de ser socialmente reprochable.

La problemática examinada en la sentencia de 28 de mayo de 1987 (Ar. 10191; Español) es incluso más compleja y también merece que nos detengamos en ella.

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Por lo pronto admite sin vacilar la aplicación del principio penal en la forma que ya nos es conocida: Partiendo de que las infracciones administrativas participan de la naturaleza de las penales, habrá de convenirse en que la doctrina de la retroactividad de las disposiciones sancionadoras favorables ha de referirse a unas y otras, siendo al efecto de recordar la STC de 30 de marzo de 1981, que destaca cómo el artículo 9.3 de la Constitución garantiza la irretroactividad de las normas sancionadoras, dentro de cuya rúbrica han de entrar las administrativas sancionadoras, en la que se declara que la norma 9.3 ha de interpretarse también a contrario sensu, entendiendo que la Constitución garantiza la retroactividad de la ley penal más favorable, principio ya consagrado en el artículo 24 del Código Penal.

En el ámbito procesal y procedimental destacan las siguientes cuestiones: la STS de 22 de marzo de 1989 (Ar. 2261; García-Ramos) resuelve de manera muy sencilla el viejo problema de cuál es la norma aplicable: si la vigente en el momento de producirse la infracción o de dictarse la resolución (o la sentencia). Desde la perspectiva de la retroactividad, siempre se aplicará la más favorable. La sentencia de 13 de diciembre de 1991 (Ar. 9349; Trillo) admite la aplicación retroactiva de la norma sancionadora favorable incluso cuando «el procedimiento sancionador se encuentre en fase de impugnación jurisdiccional», «puesto que —apostilla la de 26 de mayo de 1992 (Ar. 4232; González Mallo)— posibilita la aplicación de la nueva normativa sin retroacción de procedimiento, siendo además aconsejable por razones de economía procesal, siempre que se haga sin menosprecio del derecho de defensa». La sentencia de 13 de marzo de 1992 (Ar. 2797; Trillo) aprovecha la oportunidad para aportar nuevos argumentos a esta tesis: Estos antecedentes jurisprudenciales contestan también a la alegación relativa a la improcedencia de que un órgano de la Jurisdicción realice directamente la aplicación de la Ley más favorable, sin dar la oportunidad a la Administración para que haga su propia calificación de los hechos. Siendo una de las opciones posibles que en estos casos la jurisprudencia se hubiera pronunciado en favor de devolver las actuaciones administrativas para que los hechos fueren calificados de nuevo por la Administración, sin embargo ha preferido seguir la de entrar directamente en el tema, teniendo en cuenta siempre el previo y oportuno debate entre las partes, basándose implícitamente en una razón de economía procesal.

Esta doctrina puede considerarse pacífica aunque exigiendo, eso sí, que la sanción no se haya ejecutado. La Sentencia de 30 de enero de 1991 (Ar. 478; Cáncer) aborda la delicada cuestión de la posibilidad de ejercer este tipo de derechos en el procedimiento especial de la Ley 62/1978 de protección jurisdiccional de los derechos fundamentales. Lo que resuelve en términos muy rigurosos: Como se establece en la STC de 30 de marzo de 1981, del análisis del artículo 25.1 de la Constitución no se infiere que este precepto reconozca a los ciudadanos un derecho fundamental a la aplicación retroactiva de una ley penal más favorable que la actualmente vigente. Añadiendo esta sentencia y la de 7 de mayo de 1981 que la retroactividad de las disposiciones sancionadoras favorables tiene su fundamento a contrario sensu en el artículo 9 de la Constitución, no siendo invocable en vía de amparo [...], doctrina que se reitera en la de 29 de octubre de 1986. De lo que se infiere que la invocación de esta supuesta vulneración del principio de retroactividad de las disposiciones sancionadoras favorables, tampoco es invocable en el proceso especia] y sumario de la Ley 62/1978.

248

D E R E C H O ADMINISTRATIVO S A N C I O N A D O R

La STS de 9 de mayo de 2002 (3.a, 6.a, Ar. 5075) sigue insistiendo , no obstante, en la línea tradicional y aplica la norma más favorables que entró en vigor después de haber impuesto la sanción administrativa. Nótese que aquí se están manejando razones constitucionales de índole material porque es claro que la retroactividad opera sin dificultades cuando se trata de normas de carácter procesal, como admite sin ambajes la STS de 4 de enero de 2000 (Ar. 1084). Desde la perspectiva del Tribunal Constitucional la cuestión más importante (estudiada minuciosamente por H U E R T A T O C I L D O , 2 0 0 0 ) es la de si la retroactividad de las normas favorables genera en el infractor un derecho fundamental amparado en el artículo 25 de la Constitución, o no; cuya relevancia práctica salta a la vista si se tiene en cuenta que de su respuesta depende la posibilidad de fundar en ella un recurso de amparo. A este propósito la postura del tribunal no puede ser más tajante ya que desde la temprana Sentencia 8/1981 viene sosteniendo que dicho principio, reconocido en el artículo 9.3, no tiene cabida en el 25.1. Y, sin embargo, en ocasiones ha prosperado el recurso aunque no al amparo del artículo 25 sino de otros como el 17.1 o el 24. HUERTA T O C I L D O ha combatido enérgicamente esta postura por entender que si el principio de retroactividad está reconocido en el artículo 9.3, necesariamente habrá de considerarse asimismo contenido en el artículo 25.1. Y de hecho así se ha defendido en algunos votos particulares (en las SS 177 y 203/1994), aunque el Tribunal siga sin dar su brazo a torcer y, cuando quiere admitir y estimar el amparo, prefiera acudir, como acaba de verse, a otros artículos constitucionales más o menos inesperados. Singular interés ofrece el supuesto de leyes temporales, que constituyen una excepción al principio. Tal como explica la STS de 18 de marzo de 2003 (3.a, 4.a, Ar. 3651), la figura penal de las llamadas leyes temporales es «esencialmente relevante en relación con la potestad sancionadora de las Administraciones Públicas. En determinados sectores en que tiene lugar la intervención administrativa, como el social o el económico, es frecuente que la norma proyecte actuaciones para atender a situaciones coyunturales que se espera corregir o paliar con las medidas adoptadas. Éstas están llamadas a perder su vigencia cuando desaparezcan aquellas situaciones, pero requieren para su eficacia del plus de garantía que comporta el régimen administrativo sancionador. Cuando así ocurre, no son aplicables retroactivamente las normas posteriores más favorables que vienen a sustituirlas». VII. 1.

BALANCE FINAL DLSCRECIONALIDAD ADMINISTRATIVA Y ARBITRIO JUDICIAL C O M O COMPLEMENTOS INEXCUSABLES DE LA LEGALIDAD

La Constitución de 1978 —y en general el Ordenamiento jurídico actual— ha magnificado el concepto de la legalidad objetiva sobredimensionado su importancia y correlativamente subdimensionando, e incluso ignorando, los factores personales subjetivos de la vida jurídica que son la otra cara de la legalidad. Un desequilibrio cuyos efectos serían aún más devastadores para el Derecho Administrativo Sancionador si no fuera porque los jueces no han renunciado, por fortuna, al ejercicio de sus potestades de arbitrio prudente. Las causas de tan exacerbada magnificación son explicables aunque no justificables. La Constitución nació en un momento histórico en el que se estaba padeciendo un acusado déficit de legalidad que, pura y simplemente, se supercompensó con un

EL PRINCIPIO DE LEGALIDAD

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exceso de ella, creyendo ingenuamente que el antónimo de la legalidad era la arbitrariedad (que se quería eliminar a todo trance) y pasando por alto que la legalidad necesita del contrapeso de la discrecionalidad (administrativa) y del arbitrio (judicial) sin los cuales termina siendo aquélla una variante de dictadura y que no se gana mucho cuando se pasa de la dictadura de los hombres a la dictadura de las leyes. Ahora bien, como no es este el momento de extenderme en consideraciones criticas de orden político o ideológico sobre el legalismo a ultranza, quiero limitarme a evocar brevemente las disfunciones técnicas que de esta visión unilateral resultan. Por lo pronto, y en lo que a nuestra tema importa, se concibe el Derecho Administrativo Sancionador como un ordenamiento heterónomo a la Administración y a los tribunales, es decir, como un conjunto de normas impuestas desde fuera por el legislador. Al Ejecutivo, en efecto, sólo le corresponde la modestísima tarea de colaborar con el legislador en los términos que expresamente se le señalen: mientras que en la actividad aplicativa de las normas se asigna a los funcionarios y jueces una tarea esencialmente automática ya que tienen que limitarse a realizar continuas operaciones formales de subsunción, o sea, encajar unos hechos «objetivos» determinados por el principio de la presunción de inocencia, en unos tipos legales rigurosamente preestablecidos en la ley. Fuera del círculo iluminado por la ley, no hay más que las tinieblas de lo ilícito, de lo prohibido. A lo largo del libro hemos de comprobar, sin embargo, que este sistema no pasa de ser una falacia ideológica, un pío —o quizás perverso— deseo del legislador quien, para justificarlo e imponerlo, no ha vacilado en mancillar la Constitución obligándola a decir cosas que manifiestamente no dijo. Las consecuencias prácticas de esta falacia son ciertamente muy graves; aunque por fortuna, la disfuncionalidad provocada ha topado con el límite infranqueable de una realidad que en muchos aspectos no se deja manipular de una forma tan rudimentaria y escandalosa. La realidad es a veces terca, incluso inquebrantable, de tal manera que contra ella terminan estrellándose imponentes las olas de una ideología torpe y de una doctrina poco imaginativa. Éste es el verdadero origen de una serie de paradojas que nos esperan en cada capítulo del libro: unos principios dogmáticos formulados en términos inflexibles, que a la hora de la verdad no se aplican sencillamente porque no pueden serlo, creándose así las extensas manchas de inseguridad que tanto afean al Derecho Administrativo español emergente. Pero ya se ha dicho que, guste o no guste, el arbitrio judicial y la discrecionalidad administrativa son el saludable —e inevitable— contrapeso de los rigores de la legalidad y lo que explica que ésta no produzca los desastrosos efectos que de otra suerte resultarían. 2.

¿ U N PRINCIPIO DE LEGALIDAD ORDINARIA?

Al cabo de tantas páginas hemos llegado a una situación que dista mucho de ser satisfactoria. Por lo pronto hemos descubierto que este principio, lejos de ser una conquista del Estado democrático estaba ya inequívocamente proclamado en el régimen franquista. La diferencia entre ambos períodos podrá encontrarse ciertamente en su distinto grado de aplicación, que ahora es mucho más elevado que antes. La segunda duda es la de su naturaleza, que tanto la jurisprudencia como la doctrina califican de constitucional, aunque sin argumentos convincentes. Algo que esta justificado para los ilícitos penales, mas no para la los administrativos. El Codigo

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DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

Penal debe ser aprobado por una ley, e incluso por una ley orgánica. No se entiende bien, en cambio, que se sostenga esta misma exigencia para las infracciones administrativas, que se cuentan por millones y que varían cada día en cuanto que dependen de unas normas primarias convencionales y muy poco estables. Las infracciones contra la salud público o el medio ambiente se deducen de unas reglamentaciones técnicas minuciosísimas que van desde la descripción química de unos aditivos alimentarios a un plan parcial urbanístico aprobado por cualquier de los siete mil municipios que hay en España. Para compaginar la unidad del principio constitucional con el sinnúmero y variedad de los ilícitos concretos ha habido que introducir una precisión adaptativa: el principio se aplica en todos los casos pero no de la misma manera ya que debe matizarse o modularse según las peculiaridades de la materia. La solución es ingeniosa, desde luego, pero presenta graves inconvenientes empezando por el de la inseguridad ya que no sabemos de antemano hasta qué punto son admisibles las peculiaridades de cada régimen, habida cuenta de que, tratándose de un principio constitucional, es el tribunal de este orden el que así ha de declararlo caso por caso dejando unos largos vacíos de incertidumbre. Además, y por otro lado, la imposibilidad física de una regulación legal completa ha obligado a llamar a los reglamentos para que completen el régimen. Una prevención inevitable pero de alcance también impreciso, que provoca infinidad de conflictos como se comprobará en el capítulo siguiente. La inseguridad es, en definitiva, la nota más característica del principio «constitucional» de la legalidad de las infracciones y sanciones administrativas, cuyo alcance no podemos valorar con exactitud todavía ya que aún no hemos matizado con detalle sus dos elementos (o corolarios) fundamentales: la reserva legal y el mandato de tipificación. A mi juicio todas estas dificultades se aliviarían sencillamente se se renunciase al rango constitucional del principio, que carece del más mínimo apoyo textual y que, además, como ya hemos visto y seguiremos comprobando, complica innecesariamente todo el sistema. El principio de legalidad debe ser garantizado a nivel legal y, si así fuese, las propias leyes se encargarían de introducir con precisión lo que ahora se llaman modulaciones o flexibilizaciones, eliminando de una vez y para siempre la inseguridad en que hoy nos movemos. Sin que, por otra parte, haya que temer por la pérdida de garantías del individuo, salvo que se niegue la importancia de la ley. Al fin y al cabo el Estado de Derecho está basado en la ley y la superprotección constitucional debe reservarse para los bienes jurídicos verdaderamente fundamentales, como son ciertamente los afectados por el Derecho Penal mas no necesariamente por el Derecho Administrativo Sancionador. En esta hipótesis, la única pérdida efectiva sería el acceso al Tribunal Constitucional a través del recurso de amparo. Ahora bien, en el siglo xxj, al cabo de 25 años de experiencia, ya se han perdido buena parte de las ilusiones que en 1978 se habían depositado en tal recurso. Una sanción se impone en un riguroso procedimiento administrativo y puede revisarse de ordinario con un recurso interno; luego intervienen dos instancias jurisdiccionales y, al final, en su caso el Tribunal Supremo en casación. ¿Cómo es posible que no nos basten dos controles administrativos y tres judiciales? ¿Por qué vamos a tener más confianza en el sexto control? Con este sistema lo único que estamos logrando es retrasar durante años y años las resoluciones definitivas y congestionar a los tribunales.

CAPÍTULO

VI

LA RESERVA LEGAL SUMARIO: I. Multiplicidad de reservas legales.—II. El articulo 25.1 de la Constitución: La reserva legal para el ejercicio de la potestad sancionadora. 1. Reserva de legislación y reserva de ley. 2. Reserva de Ley Orgánica y reserva de Ley ordinaria. 3. Reserva de Ley y Decreto-Ley. 4. Sentido tradicional y sentido moderno de la reserva legal. 5. La reserva trinitaria de la LPAC. —III. La colaboración reglamentaria. 1. Planteamiento. 2. Constitucionalidad. 3. Justificación.—IV Leyes en blanco o leyes de remisión. 1. Concepto y contenido. 2. Sus límites: habilitaciones en blanco o remisiones insuficientes. 3. Requisitos para la validez.—V El llamamiento a la colaboración reglamentaria. 1. Dos figuras distintas conectadas en la reserva legal. 2. Habilitaciones genéricas en cláusulas de estilo. 3. La remisión normativa. 4. Remisiones específicas. 5. Remisiones implícitas y marco sistemático de referencia. 6. La cobertura legal. VI. Consideraciones finales. 1. Tesis de la superfluencia de la reserva lega). 2. Viabilidad del régimen general de la LPAC. VII. Balance general: naufragio del principio.

Una vez examinada lo que podría considerarse «teoría general» del principio de legalidad podemos pasar al análisis de sus corolarios o elementos empezando por la reserva de ley ya que —como se recordará de lo dicho en el capitulo anterior— exige la existencia de una norma jurídica previa reguladora de infracciones y sanciones; y no de una norma positiva cualquiera sino cabalmente de una norma con rango de ley. Desde el punto de vista sistemático parece impecable este modo de proceder, aunque conviene advertir que materialmente puede producirse alguna superposición en el desarrollo de este capítulo y en el del siguiente dado que hay cuestiones —como la de la colaboración reglamentaria— que podrían estudiarse tanto dentro de la reserva legal como del mandato de tipificación. I.

MULTIPLICIDAD DE RESERVAS L E G A L E S

La primera dificultad que ofrece el análisis de la reserva legal estriba en la circunstancia de que, desde el punto de vista del Derecho positivo, no existe tal figura, puesto que, en rigor, lo que está regulado por la Constitución son varias reservas legales, cada una de ellas con su régimen jurídico propio. En su consecuencia, la configuración dogmática de una reserva legal única resulta luego difícilmente aplicable a sus diferentes manifestaciones dado que lo que es válido para el género (intelectualmente construido) o para una de ellas puede no serlo para las demás. Esta es una salvedad imprescindible que obliga a extremar las cautelas y precauciones del estudio. O dicho con otras palabras: aunque es perfectamente posible «construir» la figura de la reserva legal (única) utilizando los elementos comunes que el Ordenamiento Jurídico ha atribuido a sus variedades, los riesgos de tal operación son evidentes y consisten en la inutilidad de su resultado y en la incorrección que supone el intento de aplicar a todas las variedades los efectos jurídicos que sólo son propios del género o de una de ellas. Yo no niego, por supuesto, la existencia de la reserva legal sino que en este momento —consciente de los excesos a que está conduciendo la generalización— en lugar de [251]

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DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

subrayar los elementos comunes de las distintas variedades, prefiero llamar la atención sobre los elementos diferenciadores de cada una de ellas; advertencia que vale para explicar buena parte de las aparentes contradicciones en que incurre la Jurisprudencia. Porque de ordinario la circunstancia de que en unas ocasiones las sentencias apliquen el principio —y sobre todo sus corolarios— con rigor y en otras con relajación, se debe a que están operando con reservas distintas, de tal manera que si el rigor es propio de una, la otra puede conllevar la relajación o tolerancia. La técnica de la «cobertura legal» —ocasionalmente utilizada por el Tribunal Supremo y de la que me ocuparé al final de este capítulo— es una buena muestra de lo que estoy ahora diciendo. La Constitución española es en este punto singularmente barroca como se comprueba con una exposición sumaria del sistema que ha establecido y que se complica aún más con las construcciones doctrinales y jurisprudenciales que a tal propósito se han ido elaborando. El sistema constitucional comprende, en efecto y como mínimo, las siguientes variedades: A) Por el rango, según que se exija ley orgánica o ley ordinaria. B) Por la naturaleza, conforme a la vieja distinción entre reserva material o reserva formal. C) Por la materia, según se trate de derechos fundamentales y libertades públicas o no y, sobre ello, según se trate o no de materias de política e intervención económicas. D) Por la intensidad de la reserva, desde cuya perspectiva se distingue entre reserva absoluta o cualificada (que implica que la ley no puede abrir paso a la colaboración reglamentaria) y reserva relativa. Una distinción que, por cierto, ha sido matizada ( T O R N O S , 1 9 8 3 , esp. 4 8 5 ) o rechazada rotundamente (DE O T T O , 1 9 8 7 , 2 3 2 ss.) por algunos autores cabalmente a la hora de analizar la reserva de ley en materia sancionadora. E) Por la formulación constitucional, donde aparece una anárquica serie de expresiones como «sólo por ley», «la ley regulará», «mediante ley», «leyes de delegación», «leyes de mera autorización», «de acuerdo con la ley». A la vista de cuanto antecede puede afirmarse en conclusión que: 1° La Constitución no utiliza una figura unitaria de reserva legal, sino un ramillete de reservas legales específicas, enormemente heterogéneas entre sí y con una regulación y unos efectos jurídicos sensiblemente distintos; situación que se agrava por el hecho de que la doctrina y la Jurisprudencia han complicado aún más este panorama, añadiendo nuevas variantes y subvariantes comúnmente de corrección dudosa. 2.° Ciertamente que es posible la construcción dogmática de la reserva legal sobre la base de los elementos comunes que ofrecen las distintas variedades del Derecho positivo; pero, dada la heterogeneidad indicada, esta figura unitaria ha de tener un contenido mínimo muy reducido, pues de otra suerte se correría el riesgo de que no podría aplicarse a las variedades con régimen jurídico propio. 3.° La heterogeneidad de las reservas legales (en plural) se traduce inevitablemente en la correlativa heterogeneidad de las habilitaciones legales para la participación de los reglamentos; y, por lo mismo, de igual manera que se habla de «escala de reservas legales» (TORNOS), habría que hablar también de escala de habilitaciones y de gradación de posibilidades del dictado de leyes en blanco. 4.° Las reservas legales en materia represora constituyen un grupo aceptablemente homogéneo pero con características peculiares en cada una de sus modalidades. De esta manera podría articularse la reserva legal en el Derecho punitivo del Estado a lo ancho de círculos concéntricos en los que se iría diluyendo el rigor de su exigencia desde el interior a la periferia. El círculo central seria el Derecho Penal; luego vendría el Derecho Administrativo Sancionador de protección del orden general y un tercero para las relaciones especiales de sujeción. A los que aún podría añadirse un cuarto círculo para

LA RESERVA LEGAL

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el Derecho disciplinario. Así lo ha puesto ya de relieve la Jurisprudencia, según puede comprobarse en la STS de 2 de junio de 1992 (Ar. 5520; Enriquez): siendo perceptible en la doctrina del Tribunal Constitucional —S. 2/1987— una graduación en la exigencia del principio de reserva de Ley, según se refiera a cuestiones penales, administrativas generales o a aquellas derivadas de una relación de sujeción especial, tanto más debilitada respecto de estas últimas.

Huelga comentar, por otra parte, que tan complejo panorama influye negativamente en la depuración doctrinal de la cuestión. Los autores han de moverse necesariamente en un campo muy confuso y todavía no consolidado sin otra referencia sólida que la que les proporciona la Jurisprudencia. Pero ésta, por su parte, no se encuentra en mejor situación y carente, a su vez, de un apoyo doctrinal seguro, ha de improvisar sus soluciones —frecuentemente contradictorias y en todo caso vacilantes— al hilo de la variada casuística de los conflictos examinados, que apenas permite una teorización generalizable; y sin olvidar tampoco que la inevitable politización de buena parte de las materias que llegan al Tribunal Constitucional, así como la propia naturaleza del mismo, empañan no poco la fiabilidad jurídica de sus sentencias. Y no es esto sólo: para colmo de desgracias, el fundamento dogmático utilizado tanto por la Doctrina como por la Jurisprudencia está constituido por elementos muy dudosos que proceden o bien de la época preconstitucional o bien de la doctrina extranjera (en especial de la alemana), elaborados sobre unos materiales constitucionales muy diferentes de los españoles actuales, provocándose así graves distorsiones en los planteamientos y en las soluciones. No es exagerado afirmar, por tanto, que la incorporación a nuestro sistema (que es en este punto sustancialmente distinto del alemán) de algunos elementos del de este país suele ser enormemente perturbadora cuando se pretende importar —acríticamente— fórmulas jurídicas que son impropias de nuestro sistema nacional. No obstante lo anterior, de la variada —y no siempre clara— doctrina del Tribunal Constitucional dictada a propósito de las distintas reservas legales pueden extraerse unas proposiciones que constituyen algo así como el mínimo común denominador de todas ellas y que conviene ya adelantar en la versión de B A Ñ O ( 1 9 9 1 , 9 0 ) : « 1 . ° La reserva de ley no sólo implica necesidad de una ley, sino también el que ésta tenga un mínimo contenido material. 2° Se admite la colaboración del poder reglamentario siempre que la habilitación concedida por la ley no le sitúe de hecho en una situación semejante al legislador (la regulación ha de ser dependiente y subordinada a la ley habilitante). 3.° No son viables las remisiones que supongan auténticas deslegalizaciones; el Reglamento dentro de la reserva de ley tiene que ser un complemento de la misma». Las brevísimas consideraciones que anteceden han de bastar a nuestros efectos, puesto que lo que aquí interesa no es la reserva legal genérica, ni mucho menos la de todas y cada una de sus manifestaciones, sino únicamente la variedad especifica de la reserva legal para el ejercicio de la potestad sancionadora de la Administración. Del género se ha publicado últimamente en España mucho y bueno y algo también de la variedad que nos afecta, en la que va a profundizarse a lo largo de este capítulo. II. EL ARTÍCULO 25.1 DE LA CONSTITUCIÓN: LA RESERVA LEGAL PARA EL EJERCICIO DE LA POTESTAD SANCIONADORA Si recordamos lo expuesto en el capítulo anterior, podemos imaginarnos que es inevitable que para el Tribunal Constitucional resulte fuera de duda que: primero, antes de la Constitución no existía reserva legal para la potestad administrativa sancionado-

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ra; y, segundo, ésta aparece por primera vez en el artículo 25.1 de la Constitución de 1978. Dos proposiciones que merecen ahora un comentario particularizado que, en cualquier caso, debe empezar por la determinación de su alcance preciso. 1.

RESERVA DE LEGISLACIÓN Y RESERVA DE LEY

Por lo que se refiere al periodo anterior —y tal como se hizo observar en su momento— el Tribunal Supremo había perfilado ya de manera inequívoca el principio de la legalidad en materia sancionadora, entendido (desde la perspectiva de sus elementos o corolarios) como reserva de «legislación» para la tipificación de las faltas administrativas; es decir, lo que con más propiedad podría denominarse «principio de juridicidad». Así lo declaró, entre otras, la citada STS de 26.9.1973 (Ar. 3407; Suárez Manteóla), en la que, al desarrollar extensamente una auténtica teoría general de las sanciones administrativas, precisó que esta Sala con unidad de doctrina viene sancionando [y cita muchas sentencias desde 1957] lo siguiente: el ejercicio de la potestad sancionatoria administrativa presupone la existencia de una infracción para la cual es indispensable que los hechos imputados se encuentren precisamente calificados como faltas en la legislación aplicable, porque en materia administrativa, como en la penal, rige el principio de la legalidad, según el cual sólo cabe castigar un hecho cuando esté concretamente definido el sancionado y tenga marcada a la vez la penalidad.

Pues bien, si contrastamos el texto de esta sentencia con el tenor del artículo 25.1 puede comprobarse que existe una coincidencia, de tal manera que la Constitución, al menos a primera vista, para nada ha cambiado las cosas. Y, sin embargo, el Tribunal Constitucional, además de prescindir de las conquistas anteriores del Tribunal Supremo, entiende ahora que el citado artículo ha establecido una reserva de Ley estricta, despejando así la ambigüedad de la palabra «legislación» que en él aparece y que tantos quebraderos de cabeza venía produciendo a la doctrina ya que, como sabemos, no siempre los autores se atrevían a identificar reserva de legislación con reserva de ley, y menos para todas las variantes sancionadoras. Una formulación canonizada, mas no exenta de contradicciones, de esta postura puede encontrarse en la STC 3/1988, de 21 de enero: Para delimitar el sentido del articulo 25.1, el Tribunal Constitucional se ha pronunciado sobre el significado del término «legislación vigente» en él contenido, señalando que, en el aspecto penal, constitucionaliza el principio de legalidad de manera tal que prohibe que la punibilidad de una acción u omisión esté basada en norma distinta o de rango inferior a la legislación (STC de 30 de marzo de 1981) [.,.] y que, en consecuencia, la potestad sancionadora de la Administración encuentra en el artículo 25.1 el limite consistente en el principio de legalidad, que determina la necesaria cobertura de la potestad sancionadora de una norma de rango legal, como consecuencia del carácter excepcional que los poderes sancionatorios en manos de la Administración presentan.

El Tribunal Supremo ha adoptado también la misma posición hermenéutica y en su sentencia de 20 de enero de 1987 (Ar. 203; Mendizábal) incluso ha ido más lejos, puesto que en su opinión la palabra «legislación» debe ser entendida con el significado estricto de que «las atribuciones a las Administraciones Públicas de la potestad sancionadora ha de realizarse a través de Ley formal». Pero no nos engañemos: por muy estricta que quiera ser la equiparación jurisprudencial entre legislación y ley formal, la realidad es que —como comprobaremos

LA RESERVA LEGAL

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inmediatamente— el término legislación es una grieta, por la que penetran en el «ámbito reservado» normas que no tendrían acceso a él si existiera la palabra ley, que admite menos equívocos. En otras palabras: mientras sigamos sin saber exactamente —no obstante los esfuerzos teóricos que se han hecho sobre el particular— el alcance de las figuras normativas paralegales y la distinción precisa entre rango, fiierza y valor de Ley, seguirá siendo posible una manipulación permanente del artículo 25 .1 de la Constitución. Todo esto se hubiera evitado fácilmente, claro es, si hubiera prosperado definitivamente la enmienda presentada en el Senado por Lorenzo MARTÍNRETORTILLO (cuya historia ya fue relatada en el capítulo anterior); pero el caso es que no ha sido así y las Cortes constituyentes —por ignorancia o con dolo, que eso es muy difícil de averiguar— han preferido a la precisión la ambigüedad, permitiendo de este modo una flexibilidad interpretativa que, empezando por la admisión del Decreto-Ley y pasando por los reglamentos, termina en la más humilde de las Ordenanzas locales o de las Circulares de un Colegio profesional. 2.

RESERVA DE LEY ORGÁNICA Y RESERVA DE LEY ORDINARIA

Sentado (por la autoridad del Tribunal Constitucional) que la reserva de legislación declarada en el artículo 25.1 equivale a una reserva de norma de rango de Ley formal, surge de inmediato la cuestión de si tal reserva es de Ley Orgánica o de Ley ordinaria. Para el Tribunal Constitucional el punto de partida del análisis se encuentra en el carácter excepcional de la Ley Orgánica y su correlativa aplicación restrictiva, dado que «la Constitución ha instaurado una democracia basada en el juego de las mayorías, previendo tan sólo para supuestos tasados y excepcionales una democracia basada en mayorías cualificadas o reforzadas» (STC 13 de febrero de 1981). A partir de esta afirmación temprana, la jurisprudencia posterior ha ido perfilando el alcance de las leyes orgánicas al hilo, como parece lógico, de su contenido en cuanto que «desarrollen» derechos fundamentales (que es el aspecto que aquí interesa). La STC 25/1984, de 23 de febrero, plantea la cuestión en términos muy precisos: «la cuestión estriba en si del artículo 25.1, en conexión con el 81.1, cabe deducir una reserva de Ley Orgánica en materia sancionadora»; lo que resuelve en los siguientes términos: La «legislación» en materia penal o punitiva se traduce en la «reserva absoluta» de ley. Ahora bien, que esta reserva de Ley en materia penal implique reserva de Ley Orgánica, es algo que no puede deducirse sin más de la conexión del artículo 81.1 con el mencionado articulo 25.1. El desarrollo a que se refiere el artículo 81.1, y que requiere Ley Orgánica, tendrá lugar cuando sean objeto de las correspondientes normas sancionadoras los «derechos fundamentales».

El criterio riguroso al que parece apuntar esta sentencia se encontraba respaldado doctrinalmente por la postura extrema de FERNÁNDEZ FARRERES (1983); pero muy poco tiempo después el Tribunal, en su Sentencia 140/1986, de 11 de noviembre, cambió de criterio y en un sentido mucho más flexible limitó la exigencia de Ley Orgánica (para la legislación penal) únicamente en tanto que sean «garantía y desarrollo del derecho de libertad en el sentido del artículo 81.1 por cuanto fijan y precisan los supuestos en que legítimamente se puede privar a una persona de libertad». No hay necesidad, sin embargo, de exponer genéricamente esta cuestión, puesto que la presencia de leyes orgánicas en el Derecho Administrativo Sancionador viene

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evocada únicamente por su afinidad con el Derecho Penal, en el que, conocidamente, son preceptivas. La primera interpretación posible es, por tanto, la de exigencia de reserva de Ley Orgánica como consecuencia del principio de asimilación del Derecho Penal al Derecho Administrativo Sancionador, dado que la regulación penal está inequívocamente sujeta a aquella reserva. Pero el Tribunal Constitucional no lo ha entendido asi, demostrándose de nuevo que esta pretendida identificación no va más allá de una declaración tendencial que admite tantas excepciones («matizaciones») como reglas. Metodológicamente, el Tribunal, para resolver esta cuestión, va por otro camino y, dejando a un lado las eventuales similitudes con el Derecho Penal, lo que indaga es la conexión que puedan tener las infracciones administrativas con un derecho fundamental, también protegido por Ley Orgánica. En otras palabras: una cosa es que una norma sancionadora afecte o incida en algún derecho fundamental y otra muy distinta el que pretenda desarrollarlo. La reserva de Ley ordinaria únicamente es exigible en el segundo supuesto, pero no en el primero, ya que, de admitir otra cosa, habría que concluir que todas las materias están comprendidas en la reserva de Ley Orgánica, dado que, más o menos directamente, todas las normas afectan (aunque no todas desarrollen) a un derecho fundamental. El Tribunal Supremo, por su parte, se ha inclinado sin vacilaciones por la tesis de que en la potestad sancionadora «es suficiente la ley ordinaria, mientras que el ius puniendi exige para su regulación y, sobre todo, para la imposición de penas privativas de libertad, una norma con rango de orgánica» (STS de 20 de enero de 1987; Ar. 203; Mendizábal). Lo que, en rigor, no es mucho decir, ya que se está operando —al menos en este contexto— con un concepto, el ius puniendi, cuyas relaciones con la potestad sancionadora no quedan claras. Las consecuencias procesales —y en general la reacción del particular— de una sanción impuesta al amparo de una ley ordinaria, cuando el interesado considera que es exigible una Ley Orgánica, aparecen examinados en la STC 19/1991, de 3 de junio: Aun si se aceptara la tesis actora de que la materia debería estar regulada por Ley Orgánica, el carácter puramente ordinario de la misma no autoriza a incumplirla. Una cosa es la posibilidad que tiene el afectado por un acto de aplicación de una Ley que, a su juicio, debería ser Orgánica por exigirlo la Constitución, para buscar ante los Tribunales ordinarios y, en último término, ante este Tribunal, la protección jurisdiccional del derecho que cree afectado por la insuficiencia de rango en la regulación legal, y otra bien distinta que, erigiéndose en juez de la constitucionalidad de esta regulación, decida ignorarla por entero y, tomando pretexto de una actuación administrativa, impugnarla ante nosotros en abstracto, como causa de la decisión de la Administración.

3.

RESERVA DE L E Y Y D E C R E T O - L E Y

El mismo planteamiento sirve también para resolver otra cuestión que viene a ser corolario de la anterior: la de si puede cumplirse la exigencia de reserva legal en esta materia mediante un simple Decreto-Ley. Para el Tribunal Supremo nunca ha habido dificultades a la hora de responder afirmativamente tal cuestión. En su sentencia de 5 de julio de 1985 (Ar. 3607; Reyes) se refiere ciertamente a un Decreto-Ley preconstitucional, pero su doctrina es aplicable igualmente a los posteriores: la exigencia de legalidad contenida en el artículo 25.1 de la Constitución «no se condiciona literal y exclusivamente a la ley en sentido formal sino, de modo genérico y con alcance más amplio, a la legislación, lo que parece auto-

LA RESERVA LEGAL

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rizar que se considere bastante que los tipos y su sanción se contengan en otras disposiciones normativas no identificables formalmente con aquélla, como acontece con un Decreto-Ley, asimilable en su eficacia a la misma». Interpretación literal que cabe dentro del contexto institucional democrático, puesto que —sigue diciéndose— la validez del Decreto-Ley se produce «una vez que haya merecido el refrendo del Parlamento, como genuino titular de la potestad creadora de leyes en tal sentido formal». Para el Tribunal Constitucional esta formulación supone una evidente petición de principio: si en razón de la materia cabe la regulación por Decreto-Ley, es claro que con él se habrá cumplido la reserva legal; lo que no sucederá en el caso contrario. Es decir: la reserva de Ley no es, en cuanto tal, incompatible con el Decreto-Ley, aunque sí lo es con la reserva de Ley Orgánica; pero no por tratarse de una reserva de Ley sino por tratarse justamente de una Ley Orgánica. En palabras de la STC 60/1986, de 20 de mayo, que una materia esté reservada a ley ordinaria no excluye eo ipso la regulación ordinaria y provisional de la misma mediante Decreto-Ley porque, como ya hemos dicho en la sentencia de 2 de diciembre de 1983, «la mención de la ley no es identificable en exclusividad con ley en sentido de ley formal». Para comprobar si tal disposición legislativa provisional se ajusta a la norma fundamental habrá que ver si reúne los requisitos establecidos en el articulo 86 de la Constitución y si no invade ninguno de los límites en él enumerados o los que, en su caso, se deduzcan racionalmente de otros preceptos del texto constitucional, como, por ejemplo, las materias reservadas a Ley Orgánica o aquellas otras para las que la Constitución prevea expresas verbis la intervención de los órganos parlamentarios bajo forma de ley.

O con más detenimiento todavía la 3/1988, de 21 de enero, aborda la cuestión desde dos perspectivas distintas: la de la naturaleza exigida a la norma sancionadora y la de la posibilidad de que un Decreto-Ley sancionador afecte a derechos fundamentales: La utilización del Decreto-Ley para la precisión de los tipos ilícitos y las correspondientes sanciones no supondría una contradicción con lo dispuesto en el artículo 25.1 al configurarse el Decreto-Ley, según el artículo 86.1, como «disposición legislativa» que se inserta en el Ordenamiento Jurídico (provisionalmente hasta su convalidación, y definitivamente tras ésta) como una norma con fuerza y valor de Ley (STC de 31 de mayo de 1982). [Pero otia cosa es si en la materia sancionadora no cabe Decreto-Ley por afectar derechos fundamentales porque] la prohibición ha de entenderse como impeditiva, no de cualquier incidencia en los derechos recogidos en el Titulo I de la Constitución sino de una regulación por Decreto-Ley del régimen general de los derechos, deberes y libertades contenidos en este título, asi como la de que por Decreto-Ley se vaya en contra del contenido o elementos esenciales de alguno de los derechos, habida cuenta de la configuración constitucional del derecho de que se trate e incluso de su posición en las diversas secciones del texto constitucional.

La doctrina está tan consolidada que las últimas sentencias ya no se preocupan de razonar su criterio y se contentan con alegar sumariamente la autoridad del propio Tribunal. En palabras de la sentencia 6/1994, de 17 de enero, «como ya dijimos en nuestra STC 60/1986, la reserva de ley que establece el artículo 25.1 de la Constitución no impide la emisión de Decretos-Leyes en materia sancionadora». En definitiva: «el artículo 86.1 sólo cubre el desarrollo general de un derecho o, en todo caso, la regulación de aspectos esenciales de dicho derecho, aunque se produzca en leyes sectoriales» (STC 93/1988, de 26 de mayo). Por tanto, no siendo éste el caso, de ordinario, de las regulaciones sancionadoras, no es exigible la reserva de Ley Orgánica y, por lo mismo, es lícito utilizar a tal efecto el Decreto-Ley. A este propósito, J. F. M E S T R E (1991, 2508) ha manifestado enérgicamente su disconformidad con tal doctrina, pues considera —con toda razón— que así se permiten regulaciones «puntuales», que no hay razón para que estén menos protegidas que las de «desarro-

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DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

Uo», máxime si tenemos en cuenta que hasta hoy sólo existen en España regulaciones fragmentarias de la materia sancionadora. Luis DE LA MORENA ( 1 9 8 9 , 2 ) ha puesto agudamente de relieve cómo el uso —y abuso— de los Decretos-Leyes puede servir de válvula de escape para una Administración «acorralada» por una interpretación excesivamente rígida de la reserva de Ley: si los Tribunales exigen inexcusablemente la presencia de una ley para que sea lícita la actuación sancionadora de la Administración y luego resulta que el legislador no se preocupa de dictar leyes reguladoras de ámbitos particularmente importantes a estos efectos, es lógico que una Administración responsable acuda al Decreto-Ley para suplir la pasividad del Parlamento. 4.

SENTIDO TRADICIONAL Y SENTIDO MODERNO DE LA RESERVA LEGAL

Para comprender el sentido tradicional de la reserva legal, nada mejor que utilizar la descripción que de él ha hecho en el lugar citado D E LA M O R E N A : «sólo si arrancamos al Estado la función o competencia, por virtud de la cual todos los mandatos que limiten nuestra libertad o nuestra propiedad tengan que ser establecidos por leyes elaboradas por nosotros mismos o por nuestros legítimos representantes, democráticamente elegidos, podremos considerarnos verdaderamente libres, por cuanto, sólo entonces, al obedecer tales mandatos, nos estaríamos obedeciendo también a nosotros mismos y no a ningún poder situable por encima del nuestro». O en palabras de la STC 83/1984, de 24 de julio, lo que con ella se pretende es «asegurar que la regulación de los ámbitos de libertad que corresponden a los ciudadanos dependa exclusivamente de la voluntad de sus representantes». La reserva de ley, así entendida, responde a unas circunstancias históricas muy concretas: en el contexto de una tensión Rey-Parlamento, éste consigue desplazar a aquél en la toma de algunas decisiones singularmente importantes como son las que afectan a la libertad y a la propiedad de los ciudadanos; por ello, tomando tal punto de referencia, sería más propio, entonces, hablar de «reserva parlamentaria». Ahora bien, la evolución de los tiempos ha hecho perder buena parte de su sentido a la figura originaria de la reserva de ley, dado que el panorama constitucional moderno ya no se articula sobre la dialéctica Legislativo-Ejecutivo sino sobre los partidos políticos de Gobierno y oposición. El partido gobernante domina habitualmente tanto el Parlamento como el Gobierno y, por ende, tiene a su disposición tanto facultades legislativas como reglamentarias. En su consecuencia, la exigencia de ley, incluso formal, no añade nada a la legitimación reglamentaria alternativa, ya que el autor de las leyes y los reglamentos es el mismo: el Partido político dominante. Esta visión pragmática de la vida política de las democracias modernas ha obligado a los autores más sinceros (como en España ARROYO, D E OTTO y TORNOS) a replantearse el verdadero sentido de la figura, llegando a la conclusión de que la reserva de ley no significa ya meramente que el Parlamento «pueda» decidir sobre las cuestiones reservadas bien sea directamente —es decir, estableciendo por sí mismo la regulación— bien sea indirectamente —remitiéndose a la regulación que quiera establecer al Ejecutivo bajo su dirección y control— sino que tiene el «deber» de hacerlo, puesto que no puede esquivar un mandato constitucional. La reserva legal es —no lo olvidemos— una orden de la Constitución al Parlamento al tiempo que una prohibición al Ejecutivo: orden y prohibición rigurosamente vinculantes para ambos. Pero si uno y otro están en las manos del mismo grupo político es claro que la precaución constitucional pierde su objeto. En el moderno sistema de partidos —y tal como ha explicado, entre otros, D É OTTO (1987, 153)— el fundamento de la reserva de ley es asegurar que la regulación de cier-

L A RESERVA L E G A L

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tas materias se haga mediante el procedimiento legislativo, es decir, a través de una discusión pública con participación de la oposición y de conocimiento accesible a los ciudadanos; unas circunstancias que no se dan en los procedimientos de elaboración reglamentaria. Con lo cual se gana un plus de legitimidad, en este caso democrática. La idea, por lo demás, procede de Italia, como recuerda A R R O Y O ( 1 9 8 3 , 3 3 ) , quien, citando a B R I C O L A , nos da una explicación de Índole formalmente muy plausible: «La prohibición constitucional de que el legislador delegue en instancias ajenas e inferiores a la función incriminadora radica en que la reserva, garantía política de la libertad personal, no es tan sólo garantía de la mayoría (parlamentaria y ciudadana) frente al Estado, sino también garantía de respeto a las minorías. La elaboración parlamentaria de todos los elementos de la ley penal es el único procedimiento que permite institucionalmente la participación de las minorías en el control y elaboración de la ley. En consecuencia, deben excluirse las fuentes normativas que no permitan una participación de esta clase». Esta forma de razonar, por muy coherente que parezca, no resulta, sin embargo, convincente aunque sólo sea por la experiencia española de los últimos años, demostrativa de que los debates parlamentarios pueden ser tan opacos como los del propio Consejo de Ministros. Además, si se repasa la Jurisprudencia y la doctrina más defensoras de la integridad de las reservas, podrá comprobarse que la idea fuerza sigue siendo el concepto de ley como expresión de la voluntad popular, es decir, que continuamos anclados en la ideología decimonónica más ingenua, pese a las llamadas de atención a que acabo de referirme. Cuando una ley es declarada inconstitucional por haber articulado indebidamente la reserva, el Gobierno promueve sin dificultades su reparación exactamente en el mismo sentido que tenía la ley inválida —aunque variando ligeramente el tenor literal del texto, claro está—, con lo cual quedan las cosas igual que antes. Y cuando lo que se declara es la nulidad de un Reglamento «por falta de cobertura legal» las consecuencias son todavía peores. Aquí no hay que hablar de inutilidad sino de claro perjuicio para los intereses generales, dado que la nulidad del Reglamento —piénsese en lo que ha sucedido en materia de represión fiscal y de juegos— provoca un vacío legislativo y la impunidad de los infractores, hasta que se remedia el vicio, tal como ha denunciado con reiteración el Tribunal Supremo. Todo esto no significa, naturalmente, que me esté oponiendo al establecimiento de la regla de la reserva legal, puesto que me parece imprescindible. Pero no conviene magnificar sus efectos, que pueden reducirse a un mero formalismo en determinadas circunstancias políticas y constitucionales. Posteriormente terció B A Ñ O ( 1 9 9 1 , 9 1 ss.) en esta discusión para manifestar su disconformidad con la moderna tesis de la legitimación democrática, que encuentra menos convincente que la de la legitimación procedimental. El realismo y la experiencia obligan, además, al autor a reconocer que, pese a cuantas cautelas quieran imponerse, es inevitable que el Parlamento acuda a la colaboración reglamentaria, que en algunas materias, como la económica, resulta singularmente imprescindible. Para B A Ñ O , con todo, parece superfluo el intento de separar lo lícito de lo ilícito en este punto acudiendo a los criterios de lo esencial y lo accidental u otros semejantes, puesto que, según él, lo decisivo es aquí indagar si la remisión es idónea, entendiendo por tal que «el legislador puede remitirse al reglamento siempre que haya una causa objetiva que lo justifique» (p. 101). Con esta valiente postura —inspirada, como acaba de decirse, en un sano realismo— se rompen muchos lugares comunes inercialmente recibidos y se desmagnifica la reserva legal, superando buena parte de sus incongruencias, empezando por la circunstancia de que fomenta la congestión parlamentaria en una época en que incesantemente se predica la autocontinencia del legislador.

260

D E R E C H O ADMINISTRATIVO S A N C I O N A D O R

Vistas así las cosas, adquiere la reserva legal una nueva dimensión: no es tanto el deber del Legislador de tipificar las sanciones como el que tenga la posibilidad de hacerlo y decida si va a realizarlo él directamente o va a encomendárselo al Ejecutivo. La reserva legal implica, entonces, una prohibición al reglamento de entrar por su propia iniciativa en el ámbito legislativo acotado; pero no prohibe al Legislador el autorizar al Ejecutivo para que así lo haga y con los requisitos que más atrás se han expuesto. Porque negar esto significaría, por un lado, recortar al Parlamento su propia libertad de decisión y, por otro, implantar un sistema absolutamente irreal y, en definitiva, paralizador de la Administración. Llevar la reserva a sus últimas consecuencias terminaría beneficiando a los infractores, puesto que la red legal nunca puede ser tan densa ni modificarse tan rápidamente como la reglamentaría. Sin que, por otra parte, ofrezca tampoco mayores garantías a los ciudadanos, antes al contrarío, puesto que sabido es que éstos pueden acudir a los Tribunales para que les protejan contra la arbitrariedad reglamentaria (no hay que olvidar a este propósito que —como recuerda la STS de 3 de febrero de 1989; Ar. 781; Hernando— «la garantía de reserva de ley se configura como verdadero derecho subjetivo de carácter fundamental»); pero, en cambio, se encuentran inermes frente a la arbitrariedad legislativa y si se piensa en la docena y media de legisladores que tenemos en España, puede comprenderse la gravedad de lo que se está diciendo. Con lo cual hemos llegado al nudo de la cuestión: la colaboración reglamentaría. Porque, tal como ya se ha apuntado, la reserva legal, pese a su nombre, no excluye la intervención de los reglamentos. Circunstancia que, tanto en la teoría como en la práctica, hace pasar a primer plano la determinación y medida de la intensidad de dicha intervención, de la que vamos a ocuparnos con detalle inmediatamente. Pero antes de llegar a ello conviene hacer otra precisión previa: la reserva de ley tampoco excluye la intervención del Juez, intérprete de ella, que actúa así también como un colaborador. Y es que la Ley, por sí sola, no puede alcanzar (al menos en el ámbito administrativo) la precisión necesaria, que ha de facilitarle o bien el Reglamento o bien el Juez, o ambos. Esta posibilidad ha sido aceptada de forma expresa por la S T C 8 9 / 1 9 8 3 , de 2 de noviembre, y merecido un amplio comentario de G A R C Í A DE ENTERRÍA ( 1 9 8 4 , 1 1 1 ss.), en el que se han sistematizado las facultades interpretativas y constructivas del Juez dentro del principio de legalidad. 5.

L A RESERVA TRINITARIA D E L A L P A C

La LPAC —siguiendo la doctrina y la jurisprudencia más rigurosas— ha establecido de forma expresa nada menos que tres reservas legales, cuya diversidad conviene tener siempre en cuenta para no perder pie en esta maraña de exigencias de reserva legal de todo tipo. A) Primera reserva: de atribución de potestad. Tal como ya sabemos, el artículo 127.1 la exige de manera inexcusable. B) Segunda reserva: la tipificación de infracciones. Es la establecida en el artículo 129.1. C) Tercera reserva: de tipificación de sanciones. Es la establecida en el artículo No existe, en cambio, reserva legal para el procedimiento, ya que el artículo 134 1 únicamente exige «procedimiento legal o reglamentariamente establecido». Y, preci-

LA RESERVA LEGAL

261

sámente por ello, la Disposición Adicional 3.a establece una «adecuación de procedimientos» que implica una auténtica deslegalización. La STS de 26 de enero de 1998 (3.a, 6.a, Ar. 573) amplía el elenco de materias reservadas puesto que enumera de forma expresa las siguientes: descripción de la infracción, señalamiento de la sanción y determinación de los posibles responsables y, en concreto, la previsión de responsabilidades solidarias. La LPSPV también ha seguido el criterio extensivo de la reserva de ley pues, como adelanta en su Exposición de Motivos, «la reserva de ley establecida en eí artículo 25.1 de la Constitución sólo se refiere expresamente a las infracciones y sanciones, pero es razonable la tesis según la cual se incluyen en el ámbito de la reserva los aspectos esenciales de todo régimen sancionador, en sus facetas sustantiva y procedimental. Piénsese, por ejemplo, en todo lo relacionado con la determinación de la responsabilidad, causas de justificación, causas de exculpación, participación, prescripción, derecho de defensa, etc.». III. LA COLABORACIÓN REGLAMENTARIA Para precisar en términos generales el contenido y alcance de la reserva de ley en el Derecho Administrativo Sancionador, así como la operatividad de la colaboración reglamentaria, nada mejor que la trascripción pormenorizada de la STC 16/2004, de 23 de febrero, en la que con su característica afición didáctica se expone la doctrina asentada por el tribunal describiendo minuciosamente el estado de la cuestión: El principio de reserva de ley constituye una garantía de carácter formal, que se refiere al rango necesario de las normas tipificadoras de aquellas conductas y reguladoras de estas sanciones, por cuanto el término legislación vigente contenido en el artículo 25.1 es expresivo de una reserva de ley en materia sancionadora (que es) de naturaleza relativa [...]. En todo caso aquel precepto constitucional determina la necesaria cobertura de la potestad sancionadora de la Administración en una norma legal, habida cuenta del carácter excepcional que los poderes sancionadores en manos de la Administración presentan [.,.]. La reserva de ley no excluye la posibilidad de que las leyes contengan remisiones a normas reglamentarias, pero sí que tales remisiones hagan posible una regulación independiente y no claramente subordinada a la ley, pues esto último supondría degradar la garantía esencial que el principio entraña, como forma de asegurar que la regulación de los ámbitos de libertad que corresponden a los ciudadanos depende exclusivamente de la voluntad de sus representantes. El núcleo central de la materia sancionadora reservada constitucionalmente al legislador es, como regla general, el relativo a la predeterminación de las infracciones, de las sanciones y de la correspondencia entre ambas: en definitiva el artículo 25.1 obliga al legislador a regular por sí mismo los tipos de infracción administrativa y las sanciones correspondientes, en la medida necesaria para dar cumplimiento a la reserva de ley. Desde otro punto de vista, y en tanto aquella regulación no se produzca, no es lícito a partir de la Constitución, tipificar nuevas infracciones ni introducir nuevas sanciones o alterar el cuadro de la existentes por una norma reglamentaria cuyo contenido no esté suficientemente predeterminado o delimitado por otra de rango legal.

1.

PLANTEAMIENTO

En las puntualizaciones que han ido exponiéndose a lo largo del epígrafe precedente ha podido comprobarse cómo el Tribunal Constitucional, partiendo de una postura inicialmente muy firme, ha ido rebajando luego sus niveles de exigencia al descartar la exigencia de ley orgánica y al admitir la posibilidad del Decreto-Ley. Una erosión ciertamente leve pero que no se ha detenido aquí sino que ha llegado hasta el

262

DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

nivel reglamentario, en el que puede apreciarse un proceso hermenéutico similar, que empieza por solemnes declaraciones de rechazo de los Reglamentos para terminar, de hecho, con la aceptación de su empleo cotidiano. Como punto de partida de tal evolución valgan aquí las enfáticas palabras de su sentencia 83/1984, de 24 de julio, conforme a las cuales la reserva de ley es «una garantía esencial de nuestro Estado de Derecho y como tal ha de ser preservada. Su significado último es el de asegurar que la regulación de los ámbitos de libertad que corresponden a los ciudadanos dependa exclusivamente de la voluntad de sus representantes, por lo que tales ámbitos han de quedar exentos de la acción del ejecutivo y, en consecuencia, de sus productos normativos propios, que son los reglamentos». La presencia de reglamentos en una materia reservada a la Ley parece inadmisible y, sin embargo, no es así ni nadie ha discutido nunca seriamente tal posibilidad. La constitucionalidad de esta figura resulta intachable (número 2 del presente epígrafe) y no faltan justificaciones plausibles para ello (número 3). La aparente contradicción de la figura se evita considerando la inviabilidad real de una reserva absoluta. La reserva de ley puede funcionar, de dos maneras distintas: mediante la primera —o en sentido estricto— la Ley regula por sí misma toda la materia reservada. Esta es la variedad conceptualmente más lógica, pero apenas si es usada por la dificultad y rigidez que supone la regulación exclusiva en ley. Por ello cabe también una segunda variante, que es la habitual: en estos casos, la ley (que es siempre inexcusable) no regula exhaustivamente la materia sino que se limita a lo esencial y, para el resto, se remite al reglamento, al que invita (u ordena) a colaborar en la normación. En este caso tenemos que la reserva legal se desarrolla en dos fases: primero por ley, con un desarrollo parcial y una remisión; y luego, por el reglamento remitido, que completa el régimen parcial de la ley y desarrolla su contenido de acuerdo con sus instrucciones expresas. De estas dos fases se ocupan los epígrafes siguientes del presente capítulo. Pero antes conviene transcribir in extenso unos fragmentos del Fundamento Jurídico 2° de la STS 6/1994, de 17 de enero, en la que se resume la postura canonizada ya de este Tribunal y que puede servir como introducción general al estudio de esta cuestión: Este tribunal reiteradamente ha declarado que el derecho fundamental contenido en el artículo 25.1 de la Constitución y extensible al ordenamiento administrativo sancionador, incorpora una doble garantía: la primera, de orden material y alcance absoluto, refleja la especial trascendencia del principio de seguridad jurídica en dichos ámbitos limitativos de la libertad individual y se traduce en la imperiosa exigencia de predeterminación normativa de las conductas ilícitas y de las sanciones correspondientes (lex scripta etlex praevia). La segunda, de carácter formal, se refiere al rango necesario de las normas tipificadoras de aquellas conductas y reguladoras de tales sanciones, por cuanto el término «legislación vigente» contenido en el citado artículo 25.1 es expresivo de una reserva de ley en materia sancionadora (SSTC 42/1987 y 305/1993, entre otras muchas). Con relación a esta segunda garantía, también ha señalado este Tribunal que, si bien es cierto que el alcance de la reserva de ley en el ámbito administrativo sancionador no puede ser tan estricto como en el caso de los tipos y sanciones penales —sea por razones que atañen al modelo constitucional de distribución de las potestades públicas, sea por el carácter en cierto modo insuprimible de la potestad reglamentaria en ciertas materias {STC 2/1987)—, no lo es menos que aquel precepto constitucional exige, en todo caso, «la necesaria cobertura de la potestad sancionadora de la Administración en una norma de rango legal (STC 77/1983) habida cuenta del carácter excepcional que los poderes sancionatorios en manos de la Administración presentan». Ello significa que la reserva de Ley no excluyen en este ámbito «la posibilidad de que las leyes contengan remisiones a normas reglamentarias, pero sí que tales remisiones hagan posible una regulación independiente y no claramente subordinada a la Ley» (STC 83/1984). Por consiguiente, la colaboración reglamentaria en la normativa sancionadora sólo resulta cons-

LA RESERVA LEGAL

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titucionalmente lícita cuando en la ley que le ha de servir de cobertura queden suficientemente determinados los elementos esenciales de la conducta antijurídica y la naturaleza y límites de las sanciones a imponer (STC 3/1988, Fundamento Jurídico 9.").

2.

CONSTITUCIONALI D A D

Si la reserva legal fuera rigurosa («absoluta») no habría problemas jurídicos ya que en ningún caso podría entrar el Reglamento a regular las materias reservadas ni tampoco podría liberarse el Legislador del deber de hacerlo por sí mismo encomendándoselo de alguna forma al Ejecutivo. El sistema español no funciona así, sin embargo, y siempre cabe la posibilidad, por lo pronto, de que el Legislador alivie su trabajo mediante una remisión al Gobierno. Esto es lo que sucede en términos generales con las «delegaciones legislativas» (arts. 82 a 85 de la Constitución), mediante las cuales puede limitarse el Legislador a dictar unas simples bases y delegar al Gobierno la potestad de desarrollarlas. La Constitución hubiera podido seguir también esta opción para las materias sancionadoras. Pero es el caso que aquí se ha escogido otra posibilidad a saber: la colaboración del Gobierno mediante Reglamentos. Posibilidad que no impide, naturalmente, el uso de la vía constitucional convencional, es decir, la del Decreto Legislativo. El problema de la constitucionalidad de la presencia de reglamentos en materias reservadas a la ley fue planteado ya —y resuelto en términos muy felices— en el Dictamen del Consejo de Estado de 1 de julio de 1982, en el que por primera vez se desarrolla con detalle la reserva de ley: después de entrar en vigor la Constitución no es posible crear ex novo, mediante un Reglamento, infracciones administrativas, sanciones de tal naturaleza o ambas cosas al mismo tiempo; al contrarío, debe ser una ley la que introduzca los elementos básicos y definí tonos de unas y otras, ya que aquí opera el principio de legalidad en su superior nivel;

pero a renglón seguido se admite la colaboración reglamentaria, porque lo anterior no significa que el principio de legalidad sancionadora opere aquí con tal rigidez que imponga que una ley formal agote absolutamente la descripción de la infracción y/o sanción, sin dejar espacio alguno a un desarrollo reglamentario [...] más bien ha de entenderse que también en este campo dispone el Gobierno de la potestad reglamentaria que directamente le atribuye la propia Constitución, de tal modo que es constitucionalmente admisible que una Ley que describa el diseño inequívoco de las infracciones y las sanciones sea precisada ulteriormente por un Reglamento cuyo sentido bien puede ser, incluso, el de reducir márgenes de discrecionalidad o el de concretar, en aras de una mayor seguridad jurídica, algunos conceptos jurídicos indeterminados.

La Jurisprudencia, aunque no sin ciertas vacilaciones, terminó pronto suscribiendo la misma postura tolerante, como puede verse, entre otras muchas, en la STS de 26 de diciembre de 1984 (Ar. 6729; Hierro): La reserva de ley, si bien se traduce naturalmente en la exigencia de regulación por ley formal de la ordenación jurídica material del ejercicio de potestades tituladas (art. 36 de la Constitución) y, consecuentemente, en la proscripción de su reglamentación independiente y motu proprio por la Administración, no empece excluyentemente a que ésta pueda ejercitar la potestad reglamentaria que le confiere la propia Constitución en su artículo 97 siempre que actúe en los términos fijados por el propio precepto, esto es «de acuerdo con la Constitución y con las leyes».

DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

264 3.

JUSTIFICACIÓN

La corrección jurídica de esta figura es, pues, intachable; pero el Tribunal Constitucional no se ha limitado a declararlo así sino que, además, se ha preocupado de ofrecer algunas justificaciones de ella que, reiterando de ordinario un motivo central común, se especifican según la materia de que se trate. En lo que afecta a la potestad sancionadora de la Administración (que es lo que aquí más interesa), la STC 3/1988, de 21 de enero, advierte con carácter general que «el alcance de esa reserva de Ley no puede ser tan estricto en relación con la regulación de las infracciones y sanciones administrativas como por referencia a tipos y sanciones penales en sentido estricto, bien por razones que atañen al modelo constitucional de distribución de competencias de las potestades públicas bien por el carácter en cierto modo insuprimible de la potestad reglamentaria en ciertas materias o bien, por último, por exigencias de prudencia o de oportunidad que puedan variar en los distintos ámbitos de ordenación territoriales o materiales». En último extremo, lo que sucede es que en España el principio de legalidad y sus anejos y derivados, como el de reserva legal, no han suprimido por completo la potestad normativa sancionadora de la Administración, aunque, eso sí, imponiendo ñiertes limitaciones a su ejercicio, tal como ya había hecho el Tribunal Supremo en la época preconstitucional. Opción que el Tribunal Constitucional ha admitido sin dificultades y justificado — cuando media una remisión legal «debida u obligada por la naturaleza de las cosas, pues no hay ley en la que se pueda dar entrada a todos los problemas imaginables» (STC 77/1985, de 27 de junio); — por exigencias inexcusables (STC 37/1987, de 26 de marzo); — porque «sería ilógico exigir al legislador una previsión casuística» (STC 99/1987, de 1 de enero); — por el «carácter en cierto modo insuprimible de la potestad reglamentaria en ciertas materias» (STC 42/1987, de 7 de abril); — porque «en el ámbito reglamentario las consideraciones de oportunidad pueden hacer necesaria una relativa rápida variación de criterios de regulación» (STC de 8 de junio de 1988). Con la llamada colaboración reglamentaria nos encontramos, pues, en una situación paradójica que dista mucho, sin embargo, de ser anómala en el Derecho: una declaración prohibitiva inicial tajante (consecuencia de inequívocos impulsos ideológicos) y luego una serie de concesiones (provocadas por las exigencias de la realidad) que terminan desfigurando por completo el dogma inicial; con el resultado de que al final nos quedamos sin saber cuál es la regla y cuál la excepción. El Tribunal Constitucional, crucificado entre la ideología y la realidad, no se atreve a adoptar una postura decidida —no se atreve a abandonar los dogmas de una doctrina ideológicamente apasionada, aunque tampoco puede desconocer lo que la realidad impone inexorablemente— y termina caminando en zigzag con gran desesperación de los juristas que creen que la previsibilidad es una de las condiciones esenciales del Derecho. La indecisión del Tribunal se debe —en juicio acertado de BAÑO ( 1 9 9 1 , 1 2 2 ) — a «no arrostrar la cuestión esencial; y ésta es que pueden existir regulaciones materiales en las que sea aconsejable una tipificación por parte del Reglamento [...]. El

LA RESERVA L E G A L

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problema está en saber cuándo pueden producirse situaciones que aconsejen la tipificación reglamentaria. No basta sólo con invocar la índole técnica de la materia, puesto que en principio esta circunstancia no excluye la tipificación por ley. Es sabido que muchas leyes alcanzan un alto grado de detalle en la regulación de los supuestos [...]». La sinceridad de B A Ñ O es ya un gran paso hacia el esclarecimiento de la cuestión y no deja de ser curioso comprobar cómo el principio se va hundiendo por su propia pesadumbre. He aquí que un dogma ideológico elaborado en un lento acarreo histórico y consagrado, al fin de tanta lucha, por la Ley y hasta por la Constitución, termina convirtiéndose en juego de un legislador que decide libremente —y por razones de conveniencia— si lo respeta o lo relaja. Avanzando en esta misma línea realista, otros autores han justificado el caso extremo de leyes que no van acompañadas de instrucciones al Reglamento con la simple constatación de que, a veces, es imposible hacerlo de otra manera. Así para SUAY (en FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ, 1989,43), las leyes en blanco «constituyen una exigencia indeclinable del gobierno humano y como tal resultan inevitables. La ley, en determinadas materias, no puede prever de antemano de forma precisa y exhaustiva toda una serie de circunstancias, las cuales, además, muchas veces han de ser objeto de múltiples correcciones en el curso del tiempo para adecuarlas a la dinámica de la propia materia social a la que se refiere. Exigir a una ley en tales casos una delimitación estricta de los tipos sancionables, aparte de imposible, resultaría disfiincional en muchos sectores.» Y en términos similares R E B O L L O (1991,139): «A la ley le es imposible en muchos casos descender a ese grado de concreción. Ante la alternativa de dejarlo a decisiones individuales o admitir normas generales, opta por esto último. Sería admisible la habilitación al reglamento cuando no hay una renuncia voluntaria a regular, sino una decisión, de que es necesario un grado de detalle y concreción que ¡a ley no puede aportar. Dicho de otra forma, únicamente la regulación que la ley, desde su perspectiva general, no podía establecer con más precisión de la que lo ha hecho, puede remitirse al Reglamento».

IV. 1.

LEYES EN B L A N C O O L E Y E S DE REMISIÓN CONCEPTO Y CONTEN I DO

Como ya sabemos, la colaboración reglamentaria no supone una excepción a la reserva de ley sino una modalidad de su ejercicio. La Ley, si quiere, puede agotar por si sola la regulación necesaria de la materia; pero también puede decidir quedarse incompleta, dejando huecos en blanco, y encomendar a un Reglamento que regule el resto de acuerdo con las instrucciones y pautas que le proporciona. Con frecuencia, en efecto, las normas sancionadoras —integradas de ordinario en una ley sectorial— se limitan a describir algunos tipos o algunos elementos comunes y esenciales a todos los tipos, remitiéndose luego implícita o explícitamente a un reglamento para que complete la descripción. La figura de las llamadas leyes en blanco —dogmáticamente configurada por BINDING hace más de cien años— es perfectamente conocida y admitida en el Derecho Penal, de donde ha pasado al Derecho Administrativo Sancionador. En el moderno Derecho Penal están proliferando conocidamente a pesar de que tradicionalmente se consideraban inadmisibles o, a lo sumo, excepcionales. A tal propósito lo que importa tener presente, para empezar, es lo inexacto de la denominación, que sugiere una norma carente de contenido, cuando en realidad no es asi. Una ley en blanco no es un «cheque en blanco» que el Ejecutivo puede llenar

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a su gusto, sino una ley incompleta (por su contenido) o una ley de remisión (por su función) que, consciente de sus carencias, encomienda efectivamente al Reglamento la tarea de completarlas, aunque cuidándose de indicarle cómo. Por así decirlo, el Reglamento no suple los olvidos de la ley sino que completa lo que ésta ha dejado de forma deliberada solamente esbozado o acaba lo que se ha dejado sin terminar pero ya comenzado. De aquí que se hable de «colaboración» y no de «sustitución». Una ley en blanco en el sentido radical a que acaba de aludirse sería inconstitucional por falta de respeto a la reserva de ley y la encomienda al Reglamento no sería ya remisión sino deslegalización: lo que la Constitución prohibe en estos casos. En palabras de la STC 127/1990, de 5 de julio, trátase aquí de «normas penales incompletas en las que la conducta o las consecuencias jurídico penales no se encuentran agotadoramente previstas en ellas, debiendo acudirse para la integración a otra norma distinta, siempre que se den los siguientes requisitos: que el reenvío normativo sea expreso y esté justificado en razón del bien jurídico protegido por la norma penal; que la Ley, además de señalar la pena, contenga el núcleo esencial de la prohibición y sea satisfecha la exigencia de certeza o, como señala la sentencia 122/1987, se dé la suficiente concreción para que la conducta calificada de delictiva quede suficientemente precisada con el complemento indispensable de la norma a la que la ley penal se remite, y resulte de esta forma salvaguardada la función de garantía del tipo con la posibilidad de conocimiento de la actuación plenamente conminada». Para L Ó P E Z C Á R C A M O ( 1 9 9 1 , 2 0 3 ) , sin embargo, la remisión normativa característica de estas leyes en blanco «no es una remisión estricta a norma de rango inferior para que tipifique la infracción, aunque esto pueda estar implícito, sino la consideración como infracción del incumplimiento de la regulación sustantiva de otra norma». Esta visión restrictiva —que traslada el problema de las leyes en blanco al campo de la tipificación— tendría la ventaja de separar con claridad la ley en blanco de la figura genérica de la remisión normativa y está, además, muy próxima a mi propia idea de la tipificación, que es, como veremos, una de las tesis centrales de este libro; pero ni puede afirmarse su corrección desde el punto de vista dogmático ni se comprueba tampoco su existencia en la realidad del Ordenamiento. La verdad es que en este punto resulta temerario arriesgar afirmaciones demasiado tajantes. Tal como están las cosas, la remisión normativa no ofrece nunca perfiles nítidos y la licitud y la ilicitud no están separadas por el filo de una navaja sino que conviven en una zona confusa en la que los Tribunales se ven forzados a chapotear inseguramente y de donde salen soluciones casuísticas sorprendentes y a menudo contradictorias. En rigor en el Derecho Administrativo Sancionador no hay leyes en blanco. Hay leyes completas —muy raras— de técnica similar al Código Penal y, a partir de ahí, se extiende una gama normativa en la que cada vez se va deshilachando más la tipificación: son leyes grisáceas que se aproximan más o menos a lo blanquecino, si es que se quiere conservar esta imagen óptica. Vistas así las cosas, yo denominaría pura y simplemente leyes en blanco a aquéllas que no alcanzan por sí mismos el grado de precisión tipificante que exige la Constitución. Y con ello el problema estaría en determinar hasta dónde puede llegar —en general o en cada caso concreto— el debilitamiento del mandato de tipificación, o sea, el punto concreto que separa lo lícito de lo ilícito. En el Derecho Administrativo Sancionador el contenido de una ley en blanco comprende los siguientes elementos: a) Una regulación sustantiva de la materia, que deliberadamente no pretende ser exhaustiva, b) La determinación de unas instrucciones, criterios o bases, que sin llegar a suponer una regulación sustantiva, resulten lo suficientemente expresivos como para que, a partir de ellos, pueda luego desarrollarse la

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normativa, c) Una habilitación reglamentaria, o sea, una autorización al Reglamento para que regule la materia penetrando en una zona reservada a la ley que, sin esta habilitación, resultaría ilícita y cuya realización no ha de exceder de las instrucciones legales. d) Una remisión al resultado de la colaboración reglamentaria que, en los términos dichos, se ha posibilitado u ordenado. Éste es el esquema tipo, mínimo e imprescindible de una ley en blanco (o ley habilitante o ley de remisión); pero ni que decir tiene que tales elementos no suelen aparecer con la debida claridad o diferenciación formal, provocándose con ello a veces graves problemas hermenéuticos a la hora de determinar la validez de la ley remitente o del reglamento remitido. 2.

S u s LÍMITES: HABILITACIONES EN BLANCO O REMISIONES INSUFICIENTES

El mecanismo de colaboración reglamentaria opera, según sabemos, en dos momentos: primero, una ley en blanco —que contiene una regulación deliberadamente insuficiente, una habilitación al Reglamento para que colabore y complete de acuerdo con ciertas instrucciones y, en fin, una remisión al contenido de éste— y luego, el Reglamento remitido. Estas «piezas» tienen que encajar exactamente entre sí, de tal manera que el Reglamento sólo puede aparecer si cuenta con la previa habilitación legal y únicamente puede regular lo que le ha encomendado la ley y dentro de las instrucciones y pautas por ella proporcionadas. Supuesta una ley deliberadamente incompleta, el puente de enlace con el Reglamento posterior está construido por las cláusulas de habilitación y remisión. Y ni que decir tiene que es éste su punto débil y el que suele provocar la nulidad del Reglamento colaborador. Porque la validez de la operación exige que la ley incompleta vaya acompañada de una habilitación y de una remisión suficientes para lograr su completud posterior. El secreto de las leyes en blanco inválidas no se encuentra, pues, en la carencia o incompletud de la descripción del tipo sino en la insuficiencia del llamamiento reglamentario. Porque ante la imposibilidad fáctica de la descripción exhaustiva de los tipos, se da por supuesto que ha de ser incompleta y de ello no resultará nunca tacha alguna de inconstitucionalidad (ni siquiera en el Derecho Penal), sino que ésta ha de venir del incumplimiento del requisito sustitutorio que legitima la incompletud de la ley, es decir, de la remisión reglamentaria. La ley puede renunciar a describir totalmente el tipo; pero en tal caso ha de dar instrucciones suficientes al Ejecutivo para que complete su labor. O, dicho en otras palabras, el reglamento tiene que saber a qué atenerse y ha de obrar siempre de acuerdo con las instrucciones de la ley porque, de no ser así, se produciría una invasión del Ejecutivo en la esfera del legislativo, que ni siquiera éste puede autorizar. Todo lo cual se traduce no en una prohibición de las leyes en blanco sino en la prohibición de las cláusulas de remisión en blanco o incondicionadas y más todavía, en la ausencia de tales cláusulas. No se respeta, pues, el principio de la reserva legal si el legislador se contenta con abrir el paso a la regulación reglamentaria sin añadir precisión alguna: lo que, en rigor, no seria una remisión en sentido propio sino una mera habilitación para producir un Reglamento. Esto sería bastante, desde luego, si la institución se encontrara inserta exclusivamente en el marco del principio democrático; pero ya sabemos que actualmente éste está superado y que la funcionalidad de aquélla es muy otra. El mandato constitucional es hoy, por tanto, mucho más amplio y exige una regulación positiva por parte del legislador, del que no puede librarse tan fácilmente a través de una remisión puramente formal. Por ello mismo, una habilitación en blanco equivale a una falta de habilitación, tal como advierte con precisión y contundencia la STC 42/1987, de 7 de abril:

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DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR debe reputarse contraria a las mencionadas exigencias constitucionales no sólo la regulación reglamentaria de infracciones y sanciones carente de toda base legal, sino también [...] la simple habilitación legal a ¡a Administración por norma de rango legal vacía de todo contenido material propio para la tipificación de los ilícitos administrativos y de las correspondientes consecuencias sancionatorias.

Las declaraciones de inconstitucionalidad de leyes habilitantes en blanco —es decir, y hablando con más propiedad, de leyes con cláusulas habilitantes y remisiones en blanco— son reiteradas en la Jurisprudencia: — Al remitir [la ley] a un Reglamento de régimen interior materias reservadas a la ley, el precepto es inconstitucional y nulo. La ausencia de toda precisión acerca de cuál haya de ser el procedimiento de elaboración y aprobación de estos reglamentos [...] no permiten considerar suficientemente garantizado el ejercicio del derecho mediante la simple remisión de su regulación a estas normas [STC 5/1981, de 13 de febrero], — La ley impugnada, que se limita a hacer una remisión en blanco al correspondiente Reglamento, no respeta la reserva constitucional [puesto que la remisión] sólo es admisible en la medida en que se refiere sólo a cuestiones de detalle que no afecten a la reserva de ley [STC 37/1981, de 16 de noviembre]. — La potestad reglamentaria no podrá desplegarse aquí innovando o sustituyendo a la disciplina legislativa, no siéndole tampoco posible al legislador disponer de la reserva misma a través de remisiones incondicionadas o carentes de límites ciertos y estrictos, puesto que ello implicaría un desapoderamiento al Parlamento a favor de la potestad reglamentaria que seria contrario a la norma constitucional creadora de la reserva legal [STC 99/1987, de 11 de junio].

En los textos transcritos (y en muchos otros que seguirán apareciendo a lo largo del libro) podrá comprobarse que la Jurisprudencia suele utilizar indeferenciadamente los términos «remisión» y «habilitación»: lo que induce a confusión. Por mi parte —insistiendo en lo que ya ha sido sumariamente apuntado y adelantando lo que más adelante se expondrá con detalle— creo que conviene dar a cada uno de estos conceptos un contenido propio y preciso. Mediante la habilitación permite la ley que el Ejecutivo dicte un Reglamento sobre la misma materia que ella ha regulado (lo que sería inviable por definición, sin contar con aquélla, en las materias reservadas); mientras que la remisión supone que la ley hace suyo —con ciertas garantías, claro es— el contenido de ese Reglamento futuro, que completará asi el texto de la ley remitente. En otras palabras: la habilitación posibilita simplemente la aparición del Reglamento, independientemente del contenido de éste; mientras que la remisión se refiere a su contenido, es decir, que la remisión legitima el contenido concreto (lo amparado por las instrucciones o criterios legales) de un Reglamento genéricamente hecho posible por la habilitación. Mención aparte merece, en cualquier caso, la STC 83/1984, de 24 de julio, dado que en ella se realiza una exposición sistemática muy completa de la cuestión a través de las siguientes proposiciones: a) La reserva legal no implica la exclusión de la colaboración reglamentaria. b) Esta colaboración se articula en las remisiones normativas (también llamadas habilitaciones) que puede hacer la ley: «el principio no excluye la posibilidad de que las leyes contengan remisiones a normas reglamentarias». c) Pero tales remisiones no son libres sino que están condicionadas: «Esto se traduce en ciertas exigencias en cuanto al alcance de las remisiones o habilitaciones legales a la potestad reglamentaria, que pueden resumirse en el criterio de que las mismas sean tales que restrinjan efectivamente el ejercicio de esa potestad a un cumplimiento de la regulación legal que sea indispensable por motivos técnicos o para optimizar el cumplimiento de las finalidades propuestas por la Constitución o por la propia ley».

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d) Si estos límites no se respetan, se produce lo que el Tribunal denomina «deslegalización de la materia reservada, esto es, una total abdicación por parte del legislador de su facultad [...] transfiriéndola al titular de la potestad reglamentaria sin fijar ni siquiera cuáles son los fines y objetivos que la reglamentación ha de perseguir». Lo que es inadmisible porque así «se hace posible una regulación independiente y no claramente subordinada a la ley, lo que supondría una degradación de la reserva formulada por la Constitución en favor del legislador». Las declaraciones judiciales de nulidad de las cláusulas en blanco de remisión son realizadas lógicamente por el Tribunal Constitucional, dado que es a éste a quien corresponde en exclusiva el control de las normas con rango de ley. Pero el Tribunal Supremo también puede intervenir, aunque sea resolviendo asuntos de su propia competencia, es decir, en el control de los Reglamentos. Si recordamos ahora que las cláusulas de habilitación y de remisión son el puente que enlaza la ley y el reglamento, fácil es comprender que dicho puente puede ser examinado desde las dos orillas. Cuando el Tribunal Constitucional está revisando una ley, extiende su control a estas cláusulas, en cuanto que forman parte del texto de la ley revisada y puede declarar su nulidad por inconstitucionalidad. Pero las mismas cláusulas también pueden ser examinadas desde la orilla opuesta, desde el reglamento. Cuando el Tribunal contencioso-administrativo está revisando un reglamento, debe comprobar si cuenta con la habilitación y remisión suficientes y si esto no es así, declarará la nulidad de la norma reglamentaria por vicio o insuficiencia de tales cláusulas, a las que no podrá, sin embaigo, anular por formar parte de un texto legal, que para el Tribunal contenciosoadministrativo es inaccesible. Independientemente de estos supuestos, la Jurisdicción contencioso-administrativa también maneja las mismas técnicas de control cuando se trata de habilitaciones y remisiones expresadas en un Reglamento en favor de otro. Aquí es plena la competencia del Tribunal, que puede declarar la nulidad de tales cláusulas al tiempo que la del Reglamento inferior normalmente dictado a su amparo. Así, por ejemplo, la STS de 8 de noviembre de 1988 (Ar. 790; Delgado) anula una Orden Ministerial que carece de apoyo en una cláusula suficiente de habilitación establecida en un Decreto previo, teniendo en cuenta que, por tal carencia, dicha Orden «integra una regulación independiente y no una colaboración reglamentaria que viniere a dar complemento a los tipos que pudieran estar descritos con más o menos concreción en una norma con rango de ley». A este control ejercido por los Tribunales ordinarios hace referencia expresa la STC 178/1989, de 2 de noviembre, que primero declara que «no hay vulneración alguna del principio de reserva de ley, ya que [en la ley impugnada] no se dejan para regulación reglamentaria sino aspectos concretos que no tienen por qué ser regulados por ley y, además, se establecen los criterios que ha de tener en cuenta la Administración», para añadir a renglón seguido: como es obvio, si luego la Administración, en actuaciones singulares o en el desarrollo reglamentario, se desvía de los fines establecidos en la ley, existen mecanismos —concretamente, el sistema de recursos— que pueden corregir esa desviación, sin que para evitar el hipotético peligro apuntado el remedio sea el que parece subyacer en el planteamiento de la demanda: la determinación global y completa por la ley del régimen de incompatibilidades, sin el menor margen para la actuación reglamentaria o singular de la Administración.

De acuerdo con la STS de 19 de julio de 1999 (3.a, 3.a, Ar. 5489) no se infringe la reserva de ley si una norma con tal rango tipifica «el incumplimiento de las condi-

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ciones esenciales de la concesión o autorización administrativa, limitándose la norma reglamentaria a concretar o precisar cuáles son las condiciones que a estos efectos han de tenerse por esenciales en los distintos ámbitos y modalidades de la intervención administrativa en el transporte». 3.

REQUISITOS PARA LA VALIDEZ

Abordemos ahora la misma cuestión desde la perspectiva de los requisitos necesarios para la validez de la remisión reglamentaria, cuya ausencia o infracción ha de provocar su ilicitud, como acaba de verse. El Tribunal Constitucional ha tenido varias ocasiones de delimitar hasta dónde pueden llegar tales remisiones, estableciendo al efecto que son lícitas y no quebrantan las reservas de ley cuando se asegura la dependencia del futuro reglamento respecto de la ley. Y, más precisamente todavía, su postura puede resumirse en los siguientes términos que, por lo demás, ya nos son conocidos en lo fundamental: A) No es lícita la deslegalización de la materia reservada (STC 83/1984, de 24 de julio) ni lo que la sentencia de 11 de junio de 1981 denomina «deslegalización encubierta». B) La ley, por lo pronto, no ha de ser en blanco en sentido literal sino que ha de contener una cierta regulación del ámbito reservado. La verdad es que durante muchos años no ha sido el Tribunal Supremo particularmente escrupuloso al respecto; pero ahora la situación ha cambiado por gracia de una actitud tajante del Tribunal Constitucional, en tal sentido proclamada, entre otras muchas, en las citadas Sentencias 37/1981, de 16 de noviembre, y 83/1984, de 24 de julio, y que ya cuenta con una expresión canonizada como se describe en la Sentencia de 2 de junio de 1992 (Ar. 5520; Enríquez): esta Sala se ha pronunciado ya en su sentencia de 21 de marzo de 1991 sentando una doctrina, reiterada después en las de 10, 13, 14, 17,20,21, 24, 27, y 28 de junio del mismo año, que ha de ser reproducida ahora: el principio de legalidad en materia sancionadora (no excluye) toda intervención del Reglamento pues cabe que la ley defina el núcleo básico calificado como ilícito y los límites impuestos a la actividad sancionadora y que el reglamento desarrolle tales previsiones actuando como complemento indispensable de la Ley. Como decía la citada Sentencia de 21 de marzo de 1991, «la jurisprudencia constitucional no permite en esta materia una remisión en blanco, pero se aviene a tolerar cierta cuota de flexibilidad en la actividad reglamentaria de desarrollo cuando la ley de cobertura aborda el núcleo esencial del régimen sancionador».

Y en la expresión, igualmente canonizada, del Tribunal Constitucional en su Sentencia 45/1994, de 15 de febrero: Se ha precisado por este tribunal que la reserva de ley no excluye en ese ámbito «ta posibilidad de que las leyes contengan remisiones a normas reglamentarias, pero sí que tales remisiones hagan posible una regulación independiente y no claramente subordinada a la ley» (STC 83/1984). Por consiguiente, la colaboración reglamentaria en la normativa sancionadora sólo resulta constitucionalmente lícita cuando en la ley que le ha de servir de cobertura queden suficientemente determinados los elementos esenciales de la conducta antijurídica y la naturaleza y limites de las sanciones a imponer (STC 3/1988, Fundamento Jurídico 9.°). En definitiva, como ya dijimos en nuestra STC 305/1993, el artículo 25 de la Constitución obliga al legislador a regular por sí mismo los tipos de infracción administrativa y las sanciones que le sean de aplicación, sin que sea posible que, a partir de la Constitución, se puedan tipificar nuevas infracciones ni introducir nuevas sanciones o alterar el cuadro de las existentes por una

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norma reglamentaría cuyo contenido no esté suficientemente predeterminado o delimitado por otra con rango de ley.

C) Si la ley remitente ha de contener una cierta regulación de la materia, el Reglamento remitido no puede ir más allá de «un complemento de regulación legal que sea indispensable por motivos técnicos o para optimizar el cumplimiento de las finalidades propuestas por la Constitución o por la propia ley» (STC 383/1984, de 24 de julio); mientras que la de 11 de junio de 1987 habla incluso de una «intervención auxilian). Sin que en ningún caso el Reglamento pueda ser innovativo (STC 25 de diciembre de 1991, apoyada en muchas otras anteriores). Por poner un ejemplo tomado de la jurisprudencia, recordemos la STS de 24 de noviembre de 2003 (3.a, 3.a, Ar. 8190) que anuló el régimen sancionador establecido en un reglamento tan técnico como el regulador de «puntos de medida de los consumos y tránsitos de energía eléctrica» por entender que no se ha limitado a lo que es propio [...] sino que supone, no el desarrollo del régimen sancionador de la ley por vía reglamentaría, sino la adaptación del régimen sancionador previsto en la ley a conductas no tipificadas legalmente, (añadiéndose que) no se respeta el principio de reserva de ley en materia sancionadora ya que, en realidad, la norma reglamentaria no hace sino crear per se infracciones que la norma con rango de ley no contemplaba, incorporando así una nueva tabla de infracciones en un subsector concreto del sector eléctrico que, si estaba previsto su desarrollo, no lo estaba en cambio en cuanto a las previsiones de infracción.

D) Si la función límite del Reglamento remitido es complementar la regulación de la Ley remitente, es claro que cuanto más detallada sea la Ley menos margen habrá para el desarrollo reglamentario, y al contrario si la Ley es sumaria. De aquí que el problema esencial sea el de determinar hasta qué punto puede llegar la sumariedad de la Ley para que el Reglamento, por falta de referencias previas, no se convierta en algo independiente de ella y, por tanto, ilícito. El Tribunal Supremo, por su parte, en su Sentencia de 23 de julio de 2002 (3.a, 3.a, Ar. 9471) alude a «tres requisitos» establecidos, bien es verdad, desde una perspectiva muy distinta: que el reenvío sea expreso, que esté justificado en razón del bien jurídico protegido (y en este punto es donde aparece claramente la novedad de la construcción) y que la ley, además de la sanción, contenga el núcleo esencial de la prohibición. Por cierto que es de notar que en esta materia el Tribunal Supremo todavía no ha «canonizado» su doctrina consolidada, es decir, todavía no ha acertado con una formulación que repite luego inalterablemente en todas sus sentencias posteriores. Compárese, por ejemplo, el texto anterior con el de la Sentencia de 26 de junio de 2001 (3.a, 4.a, Ar. 5740) en la que también se enumeran los requisitos necesarios para admitir la colaboración reglamentaria en el Derecho Administrativo Sancionador: a) La norma de rango legal debe determinar suficientemente los elementos esenciales de la conducta antijurídica y la naturaleza y límites de las sanciones a imponer; b) No resulta constitucionalmente admisible la simple habilitación a la Administración, por norma de rango legal vacía de contenido propio; c) El artículo 25.1 de la Constitución prohibe la remisión al Reglamento que haga posible una regulación independiente y no claramente subordinada a la ley; d) Resulta admisible la norma reglamentaria que se limita, sin innovar las infracciones y sanciones en vigor, a aplicar éstas a una materia singularizada incluida en el ámbito genérico del sistema preestablecido.

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La verdad es que ha costado mucho tiempo —y no pocas vacilaciones— a la Jurisprudencia lograr perfilar una doctrina como la expuesta, tan clara y tan rotunda, consolidando con ella uno de los pilares más débiles del Derecho Administrativo Sancionador. Ahora bien, si luego repasamos la casuística podemos comprobar que no siempre actúan los Tribunales consecuentemente con su propia doctrina. Una circunstancia que delata que nos encontramos en un punto cuya regulación seguirá experimentando todavía retoques, rectificaciones y aun contradicciones, como puede comprobarse en un ejemplo significativo. Con estos presupuestos teóricos parecía lógico, en efecto, predecir la inconstitucionalidad de un precepto —como el artículo 9 del Decreto-Ley 2/1979 sobre protección de la seguridad ciudadana— del siguiente tenor: se considerarán actos que alteran la seguridad pública el incumplimiento de las normas de seguridad impuestas reglamentariamente a las empresas para prevenir la comisión de actos delictivos. Tales actos podrán ser sancionados en la forma y cuantía que la legislación de orden público establece o con el cierre del establecimiento. Como se ve, el precepto no hace la más mínima regulación de la materia reservada, la remisión es «a ciegas» y el Reglamento de desarrollo no puede ser complementario porque nada hay que complementar. Y, sin embargo, el Tribunal Constitucional, en su sentencia 217/1988, de 21 de noviembre, consideró válida la remisión y emitió un «juicio positivo de constitucionalidad respecto a su adecuación a lo dispuesto en el artículo 25.1», dado que el artículo cuestionado: concreta el desvalor de las conductas consideradas ilícitas en la referencia al incumplimiento por las empresas de normas de seguridad teleológicamente encaminadas a la prevención de los hechos delictivos, normas de seguridad que vendrán luego determinadas en sus circunstancias particulares por reglamentos que responderán, en cada caso, a la valoración de carácter técnico y contingente, efectuadas por la Administración. El Real Decreto-Ley fija suficientemente, asi, los elementos esenciales del ilícito administrativo, y de las sanciones correspondientes, estas últimas mediante la remisión a ¡a legislación general de orden público [...]. No hay, por tanto, una «deslegalización de la materia» en cuanto a la fijación de los tipos o conductas sancionabas, sino una remisión al reglamento que deja a salvo los elementos esenciales y necesarios para garantizar que no se producirá una regulación reglamentaria independiente y no subordinada a la ley [...] en cuanto que el Real Decreto-Ley contiene los elementos fundamentales de esa tipificación.

Sinceramente yo no veo en el precepto impugnado esa descripción de los elementos esenciales del ilícito y de las sanciones correspondientes, al menos en el sentido tradicional y generalmente aceptado por la doctrina dominante (y de aquí que FERNÁNDEZ FARRERAS sospechara de su constitucionalidad). Yo sólo veo una remisión rigurosa en blanco, una remisión con los ojos cerrados con una cláusula esencial: ¡a declaración de que son infracciones administrativas el incumplimiento de las obligaciones impuestas por un Reglamento. Lo cual me parece muy bien porque cabalmente es la tesis que vengo sosteniendo desde hace muchos años; pero forzoso es reconocer que ahora el Tribunal Constitucional se contradice con sus posturas anteriores y se aparta totalmente de la doctrina mayoritaria que le venía arropando. Y, en cuanto a la tipificación de las sanciones, nótese que el Tribunal Constitucional considera suficiente la remisión a la Ley de Orden Público; pero como observa LÓPEZ C Á R C A M O (1991, 207), «los artículos 19 y 20 de la Ley de Orden Público se limitan a establecer las multas posibles, los órganos competentes para imponerlas y unos criterios muy vagos de graduación que permiten a la Administración un excesivo margen de apreciación, sin que, por tanto, quede establecida a priori la nece-

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sana correspondencia entre cada infracción y cada una de las sanciones» (con postura contraria, por tanto, a la de la STC 207/1990, de 17 de diciembre). V. EL LLAMAMIENTO A LA COLABORACIÓN REGLAMENTARIA La otra cara de la moneda de las leyes en blanco son los reglamentos complementarios que aquéllas necesitan y cuya colaboración deben solicitar. Si el llamamiento legal a la colaboración reglamentaria está sujeto, por principio, a determinados requisitos de los que el Legislador no puede eximirse, el problema surge por la circunstancia de que tales requisitos limitadores del arbitrio legal no se encuentran positivizados en norma alguna. A diferencia de lo que sucede con las delegaciones legislativas, para las que la Constitución se ha preocupado de enumerar sus condiciones fijando detalladamente el contenido de la cláusula de delegación (o en el nivel de la legislación ordinaria, como lo que ha hecho la Ley General Tributaria en materia fiscal), en ningún texto positivo constan los requisitos y condiciones necesarios para que la ley —sin romper la exigencia constitucional de la reserva legal— pueda llamar al Reglamento a que colabore en la regulación de las infracciones y sanciones. Ante este silencio normativo y a falta todavía de una doctrina congruente que los Tribunales y los autores van ya madurando lentamente, reiterando lo que más atrás se ha enunciado, entiendo que el llamamiento se produce a través de dos figuras que deben aparecer en la ley reservada: la habilitación para reglamentar y la remisión normativa suficiente junto, claro es, con los criterios que han de establecerse para instruir a quien ha de reglamentar. 1.

D o s FIGURAS DISTINTAS CONECTADAS EN LA RESERVA LEGAL

El mecanismo de la remisión normativa no es exclusivo de las regulaciones afectadas por reserva legal, puesto que se utiliza habitualmente en todos los ámbitos del ordenamiento. Lo que sucede cuando interviene la reserva legal es que la ley remitente —cabalmente para cumplir con las exigencias que supone tal reserva— tiene que cumplir determinados requisitos: por un lado ha de establecer unos criterios mínimos vinculantes para el reglamento posterior y, además, ha de habilitar la presencia del reglamento, es decir, autorizar su dictado o, si se quiere, abrirle la puerta, dado que sin esa habilitación previa no cabe una regulación reglamentaria. En otras palabras: fuera de la reserva legal, el legislador goza de un amplísimo margen de libertad a la hora de regular o no regular y de remitir o no remitir —y de elegir la forma de remisión— a otra norma; pero si existe reserva legal hay que posibilitar primero ¡a intervención reglamentaria (habilitación) y luego realizarla con sujeción a ciertos criterios. Que la habilitación y la remisión son dos figuras distintas está fuera de duda y acabamos de comprobarlo en la constatación de que puede haber remisiones sin habilitación en los supuestos de ausencia de reserva legal y, por otro lado, la mera habilitación no cumple íos requisitos de una remisión suficiente si no va acompañada de una regulación material mínima: «el ámbito objetivo reservado no queda —dice la STC 19/1987, de 17 de febrero— garantizado mediante una mera cláusula legal habilitante» y reitera que es contraria a la reserva legal «la simple habilitación a la Administración por norma de rango legal vacía de todo contenido material». En este ámbito, sin embargo, habilitación y remisión se encuentran de ordinario íntimamente conectadas. Una ley sancio-

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nadora escrupulosa habría de utilizar la siguiente fórmula: primero explicaría su propia incompletud justificando la llamada a la colaboración reglamentaria; luego, habilitaría de forma expresa un futuro reglamento («se autoriza al Gobierno para que reglamente los siguientes extremos, que por las razones dichas no aparecen regulados en la ley») y, en fin, establecería las pautas o criterios a los que habría de sujetarse la posterior reglamentación, remitiéndose con estas condiciones a su contenido. En la práctica legislativa se procede de ordinario, no obstante, de muy diferente manera. Cierto es que las pautas del desarrollo futuro aparecen en la ley (y si no aparecieren sería inválida la remisión); pero se prescinde habitualmente de la justificación de la incompletud (lo que en modo alguno es causa de invalidez) y, sobre todo, se prescinde también de la habitación expresa. La habilitación es, desde luego, inexcusable; pero no es imprescindible que se realice mediante una cláusula expresa sino que puede realizarse de forma implícita. La remisión normativa lleva consigo de ordinario una habilitación implícita. Así, cuando el artículo 97.2 de la Ley de Costas declara que «para las infracciones leves la sanción será la multa en la cuantía que se determine reglamentariamente aplicando los criterios del apartado anterior», está diciendo inequívocamente que puede —y debe—intervenir un reglamento posterior a la propia ley, sin el cual no podrá aplicarse aquélla. Los autores suelen admitir sin dificultades las habilitaciones implícitas, pero discrepan a la hora de precisar su alcance. En mi opinión, no hay que ser demasiado escrupulosos en este punto ya que, de otra suerte, se colocaría en la ilegalidad buena parte de las normas reglamentarias existentes, habida cuenta de que se encuentran habilitadas por preceptos legales excesivamente relajados, y por ende, muy poco recomendables, pero que sería perturbador expulsar con rigor del Ordenamiento Jurídico. La misma línea sostiene G Ó M E Z - F E R R E R («La potestad reglamentaria del Gobierno en la Constitución», en La Constitución española y las fuentes de Derecho, I, 130) según el cual «podría admitirse una remisión implícita en los supuestos en que la Ley se refiera a materias administrativas en las cuales la ejecución quede confiada al Gobierno y a la Administración». R E B O L L O (1991, 135 ss.), aun admitiendo la habilitación implícita, se muestra más estricto en su ejercicio exigiendo que, al menos, sea inequívoca —es decir, que se refiere concretamente a una posibilidad de «regulación» y no a realizar cualquier otra actividad— y por ello no comparte la idea expuesta de G Ó M E Z - F E R R E R . Es muy posible, sin embargo, que todos estemos queriendo decir lo mismo, formulándolo así en la terminología que se emplea en este libro: caben las «habilitaciones» implícitas pero no las «remisiones» implícitas (como se expondrá en el número 5), debido a que la remisión debe contener un mínimo material que falta en la fórmula implícita. La remisión implica, por tanto, la habilitación ya que en otro caso sería una remisión al vacío, imposible de llenar puesto que el reglamento no podría aparecer. Pero ¿podrá afirmarse la proposición inversa, es decir, que toda habilitación lleva consigo una remisión? Una pregunta que nos lleva de la mano al análisis pormenorizado de las habilitaciones genéricas en cláusula de estilo. De cuyo análisis resultará —lo adelantamos ya— una respuesta negativa cabalmente por lo siguiente: porque no basta con la habilitación para reglamentar sino que es preciso, además, incluir en la ley remitente un cierto contenido material que sirva de pauta a la regulación remitida; un contenido que, por definición, no aparece en las cláusulas de estilo. 2.

HABILITACIONES GENÉRICAS EN CLÁUSULAS DE ESTILO

El problema surge fundamentalmente a propósito de una cláusula de estilo que con pocas excepciones acompaña a nuestras leyes y conforme a la cual se «autoriza»

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genéricamente —es decir, sin concreción alguna— al Gobierno para que «dicte las disposiciones necesarias para al desarrollo de la presente ley». En mi opinión se trata inequívocamente de habilitaciones para reglamentar no acompañadas de una remisión normativa. Dos aspectos que ilustran la disociación apuntada en la última frase del número anterior y que merecen ser examinadas separadamente. Por lo que se refiere a la habilitación para reglamentar hay que decir aquí —complementando lo que más arriba se ha expuesto ya a propósito de la colaboración reglamentaria— que este tipo de habilitaciones sin precisión alguna de contenido carecen de eficacia y responden a una práctica inercial, importante quizás en su día, pero que hoy carece de sentido dentro del sistema vigente. Porque una de dos: o se refieren a materias no reservadas a la ley o a materias reservadas. Si se refieren a materias constitucionalmente no reservadas a la ley, la cláusula es innecesaria, dado que, aun sin ella, el Gobierno puede ejercer su potestad reglamentaria original que la Constitución le reconoce en el artículo 103 y que, cualquiera que sea ta posición doctrinal que se adopte, autoriza directamente al Gobierno para reglamentar, al menos y en todo caso, cualquier materia que no esté reservada a la ley y no afecte a los derechos y libertades públicas de los individuos. Y si se refieren, por el contrario, a materias reservadas, la cláusula es inválida dado que, por falta de concreción, no contiene una remisión normativa válida. Las cláusulas genéricas de estilo, en sí mismas, no tienen, por tanto, eficacia habilitadora para reglamentar. Pero es que, aunque la tuvieran, no serían suficientes para establecer una remisión normativa válida, dado que con ella no se cumplen las exigencias constitucionales de concreción de los elementos esenciales que han de servir de pauta para el desarrollo reglamentario. Un punto de vista, en definitiva, que, además de confirmar la sustantividad separada de las dos figuras, permite concluir que las habilitaciones genéricas en cláusula de estilo no son cauce legítimo, por insuficiente, para establecer una remisión normativa. Y en el Derecho Administrativo Sancionador la colaboración reglamentaria precisa de una habilitación (expresa o implícita, como ya sabemos) y de una remisión normativa suficiente. A la misma conclusión, aunque desde unos planteamientos bastante diferentes, viene a llegar R E B O L L O (1991, 135) cuando dice que «tiene que desprenderse de la Ley que autoriza a dictar Reglamentos reguladores del objeto reservado constitucionalmente a la ley. Para ello, desde luego, son insuficientes las autorizaciones generales de potestad reglamentaria que no señalan materia. Es necesario que, de alguna forma, esté delimitada la materia sobre la que podrán versar los Reglamentos». 3.

LA REMISIÓN NORMATIVA

Examinada en los números precedentes la habilitación para reglamentar, veamos ahora el segundo requisito del llamamiento a la colaboración reglamentaria: la remisión normativa, a la que alude de forma expresa la STS de 26 de diciembre de 1984 (Ar. 6729; Hierro): Entre las técnicas de habilitación figura con características propias que la diferencian sustantivamente de las demás, la denominada remisión normativa, por medio de la cual la ley remite al reglamento la ordenación —bien sea en términos de homologación con lo que ha venido a conceptuarse marco sistemático de ordenación y dentro de los límites inferidos o deducidos de los principios inspiradores y rectores de la ley— de alguno de los elementos de

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DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR regulación legal, ora por vía de desarrollo y ejecución ora por medio de la ordenación secundaría de determinados particulares.

Lo esencial, a nuestros efectos, de esta técnica estriba en la circunstancia de que la norma remitente, la ley sancionadora, renuncia deliberadamente a agotar toda la regulación y, consciente de ello, llama a otra norma para que la complete, formando entre las dos —entre la remitente y la remitida— un solo bloque normativo. Nótese aquí, con todo, un dato esencial que no es lícito pasar por alto: si la remisión supone que la ley puede renunciar a regular completamente la materia, ello no significa que puede renunciar a regularla en absoluto; o lo que es lo mismo: algo tiene que regular —lo mínimo, lo esencial— y sólo puede encomendar al Reglamento la regulación de lo complementario (y «complementar» presupone la existencia de algo previo). Tal es, como ya sabemos, lo que explica la ilicitud de la leyes en blanco absoluto o leyes a ciegas, que prescinden completamente de una regulación material mínima, proscritas enérgicamente por la mejor jurisprudencia constitucional: no puede «el legislador abdicar de toda regulación directa», «el ámbito objetivo así reservado no queda [...] garantizado mediante una mera cláusula legal habilitante», «las leyes reclamadas por la Constitución [no son] meramente habilitadoras [...] son también ordenadoras» (STC 19/1987, de 17 de febrero). Es contraria a la reserva «la simple habilitación a la Administración por una norma de rango legal vacía de todo contenido material» (STC 42/1987, de 7 de abril). De ordinario, la norma remitida es un mero Reglamento, pero también puede ser, naturalmente, otra ley. Un buen ejemplo de este bloque normativo es el que aparece en la STC 3/1988, de 21 de enero, donde se advierte que «las sanciones impuestas [...] lo han sido en virtud de la aplicación conjunta de diversas normas de diferente rango (Reales Decretos 2.212/1978 y 3.062/1979, Decreto-Ley de 26 de enero de 1979 y Ley preconstitucional de 30 de julio de 1959) que vienen a integrar el tipo o descripción de la infracción y a determinar la sanción imponible». La existencia de un bloque normativo heterogéneo puede provocar problemas por causa de la falta de sincronía de sus elementos; por ejemplo, cuando la norma remitente se refiere a otra posterior y en el intervalo se produce la infracción o cuando la norma remitida (coetánea o anterior a la remitente) es sustituida por otra nueva. ¿Cuándo tiene lugar en estos casos la integración en bloque? ¿Es aplicable la norma posterior si el llamamiento de la norma remitente es anterior a los hechos? La sospecha de la retroactividad es inevitable y es una cuestión que ya fue examinada en el capítulo anterior. La STC 127/1990, de 5 de julio, contempla este supuesto aunque referido a normas penales: El reproche del recurrente concretado en que el órgano judicial ha afectado la integración necesaria de la norma acudiendo a un precepto que no estaba aún vigente en el momento de producirse los hechos, solamente podría considerarse como una aplicación retroactiva de la lex previa inherente al derecho de legalidad penal que consagra el articulo 25.1 de la Constitución, si fueran ciertas las dos premisas de las que parle la tesis actora: esto es, la ineludibilidad de la referencia normativa extrapenal y que la conducta apreciada como delito no pudiera ser contemplada en su integridad con la misma significación antijurídica en la normativa integradora anterior a la ley.

La STC 26/1994, de 27 de enero, aborda la misma cuestión referida ya directamente al ámbito administrativo sancionador. En el caso de autos la ley remitente era anterior a la comisión de los hechos; pero en cambio fue posterior el Reglamento remitido que completó la ley. En estas circunstancias «es claro —dice el Tribunal— que la disposición sancionadora posterior no puede ser aplicada retroactivamente (art. 9.3 CEE) a hechos ocurridos anteriormente sin grave quebranto del principio de legalidad en su primera exigencia de lex previa».

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Sentado esto, el segundo paso del análisis consiste en la constatación de que las remisiones pueden ser de diversas clases, que conviene precisar. La ley sancionadora puede, en efecto, realizar una remisión genérica o específica, a un reglamento futuro o a un reglamento anterior, y de forma expresa o implícita. La STC 60/2000, de 2 de marzo, plantea una cuestión capital tanto más interesante cuanto que ofrece dos soluciones: la de la sentencia y la de un voto particular. La cuestión es muy clara y no era, desde luego, la primera vez que se había suscitado. Se trataba de una remisión legislativa efectuada en términos sospechosos («tendrán la consideración de infracciones leves todas las que, suponiendo vulneración directa de las normas legales o reglamentarias aplicables en cada caso, no figuren expresamente recogidas y tipificadas en los artículos anteriores de la presente ley») por el artículo 142 de la Ley de Ordenación de los Transportes Terrestres de 1987, desarrollada luego por algunos reglamentos, estatal y autonómicos, en los que aparecían infracciones no anunciadas en la ley. Planteada a este propósito una cuestión de inconstitucionalidad, el Magistrado Garrido Falla puso de relieve en un voto particular que el problema no estaba en la ley sino en el reglamento que había procedido a una tipificación indebida. «Ahora bien —precisaba— esta norma reglamentaria puede ser válida (si cuenta con la suficiente cobertura jurídica) o inválida (por infringir el principio de reserva de ley). En el primer caso la infracción de la norma debe comportar la sanción por incumplimiento. En el segundo caso es obvio que el problema no está en la hipotética inconstitucionalidad del artículo de la ley sino en la propia ilegalidad del reglamento» (lo que de aceptarse tendría unas consecuencias procesales prácticas enormes ya que facilitaría el control directo de los tribunales contencioso-administrativos). Postura que no comparte, sin embargo, la sentencia, puesto que para la mayoría del tribunal «el que la contravención de esta norma reglamentaria resulte sancionable es una consecuencia jurídica del artículo 142 a) de la ley, no del reglamento de desarrollo». Dos soluciones igualmente plausibles; por lo que no se descarta que el tribunal cambie cualquier día de criterio. Pero de cualquier manera que sea, para mí lo más interesante de esta sentencia es una cautela metodológica que aparece en el voto particular: la jurisprudencia resuelve casos concretos y la aplicación del método inductivo para extraer teorías generales exige que éstas se modulen en función de las circunstancias que se han tenido en cuenta en el caso resuelto.

4.

REMISIONES ESPECÍFICAS

Contra lo que pudiera creerse, no son abundantes ni mucho menos, aunque sin llegar a ser raras. Ocasionalmente aparecen, en efecto, en nuestras leyes algunas remisiones específicas a Reglamentos posteriores, a los que se encomienda la precisión de algunos elementos del tipo descritos en la ley. Veamos unos ejemplos: — El artículo 97.2 de la Ley de Costas establece que «para las infracciones leves la sanción será la multa en la cuantía que se determine reglamentariamente, aplicando los criterios del apartado anterior». — Y el artículo 19.4 de la Ley de Protección civil establece que «el Reglamento que desarrolle esta ley especificará y clasificará las infracciones tipificadas en el apartado segundo de este artículo y graduará las sanciones atendiendo a los criterios de culpabilidad, responsabilidad y cuantas circunstancias concurran, en especial la peligrosidad o trascendencia que para la seguridad de personas o bienes revistan las infracciones».

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Dos ejemplos singularmente correctos puesto que en ellos la cláusula específica expresa va acompañada de las debidas instrucciones o criterios para el Ejecutivo. Aparte de esto, hay un caso bastante frecuente de habilitaciones específicas, referido a la determinación reglamentaria de un elemento concreto de la sanción —la cuantía de la multa— con objeto de que la alteración del valor de la moneda no afecte a la eficacia punitiva de la sanción, que se debilitaría si permaneciese inalterable su cuantía. Operación que se materializa en fórmulas muy diversas: — «Las cuantías señaladas anteriormente podrán ser revisadas y actualizadas periódicamente por el Gobierno por Real Decreto, teniendo en cuenta la variación de ios índices de precios para el consumo» (art. 36.3 de la Ley General de Sanidad). — «El Gobierno podrá modificar las cuantías de las multas previstas en las presentes disposiciones cuando las circunstancias económicas así lo aconsejen» (Disposición Adicional 3.a de la Ley de residuos tóxicos y peligrosos de 14 de mayo de 1986). — «El Gobierno queda autorizado para proceder por vía reglamentaria a la actualización de la cuantía de las multas que se fijan en el articulo 76 de la presente Ley, sin que los porcentajes de los incrementos que por tal vía se establezcan puedan ser superiores, en ningún caso, al índice Oficial del Coste de la Vida» (Disposición Final Segunda de la Ley del Patrimonio Histórico Español). La lógica de esta figura, como más arriba se ha apuntado, es evidente y su constitucionalidad no es dudosa cuando la habilitación va acompañada —según es lo ordinario— de criterios suficientes para su desarrollo. Ahora bien, su conceptuación técnica es muy diñcil, puesto que —tratándose, nada menos, que de alterar el texto de una ley— aquí no se cumplen los requisitos exigidos en el artículo 82.3 de la Constitución para las leyes de bases; pero, si se trata de una remisión no recepticia, es claro también que el Decreto resultante no puede alterar la cuantía ya establecida con rango de ley. La única explicación posible, entonces, es que nos encontramos ante una deslegalización mediante la cual se degrada el rango normativo exigible. Lo que significa que este elemento de la cuantía de la multa —aparentemente esencial a la hora de constituir el tipo— es deslegalizable y la reserva se cumple a través de la cláusula de habilitación y de la adición de criterios suficientes para su desarrollo. En otros términos —y en la aguda interpretación de M E Í L Á N — se trata, pura y sencillamente, de un «elemento desgajado de la norma principal». En definitiva, las remisiones específicas no suelen ser problemáticas, dado que en ellas —y por su propia naturaleza— hay una referencia al elemento esencial del tipo y, además, suelen ir acompañadas de criterios suficientes de desarrollo. Dos datos que bastan ya de ordinario para resolver los problemas concretos que se van presentando. Conviene, con todo, precisar las dos variedades de esta modalidad: A) La remisión se hace en favor de un Reglamento (futuro obviamente) de desarrollo de la propia ley sancionadora, como es el caso del artículo 1.1 de la Ley de sanciones en materia de juego («son infracciones las que aparecen en la presente ley, que podrán ser especificadas en sus reglamentos»). Esta fórmula puede considerarse impecable con tal de que se cumplan —ocioso es recordarlo— los requisitos generales del desarrollo reglamentario, es decir, que en la ley remitente aparezcan los elementos esenciales del tipo. Y para considerar que tal sucede puede utilizarse una regla práctica muy sencilla: la ley sancionadora tiene que estar redactada en unos términos que hagan posible su aplicación —aunque no sea sencilla por la sumariedad del texto— sin necesidad del complemento reglamentario. Si esto no sucede, la ley sancionadora no es sólo una ley

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incompleta sino incompletable y no podrá aplicarse nunca: ni antes del Reglamento {por falta de algún elemento esencial del tipo, p. ej., no se diga la cuantía de la sanción) ni después del Reglamento (porque será inválido por falta de habilitación legal suficiente). En el supuesto de desarrollo reglamentario correcto, la diferencia de régimen entre antes y después del reglamento estribará en la distinta amplitud de facultades de subsunción por parte del operador jurídico, que inicialmente más amplias (cuando sólo sea aplicable la ley), se verán luego recortadas con la aparición del Reglamento. B) La remisión se refiere a un reglamento ya existente, como hace la Disposición Final 2.a de la Ley General de Defensa de los consumidores y usuarios de 24 de julio de 1984: «A los efectos de lo establecido en el capítulo IX [infracciones y sanciones] será de aplicación el Real Decreto 1945/1983, de 22 de junio, sin peijuicio de sus ulteriores modificaciones o adaptación por el Gobierno». En tal supuesto es claro que el Reglamento remitido no asciende de rango para adquirir el de ley, pero se cumple el requisito de la reserva legal. Y por otra parte, si no contaba antes con la debida habilitación legal, la ley remitente le sana o convalida; pero sólo a partir del momento de la entrada en vigor de la ley, siendo hasta entonces inválido, ya que, de otra suerte, se producirían efectos retroactivos, que no son admisibles para las normas sancionadoras. La posibilidad de esta figura es, desde luego, indudable y aparece justificada por evidentes razones de economía normativa; pero puede provocar no pocos problemas y algunas dificultades de no sencilla solución. En definitiva se trata de una operación convalidante: el legislador subsana a posteriori la ausencia de habilitación y declara de manera expresa y formal que los preceptos del Reglamento anterior están de acuerdo con, y desarrollan correctamente, el contenido material mínimo regulado en la ley. A este propósito la STS de 19 de mayo de 2000 (Ar. 4351, Baena) es singularmente interesante porque se refiere a una remisión reglamentaria autonómica: Si bien es cierto que el Decreto autonómico de 22 de julio de 1982 carecía de cobertura legal en el momento de su promulgación, vino a darle tal cobertura la ley autonómica posterior de 14.7.1983. En efecto, esta norma declara en su artículo 15,l.g) que constituye infracción el incumplimiento de las condiciones higiénicas y sanitarias establecidas respecto al envase y conservación de alimentos. El círculo legitimador del Decreto de 1997 se cerró, por otra parte, con la promulgación del nuevo Decreto autonómico de 18 de octubre de 1983 que tipificó como infracción el incumplimiento de las disposiciones sobre envasado.

C) En alguna ocasión el reglamento remitido se remite, a su vez, a otro reglamento produciéndose una «segunda remisión normativa» que ha reconocido expresamente el Tribunal Constitucional en la Sentencia 50/2003, de 17 de marzo, siempre y cuando se cumplan en los dos escalones los requisitos validez de todas las remisiones. D) La última variedad de la remisión se refiere a normas de creación privada originaria que la ley asume. Es este un fenómeno característico del mundo moderno consecuencia de la progresiva complejidad tecnológica, que en ocasiones las Administraciones Públicas ya no pueden dominar, por lo que se ven obligadas a hacer un hueco para las autorregulaciones privadas, sectoriales o corporativas. Piénsese en un caso tan habitual como el de las normas técnicas de seguridad tan minuciosamente reguladas por los reglamentos administrativos. Ahora bien —tal como ha advertido E S T E V E PARDO (2002,28)— «ocurre cada vez con mayor frecuencia que esos reglamentos resultan insuficientes (y) es entonces cuando la propia Administración tiende a reparar en las normas técnicas de seguridad, elaboradas desde los propios sectores industriales por quienes son reconocidos como sus expertos. El

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valor que la Administración puede conceder a esas normas técnicas varía según los casos. La valoración máxima se alcanza, sin duda, con la remisión precisa y nominada de un reglamento administrativo, y hasta de una ley, a las normas técnicas, pues en tal caso se produce la incorporación de la norma técnica a la normativa administrativa [...]. Pero en otros casos las normas técnicas acaban por configurar el escalón último residual del peculiar sistema de fuentes en materia de riesgos industriales y a ellas hay que acudir a falta de leyes y reglamentos administrativos. Lo que ocurre es que en tal caso no se apunta a una norma técnica determinada sino al conjunto de todas ellas en el sector de que se trate». Como ejemplo de esta fórmula valga el artículo 6.2 de la Ley catalana 3/1998, de 27 de febrero, sobre la Intervención integral de la Administración ambiental que se remite «en ausencia de reglamentos o de instrucciones específicas [...] a las normas técnicas de reconocimiento general». E) El régimen de los reglamentos preconstitucionales merece una alusión especial ya que, como sabemos, con ellos no rige el principio de legalidad; lo que significa que pueden establecer por sí mismos infracciones y sanciones sin cobertura legal expresa, ya que el Tribunal Constitucional nunca ha querido darse por enterado de que, según se ha explicado en páginas anteriores, ya existía en el Derecho español antes de la Constitución la figura de la reserva legal. La doctrina establecida a tal propósito por el Tribunal Constitucional es muy clara, según aparece en su Sentencia 16/2004, de 23 de febrero: La aplicación del principio de reserva de ley encuentra, en todo caso, una importante excepción: los reglamentos preconstitucionales tipificadores de infracciones y sanciones. En relación con ellos hemos afirmado que no es posible exigir la reserva de ley de manera retroactiva para anular disposiciones reguladoras de materias y de situaciones respecto de las cuales tal reserva no existia de acuerdo con el Derecho anterior a la Constitución y, más específicamente por lo que se refiere a las disposiciones sancionadoras, que el principio de legalidad que se traduce en la reserva absoluta de ley no incide en disposiciones o actos nacidos al mundo del Derecho con anterioridad al momento en que la Constitución fue promulgada.

El problema surge, con todo, cuando se trata de reglamentos posconstitucionales que se limitan a reproducir un texto anterior: ¿continuará el nuevo disfrutando de la inmunidad privilegiada del precedente? De ello se ocupa la misma sentencia en los siguientes términos: la lógica coherencia y continuidad normativa con la regulación preconstitucional no puede suponer —sobre la base de que se reiteran disposiciones reglamentarias preconstitucionales sancionadoras ya existentes— que la Administración ostente potestades sancionadoras no amparadas por una cobertura suficiente de normas con rango legal, pues ello representaría convertir en buena medida en inoperante el principio de legalidad de la actividad sancionara de la Administración con sólo reproducir, a través del tiempo, las normas reglamentarias sancionadoras preconstitucionales, manteniéndose así in aetemum. después de la Constitución, sanciones sin cobertura legal.

5.

REMISIONES IMPLÍCITAS Y MARCO SISTEMÁTICO DE REFERENCIA

La tesis anterior parece poder ser bordeada, sin embargo, al amparo de las siguientes consideraciones: cierto es, desde luego, que en una habilitación genérica en cláusula de estilo no se cumplen los requisitos necesarios para constituir una remisión normativa en el ámbito reservado a la ley; pero no hay que olvidar, por otra parte, que de

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la misma manera que existen habilitaciones implícitas también puede haber remisiones implícitas, es decir, remisiones en las que no consten de forma expresa los datos mínimos que imprescindiblemente deben aparecer en la ley y sirven de directrices al reglamento, pero que se pueda entender que tales requisitos están en algún otro lugar —dentro o fuera de la ley remitente— y que puedan servir a estos efectos. La STS de 30 de abril de 1988 (Ar. 3294; Delgado) habla literalmente, por el contrario, de «aquellos casos en los que el Reglamento entra a regular una materia reservada a la Ley, lo que sólo es posible en virtud de remisión expresa». Pero tal declaración no tiene a estos efectos un valor decisivo ya que, por un lado, se trata de un mero obiter dicta y, por otro, adolece —a mi juicio— de la ya denunciada ambigüedad de confundir «habilitación para reglamentar» con «remisión normativa», como se comprueba comparando las expresiones que aparecen en sus Fundamentos de Derecho 3.° y 4.° Por la misma razón así se explica también que el Tribunal Constitucional haya declarado que en ningún caso puede invocarse la remisión a una práctica consuetudinaria por muy precisa y conocida que sea. Tal como dice la Sentencia 26/1994, de 27 de enero, la costumbre del lugar no puede servir para cumplir con las exigencias de predeterminación normativa de la conducta ya que, aunque la costumbre sea fuente del Derecho privado (art. 9.3 del C.c), no puede nunca integrar una norma sancionadora, pues el constituyente, al utilizar el término de «legislación vigente» del artículo 25.1 y de acuerdo con la primigenia función política del principio de legalidad, tan sólo ha legitimado a los representantes del pueblo, esto es, a las Cortes Generales, para determinar las conductas antijurídicas que deban hacerse acreedoras de cualquiera manifestación del ius puniendi del Estado.

En mi opinión, sin embargo, no conviene dar carácter absoluto a estas afirmaciones, ya que no se entiende la razón de negar a la costumbre la fuerza de complementar —exactamente igual que lo hace un Reglamento— el contenido de una Ley. Resulta cuando menos curioso que el Tribunal sacralice la voluntad de los «representantes del pueblo» y niegue legitimación a las decisiones tomadas directamente por el pueblo. Para la mentalidad burocrática de los iuspositivistas no existe el pueblo como realidad física de unos hombres agrupados y lo único que cuenta es la entelequia de un pueblo que emerge periódicamente en unas elecciones con el fin de votar y luego desaparece a todos los efectos suplantado por sus «representantes» y por los políticos y funcionarios a los que aquéllos encomiendan la tarea de gobernar y administrar. A este propósito es significativo que, en el supuesto de autos, el Tribunal Supremo hubiera aceptado el valor de la costumbre, demostrando, una vez más, su mayor acercamiento a la realidad y su repugnancia a justificar conductas reconocidamente ilícitas al amparo de pretextos formales. Sancionado un barco por llevar a bordo artes de pesca que los propios pescadores consideraban ilícitas aunque no estuvieran normativamente tipificadas, el Tribunal confirmó la sanción considerando que el principio de legalidad y la reserva legal quedaban salvados por una remisión implícita a la costumbre. En lo que se refiere a las leyes penales en blanco, ya se ha visto que la STC 127/1990, de 5 de julio, exige un reenvío expreso. Regla que podría muy bien ser aplicable al Derecho Administrativo Sancionador, como se ha visto en el ejemplo de la sentencia que acaba de ser citada. Ahora bien, a estas alturas sabemos también de sobra que el criterio de aplicación de los principios del Derecho Penal al Derecho Administrativo Sancionador es retórico y en la práctica completamente inútil, puesto que la salvedad de las «matizaciones» paraliza su uso cuando el Tribunal lo tiene por conveniente. De ello tenemos aquí un nuevo ejemplo a la hora de examinar si en este punto la traspolación de principios sigue la regla o la excepción.

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Inmediatamente vamos a comprobar, en efecto, que un sector de la Doctrina y de la Jurisprudencia admite con absoluta naturalidad en el Derecho Administrativo Sancionador las remisiones implícitas e incluso —en el colmo de la relajación— las remisiones implícitas a un misterioso «marco sistemático de referencia». Una postura muy peligrosa puesto que con ella se disuelve por completo la seguridad jurídica y queda literalmente burlada —conviene repetirlo una y otra vez— la pomposa garantía de la reserva legal. Y no menos falseado queda también el modelo alemán que formalmente siguen y verbalmente admiran buena parte de los que así escriben. Porque, como es sabido, en el Derecho Administrativo Sancionador alemán, conscientes del riesgo de abuso que suponen las remisiones de las leyes en blanco (cuya utilidad, y aun necesidad, ciertamente nadie discute), se extreman las precauciones en su manejo hasta tal punto que en la actualidad es común la exigencia —o, al menos, la práctica— de la «cláusula de retorsión o remisión inversa» (Rücfcverweisungsklausel), conforme a la cual la norma remitida tiene que remitirse, a su vez, a la norma remitente, invocándola de forma expresa, con objeto de que sus destinatarios sepan que no sólo tienen que habérselas con una norma que impone obligaciones o prohibiciones sino que, además, detrás de ella haya otra norma sancionadora del incumplimiento de tales mandatos. Como puede suponerse, tales mecanismos de seguridad están en las antípodas de las remisiones implícitas y de los marcos sistemáticos de referencia, no obstante que el Derecho Administrativo Sancionador español arranca de un precepto constitucional (el 25.1) confesadamente inspirado en el Derecho alemán; lo que justifica que algunos autores, como BACIGALUPO ( 1 9 9 1 , 3 1 ) hablen también de «la necesidad de exigir al legislador en España la inclusión de los preceptos complementados de una cláusula de remisión inversa». Y es que en el Derecho alemán rige la regla de que el ciudadano debe conocer por la ley, y no por un Reglamento, los presupuestos de la punibilidad (KKOWJG-ROGALL, Vor. 1 , n.° 1 6 , y 3 , n.° 1 4 ) . Volviendo al Derecho español que es el que verdaderamente importa, resulta imprescindible traer aquí a colación la sorprendente STC 341/1993, de 18 de noviembre, sobre la Ley de Protección de la Seguridad ciudadana. En su Fundamento Jurídico 10.° se examina la corrección del artículo 26 J) de la ley impugnada, en la que, repitiendo una formulación tradicional se reputan infracciones leves «todas aquellas que, no estando calificadas como graves o muy graves, constituyan incumplimiento de las obligaciones o vulneración de las prohibiciones establecidas en la presente ley o en leyes especiales relativas a la seguridad ciudadana, en las reglamentaciones específicas o en las normas de policía dictadas en ejecución de las mismas». Un ejemplo característico, pues, de la tipificación indirecta o por remisión, sobre el que el tribunal declara que Nada cabe reprochar al precepto impugnado pues, siendo como es una norma residual y de remisión, la delimitación precisa de las conductas sancionables corresponderá a las reglas remitidas, configuradoras de las obligaciones y prohibiciones cuya conculcación dará lugar a la infracción.

Aceptación genérica que debe ser entendida, no obstante, con dos precauciones. De una parte, el respeto a la garantía formal de reserva de ley, lo que significa que la remisión legal ha de reputarse inconstitucional cuando equivale a «habilitar o remitir al reglamento para la configuración ex novo de obligaciones o prohibiciones cuya contravención de origen a una infracción sancionable». Esta salvedad ya era, por lo demás, cosa sabida. Lo verdaderamente trascendental es lo que ahora se establece como nuevo, a saber: que las reglas en las que se configuran obligaciones u prohibiciones sancionables con arreglo al precepto que enjuiciamos deberán contener —para

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asegurar precisamente estas exigencias de seguridad y certeza— una referencia expresa al precepto legal que establece la tipificación indirecta o por remisión. Esta cautela ya había sido enunciada con una formulación genérica en la Sentencia de 21 de diciembre de 1989, donde se advertía que la tipificación indirecta es admisible «siempre que sea asimismo previsible, con suficiente grado de certeza, la consecuencia punitiva derivada de aquel incumplimiento». Lo que sucede es que ahora, al concretar aquella formulación genérica, se llega a la radicalidad de exigir una «referencia expresa» a la ley tipificante, importante con ello al Derecho español —por así decirlo— la figura alemana de la Rückverweisunsklausel. En verdad que no se entiende lo que pretende el Tribunal Constitucional con esa declaración. Porque si tal doctrina va a aplicarse rigurosamente, ello dificultaría gravemente la tipificación indirecta dado que en España nunca se ha tomado tal precaución. En su consecuencia, si la norma remitente es válida, ya no lo son, en cambio, las normas remitidas (por carecer de la retorsión expresa). En mi opinión, por tanto, debiera entenderse que el contenido de esta sentencia tiene un valor didáctico y admonitorio pro futuro, porque, de otra suerte, ello supondría arrojar a todas, y sin excepción, a las tinieblas de la invalidez. Con un esfuerzo hermenéutico no pequeño podría entenderse, pues, que este requisito cautelar es una creación jurisprudencial de nuevo cuño y que, por ende, no es exigible a las normas anteriores a su establecimiento: tal como viene declarando el propio tribunal para las leyes preconstitucionales a las que —como acaba de explicarse— no castiga con la invalidez por falta de requisitos establecidos por primer vez en la Constitución. Por otra parte, el problema se ha ido desdramatizando con el transcurso de los años dado que el Tribunal Constitucional no ha vuelto a acordarse de este requisito en sus sentencias posteriores. De acuerdo con la tesis de GARCÍA DE ENTERRÍA, si bien es indudable que una cláusula de estilo carece por definición de directrices de cumplimiento, bien puede suceder que tales directrices se encuentren en otra parte: en «el marco sistemático de referencia» que se desenvuelve en el articulado de la propia ley; o en otras palabras: aquí las instrucciones no están en otra norma sino en otros preceptos de la propia norma remitente y se realiza de manera genérica e implícita o, por así decirlo, «difusa». Una tesis que, como a cualquiera se le alcanza, termina suprimiendo los requisitos de la remisión, que eran la última garantía de la reserva legal. Esta opinión es plausible, como mínimo y, además, se alinea con la moderna jurisprudencia alemana que, no obstante lo riguroso de su parámetro constitucional (art. 70), ya no se limita a constatar la presencia de los requisitos habilitadores (contenido, alcance) en la cláusula expresa (recuérdese que en este Derecho siempre hace falta una cláusula de este tipo) sino que los busca también en el texto articulado. Forzoso es reconocer, sin embargo, que con tal extensión corre el riesgo de derribarse el sistema en sus mismos fundamentos (como se han apresurado a denunciar algunos autores), dado que es difícil no encontrar en todo el texto de una ley algún criterio útil para el reglamentador. Importa, en consecuencia, exponer ciertas precisiones cautelares: abandonada ya hace tiempo la idea inicial de BINDING de que la remisión debía hacer referencia a reglamentos, hoy se admite en Alemania con absoluta normalidad la remisión a otras leyes e incluso a otros preceptos de la propia Ley remitente («remisión impropia»); pero, eso sí, siempre ha de tratarse de una remisión expresa, que es lo único que puede proporcionar la seguridad jurídica debida (KKOWÍG-ROGALL, Vor. 1, n° 16).

Pero es el caso que el Tribunal Supremo se he hecho eco expreso de esta postura doctrina] y el Tribunal constitucional, por su parte, ha hecho uso de ella en una sor-

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prendente Sentencia 37/1987, de 26 de marzo, de la que nos hemos de seguir ocupando más adelante. En el caso de autos se discutía la constitucionalidad de la Ley Andaluza de Reforma Agraria que, contando ciertamente con una cláusula genérica de habilitación reglamentaria, no parecía que fuese válida por no establecer parámetro alguno de referencia ni criterios orientativos para la Administración reglamentadora. Pues bien, el Tribunal Constitucional prescinde de esta circunstancia y declara que dicha cláusula es constitucional por el hecho de que la propia ley, en el resto del articulado, había realizado una regulación suficiente de los elementos esenciales de la materia, los cuales podían servir de instrucciones y pautas para el posterior Reglamento. El precedente sentado en una sentencia resolutoria de un conflicto esencialmente político es, en verdad, mal precedente (big case, bad case); pero sin llegar a tales extremos, el caso es que —a despecho de la contundencia de la repulsa habitual de las leyes en blanco absoluto— nuestra Jurisprudencia no es siempre en este punto demasiado escrupulosa y a veces pasa por alto la ausencia de precisiones en la cláusula de remisión, sobre todo cuando se trata de «remisiones inexcusables» o de «remisiones indispensables» y hasta llega a aceptar las «remisiones implícitas», como sucede en la STC 71/1982, de 30 de noviembre. En esta sentencia admite el Tribunal Constitucional que una ley regule parcialmente una materia reservada y que el resto pueda ser regulado reglamentariamente porque, dada la naturaleza de la materia (requisitos para la elaboración de determinados productos), es «necesario un complemento reglamentario» y, en definitiva, lo que está haciendo el artículo impugnado es una «implícita remisión a las reglamentaciones específicas respecto de las condiciones de fabricación», sin ver en ello un quebrantamiento del principio de seguridad jurídica ni del de la legalidad ni del de la reserva legal por causa de la «reglamentación implícita» (sic), pues el contexto de la ley nos dice hasta dónde pueden llegar las reglamentaciones. El panorama que a este respecto ofrecen los repertorios jurisprudenciales del Tribunal Constitucional es desolador sin paliativos. Paso a paso el Tribunal va rebajando su nivel de exigencia hasta llegar a una situación en la que se olvida por completo de la reserva legal (y que culminará, como veremos, en la teoría y práctica de la «cobertura legal»). En esta evolución, la Sentencia 122/1987, de 14 de julio, marca un hito significativo. En ella se constata que la Ley 40/1979, de 10 de diciembre, sobre Régimen Jurídico de control de cambios, «no respeta [según los recurrentes] el principio de legalidad en cuanto que remite en forma genérica a las normas sobre control de cambios que se encuentran diseminadas en multitud de disposiciones reglamentarias e incluso de simples disposiciones administrativas, algunas de ellas ni siquiera publicadas». Pues bien, el Tribunal desaprovecha la oportunidad de abordar frontalmente la cuestión y rechaza el recurso con el argumento formal de que la vía de amparo «no puede convertirse en un recurso abstracto de inconstitucionalidad contra unos preceptos legales». De aquí a lo establecido en la STC 37/1987, de 26 de marzo, (la de la Ley andaluza de la Reforma agraria) no hay más que un paso. Nótese que ya no se habla de «complementos reglamentarios indispensables», puesto que la naturaleza de la materia («restricciones de la propiedad») no los exigía, ni había necesidad tampoco de acudir a «remisiones implícitas», puesto que hay una habilitación expresa a la Administración y lo que se discutía cabalmente era la licitud de tal apoderamiento sin precisión alguna. Pues bien, el Tribunal Constitucional entiende que tales precisiones se encuentran en el resto del articulado, justificándolo en los siguientes términos: Es cierto que el articulo 2 de la ley [impugnada] [...] habilita a la Administración para «fijar criterios objetivos de obtención del mejor aprovechamiento de la tierra y sus recursos».

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pero no puede verse en ello deslegalización alguna de la materia, porque tal habilitación normativa ha de operar en todo caso, como señala el precepto impugnado, «a los efectos de esta ley», es decir, de acuerdo con las regulaciones de fondo que se contienen en ella, cuyas normas son deberes de los propietarios y empresarios y de las medidas de intervención pública que pueden adoptarse para lograr «el mejor aprovechamiento de la tierra y sus recursos». Quiere decirse con ello que el tipo de criterios objetivos, las formas y modalidades de su concreción y las especificas finalidades que han de perseguirse no son otros que los que la propia ley prevé a lo largo de su articulado [...]. La ley recurrida contiene, por tanto, suficientes referencias normativas de orden formal y material para generar previsibilidad y certeza sobre lo que, en su aplicación, significa una correcta actuación administrativa y, en su caso, para contrastar y remediar las eventuales irregularidades, arbitrariedades o abusos.

Con las anteriores consideraciones hemos llegado al punto más espinoso de nuestro análisis. Porque si, de acuerdo con el modelo dogmático, la reserva legal implica que ha de ser la Ley —y precisamente ella— la que regule la materia reservada y si la colaboración reglamentaria sólo es admisible cuando la ley la hace posible a través de unas cláusulas de habilitación, que por naturaleza (y para evitar la tacha de normas en blanco absoluto) han de precisar inexcusablemente el alcance y las condiciones del desarrollo reglamentario, he aquí que ahora nos encontramos con una tesis doctrinal y jurisprudencial singularmente relajada, conforme a la cual: a) la habilitación puede articularse a través de una remisión normativa; b) si esta remisión resulta necesaria o imprescindible puede prescindirse de la explicitación de los requisitos y condiciones anejos a la habilitación; c) las cláusulas de habilitación o remisión pueden estar formuladas en términos absolutamente genéricos: lo que agrava el quebranto de la necesidad de explicitar los requisitos del desarrollo reglamentario de la ley; d) hasta es posible, incluso, prescindir por completo de la cláusula de habilitación, que puede tener lugar mediante una remisión implícita; y é) la insuficiencia, o carencia, de la cláusula puede ser remediada si en el articulado de la ley aparece un marco sistemático del que puedan inferirse o deducirse los requisitos y condiciones que hubieran debido venir en la cláusula de habilitación. Ante este panorama surgen inmediatamente unas preguntas inquietantes: ¿puede seguirse hablando en estas condiciones de una auténtica reserva legal?, ¿qué ha sucedido para que el Tribunal Constitucional, inicialmente tan riguroso, haya podido evolucionar hacia una tolerancia tan extremada?, ¿qué queda del artículo 25.1 de la Constitución?, ¿existe o no —en definitiva— una reserva legal en el Derecho Administrativo Sancionador? De momento, la situación es, a primera vista, no ya sorprendente sino paradójica. Porque los mismos autores que proclaman con vehemencia el cumplimiento riguroso del principio de la reserva legal, al que consideran como una conquista irrenunciable del Estado de Derecho, luego, a la hora de la verdad, permiten tales relajaciones del mismo que autorizan a sospechar que tal principio se convierte en un mero formalismo, que puede cumplirse con el rito formulario de una cláusula de estilo. A continuación vamos a ver hasta qué punto estas sospechas son fundadas y, como resultado final, podremos determinar el valor exacto del principio y de sus corolarios; pero conviene subrayar por adelantado lo que esto significa a efectos de la seguridad jurídica. Se puede estar a favor, o en contra, de una exigencia rigurosa de la reserva legal y, en consecuencia, se puede aplaudir o rechazar cualquiera de las dos corrientes jurisprudenciales que en tal sentido se produzcan. Lo que resulta más difícil de aceptar, con todo, es que en unos casos los tribunales relajen su exigencia en los términos que acaban de ser descritos y en otros lo impongan a rajatabla. En estas circunstancias las sanciones y los recursos se convierte en una lotería y en los ordenadores de cada abogado hay dos juegos de formularios totalmente contrarios pero bien apoyados en ristras jurispruden-

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cíales a utilizar según la posición procesal que el cliente vaya a ocupar. En verdad que esto no es tomar en serio al Derecho, no se respeta la dignidad de la justicia y, mucho menos, la de la llamada doctrina, puesta sin disimulo al servicio de intereses parciales. 6.

LA COBERTURA LEGAL

Hasta ahora hemos visto cómo la llamada legal a la colaboración reglamentaria en materia de Derecho Administrativo Sancionador exige el cumplimiento de dos requisitos derivados de la reserva legal: la habilitación previa que abre paso a la intervención reglamentaria en general y, además, la remisión, que incluye el establecimiento de unas condiciones o directrices esenciales que sirvan de pauta al reglamento posterior remitido. Dos requisitos imprescindibles aunque puedan aparecer de forma implícita, al menos el de la habilitación, porque la remisión implícita, en los términos que se han expuesto en el número anterior, no parece viable. La admisión de cláusulas implícitas de habilitación no resulta peligrosa cuando existe una remisión expresa y correcta. Y por ello mismo se ha rechazado la técnica de las remisiones implícitas (e incluso expresas) a marcos sistemáticos de referencia. Pero todavía existe una fórmula más radical, de la que voy a ocuparme inmediatamente: la de sustituir las exigencias de habilitación y remisión por la mera cobertura legal que, en definitiva, sería una reserva legal relajada. Como se describe la STS de 8 de febrero de 1983 (3.a, Ar. 669), se entiende que en el ámbito administrativo no es necesaria esta reserva absoluta de ley, pues es suficiente una cobertura legal, criterio sustentado por el supremo intérprete de la Constitución en la sentencia de 3 de octubre de 1983, que emplea la expresión de necesaria cobertura de la potestad sancionadora en una norma de rango legal... Esta técnica de cobertura legal supone una regulación mínima, en la ley, de los tipos y sanciones.

Opinión seguida por una abundante jurisprudencia posterior y por algunos autores en términos moderados como S A N Z GANDÁSEGUI o radicales como PARADA y GARCÍA MANZANO. Según PARADA, el artículo 2 5 . 1 establece el principio de reserva absoluta en material penal exclusivamente mientras que en materia sancionadora administrativa sólo es exigible la cobertura legal, conforme a la cual basta cubrir con una ley formal la descripción genérica de las conductas sancionables y las clases y cuantía mínima de las sanciones, pero con posibilidad de remitir a la potestad reglamentaria la descripción pormenorizada de las conductas ilícitas. La flexibilidad de esta fórmula permite salvar del reproche de inconstitucionalidad a muchas normas sancionadoras que no podrían salvar este escollo si se las midiera con la vara de la reserva estricta de ley. Y consecuentemente la cobertura de ley se utiliza a veces como un salvavidas al que se aferran los jueces cuando quieren defender la validez de una norma sospechosa y no tienen argumentos mejores. Sucede, en efecto, con cierta frecuencia que nuestros Tribunales, a la hora de examinar la validez de un reglamento sancionador o de una actuación administrativa sancionadora, obligados por la reserva legal buscan una norma con rango de ley que legitime la norma o la actuación debatida. Búsqueda correcta y necesaria, pero en la que se pueden utilizar dos métodos totalmente diferentes. En unos casos, se indaga si la ley que ampara formalmente el reglamento ha cumplido los dos requisitos repetidos (habilitación y remisión suficiente) mientras que en otros, y de una forma absolutamente relajada, el Tribunal se limita a buscar cualquier norma legal que, dentro del ordenamiento jurídico, preste lo que llama «cobertura legal» sin preocuparse de si se han cumplido los dos requisitos dichos.

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En otras palabras: planteada la cuestión, el Tribunal pasa revista a la Ley que el Reglamento ha desarrollado para buscar un precepto que le preste cobertura; y si no lo encuentra, dirige su mirada a continuación a todas las leyes del Ordenamiento jurídico para ver si allí está lo que anda buscando: con lo cual se comprueba la poca importancia que se da a las cláusulas de habilitación y de remisión, a su suficiencia y, en definitiva, a la técnica de la reserva legal por muy reconocida que esté en la Constitución. Y únicamente en el supuesto de que en ninguna ley haya encontrado la necesaria cobertura legal, se decide a anular el Reglamento. Para comprobar la veracidad de lo que se está diciendo, basta repasar la Jurisprudencia, de la que daremos algunas muestras: En la Sentencia de 6 de febrero de 1985 (Ar. 471; Martín Herrero) el Tribunal, después de constatar que la actuación administrativa no tenía cobertura legal en la norma inicialmente invocada, se lanza voluntariosamente a la búsqueda de otra que cumpla tal función, en un esfuerzo que termina siendo infructífero porque, alegada la cobertura legal en el Real Decreto-Ley de 27 de diciembre de 1974 y verificado que en él no podía hallarse, examina luego el Decreto-Ley de 30 de noviembre de 1973 y como el resultado es también negativo, pasa a la Ley de 1 de mayo de 1960; y sólo cuando constata que ni en estas normas ni en ninguna otra puede entenderse que media una cobertura legal, se decide a anular el Acuerdo del Consejo de Ministros impugnado. Y lo mismo sucede con la sentencia de 20 de enero de 1987 (Ar. 203; Mendizábal). En ella también busca el Tribunal todas la coberturas legales posibles (Ley de 19 de julio de 1984; Real Decreto-Ley 2/1985; Real Decreto, por remisión, de 22 de junio de 1983) y sólo cuando comprueba que no aparece lo buscado, es cuando anula el Real Decreto impugnado. Con frecuencia, sin embargo, el resultado de la pesquisa suele ser positivo. La STS de 23 de mayo de 1988 (Ar. 4196; Rosas), como duda que el artículo 57 del Estatuto de los Trabajadores —en el que se basaba la sanción recurrida— fuera constitucional, inicia la acostumbrada búsqueda de una «cobertura legal» suficiente: «el artículo 57 no es el único precepto que se aplica, sino que la sanción se califica al amparo de los artículos 26, 29 y 35 de la misma Ley, así como en los artículos 2, 4, 5, y 6 del Decreto 2380/1973 y del Decreto 1860/1975 [...] [por lo que] se impone la conclusión de que el artículo 57 no es la única cobertura del principio de legalidad que se reclama sino que lo es el bloque de la normativa citada». Pero veamos ahora con más detalle, y para mayor ilustración, lo que sucedió en la Sentencia de 21 de septiembre de 1987 (Ar. 6135; González Mallo). En los autos se trataba del precinto de unos locales en los que se practicaba el juego sin la correspondiente autorización administrativa. Los afectados impugnaron el acto porque consideraban que, incidiendo en el derecho fundamental de la inviolabilidad del domicilio, había sido realizado sin cobertura legal, dado que en ninguna ley está prevista tal medida. Y efectivamente así es, porque el artículo 11.4 de la Ley (catalana) de Juego de 20 de mayo de 1984 únicamente permite «el precinto del material» con que se juega y «la prohibición de la práctica del juego en los locales donde se haya cometido la infracción». La única cobertura existente es de índole reglamentaria puesto que el artículo 6 del Decreto (catalán) de 6 de septiembre de 1984, que desarrolla la ley anterior, «autoriza a la Dirección General para ordenar el precintado o incautación del material de juego o, en su caso, el precintado del local donde se practique». Y, sin olvidar la distinta calidad de su rango normativo, la diferencia de contenido de las normas no es baladí, puesto que los locales precintados eran de un Círculo de cazadores, donde sus socios realizaban obviamente otras actividades distintas a las del juego que, como consecuencia de su precintado, ahora les eran inaccesibles. Pues bien, el Tribunal no tiene demasiados escrúpulos y declara la validez del precintado porque

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DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR el vicio [denunciado] presupone una clara e inequívoca ausencia de habilitación legal de la medida adoptada, pero en el caso de autos este soporte puede encontrarse en la interpretación conjunta del articulo 72 de la Ley de Procedimiento Administrativo de 1958 [la Administración podrá «adoptar las medidas provisionales que estime oportunas para asegurar la eficacia de la resolución que pudiere recaer, si existieran elementos de juicio suficientes para ello»], del artículo 11 de la Ley del Juego [cuyo contenido ya conocemos] y del artículo 6 del Decreto de 6 de septiembre de 1984.

Parece evidente, por tanto, que si aquí se hubiese utilizado la técnica de la reserva legal no hubiere sido posible llegar a esta conclusión, puesto que en las leyes citadas no están descritos los elementos del tipo por la sencilla razón de que el tipo no existe y, además, las cláusulas de habilitación y remisión (que, por si fuera poco, no se refieren para nada al tipo) carecen de los más mínimos requisitos y directrices para la intervención reglamentaria: son inequívocas normas en blanco absoluto. Lo que sucede, no obstante, es que, de ordinario, cuando el Tribunal encuentra la «ley de cobertura», ya se da por satisfecho y no se preocupa de examinar si tal Ley ha solicitado correctamente —es decir, cumpliendo los requisitos propios de la reserva legal— la colaboración reglamentaria. Para poner un ejemplo más de esta forma de operar, valga la STS de 5 de julio de 1993 (Ar. 5471; Escusol): La sentencia apelada, tras afirmar que las normas reglamentarias no pueden introducir o crear derecho sancionador, señala que, en el presente caso, la delimitación de la potestad sancionadora se llevó a cabo por medio de la Ley 15/1984 y que, como desarrollo de dicha Ley se dictó el Decreto 459/1983. Existiendo normativa legal anterior a los hechos, reguladora de las infracciones y sanciones en la materia que nos ocupa, no pueden prosperar los alegatos de defensa de la parte apelante.

En resumidas cuentas: si se admite convencionalmente que «cobertura legal» significa que en una ley aparece prevista la norma reglamentaria o en general la actuación administrativa discutida, considero que es una figura genérica de Derecho Público que no debe ser aplicada al ámbito específico de la reserva legal del Derecho Administrativo Sancionador. que tiene una regulación propia. La cobertura legal es una respuesta a una determinada exigencia: toda actuación administrativa (o en una variante más relajada: las actuaciones administrativas limitadoras de derechos) precisa de una ley que la habilite al efecto (teoría de la llamada vinculación positiva de la Administración a la ley). Y de acuerdo con esto, cuando un Tribunal se encuentra con una actuación administrativa individual o reglamentaria de este tipo (como es el precintado de locales), se lanza a la búsqueda de tal habilitación, o sea, de la cobertura legal que legitime la acción administrativa. No quiero entrar ahora en la espinosa cuestión de determinar si es correcta, o no, esta teoría de la vinculación positiva de Administración de la Ley, es decir, de si toda actuación administrativa precisa de una cobertura legal previa. A los efectos del presente análisis no resulta necesario, por fortuna, aclarar este punto porque no entra en juego esa regla genérica sino otra más específica —la de la reserva legal—, que desplazaría a la primera suponiendo que existiese. Y es el caso que la reserva legal tiene un régimen propio, que es al que hemos de atenernos. Si fuera válida la teoría de la habilitación o cobertura legal genérica, sobraría la regla específica de las reservas legales y, por ello, cuando el Tribunal Supremo se lanza a la búsqueda de un cobertura legal genérica, está olvidando que las exigencias de la reserva legal específica, que son otras, deben ser consideradas como prevalentes. En su consecuencia: si queremos tomarnos en serio las reservas legales establecidas en la Constitución —y concretamente, la del artículo 25.1 para las sanciones

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administrativas— heñios de aplicar a ellas sus reglas propias (habilitación para reglamentar y remisión normativa suficiente), sin escamotearlas o sustituirlas por las reglas de una hipotética vinculación legal positiva de la Administración. Nótese, por lo demás, que la llamada cobertura legal tiene un alcance intermedio que puede dejar insatisfechos a todos los supuestos a que se aplica: a los sometidos a reserva legal, porque es demasiado tolerante en cuanto que prescinde de los requisitos de habilitación y remisión (contentándose con la previsión legal); y a los no sometidos a reserva legal, porque les exige una previsión legal no establecida inequívocamente por la Constitución y, de hecho, más que discutible. La STS de 8 de febrero de 1993 (Ar. 669; Lecumberri) se ha percatado con toda agudeza de que la cobertura legal no es sino una reserva legal rebajada; lo que, por cierto, acepta sin el menor escrúpulo: Se entiende que en el ámbito administrativo no es necesaria esta reserva absoluta de ley, pues es suficiente una «cobertura legal», criterio sustentado por el supremo intérprete de la Constitución en la sentencia de 3 de octubre de 1983, que emplea la expresión «necesaria cobertura de potestad sancionadora en una norma de rango legal» [...]. Esta técnica de cobertura legal supone «una regulación minima, en la ley, de los tipos y sanciones y, en concreto, de los limites máximos de éstas».

La STC 61/1990, de 29 de marzo, parece una llamada al orden en este punto de buscar alegremente cualquier tipo de cobertura legal a los reglamentos sancionatorios: lo que es exigible incluso para las relaciones de sujeción especial, rechazando de manera expresa la cobertura legal genérica que podría ofrecer la Ley de Orden Público de 1959, puntualizando que la referencia a esta norma sólo se ha hecho por este Tribunal en un caso especial, resuelto por la sentencia 3/1988 que declaró constitucional el Real Decreto-Ley 3/1979, que tipificaba infracciones por incumplimiento genérico de normas de seguridad impuestas reglamentariamente, si bien preciso es reconocer que debido a que dicho Real Decreto-Ley se remitía expresamente a la legislación general de orden público.

Un año más tarde, sin embargo, la sentencia 119/1991, de 3 de junio, siguió insistiendo todavía en la línea tradicional, con la agravante de que la cobertura encontrada tenía el rango de Decreto; lo que no pareció preocupar al Tribunal. En el caso de autos se trataba de la clausura de un establecimiento ordenada por la Administración sin invocar siquiera una norma justificante, mediando vehementes sospechas de que tal norma no existía. Pero el Tribunal contencioso-administrativo al fin la encontró en un Reglamento marginal, que es declarado suficiente por la sentencia puesto que, aun siendo cierta la falta de mención, en la Resolución administrativa, de la regla en cuya virtud se dispuso la interrupción de las emisiones y el precintado de los equipos, no lo es menos que ya la sentencia de la Audiencia Territorial «identificó» expresamente la base normativa para tal acto, refiriéndose a lo prevenido en el articulo 3 del Real Decreto 1433/1987, por el que se establece el Plan Técnico Territorial del Servicio Público de Radiodifusión Sonora.

Para entender toda esta Jurisprudencia aparentemente tolerante, para salir al paso de las inevitables tentaciones de relajación y, en definitiva, para aclarar estas cuestiones, creo que resulta necesario tener en cuenta los siguientes elementos que aquí están en juego: por un lado, que en ocasiones se está examinando la legalidad de actos administrativos (la sanción impugnada en concreto) y a veces, de las normas regla-

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mentarías; y, por otro lado, que una cosa es el principio genérico de legalidad en Derecho Administrativo y otra muy distinta el principio especifico de la reserva legal en el Derecho Administrativo Sancionador. Si no se tiene en cuenta todo esto, la reserva legal se «trivializa», convirtiéndose en una mera cuestión de jerarquía de fuentes o, a todo lo más, de habilitación para actuar, como si el ejercicio de la potestad sancionadora de la Administración fuera una actividad ordinaria de ésta. Por poner un último ejemplo de los desvarios a que puede llevar este modo de razonar, así se observa en la jurisprudencia dictada a propósito de las sanciones impuestas por no respetar las discotecas el régimen de horarios de cierre. El Tribunal Supremo, después de algunas vacilaciones que se superaron con la sentencia de la Sala de revisión de 10 de julio de 1991 (Ar. 5354), llegó a la conclusión de que el artículo 81.35 del Reglamento de Policía de Espectáculos no vulneraba la Constitución. No obstante, a la hora de examinar la «cobertura legal» sostuvo que el régimen de horarios comerciales establecido por el Real Decreto de 30 de abril de 1985 no era aplicable por referirse a comercios en sentido propio y no a locales de esparcimiento. Cuando se lee, entonces, la sentencia de 10 de abril de 1992 (Hernando) que, resumiendo didácticamente la polémica, analiza con detalle este punto, puede comprobarse que se está realizando un planteamiento en el que se prescinde totalmente de las peculiaridades del Derecho Administrativo Sancionador y se marginan los rigurosos requisitos que lleva conmigo la exigencia de reserva legal. Los ejemplos podrían multiplicarse. Cuando un Tribunal, en fin, está enjuiciando una sanción concreta y habla de la «cobertura legal» está pensando, más o menos inconscientemente, en el principio estricto de juridicidad, es decir, en la exigencia de que la actuación administrativa esté prevista y amparada («cubierta)» por una norma, cualquiera que sea ésta. Ahora bien, cabalmente por tratarse de un ámbito en el que opera la reserva, aquí no basta con esa simple «cobertura legal» —que, de hecho, no es legal sino meramente normativa— sino que la cobertura (si es que quiere utilizarse tal expresión) ha de ser rigurosa y mucho más firme que un simple Reglamento, puesto que el principio de juridicidad no es suficiente en Derecho Administrativo Sancionador. Al Tribunal, por tanto, no ha de bastarle un Reglamento de cobertura sino que tiene que seguir inexcusablemente su indagación para comprobar si tal Reglamento ha sido dictado de acuerdo con las reglas de la colaboración reglamentaria admisibles en la reserva legal. Detenerse en la cobertura reglamentaria —válida para actos administrativos no sancionadores— es quedarse a mitad de camino y en esta materia, aunque sea partiendo de un acto, hay que seguir hasta encontrar la roca firme de la ley y hasta comprobar que entre ella y el Reglamento median los canales habilitantes y de remisión que legitiman la presencia de normas intermedias entre la ley y el acto. En un importante artículo publicado el año 2 0 0 0 H U E R T A T O C I L D O (pp. 3 0 - 3 1 ) ha manifestado también un juicio demoledor sobre la postura del Tribunal Constitucional en esta materia: «a tenor de la jurisprudencia constitucional la exigencia de reserva de ley se traduce, en el ámbito del Derecho Administrativo Sancionador, en la necesidad de que la potestad sancionadora de la Administración esté cubierta por una norma de rango legal que [...] no necesita alcanzar la categoría de ley en sentido formal [...] quedando (tal exigencia) prácticamente reducida a la necesidad de que exista una habilitación legal para su configuración reglamentaria, aunque dicha habilitación suponga una remisión in toto a su regulación administrativa por vía reglamentaria. Conclusión esta última que otorga a la Administración una limitada potestad configuradora de ilicitos y sanciones (disciplinarias) previa autorización legal en blanco que personalmente entiendo incompatible con el más relajado de los entendimientos de lo que significa el principio de legalidad aplicado a la actividad administrativa». Y es que, como

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bien advierte F E R N Á N D E Z FARRERES —sigue diciendo la autora— en tales casos el aspecto puramente formal del principio de legalidad «ciertamente se habrá respetado, pero no menos cierto será que su funcionalidad misma quedará vaciada de contenido. Se trata, en suma, de mantener el principio por el principio». Un año después SUAY ( 2 0 0 1 ) volvía a reivindicar con su reconocida autoridad la vigencia de reserva legal absoluta que la tesis de la cobertura legal estaba poniendo gravemente en entredicho: en materia sancionadora el principio de legalidad «no actúa como un mero principio habilitante de una determinada actividad, pero tampoco puede indicarse que se limita a operar como una especia de macro-principio en el sentido de arrastrar no una sino un amplio abanico de consecuencias jurídicas [...]. En materia sancionadora es algo más, porque condiciona y determina también el régimen jurídico de las infracciones y sanciones en cualquier sector de la actividad administrativa, a las que impone una intensa disciplina jurídica». VI. 1.

CONSIDERACIONES FINALES TESIS DE LA SUPERFLUENCIA DE LA RESERVA LEGAL

El silencio de la Ley 30/92 a propósito de la reserva legal sorprende de inmediato, dado que sobre esta figura se habían escrito muchos miles de páginas en España y en el extranjero y nuestra Jurisprudencia la venía utilizando como base de todo el sistema sancionador. No creo, sin embargo, que en esta ocasión tal silencio haya sido debido a ignorancia del legislador, sino que responde a una actitud deliberada y reflexiva. Me atrevo a conjeturar que lo que aquí ha pasado es que la ley, dejando a un lado la bibliografía dominante y la Jurisprudencia unánime, ha hecho suya la tesis de que la reserva legal no tiene cabida actualmente en nuestro sistema constitucional. Tesis doctrinalmente minoritaria, desde luego, pero plausible, defendida enérgicamente, entre otros (antes, por ejemplo, por B A S S O L S ) , por G A R R O R E N A M O R A L E S (1980, 48-67), en unos términos que voy a resumir a continuación. Lo primero que constata este autor es que en la Constitución no aparece esta figura y por motivos muy justificados, ya que en el sistema establecido por ella no hay sitio para la reserva legal, que resultaría incongruente o, cuando menos, superflua. La reserva legal únicamente tiene sentido en un régimen constitucional dualista (con dos Poderes en equilibrio: Parlamento y Gobierno, como sucedía en el Imperio alemán, que es donde fue teorizada), pero no en un régimen parlamentario como es el español de 1978. Hay una versión tradicional de la reserva legal, canonizada hace cien años por Otto MAYER, conforme al cual su intención consiste en colocar en el ámbito parlamentario materias cuya regulación se quiere sustraer del Gobierno, es decir, del Reglamento. Partiendo de la hipótesis de que, en principio, Parlamento y Gobierno pueden regular tendencialmente cualquier materia, la Constitución toma partido en ciertos casos a favor del primero y reserva a la ley las regulaciones que cree oportunas. En las materias reservadas se potencia el papel de la ley en relación con el Reglamento, dado que no sólo tiene la supremacía jerárquica sobre éste (como, por lo demás, sucede en todos los ámbitos), sino que, además, goza de precedencia en cuanto que, mientras que la ley no realice una primera regulación, el Reglamento no puede intervenir de ninguna manera. Esta precedencia es un plus que se añade a la ley y del que carece en las materias no reservadas. En éstas goza la ley, ciertamente, de una s u p r e m a c í a jerárquica si entra en concurrencia con el Reglamento; pero no tiene precedencia forzosa desde el

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momento en que, incluso en ausencia de ley, puede intervenir el Reglamento sin producirse, por tanto, concurrencia alguna. (La concurrencia —y la consecuente supremacía jerárquica legal— sobrevendría entonces si la ley interviniere después del Reglamento.) La operatividad de la reserva legal presupone, como es evidente, la existencia de una zona abierta indiferenciadamente a la regulación parlamentaria y gubernamental; indiferenciación que cabalmente se quiere suprimir mediante la precedencia legal. Y por ello mismo, cuando se niega esta premisa —es decir, cuando se niega la existencia de tal zona indiferenciada—, pierde su razón de ser la reserva legal, que es precisamente lo que afirma GARRORENA. Para él, la Constitución española no admite en ningún caso la intervención reglamentaria sin ley previa. Lo que significa que o se entiende que todas las materias están reservadas a la ley o, lo que parece más lógico, que la reserva legal resulta completamente superflua hoy en España. La postura de GARRORENA implica, en definitiva, llevar a sus últimas y lógicas consecuencias la teoría de la vinculación positiva de la ley: en efecto, parece extraño que los seguidores de ella acepten sin dificultades la reserva legal y, por ende, la apertura indiferenciada a la ley y Reglamento de lo no reservado. Lo que cabalmente pretende el autor es negar esa zona que se mantiene abierta a sensu contrario de la que ha sido reservada. En suma: si nada está abierto al Reglamento, es inútil la reserva y, a la inversa, si todo está reservado a la ley sin necesidad de reserva alguna, es claro que nada queda abierto inicialmente al Reglamento. Al autor no se le escapa, con todo, una objeción muy seria, a saber: que en la Constitución existen múltiples preceptos en los que se exige una ley para materias o decisiones concretas. Objeción que GARRORENA despacha con un vigoroso manotazo: «la Constitución ha huido no sólo de la formulación codificada en un solo artículo de este catálogo (de aparentes reservas), sino también del empleo del término reserva, precisamente para evitar provocar ella misma con su actitud sobreentendidos de este tipo que en absoluto casan con los presupuestos estructurales sobre los que el sistema se asienta [...]. A la ley le corresponde, le está reservado, pues, ese catálogo de contenidos mencionados en la Constitución; pero le corresponde igualmente esa determinación primera en todo otro contenido; y difícilmente podría creerse que la intención del texto constitucional, al destacar los supuestos más sobresalientes de dicha casuística, haya sido privarle en el resto de una cualidad que constitutivamente le pertenece. Nuestro Ordenamiento jurídico está, por tanto, regido por el principio de precedencia de la ley; pero de precedencia en todo ámbito normativo. En consecuencia, este principio, al unlversalizarse, anula prácticamente la conveniencia y la utilidad de seguir hablando de reserva». A mi juicio, sin embargo, esta explicación resulta demasiado simple y dista mucho de ser convincente. Cuando la Constitución determina que algunas materias —y sólo algunas— han de estar reguladas por ley, lo hace con la inequívoca intención de diferenciar su régimen respecto de las restantes. Las explicaciones que a tal respecto aporta GARRORENA pueden valer para algunos supuestos, pero desde luego no para los del artículo 25. En cualquier caso, la doctrina y la jurisprudencia no se han dejado arrastrar por esta simplificación y han aceptado incondicionalmente la figura de la reserva legal, a la que se ha teorizado minuciosamente. Lo que sucede, sin embargo, es que el legislador —respetuoso, de ordinario, con el mandato de tipificación (que es el «contenido» de la normativa, mientras que la reserva se refiere a la «forma»)-— no lo es tanto con la reserva y, por ignorancia o desidia, no se acuerda a veces de cumplir escrupulosamente los requisitos que precisa el llamamiento a la colaboración reglamentaria. Y el Ejecutivo, por su parte, es más que proclive a invadir las zonas reservadas aun sin haber sido correctamente llamado.

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El resultado de esta doble relajación es que los Tribunales se encuentran cada día ante situaciones de intrusismo reglamentario y, si bien es verdad que con frecuencia reaccionan enérgicamente y rechazan la agresión (declarando la nulidad del Reglamento intruso o de la ley con llamamiento insuficiente), en ocasiones decae su ánimo y no tienen energía, política o jurídica, para reprimir el abuso —asustados también por la impunidad y el vacío que producen las nulidades normativas—, llegando a tolerancias verdaderamente alarmantes. Pues bien, en este camino de la tolerancia nada más cómodo que aplicar, probablemente sin saberlo, los esquemas mentales de GARRORENA, de forma que, tal como se ha denunciado y explicado con minuciosidad, prescinden de los requisitos adicionales de la reserva de ley y, a la hora de enjuiciar un reglamento, se contentan con comprobar su «cobertura», es decir, la existencia de una ley previa: que es exactamente lo que sostiene este autor. Mi postura es distinta. Yo creo en la reserva constitucional de ley y entiendo que tiene consecuencias jurídicas muy precisas. Cuando media la reserva, debe haber por supuesto una regulación legal, aunque ello no sea su característica específica. La nota esencial de la reserva es el modo peculiar de permitir la colaboración reglamentaria. La presencia de una ley no excluye nunca la colaboración reglamentaria; pero ésta tiene lugar en diferentes condiciones según que se trate de una materia reservada, o no. En los supuestos ordinarios, la intervención reglamentaria carece de exigencias formales en cuanto al momento y modo de aparición y únicamente está sometida a condiciones materiales o de resultado, es decir, que su contenido está subordinado a la ley. Mediando reserva de ley, en cambio, tanto la forma de aparición como el contenido del reglamento colaborador están sometidos a condiciones muy rigurosas: a) La colaboración reglamentaria precisa de una habilitación expresa de la ley y, además y sobre todo, es necesario que la ley se preocupe de establecer unas instrucciones y límites dentro de las cuales ha de moverse el Reglamento. b) El contenido del Reglamento no sólo está sometido genéricamente al de la ley (como en el caso de ordinario), sino específicamente a las instrucciones y límites que le haya impuesto en concreto dentro de las cuales ha de moverse el Reglamento. De esta manera adquiere su sentido la figura de la reserva legal, que se utiliza para restringir las potestades ordinarias del Ejecutivo. Existen ámbitos, en efecto, en los que la actividad del Gobierno y de la Administración resultan enormemente sospechosos para la Constitución. Y, aunque ésta no llega a cerrar su acceso al Reglamento, se preocupa al menos de que esta intervención se ejerza bajo controles muy rigurosos por parte de la ley. 2.

VIABILIDAD DEL RÉGIMEN GENERAL DE LA L P A C

Dejando ya a un lado los análisis técnicos del artículo 129, mi juicio global es negativo ya que, aun sin dudar de sus buenas intenciones, establece un sistema tan riguroso que ha de resultar inviable. Este precepto parece, en otras palabras, más propio de un autor apasionado que de un legislador comprometido a llevarlo a la práctica. Quien ha vivido la experiencia sancionadora de los últimos cincuenta años y ha estudiado los regímenes legales de dos centurias, no puede creerse, en efecto, que todo vaya a cambiar de la noche a la mañana por una decisión del legislador. Esta transformación radical hubiera sido —quizás— posible al filo de la Constitución, cuya autoridad ideológica y normativa hubiera facilitado la ruptura de inercias y prácticas contrarias; y, sin embargo, no fue así. Quien ha conocido los tor-

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tuosos procedimientos que se siguen habitualmente a la hora de legislar y reglamentar el Derecho Administrativo Sancionador y ha explicado ya las tolerancias —y resistencias inútiles, en su caso— de los Tribunales de Justicia, no puede creer que vayan a transformarse ahora, de golpe, las mentalidades del Poder. Quien ha estudiado el deterioro dogmático que está experimentando la reserva legal, institucionalizado a través de figuras tan torticeras como el Decreto-Ley, la remisión implícita, los marcos implícitos de referencia, la simple cobertura legal y tantos otros que más atrás se han explicado, no puede caer en la ingenuidad de admitir que, por gracia del legislador, vaya a imperar de ahora en adelante la buena fe de las relaciones sancionadoras. Cautela que en modo alguno puede entenderse como una tacha a la reforma de 1992; antes al contrario, está convencida de su bondad y aun de su utilidad. Porque, si la Administración no se cambia por ley, las prácticas administrativas pueden corregirse —siquiera sea muy parcial y lentamente— por una decidida voluntad de los Tribunales, basada en la ley. Y es muy posible que los Tribunales no desaprovechen esta segunda oportunidad (la primera fue la Constitución y no fue perdida del todo) para, sólidamente apoyados en una ley inequívoca, imponer en España —sin pretextos, fisuras y deformaciones— un auténtico mandato de tipificación en materia sancionadora. En términos más concretos: A) El cumplimiento estricto del artículo 129 es, entre nosotros, literalmente irrealizable, puesto que es imposible hacer por una ley una enumeración expresa y directa de las conductas infractoras. Hasta hoy podía al menos intentarse, aunque resultara muy difícil, realizar tal enumeración con el auxilio complementario de los reglamentos; pero, tal como está redactado el número 3, la colaboración reglamentaria se ha reducido a un mínimo tal que en estos aspectos muy poca ayuda puede ofrecer. B) En segundo lugar se intensifican los escrúpulos ideológicos que ya conocemos: el cumplimiento estricto del artículo 129 supone inevitablemente dejar sin castigo muchas conductas socialmente reprochables; lo que no están dispuestos a tolerar todos los Tribunales ni todos los autores ni, mucho menos, buena parte de los órganos administrativos, según se ha visto y no hay razones para que se rectifique radicalmente esta tendencia. C) La relajación del principio de tipicidad, tal como aparece en la nueva ley, no es, pues, necesariamente perversa, aunque puede serlo en ocasiones. Mi diagnóstico, en definitiva, es que el articulo 129 es demasiado rígido, de tal manera que cuando tenga que soportar presiones externas, al no poder ceder licitamente, terminará rompiéndose. El exceso de honestidad —purismo, mejor— es contraproducente cuando el contexto del aparato estatal no apoya la situación. El pronóstico es, por tanto, que el sistema no será cumplido de tal manera que, en la mejor de todas las hipótesis, el legislador, el Gobierno y los Tribunales tendrán que establecer —y tolerar— holguras que, propiciando la flexibilidad, impidan la ruptura que de otra suerte se produciría por exceso de rigidez; y eso aun a sabiendas de que, iniciadas las tolerancias, no se sabe cómo van a terminar. Y en el peor de los casos —es decir, interviniendo mala fe— se pervertirá el sistema con toda clase de excepciones y disfunciones. El tiempo confirmará o desmentirá pronto este pronóstico; pero conste que no es ni pesimista ni desfavorable. Porque, si bien es verdad que estamos muy lejos de contar realmente con un principio de legalidad aceptable, no menos cierto es que la sitúa-

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ción es incomparablemente mejor que antes, es decir, que primero con las construcciones jurisprudenciales y doctrinales y luego con la Constitución se han realizado unos progresos evidentes que ahora se continuarán previsiblemente con el impulso de la LPAC, y esto incluso a sabiendas de que, como acaba de decirse, va a quedar sustancialmente incumplido durante muchos años. VII.

BALANCE GENERAL: NAUFRAGIO DEL PRINCIPIO

El análisis del principio de reserva legal nos ha llevado a los mismos resultados que se constataron en el capítulo anterior respecto del principio matriz de legalidad. Uno y otro se encuentran, en efecto, estructurados en dos niveles: en el superior domina una formulación dogmática cerrada con dos elementos inexcusables (la habilitación y la remisión); mientras que en el inferior, en el de la práctica, se comprueba una degradación progresiva del dogma hasta tal punto que se escamotean tales elementos en la teoría del «marco sistemático de referencia» y desaparecen por completo en la de la mera «cobertura legal». La práctica jurisdiccional no puede ser, en definitiva, más desconcertante: admitida siempre sin vacilaciones la colaboración reglamentaria, en los epígrafes IV y V del capítulo hemos visto cómo tanto el Tribunal Constitucional como el Supremo anulan implacablemente reglamentos y actos administrativos sancionadores que no se atienen escrupulosamente a los dos requisitos indicados. Pero en el epígrafe V hemos visto a renglón seguido y no sin sorpresa, cómo los mismos tribunales apoyan actos y reglamentos que habría que considerar viciados de conformidad con el criterio anterior, pero argumentando ahora que basta con una alusión a un evanescente marco sistemático de referencia o con el hallazgo de una cobertura legal por lejana y ambigua que sea. Esta confusión favorece a los prácticos puesto que si el abogado quiere salvar a su cliente infractor puede invocar los rigores del dogma estricto de la reserva legal mientras que el funcionario puede justificar la sanción en el hallazgo de alguna cobertura legal para el reglamento sospechoso que ha estado manejando en el expediente. Distinta es, no obstante, la situación del autor teórico porque parece imposible construir un Derecho Administrativo Sancionador coherente y sistemático partiendo de unos materiales incompatibles: o torre o espadaña, o yelmo o bacía, dado que aquí no es lícito acudir a la irónica solución ecléctica del baciyelmo sanchopancesco. En verdad que no parece fácil adoptar una posición coherente. Porque si aceptamos el dogma estricto de la reserva legal con sus dos requisitos indiscutibles, no podemos aceptar las soluciones del marco sistemático de referencia ni mucho menos la de la cobertura legal, ya que en rigor no son una relajación del principio sino su negación terminante. Y si aceptamos la fiiga de la doctrina legal, tenemos que ser conscientes de que así renunciamos a la reserva legal estricta. Nos encontramos, en suma, en una encrucijada de caminos, de tal manera que si escogemos uno, hemos de abandonar el otro. El hecho es que el dogma originario de la reserva legal se ha hundido por su propio peso ante la ambición irrealista de sus exigencias. Los jueces constitucionales al elaborar este concepto se estaban dirigiendo a un legislador imaginario integrado por juristas exquisitos cuando no Catedráticos de Derecho Constitucional, que son los únicos capaces de seguir sus lecciones. Se tiene la sensación, entonces, de que los jueces se han ido percatando luego del fracaso de su lección y de que, en consecuencia, se han colocado en un nivel más sencillo, más factible, pretendiendo ahora salvar la cara mediante la exigencia de ese mínimo que supone la cobertura legal. Porque de no

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ser así, vista la «torpeza» de un legislador que no quiere seguirles, tendrían que terminar anulando todos los reglamentos y, para evitar el fracaso de la política sancionadora, han preferido sacrificar ahora el dogma riguroso de la reserva legal que era lo que impedía que aquélla funcionase correctamente. Este cambio de postura es elogiable aunque sólo sea por lo que tiene de realista; pero siempre con una condición inexcusable que es importante repetir hasta la saciedad: si es lícito y aun recomendable el cambio de criterio, no lo es la simultaneidad de posturas contradictorias utilizando en casos iguales distintas varas de medir, anulando hoy con rigor lo que ayer se validaba con tolerancia. Así no puede formarse un Derecho Administrativo Sancionador convincente ni puede convertirse la práctica en una lotería de resultados imprevisibles. Repitamos: o torre o espadaña, o un camino o el otro; nada de baciyelmos. Por así decirlo, con los restos de la orgullosa fragata del dogma originario de la reserva legal se ha construido el modesto lanchón de la cobertura legal, rudimentario ciertamente pero operativo sin duda y que tiene la ventaja de hacer compatible el principio, siquiera sea en una versión débil, con la realidad normativa represora. Algo, y aún mucho, se ha salvado, pues, del naufragio ya que estamos mejor que antes a costa de haber perdido el empaque teórico anterior. Porque de esta manera se han cerrado algo las mallas de la represión administrativa que ya no dejan escapar tan fácilmente como antes a los infractores que, reconociendo los hechos, contaban con abogados hábiles dispuestos a acogerse a la reserva legal que de ordinario se traducía en la impunidad más escandalosa. Ni que decir tiene, sin embargo, que esta rebaja de exigencias no ha satisfecho a todo el mundo, en particular a los responsables del orden jurídico y a los autores de reglamentos. Pongámonos por un momento en su posición. La experiencia les coloca un día ante situaciones que consideran inadmisibles pero que no están legalmente previstas como infracción ya que el legislador las desconocía (si se trata de conductas nuevas) o se olvidó de ellas. Es evidente que el principio de reserva legal —tanto en su versión dura como en su versión rebajada— impide la sanción. Ahora bien, aunque los funcionarios lo saben de sobra, su sentido de la responsabilidad les impulsa a pasar por encima de tal prohibición y a establecer un ilícito por vía reglamentaria o a sancionar directamente los hechos. Esto es conocidamente ilegal e inconstitucional, pero la alternativa es muy dolorosa: tener que tolerar comportamientos socialmente dañosos hasta que el legislador, al cabo de los años, se acuerde de cerrar el hueco que en su imprevisión dejó abierto y con la seguridad de que pronto aparecerán nuevas oportunidades de conductas dañosas formalmente impunes. De esta manera una cosa tan seria como es el Derecho Administrativo Sancionador se convierte en el «juego del ratón y el gato» en el que siempre sale perdiendo el gato público ante el ratón habilidoso que conozca bien los laberintos legales. Y de esta manera, en fin, el Derecho, que siempre se ha tenido como el eslabón que garantiza la armonía de los intereses públicos con los derechos privados, se convierte en un factor de inestabilidad que sacrifica aquéllos en beneficio de éstos. Para los jueces es muy fácil resolver en este sentido pasando la culpa a un legislador incompetente y frivolo; mas ¿puede permanecer impasible el administrador responsable de los intereses públicos? Estamos en un callejón sin salida porque ni la resignación es indiferente ni la ilegalidad por muy bien intencionada que sea.

CAPÍTULO

VII

EL MANDATO DE TIPIFICACIÓN SUMARIO: I. Estado de la cuestión.—II. Variantes de incumplimiento. 1. Ausencia absoluta de tipificación legal. 2. Insuficiencia de la tipificación legal: exigencia de lex certa. 3. Imperfección de la remisión o de la tipificación reglamentaria. 4. ¿Tipificaciones sin reserva legal?—III. Grado de precisión tipificante. 1. Parábola del perro y el lobo. 2. Complemento reglamentario y jurisprudencial de la tipificación legal—IV La tipificación indirecta. 1. Peculiaridades de la tipificación de las infracciones administrativas. 2. Terquedad de la práctica legislativa.—V. En especial, tipificación por ordenanzas locales. 1. Estado de la cuestión. 2. Tipificación legal exclusiva. 3. Tipificación legal previa y desarrollo posterior por ordenanza. 4. Tipificación por ordenanzas que carecen de respaldo legal. 5. La Ley 57/2003, de 26 de diciembre.—VI. Atribución de la sanción. 1. Tipificación de sanciones y su correspondencia con las infracciones. 2. Proporcionalidad. 3. Discrecionalidad. 4. Atribución de sanción y control judicial.— VII. Incumplimientos no infractores e infracciones no sancionables.—W\l\. Analogía.—IX. Antijuridicidad. 1. Planteamiento. 2. Causas de justificación.—X. Balance

El principio de legalidad se desenvuelve —de acuerdo con la doctrina del Tribunal Constitucional que más atrás ha sido expuesta— en dos vertientes: una formal, que suele denominarse exigencia de reserva legal, y otra material conocida de ordinario como mandato de tipificación legal. Siguiendo este sistema, en el capítulo anterior se ha desarrollado la primera exigencia y ahora toca examinar el mandato de tipificación. Pero en el presente capítulo podrá comprobarse de inmediato la certeza de una circunstancia que en su momento fue anunciada, a saber: que la distinción entre ambas vertientes peca de sutil hasta tal punto que en ocasiones resulta difícil separarlas y no puede evitarse el convencionalismo del tratamiento autónomo de cada una de ellas. Porque la exigencia de reserva legal no es, en efecto, una exigencia abstracta sino que se refiere concretamente a la tipificación y, por ello, el mecanismo de la colaboración reglamentaria o la figura de las leyes en blanco, que se han expuesto en el capítulo anterior, también hubieran podido, por ejemplo, estudiarse sistemáticamente en éste. Lo que aquí se denomina «mandato de tipificación» coincide con la vieja exigencia de la lex certa y con lo que habitualmente suele llamarse «principio de determinación (precisa)» y, más recientemente todavía, «principio de taxatividad», cuyos confesados objetivos estriban en proteger la seguridad (certeza) jurídica y la reducción de la discrecionalidad o arbitrio en la aplicación del Derecho. En sustancia consiste en la exigencia —o, como inmediatamente veremos, tendencia a la exigenciade que los textos en que se manifiestan las normas sancionadoras describan con suficiente precisión —o, si se quiere, con la mayor precisión posible— las conductas que se amenazan con una sanción así como estas mismas sanciones. Por decirlo con las palabras del ATC 250/2004, de 12 de julio, ésta es la «vertiente subjetiva (según la expresión utilizada en la STC 273/2000, de 15 de noviembre) del principio de legalidad y conlleva la evitación de resoluciones que impidan a los ciudadanos programar su comportamiento sin temor a posibles condenas por actos no tipificados previamente». O en las palabras de la STS de 9 de febrero de 2004 (2.a, 3.a, Ar. 983), la ley «da un juego tan amplio a la discrecionalidad administrativa, que al no estar sujeta a un criterio legal previo delimitado, permite, por unos mismos hechos o simplemente amonestar o causar la crisis de una empresa mediante la revocación o suspensión de [297]

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sus derechos de tráfico. Este margen de discrecionalidad está reñido con el principio de lex certa, pues el sujeto infractor no conoce de antemano cuáles van a ser las consecuencias de su conducta, lo que indudablemente lesiona el principio (de tipicidad) en su vertiente de predeterminación normativa de la sanción». Este mandato está recogido, de una manera o de otra, en todos los Derechos avanzados y, por su conexión con los derechos fundamentales, está regulado en el artículo 7 del Convenio de Roma. Al principio de tipicidad está dedicado el artículo 129 de la LPAC, que es muy pormenorizado puesto que se refiere a la tipicidad de infracciones (n.° 1) y de sanciones (n.° 2), así como el alcance de la colaboración reglamentaria (n.° 3) y a la prohibición de analogía (n.° 4): 1. Sólo constituyen infracciones administrativas las vulneraciones del Ordenamiento Jurídico previstas como tales infracciones por una ley. Las infracciones administrativas se clasificarán por la Ley en leves, graves y muy graves. 2. Únicamente por la comisión de infracciones administrativas podrán imponerse sanciones que, en todo caso, estarán delimitadas por la ley. 3. Las disposiciones reglamentarias de desarrollo podrán introducir especificaciones o graduaciones al cuadro de infracciones o sanciones establecidas legalmente que, sin constituir nuevas infracciones o sanciones, ni alterar la naturaleza o límites de las que la ley contempla, contribuyan a la más correcta identificación de las conductas o a la más precisa determinación de las sanciones correspondientes. 4. Las normas definidoras de infracciones y sanciones no serán susceptibles de aplicación analógica.

I.

ESTADO DE LA CUESTIÓN

El artículo 25.1 de la Constitución ha recogido, según se nos dice y ya sabemos, el mandato de la tipificación legal dentro del principio de la legalidad y como una de sus manifestaciones más directas. Así, al menos, lo vienen entendiendo desde siempre los Tribunales, como lo prueba la STS de 10 de noviembre de 1986 (Ar. 6647; Ruiz Sánchez), donde se recuerda que es «difícil hallar opinión alguna que la excluya [la tipificación] del ámbito del principio de legalidad». Y, en cuanto a su alcance y contenido, la STC 61/1990, de 29 de marzo, describe en estos términos —ya canonizados— la «exigencia material» o vertiente tipificadora del principio de legalidad: la tipificación de las infracciones, la graduación o escala de las sanciones y la correlación de unas y otras, de tal modo —como dice la STC 219/1989— que el conjunto de las normas aplicables permita predecir, con suficiente grado de certeza, el tipo y el grado de sanción susceptibles de ser impuesto.

Postura que sigue con frecuencia —aunque no siempre, como veremos inmediatamente— el Tribunal Supremo, valiendo de testimonio, por todas, su Sentencia de 20 de enero de 1987 (Ar. 203; Mendizábal), en la que se configura el principio de la legalidad, en sus dos vertientes, como un límite de la potestad sancionadora: El Tribunal Constitucional ha reconocido que nuestra primera ley configura una potestad sancionadora en manos de la Administración, aun cuando con los necesarios controles para preservar y garantizar los derechos de los ciudadanos. Entre los límites que tal potestad encuentra en la propia Constitución ha de situarse en lugar preferente el de la legalidad, según el cual la cobertura de aquélla ha de estar constituida necesariamente por norma de rango legal [...]. Ahora bien, no sólo la investidura o habilitación está sometida al principio de legalidad

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sino también la tipificación de las infracciones, así como también la determinación de las sanciones correspondientes.

El mandato constitucional de tipificación no hizo, por otra parte, sino recoger un generalizado clamor doctrinal anterior, que había encontrado también eco en una antigua jurisprudencia esporádica del Tribunal Supremo. Así, la sentencia de 10 de marzo de 1959 había declarado que «toda infracción cometida necesariamente se ha de conformar con el hecho establecido por la norma como que es un módulo legal inalterable de recta justificación, hasta el punto de ser un principio jurídico básico que impide lo que se llama ciegas sanciones». Y la de 23 de diciembre del mismo año, referida al Derecho disciplinario, constata en él la existencia de un «principio legal de tipificación (sic): las faltas cometidas por el funcionario han de estar preestablecidas en el reglamento». Declaraciones que merecieron, por cierto, una crítica muy dura de M O N T O R O (1965,18 ss.) por considerar que «el Tribunal Supremo, excesivamente afincado en el terreno penal, no ha visto a nuestro parecer estos necesarios caracteres de la infracción administrativa, tendiendo a realizar una total traslación de los principios propios del Derecho Penal al Derecho Administrativo, con el grave peligro de un encasillamiento de la actividad de la Administración en fórmulas que son totalmente ajenas a ella». No le falta un punto de razón a este autor en su critica; pero se excede en ella desde el momento en que esta tipificación de que estaba hablando en 1959 el Tribunal Supremo poco tiene que ver con los planteamientos estrictos del Derecho Penal o del Derecho Administrativo Sancionador moderno ya que, como habrá podido comprobarse, se refiere a una tipificación normativa, no legal, que es en rigor la hoy exigida. La verdad es que en la actualidad casi nadie discute la exigencia de tipificidad en sentido amplio —o sea, la predeterminación normativa— y lo (relativamente) polémico es el mandato de tipificación legal. Pero conste que todavía existen voces, aunque sean rigurosamente minoritarias, que siguen apoyando la intervención administrativa incluso en ausencia de tipificación legal, por entender que otra cosa supondría pasividad pública absoluta y abandono de los intereses generales. Si el legislador es negligente —viene a decirse— mayor motivo para que la Administración supla su falta de celo. Ésta es la postura, por ejemplo, de D E LA M O R E N A ( 1 9 8 7 ) , un autor en quien significativamente concurre la doble condición de profesor y de funcionario experimentado. D E LA M O R E N A ha puesto, en efecto, de relieve la laguna provocada por la derogación de los preceptos de las Leyes de Orden Público y de Régimen Local que atribuían facultades sancionadoras genéricas a los Gobernadores Civiles; lo que significa que existen conductas reprochables (al menos desde el punto de vista de la Autoridad) y que, sin embargo, no están tipificadas normativamente como infracciones. En cuyo caso la Administración se encuentra ante un espinoso dilema: «o inhibirse y no actuar, a la espera de que el Gobierno proponga y las Cortes aprueben esa Ley Reguladora de la potestad sancionadora [...] o no renunciar al ejercicio de dicha potestad sancionadora, por cuanto tiene de inherente o institucional». La tendencia actualmente dominante es, como se ha dicho, la inhibicionista; pero el autor se inclina por la segunda, conforme venía haciendo ya en ocasiones el Tribunal Supremo, argumentando que «todos los vacíos normativos, con la sola excepción de los que puedan producirse al tipificar delitos o al establecer tributos (...] podrán y deberán ser colmados en sus efectos o atemperados en su aplicación ya por vía de interpretación del Ordenamiento Jurídico ya, si ello no fuese posible por ausencia de normas escritas, recurriendo a los principios generales del Derecho; y todo ello con el fin de que nunca puedan prosperar situaciones injustas, abusivas o simplemente antisociales, tanto en perjuicio o en beneficio de los administrados como en peijuicio o beneficio de la Administración y de los intereses públicos que sólo ella representa y tutela».

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Opinión doctrinal que cuenta incluso con algún apoyo ocasional —al menos en lo que se refiere al repudio del mandato de tipificación— en el Tribunal Supremo. Así ha sucedido, concretamente, en las Sentencias concatenadas de 10 de marzo y 20 de marzo de 1985 y 28 de enero y 12 de febrero de 1986, entre otras, a propósito del siguiente supuesto: un sector completo (el juego) que carecía en absoluto de norma legal tipificadora, ya que no contaba con otro apoyo que un Real Decreto (el de 11 de marzo de 1977) y una Orden Ministerial (la de 9 de enero de 1979). Así las cosas, el Tribunal tomó conciencia de la aberración que suponía el que unas actividades de esta naturaleza e importancia no pudieran ser sancionadas por la Administración, pero constató igualmente que se encontraba aprisionado en una tenaza inexorable: si se atenía a la tipificación legal, había de reconocer la impunidad de los infractores, lo que le repugnaba por su sentimiento de justicia; mientras que si adoptaba la solución contraria —es decir, si aceptaba la validez y eficacia de un mero reglamento sancionador— había de sacrificar nada menos que una regla pretendidamente constitucional. Planteadas las cosas de esta forma, el Tribunal se inclinó decididamente por la segunda opción, que se cuidó de argumentar prolijamente (se cita por la de 28 de enero de 1986, Ar. 71, debida —casi huelga decirlo en razón de su característico estilo— a la pluma de Martín del Burgo). Puesto que lo que se discutía era la licitud de un reglamento sancionador, el Tribunal empieza analizando la «potestad reglamentaria»: Para situar en sus justos términos este debate, debe empezarse por destacar que el llamado Poder Ejecutivo, aun en los regímenes políticos de máxima libertad, como lo son por lo general los parlamentarios, y lo es el nuestro, cuenta, entre otras prerrogativas, con la de disponer de un poder reglamentario propio, que ha dado origen en la Constitución francesa de 1958 a la contrapartida del concepto de «reserva legal», esto es, a la «reserva de reglamento»; la exigencia de este poder reglamentario es debida a que mientras los Parlamentos se mueven con solemnidades, lentitudes e intermitencias, con poca aptitud de las asambleas legislativas para llegar en su conjunto al conocimiento de los detalles y de las reglas técnicas que han de regular sutilmente las múltiples cuestiones que a diario tiene que afrontar la Administración, por el contrario ésta cuenta a su favor con una agilización de medios, con una experiencia, con una habitualidad, con una rapidez y con una continuidad, que es lo que explica la desproporción existente en todos los países entre el volumen de la obra legislativa y el de la obra reglamentaria; razones por las que autores de máximo prestigio se han atrevido a decir que aunque la Constitución escrita nada precisase, habría que explicar la titularidad del poder reglamentario en el Ejecutivo en la existencia de una «costumbre tradicional inequívoca».

Afirmación que a renglón seguido se matiza con otra mucho más suave basada en la concepción del Reglamento como un complemento —y complemento necesario— de la ley: Para salir al paso de cualquier malentendido, queremos dejar bien claro que lejos estamos de pretender sentar una doctrina que equivalga a maniatar a la sociedad y entregarla a las veleidades del Ejecutivo y al Gobierno de turno; dejaríamos de ser un Tribunal de Justicia si tal cosa hiciéramos; nuestra intención es reflejar lo que hay de real, y de necesario, en esta cuestión; la ley necesita imperiosamente del complemento del reglamento, pero éste no puede discurrir de ningún modo contra ¡egem sino secundum legem, respetando la jerarquía normativa.

Lo cual está muy bien; pero supone el escamoteo de la cuestión, ya que la sentencia, a partir de aquí, va a trabajar sobre la hipótesis de que el juego contaba con una norma de rango legal complementada por los reglamentos sancionadores discutidos. Afirmación rigurosamente incierta, puesto que esa pretendida norma legal para nada regulaba el juego sino que se limita a despenalizarlo sin rozar lo más mínimo su régi-

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men jurídico. Pero oigamos cómo la propia sentencia se encarga de razonar algo tan difícilmente razonable: el «bloque de legalidad» que regula el juego está encabezado por un Real Decreto-Ley, el de 25 de febrero de 1977, que «peca por lo sucinto de sus disposiciones, confiando en el complemento a realizar por el Consejo de Ministros o Gobierno y por el Ministerio, a los que delega estas misiones a través de la técnica de la remisión normativa, incurriendo en cierto exceso de delegación en el poder reglamentario de la Administración». Estos «pecados» y «excesos» pueden, embargo, absolverse fácilmente ajuicio del Tribunal desde una perspectiva propia de la justicia: No se debe volver la espalda a la realidad de los intereses y de los valores que están en juego en supuestos como el que nos ocupa, ateniéndose tan sólo a una jurisprudencia de conceptos, alejada de la vida y de las conveniencias sociales. Decimos esto porque este bloque de la legalidad, apresuradamente formado, tuvo que desarrollarse como lo hizo para atender a los apremios de una decisión política (la legalización del juego hasta entonces prohibido y penado) y, a la vez, a la necesidad de establecer cauces en la práctica de los juegos que venían a ser autorizados, sólo concebibles a través de formalidades y de controles rigurosos, ya que el juego en sí, sin frenos ni trabas, pone en peligro intereses y valores morales, individuales, familiares y sociales, necesitados de una especial protección como la propia exposición de motivos del Real Decreto-Ley se encarga de destacar.

Dicho esto, el Tribunal encuentra la solución de una forma mucho más sencilla de lo que podría suponerse, acudiendo a una interpretación de sentido común: Para conjugar y atender debidamente las motivaciones contrapuestas que se derivan de principios y realidades, nada mejor que prestar atención a una regla hermenéutica de general observancia, aquella que sale al paso de toda interpretación que conduzca al absurdo [...). Pues bien, la solución [del Tribunal de instancia que había anulado las sanciones por falta de tipificación legal] conduce a) absurdo de dejar en el más completo caos a toda la práctica de una actividad —el juego—hasta hace poco prohibida y no sin razones, puesto que caos sería dejar inerme a ¡a sociedad y a la Administración, frente a abusos, irregularidades y fraudes, desde el momento en que el conjunto de normas reglamentarias se convierten en normas imperfectas, al quedar desprovistas del resorte que verdaderamente les proporciona su condición de normas jurídicas: el de la coacción que fuerza a su cumplimiento y observancia.

Desde esta premisa fácil había de resultar vencer el escrúpulo «legalista» de la falta de tipificación legal: «entre mostrarse riguroso ante este exceso de los poderes delegados en el Ejecutivo, dejando descontrolada toda una actividad que tanto puede poner en peligro valores dignos de máxima protección o, por el contrario, flexibilizar el imperio de la legalidad [...] la solución creemos que no es dudosa». Y esta decisión se refuerza con un argumento, aparentemente jurídico, que ofrece a mayor abundamiento el Tribunal como si necesitara tranquilizar su conciencia: la garantía de la legalidad no queda abandonada, sino meramente se suple «lo que en ella hay de garantía ex ante por lo que expost le ofrece el control jurisdiccional». O lo que es lo mismo: «la legalidad no va a quedar en entredicho, manteniendo la que existe, puesto que la parte más vulnerable de la misma, expresada por las normas meramente reglamentarias antes citadas, al ser de inferior rango, eso precisamente permite un control judicial pleno, al no gozar de las ventajas de los llamados decretos legislativos». El Tribunal Supremo, como se ve, no vacila en acudir a los efectos retoncos de una paradoja sorprendente; al fin y al cabo (viene a decir) es mejor que la tipificación se haya realizado en un Decreto porque así se da a los Tribunales la posibilidad de su control; lo que no sucedería si hubiera tenido lugar en una ley. . Estas sentencias fueron objeto de una inmediata crítica doctrinal (MUÑOZ MACHADO, 1986; E S T E V E PARDO, 1986) y, poco tiempo despues, el Tribunal Cons-

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titucional en su sentencia 42/1987, de 7 de abril, quebró la línea expuesta obligando al Tribunal Supremo a rectificar su posición anterior y a aceptar sin restricciones el principio constitucional de la tipificación legal. Los argumentos del Tribunal Constitucional pueden imaginarse: Si bien el alcance de la reserva de ley establecida en el articulo 25.1 no puede ser tan estricto en relación con la regulación de las infracciones y sanciones administrativas como por referencia a los tipos y sanciones penales en sentido estricto (...] en todo caso aquel presupuesto constitucional determina la necesaria cobertura de la potestad sancionadora de la Administración en una norma de rango legal.

El Tribunal Constitucional es en este punto inexorable y asume sin vacilar todas las consecuencias que puedan sobrevenir por la anulación de una norma y por la creación del subsiguiente vacío, limitándose a desplazar la responsabilidad hacia el autor de la norma viciada o hacia el legislador negligente. Como dice en la Sentencia 61/1990, de 29 de marzo, «la declaración de nulidad de la Orden Ministerial en cuestión crea un vacío normativo que deberá ser cubierto por una norma con rango de ley promulgada con la celeridad que los poderes públicos aprecien». Por así decirlo, mientras que el Tribunal Supremo se había inclinado por la regla de fíat vita, pereat ius, el Tribunal Constitucional lo hace pensando que es mejor que prevalezca la legalidad frente a la justicia y a la vida. O si se quiere: el Tribunal Supremo se identifica con el Estado y con su papel tutelar de los intereses generales, mientras que el Tribunal Constitucional se atiene estrictamente a su papel de guardián de los derechos en ella reconocidos. La línea apuntada por el Tribunal Supremo en sus Sentencias de 1985 y 1986 ha quedado, por tanto, constitucionalmente deslegitimada; pero, aun asi, me ha parecido conveniente recordarla con detalle porque no ha desaparecido del todo en la práctica administrativa y hasta llega a deslizarse ocasionalmente en algunas decisiones judiciales. Y es que la doctrina que podríamos llamar D E LA M O R E N A - M A R T Í N DEL B U R G O está inspirada en el sentido común y en una defensa de los intereses públicos que le hacen sumamente atractiva y, de hecho, inmarchitable. Más todavía: buena parte de las fórmulas jurisprudenciales que se irán viendo a lo largo de este capítulo no son a la postre sino soluciones de compromiso entre el rigorismo constitucional y la tendencia a no dejar abandonados del todo los intereses colectivos. Sea como fuere y sin perjuicio de lo que antecede, el hecho es que en la actualidad (escasas excepciones aparte) ya no suele cuestionarse el mandato de la tipificación legal y la cuestión pendiente es la de precisar su contenido y alcance, que distan mucho de ser claros. A tal efecto puede servir de pórtico la STS de 11 de junio de 2000 (3.a, 4.a, Ar. 6468) en la que se advierte que la tipicidad sirve para precisar la legalidad puesto que esta se cumple con la previsión en la ley de las infracciones y sanciones mientras que la tipicidad va más lejos al exigir que «la garantía que está llamada a desempeñar el tipo de infracción se cumple cuando está en la norma una predeterminación inteligible de ¡a infracción, de la sanción y de la correlación entre una y otra». Sin olvidar, desde luego, la «doctrina consolidada» del Tribunal Constitucional recordada en su Sentencia 25/2004, de 26 de febrero, que resume una teoría completa del principio de legalidad y de sus elementos: El derecho fundamental enunciado en el artículo 25.1 de la Constitución incorpora la regla de nullum crimen nulla poena sino lege. extendiéndola incluso al Ordenamiento sancionador administrativo, que comprende una doble garantía. La primera, de orden material y de alcance absoluto, tanto por lo que se refiere al ámbito estrictamente penal como al de tas sanciones administrativas, que refleja la especial trascendencia del principio de seguridad en dichos ámbi-

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tos limitativos de la libertad individual y se traduce en la imperiosa exigencia de predeterminación normativa de las conductas ilícitas y de las sanciones correspondientes. La segunda es de carácter formal y se refiere al rango necesario de las normas tipificadoras de aquellas conductas y reguladoras de estas sanciones, por cuanto, como este Tribunal ha señalado reiteradamente, el término legislación vigente contenido en dicho artículo 25.1 es expresivo de una reserva de ley en materia sancionadora. A este respecto es preciso reiterar que en el contexto de las infracciones y sanciones administrativas el alcance de la reserva de ley no puede ser tan riguroso como lo es por referencia a los tipos y sanciones penales en sentido estricto, y ello tanto por razones que atañen al modelo constitucional de distribución de las potestades públicas como por el carácter en cierto modo insuprimible de la potestad reglamentaría en determinadas materias, o bien, por último, por exigencias de prudencia o de oportunidad. En todo caso, el artículo 25.1 exige la necesaria cobertura de la potestad sancionadora de la Administración en una norma de rango legal habida cuenta del carácter excepcional que presentan los poderes sancionatoríos en manos de la Administración. De aquí que la reserva de ley en este ámbito tenga una eficacia relativa o limitada, que significa que la reserva de ley no excluye en este ámbito la posibilidad de que las leyes contengan remisiones a normas reglamentarias, pero si que tales remisiones hagan posible una regulación independiente y no claramente subordinada a la ley, de forma que, a partir de la Constitución, no es posible tipificar nuevas infracciones ni introducir nuevas sanciones o alterar el cuadro de las existentes por otra norma reglamentaria cuyo contenido no esté suficientemente predeterminado o delimitado por otra con rango de ley.

II. VARIANTES DE INCUMPLIMIENTO Supuesto que el mandato de tipificación legal es un imperativo de la Constitución dirigido al Legislador, veamos hasta qué punto y en qué ocasiones es incumplido. Quede claro, sin embargo, que esta sistematización de posibilidades de incumplimiento ni es exhaustiva ni, sobre todo, debe ocultar el hecho de que el incumplimiento más grave es el deterioro general que experimenta actualmente esta figura tanto en el campo del Derecho Administrativo Sancionador como incluso en el del Derecho Penal. Hasta tal punto que ha podido afirmarse —en un Ordenamiento mucho más escrupuloso que el nuestro, como es el alemán— que se observa aqui un «entreguismo generalizado» (SCHUENEMANN) O que puede considerarse ya como una «utopía» (SCHMIDHAEUSER). Todo lo cual impone —si es que se quiere ser realistas y no provocar una ruptura frontal entre la teoría y la práctica— rebajar el nivel de exigencia. La consigna ka de ser entonces no la tipificación rigurosa sino simplemente la «óptima» o, en términos aún más sencillos, la «posible». Una advertencia que vale por igual para la doble manifestación de este mandato que, como veremos, se desarrolla en dos planos sucesivos: primero ha de declarar la ley cuáles son las conductas que se consideran infracción administrativa y luego ha de atribuir a cada una de tales infracciones la sanción que le corresponde. En realidad se trata, por tanto, de un doble mandato —de tipificación de infracciones y de tipificación de sanciones—, aunque con frecuencia se reserva la expresión «tipificación» (entendida en sentido estricto) para las infracciones, dado que en las sanciones la norma no tipifica propiamente sino que se limita a «atribuir» una consecuencia determinada. En el Derecho Penal la estructura de la norma punitiva es muy sencilla, puesto que tanto la tipificación de la infracción como la atribución de la sanción tienen lugar, salvo excepciones, de forma directa e individualizada; mientras que en el Deredio Administrativo Sancionador el mecanismo es mucho más complejo, ya que con frecuencia la tipificación no es directa sino por remisión y la atribución no es individualizada sino genérica. De todo ello me ocuparé con detalle más adelante, aunque aquí ya puede anunciarse que no se trata de simples diferencias de «matiz» sino, como

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mínimo, de estructura normativa. Lo que significa que el mandato de tipificación (y, por ende, la misma reserva legal y, en último extremo, el principio de legalidad) tiene un alcance muy distinto en el Derecho Administrativo y en el Derecho Penal, sin perjuicio de que buena parte de la Doctrina y de la Jurisprudencia, seducidas por la comodidad de las equiparaciones, no se percaten siempre de este fenómeno y actúen con un rigorismo formal que para nada beneficia ni a los intereses públicos ni a las garantías individuales. 1.

AUSENCIA ABSOLUTA DE TIPIFICACIÓN LEGAL

Sólo muy raramente se olvidan las leyes sectoriales de cerrar su regulación con un capítulo dedicado a la tipificación de infracciones y sanciones. Pero en cambio es muy corriente que la enumeración no sea exhaustiva, de tal manera que algún supuesto quede sin tipificar. Si tal sucede, igual da que las cosas permanezcan así o que luego un Reglamento supla esta carencia, puesto que en ambos supuestos se incumple para lo silenciado el mandato de tipificación legal: El artículo 25.1 de la Constitución obliga al legislador a regular por sí mismo los tipos de infracción administrativa y las sanciones correspondientes en ta medida necesaria para dar cumplimiento a la reserva de ley. Desde otro punto de vista, y en tanto aquella regulación no se produzca, no es lícito a partir de la Constitución introducir nuevas sanciones o alterar el cuadro de las existentes por una norma reglamentaría cuyo contenido no esté suficientemente determinado o delimitado por otra de rango legal [STC 42/1987, de 7 de abril].

En definitiva —y tal como había formulado ya tempranamente el Consejo de Estado en su Dictamen de 1 de julio de 1982, citado ya en el capítulo anterior— «después de entrar en vigor la Constitución no es posible crear ex novo mediante Reglamento infracciones administrativas, sanciones de tal naturaleza o ambas cosas al mismo tiempo; al contrario, debe ser una ley la que introduzca los elementos básicos y definitorios de unas y otras, ya que aquí opera el principio de legalidad en su superior nivel». Esta primera variedad de incumplimiento es jurídicamente la menos problemática y, como las cuestiones de colaboración reglamentaria ya han sido analizadas con detalle en el capítulo precedente, no vale la pena seguir insistiendo en ella. 2.

INSUFICIENCIA DE LA TIPIFICACIÓN LEGAL: EXIGENCIA DE LEX CERTA

No basta tampoco, por otra parte, con que la ley aluda simplemente a la infracción, ya que el tipo ha de ser suficiente, es decir, que ha de contener una descripción de sus elementos esenciales; y si tal no sucede se produce una segunda modalidad de incumplimiento del mandato de la tipificación: la insuficiencia. Como puede suponerse, aquí surge el problema de determinar qué es lo esencial, o no lo es, en el tipo. Una tarea que en buena parte corresponde realizar a la doctrina; pero que en último extremo se decide casuísticamente por los Tribunales. En materia tributaria, por ejemplo, ya existe una doctrina judicial bastante elaborada (cfr. SSTC 37/1991, de 16 de noviembre, y 179/1985, de 19 de diciembre); pero todavía no se ha formado una similar para las infracciones y sanciones administrativas en general. El mandato de tipificación exige en todo caso la presencia de una lex certa que en términos de la STC 61/1990, de 29 de marzo— «permite predecir con suficiente grado de certeza las conductas infractoras y se sepa a qué atenerse en cuanto a

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la aneja responsabilidad y a la eventual sanción». Y por ello mismo la sentencia declara la nulidad de una norma que «no permite predecir con suficiente grado de certeza el tipo y grado de sanción susceptible de ser impuesta» o «cuando no cumple con la exigencia de una verdadera predeterminación de comportamientos, ni que se realice una conexión entre éstos y las sanciones que se enumeran, con lo que de hecho se permitiría al órgano sancionador actuar con un excesivo arbitrio». La suficiencia de la tipificación es, en definitiva, una exigencia de la seguridad jurídica _v se concreta, ya que no en la certeza absoluta, en la predicción razonable de las consecuencias jurídicas de la conducta. A la vista de la norma debe saber el ciudadano que su conducta constituye una infracción y, además, conocer cuál es la respuesta punitiva que a tal infracción depara el Ordenamiento. O dicho con otras palabras: la tipificación es suficiente cuando consta en la norma una predeterminación inteligible de la infracción, de la sanción y de la correlación entre una y otra (como ha sido recogido en la STS de 11 de junio de 2000, ya citada). La descripción rigurosa y perfecta de la infracción es, salvo excepciones, prácticamente imposible. El detallismo del tipo tiene su límite. Las exigencias maximalistas sólo conducen, por tanto, a la parálisis normativa o a la nulidad de buena parte de las disposiciones sancionadoras existentes o por dictar. De aquí que la doctrina alemana se contente, como ya sabemos, con la simple exigencia de «la mayor precisión posible», que es lo que también los españoles debemos pretender. Aunque, entre nosotros y según acabamos de ver, la fórmula más generalizada es la de la descripción suficiente. Con la suficiencia se indica que ya se ha llegado, que el intérprete ya puede darse por satisfecho. La consigna de «la mayor precisión posible» se dirige, más bien, al legislador como un acicate para que perfeccione y remate su obra. 3.

IMPERFECCIÓN DE LA REMISIÓN O DE LA TIPIFICACIÓN REGLAMENTARIA

Como este punto ya ha sido desarrollado con detalle, si bien desde otra perspectiva, en el capítulo anterior, baste aquí con dejarle aludido a efectos sistemáticos. Habida cuenta de que el mandato de tipificación legal no implica —-como ya sabemos y se seguirá insistiendo— la exclusión absoluta de la intervención reglamentaria, con tal que esté debidamente habilitada al efecto, surge lógicamente una nueva posibilidad de incumplimiento: la derivada de una remisión imperfecta al reglamento. Si la remisión no es correcta, no puede considerarse válida y el Reglamento no estará legitimado para completar la tipificación insuficiente de la ley. Para adelantar un solo ejemplo, a título ilustrativo, baste recordar que el Tribunal Constitucional (S. 42/1987, 17 de abril) ha considerado inválida —cabalmente por remisión imperfecta— la habilitación formulada en blanco por el artículo 4.1 del Real Decreto-Ley de 25 de febrero de 1977, que decía simplemente lo siguiente: «Se autoriza al Gobierno para dictar, a propuesta del Ministro de la Gobernación, las disposiciones que sean necesarias para la consecución de las finalidades perseguidas en el presente Real Decreto-Ley, determinando las sanciones administrativas que puedan imponerse para corregir las infracciones de aquéllas». Las carencias anteriores son imputables al legislador. Pero también puede suceder que el defecto no provenga de él sino del Ejecutivo, es decir, que apareciendo en la ley una regulación suficiente y una remisión reglamentaria correcta, luego resulte imperfecto el Decreto de desarrollo al no precisar con detalle los elementos integradores del tipo. Por eso en el título del presente epígrafe se ha hecho una doble alusión: a la imperfección de la remisión realizada por la ley y a la imperfección de la tipificación realizada en el reglamento al amparo de aquella remisión o habilitación.

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La STS de 17 de noviembre de 1992 (Ar. 8931; Hernando) resuelve un supuesto muy interesante. En el caso de autos se trataba de un incumplimiento de la obligación, impuesta por Real Decreto, de llevar determinados comerciantes un libro «normalizado», que había de establecer la Administración. Y, efectivamente, así lo hizo pero por una simple Circular. El Tribunal considera que la sanción era incorrecta, pero no porque el tipo se hubiese integrado reglamentariamente, sino porque la Circular que lo completaba no había sido publicada en el Boletín Oficial del Estado. Lo que permite suponer —aunque, desde luego, no sea nada seguro— que, si la norma integradora, cualquiera que fuere su rango, hubiera sido publicada formalmente, el tipo se habría completado de forma correcta y la sanción habría sido legal. El mandato de tipificación se desenvuelve, por otra parte, en dos niveles. En un nivel normativo, primero, donde implica la exigencia (ya examinada) de que una norma describa los elementos esenciales de un hecho, sin cuyo incumplimiento tal hecho —abstractamente considerado— no puede ser calificado de infracción. El proceso de tipificación, sin embargo, no termina aquí porque a continuación —en la fase de aplicación de la norma— viene la exigencia de que el hecho concreto imputado al autor se corresponda exactamente con el descrito previamente en la norma. Si tal correspondencia no existe, ordinariamente por ausencia de algún elemento esencial, se produce la indicada falta de tipificación de los hechos. En este nivel de aplicación presenta el mandato de tipificación menos problemas que en el normativo; pero es claro que tampoco faltan y se derivan, por lo común, de lo que antes se ha denominado «correspondencia exacta» entre los hechos probados y los hechos descritos en la norma. Como es obvio, resulta materialmente imposible describir en la norma con absoluta precisión los hechos declarados infracción. De aquí que frecuentemente la correspondencia no sea «exacta» por exceso o por defecto o por alteración de elementos. Ante esta discordancia debe el operador jurídico decidir si procede, o no, la subsunción de los hechos reales en el tipo normativo abstracto. A tal efecto rigen aquí dos reglas hermenéuticas: la analogía no es lícita y no cabe la subsunción de hechos concretos en los que falte algún elemento «esencial» del tipo. A partir de aquí empieza la prudencia del operador jurídico y el control jurisdiccional casuístico de sus decisiones. 4.

¿TIPIFICACIONES SIN RESERVA LEGAL?

A esta cuestión se ha aludido ya desde otra perspectiva en el epígrafe IV 3 del capítulo quinto. Ahora conviene recordar que la STC 60/2000, de 2 de mayo, viene acompañada de un voto particular de GARRIDO FALLA en el que se abordan con la agudeza y maestría características del autor dos aspectos capitales de la tipificación legal. Tratándose (en lo que aquí interesa) de una cuestión de inconstitucionalidad planteada contra un artículo de una ley que se remitía en términos considerados como demasiado «abiertos» a un desarrollo reglamentario, el catedrático-magistrado disidente sostuvo la tesis de que la ley era intachable porque, de ponerse reparos, habría de dirigirse no contra ella sino contra el reglamento: lo que suponía nada menos que desconstitucionalizar la cuestión y desplazarla al ámbito de la jurisdicción contencioso-administrativa. Porque, en definitiva, «el ilícito sancionable surge de una norma reglamentaria». Pero todavía hay algo no menos importante, a saber, que se niega la existencia de una reserva legal para la tipificación de infracciones meramente leves: Personalmente me resulta desproporcionado tener que recurrir a la elaboración de una ley para poder sancionar este tipo de infracciones. Creo que el papel colaborador del reglamento

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con respecto a la ley —admitido doctrinal y jurísdiccionalmente— se manifiesta y justifica en casos como en que nos ocupa. El articulo (discutido de la ley) enumera un amplio catálogo de infracciones leves que, en su momento, tuvo en cuenta el legislador, pero estas enumeraciones difícilmente pueden ser exhaustivas. Que el legislador habilite al Ejecutivo para completar la lista con las razonables limitaciones que el precepto legal contiene, difícilmente puede calificarse como una restricción a las garantías que ofrece el Estado de Derecho.

III. L.

GRADO DE PRECISIÓN TIPIFICANTE PARÁBOLA DEL PERRO Y EL LOBO

Empezando por el análisis de la tipificación de infracciones (o tipificación en sentido estricto), ni que decir tiene que lo deseable es que la norma realice su tarea tipifícadora de manera precisa y autónoma de tal manera que el tipo quede perfectamente descrito en una sola norma; pero no menos claro resulta que es muy difícil que se cumpla por completo este requisito. Más todavía: la precisión absoluta es literalmente imposible en parte por la incapacidad técnica del legislador, en parte por la inabarcabilidad de la casuística y, en fin, por la insuficiencia del lenguaje como instrumento de expresión. Para ilustrar lo que se está diciendo valga esta parábola que publiqué en el número 162 de la RAP, 2003, en una recensión del excelente libro de F E R R E R E S C O M E L L A en la que me permití parafrasear irónicamente una vieja controversia que aparecía indefectiblemente en los libros alemanes de teoría general del Derecho en la primera mitad del siglo xx. Controversia basada en un hecho real acaecido, al parecer, en una línea de ferrocarril de Prusia oriental donde un revisor tenaz y un campesino cazurro se enzarzaron en un conflicto jurídico de más calado del que podían imaginarse. Es el caso que las ordenanzas del ferrocarril habían establecido la prohibición de transportar «perros» y, como el revisor fuera a sancionar por ella al campesino, éste se negó a pagar la multa alegando que el animal que le acompañaba era una «perra», no comprendida por tanto en el texto literal de la norma. El juez —tan aferrado como los penalistas de ahora al rigor del principio de la taxatividad y a la prohibición de analogías— dio la razón al viajero. Por lo que para evitar en el futuro estos hechos hubo que modificar el reglamento, advirtiendo en una nueva redacción que la prohibición se extendía a «perros y perras». A la semana siguiente se presentó de nuevo el desafiante campesino con un animal de aspecto feroz y como se intentara multarle, se excusó alegando que se trataba de un «lobo». Vuelta a las mismas y por la sacralidad de los principios ganó de nuevo el campesino y hubo que modificar por segunda vez el reglamento, extendiendo ahora la prohibición a los «cánidos de ambos sexos». Pero unos días después se repitió la escena, aunque ahora a propósito de un oso que el campesino se empeñó en subir al vagón y que pudo hacerlo, como era previsible, puesto que no había prohibición alguna para estos animales, habida cuenta de que los osos no pertenecen a la familia de los cánidos. La compañía de ferrocarriles estaba desesperada pues no lograba dar con la redacción de un texto capaz de asegurar a los usuarios un viaje tranquilo. Decidió entonces cambiar de criterio y, vista la imposibilidad de incluir en sus ordenanzas a todas las especies, familias y razas de la escala zoológica, optó por fijarse en los elementos y bienes que intentaba proteger, prohibiendo a tal fin la introducción de «animales que supusiesen peligros o molestias a los usuarios o pudieran infundir un temor razonable». Prevención que —huelga decirlo— no pudo impedir el acto siguiente de esta tragicomedia jurídica. Porque el campesino apareció un día con un pareja de hurones

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—animales de aspecto dulce, pero conocidamente más peligrosos que un perro o un oso domesticado— acurrucados en una cesta. Conminado de expulsión y multa por el revisor del tren, la reacción del provocador fue en parte defensiva (alegó que los animales estaban dormidos e iban bien vigilados , de tal manera que no podía asustar razonablemente a nadie) y en parte de ataque, ya que denunció a varios viajeros que portaban animales auténticamente molestos y peligrosos por contagio —piojos concretamente— respecto de los cuales el inspector hacía la vista gorda con menosprecio de la prohibición normativa. No hace falta imaginar cuál fue el resultado de la siguiente escaramuza legal. El mismo juez que había venido dando la razón al campesino, al negarse a emplear la vitanda analogía, rechazó el texto de las nuevas ordenanzas imputando al tipo normativo de la infracción unas condiciones de vaguedad e imprecisión inadmisibles. La moraleja de esta parábola no puede ser más clara, pero sé de sobra que algunos juristas muy autorizados la han rechazado por considerarla caricaturesca y, por ende, indigna de aparecer en una monografía académica. Pues bien, si esto fuera cierto, de caricaturas aún más grotescas están llenos los serios repertorios de jurisprudencia. Por poner un solo ejemplo, valga el de la STS de 5 de julio de 1998 (3.a, 4.a, Ar. 5657, García-Ramos). En el caso de autos se trataba de una sanción administrativa impuesta por la realización de actividades industriales que contradecían las medidas correctoras impuestas por la licencia. O dicho con otras palabras: el titular de la empresa había solicitado licencia de apertura que le había sido concedida pero con la obligación de introducir determinadas medidas correctoras al proyecto; cosa que no hizo y, aun así, se iniciaron las actividades. La norma, por su parte, había tipificado la infracción de realizar actividades «sin licencia» y la Administración dio por sentado que el tipo describía también la realización de actividades que no se ajustaban a las condiciones de la licencia. El Tribunal Supremo, no obstante, con un rigor positivista que nada tiene que envidiar al del juez prusiano de la parábola, anuló la sanción declarando que es preciso distinguir dos conductas: la de quien ejerce una actividad sin licencia de apertura y la de quien lleva a cabo esa actividad con licencia pero sin adoptar las medidas correctoras que le fiieron exigidas. Como en el Derecho Administrativo Sancionador no son admisibles interpretaciones extensivas o analógicas [...] es obligado entender que la conducta enjuiciada no estaba concluida en el artículo aplicado por la Administración al referirse éste a la actividad realizada sin licencia.

Para los firmantes de la sentencia, en definitiva, un vez obtenida la licencia es ya impune cualquier actuación de su titular salvo que incurra en algún tipo específico, de tal manera que para lograr un tipo literalmente exhaustivo había que ocupar, con mucha imaginación y paciencia, varias páginas del Boletín Oficial del Estado. Dicho esto habrá que deducir que la intensidad de la precisión ha de ser variable según las circunstancias y consecuentemente admitir también una graduación cuyos criterios ha formulado, aunque en materia penal, F E R R E R E S ( 2 0 0 2 , p. 5 2 8 ) en los siguientes términos: «El principio de taxatividad no puede exigir que el Derecho sancionador sea absolutamente preciso. Un cierto margen de indeterminación es admisible. Ahora bien, este margen puede variar según los casos (y utilizando diversos criterios): a) según el elemento de la norma penal que resulte afectado (tipo, eximentes, sanción); b) según la gravedad de la sanción; c) según que exista o no una fuerte conexión entre la conducta prohibida por la norma y el ejercicio del derecho a la libertad de expresión; y d) según el tipo de destinatario al que va dirigida la norma».

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2.

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COMPLEMENTO REGLAMENTARIO Y JURISPRUDENCIAL DE LA TIPIFICACIÓN LEGAL

El cumplimiento eficaz del mandato de tipificación se dificulta notablemente cuando se le conecta con la reserva legal. Ahora bien, las leyes, cuando toman conciencia de su incapacidad real de tipificación exhaustiva (o tendencialmente exhaustiva), reclaman el auxilio complementario de los reglamentos. A) Con frecuencia la norma tipificadora ha de acudir al complemento de otra (el Reglamento colaborador, en los términos que se vieron en el capítulo anterior) y en otras ocasiones, el complemento necesario puede no venir en otra norma sino ser el resultado de la actuación de un agente exterior, incluso del propio operador jurídico. Así es como el legislador puede utilizar técnicas normativas del estilo de los conceptos jurídicos indeterminados y, en general, de los conceptos cuya delimitación permite un margen de apreciación. De esta manera colabora el intérprete en la precisión del tipo en un amplio abanico de posibilidades, que si nunca puede llegar al empleo de la analogía, sí puede incluir en un tipo algunas otras figuras como los negocios simulados y los realizados en fraude de ley. De lo que se trata, entonces, es de alcanzar un «mínimo» de precisión. La STS de 25 de marzo de 1977 (Ar. 1442; Ruiz Sánchez) nos describe acertadamente el «mínimo» de la tipificación administrativa sancionadora, que se concreta en la necesidad de que el acto o la omisión se hallen claramente definidos como transgresiones administrativas, y que exista una perfecta adecuación con las circunstancias objetivas y personales determinantes de la ilicitud, por una parte y de la imputabilidad por la otra, al objeto de configurar con exactitud la conducta del sujeto con el tipo definido por la norma que se reputa conculcada.

Lo difícil es determinar en cada caso concreto hasta dónde llega ese mínimo de precisión que el tribunal habrá de ir valorando de forma casuística. Sucede, sin embargo, que en ocasiones admite el Tribunal Supremo una relajación tal de la precisión tipificante, que de hecho ésta desaparece. Y lo curioso del caso es que tal relajación acompaña —y potencia— de ordinario a la relajación de la reserva legal. Ni que decir tiene que éste es el caso de algunas relaciones de sujeción especial y, más concretamente, de las Normas Deontológicas de los Colegios Profesionales, como ya pudo comprobarse en las sentencias citadas en el epígrafe III.3 del capítulo tercero de este libro: lo que se justifica por la dificultad de lograr una enumeración específica exhaustiva. No obsta a la suficiencia de la descripción la circunstancia de que en el tipo aparezcan incrustados conceptos jurídicos indeterminados (STC 50/1983, de 14 de junio), cuya utilización en la ley es con frecuencia inevitable y, por ende, lícita como está reconociendo unánimemente la jurisprudencia. En términos de la STC 69/1989, de 20 de abril, reiterada en la 219/1989, de 21 de diciembre, si bien los preceptos legales o reglamentarios que tipifiquen las infracciones deben definir con la mayor precisión posible los actos, omisiones o conductas sancionables, no vulnera la exigencia de la ¡ex certa que incorpora el articulo 25.1 la regulación de tales supuestos ilícitos mediante conceptos jurídicos indeterminados, siempre que su concreción sea razonablemente factible en virtud de criterios lógicos, técnicos o de experiencia y permitan prever, por consiguiente, con suficiente seguridad, la naturaleza y las características esenciales de las conductas constitutivas de la infracción tipificada, pues como ha declarado este Tribunal en reiteradas ocasiones (S. de 15 de octubre de 1982 y Auto de 16 de octubre de 1985, entre otras resoluciones), dado que los conceptos legales no pueden alcanzar, por impedirlo la propia naturaleza

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DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR de las cosas, una precisión y claridad absolutas, es necesario en ocasiones un margen de indeterminación en la formulación de los tipos ilícitos que no entra en conflicto con el principio de legalidad, en tanto no aboque a una inseguridad jurídica insuperable con arreglo a los criterios interpretativos enunciados.

Lo que de una forma más sumaria, pero no menos contundente, describe así la sentencia 149/1991, de 4 de julio: es doctrina reiterada de este Tribunal la de que no vulnera la exigencia de ¡ex certa como garantía de la certidumbre o seguridad jurídica, el empleo en las normas sancionadoras de conceptos jurídicos indeterminados, siempre que su concreción sea razonablemente factible en virtud de criterios lógicos, técnicos o de experiencia que permitan prever, con suficiente seguridad, la conducta regulada (SSTC 122/1987, 133/1987, 69/1989 y 219/1989).

Doctrina que ha hecho suya el Tribunal Supremo y generalizado con cita literal de los párrafos del Tribunal Constitucional que acaban de transcribirse como hace la sentencia de 15 de febrero de 1999 (3.a, 4.a, Ar. 1812) a propósito del R.D. 1.907/1996 sobre publicidad. La STC 89/1993, de 12 de marzo, introduce una fina precisión a propósito de los términos y conceptos que, sin preocuparse de definirlos, utiliza el legislador: el legislador penal no viene constitucionalmente obligado a acuñar definiciones específicas para todos y cada uno de los términos que integran la descripción del tipo [...]. Una tal labor definitoria sólo resultaría inexcusable cuando el legislador se sirviera de excepciones que por su falta de arraigo en la propia cultura jurídica carecieran de toda virtualidad significante y depararan, por lo mismo, una indeterminación sobre la conducta delimitada mediante tales expresiones.

La infracción tipificada en el artículo 7 de la Ley 16/1989, de 17 de julio, de Defensa de la Competencia, es un buen ejemplo de concepto jurídico indeterminado incrustado en una norma sancionadora y, al mismo tiempo, del margen de apreciación para el operador jurídico, de lo que se hablará inmediatamente: «competencia desleal que por falsear de manera sensible la libre competencia, en todo o en parte del mercado nacional, afecte al interés público». Porque además de los conceptos jurídicos indeterminados también es permitida la utilización de una figura próxima: la de los conceptos cuya delimitación permite un margen de apreciación. En los términos de la STS de 2 de mayo de 1987 (Ar. 10191; Español), «ello no supone que tal principio [de tipicidad] esté infringido en los supuestos en que la definición del tipo interpone conceptos cuya delimitación permite un margen de apreciación y en tal sentido la STC 50/1983, de 14 de junio, admite tipificaciones genéricas como la de probidad, concebida según la propia sentencia como un concepto jurídico indeterminado». En resumidas cuentas —y en trance de facilitar una simplificada regla de oro— la tipificación puede ser lo bastante flexible como para permitir al operador jurídico un margen de actuación a la hora de determinar la infracción y la sanción concretas, pero no tanto como para permitirle que «cree» figuras de infracción supliendo las imprecisiones de la norma. Lo difícil aquí es encontrar en la utilización normativa de estos conceptos un punto de equilibrio entre su inevitabilidad y el riesgo de deteriorar más allá de lo permitido los niveles de seguridad jurídica que pretende garantizar el mandato de tipificación. Ante los que ella cree que son excesos del legislador actual Susana HUERTA

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{2000, p. 44) ha lanzado una señal de alarma: «soy de la opinión de que debe exacerbarse el control constitucional frente a unos modos de tipificación penal cada vez menos precisos y escasamente determinables con ayuda de los tradicionales métodos de interpretación. Para lo cual sería deseable un fortalecimiento de la exigencia de taxatividad a través de una actitud de mayor rigor ante la incorporación de conceptos jurídicos indeterminados [...] admitiéndolos únicamente cuando no hubiera más remedio y fuera relativamente sencilla su determinación por los órganos judiciales y propiciando respecto de los así admitidos, una interpretación basada en el principio de in dubio pro iibertate [...] Sólo así podrá evitarse que [...] el juzgador que haya de interpretarlos se convierta en legislador, con el consiguiente riesgo de decisionismo y arbitrariedad». Forzoso es reconocer, sin embargo, que en este punto se encuentra todavía el Derecho Administrativo Sancionador en una fase muy poco desarrollada y los comentaristas se contentan con admitir —siguiendo los esquemas del Derecho Penal— tanto los elementos tipificadores descriptivos como los normativos y de recomendar el uso de los tipos cerrados (o autosuficientes) pero sin rechazar los abiertos {o sea, los que necesitan de otra norma que los complete). Aun admitiendo lo justificado de la tendencia jurisprudencial a equiparar, también en este punto, el Derecho Administrativo Sancionador al Derecho Penal, no deben pasarse por alto las consecuencias indeseables que puede producir una actitud rigurosa a tal respecto y que obligan, una vez más, a tener en cuenta las «matizaciones» que son inevitables en este campo. Un ejemplo singularmente frecuente es el de la práctica de negocios simulados y de otros realizados en fraude de ley, prácticamente desconocidos en el Derecho Penal (puesto que allí normalmente son inviables al no formar parte del tipo negocio jurídico alguno) pero corrientes en el Derecho Administrativo, sobre todo en el ámbito económico, como se ha descubierto en el Derecho Comunitario europeo. A la hora, por ejemplo, de reclamar subvenciones no es raro descubrir que el hecho legitimante sea un negocio jurídico simulado o realizado en fraude de ley. Piénsese a tal propósito en el caso de una exportación de «salchichas» compuestas de desperdicios animales y serrín. Unos fabricantes alemanes obtuvieron la subvención correspondiente a la exportación aun a conciencia de que, al llegar a su destino, habían de ser destruidas puesto que no podían aprovecharse para la alimentación. Las autoridades comunitarias estudiaron la posibilidad de imponer una sanción ante un fraude de ley tan evidente; pero no se decidieron a hacerlo por considerar que en el tipo no se precisaba que las salchichas subvencionadas habían de ser «para el consumo humano» y en su lugar se optó por reformar el tipo a través del Reglamento 2 . 4 0 3 / 6 9 . Lo que significa que, hasta tal fecha, los exportadores pudieron continuar sus prácticas fraudulentas con absoluta impunidad (cfr. T I E D E M A N N , 1 9 8 9 , 2 2 3 1 ) . En mi opinión, el escrúpulo fue injustificado y no debe haber reparo alguno en aplicar al Derecho Administrativo Sancionador figuras procedentes del Derecho Civil aunque no estén enraizadas en el Derecho Penal, puesto que el Derecho —y, mucho menos, la Justicia— no vive en compartimentos estancos. La circunstancia de que en el Derecho Penal no se haya desarrollado una teoría del fraude de ley no puede impedir su aplicación en el Derecho Administrativo Sancionador que, como en este libro se expone pormenorizadamente, es autónomo respecto de aquél. Por emplear una vez más la (ambigua) expresión del Tribunal Constitucional, aquí hay motivos más que suficientes para introducir un «matiz» en los principios del Derecho Penal. De la misma manera, y aunque nada diga la ley, es obvio que la jurisprudencia ejerce una conocida función de precisión tipificante, a la que F E R R E R E S da un enorme

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valor aunque no se le pasan por alto las dificultades de todo orden que ello supone en la teoría de las fuentes (por la relatividad a estos efectos de las decisiones judiciales) y, aún más, por razones constitucionales. «El principio de taxatividad —dice en la p, 167— puede verse satisfecho con una combinación de ley, por un lado, y jurisprudencia del Tribunal Supremo que concreta su significación, por el otro. Pero no parece que se respete entonces el principio de reserva de ley que está al servicio de la idea democrática de igualdad de los ciudadanos en la creación del derecho a través de sus representantes parlamentarios. No es lo mismo, desde el punto de vista democrático, que los jueces estén vinculados por las interpretaciones de los reglamentos a que lo estén por las interpretaciones de un órgano como el Tribunal Supremo». IV.

LA TIPIFICACIÓN INDIRECTA

Entre la tipificación de delitos y la de infracciones administrativas median diferencias sustanciales (constatadas ya por N I E T O en 1984) que lentamente se van reconociendo por la doctrina y la jurisprudencia a despecho de la obsesión por equiparar el Derecho Penal y el Derecho Administrativo Sancionador. Y como esta cuestión constituye la espina dorsal de todo el mandato tipificador conviene examinarla con el mayor detalle posible. 1.

PECULIARIDADES DE LA TIPIFICACIÓN DE LAS INFRACCIONES ADMINISTRATIVAS

El repertorio de delitos es, por lo pronto, cuantitativamente limitado, de tal manera que los catálogos del Código penal y demás leyes penales, por muy amplios que parezcan, son fácilmente cognoscibles, mientras que el repertorio de infracciones administrativas es literalmente indominable y, si pretendiera ser exhaustivo, comprendería bibliotecas enteras. Lo cual obedece a una razón más profunda de naturaleza cualitativa: la enumeración de los delitos es de ordinario autónoma en cuanto que no remite a otras normas. Por ello no puede haber, como regla, más delitos que los tipificados directamente: las normas penales no prohiben ni ordenan nada sino que se limitan a advertir que determinadas conductas llevan aparejada una pena. Los tipos sancionadores administrativos, por el contrario, no son autónomos sino que se remiten a otra norma en la que se formula una orden o una prohibición, cuyo incumplimiento supone cabalmente la infracción. Estas normas sustantivas constituyen, por ende, un pre-tipo, que condiciona y predetermina el tipo de la infracción. En otras palabras, el Ordenamiento Jurídico administrativo está integrado fundamentalmente por mandatos y prohibiciones, cuyo incumplimiento lleva aparejada una sanción (en sentido amplio), o sea, unas consecuencias que de ordinario se señalan en un precepto distinto. Estas consecuencias son muy variadas, pero de ellas destacan tres: la invalidez de la acción u omisión de incumplimiento, la sanción personal del autor y la ejecución forzosa (que actúa en un nivel muy distinto ya que sólo tiene lugar cuando el mandato o la prohibición han cristalizado en un acto administrativo singular). La invalidez y la ejecución forzosa están previstas de forma expresa en la LPAC, mas no así la sanción personal (o sanción en sentido estricto) y tal carencia ha provocado no pocos problemas. Una vez hecha esta precisión, las distintas variantes tipificadoras más usuales en el Derecho Administrativo Sancionador son las siguientes: a) Tipificación reduplicativa. La norma sancionadora reproduce el mandato o prohibición contenido en la norma primaria para advertir de manera expresa que su

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incumplimiento constituye una infracción y lleva aparejada una sanción. Veamos un ejemplo tomado de la Ley de Aguas (texto refundido de 20 de julio de 2001). El artículo 97.a) es una norma primaria de prohibición: «Queda prohibida [...] toda actividad susceptible de provocar la contaminación o degradación del dominio público hidráulico». Mientras que el artículo 108./) es una norma de tipificación reduplicativa: «Se consideran infracciones administrativas los vertidos que puedan deteriorar la calidad del agua». Esta técnica es a todas luces inútil —y hasta aberrante en la práctica— puesto que con tan estricta interpretación sólo se consigue alargar desmesuradamente la extensión de las normas sin aumento alguno de la garantía jurídica, ya que los ciudadanos pueden conocer sus obligaciones (en la descripción realizada en el pre-tipo) sin necesidad de que se reiteren en el tipo y lo único que necesitan que se les precise son las consecuencias punitivas del incumplimiento. No obstante, los legisladores —escarmentados con las frecuentes nulidades con que les castiga el Tribunal Constitucional— se curan a veces en salud y con innecesaria, pero para ellos prudente escrupulosidad utilizan la técnica reduplicativa aun a riesgo de olvidarse algún imperativo legal y de crear, en consecuencia, un vacío de impunidad. b) Tipificación remisiva expresa. Siendo en mi opinión absolutamente correcta, se emplea con frecuencia en el Derecho Administrativo Sancionador. La ley, para cumplir con el principio de la tipificación legal, enumera de forma individualizada las infracciones; pero para no alargar inútilmente los textos, prescinde de la reproducción de los mandatos y prohibiciones, remitiéndose de forma expresa a los preceptos en que aparecen. El tipo, en consecuencia, no se realiza a través de una descripción directa sino que surge de la conjunción de dos normas: la que manda o prohibe y la que advierte que el incumplimiento es infracción. Valga de ejemplo lo dispuesto en la letra g) del artículo 116 de la misma Ley de Aguas que acaba de citarse: «Son acciones constitutivas de infracción: el incumplimiento de las prohibiciones establecidas en la presente ley o la omisión de los actos a que obliga». c) Tipificación remisiva residual. Ésta es la función que cumplen las remisiones indirectas al calificar residualmente como leves las infracciones que no tienen otro carácter: así sabemos que son infracciones sin necesidad de describir de nuevo el tipo; y así sabemos, además, qué sanciones les corresponden. Vistas las cosas de este modo, el valor esencial de la tipificación se conserva, pero se desformaliza . Cierto es, desde luego, que en ocasiones se han anulado estas remisiones indirectas residuales aunque la infracción sea calificada de leve, como hace la STS de 11 de abril de 2003 (3.a, 3.a, Ar. 3073) y antes la de 12 de febrero de 1999 (Ar. 1521). Pero no hay que olvidar, por otra parte, que un precepto así constituye una verdadera cláusula de estilo que aparece habitualmente en las leyes sectoriales que, enjuiciadas con este rigor, habrían de quedar inexorablemente mutiladas provocándose , además, los correspondientes vacíos normativos. El caso es que, bien sea para evitar estas disfunciones o por otras causas, a veces resuelve con singular tolerancia el Tribunal Supremo, según puede verse en la sentencia de 18 de junio de 2001 (3.a, 3.a, Ar. 5845) que pasa por alto la tipificación residual del artículo 58 del Reglamento de la ley 13/1988 de Ordenación del Mercado de tabacos, por considerar que la remisión que allí se hace a «cualquier otra infracción» ha de ser «lo previsto en la ley (y) para q|uien ocupa la posición de concesionario de una expendiduría no ha de resultar nada difícil conocer [...] cuáles son las conductas debidas por el expendedor». El Tribunal Constitucional tiende, por el contrario, a ser implacable con las remisiones legales residuales para las faltas, aunque su rigor resulta a veces ambiguo ya que

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suele encontrar la inconstitucionalidad en la remisión a una norma reglamentaría, que considera inadmisible en todo caso, pero es más tolerante cuando tal remisión, por muy residual que sea, se refiere a otros preceptos legales (SSTC 341/1993 y 60/2000). d) Tipificación implícita. La remisión de la norma tipificadora directa a la norma de mandato o prohibición puede ser expresa, pero también implícita y esta circunstancia ha traído no pocos quebraderos de cabeza y agrias polémicas. Porque una ley que contiene normas de prohibición y carece de normas de tipificación sancionadora, puede entenderse de dos maneras: 1.a O bien que la tipificación sancionadora es completa aunque implícita, porque debe entenderse que la ley en modo alguno puede permitir que el incumplimiento de sus mandatos y prohibiciones resulte impune. Ésta era la solución tradicional en nuestro Derecho, considerándose sin dificultades que los Jefes de Departamentos, y residualmente los Gobernadores Civiles, podían sancionar todos los incumplimientos. De ello se han visto más arriba testimonios rigurosamente contemporáneos y en verdad que no hay razón alguna para rechazar la tipificación por remisión implícita, dado que no supone disminución de las garantías individuales: el ciudadano más simple ha de suponer que el incumplimiento de una prohibición normativa ha de aparejar consecuencias oficiales desagradables. 2.a O bien se entiende que, ante tal carencia, el tipo no es completo y, por ende, no hay posibilidad de sancionar. No obstante, para mí esta variante es suficiente y correcta y entiendo que la descripción completa de la infracción en el tipo es una reduplicación innecesaria e inútil y, además, inviable, de tal manera que su exigencia es el resultado de un dogmatismo inaceptable que conduce a la irrealidad. Esto me parece indudable en lo que se refiere a la tipificación de la infracción; pero es claro que con esta fórmula implícita no queda cumplida la segunda faceta del mandato de tipificación, es decir, la atribución de sanción: una cuestión que será examinada con detalle en el epígrafe VII de este mismo capítulo. Un incumplimiento es, en suma, el núcleo del tipo de las infracciones administrativas y por ello la norma sancionadora precisa de otra que le proporcione el mandato o prohibición que puede luego ser incumplido. Esto siempre ha sido así y en la actualidad puede considerarse como la regla estructural del sistema normativo del Derecho Administrativo Sancionador. Conste, sin embargo, que caben excepciones cuando la norma administrativa tipificante opera igual que en el Derecho Penal, es decir, que, en lugar de remitirse a otra norma externa impositiva de mandatos o prohibiciones, construye ella por sí misma también el tipo completo. Cuando en el artículo 192 de la ley de patrimonio de las Administraciones Públicas de 3 de noviembre de 2003 se considera infracción «la producción de daños en bienes de dominio público» o «las actuaciones sobre bienes afectos a un servicio público que impidan o dificulten gravemente la normal restación de aquél», no se están remitiendo a un precepto legal expreso que prohiba daños los bienes de dominio público sino, a todo lo más, a una «norma» (en el sentido de BINDING) en la que se cristaliza el sentido jurídico común de que no se deben dañar bienes de ninguna clase. Los daños a bienes de dominio público o las perturbaciones a la normal prestación de servicios públicos se integran dentro de la institución genérica de la responsabilidad (civil) y en rigor no necesitarían de regulación punitiva alguna. Ahora bien, el Código penal no se ha contentado con las reparaciones civiles y ha creado para algunos supuestos especiales el delito de daños; de la misma manera que la ley citada

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ha decretado para otros supuestos especiales la infracción administrativa de daños al servicio público. Y nótese que en ambos tipos la estructura normativa es la misma, a diferencia de lo que sucede como regla general en el Derecho Administrativo Sancionador. 2.

TERQUEDAD DL LA PRÁCTICA LEGISLATIVA

Cuanto se está diciendo no implica, desde luego, desconocimiento de una doctrina jurisprudencial y de autores que sostiene lo contrario; pero los dogmatismos no pueden vencer la realidad y el hecho es que el legislador se resiste a emplear la técnica reduplicativa y termina tipificando las infracciones por simples remisiones al pre-tipo. El legislador, presionado por la exigencia jurisprudencial de describir positiva y directamente la infracción, a veces así lo hace —o intenta hacerlo—; pero de ordinario se limita a describir algunos tipos y, convencido de la imposibilidad de lograr una lista exhaustiva (so pena de reproducir dos veces todas las órdenes y prohibiciones), termina cerrando su lista con una cláusula general que define como infracciones todos los incumplimientos en general: la única forma de no dejar sin tipificar infracción alguna. . Para comprobarlo basta repasar la legislación sectorial en la que la fórmula indicada está tan generalizada que puede ser tenida más por regla que por excepción. Veamos dos ejemplos que podrían multiplicarse indefinidamente: Como texto dispositivo valga el artículo 108.2.a) 15 de la Ley de Medicamentos de 1990: Son infracciones leves «el incumplimiento de los requisitos, obligaciones o prohibiciones establecidos en esta ley y disposiciones que la desarrollan que, en razón de los criterios contemplados en este artículo, merezcan la calificación de leves o no proceda su calificación como faltas graves o muy graves». Y en términos más literarios dice así la Exposición de Motivos de la Ley 26/1988, de 29 de julio, de disciplina e intervención de entidades de crédito: «Se tipifican las infracciones tratando de obtener un equilibrio entre la imprescindible concreción de las conductas sancionadas, atendiendo a su gravedad y la definición de aquéllas con el grado necesario de generalidad que evite el posible vaciamiento futuro de la ley, así como el exceso de casuismo o la exhaustividad en su relación, tan imposible como inútil en una actividad sujeta a rápida evolución». Lo que se concreta así en el artículo S.d): «La realización meramente ocasional o aislada de actos u operaciones prohibidas por normas de ordenación y disciplina con rango de ley o con incumplimiento de los requisitos establecidos en las mismas»./): «La realización de actos u operaciones prohibidas por normas reglamentarias de ordenación y disciplina o con incumplimiento de los requisitos establecidos en las mismas, salvo que tengan un carácter marcadamente ocasional o aislado»; o en el artículo 6: «Constituyen infracciones leves aquellas infracciones de preceptos de obligada observancia que no constituyan infracción grave o muy grave conforme a lo dispuesto en los artículos anteriores». El entusiasmo de neófito que caracteriza a nuestra doctrina y buena parte de nuestra Jurisprudencia (sobre todo del Tribunal Constitucional) ha obligado al Legislador a extremar sus precauciones tipificadoras que en ocasiones se expresan en listas interminables. Esto es lo que se ha denominado «síndrome del Decreto 2347/1985», aludiendo con ello a las ¿olorosas (para la Administración y para los intereses públicos) consecuencias de la anulación de dicho Real Decreto. Lo que no impide, por lo demás, que el Legislador tenga que acudir al final a la cláusula general de remisión que termina cerrando sus cuidadosas listas. La Ley de 26 de diciembre de 1987, reguladora de la potestad sancionadora de la Administración Pública en materia de juegos, ha pretendido ser excepcionalmente

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escrupulosa aunque sólo sea por la cuantiosa jurisprudencia que sobre el particular se habia producido anulando reglamentos e innumerables sanciones concretas por violación del principio de legalidad. Pues bien, no obstante las precauciones adoptadas, esta ley, fruto del escarmiento, no ha podido evitar que en las prolijas relaciones tipificantes de infracciones se deslicen algunas muestras de establecimiento por remisión. Así, en el artículo 2.a) se consideran infracciones muy graves las actividades realizadas «con incumplimiento de los requisitos y condiciones establecidos en las autorizaciones». Y, más claramente todavía, en el artículo 3.j) se considera falta grave «el incumplimiento de las normas técnicas de los Reglamentos de los juegos». La Ley de Infracciones y Sanciones del Orden Social de 1988 ha ensayado una nueva fórmula, al declarar en su artículo primero que «constituyen infracciones administrativas en el orden social las acciones u omisiones de los distintos sujetos responsables tipificadas y sancionadas en la presente ley». Como se ve, aquí se acude a la remisión; pero remisión a la propia Ley, con lo cual se pretende evitar el reproche de la remisión en blanco. Ahora bien, esta precaución ha resultado inútil dado que siguen existiendo mandatos y prohibiciones cuyo incumplimiento genera responsabilidad sancionadora, que no aparecen en la Ley citada sino en el resto del ordenamiento sectorial laboral y del orden social. Y es que, como advierte D E L R E Y ( 1 9 9 0 , 1 7 9 ) , «estamos ante una normativa muy densa y compleja, que prácticamente imposibilita, a menos que se quiera reproducir toda esta normativa en el ámbito sancionador, el tipificar todas y cada una de las infracciones posibles a esta normativa». Y a continuación el mismo autor (pp. 180-181) expone la tesis sobre la que ya vengo insistiendo desde 1984 y que ahora se refuerza con su autoridad: «El carácter infractor de una conducta respecto a la norma del orden social no nace tanto de que otra norma declare que es infracción su incumplimiento, en tanto que ello es patente en la norma que impone la obligación de hacer o no hacer [...]. El complemento que la norma del orden social ha de buscar en la norma sancionadora no es tanto de carácter sustantivo, de tipificación en sí, en cuanto infracción de conductas contrarias a los deberes establecidos por la norma, como de calificación de la infracción y de graduación de la sanción. De esta forma, norma sustantiva y norma sancionadora se complementan y forman un bloque en el que cada una de ellas tiene un papel determinado. La primera el de definir deberes, la segunda, más que indicar que los incumplimientos de tales deberes son infracciones, debe realizar un encuadre jurídico del des valor exacto que el Ordenamiento Jurídico adjudica a tales violaciones». (Nótese que en las frases que he puesto en cursiva se encuentra una descripción tan breve como acertada de las tesis de la doble vertiente del mandato de tipificación y de la esencialidad de la segunda, es decir, de la atribución de sanción). El éxito de esta fórmula explica que se empleara en otras leyes posteriores como en la de 23 de marzo de 1995, de vías pecuarias [art. 21.4.c)] o en la de 3 de noviembre de 2003, de Patrimonio de las Administraciones Públicas [art. 192.3._/)]. El artículo 5.d) de la Ley 26/1988, de 29 de julio, sobre disciplina e intervención de las entidades de crédito, nos proporciona otro ejemplo de esta figura que ofrece, respecto de las anteriores, la peculiaridad de «la realización de actos u operaciones prohibidas por normas de ordenación y disciplina con rango de ley o con incumplimiento de los requisitos establecidos en las mismas, salvo que tenga un carácter meramente ocasional o aislado». La ley de 21 de febrero de 1992, de protección de la seguridad ciudadana, ensayó otra fórmula más ambiciosa en su artículo 26f) en el que se calificaban de infracciones leves «todas aquellas que, no estando calificadas como graves o muy graves, constituyan incumplimiento de las obligaciones o vulneración de las prohibiciones estable-

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cidas en la presente ley o en leyes especiales relativas a la seguridad ciudadana, en los reglamentos específicos o en las normas de policía dictadas en ejecución de las mismas». Ahora bien, la STC 341/1993, de 18 de noviembre, intentó cortar de raíz tal práctica al anular lo subrayado por entender que contradecía el principio de la reserva legal consagrado en el artículo 25.1 de la Constitución. Objetivo que ciertamente no logró puesto que la fórmula siguió reproduciéndose en otras leyes posteriores, como la de 1 de julio de 2002, de prevención y control integrados de contaminación, cuyo artículo 2 califica de infracción leve «el incumplimiento de las prescripciones establecidas en esta ley o en las normas aprobadas conforme a la misma, cuando no esté tipificado como infracción muy grave o grave». En todos estos ejemplos aparece con claridad la figura de la tipificación por remisión (en la terminología que en este libro se introduce) y que SUAY (en F E R N Á N D E Z RODRÍGUEZ, 1 9 8 9 , 4 3 - 4 4 ) denomina «cláusula residual» advirtiendo que «con mayor o menor fortuna podemos encontrar una cláusula de estas características en la mayor parte de las leyes que integran nuestro ordenamiento; la denominamos aquí residual porque recoge todo lo que ha sido definido como infracción de manera expresa». A mi juicio, lo importante no es tanto la residualidad específica sino la remisión genérica, que puede operar fuera de una cláusula residual. Más todavía: esto era lo habitual, tal como se ha explicado, en nuestro ordenamiento tradicional y sólo en los últimos años los rigores del Tribunal Constitucional se han reflejado en escrúpulos del legislador, quien se empeña en tipificar positivamente todas las infracciones. Empeño inútil y, además, imposible. Imposible porque no hay forma humana de describir positivamente las innumerables infracciones que se deducen del ordenamiento jurídico; e inútil, porque ninguna garantía añade al ciudadano y únicamente se traduce en una duplicación formal de textos. En el Derecho francés la tipificación por remisión es una figura absolutamente habitual y conocida desde antiguo, tal como la describe M O U R G E O N ( 1 9 6 7 , 2 4 6 ) en un párrafo que merece ser transcrito íntegramente no obstante su extensión: La incriminación legislativa puede ser directa o indirecta. «La incriminación es directa cuando el texto califica de infracción un hecho determinado o un conjunto de hechos determinados. En este caso la incriminación concreta realizada por la autoridad represiva es relativamente sencilla, dado que, estando ya descrita por el legislador la violación de la obligación, la autoridad sancionadora se limita a indagar si el hecho corresponde a tal descripción. La incriminación es indirecta cuando el texto impone una obligación declarando que cualquier hecho contrario a ella es constitutivo de infracción. La autoridad sancionadora se encuentra entonces bien a pesar suyo, sustituyendo al legislador, ya que tiene que decidir en qué condiciones se produce la violación de la obligación, incluso antes de indagar si el hecho es constitutivo de la violación. Lo cual significa que la incriminación legislativa indirecta no es propiamente tal y en realidad las dos incriminaciones (la genérica y la específica) corresponden a la autoridad sancionadora. En el Derecho Administrativo la incriminación legislativa es habitualmente indirecta». Volviendo al Derecho español, el Tribunal Supremo ha tenido ocasión de recoger y legitimar esta variante en la sentencia de 25 de enero de 1979 (Ar. 467; Botella). En el caso de autos se discutía la legalidad de una tipificación por remisión establecida en el Reglamento de 23 de marzo de 1972 en el que genéricamente «se prohiben las prácticas dirigidas a modificar o enmascarar el estado o cualidades naturales de los productos necesarios para la obtención de bebidas alcohólicas». Descripción que el sancionado consideraba una violación del principio de la legalidad y mandato de tipificación. Pues bien, la sentencia declara con sano juicio común que éstas son alegaciones

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DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR carentes de efectividad por cuanto olvidan la imposible concreción en tipos sancionables, dada la índole de la materia, de todos los casos posibles de contradicción del citado y genérico principio general caracterizador de las prácticas prohibidas; lo que necesariamente implica formulación reglamentaria de un tipo residual que cubra la diferencia entre las determinaciones especiales y el total ámbito de ¡a prohibición legal, pues de otra manera resultaría ésta cercenada en su extensión o infringida a virtud de la siempre incompleta enumeración de prohibiciones expresadas al máximo nivel de concreción mediante las especificaciones reglamentarias.

Atinada observación que se completa con una reflexión dogmática que avala lo que acaba de decirse: Teniendo en cuenta, además, la diversidad del modo de generar normas tipificantes en los órdenes administrativo y penal, ya que el primero incluye la posibilidad de preceptos generales en la ley, rectores de la posterior tipificación reglamentaria, lo cual no es dable en el campo del Derecho penal donde los genéricos tipos de conducta prohibida a nivel de ley formal sólo son susceptibles de concreción por la vía casuística de su interpretación —y praxis jurisdiccional— con entera marginación de la potestad reglamentaria de la Administración Pública.

Y lo mismo viene a declararse en la sentencia de 23 de mayo de 1988 (Ar. 4196; Rosas) de la que volveré a ocuparme más adelante: no vulnera la reserva legal la remisión que el precepto que tipifica las infracciones realice a otras normas que impongan derechos y obligaciones concretas, de forma que su conculcación se asuma como elemento definidor de las infracciones sancionables, siempre que sea previsible con suficiente grado de certeza la consecuencia punitiva de aquel incumplimiento o transgresión y en el caso de autos existen [en el Decreto remitente] unas normas que definen con la suficiente claridad y precisión los deberes, cuyo incumplimiento puede y debe entenderse, con certeza más que suficiente, incorporadas y subsumidas en la definición de las conductas sancionables.

No menos rotundo ha sido, por su parte, el Tribunal Constitucional, en su sentencia 219/1989, de 21 de diciembre, al admitir una tipificación por simple remisión de la ley a otra norma en la que se especifican obligaciones concretas, cuyo incumplimiento es la infracción: No vulnera la exigencia de lex certa la remisión que el precepto que tipifica las infracciones realice a otras normas que impongan deberes y obligaciones concretas de ineludible cumplimiento de forma que su conculcación se asuma como elemento definidor de la infracción sancionable misma, siempre que sea asimismo previsible, con suficiente grado de certeza, la consecuencia punitiva derivada de aquel incumplimiento o transgresión.

La trascendencia de esta sentencia es enorme pues no sólo avala la tesis que aquí se está sosteniendo sino que la lleva hasta sus últimas consecuencias al admitir su utilización tanto para tipificaciones legales como reglamentarias e incluso para normas corporativas rigurosamente internas (aunque bien es verdad que, por lo que se refiere a lo último, tal doctrina dista mucho de haberse consolidado): En el presente caso existen unas Normas Deontológicas [de un Colegio Profesional] que definen con precisión los deberes profesionales de los colegiados [...]. Es evidente, por ello, que el incumplimiento de dichas normas debía y podía entenderse, con certeza más que suficiente, incorporado o subsumido en la abstracta definición que el artículo 39 de los Estatutos realiza de las conductas sancionables como aquellas que se apartan de los deberes profesionales. Frente a esta manifestación de previsibilidad de las conductas sancionables [...] carece de relieve la circunstancia de que las Normas Deontológicas no definan expresamente como infracciones el incumplimiento de sus preceptos, o que se contengan en distintos textos ñor-

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mativos e incluso que no hayan sido objeto de publicación [...] pues esta omisión que en el ámbito de las relaciones de sujeción general impediria la aplicación de cualquier norma sancionadora, no puede valorarse, en el orden específico del Colegio Profesional, ni siquiera como indicio de inseguridad jurídica con relación a los propios colegiados.

La STC 228/1993, de 9 de julio, también ha ratificado de forma expresa la constitucionalidad del artículo 44.3 de la Ley autonómica gallega de 20 de julio de 1988, en el que se califica por remisión como infracción «el incumplimiento de las normas relativas a horarios comerciales». Si volvemos ahora a la Ley 26/1988, de la que antes se ha citado un precepto tipificador por remisión a una ley, podemos comprobar, en el artículo 5 . 1 / ) una nueva tipificación por remisión reglamentaria: «La realización de actos u operaciones prohibidas por normas reglamentarias de ordenación y disciplina o con incumplimiento de los requisitos establecidos en las mismas». Precisándose en el articulo 1.5 que se consideran normas de ordenación y disciplina las leyes y disposiciones administrativas de carácter general que contengan preceptos específicamente referidos a las entidades de crédito y de obligada observancia para las mismas. Entre tales disposiciones se entenderán comprendidas tanto las aprobadas por los órganos del Estado o, en su caso, de las Comunidades Autónomas que tengan atribuidas competencias en la materia, como ¡as Circulares aprobadas por el Banco de España, en los términos previstos en esta ley.

De esta manera sucede que, tal como ya se ha indicado en otros lugares, se ha puesto en manos de las Administraciones General del Estado y Autonómicas y, lo que es más llamativo aún, del Banco de España y de sus Circulares nada menos que la potestad sancionadora normativa. Con la consecuencia de que cualquier decisión del Banco de España —-que conocidamente no se limita a «ejecutar» la Ley, sino que tiene un amplísimo marco de discrecionalidad técnica y política— se convierte automáticamente en un tipo de infracción administrativa por virtud de la remisión que acaba de transcribirse: una buena lección para los defensores de la interpretación rigurosa del principio de la legalidad. Aunque bien es verdad que nada de todo esto puede compararse con lo dispuesto en el artículo 16.3 de la Ley 19/1988, de 12 de julio, sobre Auditoría de Cuentas: «se considerarán infracciones leves cualesquiera acciones u omisiones que supongan incumplimiento de las normas técnicas de auditoría que no estén incluidas en el apartado anterior». Lo curioso del caso es que quienes tantos escrúpulos sienten y tantos obstáculos levantan a la tipificación por remisión en el Derecho Administrativo Sancionador no se escandalizan por la circunstancia de que en el Derecho Penal cada vez se están generalizando más estas técnicas hasta el punto de que hoy pueda considerarse habitual la existencia de leyes penales en blanco, en un tiempo rigurosamente excepcionales y vehementemente sospechosas de ilicitud según tuvimos ocasión de comprobar en el epígrafe correspondiente del capítulo anterior. En definitiva y resumiendo: 1 E l mandato de tipificación (en sentido amplio) se manifiesta en dos planos sucesivos, imponiendo que la norma describa primero la infracción (tipificación en sentido estricto) y que luego le atribuya una sanción. 2.° Para cumplir este doble mandato de forma individualizada, directa y completa, la norma tiene que comprender los siguientes elementos: una descripción concreta de la infracción y una atribución de la sanción, también concreta que le corresponde. 3.° Pero la norma también puede realizar la tipificación a través de una estructura más complicada declarando genéricamente —y sin precisión de contenido alguno— que constituye infracción el incumplimiento de un mandato establecido en otro precepto,

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de tal manera que la tipificación resulta de la conjunción entre la norma que establece el mandato (o prohibición) concreto y la norma que declara genéricamente que su violación es una infracción. Con cualquiera de estas fórmulas se cumple suficientemente la tipificación de la infracción; pero aún queda por verificar el cumplimiento de la segunda vertiente del mandato de tipificación, o sea, la atribución de la sanción, tal como va a precederse más adelante. Conviene, con todo, antes de proseguir, poner de relieve lo siguiente: la tesis que acaba de exponerse parecerá, de seguro, a los más escrupulosos peligrosamente relajada. Pero debe pensarse en el progreso de precisión que representa respecto de la postura tradicional del Orden Público como remisión suficiente para justificar la calificación como infracción de todas las desobediencias. Guste o no guste, el hecho es que siempre se ha tenido conciencia de que la tipificación no podría ser igual en el Derecho Administrativo Sancionador que en el Derecho Penal. Aceptado esto, se señalaba que la peculiaridad administrativa consistía en cualquier infracción del Orden Público. Lo cual, a la vista de la amplísima concepción de éste en la vieja ley, se traducía en algo muy simple: cualquier desobediencia a una norma o a un acto administrativo singular equivalía a una infracción de Orden Público. Postura perfectamente reflejada en el Preámbulo de la Ley de 20 de julio de 1963, sobre prácticas restrictivas de la competencia: «aplicar la técnica de la tipicidad penal, definiendo como delitos los actos prohibidos por la ley en esta materia concreta, atentaría al principio de seguridad jurídica, dadas las dificultades de tal tipificación [...]; en realidad, y por su propia esencia, la idea de orden público no viene a ser otra cosa sino la cláusula de reserva por donde aquellos actos contrarios al interés de la comunidad y que son de imposible tipificación penal, viene a ser recogida (para impedir que escapan a su sanción, en mengua o con detrimento de dicho interés)». Ahora bien, una vez que la Jurisprudencia ha cerrado esta salida, constriñendo las infracciones de orden público únicamente a las que se refieren a él en sentido estricto, resulta inevitable o bien acogerse a la tipificación rigurosa de tipo penal, absolutamente inviable para las infracciones administrativas, o bien adaptar la regla a las peculiaridades del Derecho Administrativo Sancionador en el sentido que aquí se ha expuesto. V

EN ESPECIAL, TIPIFICACIÓN POR ORDENANZAS LOCALES

La tipificación de infracciones y sanciones realizada en ordenanzas locales tiene hoy un régimen tan particular que merece un análisis separado. Con la reciente Ley 57/2003 se ha pretendido cerrar —y casi se ha conseguido— un período de veinte años cargados de polémicas, contradicciones jurisprudenciales e inseguridad jurídica generalizada. Pero conste que no siempre ha sido así, puesto que tradicionalmente se venía aceptando de manera específica la potestad sancionadora municipal en todas la fases de su ejercicio, según aparece en la sucesivas leyes de régimen local de los siglos xix y XX y, sobre todo, según puede comprobarse en la práctica de cada momento histórico. 1.

ESTADO DE LA CUESTIÓN

En la actualidad la legislación de régimen local de 1985-1986 parecía haber regulado satisfactoriamente la materia de la potestad sancionadora de los entes locales desde el momento en que —según se ha visto en el capítulo tercero, II— les había atri-

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buido de forma expresa tal potestad, señalado un límite para las sanciones y aludido inchiso a las infracciones de ordenanzas. La cuestión parecía, en consecuencia, no ofrecer dificultad alguna ya que no era sino continuación de un régimen tradicional varias veces centenario, nunca discutido ni por la doctrina ni por la jurisprudencia y que, además, se cerraba con el conocido artículo 603.2 del Código Penal en el que se proclamaba que «las disposiciones de este libro no excluyen ni limitan las atribuciones que por las leyes municipales o cualesquiera otras especiales competan a los funcionarios de la Administración para dictar Bandos de Policía y buen gobierno y para corregir gubernativamente las faltas en los casos en que su represión les está encomendada por las mismas leyes». En lo que aquí interesa la clave del sistema se encontraba en el alcance de la potestad de ordenanza, puesto que es en éstas donde se tipifican de ordinario las infracciones municipales más características. Pero este punto estaba también asegurado ya que la potestad de ordenanza está comprendida en la potestad reglamentaria reconocida a los Entes locales en el artículo 4.1 .a) de la Ley de Bases de Régimen Local y, además, el artículo 55 del Texto Refundido de las disposiciones de régimen local declara que «en la esfera de su competencia las Entidades locales podrán aprobar Ordenanzas y Reglamentos y los Alcaldes dictar Bandos. En ningún caso contendrán preceptos opuestos a las leyes». Independientemente de ello, en algunos supuestos la legislación sectorial atribuye de forma expresa esta potestad para materias determinadas. Así, el Real Decreto Legislativo 339/1990, antes citado, precisa que «se atribuyen a los municipios las siguientes competencias: [...] b) la regulación mediante disposición de carácter general de los usos de las vías urbanas». De esta manera iban funcionando las cosas sin contestaciones ni alarmas: los ayuntamientos establecían deberes y obligaciones en ordenanzas, cuyos incumplimientos eran sancionados por ellos y a nadie llamaba la atención la exigencia de reserva legal de tipificación proclamada —al decir del Tribunal Constitucional— por la Constitución; o mejor dicho: se entendía que tal reserva quedaba cumplida en la tipificación realizada expresamente por las ordenanzas. Este pacífico equilibrio empezó a desmoronarse en los años ochenta hasta romperse del todo en muy poco tiempo por la aparición de varias circunstancias concurrentes: primero, por la irrupción de una firme doctrina del Tribunal Constitucional que, sin perjuicio del silencio del texto constitucional sobre este punto, entendió que la exigencia de reserva legal se extendía a todas las ramas y manifestaciones del Derecho punitivo; segundo, por la aceptación doctrinal generalizada, y hasta entusiasta, de tal postura; y tercero, porque el silencio de la LPAC se entendió como una confirmación implícita de la regla al no haber establecido excepción alguna a ella. En 1990 se había invertido totalmente, pues, la situación tradicional de tal manera que era pacífica la exigencia de la reserva de ley sectorial (dado que la LBRL no cumplía este objetivo) para la tipificación de infracciones sin establecer peculiaridad alguna para los entes locales cuyas ordenanzas, a lo sumo, podían colaborar con y completar los tipos establecidos en las leyes, exactamente igual que los demás reglamentos administrativos. El régimen jurídico admitía, en definitiva, tres supuestos que aparecen identificados con absoluta precisión en la STS de 26 de marzo de 2001 (3.a, 4.a, Ar. 6608): a) tipificación legal exclusiva; b) tipificación legal previa desarrollada o completada por ordenanzas; y c) tipificación por ordenanza que carece de cobertura legal. Las dos primeras manifestaciones no son apenas problemáticas por lo que sólo en la última nos detendremos con cuidado.

322 2.

DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR TIPIFICACIÓN LEGAL EXCLUSIVA

Es un supuesto bastante corriente: las leyes sectoriales tipifican con detalle suficiente de tal manera que las Ordenanzas locales resultan superfluas. Lo que no obsta, claro es, a la intervención de los Alcaldes para imponer sanciones de acuerdo con las leyes estatales o autonómicas. Para REBOLLO ( 2 0 0 4 , 3 6 1 ) la duplicación de textos puede ir bastante más lejos de la siemple superfluencia y llevar a la ilegalidad: «Las Ordenanzas no pueden tipificar conductas que ya sean típicas [...] en otra ley autonómica o estatal. Algunas veces habrá un solo solapamiento parcial y ocasional entre las infracciones, tipificadas en una Ley y una Ordenanza. En tal caso se estará ante un concurso que habrá que resolver conforme a las reglas que las regulen y sin que ello afecte a la validez de la norma local, sino sólo a su aplicación en el caso concreto. Pero si se trata pura y simplemente de que la Ordenanza tipifique como infracción lo que indefectiblemente está ya tipificado en una ley, entonces la Ordenanza habrá desbordado su ámbito propio, y será nula en este punto. Las Ordenanzas que se exceden por tipificarse lo que ya es típico de acuerdo con la ley —además de que lejos de proteger mejor contra la contaminación acústica, hacen un gran favor a los infactores— son ilegales». 3.

TIPIFICACIÓN LEGAL PREVIA Y DESARROLLO POSTERIOR POR ORDENANZA

Este es el supuesto más normal en la esfera local. Aquí puede parecer a primera vista que se viola la regla de la reserva legal. Pero no es así, puesto que, como pormenorizadamente se ha explicado ya, la reserva legal no implica exclusión absoluta de la participación reglamentaria; de tal manera que Reglamentos y Ordenanzas pueden colaborar en la tarea tipificadora con tal que la ley establezca un contenido mínimo que luego entrega al Ejecutivo para que éste lo desarrolle de acuerdo con sus instrucciones. En este punto conviene recordar que una técnica habitual en el desarrollo reglamentario es acudir a la tipificación indirecta (o por remisión). El artículo 2.2 del REPEPOS ha positivizado en los siguientes términos esta práctica normativa en lo que se refiere a las Ordenanzas locales: las Entidades que integran la Administración Local, cuando tipifiquen como infracciones hechos y conductas mediante Ordenanza y tipifiquen como infracción de Ordenanzas el incumplimiento total o parcial de las obligaciones o prohibiciones establecidas en las mismas [al aplicarlas deberán respetar en todo caso las tipificaciones previstas en la ley].

En definitiva, si las Ordenanzas locales establecen mandatos y prohibiciones, puede luego convertirse automáticamente su incumplimiento en infracción si es que aparece, como estamos viendo, una tipificación indirecta o por remisión. Ahora bien, antes de seguir adelante conviene hacer unas precisiones a propósito de los términos que emplean los artículos 57, 58 y 59 de una norma de rango legal: el Texto Refundido de las Disposiciones de Régimen Local. En ellos se habla de «infracciones de las Ordenanzas» y de «infracción de Ordenanzas», sin aludir para nada a los Reglamentos y a los Bandos. Lo cual no quiere decir, a mi juicio, que las infracciones tipificadas en ellos no sean sancionables, ya que debe entenderse que se emplea la palabra «Ordenanza» en sentido amplio equivalente a norma —es decir, como producto de la potestad reglamentaria genérica— y no en el sentido estricto del artículo 55.

EL MANDATO DE TIPIFICACIÓN

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Además, y por otro lado, la expresión «infracciones de las Ordenanzas» no es simplemente el plural de «infracción de Ordenanzas», sino que refleja, por inercia histórica, una dualidad de figuras jurídicas: las «infracciones de Ordenanzas» se están refiriendo directamente a las infracciones tipificadas como tales en las Ordenanzas, mientras que la «infracción de las Ordenanzas» es un tipo cuyo contenido consiste cabalmente en el incumplimiento de los mandatos y prohibiciones establecidos en las Ordenanzas. Los mecanismos de remisión son, conocidamente, muy variados y no se agotan en la referencia de Ordenanza a Ordenanza, sino que también cabe —el supuesto es muy frecuente— que la Ordenanza se remita a una ley, y, en fin, también es posible que sea la ley la que se remita a la Ordenanza, tipificando como infracción las contravenciones de ésta. Así sucede con el Texto Refundido de la Ley del Suelo, cuyo artículo 26.1 declara que «son infracciones urbanísticas las acciones u omisiones que vulneren las prescripciones contenidas en la legislación y el planeamiento [con sus Ordenanzas] urbanísticos, tipificadas y sancionadas por aquélla». Y, en efecto, el artículo 262 tipifica como infracciones «las acciones u omisiones que constituyan incumplimiento de las normas [...]». Estos supuestos no ofrecen problema alguno desde la perspectiva de la reserva legal, ya que en todos ellos media una ley, sea remitente o remitida; lo que no sucede en la tercera variante, que aconseja, por tanto, un análisis más pormenorizado.

4.

TIPIFICACIÓN POR ORDENANZAS QUE CARECEN DE RESPALDO LEGAL

En los supuestos anteriores no parece que puedan surgir dudas razonables sobre la legalidad de esta forma de tipificación, ya que existe una cierta y suficiente «cobertura legal». La dificultad surge cuando las Ordenanzas carecen de respaldo legal, ni directo ni indirecto; y es el caso que, al iniciarse la etapa constitucional, los autores se apresuraron a denunciar tal carencia. Denuncia que durante varios años careció de trascendencia práctica puesto que no llegó a influir sobre los comportamientos sancionadores habituales de los ayuntamientos. Ahora bien, se trataba de una bomba de relojería ya que era previsible que tarde o temprano habría de estallar en la jurisprudencia; como sucedió en la STS de 25 de mayo de 1993 (de la que nos ocuparemos luego con pormenor), cuyas repercusiones habían de ser necesariamente catastróficas en la práctica administrativa local dado que se arrebataba a las Entidades locales la posibilidad de acompañar a sus mandatos y prohibiciones con una conminación para los supuestos de incumplimiento. Y más todavía: la consecuencia final había de ser el expulsar de la legalidad —y proclamar la invalidez de— miles de Ordenanzas, colocando a los infractores en una situación de impunidad —e incluso creando una extendida inseguridad jurídica— que un jurista con sentido de la responsabilidad social (que no es incompatible con la condición de jurista, antes al contrario es el presupuesto de ella) tiene la obligación de intentar evitar. A ello hizo más tarde una referencia muy precisa la STS de 29 de septiembre de 2003, que será más adelante analizada con mayor extensión y de la que ahora se adelanta un sustancioso fragmento: Es sabido que para que verdaderamente estemos ante una norma jurídica con su triple contenido de mandato, organización social y disciplina de relaciones jurídicas, es indispensable que exista una garantía de la normativa correspondiente. Por los más autorcados teóricos del Derecho se ha venido declarando que esa garantía no tiene por qué consistir necesariamente en la imposición de penas o de sanciones administrativas cuando la norma sea incumplida [...]. Con todo ha de convenirse que la principal garantía está constituida por la posibilidad de imponer sanciones o

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en su caso penas en los casos de incumplimiento de las normas. Ello es lo que asegura el respeto al ejercicio de la autoridad democráticamente legitimada, la certeza de una convivencia social que responda a unas normas mínimas y a los derechos subjetivos e intereses de los demás. Pero no se trata de eso, sino que además en el campo del derecho público la posibilidad de imponer una sanción por conducta ilícita es lo que dota de contenido a una de las más típicas potestades de las autoridades administrativas, como es la potestad reglamentaria. De este modo resulta cierta la afirmación de que un Reglamento (en nuestro caso una Ordenanza ¡ocal) que puede, sin ninguna consecuencia, ser incumplido por los ciudadanos a los que todo está permitido en ¡a materia, es una norma reglamentaria sin fundamento ni garantía y por eso susceptible de quedar sin efectos. Parece cuando menos deseable una integración de la normativa actual que de lugar a una interpretación de la misma en virtud de la cual se dota de sustantividad a la potestad reglamentaria de los entes locales, potestad ésta que reconoce de forma inequívoca nuestro Ordenamiento jurídico.

A)

Primera crítica doctrinal

Por ello, sin necesidad de esperar el advenimiento de una solución legal o jurisprudencial (que presumiblemente habría de venir tarde o temprano), resultaba forzoso ensayar alguna solución teórica que mitigase los rigores de la reserva legal, que fue cabalmente lo que se procuró en las anteriores ediciones de esta obra. El intento resultaba factible —y parecía, además, necesario— cuando surgía de un contexto sistemático del Derecho Administrativo Sancionador (inédito hasta entonces, según sabemos), desde el que se podían combatir con cierta facilidad las críticas habituales, absolutamente descontextualizadas, que se apoyaban en interpretaciones literalistas y acríticas, elaboradas desde los puros principios del Derecho Constitucional. En cualquier caso, el autor de este libre —consciente de lo que podía significar la admisión jurisprudencial y práctica de la tesis rigoristas— intentó tempranamente curarse en salud desarrollando tina crítica minuciosa con arreglo al siguiente esquema: a) Según es sabido, cuando el Tribunal Constitucional exige en el Derecho Administrativo Sancionador la reserva legal, añade a renglón seguido que esta exigencia no puede ser tan rigurosa como en el Derecho Penal, ya que aquí se admiten «matizaciones». Pues bien, podría defenderse sin dificultad que los tipos establecidos en una Ordenanza municipal suponen una matización propia del Derecho Local que justificase la relajación de la reserva legal que en otros ámbitos es más rigurosa. Esta tesis, aparentemente excesiva, se cimentaba a mayor abundamiento argumentando que el propio Tribunal ha admitido la tipificación establecida en unas Normas Deontológicas de Colegios Profesionales. Y, si bien es verdad que ello puede explicarse por tratarse de relaciones de sujeción especial, también cabe la explicación de que se trata de Ordenamientos singulares en los que no es encajable la dialéctica Ley-Reglamento, que vale únicamente para el Estado y para las Comunidades Autónomas. Cuando se trata de unos tipos establecidos por el Estado o por las Comunidades Autónomas, es lógico que el Tribunal distinga entre Ley y Reglamento porque existen allí los dos tipos de normas. Pero cuando se trata de entes corporativos e institucionales, como carecen de leyes propias de ellos emanadas, sería ilógico exigir este requisito y por ello el Tribunal pasa por alto la reserva legal en las Normas Deontológicas. Pues exactamente lo mismo sucede con las Ordenanzas locales. Más sorprendente podría parecer que las Circulares del Banco de España puedan tipificar libremente infracciones de consecuencias económicas incalculables y, sin embargo, esto es algo que la doctrina —tan crítica con las modestas Ordenanzas locales— acepta sin dificultad y sin reparar que el Banco de España, a despecho de su trascendencia política y de su respaldo comunitario europeo, tiene una posición democrática y constitucionalmente más humilde que la del último de los municipios.

EL M A N D A T O DE TIPIFICACIÓN

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b) Desde una perspectiva institucional ha de pensarse, además, que tanto las Ordenanzas locales como las Normas Deontológicas de un Colegio Profesional son el correlativo de las leyes del Estado y de las Comunidades Autónomas: normas emanadas por los órganos de representación popular, a diferencia de los decretos y órdenes ministeriales. En su consecuencia —-y haciendo uso de las «matizaciones» admisibles— podría sostenerse que las Ordenanzas locales cumplen el requisito de la reserva ley desde una perspectiva institucional y democrática. c) A lo que todavía puede añadirse lo siguiente: una Ordenanza no es parangonable con un Reglamento estatal, dado que está operando en una esfera dotada de autonomía y que no está subordinada a otra norma procedente del mismo Ente, como es el caso de los Reglamentos ejecutivos. Para G A R C Í A DE ENTERRÍA (1993, 671), no obstante, las consecuencias de esta autonomía pueden ser, en materia sancionadora, muy graves: «Los ciudadanos que una mañana, andando por el monte, transiten por dos o tres términos municipales, o los que en bicicleta o en automóvil crucen varias docenas de ellos, cambiarán sucesivamente en otros «espacios represivos» —o inversamente: «espacios de libertad»— diversos: lo que es lícito en un municipio dejará de serlo al pasar al vecino; lo que en un término merece mil pesetas de multa puede costar en el colindante o en el de más allá varios millones de pesetas [...]; eso sí, reinante en virtud del sacrosanto principio de la autonomía local, lo cual quizás parezca un consuelo, además de una justificación, en el sentido técnico más riguroso, a los autores del Reglamento». A mí me parece, en cambio, que es algo excesiva esta visión apocalíptica del panorama sancionatorio municipal y que no hay motivo para tanta alarma, al menos en lo que a las diferencias de multas se refiere. Aparte de que esto siempre ha sido así en la esfera municipal, los españoles del siglo xxi ya hemos asimilado las variaciones jurídicas territoriales abiertas por las autonomías de la Constitución de 1978. Más aún: los políticos y los juristas españoles debemos cabalmente a G A R C Í A DE ENTERRÍA la mejor lección sobre el federalismo y sobre las ventajas que representa para nuestro Estado, sin que jamás haya habido preocupación, antes al contrario, por las diferencias de regímenes —incluso penales— de los distintos territorios. No se entiende, pues, por qué, aceptado lo más, vienen las quejas contra lo menos. En los Estados Unidos (modelo impuesto a los españoles entre alabanzas corales), a ese viajero de que se nos habla le espera en un Estado la silla eléctrica cuando unas millas más atrás ha dejado un castigo de pocos años de prisión. Tal es el precio de los federalismos y autonomías, que hay que aceptar hasta sus últimas consecuencias. Y conste que las diferencias intermunicipales no son tan graves, ni pueden serlo, como vamos a comprobar inmediatamente. d) Siendo también de notar que el artículo 55 del Texto Reíundido de las Disposiciones de Régimen Local no exige que las Ordenanzas «desarrollen» o «ejecuten» una ley previa, sino que basta con que «no se opongan a las leyes». Rige aquí, por tanto, la vieja teoría de la vinculación negativa de la Administración a la ley, no la positiva, que podría justificar la invalidez radical de las Ordenanzas que no se limitaran a desarrollar los tipos legales. Esta argumentación podrá resultar convincente o no; pero, a la vista de los comentarios de críticos adversos, quiero insistir en algo que vengo afirmando desde hace mucho tiempo, a saber: que la «vinculación negativa» de la ley supervive en algunos campos del Derecho español estatal. La aludida crítica del maestro (1993, 670) dice así: «El Reglamento (de procedimiento para el ejercicio de la potestad sancionadora), que no parece amilanarse ante los sucesivos inconvenientes que le van surgiendo en su peregrina construcción, concibe la relación Ley-Reglamento en materia sancionatoria en el sentido de que aquélla constituye un simple límite externo, respetado el cual el Reglamento es totalmente libre e independiente para definir materia sancio-

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nable y tipificar a su albur conductas y sanciones (seria una aplicación de la histórica tesis de la vinculación negativa de la Administración por la ley)». La cuestión parece invitar, pues, a una interesante polémica; pero no puedo entrar en ella por discordancia de planteamiento: el R E P E P O S y yo mismo siempre hemos hablado de la relación entre ley y Ordenanzas local, mientras que G A R C Í A DE E N T E R R Í A se coloca en un terreno que yo no he intentado ocupar, a saber: el de las relaciones entre ley y Reglamento. Y por lo que se refiere a las Ordenanzas —y al margen de opiniones doctrinales, por muy autorizadas que sean— la respuesta ya la ha dado la ley en el artículo 55, que acaba de ser citado. e) La hipótesis interpretativa que aquí se está desarrollando resulta confirmada cuando se analiza desde la perspectiva de la atribución de potestades examinada más atrás y sobre la que ahora hay que volver. La potestad sancionadora tiene, como es sabido, varios grados o vertientes y, en lo que aquí interesa, la facultad de establecer normativamente infracciones y sanciones y la facultad de imponer una sanción determinada a un individuo determinado. Los ejemplos normativos que antes se han citado se refieren ordinariamente a la primera de estas vertientes. Ahora bien, la atención de la segunda —es decir, la de establecer sanciones— aparece inequívocamente en el Texto Refundido, cuyos artículos 58 y 59, entre otros, se refieren de forma inequívoca a las infracciones de Ordenanzas locales. Pues bien, si una ley —con el mismo rango que la LPAC— reconoce la legalidad de las infracciones establecidas en Ordenanzas locales, no hay razón alguna para dudar de ello. Porque entender otra cosa significaría, pura y sencillamente, privar de la potestad sancionadora a los Entes locales, que, con toda evidencia, o se les reconoce que pueden hacerlo a través de Ordenanzas, o se les niega la potestad; y esto último parece inadmisible y no creo que nadie se haya atrevido a llegar a tanto. j) La legislación local y la penal han respaldado siempre la legitimación tipificadora de las Ordenanzas locales. Por lo que al Código Penal se refiere, no se trata ya solamente del reconocimiento explícito —con siglo y medio de permanencia inalterable— de las infracciones municipales, para cuyas multas se establece (como más atrás se ha contado) un determinado límite cuantitativo: es que en la reforma del Código Penal introducida por la Ley Orgánica 3/1989, de 21 de junio, con ocasión de la despenalización de muchas faltas se declaró rotundamente en la Exposición de Motivos que el conjunto de conductas que se despenalizan no tiene otro carácter que el técnicamente conocido como infracciones de policía. La posibilidad de que tales comportamientos, u otros de análoga entidad, sean sancionados mediante ordenanzas o bandos es perfectamente ajustable a las garantías constitucionales, en cuanto a los derechos personales, y a las competencias de las autoridades administrativas, desde la Administración central a los entes locales.

Declaración que mereció un comentario indignado de T O L I V A R ( 1 9 8 9 , 2 7 0 - 2 7 1 ) , quien la calificó de «despropósito» y al legislador de «sumamente frivolo»; y, en términos similares a los que años después manejaría G A R C Í A DE ENTERRÍA, se escandalizó de que «cada Ayuntamiento al ordenar el aprovechamiento y la gestión de sus playas y lugares de baño pueda tipificar, con mil variaciones [...] actitudes y atuendos que la ley formal no considera conveniente abordar para no caer en la inseguridad jurídica». Una opinión muy respetable, desde luego, viniendo de quien viene; pero es claro que la actitud de una Ley Orgánica de 1989, que ratifica posiciones penales más que centenarias, ha de ofrecer a muchos intérpretes un aval más que suficiente a la tesis que aquí se está manteniendo con tantos y tan variados argu-

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mentos. En cualquier caso no deja de ser sorprendente que, en una época de exacerbado descentralismo y de repudio global al Estado unitario, levante ahora tanta indignación una postura que permite romper contra la uniformidad jurídica, aparentemente tan denostada. g) Pero todavía hay más: para aliviar los escrúpulos de la doctrina española más rigurosa podría invocarse la situación del Derecho comunitario europeo, en el que se plantea una cuestión similar. Las infracciones y sanciones comunitarias aparecen tipificadas, como sabemos, en normas no legales, por la sencilla razón de que este Ordenamiento carece de leyes propias. Circunstancia que ha evocado inevitablemente en la doctrina los acostumbrados fantasmas del principio de la legalidad. La práctica administrativa y jurisdiccional no ha caído, sin embargo, en la tentación de privar a los Órganos comunitarios de tal potestad, pues ello implicaría una grave tara en su funcionamiento —ni más ni menos que lo que sucedería en nuestro caso con los Entes locales—, que el sentido común y, más todavía, el sentido de la responsabilidad pública no pueden tolerar. Con objeto de salvar este obstáculo dogmático se ha indagado en las verdaderas causas de la reserva legal, que no se encuentran en el mero hecho de la intervención formal de un Parlamento, sino en algo más profundo, a saber: que el Parlamento es la institución paradigmática de participación democrática popular, que es la que quiere asegurar a todo trance la reserva de ley. Pues bien, si esto es cierto, hay que llegar a la conclusión de que la ley exigida puede ser sustituida por cualquier otra norma democráticamente producida en aquellas organizaciones que carecen de una Asamblea con potestades legislativas, como es el caso de una Unión europea (y, añado yo ahora por mi cuenta, los Entes locales). GRASSO ( 1 9 9 3 , 1 0 1 ss., y 1 2 7 - 1 2 8 ) , que se hace eco de las anteriores explicaciones teóricas, comenta a continuación que «la admisibilidad de esta contribución por parte de fuentes que podrían calificarse de «secundarias» halla confirmación, además, en el examen de la regulación existente en los Estados miembros en relación con la infracción administrativa o los ilícitos penales menores. Incluso los Ordenamientos que parecen inspirarse en una reserva de ley más rigurosa admiten en el fondo la contribución de fuentes infralegislativas», y acopia a tal propósito sobrados testimonios de los Derechos alemán, belga y francés. Dejando a un lado esta última y confesadamente subjetiva consideración, para cerrar todo lo dicho conviene insistir en lo siguiente: por descontado que hay que temer los previsibles excesos punitivos de los Entes locales; pero su vesania persecutoria no tiene por qué ser mayor que la del legislador estatal o autonómico, y, de hecho, sus sanciones son siempre más suaves. Pero, además, y tal como se desarrolla en otro lugar de este libro, la flexibilidad de la reserva legal a la hora de tipificar infracciones no implica en modo alguno menosprecio de las garantías de los ciudadanos, ya que éstos se encuentran garantizados por la segunda red de seguridad de la reserva legal —la referente a la tipificación de sanciones—; y es que el Derecho Administrativo Sancionador y la figura de la reserva legal en concreto no pueden valorarse nunca desde la perspectiva unilateral de uno de sus elementos, sino que hay que interpretarles en su conjunto. Todos estos argumentos encontraron inicialmente una oposición roqueña manifestada en unos casos en refutaciones enérgicas y en otros, en silencios desdeñosos. Con el trascurso del tiempo, no obstante, han ido calando lentamente y poco a poco empezaron a ser acogidos por algunos autores (que terminaron formando una doctrina mayoritaria) y recogidos por el Consejo de Estado y por una jurisprudencia dispersa de Tribunales Superiores hasta llegar a ser recogidos por el Tribunal Supremo, si bien de manera intermitente y contradictoria, hasta la Sentencia de 29 de septiembre

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de 2003. Avances que se estrellaban ante los muros infranqueables del Tribunal Constitucional que resistió hasta el final cediendo sus posiciones con gran cautela, paso a paso, hasta que el fin también los acogió de forma expresa pero no para arrinconar el principio de la reserva legal sino para «flexibilizarlo» cuando se trataba de Entes locales y mediaban ordenanzas municipales tipificadoras. En conclusión, ¡a postura sostenida en las anteriores ediciones de esta obra puede resumirse en los siguientes términos: sin rechazar la exigencia de la reserva legal puede entenderse que, incluso en los supuestos en que no medie una ley sectorial previa habilitante, las entidades locales pueden tipificar infracciones dado que cuentan con la cobertura legal que les ofrece de manera genérica la legislación de régimen local, en la que se les reconoce una potestad sancionadora genérica en sus tres niveles: normativo, aplicativo y de ejecución; interpretación inspirada en las necesidades sociales de no dejar indefensos a los ayuntamientos si sus normas no van acompañadas de la amenaza de sanción en caso de incumplimiento, así como en la de no permitir la impunidad de los infractores. B)

Reacción normativa

El REPEPOS —que tan loable interés manifiesta por los Entes locales, quizás para compensar la evidente marginación que padecen en la LPAC— se constituyó inicialmente en el máximo defensor de la eficacia sancionatoria de las Ordenanzas municipales. Ciertamente que la legalidad de su regulación ha sido puesta en duda en lo que a este punto se refiere y, desde luego, se extiende a materias que desbordan el anuncio de su propio título (lo que jurídicamente ninguna trascendencia tiene); pero lo importante es que no quiso dejar que se rompiese una tradición literalmente milenaria ni que quedaran inermes las Corporaciones locales frente a los infractores de sus Ordenanzas. El Reglamento, como es claro, no podía contradecir la versión ortodoxa y rigurosa de la reserva legal de tipificación, tal como acababa de precisarla el Tribunal Supremo en su Sentencia de 25 de mayo de 1993 (bien arropado, además, por la doctrina mayoritaria), máxime cuando no tenía el menor apoyo en la LPAC que desarrollaba, y en consecuencia profesó sin ambajes en el Preámbulo una declaración de fe en el dogma: En el ámbito local, las Ordenanzas —con una larga tradición histórica en materia sancionadora - son el instrumento adecuado para atender a esta finalidad y para proceder en el marco de sus competencias a una tipificación de infracciones y sanciones; en este sentido, pese a la autorizada linea doctrinal que sostiene que las Ordenanzas locales, en tanto que normas dictadas por órganos representativos de la voluntad popular, son el equivalente en el ámbito local de las leyes estatales y autonómicas y tienen fuerza de ley en dicho ámbito, el Reglamento ha considerado necesario mantener el referente básico del principio de legalidad, de modo que las prescripciones sancionadoras de las Ordenanzas completen y adapten las previsiones contenidas en las correspondientes leyes.

En el contexto bibliográfico existente en el momento de la aprobación del Reglamento, parece probable que la «doctrina» aludida sea la expuesta en la primera edición de este libro, de la que la norma expresamente se distancia para insistir —de una manera deliberadamente prudente— en la estricta vinculación de las Ordenanzas a la ley. Ahora bien, sin intención de romper la ortodoxia del principio, apuró hasta el límite sus facultades normativas al declarar en la Disposición Adicional única que quedan en vigor las Ordenanzas locales que establezcan tipificaciones de infracciones y sanciones o procedimientos para el ejercicio de la potestad sancionadora, en lo que no se opon-

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gan o contradigan a la Ley 30/1992 [...] y se ajusten a lo previsto en el articulo 2.2 del Reglamento que se aprueba por el presente Real Decreto.

Resulta evidente la contradicción entre un Preámbulo deliberadamente restrictivo y una Disposición Adicional que mantiene generosamente la vigencia de ordenanzas que no respetan la reserva legal de tipificación: un dato que denunció inmediatamente después y con singular apasionamiento GARCÍA DE ENTERRÍA, al afirmar ( 1 9 9 3 , 6 6 5 ) que «lo que de verdad parece interesar a los autores del Reglamento [es] no tanto el procedimiento propiamente dicho cuanto la competencia material de las Ordenanzas locales para poder tipificar conductas sancionables y fijar sanciones, incluso en forma genérica, lo que ni siquiera puede hacer el pobre legislador del Estado. Lo que se pretende, en efecto, es que de la prestidigitación de las reglas y principios constitucionales emetja como una superfuente de calificación de conductas y de sanciones correlativas el instrumento rutilante de la Ordenanza local, una especie de nueva arma mágica como el arco de Hércules, que no erraba nunca el blanco según parece». Las intenciones del REPEPOS son, desde luego, manifiestas, pero las intenciones — o mejor aún, las finalidades— de una norma sólo pueden ser enjuiciadas desde la perspectiva de la política represiva y de la operatividad de los Entes locales. Pues bien, situados en este terreno no todos opinamos como el autor citado —cuya inequívoca «intención» personal era desarbolar a los ayuntamientos en beneficio de los infractores de las ordenanzas— antes al contrario. Desde la perspectiva estrictamente jurídica lo que importa es la validez de la norma analizada: una cuestión sobre la que no se ha pronunciado todavía la Jurisprudencia, ni la del Tribunal Supremo ni la del Tribunal Constitucional, y con el trascurso del tiempo decrecen las posibilidades de que así suceda. No hay motivo, a mi juicio, para rasgarse las vestiduras por el precepto en cuestión dado que sigue inequívocamente la doctrina del Tribunal Constitucional, que también ha liberado, como sabemos, a los reglamentos preconstitucionales del requisito de la reserva legal previa. Aunque también es verdad que el Tribunal Constitucional venía refiriéndose a las normas anteriores a la Constitución y su benevolencia se explicaba cabalmente por la circunstancia de que antes de la Constitución tal exigencia no existía en nuestro Ordenamiento jurídico. El REPEPOS, en cambio, se refiere a las Ordenanzas anteriores a 1993 (o a todo lo más, a las anteriores a 1992, fecha de la LPAC), lo que no es lo mismo dado que la reserva legal no se impone en 1993 sino en 1978. ¿Qué hacer, entonces, con las ordenanzas locales, no cubiertas por una ley, aparecidas entre 1978 y 1993? ¿Quedan sanadas por un simple Decreto reglamentario? La STC 16/2004 parece apuntalar —aunque haya sido con el voto particular contrario de tres Magistrados— la postura del REPEPOS, al recuperar esa vieja excepción a la exigencia de reserva, muy utilizada en los años inmediatamente posteriores a 1978 pero que el tiempo se había encargado de convertir en obsoleta, a saber, la de que son válidos los reglamentos (en este caso las Ordenanzas municipales) que se limiten a reproducir reglamentos preconstitucionales sin innovar el sistema de infracciones y sanciones establecidas antes de la Constitución. La postura del legislador, y sus tensiones con el Tribunal Constitucional, se reflejan muy bien en los avatares experimentados por la Ley de 21 de febrero de 1992, de protección de la seguridad ciudadana. El primer incidente se produjo —tal como se indica en otro lugar de este libro— a propósito de la remisión que se hacía en el artículo 26./) a «las reglamentaciones específicas o en las Normas de Policía dictadas en ejecución de las mismas». Remisión que la STC 341/1993, 18 de noviembre, declaró inconstitucional por no respetar la reserva de ley (sin peijuicio, bien es verdad, de que la misma cláusula, reproducida en otras leyes, sigue vigente al no haber sido objeto de impugnación ante el tribunal).

DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

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En lo que aquí interesa las dudas teóricas y prácticas las suscitó el artículo 29.2 que originalmente decía así: Por infracciones graves o leves en materia de espectáculos públicos y actividades recreativas, tenencia ilícita y consumo público de drogas y por las infracciones leves tipificadas en [...] los alcaldes serán competentes, previa audiencia de la Junta local de seguridad, para imponer las sanciones de suspensión de las autorizaciones o permisos que hubieran concedido los ayuntamientos y las multas en las cuantías siguientes [...].

Se trataba, por tanto, de un simple y harto modesta habilitación para sancionar infracciones legalmente tipificadas. En la práctica, sin embargo, se percibió que esto no era suficiente puesto que los tipos legales precisaban en la mayoría de los casos de un desarrollo más pormenorizado. Y aquí surgieron las dificultades porque a la vista del varapalo de la sentencia citada, nadie se atrevía a reconocer esta facultad a los Ayuntamientos, ni siquiera después de la relativa generosidad del artículo 129.3 de la LPAC (posterior a la ley y anterior a la sentencia). En su consecuencia el legislador, escarmentado se curó en salud añadiendo un nuevo apartado probablemente innecesario pero prudente: Para la concreción de las conductas sancionables, las Ordenanzas municipales podrán especificar los tipos que corresponden a las infracciones cuya sanción se atribuye en este artículo a la competencia de los alcaldes siempre dentro de la naturaleza y los límites a los que se refiere el articulo 129.3 de la LPAC.

Los legisladores autonómicos se encuentran en este particular muy divididos. La Ley gallega 5/1997, de 22 de julio, de Administración Local, es decididamente restrictiva de las facultades sancionadoras locales, aunque la tendencia dominante es justamente la contraria: la legislación navarra (art. 183 de la Ley 2/1990, de 2 de julio), catalana (art. 221 de la ley 8/1987, de 15 de abril), aragonesa (art. 197.2 de la Ley 2/1999, de 9 de abril) y riojana (art. 197 de la Ley 2/2003, de 3 de marzo) coinciden en reconocer a los Entes locales una potestad sancionadora amplia (aunque con limitación de la cuantía de las multas) en el ámbito de las materias de su competencia cuando no existe una legislación sectorial específica. C)

La cuestión a partir de 1993

Planteado nítidamente este dilema desde las primeras ediciones de este libro, el Derecho español ha vivido durante diez años un enfrentamiento teórico y jurisprudencial encarnizado que se traducía en una notoria inseguridad jurídica, habida cuenta de que ni los infractores ni los ayuntamientos podían conjeturar el resultado de sus conflictos judiciales. La primera reacción del Tribunal Supremo fue inequívocamente negativa. La citada STS de 25 de mayo de 1993 (Ar. 3815; Bruguera) rectificó en términos contundentes un ensayo del TSJ de Cataluña que iba por la otra dirección. Como esta sentencia —que frustró las esperanzas iniciales— ha dominado la situación posterior durante varios años, conviene que nos detengamos un momento en ella. Sus antecedentes habían sido estos: el Ayuntamiento de Barcelona, intentando frenar dos notorias lacras de la vida nocturna —el ruido y el juego— había dictado unas Ordenanzas municipales reguladoras de las actividades incidentes, con inclusión de un capítulo íntegramente dedicado a sus infracciones y sanciones. El Tribunal Superior de Justicia de Cataluña dio por válidas tales Ordenanzas considerando que

E L M A N D A T O D E TIPIFICACIÓN

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«es aceptable legalmente que por razones de pública certidumbre y seguridad jurídica la Ordenanza municipal tipifique detalladamente las conductas infractoras de sus mandatos» y apoyó esta sustentación en el artículo 221.2 de la Ley catalana 8/1987, Municipal y de Régimen local de Cataluña, que textualmente dice que «las Ordenanzas pueden tipificar infracciones y establecer sanciones de acuerdo con lo que determinen las leyes sectoriales». El Tribunal Supremo, por el contrario, las anula teniendo en cuenta que el Ayuntamiento no había aducido las leyes sectoriales de cobertura, sino solamente los artículos 81 y 82 del Reglamento estatal de espectáculos nocturnos y del Reglamento estatal de espectáculos nocturnos y actividades recreativas. Por ello (y prescindiendo de otros argumentos menos relevantes), «si no había leyes sectoriales en el tiempo en que se aprobó la Ordenanza cuestionada, parece evidente la falta de cobertura del Ayuntamiento para establecer en su ordenanza el régimen sancionador que contiene». Con este argumento, de apariencia formal impecable, seguía olvidando el Tribunal Supremo lo que a nuestros efectos resulta esencial, a saber: que la situación constitucional del más humilde de los municipios españoles es diferente de la del Consejo de Ministros y que, consecuentemente, también es diferente la naturaleza jurídica de sus productos normativos. Ordenanzas municipales y Decretos reglamentarios están subordinados obviamente a la ley, pero con un matiz diferencial de enorme trascendencia: mientras que los Reglamentos han de limitarse exclusivamente a «desarrollar» y a «ejecutar» las leyes, el artículo 55 del Texto Refundido, varias veces citado ya, únicamente exige a las Ordenanzas locales «que no se opongan a las leyes»; y que, además, el mismo artículo abre la materia regulable a toda la «esfera de la competencia municipal» y no sólo a las materias previamente abiertas por una ley, como sucede con la Administración General del Estado. Pues bien, sin vivir en Barcelona ni estar personalmente afectados por sus bullicios nocturnos, hay muchos que, en el conflicto del interés al silencio y al descanso y del interés a la juerga callejera, nos colocamos del lado de quienes quieren dormir o, al menos, gozar de su retiro domiciliario sin tener que soportar intrusiones acústicas innecesarias. Y ello no sólo por las razones numéricas que tanto gustaban a B E N T H A M (quienes trabajan y necesitan reparar sus fuerzas por la noche son más que quienes se levantan al mediodía después de haber pasado la noche en la calle), sino por razones de sanidad pública y privada (el ruido es un factor patógeno decisivo en la sociedad moderna) y, sobre todo, por razones de dignidad: la vida privada tiene que estar defendida no sólo frente a las popularizadas «patadas a la puerta» de una eventual violencia policial, sino también —y con igual energía— frente a la agresión real y cotidiana (no eventual y esporádica) del ruido. Por decirlo de otra manera y siguiendo con el mismo ejemplo: hay muchos que están del lado del Ayuntamiento y no del de la Asociación Regional Catalana de Empresarios de Juegos de Suerte, Envite y Azar, del Gremio Provincial de Empresarios de Salones de Fiestas de Barcelona y de la Asociación Nacional de Máquinas Recreativas, que fueron quienes recurrieron la Ordenanza, por muy respetables que todos éstos sean. Y creo sinceramente que para justificar este impulso primario hay razones técnicas y jurídicas —como las que acaban de exponerse— más que suficientes y tan plausibles, o más, que las que se utilizan COTÍ tanto apasionamiento desde el lado contrario. En esta sentencia de B R U G U E R A se descubrió de pronto que, por así decirlo, la L B R L había entregado a los entes locales una excelente escopeta de caza pero sin munición y sin posibilidad de procurársela por sí mismos ya que tenían que esperar a que la legislación sectorial les suministrara desde fuera los cartuchos a través de las tipificaciones establecidas en las leyes estatales o autonómicas, sin las cuales nada podían hacer y para nada les valía la titularidad de su potestad tan solemnemente concedida. No sabemos si

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esta carencia estuvo deliberadamente prevista por el legislador de régimen local de 1985 o se trató de un error de cálculo, es decir, que había considerado que con lo dicho ya bastaba para no dejar inermes a los ayuntamientos frente a los infractores. El Consejo de Estado, no obstante, abrió pronto una brecha en el alcázar de la reserva legal estricta afirmando que la potestad sancionadora municipal ejercida mediante Ordenanza es tan antigua como los propios municipios, por lo que no resulta imaginable la existencia y funcionamiento de las Corporaciones locales sin una potestad sancionadora como medio de asegurar el cumplimiento y eficacia real de sus Ordenanzas. Parece en consecuencia de punto absurdo privar de potestad sancionadora a los entes locales que la ejercen por vía de Ordenanza. En consecuencia es preciso buscar una solución alternativa que permita desviar el obstáculo que supondría una aplicación rígida de la interpretación dada por el Tribunal Constitucional al artículo 25 de la Constitución. [...]. Sobre la base de la autonomía local constitucionalmente garantizada, la vigente legislación de régimen local reconoce potestad normativa y sancionadora a los Entes locales. Propiedad propia que ha de ejercerse en régimen de autonomía, Vaciarla simplemente porque dicho reconocimiento no va a acompañado de una expresa tipificación legal de las infracciones y sanciones llevaría a la negación de la propia autonomía que la Constitución establece, valora y garantiza. En efecto, no existiría autonomía municipal si fuese la ley estatal o autonómica la que estableciera el contenido normativo de la misma [...]. Otra conclusión comportaría el colocar a todos los Entes locales en la inconstitucionalidad. En definitiva, las Ordenanzas cumplen la exigencia de legalidad de modo que para asegurar la efectividad de la Ordenanza dentro de la competencia municipal, pueden tipificar infracciones y sanciones aunque no sean de ejecución o desarrollo de una ley.

Posteriormente la jurisprudencia se bifurcó en dos ramas frondosas: unas sentencias anulaban las sanciones municipales impuestas por la infracción de una disposición de Ordenanzas mientras que otras igualmente numerosas las confirmaban. Esta diversidad, con todo, no debe llevar a engaño puesto que el criterio es siempre el mismo ya que ni unas ni otras reconocían genéricamente de ordinario la legitimación tipificante sancionadora de las Ordenanzas municipales y la diferencia de resultados estriba en la circunstancia de que en unos casos el Tribunal (como antes la Administración) encontraba una cobertura legal suficiente para la tipificación realizada en la Ordenanza y en otros, no. Mas no puede olvidarse aquí que el hallar tal cobertura legal es, desde luego, una operación imaginativa en la que el factor tolerancia suele ser decisivo. Como ejemplo de rechazo frontal a la insuficiencia de la Ordenanza valga la STS de 29 de mayo de 1998, que conserva fielmente los rigores expuestos en la sentencia d e 1 9 9 3 d e BRUGÜERA:

Resulta claro que una Ordenanza municipal no puede ser fuente primaría de un ordenamiento sancionador, ni aun en el ámbito de las relaciones de sujeción especial, y que su oportunidad reguladora en ese campo debe partir de la base de una previa regulación en la ley, a la que debe ajustarse I...]. Obviamente, de ello resulta que la exigencia de ley en materia de sanciones administrativas, aunque de posible desarrollo reglamentario pero siempre con sujeción a la ley, no puede suplirse o sustituirse con genéricas referencias a las competencias municipales sobre determinadas materias, al principio de autonomía local de las Entidades locales, a las competencias reglamentarias de tales Entidades o a otros extremos como el referido a las facultades de aprobar Ordenanzas.

Lo más frecuente, sin embargo, es que el Tribunal Supremo no se entretenga en realizar consideraciones genéricas de este tipo sino que, dándolas por supuestas, pase directamente a la búsqueda de una cobertura legal que pueda legitimar a la Ordenanza.

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Como ejemplo de declaración de falta de cobertura en la legislación sectorial, la STS de 4 de febrero de 2002 (3.a, 4.a, Ar. 2911) anula las sanciones impuestas por pegar carteles en las marquesinas urbanas en aplicación de la Ordenanza municipal sobre limpieza viaria al considerar que no puede invocarse la Ley 42/1975 de Residuos Sólidos ya que en ella no se tipifican infracciones. En esta misma línea la anterior STS de 16 de noviembre de 2001 (3.a, 7.a, Ar. 10139) fue resonante por afectar a cientos de miles de sanciones impuestas por sobrepasar el limite horario indicado en el comprobante para el estacionamiento de vehículos. La infracción estaba prevista desde luego en las Ordenanzas municipales; pero, como esto no bastaba, el Tribunal indagó pacientemente en la Ley de Tráfico 339/1990 aunque finalmente, al no encontrar en ella soporte legal alguno, anuló la sanción. Por cierto que este vacío legislativo obligó a las Cortes a prever esta infracción en la reforma de 1997 y provocó así un vuelco en la jurisprudencia posterior. Pasando ahora a la línea contraria, están en primer término las sentencias que confirman sanciones municipales por entender que cuentan con la debida cobertura en una ley sectorial. Ahora bien, a nuestros efectos mayor interés tienen las resoluciones que, sin necesidad de buscar una cobertura exterior, declaran —apuntando por alto— que una Ordenanza municipal es suficiente por sí misma para cumplir con la reserva legal constitucionalmente exigida. Así se pronuncia la STS de 16 de julio de 1998 (3.a, 2.a, Ar. 8381) a propósito de una Ordenanza del Ayuntamiento de Madrid reguladora del estacionamiento de vehículos en la que se tipifican directamente ciertas infracciones. El Tribunal declaró sin ambajes su legalidad con base a la apoyatura de la legislación local (art. 4 . 1 / LBRL y 21.1. del Texto Refundido de 18 de abril de 1986). En definitiva no hace falta, según esta sentencia, una ley sectorial para regular la utilización del dominio público municipal habida cuenta cuenta de que a poco que se conozca la historia de la vida local española, han de recordarse las tradicionales Ordenanzas sobre la utilización de las vías públicas por caballerías y carruajes, las de prohibición de arrojar aguas residuales y tantas otras que han impregnado el costumbrismo español; la tesis del recurrente nos llevaría absurdamente a exigir una ley para regular el uso más elemental y cotidiano de las vías públicas (...]. La tipificación de las infracciones viene determinada genéricamente por la transgresión de las disposiciones de la ordenanza reguladora del estacionamiento de vehículos, siendo a todas luces innecesario que ¡a Ley de Régimen Local tenga que descender a la tipificación de todas y cada una de tas infracciones de todas las Ordenanzas municipales.

Este mismo año de 1998 algunos Tribunales Superiores, no obstante, sentenciaron idéntico supuesto en sentido contrario (STSJ de Valencia de 8 de septiembre de 1998, Ar. 3342; y de Castilla y León/Burgos, de 9 de noviembre de 1998, Ar. 4136). Pero el Tribunal Superior mantuvo tenazmente su postura afirmativa en las Sentencias de 23 y 29 de enero 2002 (Ar. 1846 y 902) y 16 de abril de 2002 (Ar. 6834). Nótese, con todo, que la validez de las Ordenanzas Municipales se justificaba no en términos generales sino por referencia a una materia especial (la regulación del dominio público), de la misma manera que en otros casos lo que estaba en juego es su alcance para regular relaciones de sujeción especial. Pero, por otro lado, también puede citarse otra ristra de sentencias que declaran exactamente lo contrario, como la de 6 de febrero de 1996 (Ar. 1098), advirtiendo con fina precisión que «una cosa es la potestad sancionadora [...] y otra la potestad de definir infracciones administrativas y regular y calificar las sanciones que a ellas corresponden, por escasas en su cuantía que ellas sean [...] sin que obviamente a ello

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obste el que la Corporación tenga las competencias y potestades precisas para regular el régimen (de la materia atribuida)». Sobre ello volveremos luego. La evolución doctrinal del Tribunal Supremo ha coronado (hasta ahora) en la Sentencia de 2 9 de septiembre de 2 0 0 3 ( 3 . A , 4 A , Ar. 6 4 8 7 ) minuciosamente elaborada por BAENA DEL ALCÁZAR, que a nuestros efectos es capital porque supera definitivamente los planteamientos habituales de regulaciones específicas de relaciones de sujeción especial o de utilización del dominio público y utiliza con habilidad, contundencia y rigor sistemático cuantos argumentos venían manejándose hasta entonces por la doctrina y la jurisprudencia en favor de tal postura. (Apurando las cosas, bien podría conjeturarse en este caso una conexión académica discipular —repetidamente proclamada con orgullo— entre el ponente de la sentencia y GARRIDO FALLA, un Magistrado del Tribunal Constitucional conocidamente reticente en sus votos particular a la actitud restrictiva de éste). La conclusión afirmativa a la que llega la sentencia no obsta — como se cuida de advertir de forma expresa— a la validez de los artículos 127 y 129 de la LPAC «aplicables sólo a los Entes públicos titulares de la potestad legislativa, es decir, el Estado y las Comunidades Autónomas. Por el contrario no serán aplicables íntegramente a los Entes locales, pues la tipificación de infracciones y sanciones ha de entenderse comprendida en los preceptos de la legislación estatal básica y singularmente en los artículos 55 y 59 del texto refundido. No obstante, los Entes locales, al encontrarse sujetos al principio de legalidad no podrían contravenir leyes vigentes y la tipificación de infracciones y sanciones solo podrían llevarla a cabo cuando no exista ley reguladora y en los casos en que ejerzan una competencia típica que lleve implícita la potestad de ordenar el uso de bienes y eventualmente de organizar servicios. Entendemos que esta interpretación integradora se atiene a las reglas de la lógica jurídica, pues no es coherente en buena lógica otorgar potestad para aprobar normas y exigir para que se garantice su cumplimiento el ejercicio de una potestad legislativa de la que no son titulares los Entes locales». En conclusión, esto lleva consigo que debamos declarar que mediante Ordenanzas local se pueden tipificar válidamente las infracciones y sanciones, que han de ser de carácter pecuniario cuando ello sea una garantía indispensable para su cumplimiento, siempre que al hacerlo no se contravengan las leyes vigentes y únicamente en los casos en que no se haya promulgado ley estatal o autonómica sobre la materia y en los que los ayuntamientos actúen en ejercicio de competencias propias que, por asi decirlo, tengan el carácter de nucleares y lleven anejas potestades implícitas de regulación y respetando los principios de proporcionalidad y audiencia del interesado, así como ponderando la gravedad de! ilícito y teniendo en cuenta las características del Ente local.

Por lo demás, el Tribunal es perfectamente consciente de lo que significa cuanto acaba de decirse y, en consecuencia, añade a renglón seguido que «debemos entender que mediante esta modificación de nuestra Doctrina estamos ejerciendo la misión que nos encomiendan las leyes (y en concreto el Título Preliminar del Código Civil) al referirse a la interpretación de las normas por este Tribunal Supremo y declara que esa interpretación ha de llevarse a cabo de acuerdo con las necesidades sociales de los tiempos. Pues indudablemente es una necesidad social otorgar posibilidades de actuación a los Entes locales en el caso de incumplimiento de Ordenanzas que hayan dictado en ejercicio válido de la potestad reglamentaria que les otorgan las leyes». Abundando en sus argumentos —y recogiendo unas observaciones doctrinales a las que ya se ha aludido antes— se añade a continuación que difícilmente podría tacharse esta solución de antidemocrática, pues los miembros de la Corporación local que aprobaron la Ordenanza han sido elegidos democráticamente. Esta consideración no carece ni mucho menos de interés. Pues los destinatarios de la Ordenanza local tipi-

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fícadora de infracciones y sanciones son las personas del municipio y en su caso los Entes establecidos en él y son aquellas personas las que han elegido a los miembros del Pleno del Ayuntamiento que aprueba la Ordenanza. Se da, por tanto, una situación análoga a la aprobación de una ley por los parlamentarios elegidos por la población del Estado o de una Comunidad Autónoma. Por ello la solución que supone nuestra interpretación se atiene a los principios democráticos que inspiran nuestros ordenamiento [...]. De llegarse a la solución contraria estaríamos ante una potestad reglamentaria de los Ayuntamiento para aprobar ordenanzas evidentemente mermada o disminuida ya que carecería de la garantía que supone la imposición de sanciones en caso de incumplimiento de la Ordenanza misma y estimamos que tal disminución o merma de la potestad reglamentaria municipal es contraria a la autonomía local consagrada constitucionalmente y por ello en definitiva a los principios que inspiran nuestro Ordenamiento jurídico.

Para valorar la importancia de estas declaraciones basta tener presente que unos meses antes la misma Sala había dictado cuatro Sentencias, de 9 y 10 de junio (Ar. 5422, 5628, 5629 y 5655) anulando sanciones impuestas a taxistas por el Ayuntamiento de Madrid al amparo de una Ordenanza municipal por considerar que éstas no prestaban cobertura suficiente a la tipificación. El texto de la sentencia es muy largo y evidencia que el ponente, que conoce la responsabilidad que supone un cambio de doctrina, ha querido cargarse de razón a lo largo de unos fundamentos jurídicos tan eruditos como contundentes. Por otro lado, para cimentar aún más su tesis acude a la Carta Europea de Autonomía local de 15 de octubre de 1986 (a la que ya se ha aludido páginas atrás) advirtiendo que no puede ocultársenos que existe una tensión entre el principio de autonomía local interpretado a la luz de la Carta Europea y la reserva de ley que establece el artículo 25.1 de la Constitución para la tipificación de infracciones y sanciones. Pero entiende esta Sala que, no habiéndose planteado el Tribunal Constitucional un supuesto como el presente de competencias nucleares de los Entes locales que llevan implícitas potestades de ordenamiento del uso del dominio (o eventualmente de organización de un servicio si es exclusivamente local), debe culminarse o extender a tales supuestos la tendencia de la propia jurisprudencia constitucional a flexibilizar el principio de reserva de ley.

Cuando se lee todo esto, el comentarista aún no curado de sustos y espantos puede escandalizar el contraste que ofrece el texto trascrito con la enfática declaración de la anterior Sentencia de 29 de mayo de 1998 (Ar. 5457) en la que llegó a afirmarse, como si de un dogma intocable se tratara, que «la exigencia de ley en materia de sanciones administrativas [...] no puede suplirse con genéricas referencias a las competencias municipales sobre determinadas materias, al principio de autonomía de las Entidades locales y a su competencia reglamentaria». Es decir, exactamente lo contrario a lo que hace la Sentencia de 2003. A la vista de cuanto acaba de decirse puede concluirse que afínales de 2003 la postura doctrinal y jurisprudencial dominante aceptaba la legitimación normativa de los ayuntamientos a la hora de tipificar infracción por medio de Ordenanzas. Postura canonizada en los siguientes términos por la Sentencia de 29 de septiembre de 2003: a) La exigencia de reserva legal queda satisfecha obviamente cuando aparece una cobertura en alguna ley sectorial; cobertura flexible o relajada, por lo demás, cuando se trata de relaciones especiales de sujeción o de ocupaciones de dominio publico. b) Cuando no existe cobertura de ley sectorial entra en juego la cobertura generica proporcionada por las leyes de régimen local siempre que se trate de competencias «propias y nucleares», c) En definitiva, por tanto, siempre existe una cobertura legal sea de naturaleza sectorial o de régimen local, d) Con estas tipificaciones por Ordenanza no puede violarse en ningún caso (vinculación negativa) lo dispuesto en las leyes.

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No se nos escapa, con todo, que el adverbio «siempre», deslizado y subrayado en la proposición c), no refleja literalmente el tenor de la STS de 2003 que únicamente se pronuncia sobre las materias concretas objeto del recurso, como no podía ser de otra manera. Parece claro, sin embargo, que la doctrina desarrollada a lo largo de sus fundamentos jurídicos permite, y aun exige, esta interpretación amplia, que sólo admite el límite de que se trate de materias propias y nucleares de su competencia. Por otra parte, la misma Sentencia de 29 de septiembre de 2003 también se ocupa, aunque de forma marginal, del ejercicio (y no sólo de la tipificación normativa) de la potestad sancionadora municipal precisando que ha de actuarse «respetando los principios de proporcionalidad y audiencia del interesado así como ponderando la gravedad del ilícito y teniendo en cuenta las características del ente local». D)

En especial, la jurisprudencia del Tribunal Constitucional

La contundencia de la indicada doctrina jurisprudencial del Tribunal Supremo queda en entredicho cuando se la compara con la doctrina sentada por el Tribunal Constitucional y en especial por su Sentencia 1 3 2 / 2 0 0 1 , de 8 de junio, cuya contradicción ha sido denunciada por F R A N C I S C O V E L A S C O ( 2 0 0 4 , pp. 5 8 - 5 9 ) . Para este autor no es cierto que el Tribunal Supremo en su Sentencia de 2 0 0 3 (que obviamente conoce e invoca la constitucional de 2001) se haya limitado, como cautelarmente pretende, a «profundizar» en la línea del Tribunal Constitucional extendiendo la flexibilización que éste predica a otros supuestos no resueltos antes por tal Tribunal (más concretamente, a todos los ámbitos de la actuación local donde concurren competencias nucleares de los Entes locales que llevan implícitas potestades de Ordenamiento del uso del dominio o eventualmente de organización de un servicio si es exclusivamente local) sino que pura y simplemente la contradice aunque sea disimuladamente. Y ello porque es inadmisible la equiparación que hace el Tribunal Supremo entre competencia material y potestad normativa sancionadora local en cuanto que amplia ésta para incluir todo el ámbito de aquélla, eliminando así «una deficiencia de nuestro Ordenamiento jurídico y de su sistema de fuentes», que es precisamente lo que lleva a la sentencia a dar «una interpretación que permita obviar, en algunos supuestos de estricta competencia local y por tanto de potestades implícitas, la dificultad indicada, susceptible por otra parte de irrogar graves consecuencias en la medida que da lugar a la impunidad de los infractores». La Sentencia 1 3 2 / 2 0 0 1 se articula sobre la conocida fórmula de la «teoría de las matizaciones o flexibilizaciones», con la que el tribunal acostumbra a justificar cuantas excepciones y peculiaridades quiere introducir en el Derecho Administrativo Sancionador. A cuyo propósito recupera el tema de las matizaciones en materias tributarias, ya que fue en una sentencia sobre tal materia (la 2 3 3 / 1 9 9 9 , de 1 3 de diciembre) donde el tribunal declaró tajantemente que «el ámbito de colaboración normativa de los municipios, en relación con los tributos locales, era mayor que el que podía relegarse a la normativa reglamentaria estatal». Pero la flexibilidad en materia tributaria, así reconocida, no es la misma ni puede proyectarse sobre el artículo 25 de la Constitución, como el mismo Tribunal Constitucional se ha encargado de puntualizar: «en primer lugar por la diferencia intrínseca entre la reserva de ley tributaria y la sancionadora, que nos ha llevado a afirmar en la Sentencia 194/2000, de 19 de julio, que la reserva de ley sancionadora es más estricta que la del artículo 133 de la Constitución; ello se debe a que mientras la reserva de ley tributaria sirve al fin de la autodisposición en el establecimiento de los deberes tributarios, así como a la preservación de la unidad del Ordenamiento y de una básica posición de igualdad de los contribuyentes, la reserva de ley sanciona-

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dora garantiza la posición jurídica de cada ciudadano en relación con el poder punitivo del Estado; y en segundo lugar porque la doctrina sentada en la Sentencia 233/1999 se forma en relación con dos tributos locales (tasas y precios públicos) donde se identifica un elemento sinalagmático muy relevante para la concepción flexible de la reserva de ley». Añadiendo a continuación que (al igual que en la materia tributaría) también la exigencia de la ley para la tipificación de infracciones y sanciones ha de ser flexible en materias donde por estar presente el interés local, existe un amplio campo para la regulación municipal y siempre que la regulación local se apruebe en el Pleno del Ayuntamiento. Esta flexibilidad no sirve, con todo, para excluir de forma tajante la exigencia de la ley. Y esto porque la mera atribución por ley de competencias a los municipios no confiere en sí autorización para que cada municipio tipifique por completo y según su propio criterio las infracciones y sanciones administrativas en aquellas materias atribuidas a su competencia. No hay correspondencia, por tanto, entre la facultad de regulación de un ámbito material de interés local y el poder para establecer cuándo y cómo el incumplimiento de una obligación impuesta por Ordenanza municipal puede o debe ser castigado. La flexibilidad alcanza el punto de no ser exigible una definición de cada tipo de ilícitos y sanciones en la ley, pero no permite ¡a inhibición del legislador.

Pues si esto es así ¿cuál será entonces la peculiaridad de la reserva legal en materia sancionadora dentro del ámbito municipal? La respuesta del tribunal no puede ser más tajante y habría de tener muy poco después (como veremos inmediatamente) unas consecuencias legislativas trascendentales. En la sentencia laten varías cuestiones formalmente próximas aunque de régimen jurídico distinto: una se refiere a la tipificación de infracciones por Ordenanza local y otra a la tipificación legal de infracciones consistentes en el incumplimiento de mandatos y prohibiciones establecidos en tales Ordenanzas; y la tercera a la posibilidad de una habilitación legal a la Ordenanza para que ésta regule infracciones y sanciones. A las tres da el Tribunal la respuesta más tradicional, pero modifica sustancialmente el ámbito y la eficacia de las instrucciones materiales que puede ofrecer la ley al autor de la Ordenanza. Aquí radica lo trascendental de esta decisión. La segunda cuestión siempre ha sido aceptablemente pacífica en la medida en que se considere que la ley puede declarar infracciones conductas tipificadas en una norma reglamentaria (aquí, una Ordenanza local) a la que se remite desarrollándose el conocido fenómeno de una colaboración reglamentaria con la ley. La primera cuestión ya es más compleja porque, por lo pronto, hace referencia a un punto polémico que ya se ha examinado antes con pormenor, a saber, la posibilidad de que una Ordenanza local por sí sola, sin cobertura legal alguna, tipifique válidamente infracciones y sanciones. Acabamos de ver que, avalado por un sólido apoyo doctrinal, así terminó aceptándolo el Tribunal Supremo en 2003; pero el Tribunal Constitucional, apoyándose en la inercia tradicional, lo rechaza inequívocamente. En todo caso quedaba abierta una tercera cuestión: la de la posibilidad de una habilitación de la ley a la Ordenanza para que ésta regule materias de infracciones y sanciones. Posibilidad que el Tribunal Constitucional también rechaza con la misma contundencia habida cuenta de que —como se ha explicado con pormenor en el capítulo sexto— no basta una mera habilitación en blanco sino que es preciso que vaya acompañada de unas instrucciones concretas relativas a su contenido, de tal manera que la Ordenanza se limita a desarrollarla. (Y con esto retornamos a la cuestión primera, con la advertencia de que aquí es inútil la habilitación porque los Entes locales han contado siempre con la potestad sancionadora y lo que les faltaban eran las instrucciones sobre el contenido de su ejercicio).

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Hasta aquí, por tanto, nada nuevo ofrece la Sentencia 132/2001 que se limita a confirmar la línea tradicional. Lo que innova es otra cosa, en cuanto que flexibiliza en términos inéditos el alcance de las instrucciones legales de contenidos reservados a la ley. Veamos el texto literal: Del artículo 25.1 de la Constitución derivan dos exigencias mínimas que se exponen a continuación. En primer término, y por lo que se refiere a la tipificación de infracciones, corresponde a la ley la fijación de los criterios mínimos de antijuridicidad conforme a los cuales cada Ayuntamiento puede establecer tipos de infracciones; no se trata de la definición de tipos —ni siquiera de ¡a fijación de tipos genéricos de infracciones luego completados por ¡a Ordenanza municipal— sino de criterios que orienten y condicionen la valoración de cada municipio a la hora de establecer los tipos de infracción.

Por comentarlo con las exquisitas precisiones de R E B O L L O ( 2 0 0 4 , 3 4 6 - 3 5 7 ) , lo que la sentencia quiere decir «no es que la ley contenga ya una tipificación y luego desarrollen, concreten o pormenoricen las ordenanzas (ya que) sólo es necesario que la ley actúe dentro de ciertos límites la posibilidad de que las Ordenanzas tipifiquen ex novo infracciones. Con la sola ley no hay todavía infracciones ni ninguna conducta es sancionable. Aunque se incumpla la Ordenanza, la ley no permite sancionar al responsable de su conculcación [...]. La ley debe señalar el ámbito genérico de la antijuridicidad que las Ordenanzas puedan convertir en infracción, es decir, tipificar. En la Ordenanza se encuentra la antijuricidad y la tipifícidad. En la ley sólo debe haber una más o menos concreta delimitación de la antijuridicidad que las Ordenanzas pueden tipificar como infracción». Esta clarificación de los distintos objetivos que tienen las normas sancionadoras —en unos casos acotar la antijuricidad, en otros tipificar y en otros cumplir ambos simultáneamente— puede ser muy útil para resolver ciertas situaciones ambiguas. La anterior doctrina, que habría de influir directamente sobre el legislador, vino empañada, no obstante, por un voto particular de G A R R I D O FALLA que importa mucho conocer, habida cuenta, además, del reflejo que luego tuvo en la STS de 2003 redactada por su discípulo BAENA. La disidencia cristalizaba en dos puntos capitales: la de si una retirada de licencia municipal suponía una infracción administrativa (lo que aquí no hace al caso) y la de si la atribución legal de una competencia local llevaba consigo la potestad implícita de regularla incluso con tipificación de infracciones y sanciones: un extremo que la sentencia rechaza de forma expresa, como acabamos de ver, pero que el firmante del voto particular no aceptaba. Una cuestión batallona puesto que volvería en la STS de 2003 y que todavía colea en la Ley 57/2003: Ni la reglamentación del servicio ni la Ordenanza municipal que en su caso se dicte pueden violar por supuesto los términos de la legislación estatal o autonómica. Pero ningún precepto veda que, a falta de tales legislaciones, el Ayuntamiento pueda organizar el servicio al público que los taxis prestan o reglamentarlo si se trata de una actividad que haya surgido espontáneamente al amparo de la libre iniciativa particular. El intervencionismo administrativo por vía de regulación o de creación de un servicio público está indiscutiblemente reconocido en los sistemas jurídicos vigentes en los países de nuestro entorno (en los que aparecen múltiples condicionamientos del ejercicio de la actividad). Me pregunto si, frente a la aplicación de algunas de estas medidas represivas, valdría la invocación del principio de legalidad al amparo del artículo 25.1 de la Constitución.

Se tiene la sensación, en cualquier caso, de que el Tribunal Constitucional ya no está dispuesto a seguir haciendo concesión más allá de las establecidas en la sentencia comentada, por lo que sigue exigiendo imperturbablemente una cobertura estrictamente legal que las Ordenanzas locales no proporcionan por sí mismas.

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Así se ve en la Sentencia 161/2003, de 15 de septiembre, en la que se anuló la sanción porque «desde que se publicó en el BOE la STC 118/1996 hasta que entró en vigor la Ley madrileña 20/1998, intervalo temporal en el que tuvieron lugar los hechos sancionados, la LOTT (anulada) no podía prestar cobertura legal a las sanciones impuestas por el Ayuntamiento en el ámbito de transportes urbanos de viajeros». Y en otro orden de consideraciones: «No es función tampoco de este tribunal proceder a la búsqueda de algún otro precepto legal que pudiera prestar cobertura a la sanción impuesta única y exclusivamente con apoyo de la Ordenanza municipal». Esta sentencia es notable por varios títulos. En primer término porque insiste en su indiferencia ante los problemas de la realidad. Algo que ya conocíamos, desde luego, pero que nunca deja de sorprender a quienes creemos que los jueces están para solucionar problemas y no para crearlos. Al Tribunal Constitucional, una vez más, no le importa que un servicio de la importancia del de autotaxis quede durante varios años sin regulación efectiva de tal manera que en este tiempo todo estuviese permitido y nada sancionable, como en el Lejano Oeste. Menos mal que —recordando la amarga ironía de G A R R I D O F A L L A en un voto particular— los interesados no lo sabían. Aunque también es posible, por otra parte, explicar la actitud del Tribunal no como un alarde de formalismo hermenéutico sino como una deliberada reprimenda al Legislativo por no haber estado atento a las exigencias de la reserva legal de tipificación. En cualquier caso, las Cortes aprendieron la lección y en dos años completaron el vacío que la sentencia había abierto. Sin olvidar, por último, la sorprendente pereza de los magistrados al negarse en esta ocasión a buscar una cobertura legal suficiente como en otras sentencias habían hecho incluso con entusiasmo. En la Sentencia 193/2003, de 27 de octubre, se vuelve a insistir en que la Ley de Ordenación de transportes terrestres no proporciona base legal alguna para la tipificación municipal de infracciones y sanciones en materia de autotaxis ya que los preceptos de aquélla no establecen «criterio material alguna que sirviera para orientar y condicionar la valoración del municipio al establecer tipos de infracciones a través de Ordenanza municipal, conforme exige la doctrina sobre la flexibilización de la reserva de ley del artículo 25.1 de la Constitución en materias donde, por estar presente el interés local, existe amplio campo para la regulación municipal». Seguro es ciertamente que el Tribunal Constitucional no se ha dejado impresionar lo más mínimo por la tolerancia mostrada por el Tribunal Supremo en la Sentencia BAENA, cuyos argumentos no se molesta siquiera en refutar. Su Sentencia 2 5 / 2 0 0 4 , de 26 de febrero, es una buena prueba de la firmeza de su actitud. En ella se anula una sanción impuesta por el Ayuntamiento de Santander por infracción de una Ordenanza municipal de ruidos. El Tribunal Constitucional, que en tantas ocasiones ha puesto de relieve las nefastas consecuencias del ruido para la convivencia social y para la salud humana, se muestra ahora insensible a ellas por no encontrar en la Ley Orgánica sobre protección de la seguridad ciudadana cobertura suficiente para las Ordenanzas municipales. Y es que, según advierte, esta ley constriñe su regulación, según se apunta en términos generales en su Exposición de Motivos, al establecimiento del ámbito de responsabilidad de las autoridades administrativas en materias como la fabricación, comercio, tenencia y uso de armas y explosivos, concentraciones públicas en espectáculos, documentación personal de nacionales y extranjeros en España y ciertas actividades de especial interés y responsabilidad para las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad. Esto es, la ley abarca fundamentalmente materias concretas susceptibles de originar riesgos ciertos que pueden afectar de modo directo y grave a la seguridad de personas y bienes, tomando en consideración, especialmente, «fenómenos colectivos que implican la aparición de amenazas, coacciones o acciones violentas, con graves repercusiones en el funcionamiento de los servicios públicos y

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en la vida ciudadana» (Exposición de Motivos), pero no extiende su regulación a cualquier actividad que pueda tener una relación más o menos remota con la segundad pública.

En verdad que la aplicación del Derecho ofrece unas paradojas que el ciudadano no podrá entender nunca. Porque es el caso que por las mismas fechas se habían celebrado unas maniobras navales en el Atlántico y en ellas pudo comprobarse que las señales de radar y sonar habían perjudicado sensiblemente la capacidad de orientaciones de oreas y delfines; por lo que, a través de una simple orden del Ministro de Defensa, se prohibió a los buques de la Armada que siguiesen utilizándolas, y así se hizo. Hasta aquí llega el poder público; pero, como acaba de verse, para proteger la salud de los seres humanos no basta una orden ministerial ni unas Ordenanzas sino que es precisa una ley. 5.

L A LEY

57/2003,

DE

26

DE DICIEMBRE

En el año 2003 la cuestión de la potestad normativa sancionadora de los Entes locales parecía definitivamente resuelta al haberse vuelto a la antigua tesis que legitimaba a las Ordenanzas municipales para tipificar infracciones por sí mismas. Al cabo de más de diez años de presión doctrinal, de ensayos de los Tribunales Superiores y del aval del Consejo de Estado se había impuesto, al fin, el sentido común y restablecido una práctica varias veces centenaria que en realidad no había desaparecido nunca del todo puesto que los ayuntamientos seguían regulando infracciones y sancionándolas a despecho de las revocaciones del Tribunal Supremo y de las anulaciones del Tribunal Constitucional. La historia, sin embargo, no terminó aquí, al menos por dos razones. Primero, porque la magistral sentencia de B A E N A DEL A L C Á Z A R no ofrecía garantía alguna, ya que era posible que, como sucede con tanta frecuencia, dos semanas más tarde otra Sección de la misma Sala u otro ponente rectificara la doctrina y se volviera al surco anterior. Y segundo y más importante, porque aún faltaba por saber cómo iba a reaccionar el Tribunal Constitucional ya que si éste mantenía su postura, vista la diferencia de opiniones, una tensa situación institucional y grave deterioro de la seguridad jurídica; y esto es cabalmente lo que ha sucedido, como acabamos de ver, en las Sentencias 193/2003 y 25/2004. Así las cosas, el legislador decidió abrir un nuevo camino y, rechazando la invitación del Tribunal Supremo, ha impuesto una fórmula habilidosa que, dejando las cosas como están, busca el apoyo del Tribunal Constitucional. Recuérdese que su Sentencia de 2001, aun manteniendo la reserva legal, había rebajado notablemente el nivel de su exigencia contentándose ahora con que la ley estableciese unos «criterios mínimos de antijuridicidad», unas someras instrucciones al autor de las futuras Ordenanzas. Pues bien, nada más fácil para un Legislador de Régimen Local, presionado por las Federaciones de municipios y por los alcaldes de las grandes ciudades, que incluir en una ley, poco menos que de contrabando, unos criterios mínimos lo suficientemente amplios y poco comprometidos como para dejar prácticamente las manos libres a los ayuntamientos que, al desarrollarlos y aplicarlos, ya no correrán el riesgo de una revocación judicial de sus Ordenanzas y de sus sanciones. En otras palabras, siguiendo esta fórmula se hacía innecesaria y a muy poco coste la solución —discutible pero excelente— del Tribunal Supremo. La verdad es que el nuevo régimen de la potestad sancionadora local es un estrambote, un añadido extraño a una ley reguladora de «la modernización del gobierno local», que se introdujo por razones de oportunidad, ya que, como se explica en la

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Exposición de Motivos, «no podía demorarse por más tiempo la necesidad de colmar la laguna legal que existe en materia de la potestad sancionadora municipal en aquellas esferas en las que no encuentra apoyatura en la legislación sectorial, estableciendo criterios de tipificación de las infracciones y las correspondientes escalas de sanciones para que las funciones de esta naturaleza se desarrollen adecuadamente, de acuerdo con las exigencias del principio de legalidad adaptadas a las singularidades locales, y siempre en defensa de la convivencia ciudadana en los asuntos de interés local y de los servicios y el patrimonio municipal, conforme a la STC 132/2001». Propósito que se plasmó en la introducción de un nuevo Título, el XI, en el texto de la LBRL (arts. 139 a 141) titulado «tipificación de las infracciones y sanciones por las Entidades locales en determinadas materias» así como a través de la modificación de los artículos 127.1 y 129.1 de la LPAC. Después de la STS de 29 de septiembre de 2003 la dificultad seguía estando de hecho en el Tribunal Constitucional que, aunque había cedido buena parte de sus tradicionales rigores, todavía se mantenía encastillado en la ciudadela de su viejo dogma de la reserva legal, que sólo el Tribunal Supremo se había atrevido a desafiar. En esta ocasión el legislador ha sido tan astuto como prudente ya que si su actitud es decididamente autonomista, ha sabido imponerla con unas cautelas que parecen respetar literalmente las disposiciones del Tribunal Constitucional. Lo primero resulta tan claro que A L E G R E Á V I L A ha podido escribir (en C O N I S A L , 2004, p. 35) que «el legislador local parece situarse en la órbita del voto particular a la STC 60/2000, que concebía la potestad sancionadora como el reverso de los deberes, prohibiciones o limitaciones establecidas en la normativa emanada de los Entes locales en cuanto expresión de sus competencias, esto es, la consideración de que la norma devendría una norma imperfecta de no ir acompañada del oportuno complejo sancionador, con apartamiento, así, de la doctrina sentada en la STC 132/2000 mucho más rígida y tradicional». Y de demostrar lo segundo se encargan los nuevos artículos 139 y siguientes de la LBRL, que pasamos a trascribir y analizar con cierto detalle. En el artículo 139 se contiene la cifra del nuevo régimen: Para la adecuada ordenación de las relaciones de convivencia de interés local y del uso de sus servicios, equipamientos, infraestructuras, instalaciones y espacios públicos, los Entes locales podrán, en defecto de normativa sectorial específica, establecer los tipos de las infracciones e imponer sanciones por el incumplimiento de deberes, prohibiciones o limitaciones contenidos en las correspondientes Ordenanzas, de acuerdo con los criterios establecidos en los artículos siguientes.

A primera vista salta ya la ambición de este texto puesto que no se limita a «la ordenación del uso de bienes o a la organización de servicios» de que hablaba la STS de 2003 (forzada quizás por la materia objeto del recurso) sino que se extiende a «relaciones de convivencia de interés local»: un concepto mucho más amplio, tanto que roza la evanescencia, probablemente deliberada, que concede un enorme margen de maniobra a los Entes locales y donde se integran las anteriores franquicias de relaciones de sujeción especial, de uso de dominios y de organización de servicios públicos. La estructura de este precepto es sencilla y comprende los siguientes elementos: 1.° Una autorización para establecer tipos de infracción por incumplimiento de Ordenanzas. 2.° Autorización de carácter genérico establecida en una ley de régimen local que contrasta con las regulaciones anteriores que se consignaban en leyes sectoriales específicas y que no permitían a los ayuntamientos establecer tipos sino simplemente desarrollar los establecidos en la ley. 3.° Pero autorización sometida a límites muy concretos, a saber:

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a) que sólo puede actuarse en defecto de normativa sectorial específica; b) que ha de tener el fin de ordenar adecuadamente las relaciones de convivencia; y c) que ha de realizarse de acuerdo con los criterios establecidos en los artículos 140 y 141. En el número I del artículo 140 se establecen efectivamente los criterios correspondientes a las faltas muy graves, empezando por los relativos a la convivencia: a) Una perturbación relevante de la convivencia que afecte de manera grave, inmediata y directa a la tranquilidad o al ejercicio de derechos legítimos de otras personas, al normal desarrollo de actividades de toda clase conformes con la normativa aplicable o a la salubridad y omato públicos, siempre que se trate de conductas no subsumibles en los tipos previstos en el capítulo IV de la ley 1/1992, de 21 de febrero, de protección de la seguridad ciudadana. A este propósito H E R N Á N D E Z L Ó P E Z (en C O N I S A L , 2 0 0 6 , p. 4 4 ) ha puntualizado acertadamente que en este precepto debe entenderse también comprendida, junto a la perturbación de la convivencia, la figura del riesgo o peligro de tal perturbación, que ha de ser de hecho el caso más frecuente. La lista del artículo 140 continúa en los siguientes términos:

tí) El impedimento del uso de un servicio público por otra u otras personas con derecho a su utilización, c) El impedimento o la grave y relevante obstrucción al normal funcionamiento de un servicio público, d) Los actos de deterioro grave y relevante de equipamientos, infraestructuras, instalaciones o elementos de un servicio público, e) El impedimento del uso de un espacio público por otra u otras personas con derecho a su utilización, f) Los actos de deterioro grave y relevante de espacios públicos o de cualquiera de sus instalaciones y elementos, sean muebles o inmuebles, no derivados de alteraciones de la seguridad ciudadana.

Recogiendo una última observación del autor citado, es de tener aquí en cuenta que, tratándose se servicios públicos, «el valor protegible no es tanto el servicio público en sí o su funcionamiento, sino el derecho de otras personas a usarlo. En este sentido la conducta descrita en el apartado ti) guarda una cierta relación con lo que en el ámbito penal se conoce como coacción, por lo que la tipificación basada en este precepto requeriría algunos de estos elementos: que quien cometa esa conducta no esté legítimamente autorizado a realizarla; que esa conducta tenga un contenido material de vía física o intimidatoria y de intensidad necesaria para lograr tal fin; que exista una persona concreta que tenga derecho a la utilización de un determinado servicio público; y que se le hubiese impedido su uso. El apartado c) se centra, en cambio, en el propio servicio o, para decirlo con más precisión, en el funcionamiento del servicio. El valor protegible en este caso seria el propio servicio público». En el número 2 del artículo 140 se enumeran los siguientes criterios para la clasificación de las demás infracciones en graves y leves: a) La intensidad de la perturbación ocasionada en la tranquilidad en el pacífico ejercicio de los derechos de otras personas o actividades, b) La intensidad de la perturbación causada a la salubridad u ornato público, c) La intensidad de la perturbación ocasionada en el uso de un servicio o un espacio públicos por parte de las personas con derecho a utilizarlos, d) La intensidad de la perturbación ocasionada en el normal funcionamiento de un servicio público, e) La intensidad de los daños ocasionados a los equipamientos, infraestructuras, instalaciones o elementos de un servicio o de un espacio públicos.

Sin desconocer las buenas intenciones del legislador, forzoso es reconocer que estos textos son unos de los más desafortunados del Ordenamiento jurídico local, de tal manera que los nuevos artículos incrustados en la Ley de Bases de 1985 contras-

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tan sensiblemente con el cuidado con que fue redactada ésta. El régimen sancionador general (y ahora local) sigue sin encontrar una mano de calidad. Como se recordará, el artículo 139 había sujetado el alcance de las Ordenanzas locales sancionadoras a tipificar «de acuerdo con los criterios establecidos en los artículos siguientes». Pues bien, si se sigue leyendo se comprueba que en el artículo siguiente, el 140, no aparecen los enunciados criterios de antijuridicidad sino criterios de clasificación de hechos antijurídicos que se extienden en dos listas: á) la

correspondiente a las faltas muy graves, relacionadas en el número 1 y b) la correspondiente a las demás infracciones, para las que se suministran unos nuevos criterios de clasificación entre faltas graves y leves o, mejor dicho, el criterio en singular puesto que sólo se señala uno: la «intensidad» de la perturbación o del daño. Lo que sucede es que indirectamente se descubren en estas listas criterios concretos de antijuridicidad desde el momento en que se enumeran materias que pueden ser reguladas en ordenanzas sin necedad de ley sectorial previa imponiendo en ellas deberes, prohibiciones y limitaciones y tipificando infracciones y sanciones por su incumplimiento. Es improbable, desde luego, que tales fueran las intenciones del Tribunal Constitucional habida cuenta de la abismal diferencia que media entre unos «criterios mínimos de antijuridicidad» y unas «materias que se abren a la regulación por

Ordenanza»; pero tampoco puede afirmarse con seguridad que la fórmula escogida por la nueva ley sea indudablemente inconstitucional. A la vista salta en cualquier caso la asimetría de la regulación establecida en estos dos números. Por lo pronto, el segundo se refiere a las «demás» infracciones. ¿Cuáles serán éstas? Para identificarlas hay que buscar la referencia en las «otras», las no comprendidas en el número 1. Mas aquí caben dos interpretaciones: o bien estas otras son los incumplimientos relacionados en las letras b) y e) del número 1 y en las demás letras cuando no van acompañados de sus notas cualificadoras (relevancia, inmediatez, gravedad); o bien, los afectados por el artículo 139 y no comprendidos en el número 1 del artículo 140. Es difícil pronunciarse sobre el particular, no obstante la trascendencia de la opción puesto que desde la literalidad de estos preceptos es imposible encontrar una orientación hermenéutica fiable. Trabajando de momento sobre la primera hipótesis podemos formar el siguiente esquema singularmente barroco y de coherencia más que dudosa: — Impedimento del uso de un servicio público: infracción muy grave siempre [art. 140.1. fe)]. — Impedimento del uso de un espacio público: infracción muy grave siempre [art.l40.1.e)]. — Perturbación (que no llega al impedimento) del uso de un servicio público o de un espacio público: infracción grave o leve según su intensidad [art. 140.2.a)]. — Impedimento o grave obstrucción al normal funcionamiento de un servicio público (conducta claramente distinta de la perturbación o impedimento del uso por parte de los demás) siempre falta muy grave [art. 140.l.c)]. — Perturbación (que no sea obstrucción grave y relevante ni mucho menos impedimento) en el normal funcionamiento de un servicio público: falta grave o leve según la intensidad [art. 140.2.d)]— Deterioro grave y relevante de elementos de un servicio público: falta muy grave [art. 140.1.J)]. — Deterioro (daños) grave y relevante de elementos de un servicio público, siempre que no sea derivado de alteraciones de la seguridad ciudadana: falta muy grave [art. 140.1./)].

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— Otros daños (deterioro) a elementos de servicios públicos y espacios públicos: falta grave o leve según su intensidad [art. 140.2.e)]. — Perturbación relevante de la convivencia que afecte de manera grave, inmediata y directa a la tranquilidad o al ejercicio de derechos legítimos de otras personas, al normal desarrollo de actividades de toda clase conformes con la normativa aplicable o a la salubridad y ornato público (no derivados de alteraciones de la ley de seguridad ciudadana): falta muy grave [art. 140.1.a)]. — Perturbación causada a la salubridad y ornato públicos: falta grave o leve, según su intensidad [art. 140.2.6)]. — Perturbación ocasionada en la tranquilidad o en el pacífico ejercicio de los derechos de otras personas o actividades: falta grave o leve, según su intensidad [art. 140.2.a)]. Comparando ahora los artículos 139 y 140 detectamos las siguientes discordancias: Primera, en el artículo 140.2.6) se alude a la salubridad y ornato públicos, que no aparecen en el art. 139. Segunda, las relaciones de convivencia aludidas en el art. 139 comprenden muchos más supuestos de los que aparecen en el artículo 140 (actividades molestas, insalubres, nocivas y peligrosas, medioambiente, entre otras). Y en ellas es donde se abre una brecha para la segunda de las hipótesis interpretativas enunciadas (suponiendo, naturalmente, que no estén reguladas en la ley sectorial o no se quiera incluir todas estas posibilidades en la fórmula amplísima del artículo 149.1.a): perturbación de la tranquilidad o el ejercicio legítimo de otras personas o actividades). Volviendo al esquema, puede reformularse ahora en unos términos más sencillos en torno a los cuatro tipos de conductas ilícitas: A) Impedimentos (del uso de un espacio público, del uso de un servicio público y del normal funcionamiento de un servicio público): es siempre falta muy grave. B) Grave obstrucción al normal funcionamiento de un servicio público: es siempre falta muy grave, aunque curiosamente nada se dice sobre la tipificación y consecuencias de una obstrucción no grave. C) Deterioro (daños) grave y relevante de los elementos de un servicio público: falta muy grave. Si no es grave y relevante será falta grave o leve según su intensidad. D) Perturbación relevante de la convivencia que afecte de una manera grave, inmediata y directa a la tranquilidad o a la salubridad y ornato públicos o al ejercicio de derechos legítimos de otras personas o al normal desarrollo de actividades de toda clase: siempre falta muy grave; y en otras variantes de perturbaciones, falta grave o leve según su intensidad. La Ley 57/2003 ha supuesto, en suma, un gran paso hacia la normalización de la potestad sancionadora de los Entes locales, cuyo ejercicio se ha clarificado sustancialmente al ampliar el alcance tipificador de las Ordenanzas locales y, sobre todo, al librarse del pecado original de su inconstitucionalidad. Por así decirlo, se ha sanado a los ayuntamientos de la esquizofrenia en que vivían puesto que se veían forzados a simultanear un ejercicio muy activo de sus facultades sancionadoras pero bajo una constante amenaza de anulación de las sanciones que imponían cuando el infractor, sin molestarse en negar los hechos, invocaba ante los tribunales la violación de la reserva legal. La liberación de tal amenaza no impide desconocer que el futuro no ha de ser, al menos al principio, nada pacífico debido en gran parte a la pésima redacción del texto. Porque unos criticarán las zonas que ha dejado de cubrir y otros, los más, le acusarán de inconstitucional en la medida en que ha ido demasiado lejos y, por querer abarcar mucho, ha metido de contrabando unos criterios mínimos de antijuridicidad que en rigor no son tales y corren el riesgo de ser descubiertos y decomisados en la aduana del Tribunal Constitucional en cuanto se interponga el primer recurso de amparo (dado que ya se ha dejado pasar la oportunidad de impugnar la ley directamente por incons-

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titucionalidad). Tal como ha resumido últimamente José Luis C A R R O ( 1 4 1 ) , «hubiese sido muy conveniente una mejor redacción del artículo 141 para determinar con total seguridad si la multa es el único tipo de sanción que, como regla general, pueden imponer las Ordenanzas, con exclusión de otro tipo de sanciones (revocación o suspensión de una actividad, prohibición de uso o acceso a instalaciones, etc.), las cuales, por cierto, siempre podían venir previstas, para concretos supuestos, en las correspondientes leyes sectoriales. Por otro lado, tampoco el citado artículo 141 distingue las Entidades locales en función de su población, como hacía el antiguo artículo 59 del texto refundido de 1986, lo cual significa que todos los municipios, incluidos los de población más exigua, pedían incluir en sus Ordenanzas las sanciones previstas en el mismo hasta su límite máximo». En definitiva, la Ley 57/2003 ha cambiado el esquema de la normativa tipificante, ya que ahora la tradicional cobertura legal se desdobla en dos variantes: una es aquella en la que la ley sectorial regula el tipo y determina las condiciones a las que tiene que sujetarse la ordenanza para su desarrollo; y la otra, de nuevo establecimiento (para supuestos de ausencia de ley sectorial), en la que la LBRL establece los criterios mínimos, que luego son desarrollados por la Ordenanza. Retomando el planteamiento desde su principio tenemos que «el problema específico de los Entes locales» pudo tener una solución muy simple de haberse aceptado la sugerencia doctrinal tal como hizo el Tribunal Supremo en 2003. Las cosas no han ido, sin embargo, por ahí y se ha preferido una intervención legislativa especial siguiendo las líneas marcadas por el Tribunal Constitucional. En su consecuencia, el panorama actual es complejo ya que se han diferenciado nítidamente los regímenes de reserva legal según que se trate de la potestad sancionadora del Estado y de las Comunidades Autónomas (que precisan de una previsión legal especifica eventualmente desarrollada luego por un reglamento) o de la potestad sancionadora de los entes locales, cuyo régimen, por su parte, vuelve a subdividirse en dos variantes. Si existe una previsión expresa en una ley sectorial, el ejercicio de la potestad sancionadora local es el mismo que el del Estado; si no existe tal ley, los ayuntamientos pueden acudir a una normación directa a través de Ordenanzas al amparo de los articulos 148 y 149 de la LBRL (versión introducida por la Ley 57/200). Con la consecuencia final de que si los comportamientos no están legalmente cubiertos por ninguna de estas formas, no existe infracción ni puede ser la conducta legalmente sancionada. Nótese, por tanto, que la situación relativa se ha invertido. Porque si antes la posición de los Entes locales era inequívocamente desfavorable, ahora están en mejores condiciones que los órganos estatales y autonómicos ya que pueden tipificar directamente las infracciones, al menos cuando han tenido la fortuna de escapar a una regulación legal sectorial. . . En su consecuencia, a partir de 2004 las posibilidades normativas municipales tipificadoras en Ordenanza de infracciones administrativas pueden sistematizarse en los siguientes términos: A) Con previa ley sectorial tipificante (con o sin reglamento intermedio): pueden desarrollar los tipos de la forma convencional. Aquí la única peculiaridad nueva es la de que la tipificación legal puede hacerse o bien con el detalle tradicional o limitándose al establecimientos de los meros criterios mínimos de antijuridicidad permitidos expresamente por la doctrina del Tribunal Constitucional. B) Sin ley sectorial previa tipificante: son aplicables las flexibles disposiciones de los artículos 139 y 140 en su versión reformada. C) La cuestión que queda abierta todavía es la siguiente: quid cuando existe una ley sectorial tipificante previa en la que no se regulan de forma expresa aspectos ati-

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nentes a los Entes locales. En tal caso (examinado ya por HERNÁNDEZ LÓPEZ) caben dos interpretaciones alternativas: a) O bien se entiende que lo no regulado ha sido deliberadamente silenciado por la ley, en cuyo caso no cabe regulación por ordenanza al carecer ésta de cobertura legal, b) O bien aplicar aqui la fórmula de la LBRL, puesto que hay «defecto de normativa sectorial específica». La segunda tesis parece aconsejable por razones funcionales y de una mejor integración del Ordenamiento jurídico, aun reconociendo una incongruencia sistemática ya que en los aspectos de la ley con regulación detallada el margen de actuación de los ayuntamientos sería menor que en los no regulados. Paradoja que se explica porque el silencio no deliberado de la ley no debe entenderse como un castigo a los Entes locales, antes al contrario como una ampliación de sus facultades normativas tipificantes. Esto nos lleva a la cuestión problemática fundamental que no es otra sino la de determinar hasta qué punto la nueva regulación responde a las exigencias de la sentencia del Tribunal Constitucional (que dice es su inspiradora) o, si se quiere, hasta qué punto las disposiciones de los artículos 139 y 140 constituyen los invocados «criterios mínimos de antijuridicidad». Cuestión para la que Francisco VELASCO ( 2 0 0 4 , p. 8 1 ) tiene una respuesta negativa tajante: «Se puede cuestionar que el nuevo artículo 140 de la LBRL contiene criterios de tipificación, al menos formalmente, para cualquier posible contravención de ordenanzas municipales. Los criterios descritos son tan amplios y comprensivos que abarcan todos los ámbitos de la actividad municipal y, por tanto, todos los ámbitos de regulación por Ordenanza. Pero considerar como criterio mínimo de antijuridicidad, entre otros, la perturbación del normal funcionamiento de un servicio público es tanto como dejar vacía de sentido la exigencia de reserva de ley. Más parece que con los criterios fijados en el artículo 140 de la LBRL el legislador local ha cumplido con lo que a él correspondía: fijación de normas básicas sobre el régimen jurídico de la Administración local. Ha colaborado al cumplimiento de la reserva de ley; pero no ha satisfecho plenamente esa reserva de ley, precisamente porque el título competencial invocado (art. 1 4 9 . 1 . 1 8 de la Constitución) le impide ir más allá». En opinión de este autor, por tanto, la fórmula de la nueva ley es incorrecta o al menos insuficiente dado que el Tribunal Constitucional mantiene la exigencia de una ley sectorial previa aunque, eso sí, «flexibilizada», es decir, reducida al establecimiento de criterios mínimos de antijuridicidad y es el caso que lo que ha hecho la Ley 57/2003 es suplantar a las leyes sectoriales específicas por una ley de régimen local, que da cobertura a cualquier infracción prevista en la Ordenanzas. Esta tesis, de exquisita factura hermenéutica formal, es plausible desde luego, pero estremece pensar que a su amparo pueda reabrirse una vieja polémica que durante tantos años ha quebrantado la cabeza de los juristas teóricos y torturado a los prácticos que no veían forma de aclarar sus dudas e inseguridades. Aunque sólo fuera por esto más valdría seguir la interpretación, aunque sea menos sutil, de que los legisladores sectoriales estatal y autonómico conservan abierta la puerta de tipificar las infracciones de su materia —o, si lo prefieren, establecer criterios mínimos de antijuridicidad— pero sin que ello suponga invalidar los criterios, ciertamente poco fiables pero desde luego operativos, de la LBRL. Lo anterior está en conexión con la sospecha de que la ley, al identificar la atribución de consecuencias materiales con la atribución de potestades normativas tipificantes (o si se prefiere, el entender comprendidas éstas en aquélla) ha unlversalizado el ejercicio de la potestad en contra de lo declarado de forma expresa por la sentencia del Tribunal Constitucional. La verdad es que este reproche resulta formalmente infundado y para comprobarlo basta leer el rótulo del artículo 139: «tipificación de

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infracciones y sanciones en determinadas materias», es decir, sólo en ellas, lo que excluye la generalización total. Otra cosa son, no obstante, sus efectos prácticos porque, habida cuenta de la ambigüedad de los criterios, es evidente que en ellos caben prácticamente todas las materias de competencia locales, aunque LASAGABASTER (2004,171) ponga ejemplos de materias no incluidas hasta el punto de llegar a la conclusión que «si se atiende a algunos de los casos en los cuales los tribunales se han pronunciado sobre el ejercicio de la potestad sancionadora por parte de las autoridades locales se constata que en una serie de supuestos sería difícilmente sostenible que la Ley 57/2003 les diera cobertura». La astucia del legislador consiste, por tanto, en haber ampliado la potestad normativa sancionadora municipal respetando formalmente los límites establecidos por el Tribunal Constitucional. VI. ATRIBUCIÓN DE LA SANCIÓN 1.

TIPIFICACIÓN DE SANCIONES Y SU CORRESPONDENCIA CON LAS INFRACCIONES

El mandato de tipificación tiene dos vertientes: dado que no sólo la infracción sino también la sanción ha de estar debidamente prevista en la norma que, mediando reserva legal, ha de tener rango de ley. Con remisión o sin ella, una vez realizada la tipificación de las infracciones, las normas han de atribuirlas unas sanciones determinadas, estableciendo la correlación entre unas y otras. Operación que se realiza a través de distintas técnicas: En unos casos, los menos, se atribuye directa e individualmente una sanción a cada infracción. Pero, por lo común, la ley procede de una manera genérica y no concreta, operando no con infracciones y sanciones singulares sino con grupos de unas y otras, que permiten evitar el prolijo detallismo de una atribución individualizada: lujo éste que sólo se pueden permitir la leyes penales por gracia del reducido repertorio de sus ilícitos; pero que resulta imposible cuando se tienen que manejar centenares de tipos de infracción (y, para mayor dificultad, muchas de ellas tipificadas por remisión). A tal efecto, la norma subsume —así lo determina ahora el artículo 129.1 de la LPAC— el repertorio de infracciones en un breve escalado de clases genéricas (muy graves, graves y leves) y, a continuación, atribuye a cada una de estas clases de infracciones una correlativa clase de sanción en la que se han agrupado los distintos tipos de medidas represivas concretas. Ni que decir tiene que este enorme esquematismo implica un fuerte apoderamiento de facultades a los operadores jurídicos, cuyo margen de actuación se amplía de manera sensible y en la misma medida en que la norma renuncia a su aplicación automática. La Administración, en efecto, después de haber constatado los hechos y sus circunstancias, ha de proceder de la siguiente manera: a) Subsunción de la actuación en un tipo normativo de infracción, tí) Subsunción del tipo en una clase de sanción, c) Determinación de la correlación entre la clase de infracción y la clase de sanción, d) Atribución de una sanción concreta escogida entre las que se encuentran en la clase. Veamos ahora todo esto con un poco más de detalle y centrándonos obviamente en las clases de infracciones, dado que las sanciones no son objeto de estudio en el pre-

sente volumen. Las clasificaciones normativas de los distintos tipos de infracciones pueden hacerse con arreglo a criterios materiales, según el contenido de cada una de ellas, o —lo que es más frecuente— con arreglo a las circunstancias concurrentes en cada infracción, es decir, que el mismo hecho será clasificado de grave o leve en atención, por ejemplo, a la «reincidencia, negligencia o riesgo» (art. 35 de la Ley General de Sanidad de 25 de abril de 1986) o «atendiendo a los criterios de nesgo para la salud,

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posición en el mercado del infractor, cuantía del beneficio obtenido, grado de intencionalidad, gravedad de la alteración social producida, generalización de la infracción y reincidencia» (art. 35 de la Ley del Consumo) o, en fin, a la «intensidad» de la perturbación producida como señala en términos generales el artículo 140 de la LBRL. Huelga decir, sin embargo, que estas circunstancias, por ser rigurosamente singulares, no son susceptibles de ser tenidas en cuenta en una clasificación genérica (salvo en el caso de daños producidos, que sí pueden servir a tales efectos) y, de hecho, se trata de una operación que ha de realizar la Administración en el acto individual de subsumir el hecho en uno de los escalones de cada categoría abstracta. Con frecuencia, el escalón más bajo de esta clasificación bipartita (graves y leves), tripartita (muy graves, graves y leves, que es actualmente la ordinaria) o cuadripartita (muy graves, graves, menos graves y leves) se tipifica —como ya se ha expuesto prolijamente antes— por simple remisión, es decir, que la ley después de haber tipificado de forma positiva todas y cada una de las infracciones calificadas como graves o muy graves, cierra la lista con una remisión en blanco para las infracciones leves, de tal manera que las infracciones que no aparezcan expresa, positiva y directamente tipificadas se consideran leves. Esta técnica de remisión residual—de la que ya hemos visto ejemplos en páginas anteriores— es muy antigua, pues ya aparecía por ejemplo en la vieja Instrucción General de Sanidad Pública de 12 de enero de 1904, en cuyo artículo 203 se declaraba que «se considerarán faltas leves las cometidas por particulares o facultativos, infringiendo cualquier práctica o disposición de las que, accidentalmente prescritas por los inspectores o cualquier otra autoridad con atribuciones para dictarlas, no estén taxativamente especificadas en los artículos anteriores». Casi un siglo después, la moderna Ley de 26 de diciembre de 1987 reguladora de la potestad administrativa sancionadora en materia de juego conserva la misma fórmula aunque con un aditamento que pretende, sin lograrlo, introducir una nueva precisión: Son infracciones leves las acciones u omisiones no tipificadas como infracciones graves o muy graves en la presente ley que en función de la normativa vigente supongan el incumplimiento de normas de orden público, o sean causa de perjuicios a terceros, o dificulten la transparencia de desarrollo de los juegos o la garantía de que no puedan producirse fraudes o sean obstáculo para el control y la contabilidad de las operaciones realizadas [art. 4],

Una vez clasificadas las infracciones, la ley atribuye seguidamente a cada escalón de ellas un paquete de «sanciones», que suele ser flexible, de tal manera que la Administración, a la vista de las circunstancias de cada caso, señala la sanción concreta dentro del abanico legalmente previsto. La correspondencia, legalmente establecida, entre infracciones y sanciones es imprescindible, de tal manera que, si se ha tipificado correctamente la infracción pero no se le ha atribuido la correspondiente sanción, no puede imponerse una sanción concreta. Así lo ha visto la inteligente, aunque discutible, STS de 9 de noviembre de 1993 (Ar. 8954; Lescure). Impugnada una sanción impuesta al amparo de un Reglamento (el Real Decreto 1.095/1989), la sentencia de instancia entiende que este último tiene cobertura legal en la Ley 4/1989, en cuanto que en ella se prohibía la acción del infractor. Se trata, pues, de un inequívoco reconocimiento implícito de la tipificación indirecta, que en este libro con tanta insistencia se está defendiendo. El Tribunal Supremo confirma la posibilidad de esta forma de tipificación de infracciones, aunque precisa a renglón seguido que ello no es bastante para entender cumplidas las exigencias del principio constitucional de legalidad, pues aunque se entendiera respetada la reserva legal en la definición del ilícito, a pesar

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de que figura en el repertorio de infracciones que se describen en el articulo 38 de la ley a no ser que se considere incluida en el apartado 13 que tipifica como infracciones el incumplimiento de los requisitos, obligaciones o prohibiciones establecidos en la propia ley. se trataría de una infracción no clasificada por la ley en leve, menos grave, grave o muy grave, según resulta del articulo 39, que se limita a calificar como muy graves a tres de las infracciones definidas en el articulo anterior, estableciendo en cuanto a las demás los criterios para su calificación, de donde resulta que la calificación como grave de la infracción no se ha hecho por ley, sino por Reglamento, en clara vulneración del artículo 25.1 de la Constitución, con arreglo al cual no sólo debe figurar en la ley la definición de ¡os ilícitos y de las sanciones, sino también el establecimiento de la correspondencia necesaria entre aquéllos y éstas.

Sea como fuere, el mecanismo no individualizado de atribución de sanciones descansa, como más atrás se ha indicado ya, en un amplio margen que se deja a disposición de los operadores jurídicos y, además, en el principio de la proporcionalidad entre infracciones y sanciones que ha de inspirar tanto la actuación concreta de la Administración sancionadora como las actividades de control que ejercen los Tribunales sobre las decisiones concretas de aquélla. El artículo 2 del REPEPOS ha intentado, en los siguientes términos, lograr un punto de equilibrio entre el principio de legalidad y el imprescindible margen de actuación administrativa: 1. La aplicación de las gradaciones reglamentarías de los cuadros de infracciones y sanciones legalmente establecidas deberá atribuir a la infracción cometida una sanción concreta y adecuada, aun cuando las leyes prevean como infracciones los incumplimientos totales o parciales de las obligaciones o prohibiciones establecidas en ella. 2. Asimismo, las Entidades que integran la Administración Local, cuando tipifiquen como infracciones hechos y conductas mediante ordenanzas, y tipifiquen como infracción de ordenanzas el incumplimiento total o parcial de las obligaciones o prohibiciones establecidas en las mismas, al aplicarlas deberán respetar en todo caso las tipificaciones previstas en la ley.

La circunstancia, ya señalada, de que en el Derecho Administrativo Sancionador, a diferencia de lo que sucede en el Derecho Penal, no haya una correspondencia individualizada entre el ilícito y su castigo, sino que se establece una correlación de escalados de infracciones y sanciones, da origen a una proliferación de técnicas normativas tipificadoras, que no siempre son admitidas por los Tribunales. Así, la STS de 17 de marzo de 1983 (Ar. 9856; Cáncer), después de establecer genéricamente que «el principio de legalidad exige la predeterminación normativa de las sanciones, de forma que no se produzcan situaciones de inseguridad respecto de las que resulten aplicables», precisa que el artículo 8 del Decreto 2.860/1978 vulnera tal exigencia dado que se limita a realizar una enumeración de las sanciones a imponer, así como a enumerar las sanciones que tipifica, catalogando a éstas en muy graves y graves, pero sin establecer la correspondencia necesaria entre aquéllas y éstas, ni graduar las sanciones, limitándose el precepto a indicar para las multas que su cuantía se ajustará a la cifra de su infracción o a la importancia del cargo que ostente el inculpado... Lo que supone conceder a la Administración unos márgenes de discrecionalidad que rebasan los limites constitucionales, que derivan del artículo 25.1

Tratándose de Entidades locales, la tantas veces citada STC 233/2001 ha extendido a la tipificación sancionadora su tesis de la flexibilidad al declarar que «del artículo 25.1 deriva la exigencia, al menos, de que la ley reguladora de cada materia establezca las clases de sanciones que pueden establecer las Ordenanzas municipales; tampoco se exige aquí que la ley establezca una clase especifica de sanción para cada clase de ilí-

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citos, sino una relación de las posibles sanciones que cada Ordenanza municipal puede predeterminar en Junción de la gravedad de los ilícitos que ella misma tipifica.

En este punto —al igual que en el caso de la tipificación de infracciones— la Ley 57/2003 ha desperdiciado la oportunidad que le había brindado la sentencia de 2001, limitándose a aludir a las multas, y no a otras sanciones posibles, en estos términos: «Salvo precisión legal distinta, las multas por infracción de Ordenanzas locales deberán respetar las siguientes cuantías. Infracciones muy graves, hasta 3.000 euros. Infracciones graves, hasta 1.500 euros. Infracciones leves, hasta 750 euros». Para terminar este apartado resulta útil acudir una vez más al resumen didáctico que la STC 100/2003, de 2 de junio, ha hecho de la doctrina consolidada de este tribunal, desarrollado en esta ocasión al hilo de su evolución cronológica: Resumiendo nuestra doctrina en esta materia, en el Fundamento Jurídico 6.° de la STC 113/2002, de 9 de mayo, hemos puesto de relieve que la necesidad de que la ley predetermine suficientemente las infracciones y las sanciones, así como la correspondencia entre unas y otras, no implica un automatismo tal que suponga la exclusión de todo poder de apreciación por parte de los órganos administrativos a la hora de imponer una sanción concreta. Así lo ha reconocido este Tribunal al decir en su Sentencia 207/1990, de 17 de diciembre, que el establecimiento de dicha correspondencia puede dejar márgenes más o menos amplios a la discrecionalidad judicial o administrativa; lo que en modo alguno puede ocurrir es que quede encomendada por entero a ella, ya que ello equivaldría a una simple habilitación en blanco a la Administración por norma legal vacía de contenido material propio, lo cual contraviene frontalmente las exigencias constitucionales.

2.

PROPORCIONALIDAD

El principio de proporcionalidad se incardina sistemáticamente en el ámbito de las sanciones, mejor que en la de las infracciones, y ha sido objeto de importantes estudios pormenorizados como los de T O R N O S ( 1 9 7 5 ) , G A R B E R I ( 1 9 8 9 , 9 3 - 9 9 ) y D E L R E Y ( 1 9 9 0 , 6 4 - 6 9 ) entre otros. Además, y sin peijuicio de que es ahora cuando vamos a examinarle con cuidado, conviene anotar que volveremos a encontrarnos con él en el capítulo noveno desde la perspectiva de su incidencia en la prohibición de bis in idem. En el Derecho español la proporcionalidad de las medidas de la intervención administrativa es un principio muy viejo positivizado ya en el Reglamento de Ser/icios de las Corporaciones Locales y que en los últimos años se ha revitalizado bajo influencias extranjeras y fundamentalmente del Derecho Comunitario europeo. Su ámbito es muy extenso según se desprende del documentado trabajo de José Ignacio L Ó P E Z G O N Z Á L E Z (El principio general de proporcionalidad en Derecho Administrativo, 1988), siendo la materia sancionadora una de sus manifestaciones más interesantes. En opinión de G A R B E R I ( 1 9 8 9 , 9 3 ) son sus notas las de «la imprescindibilidad del acto sancionador para lograr el fin propuesto, la adecuación de la medida aplicada para obtenerlo, la necesidad de establecer criterios cuyo tratamiento permita conocer el grado de peijudicialidad o dañosidad de cada medida de las de posible adopción, o la concordancia entre la entidad de dicha medida y la importancia del objetivo que la justifica». Y , según precisa Z O R N O Z A ( 1 9 9 2 , 1 1 1 ) , el principio tiene una funcionalidad doble: «como criterio para la selección de los comportamientos antijurídicos merecedores de la tipificación como delitos o infracciones, postulando en el ámbito que nos ocupa que la tipificación como infracción quede reservada para aquellos supuestos en que el restablecimiento del orden jurídico alterado por el comportamiento ilícito no puede ser realizado por otros medios» y, además, «como límite a la actividad administrativa de deter-

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minación de las sanciones, sin que por tanto exista posibilidad alguna de opción libre, sino una actividad vinculada a la correspondencia entre infracción y sanción». Dicho sea con otras palabras, el principio opera en dos planos: en el normativo, de tal manera que las disposiciones generales han de cuidarse de que las sanciones que asignen a las infracciones sean proporcionales a éstas; y en el de aplicación, de tal manera que las sanciones singulares que se impongan sean igualmente proporcionales a las infracciones concretas imputadas. Siendo aquí de subrayar la omnipresencia , por así decirlo, de este principio puesto que actúa en todas las fases o eslabones de la cadena sancionadora. Primero aparece en la ley y sirve como criterio para que el Tribunal Constitucional controle si las sanciones previstas por el legislador son efectivamente proporcionadas a las infracciones a que se atribuyen. Luego vuelve a aparece en el reglamento y con la misma función. En tercer lugar, ya en la fase aplicativa, la Administración tiene que ponderar la proporcionalidad de la sanción concreta que escoge dentro del repertorio que le ofrece la norma tipificante. Pues bien, si pensamos entonces en la amplitud del abanico de sanciones que la ley atribuye a una misma clase de infracciones como prueba de la confianza que otorga a la Administración —o, si se quiere, forzada por la imposibilidad de prever en abstracto las circunstancias concurrentes en una acción concreta—, puede comprenderse la importancia práctica de este principio. La STS de 26 de marzo de 2001 (3.a, 4.a, Ar. 6608) ha insistido con especial énfasis en la operatividad del principio de proporcionalidad en el nivel normativo: El principio de proporcionalidad rige en el Derecho Administrativo Sancionador no sólo en el ejercicio concreto de la potestad sancionadora, al dictar el acto de imposición de la sanción, sino también al establecerse la correspondiente previsión normativa, de manera que no resulta ajustada al Ordenamiento jurídico aquella que exaspera o exacerba la sanción imponiendo, en todo caso, la multa en el grado mínimo permitido por la legislación vigente, con independencia de cuál es la gravedad de la infracción que se corresponde. O dicho en otros términos, en la determinación normativa del régimen sancionador, y no sólo en la imposición de sanciones por las Administraciones Públicas, se debe guardar la debida adecuación entre la gravedad del hecho constitutivo de la infracción y la sanción aplicable.

El artículo 131.3 de la LPAC ha recogido el «principio de proporcionalidad» en los siguientes términos: En las determinaciones normativas del régimen sancionador, así como en la imposición de sanciones por las Administraciones Públicas, se deberá guardar la debida adecuación entre la gravedad del hecho constitutivo de la infracción y la sanción aplicada, considerándose especialmente los siguientes criterios para la graduación de la sanción a aplicar: a) La existencia de intencionalidad o reiteración. b) La naturaleza de los peijuicios causados. c) La reincidencia, por comisión en el término de un año de más de una infracción de la misma naturaleza cuando asi haya sido declarado por resolución firme.

La aplicación de estos criterios puede tener un indebido efecto «reduplicativo» cuando ya se han tenido en cuenta a la hora de calificar la infracción. Piénsese, por ejemplo, en la intencionalidad: una circunstancia que puede operar como elemento del tipo y que luego vuelve a aparecer en la graduación de la sanción, aunque tampoco debe olvidarse que estos criterios son ambivalentes en el sentido de que puden servir tanto para agravar como para atenuar la sanción. El trascrito artículo 139.3 no se preocupa —ni tenía por qué hacerlo— de detimr la «reiteración» y la «reincidencia» sino que se remite a las n o c i o n e s doctrinales o legales comunes. El problema está en que —según ha denunciado IZQUIERDO

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(en JA, 2001)— la ley administrativa utiliza la figura de la reiteración cuando ésta ya ha desaparecido del Código Penal, lo que significa remisión al vacío. La STSJ de Baleares, de 11 de unió de 1999 (Ar. 1621), se ha preocupado de realizar el siguiente deslinde: CARRASCO

en el marco del Derecho Administrativo Sancionador la reiteración se distingue de la reincidencia únicamente en que aquélla comprende infracciones cometidas incluso con una diligencia temperal superior a un año y es ambién independiente de que dichas infracciones participen o no de la naturaleza de lo considerado en lo que se quieren hacer valer los efectos agravatorios.

Sin peijuicio de la atención de estos criterios generales, es frecuente que en la legislación sectorial aparezcan otras indicaciones complementarias o más precisas. Así, en el Texto Articulado de la ley de Tráfico de 2 de marzo de 1990 se declaró que «las sanciones previstas en esta ley se graduarán en atención a la gravedad y trascendencia del hecho, a los antecedentes del infractor y al peligro potencial creado» (art. 11.1). Siendo de notar aquí el efecto duplicador que se concedió al peligro, puesto que no sólo gradúa la sanción dentro del escalón atribuido a la infracción, sino que, además y previamente, la ley se había servido del mismo para clasificar la infracción, como declaraba el artículo 65.5: «tendrán la consideración de muy graves las infracciones a que hace referencia el número anterior, cuando concurran circunstancias de peligro [...] o puedan constituir un riesgo añadido y concreto al previsto para las graves en el momento de cometerse la infracción». De esta manera, el peligro actuaba dos veces: primero, para calificar de muy grave la infracción (elevando con ello el escalón sancionador atribuido) y luego para graduar la sanción colocándola en la parte superior del escalón. Duplicidad de efectos que no parece recomendable. Los criterios legales de graduación son variadísimos. Con frecuencia se refieren a la cuantía de los daños y el artículo 24 de la Ley de Seguridad Ciudadana utiliza los siguientes para la calificación de faltas muy graves: «entidad del riesgo producido o del peijuicio causado, o cuando supongan atentado contra la salubridad pública, hubieren alterado el funcionamiento de los servicios públicos, los transportes colectivos o la regularidad de los abastecimientos, o se hubieren producido con violencia o amenazas colectivas». Singular interés ofrece a este propósito la LPSPV, en cuya Exposición de Motivos se señala acertadamente que la proporcionalidad tiene dos aspectos: «el que atiende a la posición individual del sancionado y hace a las circunstancias que determinan el grado de antijuridicidad de su acción y el que se coloca en la perspectiva del logro del interés general buscando la protección, a través de la prevención, del bien jurídico considerado. Una sanción justa es la que conjuga armoniosamente estos dos aspectos, lo que es proporcional a la gravedad de la infracción y al fin perseguido». Por su parte, el artículo 11.1 del texto declara que Las normas configuradoras de los distintos regímenes sancionadores fijarán las sanciones que correspondan a cada infracción o categoría de infracciones, en atención al principio de proporcionalidad, considerando tanto ta gravedad y naturaleza de las infracciones como las peculiaridades y finalidad de la regulación material sectorial de que se trate, y procurando que la comisión de las infracciones tipificadas no resulte más beneficiosa para el infractor que el cumplimiento de las normas infringidas.

Este precepto no puede ser más sensato, ciertamente, pero su operatividad parece dudosa desde el momento en que está dirigido al legislador futuro y es dudoso que éste se sienta vinculado siempre a un mandato aparente que en realidad no es más que una recomendación.

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La natural imprecisión del principio no ha escapado ciertamente a la Jurisprudencia y, así, la sentencia de 22 de septiembre de 1982 (Ar, 5480; Díaz Eimil) se ha encargado de recordar que «siendo el concepto de proporcionalidad de la sanción, por su propia naturaleza, difícilmente concretable en términos de gran especificación y singularidad hasta el punto que su aplicación, en último término, tiene que venir fundamentada en una apreciación conjunta de las circunstancias objetivas y subjetivas que integran el presupuesto de hecho sancionable». Esta conjunción de «circunstancias objetivas y subjetivas» coloca la cuestión ante el dilema de lo reglado y lo discrecional, que la jurisprudencia ha afrontado jurídicamente, puesto que hay sentencias para todos los gustos. Cuando se admite lo discrecional, ello no excluye naturalmente el control judicial, pero no está muy claro hasta dónde puede alcanzar. Los tribunales reconocen una y otra vez que no pretenden sustituir la discrecionalidad administrativa por la judicial y que deben limitarse a anularla si se ha ejercido incorrectamente. Ahora bien —tal como ha observado sensatamente IZQUIERDO C A R R A S C O — «basta echar un vistazo a los repertorios de jurisprudencia para ver que la realidad es muy distinta». En un orden muy distinto de consideraciones, es de recordar que para el Tribunal Constitucional no existe un derecho fundamental a la proporcionalidad abstracta de la sanción con la gravedad de la infracción (S. 22 de mayo de 1986). Lo que significa que la eventual infracción del principio no es susceptible de recurso de amparo. Con la consecuencia de que, como ha observado GARBERI ( 1 9 8 9 , 9 5 ) , «se genera un no deseable contrasentido: las vulneraciones, por estar amparadas en el Convenio de Roma, pueden evidenciarse a través del recurso individual ante la Comisión y el Tribunal Europeo de Derechos Humanos y no ante el Tribunal Constitucional español, con lo que el agraviado por un acto de un poder público habrá de recabar la tutela de su derecho allende de nuestras fronteras». La Sentencia 136/1999 alteró, no obstante, la doctrina anterior en un caso fuertemente politizado y que, por ello, hay que examinar con precaución ya que su doctrina es difícilmente generalizable. Por lo pronto, desde el punto de vista procesal quiebra la doctrina tradicional de que «no constituye en nuestro Ordenamiento constitucional un canon de constitucionalidad autónomo cuya alegación pueda producirse de forma aislada respecto de otros preceptos constitucionales (sino que) opera esencialmente como un criterio de interpretación que permite enjuiciar las posibles vulneraciones de concretas normas constitucionales... siempre que entre el fin perseguido y los medios empleados para conseguirlo... implique un sacrificio excesivo o innecesario de los derechos que la Constitución garantiza» (STC 56/1996) y concretamente, no puede ser entendido como «un derecho fundamental a la proporcionalidad abstracta de la pena con la gravedad del delito» (STC 65/1986). El método consiste en ir comprobando sucesivamente o) si la relevancia de los fines protegidos por la norma cuestionada es suficiente para justificar su propia existencia; b) si la conminación en ella contenida constituye una medida idónea para alcanzar tales fines; c) si es necesaria a tal efecto; y d) si se da en ello una proporcionalidad entre la gravedad del delito y la entidad de la pena». Pues bien, en esta sentencia es cuando por primera vez se responde afirmativamente y sin ambajes a estas cuestiones. El Tribunal Supremo, por su parte, ha hecho suyas las posturas del Tribunal Constitucional y en su sentencia de 26 de febrero de 2003 (3.a, 7.a, Ar. 4099) ha advertido que su discusión no es admisible ni en un recurso de amparo ni en el proceso de la ley de protección jurisdiccional de los derechos fundamentales de la persona habida cuenta de que tal cuestión «no constituye un canon de constitucionalidad autónomo cuya alegación pueda producirse de forma aislada respecto de otros presu-

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puestos constitucionales [...] y no cabe deducir del artículo 25.1 de la Constitución un derecho fundamental aislado a la proporcionalidad abstracta de la pena». Por lo demás, el ámbito natural del principio de proporcionalidad no es tanto el del control de las normas como el de la imposición de sanciones, puesto que es forzoso que la Administración actúe con arreglo al mismo. Lo que sucede es que esta vertiente —tan bien estudiada por los especialistas (REBOLLO, BARCELONA)— pertenece a la «teoría de la sanción», según acaba de recordarse, y por ello no puede abordarse aquí con detalle. El gran riesgo que se corre con este principio es el de que el Tribunal, al aplicarlo, sustituya con su criterio propio las reglas de adecuación establecidas por el legislador (el estilo de lo que se hace en el art. 131 de la LPAC). De este peligro advierte la STC de 25 de mayo de 1986: «En principio, el juicio sobre proporcionalidad de la pena, prevista por la ley con carácter general, es de competencia del legislador. A los Tribunales de Justicia sólo les corresponde, según la Constitución, la aplicación de las leyes y no verificar si los medios adoptados por el legislador para la protección de los bienes jurídicos son o no adecuados a dicha finalidad, o si son o no propiciados en abstracto». La realidad de este riesgo se comprueba en algunas sentencias del Tribunal Supremo, como en la de 5 de junio de 1992 (Ar. 4624; Sanz Bayón), en la que el voto particular de GARCÍA MANZANO denuncia cabalmente que la sentencia ha olvidado que «debe prevalecer el principio de la seguridad jurídica y de la lex certa que requiere la potestad sancionadora sobre resultados de equidad» y que sólo puede aplicarse el principio de proporcionalidad en los casos de silencio de la norma. Porque, en definitiva, «la Jurisdicción no cumple funciones sustitutivas del legislador y ha de realizar, sí, interpretaciones integradoras, pero no suplir lo que entienda omisiones legislativas». Un significativo ejemplo de este abuso judicial puede verse en la jurisprudencia (estudiada por CANO, 2002, p. 207) dictada a propósito de la Ley de Tráfico y Seguridad vial 19/2001, de 19 de diciembre, cuyos artículos 65 a 72 tipifican una serie de infracciones graves y muy graves, a las que, además de una multa, se atribuye la sanción de suspensión del permiso o licencia de conducir que se impondrá «en todo caso» tratándose de faltas muy graves. Pues bien, no obstante lo cual, el Tribunal Supremo ha declarado con reiteración (16 de diciembre de 1989, Ar. 482; 6 de junio de 1990 (Ar. 4695), 19 de enero de 1991, Ar. 321,21 de mayo de 1991, Ar. 4695 y 16 de febrero de 1993, Ar. 1335) que la imposición de tal sanción no es automática sino que es preciso que el autor de la falta haya creado una situación de peligro concreto y que así se haya consignado en el boletín de denuncia y motivado de forma expresa en la resolución sancionadora; y hasta en ocasiones ha llegado a exigirse la existencia de antecedentes infractores en el autor. Pero todavía hay más: la potencialidad operativa del principio no sólo se extiende a todas las fases de la decisión sino que alcanza unos niveles procesales absolutamente inesperados, hasta tal punto que los tribunales, amparándose en la proporcionalidad, llegan hasta autoatribuirse unas facultades insólitas en materia de control de los hechos probados. La Sentencia de 7 de abril de 1982 (Ar. 2392; Botella) examina, en términos muy curiosos, el principio de la proporcionalidad desde una perspectiva procesal, comparando el nivel de exigencia de la prueba en los Derechos Penal y Administrativo Sancionador. En este último ámbito los hechos «sólo en cuanto concretos y probados son susceptibles de ser ponderados a efectos de servir de base a la correspondencia proporcional [de las sanciones]; pero así como en lo penal la prueba de aquellos hechos se produce mediante apreciación en conciencia por el Juzgador, y así también como la aplicación del principio de proporcionalidad dentro de márgenes atípicos es inasequible a la casación penal, resulta, por el contrario, que tales hechos o circuns-

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tancias —básicos o relevantes para graduar proporcionalmente a ellos la sanción— son asequibles al distinto instituto procesal de la revisión contencioso-administrativo a través de la prueba de aquellos hechos o circunstancias, que no es asimilable a la apreciada en conciencia privativa del juicio penal sino a la prueba tasada, que para el caso se trata de las presunciones de hecho». Vistas así las cosas nos encontramos, entonces, con una consecuencia inesperada: el Derecho Administrativo Sancionador ofrece en este punto mayores garantías al

inculpado que el Derecho Penal desde el momento en que no puede haber sanción sin una prueba de los hechos mucho más rigurosa en el primero que en el segundo, habida cuenta de la inadmisibilidad de la apreciación de los hechos «en conciencia». A lo que hay que añadir, además, lo que significa la posibilidad de una sencilla revisión de tales hechos, que puede realizar sin dificultad alguna el Tribunal Superior. 3.

DISCRECIONALIDAD

La graduación proporcional de las sanciones presupone la existencia de un margen de decisión que opere, aunque con intensidad suficiente, en todos los niveles. En el ámbito normativo el legislador tiene un margen amplísimo que sólo puede ser controlado por el Tribunal Constitucional cuando sus determinaciones sean irracionales, violen algún derecho fundamental o no sean congruentes con los fines proclamados. Menor, aunque también muy amplio, es el margen de los reglamentos, que en cualquier caso no pueden exceder de los límites señalados por la ley. El arbitrio judicial a la hora de atribuir sanciones está sometido a los límites generales propios del ejercicio de su arbitrio y en particular a la atención de las circunstancias del caso concreto y de sus relaciones con las tipificaciones normativas. Lo que aquí, con todo, más interesa es el alcance de la discrecionalidad administrativa (correlativa del arbitrio judicial); porque la discrecionalidad aplicativa es el complemento imprescindible de la proporcionalidad ya que cuando la ley no atribuye automáticamente una sanción concreta a una infracción, se pone en marcha la facultad discrecional de la Administración. Así se entiende ahora, al menos, aunque no puede ignorarse una línea jurisprudencial rigurosa y aislada que se ha atrevido a rechazar la presencia de este componente. Así la STS de 8 de diciembre de 2001 (3.a, 3.a, Ar. 6092) en términos muy rotundos sobre la llamada discrecionalidad técnica: la potestad sancionadora no se desenvuelve a través de una actuación administrativa que esté gobernada por [...] la discrecionalidad técnica: es, por el contrario, una actuación que ha de decidir sobre cuestiones jurídicas aplicando de manera reglada, no discrecional, conceptos, elementos, pautas y criterios prefijados en normas jurídicas. Es [...] una actuación que resuelve un problema jurídico en términos jurídicos, en la que los conocimientos científicos, artísticos o técnicos no son los que han de gobernar la decisión, sino tan sólo uno de los instrumentos que en algunos casos puede ser necesario para la conecta interpretación y aplicación de la norma jurídica tipificadora de las infracciones y sanciones. También es una cuestión jurídica a resolver en términos jurídicos la de decidir cuál debe ser en el caso concreto la sanción, dentro del abanico previsto por la norma, adecuada a la gravedad del hecho [...] La obligada aplicación del principio de proporcionalidad se traduce en una actuación reglada.

Y con alcance más general la de 25 de septiembre de 2003 (3.a, 7.a, Maurandi) La potestad sancionadora no tiene carácter discrecional y esto conlleva que, cuando para una determinada infracción haya legalmente previsto un elenco de sanciones, la imposición de una más grave o elevada de la establecida con el el carácter de mínima deberá ser claramente motivada

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DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR mediante la consignación de las específicas razones y circunstancias en que se funda la superior malicia o desidia que se tienen en cuenta para elegir ese mayor castigo. Así lo impone la interdicción de arbitrariedad del artículo 9.3 de la Constitución y también el principio de proporcionalidad.

La opinión contraria es, sin embargo, absolutamente dominante aunque ello no signifique que se tolere la arbitrariedad puesto que el indiscutible margen de actuación de la Administración está sujeto a dos tipos de límites: por un lado, ha de atenerse —materialmente— a la indicada proporcionalidad y, por otro, no ha de suponer una inhibición absoluta por parte de la norma. La STC 207/1990, de 17 de diciembre, admite, en efecto, «una correspondencia que, como bien se comprende, puede dejar márgenes más o menos amplios a la discrecionalidad judicial o administrativa, pero que en modo alguno puede quedar encomendada por entero a ella». La sentencia del

mismo Tribunal de 21 de marzo de 1990 va incluso más allá, puesto que declara la inconstitucionalidad de una sanción —referente, por cierto, a relaciones de sujeción especial— por considerar que la norma en que se apoyaba permitía «al órgano sancionador actuar con un excesivo arbitrio y no con el prudente y razonable que permitiría una debida especificación normativa». Para la STS de 6 de marzo de 2003 (3.a, 3.a, Ar. 3201) resulta inevitable otorgar al Tribunal de Defensa de la Competencia un cierto margen de apreciación para fijar el importe de las multas sin vinculaciones aritméticas a parámetros de dosimetría sancionadora rigurosamente exigibles (pues) la inevitable utilización de elementos de valoración referenciados a factores económicos de diversa naturaleza (cuotas de mercado, dimensiones de éste, efectos sobre los consumidores y otros similares) no convierte en absolutamente indeterminados los criterios para fijar la importancia de la infracción en cada caso. Se trata de criterios preestablecidos legalmente, de modo que las exigencias de previa determinación normativa se cumplen en la medida en que las empresas afectadas pueden, o deben, ser conscientes de que a mayor intensidad de la restricción de la competencia por ellas promovida mayor ha de ser el importe de la sanción pecuniaria, con los límites máximos que en todo caso fija el propio artículo 10.

El Tribunal Constitucional también ha insistido una y otra vez en el reconocimiento del arbitrio judicial a la hora de la concreción de las sanciones. Valga de ejemplo la Sentencia 113/2002, de 9 de mayo: La necesidad de que la ley predetermine suficientemente las infracciones y las sanciones, asi como la correspondencia entre unas y otras, no implica un automatismo tal que suponga la exclusión de todo poder de apreciación por parte de los órganos administrativos a la hora de imponer una sanción concreta [...]. El establecimiento de dicha correspondencia puede dejar márgenes más o menos amplios a la discrecionalidad judicial o administrativa; pero lo que en modo alguno puede ocurrir es que quede encomendada por entero a ella, ya que ello equivaldría a una simple habilitación en blanco.

Por otra parte, las conexiones entre proporcionalidad y discrecionalidad son obvias. Como dice la STS de 16 de febrero de 1998 (3.a, 3.a, Ar. 1593), el principio de proporcionalidad tiene en el ámbito del Derecho Administrativo Sancionador una función relevante, no sólo en cuanto expresión de unos abstractos poderes de aplicación de la ley en términos de equidad, sino por la circunstancia de que las sanciones [...] se encuentran recogidas en forma sumamente flexible, lo que permite al órgano sancionador realizar una labor de adaptación a la mayor o menor gravedad del comportamiento; pero que también permite a los órganos jurisdiccionales controlar el uso correcto que se haya hecho de la potestad.

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Y en términos mucho más prolijos la STS de 10 de marzo de 2004 (3.a, 3.a, Ar. 2023) estima que no se trata de enjuiciar un supuesto de discrecionalidad técnica que requiera unos conocimientos específicos o criterios científicos para decidir la solución que se estime más adecuada en materias en que se usan parámetros no jurídicos, en los que evidentemente el control por los tribunales no puede hacerse, salvo en supuestos de arbitrariedad, error manifiesto, o irracionalidad. Por el contrario, la potestad sancionadora se ejercita con criterios estrictamente jurídicos, y, aunque es cierto que en la fijación de las sanciones se atribuye por la ley un cierto margen de discrecionalidad a la Administración al permitir graduarlas en atención a las circunstancias concurrentes, esta alternativa debe ejercerse respetando los principios generales del Derecho, y, entre ellos, el de igualdad y el de proporcionalidad, así como la motivación de las circunstancias que llevan a fijar el importe y duración de las sanciones pecuniarias o privativas de derechos. De aquí la importancia de la motivación que subraya la STS de 6 de febrero de 1998 (3.a, 4.a, Ar. 2193) cuando advierte que a «la aplicación (de la proporcionalidad) como elemento corrector de la sanción impuesta exige que se aduzcan concretas razones que, dentro de los márgenes previstos por la norma, evidencien su falta de correlación o adecuación a la gravedad de los hechos». 4.

ATRIBUCIÓN DE SANCIÓN Y CONTROL JUDICIAL

Las resoluciones administrativas de atribución de sanción, tanto si son regladas como discrecionales, pueden ser controladas posteriormente por los tribunales. Los tribunales utilizan el principio de proporcionalidad como instrumento que les

permite controlar

el

ejercicio

discrecional

de

la potestad sancionadora

de

la

Administración. De ello se ocupa con cuidado la Sentencia de 19 de mayo de 1981 (Ar. 1976; Pérez Fernández), con cita de una jurisprudencia todavía más minuciosa: [los preceptos debatidos] no pueden en base a la discrecionalidad interpretarse como libre arbitrio en función de razones de política económica sino como ejercicio de una actividad represora de conductas típicamente antijurídicas, donde el elemental principio de proporcionalidad entre la trascendencia del hecho con la entidad de las sanciones, principio informante del Ordenamiento Jurídico, al cual deben ajustarse en un Estado de Derecho todos los actos de la Administración Pública; proporcionalidad que debe ser tenida en cuenta a los fines de determinar la sanción en una revisión autorizada por cuanto que, como dice la Sentencia de 2 de febrero de 1979 (Ar. 2240), el extremismo de esa práctica legislativa y reglamentaria de poner en manos del Gobierno y de la Administración unas prerrogativas ilimitadas en la determinación cuantitativa de las multas es lo que fuerza a la Jurisdicción a no detenerse en la periferia de estos problemas [competencias y procedimientos] y a tener que adentrarse en las entrañas de los mismos penetrando en la forma de ejercitarse.

Conste, con todo, que esta potestad de control que los Tribunales contenciosoadxninistrativos de hecho se han autoatribuido no es obvia ni mucho menos y tampoco demasiado antigua, como recuerda la Sentencia de 10 de junio de 1981 (Ar. 2453; Pérez Fernández), cuando, sosteniendo —y con las mismas palabras— la tesis que acaba de transcribirse, advierte que «aunque no puede desconocerse la doctrina de este tribunal en tal sentido [el contrario], tampoco es posible silenciar otra posterior y muy reiterada doctrina que supera esa interpretación». La Sentencia de 2 de noviembre de 1981 (Ar. 4720; Botella) va más allá del control de la discrecionalidad de los actos administrativos sancionatorios individuales y utiliza la proporcionalidad para justificar, a lo largo de unas minuciosas considera-

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DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

ciones, el control de los Reglamentos, dado que «la potestad reglamentaria de la Administración no implica potestad originaria de castigar [...] y está sujeta a los principios comunes a todo Ordenamiento sancionador, como, por ejemplo, la gradación proporcional de las penas», de tal manera que si la Administración, dejando incompleto el desarrollo reglamentario que le incumbe, mantiene lagunas o vicios en cuanto a la regulación de la proporcionalidad en la aplicación de las sanciones, no puede ello implicar regresión a unas facultades discrecionales que no existen, por no existir en ella potestad originaria de imponer penas al ciudadano [...]; de donde se infiere que la disposición reglamentaria sancionadora debe especificar, no sólo limites cuantitativos en correspondencia a la gradación de la falta, sino además definir factores cualitativos de proporcionalidad, de tal manera que si la disposición sancionadora los omitiese, no por ello podrá interpretarse dicho silencio como autorizante de arbitrio administrativo inimpugnable, sino como remisión o implícito reenvío al principio de proporcionalidad, a cuyo tenor será factible la revisión contenciosa.

Ésta es también la actitud de la Sentencia de 6 de febrero de 1985 (Ar. 471; Martín Herrero) que anula la sanción por considerar que es insuficiente la cobertura prestada por un Reglamento que dejando en blanco tanto el límite de las sanciones como las que corresponden a cada tipo de infracción, se deja en manos de la Administración la facultad de imponer la sanción con toda la amplitud permitida, sean cuales sean los hechos cometidos, con lo que las facultades de la Administración no son discrecionales sino omnímodas.

En definitiva, para nuestra jurisprudencia el respeto a la proporcionalidad es uno de los límites más eficaces para el control de la discrecionalidad administrativa. La discrecionalidad sin proporción se convierte en arbitrariedad. Esta conexión natural

entre el principio y la discrecionalidad administrativa explica la prudencia con que el Tribunal Constitucional controla en este punto los eventuales excesos constitucionales de las leyes, aun reconociendo que tiene potestad para ello. Así aparece en su Sentencia 149/1991, de 4 de julio, en la que el tribunal se abstiene de controlar su ejercicio salvo excesos verdaderamente extraordinarios: el juicio sobre la proporcionalidad de la pena, tanto en lo que se refiere a la prec isión general en relación con los hechos punibles como a su determinación en concreto en atención a los criterios y reglas que se estimen pertinentes, es competencia del legislador en el ámbito de su política criminal y cuando no exista una desproporción de tal entidad que vulnere el principio del Estado de Derecho, el valor de la Justicia, la dignidad de la persona humana y el principio de culpabilidad.

Una vez que los jueces han comprobado la corrección formal del acto de atribución de la sanción pueden y deben extender su control a la corrección material de la aplicación del principio de la proporcionalidad que es en la práctica el punto más sensible de su intervención. Aquí no hay equívocos como tajantemente ha declarado la STS de 5 de marzo de 2001 (3.a, 3.a, Ar. 2386) para la que el principio de proporcionalidad en su vertiente aplicativa ha servido en la jurisprudencia como un importante mecanismo de control por parte de los tribunales del ejercicio de la potestad sancionadora de la Administración, cuando la norma establece para una infracción varias sanciones posibles o señala un margen cuantitativo para la fijación de la sanción pecuniaria; y así, se viene insistiendo en que el mencionado principio de proporcionalidad o de la individualización de la sanción para adaptarla a la gravedad del

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hecho, hacen de la determinación de la sanción una actividad reglada y, desde luego, resulta posible en sede jurisdiccional no sólo la confirmación o eliminación rigurosa de la sanción impuesta sino su modificación o reducción.

En términos más generales, para la STS de 28 de febrero de 2000 (3.a,7.a, Ar. 2655) si bien la Administración puede usar de una cierta discrecionalidad en la graduación de la sanción para acomodarla al conjunto de circunstancias concurrentes en la infracción, no es menos cierto que [...] el principio de proporcionalidad de la sanción no escapa al control jurisdiccional [...]. La discrecionalidad que se otorga a la Administración debe ser desarrollada ponderando en todo caso las circunstancias concurrentes al objeto de alcanzar la necesaria y debida proporcionalidad entre los hechos imputados y la responsabilidad exigida [...] (ya que) la proporcionalidad constituye un principio normativo que se impone como un precepto más a la Administración y que reduce el ámbito de sus potestades sancionadoras.

Y es que, como acertadamente había advertido ya la STS de 16 de febrero de 1998 (3.a, 3.a, Ar. 1593), el principio de proporcionalidad tiene en el ámbito del Derecho Sancionador una función relevante no sólo en cuanto expresión de unos abstractos poderes de aplicación de la ley en términos de equidad, sino por la circunstancia de que las sanciones [...] se encuentran recogidas en forma sumamente flexible, lo que permite al órgano sancionador realizar una labor de adaptación a la mayor o menor gravedad del comportamiento, pero que también permite a los órganos jurisdiccionales controlar el uso correcta que se haya hecho de la potestad.

VIL

INCUMPLIMIENTOS NO INFRACTORES E INFRACCIONES NO SANCIONABLES

Las peculiaridades más notables —o, al menos, las más polémicas— del principio de legalidad en el ámbito sancionador aparecen en las siguientes situaciones: cuando un incumplimiento no es tipificado legalmente como infracción y cuando una infracción no es conminada legalmente como sanción. A) Tal como ya sabemos, un incumplimiento de mandatos y prohibiciones es el núcleo de la infracción administrativa y así suele advertirse de forma expresa en las leyes sectoriales cuando tipifican como infracción «el incumplimiento de las disposiciones de esta ley». El problema aparece entonces cuando la norma secundaria se olvida —o no quiere— tipificar como infracción el incumplimiento de algo dispuesto en la norma primaria. Esta carencia admite dos interpretaciones: O bien se entiende que no tiene relevancia jurídica porque donde hay incumplimiento hay necesariamente infracción aunque la ley no lo diga; o bien se entiende que en tal supuesto no hay infracción porque el principio de legalidad exige la formulación expresa de un tipo de infracción. En mi opinión —según ha quedado expuesto más atrás al hablar de la «tipificación implícita»— la postura correcta es la primera, pues no es imaginable que la ley se moleste en imponer mandatos y prohibiciones para luego no dar relevancia alguna a su incumplimiento. La doctrina jurídica, tanto en el nivel constitucional como en el de la legalidad ordinaria, ha cubierto las carencias de formulación expresa con la teoría de las atribuciones implícitas, que hoy nadie discute porque sin ella sería imposible el funcionamiento de la Constitución y del resto del Ordenamiento jurídico. Esta figura —introducida pacíficamente en España a través del constitucionalismo americano y que ha salvado a la Constitución española de un colapso en relación con las articulaciones del Estado y de

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las Comunidades Autónomas— tiene unos antecedentes europeos venerables en la teoría de las normas, desde BINDING hasta Ross. Por citar a este último (1971, pp. 89-90), «al describir un orden jurídico no hay necesidad de recurrir a dos conjuntos de normas, uno que consista en exigir de los ciudadanos un cierto tipo de conducta (p. ej., no cometer homicidio) y el otro que consista en prescribir a los órganos de la maquinaria jurídica bajo qué condiciones han de aplicar sanciones (p. ej., a condición de que se haya cometido homicidio). A veces, quienes redactan los proyectos de ley emplean el recurso de formular una regla jurídica como un directivo dirigido a los tribunales, dejando que sea el ciudadano quien infiera cuál es la conducta que de él se exige. Los Códigos Penales suelen estar redactados de esta manera [...]. Sin embargo, es todavía más común emplear otro recurso. Las reglas primarias (o Derecho sustantivo) establecen cómo están obligados los ciudadanos a comportarse. Sólo que de estas reglas no es posible inferir qué decidirá un juez en el caso de una violación. Se requiere, por ello, un conjunto de reglas secundarias (Derecho de sanciones) que especifique qué sanciones pueden aplicarse a aquellos que violan el derecho sustantivo. Estas reglas van dirigidas al juez». La primera teorización sistemática de este modelo tipificador se debe a BINDING en su célebre teoría de las normas. Como es sabido, desde FEUERBACH se venía buscando una fúndamentación material del ilícito que, de acuerdo con el gusto personal de cada autor, se encontraba en los criterios más variados: un objetivo en el que todavía siguen empeñados quienes se aferran a la diferenciación metanormativa de delitos e infracciones administrativas. Así las cosas, B I N D I N G formuló su genial teoría de las normas, que, a nuestros efectos, puede resumirse así: el delincuente no infringe norma alguna del Código Penal, antes al contrario la cumple o ejecuta («el que matare a otro», dice el Código, sin prohibir matar a nadie). Ahora bien, la norma penal positiva no actúa arbitrariamente sino que se limita a sancionar la infracción de lo que fuera de ella ya está mandado o prohibido en una norma social prejurídica, que es la «Norma» en el sentido estricto del término. A B I N D I N G no le preocupa cómo surgen esas normas ni quien es su autor (o más precisamente todavía, al estilo kantiano, considera que es imposible saberlo) y se limita a constatar su existencia: «a nosotros, los juristas sólo nos queda la resignación; el delito surge por la Norma [en el sentido indicado] [...] y detrás del mandato y de la prohibición se extiende, para quien busca las razones de la ilicitud, una niebla espesa e impenetrable». Ahora bien, antes de llegar a esa oscuridad inaccesible para el jurista, B I N D I N G ha aislado dos polos de referencia: por un lado, la norma positiva que penaliza y, por otro, la Norma superior previa que manda o prohibe y a la que se está remitiendo implícitamente el precepto penal. Desde esta perspectiva resulta muy fácil ya comprender las diferencias entre el Derecho Penal y el Administrativo Sancionador: si en aquél la norma positiva se remite implícitamente a una «Norma» previa no formulada de manera expresa, en éste la norma punitiva tipificadora se remite también a otra norma anterior, pero en este caso

positiva, en la que se expresa el mandato o prohibición. Por así decirlo, en el Derecho Administrativo Sancionador no hay Normas (en el sentido de BINDING) sino preceptos positivos que cumplen la misma función que aquéllas.

B) La segunda cuestión —infracciones no amenazadas legalmente con sanción— está íntimamente relacionada con la primera y en nuestro Derecho ha cristalizado en el llamado binomio «prohibición-sanción» que en rigor debería formularse como «prohibic i ón-infracción- sanción». En este punto el planteamiento tradicional es el siguiente: si bien es verdad que la sanción (o, más propiamente todavía, la amenaza de sanción) es una forma de lograr el

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cumplimiento de las órdenes y prohibiciones, no es la única, sino que existen otras posibilidades. Y más todavía: como la sanción es la ultima ratio del Poder, siempre cabe pensar que si no la ha previsto es porque ha decidido utilizar soluciones alternativas menos agresivas. Como dice la STS de 23 de noviembre de 1992 (Ar. 750, Delgado): La vulneración del Ordenamiento jurídico puede dar lugar a distintas consecuencias, que pueden clasificarse en dos categorías distintas: á) la imposición de una sanción, si aquella vulneración está tipificada como infracción, y b) la restauración del orden jurídico perturbado (mediante, por ejemplo, como sucede en el caso de autos, la realización de unas obras).

Planteadas así las cosas parece salvado el escollo de la reserva legal de tipificación de las sanciones, que queda cubierta con su atribución implícita. Ahora bien, con ello lo único que se ha conseguido es desplazar el problema ya que queda todavía en pié la exigencia de la lex certa. Porque no basta decir que el incumplimiento del mandato o prohibición puede ser sancionado sino que es preciso saber también en qué medida o cuantía y, si esto no lo dice la ley, si el órgano Administrativo no sabe entre qué límites debe moverse, no podrá sancionar. Tal es cabalmente el sentido de la doble exigencia de tipificación que opera, según sabemos, como una doble garantía. La primera consiste en la tipificación de la infracción, cuya carencia puede salvarse con el trampolín de la tipificación implícita por referencia al incumplimiento de los mandatos y prohibiciones expresos. Pero a continuación viene la segunda garantía, la de la tipificación de la sanción que, aun pudiendo salvarse genéricamente a través de una atribución implícita, resulta inoperativa si no hay una determinación legal expresa de los alcances de la sanción. Esta segunda garantía no funciona, por tanto, en los supuestos en que el Ordenamiento jurídico atribuye a un órgano la potestad sancionadora para infracciones genéricas con el añadido de una determinación, también genérica, de la cuantía de las sanciones: tal era el caso, en el régimen preconstitucional de los gobernadores civiles y alcaldes para las infracciones de Orden público y en este contexto resultan correctas las observaciones, varias veces recordadas, de D E LA M O R E N A . La práctica normativa actual utiliza una técnica distinta pero que tampoco permite la impunidad de las infracciones. Con ello me refiero a la «cláusula residual» de las listas de tipificación, en la que se establece, como sabemos, una tipificación expresa —ordinariamente como leve— de todos los incumplimiento de las obligaciones legalmente impuestas. Cláusula que opera como cierre de todo el sistema y que permite una sanción sin excepciones, puesto que las faltas leves tienen atribuida legalmente su correspondiente sanción. Cierto es, desde luego, que en algunos casos tal sanción puede resultar proporcionalmente baja; pero tampoco es frecuente que el legislador se olvide de infracciones de importancia. Y en el peor de los casos este es el precio que habrá que pagar por el respeto al principio de la reserva legal y, más aún, al de la certeza en la predeterminación de los castigos. VII.

ANALOGÍA

El mandato de tipificación perdería todo su sentido si los operadores jurídicos pudieran utilizar la técnica hermenéutica de la analogía —estudiada monográfica por CANO C A M P O S en un artículo significativamente titulado La analogía en el Derecho Administrativo Sancionador— para crear nuevas infracciones y sanciones no previstas en la ley. Esto resulta tan evidente que, para justificar la prohibición de tal figura,

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ni siguiera haría falta acudir al acervo del Derecho Penal para trasladarlo desde allí al Derecho Administrativo Sancionador. No obstante, así se viene haciendo desde siempre por inercia metodológica. En el Derecho Penal, en efecto, se acepta pacíficamente que el principio de la legalidad lleva consigo la prohibición de interpretaciones analógicas en peijuicio del autor. Sin necesidad, por tanto, de entrar mínimamente en la descripción de esta tesis, valga la sumaria, aunque contundente, transcripción de la STC 181/1990, de 15 de noviembre: En la STC 75/1984 este Tribunal ha declarado que el principio de legalidad penal y el derecho a no ser condenado por acciones u omisiones que en el momento de producirse no constituyen delito o falta según la legislación vigente, consagrado en el artículo 25.1 de la Constitución, no toleran la aplicación analógica in peius de las normas penales y exigen su aplicación rigurosa, de manera que sólo se pueda anudar la sanción prevista a conductas que reúnan todos los elementos del tipo descrito y sean subjetivamente perseguibles.

Lo importante, con todo, de la sentencia es que a continuación añade que «esta doctrina es, sin duda, aplicable a las infracciones y sanciones administrativas, pues a ellas se refiere también expresamente el artículo 25.1 de la Constitución». Una posición que puede considerarse obvia y que aparecía ya en la jurisprudencia preconstitucional, como puede comprobarse en la STS de 23 de mayo de 1972 (Ar. 1472, Suárez Manteóla): Si los principios fundamentales de tipicidad de la infracción y de la legalidad de la pena operan con atenuado rigor cuando se trata de infracciones administrativas, tal criterio de flexibilidad tiene como límites insalvables (entre otros, el de que) debe rechazarse la interpretación extensiva o analógica de la norma y la posibilidad de sancionar un supuesto diferente al que la misma contempla.

Criterio que se mantiene, naturalmente, después de 1978, según testimonia por todas la STS de 30 de enero de 1987 (Ar. 203, Mendizábal): «en el terreno donde se mueve la potestad reglamentaria está proscrita la extensión analógica de las infracciones» y que el Tribunal Constitucional en su Sentencia 56/1998 ha acogido y declarado sin reservas: No cabe duda de que la extensión analógica de los tipos de infracción es una práctica vedada no sólo en el ámbito penal sino ex artículo 25.1 en todo el ámbito sancionador [...] Para constatar cuando el órgano de aplicación de los tipos sancionadores, más allá de su lícita e inevitable tarea de interpretación, los ha extendido a supuestos que no quedaban comprendidos en sus fronteras, en detrimento de la seguridad jurídica y del monopolio normativo en la determinación de lo ilícito, este tribunal ha establecido como criterios para efectuar el control de inconstitucionalidad el respeto al tenor literal de la norma aplicada, de utilización de criterios interpretativos lógicos y no extravagantes y el sustento de la interpretación en valores aplicables

La LPAC ha regulado sobria y correctamente esta cuestión en el n.° 4 del artículo 129, dedicado cabalmente a la tipificación, estableciendo que «las normas definidoras de infracciones y sanciones no serán susceptibles de aplicación analógica». Germán V A L E N C I A ( 2 0 0 0 , p.155) ha destacado una problemática peculiar del ámbito administrativo sancionador «derivada de la circunstancia de que quien ejerce la potestad sancionadora es la Administración y no los juzgados y tribunales de lo contencioso-administrativo (de tal manera que en el acto administrativo se encuentran) los límites con que los tribunales se enfrentan a la hora de corregir la interpretación y aplicación de la legalidad efectuada por la Administración cuando dicha corrección tiene por resultado convertir en típica una conducta que en virtud de la

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selección normativa efectuada por la Administración habría que considerar atípica. De acuerdo con la función de los juzgados y tribunales de lo contencioso-administrativo cabe descartar la posibilidad de que éstos puedan incurrir en una vulneración automática del principio de legalidad, lo que puede incurrir llegado el caso en una incongruencia lesiva del artículo 24.1 de la Constitución». La analogía está prohibida en la medida en que supone la creación de un nuevo tipo de infracción o de sanción; pero ello no implica la prohibición de una interpretación extensiva de los tipos normativos existentes. Pensemos en la parábola del perro y el lobo. Si el juez se hubiera decidido por incluir a los lobos en el tipo de los perros, no por ello habría creado un nuevo tipo por analogía sino procedido sencillamente a una interpretación extensiva, aunque correcta, del tipo perro. Estamos, por tanto, ante problemas de interpretación que deben ser resueltos con las reglas generales de la hermenéutica en las que naturalmente no vamos a entrar ahora. Valga, por todos como referencia, el ATC 250/2004, de 12 de julio, que recoge una doctrina ya consolidada. El principio de legalidad (con su corolario el mandato de tipificación) conlleva en su vertiente subjetiva la evitación de resoluciones que impidan a los ciudadanos programar sus comportamientos sin temor a posibles condenas por actos no tipificados previamente. Concretamente, la posibilidad de tales decisiones debe ser analizada desde las pautas axiológicas que informan nuestro texto constitucional y conforme a modelos de argumentación aceptados por la propia comunidad jurídica [...] de modo que pueda afirmarse que la decisión sancionadora es el resultado previsible, en cuanto razonable, de lo decidido por la soberanía popular, por lo que se prohiben constitucionalmente aquellas otras incompatibles con el tenor literal de los preceptos aplicables o inadecuados a los valores que en ellos se intenta tutelar.

No resulta nada fácil, en suma, determinar en los casos concretos si nos encontramos ante una analogía inadmisible o ante una figura afín pero licita, como pueda ser la interpretación sistemática a que hace referencia la STS de 31 de marzo de 2004 (3.a, 3.a, Ar. 1960), en la que se amplía el tipo infractor mucho más allá de la letra del texto por entender que «todo evidencia la peor pretensión omnicomprensiva de la ley con independencia de su mayor o menor acierto técnico en la redacción». IX. ANTIJURIDICIDAD Aunque quizás no sea éste el lugar más adecuado para desarrollar este punto —y dado que en Derecho Administrativo Sancionador no tiene todavía entidad suficiente como para dedicarle un capítulo completo— me ha parecido conveniente colocarlo aquí como introducción al estudio del elemento subjetivo de la infracción, la culpabilidad, que se realiza en el capítulo siguiente. 1.

PLANTEAMIENTO

Si la sanción se remite por naturaleza a la infracción, la infracción presupone, a su vez, una acción antijurídica, siendo antijuridicidad, en su sentido literal y más profundo, contradicción entre la acción (y el hecho a la que ésta se refiere) y el Derecho (ius). Este enunciado parece obvio puesto que sería ilógico, y hasta monstruoso, declarar infracción algo que es conforme a Derecho. Las dificultades vienen a la hora de precisar el alcance que tiene el «Derecho» dentro de dicho enunciado. Porque, como es sabido, dentro de la confusa y barroca doctrina penalista, en este punto se

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dividen los autores y las escuelas puesto que para unos la contradicción se refiere exclusivamente a las normas positivas (antijuridicidad formal) mientras que para otros se refiere a los intereses sociales o bienes jurídicos protegidos; sin que falten eclécticos que profesan un sistema dual. El Derecho Administrativo Sancionador no tiene necesidad de entrar en esta polémica (esencial en el Derecho Penal), que por fortuna le es ajena, ni de enfangarse en una amplia bibliografía descaradamente ideológica aunque se autoproclame técnico-dogmática. Pero también es verdad que en este campo es inevitable empezar con un planteamiento que corre paralelo servata longa distantia al penal a que acaba de aludirse. En el ámbito del Derecho Administrativo Sancionador es inútil invocar una antijuridicidad material habida cuenta de que, por encima de los gustos personales y de las variedades políticas represoras, hay un imperativo constitucional que ya conocemos (el principio de la legalidad) que impone la antijuridicidad formal a todos los que se mueven dentro de los cauces del Estado de Derecho. Pero con esto no se ha dicho todo, ya que es a partir de aquí cuando empiezan las dificultades al hilo de un dilema que abre dos opciones aparentemente inconciliables. La primera opción , de inspiración penalista y que es la que se acepta inequívocamente en nuestro Derecho Administrativo Sancionador, considera únicamente antijurídicas las acciones que «verifican el tipo legal», es decir, las que realizan el desvalor que la ley asigna al tipo correspondiente o, si se quiere, cumplen los requisitos factuales que en él se describen (circular, por ejemplo, a 150 k/hora cuando la ley advierte que es infracción circular a más de 120). La segunda opción, aun remitiéndose también a la ley, no exige con rigor la existencia de una formulación expresa y específica de cada tipo infractor sino que, además de admitir las tipificaciones indirectas o por remisión, acepta la tipificación genérica e implícita consistente en el incumplimiento de una obligación legal aunque no vaya acompañada de una advertencia expresa de que se trata de una infracción. La peculiar naturaleza de las causas de justificación (y de exoneración de responsabilidad en general) influye pesadamente en la distribución de la carga de la prueba. Sobre este punto se hablará largamente en el siguiente capítulo; pero conviene adelantar ya que la prueba de la concurrencia de tales cargas corresponde en principio al imputado, y no a la Administración, tal como advierte la STS de 4 de marzo de 2004 (3.a, 2.a, Ar. 2116): «si bien es cierto que la falta de prueba de cargo peijudica a la Administración, no lo es menos que, una vez obtenida ésta, la falta de prueba de descargo peijudicará al administrado sujeto al expediente sancionador. Pero es perfectamente posible que pueda evidenciarse dicha culpabilidad y, ello no obstante, por la concurrencia de circunstancias eximentes de la responsabilidad se vea el administrado en la tesitura de tener que afrontar la carga de la prueba de tales circunstancias si no quiere ser sancionado. En estos casos, a fin de evitarse la sanción pese a que la presunción de inocencia haya conseguido ser desvirtuada, corresponderá al administrado la carga de acreditar aquellos elementos de descargo que, por no haber sido apreciados de oficio, conlleven una declaración de no exigencia de responsabilidad administrativa [...]. No es dierto que sea la Administración la que debe probar la culpabilidad de la conducta de la entidad recurrente».

2.

CAUSAS D E JUSTIFICACIÓN

La imputación concreta de antijuricidad tiene que ir precedida de un análisis y descarte de las posibles causas de justificación. Porque es el caso que para considerar antijurídica una acción no basta con constatar que efectivamente contradice una ley sino que es preciso verificar, además, que tal contradicción no está cubierta por alguna circuns-

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tancia que le justifique y que en último extremo elimine tal contradicción. Porque únicamente entonces —es decir, si no media alguna causa de justificación— es cuando podrá hablarse de antijuridicidad en sentido propio. Planteadas así las cosas puede comprenderse la importancia práctica de resolver a quién corresponde la carga de la prueba. En materia disciplinaria de la Sala de lo militar del Tribunal Supremo se ha declarado que «es doctrina reiterada de esta Sala que las circunstancias eximentes han de hallarse probadas como los hechos mismos y fluir naturalmente del relato probatorio» (SS 27 de marzo y 22 de octubre de 2003; Ar. 6380 y 7947). Nuestro Ordenamiento jurídico sancionador, a diferencia de lo que sucede con el Código Penal (art. 20), no contiene un repertorio de tales causas aunque puedan espigarse algunas de ellas en textos dispersos como en el artículo 38.10 de la ley de 27 de marzo de 1989, de conservación de espacios naturales («persecución injustificada de animales silvestres») o en el artículo 67./) de la ley de montes de 21 de noviembre de 2003 cuando habla de incumplimiento «sin causa justificada y notificada». Contando con tales dificultades y siguiendo la sistemática del Derecho Penal, a continuación se intenta reconstruir con los materiales disponibles con la advertencia previa de que en la práctica es a veces difícil determinar con precisión si una circunstancia es causa de justificación objetiva o de exoneración subjetiva. El artículo 179.2 de la Ley General Tributaria de 2003 nos proporciona un excelente ejemplo de este pragmatismo puesto que, dejando a un lado las sutilezas teóricas de la antijuridicidad y la culpabilidad, va directamente al grano de la responsabilidad estableciendo que «las acciones y omisiones tipificadas en las leyes no darán lugar a responsabilidad por infracción tributaria en los siguientes supuestos: a) Cuando se realicen por quienes carezcan de capacidad de obrar en el orden tributario. b) Citando concurra fuerza mayor, c) Cuando deriven de una decisión colectiva, para quienes hubieren salvado su voto o no hubieran asistido a la reunión en que se adoptó la misma, d) Cuando se haya puesto la diligencia necesaria en el cumplimiento de las obligaciones [...]. e) Cuando sean imputables a una deficiencia técnica de los programas informáticos de asistencia facilitados por la administración tributaria». A)

Ejercicio legitimo de un derecho

Aparece expresamente invocado en la STC 42/2000, de 14 de febrero. El recurrente en amparo había sido sancionado administrativamente como autor de una infracción de la Ley de Seguridad Ciudadana al haber participado en una manifestación —que había sido previamente comunicada a la a u t o r i d a d gubernativa— y concretamente «fue identificado como integrante del grupo que interrumpió el tráfico rodado [...] haciendo caso omiso de las reiteradas advertencias de los agentes de la autoridad y dando orígenes a desórdenes en la vía pública». El tribunal declaró, no obstante, que existía una justificación basada en el ejercicio legítimo del derecho de manifestación reconocido en el artículo 21 de la Constitución. Dejando a un lado los derechos constitucionales, en la práctica cotidiana la cuestión más frecuente es la de la eventual justificación de una a c c i ó n infractora avalada por la existencia de una autorización o, lo que es lo mismo, la de si el ejercicio de un derecho reconocido en una autorización justifica, o no, la comisión de una infracción. En la casuística son frecuentes las sentencias absolutorias de conductas formalmente antijurídicas pero que se realizan al amparo de una autorización; aunque aquí de ordinario se califica esta circunstancia no como una causa de justificación sino como una exclusión de culpabilidad, como hace, por ejemplo, la STS de 27 de abril de 1998 (3., 3.a, Ar. 3645) que absuelve por falta de culpa «dado que las circunstancias concurren-

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tes han podido producir razonablemente en el interesado la creencia de estar actuando lícitamente por considerarse titular de un aprovechamiento (de aguas públicas)». La STC 204/2000, de 24 de julio, anula la sanción impuesta a un preso por negarse a cumplir la orden de desnudarse completamente ante varios funcionarios del centro penitenciario en un registro practicado tras una comunicación íntima. Y ello porque la orden vulneraba el derecho a la intimidad dado que «ni la medida se encuentra justificada específicamente en atención a la conducta previa del interno o a las condiciones del Centro, ni tampoco se advierte que fuera llevada a cabo utilizando los medios necesarios para procurar una mínima afectación de aquel derecho esencial». La posterior STC 65/2004, de 19 de abril, ha abordado de nuevo la delicada cuestión de ponderar hasta qué punto el ejercicio de un derecho puede justificar una acción que en principio es antijurídica. Se trataba de una sanción impuesta a un letrado por injuriar a la juez en el curso de la defensa de su cliente. Pues bien, en esta resolución el Tribunal reitera su doctrina de que en estos supuestos se está ante una manifestación de la libertad de expresión cualificada o reforzada por su conexión directa con el derecho fundamental a la defensa de la parte; y, en consecuencia, absuelve. Por lo que se refiere al Tribunal Supremo, su Sentencia de 22 de febrero de 1993 (Ar. 844) y otras consecuentes anulan sanciones por aparcamiento en vías públicas con fines ajenos a los derivados de la normal circulación obstaculizando permanentemente el tráfico. Una falta perfectamente tipificada en el Código de Circulación. Pero como los hechos habían sido realizados en el contexto de manifestaciones de agricultores en reivindicación de sus derechos profesionales, el tribunal entiende que eran consecuencia de la libre expresión del derecho de manifestación, lo que les privaba de antijuricidad. Aunque se trate de una cuestión disciplinaria es interesante recordar que la STS de 31 de marzo de 2004 (Sala de lo militar, Ar. 2050) absuelve por entender que «el cumplimiento de la orden [...] tenía el amparo constitucional otorgado por la Ley de Protección de Datos 5/1992». B)

Estado de necesidad

Es quizás la causa de justificación más característica y sus notas esenciales están descritas con precisión en la eximente 5 del artículo 20 del Código penal: «El que, en estado de necesidad, para evitar un mal propio o ajeno lesione un bien jurídico de otra persona o infrinja un deber, siempre que concurran los siguientes requisitos: 1. Que el mal causado no sea mayor que el que se trate de evitar. 2. Que la situación de necesidad no haya sido provocada intencionadamente por el sujeto. 3. Que el necesitado no tenga, por su oficio o cargo, obligación de sacrificarse». Una regulación semejante no existe, desafortunadamente, en el Derecho Administrativo Sancionador ni se ha elaborado una doctrina apropiada al efecto; aunque exista ciertamente alguna jurisprudencia en que se aprecia esta causa si bien desprovista de argumentación expresa. Así sucede en la STS de 28 de diciembre de 1999 (3.a, 3.a, Ar. 8793) en la que se revoca una sanción administrativa impuesta por vertidos no autorizados en una playa argumentándose que «la situación de peligro para las viviendas creada por el fortísimo temporal justifica la colocación de piedras en un momento de calma, como medio de impedir que las altas olas las destruyesen; esta circunstancia permite apreciar la situación de necesidad aplicada por la sentencia de instancia como causa de justificación de la conducta». La STSJ del País Vasco de 19 de enero de 2001 (Ar. 1030) nos sirve para comprobar dos extremos: que la invocación del estado de necesidad no es anómala en la práctica del Derecho Administrativo Sancionador y que los tribunales, a la hora de

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aplicarla, se remiten cómodamente al Derecho Penal sin intentar una elaboración jurídico-administrativa de esta causa de justificación. En el caso de autos la empresa expedientada había alegado en su descargo que se encontraba en estado de necesidad que justificaba la grave infracción cometida consistente en aplicar ayudas y subvenciones públicas a fines distintos de los determinados en la concesión. Lo que rechaza el tribunal recordando que es constante la doctrina de la Sala Segunda del Tribunal Supremo conforme a la cual para que se produzca y pueda apreciarse la eximente del estado de necesidad es preciso que se plantee una confrontación o colisión de bienes jurídicos dignos de protección en forma absoluta, de tal forma que el Ordenamiento Jurídico consienta para salvaguardar el bien jurídico más importante, la lesión o puesta en peligro del menos importante [...] teniendo por interpretada por la doctrina jurisprudencial la exigencia de que el mal causante del estado de necesidad absoluto sea inminente y grave (y) sin que pueda apreciarse cuando no se han agotado las vias legítimas para la salvaguardia de los bienes en colisión o se acude a medios innecesariamente peijudiciales o se prescinde de otros menos gravosos.

C)

Fuerza mayor

La STS de 11 de octubre de 2000 (3.a, 3.a, Ar. 9128) ejemplifica un supuesto de conexión por acumulación entre la fuerza mayor y la confianza legítima, de la que nos ocuparemos inmediatamente. Sancionado un propietario por incumplimiento de su obligación de mantener en perfecto estado un bien del Patrimonio histórico español, el tribunal revoca la sanción teniendo en cuenta que la Alcaldía apreciando el estado ruinoso del edificio le había reconocido al interesado la falta de medios para realizar las obras necesarios para la conservación del edificio, lo cual es suficiente para hacer creer al interesado de buena fe que ha desaparecido su obligación de conservar el edificio y que la Administración en su caso debió prevenir la ruina total del mismo, bien arbitrando medios económicos para ello, bien realizando subsidiariamente las obras de mantenimiento necesarias, mas no es posible exigir a un ciudadano un sacrificio tan extraordinario que roce en lo imposible [...]. Lo cual nos lleva a considerar la falta de elemento de culpabilidad, por ausencia de negligencia fundada en la creencia derivada de la buena fe, del que obra creyendo que ha cesado su obligación de conservar.

Es manifiesto también el parentesco entre las anteriores causas de justificación y la del caso fortuito, que también opera en el campo fronterizo que tan imprecisamente separa las causas de justificación de la antijuridicidad y las causas de exclusión de culpabilidad. Esto se ve muy bien en el caso resuelto por la STSJ de Asturias de 27 de febrero de 2002 (Ar. 406). Una empresa concesionaria de autobuses había desatendido a ciertos viajeros que un día determinado habían acudido masivamente a las paradas. El tribunal entiende que la empresa no debe ser sancionada «en los supuestos de fuerza mayor o caso fortuito, que es lo que sucedió al no ser previsible una masiva afluencia de estudiantes» el día conflictivo. El Derecho nacional se encuentra avalado en este punto por el Derecho comunitario europeo en el que —como ha explicado N I E T O M A R T Í N ( 1 9 9 6 , 1 8 1 ) — se han perfilado dos conceptos de fuerza mayor. Uno estricto, que arranca de la Sentencia Milch, Fett und Eierkontor, de 1979, conforme a la cual «existe fuerza mayor cuando nos encontramos ante un evento moral, ajeno a la voluntad de la persona, que hace imposible el cumplimiento de la obligación —requisito objetivo— y —requisito subjetivo— el sujeto ha actuado con la precaución y prudencia debidas y ha realizado todo lo posible para que no se produzca el evento». La otra línea, en un senti-

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do más amplio, empieza en la Sentencia de 11 de julio de 1968 (Schwarzwaldmilch) y «básicamente se diferencia de la anterior en que para precisar la fuerza mayor no es requisito indispensable que el acontecimiento inusual provoque la imposibilidad absoluta de cumplir con la obligación, sino que basta que a tenor de las circunstancias al autor le sea desproporcionalmente gravoso cumplir con su obligación». Entre nosotros la STS de 24 de diciembre de 2001 (3.a, 4 a, Ar. 10.239) reproduce una interesante fúndamentación teórica desarrollada por el Tribunal de Justicia de la Unión Europea, conforme a la cual se exige que para la operatividad de esta causa concurran dos requisitos: a) que el incumplimiento obedezca causalmente a una circunstancia anormal ajena al operador y a los riesgos comerciales normalmente asumidos, cuyas consecuencias aparezcan como inevitables o sólo susceptibles de ser evitadas al precio de sacrificios excesivos; b)que se haya procedido con la diligencia razonable para evitar las consecuencias de la fuerza mayor o para paliarlas en lo posible.

D)

Confianza legitima

Soy perfectamente consciente de la dificultad de encajar esta circunstancia entre las causas de justificación puesto que —como ya se ha advertido reiteradamente— también podría ser considerada, aún más que las anteriores, como una causa de inculpabilidad. Ahora bien, como deliberadamente y desde un principio he querido librar a este libro de la carga de escrúpulos dogmáticos y sistemáticos inútiles, me he inclinado por incluirla en esta categoría aunque sólo sea por la proximidad conceptual que tiene con el «consentimiento del sujeto pasivo» que es una genuina causa de justificación en el Derecho Penal. A diferencia del Derecho Penal, en el que ordinariamente el bien jurídico está individualmente identificado, en el Derecho Administrativo Sancionador, salvo excepciones muy contadas, se trata de bienes jurídicos generales, colectivos o públicos. Prescindiendo entonces de los intereses del Estado o de las Administraciones Públicas, no existe una persona individual titular de un bien jurídico agredido por el autor cuya protección justifique la declaración del ilícito. Por descontado que el uso de aditivos venenosos en un alimento puede provocar lesión o muerte de la persona concreta que los haya consumido; pero la prohibición de su empleo —y el ilícito resultante— no están concretados en ese daño preciso. Lo que la norma prohibe —y castiga— es el uso del aditivo, no el resultado dañoso ya que lo que se tiene a la vista no es el daño real sino el potencial o riesgo; no es la muerte del consumidor sino el empleo del aditivo. En el código de circulación ni se prohibe ni se sanciona el atropello de los peatones sino el no respetar los semáforos; de tal manera que puede provocarse la muerte de un peatón sin cometer una infracción administrativa y cometer tal infracción sin daño real alguno para nadie (por la mera falta de atención a la orden del semáforo). Pues bien, la protección de estos intereses generales corresponde a la Administración. Pero si la Administración, de la noche a la mañana, cambia el sentido de dirección de una calle, resulta difícilmente exigible a los conductores el cumplimiento inmediato de la prohibición, aunque esté debidamente señalizada, puesto que el hábito de circular en un determinado sentido provoca inevitablemente la desatención de las señales. Imaginemos ahora una zona en la que está prohibido aparcar, pero en la que tradicionalmente el Ayuntamiento tolera que así se haga en los días festivos hasta que un día impone súbitamente un cumplimiento riguroso. En ambos casos opera para los infractores formales la buena fe: la confianza legítima en una determi-

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nada conducta tolerante de la Administración, que puede exonerar de la responsabilidad en cuanto causa de justificación de la acción antijurídica. Desde hace mucho tiempo se entiende que —en palabras de la Sentencia de 15 de febrero de 1965 (3.a, Ar. 692; Docaso)— «no es justo sancionar al que obra de buena fe» entendida en el caso de autos como «carencia de intención de defraudan). Ahora bien, no menos claro resulta que este tipo de buena fe queda enervado cuando hay un deber específico de vigilancia derivado, por ejemplo, de la profesionalidad del infractor, como se verá en el error. En la STS de 12 de marzo de 1975 (Ar. 1799; Cordero) se sanciona, en efecto, a un fabricante que utilizaba aditivos tóxicos comprados en el mercado, porque «no era un simple consumidor sino un fabricante, cuya profesionalidad le impone deberes de vigilancia y diligencia que no alcanzan el límite normal». Y en la de 10 de marzo de 1978 (Ar. 1116; Martín Martín) se precisa que si bien es verdad que «comercialmente un envasador actuó de buena fe al tener por normal el aceite entregado por un organismo oficial, esta explicación no podía servir para exonerarle de responsabilidad, puesto que por preceptos específicos debió analizar previamente el producto antes de envasarlo en su planta». La operatividad de la buena fe como causa de justificación —o como excluyente de culpabilidad— y, por ende, de la responsabilidad resplandece sin limitación en la STS de 5 de febrero de 1992 (Ar. 2300; Barrio). Apreciada la existencia de la buena fe del infractor por la circunstancia de que su actividad había sido tolerada por la Administración, quien incluso le había exigido el pago de tasas por ella, el tribunal declara que esa buena fe es de por sí suficiente para exculparle de toda infracción [...] puesto que aplicables los principios del Derecho Penal al Derecho Sancionador Administrativo, ha de afirmarse rotundamente de entre ellos la plena aplicación en el ámbito sancionador de la Administración del requisito de la culpabilidad [...] que la apreciada buena fe le impide (en el caso de autos) que concurran.

Pero ha sido la Sentencia de 23 de febrero de 2000 (3.a, Ar. 7047, González González) la que ha realizado una teorización más pormenorizada del principio de la confianza legítima, aunque considerándola más bien como excluyente de culpabilidad y no de la antijuricidad. Para el tribunal este principio —recogido ya en las anteriores Sentencias de 28 de febrero de 1989 (Ar. 1458) y 31 de enero de 1990— si bien fue acuñado en el Ordenamiento Jurídico de la República Federal alemana, ha sido asumido por el Tribunal de Justicia de Luxemburgo y ha de ser aplicado no tan sólo cuando se produzca cualquier tipo de convicción psicológica en el particular beneficiado sino más bien cuando se basa en signos externos producidos por la Administración lo suficientemente concluyentes para que le induzcan razonablemente a confiar en la legalidad de la actuación administrativa [...]. La doctrina comunitaria a que se refiere la anterior sentencia es, sin duda, la contenida en las del Tribunal de Justicia resolutoria de los casos Tomadini de 16 de mayo de 1979, Unifrez de 12 de abril de 1984, Hauptzollamt Hamburg de 26 de abril de 1988 y sobre todo en la «doctrina Lecrerc» recogida en las sentencias de 16 de noviembre de 1977, 21de septiembre de 1988 y 21 de enero de 1985.

Este mismo encaje dentro de la culpabilidad aparece en la STSJ de Cantabria de 8 de febrero de 2000 (Ar. 450) al declarar que el mantenimiento por el Ayuntamiento durante seis años de las liquidaciones practicadas conforme a las declaraciones del interesado [...] le colocó en una situación de confianza legítima acerca de la corrección de aquéllos, que descarta cualquier viso no ya de intencionalidad, sino de culpa por negligencia, pues los epígrafes por él señalados no fueron objeto de tacha alguna 0 de advertencia sobre su incorrección por parle del Ayuntamiento durante el largo periodo de seis años.

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X.

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BALANCE FINAL

Con el mandato de tipificación se cierra y corona un sistema formal de legalidad estricta, cuya propia exasperación le hace inviable. La reserva legal y la tipificación encajan tan ajustadamente que convierten al Derecho Administrativo Sancionador en un recinto hermético en el que la vida jurídica se extinguiría por asfixia. De aquí la necesidad de establecer unas válvulas de seguridad para evitar la congestión delaparato y facilitar su funcionamiento.

La tipificación indirecta ha evitado el colapso normativo que, de otra suerte, se hubiera producido inevitablemente ya que las leyes —y ni siquiera los reglamentos llamados a colaborar—- están en condiciones de realizar una tipificación completa. Es fácil percibir que al Tribunal Constitucional no le gusta tal fórmula; pero ha tenido que rendirse a la realidad y, aunque sea a regañadientes, ha terminado aceptándola. En la fase aplicativa opera igualmente una segunda válvula de seguridad no menos eficaz. Tal como ya se ha aludido páginas más atrás, la rigidez de la tipificación no llega al caso extremo de negar absolutamente un margen de apreciación. Y es cabalmente en este margen donde la discrecionalidad administrativa y el arbitrio judicial procuran adaptar las normas, y singularmente los tipos abstractos, a las circunstancias del caso e incluso con una interpretación adecuada pueden forzar los tipos para cubrir supuestos de hecho no especialmente previstos, sin necesidad de acudir a la analogía. El propio Tribunal Constitucional —que desde su condición de supremo intérprete de la Constitución se ha autodeclarado en ocasiones el más rabioso defensor de las formas— ha terminado reconociendo la inviabilidad del sistema y en consecuencia ha admitido su flexibilización mediante la tolerancia de ciertas matizaciones o modulaciones de los principios del Derecho Penal cuando se aplica al Derecho Administrativo Sancionador. Una sabia decisión no exenta, sin embargo, de inconvenientes. Porque la posibilidad de modulaciones —sin precisar cuáles ni con qué alcance— provoca una notable inseguridad dado que los reglamentos nunca saben hasta dónde pueden llegar con sus matizaciones y corren el riesgo, tantas veces confirmado, de incurrir en nulidad. El caso de las Ordenanzas municipales es uno de los ejemplos más interesantes de una lucha tenaz, casi épica, para afirmar su potestad tipificadora. Un esfuerzo coronado en 2003 con el aval del Tribunal Supremo; pero malogrado por la resistencia no menos tenaz del Tribunal Constitucional, quien un día declaró que ya no estaba dispuesto a continuar descendiendo en la escala de la tolerancia. El legislador, entonces, en un loable gesto de prudencia decidió aceptar la línea marcada por el Tribunal Constitucional y a partir de la Ley 57/2003 ya no tienen necesidad de utilizar el ancho portón que les abrió de par en par el Tribunal Supremo y ahora entran por el portillo —menos generoso pero más seguro— de la indicada ley. Por así decirlo el juego del ratón y el gato se ha acabado y ahora saben los municipios y los tribunales a qué atenerse. La lástima es que esta certidumbre sólo alcanza a las Entidades locales y las demás Administraciones Públicas tienen que seguir viviendo a la intemperie expuestas a las incesantes vacilaciones de la jurisprudencia A mi juicio estas confusiones vienen de un grave error de partida, a saber, la precipitada aceptación de los principios del Derecho Penal que luego, al comprobar que no se adaptaban a la realidad del Derecho Administrativo Sancionador, ha habido que alterar sin criterio sistemático alguno por medio de matizaciones improvisadas. Si en lugar de seguir este camino —que no tiene otra ventaja que la de la inercia y la comodidad inicial— se hubiera abordado la tarea, ciertamente más difícil pero desde luego gratificante— de elaborar, sin rodeos ni andaderas, unos principios propios deducidos directamente del Derecho Público, se hubiera ganado mucho en claridad.

CAPÍTULO VIII

CULPABILIDAD SUMARIO: I. Consideraciones previas. 1. Estado de la cuestión. 2. Planteamiento critico. H. Contenido: El elemento subjetivo de ta infracción y sus corolarios. 1. Principio de responsabilidad por el hecho. 2. Principio de personalidad de la acción ilícita. 111. De la marginación de la culpabilidad a su exigencia. 1. La tesis negativa y la de la suficiencia de la voluntariedad. 2. La moderna tesis positiva. 3. Evolución jurisprudencial y desconcierto legislativo. IV Formas de culpabilidad. 1. Dolo. 2. Culpa o imprudencia. 3. Simple inobservancia: infracciones formales. 4. El giro administrativo de la culpabilidad. 5. Consideraciones complementarias V. En especial, el error. 1. Admisibilidad y relevancia. 2. En el caso de responsabilidad objetiva. 3. En el caso de dolo exigible. 4. El error en las infracciones culposas. S. La diligencia debida. 6. Error de interpretación y erroT inducido por la Administración. 7. Error vencible e invencible. 8. La ignorancia de la ley. VI. Presunción de inocencia. 1. Contenido y alcance. 2. Carga de la prueba y su redistribución. 3. Destrucción de la presunción. 4. Presunción de culpabilidad. 5. Apoteosis garantista y prudencia de los tribunales. VII. Responsabilidad solidaria y subsidiaria. 1. Diversos autores responsables independientes de una misma infracción. 2. Diversos autores responsables solidarios de una misma acción. 3. Responsabilidad solidaria y subsidiaria del garante. 4. Culpabilidad de los responsables solidarios y subsidiarios. VIII. La prueba del fuego: responsabilidad de las personas jurídicas. I. Planteamiento. 2. La lección de la casuística. 3. Responsabilidad alternativa o acumulada. 4. En especial, el caso de las Administraciones Públicas infractoras. IX. Autoría y responsabilidad. 1. El teorema de Gódel y el nudo gordiano. 2. Heterogeneidad de supuestos. 3. Autores y responsables en el Derecho positivo español. 4. Análisis teórico. X. Balance final.

En el Derecho Administrativo Sancionador la culpabilidad puede entenderse como una cuestión pacífica que, basada en un dogma constitucional indiscutible y en una teoría penal consolidada, sólo ofrece algunas dificultades, más o menos graves pero en todo caso superables, a la hora de trasponer —y aplicar— los principios penales a las infracciones administrativas. Pero también puede entenderse como una figura tan problemática que permite dudar hasta de su misma existencia en el ámbito que nos ocupa puesto que carece de base constitucional y no hay razones fundadas para extender su aplicación al Derecho Administrativo Sancionador. A lo largo de este capítulo podrá comprobarse que esta segunda postura es la más realista ya que, sin perjuicio de una abundantísima jurisprudencia y de la aportación de monografías académicas muy logrados, no se ha consolidado una doctrina general, casi todos los extremos conflictos son dudosos y todas las cuestiones importantes siguen abiertas. Dificultades que explican la desproporcionada extensión que ha habido que dar a esta materia.

I.

CONSIDERACIONES PREVIAS

1.

ESTADO DE LA CUESTIÓN

Tal como ya se ha explicado en páginas anteriores, para verificar la existencia de una infracción administrativa e imponer la sanción correspondiente, hay que recorrer [371]

372

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un largo camino analítico, cuyo primer paso es la constatación de la antijuricidad (contrastando a tal efecto los hechos cometidos con el Ordenamiento Jurídico, deducir una eventual contradicción entre ambos datos y descartar la presencia de causas de justificación) y a continuación examinar los presupuestos personales de culpabilidad. Porque, en definitiva, únicamente es sancionable —y respetando, por descontado, el procedimiento legalmente establecido— una acción antijurídica realizada por un autor culpable. Por decirlo en los didácticos términos de la STS de 27 de mayo de 999 (3.a, Ar. 4504, Escusol), para la imposición de una sanción, no basta con que la infracción esté tipificada y sancionada sino que es necesario que se aprecie en el sujeto infractor el elemento o categoría denominado culpabilidad. La culpabilidad es el reproche que se hace a una persona porque ésta debió haber actuado de modo distinto a como lo hizo. ¿Por qué es el elemento de la culpabilidad la exigibilidad de un comportamiento distinto del que tuvo el infractor? Sencillamente porque la norma que tipifica las infracciones y las sanciones no exige nunca comportamientos imposibles. Por ello la jurisprudencia clásica de nuestro Tribunal Supremo en materia de sanciones por infracciones administrativas tiene precisado que la culpabilidad es la relación psicológica de causalidad entre ta acción imputable y la infracción de disposiciones administrativas, superándose así una corriente jurisprudencial anterior que señalaba que bastaba la simple voluntariedad del sujeto.

Según es sabido, algunas leyes sectoriales establecen, con mayor o menor precisión, la exigencia de culpabilidad como presupuesto para la imposición de una sanción (tal es el caso, por ejemplo, de la Ley General Tributaria) mientras que otras prescinden implícita, aunque inequívocamente, de tal requisito, como hace la Ley de Infracciones y Sanciones del Orden Social de 1988; sin olvidar, con todo, que el supuesto más frecuente es el del silencio absoluto a tal propósito. Así las cosas, podría pensarse que en este terreno el objetivo teórico de un Derecho Administrativo Sancionador sería, una vez constatado este dato, el de precisar el régimen jurídico de cada sector y de cada uno de los grupos normativos indicados, de tal manera que la única dificultad se encontraría en los sectores cuya regulación legal nada dijese al respecto. Una tarea de este tipo sería muy interesante, al menos a afectos de información; pero su planteamiento sólo resultaría válido en el supuesto de que correspondiese al legislador ordinario determinar la exigencia, o no, de la culpabilidad del sujeto infractor así como regular su régimen. Si se sostiene, en cambio, como es hoy habitual, que la Constitución ya se ha pronunciado sobre el particular —y, además, en sentido afirmativo aunque en los términos que inmediatamente serán precisados—, es claro que todos los sectores del Derecho Administrativo Sancionador han de quedar substancialmente sujetos al mismo régimen y el análisis debería empezar con el examen de la validez de las normas que prescinden de la culpabilidad, con objeto de verificar su constitucionalidad. A cuyo efecto conviene advertir de entrada que muy poco o nada puede ayudarnos en este punto el Ordenamiento supranacional de derechos humanos ya que, como ha declarado el Tribunal Europeo de Estrasburgo en su Sentencia de 7 de octubre de 1988 (Salabriasen, serie A, n.° 141-A), los Estados contratantes siguen siendo libres, en principio, para sancionar penalmente (y, por tanto, también como infracción administrativa) una acción realizada fuera del ejercicio normal de uno de los derechos que ampara el Convenio (caso Engels y otros, de 8 de junio de 1976, serie A. n.° 22) y, por tanto, para definir los elementos normativos constitutivos de una infracción así. Pueden especialmente —siempre en principio y en determinadas condiciones— penalizar un hecho material u objetivo en sí, con independencia de que proceda de dolo o negligencia. Los Ordenamientos legales de dichos Estados ofrecen ejemplos a este respecto.

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En cuanto at Derecho comunitario también suele guardar silencio a este respecto, aunque tampoco faltan algunas declaraciones expresas sobre el particular, en las que la culpabilidad sirve de criterio para determinar la cuantía de la sanción. El Reglamento 1 7 / 6 2 , sobre derecho de la competencia, por ejemplo, atribuye este efecto a la negligencia y a la intención deliberada. La Jurisprudencia dictada a tal propósito (clt. M I L A S , 1 9 8 8 , 1 7 2 ss.) ha considerado negligente una conducta infractora que posteriormente fue rectificada espontáneamente por el autor al percatarse de su ilegalidad. Y por lo que atañe a la «intención deliberada», también ha separado la intención de conseguir un resultado de la conciencia de estar cometiendo una infracción. En cualquier caso, si la culpabilidad es valorada como un agravante, parece claro que no puede ser un elemento esencial del ilícito. A la hora de determinar si rige en el Derecho Administrativo Sancionador el principio de la culpabilidad, tampoco puede la doctrina, , acudir directamente a la Constitución —pues su silencio es en este punto notorio—, sino que ha de proceder de forma indirecta, es decir, conectando esta cuestión a otra previa: la de si la infracción administrativa está sometida a los principios fundamentales del Derecho Penal (en el que impera sin paliativos la regla de la culpabilidad), de tal manera que la solución dependerá de la actitud dogmática que se haya adoptado respecto de tal cuestión previa. Esto es exactamente lo que hizo en su día M O N T O R O P U E R T O ( 1 9 6 5 , 1 5 4 - 1 7 0 ) hace ya muchos años y, dado su punto de partida (no aplicación de los principios del Derecho Penal), era inevitable que llegara a la conclusión de la no exigencia de la culpabilidad en los ámbitos sancionadores administrativos. Y de la misma forma ha actuado recientemente R E B O L L O ( 1 9 8 9 , 6 1 7 - 6 7 4 ) aunque llegando a la conclusión contraria, cabalmente por haber partido de un punto diametralmente opuesto. La Jurisprudencia del Tribunal Supremo, por su parte, sólo en raras ocasiones evoca directamente los principios constitucionales, como hace la Sentencia de 23 de enero de 1998 (3.a,4.a, Ar. 601): Puede hablarse de una decidida línea jurisprudencial que rechaza en el ámbito sancionador de la Administración la responsabilidad objetiva, exigiéndose la concurrencia de dolo o culpa, en línea con la interpretación de la STC 76/1990, de 26 de abril, al señalar que el principio de culpabilidad puede inferirse de los principios de legalidad y prohibición de exceso o de las exigencias inherentes al Estado de Derecho. Por consiguiente, tampoco en el ilícito administrativo puede prescindirse del elemento subjetivo de la culpabilidad para sustituirlo por un sistema de responsabilidad objetiva o sin culpa.

Lo ordinario es que prefiera dar un rodeo para conectarse con el Derecho Penal y deducir de él, y no inmediatamente de la Constitución, la culpabilidad exigible a los autores de las infracciones Administrativas. Así puede comprobarse con el ejemplo de dos sentencias separadas por treinta años de distancia: — «No es admisible en esta clase de procedimiento subordinar los pronunciamientos de imputabilidad a la concurrencia de elementos de culpa o dolo, normales y exigibles en los de carácter penal, tan diferentes por su naturaleza, características y consecuencias» (20 de diciembre de 1958). — Y en sentido contrario la de 30 de marzo de 1987 (Ar. 2105; Martin Herrero) afirma primero la identidad de principios del Derecho Penal y del Derecho Administrativo Sancionador y como corolario: «de lo expuesto deriva la exigencia de un elemento subjetivo en la infracción administrativa, lo que implica que el reproche que la sanción representa sólo será procedente cuando la conducta tipificada pueda ser atribuida a un autor a título de dolo o culpa».

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En algunos casos la identidad conceptual se expresa en un mimetismo definitorio, como hace la STS de 10 de diciembre de 1986 (Ar. 504; Roldan), recordada más tarde en la de 17 de diciembre de 1988 (Ar. 9407; Sánchez Andrade): el ejercicio de la potestad punitiva, en cualquiera de sus manifestaciones, debe acomodarse a los principios y preceptos constitucionales que presiden el Ordenamiento penal en su conjunto [por lo que] las infracciones administrativas, para ser susceptibles de sanción o pena, deben ser [...] culpables, atribuibles a un autor a título de dolo o culpa, para asegurar en su valoración el equilibrio entre el interés público y la garantía de las personas, que es lo que constituye la clave del Estado de Derecho.

Metodología que el citado R E B O L L O ( 1 9 8 9 , 6 3 2 ) resume así: «las diferencias entre infracción y delito relativas a la no exigencia de culpabilidad sólo tenían algún sentido como consecuencia de mantener previamente distinciones en los elementos objetivos de ambos, pero cuando éstas se niegan, como hace el Tribunal Constitucional, el Tribunal Supremo y la doctrina, devienen también insostenibles los intentos de justificar la exclusión de culpabilidad en el Derecho Administrativo Sancionador». Todo esto es incuestionable; pero, independientemente de que con esta metodología se escamotea el problema por el simple arbitrio de trasladar su solución a otra cuestión previa y condicionante, la verdad es que tampoco conviene dramatizar las diferencias porque, si nos fijamos bien, a la postre resulta que las posturas iniciales, radicalmente separadas desde un punto de vista dogmático, terminan luego aproximándose cuando entran en el terreno de lo concreto. Así, M O N T O R O adopta al final una actitud casuística escéptica (será exigible, o no, la culpabilidad según lo que disponga en cada caso el Derecho positivo) y R E B O L L O flexibiliza su postura —como también hace la propia Jurisprudencia— al detectar y aceptar determinadas peculiaridades de la culpabilidad en el ámbito del Derecho Administrativo Sancionador. Aquí, más que en ninguna parte, no son admisibles los planteamientos polares y, conforme hemos de ver, siempre hay que tener en cuenta «matices» que en algunos casos pueden ser de trascendencia. Más aún: el verdadero problema no es tanto determinar si opera, o no, la exigencia de culpabilidad en el Derecho Administrativo Sancionador como precisar el grado de su operatividad, es decir, las peculiaridades que en este campo ofrece la regulación propia del Derecho Penal.

Pero además —y al margen de lo anterior— la mayor dificultad es de índole técnica y consiste en lo siguiente: a la hora de «trasponer» al Derecho Administrativo Sancionador los principios del Derecho Penal, sucede que como no se cuenta con una clara base dogmática previa, el progreso resulta vacilante y con no pocas contradicciones. De tal manera que, admitido el principio de la culpabilidad, no se sabe exactamente en qué ha de consistir. Tal como ha de verse inmediatamente con detenimiento, la Jurisprudencia se ha negado durante muchos años a aceptar la exigencia de «culpabilidad» que sustituía con la «voluntariedad», provocando no poca confusión, agravada más todavía con la presencia de la «intencionalidad» y nada digamos del dolo y la culpa. Y es que, aquí, una de dos: o se acepta literal e íntegramente la doctrina penal, en cuyo caso no habría problemas técnicos o se elabora una doctrina administrativa sancionadora. Esto último parece desde luego lo más recomendable, pero hay que ser conscientes de que los tiempos no están todavía maduros, por lo que este proceso ha de resultar tan largo como laborioso según puede comprobarse en una bibliografía administrativista que, a pesar del paso de los años, sigue siendo vacilante y contradictoria. Vistes así las cosas parece muy sensata la postura de Q U I N T E R O ( 1 9 9 1 , 2 6 4 - 6 2 5 ) , para quien la dolosidad o culposidad de la conducta humana son conceptos catego-

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rialmente válidos para la totalidad del Ordenamiento Jurídico, aunque hayan sido particularmente elaborados por el Derecho Penal. Lo cual significa que no se trata aquí simplemente de una comunicación parental del Derecho Penal al Derecho Administrativo Sancionador sino de una exigencia genérica y común de todo el Ordenamiento Jurídico, dado que dolo y culpa son «elementos imprescindibles para que una conducta sea relevante para el Derecho en general». Una afirmación que, de ser correcta, aclararía mucho la situación, pero que resulta manifiestamente falsa y para comprobarlo basta recordar las múltiples conductas jurídicamente relevantes sin necesidad de que medie culpa o negligencia, empezando por la llamada «responsabilidad objetiva del Estado». Sea como fuere —y para que no haya dudas sobre lo que se está hablando—, parece útil recordar brevísimamente lo que significa la culpabilidad para el Derecho Penal, que, como es sabido, se entiende como una atribución personal del delito, es decir, como un reproche y que comprende los siguientes elementos esenciales: a) imputabilidad en sentido estricto o posibilidad de actuar de otro modo; b) posibilidad de conocimiento de la antijuridicidad del hecho (antes: dolo, culpa, imprudencia); c) ausencia de causas de exculpación o de disculpa. Por decirlo en términos muy conocidos (MIR, 1985,79): «En su sentido más amplio, el término «culpabilidad» se contrapone al de «inocencia». En este sentido, bajo la expresión «principio de culpabilidad» pueden incluirse diferentes límites del ius puniendi, que tienen en común exigir, como presupuesto de la pena, que pueda «culparse» a quien la sufra del hecho que la motiva. Para ello es preciso, en primer lugar, que no se haga responsable al sujeto por delitos ajenos: «principio de personalidad de las penas». En segundo lugar, no pueden castigarse formas de ser, personalidades, puesto que la responsabilidad de su configuración por parte del sujeto es difícil de determinar, sino sólo «conductas», hechos: «principio de responsabilidad por el hecho», exigencia de un «Derecho Penal del hecho». Mas no basta requerir que el hecho sea materialmente causado por el sujeto para que pueda hacérsele responsable de él; es preciso además que el hecho haya sido «querido» (doloso) o haya podido «preverse y evitarse» (que pueda existir culpa o imprudencia): <<principio de dolo o culpa». Por último, para que pueda considerarse culpable del hecho doloso o culposo a su autor ha de poder atribuírsele normalmente a éste, como producto de una motivación racional normal: «principio de atribuibilidad» o de «culpabilidad en sentido estricto». 2.

PLANTEAMIENTO CRÍTICO

La teoría clásica de la culpabilidad aparece con una solidez técnica admirable, adornada al mismo tiempo con unos elegantes rasgos democráticos y progresistas. Se apoya en una respetable dogmática penal dos veces centenaria y hoy viene avalada por la propia Constitución y por la mejor doctrina europea. En la práctica actúa como un valladar contra el despotismo del Poder y la arbitrariedad de la Administración; sin olvidar sus raíces teológico-cristianas: el hombre responde por sus obras cuando éstas son el resultado de un acto de libre voluntad. El panegírico podría continuar durante mucho tiempo y sorprendería que alguien se atreviese a dudar de la intangibilidad de la piedra base de todo el sistema punitivo moderno. Y, sin embargo, detrás de tan magnífica fachada se perciben no pocos puntos débiles, rincones oscuros y contradicciones insalvables que empeñan la brillantez del dogma y hasta hacen peligrar su propia existencia. Por lo pronto, el apoyo constitucional es más que frágil, nulo sin paliativos. La Constitución en ninguna parte proclama el principio de la voluntariedad en la comí-

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sión de ilícitos. Una vez más se trata de un elemento que se ha añadido posteriormente sin explicación alguna. La Constitución garantiza el principio de la culpabilidad no por que ella lo diga sino porque otros dicen que lo dice. Se trata, por tanto, de una cuestión de fe, que es creer lo que no leemos con nuestros propios ojos. Lo cual supone una incertidumbre, a saber, que si el Tribunal Constitucional un día declaró que la Constitución garantizaba en todo caso la culpabilidad de los autores de un ilícito para que pudieran ser sancionados, mañana puede decir lo contrario e imponerlo también como cuestión de fe. Supuesto que, como más adelante ha de verse, no es inimaginable ni mucho menos. Por otra parte tampoco es nada firme el préstamo recibido del Derecho Penal dado que allí se elaboró el principio en un contexto muy distinto del que envuelve al Derecho Administrativo en el siglo xxi, en el que nunca está en juego el supremo valor de la libertad personal y, además, conocida es la irrefrenable tendencia del Derecho Penal —constantemente denunciada por los juristas más sensibles— hacia la responsabilidad objetiva. El contenido de la herencia no es, pues, seguro y tampoco hay que olvidar que se ha recibido a beneficio de inventario, como se ha visto forzado a reconocer el propio Tribunal Constitucional en sentencias que se analizarán luego con detalle. Dejemos, pues, al Derecho Penal con sus propios problemas —que bastantes tenemos con los del Derecho Administrativo Sancionador— y no nos condicionemos inútilmente con sus dogmas. La culpabilidad no es —contra lo que suelen afirmar gratuitamente autores y jueces— un elemento esencial del Estado de Derecho actual que, para empezar, ha establecido la responsabilidad objetiva de las Administraciones Públicas para no dejar indefensos a los particulares ante la agresividad de unas organizaciones gigantescas y de laberínticas tomas de decisiones. Pues si esto es así ¿qué decir de las modernas organizaciones empresariales, opacas e impenetrables en las que es imposible, territorial y personalmente, encontrar a la persona que ordena cometer un ilícito? ¿Dónde estará la voluntad infractora? La desigualdad de trato revela una situación estremecedora, a saber, que el legislador pretendidamente «social» que castiga implacablemente a las Administraciones Públicas a costa de los impuestos de los ciudadanos y no se atreve, en cambio, a retocar los beneficios privados de los propietarios «no culpables» de una empresa, se inspira en unos motivos impúdicos: el daño provocado por una Administración Pública lesiona los intereses de un particular que son protegidos a ultranza, mientras que los daños producidos por un ilícito administrativo lesionan intereses públicos y colectivos y éstos no tienen quien les defienda eficazmente y poco parecen importar al Estado de Derecho si dejamos a un lado las hueras declaraciones parlamentarias y políticas. Los intereses públicos, sociales y colectivos están abandonados por el Derecho, como ya tuve ocasión de denunciar hace cuatro lustros en un artículo titulado La vocación del Derecho Administrativo de nuestro tiempo, de tal manera que ahora es fácil constatar que el Derecho Administrativo de nuestro tiempo sigue siendo infiel a su vocación de proteger derechos supraindividuales. El Derecho Administrativo Sancionador puede contemplarse, en suma, de dos maneras distintas: o bien como una garantía personal del infractor, al que se defiende a ultranza contra los abusos del Estado represor; o bien como una garantía de los derechos e intereses sociales, públicos y colectivos agredidos por el infractor y que no se pueden defender —o que de hecho no es fácil defender— por un particular agraviado. La primera postura es hoy absolutamente dominante y curiosamente —tal como en otros lugares de este libro ya se ha denunciado— es tenida por progresista. A ella se aferra una jurisprudencial inercial, una doctrina académica que no se atreve a salirse del carril para no ser tratada de heterodoxa y una práctica forense atenta, como es lógico, a los intereses del cliente. De la segunda postura, en cambio, nadie se acuerda y es

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escandaloso que los juristas independientes no se atrevan ni a evocarla siquiera. Un deber ético, a mi juicio, en los tiempos que corremos si queremos superar el individualismo cerril («salvaje» en la terminología actual) en que se ha hundido sin pudor alguno la cultura occidental. Aunque sin olvidar que esta segunda opción no puede entenderse nunca, bajo ninguna circunstancia, como una opción alternativa u olvido de las garantías jurídicas del infractor. Porque los derechos e intereses individuales no deben ser abandonados, y mucho menos suprimidos, por los derechos e intereses sociales sino —dicho sea en términos dialécticos— «superados», es decir, equilibrados o contrapesados por éstos. Desde la perspectiva de la culpabilidad se sigue contemplando el Derecho Administrativo Sancionador con la mentalidad de quienes ven en las infracciones administrativas la conducta asocial del que ensucia una vía pública, esquiva una inspección o prescinde de una licencia municipal: inocentes bagatelas que no merecen la solemne calificación de delito, que es donde debe empezar la verdadera actuación represiva del Estado. Un error de bulto porque —en cantidad y a veces también calidad— de donde proceden los daños sociales es de las infracciones más que de los delitos, ya que son aquéllas y no éstos las que caracterizan los peores comportamientos (a)sociales. Lo anterior es ya más que suficiente para probar la distorsión de planteamientos que estamos padeciendo; pero he dejado para el final el dato más importante que separa los contextos de hoy de los del pasado. Actualmente vivimos en lo que se ha llamado una sociedad de riesgo en la que el Estado ha asumido el papel de garante de que no se produzca o, mejor dicho, de reducir al mínimo su aparición. A tal fin, una de sus principales funciones consiste en la adoptación directa de medidas preventivas y, más todavía, la imposición a los particulares del deber de adoptarlas. En la mayor parte de los casos — y tal como ya se ha explicado con el debido énfasis en otros lugares de este libro— la infracción no consiste en la producción de un daño (supuesto ordinario en el Derecho Penal) ni en la producción de un riesgo concreto (también admisible en este Derecho) sino en la de un peligro abstracto. Así es como se explica entonces que las infracciones administrativas sean consecuencia de una inobservancia: el simple incumplimiento de un mandato o de una prohibición de crear riesgos, habida cuenta de que tal inobservancia basta para producir el peligro abstracto. Vistas así las cosas se comprende fácilmente el descenso de nivel de exigencia de la culpabilidad. Para condenar penalmente a una persona hace falta dolo y raramente bastará la imprudencia; mientras que para sancionar una infracción administrativa basta con un simple incumplimiento formal. Es infracción poseer una escopeta de caza sin licencia incluso aunque nunca se haya salido al campo a cazar e incluso aunque no se tengan cartuchos en casa. Con esta escopeta herrumbrosa guardada en el desván y sin munición no se crea peligro concreto ninguno, mas sí un peligro abstracto aunque sea de forma remota; pero ello no evita la infracción administrativa al no haberse obtenido la licencia de armas. Apurando las cosas, será muy difícil encontrar dolo o imprudencia en este comportamiento: a todo lo más una cierta negligencia y en todo caso una mera inobservancia y esto es suficiente para constituir una infracción administrativa y legitimar una sanción. La política estatal preventiva de riesgos se desarrolla en varios escalones, siendo el primero el normativo expresado en la enumeración genérica de unas medidas y la imposición de su cumplimiento con o sin el aseguramiento genérico de la existencia de una autorización previa. El segundo escalón se encuentra en la vigilancia concreta de que se han cumplido las indicadas medidas constatando si ha habida incumplimientos singulares (v.g. si el edificio carece de salidas de emergencia) o, mucho más

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sencillamente todavía, si el edificio carece de licencia. Luego, en una tercera fase vendrá la sanción por el incumplimiento constatado. Lo que de todas formas parece claro es que a lo largo de este proceso el elemento subjetivo de la culpabilidad pierde la esencialidad característica del delito porque a efectos de la prevención de peligros abstractos lo que al Estado importa no es la culpabilidad sino el mero incumplimiento. El Estado no busca culpables ni siquiera —como veremos en su momento— autores sino responsables, hasta tal punto que a la mera inobservancia se corresponde la mera responsabilidad. En los años ochenta empezaron a emerger estos conflictos con tanta violencia que no hubo manera de seguir afirmando el principio de la culpabilidad en los términos tradicionales; pero como tampoco se quería renunciar al dogma —bien sea por inercia intelectual o por que se consideraba que, al proceder directamente de la Constitución, era sencillamente iirenunciable— hubo que acudir a fórmulas de compromiso, más o menos ingeniosas, para intentar mantener la exigencia de culpabilidad en supuestos en los que realmente no tenía cabida. A tal efecto los juristas han tenido que retorcer su ingenio para justificar lo injustificable. Por ejemplo, con la figura del garante o en las responsabilidades solidaria y subsidiaria, en el de las personas jurídicas y en fin y sobre todo en la admisión de la responsabilidad «a título de mera inobservancia». Las explicaciones más usuales se basan ordinariamente en la culpa in vigilando laxamente interpretada, que vale para todo, o en la culpa levísima y hasta en la presunción de culpabilidad. Así es como se ha formado una doctrina ambigua y contradictoria que intenta, sin conseguirlo, dar una respuesta sensata a los conflictos sociales sin abandonar el dogma de la culpabilidad a ultranza. En estas frágiles fórmulas no se discute jamás el principio, pero la hora de aplicarlo al caso concreto, aparecen pretextos jurídicamente forzados para impedir su operatividad... ¿Habrá llegado ya la hora de abandonar estos convencionalismos y de ir al grano, de perder el miedo y de cuestionar frontalmente el principio absoluto de la culpabilidad? II.

CONTENIDO: EL ELEMENTO SUBJETIVO DE LA INFRACCIÓN Y SUS COROLARIOS

En el ámbito del Derecho Administrativo Sancionador la culpabilidad también se refiere fundamentalmente al elemento subjetivo del ilícito, es decir, a la intervención del autor, a través de dolo o culpa, incompatible con la llamada responsabilidad objetiva, o sea, la derivada automáticamente del hecho. Este elemento subjetivo es su componente esencial —y, por tanto, va a estudiarse pormenorizadamente a lo largo del presente capítulo en todas sus formas y modalidades— mas no hay que olvidar que a él se añaden como corolarios otros dos principios. 1.

PRINCIPIO DE LA RESPONSABILIDAD POR EL HECHO

Esta es la denominación tradicional, no muy afortunada por cierto, que se contrapone a la «responsabilidad de autor». Con este principio se quiere subrayar que la sanción no puede ir más allá del hecho concreto enjuiciado sin que puedan tenerse en cuenta las circunstancias personales del autor. Esto es hoy muy claro en el Derecho Penal a diferencia de lo que sucedía antes cuando se podían imponer medidas de seguridad con las que no se pretendía castigar un hecho delictivo sino impedir la peligrosidad potencial de individuos de personalidad considerada asocial («vagos y maleantes», a los que actualmente podrían añadirse

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otras figuras aún más peligrosas como las de los psicópatas y drogadictos). A partir de las Sentencias del Tribunal Constitucional 159/1985, de 27 de noviembre y 23/1986, de 14.2 tal política se considera inadmisible en un Estado de Derecho, lo que no significa la exclusión radical de las medidas de seguridad, ya que éstos han encontrado acogida en el artículo 6 del Código Penal siempre y cuando respeten el principio del hecho, es decir, cuando se fundamenten «en la peligrosidad criminal del sujeto al que se impongan, exteriorizado en la comisión de un hecho previsto como delito». La vigencia de este principio en el Derecho Administrativo Sancionador ha sido ocasionalmente analizada por los autores, como Q U I N T E R O OLIVARES ( 1 9 9 1 ) , pero siempre se le dado sin vacilar una respuesta positiva alegando los mismos fundamentos constitucionales que justifican su arraigo en el Derecho Penal. Y así lo ha admitido igualmente la jurisprudencia El «dogma del hecho» parece, pues, definitivamente consolidado e intocable salvo para los que creemos que nada hay en la tierra ni en el cielo que pueda escapar a la critica de la razón humana. Nótese, en efecto, la asimetría que en este punto guardan el Derecho Penal (donde se admiten, con las limitaciones indicadas, las medidas de seguridad) y el Derecho Administrativo Sancionador, en el que son prácticamente desconocidas siendo así que es donde resultan socialmente más necesarias. No existe tampoco un concepto —y su correspondiente tratamiento jurídico— correlativo a la «peligrosidad criminal» ni una clasificación sociológica que se corresponda a la de los delincuentes habituales, delincuentes profesionales y delincuentes tejidenciales. Carencias tanto más extrañas cuanto que en el ámbito administrativo es inimaginable una política preventiva que afecte a medidas restrictivas de la libertad, que es el derecho más digno de protección. El Estado, en suma, deja indefensa a la sociedad ante los perturbadores de la tranquilidad nocturna (sean usuarios de bebidas alcohólicas o empresarios de su suministro), los emisores constantes diurnos y nocturnos de ruidos con radios y televisores, o los infractores contumaces de la legislación social, de tráfico, urbanística y tantos otros. Todos perfectamente conocidos y todos impunes porque saben que sólo una fracción mínima de sus «hechos» ilícitos (el uno por mil, quizás el uno por millón) va a ser sancionado. Estadísticamente la infracción vale la pena mientras la respuesta oficial sólo pueda consistir en la sanción, tal como actualmente se encuentra regulada. Las consideraciones anteriores, en cuanto referidas más bien a la «política represiva» y a la crítica de las leyes vigentes, parecen impropias de un libro de análisis jurídico estricto. Aún así, resultaba conveniente aludirlas brevemente para tomar conciencia de la fragilidad del principio de la responsabilidad por el hecho y para sugerir que, si bien es cierto que no corren tiempos en que puedan sancionarse autónomamente personalidades o comportamientos genéricamente antisociales, estos son factores que pueden —y debieran— ser tenidos en cuenta a la hora de graduar —y a la alta, por descontado-— la cuantía exacta de la sanción con objeto de que la infracción deje, al menos, de «valer la pena». Desde un punto de vista exclusivamente técnico —y siendo consecuente con el sistema y terminología que en este libro se desarrollan— me atrevo a sugerir que mejor que la expresión «responsabilidad por el hecho» sería la de «responsabilidad por acción». 2.

PRINCIPIO DE LA PERSONALIDAD DE LA ACCIÓN ILÍCITA

Este principio —segundo corolario de la culpabilidad— garantiza que únicamente puede exigirse responsabilidad «por los hechos propios» y en ningún caso por los

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«hechos de otro». Procedente también del Derecho Penal, su recepción en el Derecho Administrativo Sancionador está avalada por una copiosa jurisprudencia del Tribunal Constitucional (SS 219/1988, de 22 de noviembre, 245/1991, de 19 diciembre) canonizada en la 146/1994, de 12 de mayo, en la que se declara que entre los principios informadores del orden penal se encuentra el principio de personalidad de la pena, protegido por el articulo 25.1 de la Norma fundamental, también formulado por este Tribunal como principio de personalidad de la pena o sanción... denominación suficientemente reveladora de su aplicación en el ámbito del Derecho Administrativo Sancionador.

Como dice la STS 27 de marzo de 1998 (3.a, 7.a, Ar. 3415), un principio fundamental del Derecho Administrativo Sancionador, «lo constituye el de la personalidad de las sanciones, según el cual éstas no pueden producir efectos perjudiciales respecto a las personas que no han sido sancionadas. La sanción representa el reproche de haber incurrido en una conducta ilícita, reproche que sólo es posible predicar del sujeto sancionado y que únicamente respecto de él ha de producir efectos». El alcance de este principio dista mucho, con todo, de ser pacífico tanto en sus manifestaciones normativas genéricas como en la casuística jurisprudencial. Dentro de este mismo capítulo volveremos a encontrarnos con él en los epígrafes dedicados al estudio de la responsabilidad solidaria y subsidiaria y de las conexiones entre autoría y responsabilidad. Pero sin esperar a este momento parece útil trascribir aquí las conclusiones que Angeles D E P A L M A ha extraído de la jurisprudencia que previamente había recogido (1996, p.79) aunque advirtiendo que, sin peijuicio de la reconocida autoridad de quien las formula, en mi opinión son generalizaciones excesivas obtenidas por un método inductivo de base reducida y poco fiable: « 1 ,a (Este principio) está vinculado al principio de dolo o culpa. El gravamen que la sanción representa sólo podrá recaer sobre aquellas personas que han participado de forma dolosa o culposa en los hechos constitutivos de infracción. Por lo tanto, no es posible exigir responsabilidad por la sola existencia de un vínculo personal con el autor o la simple titularidad de la cosa o actividad en cuyo marco se produce la infracción. La exigencia de individualización de la sanción supone un veto a la responsabilidad objetiva. 2.a Entra en juego incluso antes de la incoacción del expediente sancionador. 3.a La inaplicación de este principio conduce a desvirtuar la finalidad de prevención que el Derecho Administrativo Sancionador está llamado a cumplió). Por mi parte ya anuncio que a lo largo de este capítulo nos hemos de encontrar con abundantes supuestos en los que la ley reconoce de forma expresa la responsabilidad de personas físicas y jurídicas por hechos de otros y ya iremos viendo cómo los tribunales se las van ingeniando para admitir estas regulaciones a primera vista incompatibles con el principio de la culpabilidad. III

DE LA MARGINACIÓN DE LA CULPABILIDAD A SU EXIGENCIA

La evolución de la culpabilidad en el Derecho Administrativo Sancionador es la historia de su progresiva aceptación, que corre, además, paralela a la de la aproximación de este Derecho al Penal. 1.

LA TESIS NEGATIVA Y LA DE LA SUFICIENCIA DE LA VOLUNTARIEDAD

Cronológicamente el punto de partida es la negación de la exigencia de culpabilidad en las infracciones administrativas, tal como se constata tempranamente en la

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obra pionera de C A S T E J Ó N ( 1 9 5 0 , esp. 6 7 ) , donde se afirma que las faltas administrativas «no exigen como el delito, dolo ni culpa, pues basta la simple voluntariedad de la acción». En 1 9 5 5 V I L L A R P A L A S Í ( 1 9 5 5 , 2 9 - 3 0 en nota), aunque afirma de inicio tajantemente que en las multas «las nociones de culpa son indiferentes y todo depende del hecho exterior del deber no cumplido ( O . M A Y E R ) » , precisa a renglón seguido que «con el carácter objetivo de la multa se quiere indicar la irrelevancia de la imputabilidad (un loco puede ser multado, dice H A U R I O U ) , no en definitiva de la culpabilidad». Y así es igualmente, según ya se ha dicho, la postura de M O N T O R O . O sea, que en este punto no hay un antes y un después de la Constitución, habida cuenta de que el Texto Fundamental de 1978 no finaliza la etapa negativa que de antiguo venía, ya que todavía se prolonga durante un tiempo. Renunciando aquí a la cita —evidentemente innecesaria por su abundancia y unanimidad— de sentencias anteriores a la Constitución, baste recordar algunas posteriores a ellas que prueban suficientemente lo que se está diciendo: — «La culpabilidad, en cuanto relación psicológica de causalidad entre agente y acto típico, es en cualquiera de sus modalidades elemento esencial de la infracción delictiva o de índole criminal, pero no lo es de la infracción administrativa salvo disposición expresa en este sentido contenida en la norma tipificante» (STS 21 de marzo de 1984; Ar. 1410; Botella). — «Para la responsabilidad es totalmente irrelevante tanto la ausencia de intencionalidad como el error, porque en la esfera del Derecho Administrativo Sancionador en estas materias no se requiere una conducta dolosa sino simplemente irregular en la observación de las normas» (STS 22 de abril de 1985; Ar. 2220; Reyes). — «La voluntariedad del resultado de la acción no es el elemento constitutivo esencial de la infracción administrativa» (STS 15 de julio de 1985; Ar. 4220; Sánchez Andrade). En la Sentencia de 7 de febrero de 1989 (Ar. 1022; Martín del Burgo) todavía aflora esta tesis, en un momento en el que, como veremos inmediatamente, ya se encontraba casi absolutamente abandonada: «las infracciones en materia de disciplina de mercado no requieren para su existencia jurídica y para ser sancionadas de un propósito preconcebido o voluntad intencional de infringir, bastando con el hecho material constitutivo de la infracción». Tal como estamos viendo, la negación es resultado de la diferencia intrínseca que se percibe entre las infracciones administrativas y los delitos y, en consecuencia también, de la no aplicación de los principios del Derecho Penal al Derecho Administrativo Sancionador. Aunque también se invoca ocasionalmente el principio de la eficacia, que tiende a bloquear en el ámbito administrativo la introducción de los principios del Derecho Penal. Valga como testimonio la Sentencia de 15 de junio de 1982 (Ar. 4795; Botella): «corresponde al principio de eficacia de la actividad administrativa de insoslayable cumplimiento y ser de ello presupuesto la posibilidad de sancionar la desobediencia de los mandatos de la Administración»; o la de 2 de junio de 1982 (Ar. 4183; Botella): «la referida objetividad [está] fundamentada en el carácter efectivo, incompatible con excusas hermenéuticas y exculpaciones por error iuris». La culpabilidad, en suma, no es necesaria y basta con la voluntariedad de la acción, que —desde esta perspectiva— es lo único imprescindible. Es decir, que el sujeto tiene que querer el resultado (voluntariedad) aunque no sea preciso que sea consciente de la malicia del mismo y, aun así, lo desee (intencionalidad o culpabilidad). La Jurisprudencia no se ha cansado de subrayar la diferencia —por lo demás, elemental— que media entre ambos conceptos. Así, la Sentencia de 20 de junio de 1983 (Ar. 3611; Gutiérrez de Juana):

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DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR la imposibilidad de confundir intencionalidad del resultado con voluntariedad de la acción como elemento esencial y básico de toda conducta consciente de independencia de la finalidad antijurídica perseguida por el sujeto agente por dolo directo o eventual o transgresión de la previsibilidad característica de la conducta culposa, es decir, por producirse acción consciente y su resultado lesivo de la obediencia debida del mandato gubernativo [...]; la voluntariedad como presupuesto psicológico de la acción consciente, se agota en ella y no transciende a) querer o deber jurídico de prever el resultado, afectando a la imputabilidad y no a la culpabilidad en referencia, y así incide constitutivamente sobre toda conducta sujeta de modo típico a orden sancionador, incluido el de índole administrativa.

Un buen ejemplo de este concepto de la voluntariedad aparece en la sentencia preconstitucional de 7 de abril de 1972 (Ar. 1759; Roldan): en autos se trataba de una sanción impuesta a unas ancianas, propietarias de una finca en la que habían aparecido escondidos unos sacos de café de contrabando, cuya existencia ellas declararon ignorar. Pues bien, el Tribunal Supremo revoca la sanción, y absuelve, porque «es sabido que la ausencia de conocimiento y de voluntad hace desaparecer la imputabilidad de la infracción». En definitiva: la voluntariedad no es lo mismo que la intencionalidad o culpabilidad; para la existencia de la infracción no es preciso llegar a la culpabilidad sino que basta la simple voluntariedad. Tal es el contenido de esta primera postura que estamos exponiendo. Y, por lo mismo, la simple voluntariedad en la acción genera ya, en consecuencia, responsabilidad sin que sea precisa la intención de infringir, tal como describe la sentencia de 4 de mayo de 1983 (Ar. 2887; Botella): la circunstancia de reconocer el Juzgador la buena fe y carencia de intencionalidad por parte de la sociedad actora, en nada implica contradicción entre razonamiento y fallo, dada la naturaleza objetiva de la responsabilidad ante la Administración, para cuya exigencia basta, como elemento subjetivo, la simple voluntariedad de la acción o conciencia de la omisión, sin ser la intencionalidad dolosa —salvo el caso de integrarse en la tipificación de falta— elemento constitutivo de la infracción y sí solamente factor de graduación de la sanción administrativa.

Lo cual significa, en definitiva, que esta postura es muy rigurosa, puesto que aprecia la existencia de responsabilidad ante la presencia de una mera voluntariedad sin llegar a exigir la de la culpabilidad en sentido estricto. Desde la posición contraria, en cambio (que veremos a renglón seguido), la situación es muy diferente, dado que se exige una culpabilidad completa sin que la mera voluntariedad baste para generar responsabilidad. La Sentencia de 16 de diciembre de 1975 (Ar. 5020; Suárez Manteóla) distingue entre voluntariedad e intencionalidad, aunque en último extremo incluya ésta en aquélla, puesto que, en el caso de autos, entiende que hay voluntariedad, pero no en el sentido de no ser acción impulsiva sino, pura y sencillamente, porque es intencionada. Y (salvada esta incoherencia) declara que «no es posible descartar en toda aplicación sancionadora el principio de la voluntariedad en cualquiera de sus variantes posibles». Para el Tribunal la distinción consiste en lo siguiente: Por «la exigencia de voluntariedad no puede considerarse transgresión cuando se trata de un acto reflejo o cuando se ha actuado por error, ignorancia o vis compulsiva». En cuanto a la intencionalidad, «la doctrina jurisprudencial viene declarando que no puede hablarse de contravención cuando no se desprende que concurran circunstancias de intencionalidad (S 13 de mayo de 1970) o animus (S 10 de mayo de 1969) mientras que sí existe cuando los elementos probatorios que obran en el expediente manifiestamente excluyen toda hipótesis de inadvertencia, descuido o inexistencia de dolo (S 17 de febrero de 1969), ampliando el concepto de la S 5 de julio de 1968 en la que (con referencia al Orden

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Público) se exige siempre la exigencia de conductas externas dolosas o intencionales [.,.] o infringir un deber objetivo y de cuidado socialmente impuesto». Dentro de esta línea, la culpabilidad no es, pues, elemento necesario de la infracción; pero, en cambio y al menos, incide —como acabamos de ver— sobre la sanción, que será mayor o menor según el grado de tal culpabilidad, como igualmente ha puesto de relieve la jurisprudencia. La culpabilidad, en efecto, «es factor, en cualquiera de sus modos doloso o culposo, que actúa sobre la graduación de las sanciones administrativas, o sea, no ya sobre la infracción en cuanto ente jurídico, sino sobre su consecuencia o sanción» (S 30 de noviembre de 1981; Ar. 5332; Botella); y es que la sanción del orden administrativo «no requiere intencionalidad en cuanto elemento constitutivo y sólo es modalmente agravatoria de la responsabilidad» (S 20 de junio de 1983). En definitiva: la culpabilidad «es un elemento modal o de graduación de la sanción» (S 15 de julio de 1985; Ar. 4220; Sánchez Andrade): Para cerrar la exposición de esta línea jurisprudencial puede valer muy bien la Sentencia de 11 de junio de 1991 (Ar. 9680; Mateos) porque en ella se recogen los dos elementos estructurales descritos (la suficiencia de la intencionalidad para el reproche y la repercusión de la voluntariedad sobre la sanción). En un supuesto de presencia de aditivos no autorizados en un producto alimenticio, tal hecho típico conlleva, en sí mismo, el elemento intencional exigido en infracciones del tipo que consideramos, toda vez que el fraude constatado presupone la intencionalidad normativamente requerida por acción u omisión, pues el artículo 7.1.2 del RD. 1945/1983 pondera, para la calificación de las infracciones, que éstas se produzcan de forma consciente y deliberada o por falta de controles y precauciones exigibles en la actividad de que se trate, lo cual revela la innecesariedad del ánimo o voluntariedad deliberada, esto es, el dolo directo en terminología penal [...] y en el artículo 10.2 se gradúa la sanción ponderando el dolo o la culpa.

Resumiendo: Para nuestro Derecho Administrativo Sancionador tradicional (que en este punto se niega a desaparecer del todo) no es necesaria la culpabilidad en sentido técnico penal y basta con la voluntariedad de ¡a acción para hacer responsable al sujeto; pero la culpabilidad no es, sin embargo, irrelevante puesto que su concurrencia aumenta la gravedad de ¡a infracción.

2.

LA MODERNA TESIS POSITIVA

No obstante lo anterior, en la actualidad resulta casi indiscutida la aplicación en el Derecho Administrativo Sancionador del viejo principio penal de la culpabilidad personal. Una tendencia de aparición tardía aunque naturalmente cuenta con algunos modestos antecedentes en ciertas sentencias minoritarias que desaparecieron casi sin dejar huella, como la de 16 de febrero de 1962 (Ar. 1084; Cordero de Torres) en la que llegó a afirmarse rotundamente que «la multa, como cualquier sanción gubernativa, debe reposar sobre una precisa y concluyente prueba del dolo o de la culpa que la determine». Ahora bien, en 1988 ya está generalizada la arquetípica definición de infracción administrativa como «acción u omisión contraria a la ley, tipificada y culpable» (SSTS de 30 de enero y 5 de febrero de 1988; Ar. 178 y 659 respectivamente); de ambas fue ponente Mendizábal, como también de la de 13 de octubre de 1989 (Ar. 8386), en la que se puntualiza que la culpabilidad es «elemento y no principio, como a veces se invoca», añadiendo a continuación que «el dolo o malicia constituye el meollo de cualquier conducta para que pueda ser calificada como ilícita».

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DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

En opinión de SUAY ( 1 9 8 9 , 2 1 1 ss.), el quiebro jurisprudencial se produce en 1983, pues es a partir de tal fecha cuando empieza a generalizarse la exigencia de culpabilidad en sentido estricto sin que baste la simple voluntariedad. Opinión autorizada por venir de quien viene, mas discutible, puesto que en este año no aparece ninguna sentencia significativa que se aparte de criterios anteriores o marque el rumbo de la jurisprudencia posterior. Más aún, las de 24 de enero (Ar. 364; Pérez Fernández) y 25 de enero (Ar. 306; Delgado-Iribarren) reiteran y reproducen la de 16 de diciembre de 1975, repetidamente citada en las páginas precedentes. Excepciones aparte, el hecho es que se va imponiendo inconteniblemente la tesis de la exigencia de culpabilidad manifestado, según los casos, en todas sus variantes: dolo, culpa grave, negligencia y hasta imprudencia. La moderna postura del Tribunal Supremo (incansablemente predicada mucho antes por buena parte de la doctrina) está claramente influida por la doctrina del Tribunal Constitucional que en este punto es contundente según luce en la Sentencia del Tribunal Constitucional 7 6 / 1 9 9 0 , de 26 de abril. En su Fundamento Jurídico 4.° (que recuerda el texto de la Sentencia de la Sala 2.A, de la Audiencia Nacional de 19 de junio de 1 9 8 7 —citada por M E N D I Z Á B A L , 1 9 8 8 , 8 2 0 — ) se examina la eventual inconstitucionalidad de la reforma introducida por la Ley 1 0 / 1 9 8 5 en el artículo 77.1 de la General Tributaria y el Tribunal, comparando la evolución de la ley administrativa con la del artículo 1 de Código Penal en su reforma de 1983, indica que es cierto que, a diferencia de lo que ha ocurrido con el Código Penal, en el que se ha sustituido aquel término [«voluntarias»] por la expresión «dolosas o culposas», en la Ley General Tributaria se ha excluido cualquier adjetivación de las acciones u omisiones constitutivas de infracción tributaria. Pero ello no puede llevar a la errónea conclusión de que se ha suprimido en la configuración del ilícito tributario el elemento subjetivo de la culpabilidad para sustituirlo por un sistema de responsabilidad objetiva o sin culpa. En la medida en que la sanción de las infracciones tributarias es una de las manifestaciones del ius puniendi del Estado, tal resultado sería inadmisible en nuestro ordenamiento.

La sentencia declara, en fin, la constitucional de la nueva redacción cabalmente porque «sigue rigiendo el principio de la culpabilidad (por dolo, culpa o negligencia grave y culpa o negligencia leve o simple negligencia), principio que excluye la imposición de sanciones por el mero resultado y sin atender a la conducta diligente del contribuyente». Para la STC 149/1991, de 4 de julio, «la Constitución consagra sin duda el principio de culpabilidad como principio estructural del Derecho Penal». La trascendencia de la intervención del Tribunal Constitucional salta a la vista. Hoy ya podemos estar seguros de que la exigencia, o no. de la culpabilidad no corresponde al legislador ordinario sino que es la Constitución (en la interpretación del Tribunal de este orden) quien lo ha declarado ya de una vez y para siempre. Con la consecuencia, por tanto, de que la ley que disponga lo contrario es inconstitucional en los términos que luego serán examinados con más detalle. Como advierte la STS de 16 de febrero de 1990 (Ar. 777); Conde, Exigencia de culpabilidad en la infracción y presunción de inocencia suponen una barrera infranqueable a normas infraconstilucionales que establezcan supuestos de responsabilidad por una infracción, al margen de la propia conducta personal [...]. Tales exigencias se oponen a criterios de responsabilidad establecida en razón de previsiones estrictamente objetivas.

Para la citada Sentencia 149/1991 (como para tantas otras anteriores pudiendo citarse sin ánimo de exhaustividad las 65/1986, 14/1988 y 76/1990) no ofrece ya la menor duda esta cuestión, declarando que, «de manera que no seria constitucional-

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mente legitimo un derecho penal «de autor» que determinara las penas en atención a la personalidad del reo y no según la culpabilidad de éste en la comisión de los hechos. (SSTC 65/1986,14/1988 y otras)». Ahora bien, la aceptación de principio no significa claridad definitiva sobre su contenido, puesto que aún falta por determinar en qué consiste, dada la variedad de posturas doctrinales que al efecto existen, ninguna de las cuales es vinculante: «La consagración constitucional de este principio no implica en modo alguno que la Constitución haya convertido en norma un determinado modo de entenderlo». Postura —extensible a todo hermenéutica y no sólo, claro es, al principio debatido— a la que el Tribunal concede gran importancia y sobre la que insiste con reiteración: No es ocioso recordar que el parámetro utilizado para resolver sobre la constitucionalidad o inconstitucionalidad de la norma cuestionada es la propia Constitución y no determinadas categorías dogmáticas jurídico-penales sobre las que no corresponde pronunciarse al Tribunal [...]. Por tanto, no cabe fundar la inconstitucionalidad de un precepto en su incompatibilidad con doctrinas o construcciones presuntamente consagradas por la Constitución; tal inconstitucionalidad derivará, en su caso, de que el precepto en cuestión se oponga a mandatos o principios contenidos en el Texto constitucional explícita o implícitamente.

La primera consecuencia de la exigencia de la culpabilidad es la exclusión de la responsabilidad objetiva, como se cuida de advertir el propio Tribunal Supremo en las sentencias transcritas y en otras muchas más que podrían citarse, como la de 16 de marzo de 1988 (Ar. 2175; Martín del Burgo): Aunque el Derecho Administrativo Sancionador no dependa por entero del Derecho penal común, no se debe, sin embargo, volver la espalda a este último, cuya más reciente orientación viene marcada por la reforma que ha sufrido con la Ley Orgánica 8/1983, entTe la que se encuentra la de soslayar el término «voluntarias» en la definición de delitos y faltas, superando las discusiones interminables sobre su sentido, viniendo a excluir la responsabilidad objetiva al decir que son delitos o faltas las acciones y omisiones dolosas o culposas penadas por la Ley, añadiendo en su segundo párrafo que «no hay acción sin dolo o culpa». Partiendo de esta dicotomía: dolo o culpa como presupuesto para la consideración de una acción u omisión como sancionable, no parece lógico ni justo extender la aplicación del concepto de culpa recurriendo a las antiguas fórmulas de culpa in eligendo o culpa in vigilando.

Aceptada la exigencia de la culpabilidad, ésta opera como última fase y cierre del proceso lógico sancionador, según gusta recordar el Tribunal Supremo en una serie de sentencias en las que actúa de ponente Sánchez-Andrade, como las de 17 de diciembre de 1988 (Ar. 9407) y 26 de diciembre de 1983 (Ar. 6418): en el enjuiciamiento de una resolución administrativa que ultime un expediente correctivo o sancionador, se ha de partir del análisis del hecho o acto impugnado, de su naturaleza o alcance, para determinar y ver si el ilícito administrativo perseguido es, o no, subsumible en alguno de los supuestos tipos de infracción administrativa previstos en la norma que sirve de basamento para la estimación de la transgresión que se persigue y en su caso sanciona; enjuiciamiento que deberá hacerse con un criterio exclusivamente jurídico, pues la calificación y sanción de una infracción administrativa no es facultad discrecional de la Administración, viniendo condicionada la legalidad de las sanciones administrativas por la tipificación de la falta y la sanción de una infracción administrativa no es facultad discrecional de la Administración, viniendo condicionada la legalidad de las sanciones administrativas por la tipificación de la falta y la sanción y por la prueba inequívoca y concluyeme de que el sancionado es el responsable de aquélla.

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D E R E C H O ADMINISTRATIVO S A N C I O N A D O R

Lo sucedido en España corre paralelo a similares tendencias en el Derecho comparado. En Italia y Alemania ha terminado ya consolidada la tesis de la exigencia de la culpabilidad, como se proclama de forma expresa en el artículo 3.1 de la ley italiana de 1981 («en las infracciones que lleven aparejada una infracción administrativa, cada uno es responsable de su propia acción u omisión, consciente o voluntaria, sea dolosa o culposa») y en el artículo 10 de la Ley alemana de contravenciones («sólo puede ser castigado como infracción administrativa un hecho doloso, a menos que una ley expresamente prevea una multa para un hecho culposo»), que lleva aún más lejos su rigor. Pero el más interesante es el caso francés en el que se ha producido una ruptura total con el pasado dado que, al igual que en Inglaterra, partía del punto de vista contrario, es decir, de la ilicitud sin culpa. No obstante lo cual, la Corte de Casación, ha empezado no ha mucho (ss. 5 de jimio de 1979 y 12 de enero de 1981) a exigir la culpabilidad en el infractor, al menos y en todo caso cuando la infracción y el delito aparecen tipificados en la misma Ley, es decir, que en tales supuestos las normas penales se irradian a las infracciones administrativas. 3.

EVOLUCIÓN JURISPRUDENCIAL Y DESCONCIERTO LEGISLATIVO

A la vista de lo que antecede —es decir, de la coexistencia de la moderna teoría de la culpabilidad con los restos supervivientes de la vieja teoría de la mera voluntariedad— parecen justificadas las duras palabras de SUAY (1989, 213): «Las contradicciones llegan a extremos insólitos. Da la impresión de que el Tribunal Supremo no se atiene a unas pautas generales de conducta, sino que va resolviendo según lo que el arbitrio y la intuición de cada ponente le va dictando en cada caso que se le suscita. Citas jurisprudenciales pueden esgrimirse en apoyo de las tesis más dispares y resulta ser extraordinariamente difícil poder extraer conclusiones generales». Esto es cierto, desde luego (al menos en la temprana época en que escribía el autor); pero con un poco de comprensión, y aun de benevolencia, podría rastrearse una línea evolutiva, ciertamente vacilante, pero inequívoca: la que va desde la negación a la exigencia de la culpabilidad y que es consecuencia, a su vez, de otra que le sirve de sustrato y que va desde la autonomía del Derecho Administrativo Sancionador a su integración —o la menos, adaptación— en el Derecho Penal. El punto de partida de esta evolución se encuentra en el rechazo absoluto de la culpabilidad, por ser ésta incompatible con la responsabilidad objetiva que preside originariamente el campo de las infracciones administrativas. En una segunda fase se abandona la dura responsabilidad objetiva y se introduce un elemento subjetivo, que todavía no es el de la culpabilidad sino el de la mera voluntariedad: el autor ha de querer el resultado. Lo que significa que se elimina ya la responsabilidad en los supuestos de fuerza mayor, caso fortuito y «vis compulsiva» y se abren las puertas a la aceptación del error y la ignorancia. Con ¡o cual se llega a la tercera fase en que hoy nos encontramos y que supone la exigencia de la culpabilidad: no basta querer el resultado (que era lo que se llamaba voluntariedad psicológica) sino que es necesario querer el resultado ilícito (intencionalidad, culpabilidad). Soy consciente, no obstante, de que tal evolución es «ideal» en el sentido de que no refleja exactamente la realidad y que podrían acumularse —incluso tomadas de las páginas anteriores— abundantes citas jurisprudenciales en contra para demostrar la inexistencia de las fases descritas. Pero, aun así y por muchas vueltas y revueltas que dé el rio, a vista de pájaro puede percibirse que, sin peijuicio de los meandros contradictorios, la corriente se endereza en una dirección determinada, que es la que

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acaba de indicarse. Y tan cierto es esto que casi todos los autores, empezando por el propio SUAY, reconocen que, con todas las excepciones que se quiera, la postura actualmente dominante es la de la culpabilidad, como no podría ser de otra manera teniendo en cuenta la integración del Derecho Administrativo Sancionador en el Derecho Penal. La cristalización, cada vez más nítida, de estas tendencias no evita, con todo, la sensación de desconcierto cuando se comprueba que coexisten en sentencias cronológicamente simultáneas: lo que explica los reproches que a tal propósito se hacen al Tribuna] Supremo. Pero seria injusto, no obstante, desconocer el progreso que ya ha propiciado así como la dificultad adicional que supone el que exista una legislación contradictoria en este punto, que puede explicar la correlativa contradicción de las resoluciones judiciales de aplicación. A este propósito resulta imprescindible tener a la vista la inteligente interpretación que ha dado D E PALMA a este evolución jurisprudencial (op. cit. pp. 1 0 9 ss.). Para la autora, el punto de partida es ciertamente el del reconocimiento de la responsabilidad objetiva, si bien con la importante acotación de que en el Tribunal Supremo «aunque se proclamaba una cosa, se aplicaba otra». En una segunda fase se dio entrada, al fin, a la exigencia de dolo o culpa pero de manera implícita y a través del rodeo de la exigencia de la voluntariedad de la acción, que pronto terminó desembocando en la de la intencionalidad. Técnicas eficaces para eliminar la responsabilidad objetiva pero notoriamente insatisfactorias dado que (p. 121) «al equipararse el requisito de la voluntariedad con la intencionalidad, el dolo devenía un elemento subjetivo del injusto administrativo. Por ello el tribunal concluía la inexistencia de infracción cuando se había actuado de buena fe o por error... y se pasaba por alto la comisión imprudente de infracciones». La última fase fue, de acuerdo con esta periodización, el reconocimiento jurisprudencial expreso de la existencia de dolo o culpa. Aceptando este hilo evolutivo, debe advertirse que para explicarlo hay que tener presente los contextos materiales en que se fue produciendo y que tanto condicionaron los resultados. Porque si el Tribunal Supremo introdujo la voluntariedad y la intencionalidad fue para aliviar las sanciones de orden público; de la misma manera que en la última fase es la jurisprudencia tributaria la que dio el tono. Esta evolución es muy loable, aunque añadiendo inmediatamente que no puede detenerse aquí. Si el Derecho Administrativo Sancionador se limita a navegar en la estela del Derecho Penal y a reproducir miméticamente lo que en él se está haciendo, cometerá un error dogmático gravísimo y, lo que es peor, traicionará los intereses de la Justicia y del Orden Social. Porque si es bueno que el Derecho Administrativo Sancionador abandone definitivamente las actitudes autoritarias del pasado, tampoco es deseable que pierda su identidad ahogándose en los moldes del Derecho Penal, que no son los suyos. Con lo cual volvemos a lo de siempre: la culpabilidad es exigible en las infracciones administrativas pero no en los mismos términos que en el Derecho Penal y a los juristas corresponde determinar cuáles son sus peculiaridades. Así lo advierte en palabras inequívocas la STS 5 de febrero de 1999 (3.a, 3.a, Ar. 1824): Hay que precisar —así lo hace la doctrina científica— que la culpabilidad exigible en las infracciones administrativas lo es en distintos términos que en el Derecho Penal, porque frente a lo limitado de los ilícitos penales, en el Derecho Administrativo Sancionador el repertorio de ilícitos es inagotable y no puede sistematizarse la interpretación de dicho concepto ni exigirse a la persona el conocimiento de todo lo ilícito. Si se hiciera así el Derecho Administrativo Sancionador no existiría. Al movemos en el campo del Derecho Administrativo Sancionador, debemos tener en cuenta que las normas —el Ordenamiento Jurídico— protegen los intereses públicos.

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DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

A lo largo de este capítulo iremos comprobando, en efecto, cómo aparecen modulados en el Derecho Administrativo Sancionador todos y cada uno de los elementos que integran la culpabilidad desde el punto de vista del Derecho Penal. Modulaciones aparte, la cuestión pareció, en definitiva, quedar zanjada desde el momento en que el Tribunal Constitucional ha adoptado una postura sobre el particular pronunciándose tajantemente en favor de la tesis positiva, tal como ya se ha indicado en las páginas anteriores. De forma marginal, aunque desde luego inequívoca, la Sentencia 219/1988, de 22 de noviembre, declaró ya la inconstitucionalidad —en cuanto que vulneraba los derechos fundamentales— de la llamada responsabilidad objetiva, es decir, la producida sin mediación de dolo o culpa. Fue la posterior sentencia plenaria, no obstante, la Sentencia de 76/1990, de 26 de abril de, la que abordó la materia con un ambicioso planteamiento sistemático a propósito de la nueva redacción del artículo 77.1 de la Ley General Tributaria que, por su deliberado silencio, daba pie a entender que admitía la responsabilidad objetiva. Lo que el Tribunal Constitucional rechazó de forma rotunda por entender que este silencio no puede llevar a la errónea conclusión de que se haya suprimido en la configuración del ilícito tributario el elemento subjetivo de la culpabilidad para sustituirlo por un sistema de responsabilidad objetiva o sin culpa. En la medida en que la sanción de las infracciones tributarias es una de las manifestaciones del ius puniendi del Estado, tal resultado sería inadmisible en nuestro Ordenamiento. (En suma) sigue rigiendo el principio de culpabilidad (por doto, culpa o negligencia grave y culpa o negligencia leve o simple negligencia), principio que excluye la imposición de sanciones por el mero resultado y sin atender a la conducta negligente de los contribuyentes.

Aun sabiendo de sobra que hoy es esta la postura dominante, yo me permito dudar de su corrección según he expuesto ya en las primeras páginas de este mismo capítulo y creo que mis dudas son compartidas por más juristas de lo que parece. Nótese que, después de la Constitución, ha seguido el Tribunal Supremo rechazando durante muchos años la culpabilidad y, no menos importante, que los propios jueces del Tribunal Constitucional han terminando flexibilizando su postura hasta hacerla irreconocible, según se desarrollará con detalle más adelante. Mis dudas personales sobre la vigencia del principio de culpabilidad vienen avaladas complementariamente por la postura del legislador: incierta desde luego hasta tal punto que se tiene la sensación de que o no es consciente del problema o no se atreve a plantearlo; pero, aun así, parece inclinado en favor de la tesis negativa ya que, por un lado, se ha negado a admitir el principio en texto alguno —lo que ya es muy significativo— y, además, varias leyes sectoriales pasan por alto la culpabilidad en términos inequívocos (y sin olvidar, naturalmente, las infracciones de mera inobservancia, de las que me ocuparé luego por extenso). Empecemos con la Ley de Puertos del Estado y Marina Mercante de 24 de noviembre de 1992, que es la más ilustrativa. Su artículo 113.1 define las infracciones como las «acciones y omisiones tipificadas y sancionadas en esta ley», distanciándose así deliberadamente de lo dispuesto en el artículo 1 del Código penal a la sazón vigente, a cuyo tenor «son delitos o faltas las acciones y omisiones dolosas o culposas penadas por la ley». El dolo y la culpa aparecen luego a lo largo del articulado, pero para infracciones aisladas: en el artículo 114.l.A) la infracción de daños en obras portuarias ha de hacerse «por negligencia o dolo»; y en el artículo 116.4.a), b) y d) se exige para que haya infracción que la acción típica sea «deliberada». La conclusión de este sistema resulta clara: la culpabilidad únicamente se exige para determinadas infracciones; fuera de ellas la regla es la de su no exigencia.

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Esta es, por lo demás, la fórmula más generalizada. La Ley 19 de julio de 1984 para la defensa de los consumidores y usuarios exige, pero sólo para una infracción, la tipificada en el artículo 34.2, que se ha cometido «ya sea de forma consciente o deliberada, ya por abandono de la diligencia y precauciones exigibles»; mientras que en la Ley General de Sanidad, de 25 de abril de 1986, se exige en un caso (art. 35.A.2) la «simple negligencia», en otro (art. 35.B.2) «la falta de precauciones exigibles» y en otro (art. 35.C.2) la realización «de forma consciente y deliberada». La Ley 1 de julio de 2002, de prevención y control integrados de contaminación, habla en un solo caso (art. 31.3.c) de acción «maliciosa»). Por otro lado, a la misma conclusión se llega cuando la ley considera a la culpabilidad como un «criterio de graduación de la sanción», lo que excluye que sea un elemento esencial del tipo. Así se declara en la citada Ley de 1 de julio de 2000: «existencia de intencionalidad» (art. 33.a) y en la de 3 de noviembre de 2003, de patrimonio de las Administraciones Públicas (art. 193.2). Y, por último, la Ley de 12 de noviembre de 2003, del ruido, valora en esta calidad de graduación de la multa a «la intencionalidad o negligencia». Con estos condicionamientos legales es explicable que el Tribunal Supremo no se encuentre muy seguro a la hora de exigir en todas las infracciones la existencia de culpabilidad. Ahora bien, el principio de culpabilidad no se agota con la mera exigencia de dolo o culpa sino que, entendido en un sentido más amplio, engloba el principio complementario de personalidad de las sanciones o, si se quiere, el de la responsbilidad personal por hechos propios que excluye el traslado de la responsabilidad punitiva a persona ajena al hecho infractor. IV

FORMAS DE CULPABILIDAD

En el Derecho tradicional se ha venido distinguiendo entre dolo y culpa como manifestaciones fundamentales de la culpabilidad, que convivían con otras figuras —como la negligencia e imprudencia— no siempre bien perfiladas ni claramente sistematizadas dentro de las subvariantes de cada una de las formas principales. En el actual Código Penal de 1989 se ha pasado a primer plano el dolo y la imprudencia que han desplazado, aunque no eliminado por completo, a la culpa . En su consecuencia en lugar de hablar ahora de delitos dolosos y culposos, es más correcto (o, al menos, más ajustado al texto del código) utilizar las expresiones de delitos dolosos y por imprudencia. La cuestión, entonces, es indagar hasta qué punto se han comunicado al Derecho Administrativo Sancionador estas alteraciones introducidas en el Derecho Penal. De hecho —tal como vamos a comprobar inmediatamente— en este ámbito se sigue hablando de dolo, culpa, negligencia e imprudencia. 1.

DOLO

En el Derecho Penal existe una doctrina muy elaborada del dolo que allí tiene gran importancia práctica, pero de la que en ese lugar puede prescindirse habida cuenta de que la legislación y la jurisprudencia administrativa no hilan tan fino y prescinden de mayores sutilezas, que tampoco han aflorado en la doctrina. Es muy posible que aquí se haya formado un círculo vicioso: como en los textos legales y judiciales no se manejan subconceptos o subvariantes, la doctrina no se ha molestado en elaborarlos; y como no se han realizado precisiones teóricas, la jurisprudencia no las maneja. En

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cualquier caso en esta materia, más que en ninguna otra, los operadores jurídicos se remiten en bloque indefectiblemente a las técnicas penales. A nuestros efectos basta recordar, de inicio, que en el dolo se integran dos elementos: uno intelectual y otro volitivo. El primero implica que el autor tiene conocimiento de los hechos constitutivos del tipo de infracción así como de su significación antijurídica. Huelga decir que en la práctica la identificación de este elemento no puede ser nunca exacta ya que es imposible penetrar en la mente del autor para saber sin duda lo que conocía. En consecuencia hay que valorar a través de referencias indiciarías que, además, hay que adaptar a la cultura y a la personalidad del autor, dado que, como acertadamente se ha dicho (COBO y VIVES, 1 9 9 9 , p. 6 2 4 ) , «el conocimiento de la significación antijurídica de la conducta, no debe entenderse en el sentido de un conocimiento de la subsunción jurídica pues de lo contrarío, sólo los juristas ( y no todos) podrán cometer delito, ni abarca el conocimiento de la punibilidad sino que requiere lo que se ha dado en llamar una valoración del autor en la esfera del profano paralela a la valoración legal». La valoración del elemento de conocimiento propio del dolo es una operación muy compleja y escasamente fiable tanto por la dificultad (que acaba de señalarse) de penetrar en el cerebro del autor como por la variedad de componentes que contribuyen a ese conocimiento. Por lo que se refiere a lo primero —y aparte de las eventuales declaraciones realizadas por el infractor antes o después de su acción— suele aceptarse la presencia de unos criterios mínimos —los propios del conocimiento de una personal normal— graduables a la baja (en razón de su cultura) o a la alta (en razón de su capacitación técnica). Pero también pueden concurrir unos datos objetivos fiables. Piénsese en los supuestos de recepción previa de conocimiento facilitado en un informe pericial realizado, a encargo, por un profesional o, con carácter más general, en la figura de delegación de conocimiento (el empresario que tiene un empleado cuya función consiste cabalmente en el estudio de las consecuencias de la actividad). En cuanto al segundo elemento —el volitivo, o sea, el querer el hecho ilícito— es importante distinguir sus distintos grados; y así se habla de un dolo directo en el que se persigue inmediatamente el ilícito (dolo directo de primer grado) o, al menos, se aceptan las consecuencia inevitables que va a producir (dolo directo de segundo grado) y de un dolo eventual, en el que se asumen las consecuencias probables de su actuación. El que vierte sustancias contaminantes en un caudal público obra con dolo directo de primer grado en lo que se refiere a la contaminación puesto que sabe que va a contaminar y quiere hacerlo; y obrará con dolo directo de segundo grado en lo que se refiere a la muerte de la pesca si es que sabe que ésta no podrá sobrevivir, aunque ciertamente no lo desee. En cambio, si no está seguro de que la contaminación va a ser tan alta como para asfixiar a los peces, pero admite que así puede suceder, obrará con dolo eventual. La figura del dolo eventual es fuente constante de dudas al estar a caballo entre el dolo propiamente dicho y la imprudencia. El autor del ejemplo anterior, si no estaba seguro de que iba a provocar la muerte de la pesca y desde luego no quería provocarla aunque hubiese aceptado este «eventual» resultado ¿obró con dolo eventual o con imprudencia? La pregunta tiene una enorme trascendencia práctica en las infracciones dolosas (es decir, en aquellas que según la ley únicamente pueden cometerse mediando dolo) porque, si se considera que obra con simple imprudencia, no hay infracción. En el ámbito del Derecho Administrativo Sancionador, la STS de 3 de marzo de 2003 (3.a, 3.a, Ar. 2621) aborda directamente esta cuestión. El sancionado había argumentado que la infracción imputada únicamente podía cometerse con dolo, puesto

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que se exigía conocer y querer el resultado antijurídico, y él, en verdad, no había querido el resultado antijurídico lesivo. El Tribunal rechaza, no obstante, la alegación razonando que el tenor literal de la ley no impide, desde luego, apreciar la infracción en presencia de cualesquiera clases de dolo conocido en la dogmática penal ni por tanto, en presencia de un dolo eventual, en el que, siendo otra la finalidad última perseguida, el autor se representa como cierta la producción del resultado prohibido en las normas y lo acepta.

En el Código Penal la regla es la exigencia de dolo de tal manera que sólo en supuestos excepcionales y además tasados, pueden cometerse delitos por mera imprudencia (art. 12). En el Derecho Administrativo Sancionador la situación es completamente distinta puesto que por regla basta la imprudencia para que se entienda cometida la infracción y, salvo advertencia legal expresa en contrario, no es exigible el dolo que de otra suerte, caso de haberse dado, únicamente opera como elemento de graduación (agravante) de la sanción. Así se establece con carácter general en el artículo 131.3.a) LPAC —con el rótulo de intencionalidad— sin peijuicio de que en muchas leyes sectoriales se haga esta prevención con mayor o menor precisión. D E PALMA (1998, p. 131) ha espigado algunos de estos supuestos en los que la ley recoge el dolo como un elemento subjetivo del tipo, excluyendo así la posibilidad de comisión de infracción por mera imprudencia: en las Leyes de Ordenación de las Telecomunicaciones 31/1987, de Televisión Privada 10/1988 y de Puertos del Estado se exige concretamente, por ejemplo, que el ilícito se lleve a cabo de forma deliberada. La «intención» en el Derecho Administrativo Sancionador equivale, pues, al dolo penal puesto que presupone el conocimiento de la antijuridicidad de la acción y, además, la voluntad de realizarla. En cambio esta voluntad integrante del dolo (intención) no debe confundirse con la voluntariedad que durante un tiempo exigía el Tribunal Supremo para la comisión de infracciones administrativas y que era un concepto más lato: simplemente voluntad de producir el hecho independientemente del conocimiento de su antijuridicidad. Dejando a un lado la cuestión de la «voluntariedad» (que durante un tiempo impuso su impronta al Derecho Administrativo Sancionador como una nota peculiar de éste, que le separaba inequívocamente del concepto penal de dolo), desde el punto de vista dogmático lo que hoy trae más quebraderos de cabeza a los penalistas es la distinción entre dolo eventual e imprudencia (o culpa): un punto capital teniendo en cuenta la regla de la exigencia de dolo, de tal manera que la existencia de esa franja confusa entre dolo e imprudencia dificulta en muchos casos la calificación de una conducta como delito. Una dificultad que —insistimos— tiene escasa trascendencia en el Derecho Administrativo Sancionador habida cuenta de que en este campo no es preciso aquilatar entre dolo e imprudencia, ya que basta con esta última para que aparezca la infracción.

2.

CULPA O IMPRUDENCIA

El «giro administrativo» a que acaba de aludirse (o sea, la marginación del dolo como característica esencial de la culpabilidad y correlativamente, la enfatizacion de la culpa, negligencia o imprudencia) es un rasgo propio del D e r e c h o Administrativo Sancionador, que en este punto se separa profundamente del Derecho Penal, tal como observó con agudeza la temprana STS de 3 de abril de 1974 (3.a, Ar. 1768, Ponce de León) que advierte de la irrelevancia jurídica a efectos exculpatorios

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DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR de esa pretendida falta de intencionalidad o malicia por parte del infractor [...] por cuanto es dogma aceptado desde siempre (sic) la diferente valoración legal que ello merece en la esfera administrativa de la que puede merecer en lo penal, ya que distinta y divergente es la naturaleza jurídica en uno y otro de tales Ordenamientos esa responsabilidad, hasta el punto de que cambia en lo esencial la nota característica de la citada manifestación intencionada o maliciosa como elemento básico de la misma.

En términos generales puede decirse que actúa con culpa o imprudencia (o negligencia) el que realiza un hecho típicamente antijurídico, no intencionadamente sino por haber infringido un deber de cuidado que personalmente le era exigible y cuyo resultado debía haber previsto. Como han resumido lapidan ámente C O B O y VIVES (1999, p. 639), «la culpa consiste, en definitiva, en no haber previsto lo que debía preverse y en no haber evitado lo que debía evitarse». No puede prescindirse nunca del requisito de la posibilidad de evitar el resultado por la sencilla razón de que el Derecho no exige nunca cosas imposibles. El análisis del deber de cuidado es, por su parte, singularmente complicado ya que en algunos casos está establecido en una norma y en todos corresponde su valoración al arbitrio del juez atendiendo a las circunstancias particulares del hecho y del autor. En opinión de D E PALMA ( 1 9 9 6 , p. 1 4 2 ) «el grado de diligencia que se impone desde el Derecho Administrativo Sancionador estará en función de diversas circunstancias: a) el tipo de actividad, pues ha de ser superior la diligencia exigible a quien desarrolla actividades peligrosas; ti) actividades que deben ser desarrolladas por profesionales en la materia; c) actividades que requieren previa autorización administrativa». Lo importante, en todo caso, de este cambio de perspectiva es que aquí el operador jurídico se ve liberado de indagar la psicología del autor para determinar si «conocía la trascendencia jurídica de lo que estaba haciendo y se quería hacerlo»: una tarea imposible de hecho, que forzaba al juez a buscar otros criterios. Como acertadamente dijo la STS de 14 de junio de 1989 (2.a, Ar. 6242, García Miguel), «el desiderátum del principio de culpabilidad básico en materia de Derecho Penal sería el poder determinar el individual estado de consciencia o intencionalidad de la persona a quien se impute un delito»; pero forzoso es reconocer que «ello es imposible en el actual momento histórico y grado de desarrollo de las ciencias del conocimiento». En trance de renunciar al psicologismo el juez se ve obligado a «atender a los datos objetivos sensorialmente perceptibles» acudiendo «a consagradas fórmulas generales de mensuración como son las acuñadas en los conceptos más o menos tópicos como son la diligencia de un buen padre de familia, la conducta que seguiría un hombre medio, etc.»: en definitiva —y con ello volvemos a a uno de los puntos centrales del Derecho Administrativo Sancionador— al deber de cuidado. 3.

SIMPLE INOBSERVANCIA: INFRACCIONES FORMALES

El «giro administrativo de la culpabilidad» no se ha detenido en el distanciamiento del dolo y magnificación de la culpa sino que ha llegado al mero incumplimiento como ha proclamado el artículo 130.1 LPAC, que dice así: Sólo podrán ser sancionadas por hechos constitutivos de infracción administrativa las personas físicas y jurídicas que resulten responsables de la los mismos aun a titulo de simple inobservancia.

O lo que es lo mismo: por simple inobservancia puede producirse responsabilidad en materia sancionadora.

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Este régimen Administrativo supone —a mi juicio— una exacerbación generalizada de lo que el artículo 11 del Código penal se limita a apuntar en términos tan moderados como parciales: Los delitos o faltas que consistan en la producción de un resultado sólo se entenderán cometidos por omisión cuando la no evitación del mismo, al infringir un especial deber jurídico del autor, equivalga, según el sentido del texto de la ley, a su causación. A tal efecto se equipará la omisión a la acción: á) Cuando exista una específica obligación legal o contractual de actuar, b) Cuando el omitente haya creado una situación de riesgo para el bien jurídicamente protegido mediante una acción y omisión precedente.

Asi es como se ha llegado a una situación singular puesto que en el mar sin orillas del Derecho Administrativo Sancionador predominan las llamadas infracciones formales, constituidas por una simple omisión o comisión antijurídica que no precisan ir precedidas de dolo o culpa ni seguidas de un resultado lesivo. El incumplimiento de un mandato o prohibición ya es, por sí mismo, una infracción administrativa. Si a este incumplimiento sigue luego una lesión, la consecuencia será una responsabilidad adicional, un deber resarcitorio que nada añade a la naturaleza de la infracción: como dice el artículo 22.1 del REPEPOS, «si las conductas sancionadas hubieran causado daños o perjuicios a la Administración Pública, la resolución del procedimiento podrá declarar: a) la exigencia al infractor de la reposición a su estado originario de la situación alterada por la infracción; ti) la indemnización por los daños y perjuicios causados [...]». En líneas generales, el delito penal está ordinariamente conectado con la lesión de un bien jurídico (o la producción de un riesgo): el resultado es aquí una lesión, mientras que la infracción administrativa está conectada con un mero incumplimiento, con independencia de la lesión que con él pueda eventualmente producirse y basta por lo común con la producción de un peligro abstracto. Y tanto es así que semánticamente es ese dato del incumplimiento —literalmente: infracción— el que da el nombre a la figura, con la que se identifica. Lo que no sucede obviamente con el delito. El Derecho Penal, por asi decirlo, es un Derecho represivo. El Derecho Administrativo Sancionador, en cambio, es más ambicioso y toma en cuenta todas las infracciones que se cometan, aun a conciencia de que en la realidad no podrá sancionarlas todas dada su inumerabilidad. El incumplimiento y no el resultado es lo que interesa. Porque el Derecho Administrativo Sancionadores un Derecho preventivo en cuanto que las infracciones, es de donde se deducen (o pueden deducirse) ordinariamente los resultados lesivos. Vistas así las cosas puede comprenderse mejor el peculiar alcance que ha de tener la culpabilidad en el Derecho Administrativo Sancionador. Por decirlo con las lapidarias palabras de la STS de 4 de junio de 1993 (Ar. 4335; Reyes), a la antijuricidad no obsta [...] el que faltare la intención de infringir las normas aplicadas por parte del sancionado y la ausencia de un resultado lesivo para la salud pública [...] porque tratándose de infracciones formales, penalmente consideradas como delitos o faltas de comision por omisión, corresponderá a una conducta culposa o negligente, independientemente de que de la misma no se haya producido un resultado lesivo concreto.

La STS de 11 de marzo de 1998 (3.a, Cid Fontán, Ar. 2301) llega a la misma conclusión aunque partiendo de una legislación sectorial específica: La actividad de las entidades de crédito y las conductas de sus administradores y directores deben, en todo caso, ser reflejo fiel del exquisito cumplimiento de las normas. El incum-

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DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR plimiento de aquellas normas constituye ilícitos específicos. Los ilícitos en esta materia los describe la ley términos precisos [...] Los criterios que la Administración aplica son los que especifica la ley, como sucede cuando la ley define las infracciones distinguiendo las muy graves y señalando como leves las demás conductas infractoras.

Por supuesto que —matizando ahora lo que hace un momento se ha dicho en términos categóricos— también conoce el Derecho Penal delitos de peligro; pero es muy significativo que sus tipos sean más bien escasos y, sobre todo, que los llamados de peligro abstracto sean criticados sin excepciones por la doctrina y aplicados muy restrictivamente por los Tribunales. Se entiende que existe peligro abstracto cuando así lo califica, sin más, una norma, es decir, con independencia de que efectivamente la conducta así calificada haya creado realmente un peligro. Es más, la constitucional idad de esta figura se ha puesto en duda y, en todo caso, no tiene cabida en el Derecho Penal que conocemos (como ha resumido CRISTINA M É N D E Z en Los delitos de peligro y sus técnicas de tipificación, 1993, 129 ss.). En otros términos: si se generalizasen los delitos de peligro abstracto, habría que elaborar desde el principio un Derecho Penal nuevo que fuera capaz de darles acogida y este Derecho Penal se aproximaría sorprendentemente al Derecho Administrativo Sancionador. Ni que decir tiene que al dificultar la entrada en el Derecho Penal de los ilícitos de peligro abstracto se está sugiriendo inevitablemente el traslado de tan molesto huésped al ámbito del Derecho Administrativo Sancionador. El artículo 912.f) de la Ley de Costas de 28 de julio de 1988 nos proporciona un buen ejemplo cuando tipifica como infracción grave «las acciones u omisiones que impliquen un riesgo para la salud o seguridad humanas [...] y, en todo caso, el vertido no autorizado de aguas residuales». Este precepto, en efecto, puede entenderse así: aquí hay dos tipos; en el primero de ellos la ley no se pronuncia en abstracto sobre la peligrosidad de la conducta, puesto que es el operador jurídico quien ha de determinar en cada caso concreto si la acción u omisión inculpada ha producido riesgo; en cambio, en el segundo tipo es el propio Legislador quien ya declara de antemano que se produce el riesgo por el simple vertido, sea cual sea la composición de lo vertido, y el juez no tiene que entrar a verificar si ello ha sido realmente así. La mera constatación del vertido no autorizado completa el tipo. Esta interpretación es, desde luego, plausible, pero conviene profundizar más en ella. Aunque la redacción literal conecte el vertido con las otras infracciones de peligro que se describen en la misma letra, su calificación de infracción no es una consecuencia del riesgo, sino de la desobediencia. La Ley ha establecido antes, en su artículo 57, que los vertidos necesitan autorización, y lo que ahora se castiga es no haber cumplido tal precepto independientemente de que haya riesgo o no. Y es que, como ya nos había enseñado BINDING, hay ilícitos de lesión, ilícitos de peligro (aunque no causen lesión) e ilícitos de desobediencia (aunque no causen lesión ni tampoco peligro). Lo cual no quiere decir que el riesgo sea indiferente al tipo, antes al contrario. Porque hay que preguntarse por el sentido de un mandato o de una prohibición que no pretendan evitar una lesión o un riesgo, ya que, si esto fuera así, nos encontraríamos con un Legislador arbitrario que ordena por capricho, como el gobernador de Guillermo Tell, que imponía a los vecinos la obligación de saludar a un sombrero colgado de un poste. Se supone, por tanto, que cuando la ley exige la autorización de vertidos es para asegurarse de que éstos ni van a lesionar el medio ambiente o la salud ni van a ponerlos en peligro. Comparemos ahora el citado artículo de la Ley de Costas con el artículo 325 del Código penal en el que se sanciona al que «contraviniendo las leyes u otras disposiciones de carácter general [...] provoque o realice directamente vertidos [...] que puedan perjudicar gravemente el equilibrio de los sistemas naturales [...] o la salud de las

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personas». Éste es un ejemplo característico de delito de peligro concreto: el Legislador no presupone el peligro, sino que encomienda al juez que averigüe si ha existido. La diferencia entre el delito y la infracción administrativa no puede ser, pues, más clara. En las infracciones administrativas de la variedad que estamos analizando el riesgo no está conectado con la acción (es indiferente que ésta produzca riesgos efectivos o no), sino con el tipo: el Legislador incrimina una conducta porque considera que provoca un riesgo o puede producirlo. Es, por así decirlo, una imputación automática. En cambio, para la realización del delito el juez ha de verificar primero si se ha producido un riesgo concreto, o no. Ahora bien, no toda producción de riesgo constituye, sin más, una infracción administrativa. Existen riesgos permitidos y riesgos prohibidos, cuya delimitación asume la norma administrativa. La norma enumera, en efecto, cuáles son los riesgos permitidos y, sobre todo, establece las condiciones que hay que cumplir para que una actividad peligrosa sea permitida: normalmente la observancia de determinados requisitos técnicos (que se supone que aminoran el riesgo, ya que no puede eliminarlo del todo) verificados en una autorización administrativa. El mecanismo está minuciosamente diseñado en un Reglamento de nombre tan llamativo como de «actividades molestas, nocivas, insalubres y peligrosas». La obtención de la licencia no convierte la actividad en inocua, pues, por muchas precauciones que se adopten, siempre seguirá siendo peligrosa, pero legaliza la creación de un cierto riesgo. El Legislador y la Administración saben de sobra que una pirotécnica siempre ha de ser peligrosa. No obstante, consideran que su utilidad social desaconseja su prohibición absoluta. De aquí que sea permitida en determinadas condiciones. A cuyo efecto se establece una ficción jurídica: con la observancia de ciertos requisitos y con la licencia, el peligro es permitido. La frontera, pues, en cuanto que es formal, está perfectamente trazada Si se cumplen escrupulosamente los requisitos técnicos y no media licencia formal, hay infracción; en cambio si media licencia, no hay infracción aunque se produzca un riesgo efectivo e incluso un daño. La autorización administrativa, por otra parte, resuelve el problema de la infracción, pero no el de la responsabilidad que surge en caso de lesión. Como la autorización no elimina el riesgo, sino que lo convierte en permitido, es claro que tal riesgo puede realizarse en un resultado y producir una lesión. En tal caso habrá responsabilidad por lesión, no por mera inobservancia y aquí entrará enjuego una otra variante de responsabilidad: el dolo o la imprudencia (y, en su caso, la responsabilidad civil si ha mediado culpa o negligencia). La verdad es que la jurisprudencia todavía no ha acertado a realizar una teorización general sobre ese punto, limitándose a resolver cada caso concreto con justificaciones sumarias (como la confianza legítima o el error) que le sirven apenas para salir del paso. En algunas ocasiones la exculpación se basa en la buena fe o confianza legítima. El principio de la confianza legítima ha de ser aplicado «cuando se basa en signos externos producidos por la Administración lo suficientemente concluyentes como para que induzcan razonablemente a confiar en la legalidad». (STS de 2 de noviembre de 2002; 3.a, 2.a, Ar. 1025, de 2003): «La existencia de autorización administrativa para utilizar en el mercado los contratos de autos disipa cualquier duda sobre la ausencia de culpa». ., . La STS de 14 de mayo de 1998 (3.a, 3.a, Ar. 4168) anula una sanción impuesta por realizar una construcción en zona de servidumbre de energía eléctrica. Ahora bien, como el particular había obtenido la licencia municipal de obras, el tribunal considera que los hechos no son susceptibles de sanción «ante la ausencia total de culpabilidad que elimina toda responsabilidad a quien ha actuado con buena fe y cumpliendo las reglamentaciones urbanísticas para construir».

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También se acude en ocasiones a la invocación del error (SSTS de 5 de mayo de 1998, Ar. 5099, y 14 de mayo de 1998, Ar. 4168); pero lo más frecuente es que no se aduzca razón jurídica alguna y la exculpación se remite a la lógica deducida de la mera existencia de la autorización. Resumiendo: en el Derecho Administrativo Sancionador, a diferencia de lo que sucede en el Derecho Penal, no suele haber tipos de riesgo concreto (aunque tampoco faltan, como acaba de verse en el art. 91.2f) de la Ley de Costas de 1988, antes trascrito) porque la norma delimita de antemano el riesgo prohibido del permitido. El riesgo permitido está predeterminado en una norma y no depende de la acción realizada concreta, sino de las circunstancias previas que rodean la puesta en marcha de tal actividad. Por decisión de la norma, es riesgo permitido el que se produce con observancia de reglamentos y autorización previa. El riesgo no es, por tanto, un elemento de la acción, sino de la política normativa. Y por ello mismo sería correcto decir que el riesgo real no desempeña un papel en la calificación de la infracción; pero habría que añadir que el tipo de la infracción es una consecuencia directa de la valoración que del riesgo ha hecho la norma. Por ello, si no hay infracciones de riesgo propiamente dichas (salvo que la norma las haya calificado así), el tipo de la infracción es una consecuencia del riesgo previsto y asumido o no asumido. Insistiendo en la «simple inobservancia» del artículo 130.1 LPAC, todos los autores —y muy particularmente D E PALMA que ha realizado un análisis muy minucioso de este punto (1998, pp. 134-140)— han puesto de relieve el paralelismo que tiene este precepto con el artículo 77.1 de la Ley General Tributaria en su redacción de 1985, ya que los dos textos coinciden con la única diferencia de que en este último se habla de «simple negligencia». Por lo que a las infracciones tributarias se refiere no hay, pues, duda alguna: la culpabilidad es inexcusable aunque sea en su grado mínimo de simple negligencia. Así se deduce de las discusiones parlamentarias y así lo declaró andando los años el Tribunal Constitución en su Sentencia 76/1990, de 24 de abril: En la medida en que la sanción de las infracciones tributarias es una de las manifestaciones del ius puniendi del Estado, tal resultado (un sistema de responsabilidad objetiva o sin culpa) sería inadmisible en nuestro Ordenamiento y supondría una clara lesión del principio constitucionalizado de culpabilidad y del derecho a la presunción de inocencia... No existe, por tanto, un régimen de responsabilidad objetiva (y) sigue rigiendo el principio de culpabilidad (por dolo, culpa o negligencia grave y culpa o negligencia lege o simple negligencia) principio que excluye la imposición de sanciones por el mero resultado y sin atender a la conducta diligente.

Remachando luego en un Fundamento Jurídico posterior (el artículo 8.°) que «el artículo 4.2 de la Constitución rechaza» la responsabilidad objetiva y presunta. Todo esto está muy bien; pero no podemos olvidar que se está refiriendo a la «simple negligencia» establecida en una ley sectorial, cuyo alcance (después de la sentencia citada) ciertamente ya no ofrece dudas; mientras que ahora se trata de interpretar «la simple inobservancia» establecida en una ley general, que se apartó deliberadamente del texto y precepto anterior con una intención que importa indagar. D E PALMA ( 1 9 9 6 , pp. 1 3 7 - 1 3 8 ) da una respuesta contundente: «Parece evidente que la utilización por el legislador del término inobservancia no es debida a una simple cuestión de estilo y son diversas las explicaciones que pueden darse a la elección de esta expresión». Para ella si «la simple negligencia supone culpa leve, la simple inobservancia equivale a la culpa levísima, sin peijuicio de que ese listón general pueda ser luego elevado en las leyes especiales hasta colocarlo en la culpa leve (como hace la Tributaria) e incluso en el dolo (como ya se ha visto antes en algunos ejemplos)». Yo me permito, no obstante, disentir en este punto de la opinión de tan brillante estudiosa de la culpabilidad en el Derecho Administrativo Sancionador, que no fun-

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dementa en absoluto. Para mí — y más allá de la aparente similitud de léxico— los textos comparados son radicalmente distintos ya que la Ley General Tributaria se refiere al elemento subjetivo de la infracción, regulando una cuestión de culpabilidad (al incluir en ella la modalidad de la negligencia) mientras que la LPAC regula el elemento objetivo y, sin referirse para nada a la culpabilidad, lo que hace es admitir la existencia de infracciones formales, como la propia D E PALMA también lo indica y ha afirmado igualmente con sobria contundencia GARCÍA M A N Z A N O . Por lo demás, hay que tener en cuenta que la nueva Ley General Tributaria 58/2003, de 17 de diciembre, hadado en su artículo 183.1 un «concepto» distinto de la infracción tributaria: «son infracciones las acciones u omisiones dolosas o culposas en cualquier grado de negligencia que estén tipificadas y sancionadas como tales en esta u otra ley». En una línea similar a la de D E PALMA, el artículo 3 de la LPSPV se pronuncia rotundamente en favor de la culpabilidad: «no hay sanción sin dolo o imprudencia, incluida en esta última la simple inobservancia». Para la ley vasca —como para cualquiera de los seguidores del principio de culpabilidad— la simple inobservancia es un huésped incómodo al que no se sabe dónde colocar y que se termina alojándole en el cajón de sastre de la imprudencia, sin determinar ni siquiera aproximadamente su alcance. Por eso añade cautelarmente la Exposición de Motivos que «simple inobservancia es culpa o imprudencia, una forma de culpa o imprudencia cuyo contenido exacto lo establecerá la jurisprudencia». Un modo fácil, en suma, de trasladar a otro la patata caliente (si se permite la expresión). En el Derecho Penal los delitos son, salvo excepciones, ilícitos de resultado: la lesión y, en su caso, la puesta en peligro de un bien jurídico. Las infracciones administrativa pueden serlo también, pero no necesariamente ya que caben los ilícitos formales, es decir, los de simple inobservancia. En este abanico de posibilidades será la norma tipificante la que precise si es exigible un resultado o no. Pero ya sabemos que si no dice nada, basta el mero incumplimiento de la norma para la realización de la infracción. El conductor que se salta un semáforo en rojo con visibilidad perfecta y sin circulación alguna no lesiona bien jurídico alguno ni produce el más mínimo peligro concreto; y sin embargo comete una infracción «a título de simple inobservancia». La explicación de este rigor se encuentra en que la política administrativa represiva se orienta por el peligro abstracto, no por el concreto para, entre otras razones, evitarse así las dificultades de la prueba de la lesión o puesta en peligro. 4.

E L GIRO A D M I N I S T R A T I V O D E L A C U L P A B I L I D A D

Volvamos de nuevo a los avatares históricos de la culpabilidad en el Derecho Administrativo Sancionador. Tal como se ha relatado antes, en un comienzo las infracciones administrativas se cometían con independencia de las condiciones subjetivas del autor (incluida la culpabilidad): se trataba, pues, de lo que en la terminología moderna se denominan infracciones formales que generan una responsabilidad objetiva y así se aceptaba sin escándalo alguno por los jueces y los autores. A partir de los año ochenta del pasado siglo cambió el signo de su régimen y se introdujo el elemento subjetivo de la culpabilidad como consecuencia de dos influjos convergentes: una hipotética declaración constitucional en tal sentido y una recepción de los principios del Derecho Penal y entre ellos cabalmente este de la culpabilidad. A fines de siglo se estaba, pues, en las antípodas de lo que se entendía treinta años antes. Ahora bien, desde el primer momento de la recepción se había advertido cautelarmente que ésta había de practicarse con «matizaciones», puesto que la culpabilidad no operaba de la misma forma en los dos ámbitos. Matizaciones impuestas más por

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la legislación que por la jurisprudencia y la doctrina, que se han limitado a seguir a aquélla, a veces incluso a regañadientes. El primer paso de este giro (de recuperación de los orígenes o, si se quiere, involutivo) fue el de convertir en regla del Derecho Administrativo Sancionador lo que en el Derecho Administrativo es excepción, a saber, la responsabilidad por culpa o imprudencia. Proceso que terminó coronado en la declaración —inequívoca, tajante, contundente— del artículo 130.1 LPAC, conforme al cual cabe la responsabilidad «a título de simple inobservancia». Lo cual no significa, sin embargo, que hayamos vuelto al punto de partida ya que la evolución no ha sido circular sino en espiral (estamos en la misma vertical pero a diferente altura). Imágenes geométricas aparte, al final de este giro administrativo la situación es la siguiente: en el Derecho Administrativo Sancionador opera el principio de culpabilidad en todas sus variantes, pero también hay supuestos de infracciones formales (o por simple inobservancia) de responsabilidad objetiva. Cuando la ley es explícita al respecto, no hay dificultades, pues a su regulación habrá que atenerse. El problema aparece cuando las leyes sectoriales nada dicen. Para mí —de acuerdo con lo que se ha explicado en las páginas precedentes— valen los siguientes criterios que me atrevo a sugerir: 1.° El dolo y la culpa grave sólo son exigibles cuando así se establece en la norma. 2.° La culpa, negligencia e imprudencia son la regla. 3.° La simple inobservancia opera en los casos en los que la norma previene conductas de prevención de peligro abstracto e inequívocamente cuando ha impuesta una autorización administrativa previa para el ejercicio de la actividad peligrosa. La integración de la simple inobservancia en la teoría de la culpabilidad (como «culpabilidad cero») podría disipar quizás los escrúpulos de quienes consideran que —por motivos constitucionales o de las circunstancias genéricas del ius puniendi del Estado— es imprescindible atenerse siempre al elemento subjetivo de la infracción en cualquier grado que sea. Contra lo que pudiera creerse no hay un límite definido entre la culpabilidad y la no culpabilidad, como no lo hay entre la culpa leve y la levísima o entre la diligencia y la negligencia leve. Entre la claridad y la oscuridad hay una gama de entreluces y entre sombras que nos impiden realizar afirmaciones tajantes de carácter objetivo. Enhorabuena para aquellos que consideran que se respeta el dogma constitucional de la culpabilidad invocando la culpa levísima y más todavía si son capaces de distinguirla en un caso concreto de la culpa leve o de la diligencia común. A mi juicio, la responsabilidad por mera inobservancia no excluye por completo la presencia de una cierta culpabilidad, puesto que tal inobservancia o incumplimiento es consecuencia de una acción humana (ordinariamente por omisión) que puede ser culpable o no culpable. La inobservancia puede ser dolosa, culposa, por negligencia o por imprudencia o consecuencia de una acción no culpable en absoluto. Vistas así las cosas la inobservancia se refiere a la antijuridicidad: es un tipo tan antiguo y bien conocido como la vieja «infracción de ordenanzas» de régimen local. Una figura, por tanto, que para ser sancionable precisa que se añade el elemento de la culpabilidad (en el sentido que acaba de indicarse) puesto que la infracción es por naturaleza una acción antijurídica y culpable. Lo que sucede, sin embargo, es que tal como aparece en el artículo 130 de la LPAC esta figura incluye ya el elemento de la culpabilidad expresado en la palabra «mera». Mero significa que con el incumplimiento basta. De no ser así, carecería de sentido este adjetivo.

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Ahora bien, en rigor de lo que se trata es de una especie de «presunción de culpabilidad» que permite la prueba de su exclusión, cuya carga corresponde naturalmente al infractor. Y en este se distingue cabalmente de las formas propias de culpabilidad. Esta circunstancia es cabalmente la que ha generalizado el rechazo de la doctrina penal a los delitos de peligro abstracto porque, como ha explicado PÉREZ ÁLVAREZ en 1 9 9 1 (apud M É N D E Z R O D R Í G U E Z , 1 5 4 ) , estos delitos «contienen una presunción ipso iure relativa a la producción del peligro, presunción que no admite prueba en contrario. Esta realidad es claramente contraria a los principios actuales constitucionales que informan el Derecho Penal español». Forzoso es reconocer, con todo, que carecemos casi por completo de una teoría de las infracciones formales —desatendidas al tiempo por la jurisprudencia y la doctrina, quizás porque ambas están obsesionadas por la exigencia constitucional de culpabilidad que ellas mismas se han inventado— y que las consideraciones que aquí se están haciendo casi son balbuceos a los que falta mucho tiempo de maduración. Y para agravar las dificultades, poca o ninguna pista dan las leyes para el despliegue teórico. Asi las cosas, quiera hacer mías las clarividentes advertencias de la Exposición de motivos de la LPSPV: «más allá del dolo y la culpa o imprudencia se abre un amplio territorio inexplorado o escasamente explorado donde la responsabilidad objetiva campa por sus respetos. Las matizaciones necesarias a los conceptos de dolo e imprudencia deben venir de la exploración exhaustiva de dicho territorio, de su conquista podríamos decir, y eso es tarea de la interpretación doctrinal y jurisprudencial, que puede nutrirse, tal vez, de instituciones civiles o administrativas relativas al fenómeno jurídico de la responsabilidad, pero sin desvirtuar, en ningún caso, la esencia del principio de culpabilidad. Hasta que no pasen años de elaboración jurídica cualquier intento innovador de la ley en tal cuestión es fuente de inseguridad, cuando no una puerta abierta a la responsabilidad objetiva y, por ende, a la destrucción de dicho principio». Hay, en fin, otra peculiariedad del giro administrativo de la culpabilidad, que aparece no raramente en la casuística. Me refiere a la posible de la «doble imputación» o de la «imputación sucesiva». Esto significa que aunque no concurra la causa principal de imputación, debe verificarse si concurre alguna otra. Veamos un ejemplo de los que se dan con frecuencia en la práctica. Producido un accidente con daños en una fábrica pirotécnica se comprueba que las instalaciones cumplían escrupulosamente los requisitos reglamentarios. No cabe, pues, imputación por simple inobservancia. El accidente se produjo, no obstante, por un cortocircuito provocado porque el vigilante nocturno había utilizado por su cuenta un aparato calefactor que motivó la sobrecarga. De esta manera, descartada la primera imputación, aparece otra: la imprudencia de un empleado. Y, apurando las cosas, la responsabilidad de la empresa por negligencia al no haber tomado medidas de calefacción en las noches de invierno. Dos tests sucesivos, en definitiva, de culpabilidad o, hablando más propiamente, de imputación. En ocasiones, sin embargo —e incluso con mayor frecuencia— este mismo proceso de imputación sucesiva se desarrolla en orden inverso, es decir, se empieza indagando la concurrencia de dolo o culpa y se termina en la mera inobservancia. La STS de 14 de febrero de 2000 (3.a, 4.a, Ar. 1884) nos ofrece un buen ejemplo de ello. Se trataba en el caso de la colocación sin licencia de trampas para conejos en las que desafortunadamente cayó y murió un ave de especie protegida (águila imperial). La sentencia examinó primero la posibilidad de una acción dolosa, que rechazó al no apreciar ni siquiera dolo eventual y tampoco encontró culpa por tratarse de un simple caso fortuito. Pero, aun así, hubo sanción porque, siguiendo en el descenso de las imputaciones sucesivas, se constató el incumplimiento del requisito legal de obtener una licencia para la colocación de cepos voluntarios.

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Obsérvese ahora el curioso razonamiento de la STSJ de Navarra de 20 de febrero de 2003 (Ar. 23 de 2004). Producido un accidente laboral el tribunal absolvió a la empresa dado que la Administración no había probado que hubiera negligencia ni tampoco que se hubiera inobservado alguna norma. En estas condiciones el resultado dañoso resulta irrelevante (a los efectos resarcitorios) porque «como la infracción no viene ni calificada ni cualificada por el resultado (había) que demostrar (o negligencia) o que se había faltado a la normativa de prevención del riesgo en el trabajo [...] Y no se nos diga que si hubo accidente fue porque había riesgo por cuanto hasta la actividad más inocua puede conllevar un riesgo (un escribiente puede caerse de su silla y desnucarse, por ejemplo)». En el trasfondo del giro administrativo late siempre la evolución de la sociedad moderna, que también está «girando» de modo sustancial y a lo que el Derecho ha de adaptarse inexorablemente. Buena parte de ese giro es, como ya sabemos, la generalización e intensidad de los riesgos. Ahora bien, tal como certeramente ha advertido SILVA SÁNCHEZ, no sólo se caracteriza por ser una sociedad de riesgo sino por tratarse, además, de una sociedad de enorme complejidad en la que la interacción individual ha alcanzado niveles hasta ahora desconocidos y que el Derecho Penal no está todavía en condiciones de comprender, ni mucho menos de regular, por la conocida circunstancia de haber nacido y haber estado al servicio de una sociedad individualista muy simple. El Derecho Penal persigue en la diligencia de muías de Sala —o todo lo más, en los ferrocarriles de vapor de Pacheco— a delincuentes que escapan en aviones supersónicos. Es patética la incapacidad de adaptación a las circunstancias de un Derecho basado en un modelo de sociedad individualista, cuyos miembros no interactuaban con la intensidad de ahora. Este cambio social afecta todavía más al Derecho Administrativo Sancionador por la frecuencia con que éste tiene que habérselas con organizaciones complejas que operan a través de múltiples interacciones tanto horizontales como verticales. Si la criminalística ha descubierto el «crimen organizado» como fenómeno real aunque anómalo, los administrativistas conocen desde hace mucho tiempo la «infracción empresarial» como fenómeno cotidiano. De hecho, es muy difícil encontrar una empresa de alguna importancia que no tenga pendientes media docena —o medio centenar— de expedientes sancionadores y en ninguno de ello es factible identificar con seguridad a su autor. Las infracciones de mera inobservancia operan, en suma, como la piedra de toque para comprobar la realidad del giro administrativo de la culpabilidad y, en términos aún más amplios, proporcionan una prueba más del proceso de sustantivación del Derecho Administrativo Sancionador. Porque —tal como ya se ha apuntado más arriba— si los penalistas quieren expulsar los tipos de peligro abstracto del Código Penal por entender que, además de ser inconstitucionales, exceden del ámbito del Derecho Penal habida cuenta de que —en palabras de Cristina MÉNDEZ ( 1 6 2 ) — «no se puede pretender que los delitos de peligro abstracto cumplan una función reguladora (ni) regular el desarrollo ordenado de determinadas actividades peligrosas exclusivamente a través de ellos»; las consecuencias de tal exclusión no han de ser la eliminación de dichos ilícitos sino su traslado al Derecho Administrativo Sancionador. Dicho de otra manera: Dando por supuesto que los ilícitos de mera inobservancia —justificados por el peligro abstracto que generan— no tienen cabida en el Derecho Penal, cuyos escrúpulos dogmátcos son tan rigurosos como irrenunciables, se ha pensado en el Derecho Administrativo Sancionador para darles acogida ya que se trata de un ámbito menos estricto, mas flexible y, sobre todo, más apegado a la realidad y a la eficacia de una política pública represora y preventiva a la que no se puede privar de uno de sus instrumentos más útles e imprescidibles. En definitiva, el Derecho Administrativo Sancionador, recuperada ya su sustantividad, está en condiciones de cerrar las brechas que los escrúpulos dogmáticos abren en el Derecho Penal.

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5.

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CONSIDERACIONES COMPLEMENTARIAS

La novedad de este giro administrativo en materia de culpabilidad ha provocada la aparición de cuestiones inesperadas y problemas inéditos, como los que van a ser tratados inmediatamente: a) La explicación del salto para admitir las infracciones formales; b) Las consecuencias desventajosas —y desde luego no previstas— para la Administración; y c) Una difuminación de los conceptos estrictos de infracción y sanción. A) Desde el punto de vista lógico el disvalor de la conducta sancionable habría de ser, pues, la producción de un riesgo («peligros obstracto o general y concreto» en la teoría penal). Pero en este momento intervienen determinados factores que desfiguran gravemente la institución. El riesgo concreto debe ser constatado por quien sanciona y, como quien sanciona es la Administración (y no el juez), entran enjuego los conocidos prejuicios contra la discrecionalidad administrativa y, en pretendido beneficio de la seguridad jurídica, se tiende a privar a aquélla de la facultad de valorar y se objetiviza un daño o disvalor de la conducta. La desconfianza ante la discrecionalidad administrativa (que se teme derive en arbitrariedad) incita a su sustitución por el mecanismo automático de la mera inobservancia de la norma: un escenario en el que el margen de la apreciación administrativa se reduce al mínimo, puesto que ha de limitarse a realizar una simple constatación fáctica de incumplimiento de lo ordenado o prohibido por la norma. En su consecuencia, la ilicitud puede perder de vista lo fundamental, es decir, la producción de un daño o un riesgo para convertirse en el incumplimiento de una orden, en una desobediencia. Con lo cual se ha ganado mucho, ciertamente, en el terreno de la seguridad jurídica y en el desapoderamiento de facultades administrativas, pero a costa del ciudadano. Porque, aunque el incumplimiento de la orden para que se produzca la infracción (por ejemplo, el fabricante no ha empleado el desesterilizador reglamentario sino otro técnicamente más eficaz; y, por decirlo en términos técnicos del Derecho Penal, el ilícito del peligro concreto se ha transformado en ilícito de peligro abstracto). Los dogmas jurídicos y las reticencias antiadministrativas operan, pues, en peijuicio del inculpado. Lo que en un Derecho punitivo no deja de ser sorprendente. Debe hacerse notar aquí, por lo demás, que esta disfiinción no tiene lugar en el Derecho Penal: aquí, como quien sanciona es el juez, el legislador confia en él y de ordinario le autoriza para que sea él quien valore si se ha producido, o no, una situación real de peligro (el tipo llamado de peligro concreto) y sólo excepcionalmente introduce tipos de peligro abstracto (es decir, supuestos en los que el legislador directamente y sin consideración al caso concreto declara que hay riesgo independientemente de que suceda así en la realidad). Con lo cual se han invertido las posiciones: en el Derecho Penal, que es originariamente un Derecho de resultados, cabe sin esfuerzo la figura del delito de peligro; mientras que en el Derecho Administrativo Sancionador, que es originariamente un Derecho de riesgos, se escamotea el peligro real o concreto y se entroniza la infracción de peligro abstracto que, en rigor, no es un tipo de peligro, sino de incumplimiento o desobediencia o, en la última terminología legal, de inobservancia. Esto no significa, desde luego, que los tipos de peligro concreto no existan también en el Derecho Administrativo Sancionador, pero son frecuentemente desplazados por los de peligro abstracto y por los de desobediencia. Insistiendo en la cita del Texto Artículo de Trafico, cuando en su artículo 1.1. se previene que «los conductores deberán estar en todo momento en condiciones de controlar sus vehículos», está refinendose a un peligro concreto, puesto que para apreciar la infracción no basta una constatación automática de desobediencia o incumplimiento, sino que se precisa una valoración concreta de lo sucedido realizada por el operador jurídico que intervenga.

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B) El inconveniente que tiene el hacer depender la infracción del mero incumplimiento de una norma (de mandato o prohibición) y de conectar ésta a la protección de un bien jurídico declarado como tal por el legislador, salta a la vista: el legislador tiende inevitablemente a seleccionar bienes jurídicos demasiado numerosos y, sobre todo, demasiado genéricos, con la conclusión de que se agobia al ciudadano con órdenes y, en consecuencia, con la amenaza de sanciones. Bienes jurídicos como Orden Público, Salud Pública o Medio ambiente legitiman cuantas órdenes sea capaz de imaginar un legislador entrometido. La red de infracciones se hace tan tupida que nadie consigue escapar de sus mallas. Cuando se prescinde de la lesión y se tipifica la infracción como una desobediencia que la norma califica, sin más, de peligrosa (peligro abstracto), el Ordenamiento jurídico, con el pretexto de prevenir, lo que hace es considerar como infractor al ciudadano más cuidadoso. Aunque también es verdad, por otra parte, que en estas condiciones puede ser el Estado la primera víctima de su voracidad interventora. Es la vieja historia del alguacil alguacilado. Porque ha de pensarse que, si la norma exige a los ciudadanos incontables requisitos, ello significa también la imposición a la Administración del deber de exigir su cumplimiento. Cuando se comete una infracción sin lesiones a tercero, no hay problema: la Administración sanciona o no sanciona. Pero cuando hay lesiones, mediando una infracción, la situación es completamente distinta a efectos de la responsabilidad administrativa. El tercero lesionado tiene derecho a ser indemnizado y es claro que el primer responsable es el autor directo del daño. Pero de ordinario no hay un solo infractor, sino dos: el autor que ha incumplido las condiciones impuestas al ejercicio de su acción y la Administración que ha incumplido su obligación de asegurar el cumplimiento de los particulares. El Estado garantiza a los ciudadanos que se van a respetar las reglas que él establece. Y si esto no es así, si tolera infracciones, es coautor por omisión, por falta de diligencia, de los daños producidos por los demás, ya que tales daños no se hubieran producido si la Administración no hubiera sido sido negligente. De esta forma, los cuantiosos daños producidos por el incendio de una discoteca van a ser realmente satisfechos por la Administración, en cuanto responsable subsidiaria pero efectiva, dado que un técnico de ella descuidó la revisión y control de las instalaciones de seguridad reglamentariamente establecidas. Nótese, con todo, las asimetrías e irregularidades de estas consecuencias. El infractor por incumplimiento de las medidas de seguridad y, a la postre, causante del daño debe pagar por el doble concepto de multa e indemnización, si bien puede escaparse con relativa facilidad si acredita su insolvencia. Por su parte, la Administración que ha infringido su deber de controlar el incumplimiento de las medidas de seguridad debe pagar también por un doble concepto aunque con distinta calidad ya que es responsable subsidiaria del daño y, además, salvo excepciones rarísimas, no se le impone sanción por la infracción de omisión o negligencia. Una vez que se ha empezado a rodar por esta pendiente, es difícil detener la caída. Porque si los ciudadanos ya no pueden materialmente cumplir todas las obligaciones que les impone el Estado para realizar cualquier actividad (y por ello son infractores habituales), tampoco puede ya el Estado vigilar eficazmente su cumplimiento, salvo que una mitad de los españoles, hechos funcionarios, se dedique a vigilar a la otra. El Estado ha medida mal sus fuerzas y no está en condiciones de cumplir la obligación de garante que ha asumido. Lo cual hasta hace podo no tenía importancia, pero como los tribunales insistan en su tendencia a exigir responsabilidad al Estado en las condiciones dichas, habrá que o bien reducir las exigencias a la capacidad inspectora del Estado, o bien amentar ésta multiplicando el número de funcionarios. Pero de momento no hay indicios de que se haya iniciado en España ninguna de estas políticas. Aunque

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ya se constata que algunas Administraciones Públicas han empezado a contratar (con empresas privadas, claro es) gigantescas pólizas de seguros de responsabilidad civil. C) La infracción formal de mera inobservancia permite sancionar (en sentido estricto) acciones de incumplimiento de mandatos y prohibiciones de carácter normativo pero también de los impuestos en un negocio jurídico, como una licencia. Con lo cual se reabre la viejísima cuestión de si la anulación de una licencia por incumplimiento de los requisitos y obligaciones consignados en ella es, o no, una sanción propia. La jurisprudencia viene declarando pacíficamente que no se trata de una infracción administrativa ni de su correspondiente sanción y que, por tanto, tal declaración no necesita ajustarse a los trámites procedimentales propios de éstas. Lo cual era claro cuando se operaba bajo el principio de la culpabilidad; pero una vez que se admiten las infracciones de simple inobservancia nos encontramos ante una situación ambigua. Si la norma no tiene prevista para las infracciones la sanción de resolución (o supresión) de la licencia, no podrá imponerse ésta y habrá que acudir a otros castigos, respetando aquélla. Pero, por otro lado, esta sanción tipica será compatible con la resolución —no sancionatoria— de la licencia si el incumplimiento es causa suficiente para ello. Y EN ESPECIAL, EL ERROR 1.

ADMISIBILIDAD Y RELEVANCIA

La valoración de la influencia del error en el enjuiciamiento de las infracciones administrativas depende de la posición que se haya adoptado respecto de la cuestión previa de la culpabilidad exigible. Para quienes entienden que la culpabilidad es en todo caso requisito indispensable de cualquier infracción administrativa, la presencia del error ejercerá siempre una gran influencia bien sea como causa de exculpación o, sin llegar a ello, como circunstancia graduadora de la sanción. En cambio, para quienes entienden que es posible la comisión de infracciones sin culpabilidad —en la figura de la llamada responsabilidad objetiva o, más precisamente todavía, de las infracciones formales o de mera inobservancia— es claro que el error puede no suponer una causa de justificación aunque, al menos, opere como circunstancia atenuante graduadora de la sanción. De hecho, algunas normas positivas regulan el error y otras no. Circunstancia que permitía interpretar que cuando la ley nada decía sobre el particular estaba indicando a sensu contrario que el error no valía como causa de justificación y, apurando el argumento, que así sucedía por no ser exigible la culpabilidad y, en definitiva, por tratarse de responsabilidad objetiva.. El Tribunal Constitucional, no obstante, en su decisiva Sentencia 76/1990, de 26 de abril, referida a la reforma de la Ley General Tributaria que silenciaba este extremo salió al encuentro de esta posición afirmando tajantemente que si no hay responsabilidad objetiva, no es necesario que se haga constar expresamente el error de Derecho como causa de exoneración de dicha responsabilidad [...] Precisamente porque la ley vincula esta responsabilidad a una previa conducta culpable, es evidente que el error de Derecho —singularmente el error invencible— podrá producir los efectos de exención o atenuación que le son propios en un sistema de responsabilidad subjetiva [...] La falta de mención expresa del error de Derecho como causa de exoneración de responsabilidad (por infracción tributaria) no es prueba de la configuración de un régimen de responsabilidad objetiva ni de ¡a inexistencia de esa causa de exención.

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Criterio recogido en la STS de 23 de enero de 1998 (3.a, 4.a, Ar. 501): Puede hablarse de una decidida línea jurisprudencial que rechaza en el ámbito sancionador de la Administración la responsabilidad objetiva, exigiéndose la concurrencia de dolo o culpa, en línea con la interpretación de la STS 76/1990, de 26 de abril, al señalar que el principio de culpabilidad puede inferirse de los principios de legalidad y prohibición de exceso o de las exigencias inherentes al Estado de Derecho. Por consiguiente, tampoco en el ilícito administrativo puede prescindirse del elemento subjetivo de la culpabilidad para sustituirlo por un sistema de responsabilidad objetiva o sin culpa.

2.

EN EL CASO DE RESPONSABILIDAD OBJETIVA

Las cosas no son, sin embargo, tan sencillas porque el error resulta relevante en dos situaciones que la práctica conoce bien: cuando el juez no da valor alguno al error está admitiendo implícita pero inequívocamente que se trata de una responsabilidad objetiva; y cuando admite expresamente la responsabilidad objetiva, tiene que rechazar los efectos exculpatorios del error en los casos correspondientes. Cuando no se admite en absoluto el error se llega a situaciones equiparables a la responsabilidad objetiva en cuanto que prácticamente desaparece el elemento subjetivo de la culpabilidad. Éste es el caso, por ejemplo, de la STS de 5 de junio de 1998 (3.a, 7.a, Ar. 5522) en la que se declara que «los recurrentes, al ser administradores de una entidad bancaria, deben conocer especialmente las normas aplicables al funcionamiento de los bancos para garantizar la seguridad de sus actuaciones, así como las referidas a la responsabilidad de los administradores»; en conclusión «no han observado en su actuar, positivo o por omisión, toda la diligencia que a su cargo es exigible a las personas capaces y preparadas técnicamente. Existe, pues, una clara acusación de responsabilidad por negligencia». El segundo tipo de situaciones aparece en la Sentencia de 2 de junio de 1982 (Ar. 4183; Botella) en la que se declara rotundamente que «la infracción administrativa es un ente jurídico fundamentalmente objetivo, aunque con el obvio componente subjetivo de la voluntad de la acción» y, en consecuencia, «la referida objetividad fundamentada en el carácter objetivo, [es] incompatible con excusas hermenéuticas y exculpaciones por «error iuris» de los mandatos de la Administración». Ahora bien, aun cuando el error no produzca la exculpación, ello no quiere decir que sea absolutamente irrelevante, dado que su presencia incide, ya que no sobre la antijuricidad, sobre la graduación de la sanción, que ha de ser minorada. Así lo establece la STS de 15 de julio de 1985 (Ar. 4220; Sánchez-Andrade) reproduciendo la doctrina sentada en otras anteriores: «sin que quepa exonerar la responsabilidad del interesado en base a su creencia de la legalidad de la venta de boletos por él efectuada, recordando al efecto las sentencias de esta Sala de 15 de junio de 1982 y 4 de mayo de 1983, conforme a los cuales la voluntariedad del resultado de la acción no es el elemento constitutivo esencial de la infracción administrativa, sino elemento modal o de graduación de la sanción administrativa». 3.

EN EL CASO DE DOLO EXIGIBLE

En los supuestos ordinarios —es decir, en los de responsabilidad subjetiva mediante la exigencia de culpabilidad personal— debe distinguirse según las modali-

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dades de ésta, ya que la relevancia del error es muy diferente según que se trate de casos dolosos o culposos. Sostiene R E B O L L O (1989, 653-654) que el error, en todas sus variedades, excluye el dolo y que, por ende, en las infracciones administrativas que precisan de dolo —harto escasas, por cierto— la presencia de error exonera de culpabilidad. Esta posición debe suscribirse, como proviniente del autor que de forma más original y pormenorizada (al menos antes de la monografía de Ángeles D E PALMA) ha estudiado el error en el Derecho Administrativo Sancionador. Con lo cual el problema queda centrado en los supuestos culposos, que a continuación van a examinarse con mayor detenimiento. 4.

EL ERROR EN LAS INFRACCIONES CULPOSAS

Si se acepta el dogma de que al Derecho Administrativo Sancionador son aplicables los principios del Derecho Penal, habrá que aceptar también lógicamente la aplicación, en principio, de lo dispuesto en el Código Penal a propósito del error y de sus variedades —error de tipo y error de prohibición— y de sus correspondientes subvariedades —vencible e invencible—. Un punto de partida que parece inevitable dado que el Ordenamiento Jurídico sancionador no nos ofrece otro apoyo originario. E1 error de tipo —antes llamado comúnmente error de hecho— supone que el autor tiene un conocimiento equivocado de alguno de los elementos, tanto descriptivos como normativos, que aparecen en el tipo. El error de prohibición supone que el autor desconoce que su acción es ilícita, o sea, que ignora que está prohibida. Comprende dos subvariedades: a) la ignorancia de la existencia o vigencia de la norma prohibitiva; b) cuando conociendo la norma no se considera aplicable al caso. Estas distinciones son tradicionales en el Derecho Penal, mas forzoso es reconocer la confusión de fronteras entre el error de prohibición y el error de un elemento normativo del tipo. La situación se complica aún más, de ordinario, cuando el tipo no aparece en una sola norma sino que es el resultado de la integración de varias realizada a través de una o varias remisiones. Con lo cual surge el problema de las consecuencias de su ignorancia incluso para aquél a quien se supone debe conocer la ley remitente. Tal como se ha indicado más atrás, es físicamente imposible conocer todos los reglamentos que integran una figura sancionadora ya que con frecuencia ni siquiera los propios organismos públicos (o sea, los funcionarios superespecializados) están en condiciones de facilitar una información correcta al respecto. Pero admitir el efecto exculpatorio del error de derecho supondría paralizar el aparato represivo de la Administración. Para salir de esta encrucijada existen, en mi opinión, dos soluciones: por un lado, hacer operar la presunción iuris et de iure de conocimiento de todas las normas que afectan a los profesionales; y, por otro lado, examinar la sustantividad de la norma remitente. La norma remitente tiene operatividad propia si puede ser aplicada sin necesidad de conocer los detalles de la norma remitida cuando aquélla es lo suficientemente explícita en la descripción de los elementos esenciales del tipo o en la valoración de las conductas. En tales casos el error y la ignorancia de los detalles de la norma remitida no producen efectos exculpatorios desde el momento en el que el actuante conoce suficientemente la «situación antijurídica» (de acuerdo con la doctrina penal finalista) aunque no conozca todos circunstancias de la antijuridicidad. Basta, en otras palabras, con que el actuante conozca la situación antijurídica o la antijuridicidad

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genérica del hecho, independientemente de su error o ignorancia de los reglamentos remitidos. Un buen ejemplo de lo que se está diciendo lo proporcionan las SSTC 219/1989 y 93/1992: en la primera, se trataba de una infracción prevista en las Normas Deontológicas del Colegio (no publicadas) de carácter profesional y, en la segunda, de una infracción tipificada también por el Colegio pero referente a conductas que nada tenían que ver con la deontología profesional, sino con su régimen económico. El Tribunal absuelve en el primer caso y condena en el segundo, cuidándose de explicarlo la Sentencia 93/1992 en los siguientes términos: No es preciso enfatizar que en el actual asunto existen marcadas diferencias con el que resolvimos mediante la STC 219/1989 que denegó el amparo solicitado por un arquitecto que había sido sancionado por su Colegio por diversas falsedades en la proyección y dirección de ciento sesenta obras, que además habían sido construidas en suelos rústicos o no uibanizables. En aquel caso este Tribunal (...) alcanzó la conclusión de que no había duda de que la conducta sancionada se encontraba descrita como ilícita en términos sobradamente previsibles para un profesional de la técnica y el arte arquitectónico, lo mismo que su sanción. Por el contrario, la conducta por la que se ha sancionado a la farmacéutica actora en el presente litigio no consiste en una infracción de su deontología profesional, del conjunto de deberes inherentes a su arte profesional: no se trata del incumplimiento de un tumo de guardia, es decir, de haber mantenido cerrada su oficina de farmacia en un momento en que hubiera debido mantenerla abierta para asegurar la prestación del servicio farmacéutico, sino de un turno de vacaciones impuestas obligatoriamente para garantizar un equilibrio entre los beneficios económicos de los distintos titulares de las farmacias. Al tratarse de una normativa diferente y sobreañadida a los deberes deontológicos del profesional farmacéutico, la situación es completamente distinta a la enjuiciada en la STC 219/1989. Por lo que la adecuada publicación de las disposiciones adoptadas por el Colegio, en términos que garantizasen su conocimiento, su autenticidad y su constancia, y que además permitiese la impugnación en un proceso declarativo acerca de su validez como señala con insistencia el Colegio demandado, deviene un requisito imprescindible para hacer posible que su incumplimiento resulte sometido a sanciones conformes con el artículo 25.1 CE.

Ni que decir tiene que las dificultades que ofrece este caso se mitigarían sensiblemente si en España se utilizase la fórmula de la «remisión inversa» (que ya conocemos) propia del Derecho alemán. Según esto, las normas complementarias de una Ley tipificadora deben ir provistas de una cláusula de retorsión que recuerde de forma expresa el papel que están desempeñando en la regulación de las infracciones.

5.

LA DILIGENCIA DEBIDA

Al trasponer las reglas del Derecho Penal al Derecho Administrativo Sancionador nos encontramos con lo que R E B O L L O (1989, 655) denomina especial severidad, que consiste en el bloqueo de los efectos del error cuando media —en palabras de O. MAYER—«una inobservancia del deber hacia la policía». Una confirmación de esta tesis puede encontrarse en la STS de 22 de abril de 1985 (Ar. 2220; Reyes), en la que se rechaza la pretensión de exculpación de responsabilidad por causa de error dado que «en la esfera del Derecho Administrativo sancionador en esta materia no se requiere una conducta dolosa sino simplemente irregular en la observancia de las normas». Así las cosas, no puede evitarse la sensación de que el espíritu del autor alemán se ha infiltrado por sí solo en la LPAC española de 1992 para introducir la revolucionaria expresión de «mera inobservancia» a la que tantas páginas acaban de dedicarse.

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La «especial severidad» del Derecho Administrativo Sancionador puede también explicarse, sin embargo, de una manera más simple y técnicamente más precisa a través de la superabilidad del error, tal como aparece en el artículo 14.1 del Código Penal, es decir, atendiendo a las «circunstancias personales del autor». Porque en el campo del Derecho Administrativo Sancionador resulta de ordinario trascendental el hecho de que el infractor sea un profesional o un lego. Cuando la infracción ha sido cometida en el ejercicio de una profesión o actividad especializada se esfuma la posibilidad de error porque —por así decirlo— la norma ha impuesto la obligación de no equivocarse y opera, en consecuencia, la presunción de que no se ha equivocado. El profesional ha adquirido —a través de los estudios que preceden a la obtención de su titulo oficial— una formación técnica que le preserva (formalmente) contra el error, y quien ejerce una actividad especializada está obligado a adoptar precauciones especiales para evitarlo y hasta es frecuente que la norma le exija que con él colaboren profesionales y expertos (arquitectos en una construcción, químicos e ingenieros en un proceso de producción). Sin olvidar, por otra parte, que el ejercicio de una profesión (actividad especializada en general) implica la asunción voluntaria de obligaciones singulares así como de responsabilidades especificas frente a la Administración y terceros. Nótese, en cualquier caso, que aquí se emplea el concepto amplio de profesión y de actividad profesional que utiliza la jurisprudencia penal desde la STS de 25 de abril de 1956, equivalente a «medio de vida ordinario y dedicación laboral». En los términos de la Sentencia de la Sala Segunda de 22 de abril de 1992, la culpa profesional no se puede limitar ni a las profesiones tituladas ni a la impericia, toda vez que el reproche más elevado es precisamente una mayor protección de los bienes jurídicos afectados por actividades que requieren un especial cuidado en su ejercicio, en tal sentido no cabe duda que quien asume de forma habitual de sus ocupaciones el comercio, ejerce una actividad que no sólo requiere una pericia sino una prudencia especial.

El diferente trato que se da a los profesionales y a los legos, resplandece en la STS de 12 de marzo de 1975 (Ar. 1799; Cordero). La infracción cometida consistía en el empleo de aditivos perjudiciales para la salud en la fabricación de quesos. La propietaria de la industria alegó que ignoraba que los aditivos fueran venenosos; pero el Tribunal Supremo rechaza esta causa exculpatoria alegando que, tratándose de «profesionales especializados y consagrados habitualmente a las operaciones industriales y comerciales origen de las sanciones», la «profesionalidad de un fabricante le impone deberes de vigilancia y diligencia que no alcanzan el límite normal del artículo 1.104 del Código civil». Doctrina que se exacerba hasta el máximo —tratándose de error de prohibición— en la tremenda declaración de la STS de 30 de noviembre de 1981 (Ar. 5332; Botella) de que cada persona, según la actividad que realice, está «sujeta por el Ordenamiento Jurídico a conocer no sólo las típicas disposiciones que con rango de ley formal autorizan a la Administración a sancionar, sino también aquellas que en forma de reglamentos administrativos debidamente publicados las desarrollan». Conste, por lo demás, que aquí hay que entender profesión en su sentido más lato, es decir, no sólo como actividad sometida a autorización sino incluso como asunción voluntaria de una relación de sujeción especial, como es el caso de los titulares de un permiso de conducir, quienes tienen el deber de adecuar permanentemente sus conocimientos a la situación normativa de cada momento. Así aparece en la STS de 8 de mayo de 1987 (Ar. 3570; Mendizábal) en la que no se estima la ignorancia alegada por el infractor como causa de exoneración porque «el principio en virtud del cual la

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ignorancia de la leyes no excusa su cumplimiento, queda reforzado en este caso por las circunstancias del expedientado, cuya condición de conductor profesional le hace especialmente conocedor de los requisitos y obligaciones de toda índole inherentes a la compraventa de vehículos. No cabe presumir desconocimiento en quien tiene su modo de vida precisamente en este sector» (igual que antes vimos con el fabricante de quesos). De notar es, con todo, que las informaciones y asesorías a que acaba de aludirse sólo se pondrán en marcha cuando exista una duda previa que justifique lo que los alemanes denominan «impulso de esclarecimiento», ya que, si no hay duda, no surgirá este impulso y el error será inicialmente ya invencible —y cuya consecuencia es la «delegación de conocimiento» aludida ya más atrás al hablar del dolo—, aunque no se haya acudido al consejo. La plausibilidad o justificación de la ausencia de tal impulso dependerá de la dificultad objetiva del caso, de la responsabilidad social del hecho (circunstancias del hecho) así como del carácter y formación de la persona afectada (circunstancias personales) y de la dimensión de su organización. La falta de impulso de esclarecimiento puede quedar justificada, sin más, por la tolerancia administrativa de casos similares que no son sancionados. En estos supuestos es lícita al infractor la creencia de que su conducta es irreprochable sin necesidad de aclararla más. Y la buena fe obliga a la Administración a respetar esta presunción, aunque naturalmente ello no obste a otras consecuencias no sancionadoras en sentido estricto (eliminación de lo actuado, reposición de las cosas al estado anterior, responsabilidad por daños y perjuicios causados a terceros, etc.). El rigor con que son tratados los profesionales no supone, ni mucho menos, tolerancia respecto a los autores, quienes también y en todo caso están obligados a actuar con la diligencia debida. A ella se refiere la STSJ de Navarra de 15 de enero de 1998 (Ar. 81) al sancionar al propietario de un bar por la venta de bebidas alcohólicas a menores rechazando la alegación de que creía que se trataba de mayores habida cuenta de que «probablemente la denunciaba (actuaba) con perfecto conocimiento de todos los extremos determinantes de su ilicitud, es decir, intencionada o dolosamente, en todo caso, con manifiesta negligencia al no intentar cerciorarse de que, efectivamente, los menores eran mayores». Son innumerables las sentencias que confirman sanciones impuestas a empresarios por falta de diligencia. La STS de 20 de abril de 1999 (3.a, 3.a, Ar. 4174) confirmó la sentencia impuesta a una empresa conservera por tener una partida de acredite de soja que presentaba como de oliva. Alegada la ignorancia sobre la calidad del producto, el tribunal da por sentada la existencia de negligencia deducida del hecho de no analizar el aceite, ya que «cualquier que fuese el origen y naturaleza de la partida, la empresa, antes de ponerla en disposición de utilizarla en el proceso de producción, estaba obligada a analizarla y a comprobar la concordancia con lo que aparecía en la etiqueta y la calidad del producto a fin de evitar que, continuado el proceso, al particular se le ofreciera aceite de soja bajo la etiqueta de aceite de oliva refinado». D E P A L M A ( 1 9 9 6 , p. 1 7 1 ) y antes Z O R N O Z A (p. 1 2 1 ) han relativizado el valor actual de la jurisprudencia preconstitucional, entonces muy tolerante en materia de infracciones tributarias, porque como en aquel momento se exigía el dolo como elemento subjetivo de tales infracciones y, en consecuencia, cualquier error servía de causa de justificación. Hoy, en cambio, como caben las infracciones tributarias por simple negligencia, sólo el error invencible es exculpatorio y el vencible permite sancionar por imprudencia. En un orden muy distinto de consideraciones es de tener en cuenta que la presencia del Derecho comunitario europeo puede producir — curiosísimamente— un error de prohibición cabalmente a los profesionales e incluso a los conocedores más exper-

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tos del Derecho europeo y sólo a ellos. En efecto, sabido es que pueden ser desobedecidas normas punitivas de Derecho interno a la hora de desarrollar conductas expresamente permitidas por el Derecho europeo. M A R T O S N Ú Ñ E Z (Derecho Penal económico, 1987, 224) entiende que los tribunales penales internos han de absolver por error de prohibición cuando el inculpado cree que está obrando lícitamente al amparo del Derecho comunitario. Ni que decir tiene que tal doctrina es también aplicable, y por las mismas razones, al Derecho Administrativo Sancionador. Cuestión completamente distinta de la anterior es la referente al tratamiento del error de prohibición en el Derecho comunitario, sobre la que importa detenerse ya que en ella luce una comprensión y una generosidad para el infractor que contrasta con la cicatería tan generalizada en el Derecho español. Cierto es, desde luego, que en algunas ocasiones se ha negado el Tribunal de Justicia a reconocer relevancia jurídica al error. Pero la jurisprudencia dominante es inequívocamente de signo contrario, como demuestra cumplidamente G R A S S O ( 1 9 9 3 , 44 ss.), del que se toman buena parte de las referencias que a continuación aparecen: En el asunto Suiker Unie c. Comisión (STJ de 16 de diciembre de 1975; en Recurso 1975, p. 2012) el tribunal anula la sanción por la posibilidad de que la empresa hubiera sido inducida a error por una notificación de la Comisión de la que podía deducirse que la actuación posterior de la misma era conforme con el Tratado. En definitiva, el principio de la confianza legítima ha de ser aplicado «cuando se basa en signos externos producidos por la Administración lo suficientemente concluyeles para que induzcan razonablemente a confiar en la legalidad». (STS de 2 de noviembre de 2002 (3.a, 2.a, Ar. 1025 de 2003): «La existencia de autorización administrativa para utilizar en el mercado los contratos de autos disipa cualquier duda sobre la ausencia de culpa». Trascendental es, a mi juicio, la STJCE de 12 de noviembre de 1991 (causa 344/85; Ferriere S. Cario c. Comisión) por la que se anula una sanción impuesta por la Comisión basándose en la circunstancia de que la conducta sancionada había sido «tolerada» con anterioridad por la propia Comisión y que, por tanto, la recurrente podía confiar justificadamente en la continuidad de dicha práctica tolerante. Y me atrevo a llamarla trascendental porque en ella se resuelve una cuestión absolutamente cotidiana en la práctica forense española, donde se resuelve de manera contraria, tal como he denunciado varias veces incluso en este libro. Para los Tribunales españoles, incluido el Constitucional, la tolerancia carece —tanto para los actos propios como para otros similares de sujetos distintos— de valor jurídico: el precedente ilegal no puede invocarse, aunque con ello se consagre la arbitrariedad y se quebrante la igualdad. Pues bien, he aquí que el Tribunal europeo ha encontrado una salida airosa para remediar tal injusticia material. En fin, para el Abogado General R E I S C H L , (en sus conclusiones al caso Hoffmann La Roche (Recurso 1979, 595 ss.), la construcción del error constituye «una teoría sumamente extendida y merecedora de tener acogida en el ámbito comunitario [...] como factor de progreso jurídico». 6.

ERROR DE INTERPRETACIÓN Y ERROR INDUCIDO POR LA ADMINISTRACIÓN

La gama de variantes de error es variadísima. La mejor estudiada es la del error de interpretación. Es el caso de normas reglamentarias confusas que dan lugar a interpretaciones incorrectas. De ello ya se han visto anteriormente algunos ejemplos, a los que pueden añadirse el de la Sentencia de 2 de junio de 1982 (Ar. 4183; Botella), en la que se afir-

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ma que «en ningún caso puede ponerse en tela de juicio la conducta irreprochable en este punto del señor M. en un momento legislativo [...] en el que podían caber dudas fundadas sobre la cuestión. Y, como resulta inevitable, de ello ha de entenderse no cometida la infracción». La Jurisprudencia nos ofrece abundantes testimonios suficientes de exoneración de culpabilidad por causa de error de prohibición, que opera no sólo en supuestos de ignorancia absoluta (desconocimiento de norma) sino también en el grado más atenuado de error excusable de interpretación. La Sentencia preconstitucional de 23 de abril de 1976 (Ar. 2386; Suárez Manteóla) revocó una sanción teniendo en cuenta que los autores habían obrado «considerando tener perfecto derecho para ello», de donde se deduce que «es notorio que lo realizado no fue con ánimo de menoscabar el orden público sino simplemente de defender lo que creían suyo y en estas condiciones no puede apreciarse sea constitutivo de falta alguna». Las sentencias pre y posconstitucionales son numerosísimas, pero salvo excepciones referidas a leyes fiscales, cuya complicación es proverbial. Así aparece ya en la temprana Sentencia de 2 de julio de 1970 (Ar. 3306; Alonso Pérez) en la que «se tiene al contribuyente por incidiendo —intelectualmente— en error y no incurso —naturalmente— en falta sancionable», habida cuenta de que «en este terreno, la Sala ha venido sentando el criterio, calificable de comprensivo y humano, racional siempre, de que [...] para la estimación de defraudación u ocultación, es menester la corroboración o la intuición al menos de la existencia de una voluntad defraudadora o sustractiva». En las palabras, más modernas, de la Sentencia de 13 de octubre de 1989 (Ar. 8386; Mendizábal), la complitud y veracidad [de la declaración] eliminan la malicia y convierten la discrepancia entre la Administración y el ciudadano en un debate cuya última palabra es la nuestra [del tribunal] y nunca la de cualquiera de los sujetos activo o pasivo de la relación jurídica. Como hemos dicho en ocasiones, una diferencia de criterio razonable respecto de la interpretación de las normas tributarias puede ser la causa de la exclusión de la culpabilidad en el ámbito de la potestad sancionadora de la Administración.

La STS de 24 de octubre de 1974 (3.a, Gómez de Enterría, Ar. 4034) advierte que la declaración «fue consecuencia de una errónea interpretación de la normativa vigente basada en la falta de claridad de los textos aplicables... y en ausencia de jurisprudencia interpretativa en esta materia (lo) que tiene virtualidad suficiente para aceptar la falte de intencionalidad defraudatoria y, consecuentemente, para dejar sin efecto la sanción impuesta siguiendo la doctrina del Tribunal Supremo manifestada en las Sentencias de 31 de marzo y 7 de abril de 1971». Los argumentos de la STS de 9 de diciembre de 1987 (3.a, 2.a, Ar. 485 de 1998), referida al error en una liquidación tributaria son ingeniosos al explicar que «sería contrario a toda lógica que la ley atribuyera al sujeto pasivo la facultad de interpretar el ordenamiento tributario y, tras una interpretación razonada y razonable por su parte, pudiera interponérsele una sanción». Si el error de interpretación es producido por la desidia del legislador o de la Administración al no haberse preocupado de redactar claramente sus disposiciones, es lógico relacionarle con la figura del error producido directamente por una conducta de la Administración. Como dijo la STS de 22 de abril de 1985 (Ar. 1820; Espín), «las cuestiones de difícil interpretación no pueden fundar una sanción por la Administración, como viene establecido por reiteradísima doctrina de esta Sala, y menos aún cuando es la propia Administración la que da lugar a una interpretación contraria a norma de rango superior».

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En esta misma línea se encuentran los supuestos en los que la Administración ha llegado a «aconsejar» a los infractores que actúen de una determinada manera. Éste es el caso contemplado en la STS de 23 de febrero de 2000 (3.a, Ar. 7047) que revoca la multa impuesta por considerar que los sancionados obraron «en la legítima confianza de que actuaban de forma correcta» y de que «sería absurdo sancionar una conducta que la propia Administración aconsejaba». La Ley General Tributaria de 2003, en su artículo 179.2.rf), ha demostrado, una vez más, su exquisita técnica al determinar que «se entenderá que se ha puesto la diligencia necesaria cuando el obligado haya actuado amparándose en una interpretación razonable de la norma o cuando haya ajustado su actuación a los criterios manifestados por la Administración tributaria competente en las publicaciones y comunicaciones escritas [...] o en la contestación a una consulta formulada por otro obligado, siempre que entre sus circunstancias y las mencionadas en la contestación a la consulta existe una igualdad sustancial que permita entender aplicables dicho criterios y éstos no haya sido modificados». 7.

ERROR VENCIBLE E I N V E N C I B L E

Según la doctrina recibida, el error invencible es causa de exoneración (salvo que se trate de responsabilidad objetiva) mientras que el evitable elimina el dolo y, por ende, arrastra la absolución en las infracciones de dolo exigible y en las culposas convierte la culpa en leve o en imprudencia simple y gradúa la sanción. Ni que decir tiene, sin embargo, que la casuística (como ha habido ocasión de comprobar en las páginas anteriores al hablar de otros supuestos pero en los que aparecía también este elemento de la posibilidad de superación del error), es en este campo literalmente inabarcable, con una normativa sectorial variadísima, que está urgentemente necesitada de una regulación general que ofrezca una cierta seguridad jurídica. Para comprobar lo que se está diciendo basta examinar el prolijo análisis que ha realizado R E B O L L O ( 1 9 8 9 ) del sector alimentación y que ocupa dos docenas de páginas. Para el Código Penal, la exoneración de la responsabilidad presupone no sólo la existencia del error sino, además, la demostración de su inevitabilidad, que es el punto crucial en la práctica. a) La inevitabilidad depende, de conformidad con lo dispuesto en el artículo 14.1 del Código Penal, de «las circunstancias del hecho y las personales del autor». En el Derecho Administrativo Sancionador suele ser decisivo este último dato, puesto que, como acaba de verse, para el Tribunal Supremo la profesionalidad del autor excluye la posibilidad del error en razón a su deber de no equivocarse. Lo que explica, como ya sabemos, porqué en el Estado intervencionista moderno quien desea ejercer una profesión debe someterse a una autorización administrativa asumiendo voluntariamente el compromiso de ejercerla con conocimiento puntual de todas las normas vigentes. Lo cual supone el establecimiento de una presunción iuris et de iure de tal conocimiento o, si se quiere, la aparición de una culpa inexcusable de su deber de conocer, incurriendo así en una infracción. b) Cuando no opera la presunción de conocimiento propia de los profesionales, la inevitabilidad depende de la diligencia empleada para disipar la duda. Es decir, que, si aun empleando la debida diligencia no se ha logrado evitar el error, éste es inevitable. Tal criterio es el manejado por la jurisprudencia alemana (cfr. BGHSt: 21.18.20) y resulta perfectamente extendible a España: «El error es inevitable cuando el autor

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no consigue percibir la ilicitud de su actuación a pesar de haber empleado su atención de acuerdo con las circunstancias del caso, de su personalidad y de su círculo vital y profesional. Lo cual significa que ha de haber utilizado toda su potencia de conocimiento y tratado de evitar las dudas a través de reflexión y, en su caso, de solicitud de consejo.» No basta, pues, con haber prestado atención sino que hay que acudir, en caso de duda, al asesoramiento de un profesional. Sin que sepamos la razón, el hecho es que la jurisprudencia contencioso-administrativa no ha recibido hasta ahora influencias penalísticas en este punto de tal manera que sus resoluciones carecen de cualquier ambición técnica o sistematizadora y se limitan a invocar criterios pragmáticos. Véanse como ejemplo las SSTS de 5 de mayo y 5 de junio de 1998 (3 .a, 3 .a, Ar. 5099 y 5722) de antecedentes fácticos similares. El tribunal admite la exculpación por error razonando que «no se puede imputar a la entidad actora la existencia de culpa o negligencia pues obraba en la creencia de buena fe [...] existiendo en el presente caso indicios aparentes suficientes para inducir al error a cualquier persona prudente, máxime si el Ayuntamiento había concedido licencia». Independientemente de la regulación expresa que del error vencible e invencible hace el artículo 6.2 de la LPSPV, lo que interesa recordar aquí son las atinadas razones que a tal propósito desarrolla su Exposición de Motivos: «en el campo sancionador se ha de extremar la prudencia a la hora de aplicar la circunstancia del error, pues éste lleva en sí potencial suficiente como para reducir a la nada la virtualidad protectora de cualquier régimen sancionador. No se puede sancionar a quien no pudo conocer la antijuridicidad de su acción y debe atenuarse la responsabilidad de quien no la conoció aunque pudo conocerla, pero se debe ser riguroso (no irrazonable) en la exigencia del deber de diligencia cuando implica el conocimiento de las normas que rigen la actuación del ciudadano, lo que ocurre especialmente cuando son normas que afectan a sectores determinados de actividad (industrial, comercial, deportiva...), cuyos destinatarios son, por ende, los sujetos de dicha actividad, a los cuales se les debe exigir diligencia en el desarrollo de la misma diligencia profesional en la que se integra el conocimiento de las normas administrativas que disciplinan la actividad». 8.

LA IGNORANCIA DE LA LEY

Cabria preguntarse si la multiplicidad de reglamentaciones que caracterizan la vida moderna puede ser considerada como causa de un error invencible y generalizado. La verdad es que en la actualidad resulta materialmente imposible que el ciudadano conozca todos los mandatos y prohibiciones que le rodean y que le convierten en un infractor no sólo potencial sino real. En estas circunstancias, exigir el conocimiento de las leyes (en sentido amplio) no es un formalismo: es un escarnio, digan lo que digan el Código Civil y el Tribunal Supremo. La citada Sentencia de 30 de noviembre de 1981 (Ar. 5332; Botella) está exigiendo un imposible cuando declara que cada persona según la actividad que realice, está «sujeta por el Ordenamiento Jurídico a conocer no sólo las típicas disposiciones que con rango de ley formal autorizan a la Administración a sancionar, sino también a aquellas que en forma de reglamentos administrativos debidamente publicados las desarrollan». La publicidad es una farsa, puesto que la lectura diaria de los Boletines Oficiales (del Estado, de la Comunidad Autónoma, de la Provincia) exige tanto tiempo que peijudicaría gravemente cualquier otra actividad, aunque la Sentencia de 22 de junio de 1974 (Ar. 3339), por citar un solo ejemplo, lo ignore:

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alega el reclínente que desconocía en absoluto la Circular que había fijado márgenes comerciales para la venta de aceite de oliva envasado, y este motivo de impugnación ha de ser pronta y con brevedad rechazado, por cuanto la Circular aparece publicada en el BOE, produciendo los consiguientes efectos de obligatoriedad, conforme al principio general de que las disposiciones generales adquieren eficacia a partir de su publicación.

Con mucha mayor prudencia la STS 2 de noviembre de 1987 (3.a, Mendizábal, Ar. 7764) advierte que «el principio en virtud del cual la ignorancia de las leyes no excusa de su cumplimiento (art. 6.1 del Código Civil) ha de ser matizado, en el ámbito de la potestad sancionadora, mediante las circunstancias subjetivas y objetivas concurrentes... al ciudadano común, que no tiene el deber de conocer los complejos entresijos del Ordenamiento Jurídico, cada día más frondoso, no cabe exigirle el conocimiento... Ello elimina la malicia, o dolo». Forzoso es reconocer entonces que éste es un problema sin solución teórica, o sea, una de las muchas aporías que aparecen en la vía del Derecho. Porque si se admite la ignorancia de la ley como causa de exoneración, sobra buena parte del Derecho Administrativo Sancionador; y si se niega por completo, se incurre en injusticias materiales manifiestas. Así las cosas, hay que recordar que la verdadera solución no se encuentra en la teoría general sino en la prudencia práctica del juez que es a quien corresponde decir a la vista de las circunstancias del caso concreto y sólo para el caso concreto, salvo la fuerza exonerante de la ignorancia de la ley. Todo esto es indiscutible; pero, por otro lado, tampoco es admisible limitar la exigencia de cumplimiento de las leyes únicamente a aquéllas que son conocidas —o, al menos, que pueden serlo— por sus destinatarios, porque eso supondría la impotencia de la Administración. El intervencionismo administrativo, potenciado por el desarrollo tecnológico, ha desembocado en una situación en la que ya apenas si pueden consignarse en papel los mandatos y prohibiciones de la Comunidad Europea, Administración del Estado, Comunidad Autónoma, Municipios y Administraciones no territoriales como tampoco hay espacio en las estanterías para colocar las correspondientes publicaciones. En la actualidad —y más todavía en el futuro— resulta inevitable acudir a las bandas magnéticas para almacenar estos datos; pero una cosa es poder almacenar estos datos y otra conocer realmente el contenido de lo almacenado. Ésta es una de las manifestaciones más alarmantes de la tiranía del Estado moderno: impone a los ciudadanos obligaciones que éste ni conoce ni puede conocer y le sanciona por su incumplimiento. Quienes se escandalizan por la existencia de leyes secretas del viejo Estado absoluto, no se percatan de que actualmente la situación es en este punto incomparablemente peor. Y quienes demuestran la arbitrariedad punitiva de aquel Estado no quieren reconocer que hoy, por lo dicho, todo ciudadano está en manos de la Administración, de cuya arbitrariedad —hoy tolerante, mañana severa— depende la imposición de sanciones. Pero de todo esto ya se ha hablado suficientemente en el capítulo introductorio de este libro. El análisis que acaba de realizarse de los elementos, fases y variedades del error quedaría en el aire si no fuera complementado por una precisión de la carga de su prueba, que es la que nos va a dar la medida exacta de su operatividad como causa de exoneración. A cuyo efecto, me atrevo a asentar las siguientes proposiciones: 1 a La presunción de inocencia no cubre el error, es decir, que la Administración no tiene que probar que el autor ha obrado sin error. Como la prueba de lo negativo nunca es exigible a nadie, es el autor el que tiene que alegar y probar que ha obrado con error.

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2.a Tratándose de infracciones cometidas por profesionales (en el sentido amplio que ha sido explicado) rige la presunción iuris et de iure de que no ha habido error; lo que se justifica por la prevalencia que se da a los intereses de terceros perjudicados por las infracción. 3.a La prueba no necesita ser completa, puesto que de ordinario ha de ser imposible alcanzarla; basta con que sea plausible y logre la convicción del tribunal. Los criterios más importantes de tal plausibilidad han sido expuestos pormenorizadamente en las páginas anteriores. VI.

PRESUNCIÓN DE INOCENCIA

«Todos tienen derecho —proclama solemnemente el artículo 24.2 de la Constitución— a la presunción de inocencia»; y esto vale tanto para el Derecho Administrativo Sancionador como para el Derecho Penal como corrobora el artículo 137 de la LPAC: «Presunción de inocencia. 1. Los procedimientos sancionadores respetarán la presunción de no existencia de responsabilidad administrativa mientras no se demuestre lo contrario». 1.

C O N T E N I D O Y ALCANCE

De acuerdo con las premisas metodológicas que inspiran esta obra, no se va a hacer aquí un estudio de la presunción de inocencia en su sede originaria, es decir, en el Derecho Penal (que nos llevaría demasiado lejos y que se da, además, por supuesta, sobre todo a la vista de trabajos como los de V Á Z Q U E Z S O T E L O , R O M E R O A R I A S y J A É N V A L L E J O ) . L O que aquí importa es determinar si el contenido y alcance de tal figura son trasplantabas —y en qué condiciones— al Derecho Administrativo Sancionador, habida cuenta de que en este ámbito todavía no se ha elaborado una teoría al respecto. La cuestión parece sencilla ya que nadie lo ha puesto en duda y la Jurisprudencia, tanto constitucional como contencioso-administrativa, ha consagrado sin vacilar que no puede suscitar ninguna duda —dice la sentencia del Tribunal Constitucional de 26 de abril de 1990— que la presunción de inocencia rige sin excepciones en el Ordenamiento sancionador y ha de ser respetada en la imposición de cualesquiera sanciones, sean penales, sean administrativas en general o tributarias en particular, pues el ejercicio del ius puniendi en sus diversas manifestaciones está condicionado por el artículo 24.2 de la Constitución al juego de la prueba y a un procedimiento contradictorio en el que puedan defenderse las propias posiciones.

O en los términos lapidarios de la Sentencia 212/1990, de 20 de diciembre. es doctrina reiterada de este tribunal que la presunción de inocencia rige sin excepciones en el Ordenamiento administrativo sancionador garantizando el derecho a no sufrir sanción que no tenga fundamento en una previa actividad probatoria sobre la cual el órgano competente pueda fundamentar un juicio razonable de culpabilidad (SSTC 76/1990 y 138/1990, entre las más recientes).

Sin olvidar que ya años antes el Tribunal Constitucional en su Sentencia 13/1982, de 1 de abril, había hecho unas precisiones que luego serían incesantemente reproducidas en decisiones de los órganos judiciales de todo orden: «Una vez

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consagrada constitucionalmente la presunción de inocencia ha dejado de ser un principio general del Derecho que ha de informar la actividad judicial (in dubio pro reo) para convertirse en un derecho fundamental que vincula a todos los poderes públicos [...]. El derecho a la presunción de inocencia no puede entenderse reducido al estricto campo del enjuiciamiento de conductas presuntamente delictivas sino que debe entenderse también que preside la adopción de cualquier resolución, tanto administrativa como jurisdiccional, que se base en la condición o conducta de las personas y de cuya apreciación se derive un resultado sancionatorio para las mismas o limitación de sus derechos». La constitucionalización de este derecho es, por tanto, indiscutible. Transposición que ha hecho suya también, y con la misma contundencia, el Tribunal Supremo, como aparece en la Sentencia de 15 de octubre de 1988 (Ar. 7983; Martínez San Juan): Habida cuenta del paralelismo esencial entre el Derecho Penal y el Derecho Administrativo Sancionador, ello permite la extrapolación a éste de aquellos principios de aquél en que, siendo de obligada observancia en la actividad punitiva penal, lo han de ser también en la actividad sancionadora de la Administración; así, en la actividad administrativa sancionadora no se puede desconocer que el procedimiento legal a seguir para la imposición de sanciones y, dentro de él la práctica de la prueba y su correcta valoración, así como la presunción de inocencia, han de ser considerados como una garantía fundamental de la persona acusada, de la cual no puede ser privada sin vulnerarse con ello el artículo 24 de la Constitución.

Si lo anterior no es problemático tampoco ofrece dudas la naturaleza de esta figura ya que en el Derecho español se admite con unanimidad que la presunción de inocencia es un derecho, con toda la potencial efectividad que ello supone, y con la ventaja adiccional de que cabalmente por ser derecho —y derecho fundamental— se abre paso hasta el Tribunal Constitucional a través del recurso de amparo. Una postura que contrasta con la concepción europea, que se limita a considerarlo como un mero «principio informador» del ius puniendi del Estado, tal como aparece en el artículo 6.2 del Convenio Europeo de Derechos Humanos: «Toda persona acusada de infracción se presume (no «tiene derecho a ser presumida») inocente hasta que su culpabilidad haya sido legalmente declarada» (MORENILLA, 1 9 8 8 , 2 0 8 ) .

A este propósito resulta enormemente aleccionadora la Sentencia del Tribunal Europeo de Derecho Humanos de 7 de octubre de 1988 (Salabiakan, Serie A, n.° 1414), en lo que subraya el voto particular de T E N E K I D E S del Informe de la Comisión de 8 de julio de 1987, que avala, como inmediatamente va a comprobarse, la postura del Derecho español: El autor de este voto particular confiesa su extrañeza por la opinión de la mayoría de los miembros de la Comisión al decir en su Informe que el artículo 6 establece garantías procesales como si no se tratara de «derechos» en el estricto sentido de la palabra de los que fuera titular el individuo, sino de una mera obligación impuesta al Estado para cumplir normas de procedimiento de limitado alcance. Esta apreciación se opone directamente al artículo 1 ° del Convenio, a cuyo tenor «las Altas Parles contratantes reconocen a toda persona dependiente de su jurisdicción los derechos y libertades definidos en el Título 1 de este Convenio». Siendo asi, ¿quién nos permite sustituir la palabra «derechos» claramente utilizada en el artículo 6 por el concepto «garantía procesal»? Si se reduce el sentido del artículo 6 hablando de una mera garantía procesal impuesta al Estado, se va en contra de la reciente jurisprudencia del tribunal (Sentencia de 2 de marzo de 1987; Sentencia Mathieu-Mohen y Clerfayt contra Bélgica).

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La cualidad de derecho de esta presunción no obsta sino que incluso potencia la importancia de sus efectos procesales como se enfatiza en la pormenorizada STS de 26 de diciembre de 1988 (Ar. 10299; Mendizábal): Este principio produce una inmediata consecuencia procesal que consiste en desplazar la carga de la prueba, el onusprobandi al acusador y, en el caso de la potestad sancionadora, a la Administración Pública. Es ella la que en un procedimiento contradictorio, con participación y audiencia del interesado inculpado, debe suministrar, recoger y aportar los elementos probatorios, a través de los medios comunes, que sirvan de soporte al supuesto de hecho cuya clasificación como falta administrativa se pretende. En el caso de que tal actividad probatoria no se haya producido, es evidente que el relato o descripción de los acaecimientos por la autoridad o sus agentes no conlleva una presunción de veracidad que obligue al inculpado a demostrar su inocencia (aparte la imposibilidad de hacerlo respecto de hechos negativos) inviniendo asi la carga probatoria. Esto dijimos en nuestra Sentencia de 16 de diciembre de 1986 (Ar. 7160).

Conste, por lo demás, que este tipo de formulaciones vienen ya de antiguo: así en el ATC de 22 de julio de 1981 y, en la formulación de la STC 333/1986, de 24 de septiembre, el derecho a la presunción de inocencia implica que: á) toda condena debe ir siempre precedida de una actividad probatoria, impidiendo la condena sin pruebas; b) las pruebas tenidas en cuenta para fundar la decisión de condena han de merecer tal concepto jurídico y ser constitucionalmente legítimas; y c) la carga de la actividad probatoria pesa sobre los acusadores, no existiendo nunca carga de acusado sobre la prueba de su inocencia o no participación en los hechos. Veinte años después el mismo tribunal en su Sentencia 131/2003, de 30 de junio, se expresa en los siguientes términos que no coinciden literalmente con los de 1981 y 1983: La presunción de inocencia comporta: 1." Que la sanción esté basada en actos o medios probatorios de cargo o incriminadores de la conducta reprochada. 2.° Que la carga de la prueba corresponde a quien acusa, sin que nadie esté obligado a probar su propia inocencia. 3.° Que cualquier insuficiencia en el resultado de las pruebas practicadas, libremente valoradas por el organismo sancionador, debe traducirse en un pronunciamiento absolutorio. Y 4.°. No puede exigirse al acusado la prueba diabólica de los hechos negativos. Véase a este propósito lo que dice la STC 128/2003, de 30 de junio: En relación con esa operación de traslación de las garantías del artículo 24 de la Constitución al procedimiento administrativo sancionador, que viene condicionada a que se trate de garantías que resulten compatibles con la naturaleza de dicho procedimiento, se ha ido elaborando progresivamente en numerosas resoluciones una consolidada doctrina constitucional, en la que se citan como aplicables, sin ánimo de exhaustividad, el derecho de defensa, que proscribe cualquier indefensión; el derecho a la asistencia letrada, traslada con ciertas condiciones; el derecho a ser informado de la acusación, con la ineludible consecuencia de la inalterabilidad de los hechos imputados; el derecho a la presunción de inocencia, que implica que la carga de la prueba de los hechos constitutivos de la infracción recaiga sobre la Administración, con la prohibición absoluta de utilizar pruebas obtenidas con vulneración de los derechos fundamentales; el derecho a no declarar contra sí mismo; o, en fin, el derecho a la utilización de los medios de prueba adecuados para la defensa, del que deriva la obligación de motivar la denegación de los medios de pruebas propuestos.

El objeto de la presunción de inocencia se refiere a dos ámbitos —el de los hechos y el de la culpabilidad— y, además de esta vertiente material, tiene otra segunda inequívocamente formal que se manifiesta y opera a lo largo de todo el proceso, tal como ya se ha apuntado y se seguirá insistiendo inmediatamente. Toda resolución sancionadora, sea penal o administrativa, requiere a la par certeza de ¡os hechos imputados, obtenida mediante pruebas de cargo, y certeza del juicio de culpabilidad

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sobre los mismos hechos. (STC 131/1993, de 30 de junio, recogida luego literalmente en varias Sentencias del Tribunal Supremo como la de 5 de marzo de 2002: 3.a, 3.a, Ar. 2386).

Y en los términos más precisos de las SSTS de 2 y 30 de junio de 2003 (3.a, 3.a, Ar. 5531 y 5754) se reitera una jurisprudencia según la cual La presunción de inocencia no sólo tiene que ver con la prueba de la autoría de los hechos, aunque sea su vertiente más usual de aplicación, sino que además se relaciona con la culpabilidad imputable al que, en su caso, los realiza, sin que pueda acantonarse el ámbito de su funcionalidad en aquel primer plano de demostración de los hechos, ya que toda resolución sancionadora, sea penal o administrativa, requiere a la par certeza de los hechos impuestados, obtenida mediante pruebas de cargo, y certeza del juicio de culpabilidad sobre estos mismos hechos.

Dentro del ámbito de la culpabilidad la jurisprudencia se ha encargado de resaltar algunos puntos concretos cubiertos también por el principio como, por ejemplo, la falta de negligencia, según advierte la STS de 5 de noviembre de 1998 (3.a, 3.a, Ar. 7945): «no es el interesado quien ha de probar la falta de culpabilidad sino que ha de ser la Administración sancionadora la que demuestre la ausencia de negligencia». Todos estos elementos constituyen, en uno y otro campo, el contenido primario y directo de la presunción de inocencia; pero conste que todavía existe otra segunda vertiente, que excede con mucho de la garantía procesal de la carga de la prueba y de sus cuestiones anejas, ya que —como señala el Tribunal Constitucional— la presunción de inocencia implica «además, una regla de tratamiento del imputado —en el proceso penal— o del sometido a procedimiento sancionador [...] que proscribe que pueda ser tenido por culpable en tanto su culpabilidad no haya sido legalmente declarada». Extremo que, como puede suponerse, afecta directamente a la capital cuestión de la ejecución de las sanciones antes de haber sido declaradas firmes o confirmadas en la vía judicial. Ahora bien, en esta segunda vertiente no puedo detenerme ahora, dado que su carácter sustancialmente procesal escapa al contenido del presente libro y baste una referencia a los trabajos de M Í G U E Z ( 1 9 8 5 ) , L Ó P E Z - F O N T ( 1 9 8 2 ) y L Ó P E Z R A M Ó N ( 1 9 8 8 ) , aunque referidos fundamentalmente a las sanciones disciplinarias. El derecho a la presunción de inocencia es, por así decirlo, plurifuncional ya que opera dentro y fuera del procedimiento según señala la STC de 24 de septiembre de 1986: El derecho a ser presumido inocente, que sanciona y consagra el apartado 2 del artículo 24 de la Constitución, además de su obvia proyección como limite de la potestad legislativa y como criterio condicionador de las interpretaciones de las normas vigentes, es un derecho subjetivo público que posee una eficacia en un doble plano. Por una parte, opera en las situaciones extraprocesales y constituye el derecho a recibir la consideración y el trato de no autor o no partícipe en los hechos de carácter delictivo o análogos a éstos y determina, por ende, el derecho a que no se apliquen las consecuencias o los efectos jurídicos anudados a hechos de tal naturaleza en las relaciones jurídicas de todo tipo. Opera el referido derecho, además y fundamentalmente, en el campo procesal, en el cual el derecho y la norma que lo consagra determinan una presunción, la denominada «presunción de inocencia», con influjo decisivo en el régimen jurídico de la prueba.

Por poner un solo ejemplo de la eficacia de la presunción de inocencia dentro de un procedimiento (cuyo estudio pormenorizado no corresponde a la Teoría de la infracción) valga la STS de 26 de abril de 1987 (Ar. 3950; García-Ramos). Un Ayuntamiento había acordado el secuestro de una concesión como sanción a una

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infracción grave que no había sido declarada antes en resolución firme. Secuestro que el Tribunal anula razonando que el examen del expediente administrativo tramitado revela que no hay ninguna base documental que permita llegar a tal apreciación, aplicando un hecho notorio frente al que se alza la presunción de inocencia recogida en el artículo 24.2 de la Constitución, pues, como dice el Tribunal Constitucional en su sentencia de 1 de abril de 1982, el derecho a la presunción no puede entenderse reducido al estricto campo del enjuiciamiento de conductas presuntamente delictivas, sino que debe entenderse también que preside la adopción de cualquier resolución, tanto administrativa como jurisdiccional, que se basa en la condición o conducta de las personas y de cuya apreciación se deriva un resultado sancionatorio para la misma o limitativo de sus derechos.

En la STC 52/2004, de 13 de abril, aparece uno de esos magistrales resúmenes didácticos a que nos tiene acostumbrados el tribunal, referido aquí a la extensión de las garantías procesales y en particular al derecho de prueba: Este tribunal ha venido declarando (desde 1981) no sólo la aplicabilidad a las sanciones administrativas de los principios sustantivos derivados del artículo 25.1 de la Constitución [...] sino que también ha proyectado sobre las actuaciones dirigidas a ejercer las potestades sancionadoras de la Administración las garantías procedimentales ínsitas en el artículo 24, en sus dos apartados, no mediante una aplicación literal, sino en la medida necesaria para preservar los valores esenciales que se encuentran en la base del precepto y la seguridad jurídica que garantiza el artículo 9 de la Constitución, si bien ha precisado que no se trata de una aplicación literal, dadas las diferencias entre uno y otro orden sancionador, sino con el alcance que requiere la finalidad que justifica la previsión constitucional.

2.

C A R G A DE LA PRUEBA Y SU REDISTRIBUCIÓN

De acuerdo con lo expuesto, la presunción de inocencia se inserta, en último extremo, en la temática de la carga de la prueba, que es donde se hace operativa. Como dice la STC 77/1983, de 3 de octubre, «tal presunción supone que la carga probatoria corresponde a los acusadores ». Y en términos de la Sentencia de 28 de febrero de 1989 (Ar. 1462; Martínez San Juan) representa por su contenido una insoslayable garantía procesal, que por si determina la exclusión de la presunción inversa de culpabilidad de cualquier persona en tanto en cuanto no demostrara su inocencia y, a la vez, el reconocimiento de la aludida presunción de inocencia mientras que en el expediente administrativo sancionador no se demuestre o pruebe su culpabilidad; no incumbiendo al expedientado la carga de la prueba de su inocencia sino que la carga de la prueba de su culpabilidad viene atribuida al que la mantiene.

De forma más precisa todavía, la sentencia de 13 de febrero de 1990 (Ar. 995; Delgado) advierte a efectos de la distribución de la carga de la prueba que la presunción de legalidad del acto administrativo desplaza sobre el administrado la carga de accionar para evitar la producción de la figura del acto consentido, pero no afecta a la carga de la prueba, que ha de ajustarse a las reglas generales. Éstas indican que cada parte debe soportar la carga de probar los hechos que integran el supuesto de la norma cuyas consecuencias jurídicas invoca a su favor —recuérdese la presunción de inocencia establecida en el artículo 24.2 de la Constitución, que es plenamente aplicable al campo de la potestad sanciona-

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dora de la Administración— y es el administrado el que ha de acreditar los datos de los que se derive la prueba que esgrime a su favor.

La naturaleza fundamentalmente procesal de la presunción de inocencia se manifiesta en el hecho de que la carga de la prueba recaiga sobre la Administración tiene como consecuencia que la no práctica de una prueba solicitada por el presunto infractor no pueda peijudicar a éste (STS 23 de febrero de 2000, 3.a, Ar. 7047). Y por lo mismo da un sentido inequívoco a las consecuencias de la inadmisión de una prueba debidamente solicitada como se pone de relieve en la STC 9/2003, de 20 de enero: Esta carga de la argumentación se traduce en la doble exigencia de que el demandante de amparo acredite tanto la relación entre los hechos que se quisieron y no se pudieron probar y las pruebas inadmitidas o no practicadas, como el hecho de que la resolución... final podria haberle sido favorable, quedando obligado a probar la trascendencia que la inadmisión o la ausencia de práctica de la prueba pudo tener en la decisión final del proceso, ya que sólo en tal caso, comprobando que el fallo pudo, acaso, haber sido otro, si la prueba se hubiera admitido o practicado, podrá precisarse también un menoscabo efectivo del derecho de defensa.

Todas estas cuestiones se enlazan con la de la admisión de la prueba o, si se quiere, la denegación de la admisión debidamente solicitada, que ha dado lugar a una amplia jurisprudencia cuya doctrina consolidada es resumida así en la STC 52/2004, de 13 de abril: Entre las garantías indudablemente aplicables ex artículo 24.2 de la Constitución a los procedimientos sancionadores (en el ámbito penitenciario) se encuentra el derecho a la utilización de los medios de prueba pertinentes para la defensa (que es) inseparable del derecho a la defensa y exige que las pruebas pertinentes sean admitidas y practicadas, sin desconocimiento ni obstáculos, resultando vulnerado en aquellos supuestos en los que el rechazo de la prueba propuesta carezca de toda motivación, o la motivación que se ofrezca pueda tacharse de manifiestamente arbitraria o irrazonable. (Ahora bien) para que resulte fundada una queda sustentada en una vulneración del derecho al uso de los medios de prueba es preciso: a) que el recurrente haya solicitado su práctica en la forma y momento legalmente establecidos [...]; b) que la prueba propuesta sea objetivamente idónea para la acreditación de hechos relevantes; y c) que la misma sea decisiva en términos de defensa, es decir, que tenga relevancia o virtualidad exculpatoria, lo que ha de ser justificado por el recurrente o resultar de los hechos y peticiones de la demanda.

Lo anterior significa, en suma, que el régimen probatorio ofrece en el Derecho Administrativo Sancionador unas peculiaridades —comunes, por lo demás, con el Derecho Penal— que se apartan de las reglas de enjuiciamiento civil. Según ha advertido la STS de 5 de noviembre de 1999 (3.a, 4.a, Ar. 8688) no es acertado sostener que la distribución de la carga de la prueba en él campo de las obligaciones sea trasplantable a las reglas probatorias en materia de sanciones administrativas. Que haya de observarse la norma que impone el soportar las consecuencias de la falta de prueba a quien alega la existencia de una obligación, y las de una excepción obstaculizante de la misma a quien la opone, se halla en la linea de la correcta aplicación de dichas reglas, mas cuando se trate de determinar a quien corresponde la demostración de la existencia de un ilícito administrativo que se imputa, ha de tenerse en cuenta que prima el principio constitucional de presunción de inocencia [...] aparte de la necesidad de que sea la Administración la que desarrolle una actividad probatoria con el fin de acreditar debidamente los hechos imputados en un expediente sancionador.

No se puede pasar por alto, con todo, que el uso no meditado de la presunción de inocencia puede llevar a soluciones que repugnan el sentimiento de justicia e incluso

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el más elemental sentido común. Valga de ejemplo lo sucedido en los hechos enjuiciados en la STC 45/1997, de 11 de marzo. Se trataba de que una «comisión de seguimiento de percebeiros de la cofradía de Cangas» había denunciado que una embarcación había realizado una actividad prohibida pero sin poder identificar personalmente a quien la había cometido. La Administración en el expediente administrativo hizo cuanto estaba en su mano, es decir, dirigirse al propietario de la embarcación para que éste o aceptaba la autoría o identificase al piloto; pero el imputado, sin negar los hechos, rehusó dar explicación alguna, cosa que para él hubiera sido sumamente sencillo pues era quien había contratado al piloto y a los marineros; mientras que para la Administración era tarea imposible. En estas condiciones el sentido común aprecia una inequívoca «presunción de culpabilidad» del propietario y por ello fue sancionado primero por la Administración y luego por el tribunal contencioso-administrativo. Pero el Tribunal Constitucional se aferró a la presunción de inocencia y anuló la multa. Pues bien, para evitar tales excesos suele acudirse a dos figuras concurrentes: la imposición de la carga de ciertas pruebas al imputado o la redistribución de la carga de la prueba y, en términos más generales, a la indicada «presunción de culpabilidad». Si la presunción de inocencia es en último extremo, según como acaba de verse, una cuestión de carga de prueba, la redistribución de ésta puede contribuir a la destrucción de la presunción. Por lo pronto suele admitirse que el principio no debe llevarse tan lejos que permita la inhibición probatoria del imputado, ya que como acertadamente previene la STS de 23 de enero de 1998 (3.a, 4.a, Ar. 601) aunque la culpabilidad de la conducta también debe ser objeto de prueba, ha de considerarse en orden a la asunción de la correspondiente carga, que ordinariamente los elementos volitivos y cognoscitivos necesarios para apreciar aquélla forman parte de la conducta típica probada, y que su exclusión requiere que se acredite la ausencia de tales elementos, o en su vertiente normativa, que se ha empleado la diligencia que era exigible por quien aduce su inexistencia; no basta, en suma, para la exculpación frente a un comportamiento típicamente antijurídico, la invocación de ausencia de culpa.

3.

DESTRUCCIÓN DE LA PRESUNCIÓN

La jurisprudencia del Tribunal Constitucional nos abre el camino para el análisis del proceso de destrucción de la presunción de inocencia, siempre posible (en cuanto que es de mero iuris tantuni), pero que, como mínimo, ha de suponer la prueba de los hechos constitutivos, y de los elementos integrantes del tipo, no puede realizarse por simples indicios y conjeturas y, en fin, ha de estar suficientemente razonada. A)

Mínima actividad probatoria

En la STC 175/1985, de 17 de diciembre —recogida luego literalmente en la STS de 5 de marzo de 2001 (3.a, 3.a, Ar. 2386)—, se puede encontrar una sobria y acertada formulación del principio y de sus limitaciones: «la presunción de inocencia es una presunción iuris tantum que puede desvirtuarse con una mínima actividad probatoria, producida con todas las garantías procesales, que puede entenderse de cargo y de la que se puede deducir la culpabilidad del acusado». Más ambiciosa resulta la

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134/1991, de 17 de junio, en la que se afirma que esta figura «se asienta sobre dos ideas esenciales»: de un lado, la del principio de libre valoración de la prueba en el proceso penal (art. 741 LEC) que corresponde efectuar a los jueces y magistrados por imperio del artículo 117.3 de la Constitución; y de otro, la de que la sentencia condenatoria se fundamenta en una auténtica actividad probatoria suficiente para desvirtuar aquella presunción, para lo cual se hace necesario que su resultado demuestre tanto la existencia del hecho punible como la participación y responsabilidad que en él tuvo el acusado.

B) Prueba de los hechos Parece problemática y no vale la pena, por tanto, detenerse en ello, dado que la Jurisprudencia la afirma en términos inequívocos. Han de probarse «los datos determinantes de la procedencia de la sanción» (STS; Ar. 8336; Pérez Gimeno). «La posición de privilegio en orden a las pruebas de que gozan las actuaciones documentadas en los expedientes administrativos lleva aparejado que los actos y resoluciones de la Administración han de fundarse en las situaciones fácticas probadas y demostradas en aquéllos» (STS 15 de diciembre de 1990; Ar. 1271; Martínez San Juan). La prueba de los elementos integrantes del tipo es una cuestión tan sencilla como la anterior. Como dice la STS de 22 de julio de 1988 (Ar. 6328; Delgado), «es claro que la Administración soporta la carga de probar los elementos de hecho integrantes del tipo de la infracción administrativa: así lo impone la presunción de inocencia establecida en el artículo 24.2 de la Constitución, plenamente aplicable al Derecho Administrativo Sancionador». «Es claro que este dato en cuanto elemento integrante del tipo de la infracción ha de ser probado por la Administración, quien soporta la carga de justificar la concurrencia de todos los elementos constitutivos de aquél ya que, como es sabido, la presunción de legalidad del acto administrativo desplaza al administrado la carga de accionar pero no la carga de la prueba dentro del proceso que en virtud de la presunción de inocencia pesa plenamente sobre la Administración». Lo anterior no obsta, con todo, a la aplicación a estos supuestos de la regla general de la distribución de la carga de la prueba introducida en el artículo 217 de la Ley de Enjuiciamiento civil y que tiene en cuenta de forma expresa la STS de 4 de noviembre de 2003 (3.a, 5.a, Ar. 8022): «acreditados unos hechos que señalan como responsable de una concreta infracción administrativa a una persona determinada, no se vulnera el principio de presunción de inocencia, en su vertiente de distribución de la carga de la prueba [...] si se pone a cargo del imputado la de acreditar unos hechos o circunstancias que a su juicio deban también valorarse al decidir sobre tal procedimiento, si estos hechos o circunstancias son de tal naturaleza que es el imputado, y no la Administración, quien posee una plena disponibilidad de los medios de prueba». C)

Indicios y conjeturas

Cuando la prueba realizada por la Administración es «plena» destruye sin dificultades la presunción de inocencia; pero lo ordinario es que no pueda alcanzar tal calidad ya que los hechos que constituyen una infracción no son de los «dejan huella» y, por ende solo pueden ser probados indirectamente o por indicios. Pero ¿en que medida son admisibles los indicios frente a un derecho constitucionalmente garantizado/

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La fortaleza constitucional de la presunción de inocencia le hace inmune a la contraprueba realizada por simples indicios o conjeturas que no tienen nunca fuerza bastante para romper aquélla. Conforme al pormenorizado razonamiento de la STS de 5 de febrero de 1990 (Ar. 853; Sánchez Andrade), en el ámbito del Derecho Administrativo Sancionador, a diferencia de lo que ocurre en el procedimiento penal, no es procedente acudir a indicios racionales o valoraciones de conciencia para dar por probada una infracción administrativa, viniendo condicionada la legalidad de las sanciones administrativas por la tipicidad de la falta y por la prueba concluyente e inequívoca de que el sancionado es el responsable de aquélla.

La jurisprudencia es en principio contraria a esta posibilidad por entender que «en el Derecho Administrativo Sancionador —dice la STS de 28 de febrero de 1989 (Ar. 1462; Martínez San Juan)— no es posible destruir la presunción de inocencia mediante sospechas de la culpabilidad o a través de una valoración subjetiva del órgano sancionador sin el respaldo de pruebas de los hechos en que pudiera fundarse». O en términos de la del mismo ponente de 15 de octubre de 1988 (Ar. 7983), «en el Derecho Administrativo Sancionador no es posible destruir la presunción de inocencia mediante una valoración de pruebas inexistentes o a través de una deducción que viene del artículo 1.253 del Código Civil, cuando no se han demostrado aquellos hechos directos, de los cuales y mediante un enlace preciso y directo según las reglas del criterio humano, hayan de referirse». Descartados, pues, los indicios, conjeturas y sospechas, así como las valoraciones subjetivas, hay que atenerse estrictamente a la «probanza plena» (STS 1 de febrero de 1988; Ar. 674; García Estartús) de los hechos y a la «certeza de su existencia» (STS 1 de febrero de 1988; Ar. 660; Jiménez Fernández). Y en términos más generales, para la STS de 31 de marzo de 1998 (Ar. 2838), la prueba indiciaría es aquella que muestra la certeza de unos hechos que no son en sí mismos los integrantes de la infracción o los determinantes de la culpabilidad, pero de los que cabe inferir lógicamente una y otra... Dicha prueba sólo será apta para destruir aquella presunción constitucional: a) cuando los indicios estén efectivamente probados; y b) cuando el órgano sancionador haga explícito el razonamiento en virtud del cual, partiendo de tales indicios, obtiene la conclusión de la realidad del hecho infractor y de la culpabilidad.

En algunos casos, sin embargo, por pura razonabilidad de juicio llegan los tribunales admitir, en contra de la regla general, el valor de la prueba indiciaría: así cuando está en juego la presencia de dolo o culpa pues son cuestiones de índole psicológica rigurosamente interna que no pueden percibirse directamente por los sentidos de un observador externo (STS 26 de octubre de 1992, Ar. 8385, García Carrero). Y la de 6 de marzo de 2000 (3.a, Ar. 7048) llega a firmar que la prueba indiciaría ha de tener «mayor operatividad» en ámbitos como el de la defensa de la competencia en los que «difícilmente los autores de los autos colusorios dejarán huella documental de su conducta restrictiva o prohibida que únicamente podrá extraerse de indicios o presunciones». D)

Pruebas ilícitamente obtenidas

La circunstancia de que buena parte de las pruebas aportadas por la Administración sean realizadas directamente por ella fuera del proceso judicial supo-

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ne la posibilidad de que hayan sido obtenidos por medios ilícitos, de acuerdo con la tajante advertencia del artículo 11.1 de la Ley Orgánica del Poder Judicial: «No surtirán efectos las pruebas obtenidas, directa o indirectamente, vulnerando los derechos o libertades fundamentales». Una regla admitida sin vacilaciones por la jurisprudencia de todos los órdenes. 4.

PRESUNCIÓN DE CULPABILIDAD

Tal como hemos visto, tanto la jurisprudencia como la doctrina son pacíficas a la hora de admitir la presunción de inocencia en el Derecho Administrativo Sancionador que —recordémoslo—, de acuerdo con la STC 76/1990, de 26 de abril, «rige sin excepciones en el ordenamiento sancionador y ha de ser respetada en la imposición de cualesquiera sanciones» o, en la formulación negativa de la STS 29 de octubre de 1999 (3.a, 3.a, Ar. 7906): «No es factible en ningún caso presumir una conducta dolosa por el mero hecho de las especiales circunstancias que rodean al sujeto pasivo (importancia econónica, clase de asesoramiento que recibe, etc.)». Y, sin embargo, esto no es rigurosamente cierto puesto que en determinadas circunstancias —más frecuentes de las que inicialmente pudieran imaginarse y de las que ya hemos viendo algunos ejemplos— se tambalea tanto el principio que permite la afirmación contraria (aparentemente paradójica y más propia del mundo de Kafka que del de un Estado constitucional de Derecho) de la presunción de culpabilidad, según puso de relieve hace ya muchos años R E B O L L O P U I G ( 1 9 8 9 , 6 3 2 ss ). Este autor ha demostrado, en efecto, con la perspicacia que le caracteriza que existen supuestos en los que lo que precisamente rige es la presunción opuesta, es decir, la de culpabilidad, de tal manera que corresponde al expedientado demostrar su inocencia. Lo cual es debido a —y, a su vez, prueba de— las peculiaridades que ofrecen las infracciones administrativas, que no pueden reconducirse nunca, ni en este ámbito ni en ninguno, a un régimen unitario. Pocos autores hay, en efecto, tan convencidos como R E B O L L O de la unidad esencial del Derecho Penal y del Derecho Administrativo Sancionador así como de la potestad punitiva única del Estado y, en fin, de la correspondiente exigencia universal de la culpa para que las conductas sean ilícitas. Pero esto no le ha impedido constatar que en algunos casos existen importantes peculiaridades de la culpa exigible o, si se quiere, en el modo de exigirla y, como consecuencia de ello, en la operatividad de las presunciones anejas. En definitiva, cada clase de infracción ofrece ciertas especialidades que serán mayores o menores en razón del bien jurídico protegido, del sector del ordenamiento en que aparecen y de la actividad administrativa de referencia. La figura complementaria del caso fortuito ilustra muy bien cuanto se está diciendo. En el Derecho Penal [art. 6 bis b) del Código], «si el hecho se causare por mero accidente, sin dolo ni culpa, se reputará fortuito y no será punible». En cambio, en el Derecho Administrativo Sancionador puede ser punible, pero no porque se prescinda del dolo o culpa en la acción sino porque infringe el deber de cuidado o diligencia en la evitación de un daño previsible. Este ha sido el criterio de la STS de 30 de noviembre de 1981 (Ar. 5332; Botella): contaminadas unas aguas por haberse cerrado una compuerta que se había dejado abierta, el Tribunal confirma la sanción aludiendo al deber genérico de evitar la contaminación, cuyo «incumplimiento le es reprochable, a menos a título de culpa, cuando estos resultados se producen habiéndose podido evitar mediante una diligencia exigible». Añadiéndose a continuación una declaración a primera vista sorprendente:

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DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR mientras que en el ámbito civil o penal la culpa no se presume y ha de probarse frente al presunto responsable, en el Derecho Administrativo Sancionador basta el hecho del vertido tóxico desde una industria con titular responsable de su funcionamiento ante la Administración Pública autorizante, para acreditar la imputabilidad y presumir la culpabilidad con el consiguiente desplazamiento de la carga probatoria.

Esta forma de razonar conduce lógicamente a la exclusión en estos casos del principio de la culpabilidad (a lo que se resiste, no obstante, R E B O L L O para no romper con los principios del Derecho Penal) y sustituirla por la presunción de culpa, cuya exculpación corresponde al propio infractor. Las posibilidades de la emergencia de una presunción de culpabilidad no acaban, con todo, aquí pues también se dan en los supuestos —no infrecuentes en los ordenamientos sectoriales— en los que la ley predetermina los responsables. Preceptos que suelen ser interpretados como manifestaciones de la responsabilidad objetiva; pero, si se quiere conservar formalmente el principio de culpabilidad, pueden también entenderse como manifestaciones de la figura de la presunción de culpabilidad. Como ha observado agudamente A L E N Z A (2002), «se trata de una especie de presunción de culpabilidad de los titulares de las actividades (contaminantes) por falta de la diligencia debida para evitar la comisión de la infracción, bastando probar los hechos infractores y la ausencia de causas de justificación para imputar la responsabilidad administrativa». Continuando con esta serie de precisiones la STC 129/2003, de 30 de junio declara que habiendo existido actividad probatoria de cargo sobre los hechos que se le imputaban a la mercantil ahora recurrente, era a ella a quien competía proporcionar a los órganos administrativos [...] un principio de prueba, por mínimo que fuera, que permitiera hacerles pensar que la infracción de la norma no le era reprochable [...] Por consiguiente no puede compartirse la tesis de la recurrente, quien pretende que con la sola expresión de esta ignorancia de la diferencia de calidad y de su falta de voluntad de defraudar, la acreditada desatención de las normas de calidad no se tradujera en la imposición de sanción alguna.

Sobre ello insiste la STS de 10 de diciembre de 2002 (3.a, 7 a, Ar. 2465 de 2003) al poner de relieve que «la inobservancia (de las normas), salvo prueba en contrario, evidencia, cuando menos, una falta de diligencia». Por lo que, en consecuencia, «acreditada la conducta o participación que constituye el soporte de la infracción, la apreciación del requisito de la culpabilidad deriva hacia la acreditación psicológica de la imputabilidad, y dicha imputabilidad es de aceptar mientras no conste ningún hecho o circunstancia con entidad bastante para disminuirla». Y, además, carga con la prueba de la falta de culpa al imputado ya que cuando distingue entre los hechos constitutivos de la infracción y hechos eximentes o extintivos, lo hace para gravar con la prueba de los primeros a la Administración, y con la de los segundos al presunto responsable: «por lo que se refiere a la carga probatoria en cualquier actuación punitiva, es al órgano sancionador a quien corresponde probar los hechos que hayan de servir de soporte a la posible infracción, mientras que al imputado únicamente le incumbe probar los hechos que puedan resultar excluyentes de su responsabilidad». La presunción de culpabilidad no es, por lo demás, un hecho normativo pretérito anómalo, como nos demuestra la Sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos de 7 de octubre de 1988, más arriba ya citada, dictada a propósito del artículo 392.1 del Código francés de Aduanas, donde se declara que «el poseedor de mercancías de contrabando será responsable de la infracción».

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Esta presunción de culpabilidad resulta a primera vista incompatible con la presunción de inocencia recogida en el artículo 6 del Convenio, tal como puso de relieve TENEKJDES en su voto particular al Informe de la Comisión, añadiendo que el procedimiento consistente en deducir la culpabilidad de un mero hecho material prescindiendo de cualquier análisis psicológico, haciendo abstracción del llamado elemento intencional o moral, lleva a una especie de automatismo poco conforme con la exigencia de unos motivos o fundamentos, tradicional en el Derecho Penal. Este carácter automático deja de lado la presunción de inocencia, sustituyéndola por una auténtica presunción de culpabilidad. La deducción de la culpabilidad lleva [..,] a la inversión de la carga de la prueba que recae así sobre el acusado, mientras que la parte acusadora no está obligada a probar el dolo del procesado: le basta con invocar el hecho de la tenencia del objeto prohibido. Esta situación quebranta el principio de la igualdad de medios.

El tribunal, no obstante, llegó a otra conclusión y no apreció contradicción alguna: en parte porque no vio en el Código de Aduanas una presunción de culpabilidad sino una presunción de responsabilidad (penal), que no es lo mismo, y en parte también porque, a la vista de las circunstancias del caso concreto, entendió que el tribunal francés había castigado sin llegar a hacer uso de esa hipotética presunción de culpabilidad en que se basaba fundamentalmente el recurso. 5.

APOTEOSIS GARANTISTA Y PRUDENCIA DE LOS TRIBUNALES

Es probable que la aplicación estricta de la presunción de inocencia ha de producir no pocas satisfacciones a los jueces que se tienen por garantes de las libertades y de los derechos individuales y más todavía a los abogados defensores de los «presuntos» infractores a quienes tal presunción ofrece innumerables posibilidades de escapar de las mallas de la ley. Otros sentimientos tienen, sin embargo, los funcionarios diligentes que no ven forma de demostrar la autoría de las infracciones mínimamente sofisticadas, así como los ciudadanos que carecen por completo de protección frente a ellas. Nadie puede pensar seriamente en un sacrificio arbitrario de los derechos individuales; mas tampoco puede entenderse la postergación gratuita de los intereses públicos y colectivos por no hablar de los de los peijudicados directamente por la infracción, máxime si se tiene en cuenta que un Estado social de Derecho puede establecer jerarquías de derechos e intereses, puesto que su objetivo es lograr un equilibrio de los contrapuestos, del que desde luego estamos hoy muy lejos. La presunción de inocencia nació en un momento histórico de absolutismo, se confirmó al cabo de un siglo como necesaria reacción contra las dictaduras del siglo xx y forzoso es reconocer que en estos contextos operaba efectivamente como un contrapeso del Poder político arbitrario, como el fiel que equilibraba la balanza. En la actualidad española, sin embargo, las circunstancias han cambiado sustancialmente y es lamentable, por tanto, que una figura de tan preclaro origen se haya petrificado hasta tal punto al no acertar a adaptarse a los nuevos tiempos, haya terminado convirtiéndose en un factor de desequilibrio. No se trata sólo de la mudanza de los contextos políticos y sociales, es que hoy han aparecido formas de conductas ilícitas en las que no tiene entrada la presunción de inocencia de corte tradicional. Actualmente es una burla aplicar este principio a la criminalidad organizada, a las grandes empresas, en general a las estructuras capitalísticas anónimas y clandestinas, a los ilícitos sofisticados y a las conductas tecnológicamente desarrolladas. No es lo mismo investigar las irregularidades de elaboración

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cometidas por un panadero artesano o las de manipulación de alimentos de un tendero de ultramarinos que las que realiza una multinacional o tienen lugar en una cadena comercial con miles de empleados y un sistema informático impenetrable. ¿Qué garantiza y a quién protege aquí la presunción de inocencia? Veamos un primer ejemplo tomado de la STC 45/1997, de 11 de marzo (ya relacionada páginas atrás). En el caso los hechos quedaron perfectamente demostrados pero el titular de la nave se negó a facilitar los nombres de la tripulación y piloto el día de la infracción. Él fue sancionado personalmente en vía administrativa y el Tribunal Supremo confirmó la multa. El Tribunal Constitucional, no obstante, le absolvió por considerar que había sido condenado por meros indicios que vulneraban el derecho fundamental a la presunción de inocencia. Similar es el caso resuelto por la STSJ de Murcia de 23 de marzo de 1999 (Ar. 906). Se sancionó al propietario de un barco que había infringido normas de pesca. En vía judicial se revocó la multa porque no se apreció culpabilidad del sancionado al no ser responsable de la infracción y «sólo aquél que ha participado en los hechos puede responder personalmente de los mismos; no bastando, por consiguiente, con ser el propietario el buque, si no se han dado órdenes o instrucciones expresas encaminadas a la comisión de los actos constitutivos de la infracción (salvo que la ley disponga otra cosa)». Sin desconocer todo lo anterior hay que tener siempre presente que la jurisprudencia debe ser ante todo prudencia que excluye el rigor de la servidumbre irracional a los textos y a los dogmas. Piénsese que cuando los hechos imputados son negativos (por ejemplo, el carecer de licencia cuando sea constitutivo de infracción) se produce una situación muy curiosa, dado que, por la presunción de inocencia, la carga de la prueba corresponde a la Administración, pero por las reglas generales del proceso, los hechos negativos son de prueba imposible para el que los alega. Ante esta contradicción la STS 4 de febrero de 1991 (Ar. 1169; García Estartús) se inclinó por la primera solución: «no ha quedado probado por la Administración que la recurrente careciera de la licencia en cuestión, ya que dicho elemento de hecho no ha sido objeto de prueba en ningún momento. Por ello, y prescindiendo de otras consideraciones, la falta de prueba de la ausencia de licencia determina, en virtud del principio constitucional de presunción de inocencia consagrado en el artículo 24 de la Constitución, que por la Sala se aprecie que la recurrente no ha cometido la infracción que se le imputa». Solución que, a mi juicio, no es correcta porque se libera al expedientado de realizar una prueba extraordinariamente sencilla (la exhibición de la licencia) y que no guarda proporción con las dificultades de la prueba negativa contraría que se impone a la Administración. Aunque también es verdad es que no faltan muestras de otra línea jurisprudencial más prudente: la STS de 23 de enero de 1998 (3.a, 4.a, Ar. 601), por ejemplo, ha advertido a este propósito que aunque la culpabilidad de la conducta también debe ser objeto de prueba, ha de considerarse, en orden a la asunción de la correspondiente caiga, que ordinariamente los elementos volitivos y cognoscitivos necesarios para apreciar aquélla forman parte de la conducta típica probada y que su exclusión requiere que se acredite la ausencia de tales elementos o que se ha empleado la diligencia que era exigible por quien aduce su inexistencia; no basta, en suma, para la exculpación frente a un comportamiento típicamente antijurídico la invocación de ausencia de culpa.

La mejor brecha por la que puede penetrarse en el imponente muro de la presunción de inocencia es el razonamiento judicial expresado en la motivación formal de la

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sentencia. Porque todas estas constataciones de probanza plena deben ser razonadas suficientemente, puesto que entre la percepción física de las pruebas y la afirmación de la existencia de los hechos hay un espacio que debe ser llenado por la actividad intelectual del juez, al que es inevitable reconocer un margen de apreciación más bien amplio. La valoración de las pruebas es una operación rigurosamente personal, aunque de ella se quiera reducir en lo posible el subjetivismo del enjuiciamiento: «La presunción de inocencia no impide que puedan fijarse unos hechos como probados a través de razonadas y convincentes presunciones, pero para ello es menester que se prueben de manera directa y certera los hechos de los que sea posible deducir mediante un enlace lógico y preciso, con la particularidad de que la referida presunción normativa de los hechos no sea destruida por otros en contrario deducidos bien directamente o bien por la misma vía de presunciones, pero de una mayor entidad de convencimiento» (STS 7 de diciembre de 1988; Ar. 10127; Martínez San Juan). O en términos más simples y también más contundentes: «Cabe una valoración de las pruebas con arreglo a un juicio íntimo y personal que con arreglo a su conciencia ha de realizar el juzgador; [pero] el resultado de la prueba ha de ser tal que pueda racionalmente establecer la certeza de los hechos constitutivos de la infracción» (STS de 7 de diciembre de 1989; Ar. 9462; Martínez San Juan). Y, por lo mismo, «la potestad sancionadora exige probar y, en su caso, razonar convincentemente», como dice la STS de 2 de noviembre de 1988 (Ar. 8622; González Navarro): justificando así la anulación de un acto sancionador que se había limitado a rechazar las alegaciones expuestas por el particular con la simple tacha de que eran «gratuitas»; un epíteto que no constituye un razonamiento. Ni que decir tiene que este rigor en la constatación de los hechos, en la exigencia de su probanza plena, apareja un riesgo —el de que nunca pueda probarse nada de forma absolutamente satisfactoria— y de aquí la permisibilidad del «razonamiento» del juzgador, como único medio de hacer frente al obstruccionismo del infractor cómodamente atrincherado en su presunción de inocencia. Pero a veces los tribunales en contra del sentido común se autolimitan a inhiben de forma escandalosa que permite los abusos más graves de los infractores. Valga de ejemplo la STS de 24 de noviembre de 1989 (Ar. 8357; García Estartús): «sin que el no haberse facilitado el acceso a los pisos, e imputado al expediente dicha obstrucción, baste para acreditar la existencia del hecho sancionado; porque de dicha obstrucción pueden derivar las consecuencias a que haya lugar en el orden jurídico-administrativo, pero no sustituir la prueba del hecho por unos indicios o sospechas por fundadas que sean». VII.

RESPONSABILIDAD SOLIDARIA Y SUBSIDIARLA

A estas alturas del capítulo ya estamos en condiciones de adentramos en el análisis de una de las cuestiones aparentemente más contradictorias y desde luego más enigmáticas del Derecho Administrativo Sancionador: la responsabilidad solidaria y subsidiaria derivada de una infracción. Calificativos que se merecen porque esta figura parece incompatible con los principios más arraigados del Derecho punitivo: los de culpabilidad, personalidad del castigo y hasta el de proporcionalidad. Al menos ésta es la opinión del Tribunal Supremo en la Sentencia de 26 de enero de 1998 (3.a, 6. , Ar. 573): la responsabilidad solidaria no puede penetrar en el Derecho Administrativo Sancionador porque, de lo contrario, se derrumbaría el fundamento del sistema punitivo, según el cual cada uno responde de sus propios actos, sin que quepa, con el fin de una más eficaz tutela de los intereses públicos, esta-

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DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR blecer responsabilidad alguna sancionable solidariamente por actos ajenos [...] Tal imputación solidaria impide la efectividad de otro principio básico del orden sancionador, cual es el de la proporcionalidad, al no ser susceptible la sanción impuesta solidariamente de graduación o moderación atendiendo a las circunstancias personales e individuales de cada uno de los infractores.

Criterio reiterado inmediatamente después en la Sentencia de 6 de febrero de 1998 (3.a, 6.a, Ar. 1443) al afirmar sin ambajes que la «regla de la imputabilidad solidaria contraviene el principio de la responsabilidad personal o de culpabilidad sobre el que se asienta todo el sistema punitivo». Y con más detalles y concreción, la de 21 de marzo de 1998 (3.a, 6.a, Ar. 3834), en la que, con objeto de salvar el respecto al principio, acude al manido argumento de que solo se trata de una «flexibilización» del mismo: La más moderna y reciente jurisprudencia iniciada con la Sentencia de 20 de mayo de 1992 dictada en recurso extraordinario de revisión y superadora de anteriores vacilaciones, paladinamente proclama [...] la responsabilidad de las empresas por los actos de sus empleados, haciéndose notar a seguido que tal afirmación no comporta una preterición del principio de culpabilidad, que indudablemente rige en materia sancionadora, ni un olvido de la personalidad de la sanción (responsabilidad por hechos propios) sino una acomodación de estos principios a la efectividad de un deber legal (el que incumbe a las empresas de juego), deber que arrastra en caso de incumplimiento, la correspondiente responsabilidad para el titular de las mismas, aunque tenga su origen en una actuación o en un no hacer negligente de quien, encontrándose a su servicio, tiene encomendado el funcionamiento de la sala de juego.

En este punto —y un tanto sorprendentemente— no es tan riguroso el Tribunal Constitucional, como aparece en la Sentencia 76/1990, de 26 de abril, sobre el artículo 38.1 de la Ley General Tributaria: no es trasladable al ámbito de las infracciones administrativas la interdicción constitucional de la responsabilidad solidaria en el ámbito del Derecho Penal, puesto que no es lo mismo responder solidariamente cuando lo que está enjuego es la libertad personal que hacerlo a través del pago de una cierta suma de dinero en la que se concreta la sanción tributaria siempre prorrateadle a posteriori entre los distintos responsables individuales. De aquí la necesidad de tener en cuenta [...] que la recepción de los principios constitucionales del orden penal por el Derecho Administrativo Sancionador no puede hacerse mecánicamente y sin matices, esto es, sin ponderar los aspectos que diferencian a uno y otro sector del Ordenamiento Jurídico.

A este propósito, PARADA (en el «Estudio preliminar» al libro de LOZANO, 1990, 12) ha criticado duramente la posición del tribunal observando que también los tribunales penales pueden imponer multas y, entonces «¿por qué no aceptar también la responsabilidad solidaria para las multas penales? Y en el caso de delito fiscal ¿tiene acaso sentido que cuando se trate de defraudaciones menores a cinco millones la responsabilidad sea solidaria y desaparezca para las infracciones de cinco millones y una peseta, es decir, para las multas más graves, las constitutivas de delito fiscal? El Tribunal Constitucional nos previene contra el riesgo de trasladar mecánicamente los principios penales a las sanciones administrativas, pero más debía cuidar él de las absurdas consecuencias que derivan de aplicar reglas y principios diversos a infracciones divididas por la línea convencional de un límite cualitativo». Volviendo a la Sentencia 76/1990, en ella se precisa también —lo que no resulta menos importante— que la solidaridad no implica responsabilidad objetiva, que sí seria inconstitucional:

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Ha de señalarse que el precepto no consagra una responsabilidad objetiva sino que la responsabilidad solidaría allí prevista se mueve en el marco establecido con carácter general para los ilícitos tributarios por el artículo 77.1, que gira en tomo al principio de la culpabilidad. Una interpretación sistemática de ambos preceptos permite concluir que también en los casos de responsabilidad solidaría se requiere la concurrencia de dolo o culpa aunque sea leve [...] y es que el articulo 38.1 conecta con toda nitidez la responsabilidad solidaría a la realización o colaboración en la realización de una infracción tributaría.

En cualquier caso y dejando a un lado estas vacilaciones jurisprudenciales, el hecho es que nuestro Ordenamiento Jurídico admite y regula la figura de la responsabilidad solidaria y subsidiaria en diversas variantes. Por lo pronto en múltiples leyes sectoriales se hace una referencia expresa a ellas: abundancia que exime de una pormenorización y transcripción detalladas. Valga, por todas, a título de ejemplo, la fórmula utilizada con mayor frecuencia en la legislación de los años ochenta: «1. La responsabilidad corresponde:... c) En las infracciones cometidas por terceros, a la persona física o jurídica a la que vaya dirigida el precepto infringido o a las que las normas correspondientes atribuyan específicamente la responsabilidad. 2. La responsabilidad administrativa se exigirá a las personas físicas o jurídicas a que se refiere el punto 1 sin peijuicio de que éstas puedan deducir las acciones que resulten procedentes contra las personas a las que sean materialmente imputables las acciones» (art. 138 de la Ley de Ordenamiento de Transportes de 30 de julio de 1987, reproducido incluso literalmente en otras varias). Si queremos pormenorizar algo más los textos, podemos encontrarlos en el siguiente breve repertorio: En unos casos se impone la responsabilidad solidaria «cuando no sea posible determinar el grado de participación de las distintas personas que hubieren intervenido en la realización de la infracción y sin peijuicio del derecho a repetir frente a los demás participantes» (art. 37.3 de la Ley de 27 de marzo de 1989, de conservación de espacios naturales; y en términos sensiblemente literales el art. 19.2 de la Ley 23 de marzo de 1995, de vías pecuarias, el artículo 70.2 de la Ley 21 de noviembre de 2003, de patrimonio de las Administraciones Públicas y el 116.2 de la Ley de Aguas de 20 de julio de 2001). El artículo 75.1 de la Ley del Patrimonio Histórico Español de 25 de junio de 1985 emplea otra técnica distinta cuando declara que «serán responsables solidarios cuantas personas hayan intervenido en la explotación y aquellas otras que por su actuación u omisión, dolosa o negligente, lo hubieran facilitado o hecho posible». De estos textos se deduce inequívocamente —y para empezar— que una persona es el autor imputable de la infracción y otra distinta el responsable por imperativo legal, quien, aun no siendo el autor material, como es el que ha de cargar con las consecuencias económicas de la acción de éste, eventualmente pueda luego repercutirlas. Esta realidad normativa indiscutible plantea el problema de su constitucionalidad, que a primera vista debiera rechazarse si nos atenemos a las incompatibilidades dogmáticas denunciadas por el Tribunal Supremo en las sentencias que acaban de ser transcritas y que no quedan desvirtuadas, sin más, por las declaraciones de la STC 76/1990, que sólo se refieren estrictamente a lo dispuesto en la Ley General Tributaria. Dos sentencias muy próximas del Tribunal Supremo del año 1998 adoptan a tal propósito posiciones contrapuestos. La de 2 de febrero (3.a, 6.a, Ar. 1443) anula un reglamento que establecía una responsabilidad solidaria por considerar que invadía la reserva legal y, además, en términos más ambiciosos porque «la regla de la ímputabilidad solidaria contraviene el principio de responsabilidad personal o de culpabilidad sobre el que se asienta todo el sistema punitivo». La de 23 de marzo (Ar. 2828) de la misma Sala y sección invalida también la cláusula reglamentaria, mas no por razones

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de carácter constitucional sino porque la ley habilitadora no había contemplado ninguna imputación de tal naturaleza, indicando así inequívocamente que la ley hubiera podido hacerlo sin incurrir en inconstitucionalidad. Como muestra de tolerancia implícita valga la STS de 19 de diciembre de 2000 (3.a, 6.a, Ar. 9572) en la que se afirma que «lo que no puede aceptarse de ninguna manera es que la responsabilidad solidaría por infracciones administrativas pueda establecerse por normas puramente reglamentarias. Ello es contrario al principio o regla de legalidad». El operador jurídico, una vez más, se encuentra desconcertado ante un dilema que parece insuperable. Porque si hace caso de la doctrina jurisprudencial indicada ha de dejar a un lado un buen paquete de textos legales que admiten y regulan de forma expresa la responsabilidad solidaria y subsidiaria; y si aplica tales textos corre el riesgo de ser luego desautorizado por algún tribunal de control. Ahora bien, antes de entrar en el análisis de la cuestión nuclear de la constitucionalidad de esta figura, resulta imprescindible identificar las variantes y subvariantes más conocidas, cuya evidente heterogeneidad impide un tratamiento jurídico uniforme y cuyo tratamiento singularizado quizás nos ayude a superar las contradicciones denunciadas. 1.

DIVERSOS AUTORES RESPONSABLES INDEPENDIENTES DE UNA MISMA INFRACCIÓN

Valga como ejemplo inequívoco de esta variante lo dispuesto en el artículo 228 de la Ley del Suelo de 1976: «1. En las obras que se ejecuten sin licencia [...] serán sancionados con multas el promotor, el empresario de las obras y el técnico director de las mismas. 2. Las multas que se impongan a los distintos sujetos como consecuencia de una misma infracción tendrán entre sí carácter independiente». En términos similares el artículo 116.2 de la Ley de Aguas de 20 de julio de 2001, en la infracción de apertura no autorizada de pozos, enumera como responsables al titular del terreno, al promotor de la captación, al empresario que ejecuta la obra y al técnico director de la misma. Como se ve, aunque la infracción es única, las multas son independientes. No se trata, por tanto, en rigor de una responsabilidad solidaria sino de varias autorías y de varias sanciones. Además, como se supone que el autor material o directo de los hechos sólo habrá sido uno de ellos, habrá que concluir que a los demás se les exige una responsabilidad objetiva, que el Tribunal Supremo ha llegado a rechazar en términos contundentes en la Sentencia de 3 de mayo de 1908 (3.a, Bruguera, Ar. 3469) a costa de violar sin paliativos la letra y el espíritu de la ley: no se puede sancionar sin más al promotor de la obra como si fuere él el responsable por el mero hecho de haber sido el promotor [...] pues lo ineludible en estos supuestos es depurar sus acaso eventuales responsabilidades conjuntamente con las de los facultativos y contratistas que proyectaron, dirigieron y ejecutaron las obras, a fin de determinar las responsabilidades de unos y otros [...] y antes de sancionar a todos o a algunos de ellos, procede investigar quién fue el negligente, para imponer la sanción a quien resulte serlo, y absolver a los no culpables.

Compárese ahora esta sentencia con la de 6 de febrero de 1991 (3.a, Oro-Pulido, Ar. 778) que versa sobre la misma materia que la que acaba de citarse. Aquí se trataba igualmente de la responsabilidad solidaria impuesta al promotor, constructor y facultativo y, habiéndose sancionado únicamente al promotor, el tribunal deja sin efecto la multa y ordena la retroacción del expediente al trámite de instrucción para que puedan depurarse las eventuales responsabilidades de todos los intervinientes,

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pues «no parece lógico que en un procedimiento sancionador que por imperativo constitucional ha de aplicar los principios y garantías de individualización de las responsabilidades, con independencia de la solidaridad aludida, no se analice la participación del constructor en los hechos sancionados [...] siendo evidente que no se puede sancionar sin más al promotor de la obra como si fuera él el responsable, por el mero hecho de haber sido promotor, por los vicios o defectos aparecidos en ella, pues lo ineludible en estos supuestos es depurar sus acaso eventuales responsabilidades conjuntamente con los facultativos y contratistas a fin de depurar las responsabilidades de unos y otros». Como se ve, la aplicación de la responsabilidad legal subsidiaria está proporcionando a los jueces no pocos quebraderos de cabeza y explica lo errático de sus resoluciones, según puede confirmarse en la STS de 14 de junio de 1983 (3.a, Gutiérrez de Juana, Ar. 3507), en la que se distingue entre la regla de una responsabilidad genérica solidaria y la excepción de una responsabilidad individualizada cuando de los hechos así se deduzca: «De las irregularidades han de responder genéricamente , tantos unos como otros, dada la evidente intervención de todos ellos en la promoción y material ejecución de las obras, sin perjuicio de que en cada caso pueda aquilatarse y ser determinada en la práctica cuáles de ellos pueden ser imputables exclusivamente a cualquiera de esos responsables legalmente contemplados en su conjunto». Otra interpretación podría ser la presencia, por imposición legal, de una presunción de culpabilidad, que el juez podría —y debería— intentar destruir para atribuir a cada uno la sanción que le corresponde. E incluso una presunción de autoría culpable: una enormidad jurídica que sólo podría justificarse convirtiendo la imputación de autoría en una imputación de culpabilidad. Pero en cualquier caso no sería nunca una variante de responsabilidad solidaria ya que aquí hay diversos autores. El problema de fondo es en último extremo el de determinar —pasando por alto la inequívoca dicción de la ley— si en estos supuestos se trata de una o de varias infracciones. Si recordamos, por ejemplo, el artículo 228 de la Ley del Suelo, que acaba de ser trascrito, puede entenderse o bien que, tal como literalmente dice el texto, existe una sola inflicción (ejecución de obras sin licencia) o bien que existen varias infracciones (promoción de obras sin licencia, dirección técnica de obras sin licencia y realización de obras sin licencia). Si las obligaciones fueran tres, y tres las subsiguientes infracciones, no existiría dificultad alguna a la hora de multar a los tres responsables puesto que no intervendría la prohibición del bis in idem; mientras que si la infracción fuera única, no resultaría fácil explicar esta triplicidad sancionadora de la misma perspectiva del non bis in idem. La Sentencia de 3 de mayo de 1998 citada entendía esto último y por ello se negó a condenar. En cambio, la STS de 16 de diciembre de 1993 (Ar. 9644; Barrio), afirma sin vacilaciones la pluralidad de infracciones urbanísticas y, por ende, de responsables, a los que, en razón de tal pluralidad e incluso independencia, no une vínculo alguno de solidaridad, mancomunidad o subsidiariedad: Se plantea la cuestión de la vulneración del principio de igualdad ante la ley por el hecho de la distinta cuantía de las sanciones impuestas a la propiedad, a la dirección técnica de la obra y a la empresa constructora [...] [pero] no hay razón alguna que permita equiparar obligatoriamente a las distintas infracciones a la hora de aplicar las sanciones. Expresamente así lo recoge el artículo 228.4 de la Ley del Suelo y lo reproduce el 59 del Reglamento de Disciplina Urbanística cuando afirma que «las multas que se interpongan a los distintos sujetos como consecuencia de una misma infracción tendrán entre sí carácter independiente».

A mi entender la interpretación más plausible es la siguiente: Lo que es único es el hecho infractor (la ejecución material de las obras). Pero a este hecho único la ley

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anuda una pluralidad de infracciones —derivadas de una pluralidad de acciones (de acuerdo con lo explicado ya en otro lugar de este libro)—, cada una con su correspondiente autor. 2.

D I V E R S O S AUTORES RESPONSABLES SOLIDARIOS DE UNA MISMA INFRACCIÓN

El artículo 130.3 de la LPAC establece con carácter general para un hecho idéntico al anterior un régimen distinto al previsto específicamente en la legislación sectorial: «Cuando el cumplimiento de las obligaciones previstas en una disposición corresponda conjuntamente, responderán de forma solidaria de las infracciones que, en su caso, se cometan y de las sanciones que se impongan». Aquí el hecho es único (un incumplimiento) y únicas también la acción y correlativamente la infracción y la sanción; lo que sucede es que de esas infracción y sanción únicas responden solidariamente todos los partícipes, de tal manera que, satisfecha la multa por uno de ellos quedan todos liberados; y, por lo mismo, la Administración puede exigir el pago total a cualquiera de ellos. De esta manera se resuelven limpiamente, al parecer, las dudas que venían agobiando a la jurisprudencia que acaba de ser repasada. En los términos del artículo 1145 del Código Civil, «el pago hecho por uno de los deudores solidarios extingue la obligación. El que hizo el pago puede reclamar de sus codeudores la parte que a cada uno corresponde». El problema está, no obstante, en determinar esa parte que a cada uno corresponde, puesto que la solidaridad no se deriva de la obligación sino que viene impuesta por la ley, y, la ley —según acaba de verse— no sólo impone la solidaridad en la sanción sino también en la comisión de la infracción mas sin señalar cuota alguna. El ejemplo más conocido de esta variante es el del artículo 38.1 de la Ley General Tributaria en su versión de 1985, en el que se establece que «responderán solidariamente de las obligaciones tributarias todas las personas que sean causante o colaboren en la realización de una infracción tributaria». Este régimen —en opinión de D E PALMA ( 1 9 9 6 , pp. 1 0 1 - 1 0 2 ) que debe suscribirse— se extiende tanto a las obligaciones solidarias en sentido estricto como a las mancomunadas en mano común. La autora ve, además, muy útil esta figura porque gracias a ella la sanción pecuniaria se podrá exigir a cualquiera de los coobligados, evitando así a la Administración el enojoso —y con frecuencia imposible— procedimiento de depurar la responsabilidad de todos y cada uno de los responsables solidarios cuando se trata de agrupaciones numerosas y a veces indeterminadas (herencias yacentes, comunidades de bienes, así como las que carecen de personalidad jurídica). Pues si esto es así, no se acaba de entender la afirmación que hace la autora en la página 96 de la monografía que tantas veces se está citando: «El expediente sancionador se deberá incoar frente a todos los que han tenido participación en los hechos constitutivos de la infracción al objeto de que la Administración examine a lo largo del procedimiento el grado de responsabilidad de cada uno de los partícipes, sin perjuicio de que, tras determinar la responsabilidad de cada uno de los intervinientes, la Administración haga recaer la sanción únicamente sobre uno de los responsables. Posteriormente, aquél que hubiera hecho frente al pago de la sanción podrá, en el ámbito de sus relaciones internas, dirigirse al resto de los responsables reclamando el resarcimiento propio de la mancomunidad, no pudiendo exigir nada a aquellos que la Administración hubiese considerado exentos de responsabilidad». Yo dudo seriamente de la viabilidad de este sistema pues no me parece claro que la Administración esté legitimada para señalar las cuotas de responsabilidad que corresponden a cada uno, máxime cuando no existen criterios para fijarlas. Puesto

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que se trata de relaciones privadas entre particulares, la decisión debería corresponder al juez civil, pero la intervención de éste complicaría aún más la situación y tampoco él dispone de criterios de repartición. Ni que decir tiene que todas estas dificultades en cuanto que derivadas de la solidaridad desaparecen cuando se prescinde de ella y se acude a la fórmula, mucho más sencilla y problemática, de prescindir de la solidaridad y considerar las sanciones como independientes de acuerdo con el explicado en el número anterior. La STS de 10 de noviembre de 1999 (3.a, 3.a, Ar. 8426) ha roto de esta forma el nudo gordiano de la solidaridad y sancionado independientemente —por prácticas restrictivas de la competencia— a la empresa que había realizado materialmente la infracción y a la asociación de que formaba parte por considerar que «tratándose de personas jurídicas distintas, nada impide que la sanción sea impuesta a ambas, si ambas resultan culpables de la conducta objeto del reproche». 3.

RESPONSABILIDAD SUBSIDIARIA O SOLIDARIA DEL GARANTE

Aparece establecida y regulada en el apartado segundo del mismo artículo 130.3 de la LPAC en los siguientes términos: «Serán responsables subsidiarios o solidarios por el incumplimiento de las obligaciones impuestas por la ley que conlleven el deber de prevenir la infracción administrativa cometida por otros, las personas físicas y jurídicas sobre las que tal deber recaiga, cuando así lo determinen las leyes reguladoras de los distintos regímenes sancionadores». Un caso claro de responsabilidad subsidiaria —en cuanto que es la ley la que determina tal carácter— es la previsión del artículo 40.1 de la Ley General Tributaria, en el que, con anterioridad a la modificación de 1985, se establecía que «serán responsables subsidiariamente de las infracciones simples por omisión y de defraudación cometidas por las personas jurídicas, los administradores de las mismas que por mala fe o negligencia grave no realizasen los actos necesarios que fueran de su incumbencia para el cumplimiento de las obligaciones tributarias infringidas, consistiesen el incumplimiento por quienes de ellos dependan o adopten acuerdos que hicieren posible tales infracciones». Aunque no sea necesario recordarlo parece útil tener presente que la responsabilidad subsidiaria sólo entre en juego si falla el responsable principal. Como advierte la STS de 7 de febrero de 1990 (3.a, Ar. 961, Barrios), «para que pueda imputarse subsidiariamente a una persona responsabilidad en la comisión de una infracción es ineludible que exista un responsable principal que, por cualquiera que sea la causa, no responde». Volviendo al artículo 130.3, en él se recoge y regula la figura del «garante», (a la que me refiero en otros lugares de este libro), si bien lo realiza en unos términos que abren no pocas dudas. Por lo pronto queda muy claro que la responsabilidad del garante solamente surge cuando esté prevista en una ley. Si la ley que establece la responsabilidad del garante determina, como debe hacerlo, si es solidaria o subsidiaria, no hay problema. Pero ¿qué sucede si no dice nada al respecto? Podría entenderse entonces que, por afectar el silencio a un elemento esencial de la obligación, ésta es nula, es decir, que no surge tal responsabilidad. Y también podría entenderse que corresponde o bien a la Administración o bien al garante escoger cuál de las dos variantes es la utilizable en cada caso. Todas estas interpretaciones son plausibles aunque, desde luego, no convincentes. A mí personalmente me gusta más la solución de colocar al garante en la posición de responsable subsidiario respecto del infractor, y ello porque me parece más congruente con la

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proporcionalidad: duro es ya que el garante, y no el autor, sea el responsable; pero déjesele, al menos, en la condición subsidiaria. Las dificultades hermenéuticas suben de punto hasta convertirse en irresolubles a la hora de examinar la estructura de la norma y la articulación de las obligaciones y responsabilidades que en ella aparecen. En este apartado, en efecto, se describen dos obligaciones: 1 ,a Una obligación principal cuyo cumplimiento corresponde a una persona: si lo que realmente sucede es el incumplimiento, se comete una infracción, cuya autoría corresponde a tal persona (el «otro», que dice la norma). 2.a Un deber anejo (el de prevenir la infracción administrativa contra la obligación principal) impuesto al garante, que va a resultar responsable, solidario o subsidiario, en caso de que la infracción tenga lugar. Con esta estructura normativa tenemos que el garante se convierte en responsable de la infracción principal cometida por el «otro». Ahora bien, quedan sin determinar los efectos del deber anejo. Porque éste puede entenderse de dos maneras: o bien es un deber de resultado, es decir, que queda incumplido por el simple hecho de no haber conseguido prevenir la infracción principal; o bien es un deber de conducta, de tal manera que lo único que se exige al garante es que adopte todas las medidas a su alcance para evitar la infracción. La primera hipótesis parece, más bien, descartable en un sistema subjetivo como es el español. Y, si esto es así, aún queda por determinar la incidencia del garante en la conducta del otro: — Si el garante ha actuado con dolo o culpa, es claro que la responsabilidad ha de ser completa e inevitable. — Si el garante ha actuado con negligencia, sería fácil también sostener su responsabilidad. — Pero, si el garante ha actuado con diligencia exquisita, es muy duro endosarle la responsabilidad. Lo lamentable del caso es que, una vez más y como casi siempre, la ley, en lugar de despejar dudas y aclarar situaciones, establece con cierta frivolidad regímenes ambiguos de muy difícil solución, al menos mientras no se elabore y consolide una doctrina fiable. Por último, y en otro orden de consideraciones, es de tener en cuenta que, independientemente de la conducta del garante, su responsabilidad únicamente surge si ha habido culpabilidad por parte del «otro», es decir, del infractor. Y ello por la sencilla razón de que, si no hay culpabilidad del autor, no hay infracción; y, si no hay infracción, no hay responsabilidad para ninguno. Afirmación de puro sentido común y lógica, que se encuentra, además, avalada por la STC 76/1990, de 26 de abril, cuando afirma que la responsabilidad solidaria «requiere la concurrencia de dolo o culpa aunque sea leve». En resumidas cuentas: en los supuestos de responsabilidad solidaria o subsidiaria, es claro que tiene que mediar culpabilidad por parte del autor; pero, en cambio, queda abierta la cuestión de si también es exigible alguna variedad de ella por parte del garante. Lo que parece claro en todo caso es que en esta variante de responsabilidad no se respeta, en cambio, el principio de proporcionalidad en los casos en que el garante ha de asumir toda la deuda sancionadora. El caso del avalista civil es distinto puesto que asume voluntariamente tal obligación; pero tratándose de una imposición legal es difícil justificar la evidente desproporción del castigo.

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Nótese que la LPAC admite la posibilidad de que las leyes especiales establezcan tanto una responsbilidad subsidiaria como solidaría. Pues bien, tratándose de una responsabilidad solidaria cada una habrá de pagar la fracción de la multa que le corresponda; mientras que si se trata de la variante subsidiaria el garante o no paga nada (si el autor ha cumplido) o lo paga todo (si no ha cumplido). D E P A L M A ( 1 9 9 6 , pp. 1 0 7 - 1 0 8 ) entiende que, siendo garantes los padres y tutores de menores, les alcanza la responsabilidad subsidiaria de las infracciones realizadas por éstos, así como —y en todo caso— por la deuda resarcitoria de los daños que en su caso derivaren de tal conducta; pero únicamente si los menores (o los incapaces psíquicos) tienen «capacidad de culpabilidad» puesto que, si carecen de ella, no pueden cometer infracción alguna y por ende no puede generarse responsabilidad directa ni subsidiaria. Lo cual parece correcto aunque deja abierta la oportunidad en el Derecho Administrativo Sancionador de las actiones liberae in causa. De cualquier manera que sea, la más grave incógnita que plantea este precepto es la siguiente: supuesta una ley que coloca a una persona en la posición de garante y no precisa la clase de responsabilidad que de ella puede derivarse, es difícil conjeturar si será solidaria o subsidiaria (y ya hemos visto que las consecuencias prácticas entre una y otra solución son enormes) [...] o ninguna. Y si efectivamente no surgiese responsabilidad ¿cuáles serán las consecuencias jurídicas del incumplimiento del garante? Sin olvidar, en fin, que al margen de las dos variantes aludidas en la LPAC algunas leyes sectoriales —y no pocas como ha documentado D E P A L M A en la página 1 0 6 del lugar citado— atribuyen al garante una responsabilida autónoma y directa por las infracciones cometidas por el ente: una responsabilidad ni solidaria ni subsidiaria sino, por así decirlo, complementaria. La LPSPV, insatisfecha (y con razón) del régimen del artículo 130 de la ley estatal, se ha apartado deliberadamente del mismo ensayando otro aparentemente más sencillo que se basa —como explicaremos al final de este capítulo— en la ficción legal de que el garante debe ser considerado y tratado como autor de la infracción: un salto mortal que cambia por completo los planteamientos y soluciones de la LPAC, ya que, en su calidad de autor, se convierte automáticamente en responsable. Pero nótese que autor de la infracción cometida realmente por el autor material, no del incumplimiento del deber de vigilancia. Un dato esencial que significa que si no hay infracción material, no es responsable al no ser autor de algo que no se ha cometido. Así lo declara de forma expresa el último apartado del n.° 2 del artículo 6: las personas garantes «no responderán cuando, por cualquier motivo, no se determine la existencia de la infracción que deben prevenir o la autoría material de la persona respecto de la que el deber de prevención se ha impuesto. Si se declarara tal existencia y autoría, aquéllas responderán, aunque el autor material no sea declarado culpable por aplicación de una causa de exclusión de la imputabilidad o la culpabilidad». Las peculiaridades de este sistema son tales que la Exposición de Motivos se ha visto obligada a justificarlas prolijamente: «No estamos ante un tipo infractor consistente en el incumplimiento de un deber de vigilancia sino ante una forma de participación en la comisión de la infracción que se considera como la autoría [...] Debe tenerse en cuenta que no siempre que la infracción del otro se produzca resultará aplicable la norma que nos ocupa. No lo será cuando aun produciéndose la infracción, el deber se haya observado, pues no es un deber de evitar un resultado (aunque a eso tienda) sino un deber de vigilancia, el cual se cumple cuando se despliega la actividad razonablemente exigible para impedir la comisión de la infracción, con independencia de que ésta se cometa o no. Este modo de entender el precepto viene exigido por el principio de culpabilidad y de responsabilidad personal. Si se sanciona a una

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persona con la sanción correspondiente a la autoría respecto de una infracción que ha cometido otro, con el único fundamento de que aquélla tenía un deber legal de prevenir la comisión de la infracción, con independencia de si se ha hecho o no todo lo razonablemente exigible en cumplimiento de ese deber, se está instaurando una responsabilidad objetiva por hechos ajenos, lo cual es la negación misma del Derecho en lo que al ius puniendi se refiere».

4.

CULPABILIDAD DE LOS RESPONSABILES SOLIDARIOS Y SUBSIDIARIOS

Insistiendo en la cuestión clave de si es necesaria en todo caso la presencia de culpabilidad en el responsable solidario, puesto que de su respuesta depende la constitucionalidad de las normas que imponen tal responsabilidad, adelanto ya que hay opiniones para todos los gustos. El Tribunal Constitucional en su Sentencia 76/1990, de 26 de abril, a propósito del artículo 38.1 de la Ley General Tributaria —después de declarar, como antes se ha visto, que la responsabilidad solidaria no es incompatible, en principio, con la Constitución— deduce que el juicio de constitucionalidad sobre un precepto legal que establezca este tipo de responsabilidad habrá de hacerse casuísticamente para determinar si el texto impugnado contradice, o no, los principios constitucionales. A este propósito el artículo 38.1 de la Ley General Tributaria supera este juicio dado que en él «se conecta con toda nitidez la responsabilidad solidaria a la causación y colaboración en la realización de una infracción tributaria». Lo que —sigue diciendo— «permite concluir que también en los casos de responsabilidad solidaria se requiera la concurrencia de dolo o culpa aunque sea leve». Una «conclusión» que, a mi modo de ver, contradice las reglas elementales de la lógica porque lo que se deduce del texto es que en la ley enjuiciada sí que se exige dolo o culpa a los causantes y colaboradores, mas no que esto sea una calidad genérica de la responsabilidad solidaria. Al afirmar esto el tribunal no realiza deducción («conclusión») alguna sino que establece un apriorismo que no aparece justificado en el razonamiento que le precede. Dejando a un lado el escrúpulo lógico anterior, la STC 146/1994, de 12.5, referida al artículo 7.2 de la Ley de 28 de julio de 1989, declara su inconstitucionalidad porque, a diferencia del caso anterior, extiende la responsabilidad a miembros de la unidad familiar «que no hayan cometido ni colaborado en la realización de las infracciones» (a los que en consecuencia no se les exige culpabilidad alguna), vulnerando así el principio de personalidad de la sanción protegido por el artículo 25.1 de la Constitución. El Tribunal Supremo ha sido singularmente explícito en los supuestos de responsabilidad subsidiaria o solidaria de las empresas por ilícitos cometidos por sus empleados, que ha justificado con los motivos más variados si bien todos coincidentes en no abandonar el principio de culpabilidad, aunque sea acudiendo a argumentos un tanto forzados y hasta peregrinos como el que antes se ha visto en la STS de 21 de marzo de 1998 (3a.6 a, Ar. 3834): Pues la más moderna y reciente jurisprudencia iniciada con la Sentencia de 20 de mayo de 1992 dictada en recurso extraordinario de revisión y superadora de anteriores vacilaciones, paladinamente proclama [...] la responsabilidad de las empresas por los actos de sus empleados, haciéndose notar a seguido que tal afirmación no comporta una preterición del principio de culpabilidad, que indudablemente rige en materia sancionadora, ni un olvido de la personalidad de la sanción (responsabilidad por hechos propios).

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O en el más banal de la culpa in vigilando de la de 31 de mayo de 2000 (3.a, 3.a, Ar. 4908): « No cabe apreciar como circunstancia atenuante el desconocimiento de la empresa de lo hecho por sus empleados. Esto podría tener trascendencia a efectos de eludir responsabilidades penales pero no en el ámbito de las sociedades anónimas pues [...] la responsabilidad de los concesionarios ha de extenderse a los actos realizados por sus empleados, cuya diligencia debe ser vigilada por aquéllos». Sin olvidar la de 26 de enero de 2002 (3.a, 4.a, Ar. 7330) que viene a reconocer implícitamente la responsabilidad objetiva por incumplimiento aunque verbalmente la rechace: «La responsabilidad del empresario principal no es una responsabilidad presunta fundada en el mero hecho de la subcontratación sino una responsabilidad fundada en el principio de culpabilidad en el incumplimiento de las obligaciones de seguridad e higiene que deriva de las facultades de organización del centro de trabajo siempre que se trate de actividades propias». En una línea intermedia conciliatoria, algunas sentencias del Tribunal Supremo consideran que la exigencia de culpabilidad es una cuestión de mera legalidad y por ello admiten que sea regulada por medio de ley, mas por lo mismo rechazan que pueda ser recogida en una norma reglamentaria habida cuenta de la ineludible reserva legal. En resumidas cuentas, el régimen general de la responsabilidad solidaria y subsidiaria en el Derecho Administrativo Sancionador resulta singularmente confuso puesto que su propia naturaleza constitucional es dudosa y más todavía su viabilidad operativa. A fuer de sincero confieso que a estas alturas todavía no sé (mejor dicho, cada día sé menos) si el Tribunal Constitucional admite, o no, la responsabilidad solidaria y subsidiaria. Mi impresión es que en principio la rechaza por el conocido escrúpulo dogmático de la exigencia constitucional de la culpabilidad que a primera vista no aparece en estas figuras. Pero a renglón seguido el tribunal, con objeto de no tener que invalidar tantas leyes especiales y generales que la reconocen de forma expresa, acude a una habilidosa, aunque banal, manipulación técnica. Si la responsabilidad solidaria no tiene entrada en el sistema constitucional porque en ella falta la culpabilidad, para solucionar esta dificultad basta con buscar una cierta culpabilidad en el responsable solidiario o subsidiario, lo que resulta muy fácil si se acude a las etéreas variantes de la culpa leve o levísima o la falta de diligencia debida: auténticas ganzúas que en manos de un juez dispuesto a sancionar le permiten abrir las puertas formalmente acorazadas de la culpabilidad respetando los dogmas porque ¿quién no es capaz de encontrar en cualquiera una culpa o negligencia o imprudencia leve o levísima? Cierto es que, en este cambio mágico de posiciones, el deterioro de la del responsable puede justificarse por el hecho de que contra él no se dirige ningún reproche ético ni social y que, por ello, no necesita ser protegido, a diferencia de lo que sucede con el autor, inequívocamente reprochado en razón de ser él quien ha incumplido las obligaciones y violado el Ordenamiento Jurídico. Un grano de verdad hay en ello, desde luego, puesto que es evidente que al responsable no-autor nada se le reprocha; pero la justificación no es convincente dado que, aunque sea sin reproche alguno, resulta gravemente peijudicado puesto que, en definitiva, es él quien ha de pagar la multa y, en su caso, resarcir. El cambio, de puro sencillo, resulta sospechoso: basta, en efecto, dejar a un lado la reprochabilidad ética o social para que deje de ser imprescindible la culpabilidad, pueda ser alterada la presunción de inocencia, se pasen por alto la ignorancia y el error y quede explicada, como la cosa más natural del mundo, la responsabilidad de las personas jurídicas. En este nuevo escenario desaparece la culpabilidad (y con ella un sistema jurídico milenario) y la estrella polar va a ser la seguridad del tráfico. La

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infracción atrae irresistiblemente a la sanción, de tal manera que si no aparece el autor, o éste resulta insolvente, ha de inventarse un responsable para que se restablezca el orden violado. Resumiendo: Parece encomiable que el legislador haya recogido la distinción entre infractor y responsable, aunque la regulación de ambos, en lo que a culpabilidad atañe, sea más que deficiente. Para el infractor porque deja en el aire la cuestión de la culpabilidad, sin que valga de disculpa que en este punto serán aplicables las reglas generales. Y para el responsable porque introduce una grave confusión al no dejar claro si la responsabilidad objetiva o cuasiobjetiva que establece (por mera inobservancia) se refiere a todos los responsables, en cuyo caso comprendería también a los infractores, o únicamente a los responsables no autores, como puede defenderse de acuerdo con una interpretación que responde más bien a los deseos del intérprete que a la intención del legislador. Las vacilaciones y cautelas se agravan más todavía si tenemos en cuenta que distan mucho de estar resueltas las dudas que plantea la dialéctica, y eventual contradicción, entre la LPAC, por un lado, y las leyes sectoriales, por otro, cuando éstas contienen un pronunciamiento expreso sobre el particular; lo que no es raro ni mucho menos. Al hilo de la legislación de contrabando la Jurisprudencia ha venido admitiendo, por ejemplo, la responsabilidad por autoría de personas que no habían participado en los hechos. La Sentencia de 4 de marzo de 1992 (Ar. 1933; Llórente) así lo declara, concretamente, de forma expresa, sancionando al propietario ya que «si bien es cierto que no se encontraba a bordo de la embarcación cuando ésta fue apresada transportando el alijo [...] no denunció su desaparición en lo comandancia de marina». Es decir, que en las infracciones de contrabando —a diferencia de lo que sucede con las de tráfico— la autoría se imputa directamente al propietario del vehículo y no a quienes cometen materialmente la infracción. Como el caso de las personas jurídicas es, con todo, el más significativo, conviene seguir insistiendo sobre él, completando lo ya advertido más atrás. Algunas leyes extienden la responsabilidad a las personas que ocupan cargos directivos de una entidad por considerar que esta medida produce unos efectos disuasorios mucho más intensos que los de la conminación de sanción a una entidad que va a pagarla con sus fondos sociales y que, incluso, puede contabilizar la multa como un costo más de producción o de administración. En ocasiones, tal responsabilidad se explica jurídicamente mediante la técnica de la culpabilidad. Así aparece en el artículo 15.1 de la Ley 26/1988, de 29 de julio: «quien ejerza en la entidad de crédito cargos de administración o de dirección será responsable de las infracciones muy graves o graves cuando éstas sean imputables a su conducta dolosa o negligente». Pero en otros casos la responsabilidad surge de forma rigurosamente objetiva, según se establece en el número 2 del mismo artículo: Serán considerados responsables de las infracciones muy graves o graves cometidas por las entidades de crédito sus administradores o miembros de sus órganos colegiados de administración, salvo en los siguientes casos: a) Cuando quienes formen parte de órganos colegiados de administración no hubieran asistido por causa justificada a las reuniones correspondientes o hubiesen votado en contra o hubiesen salvado su voto en relación con las decisiones o acuerdos que hubiesen dado lugar a la infracción. b) Cuando dichas infracciones sean exclusivamente imputables a comisiones ejecutivas, consejeros-delegados, directores general u órganos asimilados, u otras personas con funciones en la entidad.

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Responsabilidad acumulada que no hay que confundir con la propia de los titulares de un órgano colectivo por el incumplimiento de sus obligaciones y que les corresponde exclusivamente a ellos y no al ente, como tipifica el artículo 40 del Real Decreto Legislativo 1298/1986, sobre adaptación del Derecho vigente en materias de establecimientos de crédito al de las Comunidades Europeas, para los miembros de las Comisiones de Control de las Cajas de Ahorro. Fórmulas, en cualquier caso, que reaparecen en algunas otras leyes, como en la de Defensa de la Competencia de 17 de julio de 1989. O en el artículo 43.1 de la Ley 33/1984, de 2 de agosto, sobre Ordenación del Seguro Privado (redacción de 1988): «Las entidades de seguros [...] así como quienes ostentan cargos de administración o dirección en las mismas, que infrinjan normas de ordenación del seguro privado, incurrirán en responsabilidad administrativa sancionadora.» O el artículo 85 de la Ley General Tributaria, también en su redacción de 1988: Si eL sujeto infractor fuese una entidad de crédito, además de las sanciones que resulten procedentes, podrán ser impuestas a quienes ostenten en ellas cargos de administración o dirección y sean responsables de las infracciones conforme a la Ley sobre Disciplina e Intervención de las Entidades de Crédito, las sanciones previstas en los artículos 12 y 13 de la citada Ley.

Muy novedosa en el Derecho español —permeable en este punto a las influencias de los Derechos norteamericano y europeo, a los que antes se ha aludido— es la prevención del artículo 8 de la Ley 16/1989, de Defensa de la Competencia, donde se extiende la responsabilidad no a otras personas físicas, como hasta ahora hemos estado viendo, sino a otras entidades: «A los efectos de la aplicación de esta Ley, se entiende que las conductas de una empresa previstas en la misma, son también imputables a la empresa que la controla, cuando el comportamiento económico de aquéllas es determinado por ésta». En mi opinión y para concluir, la responsabilidad solidaria y subsidiaria es la parcela más desafortunadamente tratada del Derecho Administrativo Sancionador, pues en ella coincide una regulación positiva improvisada y banal con una jurisprudencia que dista mucho de tener las ideas claras. Aquí no hay, por tanto, criterio hermenéutico alguno que merezca ser apoyado o criticado. Y lo más graves del caso es que se trata de un tema de rabiosa actualidad y de enorme importancia práctica ya que de hecho se refiere casi exclusivamente a infracciones cometidas por personas jurídicas. Es probable incluso que ésta sea la causa de la confusión: por ser derivación de una materia que sigue siendo la Cenicienta del Derecho Administrativo Sancionador, como vamos a comprobar inmediatamente. El reproche anterior no puede dirigirse, sin embargo, al Ordenamiento jurídico tributario, dado que la Ley General Tributaria de 2003 ha establecido un mecanismo muy acertado que podría servir de modelo para el Derecho Administrativo Sancionador común o general. De acuerdo con él, y para empezar, se considera que tanto la responsabilidad solidaria como la subsidiaria son excepciones únicamente admisibles cuando aparecen configuradas en una ley. Y la propia Ley General abre la marcha estableciendo algunos supuestos. Concretamente, la conjugación de los artículos 182, 42 y 43, resulta que: a) Son responsables solidarios del deudor principal «las personas o entidades que sean causantes o colaboren activamente en la realización de una infracción tributaria», así como «las que suceden por cualquier concepto en la titularidad o ejercicio de explotaciones o actividades económicas».

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b) Son responsables subsidiarias «los administrados de hecho o derecho de las personas jurídicas» en los términos que se indicarán en el epígrafe siguiente de este mismo capítulo. VIII.

LA PRUEBA DE FUEGO: EL CASO DE LAS PERSONAS JURÍDICAS

Si hasta ahora hemos encontrado dos obstáculos formidables para la admisión del principio de la culpabilidad en el Derecho Administrativo Sancionador, en las páginas siguientes tendremos que examinar un tercero, no menos graves, que pone en cuestión hasta sus mismas raíces. El caso de las personas jurídicas somete, en efecto, a una dura prueba el dogma actual de la exigencia de la culpabilidad, puesto que estas personas, en cuanto que no son personas físicas, son insusceptibles de una imputación, como la de culpabilidad, reservada por su propia naturaleza a los seres humanos. La consecuencia lógica de ello habría de ser la exclusión de su responsabilidad administrativa sancionadora, exactamente igual que lo que sucede (o sucedía) en el Derecho Penal. Y, sin embargo, nos encontramos aquí ante un fenómeno singular: incluso los más ardientes defensores de la unidad de la potestad punitiva del Estado no se atreven a afirmar en este supuesto las últimas consecuencias de su tesis y admiten aquí una diferencia esencial, puesto que reconocen sin vacilar la capacidad de las personas jurídicas para ser sujetos activos de infracciones administrativas o, al menos y en todo caso, para ser sujetos pasivos de sus sanciones, tal como declara de forma expresa el artículos 130.1 LPAC. Esta peculiaridad no suele explicarse técnicamente con detalle y la doctrina salta sobre ella sin otra justificación —absolutamente banal— que la de que en este punto los principios del Derecho Penal deben ser «matizados» a la hora de su extensión al Derecho Administrativo Sancionador. La situación, en cualquier caso, es muy incómoda ya que basta con una excepción para que se tambalee todo el principio. El día en que una manzana —una sola manzana— se quede flotando en el aire, habrá que repensarse el principio o ley de la gravedad. Desde el punto de vista de la política criminal no faltan voces que defienden el reconocimiento de la responsabilidad penal de las personas jurídicas —independientemente de que otras que afirman que ésta ya se ha impuesto en nuestro Derecho a partir de la reforma del Código de 1995—, argumentando que gracias a ella se lograrían dos tipos de ventajas: por un lado se evitaría la hipocresía y la injusticia de condenar a personas inocentes, aun cuando sea una condena penal simbólica puesto que su verdadero objetivo es abrir la posibilidad de una condena civil de la persona jurídica de que se trate; y por otro, para solventar la dificultad de individualizar la autoría y participación de personas físicas en la comisión de ciertos delitos cuyos sujetos activos hipotéticamente podrían ser personas jurídicas. OCTAVIO DF. TOLEDO ( 2 0 0 0 ) , sin embargo, ha reaccionado con energía frente a estas tendencias, que para él ocultan la intención de excluir de la responsabilidad penal a las personas físicas que hayan intervenido como autores o partícipes del hecho delictivo: medio seguro de asegurar la impunidad de tales personas físicas, a las que poco importa una condena penal que no afecta a su libertad personal y cuyo importe, si es una multa, puede contabilizarse sin dificultad en la cuenta de pérdidas y ganancias de la empresa y, tratándose de la supresión de la personalidad, puede sustituirse fácilmente por otra nueva. Para este autor, resulta imprescindible, en consecuencia, atornillar la responsabilidad personal de los autores, normalmente los fundadores o dirigentes de las empresas, como única forma de desestimular las conductas delictivas de estas últimas. Reconociendo el peso

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de estos argumentos en el Derecho Penal, valen poco para el Derecho Administrativo Sancionador puesto que aquí no caben sanciones de privación de libertad; y no estando en juego ésta, la multa siempre terminará corriendo a cargo de la persona jurídica. 1.

PLANTEAMIENTO

La cuestión de la responsabilidad infractora de las personas jurídicas no puede ser planteada ni resuelta en términos universales puesto que está inevitablemente condicionada por circunstancias concretas. Cada sociedad y cada tiempo han resuelto con fórmulas propias los supuestos de responsabilidad. En la Europa medieval eran imputables los animales y hasta las cosas que producían daños y en épocas anteriores las consecuencias de la sanción se mantenían durante varias generaciones y se cargaban sobre la familia del autor y en su caso sobre los miembros de la comunidad vecinal o corporativa prescindiendo por completo de las circunstancias de autoría y por supuesto de culpabilidad. Quiere esto decir que la solución hay que buscarla en el Derecho positivo concreto y en su trasfondo cultural, de tal manera que las dificultades empezarán cuando no exista una respuesta legal expresa, pues entonces habrá que indagar en los contextos del Ordenamiento Jurídico —empezando por la culpabilidad— para, a su vista, adoptar la opción más plausible. El análisis de la cuestión puede arrancar de dos puntos de partida: a) El dogmático, que es el tradicional, basado en la aceptación acrítica de dos teorías procedentes del Derecho Penal y luego tomadas por el Derecho Administrativo Sancionador: el principio de que la imposición de sanciones (tanto penales como administrativas) implica la presencia de alguna culpabilidad en el autor del delito; y el principio (derivado de ordinario del anterior, aunque no siempre) de que las personas jurídicas no pueden cometer infracciones: societas delinquere non poíest. b) El realista, que no se apoya en dogmas jurídicos sino en constataciones de fenómenos observables y fundamentalmente: 1) la existencia de ciertas disposiciones generales y sectoriales que declaran sin ambajes tal responsabilidad; 2) la comisión habitual de tales infracciones por parte de personas jurídicas, incluidas las Administraciones Públicas; 3) una práctica administrativa y judicial vacilante y contradictoria en lo que se refiere a este régimen. Quienes adoptamos este segundo punto de partida no estamos dispuestos a pasar por alto las consecuencias de tales constataciones y creemos que cuando hay discordancia entre la realidad (sea normativa o sociológica) y las teorías, deben éstas adaptarse a aquélla y no a la inversa. El realismo es también el último argumento de un autor de tan reconocido pragmatismo como Q U I N T E R O ( 1 9 9 1 , 2 8 0 ) para quien «sin duda pueden darse situaciones materialmente injustas (por ejemplo, el Director de una Agencia bancaria infringe gravemente las normas sobre el control de cambios, dando lugar a una sanción contra el Banco pese a que los órganos de administración de éste hubieran desconocido tales prácticas); pero más injusto seria aún, para la Administración y para el resto de los ciudadanos, desvincular a la persona jurídica de los actos de sus miembros u obligar a la otra parte, en una relación pública o privada, a demostrar que la actuación de la persona física en el caso concreto expresaba la voluntad societaria». A partir de lo anterior se abre un abanico de posturas teóricas que pueden matizarse así: a) Radicalización negativa a la sombra del Derecho penal: Si en el Derecho penal las personas jurídicas no pueden delinquir, en consecuencia, tampoco podrán cometer infracciones administrativas.

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Esta postura, por muy generalizada que esté, resulta inadmisible porque: 1) Históricamente se atribuye el principio a Sinebaldo de Fieschi (siglo xm); pero se olvida que lo que él afirmó es que no podía «pecar» (era un problema de excomuniones). Del pecar al delinquir hay un buen salto. De hecho, tanto entre los canonistas como entre los posglosadores hay opiniones para todos los gustos. 2) En la actualidad el balance comparatista es más bien contrario. Todos los países anglosajones, Holanda, Francia, Reino Unido, Finlandia, Irlanda y Dinamarca están a favor de su capacidad penal, como también la jurisprudencia de la Unión Europea. Los países que la rechazan son minoritarios. b) Radicalización negativa a la sombra del Derecho constitucional y de sus garantías irrenunciables derivadas de los principios de la culpabilidad y de la personalidad de las penas. c) Postura negativa relajada, que intenta atenuar el rigor de la teoría o bien «modulando- en el Derecho Administrativo Sancionador el principio absoluto de la culpabilidad del Derecho penal, o bien admitiendo medidas de efectos similares a las sanciones aunque legalmente no lo sean; o bien admitiendo excepcionalmente la responsabilidad que se explica a través de la técnica de la culpa in vigilando o del garante. d) Postura afirmativa basada en una amplia gama de argumentos claramente diferentes pero convergentes en el fondo. El apoyo tradicional más sólido se encuentra en la teoría clásica de la imputación orgánica, que sirve para dar una explicación global al fenómeno y que, además, se encuentra ya perfectamente elaborada en el Derecho público a propósito de la responsabilidad (civil) de las personas jurídico-públicas. Desde la Edad Media y desde los inicios del Derecho Canónico sabemos que las personas morales actúan necesariamente a través de sus órganos o, más exactamente todavía, a través de las personas físicas titulares de sus órganos. Pues bien, la llamada teoría del órgano sirve cabalmente para imputar legalmente a la persona jurídica la actuación que realizan las personas físicas en ella integradas. Y por ello mismo, si la persona jurídica se beneficia de todos los actos provechosos realizados por sus órganos, igualmente debe responder de todos los actos peijudiciales. Con lo cual se explica con absoluta naturalidad la responsabilidad (civil) de las Administraciones Públicas, dejando abierta únicamente la cuestión de la responsabilidad concurrente de los titulares de los órganos. En mi opinión, la teoría de la imputación orgánica es igualmente aplicable a la responsabilidad por ilícitos administrativos y en los mismos términos que opera en el ámbito de las responsabilidad civil. El responsable ha de ser único en todo caso y será la persona jurídica si es que se ha beneficiado de los efectos favorables del hecho, independientemente de que la persona física haya actuado con órdenes expresas o sin ellas. Aunque también es verdad que puede surgir la responsabilidad personal de las personas físicas en los siguientes supuestos: cuando han obrado bajo decisión propia o cuando han obrado con responsabilidad independiente, es decir, sin pretender imputar sus actuaciones a la persona jurídica. Igualmente cabe la responsabilidad personal de directores y gerentes en términos equivalentes a los que operan en los Derechos Penal, Mercantil y Laboral. En resumidas cuentas: el análisis del régimen de las personas jurídicas —en las que, por definición, su naturaleza excluye la presencia de culpabilidad personal individualizada en su sentido estricto— nos ha servido para constatar que esta ausencia no excluye la ilicitud, de tal manera que la responsabilidad de tales personas se exige ordinariamente tanto en España como en el extranjero.

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Dentro de esta misma postura positiva mucho más modernas son las explicaciones basadas en la «capacidad de acción de las personas jurídicas»: si hay normas dirigidas a ellas es porque se las tiene por capaces de cumplimiento e incumplimiento. O la teoría de la «culpabilidad de la organización»: la culpabilidad en el sentido moderno ya no se basa en el libre albedrío sino desde consideraciones preventivas ya que el Ordenamiento Jurídico exige de las personas jurídicas que establezcan los controles internos oportunos para impedir las conductas criminales de sus miembros, derivando así en situaciones que recuerdan las actiones liberae in causa. Mayor importancia que la cuestión de la distribución de la responsabilidad tiene otra que es previa, a saber, la de determinar quiénes son las personas físicas encuadradas en la empresa cuyas acciones pueden ser imputadas a las personas jurídicas. Algunos Derechos son tremendamente generosos en este punto puesto que se atienen fundamentalmente al mero dato de la dependencia orgánica mientras que otros, como el inglés y el alemán, lo reducen a los altos directivos (brain area). De la jurisprudencia comunitaria europea ha deducido N I E T O M A R T Í N (1996, p. 213) que allí el criterio decisivo es que «la persona natural que actúe este capacitada realmente para comprometer a la empresa, sin importar el concreto rango que ésta ocupe en su estructura interna y si jurídicamente tiene o no capacidad para obligarla». A todo esto nuestra jurisprudencia sigue una línea vacilante en la que pueden encontrarse casi todas las tendencias doctrinalmente conocidas. En la STS de 25 de enero de 1986 (3.a, Ar. 71, Martín del Burgo) se rechaza, por ejemplo, la alegación de inimputabilidad de una persona jurídica «máxime en el derecho sancionador administrativo, al que se va recurriendo en detrimento del clásico Derecho Penal ordinario, por necesidades prácticas [...] siguiendo una tendencia común de despenalización, precisamente para adaptarse mejor a los tipos de contravenciones propios del mundo moderno en el que la fórmula de la sociedad anónima, u otras semejantes, es un buen remedio para eludir responsabilidades; fenómeno que requiere, como justa réplica, sujetar a estas sociedades a las mismas responsabilidades a que están sujetas las personas físicas, sobre todo teniendo en cuenta que en estas contravenciones administrativas se excluyen las sanciones privativas de libertad». Capital es, con todo, la STC 246/1991, de 19 de diciembre, en la que se intenta compatibilizar la responsabilidad de las personas jurídicas con la exigencia de culpabilidad, por cuya circunstancia habremos de encontramos con ella varias veces en las siguientes páginas.

2.

LA LECCIÓN DE LA CAUSÍSTICA

Para intentar aclarar todo esto, a continuación va a hacerse una exposición previa en tres vertientes —la de las medidas de seguridad, alimentación y orden social—, porque se da la circunstancia de que en este punto es difícil elaborar una teoría general. Escondiendo (por así decirlo) la cabeza debajo del ala, la doctrina y la jurisprudencia esquivan cuidadosamente los planteamientos globales y se limitan al análisis de un sector determinado. Y se han escogido los tres enunciados por la sencilla razón de que el primero ha dado lugar a una copiosa jurisprudencia y del segundo y tercero se han ocupado dos juristas sobresalientes, la calidad de cuyos trabajos me permite limitarme a hacer un breve resumen de sus exposiciones y remitirme a ellos in totum.

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A)

DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

Medidas de seguridad en Bancos y Cajas de Ahorro

Los Decretos 2.113/1977 y 1.084/1978, a los que dio luego rango legal el DecretoLey 3/1979, de 26 de enero, impusieron a los Bancos y Cajas de Ahorro la obligación de instalar y mantener en funcionamiento determinadas medidas de seguridad contra atracos. Como consecuencia de la no instalación de las tales medidas y, caso más frecuente todavía, de no hacer uso de ellas los empleados, se impusieron innumerables multas, que han dado lugar a una copiosa jurisprudencia del Tribunal Supremo. Casi un centenar (sic) de sentencias se han producido con referencia a supuestos idénticos y ni que decir tiene que la inmensa mayoría tienen el mismo tenor literal; pero curiosamente no siempre es así, puesto que a veces varía el texto y, lo que es más importantes, el fallo. En cualquier caso, la cuestión debatida es siempre la misma: hasta qué punto es responsable la empresa (persona jurídica) de las infracciones administrativas cometidas por sus empleados por no haber puesto en marcha puntualmente las medidas de seguridad obligatorias. A tal propósito —y por muy extraño que parezca— se detectan tres soluciones discordantes: a)

Postura afirmativa

Con carácter dominante el Tribunal Supremo no ha vacilado en confirmar las sanciones administrativas impuestas a los Bancos por infracciones cometidas por sus empleados negligentes. La Sentencia de 28 de noviembre de 1989 (Ar. 3331; Bruguera) invoca a este propósito nada menos que treinta y cinco sentencias anteriores que estiman la responsabilidad por culpa in eligendo o in vigilando: residiendo el correcto fundamento de la responsabilidad administrativa del empresario por las faltas de los empleados o familiares a su servicio y cometidas con ocasión de prestarlo en la culpa in eligendo o en la in vigilando con arraigo milenario en el Derecho común; de la misma manera que, y con el mismo fundamento, la jurisprudencia declara con carácter general en el ámbito del Derecho Administrativo Sancionador la responsabilidad de las personas jurídicas por la actuación de sus dependientes y empleados.

En términos de la Sentencia de 24 de febrero de 1989 (Ar. 1144; Cáncer), que se cierra con una enfática declaración de carácter general, la posible actuación negligente de los empleados era imputable a la empresa, pues como ha declarado este tribunal, no puede aceptarse la tesis de que una vez instaladas las medidas de seguridad impuestas reglamentariamente, quede aquélla exonerada de posible responsabilidad por el no uso por los empleados, dado que sigue recayendo sobre la empresa la obligación de control e inspección sobre su correcto funcionamiento. Sin que con tal imputación de responsabilidad se conculque el principio de responsabilidad de las sanciones, ya que en el ámbito del Derecho Administrativo Sancionador las personas jurídicas pueden incurrir en responsabilidad por la actuación de sus empleados.

b)

Postura negativa

Pero el Tribunal Supremo se ha pronunciado con la misma contundencia (si bien con menos frecuencia) en sentido contrario y para el idéntico y reiterado supuesto de la negligencia en el uso de los mecanismos de seguridad, declarando —como, entre otras muchas, hace la Sentencia de 8 de abril de 1988 (Ar. 4441; Oro-Pulido)— que

CULPABILIDAD

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«no cabe exigir responsabilidades a la empresa bancaria por la conducta individual y personal de sus funcionarios». c) Jurisprudencia de revisión La contradicción que acaba de ser expuesta ha provocado la intervención de la Sala Especial de Revisión, que desgraciadamente está dictando, a su vez, sentencias contradictorias. Así, la de 29 de octubre de 1987 (Ar. 7436; Jiménez Hernández) se inclinó por la tesis afirmativa mientras que las de 17 de octubre y 1 de diciembre de 1989 (Ar. 9239; Mateos García), por la negativa. Y, por si esto fuera poco, las dos últimas citadas cuentan con votos particulares suscritos por varios magistrados, partidarios de la tesis positiva, que demuestran el encono de la polémica y la dificultad de encontrar una solución estable. Así las cosas, vale la pena examinar las dos últimas sentencias citadas, puesto que la de diciembre se remite a la de octubre, cuyo texto reproduce en lo sustancial: en el esquema del concepto al que se reconduce toda infracción administrativa, uno de los principales componentes es el que se conoce con el nombre de culpabilidad, producto de una milenaria evolución histórica [la no utilización de los aparatos de seguridad] es debida a los empleados, que conocían su deber de hacerlo y es imputable directa e inmediatamente a ellos y no a la empresa como consecuencia de la dimensión personalisima del ilícito, sea penal o administrativo; es, por tanto, a los autores de tal conducta a quien ha de achacarse la culpabilidad de lo sucedido e imponerse la sanción, para que además pueda cumplir ésta su misión profiláctica de prevención especial y servir de ejemplo para ocasiones futuras.

El voto particular, por su parte, también se remite al presentado por los mismos firmantes en la Sentencia de 17 de octubre de 1989 y se apoya de forma expresa en la Sentencia de la misma fecha de Revisión de 29 de octubre de 1987, así como en otras muchas de la Salas Cuarta (11 de febrero de 1985, 29 de junio de 1987, 27 de junio de 1988) y Quinta (10 de febrero, 16 de marzo, 7 de abril, 8 de abril y 20 de julio de 1988), de donde se deduce en resumen que la falta de cumplimiento, ejercicio o uso de las medidas establecidas acarrea la responsabilidad administrativa de la empresa como titular del negocio [...] ya que nos encontramos aquí con situaciones o supuestos próximos a la denominada responsabilidad casi objetiva por razones de prevención de los delitos y medidas de seguridad pública. Esta corriente se aprecia incluso en el ámbito de la jurisdicción civil, al valorar supuestos de responsabilidad en situaciones de riesgo, y en la jurisdicción contencioso-administrativa al examinar el tema del nexo causal e introducir valoraciones subjetivas en la apreciación de las circunstancias concurrentes

En su consecuencia, termina: resultan plenamente aplicables las normas y principios jurídicos relativos a la responsabilidad por culpa in vigilando, etc., que por su alcance general es plenamente aplicable en esta materia, unido a una indudable omisión por la no prestación de la atención de las cargas inherentes a la diligencia debida [contenido de culpa] e imputable directamente a la empresa.

Cuidándose de advertir, en fin, que «la doctrina mantenida no viola el principio de legalidad, ni se conculca en concreto el de tipicidad, ni tampoco el de la personalidad de la sanción, ya que en el campo en el que nos movemos, las personas jurídicas pueden incurrir en responsabilidad administrativa por la actuación de sus dependientes sin que puedan excusarse, como regla, en la conducta observada por éstos».

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DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

Para la jurisprudencia de revisión del Tribunal Supremo de 1989 la postura correcta es la que rechaza en este ámbito la responsabilidad de las personas jurídicas en las infracciones administrativas, desautorizando así la postura contraria, que tan arraigada estaba en la doctrina anterior. La jurisprudencia posterior se inclinó luego por la doctrina de las sentencias transcritas (no la de los votos particulares), según aparece, por ejemplo, en las de 20 de marzo de 1990 y 11 de abril de 1990 (Ar. 3314 y 3318; ambas de Hernando) y las de 20 y 22 de abril de 1991 (Ar. 3074 y 3077; ambas de Sanz Bayón). Las cosas, con todo, no habían de acabar aquí puesto que, como veremos inmediatamente, los vaivenes jurisprudenciales son en este punto vertiginosos. d)

El Tribunal Constitucional

La STC 246/1991, de 19 de diciembre —estudiada por L O Z A N O (1992), cuyo excelente comentario me evita el ser aquí más prolijo— ha adoptado una actitud inequívoca sobre este particular: Todo ello, sin embargo, no impide que nuestro Derecho Administrativo admita la responsabilidad directa de las personas jurídicas, reconociéndoles, pues, capacidad infractora. Esto no significa, en absoluto, que para el caso de las infracciones administrativas cometidas por personas jurídicas se haya suprimido el elemento subjetivo de la culpa, sino simplemente que ese principio se ha de aplicar de forma distinta a como se hace respecto de las personas físicas. Esta construcción distinta de la imputabilidad de la autoría de la infracción a la persona jurídica nace de la propia naturaleza de ficción jurídica a la que responden otros sujetos. Falta en ellos el elemento volitivo en sentido estricto, pero no la capacidad de infringir. Capacidad de infracción y, por ende, reprochabilidad directa que deriva del bien jurídico protegido por una norma que se inflinge y la necesidad de que dicha protección sea realmente eficaz y por el riesgo que, en consecuencia, debe asumir la persona jurídica que está sujeta al cumplimiento de dicha norma.

Resulta, en verdad, admirable el ingenio dialéctico utilizado por el tribunal para disociar lo que hasta entonces se tenía por inseparable: la responsabilidad infractora y la culpabilidad. La contradicción, en efecto, salta a la vista: para la imputación es imprescindible la voluntariedad culpable y las personas jurídicas son imputables a pesar de reconocerse que no tienen voluntad. Para superar este escollo se acude entonces al consabido deus ex machina de la «modulación» de la culpabilidad penal cuando se traslada al Derecho Administrativo Sancionador y, a la hora de dar una explicación concreta de esta modulación, se da un salto funambulesco apoyándose en la cuerda floja de la ficción. Si las personas jurídicas son entes de ficción nada más fácil que, a través de otra, imputarles la voluntad de sus agentes. De esta forma se salva el dogma de la culpabilidad ya que la ha habido en la actuación de sus agentes y lo único que se hace —aquí viene el salto— es «trasladarla» (sic) desde una persona física a una persona jurídica. Todo vale, por tanto, y todo se justifica en argumentos que sorprendentemente ya no son técnico-jurídicos sino que se toman de la política represiva: la responsabilidad directa se deriva, según acaba de verse, del bien jurídico protegido (aunque el tribunal no dice en qué consiste la especialidad de tal bien), en la necesidad de que la protección sea realmente eficaz y, en último extremo, en el riesgo. Todo esto está muy bien pero ¿qué queda entonces de la culpabilidad? Se ha desvanecido como el humo. En su Sentencia 12/2003, de 30 de junio, el tribunal, remitiéndose de forma expresa a la citada 246/1991, hace una aplicación concreta de su doctrina en unos términos que no dejan de ser sorprendentes:

CULPABILIDAD

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En el presente caso, habiendo existido actividad probatoria de cargo sobre los hechos que se imputaban a la mercantil ahora recurrente, era a ella a quien competía proporcionar a los órganos administrativos que han intervenido en la sustanciación del expediente un principio de prueba, por mínimo que fuera, que permitiera hacerles pensar que la infracción de la norma no le era reprochable. Sin embargo, aquélla se limitó a aducir que ignoraban que las características del producto no se correspondían con los homologados, aludiéndose a unos análisis previos que ella misma habría efectuado, pero de los que no suministró acreditación alguna. Por consiguiente, no puede compartirse la tesis de la recurrente, quien pretende que con la sola expresión de esta ignorancia de la diferencia de calidad y de su falta de voluntad de defraudar, la acreditada desatención de las normas de calidad no se tradujera en la imposición de sanción alguna al no serle imputable en aplicación analógica de las causas de exención de responsabilidad sancionadora previstos en la ley.

e) La jurisprudencia posterior del Tribunal Supremo Las sentencias siguientes del Tribunal Supremo (año de 1992) insisten en la doctrina expuesta en la transcrita sentencia de revisión, pero —tal como hace, por ejemplo, la de 3 de abril de 1992 (Ar. 2626; Lecumberri)— apostillan una advertencia singularmente interesante: La Sala no puede silenciar dos circunstancias que actualmente se han producido en torno al tema que nos ocupa y que podrían incidir en un cambio interpretativo: de una parte, la Ley Orgánica de 21 de febrero de 1992, sobre Protección de la Seguridad Ciudadana, que dispone que «los titulares de los establecimientos e instalaciones sean responsables de la adopción e instalación de las medidas de seguridad obligatorias, así como de su efectivo funcionamiento [...] sin peijuicio de la responsabilidad en que al respecto puedan incurrir sus empleados»; y de otra, el criterio mantenido por el Tribunal Constitucional en su Sentencia 19 de diciembre de 1991.

En el mismo año 1993 han vuelto, con todo, a cambiar las cosas, precisándose una nueva posición, que se ha ido consolidando en los meses siguientes, tal como resume la STS de 3 de mayo de 1993 (Ar. 3698; Peces), cuya cita vale por todas: La doctrina establecida por la Sala Especial del Tribunal prevista en la Ley Orgánica del Poder Judicial [...] ha sido radicalmente corregida a partir de la Sentencia de 20 de mayo de 1992, pronunciada en recurso extraordinario de rei'isión por la Sección 1.a de la Sala 3.* y seguida por las dictadas por esta misma Sección 6." con fechas 25 de mayo y 21 de septiembre. Conforme a esta última doctrina jurisprudencial, las entidades bancanas y crediticias son responsables administrativamente por la negligencia de sus empleados en el uso de las medidas de seguridad, salvo cuando tal poder no es consecuencia de la desatención, sino de circunstancias o situaciones de riesgo personal grave para los propios empleados o terceras personas. Ni el principio de tipicidad de la infracción ni el de personalidad de la sanción vulneran tal interpretación porque en el ámbito del Derecho Administrativo Sancionador las personas jurídicas pueden incurrir en responsabilidad por la actuación de sus dependientes sin que puedan excusarse, como regla, en la conducta observada por éstos. La doctrina expuesta no supone una preterición de los principios de culpabilidad o de imputación, sino su acomodación a la eficacia de la obligación legal de cumplir las medidas de seguridad impuestas a las empresas, deber que arrastra, en caso de incumplimiento, la correspondiente responsabilidad para el titular de las mismas, aunque tenga su origen en la actuación de los empleados, responsabilidad directa que cobra mayor sentido cuando el titular de la empresa es tina persona jurídica, constreñida por exigencias de su propia naturaleza a actuar por medio de personas físicas, solución propugnada también por la STC 246/1991, de 29 de diciembre, cuya doctrina ha sido en gran medida determinante del cambio de orientación de este Tribunal Supremo.

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La influencia del Tribunal Constitucional es, en este punto, muy intensa, pero, como acaba de verse, el Tribunal Supremo acumula otros argumentos de su propia cosecha. B)

Alimentación

Manuel R E B O L L O PUIG ( 1 9 8 9 , 7 6 6 - 7 7 9 ) se ha ocupado de esta cuestión en lo que atañe a la materia alimentaria, aunque utilizando también, y en abundancia, la jurisprudencia dictada a propósito de Bancos y Cajas de Ahorros a que acaba de aludirse. A la vista de todo ello entiende que, en principio, las empresas pueden ser sujetos activos de infracciones administrativas a causa de una acción que materialmente ejecuten sus empleados. Lo que resulta claro cuando el empleado cumple escrupulosamente las instrucciones de la empresa. Más problemático parece el supuesto en que interviene culpa del empleado, pero hay que llegar, en definitiva, a la misma conclusión: sin admitir la responsabilidad objetiva, aquí también se imputa ta infracción a la empresa por incumplimiento de un deber que no es trasladable al empleado; la culpa de la empresa es in eligendo o in vigilando. En definitiva, las conclusiones que afirma R E B O L L O (p. 7 7 1 ) son las siguientes: «la regla general de la que debe partirse es la de que las empresas pueden ser sujetos activos de infracciones propias por consecuencia de acciones de sus empleados y que, además, ello supone normalmente su culpabilidad. Esto último, no obstante, puede ser desvirtuado probando una diligencia completa en el cumplimiento del deber, así como en la vigilancia de los empleados en cuanto a tal deber, o que el trabajador actuó contraviniendo abiertamente las instrucciones del empresario, sin posibilidad de control por parte de éste. Pero nótese que esta expresión se sitúa en el terreno de la culpabilidad. Si, finalmente, no se le impone sanción no será porque se considera que el infractor sea el empleado o que éste deba responder de la infracción ajena sino porque no concurre culpabilidad en la empresa». El análisis anterior debe completarse, además, con el que el autor hace a continuación (pp. 774-779) sobre la responsabilidad de las personas jurídicas por las actuaciones de los órganos de representación y administración, y sobre la de los administradores y técnicos por su participación, así como, en fin, sobre la posibilidad de repetir la empresa contra sus administradores y empleados. C)

El Orden Social

Salvador DEL R E Y GUANTE R ( 1 9 9 0 ) ha estudiado la cuestión en este ámbito de una manera sesgada, porque lo que a él interesa es únicamente su incidencia en el principio de non bis in idem; pero, aun así, importa mucho tener presente sus consideraciones, que son reveladoras de la insatisfactoriedad del sistema. Por lo pronto el artículo segundo de la Ley de Infracciones y Sanciones del Orden Social de 1988 señala como posibles infractores en este ámbito a «las personas físicas o jurídicas y las comunidades de bienes». He aquí, pues, que a los diez años de haberse aprobado la Constitución, una ley prescinde solemnemente del requisito de la culpabilidad personal, es decir, que no se trata de una afirmación de los jueces o de los autores sino que es el legislador quien así lo declara. Un legislador que, pensando en términos de realidad, ha llegado a la conclusión de que en materia laboral, de seguridad, higiene y salud laborales y de seguridad social (las tres materias fundamentales del llamado Orden Social), si se excluyen las personas jurídicas, ello equivaldría a consagrar la impunidad generalizada de los empresarios.

CULPABILIDAD

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Y en verdad que la Ley de 1988 tiene las espaldas cubiertas por una copiosa jurisprudencia anterior a ella, que venia declarando tajantemente que en estas materias la infracción se produce, pura y simplemente, por el hecho del incumplimiento sin necesidad de que intervenga culpa o negligencia por parte del autor. Veamos algunos ejemplos: — Esta Sala tiene reconocido con reiteración que el elemento constitutivo de la infracción de la Seguridad e Higiene en el trabajo es el mero incumplimiento de las disposiciones que tutelan dicha materia [...] lo que confiere naturaleza objetiva a la responsabilidad administrativa [26 de marzo de 1984 (Ar. 1771; Pérez Hernández)]. — Las resoluciones de los órganos directivos y provinciales del Ministerio de Trabajo se concretan y afectan exclusivamente al incumplimiento objetivo, por parte de la empresa, de la materia reguladora de la Seguridad e Higiene en el trabajo, ya que [...] la culpabilidad, en cuanto relación psicológica de causalidad entre el agente y el resultado típicamente punible, no es elemento esencial para la existencia de infracciones, toda vez que lo castigado en este ámbito [...] es el mero incumplimiento de los preceptivos de la misma [28 de febrero del983 (Ar. 953)]. — El fundamento de la responsabilidad empresarial se centra más en la transgresión del Ordenamiento jurídico que en los subjetivos de dolo o la culpa, si bien la aparición del elemento intencional en la infracción administrativo-laboral determina la agravación de la sanción [...] el incumplimiento objetivo de la regla jurídica hace ajustada a Derecho la infracción sancionada, independientemente de que acaezca un daño efectivo o una mera situación de peligro [29 de diciembre de 1981 (Ar. 2162; Latour)].

La circunstancia de que la infracción consista en el incumplimiento de un deber no sólo elimina la presencia de la culpabilidad del autor sino que también prescinde del resultado dañoso. En otras palabras: aunque del incumplimiento no se hayan derivado daños para el trabajador, la infracción existe (de la misma manera que se producía la infracción en el ámbito bancario aunque no se hubiese producido un atraco): — En materia de medidas de Seguridad y Protección del Trabajo lo que la ley sanciona es el incumplimiento de dichas medidas con independencia de las consecuencias que de él puedan derivarse en relación con la integridad física de los obreros [...] la legalidad de la sanción impuesta [...] solamente podría combatirse eficazmente alegando y probando que las infracciones imputadas no existieron [...] y ello al margen de que esas infracciones [...] hayan sido o no causa del accidente mortal pues esta relación de causalidad, si bien puede ser trascendente en el orden civil, penal o laboral, es ajena a la esfera administrativa en que se desenvuelve este proceso [28 de febrero de79 (Ar. 699; Hijas)]. — La infracción administrativa se produce por la pura y simple circunstancia de no haber dotado la empresa [al edificio] de los medios reglamentarios exigidos en orden a evitar accidentes con entera independencia de que el sujeto lesivo a la vida o integridad corporal del trabajador tenga o no lugar [...]. Doctrina coherente con la imposibilidad de confundir la sujeción jurídica o responsabilidad a una sanción con lo que es indemnización por el accidente sufrido, como también es concorde la expuesta doctrina, con la diversidad conceptual entre la infracción administrativa y criminal requirente siempre ésta de un componente subjetivo o relación psicológica de causalidad entre agente y resultado aunque éste sólo fuere de nesgo o peligro [16 de mayo de 1979 (Ar. 2458; Botella)].

D)

Conclusiones

A la vista de cuanto antecede las conclusiones que podrían inducirse de este análisis casuístico serian las siguientes: 1.a La legislación, tanto general (art. 130.1 LFAC) como sectorial no tiene empacho ni escrúpulo alguno en declarar la responsabilidad

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de las personas jurídicas sin preocuparse de advertir si ello exige la concurrencia de culpabilidad. 2.a Durante un tiempo, más bien breve, se ha estado produciendo una jurisprudencia que, en contra de los textos legales, rechazaba tajantemente esta posibilidad. 3.a La postura hoy dominante reconoce ya la responsabilidad infractora de las personas jurídicas, aunque sin renegar por ello del principio de la culpabilidad que suele encontrarse sin dificultades en alguna de las variantes más «blandas» de ella, como la culpa leve, culpa in vigilando y similares. Es posible —y para mí, desde luego, deseable— que el Derecho Administrativo Sancionador evolucione en el sentido de insistir en la disociación entre responsabilidad y culpabilidad llevada a sus últimas consecuencias, es decir, sin intentar integrar ésta en aquélla a través de los artilugios que está utilizando todavía la jurisprudencia. La STS de 9 de febrero de 1991 (Ar. 1176, Reyes) ilustra muy bien hasta dónde pueden llegar los jueces cuando deciden prescindir de exquisiteces teóricas y se dejan guiar directamente por el sentido común. En el caso de autos los inspectores se habían presentado dos veces en los locales de la empresa, cuyo encargado les cerró el paso. La sancionada, sin embargo, fue la empresa y así lo justifica el Tribunal Supremo: Si bien podía estar en cierto modo justificada la negativa del encargado receptor de la primera visita del inspector para no permitirle atender sus funciones sin previa autorización de sus principales, en modo alguno tiene justificación que mantuviera idéntica actitud al serle practicada la segunda, [...] del hecho que fue sancionado nadie más que la empresa había de responder, ya porque, en un caso, hubiera prohibido a dicho encargado que permitiera y facilitara la práctica de la inspección o porque, en otro, todo empresario ha de responder frente a terceros de la conducta de sus empleados.

Frente a la realidad de esta responsabilidad —admitida sin vacilaciones por la conciencia jurídica de la comunidad social aunque sólo sea para evitar desigualdades en favor de quienes actúan a través de personas jurídicas— resulta muy poco convincente la impunidad que provocaría la aplicación del principio de la culpabilidad interpretado en su sentido más exquisito. La Historia nos enseña que la irresponsabilidad de las personas jurídicas se ha debido inicialmente a la imposibilidad física de que pudieran hacerse efectivas las penas impuestas cuando éstas, como sucedía de ordinario, eran de índole personal (pérdida de la vida, privación de libertad castigos corporales); pero, en cambio, cuando se trataba de penas de otra índole, que podían ser físicamente satisfechas por una persona jurídica, nunca se han puesto obstáculos a su responsabilidad; comprendiéndose aquí incluso a las colectividades (familiares, gentilíceas) aunque no tuvieran personalidad jurídica, como sucedía en los derechos primitivos en los que la comunidad a la que pertenecía el victimario respondía colectivamente del importe de la sanción o de la indemnización impuesta en beneficio de la victima. De lo que se trata, en definitiva, es de llegar a la responsabilidad, no a través de ¡a culpabilidad como es lo ordinario, sino a través de la capacidad de soportar la sanción. En términos deliberadamente simplistas podría decirse, por tanto, que en estos casos responsable no es el culpable sino «el que puede pagar». Esto lo ha visto muy claramente QUINTERO ( 1 9 9 1 , 2 7 9 ) al observar que «la conminación o amenaza penal solamente puede dirigirse o formularse respecto de personas físicas que son las únicas que pueden cumplir una pena; en cambio, la sanción administrativa puede perfectamente ser cumplida por personas físicas o jurídicas [...]. No hay, pues, lugar a plantear una supuesta incapacidad de las personas jurídicas para la sanción administrativa en nombre de una analogía con lo que acontezca con las penas tradicionales». Como se ve, la culpabilidad —en cuanto imputación personal de los hechos— no ha desempeñado nunca papel alguno en la impunidad de las personas jurídicas ni tiene por qué desempeñarlo en la actualidad. Aunque parezca una tautología hay que afir-

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mar con énfasis que la culpabilidad sólo puede ser exigida a los seres capaces de ser culpables. Es un absurdo jurídico —aparte de real— pretender exigirla a quien no puede tenerla, pues la única consecuencia es la impunidad. De la evidente incapacidad de las personas jurídicas para ser culpables en sentido estricto no debe deducirse su impunidad sino algo muy diferente: que no hay que exigirles tal culpabilidad. El Derecho Administrativo Sancionador (y en parte también el Derecho Penal) no ha reaccionado todavía debidamente ante el fenómeno de las personas jurídicas, a diferencia del Derecho Mercantil que ha acertado a crear desde hace tiempo, con la teoría de la empresa, un instrumento que permite tratar adecuadamente estos fenómenos. Pero ello no significa, ni mucho menos, carencia absoluta de explicaciones dogmáticas ya que, por lo pronto, en el ámbito del Derecho punitivo se encuentra la figura del «garante», que permite explicar satisfactoriamente la responsabilidad de las personas jurídicas: éstas, en efecto, deben garantizar el cumplimiento de las obligaciones de sus agentes, de tal manera que las infracciones por ellos cometidas implican un correlativo incumplimiento de las obligaciones del garante, que justifica la responsabilidad de éste. Lo que sucede, sin embargo, es que la inmadurez del Derecho Administrativo Sancionador no permite —todavía— la elaboración de explicaciones dogmáticas similares a las que ofrece el Derecho Civil y ni siquiera a las del Derecho Penal. Por cierto que en un punto ha sido singularmente útil la influencia del Derecho mercantil y del tributario sobre el Derecho Administrativo Sancionador, a saber, en el caso de disolución de las personas jurídicas como medio de extinguir torticeramente la responsabilidad (supuesto que no admite parangón con el del fallecimiento de las personas físicas). Pues bien, después de algunas vacilaciones la STS de 18 de marzo de 1994 (3.a, 3.a, Ar. 3375, García Estartús) ha rechazado contundentemente esta posible maniobra defraudatoria en caso de absorción de sociedades extendiendo la responsabilidad a la absorbente de acuerdo con el principio de Derecho, inherente al orden punitivo, de que el infractor de una norma no puede por su voluntad eludir que se haga efectiva la responsabilidad, como sucedería si las personas jurídicas en el ámbito del ejercicio de sus facultades pudieran a través de un proceso voluntario de fusión o absorción dejar sin efecto unas sanciones [...] no siendo equiparable el hecho extintivo de las personas físicas que conlleva la de la responsabilidad derivada de las infracciones penales y administrativas... toda vez que la extinción de una persona jurídica da lugar a un proceso de liquidación de todas sus obligaciones o la sucesión de aquella que se subroga en los mismos (como sucede en el Derecho mercantil y en el tributario).

3.

RESPONSABILIDAD ALTERNATIVA O ACUMULADA

En las páginas anteriores hemos visto la lógica de la imputación a personas jurídicas de la responsabilidad por acciones realizadas por personas físicas. Se trata, pues, en principio de una responsabilidad alternativa que excluye la de las personas físicas autoras materiales de la acción; y así se ha afirmado de manera expresa. Pero el hecho es que la realidad ofrece, no obstante, situaciones para las que la solución anterior dista mucho de ser satisfactoria. Si el técnico de un laboratorio farmacéutico cumpliendo «instrucciones de la empresa» procede a elaborar productos administrativamente ilícitos (y sin tipificación penal), es claro que quien debe responder es la empresa. Pero si el mismo técnico alcanza los mismos resultados por causa de dolo o culpa rigurosamente personal, desobedeciendo las instrucciones de la empresa y eludiendo su vigilancia, no menos claro es que la situación cambia y que se está haciendo responsable a una

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persona (jurídica) por hechos. Y, por otra parte, también parece anómalo exigir responsabilidad a la persona jurídica por hechos dolosos o culposos de sus gestores. Lo cual significa que la multa carece por completo de sentido en términos de política de prevención y represión, a diferencia de lo que sucede con las sanciones de privación de libertad y otras rigurosamente personales, que tienen un valor disuasorio efectivo. Esto es al menos lo que sucede en el Derecho Penal, dado que nadie —o casi nadie— está dispuesto a asumir responsabilidades ajenas y a sufrir literalmente en su carne las sanciones de la empresa. Ahora bien, en Derecho Administrativo Sancionador, con sanciones exclusivamente económicas, quiebra esta explicación, puesto que la empresa, a través de pactos secretos, puede indemnizar a su empleado o gestor del importe de la multa y, en definitiva, resulta indiferente quién de los dos sea el sancionado, puesto que quien termina pagando de hecho es la persona jurídica. En último extremo, por tanto y una vez más, nos encontramos con que las soluciones y los análisis del Derecho Penal no se adaptan a la problemática del Derecho Administrativo Sancionador. Y si esto es así en el tema de la culpabilidad (la doctrina ha insistido siempre en que la imputación a personas jurídicas técnicamente no culpables es el mayor punto de divergencia entre ambos Derechos), lo mismo sucede con la cuestión de la responsabilidad alternativa, que dista mucho de ser satisfactoria, tanto jurídicamente como en política de represión y prevención de infracciones. Sabido es que el ordenamiento fiscal ha sido el que ha abierto entre nosotros la brecha de la responsabilidad de las personas jurídicas, habiendo llegado a establecer incluso un refinado mecanismo de subsidiaridades de responsabilidad en los casos de dolo o culpa de los agentes personales. Conste, no obstante, que este ejemplo se está generalizando en los últimos años de tal manera que, caso por caso, el legislador español se está aproximando a las fórmulas generales admitidas en el Derecho italiano y en el alemán. El artículo 43.1.a) de la Ley General Tributaria de 2003 ha adaptado a este propósito la siguiente postura; Por lo pronto (art. 181.1), se admite sin restricciones que las personas jurídicas —e incluso «las entidades que, carentes de personalidad jurídica, constituyan una unidad económica o un patrimonio separado» (art. 35.4)— pueden ser «sujetos infractores» plenamente responsables Ahora bien, junto a la responsabilidad directa de la persona jurídica pueden aparecer la de sus administradores de hecho o de derecho: a) con carácter solidario cuando «sean causantes o colaboren activamente en la realización de una infracción tributaria» (art. 42.1 .o); y b) con carácter subsidiario cuando, habiendo las personas jurídicas «cometido infracciones tributarias, no hubieren realizado los actos necesarios que sean de su incumbencia para el cumplimiento de las obligaciones y derechos tributarios, hubieren consentido el incumplimiento por quienes de ellos dependen o hubieren adaptado acuerdos que posibilitasen las infracciones» [art. 43.1.a)]. Concretamente, el artículo 13 (y también el 14) de la Ley 26/1988, de 29 de julio, prevé una responsabilidad acumulada de personas jurídicas y de personas físicas: Además de la sanción que corresponde imponer a la entidad de crédito, por la comisión de infracciones muy graves, se impondrá una de las siguientes sanciones a quienes ejerciendo cargos de administración o dirección en la misma sean responsables de la infracción con arreglo al artículo 15.

Una fórmula que reaparece luego, más o menos literalmente, en otras leyes posteriores, como en la 16/1989, de 17 de julio, de Defensa de la Competencia; pero que suscita inevitablemente dos objeciones de peso:

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a) Desde el punto de vista de la política administrativa, la acumulación se traduce en una mayor gravedad de la sanción que recae sobre el mismo responsable, puesto que en definitiva es la persona jurídica quien va a pagar. Y, como el legislador lo sabe perfectamente, su actitud es hipócrita. b) Y, desde el punto de vista jurídico, nos encontramos ante una variedad del bis in idem, ya que por el mismo hecho se produce una doble sanción. Aunque abordando la cuestión desde otra perspectiva formal, no se ha escapado a SUAY esta dificultad (en FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ, 1 9 8 9 , 5 9 ) al comentar el citado artículo 1 2 de la Ley 2 6 / 1 9 8 8 , al que apostilla lo siguiente: «La responsabilidad jurídica de las personas ñsicas y jurídicas podra acordarse caso de que tanto unas como otras hayan faltado a sus respectivos deberes. Si de verdad así ocurre, si, por ejemplo, ambas se han extralimitado en sus funciones, entonces no hay inconveniente de ningún tipo en admitir el doble correctivo, puesto que quedan incólumes los principios de la responsabilidad personal: el incumplimiento lo es respecto de un deber propio y la responsabilidad surge como consecuencia de actos propios y no ajenos. En el fondo, pues, no se responde por los mismos hechos, sino por hechos que caen dentro de la respectiva esfera de deberes que incumben, de una parte, a la persona jurídica y, de la otra, a las personas físicas.» De esta forma cree el autor poder soslayar los dos obstáculos a la solución de la responsabilidad acumulada: el de la personalidad de la sanción (que aborda frontalmente) y el del non bis in idem, al que alude de pasada. Teóricamente la situación es, pues, muy clara: si el autor material está realizando la voluntad de la empresa es ésta la responsable; mientras que si obra por decisión propia es él —y no la empresa, que es ajena a su acción— quien responde. En la práctica, sin embargo, las cosas no son tan sencillas debido a la dificultad de la prueba y a la tentación de que el empleado, confesando voluntariamente su culpa, atraiga hacia si la responsabilidad, a conciencia de que la empresa le compensará luego y de que si la multa es elevada no podrá hacerse efectiva con su patrimonio personal de tal manera que la Administración será defraudada. Distinta es la resolución adoptada por el artículo 9.3 de la LPSPV que pretende ser escrupulosamente fiel a la doctrina del Tribunal Constitucional ya que exige un juicio de culpabilidad referido «a la persona o personas físicas que hayan formado la voluntad (de la persona jurídica) en la concreta actuación u omisión que se pretenda sancionar»; y por otra parte, para escapar del bis in idem establece que «no se podrá sancionar por la misma infracción a dichas personas físicas». La solución es aceptable; mas he aquí que en este punto no es coherente la ley con su tesis —aludida en otro lugar— de la equiparación radical de autores y responsables, dado que en este artículo termina separando la autoría (y la responsabilidad) de las personas físicas y la responsabilidad de la persona jurídica cuya voluntad han expresado. Una quiebra que se amplía deliberadamente en el artículo 10 al determinar que «las normas sancionadoras sectoriales podrán determinar a los responsables atendiendo a la naturaleza y finalidad del régimen sancionador sectorial de que se trate». Lo que la Exposición de Motivos justifica cumplidamente en los siguientes términos: «el artículo 10 atiende a una práctica que correctamente encauzada puede resultar beneficiosa desde la perspectiva de la seguridad jurídica. Si se respetan los principios de culpabilidad y responsabilidad personal y se atiende al concepto de autor (a las explicaciones que del mismo da la dogmática penal), que las leyes sectoriales determinen en abstracto los responsables aporta precisión y seguridad, pues el conocimiento de la naturaleza de las infracciones, de la finalidad de las normas cuyo incumplimiento se tipifica y de la peculiaridad del sector material de que se trate es la mejor garantía para el acierto en la determinación de los destinatarios de dichas normas y, por ende, de la responsabilidad de las infracciones. Lo que sí hay que evi-

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tar es que a través de la sobredicha determinación penal se sacrifiquen los referidos principios en aras de la eficacia». También cabría hablar, por último, de responsabilidad sustitutoria: la persona jurídica responde de las infracciones cometidas por sus agentes (que se supone quedan liberados). Así lo dispone el artículo 58 del Reglamento de Disciplina Urbanística de 23 de junio de 1978: «Las personas jurídicas serán sancionadas por las infracciones cometidas por sus órganos o agentes y asumirán el coste de las medidas de reparación del orden urbanístico vulnerado». La norma ha adoptado esta fórmula por razones eminentemente pragmáticas: de no acudir a la persona jurídica es muy difícil encontrar al autor material de la infracción, quien de ordinario carecerá, además, de la capacidad económica para reparar el orden urbanístico vulnerado. 4.

EN ESPECIAL EL CASO DE LAS ADMINISTRACIONES PÚBLICAS INFRACTORAS

Aceptando, claro es, la responsabilidad de las personas jurídicas ¿quid de las Administraciones Públicas infractoras? Ya apuntó esta cuestión Lorenzo MARTÍN-RETORTILLO en 1976 y ahora ha vuelto sobre ella VERA, quien ha espigado algunos ejemplos normativos, ciertamente escasos, en los que se alude directa o indirectamente a estos sujetos. En cualquier caso el repertorio jurisprudencial es suficiente. Así, en la Sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña de 11 de diciembre de 1999 (Ar. 4241) se declara que «el principio de autonomía local no impedirá la tramitación del procedimiento sancionador [...] cuando la actuación implique la comisión de una infracción (por lo que) la Administración competente debe ejercer la potestad sancionadora sin que el responsable varíe por el hecho de ser un Ayuntamiento». La STS de 6 de mayo de 1981 (Ar. 2306) sigue la misma postura en el ámbito de infracciones del orden social cuando el Ayuntamiento es el empleador. Pero no hay que olvidar que en la práctica suelen buscarse «arreglos», a los que hace referencia explícita la STS de 3 de julio de 1997 (Ar. 5829): «Es evidente que la Confederación Hidrográfica podía haber tramitado el procedimiento sancionador, ya que había motivos bastante para ello por parte del Ayuntamiento. No estimó conveniente hacerlo al tratarse de una entidad pública y a lo largo de tantos años trató de solucionar el problema a través de diálogo». La Sentencia del TSJ de Andalucía de 30 de marzo de 1993 renuncia por razones presupuestarías a exigir responsabilidad a un Ayuntamiento: Al pretender imponer una sanción pecuniaria a una Administración se está intentando restar del erario público para que revierta nuevamente al erario público; con ello se contravendría la finalidad aflictiva que con la imposición de una multa se pretende pues no se conseguiría el efecto de detrimento y menoscabo que se lograría respecto de un patrimonio privado cuando es una persona pública la que sufre las consecuencias de su actuar ilícito y, por otra, se estaría consolidando una situación de mero trasvase de fondos entre patrimonios que tienen un denominador común, pues de ambos se predica su carácter público. Todo lo cual conduciría al absurdo.

Absurdo es, en efecto, pero de esta manera se llega a una impunidad municipal que no parece razonable. Y si bien es verdad que —como dice la sentencia— lo que se consigue con la multa es trasladar un capital de un erario público a otro, no puede negarse un efecto di suasorio real, dado que para el Ayuntamiento ha de ser doloroso el pago.

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Mientras que el Tribunal Supremo, en su Sentencia de 4 de marzo de 1985 (Ar. 1232) acude a otras razones para justificar su negativa a sancionar a un Patronato Provincial de la Vivienda «por cuanto la finalidad del Patronato es esencialmente pública o cuasipública sin beneficio o lucro de carácter privado». Pero las Sentencias de 5 de mayo de 1997 y 12 de mayo de 1997 (Ar. 3310 y 3809) confirman multas impuestas por el Consejo de Ministros a un Ayuntamiento por vertido de aguas residuales en un río y en las mismas circunstancias a una «empresa nacional». Ahora bien, para sancionar a una Administración Pública hay que superar la exigencia de culpabilidad, de lo que se ocupa expresamente la STSJ de Madrid de 7 de junio de 1999 (Ar. 4146): No se puede eximir de responsabilidad al Ayuntamiento puesto que la forma en que ocurrieron los hechos evidencia una manifiesta culpa in vigilando, al no adoptar las medidas necesarias para evitarlo [...] incumpliéndose las obligaciones que imponen (las leyes) a las Corporaciones locales. No existe vulneración alguna del principio de presunción de inocencia ni del de seguridad jurídica. El Ayuntamiento organizador de las fiestas locales tenía la obligación de garantizar que el desarrollo de los espectáculos taurinos programados se efectuase conforme a las previsiones hechas y a la autorización concedida.

Pero siempre, claro es, que la infracción se haya cometido por actos de autoridades y funcionarios integrados, por tanto, en la organización pública y que, además, se trate de actividades de gestión pública. Admitiendo la corrección legal de esta variante subjetiva de responsabilidad no es posible silenciar sus afectos perversos, que ha denunciado CALVO C H A R R O (1999, p. 72) como «una manifiesta injusticia, cual es que la multa u otros gastos derivados de la sanción vendrán soportados en último término por los ciudadanos al costearlas la Administración responsable con los presupuestos públicos, con lo que en realidad se estaría penalizando al conjunto del cuerpo social. Sin perder de vista, además, que tales sanciones podrían convertirse en "castigos políticos" entre Administraciones territoriales con gobiernos de diferente sentido político en busca de la desacreditación del partido con el poder de la Administración que haya resultado sancionada». En este contexto es interesante recordar lo dispuesto en el artículo 121 bis (añadido por la Ley 60/2003, de 30 de diciembre) de la Ley de Aguas de 20 de julio de 2001: Las Administraciones Públicas competentes en cada demarcación hidrográfica que incumplieran los objetivos ambientales fijados en la planificación hidrológica o el deber de informar sobre estas cuestiones, dando lugar a que el Reino de España sea sancionado por las instituciones europeas, asumirán en la parte que les sea imputable las responsabilidades que de tal incumplimiento se hubieren derivado. En el procedimiento de imputación de responsabilidad que se tramite se garantizará, en todo caso, la audiencia de la Administración afectada, pudiendo compensarse el importe que se determine con cargo a las transferencias financieras que la misma reciba.

IX.

AUTORÍA Y RESPONSABILIDAD

El principio de culpabilidad, elevado frivolamente a la categoría de dogma, ha llevado al Derecho Administrativo Sancionador a un callejón sin salida en supuestos tan habituales como, entre otros, el de los ilícitos de las personas jurídicas y las infracciones a título de simple inobservancia. Las personas jurídicas cometen diariamente infracciones administrativas y tanto ellas como las físicas incumplen los mandatos y prohibiciones legales por simple inobservancia. Las leyes reconocen de forma expresa

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esta situación —curiosamente en el mismo apartado del artículo 130.1 LPAC— mas a la hora de enjuiciarlas los caballeros del dogma cierran el paso a la sanción con un patético non possumus sin que de nada valga la claridad de la ley ni la indefensión social que así se produce. Para ellos, si los entes de razón no tienen voluntad no pueden ser culpables y donde no hay culpabilidad, no hay infracción. Y por lo que se refiere a la mera inobservancia los autores silencian la cuestión y pasan de puntillas por ella o se inventan explicaciones más imaginativas que fundamentadas. Sin embargo, la Administración sanciona sin escrúpulos a las personas jurídicas y con frecuencia los tribunales lo confirman; de la misma manera que algunas veces logran pasar la aduana en algún descuido de los jueces sanciones con el «título de simple inobservancia». Cuestión de azar, cuestión de suerte para el autor (si es absuelto) o para los intereses públicos si la sanción se hace efectiva. Las contradicciones prácticas y jurisprudenciales aniquilan la seguridad jurídica y terminan siendo una invitación para los audaces que están dispuestos a jugar a la lotería de la Sala 3.a del Tribunal Supremo. Hay dogmáticos radicales que no están dispuestos a ceder un paso así se hunda el mundo: pereat mundus sed fíat dogma sostienen con arrogancia y sin que les tiemblen el pulso ni la conciencia sacrifican implacablemente la ley (y por supuesto los intereses sociales) en el altar de una Constitución cuyo contenido ellos mismos se han inventado. Hay también dogmáticos moderados que, sin renegar de la doctrina que algún profesor fanático les enseñó en la Universidad, están dispuestos a buscar una solución de compromiso: obras de filigrana técnica como las que se usan para justificar las sanciones de las personas jurídicas o biombos con los que piadosamente ocultan el dogma, como los que se colocan en los supuestos de la simple inobservancia. 1.

EL TEOREMA DE GOEDEL Y EL NUDO GORDIANO

Insatisfecho de las explicaciones al uso, con la tesis que aquí se desarrolla intento superar la intolerable contradicción entre la práctica y el principio o, si se prefiere, entre la ley permisiva y el dogma prohibitivo. Pero entiéndase bien: esta tesis —como todas— es una explicación a posteriori de un fenómeno (en este caso, normativo y práctico a la vez) que se ha aceptado de antemano. Aquí se acepta la responsabilidad de las personas jurídicas así como la objetiva derivada de simple inobservancia y se pretende explicar de tal manera que no ofenda a la Constitución mas en términos distintos a los desarrollados habitualmente por los jueces y los autores. Las doctrinas justificativas que hasta ahora han elaborado unos y otros para satisfacer la justicia material del caso sancionando infracciones que de otra suerte quedarían impunes por falta de culpabilidad, me parecen insatisfactorias por ser jurídicamente frágiles y, además, rebuscadas y sobre todo por falta de respeto al legislador (cuyas normas más inequívocas desechan en beneficio de un dogma inventado) y, sobre ello, por recargar innecesariamente a los jueces con unas decisiones que les desbordan. Nótese, en efecto, que siempre se termina encomendando al juez que busque una culpabilidad en condiciones muy difíciles, cuando no imposibles, de averiguación, pues a tal fin se le proporcionan unas herramientas técnicas tan útiles como peligrosas, al estilo de la culpa leve y aun levísima, la negligencia y la imprudencia. Es claro que nadie puede escapar a tales imputaciones puesto que, en un mundo social y tecnológicamente complejo siempre hay algo incorrecto que no puede evitarse por mucha diligencia que se haya empleado. No se trata, por tanto, de imprevisiones humanas sino de la circunstancia de que el último secreto de los

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fenómenos, tanto naturales com sociales, es inaccesible a la inteligencia de los hombres y, por ende, incontrolable en todos sus detalles. De la misma manera el sistema normativo es «inconsistente» —en el sentido de que no todas las proposiciones que utilizan pueden ser deducidas exactamente de los presupuestos legales— y, además, «incompleto», en el sentido de que los presupuestos legales no son capaces de formar las proposiciones que se utilizan. Este es un parafraseado del teorema de GOEDEL, aplicable al sistema normativo a los sistemas matemáticos formales para el que fue descubierto. Desde GOEDEL saben los científicos que la sabiduría humana encerrada en un sistema formalizado ni puede prever todos los fenómenos naturales (incompletud) ni éstos pueden explicarse desde tal sistema (inconsistencia). Algo que ya sabían los juristasmuchos años antes, desde GENY, respecto del sistema normativo formalizado de los códigos legislativos; y gracias a ello pudo romperse el tradicional rigor del positivismo legalista y abrir a los jueces otras posibilidades de decisión más allá de los textos y de los dogmas. Los jueces españoles, en definitiva, pueden imputar negligencia o culpa levísima a cualquiera e incluso están obligados a hacerlo para salvar el principio de la culpabilidad al que se sienten vinculados pero cuyo respeto ciego no les vale para resolver el caso concreto. En mi opinión, sin embargo, obrar así es no tomarse en serio una cuestión técnicamente tan delicada y humanamente tan importante como la de la culpabilidad y es forzar a los jueces a hacer imputaciones arbitrarias que van más allá de lo que se ha probado o percibido. Cuando el juez, en conciencia, quiere sancionar, ha de colgar a alguien el título de culpable y ha de hacerlo —por imperativo gratuito de una doctrina imaginada— por mucho que personalmente le repugne. ¿Qué necesidad hay de hablar de culpabilidad —un fenómeno psíquico rigurosamente personal— cuando estamos ante una infracción cometida por una empresa que pertenece a un holding multinacional cuyo propietarios y directores nos son absolutamente desconocidos? ¿Dónde está la culpa levísima de quien incumplió la cláusula equis de unas normas técnicas aplicables por remisión de tercer grado? El juez que ha logrado identificar al autor directo de una infracción tiene que soltarlo y buscar su presa en otras personas que parecen estar muy alejadas de los hechos (el propietario del pesquero que, viviendo en la costa, afirma que jamás ordenó la realización de capturas ilícitas) o que no consigue siquiera identificar (la empresa que realizó los vertidos contaminantes está residiendo en Atenas y pertenece a un grupo de sociedades de dominancia asiática) y a tales meros indiciados ha de imputarles una responsabilidad penal, de tal manera que sin esta prueba completa ha de absolverles. Tiene razón, por tanto, el Tribunal Constitucional cuando afirma que para aplicar en el Derecho Administrativo Sancionador la culpabilidad penal hace falta realizar algunos reajustes o modalizaciones. Lo que sucede es que si en tales reajustes se elimina un elemento esencial, como es la imputación personal, desaparece la sustancia. Si se suprimen los huevos de las tortillas para adaptarlas a un enfermo de colesterol, ya no será tortilla y habrá que ser más sincero y dar otro nombre al alimento que se le prepare. En Bruselas y en Luxemburgo han sido más eficaces. Los tribunales europeos, al percatarse de las dificultades de verificar la culpabilidad tratándose de asuntos o sujetos complejos, en lugar de intentar desenredar el nudo gordiano, hacen como Alejando y lo cortan de un tajo con la espada del dogmatismo. En suma, resuelven la cuestión con la responsabilidad objetiva sin acudir a rodeos. La cuestión de las relaciones entre autoría y responsabilidad —o, si se quiere, la de la responsabilidad por hechos ajenos— alcanza una nueva dimensión en la economía

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moderna penetrada por empresas multinacionales y también por grupos de capitales de gran envergadura que, operando a través de «ingeniería organizacional», logran una opacidad prácticamente total a la hora de buscar a los verdaderos responsables. Porque, en último extremo y en las operaciones turbias, el autor se volatiliza sin dejar huella y, por supuesto, sin desvelar el centro desde el que se tomaron las decisiones ilícitas. La manifestación más sencilla de este fenómeno es la de la responsabilidad de las empresas matrices a las que el Derecho norteamericano pretende implicar en la responsabilidad por los actos realizados por las sociedades filiales instrumentales. No es un azar, por tanto, que en la Comunidad europea —que en definitiva, y pese a sus verbalismos no es más que una «comunidad de empresarios»— haya adquirido este problema una gran importancia y el Tribunal de Justicia ha adoptado una postura aceptablemente enérgica, que a continuación se recoge, siguiendo de cerca el resumen de GRASSO ( 1 9 9 3 , 135 ss.).

El punto de arranque se encuentra en la Sentencia de 14 de julio de 1972 (78/69: ICI contra Comisión, en recurso 1972) donde se declara que el hecho de que la filial posea personalidad distinta de la sociedad matriz no basta para excluir la posibilidad de imputar a esta última la conducta de la primera. Ello se pone de manifiesto, sobre todo, cuando la sociedad filial, an teniendo personalidad jurídica distinta, no decide autónomamente cuál debe ser su actuación en el mercado, sino que aplica esencialmente las directrices marcadas por la sociedad matriz.

La imputación de la responsabilidad se deriva, pues, de la «unidad económica» de la sociedad, que se deduce ordinariamente de índices tan significativos como la propiedad del capital de la filial en manos de la matriz. Esta doctrina se ha consolidado e incluso radicalizado a lo largo de dos décadas, llegándose a prescindir del dato de la influencia que realmente ejerció la sociedad principal sobre la instrumental a la hora de cometer el ilícito. Así sucede literalmente en la Sentencia de 25 de octubre de 1983 (AEG contra Comisión) donde se fundamenta la responsabilidad de la cabeza del grupo exclusivamente en la circunstancia de la titularidad de las acciones de la empresa filial. «Esta solución —comenta GRASSO (199, 137)— ha provocado críticas, lógicamente, ya que puede dar pie a un tipo de responsabilidad por el hecho ajeno, justificada por indicios de carácter económico distinguiéndose así de los principios fundamentales asumidos por la mayoría de los Estados miembros». Algo así, aunque con menos energía, es lo que hizo nuestra LPAC, pero al no ser tan tajante, su ambigüedad ha naufragado en los escrúpulos de la jurisprudencia. De lo que se trata ahora, por tanto, es de rescatar este texto precisando sin radicalismos su contenido.

2.

HETEROGENEIDAD DE SUPUESTOS

El origen de todas las dificultades se encuentra en la heterogeneidad de los supuestos y, en particular, cuando se les examina desde la perspectiva de una pluralidad de participantes. El Derecho Penal, a lo largo de los siglos, ha ido elaborando a tai propósito una teoría muy afinada con las figuras de coautoría, encubrimiento, complicidad , inducción y cooperación necesaria, que hay que ir ampliando para adaptarlas al vertiginoso cambio de las bases sociales. El Derecho Administrativo Sancionador, por el contrario, carece originariamente de ellas y las importaciones del Derecho Penal o son imposibles o están dando malos resultados.

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Lo que se impone, en consecuencia, es la formación de una teoría propia, sin mimetismos ni servidumbres lo suficientemente flexible como para poder adaptarse a situaciones como las siguientes: o) El caso más simple es el de la presencia de un solo autor: el conductor que circula con exceso de velocidad. Aquí no surgen problemas singulares puesto que al no haber otros participantes caben las figuras ya conocidas del Derecho penal. b) Pensemos ahora en el supuesto de la construcción sin licencia de un muro que reglamentariamente la necesita. Aquí nos encontramos con un autor material —el albañil que ha colocado los ladrillos— pero el sentido jurídico, y aun el común, rechazan que sea él el sancionado teniendo en cuenta que, detrás de él, está un empresario constructor y un propietario de la obra, a quienes sólo con muchas dificultades podría encajarse en las categorías de inductores o cooperadores necesarios. Este supuesto ha sido aclarado tajantemente en el artículo 70.1 de la Ley de 21 de noviembre de 2003 repetidas veces citada, advirtiendo que son responsables de la infracción «las personas físicas o jurídicas que incurran en la infracción y, en particular, la persona que directamente realice la actividad infractora o la que ordene dicha actividad cuando el ejecutor tenga con aquélla una relación contractual o de hecho». Pero, además, media un dato sociológico diferenciador que no es posible pasar por alto, a saber: si en el Derecho Penal existen también organizaciones algo similares (como una asociación para delinquir con ejecutores humanos inocentes), éstas son creaciones artificiales, ilícitas en su origen, actividad y finalidad; mientras que el supuesto ejemplificado refleja una actividad cotidiana perfectamente lícita en tanto no aparezcan en ella desviaciones de importancia; no se trata, en otras palabras, de una agrupación para delinquir sino de una agrupación que ocasionalmente puede cometer infracciones administrativas. c) La evolución moderna está poniendo aceleradamente la economía (y la sociedad) en organizaciones societarias de volumen hasta hace poco inimaginables, que cabalmente por su tamaño y opacidad de funcionamiento pueden albergar actividades ilícitas de toda clase. En ellas se desbordan todos los problemas conocidos y el Derecho Penal y el Derecho Administrativo Sancionador (no así el mercantil y el tributario) las contemplan atónitos sin saber qué hacer. Pensemos en una empresa financiera , incluso no necesariamente gigantesca, que no contabiliza una operación como debería hacerlo. El hecho es claro, pero no así la autoría ni la responsabilidad puesto que ha intervenido materialmente un contable integrado, como fuerza fungible, en una sección de contabilidad con un jefe propio. Pero este jefe también carece de autonomía de decisión personal única ya que la empresa tiene sus administradores, directores, consejeros, consejeros delegados, consejo de administración y presidente. Una maraña de personas y órganos, un laberinto en el que, por muy celoso que sea, se pierde el inspector más experimentado, una hidra de mil cabezas acompasadas pero que aparentemente no obedecen a órdenes de un solo centro. ¿Dónde encontrar aquí la voluntad culpable que dicen que exige la Constitución? d) La mera pregunta es ya grotesca aunque todavía no se ha acabado el repertorio. La economía moderna no pasa ya por el fontanero que coloca en sus horas libres una instalación de gas sin atenerse a los reglamentos que lo regulan. Ni tampoco siquiera por sociedades anónimas sino por grupos de sociedades matrices, filiales, participadas, con pies asentados en los cinco continentes, redes inextricables de personas jurídicas que hacen las cosas más diversas obedeciendo leyes propias y órdenes que ni los propios ejecutores saben de dónde provienen. Auténticas galaxias con estrellas, soles, planetas, satélites y asteroides que desaparecen súbitamente sin dejar rastro y trasladan sus capitales a la velocidad de la electrónica que trasmite las instruc-

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c iones. ¿A quién pertenecen? ¿Quién las domina? Ordinariamente esto se sabe bien — se sabe «quiénes están detrás»— mas desde el punto de vista del Derecho español, que se mueve todavía con los cánones dieciochescos apenas remozados por una nostálgica Constitución museal, este saber carece del más mínimo valor legal. ¿Qué pruebas —esas pruebas que exige el Estado social de Derecho y la presunción de inocencia— pueden resultar contra unos hombres desconocidos y cómo tocar capitales que desaparecen con un fax en destinos remotos. En estas condiciones las actividades de los inspectores y de los jueces son ridiculas y ellos lo saben en su impotencia. La Constitución y las leyes no son armas adecuadas sino pesos que les impiden moverse con agilidad. Con esas leyes y, lo que es peor, con estas teorías elaboradas por los abogados de los infractores y no por los servidores de la Administración, nada puede hacerse, la batalla está perdida de antemano y más valdría no iniciarla para evitar gastos de papel y despilfarros de energía y dedicarse a sancionar modestos labriegos que han ocultado su producción de remolacha para redondear las subvenciones de la Política Agraria Comunitaria. 3.

AUTORES Y RESPONSABLES EN EL DERECHO POSITIVO ESPAÑOL

En el Derecho Penal, igualmente, nadie confunde al autor con el responsable. Hay autores no responsables, como los beneficiados por las exenciones del articulo 8 del Código Penal, y responsables no autores, puesto que, según indica literalmente el artículo 12, además de los autores son responsables criminalmente de los delitos y faltas los cómplices y los encubridores. Esto en cuanto a la responsabilidad criminal, que es rígida respecto a la exigencia de dolo y culpa, porque, en cuanto a la responsabilidad civil (de los fondistas, por ejemplo) derivada de delitos y faltas, no se exige siempre la culpabilidad, como se desprende de lo establecido en los artículos 117 y siguientes del Código penal. El infractor es el autor de la infracción y a quien se aplica la regla de la exigencia de culpabilidad en los términos que páginas más atrás han sido explicados. Para él valen, además, las disposiciones del artículo 14 del Código Penal a falta de otras específicas de la legislación sancionadora, que habrán de aparecer algún día, lógicamente, en esa Ley General que todos estamos esperando: Se consideran autores: 1 ° Los que toman paite directa en la ejecución del hecho. 2." Los que fuerzan o inducen a otros a ejecutarlo. 3 ° Los que cooperan a la ejecución del hecho con un acto sin el cual no se hubiere efectuado.

Independientemente de la eventual aplicación de estos preceptos y de esta doctrina en el Derecho Administrativo Sancionador, la problemática que ofrece la autoría en este ámbito se enriquece por la presencia de múltiples preceptos sectoriales que intentan precisar su alcance y, además, por la incidencia de la figura de la responsabilidad que en algunos textos se admite de forma expresa. Junto al autor o infractor se encuentra el responsable, que es quien debe soportar las consecuencias de la infracción (o sea y fundamentalmente, la sanción y, en su caso, la reparación). Lo normal es que el autor sea el responsable y el único responsable. Pero también es posible que la ley disocie ambas figuras y las concrete en personas distintas. Para el legislador español la distinción conceptual es siempre clarísima, incluso cuando se dispone la coincidencia en una misma persona, tal como hace el artículo 72.1 de la Ley sobre Tráfico, Circulación de Vehículos a Motor y Seguridad Vial, de 2 de marzo de 1990:

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La responsabilidad por las infracciones a lo dispuesto en esta ley recaerá directamente en el autor del hecho en que consista la infracción.

En otras ocasiones, sin embargo, la ley disocia de forma expresa a la persona responsable y a la infractora: se es infractor por haber realizado el tipo y se es responsable porque asi lo declara la ley. Y el responsable puede serlo con carácter principal o solidario o mancomunado (supuesto raro) o subsidiario, advirtiendo, a todo lo más, la posibilidad de una acción de regreso o de reparto ejercitable por el responsable contra el infractor. Un ejemplo perfecto de este sistema puede encontrarse en el artículo 32.2 de la Ley de Telecomunicaciones de 18 de diciembre de 1987, que constituye una fórmula de estilo utilizada también en otras leyes: La responsabilidad administrativa se exigirá a las personas físicas o jurídicas a que se refiere el punto 1 [es decir, a los declarados responsables], sin peijuicio de que éstas puedan deducir las acciones que resulten procedentes contra las personas a las que sean materialmente imputables las infracciones [es decir, a los autores].

Este desdoblamiento nos trae, en primer término, la cuestión de la exigencia de la culpabilidad en el responsable, a la que ya se dio páginas atrás respuesta negativa: la autoría o imputación de la infracción exige culpabilidad, pero no así la imputación de responsabilidad realizada ex lege. Ésta es, a mi juicio, la única forma de salvar el discutido número uno del artículo 130 de la LPAC, que, como se recordará, dice así: Sólo podrán ser sancionados de hechos constitutivos de infracción administrativa las personas físicas y jurídicas que resulten responsables de los mismos aun a titulo de simple inobservancia.

El inciso en cursiva ha sido piedra de escándalo, aparentemente con razón, ya que en él se ha visto una desviación de lo dispuesto en el artículo 77.1 de la Ley General Tributaría, que, según se ha contado más atrás, fue declarado constitucional por el Tribunal de este orden cabalmente porque admitía la presencia de la culpabilidad tal como estaba redactado: Son infracciones tributarias las acciones y omisiones tipificadas y sancionadas en las leyes. Las infracciones tributarias son sancionadles incluso a título de simple negligencia.

El contraste entre estos dos textos es ciertamente llamativo; pero no cabe, a mi juicio, imputar la alteración a ignorancia del legislador, que con toda probabilidad había tenido a la vista el precepto tributario. Aunque sea con una buena dosis de benevolencia, entiendo que el artículo de la Ley de 1992 es correcto, e incluso que es favorable para los ciudadanos, si se interpreta así: en él no se está haciendo pronunciamiento alguno sobre la exigencia de culpabilidad para los autores (sobre este punto no dice absolutamente nada y, por tanto, son aplicables las reglas generales que ya conocemos), puesto que no está hablando de autores sino de responsables y muy significativamente se titula el artículo «responsabilidad» y no infracciones o autonas, por ejemplo. „ , Todo este planteamiento puede ilustrarse muy bien con el caso de las llamadas infracciones de tráfico (sobre las que Ignacio BORRAJO tiene un libro medito —que yo he manejado— con el título de Las actas de la Policía de Tráfico). A cuyo efecto debemos tomar como punto de partida el artículo 278.1 del Código de Circulación, que declara responsables de las infracciones a «los peatones o a los conductores de vehículos que las cometieren» (o sea, los «autores » del art. 72.1 de la Ley de ¿ de

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marzo de 1990, antes transcrito); pero añadiendo a renglón seguido que, si el autor no es identificado y el titular del vehículo —debidamente requerido— no facilita los datos del conductor, «podrá verse obligado [aquél] al pago de la sanción pecuniaria» (n.° II). Y, más todavía, el apartado III establece que, si el conductor no hubiese hecho efectiva la multa impuesta, una vez firme, «podrá ser reclamado su pago del titular o propietario del vehículo». La estructura de esta norma no puede ser más clara: en el apartado I aparece el autor, en quien, en cuanto tal, han de concurrir los requisitos genéricos de culpabilidad. En el epígrafe II aparece un responsable solidario, cuya responsabilidad entra en juego cuando se cumplen por parte de la Administración determinados requisitos: requerimiento con advertencia y diligencia para la identificación del autor. Estos requisitos suponen una garantía para el responsable solidario, puesto que, si no es requerido debidamente ni la Administración ha hecho las diligencias de averiguación del autor, queda exonerado de responsabilidad como declaró la STC 219/1988, de 22 de noviembre. Pero, por otro lado, su situación es, paradójicamente, peor que la del autor, dado que éste puede exculparse por falta de culpabilidad mientras que el responsable responde objetivamente: y ello es así cabalmente porque no se le reprocha autoría de infracción alguna. Esta objetividad autoriza la responsabilidad económica pero, en cambio, excluye los efectos de incidencia personal, como la retirada del permiso de conducir, que sólo pueden recaer sobre el autor, precisamente por el carácter personal de su responsabilidad (STS 28 de abril de 1987: Ar. 3166; Cáncer, con argumentos ya de índole constitucional). Desde esta perspectiva de la distinción entre autoría y responsabilidad solidaria puede disiparse la ambigüedad que se critica a la sentencia del Tribunal Constitucional y que nace de esta declaración: [no es lícito] un indebido traslado de responsabilidad personal (no de responsabilidad civil subsidiaria) a persona ajena al hecho infractor al modo de una exigencia de responsabilidad objetiva sin intermediación de dolo o culpa sin practicarse la prueba de descargo propuesta por el recurrente a la Jefatura de Trafico, sin que, por tanto, la Administración cumpliera lo establecido en el artículo 27-8-II del Código de la Circulación para imponer la sanción al dueño del vehículo.

Una oración con tres modalizaciones de «sin» no puede resultar nunca clara y, en consecuencia, es lógico que B O R R A J O se pregunte si el tribunal anula la sanción por no haber mediado dolo o culpa en el responsable o bien por no haberse dado cumplimiento a los requisitos de investigación diligente. Ahora bien, si se tiene presente que no se está tratando de autor sino de responsable, la ambigüedad se despeja: al responsable se le puede exigir sin necesidad de que haya mediado dolo o culpa por su parte, como sucede en la STS de 1 de febrero de 1989 (Ar. 773; Rodríguez García). En ella no hay ni sombra de culpabilidad del titular del vehículo, puesto que demostró que estaba muy lejos del lugar y momento de la infracción, pero, aun así, se declara la validez de la multa, Y sin que, por otra parte, se pueda invocar tampoco la existencia de una infracción autónoma propia del garante (el no proporcionar, por ejemplo, los datos del autor), tesis que la citada sentencia del Tribunal Constitucional rechaza de forma expresa calificándola de «forzada». Con el epígrafe III, en fin, aparece una responsabilidad subsidiaria de carácter inequívocamente objetivo. Dejando ya a un lado el ejemplo ilustrativo de la legislación de tráfico y recogiendo el hilo principa], tenemos que, en cualquier caso, la responsabilidad por infracciones administrativas se aparta llamativamente de la responsabilidad criminal para apro-

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ximarse a la responsabilidad civil. Fenómeno sorprendente después de cuanto se está predicando sobre los parentescos ente el Derecho Penal y el Derecho Administrativo Sancionador, pero que es imposible no reconocer. Ajústese o no a las teorías imperantes, el hecho es que en algunas de sus manifestaciones el Derecho Administrativo Sancionador parece estar dejando atrás las aguas del Derecho Penal y adentrándose en las de la responsabilidad civil, que prometen ser no menos interesantes tanto para la teoría como para la práctica. Un descubrimiento —o, si se quiere, una sospecha— que, desde luego, no es nuevo y de él ya ha dejado temprano testimonio en 1 9 7 9 CAPPACIOLI (citado por Z O R N O Z A ; 1 9 9 2 , 5 1 ) : «la sanción consistente en pagar una suma de dinero, incluso no estando relacionada con el daño, presenta caracteres de tipo civil, al igual que sucede con la unidad de la misma sanción pese a la pluralidad de responsables y, en conexión, la solidaridad en la deuda». Dando un paso más, hemos de abordar ahora la cuestión de las consecuencias jurídicas del ilícito que ordinariamente se imputan al autor, aunque no siempre, como bien se sabe en Derecho Civil. El avalista responde del impago del deudor principal; el padre de los daños causados por el meros y el posadero, de los daños producidos por desconocidos que han hurtado bienes depositados en su establecimiento. Estamos hablando, pues, no de quiénes han «hecho» sino de quiénes «responden». Detrás del autor de la infracción aparece el responsable de sus consecuencias. En la Teoría General del Derecho es obvia desde hace más de un siglo la distinción entre Schuld y Haftung, devoir y engagement, duty y liability. Por un lado existe, en efecto, una deuda y un deudor, que es quien está obligado a realizar un determinado comportamiento; y por otro, un responsable que es quien está sujeto a las consecuencias del incumplimiento del autor. Por lo común ambas figuras coinciden en la misma persona, mas no siempre. Esto que parece tan elemental a los juristas se pasa por alto en el Derecho Administrativo Sancionador, cuyo error consiste en no acertar a separar las figuras de autoría y responsabilidad (salto que esté determinado así en la ley). Y por ello, cuando se quiere imputar a alguien las consecuencias de una infracción, se le exige que sea autor —autor jurídico del hecho y autor de la infracción— pero para poder imputársele la autoría de la infracción (como requisito previa para la imputación de sus consecuencias) hace falta la concurrencia de culpabilidad y aquí es donde con frecuencia falla la operación, cuando la culpabilidad no aparece por ninguna parte. Para tapar, al menos en parte, este enorme hueco suele acudir a la culpa invigilando: con ella ya tenemos una culpa, un autor y un responsable. La salida es ingeniosa, aunque en unos casos es real y en otros —cuando se acepto en sentido lato— no pasa de ser una útil ficción para poder hacer efectiva la multa. Además, en rigor no encaja en la sistemática sancionadora tradicional porque, tanto si se trata de un deudor principal como solidario o subsidiario, lo que no puede negarse es que se está respondiendo por los daños de otro y así violando uno de los corolarios de la personalidad de la pena. El empresario no responde de lo que ha hecho o dejado de hacer (contratar a un alcohólico como guarda nocturno o no haberle instruido debidamente) sino por lo que ha hecho o dejado de hacer el empleado encargado de conectar los aparatos de alarma y seguridad. , . Aunque bien es verdad que esto es lo de menos porque hasta los juristas mas rigurosos saben, cuando les conviene, cerrar los ojos para no ver sus propios dogmas; de la misma manera que a los jueces no les importa incurrir en contradicciones técnicas cuando quieren hacer justicia material. Más grave que la fragilidad de esta explicación teórica es la imposibilidad de aplicarla sensatamente, incluso en su sentido mas lato, a todos los supuestos y así resulta que nos encontramos sin un responsable efectivo salvo que estemos dispuestos a exigir a un auxiliar contable, autor matenal del

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hecho, el pago de una multa de varios millones de euros. Se impone, por tanto, buscar una solución más amplia y más eficaz. De acuerdo con lo que aquí se está sugiriendo, cuando queremos determinar la situación jurídica de un sujeto en relación con una infracción tenemos que precisar en irnos casos si es el autor de la infracción y, además, el responsable; y en otros casos si, aun no siendo el autor, es responsable. A cuyo efecto habrá de buscarse la causa o título de tal imputación de responsabilidad. En el Derecho Administrativo Sancionador tales títulos no faltan puesto que nuestro Ordenamiento jurídico reconoce fundamentalmente los siguientes: los que proceden a) ex lege (la propiedad del vehículo si no aparece el conductor infractor), b) ex culpa (in vivilando, in eligendo, in conservando), c) ex contractu (contrato de seguro de responsabilidad), d) ex bono (apropiación de los beneficios producidos por la infracción). La distinción entre autoría y responsabilidad tiene, además de los regímenes generales de la Teoría General del Derecho, una explicación específica en el Derecho Administrativo Sancionador basada en la estructura dual de las normas sancionadoras que, como sabemos, se descompone en dos elementos. Primero está la norma primaria que establee un mandato o una prohibición; y luego la norma secundaria que tipifica la infracción por incumplimiento de la norma primaria y establece la consecuencia de la sanción. Pues bien, estas normas tienen dos destinatarios distintos aunque puedan coincidir —-y de ordinario coinciden— en una misma persona. El autor de la infracción es el que realiza lo dispuesta en la norma secundaria; mientras que el destinatario de la norma primaria terminará siendo, en su caso, el responsable. La norma primaria impone el mandato de establecer y conectar aparatos de alarma en las armerías: se dirige, por tanto, a los titulares de ellas; mientras que la norma secundaria castiga a los que no dan cumplimiento a lo dispuesto en la norma anterior. Este incumplimiento puede haber sido realizado por el encargado o empleado y en tal caso éste sera el autor material; pero el responsable será siempre el titular de la armería incluso aunque haya obrado con diligencia (no puede atribuirse culpa in vigilando al propietario de una cadena de armerías que al frente de cada una de ellas ha colocado personas de experiencia y a las que ha dado un poder general de dirección con obligación de rendir cuentas anuales). La LPSPV ha seguido a este propósito otro criterio, del que importa dar noticia aunque sólo sea por la reconocida autoridad técnica de esta norma. Por lo pronto, en su artículo 8 vincula autoría y responsabilidad en términos inescindibles: «únicamente serán responsables de las infracciones sus autores». Declaración que, por supuesto, no significa desconocimiento de la responsabilidad de otras personas distintas del autor material. Y para solucionar esta cuestión la ley vasca ha acudido a una fórmula que no está al alcance de la doctrina, a saber, la creación de una ficción legal. A cuyo efecto ha declarado formalmente autores a esas personas. El artículo 9 así lo establece inequívocamente aunque de forma matizada: «Son autores las personas físicas o jurídicas que realicen el hecho tipificado por si solas, conjuntamente o por medio de otra de la que se sirven como instrumento». Estos son, pues, para la ley los «autores materiales» (a los que luego se alude directamente con tal denominación) prescindiendo de los «autores instrumentales» que, al no ser autores por exclusión legal, tampoco serán responsables. La ficción aparece en el n.° 2 y para subrayar esta calidad no se utiliza el verbo ser sino el de considerar, o sea, que aunque no lo son, la ley les considera como tales (y en ello consiste cabalmente la ficción): «Serán considerados autores: a) las personas que cooperen a su ejecución con un acto sin el cual no se podría haberse efectúa-

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do. b) las personas que incumplan el deber, impuesto por una norma con rango legal, de prevenir la comisión por otro de la infracción». Se trata, en suma, de una fórmula pragmática y eficaz nada desdeñable: de una opción válida a la fórmula de la distinción teórica entre autoría y responsabilidad que, aparte de ser más flexible, es el resultado de una elaboración centenaria de juristas de todo el mundo que, desde fuera de la ley, carecen de la potestad de crear ficciones legales. La Ley General Tributaria de 2003 ha desarrollado estas cuestiones con tan singular cuidado que bien merecen una referencia pormenorizada. Por lo pronto, cuando en el artículo 178 se enumeran los que llama «principios de potestad sancionadora», entre ellos no aparece el de culpabilidad sino —al igual que en el artículo 130 LPAC— el de «responsabilidad». Y luego el capítulo segundo del Título IV se refiere consecuentemente a los «sujetos responsables» que a reglón seguido y en términos inequívocos clasifica en «sujetos infactores» y «sujetos responsables y sucesores». Sujetos infractores son los autores de la infracción, o sea, las personas «que realicen las acciones u omisiones tipificadas como infracciones« (art. 181). Para saber ahora quiénes son los sujetos responsables tenemos que acudir al artículo 41 donde aparecen, además de los deudores principales, otros responsables solidarios o subsidiarios así declarados en una Ley. De esta manera resulta que de ordinario el sujeto infractor (o «deudor principal», según el art. 181.2) es también el sujeto responsable; aunque con las siguientes peculiaridades: a) Hay sujetos infractores que no son sujetos responsables. Ejemplo: «Las acciones u omisiones tipificadas en las leyes no darán lugar a responsabilidad tributaria [...] cuando concurra fuerza mayor» (art. 179.2). b) Hay quienes sin ser sujetos infractores se conviertes, por declaración expresa de ley, en sujetos responsables, que son los que se enumeran en los artículos 41, 42 y 43, a las que se remite el artículo 182. Ejemplo: «Los que sean causantes o colaboren activamente en la realización de una infracción tributaria». En mi opinión, este sistema es excelente tanto por el planteamiento teórico en que se basa como por su regulación positiva concreta. 4.

ANÁLISIS TEÓRICO

El primer paso a tal fin ya se ha expuesto páginas atrás y consiste en la distinción entre hecho e infracción. Recordémoslo brevemente. El hecho es un fenómeno natural y en cuanto tal jurídicamente estéril, al que la norma, con criterios varios y no siempre comprensibles, da o quita relevancia jurídica, que consiste en la atribución de ciertas consecuencias jurídicas, entre ellas la ilicitud. Por imperativo de una norma se ordenan o prohiben ciertos comportamiento y de su incumplimiento surge un ilícito; mas nótese que el ilícito siempre se atribuye a un comportamiento, es decir, a una acción humana (no al agua contaminada sino a la contaminación del agua). Con esto hemos pasado de un hecho natural a un hecho jurídico que vale como referencia de una actividad jurídica. Pues bien, una de las consecuencias jurídicas que la norma puede atribuir a una actividad ilícita es la constitución de una infracción administrativa. La infracción administrativa atribuida a una acción ilícita es una declaración que hace la norma respecto de ciertos hechos que ha seleccionado libremente. Pero la infracción administrativa que se atribuye al autor de la acción ha de reunir —según la

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doctrina tradicional— dos elementos: uno objetivo (el hecho material natural: la venta de alimentos caducados) y otro subjetivo (la culpabilidad del autor, que ha de saber y querer que está vendiendo alimentos caducados; sin contar con la imprudencia que, como sabemos, también forma parte de la culpabilidad). Con esta técnica ya está el Derecho en condiciones de abordar los supuestos más simples, que son también los más numerosos. La Administración, y luego el juez, después de comprobar en un procedimiento formalizado que un autor ha realizado el tipo infractor, que en él no concurren causas de justificación y que, en fin, es culpable, puede lícitamente sancionarle. Ahora bien, para abordar situaciones más complejas no nos vale esta técnica elemental y hay que buscar otras también más complejas si queremos ser operativos. Se trata, entonces, de hacer'tres juegos de distinciones , separando de una parte (como acaba de verse) entre hecho e infracción, de otra entre autoría de hecho y autoría de infracción y, en fin, entre autoría y responsabilidad. Autor material, directo, del hecho es el que lo realiza físicamente (el conductor que no respeta un semáforo). Autor jurídico del hecho es aquél que, aun no habiéndolo realizado materialmente, se le imputa legalmente su realización. Cuando un obrero levanta un muro ladrillo sobre ladrillo por orden y cuenta de su patrón, el hecho se imputa al patrón, no al obrero. Cuando el hecho es normativamente calificado de infracción, es implícito que su autoría siempre es jurídica y de ordinario suelen coincidir en la misma persona las autorías de hecho y de infracción (el autor material y el autor jurídico). No así, sin embargo, cuando el hecho ha sido cometido por un demente o un menor, por la sencilla razón de que son incapaces de infringir. Pero incluso, aun habiendo infracción, puede ser que no exista autor de ella porque para imputar un ilícito no sólo hace falta que exista un hecho o una infracción sino que se exige la autoría de una persona imputable, que sólo se da cuando ha obrado culpablemente. Lo cual no significa, sin embargo, que el hecho pierda su relevancia jurídica ni que la acción vaya a quedar impune: lo que sucede entonces es que, esfumado el autor, pasa a primer plano el responsable. En estas condiciones importa citar —en los términos más elogiosos posibles— la técnica seguida en el artículo 118 de la ley de 24 de noviembre de 1992 que aborda un amplio repertorio de infracciones muy complejas en cuanto que cometidas en unidades funcionales tan amplias como un barco o en relación con empresas navieras y de consignatarios. Pues bien, la ley —consciente de la dificultad de encontrar al autor material de la infracción— va señalando quiénes son en cada caso los responsables según el tipo de infracción: el consignatario, el autor de la acción, el promotor de la actividad, la persona física o jurídica titular de la actividad, la persona física o jurídica propietaria de la embarcación, la persona a la que va dirigida el precepto infringido etc. Nótese, pues, la escasa relevancia jurídica que concede la ley al autor de la infracción, sea material directo o moral indirecto. A la la ley le es el indiferente el nombre y condición del marinero borracho que ha provocado un altercado, del piloto que no ha impedido que la nave choque con un amarre o del capitán que no ha seguido las instrucciones de la autoridad portuaria. ¿Quién podrá ser el autor de una limpia de fondos contaminante? Nada de esto importa a la ley, quien quiere ahorrar a la Administración sancionadora investigaciones tan prolijas como inútiles y, dejando a un lado la autoría, señala al responsable aunque no haya participado ni de cerca ni de lejos en la realización de ilícitos. Por eso mismo las leyes administrativas sólo muy raramente aluden a los «autores» y lo que regulan es el régimen jurídico de los responsables. Una técnica pragmática que deja a un lado las exquisitas cuestiones de la culpabilidad.

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X.

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BALANCE FINAL

Tal como había adelantado al principio, la cuestión de la culpabilidad es una de las más confusas y, desde luego, la que ha recibido un tratamiento más contradictorio en el ámbito del Derecho Administrativo Sancionador, que no se caracteriza precisamente por su claridad ni coherencia. Aquí se perciben, en efecto, mejor que en ninguna otra parte las nefastas consecuencias de haber afirmado gratuitamente un principio y de empeñarse luego en sostenerlo —por muy matizado que sea— cuando la razón de las circunstancias obliga a abandonarlo. La doctrina y la última jurisprudencia se han esforzado en buscar fórmulas de compromiso que permitan sancionar autores de infracciones de culpabilidad dudosa. Fórmulas habilidosas teóricamente vulnerables y en la práctica de viabilidad incierto pero que permiten seguir negando la existencia de las infracciones formales o de la responsabilidad objetiva, por más que en las leyes se declaren explícitamente una y otra vez. La tesis que en este libro se viene manteniendo desde la primera edición y que en la presente se reformula en términos más tajantes y precisos pretende abordar la cuestión frontalmente y, sin rodeos ni justificaciones, cortar el nudo gordiano del principio de la culpabilidad en el Derecho Administrativo Sancionador. Lo que puede resumirse, de acuerdo con las páginas precedentes, en las siguientes proposiciones: Primera.— En el Derecho Administrativo Sancionador el principio de la culpabilidad no está reconocido en la Constitución, ni expresa ni implícitamente, sino que es de creación jurisprudencial: muy tardía en la procedente del Tribunal Supremo y muy matizada en la procedente del Tribunal Constitucional. Segunda.— Al no encontrarse coartada por una imposición constitucional previa, la legislación sectorial ha venido desde siempre estableciendo variantes de infracciones formales, que ahora se encuentren recogidas con carácter general en el artículo 130 LPAC. Tercera.— El hecho de que la responsabilidad objetiva sea posible en algunos casos no significa la exclusión total del principio de culpabilidad en el ámbito del Derecho Administrativo Sancionador, antes al contrario. Cuarta.— Las dificultades teóricas y prácticas provienen del hecho de que el legislador, salvo excepciones, no precisa nunca con exactitud cuando opera, o no opera, el indicado principio y el alcance su exclusión o inclusión. Quinta.— Está fuera de duda que opera el principio cuando la ley exige de forma expresa la concurrencia de culpabilidad en cualquiera de sus variantes y denominaciones (dolo, intencionalidad, culpa, negligencia, imprudencia). Sexta.— Igualmente está fuera de duda que no opera el principio en las infracciones cometidas por —e imputadas— a las personas jurídicas. Séptima.— Aunque la redacción de la LPAC es ambigua, la interpretación más plausible es la de que la responsabilidad objetiva se da en los supuestos de solidaridad, subsidiariedad y garantía. Octava—Ante el silencio de la ley corresponde a los operadores jurídicos determinar en cada caso su régimen de culpabilidad. En mi opinión no opera en los supuestos de mera inobservancia o incumplimiento de los mandatos y prohibiciones que tratan de evitar un peligro abstracto. Novena.— En los casos dudosos no rige aquí el criterio hermenéutico de in dubio pro reo sino que la decisión ha de ser el resultado de una ponderación de los intereses públicos y privados que están en juego. Décima.— La regla jurídica más ilustrativa en este ámbito es la de la clara separación entre autor y responsable. Los responsables por imperativo legal que no son

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jurídicamente autores de la infracción no se encuentran protegidos por el principio de la exigencia de culpabilidad. Las anteriores proposiciones se encierran en una de carácter metodológico: en el ámbito de la culpabilidad el Derecho Administrativo Sancionador ha de regirse por reglas propias liberándose de la tutela del Derecho Penal.

CAPÍTULO IX

LA PROHIBICIÓN DE BIS IN IDEM SUMARIO: I. Planteamiento— II. Fundamentación. I. Explicaciones genéricas. 2. La cosa juzgada. 3. Pluralidad de tipificaciones normativas. — III. Naturaleza: principio general del Derecho v derecho fundamental.—IV. El Derecho positivo. 1. El Derecho tradicional y la situación preconstitucional. 2. La Constitución y sus repercusiones inmediatas. 3. Régimen legal general —V. Dinámica de la regla. 1. Preferencia del orden jurisdiccional penal. 2. Prioridad del proceso penal 3.Contradicciones del Tribunal Constitucional.—VI. Incidencia de la sentencia penal sobre ta resolución administrativa. 1. Sentencia condenatoria. 2. Sentencia absolutoria. 3. Los hechos en dos jurisdicciones.—VII. Excepciones. 1. Relaciones de sujeción especial. 2. Autoridades de distinto orden. 3. Ausencia de la triple identidad. 4. Diversidad de intereses protegidos. —VIII. Pluralidad de sanciones administrativas.—IX. La teoría penal de los concursos. 1. Planteamiento juridico-administrativo tradicional. 2. Concurso (aparente) de leyes. 3. Concurso de infracciones.—X. Peculiaridades del elemento fáctico del tipo, 1. Unidad o pluralidad de hechos y acciones. 2. Infracciones de acción no instantánea.— XI. Concurrencia de actuaciones comunitarias. XII. Balance final.

Tal como podrá comprobarse a lo largo de este capítulo, quizás sea esta la materia cuyo régimen sigue más de cerca este Derecho Penal. Aunque no puede olvidarse que la ayuda que en este ámbito proporciona este Derecho Penal al Administrativo Sancionador no se traduce en unos artículos del Código (pues nunca podrá afirmarse que los preceptos penales son directamente aplicables a las sanciones administrativas) ni tampoco en unos principios (pues es difícil considerar como principios las reglas concretas de resolución de concurso de leyes y de delitos). En este caso se trata, más bien, de una comunicación de técnicas. El Derecho Administrativo Sancionador —que todavía no sabe cómo abordar autónomamente este tipo de cuestiones— se aprovecha de la mayor experiencia del Derecho Penal y toma a préstamo unas técnicas jurídicas que en él se vienen utilizando desde hace siglos con probado éxito. Esto es cosa sabida puesto que ya se ha dicho repetidas veces. Sin embargo, no puede pasarse por alto que en el presente caso, tratándose de dos sanciones (una penal y otra administrativa) en unos supuestos quien se planteará y resolverá la cuestión será un juez penal (se supone que con técnicas penales) y en otros supuestos un juez contencioso-administrativo —y antes una Administración Pública— y se supone que con técnicas de Derecho Administrativo Sancionador. ¿Cabe admitir, entonces, que tales técnicas sean asimétricas? I.

PLANTEAMIENTO

La prohibición tradicionalmente denominada del (non) bis in idem implica —dicho sea en términos deliberadamente simplificados— que nadie puede ser condenado dos veces por un mismo hecho. Ésta es, por cierto, la formulación casi literal de la Ley de Orden Público (en el texto introducido por el Real Decreto-Ley de 25 de enero de 1977): «No se impondrán conjuntamente sanciones gubernativas y sanciones penales por unos mismos hechos»). Afirmada inicialmente esta regla en el [469]

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Derecho Penal, hoy suele aceptarse su aplicación en todos los ámbitos del Derecho y desde una perspectiva muy amplia ha sido definida por DEL REY en la amplísima monografía que le ha dedicado ( 1 9 9 0 , 1 1 1 ) como «principio general del Derecho que, en base a los principios de proporcionalidad y cosa juzgada, prohibe la aplicación de dos o más sanciones o el desarrollo de dos o más procedimientos, sea en uno o más órdenes sancionadores, cuando se dé una identidad de sujetos, hechos y fundamentos y siempre que no exista una relación de supremacía especial de la Administración». Como cuestión previa y desde un punto de vista orgánico, hay que tener en cuenta la posible intervención de dos tipos de órganos represivos, judiciales y administrativos; lo que significa que la duplicidad de decisiones — y el correspondiente conflicto— puede surgir, cuando menos, en los siguientes ámbitos: — entre dos Tribunales penales (cuestión que no va a ser estudiada aquí); — entre dos Administraciones Públicas o Corporaciones con facultades sancionadoras, asimilada a estos efectos, a una Administración Pública, como es el caso de un Colegio Profesional; — entre órganos distintos de un mismo ente público; y — el supuesto más corriente: entre un Tribunal penal y un órgano administrativo; lo que eventualmente puede convertirse en un conflicto no ya entre una sentencia y un acto administrativo sino entre dos sentencias —o entre dos procesos jurisdiccionales—, cuando el acto administrativo sancionador se ha revisado —o está siéndolo— por un Tribunal contencioso-administrativo. A esta pluralidad de fenómenos se corresponde inevitablemente un correlativo fraccionamiento de enfoques metodológicos, puesto que el tema es objeto de preocupación por parte de los penalistas, de los procesalistas, de los laboristas y, por supuesto, de los administrativistas (en este contexto incluidos también los tributaristas), quienes no siempre se conocen debidamente entre sí. De cualquier manera que sea, la causa fundamental de la confusión estribaba, hasta hace muy poco, en la ausencia de una norma general que estableciese tal regla. La Constitución nada dice sobre el particular y solamente algunas leyes sectoriales hacen referencia a la misma regulando algunos de sus efectos y de manera no uniforme. Ante la inexistencia de una proclamación legal, la regla surgió, en definitiva, como creación doctrinal, dominada por inequívocas inspiraciones ideológicas (no siempre contrastadas con la realidad) y por mimetismo de Derechos extranjeros. Apurando las cosas, sin embargo, la regla, más que una creación doctrinal, es un producto de la Jurisprudencia, que es el punto más firme de referencia, como hemos de ir comprobando a lo largo de este trabajo. Pero —también conviene adelantarlo ya— la Jurisprudencia (quizás como consecuencia de la falta de apoyo legislativo general) es singularmente vacilante. Un panorama, en suma, que dista mucho de ser tan claro y cierto como algunos autores singularmente optimistas entienden. Para comprobarlo basta recordar, una vez más, la conocida cita de I. SARABIA PARDO ( 1 8 9 9 , 3 1 8 - 3 1 9 ) , quien hace hace ya más de cien años se planteaba estos interrogantes: «¿Puede castigarse un solo hecho a la vez con dos distintas penas y por diversas autoridades? Claro es que no debe aplicarse más que una sola disposición. ¿Se aplicará el Código Penal común o la disposición administrativa o de policía? En consecuencia con lo expuesto, ¿se seguirán uno o dos procedimiento distintos?» constatando resignadamente a continuación que «todas estas cuestiones no tienen en la hora presente una solución satisfactoria». Pues bien, al cabo de un siglo estamos casi igual y forzoso es seguir afirmando la insatisfacto-

LA PROHIBICIÓN DE BIS IN IDEM

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riedad de su solución en 1992 a despecho de las buenas intenciones de la LPAC que es, después de la Constitución, donde por primera vez se ha establecido un régimen general del principio en el Derecho Administrativo Sancionador. Sin perjuicio de lo anterior —es claro que el tiempo no pasa en vano—, la jurisprudencia ha ido precisando algunas cosas y la doctrina penal y la procesal han elaborado elementos más que suficientes para esbozar, a título de modesta conjetura, una sistemática general, que didácticamente puede describirse en una serie de círculos. A) Primer círculo: Efecto negativo de una primera resolución respecto de pronunciamientos posteriores. O sea, que la primera resolución, por regla, no sólo bloquea una sanción posterior, sino que lo que impide es una resolución posterior, cualquiera que sea su contenido. Ahora bien, para que produzcan tales efectos ha de tratarse de mía resolución sobre el fondo, es decir, que no se base simplemente en excepciones formales (incompetencia, prescripción), y lo mismo sucede cuando no se juzga el hecho al no ser declarado probado. B) Segundo círculo: Efecto positivo. La segunda resolución (cuando excepcionalmente se produce) ha de tener en cuenta los pronunciamientos de la primera, sean sancionatorios o no (hechos probados, cuestiones prejudiciales). C) Tercer círculo: Tratamiento procesal. El Ordenamiento jurídico ha arbitrado medidas para que la primera resolución sea conocida por el órgano que tramita posteriormente con objeto de que pueda aquélla producir los efectos negativo y positivo que acaban de ser enunciados. En el Derecho Administrativo Sancionador todo ello puede formularse con las siguientes reglas: prevalencia de la sentencia penal sobre la resolución administrativa (primer y segundo círculos) y prioridad del proceso penal (tercer círculo). D) Cuarto círculo, específico del Derecho Administrativo Sancionador: la regla de non bis in idem opera no sólo respecto de una primera sentencia penal, sino también de una primera resolución administrativa. E) Quinto círculo, inédito todavía en el Derecho Administrativo Sancionador: la regla de non bis in idem no sólo opera respecto a dos resoluciones cronológicamente separadas, sino también dentro de un mismo expediente y de una sola resolución. II. 1.

FUNDAMENTACIÓN EXPLICACIONES GENÉRICAS

Dentro del orden penal, en el que es conocida esta prohibición desde antaño, la jurisprudencia acostumbra a justificar la incompatibilidad en un último fundamento de tipo humanitario que proviene de la Ilustración, como recuerda la sentencia de la Sala 2.a de 24 de marzo de 1971 (Ar. 1475; Rull Villar): el esencial principio humanitario del non bis in idem imposibilita dos procesos y dos resoluciones iguales o diferentes, sobre el propio tema o el mismo objeto procesal, en atención a los indeclinables derechos de todo ser humano de ser juzgado únicamente una vez por una actuación presuntamente delictiva, y a la importante defensa de los valores de seguridad y justicia que dominan el ámbito del proceso criminal.

Ahora bien, este trctsfondo filosófico se concreta en una manifestación técnicocultural (la cosa juzgada) según advierte a renglón seguido la misma sentencia:

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DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR la imposibilidad de dos procesos diferentes y dos resoluciones distintas sobre el mismo objeto procesal —efectos negativos y positivos de la cosa juzgada— sobre la base de las identidades subjetiva, objetiva y de pretensión —eadem persone, eadem res y eadem causa petendi— son el efecto característico de no poder seguirse y decidirse un proceso posterior cuando se haya resuelto con firmeza otro anterior.

El Tribunal Constitucional, por su parte, aceptando fundamentalmente la explicación de la cosa juzgada, gusta de aludir, además, a la «subordinación a la autoridad judicial» (véase, p. ej., la STC 7 7 / 1 9 8 3 , de 3 de octubre). En los términos resumidos de D E L R E Y ( 1 9 9 0 , 1 2 1 ) , «dicha subordinación implica que la autoridad administrativa no puede concluir un procedimiento sancionador respecto a hechos tipificados como delitos o faltas sin que antes haya conocido de ellos la jurisdicción penal, de forma que habrá de remitir el caso a esta última, suspendiendo el procedimiento administrativo. Sólo una vez que el proceso penal haya concluido, dicho procedimiento puede reiniciarse y entonces la relación entre el orden sancionador penal y el administrativo se especificará no sólo respecto al efecto negativo de la cosa juzgada —en tanto que, en caso de condena, el procedimiento administrativo habrá de darse por concluido—, sino también mediante la subordinación del segundo al primero por lo que se refiere a la apreciación del componente fáctico de la infracción». Todo ello parece ciertamente razonable, puesto que a nadie se le puede ocurrir poner en duda que los órganos administrativos estén subordinados a los Tribunales. Pero esta explicación dista mucho, con todo, de ser convincente, ya que, como ha observado acertadamente R E B O L L O ( 1 9 8 9 , 8 1 7 - 8 2 1 ) , lo que el Tribunal Constitucional afirma con tal generalidad (la subordinación «exige que la colisión entre una actuación jurisdiccional y una actuación administrativa haya de resolverse en favor de la primera») «es simplemente absurdo»: «lo contrario sucede en el Derecho italiano y nadie piensa por ello que la Administración no está subordinada al Juez». A lo que cabe añadir algo tan elemental como lo siguiente: cuando la resolución administrativa sancionadora es impugnada ante los tribunales contencioso administrativos, ya no está en juego la subordinación de la Administración al Juez sino la eventual dependencia de dos Jurisdicciones. Y esto sin olvidar tampoco que tal no ha sido siempre la solución aceptada por el Derecho histórico, como comprobaremos más adelante. La STC 2/2003, de 16 de enero, ha ofrecido la siguiente versión: Poderosas razones, anudadas en el principio de seguridad jurídica (art. 9.3) y en el valor libertad (art. 1.1) fundamentan la prohibición constitucional de incurrir en bis in idem. En el Estado constitucional de Derecho ningún poder público es ilimitado; por tanto, la potestad sancionadora del Estado, en cuanto forma más drástica de actuación de los poderes públicos sobre el ciudadano, ha de sujetarse a estrictos límites [...] La seguridad jurídica impone límites a la reapertura de cualquiera procedimientos sancionadores —administrativo o penal— por los mismos hechos, pues la posibilidad ilimitada de reapertura o prolongación de un procedimiento sancionador crea una situación de dependencia jurídica que, en atención a su carácter indefinido, es contraria a la seguridad jurídica (STC 147/1986).

Y también de la misma sentencia: La garantía material de no ser sometido a bis in idem sancionador [...] tiene como finalidad evitar una reacción punitiva desproporcionada en cuanto dicho exceso punitivo hace quebrar la garantía del ciudadano de previsibilidad de las sanciones, pues la suma de la pluralidad de sanciones crea una sanción ajena al juicio de proporcionalidad realizado por el legislador y materializa la imposición de una sanción no prevista legalmente.

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Si pasamos de las explicaciones jurisprudenciales a las doctrinales, en términos del laboralista D E L R E Y ( 1 9 9 0 , 1 2 1 ss.), «la fundamentación última de esta subordinación estriba en la consideración de la jurisdicción [penal] como la sede punitiva por excelencia, de forma que la potestad administrativa para sancionar es considerada como auxiliar de la de carácter jurisdiccional, preeminencia que viene dada por la existencia en la primera de una serie de garantías, tanto personales —independencia— como de procedimiento —defensa, pruebas, etc.— que no se dan, o que se dan en grado menor, en la segunda». Y, si éste es fundamento último, el directo o inmediato se encuentra en la proporcionalidad: «Cuando el legislador prevé una sanción para un hecho tipificado como infracción, está obligado por el principio de la proporcionalidad a mantener una adecuación entre la gravedad de la primera y la segunda [y, por ello,] aplicar una nueva sanción, en el mismo orden punitivo o en otros distintos representaría la ruptura de esa consonancia, una sobrerreacción del Ordenamiento Jurídico, que está infligiendo a un sujeto un mal sobre sus bienes mayor o descompensado con respecto al cumplimiento que ha desarrollado del mandato jurídico. En última instancia, el principio del non bis in idem está basado, como en definitiva lo está todo el Derecho, en la idea de justicia, esto es, en la concepción de que a cada uno el Ordenamiento Jurídico debe compensarlo o punirlo según su conducta, de forma que iría en contra de la misma una regulación sancionadora que permitiera penalizar al infractor de forma desproporcionada». Un modo de razonar que recuerda un ingenioso argumento habitual en la doctrina francesa ( M O U R G E O N , 1967, 298 ss.): el bis in idem viola el principio de la legalidad de las sanciones en cuanto que pone en marcha una tercera sanción —formada por la suma de las dos anteriores— no prevista en la norma. En la doctrina administrativista, GARCÍA DE ENTERRÍA invoca como justificante el principio de la legalidad y la (¿visión de poderes. Postura que ha encontrado una fuerte oposición, como la del citado D E L R E Y ( 1 9 9 0 , 1 2 2 ) y antes la del penalista ARROYO ( 1 9 8 3 ) , quien observa que «la doble sanción no afecta en absoluto al principio democrático siempre y cuando sea establecida en ambos casos por la Ley. Lo que del principio de división de poderes se deriva no es tanto una crítica al non bis in idem sino a la propia existencia de un poder sancionador autónomo de la Administración». Y de la misma manera advierte S A N Z GANDASEGUI ( 1 9 8 5 , 1 2 9 ) que el Parlamento, si quiere, puede admitir la doble vía; por lo que, en definitiva, no hay necesidad de buscar apoyo alguno a esta figura, ya que es un principio general del Derecho de carácter autónomo que se explica y justifica por sí mismo. Todas estas fundameñtaciones —como otras muchas más que podrían añadirse— son, desde luego, plausibles. Ahora bien, a nuestros efectos inmediatos la que tiene más importancia, en razón de su carácter estrictamente jurídico (o, si se quiere, jurídico-procesed), es la de la cosa juzgada, sobre la que va a insistirse inmediatamente con más cuidado, puesto que opera como punto de referencia constante en las decisiones judiciales. En cualquier caso —y tal como acaba de comprobarse— explicaciones no faltan. Con lo cual se demuestra, una vez más, que la cultura jurídica siempre está en condiciones de justificar a posteriori con razones pretendidamente técnicas una decisión previa tomada indefectiblemente por impulsos ideológicos o meramente voluntaristas. La fuerza de convicción de todos estos intentos racionahzadores es, sin embargo, escasa ya que suelen entrañar peticiones de principios muy vulgares. Su artificiosidad salta a la vista y resultan tan frágiles como las que se aportan (con las mismas intenciones) en sentido contrario, tal como veremos más adelante a la hora de exponer la situación de la época preconstitucional. A mi entender, con todo, en este punto como en los demás del Derecho Administrativo Sancionador, la cuestión debatida está en función de la idea que se

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tenga de la unidad —o diversidad— «ortológica» de los ilícitos y de sus sanciones. Porque es claro que quienes afirman dicha unidad han de aceptar, como un corolario de ella, la prohibición del bis in idem; mientras que quienes la niegan pueden aceptar sin graves dificultades la compatibilidad de sanciones que son diferentes por naturaleza. 2.

LA COSA JUZGADA

Tal como ha observado DEL REY ( 1 9 9 0 , 7 9 - 8 0 ) , en su origen el principio del non bis in idem fue una derivación de la cosa juzgada en sus dos vertientes o efectos: el positivo (lo declarado por sentencia firme constituye la verdad jurídica) y el negativo (imposibilidad de que se produzca un nuevo planteamiento sobre el tema). Lo que sucede es que con el tiempo se ha ido experimentando un continuado proceso de extensión: «De su vertiente claramente procesal ha pasado a presentar un componente esencialmente sustancial —imposibilidad de sancionar dos veces un mismo hecho, con independencia de si ello implica la existencia, o no, de un proceso judicial y su reproducción— y de su ámbito preferente de aplicación, que ha sido tradicionalmente el de infracción/sanción jurídico penal, y que ha pasado a ser de aplicación en toda rama jurídica en la que exista potestad sancionadora». Ahora bien, la conexión entre el non bis y la cosa juzgada —que siempre ha existido y que deliberadamente ha potenciado el Tribunal Constitucional— no deja de ser sorprendente y técnicamente ofrece dificultades, ya que su regulación originaria, a la que todavía sigue siendo fiel la jurisprudencia, se encuentra en textos del siglo xix concretamente en los artículos 544 de la Ley de Enjuiciamiento Civil y 1.252 del Código Civil («para que la presunción de cosa juzgada surta efecto en otro juicio, es necesario que entre el caso resuelto por la sentencia y aquel en que ésta sea invocada, concurra la más perfecta identidad entre las cosas, las causas, las personas de los litigantes y la calidad con que lo fueron»), a partir de los cuales se ha producido una doctrina civilística que no se corresponde exactamente con la penal y que, con mayor motivo, tampoco puede ser extendida literalmente al Derecho Administrativo Sancionador. Además, la tradicional «triple identidad» (en los actuales términos del art. 133 de la LPAC) no es, en efecto, fácilmente adaptable al ámbito que se está examinando como se desarrollará con detalle más adelante. La insatisfactoriedad de la cosa juzgada como explicación técnica de la prohibición es algo generalmente sentido por la doctrina, que siempre se ha preocupado de ir «más allá» de aquélla buscando afanosamente alguna otra explicación más convincente. La verdad es que, cuando se examina críticamente la institución de la cosa juzgada, se derrumba pronto su imponente fachada, que demuestra ser, en efecto, una simple fachada, una cáscara vacía formada por una inercia procesal milenaria rigidificada, pero sin fruto en el interior. Así se deduce, en todo caso, de obras tan reflexivas como la de D E LA OLIVA (1991) y muy particularmente, por lo que se refiere al Derecho Administrativo Sancionador, en el que resulta poco menos que imposible introducir la cosa juzgada civil y muy problemática la de la cosa juzgada contencioso-administrativa, ya que, como dice la STS de 10 de noviembre de 1982, «la cosa juzgada tiene matices muy específicos en el proceso contencioso-administrativo, donde basta que el acto impugnado sea histórica y formalmente distinto que el revisado en el proceso anterior para que deba desecharse la existencia de la cosa juzgada, pues en el segundo proceso se trata de revisar la legalidad o ilegalidad de un acto administrativo nunca examinado antes, sin peijuicio de que, entrando en el fondo del

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asunto, es decir, no ya por razones de cosa juzgada, se haya de llegar a la misma solución antecedente». La trasposición empezaría, entonces, en la cosa juzgada penal: operación nada sencilla, sin embargo, en cuanto significa traducir al Derecho Administrativo proposiciones propias del Derecho Penal y que supone una hazaña malabar cuando el salto tiene lugar desde un Tribunal penal a un acto rigurosamente administrativo, por muy sancionador que sea. Conectar el principio del non bis in idem con la cosa juzgada carece, en definitiva, de justificación dogmática y en modo alguno viene impuesta por el Derecho positivo. La única explicación, por tanto, habría de ser finalista, es decir, si gracias a la figura de la cosa juzgada se pudiera manejar con seguridad y fruto la regla de la prohibición de bis in idem; pero ya se ha visto que tampoco sucede esto. La conclusión, en definitiva, es que el Derecho Administrativo Sancionador necesariamente ha de elaborar en este punto una doctrina propia, aunque se encuentre inicialmente inspirada por la estructura de la cosa juzgada. Dogmática que habría de girar fundamentalmente en torno a las figuras concúrsales y sobre el análisis y contraste de los hechos constitutivos de los ilícitos, de los sujetos y de los bienes protegidos por las normas. Sin olvidar, por último, que el distanciamiento de las técnicas procesales es tanto más necesario cuanto que en el Derecho Administrativo Sancionador el non bis in idem opera incluso para dos sanciones administrativas, es decir, sin que medie sentencia ni cosa juzgada. La STC 2/2003, repetidamente citada, se ha pronunciado sobre el particular en términos rotundos: el efecto de cosa juzgada es predicable tan sólo de las resoluciones judiciales, de modo que sólo puede considerarse vulneración del derecho a la tutela judicial efectiva sin indefensión, en cuyo haz de garantías se ha reconocido el respeto a la cosa juzgada, el desconocimiento de lo resuelto en una resolución judicial firme, dictada sobre el fondo del litigio [...] De modo que, sin haberse producido un control judicial ulterior por la jurisdicción contencioso administrativa la resolución administrativa carece de efecto de cosa juzgada.

3.

PLURALIDAD DE TIPIFICACIONES NORMATIVAS

En esta búsqueda de soluciones mejores se ha pensado también explicar la figura que estamos examinando no ya desde una perspectiva procesal (como es el caso de la cosa juzgada) sino normativa, de tal manera que la regla del nos bis in idem seria simplemente el resultado de un concurso de leyes: tratamiento que ofrece la ventaja adicional de contar con una teorización bien conocida en el Derecho Penal. En efecto, si existe la posibilidad de una pluralidad de sanciones por un solo hecho, ello es consecuencia obviamente de que existe una previa pluralidad de tipificaciones infractoras del mismo. Porque, si sólo hubiera un solo tipo normativo, es claro que sólo podría haber una sanción. De aquí la prudente «recomendación» consignada en el n.° 2 del artículo 4 de la LPSPV: «en la configuración de los regímenes sancionadores se evitará la tipificación de infracciones con idéntico supuesto de hecho e idéntico fundamento que delitos o faltas ya establecidos en las leyes penales o que infracciones ya tipificadas en otras normas administrativas sancionadoras». Distinta ha sido, sin embargo, la actitud de la Ley estatal 37/2003, de 17 de noviembre, sobre Ruido, en cuya Exposición de Motivos se consigna que el catálogo de infracciones en materia de contaminación acústica puede en algún punto duplicar la tipificación de una infracción ya prevista en alguna otra norma vigente; sin embargo, por razones de conveniencia y sistemática se ha optado por no omitir la tipificación en esta ley de

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DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR las infracciones que pudieran resultar de este modo redundantes, a fin de evitar la dispersión y eventuales discondancias en el tratamiento normativo de aquélla en aquellos supuestos donde unos mismos hechos fueran subsumibles en las normas sancionadoras previstas en esta ley y establecidas en alguna otra norma, habrán de aplicarse las normas de concurso.

Vistas así las cosas, he aquí que la cuestión de la pluralidad de sanciones se reconduce a la de la pluralidad de infracciones y, como éstas y aquéllas tienen que estar tipificadas en una norma previa, en último extremo nos encontramos en la mayor parte de los casos ante la vieja cuestión del concurso de normas. De esta manera, el problema se eliminaría en su raíz si no existiera más que un tipo y el non bis in idem podría reducirse a una prohibición de pluralidad de tipos normativos de infracciones por un mismo hecho. Pero la realidad es que casi nunca se ha seguido este planteamiento en parte por inercia e incapacidad de racionalizar el Ordenamiento represor, eliminando las duplicaciones, y en parte porque la experiencia enseña que es inevitable que un mismo hecho se encuentre conminado en ocasiones por varias sanciones. Por citar una sola sentencia al respecto, la STS de 24 de abil de 2000 (3.a, 4.a, Ar. 3817) declara que «el principio general de derecho non bis in idem [...] prohibe que una persona sea sancionada dos veces por el mismo hecho, pero no impide que una misma conducta pueda estar tipificada en dos disposiciones diferentes (debiendo distinguirse) entre la doble sanción por unos mismos hechos y la previsión de la misma infracción en diferentes normas, pues cuando menos, en principio, ello no afecto al principio non bis in idem, que lo que prohibe no es una distinta regulación y sí una doble sanción por unos mismos hechos». MUÑOZ QUIROGA ( 1 9 8 5 , 1 3 3 ) ha escrito, dentro de esta misma línea pero en términos más ambiciosos, que «la solución frontal exigiría reconducir cada Poder estatal a su función específica y promover las reformas legislativas necesarias para [...] limitar la potestad sancionadora [de la Administración] a los supuestos estrictos exigidos para el cumplimiento de sus fines [...] completándolas con una reforma de la organización y competencia de los Tribunales penales [...] eliminando de los Códigos punitivos los ilícitos propios de las Ordenanzas municipales». Muy distinta es, sin embalo, la posición de DEL REY ( 1 9 9 0 , 1 2 5 - 1 2 6 ) , quien —adelantándose a los pronunciamientos del Tribunal Constitucional que acaban de ser transcritos— limita deliberadamente a las sanciones el alcance del non bis in idem, que, en su opinión, prohibe «que un mismo hecho sea doblemente sancionado, no que sea doblemente tipificado administrativa y penalmente». En otras palabras, su ámbito propio es la sanción, no la infracción, y por lo siguiente: «En base a la doctrina predominante del Tribunal Supremo, lo que en última instancia separa a la sanción administrativa de la penal es el elemento subjetivo, y no el objetivo o la naturaleza jurídica. La infracción penal a efectos sancionatorios reúne todos los elementos de la posible sanción administrativa más el elemento de la culpabilidad [,..]. Ausente dolo o culpa, una conducta imputable a un sujeto sí puede estar sometida, incluso archivada o sobreseída la causa penal, a una sanción administrativa. La necesidad de que exista este elemento subjetivo de culpabilidad es lo que en principio permite la situación actual en la que unos mismos hechos se encuentran recogidos como infracciones en términos similares en la normativa penal y administrativa». Esta opinión vale, desde luego, como atractiva sugerencia; pero no puede ser compartida en su literalidad: primero porque se basa en una afirmación tan frágil como es la ausencia de culpabilidad en el Derecho Administrativo Sancionador, lo que dista mucho de ser seguro como ya sabemos; y, además, porque eso significaría la arbitrariedad más absoluta —la falta total de criterios— en la política legislativa. La STS de 15 de marzo de 1985 (Ar. 1594; Gordillo) sugiere a este propósito una solución muy aguda. En un considerando del Tribunal Supremo —y frente al hecho

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de que existen dos normativas sancionadoras concurrentes— se declara que «a los efectos de evitar una doble sanción administrativa (estatal y municipal) por un mismo hecho, la actuación del Ayuntamiento habrá de limitarse a lo que legalmente se atribuye a la competencia municipal». Esto es muy interesante, desde luego, pero no es a ello a lo que quería referirme sino a las observaciones que aparecen en el cuarto considerando de la sentencia de instancia, procedente de la Audiencia Territorial de Madrid, en el que se traslada el problema desde la existencia concurrente de dos normas a la decisión selectiva del operador jurídico: el Principio General de Derecho que se concreta en la frase latina non bis in idem (al que, por cierto, nuestra Constitución no se refiere de manera adecuada), no tiene por qué ser incluido dentro de la normativa positiva de que se trate, ya que, aun siendo fuente de Derecho, según establece de forma general el Titulo preliminar del Código civil, sirve únicamente como vehículo interpretativo de cualquier disposición legal y, por ello, no tiene por qué incluirse dentro de la propia norma, sino que existe fuera de ella y de manera abstracta, y su cumplimiento queda en manos de la Administración o Tribunal al que corresponda la potestad y deber de aplicarla.

La notoria existencia de normas sancionadoras superpuestas, por tanto, no conculcan ese principio del «non bis in idem», ya que su cumplimiento corresponde, no al que elabora y aprueba la norma, sino al que la aplica en aquellos supuestos en que un mismo acto o hecho pueda estar tipificado y sancionado en más de un precepto punitivo.

Tal como ha señalado acertadamente R E B O L L O ( 1 9 8 9 , 8 1 1 ) , «en puridad, el principio non bis in idem no resuelve cuál de las normas aplicables debe prevalecer: sólo señala que hay que elegir una [...]. Y no se constituye en criterio para determinar la validez o la derogación de normas». Si el verdadero problema, como estamos viendo, es de política legislativa, lo que el Estado tiene que preguntarse, cuando decide reprimir un hecho, es si conviene tipificarlo como delito o como infracción administrativa, ya que tiene en su mano ambas posibilidades, dándose por supuesto que, salvo excepciones, es mejor no utilizarlas simultáneamente. Este es el único medio de evitar que las dificultades se trasladen a los Tribunales y a la Administración a la hora de aplicar normas sancionadoras superpuestas. Solución que ha adoptado el Derecho italiano, en el que la Presidencia del Consejo de Ministros ha publicado unas Circulares —la más importante de ellas de 19 de diciembre de 1983— en las que, pese a lo modesto de su nombre, se contienen nada menos que instrucciones o criterios al Legislador para que resuelva el indicado dilema sin incurrir en la superposición sancionadora que se considera ha de ser evitada en principio. Y más todavía: en el supuesto de que, pese a todas las precauciones, existan efectivamente una pluralidad de conminaciones sancionatorias, el artículo 9.1 de la Ley 689/1981 se ha preocupado de precisar cuál es la que ha de ser aplicada, siendo de subrayar que en modo alguno se pronuncia a favor de la penal: «Cuando un mismo hecho está castigado por una disposición penal y por una disposición que prevea una sanción administrativa, o bien por una pluralidad de disposiciones que prevean una pluralidad de sanciones administrativas, se aplica la disposición especial». Muy distinta es la solución del Derecho español, al menos la del Real DecretoLey de 25 de enero de 1977 —que el Tribunal Constitucional ha constituáonalizado implícitamente luego, terminando por generalizarla— en la que se consagra la prevalencia de la norma penal, al imponer la preferencia de la sentencia penal que la aplica. De aquí la dura crítica a que somete R E B O L L O (1989, 823) esta postura jurisprudencial: «Lo que finalmente resulta, aunque no se formule así, es una regla sustantiva

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de resolución de concurso de normas que creemos no está fundada: las normas que establecen penas y las que prevén sanciones están siempre en relación de subsidiariedad, siendo la ley principal la penal y la subsidiaria la sancionadora. Tal regla no se deduce de lugar alguno. Al contrario, más bien pudiera parecer a la vista de la legislación vigente, que en muchos supuestos ofrece tipos de infracciones más específicos que los correspondientes delitos y faltas y con sanciones superiores, que se ha partido en el Derecho positivo de la solución opuesta. Absurdo es, por ejemplo, que con una Constitución en que lo único cierto es que no aparece el principio non bis in idem se llegue finalmente a considerar inconstitucional una solución tan racional y lógica como la del Derecho italiano [...]. [Además], desde el momento en que es constitucional la potestad sancionadora de la Administración, no se sustenta en parte alguna que haya de ser considerada subsidiaria y quedar desplazada ante la concurrencia de norma penal». III.

NATURALEZA: PRINCIPIO GENERAL DEL DERECHO Y DERECHO FUNDAMENTAL

La regla jurídica del non bis in idem suele ser calificada de «principio general del Derecho»; pero, a mi juicio, sin otra razón que la de que inicialmente no se encontraba positivizada en precepto alguno del Derecho Positivo y, como ya sabemos, suele darse por supuesto que lo que no está formulado explícitamente en un texto escrito, no puede ser una norma sino, a todo lo más, un principio. Salvador DEL R E Y ( 1 9 9 0 , 1 1 1 ss.), admitiendo que esto siempre ha sido así, se pregunta si en la actualidad seguirá siendo correcta esta calificación, una vez que la Constitución ya ha positivizado el principio; lo que resuelve en términos rotundos afirmando que «no debe considerarse que se opera una pérdida en la identidad del principio sino, en todo caso, un enriquecimiento funcional o estructural». A cuyo propósito se apoya en la opinión de D E LA OLIVA Y FERNÁNDEZ (Lecciones de Derecho Procesal, I I , 1 9 8 4 , 1 4 3 - 1 4 4 ) conforme a la cual los principios generales del Derecho «no desaparecen en cuanto tales por el hecho de estar recogidos expresamente en la Constitución [...] este hecho provocará una protección especial de su eficacia, un reforzamiento de su virtualidad (incluso a causa de engendrar un derecho fundamental), pero resultaría incongruente que, en vista de que la Ley Fundamental consagra el principio [se entendiera] que deja de existir; se esfuma [...] y la incongruencia no se elimina ni mitiga porque al principio se le considere sustituido, y ventajosamente, por un derecho fundamental». Sin peijuicio de lo anterior, desde el momento en que el Tribunal Constitucional admite la protección en amparo para la defensa de las infracciones del non bis in idem, resulta indudable que éste es considerado como un derecho fundamental. Lo que no significa que dogmáticamente lo sea. En cualquier caso, SANZ GANDASEGÜI se ha opuesto enérgicamente a esta conceptuación, entendiendo que lo mejor sería encomendar su protección a los Tribunales contencioso-administrativos en cuanto principio general de Derecho. Y es que, en su opinión (1985, 137), «la categoría de derecho fundamental debería restringirse por su importancia a aquéllos así declarados por la Constitución —o a lo sumo incluir los no recogidos que tengan tal entidad—, pero sin ampliarse a principios generales o a derechos subjetivos que si bien pueden ser accionables por la vía ordinaria no lo deben ser por la de amparo teniendo en cuenta, además, que la excesiva ampliación puede llegar a colapsar la actividad de los tribunales». En mi opinión, sin embargo, y de acuerdo con lo que en el capítulo dedicado al principio de la legalidad ya se ha expuesto, la prohibición de bis in idem no es un principio sino una regla jurídica no positivizada (durante un tiempo) en una norma; y es

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totalmente incorrecto afirmar que las reglas jurídicas no formuladas en una norma positiva, se convierten en principios. Lo que resulta indiscutido, en cualquier caso, es la operatividad concreta de este «principio» bajo la forma de derecho fundamental. Es obvio, desde luego, que así ha de ser forzosamente — y de hecho así está sucediendo— en el recurso de amparo. Más curioso resulta, sin embargo, que los Tribunales contencioso-administrativos, a la hora de revisar una sanción administrativa, en ocasiones no lo hagan verificando si está de acuerdo, o no, con la legalidad objetiva —y, dentro de ella, con la regla del non bis in idem— sino desde la perspectiva de la eventual lesión de un derecho fundamental. Como ejemplo de este mimetismo con el Tribunal Constitucional, valga la STS de 25.5.1986 (Ar. 2396; Pera): el Tribunal Constitucional ha proclamado la vigencia del principio non bis in idem, bien que con las pertinentes matizaciones, pero en cuya virtud el derecho fundamental que tal principio entraña sería vulnerado si a consecuencia de la comisión de un solo y único hecho se imponen a la persona autora y responsable del mismo una duplicidad de sanciones, a saber, una mediante resolución de órgano de la Jurisdicción penal y otra merced a acuerdo de órgano administrativo.

IV. EL DERECHO POSITIVO Para una mejor inteligencia de la cuestión y para comprender hasta qué punto domina aquí el relativismo normativo, antes de entrar en el análisis sistemático del tema, conviene trazar una rápida panorámica de su evolución, en la que destaca un período que puede considerarse «tradicional» (basado sustancialmente en el sistema jurídico decimonónico), una etapa preconstitucional y, en fin, el momento en que nos encontramos de constitucionalismo asimilado. Antes de la Constitución, la prohibición de bis in idem era un desiderátum teórico, al que desde luego no era insensible la Jurisprudencia, pero que ésta no podía siempre imponer, vinculada como estaba, a veces, por unas declaraciones legales terminantemente contrarias al mismo. Después de la Constitución se invierte el planteamiento: la legislación cambia de signo y la regla se afirma. Los Tribunales tienen, por así decirlo, la puerta abierta para su aplicación; pero ésta no llega a generalizarse del todo, como ya se ha apuntado y hemos de comprobar seguidamente.

1.

EL DERECHO TRADICIONAL Y LA SITUACIÓN PRECONSTITUCIONAL

El principio que hoy denominamos non bis in idem aparece en el siglo xix bajo la forma de los conflictos de competencias: detectada una presunta infracción (administrativa y penal) y puestos en marcha simultáneamente ambos mecanismos represores, gubernativos y judiciales, surgía la necesidad de determinar cuál de ellos era el competente para proseguir las actuaciones. Lo que, como es sabido, se resolvía a través de Reales Decretos de competencia, que fueron elaborando lentamente, y no sin contradicciones, una doctrina que llegó a consolidarse aceptablemente en los términos que aparecen desarrollados en las anteriores ediciones de este libro, a las que me remito, pero que en la presente —la cuarta— me he permitido suprimir para librar al lector de unas páginas ciertamente curiosas pero hoy de simple erudición. a) Se afirma tajantemente la prohibición de bis in idem como formando parte del patrimonio jurídico nacional que no necesitó argumentación alguna: «el principio non bis

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in idem debe reputarse como general y común al Ordenamiento sancionador y por ende también aplicable a los casos de duplicidad de sanciones administrativas» (STS 7 de marzo de 1978; Ar. 923; Gabaldón). Como se ve, la apoyatura que aquí se busca alude vagamente a la extensión de los principios del Derecho Penal al Derecho Administrativo. b) Pero más común es todavía la actitud opuesta —o sea, la negación de esta regla y la afirmación de la contraria— como consecuencia de la independencia de las actuaciones. En los términos de la Sentencia de 13 de octubre de 1958, según reiterada jurisprudencia son totalmente independientes las esferas de la jurisdicción contencioso-administrativa y la ordinaria, siempre que aquélla no someta su conocimiento a una previa declaración delictiva,

Y todavía en las mismas vísperas de la Constitución la Sentencia de 26 de abril de 1976 (Suárez Manteóla) seguía recordando que era doctrina del Alto Tribunal la de que aun cuando desde un plano teórico fuera deseable la aplicación del conocido principio non bis in idem en la colisión de normas sancionadoras de tipo penal y administrativo como corrector de la descoordinación del Ordenamiento jurídico y de la sensación de inseguridad para el administrado, es lo cierto que desde el punto de vista práctico, sus normas toleran que un mismo hecho pueda ser calificado de infracción penal e infracción administrativa y por tanto los tribunales de la jurisdicción represiva y los órganos de la Administración pueden imponer sanciones independientes: así se desprende del artículo 603 del Código penal.

c) Y, por último, no faltan testimonios de una línea cautelosa, representada por la Sentencia de 6 de febrero de 1979 (Ar. 570; Botella) que considera «elemental» la regla de non bis in idem «que veda castigar el mismo hecho por dos distintos órganos de la Administración», aunque añadiendo con prudencia «salvo el caso de ley formal que lo establezca, como así resulta del artículo 27 de la Ley de Régimen Jurídico de la Administración del Estado en relación con el artículo 4 de la Ley de Procedimiento Administrativo». Dos preceptos en los que la sentencia, con no poca imaginación, cree encontrar positivizado el principio del non bis in idem para el caso de dos sanciones administrativas. La causa explicativa de la compatibilidad de penas y sanciones administrativas se encuentra, en último extremo, en la circunstancia (admitida sin discusión en aquella época) de que unas y otras son de naturaleza distinta. Independientemente de lo anterior (y sin entrar en mayores detalles para los que me remito de nuevo a las anteriores ediciones de este libro), lo que parece también muy claro es que durante esta época apenas si tuvieron incidencia en España las rotundas declaraciones realizadas a tal propósito en los foros internacionales. Así, en el artículo 4 del Protocolo 7 del Convenio de Roma o en el artículo 14.7 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 1966: «Nadie podrá ser juzgado ni sancionado por un delito por el cual haya sido ya condenado o absuelto por una sentencia firme de acuerdo con la ley el procedimiento penal de cada país.» O mucho más pormenorizadamente todavía el Título V («Ate bis in idem») del Convenio Europeo sobre Transmisión de Procedimientos en Materia Penal de 1972 (ratificado por España ciertamente mucho más tarde, el 24 de jimio de 1988). 2.

LA CONSTITUCIÓN Y SUS REPERCUSIONES INMEDIATAS

Este panorama, indudablemente confuso y desde luego contrario tendencialmente a la vigencia de la regla, pareció —luego veremos que en realidad la trans-

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formación no fue tan profunda— cambiar radicalmente en 1978, ya que si la Constitución nada dice al respecto, el Tribunal Constitucional la interpretó en tal sentido en una de sus primeras sentencias (la 2 / 1 9 8 1 , de 3 0 de enero), aunque bien es verdad que, como acertadamente ha observado S A N Z GANDASEGUI ( 1 9 8 5 , 1 3 2 ss.), ni se razonan las causas de la invocada «íntima unidad» ni resulta correcto derivar, sin más, el principio del non bis in idem del de la legalidad: «Si bien no se encuentra el principio recogido expresamente en los artículos 14 a 30 de la Constitución [...], no por ello cabe silenciar que, como entendieron los parlamentarios en la Comisión de Asuntos Constitucionales y Libertades Públicas del Congreso, al prescindir de él en la redacción del artículo 9 del Anteproyecto de la Constitución, va íntimamente unido a los principios de legalidad y tipicidad de las infracciones recogidos principalmente en el artículo 25. Por otro lado, es de señalar que la tendencia de la legislación española reciente, en contra de la legislación anterior, es la de recoger expresamente el principio. Efectivamente, tal como se apunta en la última frase citada, el legislador había introducido modificaciones trascendentales en algunas de las leyes preconstitucionales. Concretamente, el artículo 2 del Real Decreto-Ley de 25 de enero de 1977, al reformar la Ley de Orden Público, advertía que «no se impondrán conjuntamente sanciones gubernativas y sanciones penales por unos mismos hechos. Cuando los actos contrarios al orden público puedan revestir caracteres de delito, las Autoridades gubernativas enviarán a la judicial competente los antecedentes necesarios y las actuaciones practicadas para que ésta proceda a su enjuiciamiento. En el caso de que el órgano jurisdiccional acordare el archivo o el sobreseimiento de la causa iniciada por no justificarse que los hechos sean constitutivos de delito remitirá de inmediato a la autoridad gubernativa los testimonios oportunos, por si aquéllos pudiesen ser objeto de sanción como actos contrarios al orden público. De igual modo actuará cuando, sin declaración de responsabilidad, terminen los procedimientos penales iniciados de oficio o a instancia de parte». Un texto que, para mayor interés, viene cuidadosamente justificado en la Exposición de Motivos: en la actualidad los actos que enumera el artículo 2 de la Ley de Orden Público pueden dar lugar a una situación de hecho capaz de originar, de modo simultáneo, procesos judiciales y expedientes gubernativos de carácter sancionador, por ser acogidas también aquellas conductas en el Código Penal. Si bien el clásico principio del non bis in idem en sentido amplio no siempre resulta vulnerado por la concurrencia de multas administrativas y sanciones penales, es lo cierto que en su propia y estricta significación tales conductas, si se sancionan de forma acumulativa, representan, si no la ruptura plena, sí una lesión de aquel principio, razón por la cual si una conducta está prevista en la Ley como acto contrario al orden público presenta también una exacta tipicidad penal, se debe atribuir a la Autoridad penal competente preferencia para declarar las presuntas responsabilidades, resolución que normalmente deberá excluir la imposición de sanción gubernativa.

Sea como fuere, el hecho es que en los años inmediatamente siguientes a la Constitución el legislador se preocupó de consagrar la regla de forma casi estereotipada en una larga serie de textos contundentes. Pero tampoco faltan ejemplos de un repudio terminante, según hace, por ejemplo, el artículo 77 de la Ley de Procedimiento Laboral o el artículo 2 de la Ley de Costas de 10 de marzo de 1980 y a nivel reglamentario, el artículo 9.6 del Real Decreto de 22 de junio de 1983 en el que se establece que «la responsabilidad administrativa a que se refiere el presente Real Decreto (carente, por cierto, de cobertura legal) será independiente de la responsabilidad civil, penal o de otro orden que, en su caso, pueda exigirse

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a los interesados». Y, por supuesto, las normas de funcionarios, como el artículo 4 del Reglamento Disciplinario de 10 de enero de 1986 y —con rango de Ley Orgánica— el artículo 8 de la de Cuerpos y Fuerzas de Seguridad de 13 de marzo de 1986. El reflejo de la Constitución (conforme a la interpretación del Tribunal Constitucional) en la legislación parece, pues, evidente y dominante aunque no unánime; pero conforme pasan los años se tiene la sensación de que el legislador ya no ve con tanto entusiasmo la regla y se resiste a recogerla de forma expresa en los textos, y no precisamente por considerarla innecesaria (de puro obvia) sino porque hay un indudable cambio de criterio, una vuelta al pasado, por así decirlo. Hasta tal punto que en la actualidad vivimos otra vez en una etapa de oscuridad. Porque ciertamente ya ha desaparecido la animadversión legislativa genérica contra tal regla; pero no es menos cierto que ha desaparecido también la mentalidad generalizada de su aceptación, que sólo se conserva en la doctrina. La legislación, como acaba de decirse, se ha tomado cauta y hasta reticente. Evolución que, en cualquier caso, ha llegado de momento a su última fase con el artículo 133 de la PAC, del que me ocuparé con detalle más adelante, aunque ya conviene adelantar aquí su declaración esencial: «no podrán sancionarse los hechos que hayan sido sancionados penal o administrativamente, en los casos en que se aprecie identidad de sujeto, hechos y fundamentos». Y lo mismo está sucediendo con la jurisprudencia incluso con la del propio Tribunal Constitucional. Nuestros tribunales se mueven hoy con prudencia y han dejado de ser radicalmente abiertos y generosos con la regla: en ocasiones no la aceptan y, cuando lo hacen, introducen toda clase de restricciones y matizaciones limitativas a través de precisiones técnicas, algunas de subido valor teórico. En cualquier caso —y volviendo al principio— lo que resulta muy dudoso es que la Constitución haya recogido esta prohibición: ni directa ni indirectamente. Cierto es, desde luego, que en el Anteproyecto (BOC de 5 de mayo de 1978) se proclamaba de forma expresa la «exclusión de la doble sanción por los mismos hechos»; pero en la sesión del día 1 6 siguiente (Diario de Sesiones, p. 2 3 8 9 ) se aceptó la propuesta de PÉREZ-LLORCA de trasladar este texto al artículo 2 5 , debido a que «si bien ha entendido la mayoría de la Ponencia que este principio debe quedar consagrado en la Constitución, planteaba su redacción en este artículo la dificultad de deslindar determinados extremos e incluir determinados supuestos que darían una redacción muy larga al precepto». Con lo cual se eliminó el principio en la Comisión de Asuntos Constitucionales y Libertades Públicas del Congreso mas, olvidándose de la Propuesta y del Acuerdo de la Ponencia, ya no reapareció ni en el artículo 25 ni en ningún otro. La eventual constitucionalización del non bis in idem no ha sido, pues, obra de las Cortes Constituyentes sino del Tribunal Constitucional, quien, una vez más, se ha arrogado la facultad de legislador constituyente positivo con objeto de suplir las imperfecciones —en este caso, olvidos— del Parlamento. Tarea loable aunque harto arriesgada. De aquí la reacción de la doctrina crítica, como sucede con REBOLLO ( 1 9 8 9 , 8 2 0 - 8 2 1 ) , quien ha puesto de relieve cómo la arbitrariedad del Tribunal Constitucional ha llegado al extremo de obligar a decir al artículo 25 de la Constitución no sólo algo que con toda evidencia no ha dicho sino a imputarle un texto meramente gubernamental: el del Decreto-Ley de 25 de enero de 1977. Porque es el caso que el Tribunal ha endosado a la Constitución nada menos que este texto del Ejecutivo por el que se había modificado (como reiteradamente se advierte en este mismo capítulo) la Ley de Orden Público. De tal manera que «el sistema del artículo 2 del Real Decreto-Ley de 1977 se ha convertido no en algo ajustado a la Constitución sino en el único que cumple con ella: se ha convertido en una determinación constitucional y cualquier otra solución del concurso de normas y la concurrencia de competencias es inconstitucional».

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La dura crítica de R E B O L L O no se detiene, con todo, aquí sino que se extiende (1989, 822-823) al contenido sustancial de la constitucionalización así realizada y, con referencia concreta a la sentencia 77/1983, de 3 de octubre, advierte que la doctrina en ella sentada «está basada en una interpretación de la Constitución que atiende básicamente a la estructura de poder (y no finalista, como creía SANZ GANDASEGUI) diseñado en ella [...] [porque] lo que realmente se ha tenido en cuenta es la división de poderes y, consecuentemente, de funciones, propia del Estado de Derecho, así como la estructura organizativa que ello supone. [Pero] olvida el dato previo y fundamental de la identidad ontológica de delitos, faltas e infracciones, por una parte, y de penas y sanciones por otra [...]. Lo que el Tribunal Constitucional ha hecho ha sido situar la clave del problema en lo que previamente se había considerado accesorio y secundario: la diferencia de competencias». Sea como fuere y prescindiendo de la impureza de su origen, el hecho es que de esta forma se han hecho realidad los empeños que denodadamente venía realizando la doctrina (BOLEA, Lorenzo MARTÍN-RETORTILLO, A L O N S O C O L O M E R , GARCÍA DE ENTERRÍA, C E R E Z O y un largo etcétera) con anterioridad a 1 9 7 8 . Aunque por causa del extraño camino que acaba de ser denunciado nos encontramos ante una singular paradoja: si hasta ahora se ha hablado de las repercusiones de la Constitución sobre la legislación posterior, con mayor motivo cabria hablar en este punto de repercusiones de la legislación anterior sobre la Constitución, ya que esto es lo que ha sucedido realmente, conforme a la observación de R E B O L L O . Ésta viene a ser también la opinión de D E L R E Y ( 1 9 9 0 , 8 1 ) cuando afirma que «por lo que se refiere a las ramas penal y administrativa individualmente consideradas, la influencia de la Constitución no es significativa en la evolución doctrinal del Tribunal Supremo, en tanto que la aplicación del non bis in idem se encontraba ya plenamente consolidada. En este ámbito, la doctrina del Tribunal Constitucional se ha limitado a recoger una importante y firme posición de nuestra jurisprudencia». En este juego de influencias y repercusiones es claro, por tanto, que la Constitución es utilizada simplemente como una cobertura para las manipulaciones —por supuesto, bien intencionadas— que se han impuesto posteriormente. El resultado, en todo caso, es que, salvo excepciones y vacilaciones algunas de importancia, la regla del non bis in idem se ha afirmado ya en el Derecho español en términos que resume minuciosamente la sentencia de 24 de enero de 1989 (Ar. 432; Bruguera): La jurisprudencia del Tribunal Constitucional aplicando el artículo 25.1 de la Constitución, vino a rectificar la doctrina jurisprudencial tradicional de la independencia de la potestad penal y de la potestad administrativa sancionadora, sentando el principio non bis in idem y la subordinación de la Administración a lo decidido por el Juez Penal. La Sentencia de la Sala 5." de este Tribunal Supremo de 20 de enero de 1987 resume la nueva doctrina, señalando que la doctrina reiterada del Tribunal Constitucional,!...] de la que es ejemplo su Sentencia n." 77/1983, de 3 de octubre, refiriéndose a los límites de la potestad sancionadora de la Administración, puntualiza que de acuerdo con el artículo 25.1 de la Constitución, estos límites no han de ser solamente el de la legalidad, el de la interdicción de las penas de privación de libertad y el del respeto de los derechos de defensa reconocidos en el artículo 24, sino también el de la subordinación de los actos sancionatorios de la Administración a la Autoridad judicial que, a su vez, lleva el necesario control a posteríori de dichos actos mediante el oportuno recurso, y la imposibilidad de que los Órganos de dicha Administración lleven a cabo actuaciones o procedimientos sancionadores en aquellos casos en que los hechos puedan ser constitutivos de delito o falta según el Código Penal o las leyes especiales mientras la autoridad judicial no se haya pronunciado sobre ellos.

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De la misma manera que también es igualmente cierto que en algunas sentencias se aplica la regla no sólo en supuestos de silencio normativo sino incluso cuando un Reglamento acepta expresamente la compatibilidad de las sanciones; lo que se estima inválido por inconstitucional. Esto es lo que hace, por ejemplo, la STS de 22 de mayo de 1986 (Ar. 2396; Pera) que anula una sanción administrativa superpuesta a una pena aun a conciencia de que el artículo 155 de la Ordenanza General de Seguridad e Higiene en el Trabajo de 1971 lo autorizaba sin vacilaciones, por considerar que tal precepto «debe reputarse decaído en su vigencia y aplicabilidad, por su enfrentamiento con el artículo 25 de la Constitución». Ésta es, desde luego, la tendencia inequívocamente dominante; pero no se puede silenciar la existencia de una corriente contraria que (al margen de las relaciones de sujeción especial, de las que se hablará luego) niega la aplicación de la regla como consecuencia del mantenimiento del viejo principio de la independencia de los dos órdenes concurrentes. Así, la sentencia 20 de octubre de 1988 (Ar. 10169; Martín del Burgo) en relación con las «actuaciones complementarias» del artículo 291 Código de Circulación: La Jurisprudencia se ha encargado de subrayar la independencia de la potestad sancionadora de la Administración de la Jurisprudencia penal (SS. 27.12.1934, 9.7.1941, 30.10.1945, 15.2.1946, 6.11.1947, 3.7.1950, entre otras muchas) puesto que aquélla cuenta con un fundamento y una sustantividad propia (SS. 9.2.1953, 31.12.1954, 3 y 5.3.1955, 8.11.1955), existiendo entre ambas una perfecta compatibilidad (SS. 21.10.1960, 24.11.1960). Lo que determina que pueda declararse que la absolución acordada en el Tribunal penal no es obstáculo para la peculiar e independiente valoración jurídica de los mismos hechos.

Sin llegar a la radicalidad de la sentencia del Tribunal Supremo que acaba de ser transcrita, la del Tribunal Constitucional de 27 de noviembre de 1985 se expresa en unos términos cuando menos inquietantes: Es cierto que ¡a regla «non bis in idem» no siempre imposibilita la sanción de unos mismos hechos por autoridades de distinto orden y que los contemplen, por ello, desde perspectivas diferentes (por ejemplo como ilícito penal y como infracción administrativa o laboral), pero no lo es menos que sí impide el que por autoridades del mismo orden, y a través de procedimientos distintos, se sancione repetidamente la misma conducta. Semejante posibilidad entrañaría, en efecto, una inadmisible reiteración en el ejercicio del ius puniendi e, inseparablemente, una abierta contradicción con el mismo derecho de la presunción de inocencia, porque la coexistencia de dos procedimientos para un determinado ilícito deja abierta la posibilidad contraría a aquel derecho, de que unos mismos hechos, sucesiva o simultáneamente, existan o dejen de existir para los órganos del Estado [...] es claro, sin embargo, que por su misma naturaleza el principio ne bis in idem sólo podrá invocarse en el caso de duplicidad de sanciones, frente al intento de sancionar de nuevo desde la misma perspectiva de defensa social de unos hechos ya sancionados o como medio para obtener la anulación de las sanciones posteriores.

La jurisprudencia del Tribunal Supremo sobre esta materia es abundantísima y la del Tribunal Constitucional no rara. Ahora bien, por lo que se refiere a esta última hay que manejarla con cautela ya que en su Sentencia 2/2003 se advierte — no sin cierta sorpresa del lector— que «hasta ahora este tribunal sólo ha reconocido de manera expresa autonomía al derecho a no ser sometido a un doble procedimiento sancionador cuando se trata de un doble proceso penal (STC 159/1987) y ATC 1001/1987), de modo que la mera coexistencia de procedimientos sancionadores —administrativo y penal— que no ocasiona una doble sanción no ha adquirido relevancia constitucional en el marco de este Derecho (STS 98/1989, AATC 60/1987 y 413/1990)».

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3.

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R É G I M E N LEGAL GENERAL

El panorama que en 1992 ofrecía la cuestión que estamos analizando era, como ha podido comprobarse, desconcertante: por un lado, se afirmaba doctrinalmente sin vacilar la existencia de la regla y hasta se pretendía que tenía una base constitucional; mientras que, por otro, se constataba la presencia de algunas leyes (anteriores y posteriores a 1978) que sentaban la regla contraria y que convivían con otras en la que se formula escrupulosamente la prohibición del bis in idem. La Jurisprudencia, en fin, serpenteaba entre ambos polos extremos y adoptaba sin rubor, según los casos, las posturas más contradictorias. ¿Cómo explicar todas estas incongruencias? La actitud de la doctrina se explica muy fácilmente, puesto que trasluce a las claras una motivación ideológica que no intenta ocultar. Los autores están convencidos de la bondad intrínseca de la regla y reproducen en el campo del Derecho Administrativo Sancionador la polémica levantada en el Derecho Penal, hace dos siglos, por los juristas ilustrados. Pura y simplemente hoy se considera progresista defender a ultranza la incompatibilidad de las sanciones y la subordinación de la Administración (¡y del Juez contencioso-administrativo!) al Juez Penal. Hoy se considera progresista —en otras palabras— defender a ultranza los intereses individuales aunque sea a costa del sacrificio de los públicos y colectivos. Forzoso es reconocer que el mundo jurídico se encuentra desnortado cuando se le comparaba con los valores usuales en otras esferas culturales. Porque lo que en economía, política y filosofía se tiene por conservador o, a todo lo más neoliberal, para los juristas de academia es rigurosamente progresista y la defensa de los intereses públicos y generales se estigmatiza como subproducto ideológico de las dictaduras fascistas. Así las cosas, habría cabido esperar que la Jurisprudencia aclarase la situación alineándose en uno u otro bando. Pero no lo ha hecho así y, al hilo de la casuística, continuó adoptando decisiones para todos los gustos. Ahora bien, la situación descrita cambió sustancialmente, como ya sabemos, con la Ley 30/1992, cuyo artículo 133, y bajo la rúbrica de «concurrencia de sanciones», en su número 1, aborda puntualmente la cuestión de una manera contundente, aunque desgraciadamente rudimentaria, puesto que pasa por alto prácticamente todos sus aspectos conflictivos: No podrán sancionarse los hechos que hayan sido sancionados penal o administrativamente, en los casos en que se aprecie identidad de sujeto, hecho y fundamento.

De acuerdo con este texto podría entenderse que, mediando las circunstancias dichas, no cabe iniciar un procedimiento sancionador. Pero el hecho es que una declaración de este tipo no aparece por ninguna parte en nuestro Derecho positivo, bien sea por considerar que se trata de algo obvio o porque, al contrario, la verificación de las identidades ya exige por sí misma la tramitación de un procedimiento. Comoquiera que sea, el hecho es que el artículo 5.2 del REPEPOS parte del supuesto de que el expediente ya está iniciado: El órgano competente resolverá la no exigibilidad de responsabilidad administrativa en cualquier momento de la instrucción de los procedimientos sancionadores en que quede acreditado que ha recaído sanción penal o administrativa sobre los mismos hechos, siempre que concurra, además, identidad de sujeto y fundamento.

En el número 2 de ambos artículos se regulan aspectos procedimentales y de fondo atinentes a las relaciones entre penas y sanciones, conforme se irá examinando con pormenor en las páginas siguientes de este mismo capítulo.

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Los tipos penales —e incluso los sancionadores administrativos— en blanco ofrecen una problemática más singular desde el momento en que, por el juego de la remisión, están unidos inseparablemente. Por eso ha podido escribir CALVO C A C H O (1999, p. 97) que «el delito ecológico, en cuanto norma penal en blanco, lleva implícito el principio non bis in idem, pues habiendo indefectible concurrencia de infracción administrativa y penal, aquélla, que permite la existencia de ésta, resulta inmediatamente "desplazada", no existiendo, pues, posibilidad de aplicar simultáneamente ambas sanciones». V

DINÁMICA DE LA REGLA

La regla que estamos examinando —una vez descartada de su ámbito la prohibición de una doble tipificación de infracciones— tiene dos vertientes: por un lado implica la prohibición de una doble sanción y, por otro, la de un doble enjuiciamiento simultáneo, siempre en referencia, claro es, a unos mismos hechos. Pues bien, si de lo que se trata, en definitiva, es de que no se apliquen dos sanciones, el mejor modo de evitarlo es que no se produzcan, a cuyo fin lo más eficaz es que no se tramiten simultáneamente dos procedimientos, impidiéndose la iniciación (o suspendiéndole si ya está iniciado) de uno hasta que se termine el otro; y si por cualquier causa falla esta medida preventiva y se pronuncian los dos actos sancionadores, se establece cuál de los dos es el que debe aplicarse. El mecanismo, como se ve, no es sencillo ni mucho menos y así se comprueba en la práctica judicial. 1.

PREFERENCIA DEL ORDEN JURISDICCIONAL PENAL

Para resolver las cuestiones que acaban de enunciarse (y algunas otras conexas que luego irán apareciendo) se parte del axioma de la preferencia o prevalencia del orden jurisdiccional penal, que es lo que va a inspirar todas las soluciones concretas. Axioma que se explica formalmente por la circunstancia de que los tribunales tienen en todo caso una posición prevalente institucional sobre los órganos de la Administración. Esta justificación carece, sin embargo, de razón de ser cuando la sanción administrativa ha sido revisada por un Tribunal contencioso-administrativo, que en la actualidad forma parte, como se sabe, de la Jurisdicción ordinaria o Poder Judicial en sentido propio, de tal manera que la sanción —sobre todo en el supuesto de que la sentencia revisora haya alterado su contenido administrativo inicial— no es impuesta por un órgano de la Administración sino por uno del Poder Judicial. Con tal afirmación no se ignora ciertamente que desde el punto de vista formal (y posiblemente también desde el constitucional) las resoluciones sancionadoras administrativas no cambian de naturaleza al pasar a conocimiento de los tribunales, ya que éstos se limitan a controlar su corrección legal. Ahora bien, si recordamos el alcance de las facultades judiciales de control (examinadas en el n.° 4 del epígrafe V del capítulo tercero) y, sobre todo, si pasamos revista a la jurisprudencia podemos comprobar que los jueces no tienen empacho en sustituir la sanción administrativa por la suya propia y hasta la discrecionalidad administrativa por el arbitrio judicial. En definitiva, las sentencias o bien «hacen suya» la sanción administrativa o bien la sustituyen por otra y, en cualquier caso, mediando recurso jurisdiccional, no habrá más remedio que considerar tales sanciones como actos jurisdiccionales. La prevalencia de la resolución penal es aquí, por tanto, bastante dudosa y responde más bien a un doble juego de ficciones tradicionales inerciales: por un lado, la

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de que la sanción procede siempre de la Administración, sin que tenga efectos jurídicos relevantes la intervención del Tribunal revisor; y, por otro lado, la de que el procedimiento judicial penal es el que mejor asegura los derechos individuales frente a la arbitrariedad del Poder Ejecutivo. Un prejuicio que carece por completo en la actualidad de razón de ser, dado que los tribunales contencioso-administrativos ofrecen las mismas garantías de independencia institucional y de defensa de los ciudadanos. En palabras de STC 2/2003, por lo que se refiere a la vertiente formal o procesal de este principio que, de conformidad con la STC 77/1983, de 3 de octubre, se concreta en la regla de la preferencia o precedencia de la autoridad judicial penal sobre la Administración respecto de su actuación en materia sancionadora en aquellos casos en los que los hechos a sancionar puedan ser, no sólo constitutivos de infracción administrativa, sino también de delito o falta según el Código Penal. En efecto, en tal sentencia declaramos que, si bien nuestra Constitución no ha excluido la existencia de la potestad sancionadora de la Administración, sino que la admitido en el artículo 25.3, dicha aceptación se ha efectuado sometiéndole a "las necesarias cautelas, que preserven y garanticen los derechos de los ciudadanos". Entre los límites que la potestad sancionadora de la Administración encuentra en el artículo 25.1 de la Constitución, en lo que aquí interesa, se declaró la necesaria subordinación de los actos de la Administración de imposición de sanciones a la Autoridad judicial. De esta subordinación deriva una triple exigencia: a) el necesario control a posteriori por la Autoridad judicial de los actos administrativos mediante el oportuno recurso; b) la imposibilidad de que los órganos de la Administración lleven a cabo actuaciones o procedimientos sancionadores, en aquellos casos en que los hechos puedan ser constitutivos de delito o falta según el código penal o las leyes penales especiales, mientras la Autoridad judicial no se haya pronunciado sobre ellos; c) la necesidad de respetar la cosa juzgada.

De hecho, el legislador español siempre ha considerado —y sigue considerando todavía— a los Tribunales contencioso-administrativos como subordinados a los «ordinarios» (civiles y penales) como se comprueba con el tratamiento de las «cuestiones previas» que hace la Ley Reguladora de aquella Jurisdicción. Y de la misma manera se considera natural que las leyes penales (art. 603 del viejo Código Penal) regulen el alcance de las normas administrativas sin que a nadie se le haya pasado por la cabeza la posibilidad de que suceda lo inverso. La verdad es que ya va siendo hora de replantearse estas actitudes y extraer las últimas consecuencias de la naturaleza rigurosamente jurisdiccional de los Tribunales contencioso-administrativos y de la no jerarquización de normas que tienen el mismo rango. El que en la actualidad hayan de revestir las normas penales la forma de ley orgánica podría entenderse, no obstante, como un argumento más en apoyo de la no subordinación a ellas de las normas administrativas en cuanto que cada uno de estos grupos normativos tiene su ámbito propio de actuación. 2.

PRIORIDAD DEL PROCESO PENAL

La prevalencia del orden jurisdiccional penal se traduce, por lo pronto, en el nivel procesal dando prioridad al proceso penal sobre las actuaciones administrativas, que han de quedar bloqueadas hasta que aquél finalice. El legislador moderno se ha cuidado de regular repetidas veces este punto; pero siempre lo ha hecho desde la perspectiva de la Administración, o sea, ordenando a ésta que en el momento en que aprecie la posible existencia de responsabilidad penal, lo comunique al Juzgado correspondiente y paralice sus propias actuaciones en espera de la resolución judicial. Como los ejemplos son innumerables, no vale la pena insistir en ellos.

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No obstante la vigencia actual de esta fórmula conviene advertir que se encuentra inspirada por la viejísima Ley de Enjuiciamiento Criminal, en cuyo artículo 114.1 se disponía que «promovido juicio criminal en averiguación de un delito o falta, no podrá seguirse pleito sobre el mismo hecho, suspendiéndose, si lo hubiera, en el estado en que se hallare, hasta que recaiga sentencia firme en la causa criminal». A decir verdad, el anterior precepto se refería inequívocamente a los tribunales («pleito»), estableciéndose la prioridad del penal; pero de ahí se extendió —no se sabe exactamente cuándo ni por qué razones— a la Administración, observándose así una práctica, que fue ratificada de forma expresa por el Tribunal Supremo, como en la sentencia (tomada de G O N Z Á L E Z PÉREZ, RAP, 4 7 , 1 9 6 5 ) de 5 de junio de 1 9 0 9 : «si el esclarecimiento y calificación de los hechos atribuidos a un funcionario corresponde a la jurisdicción ordinaria, hasta que ésta haga la declaración procedente debe la Administración abstenerse». La jurisprudencia, por su parte, ha recogido y formulado la regla general de que «la Administración no puede actuar mientras no lo hayan hecho los tribunales penales» o más precisamente todavía: «la imposibilidad de que los órganos de la Administración lleven a cabo actuaciones o procedimientos sancionadores en aquellos casos en que los hechos puedan ser constitutivos de delito o falta según el Código Penal o las leyes penales especiales, mientras la autoridad judicial no se haya pronunciado sobre ellos» (STC 77/1983, de 3 de octubre, reproducida literalmente en la STS 20 de enero de 1987; Ar. 256; Ventura). Esta regla, sin embargo, no es aplicable en el supuesto de expedientes sancionadores en materia laboral, ya que así lo ha determinado expresamente el artículo 77 de la Ley de Procedimiento Laboral, que la sentencia del Tribunal Constitucional de 23 de febrero de 1984 ha declarado que, a pesar de contravenir los efectos procesales del principio, no es inconstitucional «en atención, entre otros bienes jurídicos, a la rapidez con que conviene resolver el proceso laboral y a que la búsqueda de la verdad material es, como afirma la doctrina, el objetivo central del proceso de trabajo». (Pero —añado yo por mi cuenta— ¿es que los otros procesos no buscan también la verdad material o no deben tramitarse con rapidez?). Aun prescindiendo de este caso excepcional, no se crea, con todo, que la situación es tan sencilla, como nos demuestra la Sentencia de 18 de diciembre de 1989 (Ar. 4964; Agúndez): Aun siendo aplicables en el Derecho Administrativo Sancionador los principios generales informantes del Derecho Penal [...] no es tan aceptable ni asumido el principio de prejudiciolidad penal contenido en al artículo 114 LECr. para determinar la suspensión del procedimiento administrativo [...]. Pero cuando se da identidad de hechos del procedimiento administrativo sancionador y del proceso penal, se hace necesario el mejor esclarecimiento de los hechos [...] que se obtendrá de las declaraciones de hechos probados y de las consideraciones procedentes que haya de contener la resolución del proceso criminal instruido. De aquí que lo más acorde con el Ordenamiento jurídico sea el declarar en suspenso el procedimiento administrativo hasta tanto recaiga resolución firme en el proceso penal.

La casuística jurisprudencial es tan contradictoria que el estudioso pierde pronto la esperanza de saber cuál es la regla verdaderamente aplicable e incluso si existe alguna regla por muchas excepciones que pueda tener. La citada STS de 20 de diciembre de 1 9 8 8 (Ar. 1 0 1 6 9 ; Martín del Burgo) desestima la alegación del recurrente de que la Administración de Tráfico, al adoptar una de las «actuaciones complementarias» del artículo 291 del Código de Circulación sin aguardar a los resultados del proceso penal en curso, había quebrantado «el principio de subordinación del procedimiento administrativo al judicial ya iniciado», y ello mediante el simple arbi-

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trio de negar la afirmación que sirve de base a todo el razonamiento, es decir, la pregonada dependencia de la potestad sancionadora de la Administración respecto de la Jurisdicción Penal, como tuvimos ocasión de comprobar atrás. Con la advertencia, en fin, de que tal como indica la STS de 31 de octubre de 2001 (3.a, 4.a, Ar. 9911) el bloqueo procedimental administrativo es tan intenso que imposibilita incluso a la Administración la adopción de medidas cautelares cuando la actuación judicial ya se haya producido. Volviendo a los textos normativos, el artículo 7.1 del REPEPOS ordena que en cualquier momento del procedimiento sancionador en que los órganos competentes estimen que los hechos también pudieran ser constitutivos del ilícito penal, lo comunicarán al Ministerio Fiscal, solicitándole testimonio sobre las actuaciones practicadas respecto de la comunicación. En estos supuestos, así como cuando los órganos competentes tengan conocimiento de que se está desarrollando un proceso penal sobre los mismos hechos, solicitarán del órgano judicial comunicación sobre las actuaciones adoptadas.

La redacción de estos dos apartados no es demasiado feliz puesto que, en castellano, no se expiden testimonios «sobre» actuaciones, ni éstas serán «respecto de la comunicación», sino respecto de los hechos o del objeto de la comunicación, de la misma manera que no se «adoptan actuaciones», sino que o bien se adoptan resoluciones o bien se trata de actuaciones realizadas. Ahora bien, prescindiendo de estas irrelevantes deficiencias gramaticales (imputables a erratas o a la precipitación con que fue redactado el Reglamento), su intención no puede ser más acertada: con ello se pretende que la Administración tenga elementos de juicio suficientes para poder ponderar si se están tramitando procedimientos superpuestos o paralelos sobre los mismos hechos y, en su caso, sujetos y fundamentos, que han de dar lugar a lo dispuesto en el número 2: Recibida la comunicación, y si se estima que existe identidad de sujeto, hecho y fundamento entre la infracción administrativa y la infracción penal que pudiera corresponder, el órgano competente para la resolución del procedimiento acordará la suspensión hasta que recaiga resolución judicial.

Algunos órganos administrativos llegan a dictar resolución aunque suspendan la ejecución de la sanción en espera de la sentencia penal. El Tribunal Supremo ha respetado en ocasiones tal práctica invocando el principio de la conservación de los actos; pero en su Sentencia de 28 de noviembre de 2000 (3a, 4a, Ar. 10079) lo ha rechazado en términos tajantes: Ante un hecho que pueda motivar, al menos en principio, la actuación del orden penal y de la Administración, ésta puede y debe realizar todas las actuaciones precisas para acreditar el hecho, las circunstancias y datos que estime precise, pues de otro modo el paso del tiempo y la alteración de las circunstancias podría hacer imposible su posterior constatación, e incluso está obligada también a dar el oportuno traslado al interesado a fin de que éste pueda defenderse y cuestionar la realidad fáctica apreciada por la Administración; sin embargo, lo que en ningún caso puede hacer la Administración mientras esté pendiente el proceso penal, es dictar la resolución que pone fin al procedimiento sancionador, pues ésta depende y está condicionada por la resolución que recaiga en el proceso penal.

Aquí es donde luce, pues, con toda su fuerza la regla de la prioridad del procedimiento penal. La Administración espera a la resolución judicial (se supone que firme; a la primera alude el artículo 130.2 LPAC), y al dictarse ésta se abre un trilema:

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a) Si es condenatoria, el expediente administrativo sancionador, si bien no se archiva, concluye con una declaración de no exigibilidad, tal como determina el artículo 51.1: El órgano competente resolverá la no exigibilidad de responsabilidad administrativa en cualquier momento de la instrucción de los procedimientos sancionadores en que queda acreditado que ha recaído sanción penal (o administrativa) sobre los mismos hechos, siempre que concurra, además, identidad de sujeto y fundamento.

b) Si la sentencia penal es absolutoria, se levanta la suspensión y continúa la tramitación del expediente administrativo sancionador con las peculiaridades que se examinarán más adelante. c) Y, en fin, también puede suceder que, a la vista de la sentencia penal (sea condenatoria o absolutoria), se compruebe que, en contra de lo previsto en el momento de la suspensión, el proceso penal no ha versado sobre los mismos hechos, sujeto y fundamento, que el procedimiento administrativo, en cuyo caso se reanudará éste. Con lo dicho parece evidente que en nuestro Derecho no existe duda alguna sobre la prioridad del proceso penal, máxime cuando los textos legales son tan inequívocos al respecto. Pero las cosas no son tan claras si se piensa en lo sencillo y lógico que sería utilizar el criterio de la prioridad cronológica, de tal manera que la primera resolución, cualquiera que fuera el orden jurisdiccional de su procedencia, cerrase el paso a la segunda. Ésta es, como sabemos, la situación en el Derecho italiano y la adoptada también en el artículo 688.3 del último Proyecto de Reforma del Código Penal español (desgraciadamente frustrado en este punto) que decía así: No podrá ser sancionado gubernativamente quien hubiere sido ya castigado como responsable de una falta por el mismo hecho, ni penado por falta quien hubiere sido ya sancionado por la autoridad gubernativa por el hecho constitutivo de aquélla.

Una solución tan plausible como la inspirada en criterios materiales y, desde luego, más lógica. Aunque en la práctica se llegaría con frecuencia a resultados iguales (prevalencia de la sentencia penal) dado que la vía contenciosa sólo se abre después de haberse apurado la administrativa, lo que exige más tiempo. Lo curioso del caso es que si para los Tribunales contencioso-administrativos es obvia la prevalencia de la Sentencia penal, han sido los Tribunales penales quienes se han percatado de que el verdadero criterio es el cronológico, o sea, que la primera resolución cierra el paso a la segunda, cualquiera que sea su procedencia, hasta tal punto que una simple resolución administrativa impide por sí misma las actuaciones penales posteriores: el principio de Derecho non his in idem no permite, por unos mismos hechos, duplicar o multiplicar la sanción sea cual sea la autoridad que primeramente la haya impuesto, caso que es el de autos puesto que la Hacienda Pública ya impuso al presunto infractor una sanción [STS de 12 de mayo de 1986, Sala 2.", Ar. 2449; Vivas Marzal],

Efectivamente, el Tribunal Constitucional, al declarar que la Constitución había recogido implícitamente el principio, no había hecho inicialmente aclaración alguna de prevalencia, y en otra sentencia posterior, la 77/1983, de 3 de octubre, lo justifica mediante la teoría de la cosa juzgada (en contra de la doctrina preconstitucional del Tribunal Supremo más arriba transcrita):

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La subordinación de los actos de la Administración de imposición de sanciones a la autonomía judicial exige que la colisión entre una actuación jurisdiccional y una actuación administrativa haya de resolverse en favor de la primera [.,.]: la resolución administrativa debe ceder ante la sentencia por «la necesidad de respetar la cosa juzgada; la cosa juzgada despliega un efecto positivo, de manera que lo declarado por sentencia firme constituye la verdad jurídica y un efecto negativo, que determina la imposibilidad de que se produzca un nuevo pronunciamiento sobre el tema». Y, en consecuencia, «la Administración no puede actuar mientras no lo hayan hecho los tribunales».

Pero nótese que esta explicación —en opinión de SANZ GANDASEGUI muy poco convincente por referirse a una figura exclusivamente procesal— puede operar también para las sentencias contencioso-administrativas (en las que ya no está en juego la subordinación de los «actos» de la Administración) y, además, en cualquier caso, concede inevitablemente una prioridad cronológica y no material. Lo que sucede es que algunas leyes sectoriales, deseosas de evitar el conflicto, han acudido a un mecanismo procesal para evitar que se produzca una sanción administrativa antes de la penal. En otras palabras: si el efecto material del principio no implica asignación de prevalencias, el efecto procesal aludido provoca una prioridad cronológica de la sentencia penal. De hecho, la única posibilidad de imponer la prevalencia de la sentencia penal es asegurar su prioridad cronológica, ya que, una vez producida la resolución administrativa sancionadora, sería muy difícil hacer viable «hacia atrás» la influencia de una sentencia penal posterior. Tal ha sido la solución de la LPAC (y de su Reglamento), de cuya atenta lectura se desprende un dato que puede aparecer sorprendente desde la inercia del dogma, a saber: no se establece prevalencia alguna de la sentencia penal, salvo en el limitado aspecto de la declaración de los hechos probados. Lo que bloquea la resolución sancionadora es tanto una sentencia penal como una sanción administrativa anterior, dando la sensación de que la prevalencia es de orden cronológico, no de naturaleza. Pero lo que, en cambio, queda muy claro es la prioridad del proceso penal como medio de evitar la superposición de castigos.

3.

CONTRADICCIONES DEL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL

En las páginas anteriores se ha puesto de relieve que no es clara, ni mucho menos, la regla de la prevalencia a ultranza de la sentencia penal y que incluso puede considerarse inútil porque si se ha respetado el principio de la prioridad del proceso penal, la sentencia de este orden no puede entrar en conflicto con una sanción administrativa dado que ésta no puede llegar a producirse (en el supuesto de concurrencia de las tres identidades). Y por otro lado, si por cualquier circunstancia la sanción administrativa se adelanta a la condena penal, no es seguro que ésta haya de prevalecer sobre aquélla, pues ya se han visto algunas sentencias que, ateniéndose rigurosamente a la prioridad de aparición, han respetado la sanción administrativa anterior. Esta cuestión seria irrelevante si la Administración, ateniéndose escrupulosamente a la regla de prioridad del proceso penal, se abstuviera siempre de seguir tramitando una vez iniciado aquél. Pero como es el caso que con relativa frecuencia la Administración no se detiene y llega hasta el final, no se sabe cuál ha de ser el valor de la sentencia penal extemporánea. Un punto que, estando todavía en el aire, ha dado lugar a una acalorada polémica en el seno mismo del Tribunal Constitucional al hilo de una curiosísima historia que se relata a continuación.

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A) 1999: Actuación de la Sala de lo contencioso-administrativo del Tribunal Supremo La STS de 17 de septiembre de 1999 (3.a, 3.a, Ar. 6751, Ledesma) describe y valora los antecedentes de una cuestión resuelta en los siguientes términos: a) La Administración, en lugar de paralizar el procedimiento como debía una vez que se habían iniciado diligencias penales, impuso una sanción en septiembre de 1990; b) Posteriormente (en julio de 1991) la Audiencia Provincial dictó sentencia condenatoria por los mismos hechos; c) En febrero de 1992) la Sala de lo contencioso administrativo del Tribunal Superior de Justicia de Extremadura confirmó la sanción administrativa; d) Impugnada la sentencia de lo contencioso administrativo fue anulada por el Tribunal Supremo invocando el principio de non bis in idem y argumentando literalmente que la circunstancia de que la sentencia penal fuera dictada después de que la resolución administrativa adquiriera firmeza no impide la aplicabilidad del principio de non bis in idem, inequívocamente contrarío... a la duplicidad sancionadora. La Administración, que ha apreciado los hechos con perfecta exactitud, debió sin embaigo suspender la tramitación del expediente administrativo en espera de que concluyera el proceso penal dada la simultaneidad temporal entre uno y otro.

Podrá estarse de acuerdo o no con esta postura, pero es manifiesto que el Tribunal Supremo actuó formalmente de manera correcta ya que —sin salirse del orden jurisdiccional— era a él a quien correspondía confirmar o revocar la sentencia contencioso administrativa apelada. Lo anómalo, no obstante, es una declaración que hace a efectos de la ejecución de la sentencia. Creámoslo. La sanción administrativa había consistido en una multa de 50.000 pesetas y orden de descombrar los materiales que se habían depositado indebidamente en terrenos de dominio público; mientras que la sentencia penal había impuesto un año de prisión menor, cinco millones de multa y la misma orden de retirada de los escombros, aunque advirtiendo que esta obligación «habrá de ser cumplida en ejecución de la sentencia penal». Y aquí viene la sorpresa porque no se entiende cómo un tribunal contencioso-administrativo mantiene una orden contenida en el acto administrativo que anula y mucho menos se entiende que encomiende su ejecución a un tribunal penal que, para mayor confusión, había ordenado por su cuenta la misma medida. B) 1999: El Tribunal Constitucional anula una sentencia penal posterior a la sanción administrativa La STC 1.777/1999, de 11 de octubre (García Manzano), se refiere a unos antecedentes aparentemente similares a los del caso anterior: primero, un acto administrativo sancionador (1990) no apelado y luego una sentencia penal condenatoria (de 1 de marzo de 1994) confirmada por la Audiencia Provincial. La diferencia esencial estriba, no obstante, en que en palabras del propio tribunal «la presente queja (recurso de amparo) se circunscribe esencialmente a las sentencias penales, sin que la impugnación en amparo pueda servir para poner en cuestión la validez de la resolución administrativa sancionadora». Por lo demás —sigue precisando— los órganos judiciales, aun reconociendo que aquí concurren las tres identidades respecto a la sanción administrativa, «no concluyen en un pronunciamiento absolutorio por la sola y única razón de la regla o criterio de prevalencia de la jurisdicción penal», si bien es verdad que, en aras de la proporcionalidad del castigo, la sentencia penal computó como absorbible la multa administrativa firme ya satisfecha.

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Así las cosas, se entiende que la clave de la decisión consiste «en determinar si los tribunales penales, al tener constancia de la sanción administrativa por los mismos hechos que estaban enjuiciando debían absolver al acusado para no incurrir en el rte bis in idem o, entendiendo que su primacía judicial no podía ser cedida, actuar de manera condenatoria». Lo que la sentencia resuelve en términos tajantes: Desde una perspectiva sustancial el principio de non bis in idem se configura como un derecho fundamental del ciudadano frente a la decisión de un poder público de castigarlo por unos hechos que ya fueron objeto de sanción como consecuencia del anterior ejercicio del ius puniendi del Estado. Por ello... la interdicción del non bis in idem no puede depender del orden de preferencia que normativamente se hubiere establecido entre los poderes constitucionales... ni menos aún de la eventual inobservancia por la Administración sancionadora de la legalidad aplicable; lo que significa que la preferencia de la jurisdicción penal sobre la potestad administrativa sancionadora ha de ser entendida como una garantía del ciudadano y nunca como una circunstancia limitativa de la garantía que implica aquel derecho fundamental. La perspectiva que en sus sentencias condenatorias han considerado los órganos judiciales ha sido la meramente procedimental en que cristaliza la vertiente procesal del non bis in idem, desatendiendo a su primordial enfoque sustantivo o material, que es el que cumple la función garantizadora que se halla en la base del derecho fundamental en juego. (En definitiva) la dimensión procesal no puede ser interpretada en oposición a la material.

Entonces ¿qué relevancia tendrá la irregular conducta de la Administración que no se abstuvo cuando debió hacerlo? Tal incumplimiento —cierra la sentencia— producirá en su caso las consecuencias que el Ordenamiento Jurídico prevea, pero su inobservancia nunca podrá alterar el contenido del derecho fundamental al non bis in idem del sujeto infractor, ajeno por completo a dicho incumplimiento y en cuya esfera jurídica no debe incidir el mismo.

Por cuya razón se terminó anulando la sentencia penal condenatoria. C) 2001: El Tribunal Constitucional respeta una sentencia penal posterior a la sanción administrativa. La secuencia cronológica de este caso es idéntica a la que acaba de relatarse, pero la Sentencia 152/2001, de 2 de julio (Conde), da una solución distinta ya que confirma las decisiones penales posteriores, SÍ bien por razones formales, puesto que el recurrente en amparo no había dado cumplimiento al requisito de admisión establecido en el artículo 44.1 .c) de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional («que se haya invocado formalmente en el proceso el derecho constitucional vulnerado tan pronto, una vez conocida la vulneración, hubiere lugar para ello»). Un requisito que el interesado no cumplió revelando inequívocamente sus intenciones: él tenia interés en ser sancionado rápidamente en vía administrativa, ya que la multa iba a ser presumiblemente más leve que la condena penal —y por ello silenció la circunstancia de que se habían iniciado unas diligencias penales— para luego, al llegar la hora de la sentencia penal, invocar el non bis in idem para esquivar la condena. Lo que «evidencia —en palabras del Tribunal Constitucional— una manipulación de la funcionalidad del principio en vez de una atendible reclamación de su respeto». Manipulación que aquí no le valió, puesto que el recurso fue rechazado aunque con la advertencia de que «en el caso actual el análisis de la puntualidad de la invocación de la lesión no tiene que ver con un mero formalismo sino con algo mucho mas sustantivo, como es la propia razón de ser sustancial del requisito y con la exigencia de la buena fe del comportamiento procesal, exigencia establecido en el articulo 11.1 LOFJ».

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Por lo demás, esta decisión no se entendería desde el punto de vista de la justicia material si, efectivamente, la sentencia hubiera sido una segunda condena acumulada a la primera sanción administrativa. Pero —aquí como en el caso de la sentencia anterior— no fue así puesto que «la sentencia penal recurrida tuvo en cuenta la precedente sanción administrativa, según se dice en ella, por razones de equidad, para rebajar la pena impuesta por el Juzgado de lo penal en la medida de la sanción administrativa. (En consecuencia) el planteamiento del recurrente supone, de prosperar, que el efecto de la aplicación del principio ne bis in idem en el sentido reclamado sería el de limitar el gravamen punitivo de la conducta del recurrente a un nivel muy inferior del que hubiera sido posible de haberse ejercitado la potestad punitiva penal como única... En otros términos, que la sanción administrativa más exigua, incorrectamente impuesta y tolerada con su pasiva actuación, le serviría de escudo frente a la correcta imposición de la sanción penal más grave». Todo esto es cierto, de tal manera que la sentencia parece irreprochable, aunque ello no evita que se tenga la sensación de que se ha escamoteado la cuestión fundamental ya que quid si la condena no hubiera absorbido la sanción administrativa? Y más aún quid si la doble vía se hubiera denunciado a tiempo? D) 1999

2003: El pleno del Tribunal Constitucional abandona la doctrina sentada en

La STC 2/2003, de 16 de febrero (Casas), ha vuelto a incidir sobre esta cuestión pero planteándola de frente, entrando en el fondo sin utilizar el atajo de un pretexto formal, que desatiende deliberadamente a pesar de que había sido invocado por el Ministerio Fiscal. Se trata de una sentencia minuciosa, y hasta erudita, en la que chocaron frontalmente las opiniones de dos magistrados: en la de 1999 prevaleció la de García Manzano, en ésta la de Casas, pero aquél insistió en su postura expresándola en un voto particular. En el fallo se acordó la desestimación de la demanda de amparo: lo que significaba la declaración de validez tanto del acto administrativo sancionador como de la sentencia penal de condena (que había absorbido —esto es muy importante— el importe de la multa administrativa). Supervivencia simultánea de dos actos punitivos del Estado que parecen suponer un bis in idem, cuya negación pormenorizada constituye la ratio decidenci de la sentencia, para la que el principio no supone siempre «la anulación de la segunda sanción». Y ello por varias razones: En primer término porque el incumplimiento por parte de la Administración de su obligación de paralizar el procedimiento «tiene relevancia constitucional por cuanto estas reglas plasman la competencia exclusiva de la jurisdicción en el conocimiento de los hechos constitutivos de infracción penal y configuran un instrumento preventivo tendente a preservar los derechos a no ser sometido a un doble procedimiento sancionador —administrativo y penal— y a no ser sancionado en más de una ocasión por los mismos hechos». Y con más detalle todavía: Una vez que el legislador ha decidido que unos hechos merecen el presupuesto fáctico de una infracción penal y configura una infracción penal en tomo a ellos, la norma contenida en la disposición administrativa deja de ser aplicable... Cuando el hecho reúne los elementos para ser calificado de infracción penal, la Administración no puede conocer, a efectos de su sanción, ni del hecho en su conjunto ni de fragmentos del mismo, y por ello ha de paralizar el procedimiento hasta que los órganos judiciales penales se pronuncien sobre la cuestión.

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En segundo término, la subsistencia de la sentencia penal posterior viene justificada por la circunstancia de que en el proceso penal se aplican íntegramente las garantías del inculpado mientras que en el procedimiento administrativo sancionador sólo operan de manera «modalizada», como sucede con las garantías de imparcialidad y de presunción de inocencia. Añadiendo a renglón seguido que « a esta solución no se opone el artículo 4 del Protocolo 7 del Convenio de Roma pues el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en su Sentencia de 29 de mayo de 2001, caso Franz Fischer c. Austria ha sostenido que los Estados conservan liberad para regular cuál de las dos infracciones ha de ser perseguida». La vehemencia de esta sentencia y la ambición de su planteamiento no han podido evitar, con todo, que sigan sin resolver las cuestiones fundamentales que antes se han apuntado. Porque está muy claro que un juez penal no tiene competencia (como hizo en el presente caso la Audiencia Provincial de la Coruña) para anular un acto administrativo sancionador, ya que es cuestión exclusivamente reservada a la jurisdicción contencioso administrativa. Y, además, es muy fácil olvidarse de la sanción administrativa anterior cuando su contenido ha sido absorbido en el fallo de la sentencia penal. Pero ¿qué hacer cuando no se haya hecho así? La sentencia sigue dejando abierta esta pregunta capital. En la doctrina, C A N O ( 2 0 0 1 ) ha desarrollado en un alarde de imaginación y de dominio de la técnica jurídica un amplio repertorio de mecanismos de solución que desafortunadamente no llegan a convencer en unos casos por razones teóricas y en otros por dificultades prácticas que les hacen inviables de hecho. Yo me adhiero en consecuencia a la modesta y resignada opinión de Marina JALVO ( 2 0 0 3 ) de que la solución de la Sentencia de 2 0 0 3 es la mejor salida del conflicto. Añadiendo que cuando la sentencia penal no haya operado así —es decir, cuando no haya absorbido en la condena el importe de la multa administrativa—, no habrá más remedio que anularla —en la línea de la Sentencia 1 7 7 / 1 9 9 9 — pues de no hacerlo así sería inevitable la violación de la prohibición del non bis in idem. Pero ¿no sería ello un premio al infractor habilidoso que se prestara deliberadamente a sufrir una sanción administrativa leve para escapar de una pena más grave? Forzoso es reconocer, en suma, que con todo lo dicho hasta ahora no se ha hecho otra cosa que cerrar en falso el problema. Así las cosas, yo me atrevo a sugerir un replanteamiento de la cuestión no desde la perspectiva de la validez (como hasta ahora viene haciéndose) sino desde el de la eficacia, que, siendo más útil, contribuiría también por su propia sencillez, a desdramatizar la polémica. ., , Hasta ahora, tal como estamos viendo, se viene planteando la cuestión en términos de un dilema de invalidez: mediando dos resoluciones sancionadoras, una de ellas tiene que ser necesariamente inválida por haberse infringido el corolario esencial del principio de ne bis in idem de que el procedimiento administrativo ha de quedar paralizado por el proceso penal. Pero las declaraciones de invalidez son costosas de obtener y de resultados imprevisibles. ¿No sería, entonces, más sencillo trasladarnos al terreno de la ineficacia? En tal supuesto no habría necesidad de interponer siempre un recurso y se dejarían las cosas como estuviesen; pero a la hora de la ejecución una de las resoluciones terminaría siendo formalmente inaplicada. Porque si se ha procedido a la absorción de la primera multa en la segunda (como parece lo corneto) el pago de la una se imputa también a la otra y sin necesidad de plantear conflicto alguno, las dos resoluciones quedarían materialmente ejecutadas. Y sólo si no hubiera habido absorción, sería imprescindible el recurso. Valgan estas consideraciones como un primer punto de reflexión, que todavía necesita de postenor maduración antes de ser rechazado o profundizado.

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VI.

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INCIDENCIA DE LA SENTENCIA PENAL SOBRE LA RESOLUCIÓN ADMINISTRATIVA POSTERIOR

De acuerdo con lo dicho y si es que nos atenemos a la tesis dominante consagrada en las leyes, la Administración ha de pasar las actuaciones al Juez y abstenerse de continuar en espera de la sentencia. Hasta aquí la cosa es clara; pero dictada ésta ¿qué es lo que debe hacer la Administración? Mientras no se consideraba vigente la prohibición de bis in idem, carecía por completo de relevancia la sentencia penal a efectos administrativos, ya que, según recuerda la STS de 21 de febrero de 1979 (Ar. 680; Ponce de León), existe una inveterada doctrina jurisprudencial según la cual el resultado de las actuaciones sumariales no vincula a la actuación administrativa en orden al ejercicio de sus facultades sancionadoras. Y esto incluso aunque la sentencia penal haya declarado probados los hechos, porque en lo que respecta a la repercusión de las sentencias penales ante esta jurisdicción, hay que decir que carecen de todo efecto vinculatorio, pues admitida la existencia del hecho que dio lugar a las actuaciones penales, la valoración realizada por esa jurisdicción opera con técnicas y criterios diversos a los que sobre los mismos hechos han de servir de fundamento a los que por esta jurisdicción contenciosa se dicte [STS 29 de diciembre de 1981; Ar. 2162].

Debiendo entenderse aquí que cuanto se dice en esta sentencia sobre la jurisdicción contencioso-administrativa es igualmente aplicable a la Administración activa, dado que seria absurdo —por la naturaleza revisora de la primera—que una y otra pudieran operar con criterios diferentes. En su consecuencia, la espera a la sentencia penal o era una simple pérdida de tiempo para la Administración actuante o era, en el mejor de los casos, una invitación a la coordinación de los poderes públicos, dado que aquí se daba una oportunidad a la Administración para que, al menos, conociere la decisión judicial y pudiere obrar de acuerdo con ella si lo tenía por conveniente. Ahora bien, cuando se admite la prohibición bis in idem, la situación cambia por completo y hay que empezar a pensar en la relevancia posterior de la sentencia penal. Una relevancia que se despliega en dos direcciones: hacia atrás (la eventualidad de que vaya a aparecer una sentencia penal paraliza la continuación de las actuaciones administrativas anteriores a ella) y hacia adelante (las actuaciones y sanciones administrativas posteriores se encuentran condicionadas por el contenido de la sentencia penal). Tal como acertadamente ha puntualizado GARBERÍ (pp. 1 9 1 ss.), el principio tiene una doble eficacia: ex post, de naturaleza material, como prohibición de sancionar lo ya sancionado; y ex ante, de naturaleza procesal, como prohibición de doble enjuiciamiento simultáneo de unos mismos hechos. Ni que decir tiene, con todo, que los efectos han de ser muy distintos según que la sentencia penal sea condenatoria o absolutoria: dos posibilidades que exigen un tratamiento separado; o con más precisión todavía, en los términos de la STS de 19 de abril de 199 (Ar. 3507; Fernández Montalvo), a) si el tribunal penal declara inexistentes los hechos, no puede la Administración imponer por ellos sanción alguna: b) si el tribunal declara la existencia de los hechos pero absuelve por otras causas, la Administración debe tenerlos en cuenta y, valorándolos desde la perspectiva del ilícito administrativo distinta de la penal, imponer la sanción que corresponda conforme al Ordenamiento administrativo; y c) si el tribunal constata simplemente que los hechos no se han probado, la Administración puede acreditarlos en el expediente administrativo y, si así fuera, sancionarlos administrativamente.

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1.

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SENTENCIA CONDENATORIA

Dictada una sentencia penal condenatoria, la Administración queda totalmente vinculada por la misma. Tal es, por lo demás, la tesis central del non bis in idem, tal como se encuentra recogida a veces de forma expresa y literal en la legislación moderna. La sentencia condenatoria es el máximo exponente del non bis in idem y la consagración de una postura ideológica de carácter inequívocamente garantizador de los ciudadanos: ante la solemnidad y el rigor de los tribunales penales quedan paralizadas para siempre las actuaciones de los humildes órganos administrativos. La realidad, sin embargo, demuestra que las cosas pueden suceder de otra manera y que la regla puede actuar como una auténtica burla de los intereses públicos. Concretamente: cuando las sanciones administrativas son más duras que las penas, para lo que sirve la condena criminal es, en el fondo, para reforzar la inmunidad del infractor. El supuesto, por lo demás, no es imaginado. Para comprobarlo basta repasar la sentencia de 20 de octubre de 1984 (Ar. 5907; Lorca García). En autos se trataba de una sanción administrativa de cinco millones de pesetas. Pero el infractor tuvo la fortuna de sufrir también un proceso penal que desembocó en una condena de diez mil pesetas. Pues bien, de acuerdo con el mecanismo explicado, la sala de lo contencioso Administrativo del Tribunal Supremo anuló la sanción de los cinco millones y el infractor quedó liberado con la modesta pena de diez mil pesetas. En los libros suele hablarse de la gravedad del proceso penal en relación con los procedimientos administrativos sancionadores, y así es ciertamente cuando están en juego penas privativas de libertad; pero cuando se trata de penas pecuniarias puede ocurrir que la situación se invierta y que, con ello, el principio del non bis in idem se convierta en una burla. De hecho no es raro que estén previstas multas de varios millones de euros a las que es casi inimaginable que lleguen las consecuencias económicas de las condenas incluso aceptando que la toma en consideración de la capacidad económica del delincuente puede incrementar sensiblemente las cuantías. «Una explicación a esta inversión de la importancia de las sanciones administrativas y penales —ha escrito A L E N Z A en 2 0 0 2 — puede ser la circunstancia de que el Derecho Administrativo Sancionador admite la responsabilidad de las personas jurídicas, de mayor poder económico que las físicas». Y también vale la pena recordar aquí la siguiente observación del mismo autor en el mismo lugar: con un adecuado manejo forense de las fórmulas del Derecho Administrativo Sancionador se «deja en manos del avispado infractor la posibilidad de cerrar la vía penal cuando ha sido sancionado por la Administración, cumpliendo la sanción y no recurriéndola: que es lo que sucederá cuando la sanción administrativa no sea más elevada que la eventual sanción penal, sobre todo cuando la sanción administrativa se haya impuesto previa "negociación" informal ante el responsable y la Administración». Como se recordará, en las páginas anteriores hemos visto confirmada tal hipótesis en diferentes sentencias. 2.

SENTENCIA ABSOLUTORIA

Los verdaderos problemas jurídicos empiezan, con todo, con las sentencias absolutorias, en las que la casuística presenta un repertorio de posibilidades tan vanadas como de difícil solución. Por lo pronto, no deja de ser contradictono —y asi lo percibe inequívocamente la conciencia popular— que se proteja al infractor cuya conducta antijurídica ya ha sido probada y declarada, mientras que puede seguir persiguiéndose a aquél que ya ha sido una vez absuelto. ¿Es que tan poca confianza ofrecen

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desde esta perspectiva los tribunales penales? Apurando las cosas, el principio tradicional y actual (nadie puede ser sancionado por segunda vez) es menos explicable que el de que «nadie puede ser procesado o expedientado —y, por ende, sancionado— si ya ha sido absuelto una vez». Para la jurisprudencia, desde luego, no está prohibida la existencia de dos «pronunciamientos» sobre los mismos hechos sino de dos «sanciones». En su consecuencia, la sentencia absolutoria no pone en marcha este mecanismo de protección de los ciudadanos. Una posición que, en verdad, resulta formalmente irreprochable, puesto que, si la regla —en su letra— lo que prohibe son dos sanciones, es claro que, si un órgano no ha sancionado, nada impide ya que lo haga el segundo, habida cuenta de que, por definición, no se puede producir una superposición de sanciones. En cualquier caso, la regla se encuentra tantas veces y tan tajantemente positivizada en leyes y reglamentos que no vale la pena citar literalmente texto alguno. El esquema normativo es, suma, muy sencillo: la sentencia penal absolutoria no bloquea las posteriores actuaciones administrativas sancionadoras aunque sus declaraciones sobre los hechos probados pueden incidir sobre la solución administrativa. La Sentencia de 21 de enero de 1987 (Ar. 1796; Gutiérrez de Juana) teoriza este punto en los siguientes términos: el principio de non bis in idem establece el impedimento de la dualidad de sanciones penales y administrativas respecto de unos mismos hechos y para el caso de concurrencia de competencias de ambas clases, la prioridad de la primera sentencia sobre ¡a segunda, y respecto del planteamiento fáctico o, más concretamente acerca de la existencia o no de tales hechos; pero no se da cuando la diferencia está en la conceptuación que la actuación del autor merece con arreglo a las normas procesales o administrativas y determinantes de una declaración de irresponsabilidad o absolución en la esfera penal, pues en este caso se permite y deja libre la apreciación de si existe o no responsabilidad en la administrativa, de distinta naturaleza y menor gravedad que la apreciación de aquella otra.

Estos planteamientos nos llevan de la mano al estudio de la incidencia de una sentencia penal absolutoria sobre la posterior resolución administrativa. Porque, tal como ha quedado apuntado, la Administración reanudará sus actuaciones; pero aún está por aclarar hasta qué punto le vinculan las declaraciones que la sentencia haya realizado sobre los hechos. Para el artículo 32.2 de la Ley de Sanidad, por ejemplo, la cuestión es muy sencilla, puesto que la «Administración continuará el expediente tomando como base los hechos que los tribunales hayan considerado probados»; pero, una vez más, la casuística impone precisiones más detalladas, como las sentencias citadas han apuntado ya y en lo que ahora se va a insistir. El Tribunal Constitucional —dentro de la línea indicada por esta ley, aunque refiriéndose a materias distintas— insiste en la vinculación que para la Administración tienen los hechos declarados probados en la sentencia penal. La Administración debe atenerse a lo que haya declarado la sentencia en la apreciación de los hechos: El principio non bis in idem determina una interdicción de la duplicidad de sanciones administrativas y penales respecto a unos mismos hechos, pero conduce también a la imposibilidad de que, cuando el ordenamiento permite una dualidad de procedimientos, y en cada uno de ellos ha de producirse un enjuiciamiento y una calificación de unos mismos hechos, el enjuiciamiento y la calificación que en el plano jurídico puedan producirse, se hagan con independencia, si resultan de la aplicación de normativas diferentes, pero que no pueda ocurrir lo mismo en lo que se refiere a la apreciación de los hechos, pues es claro que unos mismos hechos no pueden existir y dejar de existir para los órganos del Estado. La Administración no puede actuar mientras no lo hayan hecho los Tribunales y debe, en todo caso, respetar, cuando actúe a posteriori, el planteamiento fáctico que aquéllos hayan

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realizado, pues en otro caso se produce un ejercicio del poder punitivo que traspasa los límites del artículo 25 de la Constitución y viola el derecho del ciudadano a ser sancionado sólo en las condiciones estatuidas por dicho precepto [STC 77/1983, de 3 de octubre].

En la Sentencia del mismo Tribunal 25/1984, de 21 de mayo, se reitera su doctrina de la vinculación porque «es evidente que a los más elementales criterios de la razón jurídica repugna aceptar la firmeza de distintas resoluciones judiciales en virtud de las cuales resulten que unos hechos ocurrieron y no ocurrieron o que una misma persona fue su autor o no lo fue». La situación descrita, que se corresponde a las vísperas de la aprobación de la LPAC, ha sido asumida y recogida por ésta sin aventurarse, por otra parte, en nuevos planteamientos y problemas. El artículo 130.2, en efecto, dispone simplemente que los hechos declarados probados por resoluciones judiciales penales firmes vincularán a las Administraciones Públicas respecto de los expedientes sancionadores que sustancien. Lo que reproduce el artículo 7.3 del REPEPOS en los siguientes términos: En todo caso, los hechos declarados probados por resolución judicial penal firme vincularán a los órganos administrativos respecto de los procedimientos sancionables que sustancien. Las dificultades crecen aún más cuando ya no se trata de hechos declarados en la sentencia sino que ésta se limita a declarar que no fueron probados pero sin negar la posibilidad de su existencia. En tal supuesto —tal como se ha visto en las Sentencias del Tribunal Supremo de 12 de marzo de 1973 y 29 de abril de 1981 y se reitera en la de 28 de septiembre de 1984 (Ar. 4523; Cabrerizo)— la Administración puede indagar con sus propios medios la existencia de los hechos y sancionar si consigue probarlos. Lo cual es lógico, aunque hay que ser conscientes de que supone una incongruencia con los principios inspiradores de todo el sistema. Porque, como se recordará, la prevalencia de la sentencia se apoya en la afirmación de que el proceso criminal es el que ofrece mayores garantías y posibilidades para la probanza de los hechos; y ahora resulta que se le considera insuficiente y se comprueba que el procedimiento administrativo sancionador puede ser más eficaz, demostrándose, en definitiva, que nos encontramos ante unas ficciones jurídico-procesales que no concuerdan con la realidad. En el fondo, sin embargo, no se trata de comparar los sistemas probatorios penales y administrativos (y contencioso-administrativos) para decidir cuál es el más eficaz sino que estamos evocando una de las cuestiones más delicadas del Derecho procesal: la calidad o naturaleza de los hechos probados. Porque aquí es de recordar que los jueces no buscan la verdad material, los hechos como realmente sucedieron sino que se contentan con determinar la verdad procesal, que no coincide necesariamente con la material. Aunque sorprenda mucho a los legos, el juez no está interesado por los hechos realmente acaecidos sino por los probados lícitamente dentro del proceso, de tal manera que a la hora de fallar tiene que prescindir de hechos de cuya existencia está convencido pero que fueron obtenidos ilícitamente (por ej. —y el caso es real— se descubre la droga en el intestino del sospechoso, pero la inspección corporal se realizó antes de haberle advertido de sus derechos). Tal es la primera e indiscutible razón de que los hechos puedan ser reconsiderados de manera distinta. Porque no se trata de «la» verdad real sino de que el juez penal ha encontrado «su» verdad y la Administración (o el juez contencioso administrativo) ha encontrado «la suya», que pueden no ser coincidentes. Una consideraciones que ponen en entredicho la tajante declaración del artículo 130.2 de la LPAC que acaba de ser trascrito. Pensemos en un supuesto de vertidos contaminantes que pueden constituir un delito ecológico o una infracción administrativa. El juez, a la vista de unos informes

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técnicos realizados sobre muestras de aguas tomadas a los dos meses del vertido (que es cuando actúa el juez instructor) declara probado que no ha habido contaminación y tal declaración vincula a la Administración a pesar de que ésta dispone de informes en sentido contrario (que el juez no aceptó como prueba) realizados sobre muestras de aguas tomadas a las 48 horas de la invasión contaminante. ¿Puede prevalecer la declaración judicial si la prueba administrativa fue lícita y correcta? La jurisprudencia del Tribunal Constitucional es a este propósito rectilínea. Así, la Sentencia 180/1988, de 11 de octubre, declara que la circunstancia de que las diligencias penales incoadas por los mismos hechos hayan sido sobreseídas, no es influyente en el sentido de constituir un indicio de corrección en la conducta también en la vía contencioso-administrativa, ya que son distintos los modos y criterios de enjuiciamiento en las diversas jurisdicciones con respecto a los hechos que a ellas pueden sometérseles, por prestarse los mismos a diversas modulaciones en relación con las normas aplicables, de estructura finalista distinta y, por tanto, con eficacia o efectos diferentes.

Y la 98/1989, de 1 de junio: La diferencia entre ambas resoluciones reside en el terreno de la calificación jurídica de lo que constituye un mismo soporte fáctico; esto es, de unos hechos, que en el ámbito penal son valorados de manera diferente de la que resulta de su apreciación en el orden disciplinario.

El Tribunal Supremo, por su parte, ha ido elaborando desde hace muchos años un sistema sobre este particular, como aparece en la Sentencia de 11 de marzo de 1965 (Ar. 1272; Vidal y Torres), que pueden considerarse como una de las exposiciones más completas de la postura tradicional: Si bien ha sido reconocido de manera constante por la jurisprudencia del Tribunal Supremo que son independientes los procedimientos sancionadores que pueden seguirse por los Tribunales de Justicia y por la Administración Pública en forma de expediente administrativo. no es menos cierto que aun cuando estos últimos sean independientes del primero, en forma alguna puede estimarse que puedan desconocer el contenido de las resoluciones dictadas por los Tribunales de Justicia en relación con las declaraciones que los mismos hagan en relación con los hechos sometidos a su enjuiciamiento, sí son idénticos los fundamentos que ta Administración toma como base para ejercer su función sancionadora que los determinantes de la acción punitiva o exculpatoria de los Tribunales de Justicia [...]. La perfecta compatibilidad de la sanción gubernativa con un procedimiento penal anterior no debe motivar el que por ello se estime ligada a las declaraciones que verifiquen los Tribunales de Justicia, ya que pueden tener elementos probatorios distintos de los que en juicio pudieron tenerse presentes, criterio establecido en la sentencia de 30 de octubre de 1945; pero en sentido contrario debe asimismo establecerse que si por la Administración no se aportan nuevos elementos de juicio que determinen una imposición de sanción no puede fundar su resolución punitiva [...] ya que los cargos administrativos han sido expresamente desvanecidos por resolución judicial.

Quid cuando la sentencia penal absolutoria es posterior? La cuestión no ha sido objeto de mayores estudios doctrínales ni tampoco de resoluciones del Tribunal Supremo o del Constitucional. De aquí el interés de la, por lo demás cuestionable, Sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Galicia de 15 de mayo de 2002 (Ar. 1083 de 2003) que declara que no es nula la sanción administrativa dictada antes de la sentencia, si ésta es absolutoria. A la vista de cuanto antecede forzoso es reconocer que en este punto se encuentra situado el Derecho Administrativo Sancionador español en la misma situación que ocu-

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paba hace cincuenta años y que no ha alterado un ápice los planteamientos del Derecho francés tempranamente importados por nosotros. Para comprobarlo basta recordar el resumen realizado por D U R A N D y M O R E A U (1958, n.os 21-25) para los supuestos de sentencia absolutoria: a) si el Juez penal declara la inexistencia de los hechos, la Administración no puede sancionar por ellos (Conseil d'État, 25 de junio de 1952: Moizant); ti) si ha declarado la existencia de los hechos pero absuelto por otras causas, la Administración debe tenerlos en cuenta en su expediente sancionador (Conseil d'État: 13 de octubre de 1954: Letourneur); y c) si el Juez se limita a constatar que no han sido probados, la Administración puede intentar realizar esa prueba en el curso del expediente sancionador (Conseil d'État: 11 de mayo de 1956: Chómat).

3.

L o s HECHOS EN DOS JURISDICCIONES

La última de las hipótesis imaginables tiene lugar cuando los mismos hechos son enjuiciados por dos Tribunales diferentes: supuesto habitual cuando, por las razones que sean, no se aplica la prohibición del bis in idem. Éste es el caso contemplado por la STC 25/1984, de 23 de febrero. En él se examina un supuesto de dos sentencias de resultados contradictorios: una penal y otra laboral (recuérdese que aquí, por excepción, el proceso penal no bloquea el procedimiento administrativo sancionador laboral, que puede desembocar luego en una sentencia revisora). Pues bien, el Tribunal no discute que puedan dictarse dos sentencias sino que se limita a analizar hasta qué punto puede la segunda (la sancionadora) apreciar los hechos de manera distinta a la penal y —reiterando y glosando la 77/1983, de 3 de octubre, ya citada— advierte que «en la realidad jurídica, esto es, en la realidad histórica relevante para el Derecho, no puede admitirse que algo es y no es, que unos mismos hechos ocurrieron y no ocurrieron». Pero, sentado esto, admite que unos mismos hechos puedan producir efectos jurídicos distintos en la sentencia laboral de conformidad con las normas de este Ordenamiento. En su consecuencia considera correcto que si la sentencia penal ha absuelto por no haberse demostrado la autoría del imputado, luego, la sanción administrativa (y la subsiguiente sentencia laboral revisora) aprecie otra responsabilidad en el sujeto distinta de la que se deriva de la autoría. ¿Qué queda entonces aquí de la prohibición de bis in idem? La experiencia demuestra, con todo, que no es inhabitual que dos Tribunales hagan declaraciones opuestas sobre los mismos hechos: sobre su valoración y hasta sobre su existencia. Y conviene insistir en que para el Tribunal Constitucional nada tiene esto de ilícito y ni siquiera de anómalo. Sobre este punto la actitud del Tribunal no ofrece dudas y, por ello, tal como recuerda la STC 204/1991, de 30 de octubre (reiterando otras anteriores): «si existe una resolución judicial firme dictada en un orden jurisdiccional, los otros órganos judiciales que conozcan del mismo asunto deberán también asumir como ciertos los hechos declarados tales por la primera resolución o justificar la distinta apreciación que hacen de los mismos. Cualquier otra solución es contraria al derecho a la tutela judicial efectiva». Ahora bien, en palabras de esta sentencia y de la 158/1985, naturalmente, para que un órgano judicial tome en cuenta una resolución judicial firme de otro órgano es preciso que tenga conocimiento oficial de la misma, porque se halla incorporada al proceso que ante él se tramita. Es lógico que así sea: es claro que, siendo imposible el conocimiento por parte de un órgano judicial de los pleitos relativos a los mismos hechos que se desarrollen ante los óiganos de otros órdenes jurisdiccionales, debe recaer sobre la parte inte-

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DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR resada en evitar la contradicción fáctica entre las sentencias correspondientes la carga de poner en conocimiento del Juez o Tribunal llamado a resolver en segundo lugar la existencia de una sentencia de otra jurisdicción.

Las posibles contradicciones entre dos sentencias llegan a su colmo en el caso resuelto por la del Tribunal Constitucional de 14 de enero de 1991: dos Tribunales penales condenan, por separado, a cada uno de los participantes en una reyerta, de tal manera que el absuelto en un Tribunal es condenado por el otro, y viceversa. En tal supuesto, la única solución posible es que el Tribunal Supremo resuelva en casación: A la vista de la disparidad de las declaraciones de hechos probados contenidos en una y otra sentencias, se hace necesario que el Tribunal Supremo adopte una resolución de fondo al respecto, puesto que el hecho-base de ambas resoluciones y, por tanto, de ambas causas, es idéntico y, pese a la identidad fáctica, se han dictado resoluciones, no sólo en sentido contrario sino que tienen por probado el hecho de modo diverso.

En cuanto que se trata de dos sentencias penales, esta decisión no nos afecta directamente; pero me ha parecido útil recordarlo para comprobar hasta qué punto pueden complicarse las cosas en la casuística judicial. Para comprobarlo volvamos a la frase que he subrayado de la STC 204/1991 («o justificar la distinta apreciación que han hecho de los mismos»). Con ella se está haciendo referencia a dos niveles de tratamiento de los hechos. Pensemos en un supuesto de contaminación de aguas al que ha seguido la extinción de una especie piscícola. En un primer nivel el tribunal constata de manera indudable los dos hechos: la contaminación de la corriente y la mortandad de la pesca. Pero a continuación tiene que establecer una conexión entre ambas para la que carece de un informe técnico concluyente. El dilema consiste en determinar si la contaminación fue causa, o no, de los daños en la fauna. Si la respuesta es positiva el hecho será un vertido contaminante dañoso para la pesca; y si la respuesta es negativa, se trata de un vertido contaminante irrelevante para la fauna: dos declaraciones fácticas distintas derivadas de unos mismos hechos primarios. Como hemos visto, el Tribunal Constitucional admite esta contradicción aunque con la advertencia de que el tribunal que se aparte de lo anterior debe razonar los motivos de su disentimiento, es decir, debe argumentar porqué considera el vertido relevante siendo así que el tribunal penal había absuelto por considerarlo irrelevante. Pues si esto es así, tenemos ahora que volver a insistir en las reflexiones desarrolladas antes para criticar la vinculación de las declaraciones judiciales de hechos probados (art. 130.2 de la LPAC) así como la afirmación jurisprudencial de que «unos mismos hechos no pueden existir y dejar de existir para los órganos del Estado». Acabamos de ver que lo segundo es rigurosamente incierto (según ha reconocido el propio Tribunal Constitucional) y que lo primero, además de carecer de fundamento lógico, puede conducir a resultados injustos.

VII.

EXCEPCIONES

La abundantísima jurisprudencia que afirma la vigencia actual de la prohibición bis in idem no llega, con todo, a producir una sensación de certidumbre jurídica completa. Porque del análisis anterior se deduce, como mínimo, la sospecha de que el «principio» dista mucho de estar arraigado totalmente en nuestro Derecho y que pre-

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senta, además, algunas grietas. Los repertorios jurisprudenciales nos demuestran también que, si bien es verdad que la opinión dominante es la de la existencia de la regla, ésta tiene en algunos casos excepciones y en otros se niega o no se aplica, a cuyo efecto se invocan toda clase de argumentos y justificaciones más o menos sutiles, más o menos convincentes, para explicar teóricamente la excepción declarada de forma expresa por una norma o, simplemente, el criterio personal del autor o del juez. La STS de 17 de diciembre de 1986 (Ar. 1148/1989; González Navarro), afirma que el principio «si tal vez pueda ser defendido en el plano de la pura teoría, la realidad ha impuesto el desarrollo de aquella potestad sancionadora administrativa, incluso al margen de las relaciones especiales de sujeción, por la necesidad de dar respuesta rápida y eficaz a las conductas reprochables, celeridad que no se conseguiría con la intervención de la justicia penal». A continuación van a examinarse las cuatro clases de excepciones más comúnmente invocadas para no aplicar la regla: la presencia de una relación de sujeción especial, que es la más frecuente; la intervención de autoridades de distinto orden, que es la más confusa; la falta de la triple identidad, que es a mi juicio la más interesante y la que está peor estudiada; y, en fin, la diversidad de intereses y bienes jurídicos en juego, que es la más socorrida. 1.

RELACIONES DE SUJECIÓN ESPECIAL

La excepción tradicional se refiere a las relaciones de sujeción especial. De ellas ya me he ocupado en otros lugares de este libro y especialmente en el n.° 2 del epígrafe IV del capítulo quinto a propósito del principio de legalidad y en todas esas ocasiones hemos podido constatar unas notas permanentes, a saber, la dificultad de su delimitación precisa, la tendencia a ser utilizadas para justificar la no aplicación del régimen sancionador común y, en fin, la moderna reacción contra el abuso de esta técnica intentando reducir, y hasta excluir, su manejo. Notas que también van a aparecer en el contexto que a continuación se examina. Por lo demás, la operatividad de las relaciones especiales de sujeción para bloquear los efectos de la prohibición de bis in idem se viene declarando desde la Sentencia del Tribunal Constitucional de 30 de enero de 1981: El principio general de Derecho conocido por non bis in idem supone, en una de sus más conocidas manifestaciones, que no recaiga duplicidad de sanciones —administrativa y penal— en los casos en que se aprecie la identidad del sujeto, hecho y fundamentos, sin existencia de una relación de supremacía especial de la Administración —relación de funcionario, servicio publico, concesionario, etc.— que justifique el ejercicio de «ius puniendi» por los Tribunales y a su vez de la potestad sancionadora de la Administración.

La STS de 6 de mayo de 1988 (Ar. 3723; García Estartús) explica acertadamente la conexión que media entre las relaciones de supremacía especial y la protección de intereses públicos específicos, que posibilitan la imposición de una sanción administrativa complementaria de la pena cuando —dice literalmente— «la sanción se imponga en función de la protección de un interés público no contemplado en la norma penal». El argumento central de la tesis permisiva de la doble sanción consiste, de ordinario, en la constatación de que cada una de las infracciones está contemplada en el Ordenamiento Jurídico desde una perspectiva distinta o, si se quiere, con la intención de proteger un bien jurídico distinto. A lo que, tratándose de infracciones disciplinarias, suele acumularse el razonamiento de que

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DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR el Derecho Administrativo disciplinario, referido a los funcionarios públicos, tiene un significado consecuentemente ético, pues su finalidad más que el restablecimiento del orden social quebrantado, es la salvación del prestigio y dignidad corporativos; de aqui que puedan existir distintos tipos de correctivos en el orden penal y disciplinario [SSTS 22 dé febrero de 1985 y 3 de junio de 1987).

Sin desconocer lo anterior, tampoco puede caerse en la falacia de identificar los intereses públicos generales con los intereses del Estado ya que, como acertadamente ha observado OCTAVIO DE TOLEDO ( 1 9 9 6 ) , las funciones públicas «no se ejercen en beneficio del Estado sino que existen, como el Estado mismo, y se desempeñan en beneficio de los ciudadanos. Su protección, entonces, no puede estribar exclusivamente en la preservación de los deberes de los funcionarios con el Estado». La consecuencia de esta unidad de bien juridico protegido hace caer por su base, a juicio de este autor, la compatibilidad de ilícitos penales y disciplinarios. Conviene recordar aquí igualmente la tesis restrictiva de BARCELONA ( 1 9 9 3 , 1 2 9 ) , para quien «que la doble sanción sea posible en opinión del Tribunal Constitucional cuando media una relación de sujeción especial no quiere decir que tal posibilidad sea constitucionalmente necesaria; es más, si el ordenamiento no habilita a la Administración para sancionar una vez que los Tribunales de lo penal han ejercido ya su ius puniendi del Estado, la sanción administrativa es constitucionalmente inviable por carecer de toda apoyatura normativa. Es decir, las excepciones al non bis in idem no pueden considerarse implícitas, todo lo contrario: han de estar expresamente previstas en la norma». La doctrina, como se ve, se muestra de ordinario reticente ante la posibilidad de una doble sanción aunque medie una relación de sujeción especial. Al menos, y además de los testimonios que acaban de ser citados, ésta es la postura generalizada en materia disciplinaria siguiendo a GARCÍA DE ENTERRÍA. ASÍ, ya SANZ GANDASEGUI ( 1 9 8 5 , 1 4 2 ss.). QUINTANA LÓPEZ ( 1 9 8 6 , 5 8 7 ss.) y últimamente GARCÍA MACHO ( 1 9 9 1 , 5 2 4 ) y CANO MATA ( 1 9 8 4 , 2 1 4 ) .

De manera lenta pero perceptible van recibiendo los Tribunales estos impulsos garantistas de la doctrina, que han culminado en la STC 234/1991, de 10 de diciembre, en la que se declara sin ambages que la existencia de esta relación de sujeción especial tampoco basta por si misma para justificar la dualidad de las sanciones. De una parte, en efecto, las llamadas relaciones de sujeción especial no son entre nosotros un ámbito en el que los sujetos queden despojados de sus derechos fundamentales o en el que la Administración pueda dictar normas sin habilitación legal previa. Estas relaciones no se dan al margen del Derecho, sino dentro de él y, por tanto, también dentro de ellas tienen vigencia los derechos fundamentales y tampoco respecto de ellas goza la Administración de un poder normativo carente de habilitación legal, aunque ésta pueda otorgarse en términos que no serían aceptables sin el supuesto de esa especial relación.

He aquí una estupenda declaración dogmática cuya operatividad se reduce notablemente cuando desde ella se quiere pasar a lo concreto, puesto que todavía sigue siendo ambigua y verbalista y en el fallo termina aceptándose la dualidad de castigo. En definitiva —y pese a todos los generosos verbalismos— nos encontramos, pues, en el mismo punto de siempre: la garantía constitucional es un tigre de papel que puede sortearse mediante el simple arbitrio de invocar intereses jurídicos distintos. Aunque también es verdad que, apurando las cosas, por aquí podría encontrarse una vía argumental interesante de delimitación de intereses protegidos:

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El interés legítimo de la Administración en su conjunto es servir con objetividad los intereses generales; el de cada uno de los entes u órganos que la integran, en particular el de asegurar el funcionamiento eficaz del servicio público que les está encomendando, de donde fácilmente se infiere que la conducta de los simples ciudadanos no entra dentro del círculo de interés legítimo de la Administración y no puede ser objeto de la disciplina de ésta; salvo, claro está, y la salvedad es decisiva, que esa conducta redunde en peijuicio del servicio dada la naturaleza de éste [...) [en conclusión] la irreprochabilidad penal de los funcionarios de la policía gubernativa es un interés legitimo de la Administración que, al sancionar disciplinariamente a los que han sido objeto de condena penal, no infringe en consecuencia el principio de ne bis in idem.

La compatibilidad de sanción suele parecer muy clara cuando el segundo órgano sancionador es un Colegio profesional, habida cuenta de que aquí concurren, cuando menos, dos causas de excepción: la presencia inequívoca de una relación especial de sujeción y, además, una fundamentación normativa distinta propia y separada (como ha declarado acertadamente la STSJ de Valencia de 14 de febrero de 2001, Ar. 727) avalada por su plasmación en una norma sectorial de ámbito profesional. En mi opinión la excepción de las relaciones especiales de sujeción tiene, salvo excepciones, una explicación inequívoca, a saber, que el fundamento de la infracción —y la finalidad de la sanción— es distinto del que apoya la infracción de régimen general. Si esto es así, puede decirse incluso que tal excepción es superflua ya que, aun sin ella, el principio no se aplicaría tampoco al faltar la identidad del fundamento. Lo que sucede es que en la práctica resulta más cómodo acogerse a la relación especial pues así se ahorra el esfuerzo de tener que analizar la diferencia de fundamentos. Todavía queda una cuestión por examinar: la de si la sanción administrativa impuesta en una relación de sujeción especial consecuente a una condena penal previa, es una sanción autónoma o una mera consecuencia de la pena. Porque, cuando la norma administrativa tipifica como infracción —y esto es muy corriente— el haber realizado una acción constitutiva de delito y un Tribunal penal declara la existencia de tal delito, es claro que la condena penal lleva consigo la sanción administrativa. Ésta es la postura que adopta la STS de la Sala de lo Contencioso-administrativo militar de 12 de julio de 1991 (Ar. 6494; Fernández Flórez): en el supuesto que nos ocupa de lo que se se trata no es de imposición de una sanción [...] sino simplemente de la adoptación de una consecuencia automática de la imposición de una condena dispuesta por la ley. Las repercusiones de esta actitud sobre el procedimiento administrativo posterior de imposición de la sanción pueden imaginarse: no es un procedimiento sancionador ordinario, sino un mero acto de constatación de la preexistencia de la condena penal y la declaración de su «consecuencia». Así se explica que el artículo 468.c) de la Ley Procesal militar de 13 de abril de 1989 prescinda incluso del recurso contencioso-administrativo contra tales actos. Lo que la sentencia citada encuentra «lógico» porque «hay que pensar que en la imposición de la condena se han observado todos los derechos de tutela judicial y de defensa». Y más todavía: «resulta inadmisible que, por consideraciones de cualquier índole que sean, se deje de aplicar este precepto y se llegue a la exclusión de un efecto automático de la condena principal». Razonamiento que, sin embargo, no ha compartido el Tribunal Constitucional en su Sentencia 18/1994, de 20 de enero, para el que la Ley Penal Militar no impone la pena accesoria de separación del servicio (que constituye la sanción disciplinaria) que «por lo tanto no se trata de una consecuencia automática ni obligada de la condena penal, sino derivada de disposiciones sancionadoras».

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Tal como se habrá observado, parte de la jurisprudencia que se ha estado citando en las páginas anteriores se refiere a la materia disciplinaria que, en rigor, no forma parte del Derecho Administrativo Sancionador entendido en el sentido estricto con que en este libro se estudia. Lo que sucede es que este tipo de sentencias son abundantísimas y con tal casuística resulta fácil elaborar una sistematización teórica sin incurrir en manipulaciones metodológicas ya que, como recuerda la STS de 5 de junio de 2002 (3.a, 4.a, Ar. 8600), «la existencia de una relación especial de sujeción o supremacía no se encuentra estrictamente limitada al campo funcionarial [...] luego tampoco cabría alegar la falta de condición de funcionario público de la demandante para vetar la imposición de una sanción administrativa». 2.

AUTORIDADES DE DISTINTO ORDEN

Más lejos ha llegado todavía la STC de 27 de noviembre de 1985, al limitar con carácter general la aplicación del principio a los supuestos en que «por autoridades del mismo orden y a través de procedimientos distintos se sancione repetidamente la misma conducta», ya que «la regla de «ne bis in idem» no siempre imposibilita la sanción de unos mismos hechos por autoridades de distinto orden y que los contemplen, por ello, desde perspectivas diferentes (por ejemplo, como ilícito penal y como infracción administrativa o laboral)». O lo que es lo mismo: «el principio de non bis in idem [...] es de aplicación también cuando la doble sanción la imponen autoridades del mismo orden [...] y la concurrencia de leyes sancionadoras ha de resolverse dando preferencia [...] por razón de la especialidad» (STS 2 de junio de 1986; Ar. 4608, Álvarez de Miranda). Ahora bien, ¿cuáles son, a estos efectos, autoridades «del mismo orden»? La respuesta a tal pregunta no es fácil, puesto que no existe una doctrina general y la jurisprudencia va resolviendo casuísticamente los distintos supuestos que se le presentan. La STS de 12 de mayo de 1987 (Ar. 5258; Jiménez Hernández) constata que el Tribunal Constitucional ha considerado (STC 64/1982, de 4 de noviembre de 1982) como autoridades de distinto orden a las autonómicas, estatales y tribunales penales. Pero cuando, como en el caso de autos, se trata de autoridades autonómicas y municipales, la circunstancia de que los entes locales estén integrados en la Comunidad Autonómica, le impulsa a considerar que en tal caso son autoridades del mismo orden y, por ende, resulta operativa la prohibición de bis in idem. Esta forma de ver las cosas nos coloca inevitablemente en el terreno de la duplicidad de sanciones administrativas (que va a examinarse inmediatamente); pero no siempre se entiende así. BARCELONA ( 1 9 9 3 , 1 3 3 ) , estudiando la Ley de Seguridad Ciudadana, afirma que la expresión de autoridades del mismo orden «contrapone orden jurisdiccional a orden gubernativo sin distinción alguna en este último en virtud de la Administración territorial concreta en que la autoridad en cuestión se inserte». Para Germán VALENCIA esta cuestión no ofrece dificultad alguna puesto que el «orden» se refiere inequívocamente al «orden jurisdiccional», de donde deduce tres tipos de situaciones: non bis in idem en el orden penal, perfectamente reguladas en el Derecho Penal; en el Derecho Administrativo (que da lugar los conflictos derivados de una pluralidad de sanciones administrativas, que se examinarán inmediatamente); y de «distinto orden», que se refieren al conflicto que hemos venido estudiando hasta aquí, o sea, entre condenas penales y sanciones administrativas. Este razonamiento es muy plausible y la STSJ del País Vasco de 1 de junio de 2000 (Ar. 803) abunda en tal criterio que le sirve , aparte de otras razones, para compatibilizar una sanción admi-

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nistrativa de expulsión del territorio nacional a un extranjero impuesta como consecuencia de una condena penal. Ahora bien, insistir en ello es abrir la caja de Pandora con sus imprevisibles consecuencias. Porque si el orden penal es de veras distinto del orden administrativo, entonces, siendo consecuentes, habrá que admitir la compatibilidad genérica de sus castigos respectivos y la prohibición del non bis in idem terminaría desvaneciéndose en la realidad; y dudo mucho que esta haya sido realmente la intención del Tribunal Constitucional en la sentencia citada. 3.

AUSENCIA DE LA TRIPLE IDENTIDAD

Aunque en rigor esta circunstancia no es una excepción sino simplemente la falta de un requisito inexcusable para la aplicación del principio, podemos examinarla aquí por razones sistemáticas de exposición. En verdad que las dificultades hermenéuticas de la llamada triple identidad —aceptada inercialmente por una tradición varias veces centenaria— nunca han podido ser satisfactoriamente resueltas. A) Por lo pronto, la identidad de fundamento es imposible si por tal se entiende la base legal de imputación puesto que una ha de encontrarse en una norma penal y la otra en una administrativa . A tal propósito es curioso recordar que a este punto se refería una enmienda presentada por el PNV en la elaboración parlamentaria del artículo 133.1 LPAC. Con ella se proponía la sustitución del inciso «y fundamento» por el de «interés jurídico protegido», alegando que «el término «fundamento», en su amplitud, comprende-el supuesto consistente en que un mismo hecho esté tipificado en varias normas; y, por ello, contradice la doctrina del Tribunal Constitucional, según la cual (Sentencia 234/1991, de 10 de diciembre) no basta simplemente con la dualidad de normas para entender justificada la imposición de una doble sanción al mismo sujeto por los mismos hechos, pues si así fuera, el principio non bis in idem no tendría más alcance que el que el legislador (o en su caso el Gobierno, como titular de la potestad reglamentaria) quisieran darle». El Tribunal Constitucional en su Sentencia 243/1991, de 10 de diciembre, afirma tajantemente que «en nuestro Derecho no hay más fundamento posible de una sanción que la norma previa que tipifica la infracción [y, por ello,] la dualidad de fundamento se identifica en consecuencia con la dualidad normativa». En otras palabras, la concurrencia de normas sancionadoras de un mismo hecho significa que éste es sancionado por dos fundamentos o causas distintas; lo que se conecta, en último extremo, con el bien protegido, ya que, como sigue diciendo la sentencia, «para que la dualidad de sanciones sea constitucionalmente admisible es necesario, además, que la normativa que la impone pueda justificarse porque contempla los mismos hechos desde la perspectiva de un interés jurídicamente protegido que no es el mismo que aquel que la primera sanción intenta salvaguardar o, si se quiere, desde la perspectiva de una relación jurídica diferente entre sancionador y sancionado». La cuestión toma otro aspecto, sin embargo, cuando se concibe el fundamento de una manera distinta, como ilustra muy bien la STC 2/2003, en la que realiza un análisis comparativo de los tipos —casi idéntico en su letra— de la infracción prevista en el artículo 12.1 del Real Decreto Legislativo 339/1990 y el artículo 378 del Código Penal y se termina poniendo de relieve una diferencia ciertamente sutil pero esencial, de la que extrae la siguiente consecuencia:

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DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR ambas infracciones, administrativa y penal, comparten un elemento nuclear común —conducir un vehículo de motor habiendo ingerido alcohol, superando las tasas reglamentariamente determinadas—, de modo que al imponerse ambas sanciones de forma acumulativa, dicho elemento resulta doblemente sancionado, sin que dicha reiteración sancionadora pueda justificarse sobre la base de un diferente fundamento punitivo, dado que el bien o interés jurídico protegido por ambas normas es el mismo: la seguridad del tráfico como valor intermedio referencial y la vida e integridad física de todos, como bienes jurídicos referidos. Se trata de un caso en el que el delito absorbe el total contenido de la ilicitud de la infracción administrativa, pues el delito añade a dicho elemento común el riesgo para tos bienes jurídicos vida e integridad física, inherente a la conducción realizada por una persona con sus facultades psicofísicas disminuidas, debido a la efectiva influencia del alcohol ingerido.

Y sobre ello considera y con razón que la cuestión es lo suficientemente importante como para extender su análisis a la jurisprudencia del TEDH; y poniendo bien claro de manifiesto que ha tenido lugar un cambio radical de planteamiento porque si hasta ahora se daba importancia a la existencia de dos normas distintas ahora se entiende que el fundamento se encuentra en la calificación de ilícito. O dicho con otras palabras: la identidad de fundamento supone que en las dos normas el reproche se ha materializado en el mismo tipo. Tesis que lógicamente obliga a los tribunales a realizar un análisis cuidadoso de las normas concurrentes para averiguar si se trata efectivamente de un mismo tipo (lo que implicaría la aplicación del non bis in idem) o de dos tipos aparentemente idénticos pero con algún elemento diferencia] que eliminaría la «identidad de fundamentos» abriendo paso a la doble sanción. Como ha afirmado el Tribunal Europeo de Derechos Humanos —sigue diciendo la sentencia española— para considerar inaplicable la prohibición de incurrir en bis in idem, no basta con que las infracciones aplicadas presenten diferencias, o que una de ellas represente solo un aspecto parcial de la otra (STEDH 23 de octubre de 1995, caso Gradinger c. Austria), pues —añade— la cuestión de si se ha violado o no el principio non bis in idem protegido en el artículo 4 del Protocolo 7 CEDH, «atañe a las relaciones entre los dos ilícitos» aplicados, si bien este artículo no limita su protección al derecho a no ser sancionado en dos ocasiones que que la «extiende al derecho a no ser perseguido penalmente» (STEDH de 29 de mayo de 2001, caso Franz Fischer c. Austria). Afirma el Tribunal que el articulo 4 del Protocolo 7 no se refiere al «mismo ilícito» sino a ser «perseguido o sancionado penalmente de nuevo por un ilícito por el cual ya se ha sido definitivamente absuelto o condenado», de modo que si bien se entiende que «el mero hecho de que un solo acto constituya más de un ilícito no es contrario a este artículo», no por ello deja de reconocer que este artículo despliega sus efectos cuando «un acto ha sido perseguido o sancionado penalmente en virtud de ilícitos sólo formalmente diferentes». El Tribunal Europeo de Derechos Humanos señala que existen casos en los que un acto, a primera vista, parece constituir más de un ilícito, mientras que un examen más atento muestra que únicamente debe ser perseguido un ilícito porque abarca todos los ilícitos contenidos en los otros... Un ejemplo obvio sería un acto que constituyera dos ilícitos, uno de los cuales contuviera precisamente los mismos elementos que el otro más uno adicional. Puede haber otros casos en los que los ilícitos únicamente se solapen ligeramente. Así, cuando diferentes ilícitos basados en un acto son perseguidos de forma consecutiva, uno después de la resolución firme sobre el otro, el tribunal debe examinar si dichos ilícitos tienen o no los mismos datos esenciales.

Extraña, desde luego, que el Tribunal Constitucional haya entrado en el examen de tal cuestión, siendo así que en sentencias anteriores (concretamente las 177/1999 y 152/2001) había sostenido que la declaración efectuada por los órganos penales relativa a la existencia de la triple identidad de hechos, sujetos y fundamentos, no puede ser cuestionada, por este tribunal y constituye el obligado punto de partida para el examen de la alegada vulneración del derecho que reconoce el articulo 25,1, Sin

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embargo, esta afirmación no puede compartirse, pues la triple identidad constituye el presupuesto de aplicación de la interdicción constitucional de incurrir en bis in idem, sea éste sustantivo o procesal, y delimita el contenido de los derechos fundamentales reconocidos en el artículo 25.1, ya que éstos no impiden la concurrencia de cualesquiera sanciones y procedimientos sancionadores, ni siquiera si éstos tienen por objeto los mismos hechos, sino que estos derechos fundamentales consisten precisamente en no padecer una doble sanción y en no estar sometido a un doble procedimiento punitivo, por los mismos hechos y con el mismo fundamento. Ahora bien, la revisión de la declaración de identidad efectuada por los órganos judiciales o el análisis directo de su concurrencia, en caso de no haberse efectuado por los órganos sancionadores o judiciales a pesar de haber invocado la vulneración del derecho fundamental, han de ser realizados por este tribunal respetando los limites de esta jurisdicción constitucional de amparo. Por tanto, se han de comparar los ilícitos sancionados, partiendo de la actuación de los hechos realizada por la Administración en la resolución sancionadora y por el órgano judicial penal en las sentencias, y tomando como base la calificación jurídica de estos hechos realizada por estos poderes del Estado... y dado que el artículo 117.3 de la Constitución atribuye a los jueces y tribunales la potestad jurisdiccional, siendo, por consiguiente, tarea atribuida a éstos tanto la delimitación procesal de los hechos como su calificación jurídica conforme a la legalidad aplicable.

La LPSPV, consciente de la ambigüedad de esta cuestión, ha decidido aclararla en los siguientes términos —discutibles pero ingeniosos— de su artículo 4.3: «Se entenderá que existe idéntico fundamento cuando el bien jurídico que se proteja con la tipificación de la infracción administrativa y el riesgo a que atiende tal protección sean los mismos que contemplan el tipo penal o administrativo preexistente». Lo que se pormenoriza luego en el artículo 18.2: «se entenderá que hay identidad de fundamento cuando: a) La infracción penal o administrativa que se castiga con la pena o sanción precedente proteja el mismo bien jurídico frente al mismo riesgo que la infracción que se esté considerando, b) Existiendo ciertas diferencias entre los bienes jurídicos protegidos o los riesgos contemplados, éstas no tengan la entidad suficiente como para justificar la doble punición, por referirse a aspectos cuya protección no requiere la segunda sanción». A) La identidad de sujetos es menos problemática, desde luego, pero puede cuestionarse por ejemplo en los supuestos de responsabilidades subsidiaria y solidaria. La SAN de 5 de junio de 1998 (Ar. 2325) anuló una sanción administrativa impuesta a una sociedad por entender que la Administración debía haber paralizado el procedimiento al tener conocimiento de que se estaban instruyendo diligencias penales contra algunos de sus empleados. Por su parte, la STS de 12 de julio de 2001 (3.a, 4.a, Ar. 6075) mantiene, no obstante, una postura contraria declarando que «el principio de non bis in idem tiene como finalidad que no se sancione doblemente al mismo sujeto y en este caso son distintas la responsabilidad penal en que incurriera personalmente el ingeniero técnico director de la obra y la infracción cometida por la empresa en cuando a la adopción de medidas de seguridad». La STS de 10 de diciembre de 2001 (3.a, 4.a, Ar. 2058 de 2002) resuelve una cuestión más problemática. Ante un incumplimiento en materia de seguridad en el trabajo considera que se han cometido dos infracciones por dos sujetos —el contratista de la obra y el subcontratante— que deben ser sancionados independientemente. De cualquier manera que sea, lo que resulta evidente es que el sujeto no es criterio bastante para justificar o excluir la aplicación del principio ya que, aun tratándose de sujetos distintos, si la imputación es la misma —es decir, por el mismo ilícito— no parece plausible repetir el castigo en procedimientos separados. Con lo cual volvemos a la situación que acaba de ser examinada al hablar del fundamento, porque tanto en un caso como en el otro lo esencial es la identidad o no identidad del tipo imputad, aunque sea en distintas normas o respecto a distintos suje-

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tos. Ahora bien, si esto fuera así se disfuncionaría por completo la prohibición de bis in idem ya que con ella se estaría diciendo que sólo es aplicable al castigo de un mismo ilícito y no se aplicaría a reproches distintos: lo que parece tan obvio que hoy haría falta declararlo y mucho menos positivizarlo. B) La determinación de si media identidad de hechos es una cuestión que sólo puede abordarse de forma casuística, siendo muy difícil inducir de ella criterios generales; pero en cualquier caso me remito a lo que ha de exponerse con detalle a tal propósito en el epígrafe X de este mismo capítulo. 4.

DIVERSIDAD DE INTERESES PROTEGIDOS

Es muy frecuente que —tal como hemos visto ya en algunas de las sentencias citadas— la jurisprudencia justifique la duplicidad de infracciones por la presencia de bienes o intereses jurídicos de naturaleza distinta, que cada norma quiere proteger por su cuenta; y lo mismo, y aún con mayor frecuencia, sucede con las leyes. La legislación de aguas protege la calidad de éstas desde la perspectiva medioambiental mientras que la sanitaria lo hace desde la de la salud pública (sin olvidar, claro es, la vertiente penal). La verdad es que nuestras leyes suelen ser tan escrupulosas en el papel como negligentes en la aplicación real. Esta técnica de protección jurídica se asoma también en algunas normas, como en el artículo 33 de la Ley General de Sanidad 14/1986, de 26 de abril, donde se dispone que «en ningún momento se impondrá una doble sanción por los mismos hechos y en función de los mismos intereses públicos protegidos». Precepto de inusitada trascendencia puesto que viene a ratificar la doctrina jurisprudencial aludida, justificando, al parecer, «una doble sanción por los mismos hechos siempre y cuando los intereses protegidos sean distintos», como a sensu contrario es correcto interpretar. En mi opinión, sin embargo, la eventual variedad de bienes e intereses protegidos no altera el régimen jurídico de la prohibición de bis in idem, puesto que lo único que legitima es que el legislador tipifique como infracción acciones que lesionen tales intereses. Ahora bien, una cosa es la justificación o motivación de la norma y otra muy distinta su contenido que, a estos efectos, es lo que importa. Lo que significa que ha de ser la propia norma la que se preocupe de incluir en el tipo las matizaciones inherentes al interés que está queriendo proteger; si así lo hace, producirá efectos; mas en otro caso será irrelevante. Es explicable que la legislación sanitaria no deje pasar por alto el riesgo que para la salud pública representan las aguas contaminadas, pero ello no significa que se limite a reproducir literalmente un tipo anterior sino que, cabalmente por causa de ese interés peculiar que le preocupa, tipifica el supuesto de contaminación de aguas potables y esto sí que tiene efectos jurídicos. Los vertidos en el mar se recogen en la legislación de costas atenta a la conservación de los recursos naturales; y ciertamente que hubieran podido ser regulados en la legislación de pesca y hasta quizás también en la de Marina, aunque la verdad es que no lo han sido a pesar de estar enjuego intereses inequívocamente distintos. En cambio, la legislación turística sí que lo ha hecho al tomar conciencia de lo que para el turismo significa (independientemente de la sanidad y de la pesca) la pureza del agua marina. Pero para que se haya creado una nueva infracción, ha sido preciso añadir un elemento al tipo común o simple: contaminación realizada por un establecimiento turístico. En definitiva, dado que la prohibición de bis in idem no está dirigida al legislador sino al operador jurídico, tendrá éste que analizar con cuidado los tipos con-

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currentes para determinar si son idénticos (en cuyo caso apreciará concurso de leyes) o concéntricos, también llamados consuntivos, es decir, todos los elementos del primero están incluidos en el segundo, pero éste añade o especifica algunos más. En otras palabras, el operador jurídico mira en dos direcciones: por un lado, hacia la norma para comprobar los extremos que acaban de decirse y, por otro lado, hacia los hechos para comprobar si son uno o varios; aunque aquí con la advertencia de que ha de mirar a los hechos a través de la norma según se ha explicado ya con detalle. Pero, en cambio, no ha de preocuparse de los intereses protegidos, que son cosa del legislador, y al intérprete sólo le importan en tanto en cuanto se hayan reflejado en el tipo. La pluralidad de bienes jurídicos agredidos como justificación del bis in idem es un lugar común de nuestra jurisprudencia, por cuya razón basta recoger aquí, por todas, la STC 234/1991, de 10 de diciembre, que es lo suficientemente elocuente a nuestros efectos aunque se refiera a sanciones disciplinarias: No basta simplemente con la dualidad de normas para entender justificada la imposición de una doble sanción al mismo sujeto por los mismos hechos, pues, si asi fuera, el principio ne bis in idem no tendría más alcance que el que el legislador (o, en su caso, el Gobierno como titular de la potestad reglamentaría) quisiera darle. Para que la dualidad de relaciones sea constitucionalmente admisible es necesario, además, que la normativa que la impone pueda justificarse porque contempla los mismos hechos desde la perspectiva de un interés jurídicamente protegido, que no es el mismo que aquel que ¡a primera sanción intenta salvaguardar o, si se quiere, desde la perspectiva de una relación jurídica diferente entre sancionador y sancionado [...]. Para que sea jurídicamente admisible la sanción disciplinaria impuesta en razón de una conducta que ya fue objeto de condena penal es indispensable que el interés jurídicamente protegido sea distinto y que la sanción sea proporcionada a esa protección.

El tenor literal de esta sentencia ofrece, por lo demás, un excelente punto de partida para seguir profundizando en el análisis. Tal como se pone de manifiesto en varios lugares de este libro y desde diferentes perspectivas, los intereses protegidos, junto con las relaciones de sujeción especial, operan como la gran coartada para justificar las excepciones al régimen garantizador del Derecho Administrativo Sancionador. Ocurre, en efecto, que la jurisprudencia ha elaborado con gran esfuerzo un cuerpo doctrinal de enorme mérito y válido con carácter general, pero que en determinadas ocasiones no resiste la prueba de la casuística. Cuando un principio no tiene aplicable posible —o no se quiere aplicar— en la práctica, entonces, para justificar su bloqueo, se acude al subterfugio de invocar la presencia de una relación de sujeción especial o de una variedad de intereses protegidos: los funcionarios han de aceptar la doble sanción (penal y administrativa) o bien por considerarse que se encuentran en una relación de sujeción especial, o bien porque se entiende que son diversos los bienes e intereses jurídicos protegidos. El hotel que contamina aguas lesiona, por un lado, el medio ambiente y, por otro, la imagen turística. Un planteamiento que provoca la inquietante duda de si se trata de una justificación a posteriori inequívocamente pretextual o si, por el contrario, supone una justificación legítima. Una última cuestión para terminar este punto. Si resulta, como con harta frecuencia sucede, que dos leyes sectoriales reproducen el mismo tipo de infracción, cabe preguntarse por las razones de esta reiteración aparentemente inútil. Parece claro que algunas veces se deberá, pura y simplemente, a descoordinación e ignorancia del legislador, que ni siquiera se acuerda de lo que él mismo ha hecho. Pero no siempre es así porque de ordinario la reiteración no es del todo inútil. Por de pronto abre la posibilidad de que intervengan otros órganos administrativos en la

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persecución del infractor, quienes así podrán suplir las negligencias de los demás (aun a riesgo, sin embargo, de la reduplicación de actuaciones si los dos son diligentes, que no se sabe lo que es peor). Mientras que en otros casos la razón de la concurrencia es la conminación de sanciones mayores. Esto sucede cuando la primera norma ha quedado obsoleta por el transcurso del tiempo o cuando el segundo legislador da mayor importancia a los intereses que él protege. De donde resulta que dos infracciones idénticas son conminadas con sanciones diferentes: el tipo único de la infracción se desdobla en dos sanciones diferentes. Esta situación no es deseable, desde luego, en una política sancionadora bien ordenada; pero su importancia empalidece cuando se tiene en cuenta el factor verdaderamente grave: habida cuenta de la anchura del abanico de sanciones, es prácticamente imposible que coincidan las que en la práctica se imponen para un mismo hecho por los dos órganos actuantes, puesto que cada uno tiene su propio criterio y rigor. Con la consecuencia de que, una vez más, el ciudadano está en manos del azar, expresado aquí en la imprevisible y cambiante dureza o tolerancia de los órganos administrativos que se decidan a perseguirle. VIII.

PLURALIDAD DE SANCIONES ADMINISTRATIVAS

La inseguridad jurídica resultante de la regla que estamos comentando se agrava aún más cuando se trata de varias sanciones administrativas. El problema ha asomado ya al hilo de la determinación de las «autoridades del mismo orden». Pero aquí no acaba la cuestión. Porque es el caso que los tribunales en unos supuestos lo aplicaban y en otros no, con criterios que —a falta de una depuración técnica o de una mayor precisión legislativa— resultan muy difícil de conjeturar y aun de entender. A partir de la LPAC todas estas dudas se han disipado en lo fundamental, puesto que, como ya sabemos, su artículo 130 —lo mismo que el artículo 5 del Reglamento— extiende sin vacilaciones la regla del non bis in idem a los supuestos de dos infracciones administrativas. Afirmar esto es muy fácil; pero de esta manera se abre una problemática de difícil solución al carecer, al menos de momento, de tratamiento teórico. Porque el enorme desarrollo que ha experimentado la regla del non bis idem, tal como ha sido expuesta en las páginas precedentes, se refiere fundamentalmente a las relaciones entre penas y sanciones o, mejor todavía, entre los órganos jurisdiccionales penales y los administrativos sancionadores. Un planteamiento que a todas luces no vale para el concurso de infracciones administrativas. Algunas leyes sectoriales se han tomado la molestia de conectar la pluralidad de tipos de infracción con la figura del concurso ideal que, al reconducir las distintas infracciones a una sola, evitan el riesgo de incurrir en el bis in idem, aunque, eso sí, con imposición de la sanción máxima. Así hace, por ejemplo, la Ley de Costas, de 28 de julio de 1998, cuyo artículo 94.2 previene que «si un hecho u omisión fuera constitutivo de dos o más infracciones, se tomará en consideración únicamente aquella que comporte mayor sanción». En otros casos se entiende que no opera el bis in idem ante una dualidad de sanciones administrativas cuando, aun tratándose de los mismos hechos, las leyes están protegiendo bienes jurídicos inequívocamente diferentes. Así aparece en la STSJ de Asturias de 20 de enero de 1998 (Ar. 53) que declara la compatibilidad de dos sanciones por unos mismos vertidos: una impuesta por la Confederación Hidrográfica en defensa del dominio público hidráulico y otra por la Comunidad Autónoma en defensa de la pesca.

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Una cuestión que asoma con frecuencia en la jurisprudencia es la de si una pluralidad de hechos similares constituyen diversas infracciones separadas de sanción compatible o una sola infracción continuada. A este problema se enfrenta el TSJ de Galicia de 15 de febrero de 2002 (Ar. 473) respecto de la participación durante varios meses en manifestaciones de protesta. El Tribunal confirma la validez de todas ellas porque «no cabe confundir (estos hechos) con una infracción continua o permanente, la cual consiste en una conducta reiterada por una voluntad duradera, en la que no se da situación concursal alguna sino una progresión unitaria con repetición de actos». A la misma conclusión llega la STS de Baleares de 11 de junio de 2001 (Ar. 1143) ante los resultados de una inspección en que se había constatado que 28 sucursales de una misma entidad habían incumplido las normas de señalización de zonas de fumadores. El tribunal decide que «no se está en presencia de una infracción continuada [...] sino ante 28 infracciones independientes por cuanto el incumplimiento se produce en 28 oficinas, no son idénticas y no se está ante un plan preconcebido habida cuenta de la observancia en otras sucursales». La STSJ de Asturias de 12 de marzo de 2002 (Ar. 652) apunta a una solución que podría llamarse de equidad: «las infracciones simples por incumplimiento de deberes formales tienen carácter autónomo y se cometen tantas infracciones cuantas veces no se cumple con el deber [...]; sin peijuicio de que, en determinados casos puedan a efectos de sanción tratarse como una sola [...)] para evitar que ante esta situación de incumplimiento múltiple la sanción llegue a ser desproporcionada». La STS de 17 de abril de 2002 (3.a, 7.a, Ar. 4733), aunque dictada en materia disciplinaria, hace una declaración general que permite sancionar unos hechos que ya fueron objeto de un procedimiento archivado si, junto con los hechos anteriores, se tienen en cuenta otros nuevos: La prohibición que comporta la regla non bis in idem impide que hechos idénticos y correspondientes al mismo período puedan dar lugar a dos diferentes procedimientos sancionadores; pero no es incompatible con que la continuidad de unos hechos surgidos en un primer momento, y su coincidencia o concurrencia en un período posterior con otras circunstancias adicionales, pueda dar lugar a un nuevo procedimiento, para investigar y en su caso sancionar el ilícito que pueda resultar de esas nuevas circunstancias.

No es fácil inducir de estas declaraciones casuísticas dispersas una teoría general. Las resoluciones de los Tribunales Superiores de Justicia son escasas y las del Tribunal Supremo incluso raras. El Tribunal Constitucional, en su Sentencia de 8 de junio de 1981, dejó pasar una excelente ocasión de aclarar este punto, limitándose a decir en ella que «este tribunal no va a entrar a determinar si la Administración pudo o puede ejercer o no, alternativamente a la sanción impuesta, la sanción disciplinaria que le corresponda en relación a los funcionarios. Es claro que esta es una cuestión ajena a la jurisdiccional constitucional, que no debe hacer pronunciamiento alguno al respecto». A partir de 1992 sabemos, al menos, que en este ámbito rige el principio de non bis in idem, pero ni doctrinal ni jurisprudencialmente se nos ha pormenorizado su régimen ni precisado hasta qué punto rige aquí cuanto se ha dicho a propósito del conflicto más común, es decir, el que se plantea entre una sanción administrativa (confirmada, o no, por una sentencia contenciosa) y una condena penal. En la legislación administrativa es frecuente la presencia de dos tipificaciones que sólo coinciden parcialmente, es decir, que en una se añade o suprime o se altera un elemento de la otra. Un precepto califica de infracción y sanciona la contaminación de una corriente de agua, mientras que el otro califica y sanciona la contaminación

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del agua potable: en esta circunstancia varía el objeto de la acción. Un precepto califica de infracción y sanciona el vertido de aguas residuales en el mar sin instalaciones adecuadas mientras que otro describe la misma acción pero referida a establecimientos turísticos-, en esta circunstancia varia el sujeto. Un precepto califica de infracción y sanciona el ejercicio de caza en días vedados, mientras que otro añade el dato de que se trate, además, de días de fortuna (es decir, con niebla o nieve): aquí varían las circunstancias. En todos estos supuestos nos encontramos con dos tipos, puesto que no es lo mismo contaminar una masa de agua potable que una corriente de agua no potable. En consecuencia, y de acuerdo con lo que atrás se ha escrito, habría que considerar como cometidas dos infracciones. Ahora bien, aquí sucede que una de tales infracciones no se puede cometer independientemente de la otra o, mejor todavía, la simple es independiente de la agravada o modalizada, pues el tipo de esta última contiene todos los elementos de la primera (más alguno añadido, claro está). En estas condiciones hay que concluir que en la misma comisión de la infracción simple no hay problema, puesto que no concurre la infracción agravada; mientras que en la comisión de la infracción agravada, aunque realmente no se haya cometido también la infracción simple, jurídicamente este dato no tiene relevancia porque ya está tenido en cuenta en el tipo (por así decirlo, la norma ya lo sabía) y ha señalado una sola sanción, que comprende —si es que se quiere formular en tales términos— el castigo de la infracción simple y el de la modalizada; lo que cabalmente explica que se trata de una infracción agravada. En definitiva, en el supuesto de tipos parcialmente coincidentes la aplicación de uno excluye la del otro en que se contemplan los mismos elementos que ya aparecen en el aplicado. Si lo anterior es indiscutible, conviene tener presente una posible dificultad práctica. Cuando el órgano sancionador es el mismo para las dos infracciones, resulta casi inimaginable que instruya simultáneamente dos expedientes (uno por caza vedada y otro por caza vedada en días de fortuna). Pero, cuando los órganos sancionadores son distintos y no están debidamente coordinados, es muy probable que se inicien simultáneamente y tramiten paralelamente los dos expedientes (por las Consejerías de Obras Públicas y de Turismo, en el ejemplo anterior de contaminación de aguas) y ninguno de ellos acceda a inhibirse en beneficio del otro. La cuestión habrá de abordarse y resolverse, entonces, en el momento de la resolución. Resuelto primero el expediente por el tipo agravado, podrá solicitarse la absolución por el simple —e impugnar la sanción, si se produjere a pesar de todo— argumentando la prohibición del bis in idem. Resuelto primero el expediente simple, la situación se complica, ya que en el expediente agravado no se puede invocar el non bis in idem, dado que se trata de una acción —y de una infracción— distinta. Las dificultades provienen de que si en el mejor de los casos la norma administrativa declara el principio, no se preocupa de establecer reglas para hacerlo operativo, cuya ausencia no ha sido suplida todavía ni por la doctrina ni por la jurisprudencia. La cuestión se complica extraordinariamente, sin embargo, cuando dentro del Ordenamiento administrativo nos encontramos con dos normas tipificadoras concurrentes y, para llegar a elegir cuál es la aplicable, no nos sirve ninguno de los criterios que acaban de ser descritos: no nos vale el de la especialidad porque los dos tipos descritos son idénticos; no nos vale el de la subsidiariedad porque no está reconocido ni puede deducirse tampoco implícitamente; y no nos vale, en fin, el de la alternatividad porque las sanciones previstas coinciden. En tales supuestos —y en contra de lo que sucede en el Derecho Penal— me atrevo a conjeturar que debe resolverse el conflicto con los criterios combinados de la voluntad y de la cronología.

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Primero pesa la voluntad de la Administración {o de las Administraciones) que puede iniciar un expediente u otro (o los dos) al amparo de las dos normas en juego, igualmente válidas y, a estos efectos, igualmente aplicables. Constatada de oficio o a instancia de parte esta duplicidad de trámites, si se trata de órganos distintos de una misma Administración, el superior jerárquico común decidirá cuál de los dos debe continuar y cuál debe ser paralizado, o si deben continuar los dos. Tratándose de dos Administraciones distintas, cada una de ellas decidirá por separado si paraliza o si continúa el expediente. Hasta aquí, pues, es la voluntad de la Administración la que decide sobre la aplicación de las normas concurrentes; pero, una vez que tiene lugar el primer pronunciamiento, se pone en marcha el criterio cronológico, dado que el sancionado puede alegar la prohibición del bis in idem para impedir la segunda sanción y, si llega a imponerse, será nula. Como ha escrito R E B O L L O ( 2 0 0 4 , 3 3 4 ) , en este supuesto «lo que suele ocurrir es que prevalecerá la decisión sancionadora del órgano que primero resuelva. Si eventualmente llegara a producirse una segunda sanción, se impugnará ésta y será ésta la anulada por los tribunales como vulneradora del non bis in idem. Así, en la práctica más que los criterios lógicos de la resolución de los concursos impera una pura preferencia temporal». En el supuesto de que sean idénticas las sanciones previstas en las dos normas o realmente aplicadas, el caso es sencillo; aunque hay que advertir que esto será muy raro, ya que el margen de aplicación discrecional es tan amplio (de 100 a 10.000 euros, por ejemplo) que será difícil la coincidencia. En tal hipótesis podría sostenerse tanto la prevalencia de la sanción más grave, en beneficio de los intereses públicos, como de la más leve, en beneficio del infractor, y no faltarían argumentos de apoyo para ambas posturas. Pero, en mi opinión, esto es algo jurídicamente irrelevante, ya que el criterio aplicable debe ser el cronológico, consecuencia directa de la voluntad de la Administración (que es la que decide qué y cuándo empieza y termina el ejercicio de la potestad), la cual es, a su vez, consecuencia de la oportunidad del ejercicio de la potestad sancionadora (examinada ya en el capítulo tercero): la Administración decide sí persigue o no, si sanciona o no; y la circunstancia de haber sancionado una vez ya implica que ha de renunciar a sanciones posteriores. En definitiva, la recomendación del manejo de principios jurídico-penales en el ámbito del Derecho Administrativo Sancionador no autoriza, sin perjuicio de su utilidad evidente, a concebir esperanzas desmedidas. Mejor es ilustrarse con ellos que caminar a ciegas; pero hay que ser consciente de que el sistema procedimental de enjuiciamiento de las resoluciones administrativa hace imposible su aplicación práctica. Cuando es el mismo órgano quien conoce todos los hechos, es, en efecto, viable la utilización de las técnicas concúrsales. Lo que sucede es que esto no ocurre con frecuencia. Lo normal es que, tratándose de dos infracciones administrativas, cada una de ellas se tramita y resuelve por órganos (y aun entes) distintos: lo que impide que uno de ellos (¿cuál habría de ser?) aplique una sanción absorbente o exasperada, ya que ello supondría que un órgano cediere su competencia en favor de otro; y ni siquiera hay previsto un mecanismo de este tipo. El artículo 9 del REPEPOS ha iniciado un primer esfuerzo a tal propósito al imponer una cierta coordinación administrativa siquiera parezca prevista para supuestos en los que la regla haya de resultar difícilmente aplicable: Cuando, en cualquier fase de! procedimiento sancionador, los órganos competentes consideren que existen elementos de juicio indicativos de la existencia de otra infracción administrativa para cuyo conocimiento no sean competentes, lo comunicarán al órgano que consideren competente.

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B A R C E L O N A L L O P (en el lugar arriba citado) parte del supuesto de que la pluralidad de sanciones administrativas por un mismo órgano únicamente es admisible cuando «sea una misma autoridad administrativa la que sanciona doblemente, y en un mismo procedimiento», dado que la regla del non bis in idem incluye también las manifestaciones procedimentales del ejercicio de la potestad. Pero, sentado esto, matiza a renglón seguido que la acumulación de sanciones debe ser atemperada por el principio de la proporcionalidad, o sea, lo que en la técnica penal —y en el presente libro— se desarrolla desde la perspectiva de la teoría de los concursos. Pasando a otras cuestiones, R E B O L L O ( 1 9 8 9 , 8 9 7 ss.) plantea si puede sancionarse por la norma subsidiaría cuando por las razones que sean no se ha sancionado por la preferente. En principio parece que la respuesta debería ser afirmativa entendiendo que la secundaria es subsidiaria y que su sentido consiste cabalmente en entrar en juego cuando la principal no se ha aplicado. Pero la Sentencia de 2 de junio de 1 9 8 6 (Ar. 4 6 0 8 ; García Estartús) sostiene curiosamente lo contrario en un hecho tipificado simultáneamente como infracción de orden público y de contrabando. El Tribunal anula la multa (ya impuesta) de orden público por entender que esta norma —en cuanto genérica— es subsidiaria respecto a la preferente de contrabando, que es la única que puede aplicarse. Ahora bien, como en el caso de autos no se había sancionado por contrabando, he aquí que el infractor quedó, al final, impune. Pero el tribunal no vaciló y, firmemente convencido de que tarde o temprano iba a ser sancionado, le liberó de la sanción de la norma subsidiaria por razones de economía procesal. Por lo demás, la presencia de un concurso real de infracciones es una cuestión eminentemente casuística en la que parece difícil establecer criterios generales, como puede comprobarse con cualquier ejemplo: En una subasta de aceite por organismo público a la que concurrieron varias empresas, todas ellas realizaron ofertas idénticas al céntimo por kilogramo de producto, pero cada una sobre un lote distinto, de manera que no hubiera dos ofertas sobre el mismo lote. La STS de 15 de junio de 2002 (3.a, 3.a, Ar. 2320 de 2003) considera que hay dos infracciones distintas (de una parte, un acuerdo para la fijación de precios y, de otra, el reparto de mercado, cada una de ellas tipificada separadamente en la Ley de Defensa de la Competencia) y que ambas pueden sancionarse, pues «nada impide que un mismo hecho sea susceptible de integrar dos infracciones en concurso». Como advertencia final resulta casi ocioso insistir en que los problemas únicamente han de surgir cuando se trate de sanciones auténticas y no cuando concurra una sola sanción con alguna otra medida reglamentaria —como el comiso— que no sea de naturaleza propiamente sancionadora.

IX. 1.

LA TEORÍA PENAL DE LOS CONCURSOS PLANTEAMIENTO JURÍDICO-ADMINISTRATIVO TRADICIONAL

Las dos reglas fundamentales que ha establecido el Derecho Administrativo Sancionador para aplicar la prohibición del bis in idem (tal como han sido formuladas en las páginas anteriores, o sea, prevalencia de la sentencia penal y prioridad del proceso penal) suponen ciertamente un evidente progreso operativo y una aceptable seguridad jurídica. Pero a nadie puede escaparse que se trata de soluciones un tanto rudimentarias y de un pragmatismo cerrado que deja al descubierto un sinfín de cuestiones inquietantes y muy en especial las siguientes: cuándo tenemos que habérnoslas

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con una o varias acciones, qué sucede cuando los tipos descritos en varios preceptos coinciden total o parcialmente, hasta qué punto es lícito acumular en una misma resolución sanciones previstas en varias normas, y tantas otras. La indudable utilidad del indicado pragmatismo no autoriza, por tanto, a la autosatisfacción. No basta, en otras palabras, con recrearse en la zona de seguridad que las dos reglas descritas ya han acotado, sino que es preciso continuar adelante y adentrarse en otras zonas que hasta ahora han sido prácticamente desconocidas por el Derecho Administrativo Sancionador. A ese propósito contamos una vez más con la valiosa ayuda de los instrumentos técnicos del Derecho Penal, que hay que utilizar sin reparo mientras el Derecho Administrativo Sancionador no esté en condiciones de crear sus propios remedios. Y no es poca la fortuna de contar con la teoría penal, dado que, de no ser por ella, habrían los administrativistas de explorar a ciegas estos nuevos caminos sin otro guía que el cuestionable voluntarismo de la casuística jurisprudencial ni otra luz que sus intuiciones personales. Situación que aconseja realizar un breve excurso sobre la teoría de los concursos del Derecho Penal —por lo demás repetidas veces aludidos ya en las páginas anteriores— para poder pasar desde allí a la situación jurídico-sancionadora de la Administración. En principio existen dos variantes concúrsales: en unos casos el mismo hecho está tipificado en varias normas, por lo que hay que determinar si se aplican todas o una sola y, en este supuesto, cuál de ellas (concurso de normas); en otros casos lo que sucede es que, siendo teóricamente posible la aplicación de dos (o varias) normas al mismo hecho, la ley decide que se trata de dos ilícitos (concurso real) o bien que se trata de uno solo aunque sobre él se acumulen, con mayor o menor reducción, las penas previstas en las dos normas (concurso ideal de ilícitos). 2.

C O N C U R S O (APARENTE) DE LEYES

La teoría penal del concurso de leyes aborda una situación en la que dos leyes tipifican y sancionan una misma acción. Cierto es, desde luego, que en un plano abstracto podría pensarse que, puesto que hay dos normas tipificadoras válidas, habría que aplicar ambas, ya que la misma acción constituye dos o más delitos; pero es más lógico suponer que, de ordinario, la duplicidad normativa sancionadora es consecuencia de una incoherencia o descoordinación de la legislación que agrava sin fundamento la posición del autor y, en cualquier caso, la mentalidad moderna rechaza este criterio. Pues bien, es cabalmente la regla del non bis la que permite bloquear la superposición de sanciones que se considera injusta, operando en definitiva como una válvula de seguridad o mecanismo corrector de deficiencias normativas. Como dice la STS de 21 de junio de 1976 (Sala 2.a; Ar. 3120), la aplicación de una sola norma no necesita siquiera de una expresa previsión legal «puesto que resulta de la naturaleza misma de las cosas y del principio siempre latente en el derecho punitivo de non bis in idem, al que repugna castigar dos veces los actos que por estar en la misma línea de ataque al bien jurídico protegido se refunden en la acción culminante y de más entidad penal». Ahora bien, ¿cuál ha de ser la norma prevalente y cuál la marginada? En el Derecho Penal, para tomar una decisión al respecto procede realizar una cuidadosa ponderación de las normas enjuego aplicando al efecto una serie de criterios que aparecen actualmente en el artículo 8 del Código Penal: A) Criterio de la especialidad: La ley especial prevalece sobre la general impidiendo la aplicación de ésta. Entendiéndose, a estos efectos, que es ley especial aque-

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Ha en la que se describe un tipo en el que aparecen todos los elementos o características de otro (el general) al que se añade alguno más, que es el que introduce la especialidad. La STS de 1 de junio de 2000 (3.a, 3.a, Ar. 7058) ha declarado que «la aparente antinomia debe ser resuelta conforme a los criterios establecidos en el orden punitivo general, esto es, aplicando al precepto especial con preferencia sobre el general». Mediando esta contraposición entre lo general y lo especial, no surge ninguna dificultad hermenéutica, puesto que en el Derecho Penal prima el criterio de la especialidad sobre cualquier otro: «en el plano del concurso de normas es principio insoslayable el de la especialidad, principio implícito en todo ordenamiento jurídico» (Auto de la Sala Segunda de 18 de octubre de 1980; Ar. 3717). Y quizá deba entenderse lo mismo en el Derecho Administrativo Sancionador a juzgar por la STS de 2 de junio de 1986 (Ar. 4608; García Estartús): «la concurrencia de leyes sancionadoras ha de resolverse dando preferencia a la de represión de contrabando (respecto de la Orden Pública) por razón de especialidad». B) Criterio de subsidiariedad: Sirve para determinar la norma aplicable cuando de entre las dos concurrentes resulta que una de ellas sólo entra enjuego en el supuesto en que la otra no lo haga. Y es que existen, en efecto, muchas normas que nacen con vocación de subsidiariedad, advirtiendo de forma expresa que únicamente son aplicables «en defecto de» o «salvo» otra norma que directamente lo sea; aunque también es posible que, sin necesidad de advertencia expresa, la misma regla se deduzca implícitamente por su contexto. C) Si no puede utilizarse ninguno de los anteriores, habrá que acudir al de la alternatividad, que opera, por tanto, residualmente y que aparece formulado en términos genéricos en el viejo artículo 68 del Código Penal, donde se disponía que «los hechos susceptibles de ser calificados con arreglo a dos o más preceptos de este Código, lo serán por aquel que aplique mayor sanción al delito o falta cometidos». El artículo 8.3 del Código penal vigente —con una técnica más moderna aunque defectuosamente formulada— se ha inclinado por la consunción, de tal manera que «el precepto penal más amplio o complejo absorberá a los que castiguen las infracciones consumidas por aquél». En términos más precisos COBO y VIVES ( 1 9 9 9 , p. 1 9 7 ) enuncian este principio del siguiente modo: «el precepto que contempla de modo total el desvalor que el ordenamiento jurídico atribuye a una determinada conducta prevalece sobre el que lo contempla sólo de manera parcial». A mi juicio, estos tres criterios valen también para el Derecho Administrativo Sancionador cuando se trata de un concurso de normas intraordinamental, es decir, cuando son dos leyes del Ordenamiento jurídico administrativo; en cambio, cuando la concurrencia es interordinamental (es decir, una ley penal y otra administrativa), rige el criterio de la subsidiariedad de la norma administrativa, en cuanto que ésta sólo entrará en juego cuando no haya sido aplicada la ley penal, de acuerdo con el mecanismo que ya se ha explicado en las páginas anteriores. Todo lo anterior parece claro y útil; pero independientemente del criterio que en cada caso concreto parezca aplicable, veamos seguidamente cómo puede funcionar este mecanismo en el supuesto más habitual, es decir, en el de concurrencia entre una ley penal y otra administrativa. Si empieza a conocer un órgano administrativo al amparo de una ley de esta naturaleza que tipifica el hecho como infracción y aquél considera que la ley penal tiene preferencia, pasa las actuaciones al juez de este orden y se desentiende definitivamente del asunto. Pero si considera que la ley aplicable es la administrativa, y no la penal, no parece lógico que lo haga así dado que, para él, el hecho no supone un ilícito penal, por más que haya una ley que así lo tipifique. Ahora bien, si el juez penal

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interviene reclamando el conocimiento del asunto, lo procedente será plantear un conflicto de competencias. Y lo mismo sucederá si quien inicia las diligencias es el juez penal y el órgano administrativo el que le discute la competencia. En cualquier caso el concurso de leyes lleva a la regla del non bien in idem por unos derroteros inesperados, lentos y engorrosos. 3.

C O N C U R S O DE INFRACCIONES

Como sucede que nuestro Ordenamiento jurídico admite que «un solo hecho constituya dos o más delitos» (art. 71.1 del Código Penal), cuando se da tal circunstancia se provoca una situación embarazosa: porque, si se aplica la regla del non bis, resultará que un delito va a quedar impune y, si se castigan los dos, se quebranta la regla (y, además, el principio de proporcionalidad), lo que tampoco es tolerable. Para superar este dilema ha elaborado el Derecho Penal la llamada teoría del concurso de delitos, que, como comprobaremos inmediatamente, es perfectamente utilizable en el Derecho Administrativo Sancionador. A)

Concurso ideal

La solución que ofrece el Derecho Penal es la siguiente: los dos ( o varios) delitos van a ser castigados una sola vez (y así se respeta la regla del non bis in idem); pero el castigo va a ser más duro que el que correspondería de tratarse de un solo delito (y así se evita la impunidad de uno de ellos) acumulando con ciertas reducciones las dos penas previstas. Con esta hábil maniobra se superan las dificultades prácticas y dogmáticas del non bis y se centra el problema de la determinación exacta de la pena, desdramatizando así su alcance. La determinación de esa pena «más dura» no es, desde luego, una operación fácil en el Derecho Penal, habida cuenta del amplio repertorio de penas disponibles y de su eventual heterogeneidad; pero en el Derecho Administrativo Sancionador estas dificultades no existen habida cuenta de que las multas tienen siempre la misma naturaleza y son, por tanto, automáticamente homologables. Las opciones teóricas son, por lo demás, muy sencillas. Si se elimina la acumulación material (es decir, la suma de las penas atribuidas a todos y cada uno de los delitos cometidos por la misma acción) —lo que no es admisible porque ello equivaldría, de hecho, al castigo de varios delitos—, nos quedan fundamentalmente las siguientes posibilidades: o bien la absorción, que implica la elección de la pena más grave entre todas las que entran en juego a la vista de los delitos cometidos; o bien la exasperación (o asperación): se escoge la más grave y, además, se eleva o intensifica su contenido (aunque sin llegar, naturalmente, a la suma de todas ellas). Con esta última fórmula se pretende evitar una consecuencia psicológica que provoca la absorción, a saber, que cuando media ésta, el delincuente tiene conciencia de que van a resultar impunes todos los demás delitos generados por su acción (por así decirlo: no le van a castigar más, haga lo que haga) y no tendrá freno para su conducta. . El artículo 71 del Código Penal se ha inclinado por la simple absorcion y se limita a ordenar la imposición de «la pena correspondiente al delito más grave en su grado máximo». , . . . . . A título de curiosidad, es de reseñar que en el Derecho Administrativo Sancionador italiano se ha recogido de manera expresa la exasperación según aparece en el artículo de la Ley 689/1981: a menos que se establezca otra cosa por ley,

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quien por una acción u omisión viole más de una disposición está sujeto a la sanción prevista para la infracción más grave, aumentada hasta el triple. Entre nosotros, sin embargo, la figura más corriente en el Derecho Administrativo Sancionador es la de la absorción, recogida incluso en algunas leyes, como en el artículo 94.2 de la Ley de Costas: «si un mismo hecho u omisión friera constitutivo de dos o más infracciones, se tomará en consideración únicamente aquella que comporte la mayor sanción» (reproducido luego literalmente en otras leyes, como en el artículo 119.2 de la de Puertos de 24 de noviembre de 1992). Con carácter general, ni que decir tiene que a la jurisprudencia contencioso-administrativa no se le había escapado tal solución, aunque tampoco veía muy clara la forma de utilizarla. En las palabras de la sentencia preconstitucional de 21 de diciembre de 1977 (Ar. 5049; García Manzano): Si bien ha de partirse de la supletoriedad del Derecho penal en este ámbito de la potestad sancionadora de la Administración, esencialmente en el campo de los principios básicos que vertebran el ordenamiento punitivo [...], la traslación automática de los que constituyen instituciones o instrumentos, en este caso dulcificadores de la responsabilidad, propios de la previsión expresa del Código Penal al campo sancionador de la Administración, presenta dificultades inherentes a la diversa estructura de ambos ordenamientos, y así sucede con lo referente al denominado concurso de delitos o faltas contenido en el artículo 71 del Código Penal.

A lo que hay que añadir que la complicación resultante de la habitual heterogeneidad de las penas y sanciones administrativas puede frustrar cualquier intento de absorción o de exasperación de ellas. Así lo recuerda atinadamente Mercedes F U E R TES (La Comisión Nacional del Mercado de Valores, 1 9 9 4 , 3 0 0 ) : «Parece no sólo difícil sino imposible la absorción de las sanciones administrativas por los penales (consecuencia primera de aplicar la figura del concurso de normas penales). La multa de cientos de millones de pesetas que puede alcanzar la sanción por la alteración del precio de los valores, por ejemplo, no encuentra relación con la posible prisión menor y multa máxima de un millón y medio de pesetas que puede suponer un delito de maquinaciones.» Cabalmente, la previsión de esta circunstancia es lo que puede explicar la compatibilidad o independencia, a costa del principio de non bis in idem, que prevén algunas leyes, como la Ley del Mercado de Valores (con referencia a la cual hace su anterior comentario FUERTES), en cuyo artículo 9 6 se especifica que «el ejercicio de la potestad sancionadora [...] será independiente de la eventual concurrencia de delitos o faltas de naturaleza penal». No obstante, tampoco faltan ejemplos de uso de tal técnica como puede comprobarse en la STS de 13 de junio de 1986 (Ar. 3607; Garapo), en la que se dice que «aunque fueran dos infracciones, al tratarse de un solo hecho no podrían sancionarse separadamente puesto que supondría un tratamiento más severo que el establecido en [el artículo 71] del Código Penal y como en el caso que aquí se enjuicia no consta si el importe de la primera sanción agota las posibilidades sancionadoras de la Administración, hay que anular la segunda». La STS de 28 de febrero de 1983 (Ar. 316 de 1984; Garralde, pero el razonamiento procede de la Audiencia Nacional) es un ejemplo de aplicación jurisprudencial expresa del artículo 71 del Código Penal: Pero la adecuada solución al problema planteado (sí es aplicable el non bis in idem a la sanción acumulada de índole administrativa) ha de tenerse presente que nos movemos en la esfera del derecho sancionador, en donde se pretende corregir conductas contrarias al derecho; esto dicho y comoquiera que los hechos [...] pueden ser calificados de maneras distintas, es

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visto que en uno y otro supuesto se está calificando y sancionando una misma y única conducta [...] por lo que parece obvio que no se puede sancionar dicha conducta, sino por el modo orientador que en el campo del Derecho penal se establece en el articulo 71 del Código Penal.

El Tribunal Constitucional, en su Sentencia 2/2003, ha aprovechado la ocasión de encontrarse ante una sentencia penal en la que se había absorbido la multa administrativa, para desarrollar pormenorizadamente su opinión al respecto: No se puede dejar de reconocer que los órganos penales, al enjuiciar el caso, se encontraban en una situación paradójica, pues, aunque no podian dejar de condenar penalmente al recurrente, tampoco podian dejar de ser conscientes de que la sanción penal por ellos impuesta al mismo podia suponer una reiteración sancionadora constitucionalmente prohibida por el articulo 25.1 de la Constitución. El hecho de que la legislación no prevea expresamente solución para los casos en los que la Administración no suspende el expediente administrativo, estando un procedimiento penal abierto puede explicar su actuación [...] Una solución como la adoptada en este caso por el órgano judicial no puede considerarse lesivo de la prohibición constitucional de incurrir en bis in idem sancionador, dado que la inexistencia de sanción desproporcionada en concreto, al haber sido descontada la multa administrativa permite concluir que no ha habido una duplicación —bis— de la sanción constitutiva del exceso punitivo materialmente proscrito por el articulo 25.1 [...] En definitiva, no hay ni superposición ni adición efectiva de una nueva sanción y el derecho reconocido en el artículo 25.1 en su vertiente sancionadora no prohibe el "doble aflictivo" sino la reiteración sancionadora de los mismos hechos con el mismo fundamento padecida por el mismo sujeto.

La STS de 9 junio de 1999 (3.a, 4.a, Ar. 6394) se ocupa de dos infracciones sancionadas separadamente por la Administración en sendas multas de diez millones de pesetas. El tribunal, invocando los principios de non bis in idem y de proporcionalidad declara que siendo «adecuado a Derecho aplicar como norma subsidiaria de segundo grado [...] para la determinación de la sanción la norma del artículo 77 del Código Penal cuando los hechos que constituyen unidad, en este caso sociológica, constituyan dos o más delitos [...] la sanción resultante es la única de quince millones de pesetas y no dos de diez millones». En este sentido se ha pronunciado el TEDH en su Sentencia de 30 de julio de 1998 (caso Oliveira) al declarar, en un concurso ideal de infracciones, que no se lesiona el Convenio, pues en él «no se opone a que dos jurisdicciones distintas conozcan de infracciones diferentes [...] y ello en menor medida en el caso en que no ha tenido lugar una acumulación de penas sino la absorción de la más leve por la más grave». El Tribunal de Justicia de la Comunidad Europea (Asunto 99/79, Lacóme) ha abordado la cuestión del concurso ideal de infracciones (una nacional y otra comunitaria) admitiendo sin vacilar la doble sanción, pero dulcificando el castigo al recomendar que, cuando se imponga la segunda sanción, se «tome en cuenta» la anterior y «se compensen» de alguna manera sus importes. Una fórmula que en su día puede ser muy fértil, pero que de momento apenas si está esbozada y sobre la que volverá a insistirse en las últimas páginas de este mismo capítulo. Veamos ahora cómo puede funcionar este mecanismo en la realidad. Si se trata de dos infracciones administrativas que van a ser sancionadas por el mismo órgano, no hay problema puesto que éste podrá proceder a la ponderación de las sanciones, como así sucederá también con el tribunal contencioso administrativo si los dos actos sancionadores son impugnados ante este jurisdicción, según hemos visto en la STS de 9 de junio de 1999. Y tampoco habrá dificultades cuando la sanción administrativa haya sido anterior a la sentencia penal —un supuesto irregular pero posible— ya que el juez penal puede realizar la absorción.

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Distinto es el caso, no obstante, cuando quien actúa y condena primero es el juez penal. En este hipótesis no podrá absorber la sanción administrativa puesto que todavía no se ha impuesto y, además, no se impondrá nunca si se aplica escrupulosamente la regla del non bis in idem. Con lo cual quedaría reservada esta fórmula para los supuestos irregulares de un pronunciamiento administrativo sancionador previo. De no ser así, la infracción administrativa quedará impune. B)

Concurso medial

Sucede en algunas ocasiones que la comisión de un delito no supone un fin por sí mismo, sino que se trata simplemente de un medio para realizar otro. En rigor se trata de dos hechos y dos delitos distintos y, por tanto, deberían ser castigados separadamente. El artículo 77 del Código Penal adoptó aquí una actitud benigna estableciendo el mismo régimen que el del concurso ideal, es decir, que considera los dos delitos como si fuera uno solo, aunque, eso sí, estableciendo — con ciertas precisiones y límites— que se imponga la pena más grave de las disponibles.Es notable, por lo demás, la ambición normativa de este precepto puesto que describe dos variantes: cuando «un solo hecho sea medio necesario para cometer la otra (infracción) y «cuando una de ellas sea medio necesario para cometer la otra». El artículo 4.4. REPEPOS determina, por su parte, que en defecto de regulación específica establecida en la norma correspondiente, cuando de la comisión de una infracción derive necesariamente la comisión de otra u otras, se deberá imponer únicamente la sanción correspondiente a la infracción más grave cometida.

El Reglamento demuestra aquí, una vez más, su sensibilidad hacia las técnicas del Derecho Penal, que progresivamente va introduciendo en el Derecho Administrativo Sancionador. Así se incorpora la figura del concurso real medial, evidentemente deducida del artículo 71 del Código Penal, y que ya ha sido utilizada, por cierto, en alguna sentencia esporádica, como la de 13 de junio de 1986 (Ar. 3607; Garayo): La resolución recurrida [...] establece multas de cinco y tres millones de pesetas por infracciones consistentes, respectivamente, en parcelación ilegal y realización de obras sin licencia; extremos éstos que deben reducirse a un solo concepto [.,.] para no duplicar administrativamente las sanciones correspondientes a una sola infracción conforme al principio, también aplicable al Derecho Administrativo Sancionador, del non bis in idem. Porque lo que debe sancionarse en el supuesto denunciado es la realización de obras de parcelación ilegal, en cuya locución van implícitos los dos conceptos sancionados [...] ya que de otra forma el hecho sancionable se desdobla en dos, cuando uno y otro están íntimamente relacionados en relación de causa a efecto.

La sentencia invoca de forma expresa el Código Penal cuando, después de afirmar que las conductas no son constitutivas de dos infracciones, apostilla que «aunque lo fueran, al tratarse de un solo hecho, no podrían sancionarse separadamente, puesto que supondría un tratamiento más severo que el establecido en el artículo 71 del Código Penal». Nótese, por otra parte, que la concordancia entre el precepto penal y el administrativo (el art. 4.4 del REPEPOS que acaba de ser trascrito) no es absoluta, puesto que para el artículo 71 la pena aplicable es la «correspondiente al delito más grave en su grado máximo, hasta el límite que representa la suma de las que pudieran imponerse,

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penando separadamente los delitos. Cuando la pena así computada exceda de ese límite, se sancionarán los delitos por separado». Esta discordancia resulta inevitable desde el momento en que las sanciones administrativas no se escalonan en «grados». Lo que significa que nos encontramos ante un sistema de simple «absorción» de sanciones y no de «absorción con agravación» (exasperación), que es lo que ordena el Código Penal. Y, dado que la Administración —a diferencia de lo que sucede en el Derecho Penal— no está obligada a imponer la multa más alta o la sanción más grave de todo el abanico sancionador atribuido a la infracción más grave, el resultado puede ser la condonación de la sanción correspondiente a la sanción menos grave; salvo, naturalmente, que se considere la presencia de la segunda infracción como agravante. En cualquier caso, para la mejor identificación de esta figura puede acudirse, sin reservas, a la Sentencia de la Sala 2.a del TS de 7 de junio de 1979 (Ar. 2341; Gómez de Liaño), aunque esté referida, como es obvio, al Derecho Penal. Según ella, para que aparezca un concurso medial de delitos se requiere: 1) La existencia de dos o más acciones que estén tipificadas como delitos autónomos o independientes [...]. 2) Que uno y otro hecho o conducta delictiva estén ligados por la necesidad de medio a fin [...]. 3) Que esta necesidad instrumental esté adornada de una conexión teleológica, en el sentido de que la proyección o camino delictivo aparezca concatenado, no solamente por elementos lógicos, temporales o espaciales, sino también psicológicos a través de una unidad resolutiva [...].

C)

Concurso real

Existe concurso real de ilícitos cuando se pronuncia una sola resolución enjuiciando varios hechos, cada uno de los cuales constituye un delito independiente. Esta circunstancia no afecta, en principio, a las penas: «Al culpable de dos o más delitos o faltas se le impondrán todas las penas correspondientes a las diversas infracciones [...]», que es la llamada acumulación material de penas en los artículos 73 a 76 del Código Penal. En la práctica las dificultades surgirán aquí cuando el juez penal y el órgano Administrativo (o el juez contencioso administrativo) tengan diversas opiniones al respecto. Imaginemos que el juez penal considera que no hay conflicto real y que el órgano administrativo entiende lo contrario. En tal supuesto la Administración reanudará el procedimiento en lo atinente a la infracción administrativa, aunque no suponga una infracción manifiesta de la regla del non bis in idem.

Para terminar confieso resignadamente que los resultados del análisis precedente no han sido demasiado prometedores. La teoría de los concursos penales constituye un inmejorable marco teórico de referencia, de momento el único fiable de que se dispone, mas forzoso es reconocer que su utilidad ha de ser escasa a falta de prevenciones que le hagan operativo en el Derecho Administrativo Sancionador. De hecho — tal como ha denunciado repetidas veces la doctrina, singularmente A L E N Z A — no existe un mecanismo hábil de articulación entre los mecanismos penal y administrativo de represión, con la consecuencia de que la regla que estamos examinando, teóricamente confusa, en la realidad funciona de manera harto deficiente y por lo común imprevisible. Andamos escasos ciertamente de reflexión jurídica, pero en este campo, más quizás que en ningún otro, se hace necesaria una regulación normativa y un progreso jurisdiccional que doten

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de contenido preciso a un principio que sigue dominando por impulsos ideológicos y quizás con buenas intenciones pero carente casi por completo de osatura técnica.

X.

PECULIARIDADES DEL ELEMENTO FÁCTICO DEL TIPO

En el supuesto que podemos considerar normal el tipo normativo se refiere a un solo hecho que, además, aparece y se realiza de forma instantánea. Existen, no obstante, otras variaciones que ofrecen en este punto peculiaridades de nota. A continuación vamos a examinar dos de ellas. En la primera se analiza la posible concurrencia de varios hechos y allí se discutirá la importancia no ya del «hecho» sino de la «acción»: una perspectiva que afecta a la misma esencia del contenido del tipo. La segunda, mucho más simple, se refiere a las distintas variantes de acciones no instantáneas. 1.

UNIDAD O PLURALIDAD DE HECHOS Y ACCIONES

Volviendo un momento la mirada hacia atrás, tenemos que si se ha cometido una sola acción, aunque esté tipificada como infracción en varias normas, o bien constituye una sola infracción (si se excluye la aplicación de los tipos concurrentes, gracias al empleo de las técnicas superadoras del concurso de leyes), o bien merece una sanción más suave que la que correspondería a la acumulación de todas las que se atribuyen a cada infracción (si se emplean las técnicas de absorción o de exasperación propias de los concursos ideal y medial de infracciones). En cambio, si se han cometido varias acciones de infracción, la resolución sancionadora apreciará la comisión de varias infracciones (una por cada acto) y acumulará en consecuencia las sanciones resultantes (concurso real). De donde se deduce que lo más importante, y por donde en todo caso hay que comenzar, es la determinación de si concurren uno o varios

hechos en la acción imputada. Una dificultad que no aparecerá cuando la identidad de hechos esté prevista en la propia norma, como sucede, por ejemplo, con las infracciones administrativas descritas como «cualquier conducta constitutiva de delito doloso», tan frecuente en los regímenes disciplinarios. La STS de 18 de abril de 1988 (Ar. 3374; Sánchez Andrade) puede servirnos de introducción al análisis. Los autos reflejan un curioso ejemplo de triple —no ya dúplice— sanción impuesta a un policía nacional por el hecho, aparentemente único, de haber provocado un escándalo en un bar y al que se le castigó en vía administrativa con: 1) un arresto «por embriaguez no estando de servicio» (art. 446); 2) un mes de arresto por «uso indebido de arma particular» (art. 447); y 3) catorce días de arresto por «razones descompuestas y réplicas desatentas al superior» (art. 443, todos del Código de Justicia Militar). Ni que decir tiene que en estos autos el quid de la cuestión radicaba en determinar si se trataba de uno o varios hechos; porque tratándose de un solo hecho, se deduciría (dentro de la dialéctica de los concursos penales) la imposición de una sola sanción, aunque fuera exasperada; y, si se tratase de varios hechos, podrían, en efecto, acumularse las sanciones correspondientes a cada uno de ellos aunque se aplicase al final la reducción propia de una acumulación jurídica. Para la resolución administrativa, como se trataba de hechos distintos (la embriaguez, el uso de armas y las réplicas desatentas) se sancionó cada uno de ellos por separado y

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sin acumulación jurídica. Sin embargo, apelada esta decisión, el Tribunal Supremo, en la sentencia citada, anuló las sanciones impuestas por considerar infringida la prohibición de bis in idem ya que se trataba, a su juicio, de un solo y mismo hecho. En mi opinión, no es correcta la solución judicial, puesto que los hechos no son los mismos y no hay, por tanto, duplicado in idem. La mejor prueba de ello es que el policía pudo «haberse embriagado no estando de servicio» pero sin hacer «uso indebido de arma particular» y sin «replicar desatentamente al superior»; de la misma manera que pudo replicar desatentamente al superior sin estar embriagado. Se trata, pues, de tres hechos absolutamente distintos e independientes, merecedor cada uno de ellos de una sanción también independiente, tal como se había resuelto en primera instancia. Lo que no obsta, claro es, a que uno de ellos —la embriaguez— pueda operar psicológicamente sobre los otros como causa atenuante o agravante," pero ello no hace al caso tal como están descritos los tipos en la norma. Sea como fuere, el resultado es que nos encontramos ante tres hechos que están tipificados, cada uno de ellos, como infracción distinta y sancionados por la misma autoridad. Con la única peculiaridad de que fueron realizados por el mismo sujeto en la misma unidad de tiempo. Prescindiendo, entonces, de las circunstancias modificativas de la capacidad, que son comunes (embriaguez, trastorno mental transitorio), no entiendo por qué el Tribunal ha refundido los tres hechos en uno solo que, además, no está tipificado legalmente. Con todas estas aclaraciones ya podemos volver al principio: lo que importa de veras es determinar inicialmente si nos encontramos ante uno o ante varios hechos. A cuyo efecto la doctrina y la jurisprudencia se encuentran divididas por un dilema de opciones incompatibles. De acuerdo con un primer criterio, el hecho se califica por su percepción física o natural: es un hecho único el que responde a un solo acto de voluntad y como tal se realiza en la vida y se percibe por el sujeto y los terceros. En nuestro ejemplo, el altercado del policía con sus superiores. Pero también cabe utilizar un segundo criterio, que es cabalmente el hoy dominante: lo que califica los hechos, como unidad o pluralidad, no es la naturaleza de la percepción natural del observador y ni siquiera la voluntad del actuante, sino el legislador. Es la norma, en otras palabras, quien nos dice en cada caso si media uno o varios hechos. Y la norma tiene poder para, a efectos sancionadores, reunir varios hechos (naturales) en una sola acción típica o, a la inversa, descomponer un solo hecho natural en varias acciones típicas. La norma no toma en consideración todos los elementos naturales del hecho, puesto que le es indiferente si el autor es zurdo o diestro, si llovía o hacía sol, si el monte era llano o accidentado; la norma sólo recoge lo que a sus efectos es esencial. Pues bien, si prescindimos de los hechos naturales y nos atenemos a los tipos normativos, el problema se simplifica, ya que podemos encontrar la solución en los elementos que la norma ha seleccionado a la hora de tipificar el hecho.

Imaginemos un supuesto convencional: corte de árboles, no autorizado, en monte público utilizando como herramienta una motosierra no homologada de uso prohibido (por contaminante o por crear peligro de incendios). Desde el punto de vista físico o natural es claro que tenemos un solo hecho; pero la norma lo descompone en dos acciones: una, la de cortar árboles sin autorización; dos, la de utilizar motosierra de uso prohibido. Acciones que ordinariamente irán separadas (se cortan los árboles del monte público con hacha y se utiliza luego la motosierra en el almacén para trocear los troncos antes de utilizarlos como combustible doméstico); pero que en este caso se han fundido, en un solo hecho. Ahora bien, para la norma esta fusión es intrascendente. Y por ello, en este supuesto convencional como en el real de la sentencia del

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policía de 1988, al hilo de un solo hecho natural, hay varias acciones, varios tipos y varias infracciones. En su consecuencia, no entra en juego la prohibición del bis in idem y únicamente —si el legislador así lo dispone de forma expresa— pueden establecerse modalidades en la atribución de las penas por considerar que se trata de un concurso real medial. Cuando el factor normativo identifica con precisión el hecho natural no hay problema, en efecto. Lo que de ordinario sucede, sin embargo, es que el hecho típico es ambiguo, de tal manera que en él caben más o menos elementos, de tal manera que su identificación queda abierta al operador jurídico en cada caso concreto. Volvamos al incidente tabernario. El primer operador jurídico (la Administración sancionadora) decidió separar en tres grupos los elementos de hecho del fenómeno natural y de allí resultaron tres acciones típicas. Mas el segundo operador (el juez contencioso-administrativo) los juntó en uno solo hecho, en una sola acción y en una sola infracción. Independientemente de la eventual corrección —y utilidad— del análisis que acaba de realizarse (que el tiempo y la crítica irán depurando) no puede pasarse por alto que la jurisprudencia suele operar aquí, una vez más, de forma casuística con resultados ordinariamente imprevisibles y que habitualmente no se argumentan debidamente. Veamos ahora un ejemplo tomado de la STS de 11 de junio de 1998 (3.a, 4.a, Ar. 4759). La Administración había constatado tres alteraciones de una vía pública ( o sea, alteraciones físicas en tres puntos distintos de una misma vía pública), por las que se impusieren al autor único de todas ellas tres multas que en total sumaban dos millones y medio de pesetas considerando que se habían producido tres acciones y tres infracciones: una solución plausible. Pero el Tribunal Supremo adoptó otra opción por entender que se trataba de una sola acción (la realización de obras en un tiempo continuo) aunque se manifestara en tres lugares diferentes; y por tratarse de una sola conducta infractora impuso una multa única de 80.000 pesetas. Una solución jurídicamente también plausible. En estas condiciones no se puede hablar de solución correcta o incorrecta porque está fuera de dudas (como he expuesto en El arbitrio judicial) que, salvo excepciones, no existe una solución correcta única sino que caben varias plausibles y la plausibilidad depende de la razonabilidad de la argumentación. Al jurista le corresponde ponderar las soluciones plausibles para escoger la más razonable sin atreverse a descalificar por completo a las otras. En el ejemplo anterior yo me inclino desde luego por la postura administrativa, que me parece aceptable desde el punto de vista técnico-jurídico y que socialmente ha de ser la más eficaz ya que en 1998 una multa —la judicialmente impuesta— de 80.000 pesetas era ridicula para un contratista de carreteras, al que ni castigaba por lo ya hecho ni disuadía para el futuro. Si enlazamos ahora cuanto acaba de decirse con las consideraciones expuestas en el capítulo cuarto (epígrafe III) a propósito de la distinción entre hecho y acción, podemos realizar un análisis más preciso. En el ejemplo tabernario nos encontramos con un hecho natural integrado por tres elementos jurídicamente relevantes (embriaguez, uso de arma y réplicas desatentas) y otros muchos irrelevantes que también formaban parte del hecho natural pero que la ley no tiene en cuenta (el autor iba sin afeitar, era un día de fiesta, había dado al camarero una generosa propina y, además, estaba disgustado porque su equipo favorito había perdido el partido). Tres elementos naturales de un mismo hecho que respondían a tres acciones humanas autónomas que sólo ocasionalmente habían convergido en el hecho concreto: la acción de beber en exceso, la de exhibir un arma reglamentaria

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estando fuera de servicio y la de haberse portado grosera y desatentamente con sus superiores. Pues bien, la Administración —anudando las infracciones a las acciones y no a los hechos (o a los elementos del hecho)— impuso tres sanciones acumuladas por tratarse de un concurso real de infracciones; mientras que el juez —anudando la infracción al hecho único (prescindiendo de la variedad de elementos concurrentes jurídicamente relevantes)— impuso una sola sanción correlativa a una sola infracción. Nótese, por tanto, que la Administración sancionó las acciones mientras que el juez sancionó los hechos. En el ejemplo de la ocupación de tres tramos de vía pública, nos encontramos con tres hechos —en cuanto que separados topográfica y cronológicamente— jurídicamente relevantes que respondían a tres acciones (acción de ocupar el tramo A, el tramo B y el tramo C). La Administración —anudando la infracción a las acciones y pasando por alto la circunstancia de que fueran uno o tres los hechos naturales relevantes— impuso tres sanciones por considerar que se trataba de tres infracciones. Mientras que el juez, pasando por alto la circunstancia de que se tratase de tres hechos naturales distintos, consideró que se trataba de una acción única aunque se manifestase en tres lugares y tiempos diferentes. En ambos casos podemos comprobar lo complejo que es el proceso humano (del funcionario o del juez) de tomar la decisión sancionadora y lo lejos que se está del «mecanismo lógico de subsunción» generalizado en el siglo xix y que todavía se sigue invocando ocasionalmente en el siglo xxi. Para empezar el operador, partiendo de los hechos naturales, ha de declarar cuáles son los que considera probados: una declaración tocada ya de un fuerte subjetivismo, según se expuso páginas atrás. A continuación debe «reconstruir» las acciones humanas que, a su juicio, provocaron los hechos relevantes. Y digo reconstruir para subrayar de nuevo el subjetivismo de esta esta operación basada indefectiblemente en «conjeturas» personales más o menos fundadas. Y sólo después de haber cubierto estas dos etapas puede entrar, si es caso, en el silogismo lógico de la subsunción y en la determinación e interpretación de la norma aplicable (donde predomina, por cierto, el componente objetivo aunque sesgado inevitablemente por el arbitrio personal). Para llegar, por fin, a la última fase, la adjudicación de la sanción, donde el subjetivismo alcanza el máximo puesto que sólo está limitado por el abanico legalmente predeterminado y por el uso prudente y razonado de la proporcionalidad.

2.

INFRACCIONES DE ACCIÓN NO INSTANTÁNEA

El artículo 4.6 del REPEPOS da carta de naturaleza en el Derecho Administrativo Sancionador a la figura de la «infracción continuada», que aparece bajo estas modalidades: cuando en su «comisión persista el infractor de forma continuada» (ap. 1) y la realización de acciones u omisiones que infrinjan el mismo o semejantes preceptos administrativos, en ejecución de un plan concebido o aprovechando idéntica ocasión [ap. 2]. Salta a la vista que el modelo de este precepto es el artículo 74 del Código Penal: el que en ejecución de un plan preconcebido o aprovechando idéntica ocasión, realizase una pluralidad de acciones u omisiones que ofendan a uno o varios sujetos e infrinjan el mismo o semejantes preceptos penales, será castigado, como responsable de un delito o falta continuados, con la pena señalada, en cualquiera de sus grados, para la infracción más grave, que podrá ser aumentada hasta el grado medio de la pena superior [...]. Quedan exceptuadas de lo establecido en el párrafo anterior las ofensas a bienes jurídicos eminentemente personales, salvo

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las constitutivas de infracciones contra el honor y la honestidad, en cuyo caso se atenderá a la naturaleza del hecho y del p r e c i t o infringido para aplicar o no la continuidad delictiva.

Lo que llama la atención, no obstante, es que el Reglamento no haya incorporado la figura de la infracción masa, tan común en el ámbito del Derecho Administrativo Sancionador (para comprobarlo baste pensar en las infracciones en materia alimentaria y, en general, de protección a consumidores y usuarios), que aparece tipificada en el n.° 2 del mismo artículo 74 con el elemento adicional de «si el hecho revistiera notoria gravedad y hubiere perjudicado a una pluralidad de personas», y doctrinalmente descrito así: «El sujeto activo, mediante una sola acción o por varias acciones que, consideradas independientes, constituiría cada una de ellas un delito o falta, pone en ejecución un designio criminal único encaminado a defraudar a una masa de personas, cuyos componentes individuales, en principio indeterminados, no está unidos entre sí por vínculos jurídicos» (SAINZ CANTERO).

El delito masa fue incorporado muy tardíamente al Código Penal español, como recuerda la Exposición de Motivos de la Ley Orgánica 8/1983, de 25 de junio, de reforma parcial y urgente del Código Penal: Sabido es que los conceptos de delito continuado y delito masa son importantes creaciones jurisprudenciales, desconocidas por el Derecho positivo, aunque no impedidas. No obstante, la experiencia enseña que este vacío legal ha dado lugar a oscilaciones en la apreciación de aquellas estructuras de responsabilidad, e incluso variaciones en los requisitos que exige la propia jurisprudencia y doctrina cientifica. A partir del principio de conceder primacía valorativa, en orden a la calificación del hecho o hechos, a la lesión jurídica, única o plural, por encima de la unidad o pluralidad de acciones, se introduce un nuevo precepto, el articulo 69 bis, destinado a cubrir el vacío legal existente y a fijar punitivamente los elementos que no pueden faltar para la apreciación del delito continuado, que adquiere asi fundamento en el Derecho positivo.

Razonamientos que podrían aplicarse muy fácilmente en el ámbito del Derecho Administrativo Sancionador, en el que tarde o temprano terminarán también positivizándose. El artículo 4.6 del REPEPOS es, aunque incompleto, un primer paso en tal dirección, puesto que el «plan preconcebido» es un elemento que suele acompañar a este tipo de infracciones. Lo que sucede, sin embargo, es que no está prevista la correspondiente sanción. En realidad, el artículo 4.6 ha quedado incompleto, puesto que se remite a las sanciones propias de las infracciones continuadas, y éstas —a diferencia de lo que sucede en el Derecho Penal— no aparecen por ninguna parte. El apartado 1 del precepto que se comenta regula los aspectos procedimentales de enjuiciamiento de las infracciones continuadas: No se podrán iniciar nuevos procedimientos sancionadores por hechos o conductas tipificados con infracciones en cuya comisión el infractor tenga prevista de forma continuada, en tanto no haya recaído una primera resolución sancionadora de los mismos, con carácter ejecutivo.

El sentido protector de esta disposición es evidente: con ella se pretende evitar que se inicien expedientes, incluso diarios, por una infracción única como es la propia de la infracción continuada, al menos desde la concepción teórica que asume el Reglamento (por oposición a otras corrientes que entienden que la acción continuada está compuesta por una pluralidad de acciones, unidas únicamente por razones y a

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efectos procesales). De acuerdo con este sistema, por tanto, sólo una vez recaida la primera resolución sancionadora (no parece muy claro qué es lo que se quiere decir con su «carácter ejecutivo»), se rompe la unidad de acción y empieza una nueva infracción. De la infracción continuada hay que distinguir la infracción permanente, en la que una acción u omisión única crea una situación antijurídica, cuyos efectos permanecen hasta que el autor cambia su conducta. Como ejemplo puede valer la colocación de una valla publicitaria de las prohibidas por la Ley de Carreteras. El Reglamento no ha recogido esta figura probablemente porque tampoco aparece en el Código Penal, que le inspira. Pero, si la existencia del delito permanente es indudable en nuestro Derecho Penal y se utiliza con absoluta naturalidad en la doctrina y en la jurisprudencia, no hay ninguna razón para ignorarlo en el Derecho Administrativo Sancionador, que no puede detenerse en su fructífera actitud de apropiarse de técnicas y figuras penales. Lo que sucede, con todo, es que se trata de un camino (con dos fases: primero, la de asimilación y, luego, la de reelaboración) que ha de ser necesariamente largo. Porque, a falta de una regulación positiva —o con una regulación positiva fragmentada e incompleta—, la simple incorporación de la figura no es suficiente y necesita un tratamiento jurisprudencial y doctrinal posterior que no puede improvisarse en un día. Vistas así las cosas, aunque el régimen establecido por el REPEPOS no parezca en estos momentos muy útil, en razón de su sumariedad, tiene una enorme trascendencia en cuanto que significa una apertura inédita hacia aspectos del Derecho Penal a los que nunca se había acercado todavía el Derecho Administrativo Sancionador. La SAN de 8 de febrero de 2000 (Ar.754) admite que, tratándose de hechos permanentes, la Administración puede imponer nuevas sanciones cuando después de haber impuesto ya una, el infractor no cesa en su conducta ilícita. Y ello porque «es consustancial a la infracción permanente y a su perseguibilidad —como lo es también para las infracciones continuadas— la posibilidad de que la Administración pueda reiterar el ejercicio de la potestad sancionadora en tanto no cese la situación de permanente ilicitud... Lo que significa que, si una vez iniciado un procedimiento sancionador, la infracción permanece, lo que procedería sería la incoación de un nuevo expediente, no la acumulación del hecho nuevo constatado al procedimiento en curso». De la misma manera hay que separar de las dos figuras dichas la del delito habitual o colectivo, entendido «como aquel constituido por una serie de acciones determinadas, las cuales, tomadas en consideración individualmente, no revisten carácter de delito». Paradigma de esta clase de infracciones es, en nuestro Código Penal, el artículo 542, donde se habla de quien habitualmente se dedica a préstamos usuarios ( A . J. SAINZ MORAN, El concurso de delitos,

XI.

1 9 8 6 , 128).

CONCURRENCIA DE ACTUACIONES COMUNITARIAS

El REPEPOS español de 1993 ha demostrado en este punto una inesperada sensibilidad hacia las cuestiones relacionadas con la Unión Europea. En su artículo 5, en efecto, después de haber regulado las consecuencias de una concurrencia de procedimientos punitivos —penales y administrativos—, establece en su número 2 que El órgano competente podrá aplazar la resolución del procedimiento si se acreditare que se está siguiendo un procedimiento por los mismos hechos ante los Órganos Comunitarios europeos. La suspensión se alzará cuando se hubiere dictado por aquéllos resolución firme.

530

DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR Si se hubiere impuesto sanción por los Órganos Comunitarios, el órgano competente para resolver deberá tenerla en cuenta a efectos de graduar la que, en su caso, deberá imponer, pudiendo compensarla, sin peijuicio de declarar la comisión de la infracción.

El mecanismo de esta suspensión corre paralelo al establecido en el artículo 7 para el supuesto de un proceso penal pendiente (ya examinado antes) aunque con las siguientes diferencias: — En el artículo 7 se exige identidad de hechos, sujetos y fundamento, mientras que en el artículo 5 basta la identidad de hechos. — Una vez dictada la sentencia penal, si es condenatoria se cierra el procedimiento administrativo sancionador por imperativo de la regla del non bis in idem; en cambio, tratándose de un procedimiento punitivo europeo, se admite de forma expresa la superposición de sanciones y no se aborda la cuestión de una posible discordancia de fallos (sancionatorio uno y absolutorio el otro) en los dos procedimientos. La posibilidad de compensación de sanciones que prevé el Reglamento español concuerda con la doctrina establecida ya por el Tribunal Superior de Justicia de las Comunidades Europeas (S. de 10 de junio de 1 9 8 0 : asunto 9 9 / 7 9 ; Lancóme), más atrás ya analizada. Lo que no se entiende bien es la prioridad que se ha dado al procedimiento europeo. La suspensión tiene sentido cuando la sentencia penal ha de vincular a la Administración; porque así se evita una duplicación de actuaciones, que pueden luego resultar inútiles si la resolución penal es condenatoria. Pero, no habiendo vinculación, lo único que se consigue con la suspensión es perder tiempo, ya que luego, cuando se alce, habrá que realizar las actuaciones que no se hicieron en el tiempo debido. A todo lo más podría justificarse un aplazamiento de la resolución —al objeto de poder coordinar su contenido con la decisión europea—, pero siempre después de haber finalizado el periodo de instrucción. Y, aun así, tampoco sería ésta una solución innecesaria, puesto que, si la resolución española se produjere antes que la europea, sería ésta la que compensaría su sanción con la impuesta previamente por los órganos españoles, sin que tenga que suceder exactamente lo contrario, que es lo que impone el REPEPOS. En el mismo año en que se aprobó el Reglamento español ( 1 9 9 3 ) finaliza GRASSO ( 1 9 9 3 , 3 7 - 3 8 ) el prólogo a la edición española de su Comunitá europea e dirittopenal con estas palabras: «las autoridades de los Estados miembros que impugnan sanciones nacionales deberán tener en cuenta sanciones comunitarias previstas e impuestas por el mismo hecho; a tal efecto, los países miembros deberían establecer un sistema de compensación entre sanciones de diversa naturaleza con el fin de garantizar que en el caso concreto puedan computarse sanciones diferentes». El REPEPOS no ha establecido, ciertamente, estas compensaciones de sanciones heterogéneas; pero, al menos —y esto es lo más importante— invita a la Administración española a una compensación que encuentra su última base positiva en el artículo 90.2 CECA, conde se prevé en términos generales que, en el caso de doble tipificación (nacional y europea) a la hora de sancionar en concreto, deberá «tenerse en cuenta» la sanción anterior. Cuenta que se traduce en una compensación que garantice la proporcionalidad del castigo. En definitiva: el Derecho comunitario sólo acepta la posibilidad del bis in idem en la medida en que la acumulación de las sanciones no viole el principio comunitario de la proporcionalidad. Pero aquí no se precisa, por tanto, que siempre haya de ser la Administración nacional la que sancione la última, como dice el Reglamento español. La justificación (que estamos buscando) de la fórmula adoptada por éste puede encontrarse, quizás,

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en el Rapport á la Commission sur l'harmonisation des controles dans le domaine de

la PAC (del Servicio Jurídico de la Comisión, Doc XX B2-90-D. 2112 ss., 13 de junio de 1990, p. 4): «se entiende que la sanción administrativa comunitaria no es obstáculo a la aplicación de las sanciones nacionales, administrativas y penales, más severas». Las consecuencias de esta mayor severidad saltan a la vista: la sanción nacional únicamente será operativa en la medida en que sea superior a la comunitaria, dado que, en otro caso, su importe quedará absorbido, por el de ésta. En cambio, si es superior, será efectiva en la diferencia, ya que el «mínimo común» se compensa, según sabemos. A título de conjetura puede aventurarse, por tanto, que el mecanismo suspensorio del REPEPOS está pensando en la utilidad de una sanción nacional más grave, o sea, que con ello se pretende evitar la imposición de una sanción anterior más leve, que resultaría inútil. XII.

BALANCE FINAL

Al examinar el mandato de prohibición de bis in idem nos hemos encontrado con las tres preguntas fundamentales que nos vienen acompañado obsesivamente a lo largo de todo el libro y para las que casi nunca hemos logrado alcanzar una respuesta tajante: ¿existe tal prohibición en el Derecho español? Si existe ¿es aplicable al Derecho Administrativo Sancionador? Y si es aquí aplicable ¿en qué medida? A) En contra de lo que acaba de apuntarse, por una vez podemos afirmar sin vacilaciones que este principio es conocido y practicado desde antiguo en el Derecho Penal —en el que ha encontrado, además, un desarrollo afinado— aunque sólo esporádicamente se venía aplicando a las infracciones administrativas. B) SU aplicación actual al sector del Ordenamiento que aquí interesa es problemática: en parte porque tanto la legislación como la jurisprudencia han vacilado mucho y en parte también porque quizás como consecuencia de esta falta de convicción, se ha practicado una huida sistemática del mismo a través de las relaciones especiales de sujeción, la diversidad de intereses protegidos y la presencia de autoridades de distinto orden. En general a los jueces, mejor que rechazar la regla o discutir su vigencia, les es más cómodo aceptarla formalmente pero luego, si es el caso, no aplicarla bajo alguno de los pretextos indicados. C) En la hipótesis —que es la que parece más plausible— de que la prohibición esté vigente y sea aplicable al Derecho Administrativo Sancionador, su operatividad no puede ser intensa dado que, sin necesidad de acudir a los consabidos pretextos de huida, son enormes las dificultades técnicas de su manejo, comprobándose, una vez más, lo arduo que supone trasladar una dogmática desde el Derecho Penal, en el que fue elaborada, al Derecho Administrativo Sancionador, cuyas circunstancias y condiciones tan diferentes son de las de aquél. Por arrastre de una inercia plurisecular se está exigiendo en el Derecho Administrativo Sancionador la concurrencia de las tres identidades que, si tienen sentido en el Derecho Penal, no, desde luego, en el Derecho Administrativo, ya que cuando se trata de un eventual conflicto entre una condena penal y una sanción administrativa, por definición una y otra han de tener distinto fundamento normativo (sin contar con la probable diferencia de los bienes jurídicos protegidos y de los intereses en juego). En consecuencia, si se toma en serio la teoría de las tres identidades —que formalmente nadie se atreve a discutir— hay que terminar poniendo muy en duda las posibilidades de su aplicación práctica al Derecho Administrativo Sancionador.

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La identidad de los hechos, por su parte, resulta singularmente escabrosa habida cuenta de la confusión teórica que existe en torno a la diferenciación de hechos y acciones: una de las manchas más oscuras de la dogmática del Derecho represivo. D) La regulación concreta de esta Fegla, tal como ha sido elaborada por la jurisprudencia, deja, en fin, mucho que desear puesto que la precedencia del orden penal sobre el administrativo carece de justificación cuando han intervenido jueces contencioso-administrativos. En un trance tan desesperado, en las páginas anteriores se ha aceptado —sin demasiada convicción ciertamente— la posibilidad de que, a falta de criterios mejores, pueda ser utilizada en este campo la teoría penal de los concursos de normas e ilicitos.

CAPÍTULO X

LA PRESCRIPCIÓN SUMARIO: I. Estado de la cuestión.— II. Naturaleza jurídica.—III. Explicaciones lógicas, jurídicas y sociopoliticas. IV Prescripción de la falta. 1. El artículo 132.1 de la LPAC. 2. Cómputo de plazos. 3. Interrupción del cómputo. V Caducidad de! procedimiento. 1. Prescripción material de la infracción y caducidad formal del procedimiento. 2. La LPAC tras la reforma de 1999. VI. Prescripción de la sanción. VII. Consideración final.

I.

ESTADO DE LA CUESTIÓN

La circunstancia de que el articulo 132 de la PAC haya regulado no ha mucho con elogiable precisión algunas cuestiones tercamente silenciadas hasta entonces por las normas sancionadoras, ha simplificado de manera notable el tratamiento de esta materia, enviando al desván de los recuerdos eruditos buena parte de las encendidas polémicas y de las contradicciones jurisprudenciales con que se venían intentando colmar las lagunas del Derecho positivo. Por obra y gracia de los renglones de una ley se ha liberado el Derecho Administrativo Sancionador de la servidumbre de unos preceptos del Código Penal, cuya extensión temporal (dos meses para las faltas y cinco años para los delitos) era palmariamente inadecuada para las infracciones administrativas y que había provocado una jurisprudencia vacilante que no lograba decidirse nunca a la hora de escoger entre el plazo tan desmesuradamente largo de los cinco años y el otro, no menos rechazable por breve en exceso. Pero, tal como se irá viendo inmediatamente, no es sólo esta cuestión de los plazos la que ha quedado resuelta por la nueva ley: algunas más han recibido por primera vez una regulación normativa, sin perjuicio, bien es verdad, de que otras hayan quedado todavía abiertas. A esta clarificación normativa ha seguido otra de naturaleza doctrinal de subido valor técnico cristalizada fundamenta] en el libro de AGUADO (1999) y en la tesis doctoral de CABALLERO, publicada el mismo año, así como en el breve pero enjundioso artículo de D E PALMA de 2001. Estas circunstancias han aconsejado una revisión sustancial del presente capítulo, del que se han podido eliminar planteamientos y desarrollos inevitablemente obsoletos a partir de la reforma legislativa de 1992. El valor de todo lo anterior (tal como se describía en las ediciones precedentes) se reduce —y no es poco— al ejemplo de un esfuerzo jurisprudencial, confuso y contradictorio ciertamente pero tenaz para suplir a tientas el vacío que el silencio de la ley había producido. Por otra parte se ha ampliado el análisis, antes meramente enunciado, de la vertiente procesal de la cuestión de los efectos jurídicos del trascurso del tiempo, habida cuenta de que en el fondo se trata de un elemento inseparable de los efectos materiales. Uno de los puntos que ha dejado abierto la nueva redacción de la ley de procedimiento es el de si en ella se ha congelado el rango normativo legal, de tal manera que los reglamentos sectoriales ya no pueden determinar por su cuenta plazos de prescripción para infracciones específicas. El texto literal del artículo 132.1 («las infracciones y sanciones prescribirán según lo dispuesto en las leyes que las establezcan») [533]

534

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parece abonar esta interpretación. Ahora bien, aunque tal postura se encuentre justificada desde el punto de vista formal, no puede olvidarse que sus consecuencias serian perturbadoras por exceso de rigidez ya que impiden a la Administración el establecimiento de plazos más flexibles y mejor adoptados a la naturaleza de cada infracción, obligando a seguir otros inevitablemente simplificados y hasta rudimentarios. Como fórmula de compromiso podría defenderse, entonces, la posibilidad de que por vía reglamentaria pudiera la Administración establecer unos plazos variables y más matizados —aunque eso sí y como garantía de los particulares— dentro de los topes máximos señalados por las leyes: tanto por la LPAC como por las sectoriales correspondientes. La jurisprudencia actual es en este punto contundente ya que, remitiéndose de forma expresa a sentencias anteriores a 1992, ha declarado sin ambajes que «la exigencia de norma específica que señale los plazos de prescripción de las faltas administrativas y de las sanciones puede ser cumplida por vía de reglamento» (STS de 27 de marzo de 1998, 3.a, Ar. 2901). Y todavía es más tolerante la de 6 de mayo de la misma sección y año (Ar. 4629) al declarar que no existe reserva de ley para regular la prescripción de las infracciones y que basta para ello una norma reglamentaria con una habilitación legal genérica para su desarrollo, aunque ni la ley tuviera la más mínima regulación de la prescripción ni en su genérica regulación reglamentaria hiciera alusión de ningún tipo a esta extinción de la responsabilidad. Posteriormente, en el mismo sentido la de 24 de julio de 2000 (Ar. 5228). Lo dicho para los reglamentos vale también para las leyes autonómicas, como advierte la STSJ de Cataluña de 24 de mayo de 2002 (Ar. 706) a propósito de la ley catalana que establece que la interrupción de la prescripción se produce por cualquier actuación de la Administración con respecto a la infracción y no, como dice la LPAC, por la iniciación del procedimiento sancionador con conocimiento del interesado; la ley de procedimiento es aquí, en suma, de aplicación supletoria. La STC 166/2002, de 18 de septiembre, ha marcado, no obstante, un criterio muy distinto al considerar como básicos los preceptos de la LPAC en esta materia. En un orden muy distinto de consideraciones la STSJ de Canarias/Las Palmas de 11 de mayo de 2000 (Ar. 1665) se alinea en la tesis doctrinal de que corresponde al infractor probar la prescripción que alega ya que (en una realización de obra sin licencia) «quien voluntariamente se ha colocado en una situación de clandestinidad en la realización de unas obras (no) puede obtener ventajas de las dificultades probatorias originadas por esa ilegalidad». II.

NATURALEZA JURÍDICA

La naturaleza de la prescripción de los delitos y de las penas es una de las cuestiones más discutidas del Derecho Penal. En los manuales aparecen largas listas de «teorías», autores y escuelas contrapuestos para desesperación de los estudiantes que han de memorizarlos. Unos entienden, en efecto, que es de naturaleza procesal (en cuanto simple obstáculo procesal para su persecución) mientras que otros se inclinan por su carácter sustantivo (en cuanto causa de extinción jurídico-material del ilícito y, en su caso, de la pena), sin que falten tampoco, como es inevitable, las posturas mixtas o eclécticas. En la actualidad puede considerarse que la tesis dominante es la sustantiva, ya que «tanto la prescripción del delito como la prescripción de la pena aparecen en el Derecho Penal español como instituciones de Derecho sustantivo, en cuanto que suponen una renuncia por parte del Estado al derecho de castigar basada en razones de política criminal aunadas por el transcurso del tiempo, que incide en que

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aquél considere extinguida la responsabilidad criminal y, por consiguiente, el delito y la pena» (MORILLAS, 1991,200). La cuestión dista mucho, por otra parte, de ser un entretenimiento profesoral ya que sus consecuencias prácticas saltan a la vista. De aquí que haya sido objeto de una profusa serie de sentencias de la Sala Segunda del Tribunal Supremo, también contradictorias (como podrá comprobarse de inmediato), sin peijuicio de que en los últimos años estén predominando —al igual que en la doctrina— las tesis sustantivas. Como ejemplo valga la de 10 de marzo de 1987 (Ar. 10184 de 1988; Rodríguez García), que se cita porque en ella se hace referencia expresa a la materia disciplinaria y sirve, por tanto, como puerta de entrada a la trasposición de estos problemas al Derecho Administrativo Sancionador, que es en definitiva lo que aquí importa: Es cierto que la doctrina ha discutido la naturaleza procesal o sustantiva de las reglas reguladoras de la prescripción obteniendo consecuencias jurídicas distintas. Ahora bien, en nuestro Derecho positivo se suele considerar que esta cuestión está resuelta al regularse en una Ley sustantiva, el Código Penal, la materia referida a la prescripción de los delitos y de las penas. En esta línea, la vigente Ley Orgánica del Poder Judicial contempla en el Capítulo III, Título m, Libro IV tanto el catálogo de infracciones y sanciones aplicables a jueces y magistrados como las relativas a la prescripción de unas y otras. Por otro lado, y al margen de las razones derivadas de la ubicación sistemática de tales reglas, si la prescripción de la acción penal, y ¡o mismo cabe decir de la acción disciplinaria, lo que impide es la persecución del delito o de la infracción por razones de interés general, porque se considera inútil transcurrido un determinado plazo su castigo, no parece que desde este punto de vista pueda negarse naturaleza sustantiva a las normas en materia de prescripción.

Este mismo prurito de precisión teórica ha llegado al Tribunal Constitucional, cuya Sentencia 12/1991, de 28 de enero, es interesante, entre otras razones, porque en ella se hace un resumen de la jurisprudencia ordinaria: La prescripción de los delitos y faltas por paralización del procedimiento puede ser concebida como una institución de carácter procesal e interpretación restrictiva, fundada en razones de seguridad jurídica y no de justicia intrínseca, cuya aplicación se haga depender de la concurrencia del elemento subjetivo de abandono o dejadez en el ejercicio de la propia acción o al contrario, puede ser considerada institución de naturaleza sustantiva o material, fundada en principios de orden público, interés general o de política criminal que se reconducen al principio de necesidad de la pena, insertado en el más amplio de intervención mínima del Estado en el ejercicio del ius puniendi. Es cierto que la primera de dichas construcciones conceptuales es característica del derecho privado y la segunda más acorde con la finalidad del proceso penal y así lo viene constantemente declarando la jurisprudencia de la Sala Segunda del Tribunal Supremo en reiteradas sentencias, entre las que basta citar las de 31 de mayo y 11 de junio de 1976, de 27 y 28 de junio de 1986 y de 28 de junio de 1988. Sentencia esta última de la que es oportuno aquí destacar que, después de reiterar la concepción material de la prescripción penal, ajena a condiciones procesales del ejercicio de la acción, señala que esta doctrina más moderna, fue ganando la jurisprudencia, que repudió toda analogía entre la prescripción civil y la prescripción del delito y que esta última tenga naturaleza procesal.

Dicho esto, el Tribunal Constitucional —reiterando una doctrina ya expuesta en su Sentencia 157/1990— se abstiene de pronunciarse sobre el particular por entender que «no corresponde a este Tribunal fijar una línea interpretativa de lo dispuesto en el artículo 114 del Código Penal [...] pues, en definitiva, dichas cuestiones han de ser resueltas por los propios órganos de la jurisdicción penal en cada caso concreto, ponderando también las circunstancias del caso para estimar si ha existido una auténtica y real paralización del procedimiento». Y es que, como reiteradamente ha declarado

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el Tribunal (SS 152/1987, 255/1988, 83/1989, 12/1991, 223/1991 y Autos 944/1986 y 112/1987), «la apreciación en cada caso concreto, de la concurrencia o no de la prescripción como causa extintiva de la responsabilidad penal es una cuestión de mera legalidad que corresponde decidir a los tribunales ordinarios y que carece de relevancia constitucional». Ni que decir tiene que el Derecho Administrativo Sancionador es tributario del Derecho Penal en todos estos planteamientos y eventuales soluciones; razón que justifica el que me limite a una remisión en bloque a tal Derecho (cuya problemática inicial acaba de ser brevísimamente expuesta), máxime si se tiene en cuenta que desde la perspectiva del Derecho Administrativo ninguna aportación importante se ha hecho hasta la fecha sobre el particular. Aunque sí son interesantes, desde luego, algunas consecuencias deducidas del carácter sustantivo de la prescripción empezando por la que aparece en la citada sentencia del Tribunal Constitucional de 28 de enero de 1991 (posteriormente reiterada en la de 25 de noviembre de 1991) en la que se considera admisible declarar que «la penalización del procedimiento debida a excesiva acumulación de trabajo en el Juzgado, no imputable al peijudicado por la infracción penal, no determina la aplicación de la prescripción». El Tribunal Constitucional entiende que esta decisión es una consecuencia directa y necesaria de la «tesis procesalista»: nada recomendable, desde luego, pero jurídicamente sostenible: mantiene [la sentencia impugnada, al no admitir la prescripción] una teoría actualmente superada, pero que en modo alguno puede calificarse de irrazonable o arbitraría, como lo acredita el hecho de que la propia jurisprudencia, en tiempos no muy lejanos, haya mantenido el mismo criterio interpretativo hasta que se ha producido un cambio de orientación en el sentido que hemos expuesto.

Sea su naturaleza sustantiva o procesal, el hecho es que su existencia puede ser apreciada de oficio por el tribunal por la sencilla razón de que así es como opera también en el Derecho Penal. Veamos algunos ejemplos de cómo razona el Tribunal Supremo a este respecto. En la Sentencia de 5 de diciembre de 1988 (Ar. 9320; Cáncer) se precisa que La apreciación efectuada por ta sentencia de instancia no se refiere a la prescripción adquisitiva o extintiva de acciones o derechos, lo que pudiere entrar en el poder dispositivo de las partes, según la doctrina civil, sino de una condición objetiva necesaria para que se ejerza el poder sancionador de la Administración obligatoria para ésta e irrenunciable para el infractor [...] el transcurso del plazo señalado por la ley sin que se imponga sanción, determina la imposibilidad legal de efectuarlo y, si se ha hecho, se produce la nulidad radical de la sanción impuesta.

Y desde una perspectiva muy distinta, la de 7 de junio de 1989 (Ar. 5338; Trillo): En la Sentencia de 22 de julio de 1988 (Ar. 5920) ya sañalábamos que la apreciación del instituto prescriptivo por la Sala, sin haber sido aducido pr el recurrente, no produce vicio de incongruencia, porque la decisión judicial no rebase el límite de lo posturalado —anulación de la resolución recurrida— y, además, porque la Sala puede y debe revisar de oficio aquellos defectos y circunstancias que inciden en la legalidad de la resolución, pues no se compadecería con el derecho a la tutela judicial efectiva una declaración que obviase tal circunstancia ya que el principio de iura novit curia legitima para una decisión como la efectuada. A este respecto y teniendo en cuenta el criterio jurisprudencial que considera aplicables a dicha parte del Derecho Administrativo los principios clásicos que inspiran el Derecho Penal, no está de más recordar que la jurisprudencia de la Sala Segunda del Tribunal Supremo ha afirmado resueltamente la naturaleza material de la prescripción en la esfera de lo punitivo, rechazando el carác-

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ter procesal que se venía concediendo por influjo del Derecho privado, y ha reconocido la posibilidad de ser declarada de oficio en cualquier estado del procedimiento procesal (S de 3 de diciembre de 1988).

En otro orden de consideraciones, la citada STS de 10 de marzo de 1987 (Ar. 10184 de 1988; Rodríguez García) declara que tiene efectos retroactivos la norma posterior que reduce los plazos prescriptivos establecidos por la vigente en el momento en que se cometió la infracción. Tesis que se apoya cabalmente en la naturaleza material de tal figura; de donde se deduce que «por los mismos motivos por los que se aplica la sanción más benigna prevista en la ley nueva, también debe aplicarse ésta cuando en ella se establezca un plazo de prescripción más breve». La cuestión, en definitiva, dista mucho de estar resuelta ya que, como estamos viendo, en la jurisprudencia conviven pacíficamente las dos tesis contradictorias, ambas consideradas plausibles, de tal manera que seguir una u otra compite libremente al arbitrio judicial. Además, no sabemos hasta qué unto puede influir en la discusión la circunstancia de que en el Derecho Administrativo Sancionador esta materia aparece regulada genéricamente en una ley tan inequívocamente procesal como es la LPAC y en un reglamente titulado «de procedimiento para el ejercicio de la potestad sancionador». De botar es, sin embargo, que el artículo 132 se encuentra en un capítulo titulado «principios de la potestad sancionadora» y no en el siguiente, donde se regulan de forma específica los «principios del procedimiento sancionador». Por lo demás, la incidencia procedimental de una prescripción producida antes y fuera del expediente engarza con naturaliza ambas vertientes, según luce en el artículo 6,1 del Reglamento: «Cuando de las actuaciones previas se concluya que ha prescrito la infracción, el órgano competente acordará la no procedencia de iniciar el procedimiento sancionador. Igualmente, si iniciado el procedimiento se concluyera, en cualquier momento, que hubiese prescrito la infracción, el órgano competente resolverá la conclusión del procedimiento com archivo de las actuaciones. En ambos casos se notificará a los interesados el acuerdo o la resolución adoptados». Como quiera que sea, la naturaleza jurídica de la prescripción no ha llegado nunca a plantearse seriamente en el Derecho Administrativo Sancionador: lo que en mi opinión es una fortuna ya que en este ámbito no dejaría de ser una cuestión meramente teórica. No existe, por tanto, necesidad alguna de reproducir aquí un problema característico del Derecho Penal que puede esquivarse sin perjuicio. Parece más propio, entonces, hablar de dos vertientes o efectos jurídicos de un mismo fenómeno que de dos fenómenos distintas. Esta conexión de efectos se traduce en en que, una vez prescrita la infracción (vertiente material o sustantiva) se cierra el paso a la iniciación de un procedimiento sancionador (vertiente formal). La STS de 15 de octubre de 2003 (3.a, 5.a, Ar. 7753) lleva este bloqueo hasta sus máximas consecuencias. La Administración había impuesto una multa de cero pesetas, en atención a que la infracción había prescrito, pero ordenando la demolición de las obras indebidamente realizadas en dominio público. Pues bien, el Tribunal Supremo anuló la sanción impuesta (que en realidad no lo era) y también —esto era lo transcedente— la orden de demolición « en cuanto medida meramente complementaria de la sanción». Una vez más nos encontramos aquí ante una solución impecable en sede teórica pero de consecuencias prácticas perversas ya que de ella había de resultar o bien la impunidad del infractor y correspondiente usurpación de una parcela de dominio público (lo que parece inadmisible) o bien la obligación de iniciar un nuevo expediente recuperatoria en contra de los principios más elementales de economía y eficacia. ¿No hubiera habido aquí posibilidad de conservar el acto o trámite viciado al amparo de los artículos 65 y 66 de la LPAC? La STS de 24 de abril de 1999 (Ar. 5194,

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en un recurso de casación en interés de la ley, rompió imperturbable la letra de la ley al afirmar que «el artículo 63.3 de la LPAC ("la realización de actuaciones administrativas fuera de tiempo establecido para ellas, sólo implicará la anulabilidad del acto cuando así lo impusiera la naturaleza del término o plazo") no implica la nulidad del acto de imposición de una sanción administrativa fuera del plazo legalmengte previsto para la tramitación del expediente sancionador». III.

EXPLICACIONES LÓGICAS, JURÍDICAS Y SOCIOPOLÍTICAS

Para la doctrina penal no es obvia, ni mucho menos, la figura de la prescripción de los delitos y penas ya que supone —como decía SALDAÑA— «una prima otorgada al criminal hábil». De aquí que se hayan buscado siempre explicaciones que justifiquen su existencia y que suelen basarse en perspectivas de política criminal bien sea centradas en el individuo (al que se supone «corregido» por sí mismo al cabo del tiempo) o en el Estado (del que se supone que ha perdido ya todo interés en su persecución). Para MORILLAS ( 1 9 9 1 , 1 9 7 ) , en efecto, «el Estado, ante poderosas razones de política criminal y utilidad social basadas todas ellas en los efectos que produce el paso del tiempo, que van desde la disminución del interés represivo, la extinción de los efectos antijurídicos del hecho y de la alarma social producida, las dificultades probatorias hasta la eliminación del estado de incertidumbre en las relaciones jurídicas entre el delincuente y el Estado, renuncia a ejercitar el ius puniendi que le corresponde al declarar extinguida la responsabilidad penal». Dentro del Derecho Administrativo Sancionador, la jurisprudencia ha encontrado múltiples explicaciones lógicas —de sentido común y de justicia— que justifican la existencia de la prescripción de las infracciones y de las sanciones: — bien sea por comparación con las faltas y delitos, «ya que no seria justo que sean de peor condición que las tipificadas en el Código Penal» (STS 15 de noviembre de 1988; Ar. 9084; García Estartús); — bien sea «por la necesidad de que no se prolonguen indefinidamente situaciones expectantes de posible sanción y su permanencia en el Derecho material sancionador» (STS 14 de diciembre de 1988; Ar. 9390; González Mallo); — o bien sea, en fin, porque «cuando pasa cierto tiempo se carece de razón para el castigo, porque en buena medida, al modificar el tiempo las circunstancias concurrentes, la adecuación entre el hecho y la sanción principal desaparece» (STS 16 de mayo de 1989; Ar. 3694; Rosas). Ahora bien, las justificaciones más abundantes son de índole jurídica, tal como ha podido comprobarse ya más arriba. La propia sentencia de 16 de mayo de 1989 (Ar. 3694; Rosas) añade que «el mismo derecho a un proceso sin dilaciones indebidas invita a la aplicación del instituto de la prescripción». Otras muchas sentencias aluden a la «seguridad jurídica» y, por supuesto, la explicación más socorrida se apoya en la aplicación al Derecho Administrativo Sancionador de los principios del Derecho Penal, entre los que se encuentra cabalmente el de la prescripción. Como los testimonios en tal sentido son innumerables valga, por todas, la Sentencia de 14 de diciembre de 1988 (Ar. 9390; González Mallo): una corriente jurisprudencial constante ha venido reiterando la doctrina de que éste es también uno de los aspectos en los cuales se manifiesta la existencia de principios comunes a todo el

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Derecho Sancionador, aplicables por tanto al Administrativo y uno de los cuales es el de la extinción por prescripción de la infracciones y sanciones administrativas.

Siendo de advertir que esta tesis es la más antigua puesto que, contando con antecedentes venerables, aparece ya perfectamente formulada en la importante sentencia, ya parcialmente transcrita, de 9 de marzo de 1972 (y que mereció un comentario de GONZÁLEZ P É R E Z aquel mismo año): si la norma nada dice este silencio en ningún caso cabe interpretarlo negativamente sino como una aceptación tácita, en el estricto sentido semántico, del régimen general del ilícito, supraconcepto comprensivo de sus manifestaciones fenoménicas administrativa y penal. Ilícito este último que por implicar un reproche social más profundo constituye el límite máximo de los demás, según prevé el artículo 603 del Código Penal y en consecuencia permite la aplicación supletoria en esta materia del plazo de dos meses señalado en el artículo 113 para la prescripción de las faltas.

Aunque sea referida al ámbito disciplinario militar la STS de 7 de julio de 2003 (Ar. 6486) ha teorizado que la prescripción «representa una autolimitación del Estado en la persecución de las faltas disciplinarias en virtud de la cual el transcurso del tiempo desapodera a la autoridad con potestad sancionadora para ejercerla imponiendo el correspondiente correctivo». Las argumentaciones jurídicas han encontrado de momento su formulación canónica en los términos de la Sentencia de 16 de enero de 1990 (Ar. 585; Martínez Sanjuán), cuya doctrina se reitera luego incesantemente en otras posteriores como las de 6 de febrero de 1990 (Ar. 1256; Martínez Sanjuán) y 15 de febrero de 1990 (Ar. 1271; mismo Ponente): no puede ser de peor condición una persona que comete una infracción administrativa que el que comete una infracción penal constitutiva de una falta, por lo que, ante el silencio de las normas, habida cuenta que, en lo esencial, son transpolables los principios que informan el derecho penal para las conductas punibles, a las infracciones reguladas por el derecho administrativo sancionador, no se pude excluir respecto de estas últimas el efecto extintivo de la prescripción en el campo del ilícito administrativo, ya que ello, amén de crear situaciones contrarias al principio constitucional de seguridad jurídica y al derecho de la persona a un enjuiciamiento adecuado y rápido, originaría que conductas que representan una mayor gravedad y peligrosidad más profiindas así como un reproche social mayor, cual sucede en las constitutivas de una infracción penal, se verían favorecidas con dicha causa de extinción de su responsabilidad, mientras que aquellas otras de naturaleza administrativa no logran expresado beneficio legal.

En otro orden de consideraciones, la Sentencia de 22 de enero de 1990 (Ar. 553; Reyes) se cuida de precisar que «el fundamento de la prescripción no radica en la subjetiva intención o voluntad del órgano administrativo de abdicar o renunciar, siquiera implícitamente, al ejercicio de su derecho a sancionar sino en la objetiva inactividad del mismo». Circunstancia que explica el que en la misma sentencia se advierta que procede la prescripción «cualquiera que fuere la causa determinante de la paralización del expediente». Ahora bien, la Sentencia de 29 de abril de 1988 (Ar. 3242; Ruiz Sánchez), al hablar de que la Administración no ha actuado «sin motivo de justificación», parece dar a entender que si la inactividad en el proceder no es negligente sino «justificada», podría no haber lugar a la prescripción. Hasta este momento se ha podido comprobar cómo la Jurisprudencia, a la hora de aplicar la prescripción, utiliza sin más las normas penales. Pero conste que también

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cabe la posibilidad de llenar el silencio de las normas administrativas sancionadoras con técnicas procedentes de otros sectores ordinamentales más alejados, como puede ser el civil. Ésta es la solución que sigue la Sentencia de 23 de abril de 1974 (Ar. 1923; Suárez Manteóla): «al no ser operante la prescripción de las faltas comprendidas en el artículo 113 del Código Penal, al constreñirse [el caso de autos] a una falta de orden administrativo, actúa con carácter supletorio el Código Civil en su artículo 1.961 [...] y tratándose de una acción personal, se extingue a los quince años». La Jurisprudencia ha acudido también a veces al propio orden administrativo, pues sabido es que en algunas leyes administrativas se establecen plazos de prescripción para determinadas infracciones, que el Tribunal Supremo extiende a otras en las que la figura no aparece. Esto es lo que, por ejemplo, hace la Sentencia de 27 de septiembre de 1969 (Ar. 4047; Roldan): Por no encontrarse establecido un plazo de prescripción en la regulación administrativa de esta materia, la alegación de caducidad carece de referencia legal a norma concreta que le sirva de fundamento y, aunque tal laguna legal tenga que suplirse haciendo una aplicación analógica, para respetar el principio de seguridad jurídica que informa todo nuestro Ordenamiento jurídico, el criterio a aplicar sería en todo caso, dada la similitud en su naturaleza de faltas administrativas [...] el plazo de prescripción que establece el artículo 114 de la Ley de Régimen Local. [Y en iguales términos, la STS de 30 de abril de 1970; Ar. 2354; Pérez Frades.]

Ésta podría ser la regla general como apunta la STS de 3 de julio de 1987 (Ar. 6673; Jiménez Hernández): la moderna orientación jurisprudencial plasmada en las Sentencias como las de 8 de febrero y 28 de septiembre de 1982 distingue entre dos grandes grupos, señalando que el primero de ellos se halla constituido por las infracciones y sus correlativas sanciones de autotutela administrativa y referidas directamente al buen orden administrativo y sanciones que tienden a la protección del orden social general y son actuales respecto de todos los administrados sin requerir una especial relación de sujeción administrativa; el segundo, por el contrario, está integrado por quienes se encuentran en esa especial situación de relación administrativa que no sólo alcanza a los funcionarios sino también a otros supuestos donde se da una relación similar.

Distinción que, a efectos prescriptivos, se traduce en lo siguiente: para el primer grupo rige el artículo 113 del Código Penal, mientras que para los segundos rigen las normas de Derecho Administrativo. Sin desconocer la importancia de cuanto antecede, en mi opinión las razones que más pesan a la hora de establecer plazos prescriptorios son de índole sociopolitica. El Estado tiene conciencia de que existe una enorme masa de ciudadanos —sin exageración puede hablarse de la mayoría de la población— que de forma deliberada o no son autores de infracciones administrativas más o menos graves. Tal como se ha desarrollado en las primeras páginas de este libro, todos sabemos que a lo largo del día alguna falta de tráfico habremos cometido y, a fin de año, el contribuyente más escrupuloso nunca puede estar seguro de librarse de algún expediente fiscal; de la misma forma que empresarios muy honestos saben que sobre ellos penden ciertos incumplimientos en los confusos ámbitos de la seguridad del trabajo y de la producción. En la sociedad de riesgo en que vivimos, el más frecuente es desde luego el de cometer alguna infracción administrativa. Si en la actualidad sabemos —como PRODI ha estudiado muy bien apoyado en una bibliografía amplísima aunque curiosamente desconocida por los juristas— el origen común, y sus constantes interrelaciones posteriores, de los pecados y los delitos,

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siempre se ha hecho notar que la simetría de estos dos órdenes parece romperse ante la ausencia de prescripción de los pecados. Y, sin embargo, el paralelo subsiste puesto que la prescripción de los ilícitos mundanales es el correlativo de la confesión religiosa (católica). El Dios de Roma como los Estados nacionales no permiten la situación indefinida de culpa y por eso han establecido mecanismos periódicos de limpieza: en un caso la confesión pascual y en el otro la prescripción. El Estado, con objeto de tranquilizar los ánimos de los infractores, les brinda la seguridad jurídica a través de la prescripción: un mecanismo inrreprochable para los infractores de buena fe. Pero ¿qué decir de aquellos que de forma deliberada han infringido confiando en que la incuria administrativa les permita escapar del castigo? Los españoles (y no sólo ellos) son aficionados a los juegos de azar y asumen con habitualidad el azaroso riesgo de sus comportamientos, singularmente en los fiscales y urbanísticos. Más todavía: en las empresas avanzadas se contabilizan con naturalidad las consecuencias económicas de estos riesgos y se provisionan fondos para cubrir las multas que se preven. Aquí el azar es sustituido por el cálculo y se estudian de antemano las probabilidades de ser descubierto y si el montante de las sanciones compensa de los beneficios de las infracciones. Porque las infracciones, incluso sancionadas, pueden ser económicamente rentables. La legislación comunitaria —y ahora también la española— han establecido que el importe de las sanciones tiene que garantizar en todo caso que la infracción no produzca beneficio alguno a su autor. Medida acertada aunque ingenua con evidencia pues se olvida que lo ordinario es que las infracciones no sean aisladas, de tal manera que si se consigue anular el beneficio de una sola, la ventaja se mantiene a cargo de las impunes. Este es el negocio que bien conocen y practican los empresarios aunque lo ignore el legislador, o finja ignorarlo la Administración represora y los tribunales lo fomenten con su beata convicción de que únicamente es lícito sancionar el hecho descubierto y no los comportamientos. Ni que decir tiene que los empresarios avispados no se contentan con los jueces de azar y con los cálculos económicos sino que, además, intervienen descaradamente en el sistema represivo mediante dos operaciones complementarias: utilizando primero sus hábiles auxiliares, notoriamente superiores a los empleados de la Administración de ordinario poco estimulados, para demorar hasta el máximo las tareas de inspecciones y procedimientos sancionadores, y así dar lugar a que se produzca la esperada prescripción. Mas no se trata sólo de eso porque también se producen maniobras de mayor envergadura convenciendo a los órganos políticos de las ventajas de una prescripción breve. En estas relaciones caben todas las variantes de la corrupción, de la amenaza y del halago. El Gobierno adquiere así aliados políticos cuando no económicos, encubre su incapacidad técnica de inspección y se convierte en adepto interesado en la consigna de «borrón y cuenta nueva» que premia los comportamientos futuros honestos con el atractivo inmediato del perdón para el pasado. IV

PRESCRIPCIÓN DE LA FALTA

Hasta 1992 la situación, más que defectuosa, era intolerable puesto que los jueces contencioso-administrativos no habían sido capaces de asimilar las reglas penales de prescripción, quizás porque éstas eran inadecuadas a las circunstancias propias de las infracciones administrativas. Así las cosas, la LPAC resolvió la cuestión de la manera más simple, es decir, ofreciendo una solución específicamente administrativa, que despejó de una vez por todas las dificultades que venían arrastrándose como conse-

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cuencia de unos planteamientos importados del Derecho Penal. Por ello puede decirse que el artículo 132.1 de la LPAC —como todo su Título IX— es el primero y más importante jalón del «giro administrativo» del Derecho Administrativo Sancionador del que tanto se ha hablado en el presente libro. 1.

E L ARTÍCULO 1 3 2 . 1 L P A C

El artículo 132.1 de la LPAC ha venido a despejar, como sabemos, la mayor parte de las cuestiones que hasta 1992 venían provocándose por la ausencia de una regulación legal expresa. El nuevo sistema es muy simple: la ley común se remite a lo dispuesto en las leyes especiales, estableciendo unos plazos subsidiarios para el supuesto de silencio de éstas: 1. Las infracciones y sanciones prescribirán según lo dispuesto en las leyes que las establezcan. Si éstas no fijan plazos de prescripción, las infracciones muy gTaves prescribirán a los tres años, las graves a los dos años y las leves a los seis meses; las sanciones impuestas por faltas muy graves prescribirán a los tres años, las impuestas por falta graves a los dos años y las impuestas por faltas leves al año.

La discordancia de plazos entre infracciones y sanciones leves (seis meses y un año respectivamente) fue introducida por el Congreso, modificando a tal fin el Proyecto gubernamental que preveía un año para ambos supuestos. Es claro, desde luego, que siempre se podrá discutir sobre las ventajas e inconvenientes de cualquier plazo que se determine, puesto que es inevitablemente convencional; pero nadie podrá regatear dos méritos de la nueva regulación: primero, que los plazos establecidos, aunque discutibles, son prudentes y no pueden ser tachados ni de cortos ni de largos, de tal manera que la Administración ya no podrá descuidarse en el futuro a la hora de perseguir las infracciones, pero tampoco vivirá con la angustia —como sucedía con los dos meses— de que al menor retraso va a quedar impune el infractor; y segundo, que el criterio empleado, al utilizar como referencia la gravedad de la propia infracción, es el único que puede adoptarse en términos generales, aunque la verdad es que en ocasiones la naturaleza y circunstancias de la infracción tienen a estos efectos mayor relevancia que el grado de la misma. Piénsese a este propósito que existen faltas muy grave de constatación y persecución sencillas mientras que otras simplemente graves, a incluso leves, pueden pasar desapercibidas por la Administración o ésta no dispone de medios burocrático-estructurales para su esclarecimiento, con la consecuencia de que terminan prescribiendo de ordinario. Pero naturalmente estas previsiones no tienen cabida en una ley general y supletoria sino en la especial que es la única que está (casi) en condiciones de matizar los supuestos concretos. Vistas así las cosas, la discordancia de ciertos regímenes especiales con lo establecido en el artículo 132.1 LPAC es perfectamente justificable y con frecuencia hasta necesario.

2.

C Ó M P U T O DE PLAZOS

De acuerdo con el n.° 2 del citado artículo 132 —fuertemente inspirado en el correlativo artículo 114.1 del Código penal—, «el plazo de prescripción de las infracciones empezará a contarse desde el día en que la infracción se hubiere cometido».

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El legislador se ha inclinado, pues, por una opción concreta: la más objetiva y la que mejor sirve a la seguridad jurídica, ya que tanto el infractor como la Administración saben con exactitud a qué atenerse. No hay que olvidar por ello, sin embargo, que caben otras posibilidades empezando por la que sostiene que la dilación del expediente durante más de seis meses produce inexorablemente su caducidad, como sienta la Sentencia de 22 de julio de 1988 (Ar. 6328; Delgado): la regla de nuestro sistema —artículo 49 de la Ley de Procedimiento Administrativo— es la de que las actuaciones administrativas realizadas fiiera del tiempo establecido son válidas de suerte que el defecto temporal no pasa de ser una mera irregularidad no invalidante; pero esta regla encuentra excepción en los supuestos en que el plazo constituye elemento esencial de la potestad administrativa actuada: éste es justamente el caso de la potestad sancionatoria en la que el plazo, por razones de seguridad jurídica, intensifica su importancia.

O en los términos más genéricos de la Sentencia de 17 de febrero de 1989 (Ar. 1184; Esteban), «como declaran las Sentencias de 30 de noviembre de 1987 y 7 de marzo de 1988, siguiendo la doctrina de la Sala tercera en su sentencia de 9 de marzo de 1972, la prescripción opera también cuando, una vez incoado el procedimiento, el mismo queda paralizado durante el plazo prescriptivo». Por cuya razón, en definitiva, «transcurrido el lapso de tiempo necesario para producir la caducidad, la Administración ha de limitarse a declararla, sin que pueda legalmente hacer declaraciones que atribuyan a una persona la comisión de una infracción» (S de 26 de julio de 1988; Ar. 6048; Delgado). Las Sentencias de 2 de febrero y 9 de febrero de 1993 (Ar. 659 y 702; ambas de Hernando), por su parte, llegan a la misma conclusión pero al amparo del Código Penal y no de la LAP: Procede entender prescrita la infracción por paralización del procedimiento por el período comprendido entre la apertura del expediente [...] y la emisión del informe previo, pues durante tal lapso de tiempo no hay en el expediente administrativo trámite o actuación alguna, por lo que hay que entender que el expediente estuvo paralizado y comoquiera que tal inactividad es superior a los dos meses previstos en el artículo 113 del Código Penal.

Sea como fuere, la primera cuestión que aquí se presenta es la determinación del dies a quo, o sea, el momento en que empieza a correr la prescripción. En el Derecho Penal está muy claro que «el término de la prescripción comenzará a correr desde el día en que se hubiere cometido el delito» (art. 114.1 del Código). En el Derecho Administrativo Sancionador, sin embargo, el Tribunal Supremo se estaba inclinando por la solución opuesta, es decir, que el plazo empieza a contar el día en que la Administración tiene conocimiento de la infracción, no desde el que se cometió (cfr„ entre otras muchas, las de 2 de julio de 1973, Ar. 3129, Martín de Hijas; 25 de enero de 1989, Ar. 485, García Ramos, y 22 de febrero de 1985, Ar. 502, Ruiz Sánchez) Esta acepción parece desde luego más justa pero no resulta aceptable por la incertidumbre que genera ya que no resulta fácil, ni para la Administración ni para el infractor, acreditar cuál es el momento exacto del conocimiento. No obstante, en algunos ordenamientos sectoriales se hace referencia expresa a la aparición de algún «signo externo» que permita descubrir infracciones que de otra suerte permanecerían indefinidamente ocultas con absoluta impunidad para los autores. Piénsese, por ejemplo, en el supuestos contemplado en la STS de 31de diciembre de 1983 (Ar. 479 de 1984) referido a una trasmisión ilícita de licencia sin autorización municipal. El razo-

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namiento del tribunal es irrebatible al argumentar que «la circunstancia de la clandestinidad del disfrute de la licencia no permite computar el comienzo del término hasta el día en que la Administración, ajena a la relación existente entre el denunciante y el actor, tuvo conocimiento de los hechos y, por consiguiente, le fue factible ejercitar aquella potestad, es decir, desde la fecha de la denuncia». Mas no debe olvidarse que en la fecha de esta sentencia todavía no existía la tajante declaración de la ley actualmente vigente, pero debe entender que, diga lo que diga el texto legal, sigue siendo aplicable para las infracciones clandestinas mientras sigan siendo inaccesibles a los órganos administrativos de vigilancia. Años más tarde la STSJ de Andalucía/Málaga de 25 de julio de 2003 (Ar. 885 de 2004), en un supuesto en el que se discutía el inicio del plazo de prescripción de la infracción de construir sin licencia, ha declarado que «la carga de la prueba no la soporta la Administración municipal sino quien voluntariamente se ha colocado en una situación de clandestinidad en la realización de unas obras [...] y que por tanto ha creado la dificultad para el conocimiento del día inicial. (En su consecuencia) no constando la fecha en que se ejecutaron y concluyeron las obras ni constando por tanto la fecha de comisión de la infracción, aquélla habrá de referirse al momento en que la autoridad municipal tuvo conocimiento de la comisión de la infracción. Entre el automatismo de la fecha en que se cometieron los hechos y la imprecisión de la fecha en que «se tuvo conocimiento» de ellos cabe, con todo, una fórmula intermedia más justa, a saber, la de la fecha en la que la Administración «pudo haber conocido» los hechos ejerciendo una vigilancia exigible. Otra cosa es, no obstante, que los jueces se decidan a aceptar esta opción. Lo que no parece probable teniendo en cuenta su obsesión garantista, es decir, su inequívoca tendencia a proteger al infractor particular olvidando los intereses de los particulares perjudicados por la infracción y, por descontado, el interés público por el respecto a la legalidad violada. La Sentencia de 31 de diciembre de 1983, que acaba de ser citada, demuestra, con todo, la viabilidad de esta fórmula. Ahora bien, esta sugerencia tropieza con no pocas dificultados cuando se la contrasta con el actual artículo 132 de la LPAC. Porque si bien es verdad que se inicia con una remisión general a lo establecido en las leyes sectoriales estamos hablando aquí de una hipótesis jurisprudencial o doctrinal. La temática adquiere un mayor interés práctico cuando las infracciones se analizan no desde la perspectiva de su contenido material sino desde la de la forza de su realización. Porque es el caso en que el trascrito número segundo del artículo 132 cubre el supuesto de las infracciones instantáneas, que son las más frecuentes, pero deja sin regular las demás manifestaciones, cuyo análisis ha sido realizado con pormenor por DE PALMA ( 2 0 0 1 ) . A) En las infracciones instantáneas la ilegalidad se comete a través de una actividad momentánea por la que se consuma el ilícito sin que ello suponga la creación de una situación duradera posterior. Piénsese en la desatención de una señal ordenadora de tráfico. B) La segunda variedad es la de la infracción continuada, que en términos generales ya ha sido examinada páginas atrás. En este tipo de faltas, como la infracción se continúa cometiendo hasta que se abandona la situación antijurídica, el plazo de prescripción no se inicia hasta ese momento. Así lo ha entendido en repetidas ocasiones el Tribunal Supremo aun sin contar con una cobertura legal explícita. La Sentencia de 30 de octubre de 1991 (Ar. 9175), por ejemplo, hace suya una declaración de la de instancia donde se advertía que la falta enjuiciada «es de las que en el derecho punitivo se denominan "permanentes", esto es, que subsisten mientras no cesa la situación que la motiva ni por tanto se inicia el cómputo del plazo para su prescripción». Con

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la advertencia, además, de que para el Tribunal Supremo es al infractor a quien corresponde probar el momento en que ha cesado la situación ilicita por él creada, habida cuenta de que ello resultaría extraordinariamente difícil para la Administración. Las Sentencias del Tribunal Supremo en que se recoge y reitera este criterio son numerosísimas. Así, dos de 17 de mayo de 1999 (3.a,7.a, Ar. 5191 y 5192): «nunca opera la prescripción respecto de conductas que se han continuado realizando durante la sustanciación del procedimiento sancionador, ya que este instituto no puede aplicarse a actividades que permanecen en el tiempo»; y, apurando aún más, la de 6 de marzo de 2000 (3.a,6.a, Ar. 7048) declara que no prescribe la infracción continuada que se siguió realizando mientras se tramitaba el expediente sancionador, incluso aun cuando éste se paralizase indebidamente. Esta doctrina, por muy dominante que sea, no permite desconocer otra contraria —recogida pormenorizadamente en la Sentencia de la Audiencia Nacional de 8 de febrero de 2000 (Ar. 754)— conforme a la cual «la prescripción (de la infracción continuada) se produce a favor del sancionado aun cuando éste persista en la comisión del hecho [...] ya que tal conducta antijurídica no impedirá a la Administración perseguir el hecho nuevo en un procedimiento diferente, pero no puede beneficiar a aquélla cuando incumple directa y abiertamente sus deberes de dictar resolución en plazo». C) Las infracciones de estado pueden considerarse como una subvaríante de la figura anterior caracterizada porque el tipo normativo únicamente se refiere a la producción de una situación (estado) antijurídica mas no su mantenimiento. En otras palabras: la infracción, tanto en este caso como en la permanente, se conecta con un acto instantáneo de ilicitud que —a diferencia de las infracciones instantáneas en sentido propio y al igual que sucede con las permanentes— provoca la creación de una situación ilícita indefinida que —por contraste con las infracciones permanentes— no se integra en el tipo y, por ende, no merece reproche alguno del legislador y, en último extremo, es en este momento cuando empieza a correr el plazo de la prescripción. DE PALMA pone como ejemplo de esta figura el tipo del artículo 23.a) de la Ley de Seguridad Ciudadana consistente en «la apertura de establecimientos careciendo de autorización». Esta construcción doctrinal parece, no obstante, artificiosa y nada útil (salvo para la indebida protección de los infractores) porque en verdad no se entiende este trato privilegiado que tanto favorece a los autores de la falta. Es posible que DE PALMA se aferre al texto literal de la ley, pero es difícil creer que la ley haya pretendido (en el ejemplo) sancionar una acción instantánea y dejar impune la situación jurídica consecuente. De la misma manera que no resultaría funcional desdoblar la misma acción en otras dos: una, la de creación y otra la de mantenimiento de la situación creada. Más todavía, en sentido gramatical correcto el término de apertura tiene dos acepciones concurrentes: «acción y efecto» de abrir o instalar. A la vista de tantas incongruencias no tiene nada de particular que —como la misma publicista observa— la jurisprudencia se haya resistido a admitir esta figura en sede teórica, aunque bien es verdad que la práctica la aplica sin vacilaciones pero sin justificaciones expresas. Así, tratándose de la construcción de un quiosco en zona marítimo-terrestre sin concesión administrativa, la STS de 3 de noviembre de 1999 (3.a, Ar. 8261) considera que el plazo de prescripción ha de comenzar a computarse desde el momento concreto de la realización de la construcción ilegal y no desde que se dejó de ocupar el dominio público, como sostenía la Administración. D) Por lo que se refiere a la infracción permanente, en esta variante se producen, simultánea o sucesivamente, varias acciones distintas (por ej. el cobro mensual y reiterado por un colegio de cuotas de alumnos que sobrepasan los precios autorizados

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por la Administración) pero a las que la ley cubre con un tipo único. Ni que decir tiene que el ilícito permanente, tanto en el Derecho Penal como en el Derecho Administrativo Sancionador, supone una enorme ventaja para el infractor puesto que la sanción atribuida a una sola falta no ha de ser superior a la correspondiente a tres o a trescientas: benevolencia que no se entiende bien desde la política criminalística o de represión administrativa. Vistas así las cosas el régimen de cómputo del plazo de prescripción —que comienza cuando se comete la última acción aunque las anteriores tuvieran lugar en fecha pasada lejana— viene a ser, por así decirlo, una «compensación sistémica» de la ventaja indicada. Si nos atenemos a la prescripción —que es lo que en estos momentos interesa— el régimen del artículo 132.1 del Código penal es muy claro: en los delitos permanentes el plazo empieza a contar desde el día en que se cometió la última infracción mientras que en los delitos continuados la prescripción corre desde el día en que se elimina la acción ilícita. En el Derecho Administrativo Sancionador los problemas vienen a la hora de calificar una infracción como continuada o como permanente. La casuística jurisprudencial es ciertamente rica a este propósito, pero aún no se ha depurado sucintamente esta cuestión en sede teórica. Ni que decir tiene que nada de esto aparece regulado en el REPEPOS, pero la alusión inequívoca a la «falta continuada» implica una conexión deliberada con el régimen penal que queda así incorporada al Derecho Administrativo Sancionador en los términos modalizados que ya conocemos. E) D E PALMA DEL TESO ha incorporado al acervo del Derecho Administrativo Sancionador la figura de la infracción de hábito, tomándola obviamente del delito penal del mismo nombre. Estas infracciones —dice— se caracterizan por la necesidad de repetición de actos en una conexión objetiva tal que permita hablar de hábito y hasta ese momento no se consuma la infracción y, por lo mismo, el cómputo del plazo de prescripción deberá empezar a contar a partir de realizarse la última acción que forma parte de la infracción. En otras palabras, no son infracciones las acciones individualmente consideradas sino su cometido conjunto: es la reiteración la que aporta el contenido antijurídico de una infracción administrativa compuesta por una pluralidad de acciones individuales. 3.

INTERRUMPCIÓN DEL CÓMPUTO

El tiempo de la prescripción puede verse afectado por varias incidencias que modifiquen su curso normal y fundamentalmente su interrupción o suspensión. El párrafo segundo del artículo 132.2 LPAC declara a tal propósito que «interrumpirá la prescripción la iniciación, con conocimiento del interesado, del procedimiento sancionador, reanudándose el plazo de prescripción si el expediente sancionador estuviere paralizado durante más de un mes por causa no imputable al presunto responsable». El precepto abre no pocos interrogantes que desafortunadamente no fueron aclarados por vía reglamentaria. La primera duda que aquí se plantea es la precisión de ese momento de «iniciación» a que se alude en el precepto legal. Importa aclarar, en suma, en qué acto puede materializarse esa iniciación y, además, si existen otros actos-e incluso hechos— distintos al de iniciación susceptibles de interrumpir el cómputo de los plazos. Si se contextualiza con lo dispuesto en el artículo 69 de la misma ley hay que deducir que se trata de un acto formal inequívoco: «los procedimientos —-advierte el número 1— se iniciarán de oficio por acuerdo del órgano competente». Y a esta for-

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malidad se atiende coherentemente la ley en otros lugares. Así, en el número siguiente se prevé la posibilidad de abrir un período de información previa: «con anterioridad al acuerdo de iniciación (y con el fin de conocer) la conveniencia o no de iniciar el expediente». Resulta claro, por tanto, que la información, por ser «previa», es anterior al procedimiento y que no interrumpe la prescripción; de la misma manera que sucede con las medidas provisionales adoptadas «antes de la iniciación del procedimiento» a que alude el artículo 72.2. Intención que se mantiene en el artículo 12 del REPEPOS: «con anterioridad a la iniciación del procedimiento se podrán realizar actuaciones previas con objeto de determinar con carácter preliminar si concurren circunstancias que justifiquen tal iniciación». Sobre este particular la STS de 13 de marzo de 2002 (Ar. 3473) declara inequívocamente que «la interrupción de los plazos prescriptivos no se produce por la tramitación de diligencias reservadas o informaciones previas sino por la apertura del procedimiento disciplinario mediante el correspondiente acuerdo de incoación». Por lo demás, la casuística jurisprudencial se ha ido encargando de precisar algunos puntos más o menos oscuros. Veamos algunos supuestos: la suspensión del procedimiento provocada por la iniciación de actuaciones penales no reabre los plazos de prescripción por no ser esta paralización imputable a la Administración (STSJ de Cataluña de 9 de octubre de 1998 ; Ar. 3856); el plazo de prescripción no corre mientras se tramite el recurso administrativo interpuesto contra la resolución sancionadora (STSJ de Madrid de 3 de noviembre de 1998; Ar. 4249); el intento de notificación del acuerdo de iniciación de un expediente sancionador devuelto por encontrarse ausente su destinatario pero realizado con todas las garantías interrumpe el plazo de prescripción (STSJ de Andalucía/Granada de 3 de noviembre de 1998; Ar. 4251). Según acaba de verse, el cómputo se reanuda si el procedimiento se detiene durante más de un mes por causa no imputable al presunto responsable. Al utilizar el verbo reanudar bien claro se está diciendo que en el cómputo se contabiliza el tiempo ya trascurrido (menos el mes de la interrupción) rechazando la tesis, antes tan generalizada, de que cualquier interrupción ponía, por así decirlo, el contador a cero y, en su caso, había que volver a empezar. En rigor, pues, aquí no se trata de una interrupción sino de una suspensión. No hay que olvidar, sin embargo, que algunas regulaciones sectoriales, como la de tráfico, excepcionan la regla general admitiendo que la interrupción se produce «por cualquier actividad de la Administración encaminada a averiguar la identidad o domicilio del presunto infractor». Actividad que, por su propia naturaleza, no es susceptible de notificación al interesado ya que cabalmente se ignora su identificación o domicilio. Y en el mismo sentido advierte el artículo 22 de la LPSPV que «la realización de cualquier actuación encaminada al logro de la finalidad del procedimiento y razonablemente proporcional a dicha finalidad impedirá considerar paralizado el procedimiento, aunque tal actuación no esté expresamente prevista en la norma procedimental, siempre que la misma haya sido acordada por el órgano competente y se encuentre debidamente documentada». MENDIZÁBAL, que ha estudiado detenidamente este punto (1988), entiende que la prescripción puede ser interrumpida tanto por el particular (mediante la interposición de reclamaciones y recursos) como por la Administración. En este último caso —y tal como advierte la STS de 2 de junio de 1987 (Ar. 4715; Mendizábal)— la «inactividad administrativa ha de ser total respecto de la relación jurídica individualizada en cuestión, al menos externamente»; pero, apuntillan tanto el artículo como la sentencia, que «la interrupción no requiere que la actuación administrativa alcance la finalidad última del procedimiento y se refleje en un acto administrativo en el sentido estricto del término, sino que puede ser obra de cualquier acción sin tal talante definitivo como, por ejem-

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pío, una inspección». A tal propósito tiene una extraordinaria importancia práctica el que el Tribunal Supremo venga exigiendo habitualmente que los actos de interrupción sean conocidos por el particular, pues de no ser así le sería muy fácil a la Administración argumentar, quizás de mala fe, que se habían producido. Y es que, como insiste la sentencia, «la exteriorízación es un requisito o presupuesto de eficacia, según refleja el artículo 45 de la Ley de Procedimiento Administrativo y ha exigido esta Sala precisamente en el ámbito de la prescripción de las infracciones administrativas». Resulta evidente que este artículo 132.2 de la LAP está inspirado en el Código Penal; pero independientemente de ello, el mero dictado de un acto administrativo, aun sin ser notificado al interesado, interrumpe ya el curso de la caducidad (o de la prescripción). Así lo declara la Sentencia de 10 de octubre de 1989 (Ar. 7347; Martín del Burgo) por entender que «la notificación del acto administrativo no es condición de validez, ni menos de existencia del mismo, sino simplemente de su eficacia frente al interesado; lo que respecto de la institución debe servirnos para que los actos no notificados en su momento, pero conocidos finalmente, deban servir para testimoniar la existencia de una actividad administrativa dentro del respectivo procedimiento, impeditivo o mejor incompatible con la calificación de inactividad que ha de ser la base de la caducidad del procedimiento». Y todo ello por una razón extrema, a saber; que «la caducidad más que en un fundamento subjetivo del abandono del procedimiento, no presumible en principio y de muy difícil indagación, debe basarse en el objetivo de la inactividad o pasividad en su tramitación, lo que es perfectamente comprobable». Por otro lado, la jurisprudencia dictada a propósito de los actos capaces de producir la interrupción es contradictoria, puesto que si en algunos casos se afirma (por ejemplo, STS de 15 de octubre de 1979; Ar. 3452) que ni las diligencias previas ni la información reservada interrumpen la prescripción como tampoco cualquier actividad interna de la Administración (STS 4 de febrero de 1981; Ar. 1058; Martín Ruiz), en otras ocasiones se ha sostenido la postura opuesta (SSTS de 2 de enero de 1980, Ar. 150, y 22 de febrero de 1985, Ar. 502). En un orden muy distinto de consideración conviene recordar que el Tribunal Supremo no ha sufrido nunca vacilaciones en este punto: la existencia de la prescripción es apreciable de oficio por la sencilla razón de que así es como actúa también en el Derecho Penal, Veamos algunos ejemplos de cómo razona el tribunal. En la sentencia de 5 de diciembre de 1988 (Ar. 9320; Cáncer) se precisa que la apreciación efectuada por la sentencia de instancia no se refiere a la prescripción adquisitiva o extintiva de acciones o derechos, lo que pudiera entrar en el poder dispositivo de las partes, según la doctrina civil, sino de una condición objetiva necesaria para que se ejerza el poder sancionador de la Administración, obligatoria para ésta e irrenunciable para el infractor; [...] el transcurso del plazo señalado por la ley sin que se imponga sanción, determina la imposibilidad legal de efectuarlo y, si se ha hecho, se produce la nulidad radical de la sanción impuesta.

Y desde una perspectiva muy distinta, la de 7 de julio de 1989 (Ar. 5338; Trillo): En la Sentencia de 22 de julio de 1988 (Ar. 5920) ya señalábamos que la apreciación del instituto prescriptivo por la Sala, sin haber sido aducido por el recurrente, no produce vicio de incongruencia, porque la decisión judicial no rebase el límite de lo postulado —anulación de la resolución recurrida— y, además, porque la Sala puede y debe revisar de oficio aquellos defectos y circunstancias que incidan en la legalidad de la resolución, pues no se compadecería con el derecho a la tutela judicial efectiva una declaración que obviase tal circunstancia ya que el principio de iura novit curia legitima para una decisión como la efectuada. A este respecto y teniendo en cuenta el criterio jurisprudencial que considera aplicables a dicha parte del Derecho Administrativo los principios clásicos que inspiran el Derecho Penal, no está de más recordar que la jurisprudencia de la

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Sala Segunda del Tribunal Supremo ha afirmado resueltamente la naturaleza material de la prescripción en la esfera de lo punitivo, rechazando el carácter procesal que se venía concediendo por influjo del Derecho privado, y ha reconocido la posibilidad de ser declarada de oficio en cualquier estado del procedimiento procesal (S de 2 de diciembre de 1988).

La STC de 15 de octubre de 1991, por su parte, apoyándose en otra anterior 73/1989, advierte que «la apreciación de si un delito o falta penales o una falta disciplinaria y su correspondiente sanción han prescrito no posee por sí misma relevancia constitucional sino que es de legislación ordinaria y no puede ser revisada en sede constitucional». V

CADUCIDAD DEL PROCEDIMIENTO

La inactividad de la Administración produce dos afectos favorables al particular: por un lado, tal como acaba de verse, la prescripción de la infracción; y, por otro, la caducidad del procedimiento ya iniciado (o perención). Se trata, en principio, de dos figuras distintas aunque es evidente que sus efectos pueden entrecruzarse en una maraña casuística que ha analizado CABALLERO de forma muy cuidadosa. 1.

PRESCRIPCIÓN MATERIAL DE LA INFRACCIÓN Y CADUCIDAD DEL PROCEDIMIENTO

La casuística jurisprudencial ofrecía innumerables supuestos en los que se barajan —o al menos se superponen— las figuras de la prescripción de la infracción y de la caducidad del procedimiento. Esto sucede concretamente, por ejemplo, cuando iniciado puntualmente un expediente sancionador, luego la Administración interrumpe su tramitación durante un período superior al exigido para la prescripción. En tales casos si el interesado alega la prescripción, los tribunales, como veremos luego, suelen estimar su petición. Lo cual es justo y formalmente correcto; pero para llegar a tal conclusión resulta necesario realizar determinadas precisiones previas. Por lo pronto importa distinguir las figuras de la prescripción de la sanción y de la caducidad del procedimiento, según advierte la Sentencia de 20 de diciembre de 1988 (Ar. 9988; González Navarro): «hay que distinguir prescripción de la infracción, caducidad del derecho de acción para perseguir esa infracción y perención del procedimiento». Afirmación impecable, cuyo alcance puede precisarse más con la lectura de las páginas 461 a 486 del tomo II del Derecho Administrativo español (Pamplona, 1988), escrito por el propio ponente de la sentencia, el catedrático de Derecho Administrativo Francisco GONZÁLEZ NAVARRO, y a cuyo texto íntegro me remito. El término «perención», equivalente a «caducidad del procedimiento», es un viejo concepto recuperado por GONZÁLEZ NAVARRO, que la jurisprudencia posterior ha aceptado con naturalidad. En algunos casos, el tribunal pone de relieve con absoluta precisión la diversidad de ambas figuras. Así, la Sentencia de 13 de junio de 1988 (Ar. 5332; Ruiz Pérez) define la caducidad (del expediente) como un «modo anormal de finalización del procedimiento administrativo determinado por su paralización durante el tiempo establecido por no haber tenido lugar actos procesales por parte del órgano al que corresponde impulsar su prosecución». O la de 9 de marzo de 1988 (Ar. 1825; Martín del Burgo): «el transcurso del tiempo entre un trámite y otro de un procedimiento administrativo, esto es, el hecho de su paralización durante cierto tiempo, lo que podría originar no es la prescripción de la infracción, mejor dicho, del derecho de la Administración a perseguirlo, sino la caducidad del expediente».

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Pero otras veces confunden los tribunales ambas figuras, como denuncia la Sentencia de 6 de marzo de 1990 (Ar. 1952; Martín del Burgo) al revocar la sentencia apelada: «la paralización, de producir efectos, no daría lugar a la puesta en juego de la prescripción, sino a la caducidad del procedimiento». La verdad es que hay muchas sentencias que equiparan acríticamente prescripción y caducidad, así como otras que manejan ambos términos de forma equívoca. Valga de ejemplo la de 18 de noviembre de 1987 (Ar. 8214; Hernández Santiago), que se reproduce en otras muchas, como en la de 21 de mayo de 1993 (Ar. 3787; Goded): si bien en nuestro Derecho no existe una norma jurídica que fije la distinción entre caducidad y prescripción, instituciones, ambas, que responden a la común razón de la presunción de abandono del derecho como de las acciones que son su consecuencia, la prescripción, como legitimación al ejercicio tardío del derecho en beneficio de la seguridad jurídica, ha de acogerse en aquellos supuestos en los que la Administración negligentemente o por laxitud deja transcurrir varias veces un lapso legal máximo para hacer renacer el derecho a exigir o corregir las conductas ilícitas administrativas.

Y la de 8 de febrero de 1991 (Ar. 1216; Ruiz Sánchez), evocando la vieja dogmática civilista, advierte que la tesis que rechaza «implica la confusión entre los institutos de la prescripción y la caducidad que se rigen por principios distintos en cuanto a las posibles interrupciones». En ocasiones, la confusión entre prescripción y caducidad puede resultar de la ambigüedad de este concepto, que en unos casos se refiere al plazo legalmente admisible para ejercitar una acción o consolidar un derecho y, en otros, tiene un alcance estrictamente procedimental (caducidad de un expediente en tramitación). Y cabalmente para evitar malentendidos es por lo que la doctrina ha acudido al término —que no es ambiguo sino equívoco— de prevención. La diferenciación entre prescripción de la falta y caducidad del expediente o perención no puede ser, pues, conceptualmente más clara ni contar con fundamentos lógicos más seguros. El problema se ha encontrado siempre, con todo, en el hecho de no existir textos positivos que avalen tal solución. La vieja Ley de Procedimiento Administrativo de 1958 admitía ciertamente una variante de perención por paralización del expediente por culpa del interesado: tenor literal que impedía su juego cuando la paralización era debida a la Administración, que es la que puede beneficiar a los infractores en un expediente sancionador. Al menos ésta fue la interpretación jurisprudencial más extendida (como aparece documentado en las pp. 412-414 de la primera edición de esta obra). Aunque también es verdad que la doctrina contraria tampoco es rara. La cuestión que con más frecuencia aparece en la práctica es la que podría denominarse gráficamente «caducidad de la interrupción», referida a los supuestos en los que, interrumpido el curso de una prescripción por iniciación de un procedimiento o de diligencias previas (o de inspecciones fiscales, que es el caso más ordinario), se deja luego caducar el procedimiento o las actuaciones, suscitándose entonces la duda de si la interrupción se mantiene indefinidamente o si sólo contará hasta el momento de la declaración de caducidad o, en fin, si no contará en absoluto. La respuesta viene dada en el artículo 92.3 de la LPAC: «La caducidad no producirá por sí sola la prescripción; pero ¡os procedimientos caducados no interrumpirán el plazo de prescripción». Medida prudente par evitar artimañas administrativas ya que, como ha advertido CABALLERO (377), «resulta tentador interrumpir la prescripción con el inicio de actividades inspectoras y obtener una jugosa prórroga de cuatro o cinco años. Pero ese modo de proceder mal se compadece con los derechos de los ciudadanos y el principio constitucional de la seguridad jurídica. La Administración tributaria

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tendrá que reforzar sus servicios de inspección, pero lo que no es de recibo es que un impuesto se termine liquidando una década más tarde de cuando se devengó». En definitiva: mientras se están tramitando legalmente unas actuaciones previas (es decir, dentro del plazo legal y sin incurrir, por tanto, en caducidad) el plazo de prescripción material se interrumpe o suspende; pero se reanuda si se incurre en caducidad y lo mismos sucede cuando lo que se deja caducar es el expediente principal. Así lo ha declarado en términos contundentes el Tribunal principal. La Sentencia de 28 de febrero de 1996 (Ar. 1764) ha declarado, en efecto, que «si las actuaciones inspectoras no cristalizan en las correspondientes actas en un plazo de seis meses desde que se iniciaron, se tendrá por no producida la interrupción que el inicio de aquellas actuaciones supuso». Criterio corroborado por otra de 18 de diciembre del mismo año (Ar. 9309) y seguidamente por otras cinco de la misma fecha de 28 de octubre de 1997. De notar es, por otra parte, que el Grupo Parlamentario de Euskadiko Ezquerra presentó en las discusiones del Congreso una enmienda de adición sobre «la perención o caducidad del procedimiento por inactividad de la Administración», que no fue aceptada y que literalmente decía así: Iniciado el procedimiento administrativo sancionador y transcurrido un mes desde la notificación personal al interesado de cada uno de los trámites dispuestos por el procedimiento legal o reglamentariamente establecido sin que se impulse el trámite siguiente, el expedientado podrá requerir por escrito de la Administración actuante la continuidad del procedimiento y si transcurren dos meses sin que ésta realice las actividades necesarias para la reanudación de la tramitación, se producirá la perención del procedimiento, con archivo de las actuaciones.

La verdad es que el contenido de esta enmienda se encontraba ya reflejado en el artículo 43.4 dentro del capítulo primero («Normas generales») del título cuarto («De la actividad de las Administraciones Públicas»), que, aunque no se refiere específicamente a los procedimientos sancionadores, es inequívocamente aplicable a ellos, dado su tenor literal: «Cuando se trate de procedimientos iniciados de oficio no susceptibles de producir actos favorables para los ciudadanos [...].» Pues bien, aquí se prevé lo que estábamos llamando «perención», que ahora se denomina caducidad: tales procedimientos se entenderán caducados y se procederá al archivo de las actuaciones, a solicitud de cualquier interesado o de oficio por el propio órgano competente para dictar la resolución, en el plazo de treinta días desde el vencimiento del plazo en que debió ser dictada, excepto en los casos en que el procedimiento se hubiera paralizado por causa imputable al interesado, en los que se interrumpirá el cómputo del plazo para resolver el procedimiento.

En esta regulación, incluso antes de estar positivizada, se apoya una práctica jurisdiccional consolidada, tal como aparece en la STS de 8 de noviembre de 1993 (Ar. 8606; Peces). Incoado el procedimiento sancionador antes de transcurrir el plazo de la infracción y tramitado sin solución de continuidad hasta pronunciar la resolución sancionadora, no cabe apreciar abandono de la acción por parte de la Administración y, en consecuencia, no concurre aquélla porque se notificare el pliego de cargos al responsable una vez transcurrido el plazo de prescripción computado desde el momento de comisión de la infracción ya que una de las finalidades del procedimiento sancionador es, precisamente, esclarecer los hechos para determinar las responsabilidades susceptibles de sanción.

Conviene tener presente, no obstante, que en algunas normas se ha optado por la solución contraria, como sucede en el artículo 16 del Reglamento de Procedimiento Sancionador en materia de tráfico, circulación de vehículos a motor y seguridad viana:

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DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR Si no hubiere recaído resolución transcurridos treinta días desde la finalización del plazo de seis meses desde la iniciación del procedimiento, se producirá la caducidad de éste y se procederá al archivo de las actuaciones a solicitud de cualquier interesado o de oficio por el propio órgano competente para dictar la resolución, excepto en los casos en que el procedimiento se hubiera paralizado por causa imputable a los interesados [...].

2.

L A L P A C TRAS L A REFORMA D E 1 9 9 9

Hasta no hace mucho tiempo, y a falta de una regulación normativa expresa, la situación era bastante confusa puesto que había que guiarse por una jurisprudencia ciertamente avanzada mas no exenta de contradicciones. En la actualidad, la nueva redacción dada en 1999 a la Ley 30/92 ha aclarado mucho las cosas superando definitivamente los balbuceos reguladores manifestados en el REPEPOS. Desde 1999 el artículo 44 de la LPAC dice así: «En los procedimientos iniciados de oficio, el vencimiento del plazo máximo establecido sin que se haya dictado y notificado resolución expresa no exime a la Administración del cumplimiento de la obligación legal, produciendo los siguientes efectos: 1. En los procedimientos en que la Administración ejercite potestades sancionadoras o, en general, de intervención susceptibles de producir efectos desfavorables o de gravamen, se producirá la caducidad. En estos casos, la resolución que declare la caducidad ordenará el archivo de las actuaciones». La reforma de 1999 ha afectado, por tanto, sensiblemente al artículo 20.6 del Reglamento sancionador, que actualmente debe leerse así: Si no hubiere recaído resolución trascurridos seis meses desde la iniciación, teniendo en cuenta las posibles interrupciones de su cómputo por causas imputables a los interesados o por la suspensión del procedimiento a que se refieren los artículos 5 y 7 (apertura del procedimiento sancionador ante los órganos comunitarios europeos o del proceso judicial penal o en los supuestos previstos en el artículo 42.5 LPAC), se iniciará el cómputo del plazo de caducidad establecido en el artículo 44.2 de la misma ley y la resolución que declare la caducidad ordenará el archivo de las actuaciones a los efectos previstos en el artículo 92.2 y 3. («2. La caducidad no producirá por sí sola la prescripción de las acciones de la Administración, pero los procedimientos caducados no interrumpirán el plazo de prescripción. 3. Podrá no ser aplicable la caducidad en el supuesto de que la cuestión suscitada afecte al interés general o fuere conveniente sustanciarla para su definición y esclarecimiento»). La STS de 5 de diciembre de 2001 (3.a, 5.a, Ar. 508 de 2002) se ha ocupad detenidamente de esta cuestión razonando que el artículo 43.4 de la LPAC «al decir que la caducidad llevará consigo el archivo de las actuaciones no puede ser interpretado como impidiendo la reapertura de otro expediente aunque la infracción no haya prescrito (pues) una conclusión de esta naturaleza sería literal y frontalmente contraria al artículo 92.3 [...]. Lo que el artículo 43.4 dispone es que estas actuaciones deberá ser archivadas, pero el precepto nada dice de la posibilidad de reiniciar el expediente, lo que se regula en el artículo 92.3». La secuencia procedimental será, pues, la siguiente: Cometida una falta empieza a correr un plazo de prescripción (tres, dos o un año, según la gravedad) que se interrumpe con la iniciación del procedimiento sancionador; ahora bien, si éste no es resuelto dentro de seis meses, se produce una perención con la consecuencia del archivo de las actuaciones y de la reanudación del cómputo de la prescripción: siendo de advertir, además, que la Administración puede abrir u nuevo expediente por la misma falta antes de que ésta haya prescrito. Ésta es, al menos, la tesis jurisprudencial que puede considerarse dominante (cfr. la STS de 16 de julio de 2001; 3.a,4.a, Ar. 6765), sin desconocer otras que dicen exactamente lo contrario.

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En este último supuesto cabe preguntarse por la eventual aplicación de lo dispuesto en el artículo 60 LPAC: «el órgano que declare la nulidad o anule las actuaciones dispondrá siempre la conservación de aquellos actos y trámites cuyo contenido se hubiera mantenido igual de no haberse cometido la infracción». Desde una perspectiva literalista la respuesta debe ser negativa puesto que la perención nada tiene que ver con la nulidad y, sobre ello, el precepto no alude a una conversión a posterior. No obstante, la respuesta afirmativa es perfectamente defendible al amparo de los principios de eficacia y economía procesal, máxime cuandp de esta forma no se produce disminución alguna de las garantías del particular. Ésta es, por otra parte, la práctica administrativa admitida por la jurisprudencia. Las SSTS de 15 y 22 de octubre de 2001 (3.a,4.a, Ar. 10190 y 9837 de 2002) han aclarado que «el acuerdo de reiniciar el expediente puede y debe fundarse en los mismos documentos que, con el valor de denuncia, determinaron la iniciación del expediente caducado; de la misma manera que la caducidad no determina la falta de efectos de las actas, informes y documentos que se incorporarán al nuevo procedimiento». Lo dispuesto en el número 5 del artículo 92 («podrá no ser aplicada la caducidad en el supuesto de que la cuestión suscitada afecte al interés general o fuere conveniente sustanciarla para su definición y esclarecimiento») nunca ha sido aplicado (en lo que se sabe) por la Administración. Lo que no deja de ser extraño habida cuenta de su manifiesta utilidad. Tal no uso puede explicarse por la pereza de la Administración que, si ha dejado caducar el procedimiento, no es lógico que tenga luego ganas de continuarla al amparo de este régimen excepcional que, además, tantos problemas técnicos lleva consigo y, principalmente, el eventual control judicial sobre su ejercicio para vigilar si es plausible la invocación del interés público legitimante y la necesidad de terminar alguna vez la situación de incertidumbre. Porque si este número cuatro, al permitir una interrupción sin término, abre la posibilidad de una prolongación indefinida del plazo de prescripción, la invocación del interés público no puede justificar una incertidumbre también indefinida. El n.° 2 del artículo 6 del REPEPOS incorpora una variante adiccional de perención ya que advierte que, sin necesidad de esperar a los seis meses, «transcurridos dos meses desde la fecha en que se inició el procedimiento sin haberse practicado la notificación de éste al imputado, se procederá al archivo de las actuaciones, notificándoselo al imputado sin perjuicio de las responsabilidades en que se hubiera podido incurrir». Lo que aquí tiene lugar, en rigor, es que el incumplimiento de un mero trámite amenaza de nulidad todas las actuaciones posteriores y, entonces, para ahorrar una continuación que terminaría siendo inútil, se hace abortar el procedimiento incluso antes de haber empezado propiamente porque es de notar que si no se ha notificado la iniciación del procedimiento no se habrá producido interrupción del cómputo de la prescripción, ya que el artículo 132.2 exige a estos efectos el conocimiento del interesado. Así se castiga la inactividad de la Administración en beneficio de la seguridad jurídica del interesado a quien se libera de la ansiedad de vivir indefinidamente bajo la posibilidad de ser expedientado. Pero ni que decir tiene que de esta forma se abre un portillo a la impunidad más absoluta a costa de los intereses públicos ya que no es difícil imaginar la siguiente situación: transcurridos los dos meses sin notificación, el infractor, con objeto de no alertar a la Administración actuante, no denuncia el hecho ni pide el archivo de las actuaciones; de esta manera seguirá corriendo el tiempo hasta ir consolidante la prescripción de la infracción. En cambio, si se denunciara el retraso, la Administración podría iniciar un nuevo expediente antes de que la falta haya prescrito. Volvamos ahora a las interconexiones entre las vertientes material y formal de la prescripción en sentido amplio entendida. A tal propósito ya hemos visto antes que la incidencia de la prescripción material sobre el procedimiento es extensa desde el

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momento en que aquélla bloquea la iniciación de éste. La incidencia sentido inverso no es en cambio tan rigurosa puesto que la caducidad del procedimiento no bloquea la prescripción material de la infracción, cuyos plazos siguen corriendo con independencia de aquélla hasta tal punto que si la prescripción no se ha consumado puede iniciarse un nuevo procedimiento. Así lo declara terminantemente el artículo 92 de la LPAC: «La caducidad (del procedimiento) no producirá por si sola la prescripción de las acciones del particular o de la Administración, pero los procedimientos caducados no interrumpirán el plazo de prescripción»; y así lo ha ratificado la STS de 12 de junio de 2003 (3.a, 5.a, Ar. 4602) en un recurso de casación en interés de la ley, en la que se precisa que «la caducidad de un expediente sancionador no constituye obstáculo alguno para la posibilidad de iniciar o reiniciar otro procedimiento dentro del plazo de prescripción». Sin olvidar que también cabe otro supuesto, siquiera sea raro. Algunas normas se cuidan de advertir que transcurrido cierto tiempo desde un momento determinado (el acto jurídico de concesión o reconocimiento de un derecho, por ejemplo) ya no se pueden iniciar diligencias administrativas para la averiguación de la comisión de una infracción. En términos generales puede afirmarse que el progreso que ha significado la positivización normativa del régimen de prescripciones y perenciones se encuentra afeado por las lagunas que ha dejado abiertas y por su innecesario barroquismo; sin olvidar tampoco la circunstancia, admitida sin discusión, de que las perenciones operan en el trámite de los recursos. En consecuencia parece acertado el juicio global de CABALLERO (pp. 4 5 8 - 2 5 9 ) cuando observa que «no tiene justificación alguna el desperdigamiento en multitud de reinos de taifas que sufre una cuestión tan delicada como es el procedimiento sancionador. El principio de seguridad jurídica demanda la posibilidad de conocer el Derecho aplicable a las diversas situaciones jurídicas , sin tener que desarrollar toda una actividad de investigación. Si ya es distorsionadora la diversificación de los cauces formales para sancionar según la Administración que ejerza esa potestad, el panorama se ensombrece más con la aparición de previsiones especiales por razón de la materia. Además, como estas normas —por lo común reglamentos que son fácilmente reformables— no contienen normalmente una regulación acabada, resulta deleznable la penosa tarea de construir el Derecho positivo, contrastando un reglamento especial con lo dispuesto en el REPEPOS y en la LPAC. Con ironía, pero sobre todo con razón, G O N Z Á L E Z PÉREZ y G O N Z Á L E Z NAVARRO han hablado de voladura incontrolada del procedimiento sancionador». VI.

PRESCRIPCIÓN DE LA SANCIÓN

«El plazo de prescripción de las sanciones —establece el artículo 132.3 de la LPAC— comenzará a contarse desde el día siguiente a aquel en que adquiera firmeza la resolución por la que se impone la sanción—. Interrumpirá la prescripción la iniciación, con conocimiento del interesado, del procedimiento de ejecución, volviendo a transcurrir el plazo si aquél está paralizado durante más de un mes por causa no imputable al infractor». Esta norma parece clara pero ofrece dos cuestiones hermenéuticas de gran importancia práctica. En primer lugar, la inteligencia de a qué clase de «firmeza» se refiere. Por lo general se entiende que la firmeza está aquí conectada con la ejecutividad, es decir, que se trata de firmeza ganada (y de ejecutividad no suspendida) en vía administrativa. Según la STSJ de Andalucía de 5 de marzo de 1998 (Ar. 861), «la sanción ha de

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entenderse definitivamente impuesta al haberse ejercitado la potestad sancionadora y tratarse de una resolución definitiva, contra la que no cabe otro recurso que el contencioso-administrativo. Es por tanto desde ese momento desde el que ha de computarse el plazo de prescripción de la sanción». Más difícil es la cuestión que suscita la firmeza obtenida en vía de recurso por silencio administrativo. AGUADO ha recogido doctrinas contradictorias emanadas de diferentes Tribunales Superiores de Justicia; añadiendo de su cosecha (1999, p. 165) que «es una vieja máxima en nuestro Ordenamiento jurídico que nadie puede alegar y beneficiarse de las ilegalidades que él mismo ha cometido o provocado. En el caso que tratamos la Administración se ha situado en una posición de ilegalidad al incumplir la obligación de resolver el recurso administrativo y, por tanto, una vez se ha producido el silencio administrativo, parece adecuado equiparar esta solución a la del acto expreso a efectos de empezar a contar los plazos de prescripción. De otra forma, la misma Administración se estaría beneficiando de sus propias ilegalidades, al mismo tiempo que se provocaría una situación de inseguridad jurídica. Tal solución quedaba reforzada con la redacción originaria de la LPAC que equiparaba el silencio negativo y positivo a un acto presunto. Con la modificación que realiza la la Ley 4/1999, de 13 de enero, el silencio negativo comporta, en cambio, "los solos efectos de permitir a los interesados la interposición del recurso administrativo o contencioso administrativo que resulte procedente", resultando más dudoso que en estos casos se inicie el cómputo de prescripción de la sanción». En la práctica es poco menos que cotidiana la discusión de los plazos referentes a las multas puesto que cabe, en principio, la aplicación de las reglas específicas del Derecho Administrativo Sancionador o bien la de las reglas del Derecho tributario en cuanto que las sanciones pecuniarias constituyen ingresos de Derecho Público. La STSJ de Castilla-La Mancha de 8 de noviembre de 1999 (Ar. 3800) se inclina por la segunda opción argumentando que «la prescripción de la sanción es una causa especial y propia de la responsabilidad derivada de la infracción... que se rige por sus propios principios y normas y tiene un fundamento que justifica un especial tratamiento en el Derecho Administrativo Sancionador». En otro orden de consideraciones parece claro —y así lo admite sin vacilar la jurisprudencia— que los plazos de prescripción no se interrumpen por la adopción de medidas administrativas de ejecución (por ejemplo, apremio) no notificadas debidamente. VII.

CONSIDERACIÓN FINAL

Varias son las lecciones que se deducen del presente capítulo. Por lo pronto, la de la importancia de una regulación legal cuando completa una laguna normativa auténtica. El artículo 132.1 de la LPAC, y la reforma posterior de 1999, barrieron de un plumazo centenares de sentencias, suprimieron contradicciones jurisprudenciales insalvables, enderezaron prácticas incorrectas y aliviaron las bibliotecas del peso, ya inútil, de múltiples publicaciones empezando por el capítulo correspondiente de las anteriores ediciones de este libro. Esta nueva regulación ha supuesto un largo paso hacia la sustantivación del Derecho Administrativo Sancionador con un carácter administrativista propio tanto en el señalamiento de los plazos de prescripción de infracciones y sanciones como en los de caducidad del procedimiento. Realmente estas cuestiones son tan exclusivas del Derecho Administrativo , y tan ajenas al Derecho Penal, que resultaba imposible aplicar a ellas los principios de este Derecho, como resultaba casi forzoso hacer hasta el año 1992.

CAPÍTULO FINAL

EL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR ESPAÑOL EN 2005 St'MARLO. I. Nacionalismo. II. Creación pretoriana. III. Marginación de la Administración y de los intereses públicos, generales y colectivos. IV Asimetría y desequilibrio. V Constitucionalización. VI. Peculiaridades del Derecho Administrativo Sancionador en relación con el Derecho Penal. VII. Modelización. VIII. Fraccionamiento. IX. Los grandes principios. X. Sustantivación a la sombra del giro administrativo.

Aun riesgo de repetir lo que ya se ha dicho por extenso en el cuerpo de este libro, no quisiera cerrarlo sin antes exponer en una memoria resumida el punto en el que hoy se encuentra el Derecho Administrativo Sancionador, los rasgos esenciales que le caracterizan y las fases de la evolución que ha experimentado hasta llegar a aquí. Porque en 2005 estamos por primera vez en condiciones de hablar con propiedad de un Derecho Administrativo Sancionador español. Cierto es que aún no se encuentra consolidado, que su normativa es fragmentaria y deficiente y que prácticamente todas las soluciones ofrecidas por la jurisprudencia han sido criticadas por la doctrina y buena parte rechazadas por la práctica; pero aún así ha llegado sin duda a la mayoría de edad y progresa con paso firme en una dirección bien orientada. I.

NACIONALISMO

Su primera nota característica es el nacionalismo. El nacionalismo jurídico no es necesariamente una virtud y menos cuando se trata de un Estado que pertenece a la Unión Europea; pero evita, al menos, el defecto de la servidumbre al Derecho extranjero y más en España donde el Derecho Administrativo ha estado colonizado, primero por Francia y luego por Alemania, desde la misma fecha de su nacimiento hasta bien avanzado el siglo xx. Independencia no quiere decir, naturalmente, tibetanización, aislamiento absoluto. El Derecho Administrativo Sancionador está hoy abierto a las culturas europeas, mas no en una relación sumisa sino que libremente y con criterio selectivo va recogiendo de acá y de allá —fundamentalmente del Derecho alemán— las técnicas y materiales que entiende pueden serle útiles. Por otro lado, los juristas españoles siempre han atendido con disciplina, y hasta con entusiasmo, las orientaciones del Derecho comunitario europeo; pero es el caso que cabalmente en materia administrativa sancionadora de muy poco les sirve, habida cuenta del estado casi rudimentario en que allí se encuentra y sobre todo por la heterogeneidad normativa de los distintos Estados nacionales y de la propia Unión. Mientras no se alcance una homogeneidad mínima en la repartición de ámbitos de lo que corresponde al Derecho Administrativo Sancionador y al Derecho Penal —sobre el que conocidamente no tiene (todavía) competencias claras la Comunidad Europea— es imposible hablar de influencias concretas puesto que para ello es imprescindible manejar elementos isomorfos: lo que no es el caso. [556]

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Como quiera que sea, el resultado ha sido que, desdeñando influencias foráneas de aplicación tan cómoda como sospechosa, se ha preferido seguir la difícil senda de la creación propia, en la que se ha llegado a prescindir hasta de la tradición puesto que se han cortado deliberadamente los hilos del pasado tenidos, no siempre con razón, como autoritarios. Con la ingenuidad del neófito el Derecho Administrativo Sancionador español ha renegado deliberadamente de todo lo anterior, con la fe y la voluntad de empezar una nueva vida en diciembre de 1978, sin otro norte que el texto constitucional y sin otra apoyatura técnica que la del Derecho Penal. Una decisión harto arriesgada puesto que la Constitución es conocidamente muda al respecto y la ayuda penalística no puede tener mucho más alcance que el de una ortopedia provisional. II.

CREACIÓN PRETOR1ANA

A falta de otras referencias y a diferencia de lo que sucede ordinariamente en el Derecho español —que es, como regla, de creación normativa producto de un legislador y de un Ejecutivo estatal centralista— el Derecho Administrativo Sancionador vigente es (según se ha subrayado ya en la Introducción de este libro) de creación pretoriana, obra fundamentalmente de la jurisprudencia de los Tribunales Constitucional y Supremo. El legislador ha tardado en incorporarse a este proceso y cuando lo ha hecho ha sido a través de normativas sectoriales, algunas muy afinadas por cierto, pero nunca completas ni coordinadas entre sí. Cuando en 1992 una ley general decidió salir de su inhibicionismo tradicional, lo hizo en unos términos deliberadamente modestos y formalmente a través de «principios», no de reglas concretas. En estas condiciones han podido continuar los tribunales con su labor que se extiende desde las líneas fundamentales del sistema hasta el más mínimo de los detalles. Los derechos pretorianos suelen ser realistas, puesto que el casuismo les pone inevitablemente en contacto con acontecimientos concretos. No es éste, sin embargo y por desgracia, nuestro caso como consecuencia de la intensa intervención del Tribunal Constitucional, que se ha arrogado unas amplias competencias al haber atribuido rango constitucional a las cuestiones claves de la materia sancionadora administrativa. El resultado ha sido un alejamiento de la realidad y una doctrina rigurosamente parcial y sesgada. No ignoro, desde luego, los logros estupendos que ha conseguido el Tribunal Constitucional en la elaboración teórica de esta materia; mas soy contrario a la constante y sistemática intervención del tribunal ya que entiendo que no está en condiciones de construir —como está pretendiendo hacer hasta ahora— un nuevo Derecho desde los estrechos cauces del recurso de amparo con las limitaciones que la naturaleza de tal recurso impone. Porque si desde esta perspectiva todo se contempla con la lupa de la defensa de los derechos fundamentales, es inevitable que se magnifique la importancia de éstos y al final se haya formado un sistema exclusivamente sobre un entramado de derechos individuales y de escrúpulos constitucionales. Es probable que si el último juez creador hubiera sido el Tribunal Supremo se hubiera llegado a una situación muy distinta puesto que este tribunal está más cerca de la vida y es más amplia la perspectiva con que ejerce su control. Pero no ha sido así entre otras cosas por los condicionamientos que le imponen los criterios vinculantes del «supremo intérprete de la Constitución». III.

MARGINACIÓN DE LA ADMINISTRACIÓN Y DE LOS INTERESES PÚBLICOS, GENERALES Y COLECTIVOS

Lo sorprendente es que en este proceso creador a la Administración no se le escucha —y ni siquiera se la oye— dado que todo es obra de los tribunales: entre jueces

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y abogados anda el juego, olvidando que la Administración tiene mucho que decir habida cuenta de que —aun admitiendo su ignorancia, negligencia y abusos— es la voz de los intereses públicos y generales, que de hecho no tienen otra que la suya puesto que los autores poco se acuerdan de ellos. El Tribunal Constitucional vela por los derechos fundamentales (de los infractores, huelga decirlo) y si el Tribunal Supremo se preocupa además de la corrección legal de la actuación administrativa, es manifiesto que a quien benefician sus anulaciones es también a los infractores. Uno y otro son guardianes de la Constitución y de la Ley y solamente a ellas están sometidos. La Administración, en cambio, tiene una visión más amplia y completa puesto que, operando sometida a la ley, lo que atiende es a los intereses públicos y generales. De tal distonía nace el problema dado que los controles judiciales sólo son sensibles a las cuestiones legales, ciegos a lo demás como esos animales cuyo sistema óptico no les permite percibir los colores. Los intereses públicos y generales no pasan por el filtro jurisdiccional, de tal manera que los comentaristas —que en el mejor de los casos nos ocupamos de sentencias con frecuencia sin conocer sus antecedentes de hecho— terminamos nutriéndonos exclusivamente con el insípido alimento de las resoluciones judiciales, con la paja de lo abstracto, sin probar el grano de la vida, los conflictos de intereses concretos y reales. Éste es, en definitiva, uno de los aspectos más sórdidos del Derecho Administrativo Sancionador y desde luego el que menos preocupa a los analistas: su notoria asimetría, donde una hipersensibilidad hacia la vertiente garantista de los derechos de los infractores convive con una deliberada insensibilidad hacia los intereses públicos, generales y colectivos, que sólo son representados y defendidos por la Administración, un protagonista al que precisamente no se ha escuchado nunca en el proceso de elaboración de este Derecho. Las resoluciones administrativas sancionadoras se resuelven al cabo de un prolijo procedimiento administrativo en el que se intercambian pliegos de cargos y descargos, se toma declaración al imputado y a los testigos, se incorporan dictámenes jurídicos e informes periciables de variados tipos y cuantos escritos y diligencias pasan por la cabeza del instructor y de los abogados. La resolución va precedida de una propuesta formal y de una apasionado controversia. La Administración razona cuidadosamente su decisión. Todo esto puede terminar luego en manos de un juez o tribunal contencioso-administrativo que con menores trámites resuelve y en su sentencia el expediente merece quizás un par de líneas, o quizás ninguna, y en los fundamentos jurídicos se confirman o corrigen brevemente los motivos invocados por la Administración. En suma, el voluminoso expediente administrativo termina concentrado en media docena de páginas donde no puede reflejarse con precisión lo que realmente ha sucedido. El peso de todas estas resoluciones es proporcional a la distancia que les separa de la realidad de los hechos. La sentencia del juez contencioso-administrativo prevalece sobre el acto administrativo y la sentencia del Tribunal Supremo sobre la del tribunal inferior pero no necesariamente por ser la mejor fundada sino por ser la última: en los procesos forenses quien habla el último es el que tiene la razón. Y —en lo que aquí importa— quien resuelve al final sólo atiende a derechos; de tal manera que pasan desapercibidos los intereses y las circunstancias que movieron a la Administración en el momento de absolver o sancionar. Pues bien, el Derecho Administrativo Sancionador es el resultado de generalizar unas resoluciones casuísticas inspiradas exclusivamente por determinados aspectos parciales del conflicto discutido. Se dirá que nada se puede reprochar a los jueces por obrar de esta forma ya que así se lo imponen la Constitución y las leyes. Ésto es rigurosamente cierto y lo ante-

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ñor no implica, ni directa ni indirectamente, reproche alguno a los órganos jurisdiccionales. El reproche se refiere a que con tales materiales se elabore un sistema jurídico. Porque una cosa es hacer sentencias y otra construir sistemáticamente una rama del Derecho. En último extremo todo es consecuencia de un malentendido que está tarando desde hace más de cien años el normal desarrollo del Derecho Administrativo. Porque hasta bien avanzado el siglo xix, el Derecho Administrativo era un instrumento enderezado al funcionamiento eficaz y legalmente correcto de la Administración Pública: un instrumento, por tanto, al servicio de ésta, de la misma manera que el control judicial se entendía como un medio de mejorar las actividades y prestaciones administrativas. Ahora bien, desde el momento en que esta «Ciencia» cayó en manos de profesores-abogados de clientes particulares, se trasformó en un instrumento al servicio exclusivo de los litigantes y pasó a ser de una ayuda a la Administración a lo que ahora es: un entorpecimiento y un límite. Para comprobarlo basta leer los Manuales de Derecho Administrativo: poco se habla en ellos de la actividad administrativa y mucho (o casi todo) de sus límites y de los modos de paralizarla y anular sus decisiones. En estas condiciones nada tiene de particular, por tanto, la exacerbación garantista del Derecho Administrativo Sancionador que se está denunciando y, para rectificar y establecer el equilibrio debido, habría que empezar rectificando la visión que se tiene del Derecho Administrativo. Sé de sobra que en 2005 no puede parecer atractivo un Derecho Administrativo Sancionador inspirado en los intereses públicos y generales, articulado desde la Administración, no desde el infractor. No son éstos tiempos de autoritarismos ni de magnificación de lo público; pero todavía hay juristas que creemos que no es justo abandonar los intereses generales, antes al contrario que es preciso protegerlos puesto que nunca han estado tan indefensos como hoy ante las presiones de intereses económicos y sociales mucho más agresivas —aunque se disfracen con la suave piel del neoliberalismo y de la ideología de la privatización— que los regímenes absolutos y autoritarios europeos. Por ello es conveniente seguir insistiendo sobre esta cuestión y recordar que al menos una ley, la LPSPV, ha asignado de forma expresa al procedimiento administrativo sancionador el objetivo de equilibrar los intereses individuales del infractor con los públicos y generales violados por la infracción. IV

ASIMETRÍA Y DESEQUILIBRIO

La parcialidad del Derecho Administrativo Sancionador al uso salta a la vista. Aquí no hay, salvo raras excepciones, un conflicto de particulares sino que de un lado está el infractor y del otro la ley; pero la ley no es mandato arbitrario sino la expresión de un interés público: los semáforos rojos no son un capricho estético sino expresión de intereses colectivos de individuos a los que hay que dar la oportunidad de cruzar la calle con seguridad. En definitiva, pues: el interés de los que circulan en una dirección frente al de los que caminan o circulan perpendicularmente y, formalizado el conflicto, el interés de un particular que no ha respetado el semáforo frente al interés, no de la ley de tráfico, sino de los demás automovilistas y peatones que corrieron un riesgo por la infracción de otros. Pero en este punto llega lo más importante: los intereses perjudicados no están individualizados, son difusos y, consecuentemente, no pueden autodefenderse con facilidad. Pasado el peligro, a nadie se le ocurre pleitear contra el infractor (y cuando lo hace, su tiempo y dinero le cuesta y, sobre ello, tiene dificultades en el legitimación). En definitiva, su único defensor

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real es la Administración, en cuyo celo —no siempre presente, bien es verdad— tiene que confiarse. En la fase administrativa del procedimiento sancionador todavía hay un cierto equilibrio: el particular acusado que se autodefiende con la energía de quien maneja intereses propios frente a la Administración que defiende la legalidad y representa los intereses difusos de un colectivo no individualizado. Ahora bien, a partir del momento en que se inicia el recurso contencioso-administrativo la situación cambia por completo porque entonces el sancionado sigue autodefendiéndose mientras que la Administración deposita el caso en manos de un abogado (en su caso, Abogado del Estado) con el que ya no va a comunicarse más; por lo que éste ha de actuar exclusivamente a la vista de los papeles del expediente. Nótese que este abogado es el abogado de la Administración no del colectivo o intereses públicos afectados, que ya quedan demasiado lejos. El conflicto se plantea, por tanto, entre el defensor de la legalidad que se considera infringida por la sanción y el defensor del acto administrativo sancionador, es decir, de la legalidad que considera infringida por la infracción. La realidad se ha disipado y es sustituida por abstracciones simbolizadas en actos y disposiciones formalizadas. El proceso judicial administrativo sancionador, establecido originariamente como un reflejo del proceso penal, termina convirtiéndose en una caricatura del mismo porque es un proceso sin acusador privado y sin fiscal. Ya no queda ni sombra de los intereses públicos, que se han esfumado. Y no es lo mismo discutir la legalidad o la validez de un acto administrativo que discutir por unos intereses sociales. Se está discutiendo sobre formas, no sobre contenidos. Se está discutiendo sobre si jarra o botella y no sobre el vino o el agua que contienen. Pero ¿es que puede discutirse seriamente sobre una sanción sin tener en cuenta los dos intereses que están en juego? Pues bien, la abstracción y formalización de los procesos arrastra necesariamente la correlativa abstracción y formalización del Derecho Administrativo Sancionador que sobre ellos se ha elaborado. Posiblemente esto sea inevitable, mas no por ello puede prescindirse de la critica que merece. El desequilibrio es consecuencia de la desigualdad social previa. El automovilista sorprendido en exceso de velocidad, el empresario autónomo caído en la trampa de una legislación tributaria cabalística están prácticamente indefensos ante las gigantescas organizaciones públicas de Tráfico y Hacienda. En ellos está pensando el legislador cuando construye un Derecho Administrativo Sancionador tan asimétrico, tan manifiestamente inspirado en su favor. Pero la desigualdad tiene también otro signo. Cuando el infractor es un banco, una gran empresa, entonces se enfrente un funcionario —que tramite simultáneamente centenares de asuntos— con un equipo de abogados bien pagados y con unas fuerzas económicas dispuestas a ejercer presiones de todo tipo. Pues bien, lo paradójico de la situación es que la asimetría del sistema opera ahora en favor del poderoso desequilibrando aún más las posiciones de las partes enfrentadas, con el resultado de que aquí la indefensa es la Administración, que no está en condiciones de proteger eficazmente los intereses generales. Sin que los tribunales hayan tomado conciencia de las peculiaridades de estos tipos de supuestos y con su pretendida «neutralidad» terminen potenciando siempre la supremacía del poderoso. V

CON STITUCIONAL1Z ACIÓN

El Derecho Administrativo español ha colocado sus cimientos en la Constitución. Una actitud loable pero que en mi opinión se ha extremado tanto que ha terminando sesgando toda la obra y haciendo vulnerables sus resultados.

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Este Derecho debe estar inspirado por la Constitución, como sucede con todas las instituciones jurídicas y a la sombra de aquélla y de sus principios debió ciertamente nacer y desarrollarse. Pero ni el Tribunal Constitucional ni el Supremo se han contentado con esto y se han empeñado en buscar en la Constitución unos elementos concretos en los que apoyarse. Ahora bien, como tales elementos no existen, se los han inventado sin escrúpulos haciendo decir a la Constitución lo que ésta no ha dicho. Se trata, en suma, de una auténtica falsificación hermenéutica que no puede excusarse por las buenas intenciones con que se ha realizado. Sobre la naturaleza constitucional de los principios fundamentales del Derecho Administrativo Sancionador pesa algo más que la sombra de una duda porque hasta ahora nadie ha encontrado —ni encontrará nunca a menos que se modifique la Constitución— un texto que lo apoye más o menos directamente. Lo que sí abundan ciertamente son tajantes declaraciones del Tribunal Constitucional en tal sentido; mas no nos engañemos: el que este tribunal sea el supremo intérprete de la Constitución no le convierte en infalible. Un Estado laico que no acepta la infalibilidad del Papa romano ni está sometido a los dogmas de la Iglesia Católica ha de ser consecuente y no sacralizar tampoco lo que ni siquiera en origen fue sagrado como sucede cuando se proclama la infalibilidad del Tribunal Constitucional o dogmas como el de la legalidad y la reserva legal. Se ha querido —a lo que parece— cimentar sólidamente a esta rama del Derecho, pero las consecuencias de una falsificación inicial de este calibre nunca pueden ser buenas. La constitucionalización de la matriz ha provocado una intensa rigidez del régimen que se está pagando muy cara. Una vez que los tribunales han declarado que en este ámbito rigen con fuerza constitucional los principios de legalidad, reserva legal, tipicidad y culpabilidad (por citar los más importantes), es claro que ya no son disponibles por la legalidad ordinaria. Mas, como por otra parte sucede, que con tan rígidos principios no puede operar eficazmente la potestad sancionadora estatal y como por la razón dicha sucede que no cabe remedio alguno por vía de ley, he aquí que para poder funcionar ha habido que acudir a una segunda falsificación, ahora de los propios principios indebidamente entronizados. A cuyo efecto se les ha manipulado groseramente con el pretexto de que han de ser matizados con objeto de que puedan ser adaptados a las peculiaridades sancionadoras públicas. Son principios de contenido rebajado y con estas modulaciones y flexibilizaciones lo que se ha conseguido —siguiendo con la imagen arquitectónica— es debilitar los cimientos. Nótese, pues, la incongruencia del proceso: para dar consistencia al nuevo Derecho Administrativo Sancionador se ha procedido a una primera falsificación jurídica mediante la manipulación de los textos constitucionales; y luego, cuando se ha visto que el sistema no podía funcionar así y que tampoco podía remediarse por leyes ordinarias, ya que los prohibía el rango constitucional, se ha acudido a una segunda falsificación, ahora mediante la manipulación de los principios pretendidamente constitucionales. Con todo esto hemos venido a parar a una situación incomodísima ya que, primero, reina una inseguridad jurídica extrema habida cuenta de que nunca podemos saber de antemano el alcance de las matizaciones que reconocerá en cada caso el tribunal; y segundo, se ha terminado en manos del Tribunal Constitucional. Así las cosas cabe preguntarse por las causas de una constitucionalización tan exacerbada y, por ello mismo, tan perversa. Antes se ha hablado de la ingenuidad del neófito, a lo que podría añadirse ahora el fanatismo del converso y el desconcierto del ignorante. En 1978 se creían los políticos y los profesores españoles que empezaba una nueva era y que a partir de la hora cero podía formarse un nuevo Derecho sin otra ayuda que la Constitución, garantía absoluta de la felicidad perfecta, al estilo de los

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panfletarios de 1812. En 1978 se ignoraron deliberadamente las dolorosas consecuencias de un constitucionalismo improvisado así como las imperfecciones técnicas de un texto más que deficiente. Ahora estamos viendo las consecuencias de la frivolidad de haber confiindido una garantía con un régimen poco menos que exhaustivo de tan tremendo rigorismo. Cabe, con todo, una interpretación no menos plausible aunque mucho más benévola, a saber: con la magnificación de las supergarantías constitucionales se ha querido acallar el recelo que el sistema de represión administrativa ha inspirado siempre a muchos juristas, que sólo estaban dispuestos a renunciar a las garantías estructurales de la represión judicial a cambio de una compensación —en realidad, supercompensación— de las indicadas garantías de rango constitucional y, por ende, intocables. Ahora bien, si el primer pilar del nuevo Derecho fue la Constitución, el segundo se asentó en el Derecho Penal. VI.

PECULIARIDADES DEL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR RESPECTO AL DERECHO PENAL

El Derecho Administrativo Sancionador encuentra su identidad cuando consigue determinar con precisión lo que le separa del Derecho Penal y demuestra así que no es una simple hi juela de éste, a la manera de un Derecho Penal de bagatela o de segunda categoría. Pues bien, donde hay que buscar su afiliación es en el Derecho Público estatal con el que está vinculado a través de la Constitución y del Derecho Administrativo. El Derecho Administrativo Sancionador es un rama del Derecho Administrativo, como éste lo es del Derecho Público. Lo que significa que sus relaciones con el Derecho Penal son meramente laterales y en la actualidad de carácter meramente técnico. En rigor lo que el Derecho Administración Sancionador y el Derecho Penal tienen actualmente de común — que es mucho, aunque cada día menos— no es una servidumbre de éste sobre aquél sino lina herencia que comparten: la Constitución, que cada uno ha ido luego aplicando de manera distinta, debido en gran parte a la progresiva administrativización del primero. A) Por lo pronto, el Derecho Administrativo Sancionador es el «brazo armado» de una Administración Pública entendida como gestión de intereses y servicios públicos. Los fines últimos y el marco normativo de esta gestión le vienen dados desde fuera, desde el Legislativo, pero su correcta realización es de su propia responsabilidad y, al colaborar reglamentariamente con las leyes, resulta que la actuación represiva forma parte de la gestión; a diferencia de lo que sucede con los jueces penales que para nada pueden intervenir en las normas que están manejando. B) Desde el punto de vista técnico-estructural las normas del Derecho Administrativo Sancionador son inseparables de las normas legales y administrativas que establecen mandatos y prohibiciones. La infracción administrativa consiste en un incumplimiento o desobediencia de algo que está mandado o prohibido. El delito, en cambio, es la realización, a través de una acción u omisión, de un tipo normativo en el que sólo implícitamente pueden verse órdenes o prohibiciones. C) El Derecho Penal es un derecho represor; los jueces retribuyen con una pena a los delincuentes; mientras que el fin último del Derecho Administrativo Sancionador es la prevención de las infracciones. D) Tanto el Derecho Penal como el Derecho Administrativo Sancionador atienden a resultados dañosos y a la producción de riesgo, pero en una proporción muy distinta. Porque en el Derecho Administrativo Sancionador el objetivo fundamental es la evitación de riesgos hasta tal punto que las infracciones dañosas forman parte de una

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categoría casi marginal y la indemnización por responsabilidad y reposición de las cosas al estado anterior son epifenómenos de la sanción principal. E) En el mar sin orillas de los ilícitos administrativos cada vez cobra mayor importancia la complejidad orgánica de los entes infractores y la complejidad tecnológica de las acciones infractoras y de las posibilidades de su impunidad. Los datos anteriores explican por sí solos la imposibilidad genérica de aplicar al Derecho Administrativo Sancionador los principios y técnicas del Derecho Administrativo, inexorablemente condenadas al fracaso como consecuencia de la diferencia de los contextos y realidades de los dos campos. Vistas las cosas desde esta perspectiva es fácil constatar la irremediable obsolescencia de los planteamientos tradicionales, que giraban machaconamente sobre la identidad o diferencia «ontológica» entre delitos e infracciones administrativas. VII. MODELIZACIÓN Sin demasiado esfuerzo imaginativo pueden diseñarse los siguientes modelos que han ido ensayándose a lo largo de la evolución de lo que hoy llamamos Derecho Administrativo Sancionador. 1.° El primero y más sencillo fue el de una simple derivación del Derecho de Policía. El Rey (el Estado) estaba al cuidado del orden, seguridad y fomento material del bienestar de los vasallos. Tarea que se realizaba a través de medidas directas de policía, que en caso de incumplimiento eran sancionadas por servidores administrativos y, en su caso, por jueces. 2.a La separación liberal-constitucional de poderes, la correlativa diferenciación orgánica de jueces y funcionarios y la emergencia del principio de la supremacía de la ley y la importancia de los derechos individuales hicieron inviable el anterior sistema. Los ilícitos se dividieron en dos grandes bloques: los crímenes (cuya represión correspondía naturalmente a los jueces penales) y las infracciones administrativas, cuya represión, al cabo de ciertas vacilaciones, terminó encomendada a funcionarios y políticos, primordialmente a los gobernadores civiles y alcaldes, eventualmente controlados en una instancia posterior por los tribunales contencioso administrativos. 3.° La maduración democrática y la reciente afirmación de los derechos individuales obligó a buscar un nuevo modelo más jurídico y consecuentemente más judicializado, que cristalizó en una fórmula bastante confusa de importancia extranjera: el Derecho Penal Administrativo caracterizado por la sumisión a las técnicas del Derecho Penal, del que venía a ser una emanación. 4.° En el Estado constitucional actual empezó a elaborarse un nuevo modelo en el que el Derecho Administrativo Sancionador y el Derecho Penal, formalmente separados, encontraban una raíz común en el Derecho Público estatal basado en una potestas puniendi única de titularidad estatal, que se bifurcaba en dos ramas: la penal y la administrativa. Modelo ideal que en la realidad funcionaba de manera muy distinta ya que el Derecho Administrativo Sancionador sufría una doble colonización: la del Derecho Constitucional, cuyos principios, más allá de una simple inspiración, le vinculaban; y la del Derecho Penal que le prestaba su herramental técnico. Con este modelo experimentó el Derecho Administrativo Sancionador un desarrollo espectacular aunque ensombrecido por la circunstancia de que tanto los principios constitucionales como las reglas penales resultaban con frecuencia inaplicables a las condiciones propias de las infracciones administrativas. Para conseguir una mejor adaptación se formó la doctrina de que tales principios y reglas deberían ser aplicados en este ámbito de una forma flexible, modulada o matizada.

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5.° En el trascurso de los últimos años —y tal como estaba anunciado, pero en un tiempo más breve de lo previsto— el Derecho Administrativo Sancionador ha ido liberándose de influencias ajenas hasta conseguir una identificación propia. Como este proceso de sustantivación —que será examinado con detalle en el último número de este capítulo— se ha realizado mediante la toma en consideración de elementos genuinamente administrativos, puede hablarse de un «giro administrativo» de la evolución. Ni qué decir tiene, además, que junto a los modelos históricos descritos existen otros, cuya implantación nunca se ha logrado en España aunque se haya intentado y defendido por políticos y juristas convencidos de sus bondades o, más frecuentemente aún, por influencias extranjeras. De entre ellos el sistema judicial —o sea, la represión encomendada a jueces— es el que ha encontrado siempre más adeptos entre nosotros, al menos hasta que la Constitución de 1978 disipó esta posibilidad al consagrar en términos inequívocos la potestad sancionadora de la Administración. VIII.

FRACCIONAMIENTO

El «giro administrativo» ha venido acompañado de una dinámica centrífuga que no puede sorprender a nadie. Frente a la rigurosa unidad del Derecho Penal, anclado constitucionalmente en el Estado, la potestad administrativa sancionadora tiende a fraccionarse en los niveles de las Comunidades Autónomas y de los Entes locales (por citar sólo a los más importantes) que tienden también por su parte a separarse todavía más tanto en lo normativo como en la ejecución. Mientras que en el terreno material la desbordante actividad administrativa ha abierto tanto el abanico de su contenido que hoy cabe preguntarse hasta qué punto puede hablarse de un solo Derecho Administrativo Sancionador y no de tantos Derechos como sectores ordinamentales con características individualizadas, como es el caso del Fiscal, del Orden Social, Tráfico y Policía que son los de mayor tradición, a los que se van sumando otros menos venerables quizás pero igualmente importantes, como el Medioambiental, Urbanístico, Sanitario y muchos más que les van siguiendo. En estas condiciones empieza a cobrar el Derecho Administrativo Sancionador actual un sentido inédito, al que ahora se le pide no ya una regulación completa de la materia sino una red conceptual y normativa que coordine el funcionamientos de estos Derechos —en plural— que se entrecruzan material y territorialmente. La LPAC, adelantándose intuitivamente a este proceso, resolvió la cuestión a través de la técnica de los «principios» y de las «bases» que pueden permitir la unidad dentro de la variedad, remitiéndose tanto a las normas territoriales como a las sectoriales. Sin olvidar sus manifiestos aspectos negativos, a cuenta de este fraccionamiento centrífugo sería injusto silenciar los progresos extraordinarios y manifestaciones muy avanzadas del Derecho Administrativo Sancionador, como son las que acaban de citarse en el orden sectoriales y en el territorial la ley vasca reguladora de la potestad sancionadora de las Administraciones de su Comunidad. A la vista de estas normas forzoso es reconocer que estas leyes están contribuyendo en no escasa medida al desarrollo técnico de esta rama del Derecho y que de ellas —ya que no de los toscos regímenes, casi como cláusulas de estilo, que suelen acompañar a las leyes sectoriales materiales— pueden aprender mucho la jurisprudencia y la doctrina. IX.

LOS GRANDES PRINCIPIOS

Veamos ahora qué es lo que ha quedado de los grandes principios que han sido j urisprudenci almente constitucionalizados.

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Por lo que hace al de legalidad y al de reserva legal en los casos de colaboración reglamentaria, nunca se han tomado en serio o, por mejor decir, si algún día se tomaron en serio, luego se ha terminado haciendo burla de ellos por el propio Tribunal Constitucional que los inventó. El principio de la reserva legal se manifestó inicialmente en una serie de condiciones inequívocas: el legislador no sólo ha de autorizar expresamente al Ejecutivo para que reglamente sino que, además, ha de darle unas instrucciones muy concretas sobre el contenido de la reglamentación futura. Pues bien, al cabo de los años estos requisitos se han relajado hasta tal punto que se entiende que las instrucciones pueden sustituirse por un vago «marco normativo de referencia» y que, en último extremo, basta con una «cobertura legal» que en cualquier parte puede encontrarse. De esta manera los Altos Tribunales, en lugar de analizar la idoneidad de los requisitos exigibles, se limitan a pasearse por el Ordenamiento Jurídico hasta encontrar alguna cobertura legal más o menos traída por los pelos (si se permite la expresión). En definitiva, si la colaboración reglamentaria, mediando reserva legal, se ha degradado tanto que equivale a reglamentación ordinaria, no se sabe qué función de garantía está cumpliendo. O, si se quieren seguir empleando expresiones populares, «para tan corto viaje no se necesitaban alforjas tan grandes». Todo lo cual parece confirmar la sospecha de que la reserva legal no sólo no tiene rango constitucional sino que pura y simplemente no existe. Por lo que se refiere a la tipificación nos encontramos en una situación extraña: el Tribunal Constitucional la ha perfilado en unos términos tan rigurosas que ha terminado haciéndola inviable. Obsesionado por la importancia de su función (la previsión de las consecuencias de las conductas o que los particulares sepan con seguridad a qué atenerse) se han anulado docenas de leyes, cientos de reglamentos y miles de actos administrativos por carecer de una tipificación adecuada. Con la consecuencia de la impunidad de los infractores y, tratándose de disposiciones generales anuladas, de la formación de vacíos jurídicos en los que los incumplimientos no se ven conminados por sanción alguna. Situación que se agrava aún más por la circunstancia de que con no menos rigor se prohibe la analogía tipificante hasta llegar a un punto en el que resulta poco menos que imposible lograr tipificaciones adecuadas con la consecuencia de que buena parte de las conductas antisociales y por descontado antijurídicas, quedan sin tipificar, como se pone de relieve en la parábola del perro y el lobo. Una vez más, los tribunales (y los autores) tienen que ser conscientes de que si se estira demasiado la cuerda, ésta se rompe y que el principio fundamental del Derecho Administrativo Sancionador, como de todo el ejercicio del Derecho, es la prudencia. Otra nota característica que claramente le separa del Derecho Penal, es la abundancia de tipificaciones indirectas o por remisión, aceptadas inicialmente con reticencia por los tribunales, pero que luego han terminado teniéndose por normales aunque solo sea por su generalización en la práctica normativa; la cual, a su vez, es consecuencia de la peculiar estructura de las infracciones administrativas. En ellas el mecanismo tipificador se desdobla de ordinario en dos niveles: en el primario se describen los mandatos y prohibiciones y en el secundario se conminan las correspondientes infracciones y sanciones derivadas de su incumplimiento. En estas condiciones —a i a s q u e d e be añadirse la abrumadora cantidad de deberes y obligaciones que pueden ser incumplidos— la tipificación indirecta o por remisión es la única viable. Negarse a admitirla es pretender poner puertas al campo. El régimen tipificador de las Ordenanzas municipales ha seguido un proceso apasionante, casi épico, en el que se han cruzado las siguientes tendencias: por lo pronto

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una práctica tradicional literalmente milenaria que el racionalismo lógico formal del Tribunal Constitucional intentó cortar invocando el principio radical de la reserva de ley. La segunda línea expresa una viva «lucha por el Derecho» presentada contra la doctrina tradicional, cómoda y acríticamente abrigada en el Derecho Penal, por una doctrina impetuosa, considerada inicialmente como ingenua y casi provocadora que ha terminado imponiéndose por la fuerza de su tenacidad, por su refinamiento teórico y, sobre todo, por su realismo. En la tercera línea, en fin, se ha puesto de manifiesto la conocida tensión entre nuestros dos Altos Tribunales. El Supremo ha llegado a una posición permisiva extrema que el Constitucional no ha compartido. Ahora bien, cuando el conflictivo empezaba a ponerse peligrosamente caliente, el legislador, en los últimos días del 2003, le ha zanjado con una fórmula de compromiso que, respetando formalmente los criterios del Tribunal Constitucional, ha dado luz verde de hecho a una tipificación generalizada a través de las ordenanzas. En el campo de la atribución de sanciones —y singularmente al hilo de la proporcionalidad— han surgido varias cuestiones capitales sin cuya aclaración resulta imposible percatarse de las peculiaridades del ejercicio de la potestad administrativa sancionadora: el amplio margen de la discrecionalidad administrativa ( y del arbitrio judicial) así como el largo alcance de éste. Por increíble que parezca, la culpabilidad, que es el núcleo duro de cualquier sistema represivo, sigue siendo el punto más confuso de todo el sistema. Desde luego, antes de la Constitución no era exigible y hasta bien avanzado el decenio de los ochenta ha seguido manteniendo el Tribunal Supremo esta postura. Hoy es dominante la contraria, ciertamente, pero con ello no hemos ganado demasiada claridad dado que aún siguen abiertas las cuestiones más importantes. La primera de ellas es la de su naturaleza constitucional o no, que de ordinario se da por supuesta, pero que resulta más que dudosa a la vista de la legislación ordinaria, que en algunos casos llega a negarla frontalmente. La segunda de ellas es la inteligencia de la variante descrita en el artículo 130 de la LPAC como «mera inobservancia»: un precepto que ha provocado una tormenta en el Derecho español por cuanto que en su descarnada literalidad supone un reconocimiento expreso e inequívoco de responsabilidad objetiva, que los tribunales venían negándose obstinadamente a aceptar. Piedra de escándalo que plantea un dilema dramático: porque si se mantiene la validez de esta fórmula se dinamita el sistema teórico-constitucional administrativo sancionador (además de romperse los lazos con el Derecho Penal); y si se rechaza, lo que se dinamita es el sistema legislativo practicado. Para mí es indudable su validez, aunque en un esfuerzo de conciliación dogmática considero que puede entenderse no como una forma de culpabilidad (junto con el dolo, culpa e imprudencia) sino como una variante de antijuridicidad —sencillamente un nuevo tipo de infracción que generaliza la vieja figura de «infracción de Ordenanza municipal»— que se aproxima a la llamada responsabilidad objetiva aunque no coincide totalmente con ella dado que aquí cabe la alegación de causas de exoneración externas (fuerza mayor) e internas (error invencible). Las disfunciones de su régimen en relación con el respeto normal de responsabilidad culpable son esenciales y saltan a la vista ya que aquí no rige la presunción de inocencia y, en consecuencia, la carga de prueba de exoneración corresponde a quien la alega. En resumidas cuentas, si se observa la evolución del Derecho Administrativo Sancionador en este punto, a partir de 1992 puede afirmarse sin vacilaciones que se ha producido un inequívoco «giro administrativo de la culpabilidad» que le ha alejado de la dogmática penal. Pero con la misma sinceridad hay que reconocer que esta expresión legal ha planteado un problema que sigue sin resolverse y asombra pensar que en la práctica pueda seguirse funcionando con esa carga pendiente.

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Otra perceptible manifestación de este giro administrativo es lo que está sucediendo con la presunción de inocencia, que se había establecido en el Derecho Administrativo Sancionador con el mismo alcance que en el Derecho Penal y operando igualmente sobre los dos ejes del ámbito material y procesal. Pero ahora se aprecian ya grietas de gran calado sobre todo en las mecánicas de destrucción de la presunción y, más lejos todavía, en la aparición de una inequívoca, aunque suene escandalosamente, «presunción de culpabilidad». El régimen de la responsabilidad solidaria y subsidiaria es la mancha más oscura de una materia como la culpabilidad que dista mucho de ser clara. La regulación general de la LPAC es improvisada, casi podría decirse que frivola, y desde luego ininteligible, sin que hasta ahora hayan encontrado los tribunales un criterio hermenéutico que pueda servir de referencia. El caso de las personas jurídicas es la verdadera prueba de fuego de la teoría dominante —es decir, de la heredera del Derecho Penal— de la culpabilidad en el Derecho Administrativo Sancionador. Y forzoso es reconocer que no ha resistido tal prueba, por lo que es necesario reelaborar desde el principio una teoría más plausible sobre el particular. En suma, al capítulo de la culpabilidad es el más apasionante de toda la Teoría General del Derecho Administrativo Sancionador y no sólo porque esta cuestión sea el corazón de cualquier responsabilidad por ilícito sino porque en este punto este Derecho, después de haber tomado conciencia de la inviabilidad de una recepción, por muy adaptada y flexible que sea, de los principios penalísticos, ha acertado a sentar las bases de un régimen propio. Por descontado que aún se está muy lejos de contar con un sistema satisfactorio, pero se está, al menos, en buen camino y ya se han dado los primeros pasos. El giro administrativo de la culpabilidad ha afectado simultáneamente a la legislación, a la jurisprudencia y a la doctrina y hasta es posible, incluso, que no se trate de la causa de las variaciones que en estos campos se han experimentado, sino de un efecto. Esta es, por así decirlo, la primera manifestación significativa de la mayoría de edad del Derecho Administrativo español. El régimen jurídico general de la prohibición de bis in idem se encuentra aceptablemente bien perfilado en la legislación si bien ofrece puntos oscuros de enorme importancia práctica. El primero de ellos se refiere a la aparición prematura e indebida de una sanción administrativa anterior a la sentencia penal. Aquí se trata indudablemente de una conducta irregular, pero el hecho es que se produce una situación que el infractor no está obligado soportar y a la que los tribunales no han logrado dar una salida satisfactoria debido a las radicales contradicciones de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional. Y, sin embargo, la solución no es tan difícil si se acude a la elemental técnica de la absorción de castigos. Más grave es, con todo, la confusión que rodea a las llamadas tres identidades sobre las que, en último extremo, gira toda la problemática de esta prohibición. En esta materia se aprecia un notable desequilibrio entre la precisión legislativa y la inmadurez doctrinal que podría, no obstante, corregirse sensiblemente con la aplicación de la técnica penal de los concursos de normas y de ilícitos y la distinción entre hechos y sanciones que ya ha empezado a elaborarse en el seno del Derecho Administrativo Sancionador. El balance final de este repaso crítico no puede ser, en conclusión, más decepcionante. Porque habiéndose construido todo el Derecho Administrativo Sancionador sobre un entramado de principios —que para mayor énfasis se han constitucionalizado— luego ha resultado que ninguno de ello es fiable por completo y que todos dependen de los caprichos de una jurisprudencia en ocasiones terca o, por el contra-

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rio, errática. Lo que sólo desanimará a quienes ingenuamente creen que el Derecho es un mecanismo de certidumbre y previsibilidad, cuando la realidad es que no se trata de un puerto seguro sino de un camino áspero en el que hay que dar cada paso con mucha prudencia. Hay que aprender a vivir en la incertidumbre y a desconfiar de unos principios tan brillantes como engañosos. Debemos ser conscientes de que el Derecho Administrativo Sancionador no es un recetario de soluciones cómodas sino que cada caso es un desafio a la justicia y a la inteligencia. X.

SUSTANTIVACIÓN A LA SOMBRA DEL GIRO ADMINISTRATIVO

En la primera edición de este libro se formuló la tesis de que el Derecho Administrativo Sancionador español, hasta entonces considerado como una hijuela del Derecho Penal en cuanto construido exclusivamente con materiales tomados de éste más o menos adaptados, no tardaría en adquirir sustantividad propia y que su destino pasaba por su inevitable administrativización. A cuyo propósito se sugería una profunda reordenación del sistema, de tal manera que, renegando de la tutela del Derecho Penal, se buscaran otras fuentes más profundas de inspiración, concretamente en el Derecho Público Constitucional. En definitiva se diseñaba un árbol genético que partiendo de esta raíz formaba el tronco específico del Derecho punitivo público, que se desdoblaba en dos ramas: la del Derecho Penal y la del Derecho Administrativo Sancionador. En los doce años que desde entonces han trascurrido, lo que en 1993 parecía mero voluntarismo, o a todo lo más simple conjetura, se ha materializada, con rapidez insospechada, en una realidad hasta tal punto que hoy sí que puede hablarse ya de un Derecho Administrativo Sancionador en sentido propio. Los balbuceos iniciales quedan lejos, las vacilaciones juveniles van superándose y ha entrado sin duda en la mayoría de edad. Una declaración que no debe entenderse como triunfalista, y ni siquiera como autosatisfactoria, puesto que hay que ser conscientes del largo camino que aún queda por recorrer (para lo que basta comparar el adelanto que todavía lleva la dogmática penalista), de los ensayos frustrados y de las excesivas contradicciones que se padecen. La verdad es que la mayor parte de las cuestiones importantes están sin solucionar; pero lo que importa es que ya están planteándose correctamente y si esto es así, la solución vendrá antes temprano que tarde. El Derecho Administrativo Sancionador, en suma, se está administrativízando y con ello afirmando la identidad de que antes carecía. Basta hacer un repaso de su contenido actual para comprobar lo que se está diciendo. Sobre los aspectos procedimentales no hace falta detenerse dado que siempre han sido administrativos desde su mismo origen: administrativo es el procedimiento sancionador y contencioso-administrativa la jurisdicción revisora de las sanciones. Este régimen, que a los españoles nos parece obvio, dista mucho de serlo ya que caben otros modelos alternativos igualmente plausibles: que el procedimiento sea judicial desde el principio o que la revisión de los actos administrativos sancionadores sea realizada por tribunales penales. En el modelo español, en cambio, quien sanciona es la Administración, que tramita un procedimiento administrativo —regulado como una mera especialidad dentro de una ley general de procedimiento administrativo— ; mientras que en la fase jurisdiccional el procedimiento contencioso-administrativo revisor de los actos administrativos sancionadores no ofrece peculiaridad alguna. De la misma manera siempre ha sido originariamente administrativa la potestad sancionadora así como el alcance de su ejercicio, de acuerdo con un esquema que nada

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tiene que ver con el penal. Porque los jueces penales sólo están para reprimir delitos derivados de una legislación que les es ajena; a diferencia de lo que sucede en el otro ámbito en el que la Administración es directamente la ejecutora de unas normas, que no le son ajenas puesto que colabora en su formación a través de los reglamentos y, sobre todo, porque gestiona los intereses públicos y generales. La Administración es, en suma, un gestor —y un gestor no sólo de normas sino en primer término de intereses— y únicamente reprime de forma marginal, como un subproducto —mejor, como un complemento— de su actividad esencial de gestión. Con esta diversidad de presupuestos, radicalmente separados, lo que asombra entonces es la servidumbre penal que ha padecido hasta ahora —y seguirá padeciendo todavía durante algún tiempo— el Derecho Administrativo Sancionador. Extraño fenómeno que quizás pueda explicarse por la absoluta pobreza teórica en los años en que se aprobó la Constitución y por la cerrazón ideológica que padecía —y aún padece— el Tribunal Constitucional. La servidumbre técnica a que le sometió el Tribunal Constitucional en favor del Derecho Penal es explicable por la repetida circunstancia de que en aquella época no se disponía de otra. La sumisión impuesta —no pasivamente aceptada— por el Tribunal Constitucional a determinados principios penales de rango constitucional ya es menos justificable puesto que responde a una exacerbación ideológica más propia de políticos demagógicos que de magistrados prudentes. Por ello sorprende más todavía que los excesos dogmáticos (sumisión ciega a los principios de legalidad, reserva legal, mandato de tipificación, culpabilidad, nos bis in idem) fueran obra del Tribunal Constitucional y no de la Constitución misma, mucho más mesurada —con su enigmático silencio— en este punto. Sea como fuere, el hecho es que el Derecho Administrativo moderno o constitucional se colocó en la estela del Derecho Penal dejándose arrastrar por él. Con la inevitable consecuencia de que el aparato empezó pronto a chirriar —si se permite tal expresión— porque con toda evidencia no se podía manejar con instrumentos sustancialmente penalísticos una realidad, como la de las infracciones administrativas, tan distinta de la penal. Para rectificar el error de esta perspectiva se ofrecían a los tribunales dos posibilidades: la de «adaptar» los principios penales a la realidad administrativa y la de abandonar tales principios para seguir una vía administrativa propia. Dos opciones en el fondo no excluyentes puesto que la primera puede desembocar con más o menos dificultades en la segunda, como si de un rodeo se tratara. De esta manera se ha llegado a una perceptible administrativización del régimen sancionador que ha supuesto una auténtica alteración cualitativa del mismo, como puede constatarse en un repaso sumario. Hay dos materias, por lo pronto, en las que el proceso ya se ha consumado por completo. La tipificación de infracciones y sanciones por medio de Ordenanzas locales tiene un régimen propio, rigurosamente administrativo, que ha roto hasta sus últimas amarras con el Derecho Penal. Y lo mismo ha sucedido con las modalidades de prescripción aunque ésta sea una cuestión casi marginal y muy fácil de llevar a cabo a través de una simple intervención legislativa. El alcance de los principios de legalidad y reserva ley es muy distinto en el Derecho Penal y en el Derecho Administrativo Sancionador puesto que en éste —una vez superadas las graves reticencias iniciales— se ha terminado aceptando con naturalidad la colaboración reglamentaria indirecta (de la que en el Código penal solo hay unos raros ejemplos). Aquí lo importante es, sin embargo, que todo el principio está en crisis, al borde un naufragio total puesto que se ha comprobado que, si se aplica rigurosamente en el ámbito de los ilícitos administrativos, se bloquea gravemente la operatividad de la gestión administrativa. La técnica de la «cobertura legal» que en la

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actualidad se practica habitualmente, es una burda falsificación de la reserva legal tal como fue planteada originalmente. El régimen general de la reserva legal y de la tipificación se ha «ablandado» hasta extremos hace poco inimaginables y el nivel de exigencia se reduce ahora a la determinación de unos «mínimos de antijuricidad» y de unos criterios —que de hecho pueden ser muy vagos— para orientar el desarrollo reglamentario. Como puede fácilmente comprenderse esta es una versión característica del Derecho Administrativo Sancionador que nada tiene que ver con el valor de los principios en el Derecho Penal. Por lo que se refiere a la culpabilidad, aquí ha tenido lugar un perceptible giro administrativo, un cambio sustancial del panorama penal desde el momento en que se ha impuesto la variante de la mera inobservancia y se ha empezado a resquebrajar la presunción de inocencia. La teoría elaborada en torno a la prohibición de bis in idem puede calificarse sin ambajes de rudimentaria y contrasta con la posición normativa legal. Es en esta materia donde probablemente se encuentre más atrasado el proceso de administrativización, que ni siquiera se ha iniciado seriamente, aunque existe una técnica que, debidamente desarrollada, puede ser muy fértil: la distinción a efectos sancionadores entre hecho y acción. Para mí, con todo, el punto más oscuro, la rémora que más entorpece el desarrollo actual del Derecho Administrativo Sancionador —y desde luego el dato más incongruente de la situación— es la descoordinación entre él y el Derecho Administrativo material, puesto que éste sigue considerando a aquél como un anejo incómodo, la «cara antipática» de una actuación administrativa que tiende cada vez más a hacerse atractiva a los ciudadanos. Las leyes sectoriales cumplen con evidente desgana —que se manifiesta en ocasiones en graves deficiencias— el rito de añadir una coda de tipificaciones infractores y sancionadoras. El legislador no quiere comprender que las medidas sancionadoras no son externas a las actividades materiales sino que deben integrarse en ellas como un intento más —junto con las medidas de fomento, preventivas y cautelares— de la eficacia administrativa. Las infracciones que protegen la limpieza viaria no valen de nada si no van acompañadas de la instalación de papeleras y la defraudación fiscal no se evita tanto con inspecciones y multas como con campañas de ilustración fiscal y con la colaboración de funcionarios dispuestos a ayudar a los contribuyentes de buena voluntad. Por lo demás, este proceso de sustantivación se ha reflejado, como no podía ser menos, en la actitud de la doctrina. El campo ha sido ocupado con naturalidad y abrumadora mayoría por los autores administrativistas, mientras que los penalistas, conscientes de que ya han cumplido su labor inicial, en su momento imprescindible, de remolque, se han retirado ostensiblemente a segunda fila. El cambio de siglo puede significar a este respecto un simbólico cambio del curso teórico del Derecho Administrativo Sancionador español.

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APÉNDICE LEGISLATIVO I. LEY 30/1992 DE 26 DE NOVIEMBRE DE RÉGIMEN JURÍDICO DE LAS ADMINISTRACIONES PÚBLICAS Y DEL PROCEDIMIENTO ADMINISTRATIVO COMÚN (TÍTULO IX) (Con las modificaciones introducidas por las Leyes 4/1999, de 1 i de enero y 57/2003, de 16 de diciembre) CAPÍTULO

2. Únicamente por la comisión de infracciones administrativas podrán imponerse sanciones que, en todo caso, estarán delimitadas por la ley. 3. Las di sposiciones reglamentarias de desarrollo podrán introducir especificaciones o graduaciones al cuadro de las infracciones o sanciones establecidas legalmente que, sin constituir nuevas infracciones o sanciones, ni alterar la naturaleza o límites de las que la ley contempla, contribuyan a la más correcta identificación de las conductas o a la más precisa determinación de las sanciones correspondientes. 4. Las normas definidoras de infracciones y sanciones no serán susceptibles de aplicación analógica.

PRIMERO

PRINCIPIOS DE LA POTESTAD SANCIONADORA

Art. 127. Principio de legalidad.—1. La potestad sancionadora de las Administraciones Públicas, reconocida por la Constitución, se ejercerá cuando haya sido expresamente atribuida por una norma con rango de Ley, con aplicación del procedimiento previsto para su ejercicio y de acuerdo con lo establecido en este título y, cuando se trate de entidades locales, de conformidad con lo dispuesto en el Título XI de la ley 7/1985, de 2 de abril, reguladora de las Bases de Régimen local. 2. El ejercicio de la potestad sancionadora corresponde a los órganos administrativos que la tengan expresamente atribuida, por disposición de rango legal o reglamentario. 3. Las disposiciones de este Título no son de aplicación al ejercicio por las Administraciones Públicas de su potestad disciplinaria respecto del persona] a su servicio y de quienes estén vinculados a ellas por una relación contractual.

Art. 130. Responsabilidad.—1. Sólo podrán ser sancionadas por hechos constitutivos de infracción administrativa las personas físicas y jurídicas que resulten responsables de los mismos aun a título de simple inobservancia. 2. Las responsabilidades administrativas que se deriven del procedimiento sancionador serán compatibles con la exigencia al infractor de la reposición de la situación alterada por el mismo a su estado originario, así como con la indemnización por los daños y perjuicios causados que podrán ser determinados por el órgano competente, debiendo, en este caso, comunicarse al infractor para su satisfacción en el plazo que al efecto se determine y quedando, de no hacerse así, expedita la vía judicial correspondiente. 3. Cuando el cumplimiento de las obligaciones previstas en una disposición legal corresponda a varias personas conjuntamente, responderá de forma solidaria de las infracciones que, en su caso, se cometan y de las sanciones que se impongan. Serán responsables subsidiarios o solidarios por el incumplimiento de las obligaciones im-

Art. 128. Irretroactividad.—1. Serán de aplicación las disposiciones sancionadoras vigentes en el momento de producirse los hechos que constituyan infracción administrativa. 2. Las disposiciones sancionadoras producirán efecto retroactivo en cuanto favorezcan al presunto infractor. Art. 129. Principio de tipicidad.—1. Sólo constituyen infracciones administrativas las vulneraciones del Ordenamiento Jurídico previstas como tales infracciones por una ley, sin peijuicio de lo dispuesto para la administración local en el Título XI de la ley 7/1995, de 2 de abril, reguladora de las Bases de Régimen local. Las infracciones administrativas se clasificarán por la ley en leves, graves y muy graves. [579]

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puestas por la ley que conlleven el deber de prevenir la infracción administrativa cometida por otros, las personas físicas y jurídicas sobre las que tal deber recaiga, cuando así lo determinen las leyes reguladoras de los distintos regímenes sancionadores. Art. 131. Principio de proporcionalidad.—1. Las sanciones administrativas, sean o no de naturaleza pecuniaria, en ningún caso podrán implicar, directa o subsidiariamente, privación de libertad. 2. El establecimiento de sanciones pecuniarias deberá prever que la comisión de las infracciones tipificadas no resulte más beneficioso para el infractor que el cumplimiento de las normas infringidas. 3. En la determinación normativa del régimen sancionador, así como en la imposición de sanciones por las Administraciones Públicas se deberá guardar la debida adecuación entre la gravedad del hecho constitutivo de la infracción y la sanción aplicada, considerándose especialmente los siguientes criterios para la graduación de la sanción a aplicar: a) La existencia de intencionalidad o reiteración. b) La naturaleza de los peijuicios causados. c) La reincidencia, por comisión en el término de un año de más de una infracción de la misma naturaleza cuando así haya sido declarado por resolución firme. Art. 132. Prescripción. 1. Las infracciones y sanciones prescribirán según lo dispuesto en las leyes que las establezcan. Si éstas no fijan plazos de prescripción, las infracciones muy graves prescribirán a los tres años, las graves a los dos años y las leves a los seis meses; las sanciones impuestas por faltas muy graves prescribirán a los tres años, las impuestas por faltas graves a los dos años y las impuestas por faltas leves al año. 2. El plazo de prescripción de las infracciones comenzará a contarse desde el día en que la infracción se hubiera cometido. Interrumpirá la prescripción la iniciación, con conocimiento del interesado, del procedimiento sancionador, reanudándose el plazo de prescripción si el expediente sancionador estuviera paralizado durante más de un mes por causa no imputable al presunto responsable. 3. El plazo de prescripción de las sanciones comenzará a contarse desde el día siguiente a aquel en que adquiera firmeza la resolución por la que se impone la sanción.

Interrumpirá la prescripción la iniciación, con conocimiento del interesado, del procedimiento de ejecución, volviendo a transcurrir el plazo si aquél está paralizado durante más de un mes por causa no imputable al infractor. Arf. 133. Concurrencia de sanciones.— No podrán sancionarse los hechos que hayan sido sancionados penal o administrativamente, en los casos en que se aprecie identidad del sujeto, hecho y fundamento.

CAPÍTULO n PRINCIPIOS DEL PROCEDIMIENTO SANCIONADOR

Art. 134. Garantía de procedimiento.— 1. El ejercicio de la potestad sancionadora requerirá procedimiento legal o reglamentariamente establecido. 2. Los procedimientos que regulen el ejercicio de la potestad sancionadora deberán establecer la debida separación entre la fase instructora y la sancionadora, encomendándolas a órganos distintos. 3, En ningún caso se podrá imponer una sanción sin que se haya tramitado el necesario procedimiento. Art. 135. Derechos del presunto responsable.—Los procedimientos sancionadores garantizaran al presunto responsable los siguientes derechos: A ser notificado de los hechos que se le imputen, de las infracciones que tales hechos puedan constituir y de las sanciones que, en su caso, se les pudieran imponer, asi como de la identidad del instructor, de la autoridad competente para imponer la sanción y de la norma que atribuya tal competencia. A formular alegaciones y utilizar los medios de defensa admitidos por el Ordenamiento Jurídico que resulten procedentes. Los demás derechos reconocidos por el artículo 35 de esta Ley. Art. 136. Medidas de carácter provisional.—Cuando así esté previsto en las normas que regulen los procedimientos sancionadores, se podrá proceder mediante acuerdo motivado a la adopción de medidas de carácter provisional que aseguren la eficacia de la resolución final que pudiera recaer.

APÉNDICE LEGISLATIVO Art. 137. Presunción de inocencia.— 1. Los procedimientos sancionadores respetarán la presunción de no existencia de responsabilidad administrativa mientras no se demuestre lo contrario. 2. Los hechos declarados probados por resoluciones judiciales penales firmes vincularán a las Administraciones Públicas respecto de los procedimientos sancionadores que substancien. 3. Los hechos constatados por funcionarios a los que se reconoce la condición de autoridad, y que se formalicen en documento público observando los requisitos legales pertinentes, tendrán valor probatorio sin peijuicio de las pruebas que en defensa de los respectivos derechos o intereses puedan señalar o aportar los propios administrados. 4. Se practicarán de oficio o se admitirán a propuesta del presunto responsable cuantas prue-

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bas sean adecuadas para la determinación de hechos y posibles responsabilidades. Sólo podrán declararse improcedentes aquellas pruebas que por su relación con los hechos no puedan alterar la resolución final a favor del presunto responsable. Art. 138. Resolución.—1. La resolución que ponga fin al procedimiento habrá de ser motivada y resolverá todas las cuestiones planteadas en el expediente. 2. En la resolución no se podrán aceptar hechos distintos de los determinados en el curso del procedimiento, con independencia de su diferente valoración jurídica. 3. La resolución será ejecutiva cuando ponga fin a la vía administrativa. En la resolución se adoptarán, en su caso, las disposiciones cautelares precisas para garantizar su eficacia en tanto no sea ejecutiva.

2. REAL DECRETO, 1,398/1993, DE 4 DE AGOSTO, POR EL QUE SE APRUEBA EL REGLAMENTO DEL PROCEDIMIENTO PARA EL EJERCICIO DE LA POTESTAD SANCIONADORA PREÁMBULO La Ley 30/1992, de 26 de noviembre, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común (LRJ-PAC) en su Titulo IX regula la potestad sancionadora. Concretamente en el Capítulo 1 establece los principios que informan el ejercicio de dicha potestad y en el Capítulo II los principios del procedimiento sancionador. Esta regulación responde a la consideración de que el procedimiento para el ejercicio de la potestad sancionadora se integra en el concepto de procedimiento administrativo común previsto en la Constitución para garantía del tratamiento común a los ciudadanos, plasmándose en los principios recogidos en la ley que deben ser respetados por las concretas regulaciones de los procedimientos específicos. La Disposición Adicional 3 .a de la LRJ-PAC prevé que reglamentariamente, en el plazo que la propia Disposición Adicional 3.a establece, se lleve a efecto la adecuación a la misma de las normas reguladoras de los distintos procedimientos administrativos, cualquiera que sea su rango, con específica mención de los efectos estimato-

rios o desestímatenos que la falta de resolución expresa produzca. En el ámbito de los procedimientos para el ejercicio de la potestad sancionadora, la adecuación adquiere características especiales, que son consecuencia de la singularidad de su objeto. En efecto, pese al intento de la Ley de Procedimiento Administrativo de 1958 de reducir el número de los llamados procedimientos formalizados, respecto de los que la LPA tenía carácter supletorio. De otra parte, la LRJ-PAC no contiene una regulación por trámites del procedimiento sancionador, sino sólo los principios que deben informar los procedimientos concretos que deben establecerse legal o reglamentariamente, según el artículo 134. En consecuencia, la adecuación de los procedimientos para el ejercicio de la potestad sancionadora desarrolla secuencialmente los principios del Capítulo II del Título IX de la LRJ-PAC, introduciendo también, como es natural, los principios generales de la potestad sancionadora por su conexión esencial, como tales principios, con el mismo procedimiento sancionador. Tiene, además, una intención racionalizadora, mediante la configuración de un procedimiento general y la reducción del número de procedimientos sancionadores, sin perjuicio de la

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existencia de los procedimientos específicos necesarios para los ámbitos sectoriales correspondientes. La conveniencia de que exista un procedimiento general no atenúa la plena aplicabilidad del principio de legalidad, en cuanto a la atribución de tal potestad a la Administración Pública correspondiente y a la tipificación de infracciones y sanciones, estableciéndose el procedimiento en las propias leyes sancionadoras o en el desarrollo reglamentario. Ello resulta relevante para la Administración General del Estado y para las Administraciones de las Comunidades Autónomas, pero es particularmente trascendental en relación con las Entidades que integran la Administración Local. Los tres niveles administrativos tienen competencia para establecer sus propios procedimientos para el ejercicio de la potestad sancionadora, sin peijuicio de la supletoriedad de este Reglamento prevista en el artículo 149.3 de la Constitución respecto de las Comunidades Autónomas; por lo que respecta a las Entidades Locales, el Reglamento se aplicará directa o supletoriamente según resulte de las normas estatales, autonómicas o locales dictadas al amparo de las reglas de distribución de competencias expresadas en el bloque de la constitucionalidad. En el ámbito local, las ordenanzas —con una larga tradición histórica en materia sancionadora— son el instrumento adecuado para atender a esta finalidad y para proceder en el marco de sus competencias a una tipificación de infracciones y sanciones; en este sentido, pese a la autorizada linea doctrinal que sostiene que las Ordenanzas locales, en tanto que normas dictadas por órganos representativos de la voluntad popular, son el equivalente en el ámbito local de las leyes estatales y autonómicas y tienen fuerza de ley en dicho ámbito, el Reglamento ha considerado necesario mantener el referente básico del principio de legalidad, de modo que las prescripciones sancionadoras de las ordenanzas completen y adapten las previsiones contenidas en las correspondientes leyes. De otra parte, las exigencias planteadas por la entrada en vigor de la LRJ-PAC aconsejan que, en el marco del proceso de adecuación, y desde una perspectiva de riguroso respecto a la distribución constitucional de competencias y a la autonomía local, existía una norma reglamentaria que permita el ejercicio de la potestad sancionadora en aquellos casos en que no exista —al finalizar el período transitorio previsto en la LRJ-PAC— regulación procedimental alguna.

El principio de seguridad jurídica exige que en todo momento exista un procedimiento que permita la salvaguardia del interés general mediante la sanción de aquellas conductas que están legalmente tipificadas como infracciones administrativas. El procedimiento establecido en el Reglamento pretende simplicar los trámites que lo integran sin que ello implique merma alguna de los derechos reconocidos al presunto responsable. Así, la reducción de los documentos acusatorios a uno, es un paso en esa dirección. Tanto más necesario cuando se persigue un desarrollo ágil del procedimiento ajustado a los plazos que se establezcan. Esta misma línea argumenta! inspira la posibilidad de que el infractor reconozca voluntariamente su responsabilidad y, cuando las sanciones sean pecuniarias, de que su pago voluntario ponga fin al procedimiento o se establezcan reducciones en su cuantía cuando así esté previsto en las correspondientes disposiciones. La innovadora recepción que efectúa la LRJ-PAC del principio del orden penal de la separación entre órgano instructor y órgano que resuelve ha de entenderse, como es evidente y ha sido declarado por la jurisprudencia constitucional (Sentencia de 8 de junio de 1981), de forma adecuada a la naturaleza administrativa. En el orden penal, el principio atiende a la configuración. en muchas ocasiones unipersonal, de los órganos judiciales y pretende, por tanto, que no sea la misma persona o personas las que acusen y resuelvan. En sede administrativa la traslación de tal principio requiere, para que constituya una verdadera garantía, que el concepto de órgano no sea asimilable al del órgano administrativo meramente organizativo y jerárquico que recogen algunas normas, sino que la capacidad de autoorganización que el artículo 11 de la LRJ-PAC reconoce a las Administraciones Públicas debe traducirse en el ámbito sancionador en una flexibilización al servicio de la objetividad. En consecuencia, el concepto de órgano que ejerce —iniciando, instruyendo o resolviendo— la potestad sancionadora resulta de la atribución de tales competencias a las unidades administrativas que, en el marco del procedimiento de ejercicio de la potestad sancionadora y a sus efectos, se constituyen en órganos, garantizándose que no concurran en el mismo las funciones de instrucción y resolución. También se incorpora la exigencia de que el infractor reponga las situaciones por él alteradas a su estado originario, e indemnice los daños y peijuicios causados, respetando su derecho de audiencia.

APÉNDICE LEGISLATIVO En su virtud, a propuesta del Ministro para las Administraciones Públicas, de acuerdo con el Consejo de Estado y previa deliberación del Consejo de Ministros, en su reunión del dia 4 de agosto de 1993, DISPONGO: Artículo único. Se aprueba, en aplicación de la Disposición Final, de la Disposición Adicional 3.' y en desarrollo del Titulo EX de la Ley 30/1992, de 26 de noviembre, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, el Reglamento del procedimiento para el ejercicio de la potestad sancionadora, que se inserta a continuación. DISPOSICIÓN ADICIONAL Ú nica. 1. Queda excluido del Reglamento que se aprueba por el presente Real Decreto el procedimiento disciplinario regulado en el Reglamento Penitenciario, aprobado por el Real Decreto 1201/1981, de 8 de mayo. 2. Quedan en vigor las Ordenanzas locales que establezcan tipificaciones de infracciones y sanciones o procedimientos para el ejercicio de la potestad sancionadora, en lo que no se opongan o contradigan a la Ley 30/1992, de 26 de noviembre, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, y se ajusten a lo previsto en el artículo 2.2 del Reglamento que se aprueba por el presente Real Decreto. 3. El Reglamento que se aprueba mediante el presente Real Decreto será de aplicación en su

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totalidad a los procedimientos sancionadores en materia de pesca marítima.

DISPOSICIÓN TRANSITORIA Única. 1. Los procedimientos sancionadores incluidos en el ámbito de aplicación del Reglamento que se aprueba por el presente Real Decreto, iniciados con anterioridad a su entrada en vigor, se resolverán de acuerdo con la normativa anterior. 2. El régimen de recursos de los procedimientos a que se refiere el punto anterior será el establecido en el artículo 21.2 del Reglamento que se aprueba por el presente Real Decreto y en el Capítulo II del Título VII de la Ley 30/1992, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común. 3. Los procedimientos a que se refiere el apartado 1 de esta disposición deberán resolverse en el plazo de seis meses desde la entrada en vigor del Reglamento que se aprueba por el presente Real Decreto, entendiéndose caducados por el transcurso de treinta días desde el vencimiento de este plazo de seis meses sin haberse dictado resolución. DISPOSICIÓN FINAL Única. El presente Real Decreto, y el Reglamento que aprueban, entrarán en vigor el día siguiente al de su publicación en el Boletín Oficial del Estado.

REGLAMENTO DEL PROCEDIMIENTO PARA EL EJERCICIO DE LA POTESTAD SANCIONADORA CAPÍTULO PRIMERO DISPOSICIONES GENERALES

Artículo 1.° Objeto y ámbito de aplicación.— 1. La potestad sancionadora se ejercerá mediante el procedimiento establecido en este Reglamento, en defecto total o parcial de procedimientos específicos previstos en las correspondientes normas, en los supuestos siguientes:

a) Por la Administración General del Estado, respecto de aquellas materias en que el Estado tiene competencia exclusiva. b) Por la Administración de las Comunidades Autónomas, respecto de aquellas materias en que el Estado tiene competencia normativa plena. c) Por las Entidades que integran la Administración Local, respecto de aquellas materias en que el Estado tiene competencia normativa plena.

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2. Asimismo, se aplicará este Reglamento a los procedimientos sancionadores establecidos por ordenanzas locales que tipifiquen infracciones y sanciones, respecto de aquellas materiales en que el Estado tiene competencia normativa plena, en lo no previsto por tales ordenanzas. 3. Quedan excluidos del presente Reglamento los procedimientos de ejercicio de la potestad sancionadora en materia tributaria y los procedimientos para la imposición de sanciones por infracciones en el orden social. No obstante, este Reglamento tiene carácter supletorio de las regulaciones de tales procedimientos. Las disposiciones de este Reglamento no son de aplicación ni tienen carácter supletorio respecto del ejercicio por las Administraciones Públicas de su potestad disciplinaria respecto del personal y su servicio y de quienes estén vinculados a ellas por una relación contractual. Art. 2Imposición de sanciones.—1. La aplicación de las graduaciones reglamentarías de los cuadros de infracciones y sanciones legalmente establecidas deberá atribuir a la infracción cometida una sanción concreta y adecuada, aun cuando las leyes prevean como infracciones los incumplimientos totales o parciales de las obligaciones o prohibiciones establecidas en ella. 2. Asimismo, las Entidades que integran la Administración Local, cuando tipifiquen como inacciones hechos y conductas mediante ordenanzas, y tipifiquen como infracción de ordenanzas el incumplimiento total o parcial de las obligaciones o prohibiciones establecidas en las mismas, al aplicarlas deberán respetar en todo caso las tipificaciones previstas en la ley. Art. 3 T r a n s p a r e n c i a del procedimiento. — 1. El procedimiento se desarrollará de acuerdo con el principio de acceso permanente. A estos efectos, en cualquier momento del procedimiento, los interesados tienen derecho a conocer su estado de tramitación y a acceder y obtener copias de los documentos contenidos en el mismo. 2. Asimismo, y con anterioridad al trámite de audiencia, los interesados podrán formular alegaciones y aportar los documentos que estimen convenientes. 3. El acceso a los documentos que obren en los expedientes sancionadores ya incluidos se regirá por lo dispuesto en el artículo 37 de la Ley 30/1992, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común. 4. Con objeto de garantizar la transparencia en el procedimiento, la defensa del imputado

y la de los intereses de otros posibles afectados, asi como la eficacia de la propia Administración, cada procedimiento sancionador que se tramite se formalizará sistemáticamente, incorporando sucesiva y ordenadamente los documentos, testimonios, actuaciones, actos administrativos, notificaciones y demás diligencias que vayan apareciendo o se vayan realizando. El procedimiento así formalizado se custodiará bajo la responsabilidad del órgano competente en cada fase del procedimiento hasta el momento de la remisión de la propuesta de resolución al órgano correspondiente para resolver, quien se hará cargo del mismo y de su continuación hasta el archivo definitivo de las actuaciones. Art. 4." Régimen, aplicación y eficacia de las sanciones administrativas.—1. Sólo se podrán sancionar infracciones consumadas y respecto de conductas y hechos constitutivos de infracciones administrativas delimitadas por ley anterior a su comisión y, en su caso, graduadas por las disposiciones reglamentarías de desarrollo. Las disposiciones sancionadoras no se aplicarán con efecto retroactivo, salvo cuando favorezcan al presunto infractor. 2. El cumplimiento o ejecución de las medidas de carácter provisional o de las disposiciones cautelares que, en su caso se adopten, se compensarán, cuando sea posible, con la sanción impuesta. 3. En defecto de regulación específica establecida en la norma correspondiente, cuando lo justifique la debida adecuación entre la sanción que deba aplicarse con la gravedad del hecho constitutivo de la infracción y las circunstancias concurrentes, el órgano competente para resolver podrá imponer la sanción en su grado mínimo. 4. En defecto de regulación específica establecida en la norma correspondiente, cuando de la comisión de una infracción derive necesariamente la comisión de otra u otras, se deberá imponer únicamente la sanción correspondiente a la infracción más grave cometida. 5. Las sanciones sólo serán ejecutivas en la forma y circunstancias prescritas por las leyes y este Reglamento. En los casos y forma previstos por las Leyes, la Administración podrá resolver motivadamente la remisión condicional que deje en suspenso la ejecución de la sanción. 6. No se podrán iniciar nuevos procedimientos sancionadores por hechos o conductas tipificados como infracciones en cuya comisión el infractor persista de forma continuada, en tanto

APÉNDICE LEGISLATIVO no haya recaído una primera resolución sancionadora de los mismos, con carácter ejecutivo. Asimismo, será sancionable, como infracción continuada, la realización de una pluralidad de acciones u omisiones que inflinjan el mismo o semejantes preceptos administrativos, en ejecución de un plan preconcebido o aprovechando idéntica ocasión. Arl. 5." Concurrencia de sanciones—1. El órgano competente resolverá la no exigíbilidad de responsabilidad administrativa en cualquier momento de la instrucción de los procedimientos sancionadores en que quede acreditado que ha recaído sanción penal o administrativa sobre los mismos hechos, siempre que concurra, además, identidad de sujeto y fundamento. 2. El órgano competente podrá aplazar la resolución del procedimiento si se acreditase que se está siguiendo un procedimiento por los mismos hechos ante los Órganos Comunitarios Europeos. La suspensión se alzará cuando se hubiese dictado por aquéllos resolución firme. Si se hubiera impuesto sanción por los Órganos Comunitarios, el órgano competente para resolver deberá tenerla en cuenta a efectos de graduar la que, en su caso, deba imponer, pudiendo compensarla, sin peijuicio de declarar la comisión de la infracción. Art, 6," Prescripción y archivo de ¡as actuaciones.—1. Cuando de las actuaciones previas se concluya que ha prescrito la infracción, el órgano competente acordará la no procedencia de iniciar el procedimiento sancionador. Igualmente, si iniciado el procedimiento se concluyera, en cualquier momento, que hubiera prescrito la infracción, el órgano competente resolverá la conclusión del procedimiento, con archivo de las actuaciones. En ambos casos, se notificará a los interesados el acuerdo o la resolución adoptados. Asimismo, cuando haya transcurrido el plazo para la prescripción de la sanción, el órgano competente lo notificará a los interesados. 2. Transcurridos dos meses desde la fecha en que se inició el procedimiento sin haberse practicado la notificación de éste al imputado, se procederá al archivo de las actuaciones, notificándoselo al imputado, sin peijuicio de las responsabilidades en que hubiera podido incurrir. Art. 7 V i n c u l a c i o n e s con el orden jurisdiccional penal.—1. En cualquier momento del procedimiento sancionador en que los órganos competentes estimen que los hechos también

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pudieran ser constitutivos de ilícito penal, lo comunicarán al Ministerio Fiscal, solicitándole testimonio sobre las actuaciones practicadas respecto de la comunicación. En estos supuestos, asi como cuando los órganos competentes tengan conocimiento de que se está desarrollando un proceso penal sobre los mismos hechos, solicitaran del órgano judicial comunicación sobre las actuaciones adoptadas. 2. Recibida la comunicación, y si se estima que existe identidad de sujeto, hecho y fundamento entre la infracción administrativa y la infracción penal que pudiera corresponder, el órgano competente para la resolución del procedimiento acordará su suspensión hasta que recaiga resolución judicial. 3. En todo caso, los hechos declarados probados por resolución judicial penal firme vinculan a los órganos administrativos respecto de los procedimientos sancionadores que substancien. Art. 8.® Reconocimiento de responsabilidad o pago voluntario.—1. Iniciado un procedimiento sancionador, si el infractor reconoce su responsabilidad, se podrá resolver el procedimiento, con la imposición de la sanción que proceda. 2. Cuando la sanción tenga carácter pecuniario, el pago voluntario por el imputado, en cualquier momento anterior a la resolución, podrá implicar igualmente la terminación del procedimiento, sin perjuicio de la posibilidad de interponer los recursos procedentes. En los términos o periodos expresamente establecidos por las correspondientes disposiciones legales, se podrán aplicar reducciones sobre el importe de la sanción propuesta, que deberán estar determinadas en la notificación de la iniciación del procedimiento. Art. 9." Comunicación de indicios de infracción.—1. Cuando, en cualquier fase del procedimiento, sancionador, los óiganos competentes consideren que existen elementos de juicio indicativos de la existencia de otra infracción administrativa para cuyo conocimiento no sean competentes, lo comunicarán al órgano que consideren competente. Art. 10. Órganos competentes.—1. A efectos de este Reglamento, son órganos administrativos competentes para la iniciación, instrucción y resolución de los procedimientos sancionadores las unidades administrativas a las que, de conformidad con los artículos 11 y 21 de

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la LRJ-PAC, cada Administración atribuya estas competencias, sin que puedan atribuirse al mismo órgano para las fases de instrucción y resolución del procedimiento. 2. Los órganos competentes para la iniciación, instrucción y resolución son los expresamente previstos en las normas sancionadoras y, en su defecto, los que resulten de las normas que sobre atribución y ejercicio de competencias están establecidas en el Capitulo I del Título II de la Ley 30/1992, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común. Cuando de la aplicación de las reglas anteriores no quede especificado el órgano competente para iniciar el procedimiento, se entenderá que tal competencia corresponde al órgano que la tenga para resolver. En el ámbito de la Administración Local son órganos competentes para la resolución los Alcaldes u otros órganos, cuando así esté previsto en las correspondientes normas de atribución de competencias. 3. En defecto de previsiones de desconcentración en las normas de atribución de competencias sancionadoras, y en el ámbito de la Administración General del Estado, mediante una disposición administrativa de carácter general se podrá desconcentrar la titularidad y el ejercicio de las competencias sancionadoras en órganos jerárquicamente dependientes de aquéllos que las tengan atribuidas. La desconcentración deberá ser publicada en el Boletín Oficial del Estado. Los órganos en que se hayan desconcentrado competencias no podrán desconcentrar éstas a su vez. Los Alcaldes y los Plenos de las Entidades Locales, mediante la correspondiente norma de carácter general, podrán desconcentrar en las Comisiones de Gobierno, los Concejales y los Alcaldes las competencias sancionadoras que tengan atribuidas. Esta desconcentración estará sometida a los mismos limites y requisitos establecidos en el párrafo anterior. La norma de desconcentración se publicará en el Boletín Oficial de la provincia y en el tablón de edictos del Ayuntamiento o medio de publicación equivalente.

C A P Í T U L O II ACTUACIONES PREVIAS E INICIACIÓN DEL PROCEDIMIENTO

Art. 11. Forma de iniciación.—1. Los procedimientos sancionadores se iniciaran siem-

pre de oficio, por acuerdo del órgano competente, bien por propia iniciativa o como consecuencia de orden superior, petición razonada de otros órganos o denuncia. A efectos del presente Reglamento, se entiende por: a) Propia iniciativa: La actuación derivada del conocimiento directo o indirecto de las conductas o hechos susceptibles de constituir infracción por el órgano que tiene atribuida la competencia de iniciación, bien ocasionalmente o por tener la condición de autoridad pública o atribuidas funciones de inspección, averiguación o investigación. i») Orden superior: La orden emitida por un órgano administrativo superior jerárquico de la unidad administrativa que constituye el órgano competente para la iniciación, y que expresará, en la medida de lo posible, la persona o personas presuntamente responsable; las conductas o hechos que pudieran constituir infracción administrativa y su tipificación; así como el lugar, la fecha, fechas o periodos de tiempo continuado en que los hechos se produjeron. c) Petición razonada: La propuesta de iniciación del procedimiento formulada por cualquier órgano administrativo que no tiene competencia para iniciar el procedimiento y que ha tenido conocimiento de las conductas o hechos que pudieran constituir infracción, bien ocasionalmente o bien por tener atribuidas funciones de inspección, averiguación o investigación. Las peticiones deberán especificar, en la medida de lo posible, la persona o personas presuntamente responsables; las conductas o hechos que pudieran constituir infracción administrativa y su tipificación; así como el lugar, la fecha, fechas o período de tiempo continuado en que los hechos se produjeron. d) Denuncia: El acto por el que cualquier persona, en cumplimiento o no de una obligación legal, pone en conocimiento de un órgano administrativo la existencia de un determinado hecho que pudiera constituir infracción administrativa. Las denuncias deberán expresar la identidad de la persona o personas que las presentan, el relato de los hechos que pudieran constituir infracción y la fecha de su comisión y, cuando sea posible, la identificación de los presuntos responsables. 2. La formulación de una petición no vincula al órgano competente para iniciar el procedimiento sancionador, si bien deberá comunicar al órgano que la hubiera formulado los motivos por los que, en su caso, no procede la iniciación del procedimiento.

APÉNDICE LEGISLATIVO Cuando se baya presentado una denuncia, se deberá comunicar al denunciante la iniciación o no del procedimiento cuando la denuncia vaya acompañada de una solicitud de iniciación. Art. 12. Actuaciones previas.—1. Con anterioridad a la iniciación del procedimiento, se podrán realizar actuaciones previas con objeto de determinar con carácter preliminar si concurren circunstancias que justiñquen tal iniciación. En especial, estas actuaciones se orientarán a determinar, con la mayor precisión posible, los hechos susceptibles de motivar la incoación del procedimiento, la identificación de la persona o personas que pudieran resultar responsables y las circunstancias relevantes que concurran en unos u otros. 2. Las actuaciones previas serán realizadas por los óiganos que tengan atribuidas funciones de investigación, averiguación e inspección en la materia y, en defecto de éstos, por la persona u órgano administrativo que se determine por el órgano competente para la iniciación o resolución del procedimiento. Art. 13. Iniciación.—1. La iniciación de los procedimientos sancionadores se formalizarán con el contenido mínimo siguiente: a) Identificación de la persona o personas presuntamente responsables. b) Los hechos sucintamente expuestos que motivan la incoación del procedimiento, su posible calificación y las sanciones que pudieran corresponder, sin peijuicio de lo que resulte de la instrucción. c) Instructor y, en su caso, Secretario del procedimiento, con expresa indicación del régimen de recusación de los mismos. d) Órgano competente para la resolución del expediente y norma que le atribuya tal competencia, indicando la posibilidad de que el presunto responsable pueda reconocer voluntariamente su responsabilidad, con los efectos previstos en el artículo 8. e) Medidas de carácter provisional que se hayan acordado por el órgano competente para iniciar el procedimiento sancionador, sin peijuicio de las que se puedan adoptar durante el mismo de conformidad con el artículo 15. j) Indicación del derecho a formular alegaciones y a la audiencia en el procedimiento y de los plazos para su ejercicio. 2. El acuerdo de iniciación se comunicará al instructor, con traslado de cuantas actuaciones existan al respecto, y se notificará al denunciante, en su caso, y a los interesados, entendiendo en todo caso por tal al inculpado. En la notificación

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se advertirá a los interesados que, de no efectuar alegaciones sobre el contenido de la iniciación del procedimiento en el plazo previsto en el artículo 16.1, la iniciación podrá ser considerada propuesta de resolución cuando contenga un pronunciamiento preciso acerca de la responsabilidad imputada, con los efectos previstos en los artículos 18 y 19 del Reglamento. Art. 14. Colaboración y responsabilidad de la tramitación.—1. En los términos previstos por el artículo 4 de la Ley 30/1992, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, los órganos y dependencias administrativas pertenecientes a cualquiera de las Administraciones públicas facilitarán al órgano instructor los antecedentes e informes necesarios, así como los medios personales y materiales necesarios para el desarrollo de sus actuaciones. 2. Las personas designadas como órgano instructor o, en su caso, los titulares de las unidades administrativas que tengan atribuida tal función serán responsables directos de la tramitación del procedimiento y, en especial, del cumplimiento de los plazos establecidos. Art 15. Medidas de carácter provisional.— 1. De conformidad con lo previsto en los artículos 72 y 136 de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, el órgano competente para resolver podrá adoptar en cualquier momento, mediante acuerdo motivado, las medidas de carácter provisional que resulten necesarias para asegurar la eficacia de la resolución que pudiera recaer, el buen fin del procedimiento, evitar el mantenimiento de los efectos de la infracción y las exigencias de los intereses generales. Cuando así venga exigido por razones de urgencia inaplazable, el órgano competente para iniciar el procedimiento o el órgano instructor podrán adoptar las medidas provisionales que resulten necesarias. 2. Las medidas de carácter provisional podrán consistir en la suspensión temporal de actividades y la prestación de fianzas, así como en la retirada de productos o suspensión temporal de servicios por razones de sanidad, higiene o seguridad, y en las demás previstas en las correspondientes normas específicas. 3. Las medidas provisionales deberán estar expresamente previstas y ajustarse a la intensidad, proporcionalidad y necesidades de los objetivos que se pretenda garantizar en cada supuesto con-

CORTE SUPREMA^ BIBLIOTECA )

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DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR

C A P Í T U L O III INSTRUCCIÓN

Art. 16. Actuaciones y alegaciones.—1. Sin peijuicio de lo dispuesto en el artículo 3°, los interesados dispondrán de un plazo de quince días para aportar cuantas alegaciones, documentos o informaciones estimen convenientes y, en su caso, proponer prueba concretando los medios de que pretendan valerse. En la notificación de la iniciación del procedimiento se indicará a los interesados dicho plazo. 2. Cursada la notificiación a que se refiere el punto anterior, el instructor del procedimiento realizará de oficio cuantas actuaciones resulten necesarias para el examen de los hechos, recabando los datos e informaciones que sean relevantes para determinar, en su caso, la existencia de responsabilidades susceptibles de sanción. 3. Si como consecuencia de la instrucción del procedimiento resultase modificada la determinación inicial de los hechos, de su posible calificación, de las sanciones imponibles o de las responsabilidades susceptibles de sanción, se notificará todo ello al inculpado en la propuesta de resolución. Art. 17. Prueba..—1. Recibidas las alegaciones o transcurrido el plazo señalado en el artículo 16, el órgano instructor podrá acordar la apertura de un período de prueba, de conformidad con lo previsto en los artículos 80 y 137.4 de la Ley 30/1992, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, por un plazo no superior a treinta días ni inferior a diez días. 2. En el acuerdo, que se notificará a los interesados, se podrá rechazar de forma motivada la práctica de aquellas pruebas que, en su caso, hubiesen propuesto aquéllos, cuando sean improcedentes de acuerdo con lo dispuesto en el artículo 137.4 de la Ley 30/1992, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común. 3. La práctica de las pruebas que el órgano instructor estime pertinentes, entendiéndose por tales aquellas distintas de los documentos que los interesados puedan aportar en cualquier momento de la tramitación del procedimiento, se realizará de conformidad con lo establecido en el artículo 81 de la Ley 30/1992, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común. 4. Cuando la prueba consista en la emisión de un informe de un órgano administrativo o enti-

dad pública, y sea admitida a trámite, se entenderá que tiene carácter preceptivo y se podrá entender que tiene carácter determinante para la resolución del procedimiento con los efectos previstos en el artículo 83.3 de la LRJ-PAC. 5. Los hechos constatados por funcionarios a los que se reconoce la condición de autoridad, y que se formalicen en documento público observando los requisitos legales pertinentes, tendrán valor probatorio, sin peijuicio de las pruebas que en defensa de los respectivos derechos o intereses puedan señalar o aportar los propios administrados. 6. Cuando la valoración de las pruebas practicadas pueda constituir el fundamento básico de la decisión que se adopte en el procedimiento, por ser pieza imprescindible para la evaluación de los hechos, deberá incluirse en la propuesta de resolución. Art. 18. Propuesta de resolución.— Concluida, en su caso, la prueba, el órgano instructor del procedimiento formulará propuesta de resolución en la que se fijarán de forma motivada los hechos, especificándose los que se consideren probados y su exacta calificación jurídica, se determinará la infracción que, en su caso, aquéllos constituyan y la persona o personas que resulten responsables, especificándose la sanción que propone que se impongan y las medidas provisionales que se hubieran adoptado, en su caso, por el órgano competente para iniciar el procedimiento o por el instructor del mismo; o bien se propondrá la declaración de no existencia de infracción o responsabilidad. Art. 19. Audiencia.—1. La propuesta de resolución se notificará a los interesados, indicándoles la puesta de manifiesto del procedimiento. A la notificación se acompañará una relación de los documentos obrantes en el procedimiento a fin de que los interesados puedan obtener las copias de los que estimen convenientes, concediéndoseles un plazo de quince días para formular alegaciones y presentar los documentos e informaciones que estimen pertinentes ante el instructor del procedimiento. 2. Salvo en el supuesto contemplado por el artículo 13.2 de este Reglamento, se podrá prescindir del trámite de audiencia cuando no figuren en el procedimiento ni sean tenidos en cuenta otros hechos ni otras alegaciones y pruebas que las aducidas, en su caso, por el interesado de conformidad con lo previsto en el artículo 3.° y en el punto 1 del artículo 16 del presente Reglamento.

APÉNDICE LEGISLATIVO 3. La propuesta de resolución se cursará inmediatamente al órgano competetente para resolver el procedimiento, junto con todos los documentos, alegaciones e informaciones que obren en el mismo.

CAPÍTULO IV RESOLUCIÓN

Art. 20. Resolución.—1. Antes de dictar resolución, el órgano competente para resolver podrá decidir, mediante acuerdo motivado, la realización de las actuaciones complementarías indispensables para resolver el procedimiento. El acuerdo de realización de actuaciones complementarias se notificará a los interesados, concediéndoseles un plazo de siete días para formular las alegaciones que tengan por pertinentes. Las actuaciones complementarías deberán practicarse en un plazo no superior a quince días. El plazo para resolver el procedimiento quedará suspendido hasta la terminación de las actuaciones complementarias. No tendrán la consideración de actuaciones complementarias los informes que preceden inmediatamente a la resolución final del procedimiento. 2. El órgano competente dictará resolución que será motivada y decidirá todas las cuestiones planteadas por los interesados y aquellas otras derivadas del procedimiento. La resolución se formalizará por cualquier medio que acredite la voluntad del órgano competente para adoptarla. La resolución se adoptará en el plazo de diez dias, desde la recepción de la propuesta de resolución y los documentos, alegaciones e informaciones obrantes en el procedimiento, salvo lo dispuesto en los puntos 1 y 3 de este artículo. 3. En la resolución no se podrán aceptar hechos distintos de los determinados en la fase de instrucción del procedimiento, salvo los que resulten, en su caso, de la aplicación de lo previsto en el número 1 de este artículo, con independencia de su diferente valoración jurídica. No obstante, cuando el órgano competente para resolver considere que la infracción reviste mayor gravedad que la determinada en la propuesta de resolución, se notificará al inculpado para que aporte cuantas alegaciones estime convenientes, concediéndosele un plazo de quince días. 4. Las resoluciones de los procedimientos sancionadores, además de contener los elementos previstos en el artículo 89.3 de la Ley 30/1992, de Régimen Jurídico de las Administraciones

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Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, incluirán la valoración de las pruebas practicadas, y especialmente de aquellas que constituyan los fundamentos básicos de la decisión fijarán los hechos y, en su caso, la persona o personas responsables, la infracción o infracciones cometidas y la sanción o sanciones que se imponen, o bien la declaración de no existencia de infracción o responsabilidad. 5. Las resoluciones se notificarán a los interesados. Si el procedimiento se hubiese iniciado como consecuencia de orden superior o petición razonada, la resolución se comunicará al órgano administrativo autor de aquélla. 6. Si no hubiese recaído resolución transcurridos seis meses desde la iniciación, teniendo en cuenta las posibles interrupciones de su cómputo por causas imputables a los interesados o por la suspensión del procedimiento a que se refieren los artículos 5 y 7, se iniciará el cómputo del plazo de caducidad establecido en el artículo 43 .4 de la Ley de 30/1992, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común. Transcurrido el plazo de caducidad, el órgano competente emitirá, a solicitud del interesado, certificación en la que conste que ha caducado el procedimiento y se ha procedido al archivo de las actuaciones. Art. 21. Efectos de la resolución.— I. Las resoluciones que pongan fin a la vía administrativa serán inmediatamente ejecutivas y contra las mismas no podrá interponerse recurso administrativo ordinario. 2. Las resoluciones que no pongan fin a la vía administrativa no serán ejecutivas en tanto no haya recaído resolución del recurso ordinario que, en su caso, se haya interpuesto o haya transcurrido el plazo para su interposición sin que ésta se haya producido. 3. Cuando el infractor sancionado recuna o impugne la resolución adoptada, las resoluciones del recurso ordinario y de los procedimientos de revisión de oficio que, en su caso, se interponga o substancien no podrán suponer la imposición de sanciones más graves para el sancionado. 4. En el supuesto señalado en el apartado anterior las resoluciones podrán adoptar las disposiciones cautelares precisas para garantizar su eficacia en tanto no sean ejecutivas. Las mencionadas disposiciones podrán consistir en el mantenimiento de las medidas provisionales que, en su caso, se hubiesen adoptado de conformidad con el artículo 15 del presente Reglamento

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En todo caso, las disposiciones cautelares estarán sujetas a las limitaciones que el artículo 72 de la Ley 30/1992, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común establece para las medidas de carácter provisional. A r t 22. Resarcimiento e indemnización.— 1. Si las conductas sancionadas hubieran causado daños o perjuicios a la Administración Pública, la resolución del procedimiento podrá declarar: a) La exigencia al infractor de la reposición a su estado originario de la situación alterada por la infracción. b) La indemnización por los daños y perjuicios causados, cuando su cuantía haya quedado determinada durante el procedimiento. 2. Cuando no concurran las circunstancias previstas en la letra b) del apartado anterior, la indemnización por los daños y peijuicios causados se determinará mediante un procedimiento complementario, cuya resolución será inmediatamente ejecutiva. Este procedimiento será susceptible de terminación convencional, pero ni ésta ni la aceptaciónd el infractor de la resolución que pudiera recaer implicará el reconocimiento voluntario de su responsabilidad. La resolución del procedimiento pondrá fin a la vía administrativa.

CAPÍTULO

V

PROCEDIMIENTO SIMPLIFICADO

Art. 23. Procedimiento simplificado.— Para el ejercicio de la potestad sancionadora en el

3.

supuesto de que el órgano competente para iniciar el procedimiento considere que existen elementos de juicio suficiente para calificar la infracción como leve se tramitará el procedimiento simplificado que se regula en este capitulo. Art. 24. Tramitación.— ]. La iniciación se producirá, de conformidad con lo dispuesto en el Capítulo II, por acuerdo del órgano competente, en el que se especificará el carácter simplificado del procedimiento y que se comunicará al órgano instructor del procedimiento y, simultáneamente, será notificado a los interesados. 2. En el plazo de diez días a partir de la comunicación y notificación del acuerdo de iniciación, el órgano instructor y los interesados efectuarán, respectivamente, las actuaciones preliminares, la aportación de cuantas alegaciones, documentos o informaciones estimen convenientes y, en su caso, la proposición y práctica de la prueba. 3. Transcurrido dicho plazo, el órgano competente para la instrucción formulará propuesta de resolución de conformidad con lo dispuesto en el articulo 18 o, si aprecia que los hechos pueden ser constitutivos de infracción grave o muy grave, acordará que continúe tramitándose el procedimiento general según lo dispuesto en el artículo 17, notificándolo a los interesados para que, en el plazo de cinco días, propongan pruebas si lo estiman conveniente. 4. El procedimiento se remitirá al órgano competente para resolver que en el plazo de tres días dictará resolución en la fórmula y con los efectos previstos en el Capitulo IV El procedimiento deberá resolverse en el plazo máximo de un mes desde que se inició.

LEY 7/1985, DE 2 DE ABRIL, REGULADORA DE LAS BASES DE RÉGIMEN LOCAL (TÍTULO XI) (Versión dada por la Ley 57/2993, de ¡6 de diciembre)

Art. 139. Tipificación de infracciones y sanciones en determinadas materias.—Para la adecuada ordenación de las relaciones de convivencia de interés local y del uso de sus servicios, equipamientos, infraestructuras, instalaciones y espacios públicos, los Entes locales podrán, en defecto de normativa sectorial específica, establecer los tipos de las infracciones e imponer sanciones por el incumplimiento de

deberes, prohibidos o limitaciones contenidos en las correspondientes ordenanzas, de acuerdo con los criterios establecidos en el articulo siguiente. Art, 140. Clasificación de las infracciones.— l. Las infracciones a las ordenanzas locales a que se refiere el artículo anterior se clasificarán en muy graves, graves y leves.

APÉNDICE LEGISLATIVO 2. Serán muy graves las infracciones que supongan: á) Una perturbación relevante de la convivencia que afecte de manera grave, inmediata y directa a la tranquilidad o al ejercicio de derechos legítimos de otras personas, al normal desarrollo de actividades de toda clase conformes con la normativa aplicable o a la salubridad u omato públicos, siempre que se trate de conductas no subsumibles en los tipos previstos en el Capítulo IV de la ley 1/1992, de 21 de febrero, de Protección de la Seguridad Ciudadana. b) El impedimento del uso de un servicio público por otra u otras personas con derecho a su utilización. c) El impedimento o la grave y relevante obstrucción al normal funcionamiento de un servicio público. d) Los actos de deterioro grave y relevante de equipamientos, infraestructuras, instalaciones o elementos de un servicio público. e) El impedimento del uso de un espacio público por otra u otras personas con derecho a su utilización. f) Los actos de deterioro grave y relevante de espacios públicos o de cualquiera de sus instalaciones y elementos, sean muebles o inmuebles, no derivados de alteraciones de la seguridad ciudadana.

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2. Las demás infracciones se clasificarán en grves y leves, de acuerdo con los siguientes criterios: á) La intensidad de la perturbación ocasionada en la tranquilidad o en el pacifico ejercicio de los derechos de otras personas o actividades. tí) La intensidad de la perturbación causada a la salubridad u ornato públicos. e) La intensidad de la perturbación ocasionada en el uso de un servicio o de un espacio público por parte de las personas con derecho a utilizarlos. d) La intensidad de la perturbación ocasionada en el normal funcionamiento de un servicio público. e) La intensidad de los daños ocasionados a los equipamientos, infraestructuras, instalaciones o elementos de un servicio o de un espacio público. Art. 141. Límite de las sanciones económicas.—Salvo previsión legal distinta, las multas por infracción de Ordenanzas locales deberán las siguientes cuantías: Infracciones muy graves: hasta 3.000 euros. Infracciones graves: hasta 1.500 euros. Infracciones leves: hasta 750 euros.

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