Mcgrath A - Una Visión Enriquecida De La Realidad.pdf

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ALISTER McGRATH

UNA VISIÓN ENRIQUECIDA DE LA REALIDAD El diálogo entre la teología y las ciencias naturales

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com / 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Grupo de Comunicación Loyola • Facebook / • Twitter / • Instagram

Título original:

Enriching our vision of reality. Theology and the natural sciences in dialogue © Alister McGrath, 2016 Reservados todos los derechos. Esta traducción de Enriching our vision of reality (publicado originalmente en 2016) se publica en virtud de un acuerdo con The Society for Promoting Christian Knowledge, Londres, Inglaterra (www.spck.org.uk).

Traducción: José Pérez Escobar © Universidad Pontificia Comillas, 2019 28049 Madrid www.comillas.edu © Editorial Sal Terrae, 2019 Grupo de Comunicación Loyola Polígono de Raos, Parcela 14-I 39600 Maliaño (Cantabria) – España Tfno.: +34 944 470 358 [email protected] / gcloyola.com

Diseño de cubierta:

Félix Cuadrado Basas, Sinclair El presente volumen se publica gracias a una subvención concedida por la Fundación John Templeton. Las opiniones expresadas en esta publicación son las del autor y no reflejan necesariamente los puntos de vista de la Fundación John Templeton. ISBN: 978-84-293-2904-9

Índice

Prefacio Primera parte Presentación del tema 1. Inteligibilidad y coherencia: la visión cristiana de la realidad Segunda parte Ciencia y teología: tres autores Introducción 2. Charles A. Coulson (1910-1974) 3. Thomas F. Torrance (1913-2007) 4. John Polkinghorne (1930-) Tercera parte Teología y ciencia: conversaciones paralelas Introducción 5. Teorías y doctrinas: modos de ver la realidad 6. La legitimidad de la fe: pruebas, justificación e inteligibilidad 7. Analogías, modelos y misterio: representación de una realidad compleja 8. Fe religiosa y fe científica: el caso de Charles Darwin 9. La identidad humana: perspectivas científica y teológica 10. Teología natural: la conexión entre ciencia y teología

Conclusión

Bibliografía Índice general

Prefacio

N

UNCA PENSÉ QUE ESCRIBIRÍA ESTE LIBRO.

Es la historia de un viajero en un territorio extraño que nunca esperaba visitar, pero que llegué a amar tanto cuando lo descubrí que ahora vivo permanentemente en él. Como muchas personas en la década de 1960, crecí pensando que la ciencia estaba en guerra con la fe religiosa. Mi amor juvenil por la ciencia parecía excluir todo interés por la creencia religiosa, que consideraba un absurdo irracional más apropiado para estudiantes de bajo rendimiento intelectual. Esperaba con seguridad que la ciencia respondería a todas mis preguntas. Y de no responderlas, el problema sería de las preguntas hechas. El ateísmo me parecía la única opción intelectual viable para un científico que piensa, como era yo. Pero algo me ocurrió en mi primer curso en la Universidad de Oxford a finales de 1971, cuando comencé a estudiar seriamente la ciencia. Es algo que no llego a comprender totalmente ni siquiera en la actualidad. Resumiendo, me di cuenta – para mi sorpresa y fastidio– de que el cristianismo daba mucho más sentido a las cosas que el ateísmo. Empecé a ver las cosas de un modo nuevo, como si se me hubieran abierto los ojos. Ciencia y teología cristiana podían concebirse como dos modos diferentes de explorar una realidad compleja y maravillosa. A veces podían estar en tensión entre sí, pero con más frecuencia podían reforzarse mutuamente en su comprensión de la realidad, abriendo así a una visión más profunda de la vida. Todo dependía de cómo las colocaras en un mapa mental. Y, a medida que mi antiguo mapa ateo de la realidad cedió su lugar a un mapa cristiano, descubrí que podía situar las ciencias naturales y la fe cristiana de una manera nueva y más satisfactoria. Al cabo de cuarenta años, aún sigo pensando de esta manera, pese a mis preguntas constantes y el refinado de mis ideas básicas de entonces. Comencé estudiando Química en Oxford, y me especialicé en el área de la teoría cuántica molecular. Para el doctorado me pasé al campo de las ciencias biológicas y trabajé en el grupo de investigación del profesor George Radda, dedicado a desarrollar nuevos métodos físicos para investigar sistemas biológicos

complejos. Después, me puse a estudiar teología cristiana en profundidad, analizando el desarrollo histórico de algunas ideas cristianas fundamentales, especialmente durante los primeros tiempos de la Era Moderna, sentando las bases para una conversación y un diálogo rigurosos entre las ciencias naturales y la teología cristiana. Ejercí de profesor de Teología Histórica en la Universidad de Oxford entre 1999 y 2008, antes de ocuparme de la cátedra de Teología en el King’s College de Londres entre 2008 y 2014. Regresé después a la Universidad de Oxford, donde ocupo la cátedra Andreas Idreos de Ciencia y Religión y dirijo el Centro Ian Ramsey para la Ciencia y la Religión, que me proporciona una extraordinaria plataforma pública desde la que investigar en la interacción entre ciencia y teología. Este libro no es realmente una obra rigurosamente científica dirigida a los profesionales que están inmersos en estos campos de la ciencia y la teología, y que, por tanto, están ya familiarizados con la bibliografía y los temas. Se dirige a una audiencia más amplia, que incluye a los científicos interesados en la teología y a los teólogos conscientes de la importancia de las ciencias naturales. Espero exponer y explicar temas importantes e interesantes sin recurrir a los tecnicismos requeridos por una obra universitaria. He redactado el texto del modo más sencillo y accesible posible, si bien proporciono extensas referencias para quienes quieran seguir profundizando en estas ideas. El libro es una guía del viajero al nuevo mundo que descubrí a principios de los 70. Su objetivo es ayudar a que tanto los teólogos como los científicos integren sus ideas en un todo más rico que les permita tener una visión estereoscópica de un mundo complejo formado por abundantes texturas. Tanto las ciencias como la teología por sí solas corren el riesgo de ofrecernos una explicación limitada y deficiente del mundo, carente de todo sentido de profundidad. Lo que sigue es una invitación a profundizar más en lo que Isaac Newton llamó el «océano de la verdad», enriqueciendo nuestra visión de la realidad mediante un diálogo bien fundamentado entre la teología cristiana y las ciencias naturales. La principal motivación para escribir esta obra es alentar a otros a explorar cómo las ciencias naturales y la teología cristiana pueden hablar entre sí de manera significativa. La mejor refutación del mito de la contienda entre ciencia y fe, que propone el nuevo ateísmo, no procede de un argumento intelectual aislado, sino de una persona que, pensando, haya integrado la comprensión de las ciencias naturales con la fe cristiana. En nuestra cultura posmoderna, el testimonio personal es superior al argumento.

No obstante, mi objetivo no es simplemente alentar a un enriquecimiento y una profundización de una visión personal de la fe. En lo que sigue, pondré de relevancia la importancia de los cambios en las percepciones públicas de la ciencia y de la fe. Un estudio empírico reciente sugiere que las percepciones del público estadounidense sobre la relación religión-ciencia no se vieron influidas cuando leyeron la obra de un científico (como Richard Dawkins) que cree que la ciencia y la religión están en conflicto; sin embargo, la lectura de la obra de un científico (como Francis Collins) que cree que la ciencia y la religión pueden influirse y guiarse mutuamente de manera positiva llevó a las personas a una visión más colaborativa de la religión y la ciencia[1]. Esta es, claramente, una perspectiva que yo quiero alentar. La primera parte consta de un capítulo en el que se presenta el tema del libro mediante una reflexión sobre la cuestión general de la relación entre las ciencias naturales y la teología cristiana. Las ciencias naturales destacan por ofrecer una explicación de cómo funciona nuestro mundo. Pero ¿y si los seres humanos necesitan algo más que una «concepción puramente racional de nuestra existencia» (Albert Einstein)? Este capítulo indaga en la importancia de la búsqueda humana de la inteligibilidad y la coherencia, y en cómo la teología cristiana ofrece un gran cuadro del mundo que las mantiene unidas de una manera atractiva y racionalmente plausible. La segunda parte presenta a tres personas que en el pasado reciente han contribuido notablemente a estimular que se hable de la relación entre ciencia y teología y a quienes personalmente considero de gran ayuda: el químico teórico Charles A. Coulson, el teólogo Thomas F. Torrance y el físico cuántico John Polkinghorne. En cada caso, abordaré algunas de sus contribuciones esenciales a las conversaciones entre ciencia y teología y reflexionaré sobre su importancia general. Sin duda, existen otros excelentes ejemplos de científicos comprometidos teológicamente y de teólogos con formación científica que podrían haber sido incluidos aquí. No obstante, me he limitado a estos tres personajes por su excepcional contribución a la correlación de la teología y la ciencia, su accesibilidad como figuras destacadas en este campo y el estímulo que han dado a mis propias reflexiones sobre estos temas. La tercera parte está formada por seis conversaciones paralelas entre ciencia y teología que sientan las bases para el tipo de visión enriquecida de la realidad que espero lograr y fomentar. Cada conversación representa un intento de hacernos una idea de una realidad más grande que nos permita verla de un modo centrado y

manejable. El capítulo 5 ofrece una breve exposición preliminar de los paralelismos y las divergencias entre las teorías científicas y las doctrinas cristianas. A continuación, pasamos a comentar la transparencia racional de la realidad en el capítulo 6. ¿Por qué somos capaces de darle tanto sentido al mundo? ¿Cómo encaja esto con la manera cristiana de pensar sobre él? ¿Y qué razones podemos dar para pensar que nuestras creencias científicas sobre el mundo y nuestras creencias religiosas sobre Dios son defendibles? Lógicamente, estas cuestiones nos llevan al capítulo 7, que estudia el uso de analogías y modelos en ciencia y en teología. Tanto las ciencias de la naturaleza como la teología cristiana admiten que intentan representar una realidad que, en cierto modo, parece escapar a su reducción a palabras, lo que suscita importantes preguntas sobre los límites y el alcance de dichas disciplinas. Analizaremos un ejemplo teológico que nos ayude a entender este punto –la clásica doctrina de las «dos naturalezas» de Cristo– antes de estudiar la noción de misterio en la ciencia y en la teología, centrándonos en la doctrina de la Trinidad. El capítulo 8 nos mueve al territorio de las ciencias de la vida. La mayor parte de la discusión sobre la relación entre ciencias naturales y teología tiende a centrarse en las ciencias físicas; es claramente importante ampliar este horizonte para incluir otras disciplinas científicas. Estudiaremos en este capítulo la función de la fe –tanto en su sentido general de confianza como en su sentido más específicamente religioso– en la presentación que hace Charles Darwin de la teoría de la selección natural en su famoso libro El origen de las especies (1859), y reflexionaremos sobre la cuestión más amplia de la relación entre esta teoría y la creencia religiosa en opinión de Darwin. Trataremos en el capítulo 9 la complejidad de la naturaleza humana y algunas tendencias reduccionistas, manifestadas en los debates recientes, que ofrecen explicaciones truncadas y puramente funcionales de la identidad humana. En este análisis resaltamos la importancia de contar con múltiples perspectivas sobre una realidad compleja y la insuficiencia de las perspectivas o niveles de compromiso unilaterales con respecto a la naturaleza y la identidad del ser humano. El capítulo 10 explora la fascinante área generalmente conocida como «teología natural», entendida habitualmente como la interconexión conceptual e imaginativa entre Dios y el mundo natural. ¿Qué oportunidades ofrece este enfoque para un enriquecimiento del diálogo entre ciencia y fe? ¿Y cómo podría funcionar en reflexiones de mayor alcance? Finalmente, el libro concluye resaltando la necesidad de que se produzca, al menos, cierto grado de integración entre ciencia y fe –

especialmente por parte del científico creyente– y las oportunidades que se abren gracias a ella. Me complace mucho agradecer las numerosas conversaciones y debates que he mantenido con personas dedicadas a la exploración de la relación entre la ciencia y la fe, y que han dado una mayor profundidad y rigor a mis ideas. Como resultará evidente por lo que sigue, es mucho cuanto debo a Charles A. Coulson, Thomas F. Torrance y John Polkinghorne. No obstante, también ha habido otros que me han ayudado con las conversaciones y otros recursos académicos, en particular John Hedley Brooke, Joanna Collicutt, Francis Collins, Peter Harrison, Denis Noble y Rowan Williams. También tengo una deuda más compleja con las tres figuras representativas del nuevo ateísmo con quienes he tenido el privilegio de debatir en años recientes: Richard Dawkins, Daniel Dennett y el desaparecido Christopher Hitchens. Es justo reconocer su cooperación. Aunque no estaban de acuerdo con mi enfoque, me ayudaron a darme cuenta de la gran importancia de estas cuestiones y me desafiaron a seguir desarrollando mi pensamiento. ALISTER MCGRATH [1] Christopher P. SCHEITLE y Elaine Howard ECKLUND, «The Influence of Science Popularizers on the Public’s View of Religion and Science: An Experimental Assessment»: Public Understanding of Science (2015). DOI: 10.1177/0963662515588432. Francis S. Collins fue durante muchos años director del Proyecto Genoma Humano. Es más conocido por su libro ¿Cómo habla Dios?: La evidencia científica de la fe, Planeta, Barcelona 2016.

PRIMERA PARTE

Presentación del tema

1 Inteligibilidad y coherencia: la visión cristiana de la realidad

El tema de este libro es la relación entre las ciencias naturales y la teología cristiana. Es un tema de no poca importancia, dados el gran relieve que tanto la ciencia como la religión tienen en los debates y las discusiones culturales contemporáneos y la creciente consciencia de que la religión no está desapareciendo de la vida pública a pesar de las confiadas profecías del nuevo ateísmo. Ahora bien, no es suficiente una mera constatación pragmática de la importancia de estos temas. Toda discusión sobre la relación entre ciencias naturales y teología cristiana debe ubicarse en un marco de comprensión que nos ayude a posicionarlas. Necesitamos una perspectiva global que no cree simplemente un espacio para las dos, sino que permita entender la naturaleza, los límites y los beneficios de su interacción. Teorías y grandes cuadros. Reflexiones iniciales Existe un interés creciente en las disciplinas intelectuales por recuperar la idea de un gran cuadro, un modo fecundo de ver las cosas que aspira a enmarcar y mantener unidos los elementos de nuestra experiencia y observación, dando un sentido de estabilidad y coherencia a la vida y al pensamiento[1]. El Nuevo Testamento habla de la «mente de Cristo» (1 Corintios 2,16; Filipenses 2,5), un patrón de pensamiento comunitario sobre la vida y el mundo que se revela en Jesucristo como Dios encarnado[2]. Desde el principio, los teólogos cristianos se dieron cuenta del potencial de su fe para generar y sostener una visión general de la vida. Es célebre la afirmación de C. S. Lewis de que su fe cristiana le permitió dar sentido a cualquier otro aspecto de su vida racional e imaginativa, incluidas las ciencias naturales. Esta convicción se expresa bellamente en la siguiente declaración firmada por él (que ahora se encuentra inscrita en su lápida del Poets’ Corner de la abadía de Westminster): «Creo en el cristianismo como creo que el sol

sale por la mañana: no solo porque lo veo, sino porque por medio de él lo veo todo»[3]. Antes de abordar la cuestión de las teorías y las perspectivas globales de forma más detallada, será útil reflexionar brevemente sobre el tema, más general, de su importancia. ¿Para qué sirven? ¿Qué ventajas aportan? Y ¿cómo pueden equivocarse? Lo importante es apreciar aquí lo profundamente humano que es buscar una perspectiva global o un gran relato de la vida que incluya nuestro lugar en el universo. Ya sea correcto o erróneo, bueno o malo, el hecho es que está incrustado profundamente en nuestra naturaleza como seres humanos. Muchos de los que niegan tener teorías o creencias sobre la vida –como los representantes del nuevo ateísmo[4]– resultan tener, de hecho, implícitas opiniones teóricas o creencias adoptadas que son simplemente tratadas como verdades evidentes por sí mismas que, por tanto, no requieren justificación alguna. Una de las motivaciones de la ira dirigida por algunos nuevos ateos contra sus muchos críticos es que el proceso de crítica ha puesto de manifiesto la vulnerabilidad de sus creencias fundamentales, que trataron, de manera imprudente, como hechos. Son dos los beneficios fundamentales de una perspectiva global, que exploraremos a lo largo de este libro, especialmente en este capítulo. Primero, nos proporciona un modo de ver el mundo que lo sitúa en primer plano y permite que sea contemplado con más nitidez. Segundo, una buena teoría muestra cómo están interconectadas las cosas, permitiéndonos ubicar acontecimientos y observaciones dentro de una red de sentido. Una buena perspectiva global nos desvela –pero no inventa– tanto la inteligibilidad como la coherencia de la realidad. No obstante, este enfoque tiene peligros potenciales, tres de los cuales poseen una particular importancia. El primero es que una teoría puede fácilmente cegarnos con respecto a ciertas cosas, que no logramos ver porque creemos que no hay nada que ver. El nuevo ateísmo constituye probablemente el ejemplo más obvio de este problema. Su insistencia dogmática en la inexistencia de Dios y la demonización retórica de quienes creen, tachándolos de necios ilusos o locos peligrosos, generan en el movimiento una aversión fundamental a considerar seriamente la idea de que el mundo podría remitir a Dios o tener más sentido desde un punto de vista teísta. El segundo es que llegamos a obsesionarnos tanto con el modelo intelectual que encontramos en las teorías que perdemos de vista el gran prodigio y la belleza del universo mismo que estas teorías representan o describen. La novelista cristiana Dorothy L. Sayers (1893-1957), por ejemplo, de vez en cuando se encontraba preguntándose si se había enamorado del patrón intelectual que encontró en la

teología cristiana hasta el punto de perder de vista la figura central de su fe, es decir, a Jesucristo (véase p. 164). Cuando se entiende correctamente, la teoría no es un fin en sí misma; es un medio para enriquecer nuestro deleite y comprensión de lo que representa. Cuando se entiende erróneamente, nos lleva a dar demasiadas vueltas a las cosas y terminamos centrándonos en representaciones provisionales y parciales de la realidad, más que en la indómita e inquebrantable realidad misma. Hay una tercera causa de preocupación en este contexto, a saber, el riesgo de lecturas de la naturaleza excesivamente ambiciosas o dogmáticas impulsadas por la teoría. Podríamos pensar, por ejemplo, en Arthur Koestler (1905-1983), cuya adhesión a una ideología marxista-leninista en la década de 1930 lo llevó a ver el mundo de una manera simplista y altamente politizada. En su autobiografía, Koestler describe su propio alejamiento gradual de sus certezas ideológicas juveniles sobre el mundo hacia un reconocimiento renuente de su oscuridad y resistencia a la interpretación definitiva. «En mi juventud miraba el universo como un libro abierto, impreso con el lenguaje de las ecuaciones físicas y los determinantes sociales, mientras que ahora me parece un texto escrito con tinta invisible del que, en raros momentos de gracia, somos capaces de descifrar un pequeño fragmento»[5]. La explicación que da Koestler sobre su desencanto con las certezas teóricas del marxismo-leninismo es un texto fascinante de leer. Al final, sin embargo, su problema no fue que reconociera la necesidad de una teoría para entender el mundo, sino que se dio cuenta de que había elegido la teoría equivocada. Todos necesitamos algún tipo de marco teórico –por modesto, provisional y corregible que sea– para dar sentido a la naturaleza, la historia y la vida. Consciente o inconscientemente, todos vemos la vida con unas gafas teóricas que dan forma a lo que vemos y –lo que quizá es más importante– a lo que no vemos. Por eso es importante que la teoría sea correcta. A lo largo del libro defenderé la opinión de que la perspectiva global cristiana del mundo es justificable, útil y fidedigna, sobre todo al dar un sentido a los éxitos y los límites de las ciencias naturales y proporcionar una visión enriquecida de la realidad que supera la ofrecida por la rigurosa aplicación del método científico. Por el camino, abordaremos cuestiones e inquietudes importantes, incluidas las ya mencionadas. Así pues, ¿por dónde empezamos? Quizá el punto de partida más obvio es elogiar a las ciencias naturales y reflexionar sobre sus implicaciones profundas,

incluidos sus límites. Grande es la ciencia, pero necesitamos más que la ciencia La ciencia es uno de los logros más importantes y más hondamente satisfactorios de la humanidad. Yo me enamoré de ella cuando era adolescente y nunca he dejado de disfrutar con el estudio científico de la naturaleza. Sin embargo, aun cuando de joven amaba la ciencia, tenía la sensación de que no estaba completa. La ciencia me ayudaba a entender cómo funcionaban las cosas. Pero ¿qué sentido tenían? La ciencia me daba una respuesta clara si yo me preguntaba por mi nacimiento. No obstante, parecía incapaz de responder a una pregunta más profunda. ¿Por qué estaba aquí? ¿Cuál era el sentido de mi existencia, el sentido de la vida? La cuestión es si las ciencias naturales pueden ayudarnos a dialogar sobre estos temas más profundos, que Karl Popper, como es bien sabido, situó en el contexto de las «cuestiones últimas»[6]. Para Popper, estas eran cuestiones existencialmente relevantes, enraizadas en las profundidades de nuestro ser, pero que trascendían la capacidad de respuesta de las ciencias naturales. El físico John Wheeler (19112008) sostenía que nuestras observaciones científicas solo producen, a lo sumo, una «isla de conocimiento» en un océano de incertidumbre[7]. La capacidad de la ciencia para responder a las cuestiones filosóficas fundamentales del valor y el sentido tiene sus límites, en parte reflejo de las limitaciones de los instrumentos que usamos para explorar la realidad, y en parte también por la naturaleza de la realidad física misma. ¿Por qué no limitarnos a la relativa seguridad de esta pequeña isla de conocimiento? Por dos razones obvias. La primera: sentimos que hay algo más que puede conocerse y estamos inquietos hasta encontrarlo. Encontramos objetos extraños que aparecen en la playa de nuestra isla y que remiten, posiblemente, a misteriosos mundos desconocidos de más allá de su costa. Y la segunda, y más importante: el tipo de conocimiento que podemos adquirir en esta isla es existencialmente inadecuado. Por eso el filósofo español José Ortega y Gasset (1833-1955) argumentaba que necesitamos más que la explicación parcial de la realidad que nos ofrece la ciencia. «La verdad científica se caracteriza por su precisión y la certeza de sus predicciones. Pero la ciencia logra estas cualidades admirables a costa de

mantenerse en el nivel de las cuestiones secundarias, dejando intactas las cuestiones decisivas y últimas»[8]. Ortega afirma que los seres humanos necesitan una «idea integral del universo» que posea profundidad existencial y no meramente una funcionalidad cognitiva. La ciencia tiene una capacidad maravillosa para explicar cómo funciona el mundo, pero no satisface los anhelos y las cuestiones más profundos de la humanidad. La gran virtud intelectual de la ciencia, según Ortega, es que conoce sus límites, que están determinados por sus métodos de investigación. La ciencia responderá a las preguntas que sabe que puede responder basándose en las pruebas obtenidas, y así evita el tipo de inflación especulativa al que son propensos los filósofos y los teólogos. Sin embargo, en este contexto surge un problema: los seres humanos quieren empujar más allá del punto en el que la ciencia debe parar si tiene que mantenerse fiel a sus metodologías. Ortega reconoce que no hay un arco evidente que vincule de forma segura e inequívoca el mundo empírico y alguna realidad trascendente. No obstante, nos invita a imaginarnos un arco que une dos columnas de piedra. Parte del arco se ha derrumbado. Sin embargo, mentalmente aún podemos ver la huella de la arcada original y hacer con la imaginación, realmente, la conexión entre las dos columnas. Esto es lo que sucede, comenta, con los mundos de la experiencia y el sentido, de la ciencia y la fe. Podemos ver que existe un vínculo y seguirlo con un acto de aceptación imaginativa, más que de análisis lógico. Para Ortega, «nadie escapa de las preguntas últimas. De un modo u otro, están en nosotros, nos guste o no. La verdad científica es exacta pero incompleta»[9]. Nos sentimos impulsados a hacer preguntas más profundas sobre el sentido y tratamos de encontrar un marco global que dé sentido a la vida en su totalidad[10]. Para ser honestos con nosotros mismos, tenemos que seguir estos caminos y ver adónde nos llevan. Los científicos son seres humanos y, por tanto, tienden a hacerse estas preguntas fundamentales, como todo el mundo. Así pues, ¿qué ocurre si la ciencia no puede responderlas? La ciencia es muy buena a la hora de fragmentar las cosas. Sin embargo, el análisis no es suficiente; necesitamos entretejer los diversos elementos de nuestro mundo para percibir el cuadro global. Por eso necesitamos una visión enriquecida de la realidad que consolide y expanda lo que la ciencia puede contarnos sobre ella. La ciencia puede llenar parte de este marco global del universo, pero deja vacías superficies importantes de este lienzo. Sin embargo,

nosotros sentimos que, para vivir con sentido, necesitamos más que esta perspectiva parcial. El gran físico Albert Einstein (1879-1955) indagó en este punto en una memorable conferencia dictada en el Seminario Teológico de Princeton en 1939 sobre el tema general de «ciencia y religión». Es un artículo clásico de uno de los más sobresalientes pensadores del mundo y merece una lectura atenta. Comentando que, hasta muy recientemente, era general la idea de que «existía un conflicto irresoluble entre ciencia y fe», Einstein subrayó la necesidad de cambiar ese punto de vista. Reconociendo que «las convicciones pueden sostenerse mejor con la experiencia y un pensamiento claro», Einstein hizo entonces un comentario sumamente perspicaz: «Las convicciones que son necesarias y determinantes para nuestra conducta y juicios no pueden hallarse siguiendo exclusivamente este rígido camino científico»[11]. Einstein insistió en que las ciencias naturales son excelentes en su esfera de competencia. Pero advirtió que «el método científico no puede enseñarnos nada más allá de cómo se relacionan, y se condicionan, los hechos entre sí». Los seres humanos necesitan más de lo que una «concepción puramente racional de nuestra existencia» es capaz de ofrecer. Esto no significa que la apertura a las cuestiones fundamentales sobre el sentido y el valor nos haga caer en algún tipo de irracionalidad: «El conocimiento objetivo nos proporciona instrumentos poderosos para lograr ciertos fines, pero el fin último y el anhelo de llegar a él deben proceder de otra fuente»[12]. El argumento de Einstein es evocado en una declaración sorprendente de sir Peter Medawar (1915-1987), biólogo que defendió el compromiso público de la ciencia: «Solo los seres humanos encuentran su camino mediante una luz que ilumina más que el pedazo de tierra en el que están»[13]. Los seres humanos parecen poseer un deseo innato de ir más allá de los mecanismos de conexión con nuestro mundo, buscando modelos más profundos de significado y sentido, y ser impulsados por tal deseo. Esto no significa, por supuesto, que los modelos existan por esa razón. Sin embargo, parece que hay algo en la identidad humana que implica la búsqueda de algo más profundo de lo que encontramos mediante un examen del mundo empírico. Dudo en intentar sintetizar el gran cuerpo de literatura de investigación sobre este tema[14], pero parece que nos enfrentamos mejor con nuestro complejo y desordenado mundo si sentimos que podemos discernir un sentido y un valor dentro de nuestras propias vidas y en el orden general de las cosas que nos rodean. Las ciencias naturales, sin embargo, solo

pueden ofrecer unas orientaciones limitadas en la reflexión sobre las cuestiones del sentido y el valor. Inteligibilidad y coherencia Hay dos temas que tienen una importancia capital en la reflexión sobre la interacción de las ciencias naturales y la teología cristiana: la inteligibilidad y la coherencia. Tanto las ciencias naturales como la teología cristiana, de modos diferentes, ofrecen una explicación coherente y fundamentada racionalmente del mundo en el que vivimos y pensamos. La relevancia del primero de estos dos temas se entiende fácilmente. Anhelamos un marco que nos ayude a dar sentido a lo que observamos en nuestro entorno y experimentamos dentro de nosotros. Yo me sentí atraído por el cristianismo porque noté que me permitía comprender y aprehender la inteligibilidad de nuestro mundo. El tiempo que dediqué a la ciencia me hizo comprender el modo en que esta puede investigar un universo que es racionalmente transparente y creativamente bello, susceptible de ser representado con elegantes formas matemáticas. Uno de los más importantes puntos comunes entre las ciencias naturales y la teología cristiana es la convicción fundamental de que el mundo está caracterizado por la regularidad y la inteligibilidad[15]. Hay algo extraño en el mundo mismo y en la mente humana que permite que la regularidad impresa en la naturaleza sea discernida, representada y comprendida. La percepción del orden y la inteligibilidad del cosmos es de enorme importancia, tanto para la ciencia como para la religión. Como señala el físico Paul Davies, «en la Europa del Renacimiento, la justificación de lo que hoy llamamos investigación científica era la creencia en un Dios racional cuyo orden creado podía discernirse estudiando cuidadosamente la naturaleza»[16]. Pero ¿cómo explicar esta regularidad de la naturaleza? ¿O la capacidad de representarla tan bien? ¿Por qué nos resulta realmente inteligible la naturaleza? La capacidad humana para comprender nuestro mundo parece estar muy por encima de todo lo que razonablemente podría considerarse una estrategia evolutiva para conferir una ventaja de supervivencia o simplemente un subproducto fortuito del proceso evolutivo. Esta es una de las razones por la que la filosofía de la ciencia ha abandonado el positivismo radical de comienzos del siglo XX, que afirmaba que la ciencia

meramente establecía relaciones puramente funcionales entre los datos que observamos con nuestros sentidos[17]. Esta doctrina desfasada afirmaba que no existía una perspectiva o un marco global, sino, a lo sumo, correlaciones entre las observaciones. Toda aquella afirmación que rebasara la observación empírica no era susceptible de demostración, y, por tanto, era considerada no científica. Se entendía que la ciencia catalogaba las relaciones entre las observaciones, sin intentar sintetizar su propia visión de la realidad. Esta visión pertenece ya en gran medida al pasado. La mayoría estaría de acuerdo con la sugerencia del filósofo de la ciencia Michael Polanyi (1891-1976): «La finalidad de la ciencia es descubrir la realidad oculta que subyace en los hechos de la naturaleza»[18], que es lo que en primer lugar hace inteligible el universo. Como veremos en un capítulo posterior (pp. 95-116), John Polkinghorne constituye un buen ejemplo de científico reflexivo que ve los métodos y las hipótesis de las ciencias naturales como algo que apunta hacia la visión cristiana del mundo. Existe, comenta, una «coherencia entre nuestra mente y el universo, entre la racionalidad experimentada interiormente y la racionalidad observada fuera»[19]. Una metafísica naturalista es incapaz de arrojar luz sobre la profunda inteligibilidad del universo, pues se ve obligada a tratarla como un afortunado accidente, una casualidad conveniente que puede darse por supuesta y que no requiere discusión ni explicación[20]. Sin embargo, una metafísica teísta afronta esta observación proponiendo una manera de ver las cosas que afirma el origen común de la racionalidad de nuestra mente y la estructura racional del mundo físico en la racionalidad de Dios. Es decir, el cristianismo ofrece un marco que da sentido a lo que de otra manera sería una feliz coincidencia cósmica. Otros autores han señalado el creciente interés en lo que ahora se conoce generalmente como «fenómenos antrópicos», y han sugerido que también están en consonancia con una forma cristiana de pensar[21]. Se ha generalizado el uso del término afinar para expresar que el universo parece haber poseído desde el comienzo ciertas cualidades que eran favorables a la producción de vida inteligente, capaz de reflexionar sobre las implicaciones de su existencia[22]. Las constantes fundamentales de la naturaleza resultan haber sido «afinadas» para garantizar los valores favorables a la vida. La existencia de vida basada en el carbono en la Tierra depende de un delicado equilibrio de fuerzas y parámetros físicos y cosmológicos, de tal modo que, de producirse una leve alteración en cualquiera de estas cantidades, este equilibrio se habría destruido y la vida no habría llegado a existir.

Otros han puesto de relieve la extraordinaria sensibilidad de las características fundamentales o condiciones primeras del universo para el origen de la vida cósmica. Sir Martin Rees, que fue astrónomo real y presidente de la Royal Society, afirma que la aparición de la vida humana en el período que siguió al Big Bang está regida por solo seis números determinados con tal precisión que una minúscula variación de uno habría hecho que fueran imposibles el universo y la vida humana que conocemos ahora[23]. Como ya comenté en las Gifford Lectures en 2009, en la Universidad de Aberdeen, estos temas están en gran sintonía con la visión cristiana de la realidad[24]. No prueban nada, y son posibles otras explicaciones. Pero en el mapa mental cristiano tiene sentido este aspecto del mundo natural, como también muchas de las aportaciones científicas. Es empíricamente adecuado, como también es satisfactorio existencialmente. La búsqueda de coherencia No obstante, hay otro tema que requiere ser puesto en relación con la búsqueda de la inteligibilidad, a saber, la búsqueda de la coherencia. El cristianismo proporciona una red de sentido, una creencia profunda en la interconexión fundamental de todo[25]. Es como estar en la cima de una montaña y mirar hacia abajo y ver un conjunto de pueblos, campos, arroyos y bosques. Podemos tomar instantáneas de todo lo que vemos. Pero lo que necesitamos es una panorámica que una las instantáneas, es decir, que nos permita ver que existe un gran cuadro y que cada una de las fotos tiene su lugar en ese todo mayor. El temor de muchos es que la realidad esté formada simplemente por episodios, incidentes y observaciones aislados y desconectados. Nuestra era moderna ha sido testigo de la aparición de dudas importantes sobre la coherencia de la realidad, muchas de las cuales surgieron de la «nueva filosofía» de la Revolución Científica. ¿Destruyen las ideas científicas toda idea de una realidad con sentido? El poeta John Donne (1572-1631) creía que las filosofías radicales del Renacimiento parecían socavar todo sentido de conexión y continuidad en el mundo. Todo cuanto parecía quedar era una serie de fragmentos aislados y desconectados: «Todo en fragmentos queda, toda coherencia desaparece»[26]. Así pues, ¿cómo podría sostenerse una visión coherente del mundo?

Algunos sugieren que las recientes tendencias intelectuales han suscitado una nueva amenaza para la idea de una realidad coherente. Por ejemplo, la idea de Nancy Cartwright de un «mundo veteado»[27] nos invita a concebir el mundo como una colcha de retales formada por órdenes y racionalidades divergentes que reflejan más lo local que las leyes universales de la naturaleza. Mientras que C. S. Lewis defendía que «no leemos la racionalidad en un universo irracional, sino que respondemos a una racionalidad con la que siempre ha estado saturado el universo»[28], Cartwright sostiene que somos nosotros quienes imponemos ese orden o racionalidad únicos, cuando en realidad hay una diversidad de órdenes que exigen múltiples explicaciones del mundo natural y sus estructuras. De hecho, podría no haber ningún orden. Para Lewis, tratamos de responder al universo como es realmente; para Cartwright, corremos el riesgo de inventar nuestro propio universo ordenado e ignorar el que nos rodea. La teología cristiana ofrece una visión de la realidad que nos permite hablar de que todas las cosas «se mantienen unidas» o están «entrelazadas» en Cristo (Colosenses 1,17)[29]. Este tema ha sido desarrollado por muchos teólogos, especialmente durante la Edad Media[30]. En un breve comentario sobre la Divina comedia de Dante, C. S. Lewis resaltaba su poderosa visión de un orden cósmico y mundial unificado. Para Lewis, obras como la Divina comedia reflejaban una «unidad del orden más elevado» porque eran capaces de afrontar «la gran diversidad del detalle subordinado»[31] produciendo un todo coherente. Lewis no ofrece aquí, en realidad, un argumento lógico. En todo caso, no apela a la razón mediante la lógica, sino a la imaginación mediante la belleza. Su intención es ayudarnos a creer, a oír las armonías del cosmos[32] y darnos cuenta de que las cosas encajan estéticamente –aun cuando haya unos cuantos cabos sueltos lógicos que aún necesitan ser resueltos–. La visión medieval del universo, decía, era «abrumadora por sus dimensiones, pero satisfactoria por su armonía»[33]. Lewis explicó en detalle esta importancia concedida en la Edad Media a la «armonía» para abarcar la sintonía de las intuiciones humanas con un orden más profundo. La teología cristiana ha insistido durante mucho tiempo en la existencia de una red oculta de sentido y conectividad detrás del mundo efímero y aparentemente incoherente que experimentamos. La novelista Virginia Woolf (1882-1941) experimentó en ocasiones breves y punzantes casos de iluminación –que llamaba «momentos de ser»– que parecían revelar «algo real detrás de las apariencias»[34]. Sin embargo, estos momentos epifánicos eran dolorosamente breves y nunca pudo captar la visión de conectividad que parecían dar a entender.

Michael Polanyi sostenía que el discernimiento científico de la inteligibilidad del universo necesitaba completarse con un reconocimiento de su coherencia más profunda. «Descubrir una coherencia verdadera en la naturaleza no consiste solo en discernir algo que, por el mero hecho de ser real, remite necesariamente a algo más allá de sí mismo, sino hipotetizar que los descubrimientos futuros pueden probar que la realidad de algo es mucho más profunda de lo que podemos imaginar en el presente»[35]. No obstante, aunque Polanyi tomó la idea de coherencia con la máxima seriedad, tenía muy claro que la coherencia por sí misma no era un criterio satisfactorio de verdad. La coherencia es «solo un criterio de estabilidad. Igualmente puede estabilizar una visión errónea del universo que una verdadera»[36]. Así pues, ¿cómo puede captarse esta coherencia y representarse científicamente? Polanyi apela a la imaginación creativa como medio con el que puede captarse esta esquiva noción: «La sanción final de un descubrimiento reside en la visión de una coherencia que nuestra intuición detecta y acepta como real»[37]. No se trata de una noción cuantificable, sino que emerge del discernimiento de un modelo y se apoya en un juicio que es de naturaleza más estética que lógica. El cristianismo ofrece una visión de la realidad que nos ayuda a formular tanto su transparencia racional como su interconexión fundamental. Nos proporciona una seguridad de la coherencia de la realidad, es decir, que, por más fragmentado que pueda parecer nuestro mundo de experiencias, hay una imagen más general a medias vislumbrada que mantiene las cosas unidas, cuyos hilos se conectan en una red de significados que, de otro modo, podrían parecer incoherentes y absurdos. La ciencia desmonta el mundo para que podamos ver cómo funcionan las cosas; la fe cristiana vuelve a montarlo para que podamos ver qué significan. Múltiples aproximaciones a una realidad compleja La fe cristiana tiene el potencial de enriquecer un relato científico impidiendo que se derrumbe en lo que John Keats describía como un «aburrido catálogo de cosas vulgares»[38]. Max Weber usó el término desencantamiento para referirse a una manera excesivamente intelectual y racional de estudiar la naturaleza que la

limitaba a lo que podía medirse y cuantificarse[39]. Ahora los científicos señalarán, de forma perfectamente razonable, que esos procesos de cuantificación y reducción son parte integral del método científico. Y estoy de acuerdo. Es solo que hay mucho más que decir. La ciencia es muy buena desarmando cosas para que podamos ver cómo funcionan. La fe las vuelve a unir para que podamos ver lo que significan. Una perspectiva religiosa no niega en modo alguno la utilidad científica de este enfoque racionalizador o reductor, aunque cuestione su finalidad. Simplemente insiste en que se puede proporcionar un relato más completo y satisfactorio de la realidad y ofrece un complemento al relato científico mediante el que esto podría lograrse[40]. La filósofa Mary Midgley comenta que el paisaje de la realidad es tan heterogéneo y complejo que necesitamos usar «múltiples mapas» si queremos captar las profundidades y los detalles de nuestro universo[41]. Si queremos apreciar la compleja textura de nuestro mundo de observaciones y experiencias, necesitamos usar «muchos mapas, muchas ventanas», en las que encontraremos «muchas formas y fuentes de conocimiento independientes». Si concebimos nuestro mundo como un «enorme acuario», Midgley sugiere que su absoluta complejidad requiere que lo examinemos desde múltiples ángulos. «No podemos verlo como un todo desde arriba; así que lo miramos a través de una serie de pequeñas ventanas […] Con el tiempo podemos darle mucho sentido a este hábitat si reunimos pacientemente los datos desde diferentes ángulos. Pero si insistimos en que nuestra ventana es la única por la que vale la pena mirar, no llegaremos muy lejos»[42]. Para Midgley, una única manera de pensar no es adecuada para proporcionar, por sí misma, una comprensión del sentido de nuestro mundo. La ciencia puede llenar solo en parte la imagen general de nuestro mundo; para completar el cuadro total y darle profundidad se necesita el complemento de otros métodos de investigación y tradiciones. Tenemos que usar diversos métodos para hacer justicia a las cuestiones importantes de la vida. Si nos limitamos a los métodos de las ciencias naturales, terminamos encerrándonos en una «visión de sentido extrañamente restrictiva»[43]. Insistir en que solo usamos métodos, formas y categorías científicas nos limita a un angosto mundo que excluye el sentido y el valor, no porque estén ausentes, sino porque este método de investigación les impide ser vistos. El método científico es como una red que nos permite ver

solamente aquellos aspectos de la realidad que puede capturar. El método de investigación adoptado determina lo que puede o no verse. Por qué el cientificismo es erróneo y deficiente El principio básico de Midgley de usar múltiples mapas para representar una realidad compleja suscita algunos desafíos y algunas preguntas relevantes: por ejemplo, cómo desarrollar e implementar marcos interpretativos adecuados para resolver las disputas fronterizas. No obstante, abre también posibilidades importantes para enriquecer nuestra visión de la vida en el mundo, incluyendo una impugnación de las visiones imperialistas de la autoridad de la ciencia, a menudo conocidas como «cientificismo». Este se entiende actualmente como «… una actitud totalizadora que considera la ciencia como la norma y el árbitro supremo de todas las cuestiones importantes, o bien pretende expandir la propia definición y alcance de la ciencia para abarcar todos los aspectos del conocimiento y la comprensión de los seres humanos»[44]. El hecho de privilegiar la investigación científica conduce inevitablemente al rechazo de otras metodologías por considerarlas inválidas o a su marginación por considerarlas irrelevantes. Como dice Midgley, «el error del cientificismo no reside en sobrevalorar una forma de [conocimiento], sino en escindir esa forma del resto del pensamiento, considerándola como el vencedor que puede prescindir de todo lo demás»[45]. El cientificismo sigue influyendo en la cultura occidental. Su expresión más reciente se encuentra en el nuevo ateísmo. El cientificismo, sin embargo, es un enfoque muy problemático, y por esta razón se encuentra a menudo en formas diluidas (por ejemplo, la afirmación menos fuerte de que las ciencias naturales ofrecen el acceso más fiable pero no exclusivo a la verdad). Para empezar, no logra explicar el éxito asombroso de las matemáticas, que no obtienen sus ideas por medios científicos, aun cuando esas ideas puedan resultar de utilidad científica. Lo más importante, en todo caso, es que el cientificismo se encuentra atrapado en un círculo vicioso argumental del que ningún experimento puede sacarlo, en el que tiene que asumir su propia autoridad para confirmarlo. El precio por salir de ese círculo vicioso es renunciar a la falacia de gozar del privilegio intelectual.

«Romper este círculo exige “salir de la ciencia” por completo y descubrir desde un punto de vista ajeno a ella que la ciencia transmite una imagen precisa de la realidad y, si el cientificismo debe justificarse, solo la ciencia puede hacerlo. Pero entonces la misma existencia de ese punto de vista extracientífico falsearía la afirmación de que la ciencia por sí sola nos proporciona un medio racional para investigar la realidad objetiva»[46]. La ciencia es parte del gran cuadro; una parte muy importante, ciertamente, pero solo una parte. Necesitamos una generosa paleta de colores para representar las complejidades de nuestras observaciones del mundo que nos rodea y de nuestra experiencia interior. De usar una gama de colores drásticamente limitada, como la apagada y superficial gama de grises propuesta por el cientificismo, limitaríamos el alcance y la profundidad de nuestra comprensión del mundo, sencillamente porque habríamos clausurado los métodos de investigación y las tradiciones que nos capacitarían para ver más lejos y más claramente. Necesitamos diferentes niveles de explicación para afrontar la complejidad de la naturaleza[47]; el cientificismo, sin embargo, solo permite un nivel y termina así reduciendo toda pregunta a una pregunta científica, que exige una respuesta científica. En mi despacho de Oxford tengo un antiguo microscopio, fabricado por la compañía alemana de óptica Ernst Leitz Wetzlar, que me ha acompañado durante más de cincuenta años. Forma parte importante de mi historia personal. Un físico podría explicar fácilmente cómo funcionaba su sistema óptico y probablemente señalaría que refleja los límites tecnológicos de 1903, que fue cuando se fabricó. Sin embargo, la ciencia no puede descubrir que valoro este microscopio como recuerdo personal de mi tío abuelo, que me lo regaló, o como talismán de mi amor por la ciencia, que el microscopio estimuló en mí a principios de la década de los 60. Hay un gran marco que rodea a este microscopio y la ciencia solo puede llenar una parte; existen muchos niveles de significado en este extraño mundo y todos necesitan ser integrados en un panorama general. Enriquecimiento mediante la integración de los múltiples niveles de la realidad Así pues, ¿qué sistema filosófico podría ayudarnos a abordar más adecuadamente que en el marco diseñado por el cientificismo esta realidad formada de múltiples niveles en la que vivimos? En 1998 descubrí el «realismo crítico» desarrollado por el filósofo y sociólogo Roy Bhaskar (1944-2014) y me percaté de que podía

proporcionar una herramienta conceptual que afirmase la unidad fundamental del universo reconociendo, al mismo tiempo, que este posee niveles diferentes que exigen una forma de intervención determinada por el carácter específico del campo de la realidad investigado[48]. Esta forma de realismo crítico insiste en que el mundo debe ser considerado como una realidad diferenciada y estratificada. Cada ciencia particular estudia un estrato diferente de esta realidad, que, a su vez, la obliga a desarrollar y usar métodos de investigación adaptados y apropiados para ese estrato. La «naturaleza del objeto» determina, para Bhaskar, la «forma de su ciencia posible»[49]. El cientificismo puede verse entonces como una negativa a reconocer que el universo está «estratificado y diferenciado», de manera que, impropiamente, se declara que un método de investigación desarrollado para un nivel o una tarea específica puede aplicarse a todo. Puede que no se entienda fácilmente este punto, así que un ejemplo ayudará a aclararlo. Tomemos un concepto complejo de considerable importancia social: la discapacidad[50]. Hace veinte años la Organización Mundial de la Salud reconoció que existen varios niveles de discapacidad y desarrolló un modelo (conocido actualmente como ICIDH-2[*]) para garantizar que su complejidad era correctamente apreciada y reflejada en la práctica terapéutica. Los cuatro niveles son: 1. Patología: anomalías en la estructura o la función de uno o más órganos del cuerpo humano; 2. Discapacidad: un cambio en la estructura o la función del cuerpo humano como resultado de (1); 3. Actividad: cambios en la forma en que la persona interactúa con su entorno físico como resultado de (2); 4. Participación: cambios de la posición de una persona en su contexto social como resultado de (3). Con estos cuatro niveles diferentes, la discapacidad se convierte en una noción compleja. Alguien que desarrolla un tumor cerebral (1) puede perder la función cognitiva (2), lo que le impide interactuar normalmente con su entorno (3) y puede llevarle a perder su empleo (4). Veamos el desarrollo del tema. Para estudiar el tumor cerebral en un paciente, usaría probablemente el método de investigación conocido como tomografía por emisión de positrones (PET[*])[51]. Supongamos ahora que decidiera averiguar cómo funciona cognitivamente mi paciente. ¿Usaría el PET? Evidentemente, no. Es

un método de investigación que, sencillamente, no es adecuado para esta tarea. Probablemente usaría varias pruebas cognitivas estándares, como la Escala Wechsler de Inteligencia para Adultos, que es una herramienta específicamente diseñada para medir el funcionamiento cognitivo. El PET tampoco sería de utilidad para determinar la capacidad del paciente para interactuar con su entorno físico o social. A la luz de lo anterior, queda perfectamente claro cómo deberíamos responder a alguien que argumenta del siguiente modo: «El PET funciona muy bien para detectar tumores cerebrales. Es un instrumento de investigación comprobado. ¡Usémoslo para todo!». Es obvio lo que debe responderse a este ingenuo argumento. Un método de investigación diseñado para una finalidad específica no funcionará para otras. Sencillamente, nos vuelve ciegos a todo lo que está fuera de su esfera de competencia[52]. El cientificismo es claramente deficiente: usa un solo método de investigación y limita dogmática y artificialmente la realidad a lo que ese método puede descubrir. Se apoya en la desfasada noción de la Ilustración de un único método de investigación universal que se puede aplicar a todo[53]. La ciencia no puede detectar el sentido. Sin embargo, esto no significa que no exista un sentido que pueda descubrirse. Necesitamos y merecemos una explicación de la realidad más rica que la que puede descubrir la ciencia sola. La ciencia es extraordinaria, pero es limitada, y hay algo más que necesita y merece decirse. Enriquecimiento por medio del entrelazamiento de relatos En este libro adoptamos el enfoque de un entrelazamiento entre el relato científico y el teológico, que conduce a un recíproco enriquecimiento. Los antropólogos dicen que los seres humanos construyen sus identidades usando múltiples relatos[54]. Así es como funcionamos en cuanto animales sociales. Entretejemos relatos religiosos, políticos, sociales y culturales para tratar de dar sentido a nuestro mundo. Es natural en nosotros tejer conjuntamente estos hilos, como también destejerlos para averiguar cómo interactúan. ¿Cuál de ellos tiene la prioridad? ¿Cómo resolvemos las tensiones o las aparentes contradicciones entre ellos? No obstante, lo realmente importante es constatar que ninguna historia, ninguna perspectiva o tradición de investigación es adecuada para abordar la existencia humana en toda su riqueza y complejidad.

Esta interconexión entre relatos es esencial para lidiar con las «cuestiones últimas» sobre la vida que nunca desaparecen. Para responderlas adecuadamente necesitamos unir varios enfoques y reconocer la existencia de varios niveles de sentido, como la finalidad de la vida, los valores, la sensación de eficacia individual y el fundamento de la autoestima[55]. Tenemos que unir comprensión y sentido para abordar lo que el filósofo norteamericano John Dewey (1859-1952) declaró que era el «problema más profundo de la vida moderna»: el no integrar, ni como individuos ni colectivamente, nuestros «pensamientos sobre el mundo» con nuestros pensamientos sobre «los valores y los fines»[56]. A algunos puede preocuparles que el relato cristiano carezca de la universalidad y de la necesidad racional que la Ilustración del siglo XVIII consideraba esenciales para cualquier teoría válida sobre la vida. Hemos de admitir esta preocupación, pero también cuestionarla. Pues ya no es posible asumir que exista un modo de analizar la vida que sea permanente y universalmente válido, salvo en los dominios específicos de la matemática y la lógica. Lamentablemente, esta aspiración de la Ilustración debe reconocerse actualmente como una «visión desde ningún lugar», que no reconoce la crítica función de los valores y los juicios incrustados en el contexto social del que piensa[57]. Filósofos como Thomas Nagel sostienen, en efecto, que todo punto de vista es realmente una «visión desde algún lugar»[58]. Nagel resalta que «no podemos escapar a la condición de ver el mundo desde nuestra particular inserción en él», por mucho que aspiremos a unas condiciones de distanciamiento histórico y cultural absoluto. La manera cristiana de ver las cosas encaja fácil y naturalmente en este espectro de posibles imágenes completas de la realidad como relatos motivados y justificados de la misma realidad. En este marco propongo ubicar nuestro análisis de la relación entre las ciencias naturales y la teología cristiana. Se trata de habitar una forma de ver el mundo que creo que es fructífera y digna de confianza. Permite y fomenta el entrelazamiento y el enriquecimiento mutuo de un relato científico y uno teológico, posibilitando que cada uno llene parte del cuadro general. Todos necesitamos un relato global para dar sentido al mundo y a nuestra vida, entretejiendo, lógicamente, los varios relatos y mapas que nos dan la mayor comprensión posible de la realidad. Esta es demasiado compleja como para ser abordada y habitada usando solo una tradición de investigación. Por eso sugiero la necesidad de recurrir a una teología sólida y a una ciencia bien fundamentada. Para habitar nuestro mundo de forma auténtica y con sentido necesitamos la mejor imagen de él y de nosotros mismos que podamos concebir. Este libro explora ese

gran cuadro, marco o imagen y el modo en que esas dos grandes tradiciones de pensamiento pueden engranar recíprocamente de manera fecunda y responsable. [1] Joshua A. HICKS y Laura A. KING, «Meaning in Life and Seeing the Big Picture: Positive Affect and Global Focus»: Cognition and Emotion 7 (2007), 1577-1584. Sobre la importancia de esta idea en sociología, véase Jonathan H. TURNER y David E. BOYNS, «The Return of Grand Theory», en Jonathan H. Turner (ed.), Handbook of Sociological Theory, Springer, New York 2001, 353378. Véanse en particular sus comentarios sobre cómo esa teoría puede unir «los niveles macro y micro de la realidad». [2] Mark MCINTOSH, «Faith, Reason and the Mind of Christ», en Paul J. Griffiths y Reinhart Hütter (eds.), Reason and the Reasons of Faith, T. & T. Clark, New York 2005, 119-142. [3] C. S. LEWIS, Essay Collection, HarperCollins, London 2002, 21. [4] Véase la sorprendente declaración que hace Christopher Hitchens sobre los nuevos ateos como él: «Nuestra creencia no es una creencia. Nuestros principios no son una fe». Christopher HITCHENS, God Is Not Great: How Religion Poisons Everything, Twelve, New York 2007, 5 [trad. esp.: Dios no es bueno: Cómo la religión lo envenena todo, Debate, Barcelona 2008]. Como sus lectores más críticos difícilmente pueden pasar por alto, el libro está lleno de opiniones de fe no reconocidas y no defendidas. [5] Arthur KOESTLER, The Invisible Writing: An Autobiography, Beacon Press, Boston 1954, 13 [trad. esp.: Autobiografía, 5 vols., Alianza, Madrid 1977]. [6] Véase el famoso artículo de Karl R. POPPER, «Natural Selection and the Emergence of Mind»: Dialectica 32 (1978), 339-355. [7] Hay un extenso comentario sobre esta imagen en Marcelo GLEISER, The Island of Knowledge: The Limits of Science and the Search for Meaning, Basic Books, New York 2014. [8] José ORTEGA Y GASSET, «El origen deportivo del Estado»: Citius, Altius, Fortius 9 (1967), 259276; cita en p. 259. [9] ORTEGA, «El origen deportivo del Estado», 260. [10] Véase HICKS y KING, «Meaning in Life and Seeing the Big Picture». [11] Albert EINSTEIN, Ideas and Opinions, Crown Publishers, New York 1954, 41-49 [trad. esp.: Mis ideas y opiniones, Antoni Bosch, Barcelona 1981]. [12] EINSTEIN, Ideas and Opinions, 41-49. [13] Peter B. MEDAWAR y Jean MEDAWAR, The Life Science: Current Ideas of Biology, Wildwood House, London 1977, 171. [14] Un buen punto de partida se encuentra en Michael J. MACKENZIE y Roy F. BAUMEISTER, «Meaning in Life: Nature, Needs, and Myth», en Alexander Batthyany y Pninit Russo-Netze (eds.), Meaning in Positive and Existential Psychology, Springer, New York 2014, 25-38. [15] Idea resaltada por John POLKINGHORNE, Science and Christian Belief, SPCK, London 1994.

[16] Paul DAVIES, The Mind of God: Science and the Search for Ultimate Meaning, Penguin, London 1992, 77 [trad. esp.: La mente de Dios, McGraw-Hill-Interamericana de España, Aravaca 1993]. [17] Este era el punto de vista del positivismo lógico y aún se encuentra en algunas variantes del empirismo radical. Véase, por ejemplo, Bas C. VAN FRAASSEN, The Scientific Image, Oxford University Press, Oxford 1980, 202-203: «Ser empirista significa rechazar la creencia en todo aquello que vaya más allá de los fenómenos reales y observables». [18] Michael POLANYI, «Science and Reality»: British Journal for the Philosophy of Science 18 (1967), 177-196, especialmente 177-179. [19] John POLKINGHORNE, Science and Creation: The Search for Understanding, SPCK, London 1988, 20-21. Más recientemente, véase John C. POLKINGHORNE, «Physics and Metaphysics in a Trinitarian Perspective»: Theology and Science 1 (2003), 33-49. [20] Véase la exposición en Alvin PLANTINGA, Where the Conflict Really Lies: Science, Religion, and Naturalism, Oxford University Press, New York 2011. [21] Robin COLLINS, «A Scientific Argument for the Existence of God: The Fine-Tuning Design Argument», en Michael J. Murray (ed.), Reason for the Hope Within, Eerdmans, Grand Rapids 1999, 47-75. [22] Véase, por ejemplo, Rodney D. HOLDER, God, the Multiverse, and Everything: Modern Cosmology and the Argument from Design, Ashgate, Aldershot 2004. [23] Martin J. REES, Just Six Numbers: The Deep Forces That Shape the Universe, Phoenix, London 2000 [trad. esp.: Seis números nada más: Las fuerzas profundas del universo, Debate, Barcelona 2001]. [24] Alister E. MCGRATH, A Fine-Tuned Universe: The Quest for God in Science and Theology, Westminster John Knox Press, Louisville 2009, especialmente 83-93. [25] Colosenses 1,1-17. [26] John DONNE, «The First Anniversarie: An Anatomy of the World, line 213», en W. Milgate (ed.), The Epithalamions, Anniversaries, and Epicedes, Clarendon Press, Oxford 1978, 28. Sobre las filosofías radicales, como el pirronismo, que tanto preocupaban a Donne, véase John CAREY y John DONNE, Life, Mind, and Art, Faber & Faber, London 2012, 231-234. [27] Nancy CARTWRIGHT, The Dappled World: A Study of the Boundaries of Science, Cambridge University Press, Cambridge 1999. [28] C. S. LEWIS, Christian Reflections, Eerdmans, Grand Rapids 1967, 65. [29] Un estudio sobre este tema puede verse en Giuseppe TANZELLA-NITTI, «La dimensione cristologica dell’intelligibilità del reale», en Sergio Rondinara (ed.), L’intelligibilità del reale: Natura, uomo, macchina, Città Nuova, Roma 1999, 213-225. [30] Véase Hans-Werner GOETZ, Gott und die Welt: Religiöse Vorstellungen des frühen und hohen Mittelalters, 2 vols., Akademie Verlag, Berlin 2012, vol. 2, 9-168. [31] C. S. LEWIS, The Allegory of Love, Oxford University Press, London 1936, 142 [trad. esp.: La alegoría del amor Editorial Universitaria, Santiago de Chile 2000].

[32]

Sobre el simbolismo de la armonía en la cultura occidental, véase el estudio clásico de Leo SPITZER, «Classical and Christian Ideas of World Harmony»: Traditio 2 (1944), 409-464; 3 (1945), 307-364.

[33] C. S. Lewis, The Discarded Image, Cambridge University Press, Cambridge 1964, 99 [trad. esp.: La imagen del mundo, Península, Barcelona 1997, 82]. [34] Virginia WOOLF, «A Sketch of the Past», en Moments of Being, ed. de Jeanne Schulkind, Harcourt Brace & Company, New York 19852, 72. [35] POLANYI, «Science and Reality», 192. [36] Michael POLANYI, Personal Knowledge: Towards a Post-Critical Philosophy, Routledge & Kegan Paul, London 1958, 294. [37] Michael POLANYI, «The Creative Imagination»: Psychological Issues 6 (1969), 59-91; cita en p. 90. Polanyi comenta que no hay unanimidad en los criterios para validar tal coherencia. [38] John KEATS, Complete Poems, Penguin, London19883, 395. [39] Sobre este proceso, véase Wolfgang SCHLUCHTER, Die Entstehungsgeschichte des modernen Rationalismus Suhrkamp, Frankfurt am Main 1998. [40] Para un estudio exhaustivo de este tema, véase Alister MCGRATH, Inventing the Universe: Why We Can’t Stop Talking about Science, Faith and God, Hodder & Stoughton, London 2015. [41] Mary MIDGLEY, The Myths We Live By, Routledge, London 2004, 26-28. [42] MIDGLEY, The Myths We Live By, 40. [43] Mary MIDGLEY, Wisdom, Information, and Wonder: What Is Knowledge For?, Routlege, London 1995, 199. [44] Massimo PIGLIUCCI, «New Atheism and the Scientistic Turn in the Atheism Movement»: Midwest Studies in Philosophy 37 (2013), 142-153; cita en p. 144. [45] Mary MIDGLEY, Are You an Illusion?, Acumen, Durham 2014, 5. [46] Edward FESER, Scholastic Metaphysics: A Contemporary Introduction, Editiones Scholasticae, Heusenstamm 2014, 10-11. El mismo problema suscita el tipo de racionalismo favorecido por la Ilustración, que está obligado a presuponer la verdad de la razón para defender esta. De este modo, hace de la razón juez y parte en la cuestión de su autoridad y alcance, porque no reconoce ninguna autoridad más allá de la razón. [47] Angela POTOCHNIK, «Levels of Explanation Reconceived»: Philosophy of Science 77 (2010), 5972. [48] Philip S. GORSKI, «What Is Critical Realism? And Why Should You Care?»: Contemporary Sociology: A Journal of Reviews 42 (2013), 658-670. Una explicación detallada de mi adhesión a esta filosofía puede verse en Alister E. MCGRATH, A Scientific Theology 2: Reality, T. & T. Clark, London 2002. [49] Roy BHASKAR, The Possibility of Naturalism: A Philosophical Critique of the Contemporary Human Sciences, Routledge, London 19983, 3. [50] Para un análisis más detallado de este ejemplo específico, véase MCGRATH, A Scientific Theology 2: Reality, 226-231.

[*]

En español, CIDDM, es decir, Clasificación Internacional de las Deficiencias, Discapacidades y Minusvalías [N. del T.].

[*]

Siglas en inglés [N. del T.].

[51] Sobre el procedimiento, véase Wei CHEN, «Clinical Applications of PET in Brain Tumors»: Journal of Nuclear Medicine 48 (2007), 1468-1481. [52] Esto significa que ciertas teorías científicas impiden realmente el progreso científico al cerrar la puerta a opciones de investigación legítimas. Para un debate animado y tendencioso sobre algunos casos y temas interesantes, véase John BROCKMAN (ed.), This Idea Must Die: Scientific Ideas That Are Blocking Progress, Harper Perennial, New York 2015. [53] Para un detallado análisis de este punto, véase Isaiah BERLIN, Three Critics of the Enlightenment: Vico, Hamann, Herder, Princeton University Press, Princeton NJ 2000; Alister E. MCGRATH, «Theologie als Mathesis Universalis?: Heinrich Scholz, Karl Barth und der wissenschaftliche Status der christlichen Theologie»: Theologische Zeitschrift 63 (2007), 44-57. [54] Elinor OCHS y Lisa CAPPS, «Narrating the Self»: Annual Review of Anthropology 25 (1996), 1943; Christian SMITH, Moral, Believing Animals: Human Personhood and Culture, Oxford University Press, Oxford 2009, 63-94. [55] Como sostiene Roy F. BAUMEISTER, Meanings of Life, Guilford Press, New York 1991. [56] John DEWEY, The Quest for Certainty, Capricorn Books, New York 1960, 255 [trad. esp.: La búsqueda de certeza, FCE, México-Buenos Aires 1952, 223]. [57] Philip WEINSTEIN, «The View from Somewhere»: Raritan 32 (2013), 85-101. [58] Thomas NAGEL, The View from Nowhere, Oxford University Press, New York 1986, 67-89 [trad. esp.: Una visión de ningún lugar, FCE, México 1996].

SEGUNDA PARTE

Ciencia y teología: tres autores Introducción Es fatalmente fácil que una exposición sobre la relación de las ciencias naturales y la teología cristiana se convierta en algo irremediablemente abstracto. Mi dilatada experiencia en la enseñanza de teología a los estudiantes me ha convencido de que uno de los mejores modos de ayudarles a entender las ideas es presentarles algunos teólogos interesantes en vez de darles una simple clase sobre las ideas básicas de la materia. ¿Por qué? Un buen teólogo trata de lograr una síntesis personal de ideas en la que lo que se cree se entreteje en una forma de vida. Un teólogo es alguien cuya vida ha sido afectada por la teología, no solo alguien que estudia teología. Trata de entrelazar los temas centrales de la teología de una manera que parezca tener sentido y abra nuevas formas de entender nuestro mundo y de actuar en él. Publiqué en 2014 una biografía intelectual del teólogo suizo Emil Brunner (1889-1966) en la que intenté seguir la trayectoria y explicar el desarrollo de su singular visión teológica. Aunque encontraba altamente cautivadora la teología de Brunner, me interesaba más ver cómo llegó a esas ideas, cómo las mantuvo unidas y la influencia que tuvieron en su vida. La teología es un modo de ver las cosas en el que habitas, no solo algo en lo que piensas. Se trata de crear un espacio intelectual y moral en el que puedas vivir. Lo mismo cabe decir del gran campo que intenta reflexionar sobre lo que puede aprenderse de la interacción de las ciencias naturales y la teología cristiana. Son relativamente pocas las personas que trabajan en este campo, en parte porque impone notables exigencias intelectuales. Si quieres escribir con autoridad sobre este tema, necesitas haberte ganado un respeto como científico o teólogo, y preferiblemente como ambas cosas. Afortunadamente, algunos lo han hecho y es

mucho cuanto podemos aprender de ellos. Cada uno de los autores de esta parte del libro tiene una historia que contar sobre el modo en que llegó a interesarse por este campo y lo que encontró en él. En esta parte del libro expondré las ideas de tres autores que han hecho importantes contribuciones a este estudio: el químico teórico Charles A. Coulson, el teólogo Thomas F. Torrance y el físico John Polkinghorne. Coulson y Polkinghorne son científicos que se interesaron por la teología; Torrance, un teólogo que se interesó por la ciencia. He disfrutado mucho estudiándolos y sé por mi intercambio epistolar que a muchos otros les han resultado de gran ayuda para explorar la relación entre teología y ciencias naturales. Es interesante observar que los tres consideran intelectualmente legítima y heurísticamente apropiada cierta forma de «teología natural». Estudiaremos en el capítulo 10 el potencial de la teología natural para desarrollar el diálogo entre ciencia y teología. Aunque se centran en la relación entre las ciencias físicas y la teología, sus enfoques tienen son susceptibles de extenderse a las ciencias biológicas y más allá de ellas. Veremos cómo llegó cada uno de ellos a interesarse por estas cuestiones e identificaremos algunas de sus contribuciones principales al estudio. La mayoría de estos temas se desarrollarán posteriormente en la tercera parte. Comenzamos con un autor que me proporcionó un estímulo crítico para pensar en la relación entre ciencia y fe a principios de los años 70: Charles Coulson, el primer profesor de Química Teórica de la Universidad de Oxford.

2 Charles A. Coulson (1910-1974)

Todos necesitamos ayuda para adentrarnos en el estudio detenido de cuestiones complejas. Llegué a la Universidad de Oxford para estudiar Química en octubre de 1971. Mi forcejeo con las complejidades de la teoría cuántica durante el primer trimestre se vio complementado con una lucha quizá mayor. ¿Cómo podía reconciliar el descubrimiento que había hecho de la vitalidad intelectual de la fe cristiana con mi amor por las ciencias naturales? ¿Tendría que compartimentar mi mente, manteniéndolas separadas como extrañas y posiblemente incluso como enemigas? Sabía que no podía tolerar esta dicotomía en mi vida mental. Pero ¿y si fuera la única opción? ¿Qué haría entonces? En estas estaba cuando conocí a alguien que había lidiado con estas cuestiones mucho antes que yo y había encontrado respuestas razonables. Charles Coulson no solo era catedrático de Química Teórica en Oxford, sino que también era becario del Wadham College, donde yo hacía mis estudios de grado[1]. Era también un famoso predicador laico metodista y de vez en cuando predicaba en la capilla del colegio. En algún momento de 1973 le escuché predicar sobre cómo mantenía unidos sus compromisos científico y religioso, y por qué había rechazado la idea de un «Dios tapagujeros». Hablé con él después y le expuse mis temores sobre las tensiones entre la ciencia y mi fe. La conversación no duró más de diez minutos. No obstante, en ese breve tiempo, Coulson me ayudó a entender la idea de la coherencia fundamental de ciencia y fe que me ha acompañado hasta el presente y se expresa en este libro[2]. Charles Alfred Coulson nació en Worcestershire el 13 de diciembre de 1910[3]. Inicialmente mostró entusiasmo por las matemáticas, en parte inspirado por una conferencia impartida en Oxford por el matemático de origen ruso Selig Brodetsky[4]. Coulson obtuvo una beca para estudiar Matemáticas en el Trinity College de Cambridge en 1928. Aunque el tripos (grado) de Cambridge dura normalmente tres años, Coulson eligió quedarse un año más para estudiar Física.

En 1929 obtuvo first class [summa cum laude] en Matemáticas en la primera parte del tripos; en 1931 lo obtuvo en la segunda parte del tripos, y en 1932 lo consiguió en Física en la segunda parte del tripos. Comenzó entonces a trabajar en su tesis doctoral en Cambridge (1932-1936) investigando sobre la teoría orbital molecular –la idea de que los electrones están deslocalizados en las moléculas en vez de ocupar un lugar específico–. El tribunal no pudo aprobarlo, pues creía que no tenía suficientes conocimientos de termodinámica. Después de un segundo examen oral, Coulson obtuvo finalmente su doctorado en 1937. El director de su tesis fue J. E. Lennard-Jones, que llegó a Cambridge en 1932 para ocupar la cátedra Plummer de Química Teórica. Esta cátedra fue durante muchos años la única cátedra de Química Teórica con financiación propia en una universidad británica. Coulson era prodigiosamente inteligente, y cosechó media docena de premios y distinciones universitarias durante sus estudios de grado. Con veinte años publicó un artículo en el que demostraba un grave error en el trabajo de sir Harold Jeffreys (1891-1989), que era entonces uno de los más eminentes matemáticos de Cambridge. Publicó el primer cálculo preciso de una función de onda orbital molecular en la molécula de hidrógeno en 1938[5]. Ese mismo año fue nombrado profesor de Matemáticas en la Universidad de Dundee, donde permaneció hasta 1945. En este período desarrolló su gusto por la práctica del senderismo de montaña, que se hizo famoso por el uso que hacía de la compleja topografía de la montaña escocesa de Ben Nevis como analogía para explicar las múltiples perspectivas sobre la realidad. Coulson se sentía intelectualmente aislado y saturado de trabajo en Dundee, y empezó a buscar un entorno de investigación más agradable. En 1945 fue nombrado profesor investigador en el Laboratorio de Química Física de la Universidad de Oxford. Su remuneración era inferior a la obtenida en Dundee, pero el puesto le dejaba más tiempo para investigar y escribir. Los artículos importantes que escribió durante este período llamaron la atención y llevaron a su nombramiento de profesor de Física Teórica en el King’s College de Londres en 1947. Durante este tiempo escribió gran parte del libro que le daría fama internacional: Valence (1952)[6]. Regresó a Oxford como catedrático Rouse Ball de Matemáticas Aplicadas en 1952 y ejerció este cargo hasta convertirse en el primer catedrático de Química Teórica en el nuevo departamento de este mismo nombre que se creó en la Universidad de Oxford en 1972.

No obstante, fue en un artículo escrito en 1950, año en el que fue elegido miembro de la Royal Society, donde Coulson anunció públicamente su creciente interés por el campo de la ciencia y la religión[7]. En «The Christian Religion and Contemporary Science» Coulson esbozó algunos de los temas a los que se dedicaría más detalladamente durante los seis años siguientes. Este artículo mostraba cómo había surgido el «cisma» histórico entre ciencia y religión, que condujo a una relación deficiente con las cuestiones más profundas de la vida. «Algo se ha perdido de la totalidad de la experiencia humana», puntualizaba[8]. Si se pierde «el elemento trascendental de la vida», la humanidad se empobrece. ¿Qué podría hacerse para remediar la situación? En la respuesta, Coulson expresaba su percepción de que las cosas estaban cambiando. Había una mayor apertura en la ciencia para reflexionar sobre las cuestiones más profundas, indicadas pero no respondidas por la propia ciencia. «Está abierta la puerta para que comiencen las conversaciones, para que el científico y el teólogo exploren la tierra de nadie que une sus dos territorios»[9]. Estas conversaciones no estarían exentas de dificultades. Coulson mismo señalaba una importante preocupación que tenía que abordarse para que fuera posible un diálogo verdadero. El «sólido rendimiento de la ciencia moderna», comentaba, mostraba una clara «progresión o desarrollo» que contrastaba fuertemente con las «afirmaciones y creencias categóricas de una religión que se había revelado de una vez para siempre»[10]. Sin embargo, Coulson creía que, pese a tales dificultades, estas conversaciones tenían que llevarse a cabo y que era el momento adecuado para iniciarlas. Coulson se puso manos a la obra aprovechando, en general, conferencias públicas de gran repercusión para estimular el interés por ese campo. En 1953 pronunció en Durham las conferencias Riddell Memorial, publicadas posteriormente con el título Christianity in an Age of Science. En 1954 dictó en Cambridge la conferencia Rede con el tema Science and Religion: A Changing Relationship[11]. Su conferencia Eddington Memorial en Cambridge en 1958 fue publicada como Science and the Idea of God. Todo esto elevó considerablemente su perfil de científico de renombre capaz de abordar temas teológicos y dispuesto a hacerlo. Sin embargo, la obra que consolidó su reputación internacional como pensador destacado en este campo fue Science and Christian Belief (1955). Este libro fue fruto de sus cuatro conferencias McNair dictadas en la Universidad de Chapel Hill (Carolina del Norte) en 1954.

Coulson tendía a restar importancia a su creciente reputación de autoridad en este campo, y se sintió realmente complacido por un artículo periodístico en el que se hablaba de él como «profesor de Física Teológica» en el King’s College de Londres[12]. Sin embargo, a finales de 1950 muchos consideraban a Coulson la voz más importante en este campo, que aportaba su incuestionable autoridad cultural de científico de prestigio para abordar algunas cuestiones fundamentales de teología, así como para fomentar un diálogo más positivo entre teología y ciencia[13]. ¿Cómo surgió este interés por la relación entre ciencia y teología? El desarrollo de los puntos de vista de Coulson Las memorias de Coulson nos permiten responder a esa pregunta. Cuando llegó a Cambridge en 1928 era metodista no practicante. Su vida cambió radicalmente a causa de las reuniones estudiantiles a las que asistió durante el trimestre de Pascua (abril-junio) en 1930: «Para mí, Dios se volvió real»[14]. Como resultado de esta renovación personal de su fe, Coulson se implicó cada vez más en el culto y la actividad social de la Iglesia metodista, actuando como predicador laico. Sin embargo, por entonces existía una absoluta separación entre ciencia y religión en Cambridge. Pocos académicos estaban dispuestos a explorar su relación mutua en un ambiente académico tan hostil y receloso. Coulson, en cambio, se opuso a pensar separando intelectualmente su ciencia y la fe. Como diría más tarde, no iba a tolerar la idea de «una especie de seto en el territorio de la mente» que separase esos dos dominios[15]. Aunque otros estuvieran dispuestos a aceptar tal «dicotomía existencial», él no lo estaba. Coulson recibió la ayuda de tres profesores de Cambridge que querían explorar lo que para otros era un territorio prohibido. Eran el físico Alexander Wood (1879-1950), el teólogo Charles Raven (1885-1966) y el astrónomo Arthur Eddington (1882-1944). No está claro qué influencia tuvo In Pursuit of Truth (1927), de Alexander Wood, en Coulson[16]. Para este era importante la idea de la «unidad entre ciencia y fe»; no obstante, él asociaba esta idea más con Raven y Eddington que con Wood. Sin embargo, Coulson, en Science and Christian Belief, hace una reveladora referencia a Wood en la que sugiere que este expuso un «genuino estudio de investigación científica» en respuesta a la pregunta de un investigador sobre el fundamento de la fe[17].

No obstante, en Wood encontramos el esbozo de algunos temas que llegarían a ser importantes para Coulson; especialmente el rechazo de la idea del «Dios tapagujeros». Wood anticipó esta preocupación expresando su recelo de los «creyentes» que pensaban encontrar a Dios «solo en lo misterioso y lo “inescrutable”»[18]. Esto, para Wood, era inadecuado teológica y espiritualmente: «Ver la actividad de Dios en los agujeros y no en el proceso es limitar gravemente su radio de acción y empobrecer enormemente nuestro pensamiento religioso»[19]. Antes al contrario, Wood propuso una visión teológica del mundo que posibilitaba discernir la inteligibilidad y la coherencia de la realidad: «Esto es lo primero que le exigimos a la religión: que ilumine la vida y la convierta en un todo»[20]. Charles Raven fue catedrático Regius de Teología en Cambridge desde 1932 hasta 1950, período en el que también fue rector del Christ’s College (1939-1950) y vicecanciller de la universidad (1947-1949). La tesis fundamental de Raven de la «unidad de la ciencia y la fe» fue claramente importante para Coulson, y es la primera obra que cita en su magistral Science and Christian Belief. Coulson entiende que Raven ofrece un apoyo a su idea de que «el cristianismo dice dar una explicación a todo lo que experimenta un ser humano»[21]. La ciencia y la teología usan el mismo método fundamental y, por tanto, pueden abordar los mismos temas esenciales de la experiencia humana. Los «dos únicos sacramentos» del «universo creado» y la «persona de Jesucristo» actúan como lentes o marcos interpretativos que «revelan el sentido y expresan la experiencia de la realidad»[22]. Arthur Eddington era catedrático Plumiano de Astronomía en Cambridge cuando Coulson realizaba sus estudios[23]. Eddington era cuáquero y consideraba las ciencias naturales como una confirmación de la creencia religiosa, aunque de un modo un tanto genérico. Coulson cita a Eddington más como científico que como intérprete religioso de la ciencia. Sin embargo, Eddington estaba atento a las implicaciones espirituales de las ciencias naturales. En las Conferencias Swarthmore dictadas en 1929 exploró la relación entre la ciencia y el «mundo invisible», y constituyen una indagación importante de la afinidad entre la ciencia y una adogmática fe cuáquera[24]. Quizá la sección más importante de la obra es la sugerencia de que la ciencia y la religión son explicaciones parciales y provisionales de una realidad más grande[25]. Coulson, sin embargo, consideraba esta conferencia como expresión de un período anterior en la relación entre ciencia y religión, en el que los científicos eran reacios a hablar de Dios. En la década de 1950, el período

en el que Coulson escribió sus obras más relevantes sobre este tema, la situación había cambiado[26]. Así pues, ¿cuáles son los temas importantes en las reflexiones que hace Coulson sobre la relación entre ciencia y teología? Aunque abarca muchos, yo me centraré en cinco temas continuamente recurrentes en sus escritos de los años 50 y que son claramente centrales en su pensamiento: la relación cambiante entre ciencia y religión; su búsqueda común de inteligibilidad y coherencia; la ciencia y la religión como dos ámbitos que ofrecen perspectivas complementarias sobre la realidad; las deficiencias de un «Dios tapagujeros», y el potencial de una teología natural como lugar en el que mantener un diálogo constructivo entre ciencia y fe. Presentaremos por orden cada uno de estos temas. La relación cambiante entre ciencia y religión Cuando era estudiante de grado en Cambridge, Coulson era consciente de la fuerte renuencia de los científicos a reconocer su fe públicamente, a hablar de Dios o a tratar de interconectar su vocación de científicos y su fe como cristianos. Se consideraba a la ciencia y la religión «totalmente separadas entre sí, sin ningún punto de contacto»; estaban relacionadas con dos «mundos completamente diferentes»[27]. Esta posición reflejaba en parte una hostilidad cultural a la religión en la comunidad científica de Cambridge de la época. Sin embargo, Coulson creía que también reflejaba una desconfianza arraigada en las Iglesias cristianas con respecto a las ciencias naturales, que las inclinaba a desentenderse totalmente de los temas científicos, lo que conducía a una lamentable –y evitable– «dicotomía de experiencia» en la comunidad cristiana. Coulson criticaba también un segundo enfoque, que sostenía que la ciencia y la religión eran diferentes pero permitían una transición de una a la otra. Inspirándose en la analogía de viajar por Europa en tren, Coulson dice que muchas personas tendían a pensar que «ciencia y religión ocupan regiones contiguas» gobernadas por conjuntos de leyes totalmente diferentes[28]. Era como si existiera una región llamada «Ciencia» y otra llamada «Religión». Dios estaba limitado a una de estas regiones, desconectado de las demás, sin relevancia alguna para la región de la «Ciencia». Si querías visitar las dos regiones, tenías que cambiar de tren. Cada una exigía un método diferente[29]. Cuando llegabas a los límites de la región

científica, se te transfería a la de la religión, una región con reglas y procedimientos intelectuales muy diferentes. Aunque Coulson abordó esta cuestión numerosas veces en la década de 1950, tal vez su exposición más importante del tema se encuentra en la Conferencia Rede de 1954 en la Universidad de Cambridge. Haciéndose eco de temas que reaparecieron en la más famosa Conferencia Rede de C. P. Snow en 1959, titulada «The Two Cultures», Coulson expresó su malestar por la desconexión entre ciencia y fe que había experimentado personalmente tanto en los laboratorios como en las iglesias. «El científico que no hace uso de la religión y el cristiano que no hace uso de la ciencia están condenados a la estrechez y la pobreza de sus puntos de vista»[30]. Coulson veía esta insatisfactoria relación reflejada en la historia reciente y en la experiencia del momento. ¿Por qué el gran científico Michael Faraday dejaba su religión cuando entraba en el laboratorio, y su ciencia cuando lo cerraba para regresar a casa?[31]. La fe religiosa estaba privatizándose y se le impedía adentrarse en el diálogo público con las ciencias naturales, con la connivencia de los creyentes y de las Iglesias. Las Iglesias, creía Coulson, simplemente no sabían cómo responder a la ciencia. Algo tenía que hacerse al respecto, y Coulson pensaba que debía contribuir a la solución del problema. Se dio cuenta de que la interpretación cultural de la relación entre ciencia y fe que había heredado su época no era históricamente acertada ni obligatoria. No había sido siempre así y podía cambiarse. En lugar de estas dos interpretaciones deficientes de la relación entre ciencia y fe, Coulson propuso su enfoque. Inteligibilidad y coherencia en ciencia y religión En su Conferencia en Memoria de Eddington de 1958 en Cambridge, Coulson reflexionó sobre la pregunta de por qué hay que creer en los electrones. Invitó a los asistentes a imaginar la respuesta que daría un físico moderno. «Sí, yo creo en los electrones, no porque los haya visto, olido, tocado o pesado, pues nunca lo he hecho y no espero hacerlo nunca, sino porque son un concepto que cumple la función de todos los conceptos de la ciencia, que da sentido a una gran cantidad de fenómenos aparentemente desconectados entre sí»[32].

Lo que Coulson sostiene aquí es que una buena teoría es capaz de relacionar o unir un grupo de observaciones que de otro modo podrían considerarse desunidas o sin relación alguna entre sí. Vio una interacción creativa y constructiva entre ciencia y religión como reflejo y salvaguarda de la coherencia de la realidad. Sin la ciencia y la religión, decía, no tendríamos ninguna «garantía de la que realidad sea una», de modo que nuestra «confianza en la totalidad de la vida» se vería seriamente perjudicada[33]. Coulson era intensamente reacio a toda «fragmentación de la experiencia humana», que conduciría inevitablemente a abandonar todo intento de «dar sentido –un sentido– a todas nuestras diversas experiencias»[34]. Como la teología, la ciencia es un «marco mental» capaz de integrar experiencias de tal modo que puedan vislumbrarse «un patrón y un sentido»[35]. Para Coulson, el cristianismo ofrece un «esquema conceptual» o un «patrón» que fundamenta y estimula la ciencia. Sin embargo, Coulson no traza ninguna línea divisoria entre los dominios de la religión y los de la ciencia, declarando que ciertas formas de experiencia son «religiosas» (y caen, por tanto, en el territorio de la teología) y otras son «científicas» (cayendo, por tanto, en el territorio de las ciencias). Es totalmente contrario a todo tipo de fronteras artificiales experimentales o intelectuales. «Las dos descripciones [científica y religiosa] parten del mismo origen básico –nuestras experiencias– y la experiencia no puede nunca contradecirse»[36]. Tenemos experiencias y hacemos observaciones, y estas están abiertas a la interpretación desde múltiples perspectivas. La experiencia, por así decirlo, no se ofrece en paquetes etiquetados que deban ser abiertos y examinados por unos destinatarios designados en los departamentos de religión o ciencia. Coulson era muy crítico de todo «esquema que separase el territorio de la mente en parcelas sometidas a autoridades independientes»[37]. Era malo para la ciencia, malo para la religión y especialmente malo para todo intento coherente de dar sentido al universo que entretejía todos estos elementos en un todo integrado. La respuesta humana a la realidad debe «incluir no solo la creación de un patrón que se pueda llamar verdadero, sino también el reconocimiento de que Dios es mediado [para nosotros] en el patrón y en la experiencia»[38]. La ciencia, decía Coulson, es «un medio para dar sentido a nuestra experiencia»[39]. ¿Qué otros medios hay? Con esta pregunta llegamos a una de las aportaciones más relevantes de Coulson a la interacción de la ciencia y la teología: la idea de las múltiples perspectivas de la realidad.

Ciencia y religión: perspectivas complementarias de la realidad Coulson tenía claro que el universo científico era tan complejo que exigía una manera consecuentemente compleja de descripción y representación, lo que a su vez requería múltiples lenguajes adaptados a sus objetos: «Un solo lenguaje es insuficiente por sí mismo»[40]. Su enfoque específico nos invita a ver la teología y las ciencias naturales como perspectivas complementarias de la misma realidad compleja. No es una idea fácil de transmitir y depende crucialmente de una analogía efectiva para entenderse adecuadamente. Afortunadamente, el período que Coulson pasó trabajando en Escocia le proporcionó una ilustración perfecta: la «analogía de la montaña»[41]. Coulson y su esposa intentaron encontrar tiempo para subir a tantas montañas como pudieran durante su estancia en Escocia, mostrando un particular respeto por el Ben Nevis, la mayor elevación del Reino Unido. Suponiendo que muchos de sus lectores estarían familiarizados con su topografía, Coulson los invita a unirse a él en un paseo imaginario en torno a la montaña y a reflexionar sobre lo que ven. Vista desde el sur, la montaña se presenta como «una pendiente cubierta de hierba», y desde el norte como «un contrafuerte rocoso escarpado». Quienes conocen la montaña están familiarizados con estas perspectivas diferentes. Es la misma montaña; sin embargo, una descripción completa exige unir estas perspectivas diferentes para integrarlas en una sola visión coherente[42]. La idea central de Coulson es la siguiente: «los puntos de vista diferentes producen descripciones diferentes». El científico podría situarse en el lado norte de la montaña, el poeta en el sur, etc. Cada uno informa de lo que encuentra usando su lenguaje e imágenes diferentes, adaptados a lo que ven. «Todos miran la montaña; cada uno ve ciertas cosas y cada uno trata de describir su encuentro con la montaña en términos que tienen sentido para él. Cada uno crea un lenguaje que es adecuado para su finalidad particular»[43]. Así, donde un observador puede ver una pendiente llena de hierba, otro puede ver una montaña rocosa. No obstante, los dos puntos de vista son representativos y legítimos. Para Coulson, esto hace que sea esencial la necesidad de una imagen global, acumulativa e integrada de la realidad: «Las diferentes visiones de la misma realidad parecerán diferentes, pero ambas serán válidas»[44]. La analogía se aplica fácilmente a la relación de la ciencia y la fe. Como hemos visto, Coulson se opone a la idea de que existan dos mundos delimitados que son

experimentados de maneras diferentes, el «científico» y el «religioso». Se experimenta un mismo mundo, y esa experiencia es compleja, y requiere y exige tanto un enfoque científico como uno religioso. «Los dos mundos son uno, aunque visto y descrito en términos apropiados; y es solo el hombre que no puede, o no quiere, mirarlo desde más de un punto de vista el que afirma la autoridad exclusiva de su propia descripción»[45]. Quizá el argumento de Coulson se expresa más claramente en su recensión de la obra Scientific Adventure, de Herbert Dingle (1952). «Cada ciencia por separado es un conjunto de modelos, útiles por un tiempo pero desfasados al final, a medida que la experiencia crece. Ninguno de los modelos es “verdadero”, a menos que por verdad se entienda “adecuado para los propósitos presentes y autocoherente”. Los modelos adecuados para propósitos diferentes pueden parecer contradictorios, pero eso es simplemente porque son adecuados para propósitos diferentes, y esto no debería alarmarnos»[46]. La analogía de los diferentes modos de ver una montaña se entiende y se aplica fácilmente, pero ¿es apropiada? Coulson era consciente de la notable debilidad de su analogía, pues parece implicar que toda perspectiva de las cosas es igualmente válida y valiosa. La perspectiva cristiana de la realidad ¿es simplemente una entre numerosas perspectivas? ¿Es incompleta a menos que sea complementada por otras?[47]. La respuesta de Coulson a esta cuestión es extensa y rica en ejemplos, pero no resuelve realmente el problema. No obstante, hace dos observaciones que merecen analizarse. Coulson cree claramente que tanto la teología como la religión –términos que no considera sinónimos– pueden considerarse como «puntos de vista»[48]. No obstante, ambos trascienden la categoría de «punto de vista», puesto que, por ejemplo, la religión incluye claramente un elemento «no discursivo». Además, Coulson indica que el enfoque que adoptamos determina su resultado. Si hacemos preguntas físicas, obtenemos respuestas físicas; si hacemos preguntas químicas, obtenemos respuestas químicas[49]. Esto contextualiza la pregunta que Coulson se hizo, pero en realidad no la responde. Sin embargo, hay un momento en el que Coulson se acerca a una respuesta en clave de «iluminación» de la realidad por una teoría fiable tan grande que «no podríamos encontrarla por nosotros mismos, a menos que viniera dada en la búsqueda»[50]. Coulson explica lo que quiere decir citando la Conferencia Radford Mather de sir Lawrence Bragg de 1950, pronunciada en la Royal Institution de Londres el 25 de octubre de 1950[51]. En esta conferencia, titulada

«Science and the Adventure of Living», Bragg habló de su experiencia como físico de la repentina revelación de información que ilumina los secretos de la naturaleza: «Cuando uno ha buscado durante mucho tiempo la clave de un secreto de la naturaleza y es recompensado con la comprensión de una parte de la respuesta, esta [comprensión] se produce como un destello cegador de revelación; se produce como algo nuevo, más simple y al mismo tiempo más satisfactorio estéticamente que cualquier cosa que uno pueda haber creado en su mente. Esta convicción emerge de algo revelado, no de algo imaginado»[52]. Coulson está dispuesto a hablar de tal descubrimiento como «revelación» en el sentido de «revelación personal» o una sensación de «algo dado», que cree que las personas religiosas consideran como la característica más importante de su fe. (Hay aquí claros paralelismos con la noción de «situaciones de descubrimiento»[53] de Ian Ramsey). Coulson afirma que se nos da un marco de sentido que nos capacita para discernir la coherencia del mundo natural. La ciencia y la religión, correctamente entendidas, son complementarias; no obstante, Coulson no intenta construir ningún orden jerárquico de su relación. Por qué el «Dios tapagujeros» no es una opción seria Se le atribuye en general a Coulson la popularización de la expresión «Dios tapagujeros»[*], que usa para designar una forma de apologética o una visión positiva de la fe cristiana que se centra en los agujeros explicativos que hay en el conocimiento científico contemporáneo como base para creer en Dios[54]. La expresión –o algo muy parecido a ella– se había usado anteriormente; Coulson, sin embargo, le dio una nueva orientación. Consideró esta inadecuada creencia como la consecuencia inevitable de una bifurcación impropia de la realidad en los dominios separados de la «ciencia» y de la «religión». Hizo esta observación con particular claridad en 1953: «No podemos tratar la religión y la ciencia como si fueran dos parcelas contiguas, cada una cultivada independientemente, con un seto para marcar los límites de la propiedad y advertir a la otra parte que “no pise su campo”. Pues, de hacerlo, cada nuevo descubrimiento científico nos exigiría desarraigar el seto y trasplantarlo más hacia un lado; y llegará el momento en el que Dios será empujado fuera del escenario, a los bastidores, como un actor sin papel que

representar. El significado de esto es obvio: Dios no puede venir al final de la ciencia; no podemos decir “Aquí termina la ciencia; aquí comienza la religión”: de estar Dios presente, debe estarlo en el comienzo de la ciencia y a través de ella»[55]. Coulson volvió sobre esta preocupación en 1955, desarrollando las observaciones hechas anteriormente. La «dicotomía existencial» que subyace al modelo del Dios tapagujeros podría ser posiblemente tolerable si el mundo estuviera dividido en dos grupos de personas no solapados: los científicos y los creyentes. Sin embargo, esta «partición intelectual» llega a ser intolerable en el caso de los individuos que «profesan ambas lealtades»[56], como el mismo Coulson. Este modo de pensar en Dios implicaba, según él, un área menguante en la que Dios podría ser conocido en primer lugar, y un consiguiente empobrecimiento de la visión de Dios: «Es un Dios que deja sin explicar la naturaleza mientras se escabulle por los agujeros, engañándonos a nosotros y a la naturaleza con “su margen de acción” camuflado»[57]. Es importante notar que Coulson no cree que la ciencia pueda responder a toda cuestión sobre la vida o el universo; insiste en que tiene límites, en el sentido de que solo puede ofrecer cierto tipo de respuesta: «Creo que los límites de la ciencia son solo los presentados por las siguientes palabras: si una cuestión sobre la naturaleza puede plantearse en términos científicos, entonces, básicamente, será susceptible de una respuesta científica»[58]. ¿Cómo podría ser posible una transición desde un conocimiento del mundo natural a un conocimiento de Dios? Coulson traza una posibilidad, que claramente cree que necesita ser recuperada del olvido y reformularse para afrontar sus deficiencias: la teología natural. Coulson sobre la teología natural El enfoque de Coulson sobre la ciencia y la fe le conduce lógicamente a dar por buena una iniciativa teológica en particular, que considera consecuencia adecuada de una comprensión correcta de la relación de la ciencia y la fe. Aunque no ofrece una definición rigurosa de «teología natural», él la entiende claramente como un reconocimiento de que Dios se revela de alguna manera en el mundo natural y a través de él. «La teología natural no es un callejón sin salida, ni tampoco un extra opcional; no es posible ninguna revelación “particular” a menos que también se

produzca una revelación “general”»[59]. La fundamental convicción de Coulson de la necesidad de reconsiderar el concepto de teología natural se expone programáticamente y se explora episódicamente en su importante obra Science and Christian Belief[60]. Él no desarrolla este concepto ni ofrece una reflexión extensa sobre el modo en que podría llevarse a cabo. No obstante, la trayectoria básica de su pensamiento es clara y coherente: el descubrimiento de la religión desde la ciencia se produce mediante un «acto de reflexión»[61]. ¿Qué tipo de reflexión tiene Coulson en mente? Cita, con aprobación, al filósofo natural Francis Bacon, que hablaba de la teología natural como «teológica con respecto a su objeto y natural con respecto a su fuente de información». El viaje intelectual de reflexión que Coulson quiere alentar comienza, así, partiendo del mundo natural con las «medidas, las observaciones, las experiencias que son el punto de partida de la ciencia»[62]. Las primeras etapas de este viaje implican el discernimiento de «patrones independientes», que nos conduce a sospechar que existe una unidad más grande detrás de ellos. En consecuencia, Coulson insiste en «la deficiencia palmaria de un punto de vista, o disciplina, para expresar esta unidad por sí mismo»[63]. La siguiente etapa del viaje, según Coulson, es darse cuenta de que la unidad revelada por disciplinas independientes «posee una naturaleza en sí que solo puede describirse como “espiritual”»[64]. Ilustra esto citando el «asombro extático» de Albert Einstein ante la armonía del mundo físico. Este paso es un tanto problemático por tres razones obvias. Primera, no todos los científicos expresan su reacción ante la naturaleza con estos términos; segunda, es perfectamente posible formular una respuesta de asombro ante la naturaleza en términos no religiosos; y tercera, podría simplemente conducir a cierta forma de panteísmo y no al cristianismo[65]. Aunque Coulson no usa este vocabulario, su enfoque es esencialmente lo que John Polkinghorne describiría posteriormente como «ascendente» (véanse pp. 9899). Si bien existen importantes diferencias entre los dos autores, ambos comparten el instinto científico fundamental de comenzar por los datos empíricos. El relato que hace Coulson del viaje es evidentemente el de alguien que comienza en el mundo de la experiencia y gradualmente va advirtiendo que el mundo de la naturaleza no es un marco cerrado, sino que se abre a posibilidades imaginativas e intelectuales más profundas. Coulson relaciona después estas ideas con su fe

cristiana, permitiendo que se identifiquen y exploren sus resonancias y convergencias. Es mucho cuanto podría decirse de la concepción de Coulson de la relación entre ciencia y teología. No obstante, esta breve exposición de los contornos principales de su pensamiento es suficiente para indicar algunos de los ángulos potenciales de acercamiento y vías de exploración que se nos abren. [1] Coulson obtuvo esta beca en Wadham al ser nombrado catedrático de Matemáticas en Oxford en 1952. Mantuvo esta beca después de ser nombrado catedrático de Química Teórica veinte años después. [2] Dediqué mi libro Inventing the Universe (2015) al profesor Coulson. Es hermoso reconocer las deudas de este tipo, aunque sea tardíamente. [3] La mejor biografía puede leerse en S. L. ALTMANN y E. J. BOWEN, «Charles Alfred Coulson 19101974»: Biographical Memoirs of the Fellows of the Royal Society 20 (1974), 75-134. También incluye una bibliografía completa de las obras de Coulson. [4] Coulson recordó este episodio en el discurso que como presidente dirigió a la Asociación Matemática en 1969. Cf. C. A. COULSON, «On liking Mathematics»: Mathematical Gazette 53 (1969), 227-239, especialmente 228-229. [5] C. A. COULSON, «Self-Consistent Field for Molecular Hydrogen»: Mathematical Proceedings of the Cambridge Philosophical Society 34 (1938), 204-212. [6] Sobre la importancia de esta obra, véase Ana SIMÕES, «Textbooks, Popular Lectures and Sermons: The Quantum Chemist Charles Alfred Coulson and the Crafting of Science»: British Journal for the History of Science 37 (2004), 299-342, especialmente 309-316. [7] Charles A. COULSON, «The Christian Religion and Contemporary Science»: Modern Churchman 40 (1950), 205-215. El artículo tenía claramente su origen en una conferencia, pero no he logrado averiguar dónde se pronunció. [8] COULSON, «The Christian Religion and Contemporary Science», 212. [9] Ibid., 214. [10] Ibidem. [11] C. A. COULSON, Science and Religion: A Changing Relationship, Cambridge University Press, Cambridge 1955. [12] ALTMANN y BOWEN, «Charles Alfred Coulson 1910 –1974», 84. [13] Véase especialmente Charles A. COULSON, «The Natural Sciences», en Rupert E. Davies (ed.), An Approach to Christian Education, Epworth Press, London 1957, 41-57. [14] Véase su sermón de 1931 «My Testimony», citado en ALTMANN y BOWEN, «Charles Alfred Coulson 1910 –1974», 76-77. [15] C. A. COULSON, Science and Christian Belief, Oxford University Press, London 1955, 19.

[16] Alexander WOOD, In Pursuit of Truth: A Comparative Study in Science and Religion, Student Christian Movement, London 1927. [17] COULSON, Science and Christian Belief, 112. [18] WOOD, In Pursuit of Truth, 72. [19] Ibid., 73. [20] lbid., 102. [21] COULSON, Science and Christian Belief, 3. [22] Ibid., 115. Véase también su elogiosa cita de Science and the Christian Man (1952) de Raven en C. A. COULSON, Science and the Idea of God, Cambridge University Press, Cambridge 1958, 30. [23] Véase su biografía en A. Vibert DOUGLAS, The Life of Arthur Stanley Eddington, Nelson, London 1956. El mejor estudio sobre la concepción de Eddington de la ciencia y la religión es el de Matthew STANLEY, Practical Mystic: Religion, Science, and A. S. Eddington, University of Chicago Press, Chicago 2007. [24] Arthur Stanley EDDINGTON, Science and the Unseen World, Macmillan, New York 1929. Las Swarthmore Lectures se ofrecían en la reunión anual de la Sociedad de Amigos en Londres. [25] EDDINGTON, Science and the Unseen World, 90-91. [26] COULSON, Science and the Idea of God, 7-8. [27] C. A. COULSON, Christianity in an Age of Science, Oxford University Press, Oxford 1953, 6. [28] Ibid., 6. [29] Ibid., 7. [30] COULSON, Science and Religion, 3. [31] COULSON, Christianity in an Age of Science, 6. La opinión de Faraday sobre este tema era quizá un poco más compleja de lo que sugería Coulson, pues era consciente de los peligros que entrañaba la mezcla de la ciencia y la religión, en particular tal y como aparece en el idealismo romántico de Coleridge y otros. Véase Geoffrey CANTOR, Michael Faraday: Sandemanian and Scientist; A Study of Science and Religion in the Nineteenth Century, Macmillan, Basingstoke 1991. [32] COULSON, Science and the Idea of God, 8. [33] COULSON, Christianity in an Age of Science, 6. [34] COULSON, Christianity in an Age of Science, 7. Cf. la reflexión de Coulson sobre una «totalidad y unidad en la vida» en Science and Christian Belief, 108. [35] COULSON, Christianity in an Age of Science, 12. Coulson analiza el tema de la coherencia más detalladamente en 35-53. [36] COULSON, Christianity in an Age of Science, 25. [37] COULSON, Science and Religion, 8. [38] Ibid., 22. [39] COULSON, Christianity in an Age of Science, 12.

[40] Ibid., 15. [41] Ibid., 18-34. [42] Ibid., 19. [43] Ibid., 20. [44] Ibid., 21. [45] Ibidem. [46] C. A. COULSON, «Review of Herbert Dingle, The Scientific Adventure»: British Journal for the Philosophy of Science 12 (1953), 382-386. [47] COULSON, Christianity in an Age of Science, 30. [48] Ibid., 30. [49] Ibid., 27. [50] COULSON, Science and Christian Belief, 99. [51] Coulson cita esta conferencia en tres ocasiones: en la recensión de la obra The Scientific Adventure, de Herbert Dingle; en Science and Christian Belief, 99; y en Christianity in an Age of Science, 31. En ninguna de estas citas se proporcionan detalles de la publicación. [52] Lawrence BRAGG, «Science and the Adventure of Living»: Advancement of Science 27 (1950), 279-284. [53] Sobre esto, véase Jeff ASTLEY, «Ian Ramsey and the Problem of Religious Knowledge»: Journal of Theological Studies 2 (1984), 414-440. [*]

En inglés, God of the gaps, literalmente «Dios de los agujeros» [N. del T.].

[54] La idea, ciertamente, se encuentra mucho antes. Henry Drummond (1851-1897), por ejemplo, criticaba a los autores cristianos que apelaban a los «agujeros que ellos rellanarán con Dios»: véase Henry DRUMMOND, The Lowell Lectures on the Ascent of Man, J. Pott & Co., New York 190814, 333. [55] COULSON, Christianity in an Age of Science, 8. [56] COULSON, Science and Christian Belief, 19. [57] Ibid., 21. [58] COULSON, Science and Religion, 7. [59] Ibid., 32. [60] COULSON, Science and Christian Belief, 2. [61] Ibid., 98. [62] Ibidem. [63] Ibid., 100. Ya hemos visto (véanse pp. 64-65) el hincapié que hace Coulson en la necesidad de múltiples «puntos de vista» sobre una realidad compleja, que produce una explicación acumulativa de ella que trasciende los límites de un solo enfoque o método. [64] Ibid., 101.

[65] Coulson reconoce este tercer punto, pero no los dos primeros: COULSON, Science and Christian Belief, 103.

3 Thomas F. Torrance (1913-2007)

El segundo autor que he elegido para profundizar en el tema es Thomas F. Torrance (1913-2007), uno de los más grandes teólogos cristianos del siglo XX. Comencé a leerlo mientras estudiaba Teología en la Universidad de Cambridge en 1979. Ya había terminado mis estudios científicos y había obtenido una matrícula de honor en Teología por Oxford en el verano de 1978. Luego me fui a Cambridge por dos años. Había sido elegido becario Naden en Teología en el Saint John’s College de Cambridge. Este puesto de investigación, que se remonta a 1780, me dio acceso a las excelentes bibliotecas de investigación teológica de Cambridge. También aproveché este tiempo para prepararme como ministro de la Iglesia de Inglaterra en Westcott House, donde coincidí durante un año con John Polkinghorne. Mi objetivo en Cambridge era comenzar a estudiar seriamente la relación entre la ciencia y la teología, trabajando con el Dr. Arthur Peacocke (1924-2006), que entonces era decano del Clare College. Yo había realizado un trabajo de especialidad en el campo de la ciencia y la religión mientras estudiaba Teología en Oxford, y sabía que había mucho que hacer al respecto. Sin embargo, los colegas de mayor categoría profesional de Oxford me aconsejaron que no me internara directamente en el campo de la ciencia y la religión. Me recomendaron encarecidamente que entrara en el campo de la teología cristiana, de modo que aportara al otro campo una dedicación seria a la teología. Al final, acepté su consejo. Tenían razón.. Me había impresionado el ejemplo de dos teólogos que había estudiado en Oxford: Wolfhart Pannenberg y Jürgen Moltmann. Los dos habían empezado sus carreras centrándose en episodios de la historia de la disciplina. Decidí hacer lo mismo. Dedicaría mi tiempo en Cambridge a investigar el desarrollo de la teología de Martín Lutero. El profesor Gordon Rupp (1910-1986), experto en Lutero que se había jubilado recientemente de la cátedra Dixie de Historia de la Iglesia en

Cambridge, aceptó ser mi tutor. En este caso, amplié mi investigación para analizar el desarrollo de la doctrina de la justificación –tema importante en las obras de Lutero– dentro de la tradición cristiana en su conjunto, y la cuestión general de los orígenes intelectuales de la Reforma. Mi inmersión en la teología cristiana duró mucho más de lo que había previsto, en parte porque resultó ser muy interesante y en parte porque era mucho cuanto necesitaba aprender. De hecho, hasta 1995 no me pareció que entendía suficientemente la historia y los métodos de la teología cristiana para comenzar a escribir con rigor sobre la relación entre las ciencias naturales y la teología. No obstante, comencé a leer obras sobre el tema inmediatamente, en particular para hacerme una idea de las cuestiones que se planteaban y de los enfoques adoptados. Y así es como me topé con la obra de Torrance Theological Science, que compré en la librería Heffer en Cambridge en junio de 1979 y leí en unas pocas semanas. Cuando terminé aquel libro, supe que explorar la relación ciencia-teología iba a ser enormemente estimulante y también que Torrance era alguien a quien iba a tratar mucho. Conocí a Torrance fortuitamente en 1986. Había sido invitado a una conferencia de teólogos jóvenes para estudiar cómo podíamos pensar la relación entre ciencia y teología. Se nos dijo que estarían presentes algunos invitados, pero sin nombrarlos específicamente. La conferencia iba a celebrarse en un lugar magnífico: el castillo de Windsor. Aunque comenzaba a las cuatro de la tarde, por alguna razón anoté en mi agenda las dos de la tarde, así que llegué con dos horas de antelación. A los organizadores les hizo gracia la equivocación y me sugirieron amablemente que me pusiera cómodo mientras esperaba. Me llevaron a una sala, me dijeron que alguien más había llegado antes de tiempo y que podríamos aprovechar la ocasión para conocernos. Y así fue como conocí a Torrance, que había hecho el largo viaje desde Edimburgo hasta Windsor más temprano. Dedicamos las dos horas siguientes a charlar, centrándonos especialmente en su libro Theological Science. El resto de la conferencia fue interesante, pero supe sin ninguna duda qué era lo más destacado en el aspecto intelectual. Volví a Oxford con la mente acelerada al haberme percatado de que la relación entre la ciencia y la teología no solo era importante, sino también emocionante. En este capítulo exploraré algunos aspectos de la contribución de Torrance a este campo y me centraré especialmente en su emblemática aportación al conocimiento de la relación entre ciencia y teología.

La figura de Thomas Torrance Thomas Forsyth Torrance nació en el seno de una familia misionera el 30 de agosto de 1913 en Chengdu, capital de la provincia de Sichuan (China)[1]. Su padre, Thomas Torrance, había sido profundamente influido por la obra del gran misionero británico David Livingstone (1813-1873) y decidió dedicarse a la actividad misionera. Finalmente, se unió a la Misión de China Interior. Se estableció en Chengdu, ciudad situada en el sudoeste de China. Allí conoció a Annie Elizabeth Sharpe, que también había estado trabajando en esa región con la misma organización misionera, y se casó con ella. Tuvieron cinco hijos. Thomas fue el segundo. Torrance asistió a la escuela de la misión canadiense de Chengdu entre 1920 y 1927. La situación política china se deterioró en 1927 y los misioneros y sus familias tuvieron dificultades para llevar una vida normal. Torrance regresó a Escocia para continuar su formación en la Bellshill Academy entre 1927 y 1931. Posteriormente fue a la Universidad de Edimburgo y se licenció en Lenguas Clásicas y Filosofía en 1934. Le hubiera gustado proseguir sus estudios, pero la situación económica de la familia era problemática. El padre volvió a China, mientras la familia quedaba viviendo y trabajando en Edimburgo, hasta que regresó finalmente en 1934. Torrance siempre había deseado estudiar para ser ministro de la Iglesia y quizá hacerse misionero como su padre. Después de terminar sus estudios de grado, se matriculó en el New College de Edimburgo (uno de los centros de formación teológica reconocidos por la Iglesia de Escocia, con sede en la Universidad de Edimburgo) y se licenció en Teología (especialidad en Teología Sistemática) en 1937. Posteriormente, continuó con su investigación en Oxford y Basilea, donde estudió con Karl Barth y se doctoró con un trabajo sobre la doctrina de la gracia en los escritos de algunos teólogos cristianos de los primeros siglos. Después de pasar un curso como profesor de Teología Sistemática en el Seminario Teológico de Auburn, en el estado de Nueva York, desde el otoño de 1938 hasta el verano de 1939, Torrance fue ordenado pastor de la Iglesia de Escocia y ejerció de párroco en Alyth, una localidad de Perthshire, desde 1940 hasta 1947. En este período fue también capellán del Ejército británico durante la II Guerra Mundial (1943-1945) en la campaña de Italia. Una vez licenciado, regresó a la parroquia de Alyth, donde permaneció dos años antes de ser trasladado a la parroquia de Beechgrove, en Aberdeen (1947-1950).

Sin embargo, aunque Torrance estaba firmemente convencido de la importancia del ministerio pastoral, advirtió que sus dones le llevaban a otra parte. Se creía llamado a ejercer algún ministerio docente dentro de la Iglesia. También otros compartían este punto de vista. En 1950, Torrance fue nombrado profesor de Historia de la Iglesia en la Universidad de Edimburgo y en el New College. Pero, si bien le gustaba este cargo, su verdadera pasión era más la teología cristiana que la historia de la Iglesia. Cuando G. T. Thomson anunció su retiro de la cátedra de Dogmática Cristiana del New College en 1952, Torrance se dio cuenta de que quizá podría organizar un traslado interno en el New College, mediante el cual pasar de la cátedra de Historia de la Iglesia a la de Dogmática. Torrance logró obtener apoyo para su propuesta y fue nombrado profesor de Dogmática Cristiana en Edimburgo, cargo que ocupó hasta su jubilación en 1979. Durante esta «jubilación» escribió dos de sus obras más apreciadas: The Trinitarian Faith (1988) y The Christian Doctrine of God (1996). Torrance es mayoritariamente considerado como el teólogo británico más relevante del siglo XX. Fue pionero en la recepción en lengua inglesa del gran teólogo protestante suizo Karl Barth y se implicó intensamente en la traducción de su imponente Dogmática eclesial. No obstante, su fama también se debe a su prolongado interés por la relación entre las ciencias naturales y la teología cristiana, que se evidenció por primera vez en Theological Science (1969, basada en las Conferencias Hewett que dictó en 1959 en el Union Theological Seminary de Nueva York) y se desarrolló en obras posteriores como Reality and Scientific Theology (1985, basada en las Conferencias Harris impartidas en la Universidad de Dundee en 1970). Torrance recibió el premio Templeton en 1978 por su gran contribución al estudio de la interacción de la teología cristiana y las ciencias naturales. El desarrollo de las perspectivas de Torrance sobre la ciencia y la teología Torrance publicó poco sobre la relación entre ciencias naturales y teología cristiana antes de su decisiva Theological Science. Sin embargo, hay razones para pensar que algunas de sus ideas esenciales sobre dicha relación tomaron forma pronto, en parte por su lectura de la obra de Daniel Lamont Christ and the World of Thought (1934), en la que expone la visión de un compromiso teológico coherente con la cultura intelectual, incluidas las ciencias naturales[2]. A través de Lamont, Torrance descubrió los escritos del teólogo Karl Heim (1874-1958), que sostenía la obligación

que tenía la teología cristiana de interactuar tanto con el orden natural como con las ciencias naturales. Según Heim, el hecho de que un teólogo ignorase las cuestiones planteadas por las ciencias naturales constituía «una rebelión contra Dios, que nos ha situado en una realidad que nos confronta inevitablemente con cuestiones de este tipo, y que nos ha dado una inteligencia que no puede descansar hasta haber buscado algún tipo de respuesta a estas cuestiones»[3]. La influencia de Lamont es evidente en una serie de conferencias sobre «Ciencia y Teología» que Torrance dictó durante su período como profesor de Teología Sistemática en el Seminario Teológico de Auburn en 1938-1939[4]. En estas conferencias sostiene que la ciencia y la teología no deberían entenderse como dos disciplinas desconectadas y sin interacción, como si pudiera haber dos compartimentos herméticamente sellados en la mente, excluyendo por principio cualquier interacción. Torrance hacía hincapié en la importancia, para la ciencia y la teología, de «una fe en la coherencia última de las cosas tal como son en sí mismas». Pero ¿cómo se confirma esta fe en la coherencia última de la realidad? El científico puede perfectamente creer «que hay un principio de orden en el universo» que las ciencias naturales pueden descubrir y explorar. Pero ¿pueden explicarlo? La teología, por otra parte, puede ofrecer una explicación de ese orden, que se fundamenta en la naturaleza de Dios. El enfoque de Torrance sobre la relación de ciencia y teología refleja claramente el de Lamont, aunque Torrance desarrolla algunas de sus ideas en nuevas direcciones. Para Torrance, las ciencias naturales tienen como objetivo la descripción rigurosa y la generalización, pero no puede decirse en sentido estricto que ofrezcan explicaciones que superen la mera redescripción del mundo natural. «La ciencia no puede decirnos nada sobre el origen o los fines últimos de las cosas. Si hay que responder a estas preguntas, debe hacerse dentro de la esfera de la religión»[5]. Torrance afirma así la complementariedad de la ciencia y la teología, siempre que sean correctamente entendidas. «La ciencia solo nos informa de la luz que arroja sobre la realidad la observación empírica de los hechos de la naturaleza externa. Cuando la ciencia afirma que eso es todo cuanto puede decirse, deja de ser ciencia para convertirse en una especie de teoría filosófica llamada naturalismo»[6].

El desarrollo de una ciencia teológica Las conferencias de Auburn sobre ciencia y religión trazan un enfoque defendible y reflexivo para entender la relación entre la ciencia y la teología que claramente podía desarrollarse ulteriormente. Sin embargo, los escritos de Torrance de entre 1939 y 1959 no indican ningún interés particular sobre esa relación. Pero en 1959 dictó las Conferencias Hewett sobre «La naturaleza de la teología y el método científico» en tres instituciones teológicas de Nueva Inglaterra: el Union Theological Seminary de Nueva York, la Andover Newton Theological School de Newton Center y la Episcopal Theological School de Cambridge, en Massachusetts. Parece que Torrance fue invitado a dar estas prestigiosas conferencias sobre una materia de su elección dentro del amplio campo de la teología cristiana, con total libertad para elegir el tema concreto. La relación entre teología y ciencias naturales no era un tema obvio para Torrance, dados su interés y simpatía por la teología de Karl Barth, en particular debido a la renuencia de Barth a explorar la relación de la teología y las ciencias naturales. Las pocas afirmaciones que hace Barth sobre las ciencias naturales indican que las conocía poco y las consideraba irrelevantes para la teología[7]. Barth ni siquiera intenta afrontar la teoría de la relatividad en particular o el éxito intelectual de Einstein en general en ningún momento de su Dogmática eclesial[8]. En efecto, Barth trata la teología cristiana y las ciencias naturales como disciplinas sin conexión mutua alguna, cada una con su propio campo de competencia[9], desarrollando un equivalente teológico a la idea de ciencia y fe del biólogo Stephen Jay Gould como «magisterios que no se solapan»[10]. Para Barth y Gould no es necesaria ni tiene relevancia teológica una conversación seria entre la teología cristiana y las ciencias naturales. Así pues, ¿por qué eligió Torrance hablar de este tema que no había abordado en más de veinte años? Afortunadamente, Torrance explica a sus lectores las razones de su elección. En 1946 entabló amistad con el eminente físico británico sir Bernard Lovell (1913-2012), que fue el primer director del Observatorio Jodrell Bank, desde 1945 hasta 1980. Lovell era primo de Margaret Edith Spear, con quien Torrance se casó el 2 de octubre de 1946 en la parroquia de Combe Down, cerca de Bath. Las subsiguientes conversaciones de Torrance con Lovell suscitaron algunas cuestiones importantes. ¿Cómo comparar la teología con las ciencias naturales? ¿Podía calificarse la teología de científica en sentido propio?

En cierto sentido, estas preguntas no eran nuevas. El auge de las facultades de Teología en las universidades medievales condujo a un nuevo interés por la relación entre la teología y las otras disciplinas intelectuales y, por tanto, a la pregunta de si la teología podía considerarse como una «ciencia» (scientia en latín, una forma de conocimiento), en el sentido de una disciplina con criterios metodológicos aceptados. El magistral análisis de Tomás de Aquino del carácter científico de la teología demuestra un agudo sentido del nuevo clima intelectual resultante del redescubrimiento de Aristóteles, en particular del nuevo interés por la lógica silogística[11]. Sin embargo, Tomás entiende ciencia en el sentido de «disciplina intelectual», mientras que entre nosotros la palabra ciencia ha pasado a significar «ciencia natural»[12] o «ciencias naturales». Torrance ve claramente que el tratamiento del importante tema de la teología como ciencia en Barth «se quedaba corto» para lo que él esperaba y creía necesario para la tarea de la reflexión teológica[13]. La ausencia de un estudio serio de las ciencias naturales empobrecía la visión que Barth tenía de la teología y su aplicación general. La teología necesitaba avanzar «a través de Barth y más allá de él» para desarrollar apropiadamente tales temas, explorando «las armonías y las simetrías profundas de la gracia divina» que expresaban la «lógica interna de las operaciones creadoras y redentoras de Dios en el universo»[14]. La teología como ciencia: la cuestión del objeto El enfoque esencial de Torrance sobre la teología como ciencia puede resumirse en dos principios fundamentales. El primero, que la teología debe entenderse como una disciplina humana cuyo objetivo es producir, en la medida de lo posible, una explicación ordenada de lo que puede conocerse de su objeto. Comparte con las otras ciencias, incluidas las ciencias naturales, este deseo de obtener una explicación ordenada de las cosas. El segundo, que solo la teología reconoce la autorrevelación de Dios en Cristo como objeto de estudio, y, por tanto, como único fundamento y criterio de sus afirmaciones esenciales. El enfoque de Torrance contrasta fuertemente con el de Wolfhart Pannenberg, cuyo proyecto teológico constituye un regreso a la anticuada noción modernista de que a todas las disciplinas se les puede aplicar un único método de investigación[15]. El enfoque de Pannenberg muestra una comprensión cuestionable de los métodos de las ciencias naturales, complicada por su noción peculiar de «campo». Torrance,

en marcado contraste, tiene un buen conocimiento de los métodos de las ciencias naturales y un sentido seguro de su relevancia teológica. Torrance sostenía que los dos principios podían sostenerse respetando las genuinas diferencias entre teología y ciencias naturales si se estaba de acuerdo en que todas las disciplinas intelectuales o ciencias están obligadas a dar una explicación de la realidad según su naturaleza distinta (katà phýsin en griego)[16]. Para Torrance esto significa que tanto los científicos como los teólogos están obligados a «pensar solo de acuerdo con la naturaleza de lo dado»[17]. Al objeto investigado hay que darle voz en este proceso de indagación. La característica específica de una «ciencia» es dar una explicación precisa y objetiva de las cosas de una manera que sea apropiada a la realidad que se investiga. Tanto la teología como las ciencias naturales son, así, consideradas como actividades a posteriori que responden a «lo dado» en vez de como especulación a priori basada en unos primeros principios filosóficos. En el caso de las ciencias naturales, este «dado» es el mundo de la naturaleza; en el caso de la teología, es la autorrevelación de Dios en Cristo. Torrance mantiene así el carácter científico de la teología, al tiempo que insiste en que no hay una metodología generalizada o universal que pueda aplicarse acríticamente a todas las ciencias. En la medida en que cada ciencia se ocupa de un objeto diferente, tiene la obligación de responder a ese objeto de acuerdo con su naturaleza distintiva. Los métodos apropiados para el estudio de un objeto no pueden ser abstraídos y aplicados a todo lo demás. Cada ciencia desarrolla procedimientos apropiados para la naturaleza de su propio objeto particular, en el cual «ha resuelto su propio problema inductivo de cómo llegar a una conclusión general a partir de un conjunto limitado de observaciones particulares»[18]. Torrance sigue aquí a Barth, que insistía en la imposibilidad de desarrollar un método universal susceptible de ser aplicado a todas las disciplinas; antes al contrario, era necesario identificar el objeto singular de la teología cristiana y responder de una manera coherente con sus características específicas. Aunque los aspectos esenciales de esta idea pueden verse en los primeros escritos de Barth, se expone con particular claridad en su Dogmática eclesial. En esta importante obra, Barth critica los puntos de vista del teólogo Hans Hinrich Wendt (1853-1928), quien sostenía que el conocimiento «científico» no dependía de la naturaleza específica de su objeto; el mismo método era apropiado, más o menos, para todas las disciplinas intelectuales[19]. A esta opinión se opuso el teólogo Martin Kähler (1835-1912), que insistía en que es el objeto específico de una disciplina el que

determina su método[20]. Barth estaba de acuerdo con Kähler, afirmando que era esencial respetar el objeto singular de la teología cristiana y responder a él en consonancia[21]. La ontología determina la epistemología. Barth subrayaba así la diferencia de la teología con respecto a otras disciplinas, como las ciencias naturales. Sin embargo, a diferencia de Barth, Torrance veía una potencial convergencia intelectual entre la teología y las ciencias naturales, en cuanto ambas son consideradas como respuestas a posteriori a «lo dado», en cuanto las ideas humanas están correlacionadas con una realidad que es independiente del sujeto que conoce. Torrance sobre el realismo en la ciencia y la teología Según entiende Torrance la teología, tanto esta como las ciencias naturales suponen y emplean una epistemología realista. Este es un dato importante que requiere un análisis adicional, pues es fundamental para cualquier estudio sobre la relación entre teología y ciencias naturales. Como veremos cuando abordemos los puntos de vista de John Polkinghorne en el capítulo siguiente, tanto la teología como las ciencias naturales pueden entenderse como un intento de desarrollar ideas humanas de modo que proporcionen la mejor explicación posible de una realidad que, en definitiva, está fuera de la mente humana. Una larga lista de progresos tecnológicos, considerados esenciales para la existencia occidental moderna, se basan en la capacidad de las ciencias naturales para desarrollar teorías que inicialmente explican el mundo y posteriormente nos permiten transformarlo. ¿Y qué explicación más efectiva puede darse de este éxito que la sencilla afirmación de que lo que describen las teorías científicas está realmente presente? Como comenta Polkinghorne, «La explicación naturalmente convincente del éxito de la ciencia es que adquiere una comprensión cada vez más rigurosa de una realidad real. El verdadero objetivo del esfuerzo científico es comprender la estructura del mundo físico; una comprensión que nunca es completa, sino susceptible de seguir mejorando. Los términos de esa comprensión son dictados por la forma en que son las cosas»[22]. La explicación más sencilla de qué hace que las teorías funcionen es que se refieren a la forma en que realmente son las cosas. Si las afirmaciones teóricas de las ciencias naturales no fueran correctas, su enorme éxito empírico parecería ser

totalmente accidental. «Si el realismo científico, y las teorías en las que se basa, no fueran correctos, no habría explicación de por qué el mundo observado es como si fueran correctos; ese hecho sería meramente fortuito o totalmente milagroso»[23]. A Torrance se le reconoce mayoritariamente el mérito de haber desarrollado un enfoque rigurosamente realista de la teología. El verdadero conocimiento representa para Torrance una genuina revelación a la mente de aquello que es objetivamente real. Tanto la teología cristiana como las ciencias naturales operan con un concepto del conocimiento que tiene sus «fundamentos ontológicos en la realidad objetiva». Toda disciplina intelectual está obligada a explicar esa realidad: «El concepto de verdad integra a la vez el ser real de las cosas y la revelación de ellas tal y como son en realidad. La verdad del ser se manifiesta con su propia luz y su autoridad, obligándonos, por el poder de lo que es, a asentir a ella y reconocerla por lo que es en sí misma. San Anselmo, que desarrolló esto de una manera más realista, sostenía que la verdad es la realidad de las cosas tal y como son realmente independiente de nosotros ante Dios, y así es como deberíamos conocerlas y darles un significado»[24]. Torrance subraya la importancia de «responder a la realidad» como sello distintivo de toda verdadera empresa científica. Es justo y necesario estar atentos y ser receptivos a las cosas tal como son realmente, y asegurarnos de que hacemos todo lo que podemos para dar una explicación precisa y objetiva de las cosas, de una manera apropiada a la realidad que se investiga. El enfoque de Torrance contaría con un general asentimiento en la filosofía de la ciencia. La física, la biología y la psicología –por mencionar solo unos cuantos ejemplos– poseen cada una su propio vocabulario y métodos de investigación, y estudian la naturaleza según su propia categoría. Hace tiempo que se entiende esto y no es objeto de controversia. Por ejemplo, veamos los comentarios de J. Robert Oppenheimer (1904-1967), uno de los mejores físicos nucleares norteamericanos: «Cada ciencia posee su propio lenguaje […] Todo lo que el químico observa y describe puede expresarse con términos de la mecánica atómica, y al menos la mayor parte de la explicación podría entenderse. Sin embargo, nadie sostiene que, al abordar las formas químicas complejas que son de interés biológico, sea útil el lenguaje de la física atómica. Antes al contrario, tendería a oscurecer las grandes regularidades de la bioquímica, así como la descripción dinámica del gas oscurecería su comportamiento termodinámico»[25].

Oppenheimer comenta acertadamente que cada ciencia natural desarrolla un vocabulario y un método de trabajo que es apropiado o adaptado a su objeto. No existe un método «universal»; antes bien, cada ciencia desarrolla unos procedimientos que surgen naturalmente de su campo de investigación. Torrance podría haber profundizado más en esto recurriendo, por ejemplo, a los escritos de Werner Heisenberg (1901-1976), que ganó el Premio Nobel en física en 1932 por su obra pionera en el campo de la mecánica cuántica. En su tratado de 1942 sobre el «orden de la realidad», Heisenberg hacía hincapié en que explorar un nuevo campo o área de realidad implicaba inevitablemente desarrollar un nuevo lenguaje y modo de pensar adaptados a lo que se experimentaba o encontraba: «Nuestros procesos de pensamiento desarrollarán siempre un lenguaje adecuado para el dominio de la realidad contemplado que refleje con precisión cómo son las cosas en ese ámbito»[26]. Torrance sostiene que la teología y las ciencias comparten una común adhesión a una epistemología realista, mediante la que responden de manera apropiada a la naturaleza de esa realidad. La naturaleza específica de este enfoque no puede establecerse por adelantado –y en esto se hace clara la crítica implícita de Torrance a las tendencias de universalización de la Ilustración–, sino que es determinada por la adhesión misma. «[La teología y las ciencias reconocen] la imposibilidad de separar la forma en que surge el conocimiento y el conocimiento real que alcanza. Así, en teología, los cánones de indagación que se disciernen en el proceso de conocimiento no son separables del cuerpo de conocimiento real del que surgen. En la naturaleza del caso no se puede obtener una explicación verdadera y adecuada de la epistemología teológica sin una exposición sustancial del contenido del conocimiento de Dios, y del conocimiento del hombre y del mundo como criaturas de Dios»[27]. La visión que tiene Torrance de la teología se apoya así en la convicción fundamental de que existe un mundo real exterior a la mente humana, que es entendido –no construido– por la razón humana, la cual afronta cada aspecto de ese mundo real según su identidad y propiedad específicas. Torrance lo expresa muy claramente en la Conferencia Keese impartida en la Universidad de Tennessee en Chattanooga en abril de 1971:

«La teología científica, no menos que la ciencia natural, se preocupa por descubrir modos apropiados de racionalidad o instrumentos cognitivos con los que adentrarse en el centro de la experiencia religiosa, y, por tanto, por el desarrollo de conceptos axiomáticos mediante los que permitir que se descubran sus principios interiores, y bajo esta luz comprender, en lo posible, la estructura racional de todo el campo de la interacción de Dios con el hombre y el mundo que hizo»[28]. Torrance sitúa la teología cristiana en el amplio espectro de los intentos humanos por abordar el mundo real identificando y respetando su naturaleza específica. La teología cristiana puede entenderse como una «teoría», una penetración «especulativa» en la estructura de las cosas o una «“lente” refinada mediante la que vemos en el interior del orden subyacente de la naturaleza o más bien le permitimos que se nos descubra»[29]. ¿Por qué es tan importante el enfoque de Torrance? Para apreciar sus méritos resultará útil compararlo con el enfoque no realista de la teología desarrollado en una serie de obras por Don Cupitt, más conocido por su iconoclasta obra titulada The Sea of Faith[30]. Rechazando toda forma de realismo por considerarlo «obsoleto» o representación de una acrítica «nostalgia» del pasado, sin intentar abordar la abundante bibliografía de la filosofía de la ciencia que sugiere lo contrario, Cupitt afirma que los seres humanos inventan sus ideas esenciales, incluidos los métodos de investigación y los criterios de evaluación. «Todas nuestras ideas normativas han sido postuladas por nosotros, incluidas las verdades matemáticas y lógicas, como también nuestros ideales y valores»[31]. La realidad es algo que construimos, no algo a lo que respondemos o reaccionamos. «Hemos construido todas las visiones del mundo, hemos formulado todas las teorías… Dependen de nosotros, no al revés»[32]. Esta renuencia a tomar en serio las ciencias naturales, a pesar del interés inicial de Cupitt por este campo[33], es a la vez sorprendente e inquietante. En el The Sea of Faith, Cupitt sostiene que la mecánica newtoniana y la teoría de la evolución de Darwin impiden regresar a las formas anteriores de concebir y practicar la fe cristiana. No obstante, resulta claro que Cupitt acepta tácitamente alguna forma de realismo científico al hacer ese comentario; de lo contrario, tendría que haber hablado solo de cambios arbitrarios en las modas intelectuales, en lugar de cambios justificables en nuestra comprensión del mundo. En su precipitación por rechazar las creencias religiosas tradicionales por «obsoletas»,

Cupitt pasa por alto el incómodo hecho de que lo que él cree que las vuelve desfasadas –como la teoría de la selección natural de Darwin– se origina fuera de la mente humana y obtiene su credibilidad y fuerza intelectual precisamente porque el mundo es así, no como elegimos verlo. Al tiempo que rechaza el realismo, Cupitt asume implícitamente su validez para el progreso de los argumentos científicos en contra de las ideas teológicas tradicionales. Se trata de una postura circular insostenible. Cupitt, especialmente en sus escritos posteriores, considera las afirmaciones sobre Dios o los valores morales como construcciones humanas arbitrarias que reflejan el ejercicio de la radical autonomía humana[34]. En contraste, Torrance insiste en que tanto las ciencias naturales como la teología cristiana están obligadas a hacer todo lo posible por dar una explicación de cómo es el mundo, en vez de imponerle sus propios puntos de vista. La teología es responsable, en el doble sentido de representar una respuesta a una realidad que está más allá de su control, pero que tiene la obligación de representar lo mejor que pueda, y en el sentido de que debe rendir cuentas por esas explicaciones de la realidad. Mientras que Cupitt ve la teología como el ejercicio de la autonomía humana (nosotros creamos nuestros mundos morales y teológicos), Torrance afirma que la teología debe reconocer la heteronomía humana (estamos limitados por la realidad de Dios en el desarrollo de nuestras ideas teológicas)[35]. Teología natural y revelada Torrance clarifica extensamente la interacción entre las ciencias naturales y la teología cristiana. Quizá uno de sus comentarios más sabios y perspicaces es el que se refiere a la distinción de los enfoques de la teología y las ciencias naturales en su acercamiento al mundo natural. Las ciencias naturales examinan «el universo y su orden natural»; lo que él llama «ciencia teológica», sin embargo, indaga «en las estructuras racionales del universo hasta llegar al Creador»[36]. Para Torrance, la transparencia racional del cosmos nos permite ver a través de él, y más allá de él, para captar una visión más profunda de Dios como creador y sustentador suyo. Esto suscita claramente la cuestión de la teología natural, es decir, de qué manera y en qué medida el mundo natural puede descubrirnos algo de la naturaleza de Dios. Torrance propone lo que denomina una «teología natural reformulada», que equivale a una reconceptualización de la teología natural como

un aspecto integral de la teología sistemática[37]. Torrance ve esta «teología natural reformulada» como una consecuencia necesaria de un conocimiento de Dios apropiadamente cristiano, no como una condición necesaria de entrada –aunque insuficiente– para conocer a Dios. Torrance comenta que el rechazo de Karl Barth a la teología natural refleja su preocupación por el innato deseo humano de basar la teología en fundamentos antropocéntricos como una reafirmación de la autonomía humana. Toda pretensión de un «conocimiento natural de Dios», tal como lo entiende Barth, está directamente vinculada a su opinión de que la humanidad busca confirmarse y justificarse «contra la gracia de Dios», lo que conduce inevitablemente a una forma de teología natural «antitética del conocimiento de Dios tal y como es en sus actos de revelación y gracia»[38]. Si toda teología procede de la autorrevelación de Dios en Cristo, como insiste Barth, entonces no parece haber un espacio legítimo en ella para la teología natural. Sin embargo, Torrance sostiene que Barth no niega la posibilidad, ni siquiera la facticidad, de la teología natural. «Lo que Barth objeta a la teología natural no es su estructura racional como tal, sino su carácter independiente, es decir, la estructura racional autónoma que desarrolla fundamentándose “solo en la naturaleza”, haciendo abstracción del autodescubrimiento activo del Dios vivo»[39]. Según Torrance, la objeción de Barth a la teología natural radica en su preocupación de que tal teología natural sea vista como una ruta independiente e igualmente válida para el conocimiento humano de Dios, que se puede tener bajo las condiciones que elijamos. Sin embargo, este peligro puede evitarse si la teología natural se ve como un aspecto subordinado de la teología revelada. En otras palabras, la teología natural es algo que se puede basar en la teología revelada en lugar de en las presuposiciones o percepciones naturales. Es algo que se produce desde dentro de la fe cristiana, en cuanto su legitimidad es establecida por la revelación divina, que también define su ámbito[40]. La teología natural tiene así un lugar propio e importante dentro del ámbito de la teología revelada. «Barth puede decir que la theologia naturalis está incluida y es sacada a la luz en la theologia revelata, pues en la realidad de la gracia divina está incluida la verdad de la creación divina. En este sentido puede Barth interpretar, y afirmar como verdadero, el dicho de santo Tomás de que la gracia no destruye la

naturaleza, sino que la perfecciona y la completa, y puede continuar argumentando que el significado de la revelación de Dios se manifiesta para nosotros al sacar a la luz la verdad enterrada y olvidada de la creación»[41]. Torrance presenta así su idea de una «teología natural reformulada» no como corrección a Barth, sino como despliegue de las líneas de pensamiento implícitas en el propio programa teológico de Barth[42]. Aunque la interpretación que hace Torrance de Barth se ha encontrado con la oposición de algunos de los intérpretes de Barth, ofrece una útil perspectiva de cómo puede volver a concebirse la teología natural de una manera valiosa y fecunda, evitando algunas de las preocupaciones planteadas por Barth. ¿Por qué es tan importante el enfoque de Torrance? En general, establece paralelismos entre la ciencia teológica y otras formas de ciencia de un modo que nos ayuda a ver la teología como una disciplina académica como las otras, con su propio método y con su objeto específico. Puede reclamar así un lugar legítimo en el mundo académico, con un lugar propio en los debates sobre la identidad y el destino del ser humano. En particular, asegura a los científicos naturales que la teología cristiana es una disciplina con un fuerte sentido de la identidad y la responsabilidad académicas, con una inherente dedicación a colaborar con otras disciplinas, como las ciencias. No obstante, la teología es distinta y no puede desintegrarse en un concepto genérico de estudios religiosos. Sus métodos están adaptados a la naturaleza específica de sus objetos de estudio. Articula una visión específica de Dios, de la humanidad y del mundo, dándole una perspectiva distinta que le permite aportar ideas que no repiten pasivamente las de las ciencias naturales, sino que añaden genuinamente algo a la discusión. Esto es fundamental para el relato del «enriquecimiento» a la vez presupuesto y expresado en este libro. Torrance despliega y aplica a la vez una visión de la teología que tiene el potencial tanto de comprometerse con las ciencias naturales como de añadir algo al contenido de su conversación. Esto es evidente en muchos lugares, pero quizá más particularmente en su enfoque de la teología natural, que asegura sus fundamentos cristianos al tiempo que exige el diálogo y el compromiso con las ciencias naturales. No sorprende que haya sido adoptado –y también adaptado– por una serie de escritores dedicados al estudio de la relación entre ciencia y teología, incluyéndome a mí mismo y a John Polkinghorne[43]. Esto nos lleva lógicamente a

estudiar el enfoque del tercero de nuestros autores, John Polkinghorne, en el capítulo siguiente. [1] Véase una biografía en Alister McGrath, T. F. Torrance: An Intellectual Biography, T. & T. Clark, Edinburgh 1999. [2] A juzgar por sus primeras conferencias, Torrance se vio particularmente influido por dos de sus profesores de Edimburgo: Hugh Ross Mackintosh (1870-1936) y Lamont (1869-1950). [3] Karl HEIM, Christian Faith and Natural Science, SCM Press, London 1953, 30 (el original en alemán es de 1949). Las citas que Lamont hace de Heim proceden todas de su obra anterior Glauben und Denken. Sobre la importancia de Heim para el diálogo entre ciencia y teología, véase Hans SCHWARZ, «Karl Heim and John Polkinghorne: Theology and Natural Sciences in Dialogue»: Journal of Interdisciplinary Studies 1, 2 (1997), 105-120. [4] El texto completo de estas conferencias no se ha publicado, aunque cito extensamente el texto mecanografiado de 61 páginas en MCGRATH, T. F. Torrance, 199-205. El texto mecanografiado se encuentra en la colección de manuscritos de Thomas F. Torrance en las Colecciones Especiales de la Biblioteca del Seminario Teológico de Princeton. [5] TORRANCE, «Science and Theology», fol. 11. Nótese también la afirmación de Torrance «La ciencia describe, simplemente, el comportamiento de las cosas como fenómenos», en «Science and Theology», fol. 42. [6] TORRANCE, «Science and Theology», fol. 14. [7] Para un análisis detallado, véase Harold P. NEBELSICK, «Karl Barth’s Understanding of Science», en John Thompson (ed.), Theology beyond Christendom: Essays on the Centenary of the Birth of Karl Barth, Pickwick Publications, Allison Park 1986, 165-214. [8] Nótese el contraste con Emil Brunner, que consideraba que la teología estaba obligada a afrontar las visiones seculares del mundo, ya fueran científicas o de otras modalidades. Para un análisis, véase Alister E. MCGRATH, Emil Brunner: A Reappraisal, Wiley-Blackwell, Oxford 2014, 41-78; 229-231. [9] Este enfoque se desarrolla más extensamente en los escritos de Langdon Gilkey. Véase Langdon GILKEY, Nature, Reality and the Sacred: The Nexus of Science and Religion, Fortress Press, Minneapolis 1993. [10] Stephen Jay GOULD, «Non-overlapping Magisteria»: Natural History 2 (1997), 16-22. [11] Summa Theologiae Ia q. 1 a. 2. [12] Véase el magistral estudio de Johannes ZACHHUBER, Theology as Science in NineteenthCentury Germany: From F. C. Baur to Ernst Troeltsch, Oxford University Press, Oxford 2013. [13] Nótense los comentarios iniciales de Thomas F. TORRANCE, «My Interaction with Karl Barth», en Donald K. McKim (ed.), How Karl Barth Changed my Mind, Eerdmans, Grand Rapids 1986, 52-64.

[14] Thomas F. TORRANCE, «Newton, Einstein and Scientific Theology»: Religious Studies 3 (1972), 233-250; cita p. 248. Cf. Thomas F. TORRANCE, Transformation & Convergence in the Frame of Knowledge: Explorations in the Interrelations of Scientific and Theological Enterprise, William B. Eerdmans, Grand Rapids 1984, 282. [15] Para una crítica del enfoque de Pannenberg, véase Daniel R. ÁLVAREZ, «A Critique of Wolfhart Pannenberg’s Scientific Theology», Zygon 3 (2013), 224-250. [16] Thomas F. TORRANCE, Theological Science, Oxford University Press, London 1969, 10. [17] Thomas F. TORRANCE, Theology in Reconstruction, Eerdmans, Grand Rapids 1996, 9. Cf. 85, 234, 273. [18] TORRANCE, Theological Science, 106. [19] Hans Hinrich WENDT, System der christlichen Lehre, 2 vols., Vandenhoeck & Ruprecht, Göttingen 1907, vol. 1, 2-3. [20] Véase Martin KÄHLER, Die Wissenschaft der christlichen Lehre, Deichert, Leipizig 1893, 5. [21] Karl BARTH, Die christliche Theologie im Entwurf, Kaiser Verlag, Munich 1927, 115. [22] John POLKINGHORNE, One World: The Interaction of Science and Theology, Princeton University Press, Princeton 1986, 22. [23] Michael DEVITT, Realism and Truth, Blackwell, Oxford 1984, 108. [24] Thomas F. TORRANCE, Reality and Scientific Theology, Scottish Academic Press, Edinburgh 1985, 141. [25] J. Robert OPPENHEIMER, Science and the Common Understanding, Oxford University Press, London 1954, 87 [trad. esp.: Ciencia y entendimiento común, Galatea-Nueva Visión, Buenos Aires 1957]. [26] Werner HEISENBERG, Ordnung der Wirklichkeit, Piper, Munich 1986, 44. [27] TORRANCE, Theological Science, 10. [28] TORRANCE, «Newton, Einstein and Scientific Theology», 244. [29] TORRANCE, «Newton, Einstein and Scientific Theology», 242. [30] Don CUPITT, The Sea of Faith, BBC Publications, London 1985. [31] CUPITT, The Sea of Faith, 270. [32] Don CUPITT, Only Human, SCM Press, London 1985, 9. [33] Véase Don CUPITT, The Worlds of Science and Religion, Sheldon Press, London 1976. [34] Para una crítica de esta posición general, véase Paul A. MACDONALD, Knowledge and the Transcendent: An Inquiry into the Mind’s Relationship to God, Catholic University of America Press, Washington 2009, 3-42. [35] Para una reflexión sobre esto, véase John DOUGLAS MORRISON, Knowledge of the Self-Revealing God in the Thought of Thomas Forsyth Torrance, Peter Lang, New York 1997. [36] Thomas F. TORRANCE, Reality and Evangelical Theology: The Realism of Christian Revelation, Wipf & Stock, Eugene 2003, 70.

Para un buen estudio, véase W. TRAVIS MCMAKEN, «The Impossibility of Natural Knowledge of [37] God in T. F. Torrance’s Reformulated Natural Theology»: International Journal of Systematic Theology 3 (2010), 319-340. [38] Thomas F. TORRANCE, «The Problem of Natural Theology in the Thought of Karl Barth»: Religious Studies 2 (1970), 121-135; cita en p. 125. [39] Ibid., 128-129; cursiva en el original. [40] Ibidem. [41] Ibidem. Deberíamos mencionar aquí la ponderada evaluación del lugar de la teología natural en la ortodoxia protestante realizada por Richard MULLER en Post-Reformation Reformed Dogmatics 1, Baker Academic, Grand Rapids 2003, 307-308: la teología natural «existe más como resultado que como base de la doctrina cristiana. Las verdades de la teología natural no están excluidas de la teología sobrenatural –están incluidas en el cuerpo de la doctrina revelada– no porque la teología natural sea el fundamento racional del sistema, sino porque sus verdades pertenecen a la verdad más elevada». [42] Para una reflexión sobre la relación de Torrance con Barth sobre este punto, véase MCMAKEN, «The Impossibility of Natural Knowledge of God in T. F. Torrance’s Reformulated Natural Theology», 337-339. [43] Nótese el comentario de Polkinghorne: «Thomas Torrance tiene razón al insistir en que la teología natural debe integrarse con el resto de la disciplina de la teología en la búsqueda única del conocimiento de Dios para que la actividad teológica demuestre tener suficiente riqueza y profundidad». John POLKINGHORNE, Science and the Trinity: The Christian Encounter with Reality, Yale University Press, New Haven 2004, 15. Esta idea se expresa con frecuencia en las obras de Polkinghorne.

4 John Polkinghorne (1930-)

Son numerosas las razones que podría dar para elegir a John Polkinghorne como mi tercer autor en el campo de la ciencia y la teología: en particular, su elegante y claro estilo al escribir y su obvio dominio del complejo campo de la teoría cuántica. El fundamento teológico de Polkinghorne es lo que yo describiría como trinitarismo clásico y sencillo, similar en muchos aspectos a la ortodoxia consensuada que C. S. Lewis describía como «mero cristianismo». Si bien otros autores del campo de la ciencia y la religión –como los científicos-teólogos Ian Barbour y Arthur Peacocke– eran un tanto críticos con esta ortodoxia teológica, Polkinghorne la considera con toda claridad como intelectualmente estimulante e iluminadora[1]. Juzga inadecuada la estrategia asimilacionista de Barbour y ve su propio énfasis en la coherencia entre ciencia y teología como un medio para preservar la autonomía de la teología en su diálogo con la cultura científica[2]. Conocí a Polkinghorne en Cambridge durante el año académico 1979-1980. Ambos nos preparábamos para el ministerio en la Iglesia de Inglaterra en Westcott House manteniendo nuestros intereses académicos al margen. Polkinghorne conservaba su beca en el Trinity College y daba algunas clases particulares de Física Matemática; yo era estudiante Naden de Teología en el St. John’s College y estaba ocupado en sumergirme en la tradición teológica cristiana, con el objetivo a largo plazo de escribir en el campo de la ciencia y la religión. No llegué a conocerlo particularmente bien, pero no pude dejar de notar su brillantez intelectual. En 1980 dejé Cambridge para servir como vicario en Nottingham; un año después, Polkinghorne comenzó su período de ministerio en una parroquia cerca de Cambridge. Para mi vergüenza, me olvidé de él. Regresé a Oxford en 1983 después de haber sido nombrado tutor de Doctrina Cristiana en Wycliffe Hall, instituto teológico estrechamente vinculado a la Universidad de Oxford. Aunque mis principales intereses eran la enseñanza y la investigación teológica, seguí leyendo sobre ciencia y religión. Poco después de mi

llegada a Oxford, cogí un libro en la librería Blackwell, en el centro de la ciudad. Era el primer escrito de Polkinghorne sobre este campo: The Way the World is. Cuando llegué al final del primer capítulo, con su énfasis en que el cristianismo era «una visión coherente y fundamentada racionalmente del modo como es el mundo»[3], supe que Polkinghorne había encontrado su especialidad. Había aquí una voz fresca en el campo, rica en perspicacia y elegante en expresión. Había otros que escribían sobre este campo, pero ninguno tenía el mismo estilo elegante ni su autoridad profesional. Estaba deseando leer más obras de él. El ascenso de Polkinghorne a la eminencia intelectual fue notable. Comenzó sus estudios universitarios en la Universidad de Cambridge en octubre de 1949, centrándose inicialmente en las matemáticas y posteriormente en la mecánica cuántica. Se graduó en 1952 y obtuvo su doctorado en Cambridge en 1955. Después de pasar un año como becario Harkness en el Instituto Tecnológico de California, Polkinghorne regresó al Reino Unido para dar clases de Física Teórica en la Universidad de Edimburgo. Dos años después volvió a la Universidad de Cambridge como profesor antes de ser elegido catedrático de la recientemente creada asignatura de Física Matemática en 1968[4]. Desde el principio de sus estudios en Cambridge, Polkinghorne vio como un asunto importante la correlación entre su profesión científica y su fe personal como cristiano. Con cuarenta y siete años renunció a su cátedra para ordenarse sacerdote de la Iglesia de Inglaterra, sintiendo que probablemente había contribuido cuanto podía al campo de la física. Había nuevos territorios que explorar y, como los sucesos demostraron, Polkinghorne se convirtió en uno de los mejores embajadores de la correlación entre teología y ciencia en las comunidades científica y cristiana. No preveía regresar al mundo académico, al considerar que su futuro estaba en el ejercicio del ministerio pastoral en la Iglesia de Inglaterra[5]. Polkinghorne sirvió en numerosos cargos pastorales en las parroquias de la Iglesia de Inglaterra. Su importante obra, One World, que puede considerarse un manifiesto de su enfoque específico sobre la ciencia y la teología, fue concebida durante su período como párroco de San Miguel y Todos los Ángeles en Bedminster, y escrita cuando era vicario de la parroquia de San Cosme y San Damián en Blean, una localidad de Kent cerca de Canterbury, entre 1984 y 1986[6]. Sin embargo, muchos tenían claro que el futuro de Polkinghorne estaba en el mundo académico. Se le invitó a dejar que se tuviera en cuenta su nombre para varios puestos de alto nivel en Cambridge, antes de aceptar el cargo de decano de

capilla en el Trinity Hall de 1986 a 1989 y, posteriormente, de presidente del Queens’ College de 1989 a 1996. En muchos sentidos, el enfoque de Polkinghorne de la relación entre la ciencia y la teología puede resumirse en una frase de uno de sus primeros libros dedicados al tema: «La teología y la ciencia difieren mucho en la naturaleza de la materia de su interés. Sin embargo, ambas intentan entender aspectos de cómo es el mundo»[7]. Polkinghorne eligió el título One World para esta obra con el fin de afirmar la unidad fundamental de la búsqueda humana de la comprensión del mundo en el que vivimos, ya sea religiosa o científica. Tanto la ciencia como la teología deben ser entendidas como «respuestas a las cosas tal como son», procediendo en esta exploración tanto por análisis lógico como por actos intuitivos de juicio. Cada una defiende su derecho a representar la realidad mediante una «apelación a la inteligibilidad coherente que alcanza a través de sus percepciones»[8]. Polkinghorne se describe frecuentemente como un pensador «ascendente», pues sigue el procedimiento esencialmente empírico de comenzar por el mundo de la experiencia y la observación, para moverse gradualmente hacia arriba, al ámbito de la teoría. Aunque este procedimiento está implícito en gran parte de cuanto escribe, resulta particularmente evidente en sus Conferencias Gifford en la Universidad de Edimburgo, dictadas en 1993-1994 y publicadas con el subtítulo Reflections of a Bottom-Up Thinker[9]. Al examinar los temas fundamentales de los credos, Polkinghorne se pregunta: «¿Cuál es la prueba que nos lleva a pensar que esto pueda ser verdad?». Este proceso de tratar el credo como afín –aunque no idéntico– a la teoría científica le conduce a preguntar qué observaciones y experiencias, como las que aparecen en los textos bíblicos, pueden aducirse como apoyo de las formulaciones del credo. Como Coulson y Torrance, Polkinghorne comenta que los pensadores «ascendentes» como él «no están dispuestos a creer en la existencia de un método universal, sino que en su lugar tratan de ajustar su enfoque a la naturaleza de la realidad particular tal como es aprehendida»[10]. Este «pragmatismo epistemológico» es, así, adaptado a la realidad, en vez de intentar definir la realidad según un enfoque de investigación determinado. Ahora bien, ¿qué tipo de experiencia explica e interpreta la teología? A diferencia de Coulson, que insistía en que la experiencia humana no podía ser preasignada a categorías específicas, como la «experiencia religiosa», Polkinghorne

está dispuesto a hablar de «la dimensión religiosa de la experiencia personal»[11] y define la teología como «la investigación especializada de tipos particulares de experiencia y percepciones que catalogamos como religiosos»[12]. En lo que sigue trataremos algunos de los elementos esenciales del concepto que tiene Polkinghorne de la relación entre ciencia y teología. La racionalidad de la fe Recojamos una frase que presenté anteriormente en la que Polkinghorne afirma que el cristianismo es «una visión coherente y fundamentada racionalmente del modo como es el mundo»[13]. Como Charles Coulson, Polkinghorne apenas dedica tiempo a la idea de un Dios que se encuentra oculto en los agujeros explicativos[14]. En lugar de eso, se inclina hacia el extremo opuesto del espectro teórico, sugiriendo que una «teología trinitaria» ofrece una «verdadera teoría del todo»[15]. No obstante, Polkinghorne prefiere en general hablar de la teología cristiana como aquella que ofrece una explicación «intelectualmente satisfactoria» del mundo, en lugar de proponerla como una especie de «metaciencia» que solo es capaz de integrar los hallazgos de las diversas ciencias particulares. Las ciencias naturales y la teología cristiana se conciben como discursos racionales complementarios, sin que se les conceda el estatus de «relato dominante». No obstante, en sus obras posteriores a 2003 vemos cómo Polkinghorne se muestra partidario de hablar de una teología trinitaria de un modo cada vez más normativo. Una visión trinitaria de la realidad, argumenta Polkinghorne, ofrece una lente mediante la que puede explicarse satisfactoriamente la empresa científica[16]. La ciencia plantea cuestiones que no pueden responderse con sus propios métodos, señalando así el camino hacia la necesidad de una renovada aproximación teológica a la naturaleza. «La ciencia ofrece un contexto esclarecedor en el que puede realizarse gran parte de la reflexión teológica, pero necesita a su vez ser considerada en el contexto más amplio y profundo de la inteligibilidad que proporciona una fe en Dios»[17]. La teología puede afrontar las cuestiones fundamentales planteadas – pero no respondidas– por la ciencia. ¿Qué tipo de cuestiones? Polkinghorne da muchos ejemplos de lo que tiene en mente. ¿Cómo explicamos la «inteligibilidad profunda del universo»?[18]. A la ciencia le gusta aprovechar esta característica del mundo, pero parece incapaz de explicarla. Sin embargo, es una característica tan significativa del mundo que

merece ser tratada como algo más que un «accidente feliz» o un golpe de buena suerte. La posibilidad misma de la ciencia, en opinión de Polkinghorne, no es un «mero accidente feliz», sino que se basa en el hecho de que detrás del orden natural que los científicos son capaces de explorar se encuentra la mente de Dios, como creador del universo[19]. Se podría hacer una observación similar sobre la «desproporcionada eficacia de las matemáticas». ¿Cómo explicaremos la capacidad de las matemáticas para reproducir con tanta precisión las estructuras fundamentales del universo? «Estamos tan familiarizados con el hecho de que podemos entender el mundo que la mayor parte del tiempo lo damos por supuesto. Es lo que hace posible la ciencia. Sin embargo, podría ser de otro modo. El universo podría haber sido un caos desordenado en lugar de un cosmos ordenado. O podría haber tenido una racionalidad que nos resultara inaccesible […] Hay una coherencia entre nuestras mentes y el universo, entre la racionalidad experimentada en el interior y la racionalidad observada en el exterior»[20]. Esta coherencia, insiste Polkinghorne, es algo que requiere explicación. Como comentó Einstein una vez, «lo más incomprensible del universo es que sea comprensible»[21]. Polkinghorne vuelve habitualmente sobre este tema. ¿Por qué el mundo está tan hermosa y útilmente ordenado? A la ciencia le gusta explotar la transparencia racional del universo, pero no está en posición de explicar su origen. Así pues, ¿qué modo de examinar las cosas da sentido a esto? ¿Cómo podemos hacer inteligible la inteligibilidad del universo? La respuesta de Polkinghorne a lo largo de los años, formulada cada vez en términos más explícitamente trinitarios, es que el cristianismo nos proporciona un marco que explica lo que de otra manera sería un milagro o un accidente muy afortunado. Además, en la comunidad científica se da cada vez más la convicción de que bajo la apariencia superficial del universo físico se encuentra «un ámbito fundamental de orden profundo y belleza racional». «La teología puede hacer inteligible este descubrimiento mediante su creencia de que la mente del Creador es el origen de orden maravilloso del mundo»[22]. Una de las contribuciones más constructivas de Polkinghorne a la discusión sobre la relación entre ciencias naturales y teología cristiana es su idea de «creencia motivada». La ciencia y el cristianismo, según Polkinghorne, pueden verse como actividades relacionadas que comparten una preocupación fundamental por una «creencia motivada»[23]. Tanto la ciencia como la teología deben ser capaces de

ofrecer razones para creer que lo que proponen tiene una garantía intelectual. Existe una «relación de parentesco entre los modos en que la teología y la ciencia persiguen la verdad dentro de los dominios propios de su interpretación de la experiencia»[24]. Uno de los blancos de la crítica que Polkinghorne hace aquí es el racionalismo dogmático que establece de antemano cómo deberían ser el universo o Dios. Lo rechaza por irreal y no empírico. A la ciencia y la teología se les debe permitir modelar sus ideas mediante un encuentro con el mundo real. Además, cada una posee su propio enfoque distinto adaptado al objeto específico de su investigación y estudio. «[Los científicos] han descubierto que el mundo físico es demasiado sorprendente, demasiado resistente a las expectativas previas, como para que una ingenua confianza en los poderes humanos de previsión racional sea absolutamente convincente. Al contrario, se debe permitir que el carácter real de nuestro encuentro con la realidad dé forma a nuestro conocimiento y pensamiento sobre el objeto de nuestra investigación»[25]. La ciencia no parte de lo que la razón o el sentido común declaran verdadero, sino de un compromiso con el mundo natural, un compromiso que a menudo conduce a resultados muy contraintuitivos que parecen ir en contra de la razón y el sentido común, pero que, sin embargo, pueden ser aceptados como verdaderos. Polkinghorne ve así las ciencias naturales y la teología cristiana como dimensiones que tratan con creencias motivadas. La ciencia se ocupa de datos empíricos derivados de la observación y experimentación, y juzga sus teorías de acuerdo con la capacidad de explicar esos datos. La teología cristiana también se ocupa de datos, pero de un tipo un tanto diferente. Su primera línea de investigación podría centrarse en las pruebas generales de la existencia de Dios ofrecidas por la transparencia racional, la belleza, el orden y la fecundidad del universo; su segunda línea de investigación podría centrarse en cómo los cristianos creen que la naturaleza de Dios se da a conocer en Jesucristo[26]. Contra aquellos que exigen pruebas a todas las creencias, y certezas en todo empeño intelectual, Polkinghorne señala que ninguna forma de investigación humana que busque la verdad –sea la ciencia o la teología– puede alcanzar la certeza absoluta sobre sus conclusiones. Lo máximo que se puede esperar es determinar la mejor explicación de los fenómenos complejos. Ni la ciencia ni la teología pueden esperar jamás establecer o alcanzar una «prueba lógicamente

coactiva del tipo que solo un tonto podría negar»[27]. Ambas actividades implican necesariamente «cierto grado de precariedad intelectual». El «inevitable problema epistémico de la humanidad» es que nos adherimos a creencias que tenemos buenas razones para aceptar como verdaderas, pero no podemos probar que lo sean[28]. Polkinghorne apela aquí al ejemplo de Michael Polanyi, cuya noción de «conocimiento personal» proporciona una explicación fiable y realista del dilema epistémico afrontado por el científico en particular y la humanidad en general. Polanyi reconocía que la ciencia ofrecía una forma de conocimiento que no era «absolutamente cierta, pero que, no obstante, era capaz de suscitar una creencia justificada». Su obra Personal Knowledge fue escrita, según Polkinghorne, para explicar cómo él «podía creer firmemente en lo que pensaba que era (científicamente) verdadero, aun sabiendo que podría ser falso»[29]. Tanto la ciencia como la teología tratan de creencias que están lo bastante bien motivadas como para que seamos fieles a ellas, sabiendo que pueden ser falsas pero creyendo, no obstante, que son la mejor explicación de la que disponemos en este momento. ¿Cómo entra en esto la noción teológica de «misterio»? ¿Cómo encaja en la explicación que hace Polkinghorne de la racionalidad de la fe? Para algunos, hay que decirlo, la idea misma de misterio equivale a una violación de la racionalidad. El punto de partida de Polkinghorne aquí, sin embargo, es que la razón humana siempre estará «limitada en su poder de comprensión»[30]. Si lo que se debe entender es tan grande que supera esta limitada capacidad para entender, aparece como un misterio, que no es algo contrario a la razón, sino algo que está más allá de la razón: «Hay un misterio en la naturaleza de lo Infinito que nunca será comprendido por lo finito»[31]. El renacimiento de la teología natural Polkinghorne es uno de los defensores más importantes de un nuevo estilo de teología natural adaptado a los métodos de las ciencias naturales en vez de ajustarse a las convenciones de la filosofía de la religión[32]. Tradicionalmente, por «teología natural» se ha entendido «la empresa de proporcionar apoyo a las creencias religiosas partiendo de premisas que no son ni presuponen ninguna creencia religiosa»[33] o la «rama de la filosofía que investiga lo que la razón humana, sin la ayuda de la revelación, puede decirnos de Dios»[34]. De hecho, a lo largo de los

tiempos encontramos una gama mucho más amplia de concepciones de la teología natural en el seno de la tradición cristiana[35]. Hay una variante de particular relevancia que se conoce a veces como «físicoteología». Este enfoque, que apareció especialmente en Inglaterra durante el apogeo de la Revolución Científica en la época newtoniana, abogaba por la existencia de Dios basándose en la regularidad y complejidad del mundo natural[36]. Otra es la «teología de la naturaleza», que fundamentalmente trata de entender el mundo a partir de la fe cristiana, resaltando a menudo la importancia de la doctrina de la creación al respecto[37]. Aquí el curso del pensamiento parte de la fe cristiana para llegar a la naturaleza, no al revés. Es el enfoque desarrollado por Thomas F. Torrance, presentado en el capítulo anterior, que frecuentemente es apoyado por Polkinghorne. Sin embargo, pienso que para entender a Polkinghorne es mejor adoptar una posición ligeramente diferente sobre la cuestión de la teología natural. Veo a Polkinghorne como representante del enfoque asociado al gran teólogo anglicano Joseph Butler (1692-1752) y expuesto en su Analogy of Religion (1736) [Analogía de la religión][38]. La teología natural se entiende aquí como la exploración de una analogía o resonancia intelectual entre la experiencia humana de la naturaleza, por una parte, y el Evangelio, por la otra. Este enfoque de la teología natural, que propone un isomorfismo entre la razón y la estructura de la realidad, se limita a menudo a establecer la posibilidad de coherencia o congruencia entre los artículos de la fe cristiana y un conocimiento del mundo derivado de otras disciplinas o áreas de la vida, incluidas las ciencias naturales. El enfoque de Polkinghorne se entiende mejor como una variante de este, y tiene buenas razones para ser considerado clásicamente anglicano. Aunque Polkinghorne aborda la cuestión de la teología natural en muchos de sus escritos[39], entendemos y evaluamos mejor sus puntos de vista al respecto en su artículo de 1995 «The New Natural Theology» [La nueva teología natural][40]. Existe, comenta, un nuevo interés en la teología natural que procede de la comunidad científica misma. Al hablar de una teología natural «nueva», tiene que aclarar en qué difiere este enfoque de los precedentes: «Su carácter difiere del de sus predecesores, pues la nueva teología natural no es reavivada, sino también revisada»[41]. La divergencia más significativa con los enfoques anteriores de la teología natural reside, según Polkinghorne, en su ambición. La «nueva» teología natural es más modesta en las afirmaciones que hace. No pretende probar la existencia de

Dios, pero defiende que su enfoque proporciona una mejor comprensión de una implicación más amplia en el mundo natural, pues ofrece una explicación más satisfactoria de la naturaleza que sus alternativas ateas. La segunda divergencia reside en que se centra en la teología natural vista como complemento de las ciencias naturales, en vez de considerarse como una rival o una competidora en materia de explicación de la realidad. «El Dios de la físico-teología era el Dios tapagujeros, una seudodeidad que decía completar la explicación científica donde esta aún era insuficiente y, por tanto, siempre sujeta a ser declarada redundante cuando el avance posterior de la ciencia proporcionaba su propia explicación»[42]. Si bien la ciencia no parece necesitar ningún complemento teológico en su dominio específico, suscita, no obstante, cuestiones que no pueden responderse desde sus métodos de trabajo: «Existen metacuestiones que surgen de nuestra experiencia y conocimiento científicos, pero que apuntan más allá de lo que la ciencia puede atreverse a decir por sí misma»[43]. Estas «metacuestiones» son abordadas por la teología natural. ¿En qué «metacuestiones» piensa Polkinghorne? La primera que menciona ya la hemos abordado. ¿Por qué, de entrada, es posible la ciencia en su forma moderna? [44]. ¿Por qué el universo físico nos resulta tan racionalmente transparente, de tal modo que podemos discernir su patrón y estructura, incluso en el mundo cuántico, que tan poca relación tiene con nuestra experiencia diaria? ¿Por qué se halla que muchos de los patrones más bellos propuestos por los matemáticos puros se dan realmente en la estructura del mundo físico? La teología natural ofrece un marco explicativo que complementa –no suplanta– al de las ciencias naturales, permitiéndonos una comprensión más plena y profunda de su potencial y límites. Esta explicación de la inteligibilidad profunda del universo que surge de la nueva teología natural debe entenderse más bien como una percepción que como una demostración. Otro ejemplo de «metacuestión» procede del ajuste preciso del universo, expresado a menudo como «principio antrópico». ¿Por qué el universo es aparentemente «adecuado» para la vida? La nueva teología natural responde que este mundo «no es “ningún mundo antiguo”, sino una creación que ha sido dotada por su Creador de las condiciones exactas necesarias para su historia fructífera»[45]. Polkinghorne rechaza así la idea de una teología natural como medio independiente para demostrar la existencia de Dios, que desafía los esquemas

explicativos de las ciencias naturales. La teología natural pertenece correctamente «al campo de la investigación teológica general» y su objetivo es ofrecer una visión enriquecida de cómo es el mundo completando a las ciencias, no sustituyéndolas[46]. Modelos para relacionar ciencia y teología ¿Cuál es la relación mutua entre la ciencia y la teología? La exposición de esta cuestión en el novedoso campo de las relaciones entre ciencia y religión ha estado dominada por un modelo desarrollado por Ian Barbour (1923-2013), profesor de Física en el Carleton College (Minnesota), que escribió una de las primeras obras con la propuesta de que «ciencia y religión» podía considerarse un área específica de estudio[47]. Barbour presenta cuatro enfoques generales de la relación entre ciencia y religión[48]: 1. Conflicto. Ciencia y religión se presentan como realidades permanentemente enfrentadas e incapaces de tener un diálogo significativo. Richard Dawkins es tal vez el representante más notorio de esta posición en la actualidad. 2. Independencia. Ciencia y religión son verdaderas, pero cada una en su campo propio. Quizá el ejemplo más conocido de este enfoque es la idea de Stephen Jay Gould de la ciencia y la fe como «magisterios que no se solapan»[49]. 3. Diálogo. Ciencia y fe son partes diferentes en un debate al que ambas pueden hacer contribuciones significativas. 4. Integración. Este modelo sostiene que las verdades de la ciencia y la religión pueden integrarse en un «todo» más completo o pleno. Este enfoque puede verse en las obras de Pierre Teilhard de Chardin, que buscaba integrar evolución y cristianismo, especialmente con su noción del «punto omega». No obstante, esta taxonomía de enfoques es claramente inadecuada y podría decirse que ha obstaculizado, más que facilitado, un debate serio sobre la relación entre la ciencia y la fe, tanto en el pasado como en el presente[50]. Barbour piensa que estas cuatro categorías son exhaustivas y permanentemente válidas, y las aplica inútilmente a casos históricos clásicos como los debates copernicanos y galileanos. Su explicación, altamente reduccionista, de estos debates posee un valor histórico limitado y no tiene en cuenta la complejidad del contexto social tanto de la ciencia

como de la religión[51]. Son de poca utilidad para estudiar la interacción de la ciencia y otras religiones distintas del cristianismo, y tienden a ignorar las dimensiones simbólicas y sociales de la religión, pues tratan a las religiones simplemente como conjuntos de ideas. Además, la taxonomía refleja los puntos de vista personales de Barbour sobre cuál debería ser la relación entre ciencia y religión; su clara preferencia por el modelo de «integración» sesga su estudio de los otros tres modelos alternativos. Pero quizá lo más importante es que Barbour no tiene en cuenta los intereses y preocupaciones de la teología cristiana. No es algo que sorprenda, dados sus intereses y convicciones personales. Para Polkinghorne, que piensa que la teología tiene una importancia fundamental para toda explicación seriamente intelectual de «cómo es el mundo», este enfoque de Barbour es inaceptable. Polkinghorne trató, por consiguiente, de desarrollar una taxonomía de enfoques que reconociera la importancia de los posibles marcos teológicos que pudieran dar fundamento al debate de la relación entre la ciencia y la fe cristiana[52]. Estos marcos se exponen en el primer capítulo de su obra Science and the Trinity [La ciencia y la Trinidad], donde analiza cuatro enfoques para el «diálogo entre ciencia y teología»[53]. El título de este libro es significativo, pues expresa la firme adhesión de Polkinghorne a una concepción trinitaria de la fe cristiana, en lugar de las nociones más genéricas de divinidad que a menudo se encuentran en el diálogo entre ciencia y religión. Polkinghorne declaró que no «estaba dispuesto a renunciar al gran esquema de la teología trinitaria, anclado en los relatos de la tradición canónica»[54]. Su enfoque se fundamentaría en lo específico de la tradición cristiana y se nutriría de ello. El primer enfoque que aborda Polkinghorne es un modelo «deísta», para el que una «inteligencia cósmica» es una «posibilidad racionalmente coherente que deberían tener en cuenta quienes buscan un grado máximo de comprensión»[55]. Este enfoque se encuentra en numerosas formas tradicionales de la teología natural, en particular en la «físico-teología» (véanse pp. 240-244) que surgió a raíz de la Revolución Científica en Inglaterra a finales del siglo XVII y principios del XVIII. Este enfoque sostiene que los datos científicos remiten a la existencia de una especie de divinidad genérica que fue creadora del universo. No obstante, es un enfoque «débil» desde un punto de vista teológico, puesto que limita la actividad de este dios genérico al acto de la creación, por considerarse que este no conlleva una implicación posterior en la creación[56]. Polkinghorne encuentra esta perspectiva en los escritos del físico Paul Davies[57], y expresa la preocupación de que esta noción reducida de Dios parece tener una relación exigua con el Dios de la Biblia.

El segundo enfoque que comenta Polkinghorne es el modelo «teísta», que va más allá del deísmo al recurrir a temas esenciales de la Biblia e incluso de la vida de Jesús de Nazaret, pero evita adoptar las declaraciones dogmáticas de los concilios, como son las expuestas en los artículos del credo niceno[58]. Polkinghorne identifica a Barbour como principal representante de este enfoque, y comenta su adhesión a «la teología del proceso» como forma de conceptualizar la presencia y la acción de Dios en el mundo. Polkinghorne tiene sus reservas al respecto, pues piensa que el Dios de la teología del proceso está «demasiado limitado metafísicamente», puesto que está obligado a actuar solamente por medio de la persuasión y, por tanto, no alcanza a ser un ente tan trascendente y poderoso como para constituir la base de una esperanza imperecedera frente a la debilidad y la mortalidad del ser humano. Polkinghorne deja claro que no tiene dificultad en admitir el principio general de que la teología se basa en los parámetros de un sistema filosófico determinado, pero esta filosofía tiene que ser capaz de formular los compromisos teístas esenciales de una manera plausible y creíble. El tercer enfoque presentado por Polkinghorne es un modelo «revisionista», que se enfrenta al amplio espectro de la teología tradicional cristiana, pero exigiendo una revisión radical de las ideas teológicas ortodoxas, como las doctrinas de la encarnación y la Trinidad, a la luz de una interpretación científica del universo contemporánea. Polkinghorne ve este enfoque en las obras de Arthur Peacocke, especialmente como se expone en su artículo «Science and the Future of Theology» [La ciencia y el futuro de la teología][59]. En este artículo, Peacocke expresaba serias reservas sobre la credibilidad de la teología cristiana y sostenía que la teología tenía que emplear los mismos «criterios de razonabilidad que caracterizan al resto de las indagaciones humanas», en particular las ciencias naturales[60]. Polkinghorne sugiere que tal liquidación radical de los núcleos teológicos es prematura y que acaso carezca de un fundamento exhaustivo[61]. Polkinghorne comenta que este enfoque está abierto a preguntarse si «un nuevo pensamiento sustancial en teología» se logra necesariamente «desvinculándose de las concepciones del pasado»[62]. Peacocke no proporciona una base adecuada para abordar la provisionalidad de las teorías científicas; así que, a menudo, la teología no está segura de si una tendencia científica presente es permanentemente válida o puede resultar ser una exploración efímera. El último enfoque propuesto por Polkinghorne es el del modelo «de desarrollo», que es claramente su preferido. Mientras que Peacocke tiende a encarar la relación entre ciencia y religión desde el punto de vista de un conocimiento científico en

progreso que exigía una revisión teológica radical a su paso, Polkinghorne prefiere enmarcar esta relación más como «una exploración que se despliega continuamente»[63]. Cree que hay más continuidad que discontinuidad entre las formulaciones teológicas del pasado y del presente, y es reacio a hacer juicios precipitados sobre lo que debe considerarse hoy teológicamente impropio o increíble. Resume su visión hablando de buscar «una base para la fe cristiana que se revisa ciertamente a la luz de las ideas del siglo XX, pero que está reconociblemente contenida en una envoltura de conocimiento en continuidad con el desarrollo doctrinal de la Iglesia a lo largo de los siglos»[64]. Podemos ver aquí una clara conexión entre los compromisos científico y teológico de Polkinghorne. Su adhesión a la ortodoxia trinitaria clásica no implica que esté a favor de una concepción estática de la teología; antes bien, Polkinghorne piensa que la tradición teológica debe ser fluida o dinámica, modelada por las experiencias y las reflexiones continuadas de la comunidad de fe –noción designada a menudo como «tradición viva»–. Polkinghorne veía un claro paralelismo entre su concepto de la teología y los métodos de investigación científica, puesto que los científicos están obligados a hacer juicios implícitos a medida que abordan personalmente los objetos de investigación en una comunidad que busca la verdad, siempre tratando de agrandar y ampliar su visión de la realidad, en diálogo con el pasado[65]. Tanto la ciencia como la teología trabajan con el supuesto de que quienes se dedican a ellas están dispuestos a que sus «hábitos de pensamiento cotidianos sean revisados y ampliados bajo la influencia de la realidad encontrada»[66]. La idea que tiene Polkinghorne de la relación entre ciencia y teología proporciona así una base para una interacción y un diálogo positivos. Aunque ambas se queden cortas con respecto a este ideal, sus relaciones recíprocas pueden ser de amistad en busca de la verdad en vez de un enfrentamiento constante. A veces cita al teólogo jesuita canadiense Bernard Lonergan para realizar esta conexión entre ciencia y fe: «Dios es la explicación totalmente suficiente, el arrebatamiento eterno vislumbrado en cada grito arquimediano de “eureka”»[67]. Para Polkinghorne, la búsqueda del conocimiento, que tan natural es para un científico, es a fin de cuentas la búsqueda de Dios. Y al final, esta es quizá la mayor razón por la que deberían conversar entre sí la ciencia y la religión.

En este capítulo solo he comentado algunos aspectos de las reflexiones mucho más amplias de Polkinghorne sobre la relación entre ciencia y teología. No he tenido espacio para analizar sus opiniones sobre la acción divina, la kénosis o la escatología, por señalar tres de sus preocupaciones teológicas. Como Coulson y Torrance, Polkinghorne es un especialista en este campo que puede ser un recurso y un estímulo para nuestro pensamiento, sobre todo para estudiar la función de la teoría en la ciencia y la teología, a la que volveremos ahora en la primera de una serie de conversaciones paralelas. [1] Deben consultarse las opiniones de Polkinghorne sobre sus diferencias con estos dos autores. Véase John POLKINGHORNE, Scientists as Theologians: A Comparison of the Writings of Ian Barbour, Arthur Peacocke and John Polkinghorne, SPCK, London 1996. [2] POLKINGHORNE, Scientists as Theologians, 85. Polkinghorne sostiene que Peacocke tuvo más éxito en el intento de mantener la integridad de la teología, haciendo constar a la vez su propio desacuerdo con algunos aspectos de su teología. [3] John POLKINGHORNE, The Way the World Is: The Christian Perspective of a Scientist, Triangle, London 1983, 2. [4] Sobre la vida profesional de Polkinghorne, véase Dean NELSON y Karl GIBERSON, Quantum Leap: How John Polkinghorne Found God in Science and Religion, Monarch Books, Oxford 2011. La autobiografía de Polkinghorne se encuentra en From Physicist to Priest: An Autobiograph, SPCK, London 2007. [5] POLKINGHORNE, From Physicist to Priest, 110. [6] Sobre lo que cuenta el mismo Polkinghorne respecto a este período, véase POLKINGHORNE, From Physicist to Priest, 101-110. [7] John POLKINGHORNE, One World: The Interaction of Faith and Science, SPCK, London 1986, 36. Los mejores resúmenes de los enfoques de Polkinghorne hasta la fecha se encuentran en alemán. Véase Bernd IRLENBORN, «Konsonanz von Theologie und Naturwissenschaft?: Fundamentaltheologische Bemerkungen zum interdisziplinären Ansatz von John Polkinghorne»: Trierer Theologische Zeitung 113 (2004), 98-117; Johannes Maria STENKE, John Polkinghorne: Konzonanz von Naturwissenschaft und Theologie, Vandenhoeck & Ruprecht, Göttingen 2006. Para una colección un tanto mezclada de estudios en inglés, véase Fraser N. WATTS y Christopher C. KNIGHT (eds.), God and the Scientist: Exploring the Work of John Polkinghorne, Ashgate, Farnham 2012. [8] John POLKINGHORNE, Science and Creation: The Search for Understanding, SPCK, London 1988, xii. [9] El título principal de la edición británica es Science and Christian Belief; la edición norteamericana se titula The Faith of a Physicist.

[10] John POLKINGHORNE y Michael WELKER, Faith in the Living God: A Dialogue, Fortress Press, Minneapolis 2001, 135. [11] John POLKINGHORNE, Faith, Science, and Understanding, Yale University Press, New Haven 2000, 1. [12] John POLKINGHORNE, Science and Christian Belief: Theological Reflections of a Bottom-up Thinker, SPCK, London 1994, 46. [13] POLKINGHORNE, The Way the World Is, 2. [14] Nótense especialmente sus comentarios críticos en POLKINGHORNE, Science and Creation, 13: «The God of the Gaps is dead… No Theologian need weep». [15] John POLKINGHORNE, Quantum Physics and Theology: An Unexpected Kinship, SPCK, London 2007, 110. Dicha afirmación constituye la cumbre de la argumentación en toda esa obra. [16] Véase especialmente John C. POLKINGHORNE, «Physics and Metaphysics in a Trinitarian Perspective»: Theology and Science 1 (2003), 33-49. [17] John POLKINGHORNE, Theology in the Context of Science, Yale University Press, New Haven 2009, 95. [18] POLKINGHORNE, Theology in the Context of Science, xx. [19] POLKINGHORNE, Theology in the Context of Science, 37. [20] POLKINGHORNE, Science and Creation, 20-21. [21] Albert EINSTEIN, Ideas and Opinions, Bonanza, New York 1954, 292. [22] POLKINGHORNE, Theology in the Context of Science, xx. [23] POLKINGHORNE, Theology in the Context of Science, 123-148. [24] POLKINGHORNE, Quantum Physics and Theology, 15. [25] POLKINGHORNE, Theology in the Context of Science, 123. Hay aquí claros ecos del enfoque «katafísico» de Thomas F. Torrance sobre la teología: véase la reflexión en pp. 82-83. Polkinghorne se refiere a menudo a Torrance en sus primeros trabajos, como Science and Creation, aunque con menos frecuencia en sus trabajos posteriores. [26] Este principio general se enuncia en muchos de los escritos de Polkinghorne, como Theology in the Context of Science y Quantum Physics and Theology. [27] POLKINGHORNE, Theology in the Context of Science, 125-126. [28] POLKINGHORNE, Theology in the Context of Science, 126. [29] POLKINGHORNE, Theology in the Context of Science, 126. [30] POLKINGHORNE, One World, 35. [31] POLKINGHORNE, One World, 35. [32] Para un buen estudio, véase Russell Re MANNING, «On Revising Natural Theology: John Polkinghorne and the False Modesty of Liberal Theology», en Fraser N. Watts y Christopher C. Knight (eds.), God and the Scientist: Exploring the Work of John Polkinghorne, Ashgate, Farnham 2012, 197-215.

William P. ALSTON, Perceiving God: The Epistemology of Religious Experience, Cornell [33] University Press, Ithaca 1991, 289. [34] George Hayward JOYCE, Principles of Natural Theology, Longmans, Green & Co., London 1922, 1. [35] Véase especialmente Alister E. MCGRATH, Re-Imagining Nature: The Promise of a Christian Natural Theology, Wiley-Blackwell, Oxford 2016, 11-25. [36] Peter HARRISON, «Physico-Theology and the Mixed Sciences: The Role of Theology in Early Modern Natural Philosophy», en Peter Anstey y John Shuster (eds.), The Science of Nature in the Seventeenth Century, Springer, Dordrecht 2005, 165-83. [37] Colin E. GUNTON, «The Trinity, Natural Theology, and a Theology of Nature», en Kevin Vanhoozer (ed.), The Trinity in a Pluralistic Age, Eerdmans, Grand Rapids 1997, 88-103. [38] James RURAK, «Butler’s Analogy: A Still Interesting Synthesis of Reason and Revelation»: Anglican Theological Review 2 (1980), 365-381. [39] Por ejemplo, John POLKINGHORNE, Reason and Reality: The Relationship between Science and Theology, SPCK, London 1991, 74-84; «Where Is Natural Theology Today?»: Science and Christian Belief 2 (2006), 169-179; Science and Creation, 1-16. [40] John POLKINGHORNE, «The New Natural Theology»: Studies in World Christianity 1 (1995), 4150. [41] POLKINGHORNE, «The New Natural Theology», 42, cursiva en el original. [42] Ibid., 43. [43] Ibidem. [44] Ibid., 44. [45] Ibidem. [46] Ibid., 50. [47] Ian G. BARBOUR, Issues in Science and Religion, Prentice-Hall, Englewood Cliffs 1966. [48] Para su contribución más reciente, véase Ian G. BARBOUR, Religion and Science: Historical and Contemporary Issues, HarperSanFrancisco, San Francisco 1997 [trad. esp.: Religión y ciencia, Trotta, Madrid 2004]. Polkinghorne señala que muchos de los temas planteados por Barbour fueron ya estudiados desde una perspectiva tomista en E. L. MASCALL, Christian Theology and Natural Science, Longman, London 1956. [49] Stephen Jay GOULD, «Non-overlapping Magisteria»: Natural History 2 (1997), 16-22. [50] Sobre los problemas, véase Geoffrey CANTOR y Chris KENNY, «Barbour’s Fourfold Way: Problems with His Taxonomy of Science-Religion Relationships»: Zygon 4 (2001), 765-781. Se han propuesto modelos alternativos, aunque debo confesar que tengo dudas sobre su utilidad: véase, por ejemplo, Niels Henrik GREGERSEN y J. Wentzel VAN HUYSSTEEN (eds.), Rethinking Theology and Science: Six Models for the Current Dialogue, Eerdmans, Grand Rapids 1998. [51] Para un enfoque mucho más confiable, véase Peter HARRISON, The Territories of Science and Religion, University of Chicago Press, Chicago 2015.

Aunque hace alusión a este tema en sus primeras obras, el estudio más importante se encuentra [52] en John POLKINGHORNE, Science and the Trinity: The Christian Encounter with Reality, Yale University Press, New Haven 2004. [53] POLKINGHORNE, Science and the Trinity, 1-32. [54] Ibid., 10. [55] Ibidem. [56] Ibid., 15. [57] Véase Paul DAVIES, God and the New Physics, Dent, London 1983; The Mind of God: Science and the Search for Ultimate Meaning, Penguin, London 1992 [trad. esp.: La mente de Dios, McGraw Hill, Aravaca 1993]. [58] POLKINGHORNE, Science and the Trinity, 16. [59] Arthur PEACOCKE, «Science and the Future of Theology: Critical Issues»: Zygon 1 (2000), 119140. [60] Ibid., 129-130. [61] Por ejemplo, el análisis que hace Peacocke de los milagros en este artículo es decepcionante y superfluo. Es filosóficamente flojo y no aborda realmente las obvias dificultades afrontadas por el enfoque de David Hume. Una reacción mucho más crítica al artículo de Peacocke puede verse en Vítor WESTHELLE, «Theological Shamelessness?: A Response to Arthur Peacocke and David A. Pailin»: Zygon 1 (2000), 165-172. [62] POLKINGHORNE, Science and the Trinity, 26. [63] Ibidem. [64] POLKINGHORNE, Science and the Trinity, 26, basándose en una declaración de su postura hecha en sus Conferencias Gifford de 1994. [65] Nótese aquí la importancia de la interpretación que hace Polkinghorne del método científico de Michael Polanyi: véase POLKINGHORNE, Science and the Trinity, 58. [66] POLKINGHORNE, Science and the Trinity, 141. [67] POLKINGHORNE, Science and Creation, 43, cita de la obra fundamental de Lonergan Insight.

TERCERA PARTE

Teología y ciencia: conversaciones paralelas Introducción El tema fundamental de este libro es que las ciencias naturales y la teología cristiana pueden enriquecer mutuamente su comprensión de la realidad y ayudarnos a comprender mejor este extraño mundo en el que nos encontramos. Algunos lectores que siguen aferrados a un relato «de conflicto» de la relación entre ciencia y fe encontrarán desconcertante esta sugerencia. Uno de los grandes errores cometidos por los principales representantes del nuevo ateísmo –como Richard Dawkins– es haber hecho de este motivo de la «lucha» un tema definidor de su crítica de la religión. Fue un movimiento muy poco inteligente. Tal era la posición predeterminada de la cultura occidental hace un siglo. Y, si bien sigue teniendo su influencia en los medios y otros segmentos culturales caracterizados por el desconocimiento de la investigación especializada reciente, quienes están al tanto son conscientes de que ya no puede tomarse en serio el modelo de «lucha». Mientras que en la literatura popular perduran aún mitos ridículos, como la idea hace tiempo rebatida de que la Iglesia medieval y sus teólogos enseñaban que la Tierra era plana y trataban de eliminar la idea de un mundo esférico por razones religiosas[1], la investigación abandonó ya estas ficciones obsoletas, proporcionándonos una explicación rica, compleja y fiable de la interacción de ciencia y fe antes de y durante la Revolución Científica[2], que guarda poca relación con las citas simplistas y superficiales del nuevo ateísmo. El mito de la «guerra» entre ciencia y religión encajó bien en el contexto social de la Gran Bretaña de finales del siglo XIX[3]. Sin embargo, un relato que nació de

las realidades sociales específicas del final del período victoriano no puede usarse como patrón rector para determinar la relación de ciencia y religión en otros contextos. El enfoque que adopto en este libro recupera el más inteligente del Renacimiento de los siglos XV y XVI, que veía las ciencias naturales y la teología cristiana, correctamente entendidas, como dimensiones que proporcionaban visiones diferentes, pero complementarias entre sí, de la naturaleza de la realidad y del lugar de la humanidad en el universo[4]. Como muestran Charles Coulson, Thomas Torrance y John Polkinghorne de modos diferentes, hay posibilidades reales e importantes para conversaciones paralelas sobre asuntos de gran relevancia. ¿De qué tipo de diálogos convergentes hablamos? En esta tercera parte abordaremos seis áreas de diálogo y veremos cómo cada una puede revelar una visión más rica y profunda del mundo y de nuestro lugar en él. Comenzamos reflexionando sobre la importante cuestión de la teoría en la ciencia y la fe. [1] Sobre la historia de esta absurda idea, véase Jeffrey Burton RUSSELL, Inventing the Flat Earth: Columbus and Modern Historians, Praeger, New York 1991, y Christine GARWOOD, Flat Earth: The History of an Infamous Idea, Macmillan, London 2007. [2] Véanse especialmente Peter HARRISON, The Territories of Science and Religion, University of Chicago Press, Chicago 2015, y Ronald L. NUMBERS (ed.), Galileo Goes to Jail and Other Myths About Science and Religion, Harvard University Press, Cambridge 2009 [trad. esp.: Galileo fue a la cárcel: Y otros mitos acerca de la ciencia y la religión, Intervención Cultural, Barcelona 2010]. [3] Esta cuestión se entendió claramente a finales de los 80; véanse, por ejemplo, Frank Miller TURNER, «The Victorian Conflict between Science and Religion: A Professional Dimension»: Isis 3 (1978), 356-376, y Colin A. RUSSELL, «The Conflict Metaphor and Its Social Origins»: Science and Christian Faith 1 (1989), 3-26. [4] Presento esto más detalladamente en Alister E. MCGRATH, Inventing the Universe: Why we can’t stop Talking about Science, Faith and God, Hodder & Stoughton, London 2015.

5 Teorías y doctrinas: modos de ver la realidad

Tanto las ciencias naturales como la teología cristiana nacen, al menos en parte, de un sentimiento de admiración por el mundo que nos rodea y anhelan comprenderlo más profundamente[1]. Ambas tratan de dar sentido a nuestra experiencia del mundo desarrollando marcos teóricos que nos permiten verlo con nuevos detalles y en profundidad, a menudo ampliando o corrigiendo las ideas de sentido común que tenemos sobre el mundo o sobre Dios. La palabra teoría deriva del griego theōría, que significa «modo de ver» o «acto de contemplación». Tanto las teorías científicas como las doctrinas teológicas pueden considerarse como invitaciones a ver las cosas de cierto modo o a imaginar el mundo de cierta manera; una manera que se cree garantizada y verdadera y cuya veracidad tiene que medirse, en parte, por el grado de inteligibilidad y coherencia que nos permite percibir en el mundo. Esencialmente, una teoría es un gran cuadro de la realidad. Nos ofrece un modo de ver las cosas que entreteje una serie de elementos («hipótesis»). Crea una red de asociaciones entre lo que experimentamos y observamos, de modo que parecen encajar juntos como parte de un todo mayor. Una teoría apela a nuestra imaginación, invitándola a visualizar las cosas de cierto modo y a ver cómo esta red de significados coaliga y coordina con éxito nuestra experiencia del mundo, permitiendo que cada observación individual sea vista como parte de un cuadro más grande. Cuando era joven veía el mundo a través de una lente atea. Después de vivir en esa visión del mundo durante un tiempo, empecé a darme cuenta de sus insuficiencias y descubrí una alternativa profundamente satisfactoria en el cristianismo, que me dio una nueva lente que parecía disponer las cosas con un enfoque más nítido que el ateísmo. ¿Qué estaba ocurriendo? Serán útiles algunas reflexiones al respecto.

Arrepentimiento: la metánoia y la transformación de la mentalidad Un buen punto de partida se encuentra en las palabras con las que inicia Jesús su ministerio en Galilea: «El Reino de Dios está cerca; arrepentíos y creed en la Buena Noticia» (Mc 1,15). Nos hemos habituado tanto a la idea de «arrepentimiento» que a menudo no observamos detenidamente el significado del término griego que se traduce así. En realidad, el término griego metánoia significa «cambio radical de mentalidad» o «reorientación intelectual fundamental», en los que nos apartamos de antiguos hábitos de pensamiento y acción y aceptamos un nuevo modo de pensar y vivir[2]. Cristo pide a quien le oye que reoriente radicalmente su mente y su corazón. Ciertamente, el arrepentimiento forma parte de la transformación, pero esta implica algo más. El arrepentimiento no significa principalmente un «sentimiento de pesar», sino renunciar a modos de pensar «que no son lo bastante amplios para el misterio de Dios»[3] y abandonarlos. Metánoia es una palabra que tiene mucho significado para mí, pues condensa lo que experimenté al descubrir el cristianismo mientras estudiaba en la Universidad de Oxford. Durante varios años había sido ateo, totalmente convencido de que las ciencias naturales exigían un modo ateo de ver el mundo. Por razones que he descrito en otra parte[4], comencé a percatarme de que se trataba de un grave error de juicio. Por una parte, reconocí la radical subdeterminación de las evidencias del ateísmo; por otra, empecé a entender algo de la capacidad explicativa del cristianismo. Finalmente, llegó el momento en el que supe que tenía que tomar una decisión, formalizando una consciencia cada vez mayor por mi parte de que me había equivocado. En cierto sentido, lo que experimenté era una conversión: un momento de decisión en el que di la espalda a una fe para aceptar otra (recordemos que ni el ateísmo ni el cristianismo pueden demostrar sus presupuestos fundamentales con una fuerza absolutamente convincente, así que ambos deben ser considerados una fe). Ahora veo que el mejor modo de describir lo sucedido sería recurrir a la doctrina de la gracia preveniente[5]. No obstante, por entonces lo concebí como el abandono de una mentalidad para entrar en otra, que se convertiría entonces en mi hogar. Me parecía que el concepto de metánoia describía perfectamente esta transición. Era un momento crítico, un momento de transición en el que abandonaba mi antigua forma de ver el mundo y me sumergía en otra. Experimenté un cambio de mente y de corazón, dejé mis antiguos hábitos de pensamiento y acción y acepté un nuevo modo de pensar y vivir[6]. Algo muy

parecido se describe en el consejo que da Pablo a los creyentes cuando les dice que «no se amolden a este mundo» sino que «se transformen por la renovación de la mente» (Rom 12,2). Ahora bien, algunos lectores sospecharán de las teorías, prefiriendo el enfoque más cauto de mantenerse al nivel de lo que puede observarse. Esta posición es totalmente comprensible. No obstante, la paradoja del empirismo es la siguiente: tenemos que comenzar nuestras reflexiones con los datos de la experiencia, pero, a la hora de dar sentido a estos datos, tenemos que plantear cosas que rebasan nuestra experiencia, como la gravedad, la materia oscura, etc. ¿Por qué? Porque las teorías que desarrollamos para ayudarnos a dar sentido al mundo nos muestran a menudo que necesitamos hipotetizar entidades ocultas o no observables para que las cosas que podemos ver encajen de forma coherente. Dicho de forma más sencilla: a veces necesitamos inferir la existencia de cosas que no podemos ver para que nos ayuden a explicar lo que podemos ver. Una teoría, por tanto, no es solo un modo de ver cosas que ya son visibles; nos da la capacidad de rebasar el ámbito de lo que podemos ver y tocar, y explorar así los mundos no observados. Como comentó una vez el físico teórico norteamericano Richard Feynman (1918-1988), la imaginación científica se encuentra «estirada al máximo; no, como en la ciencia ficción, para imaginar cosas que no están realmente ahí, sino solo para comprender las que sí están ahí»[7]. (De ahí la gran importancia que los modelos visuales tienen para la ciencia y la teología, tema sobre el que volveremos más adelante). El comentario de Feynman nos conduce lógicamente a reflexionar sobre la función de la imaginación y la razón tanto en ciencia como en teología. Razón e imaginación en ciencia y teología La teoría es un modo de ver nuestro mundo extraño y complejo. Ahora bien, todo acto de visión intelectual involucra a nuestra imaginación, no solo a nuestra razón. El filósofo Alfred North Whitehead (1861-1947) era crítico frente a una «razón tuerta, deficiente en su visión de la profundidad»[8]. Para él, este tipo de explicación racionalista superficial de la realidad no hacía realmente justicia a la riqueza del universo. Tanto la teología como las ciencias naturales son presentadas a menudo como si fueran fríamente racionales, resultados de un riguroso análisis lógico del que queda excluida la imaginación[9]. Sin embargo, las dos, entendidas

correctamente, dependen en parte de la imaginación humana para tener éxito y atracción. Trataremos esto más detalladamente a continuación. En su conferencia «Is the Scientific Paper a Fraud?» [¿Es un fraude el artículo científico?], el nobel Peter Medawar puso de relieve lo que consideraba que era uno de los aspectos más preocupantes de la presentación pública del método científico: el no reconocer la función esencial que tiene la imaginación en la investigación de la realidad. La mayoría de los artículos científicos, comentaba Medawar, daban la errónea impresión de que los descubrimientos científicos surgen solamente de la observación inductiva, y no explicaban que la interpretación de las observaciones requiere un acto de imaginación, que conduce a formular las hipótesis que posteriormente son verificadas por los experimentos. Para Medawar, a los científicos les motiva una «insatisfacción, cierta inquietud mental» que les impulsa a idear teorías para «explicar los extraños sucesos de nuestro mundo». La imaginación científicamente formada es de importancia capital en este proceso de explicación. «Todos los progresos del saber científico, en todos los aspectos, comienzan con lo que es esencialmente una aventura especulativa, una preconcepción imaginativa de lo que podría ser cierto en referencia al mundo; una preconcepción que siempre, y necesariamente, va un poco más allá (o mucho más allá) de cualquier cosa en la que tengamos autoridad lógica o fáctica para creer. Es la invención de un mundo posible, o de una pequeña fracción de ese mundo. La conjetura es entonces expuesta a crítica para averiguar si ese mundo imaginado se parece o no al mundo real. El razonamiento científico es, por lo tanto, en todos los aspectos una interacción entre dos episodios de pensamiento; un diálogo entre dos voces, la imaginativa y la crítica»[10]. Toda verdad científica comienza así su vida como una corazonada imaginativa de cuál podría ser esa verdad, seguida por un proceso de examen crítico para averiguar si tal es realmente el caso. La importancia de unir la razón y la imaginación teológica puede verse al estudiar la transición gradual de C. S. Lewis del ateísmo al cristianismo, en la que el grave déficit de imaginación del ateísmo tuvo una función esencial. Lewis comenzó a advertir que el ateísmo no satisfacía –ni podía satisfacer– los anhelos más profundos de su corazón, ni su intuición de que la vida era algo más de lo que se veía en la superficie. En su autobiografía escribió sobre la tensión que experimentó

de joven entre su razón y su imaginación, que parecían empujarle en direcciones diferentes. «Por un lado, un mar de muchas islas de poesía y mitos; por otro, un racionalismo simplista y superficial. Casi todo lo que me gustaba, creía que era imaginario; casi todo lo que creía que era real me resultaba sombrío e insignificante»[11]. Detrás del redescubrimiento del cristianismo por Lewis se encuentran una serie de factores[12]. Subyacente en su recuperación de la fe estaba lo que podríamos llamar una «corazonada imaginativa», la sensación de que echaba de menos algo que le ayudara a dar sentido al mundo y a su vida. Es evidente que Lewis atribuyó una importancia particular a la capacidad del cristianismo de dar un sentido imaginativo y racional al mundo, ofreciéndole una explicación coherente de los patrones de la historia, la experiencia subjetiva de los individuos y los éxitos de las ciencias naturales. Descubrió una visión mejorada de la racionalidad en la que la razón y la imaginación trabajaban conjuntamente para sacar a la luz y representar una visión enriquecida de la realidad, incluidas las esenciales cuestiones no empíricas del sentido y la finalidad[13]. Imaginación y descubrimiento científico La función de la imaginación en el descubrimiento científico ha sido objeto de una intensa reflexión histórica y filosófica[14]. En su clásico Art of Scientific Investigation [El arte de la investigación científica] (1957)[15], el patólogo de la Universidad de Cambridge W. I. B. Beveridge (1908-2006) era muy crítico con quienes presentaban el método científico simplemente como una disección lógica de un vasto conjunto de observaciones. Era necesario un acto de imaginación, afirmaba, para dar sentido a tal masa de material. La lógica no era competente para esta tarea. «No es demasiado decir que, cuanto más respeto han tenido los científicos a la lógica, peor ha sido para el valor científico de su razonamiento […] Afortunadamente para el mundo, sin embargo, los grandes científicos han mantenido una saludable ignorancia de la tradición lógica»[16]. Para defender su juicio, Beveridge recopiló una lista de avances científicos que él creía que eran principalmente resultado de un acto de imaginación: una

capacidad para ver la realidad de un modo nuevo, en el que de repente se advertía que lo que hasta entonces había estado desconectado y sin relación formaba parte del mismo cuadro interconectado de la realidad. Albert Einstein hizo un comentario similar al hacer hincapié en la importancia que para la ciencia tiene la intuición: «La tarea suprema del físico es descubrir las leyes elementales más generales de las que puede deducirse lógicamente el cuadro del mundo. Pero no existe un camino lógico para descubrir estas leyes elementales. Solo existe el camino de la intuición, a la que ayuda un sentimiento del orden que se encuentra detrás de la apariencia, y esto se desarrolla por experiencia»[17]. Veremos con más detalle un ejemplo de tal acto de imaginación científica en el capítulo siguiente, con la hipótesis de August Kekulé de que el compuesto químico conocido como benceno poseía una estructura circular (véanse pp. 152-154). Esta intuición no se produjo a través de un análisis razonado, sino de un acto de síntesis imaginativa con el que Kekulé se formó una imagen mental que, aunque no estaba directamente insinuada por los datos químicos del benceno en sí mismos, podía explicar algunas de las características hasta entonces desconcertantes de su comportamiento químico. Una teoría es la conjetura imaginativa de cómo podría ser el mundo, que permite comparar ese mundo imaginado con el ámbito de lo empíricamente observable. Juzgamos una teoría a la luz de las observaciones, determinando si puede explicar bien lo que vemos y experimentamos a nuestro alrededor y dentro de nosotros. Ahora bien, tenemos que ser realistas en este punto. Como hemos visto, puede haber cabos sueltos: lo que los científicos designan a menudo como «anomalías», cosas que no encajan en una teoría pero que no se consideran amenazas para ella. (Hablaremos de eso más adelante en este mismo capítulo). En otras ocasiones, las cosas pueden parecer un tanto confusas o borrosas. No obstante, lo que realmente importa es que una buena teoría nos ayuda a dar más sentido a este mundo complejo y confuso al ayudarnos a ver que lo que permanece en la penumbra o la neblina es compensado por la claridad y la nitidez. Dados los límites de la razón humana y de nuestra capacidad para entender una realidad compleja, tenemos que aprender a aceptar cierto grado de incertidumbre e imprecisión. Como en el célebre comentario de Karl Popper a propósito del psicoanálisis de Freud, ¡hacemos bien en sospechar de las teorías que son demasiado claras!

Imaginación y teología Así pues, la imaginación es esencial para visualizar y explorar la realidad como científicos. Pero ¿cuál es su función en teología? Cuando empecé a estudiarla en 1970 suponía que el centro de la fe cristiana era un conjunto de doctrinas, como las que se exponen en los credos. Me parecían ser los cimientos del cristianismo. Sin embargo, ahora me doy cuenta de que era un error mío, que reflejaba mi relativo desconocimiento de los temas de la fe. La doctrina cristiana representa la formalización intelectual de algo más profundo y fundamental: el relato de la fe desarrollado y desplegado en la Biblia con capacidad de captar la imaginación y de involucrar a la razón[18]. Más tarde encontré este tipo de enfoque en la Divina comedia de Dante, que concibe la teología principalmente como una actividad imaginativa más que cognitiva, reconociendo los límites impuestos a los intentos verbales de representar una realidad que está fundamentalmente destinada a ser vista. «Vi con mayor poder más adelante lo que a la lengua y a la vista excede»[19]. C. S. Lewis piensa de forma semejante y dice que las palabras o los conceptos teológicos son incapaces de aprehender o comunicar las verdades más profundas, que son mejor captadas y sostenidas por la imaginación[20]. Para Lewis, las doctrinas del credo eran secundarias con respecto a la verdad mayor que contenían, una verdad que era principalmente aprehendida por la imaginación. La teología cristiana nos invita a reimaginar el mundo y nos proporciona un marco que hace posible que eso se produzca. Aunque esta idea es desarrollada por numerosos autores cristianos, es expresada particularmente bien por el poeta George Herbert (1593-1633). La visión que tiene Herbert de la función de la teología se encuentra en el poema The Elixir [El elixir], que comienza con los versos «Enséñame, mi Dios y Rey, en todo a verte a ti»[21]. Herbert presenta una concepción de la teología que es a la vez racional e imaginativa, capaz de crear un mundo transformado y reimaginado. La teología hace posible un nuevo modo de ver la realidad, permitiéndonos ver un mundo que no puede ser conocido, experimentado y descubierto mediante las solas sabiduría y

fuerza humanas. Esta perspectiva queda particularmente clara en la siguiente estrofa: «Quien mira un cristal en él puede quedar; o si lo desea traspasar, el cielo vislumbrar». Herbert identifica y contrapone aquí dos modos significativamente diferentes de ver un cristal: «mirar» y «traspasar». Alguien podría mirar una ventana, viéndola como un objeto de interés en sí misma, o bien usarla como medio para tener acceso a lo que está más allá de ella mirando a través de ella en vez de mirarla. En este segundo enfoque se usa la ventana no como objeto específico de estudio en sí misma, sino como vía de acceso a una realidad mayor. De hecho, la ventana misma podría convertirse en una distracción, dado que el que ve podría centrarse más en el signo que en el significado, o bien las manchas del material podrían impedirle ver. La analogía empleada por Herbert sugiere dos posibles modos de hacer teología. El primero consiste en estudiar teología mirando sus ideas esenciales y las relaciones recíprocas entre estas. No obstante, aunque Herbert considera claramente que la doctrina cristiana es una materia digna de estudio por sí misma, su importancia real reside en su capacidad de permitirnos mirar a través de su lente imaginativa para ver adecuadamente nuestro mundo. Así pues, ¿cómo podríamos juzgar una teoría teológica? Quizá haya tres cuestiones fundamentales que podríamos plantear sobre cualquier teoría de este tipo. Podríamos catalogarlas genéricamente de acuerdo con cuestiones relacionadas con la correspondencia, la coherencia y las consecuencias. Primero, queremos saber qué razones pueden darse para creer que una doctrina es correcta. ¿Hasta qué punto se corresponde con las observaciones? En el caso de la teología cristiana, esto implica observar en qué medida entreteje un rico tapiz de pasajes o temas bíblicos que se consideran como una «respuesta a la insistente complejidad del encuentro humano con la realidad de Dios»[22]. Estos pueden ampliarse en conversaciones con interlocutores filosóficos, de la misma manera que Tomás de Aquino añadió profundidad a su lectura de la tradición cristiana mediante el uso selectivo de las obras de Aristóteles. En segundo lugar, queremos saber cómo encaja lo anterior en el patrón general del pensamiento cristiano. Aunque algunos teólogos tratan, de manera imprudente,

las doctrinas individuales como compartimentos intelectuales estancos, la mayoría se da cuenta de que las declaraciones doctrinales se entrelazan, se interconectan y se interrelacionan. La doctrina cristiana en su conjunto puede considerarse como una red coherente de ideas interconectadas. Por ejemplo, el concepto cristiano de la identidad de Jesús influye en las doctrinas cristianas de la salvación, de Dios y de la naturaleza humana. De darse una desconexión clara y evidente entre una doctrina propuesta y otros aspectos de la teología cristiana, es probable que sea necesario repensarla de nuevo. Así es como se actuó durante la era patrística a medida que se exploraban y examinaban nuevas áreas del desarrollo doctrinal. Por ejemplo, Atanasio rechazó el concepto que tenía Arrio de la identidad de Jesucristo porque parecía incoherente con la fe fundamental en que Cristo era el salvador de la humanidad. Puesto que solo Dios puede salvar, Atanasio sostenía que la negación de la divinidad de Cristo por Arrio introducía una grave incoherencia en la estructura de la teología cristiana, y por esta razón tenía que ser rechazado el enfoque arriano[23]. En tercer y último lugar, queremos explorar la cuestión de cómo esta doctrina ilumina la realidad. Si es correcta, ¿cuáles son sus consecuencias? ¿Cómo cambia nuestro modo de ver el mundo o de vernos a nosotros mismos? ¿Nos ayuda a ver las cosas con más claridad? Evidentemente, hay límites para nuestra capacidad de visión, puesto que somos seres humanos débiles y finitos. Para muchos, el aspecto más importante de la doctrina cristiana es su capacidad de trascender las restricciones del empirismo radical que limita la realidad a lo que puede observarse. Con estas lentes teológicas podemos abrirnos a las cuestiones más profundas del sentido, el valor y la finalidad, que son fundamentales para vivir una existencia dotada de sentido. Teoría y teología: algunas cuestiones Por norma general, los teólogos no hablan de «teorías», aunque hay algunos ejemplos específicos en los que este término se usa en los debates teológicos, como, por ejemplo, «las teorías de la expiación» o «las teorías de la presencia real»[24]. No obstante, existe claramente un equivalente teológico a las teorías científicas. La teología usa con frecuencia el término doctrina en el sentido de una interpretación conceptual de una cuestión religiosa –como, por ejemplo, la identidad de Jesucristo– que ha sido aceptada en la comunidad de fe. No es tan simple, por supuesto. Charles Darwin usaba habitualmente la palabra doctrina para referirse a

lo que hoy llamaríamos «teoría»: por ejemplo, su teoría de la selección natural[25]. Aun cuando actualmente la comunidad científica y la religiosa usen términos diferentes para referirse a su modo de ver las cosas, las dos hacen uso de marcos de interpretación basados en la observación y la experiencia para dar sentido al mundo. He mencionado ya las «teorías de la expiación». Estas tratan de dar sentido a la muerte de Jesucristo en la cruz y mostrarnos su significado más profundo, especialmente en relación con la redención de la humanidad. El suceso histórico de la crucifixión es el «fenómeno» que –usando una expresión aristotélica– debe ser «conservado». Pero ¿cómo tenemos que interpretar ese suceso? La muerte de Cristo está claramente abierta a interpretaciones múltiples. Pero ¿cuál es la correcta? ¿Cuál es la cristiana? Uno de los aspectos esenciales en este contexto es que lo observado debe ser salvaguardado; pero también necesita ser interpretado, y su significado más profundo, explorado. El Nuevo Testamento subraya enfáticamente la realidad histórica de la muerte de Cristo en la cruz. No obstante, la interpretación teológica de este hecho va más mucho más lejos que la afirmación de su historicidad. La muerte de Cristo en la cruz es historia; pero que murió en la cruz por nuestros pecados es lo que constituye el centro de la proclamación evangélica (1 Corintios 15,1-4). La teoría cristiana se basa en la historia, pero no se limita a una mera narración de esa historia. Las Iglesias cristianas no solo transmiten la historia de Jesús de Nazaret, sino también la interpretación específicamente cristiana de esa historia. En este punto encontramos un claro paralelismo con la ciencia. La ciencia no acumula simplemente observaciones: las interpreta, ayudándonos a entender el cuadro general que subyace en ellas y cómo encajan en él. Una teoría intensifica nuestra atención y nos capacita para apreciar la relevancia de algo que, de lo contrario, nos hubiera parecido sin importancia. Muchos habían visto los pinzones de las Galápagos antes que Darwin. Sin embargo, Darwin se dio cuenta de su relevancia. En efecto, se convirtieron en una vía de acceso a su teoría de la selección natural[26]. De igual modo, la crucifixión de Cristo sería un proceso rutinario para las autoridades romanas, que no le darían importancia; exige un marco teórico específico para extraer todo el significado de aquel evento y su importancia capital para la vida de fe. Los científicos verifican las teorías mediante la observación. ¿Cuál es el equivalente teológico? Son muy numerosos los criterios que podrían usarse aquí,

pero probablemente el más importante es hasta qué punto una teoría –o doctrina– hace justicia a la Biblia. ¿Cómo entreteje adecuadamente una teoría los varios elementos bíblicos permitiendo que se vean como aspectos integrales de un todo más grande? Esta es una cuestión importante, pues los pasajes bíblicos individuales pueden centrarse en un aspecto particular de un tema teológico en lugar de proporcionar una explicación exhaustiva del punto en cuestión. Necesitamos alguna forma de integrar los temas bíblicos para que sean exhaustivamente incluidos en la teoría y se muestre que forman parte de un todo coherente. El cometido de la teología consiste en desarrollar un marco teórico que entreteja los temas bíblicos fundamentales para que estos sean a la vez salvaguardados e integrados. Más adelante examinaremos dos teorías teológicas –las «dos naturalezas» de Jesucristo y la doctrina de la Trinidad– y analizaremos por qué son tan importantes y cómo podemos darles sentido. Pero primero necesitamos pensar en las situaciones en la ciencia y la teología en las que las cosas no parecen encajar adecuadamente: la cuestión de las anomalías. Anomalías: cuando las cosas no encajan Un factor que puede conducir al cambio de una teoría en la ciencia es la comprobación de que no da cabida a tantas observaciones como nos gustaría. A veces una determinada observación parece plantear un desafío a una teoría. No cabe en la teoría. Es anómala. ¿Es por eso errónea toda la teoría? ¿O solo uno de sus elementos? ¿O es una dificultad que desaparecerá, sencillamente, mejorando la teoría? Un purista nos dirá que debemos abandonar la teoría si hay un dato que no encaja en ella. Sin embargo, la mayoría de los científicos son escépticos ante este tipo de dogmatismo, y con toda razón. Joseph Rouse es uno de los muchos filósofos de la ciencia que insiste en que a primera vista resulta a menudo imposible determinar la importancia que una anomalía tiene para una teoría o paradigma y dónde reside precisamente la dificultad. «Todos los paradigmas afrontan obstáculos a la realización de una investigación científica normal. Las anomalías, es decir, los resultados empíricos inesperados o poco claros, ocupan un lugar destacado entre los obstáculos, pero es un error verlas como contraejemplos del paradigma. Reconocer un contraejemplo

presupone una clara comprensión de lo que se está tratando y de su importancia para el enfoque que uno aplica al campo. Reconocer una anomalía implica la consciencia, más limitada, de que hay algo importante que aún no se ha entendido o tratado adecuadamente»[27]. Es importante tener en cuenta que las teorías científicas de Nicolás Copérnico y Charles Darwin se encontraron inicialmente con la oposición científica. ¿Por qué? Porque no parecían integrar los datos tan bien como la gente pensaba que deberían hacerlo. (Reflexionaremos sobre la fe de Darwin en su teoría de la selección natural más adelante: véanse pp. 198ss). Las anomalías, sin embargo, no son refutaciones ni contraejemplos. Son indicadores de una tensión intelectual no resuelta en una teoría o paradigma, que dejan abierta la cuestión de su pertinencia. Hay muchos estudios de casos históricos que nos ayudan a comprender este punto. Veamos uno de ellos. En 1815, el químico inglés William Prout (1785-1850) expuso la idea de que el peso atómico de cada elemento era un múltiplo entero del del hidrógeno, sugiriendo que el átomo de hidrógeno es la única partícula verdaderamente fundamental. Si el peso atómico del hidrógeno se definía como el número entero 1, entonces el del carbono era 12 y el del oxígeno 16. Esta idea, que rápidamente fue conocida como «hipótesis de Prout», llamó mucho la atención[28]. La propuesta de Prout planteaba una posibilidad fascinante, a saber, que el átomo de hidrógeno fuera el elemento fundamental del universo. De golpe, esto mostraría que existe una unidad fundamental bajo la complejidad de los elementos del universo. Era, en efecto, una idea maravillosamente clara y simple. Sin embargo, empezaron a acumularse pruebas que planteaban dudas sobre su fiabilidad. El peso atómico del cloro, por ejemplo, se estableció en 35,5. Este valor no entero planteaba problemas fundamentales para la hipótesis de Prout. Su belleza y elegancia parecían venirse abajo por observaciones que, sencillamente, no encajaban en el patrón. El peso atómico del cloro era, así, una anomalía en el contexto de la hipótesis de Prout. En consecuencia, la idea cayó en desgracia. Todo cambió, sin embargo, en 1913, cuando Frederick Soddy (1877-1956) formuló su idea de los isótopos. Según Soddy, ciertos elementos existían en dos o más formas que tienen pesos atómicos diferentes pero que son indistinguibles químicamente. Soddy lo descubrió estudiando los resultados de la desintegración radioactiva. Sin embargo, le resultó difícil explicar cómo aparecían los isótopos. Por entonces aún no se había descubierto el neutrón. Pronto se demostró que los

núcleos atómicos estaban formados por protones y neutrones. El número de protones determinaba las propiedades químicas fundamentales del núcleo; el número de neutrones podía variar dentro de unos límites sin afectar a esas propiedades. El cloro (= Cl) tenía dos isótopos: 35Cl, con 17 protones y 18 neutrones; y 37Cl, con 17 protones y 20 neutrones. Los dos isótopos son múltiplos enteros del peso atómico del hidrógeno, precisamente lo que sugería la hipótesis de Prout. Sin embargo, la distribución natural de estos isótopos (75 % 35Cl y 25 % 37Cl) era tal que el resultado era claramente un peso atómico no entero (35,5). El descubrimiento de los isótopos condujo así a la aceptación general de la idea de Prout; las anomalías como el peso atómico del cloro podían ahora acomodarse perfectamente en la teoría[29]. Vale la pena señalar el significado general de este punto. Una teoría fue rechazada debido a una anomalía evidente, que luego fue resuelta por medio de un nuevo progreso teórico –el concepto del isótopo–, y recibió un fundamento teórico por medio del reconocimiento de que los núcleos atómicos, aparte del simple átomo de hidrógeno, estaban formados por protones y neutrones. Esta es una de las razones esenciales por las que los científicos son reacios a abandonar una teoría prometedora cuando encuentra dificultades. Más adelante veremos cómo se desarrolló esto en el caso de Darwin, cuyas teorías se enfrentaron a dificultades de observación que fueron resueltas posteriormente por medio de nuevos progresos teóricos (véanse pp. 205-209). Otro ejemplo excelente de una anomalía científica es lo que se conoce como «precesión anómala del perihelio del planeta Mercurio». Comencemos por explicar qué significa y veremos después su importancia. Uno de los grandes logros de Isaac Newton fue demostrar que las órbitas de los planetas alrededor del Sol podían describirse con una asombrosa precisión matemática, incluida la explicación de la influencia gravitacional de un planeta en otro. No obstante, el comportamiento de un planeta era difícil de explicar. En 1857, el matemático francés Urban le Verrier afirmó que el planeta más interior, Mercurio, mostraba un patrón de comportamiento que no podía explicarse con la mecánica de Newton. El punto en el que Mercurio pasaba más cerca del Sol (el «perihelio») cambiaba gradualmente. Gran parte de esta precesión podía explicarse por el tirón gravitacional de otros planetas. Pero no en su totalidad. Se propusieron soluciones insatisfactorias para este fenómeno desconcertante, como la existencia de grandes cantidades de polvo entre el Sol y Mercurio que podrían distorsionar el campo gravitacional. Sin embargo, ninguna se ganó la aprobación. Se necesitaba una explicación nueva.

Esta anomalía fue resuelta mediante la teoría general de la relatividad de Einstein. En un breve artículo de 1915[30], Einstein demostró que la teoría de la relatividad ampliaba la mecánica newtoniana al tener en cuenta los efectos sobre la gravitación que resultan de la curvatura del espacio-tiempo. Como comentó Einstein, su teoría podía explicar con precisión esta precesión anómala que no podía explicarse a partir de la mecánica newtoniana. La anomalía fue resuelta mediante el desarrollo de una teoría superior. Pero ¿qué ocurre en la teología? ¿Existen en ella equivalentes a la noción científica de las anomalías? ¿Hay cosas que no parecen encajar en una teoría que de otra manera parece tener mucho sentido? Y si es así, ¿qué haremos al respecto? Para muchos teólogos cristianos, incluido yo mismo, el ejemplo más obvio e importante de tal anomalía es el sufrimiento. La cuestión fundamental es si el sufrimiento es una anomalía en la fe o una refutación de ella. En este último caso, la existencia del sufrimiento pone en cuestión todo el edificio de la fe cristiana, incluida su fe esencial en un Dios amoroso. En el primer caso, estamos tratando con un aspecto de nuestra fe que no entendemos completamente, pero creemos que en parte se suscita porque no vemos el cuadro completo que nos permitiría entender cómo encaja en un esquema más amplio de cosas. A continuación estudiaremos más detalladamente este punto. La anomalía del sufrimiento en el pensamiento cristiano Todo intento de dar sentido a todo falla en algún punto, principalmente por nuestra limitada capacidad humana para entender totalmente la complejidad de la realidad y ver cómo está interconectado todo y se mantiene unido. Como expresan las antiguas traducciones de una frase célebre de las cartas de san Pablo, «vemos a través de un espejo, oscuramente» (1 Corintios 13,12). No podemos asimilar las cosas por completo, y nos encontramos abrumados por la complejidad de nuestra experiencia del mundo. La teología cristiana nos asegura que hay un panorama general que da sentido a este complicado paisaje. Sin embargo, también proporciona una comprensión de la naturaleza humana que nos hace darnos cuenta de los límites puestos a nuestras capacidades epistémicas. Esta es una de las razones por las que sospechamos con razón de las teorías demasiado claras que parecen ofrecer explicaciones ingeniosas y sencillas de los grandes misterios de la vida.

Lo anterior solo pone en contexto nuestro estudio. No nos exime de reflexionar sobre cómo encaja el sufrimiento en la concepción cristiana de la realidad. Comencemos con una pregunta que a menudo se pasa por alto en los estudios sobre este tema. ¿Por qué encontramos problemática la presencia del sufrimiento en el mundo? Para Richard Dawkins, por ejemplo, no constituye un tema de especial preocupación; el sufrimiento es algo que cabe esperar en un mundo darwiniano y tenemos que habituarnos a él: «El universo que observamos tenía precisamente las propiedades que cabría esperar si no hubiera, en el fondo, ningún diseño, ningún propósito, ningún mal y ningún bien, nada más que una ciega indiferencia despiadada»[31]. Si la versión metafísicamente ampliada del darwinismo de Dawkins se toma como una teoría de la vida, el sufrimiento debe esperarse como algo natural y no debe verse como un problema intelectual, por muy angustioso que pueda ser a nivel personal. Sin embargo, el cuadro general del cristianismo nos permite comprender por qué desde el principio vemos un problema en el sufrimiento. ¿De dónde sacamos nuestra intuición fundamental de que no es así como deben ser las cosas? Nuestro profundo sentido de que este mundo no es lo que debería ser está enraizado en la visión teológica de una creación buena que ha ido mal y que algún día será restaurada –idea clásicamente expresada en la noción de la «economía de la salvación» desarrollada por Ireneo de Lyon y otros autores[32]–. El mundo está dañado y roto, y necesita reparación y restauración. Necesitamos ofrecer una explicación de cómo hemos llegado a tener el criterio por el que juzgamos perturbadora la idea del sufrimiento. C. S. Lewis, que de joven era ateo, comentaba que por entonces le resultaba obvio que el dolor y el sufrimiento mostraban que Dios no existía o que era fútil. No obstante, al reflexionar más tarde sobre esta posición, comenzó a darse cuenta de que su ateísmo se apoyaba en ciertos supuestos suyos que necesitaban claramente evaluarse y desafiarse. «Mi argumento contra Dios era que el universo parecía muy cruel e injusto. Pero ¿cómo tenía esta idea de lo justo y lo injusto? Nadie llama torcida a una línea a menos que tenga cierta idea de una línea recta. ¿Con qué comparaba el universo cuando lo llamaba injusto?»[33]. Lo que Lewis dice es que quien considere que este mundo es defectuoso o «injusto» tiene que basar este juicio en un supuesto de cómo debería ser. Pero ¿de dónde procede esta idea? Para Lewis, el cristianismo nos lleva a ver defectuoso este

mundo porque lo juzgamos de acuerdo con un criterio más alto. Lo bueno siempre parece inadecuado cuando lo vemos a la luz de lo mejor. De no existir la esperanza de una nueva Jerusalén, este mundo sería lo mejor. Sin embargo, debido a la visión cristiana de una creación renovada, vemos el mundo presente a la luz de esta esperanza futura, y, en consecuencia, lo juzgamos deficiente o problemático. Este tema de los límites del entendimiento humano y de la capacidad de penetración intelectual es común en la literatura sapiencial del Antiguo Testamento[34]. El libro de Job es de particular interés porque se centra en el lugar del sufrimiento en el mundo como experimento para descubrir los límites del razonamiento humano. Los «consoladores» bienintencionados le ofrecen a Job sus propias teorías sobre el sufrimiento, pero ninguna de ellas resulta ser intelectual o existencialmente adecuada. Al hablarle «desde el torbellino», Dios invita a Job a ver el gran cuadro, una visión que trasciende cualquier cosa que Job haya podido ver desde su perspectiva limitada. Es como si se descorriera una cortina permitiendo a Job hacerse una idea de las profundidades insondables que hay más allá de lo poco que conocía y experimentaba. En algún lugar había un panorama más amplio – imposible de comprender plena y adecuadamente para los seres humanos– que respondía al enigma del sufrimiento. No es tanto que Job discierna la respuesta a este enigma como que esté seguro de que hay una respuesta, aunque no se vea ni se entienda completamente. Conclusión En este capítulo hemos estudiado la función de la teoría como una construcción que nos ayuda a entender una visión más grande de nuestro extraño mundo y nuestro lugar en él. El gran marco cristiano nos capacita para ver más lejos y más claramente que de otra manera. Sin embargo, se mantienen algunas «tierras sombrías», envueltas por la niebla o la sombra. Una buena teoría nos ayuda a comprender por qué existen esas tierras sombrías y qué puede hacerse para ver a través de ellas y más allá. No obstante, la función más importante de una buena teoría es darnos la seguridad de que, aunque haya aspectos de nuestro mundo que parecen efectivamente desenfocados, podemos confiar en su capacidad para encontrarle sentido a ese mundo. Al final, caminamos guiados por la fe y no por lo que vemos (2 Corintios 5.7), al igual que todo el que intenta encontrar un sentido a la vida.

Lógicamente, lo anterior nos lleva a preguntarnos por la legitimidad de la fe. ¿Por qué pensamos que puede confiarse en el cristianismo? Abordaremos esta cuestión en el siguiente capítulo. [1] Victor F. WEISSKOPF, Knowledge and Wonder: The Natural World as Man Knows It, MIT Press, Cambridge 19792. [2] Véase Mark J. BODA y Gordon T. SMITH (eds.), Repentance in Christian Theology, Liturgical Press, Collegeville 2006. [3] Kathleen NORRIS, Dakota: A Spiritual Geography, Houghton Mifflin, New York 2001, 197. [4] Alister MCGRATH, Inventing the Universe: Why We Can’t Stop Talking about Science, Faith and God, Hodder & Stoughton, London 2015. [5] Tanto C. S. Lewis (en Surprised by Joy [trad. esp.: Cautivado por la alegría]) como Agustín de Hipona (en sus Confesiones) describen este proceso de advertir, retrospectivamente, la influencia de la gracia divina en sus caminos espirituales. Para una reflexión sobre estos dos escritores con respecto a esta cuestión, véase Alister E. MCGRATH, «The Enigma of Autobiography: Critical Reflections on Surprised by Joy», en The Intellectual World of C. S. Lewis, Wiley-Blackwell, Oxford 2013, 7-30. [6] Véase la colección de importantes artículos de BODA y SMITH, Repentance in Christian Theology. [7] Richard FEYNMAN, The Character of Physical Law, MIT Press, Boston 1988, 127-128. [8] Alfred North WHITEHEAD, Science and the Modern World, Free Press, New York 1967, 59. [9] Por ejemplo, véase Richard Dawkins, Unweaving the Rainbow: Science, Delusion and the Appetite for Wonder, Penguin, London 1998 [trad. esp.: Destejiendo el arco iris: Ciencia, ilusión y el deseo de asombro, Metatemas, Barcelona 2000]. [10] Peter MEDAWAR, «Is the Scientific Paper a Fraud?»: The Listener, 12 de septiembre de 1963. Para una excelente explicación de la llamada de Medawar a la imaginación, véase Neil CALVER, «Sir Peter Medawar: Science, Creativity and the Popularization of Karl Popper»: Notes and Records of the Royal Society 4 (2013), 301-314. [11] C. S. LEWIS, Surprised by Joy, HarperCollins, London 2002, 197 [trad. esp.: Cautivado por la alegría, Encuentro, Madrid 2016]. [12] Para un estudio sobre la fecha y la naturaleza de esta conversión, véase Alister E. MCGRATH, C. S. Lewis – A Life: Eccentric Genius, Reluctant Prophet, Hodder & Stoughton, London 2013, 135-151. [13] Alister E. MCGRATH, «An Enhanced Vision of Rationality: C. S. Lewis on the Reasonableness of Christian Faith»: Theology 6 (2013), 410-417. [14] Véase por ejemplo Robin DOWNIE, «Science and the Imagination in the Age of Reason»: Medical Humanities 2 (2001), 58-63; Amos FUNKENSTEIN, Theology and the Scientific

Imagination from the Middle Ages to the Seventeenth Century, Princeton University Press, Princeton 1986. [15] W. I. B. BEVERIDGE, The Art of Scientific Investigation, Norton, New York 1957. [16] Ibid., 83, cita del filósofo F. C. S. Schiller (1864-1937). [17] Albert EINSTEIN, prefacio a Max Planck, Where is Science Going?, Norton, New York 1932, 12. [18] Véase, por ejemplo, Garrett GREEN, Imagining God: Theology and the Religious Imagination, Eerdmans, Grand Rapids 1998; Paul D. L. AVIS, God and the Creative Imagination: Metaphor, Symbol, and Myth in Religion and Theology, Routledge, London 1999. [19] DANTE, Paraíso, XXXIII, 55-56. [20] LEWIS, Surprised by Joy, 209. Véase también Corbin Scott CARNELL, Bright Shadow of Reality: Spiritual Longing in C. S. Lewis, Eerdmans, Grand Rapids 1999, 60-76. [21] George HERBERT, Complete English Poems, Penguin, London 1991, 174. Sobre las imágenes alquímicas de este poema, véase Yaakov MASCETTI, «“This Is the Famous Stone”: George Herbert’s Poetic Alchemy in “The Elixir”», en Stanton J. Linden (ed.), Mystical Metal of Gold: Essays on Alchemy and Renaissance Culture, AMS Press, Brooklyn 2005, 301-324. [22] John POLKINGHORNE, Science and the Trinity: The Christian Encounter with Reality, Yale University Press, New Haven 2004, 99-100. [23] Para un análisis más detallado, véase Alister MCGRATH, Christian Theology: An Introduction, Wiley-Blackwell, Oxford 20166. [24] Por ejemplo, véase Charles TALIAFERRO, «A Narnian Theory of the Atonement»: Scottish Journal of Theology 1 (1988), 75-92. [25] F. DARWIN (ed.), The Life and Letters of Charles Darwin, 3 vols., John Murray, London 1887, vol. 2, 155. [26] Véase un comentario en Frank J. SULLOWAY, «Darwin and His Finches: The Evolution of a Legend»: Journal of the History of Biology 1 (1982), 1-53. [27] Joseph ROUSE, «Kuhn’s Philosophy of Scientific Practice», en Thomas Nickles (ed.), Thomas Kuhn, Cambridge University Press, Cambridge 2003, 101-121; cita en pp. 110-111. [28] W. H. BROCK, From Protyle to Proton: William Prout and the Nature of Matter, 1785 –1985, Adam Hilger, Bristol 1985. [29] Como ya hemos comentado, Prout desconocía la existencia de los neutrones. [30] Albert EINSTEIN, «Erklärung der Perihelbewegung des Merkur aus der allgemeinen Relativitätstheorie»: Sitzungsberichte der Preußischen Akademie der Wissenschaften 47 (1915), 831-839. [31] Richard DAWKINS, River out of Eden: A Darwinian View of Life, Phoenix, London 1995, 133 [trad. esp.: El río del Edén, Debate, Barcelona 2000]. [32] Jeff VOGEL, «The Haste of Sin, the Slowness of Salvation: An Interpretation of Irenaeus on the Fall and Redemption»: Anglican Theological Review 3 (2007), 455-471. [33] C. S. LEWIS, Mere Christianity, HarperCollins, London 2002, 38.

[34]

Véase especialmente Paul S. FIDDES, Seeing the World and Knowing God: Hebrew Wisdom and Christian Doctrine in a Late-Modern Context, Oxford University Press, Oxford 2013. Sobre la relevancia de este tema para la relación entre ciencia y fe, véase Tom MCLEISH, Faith and Wisdom in Science, Oxford University Press, Oxford 2014.

6 La legitimidad de la fe: pruebas, justificación e inteligibilidad

¿Es razonable creer en Dios? ¿Qué razones pueden darse para sostener que el cristianismo ofrece un modo fiable de ver la realidad? Son cuestiones importantes por derecho propio, que han adquirido más relevancia recientemente debido a los estridentes ataques contra la racionalidad de la fe realizados por los representantes principales del nuevo ateísmo, como Richard Dawkins y Christopher Hitchens. Estos escritores apelan a menudo a la ciencia como caso ejemplar de pensamiento riguroso basado en pruebas, en contraposición con la fe religiosa, que no es intelectualmente fiable y que carece de pruebas[1]. Sin embargo, en la ciencia, el criterio para distinguir si una creencia está justificada o motivada no es si se ajusta a las preconcepciones racionales de cómo deberían ser las cosas, sino si es eso lo que la prueba requiere. A veces, esa prueba puede ser convincente; en otras ocasiones, puede ser ambivalente y apuntar en varias direcciones posibles. En este capítulo analizaremos algunas de las cuestiones que se plantean sobre la legitimidad intelectual de las creencias en la ciencia y la teología. Evidencia y racionalidad Una de las razones por las que la ciencia tiene tanto éxito es que se basa en pruebas. La primera pregunta que se hará un científico sobre cualquier teoría o hipótesis no es si es razonable, sino si hay pruebas que la exigen. ¿Qué razones podrían aducirse para pensar que esto es correcto? La ciencia consiste en averiguar la racionalidad del universo, no en forzarlo a que encaje en nuestra forma de pensar. La racionalidad del universo es algo que necesita ser investigado y descubierto empíricamente, no inventado por filósofos de salón. Una de las grandes barreras para el progreso científico es que las personas tienen ideas predeterminadas sobre cómo debe ser la realidad –como en el caso de

la influyente idea de Aristóteles de que los cuerpos pesados caían más rápidamente al suelo que los menos pesados[2]–. El primer gran enemigo de la ciencia no es la religión, sino un racionalismo dogmático, que limita la realidad a lo que la razón determina que es aceptable. Eso simplemente nos encierra en el muy angosto mundo de lo que la razón puede probar. Y el universo parece tener una racionalidad que podemos investigar, describir y representar, aun cuando a veces parezca tener poca relación con lo que el sentido común está inclinado a creer. Comencé a estudiar Teoría Cuántica en la Universidad de Oxford en 1971. Era una asignatura optativa en el currículo de Química. Para expresarlo suavemente, resultó muy desafiante. Parte de la dificultad era que la mecánica cuántica molecular me exigía un importante esfuerzo matemático. Pero el problema principal residía en que era muy contraintuitiva. Era como si este nivel de realidad poseyera su propia racionalidad, que tenía poca relación con el mundo cotidiano en el que yo vivía[3]. Pronto aprendí lo que cualquier buen científico da por sentado, a saber, que nuestro conocimiento del mundo debe surgir de nuestro encuentro con la realidad, no de nuestras ideas preconcebidas sobre cómo debería ser la realidad. Tenemos que acomodar nuestro razonamiento a como es el mundo, en vez de usar nuestro razonamiento para establecer de antemano cómo debería ser. ¿Cuál la función de la evidencia en esta perspectiva? En su influyente artículo «The Ethics of Belief» [La ética de la creencia], el matemático inglés William K. Clifford (1845-1879) sostenía que «creer en algo basándose en una evidencia insuficiente es malo siempre, en cualquier lugar y para todo el mundo»[4]. Carecería de justificación creer en algo que estuviera subdeterminado argumentativa o evidencialmente. Me parece un argumento justo, con el que estoy de acuerdo. Pero ¿qué entiende Clifford por «evidencia insuficiente»? ¿Quién decide cuándo hay evidencia suficiente para justificar una creencia? Clifford parece pensar en la existencia de algún criterio natural de admisibilidad inserto en la estructura del universo. Sin embargo, todos los criterios que usamos para evaluar la evidencia son simplemente una convención humana, una regla general que ha sido adoptada porque parece funcionar suficientemente bien. Como comenta el filósofo de la ciencia Joseph Rouse, «en la ciencia no existen unas normas de aceptabilidad racional que sean aplicables en general». Antes bien, existe una «comprensión más o menos compartida» de ciertos procedimientos, que, en definitiva, refleja «los juicios de una comunidad sobre lo que es creíble y fiable en el contexto de su trabajo en curso»[5].

Es significativo que el ensayo de Clifford sea habitualmente incluido en las compilaciones de textos que critican la religión, pero nunca en libros sobre el método científico. No es difícil averiguar la razón. Las ideas de Clifford son ambiciosas, pero son difíciles de aplicar al mundo real, pues no logran reflejar las realidades de la práctica científica. Es una forma ingenua y rematadamente obsoleta de verificacionismo, que sostiene que la ciencia prueba sus creencias por su evidencia abrumadora. Curiosamente, dadas sus obvias deficiencias, Richard Dawkins adopta un punto de vista similar: «[La fe] es un estado mental que lleva a la gente a creer en algo –no importa qué– en ausencia total de evidencia que lo apoye. Si hubiese una buena evidencia de apoyo, la fe sería superflua, pues la evidencia nos haría creer en ello de todos modos»[6]. Parece algo muy nítido y sencillo. Y es claramente lo que a mucha gente le gustaría que fuera verdad. Pero las cosas resultan ser mucho más complicadas. Yo solía pensar así. Me parecía obvio que la ciencia probaba sus creencias; y, una vez probado que eran verdaderas, no había marcha atrás. Tan pronto como una creencia había sido científicamente verificada, se convertía en un hecho, como «la fórmula química del agua es H2O». Hay alguna verdad en esto. Pero solo alguna. Lo que la ciencia puede probar tiene un límite. Con demasiada frecuencia las observaciones están abiertas a múltiples interpretaciones y no hay suficiente evidencia para decidir cuál es la correcta. Dawkins parece pensar que la fe religiosa es algo que surge «en ausencia total de evidencia que la apoye», mientras que en la ciencia todo es aceptar algo como verdadero por la irrefutable evidencia. O, dicho de otro modo, la fe religiosa se basa en un 0 % de apoyo de la evidencia, mientras que la ciencia se basa en un 100 %. Sin embargo, los científicos saben que la realidad es mucho más desordenada y confusa de lo que sugiere Dawkins. ¿Qué ocurre en las situaciones en que tenemos que tomar una decisión con «la ausencia total de evidencia que la apoye», es decir, donde la evidencia puede ser del 53 % –suponiendo, por supuesto, que podamos cuantificarla de modo fiable– y no del 100 %? Una y otra vez, los científicos tienen que juzgar cuál es la mejor entre una serie de posibles interpretaciones de la evidencia. Examinemos un clásico estudio de caso: la teoría de Charles Darwin de la selección natural, expuesta principalmente en El origen de las especies (1859). El fenómeno de la evolución biológica ya había conseguido aceptación en muchos

sectores. La contribución específica de Darwin fue ofrecer una teoría de cómo tuvo lugar la evolución; una teoría que ahora conocemos como «selección natural». Darwin estaba convencido de que su teoría era correcta. Sin embargo, también tenía muy claro que la evidencia no era tan contundente y que había muchos cabos sueltos y problemas irresueltos que tenían que aclararse (un tema sobre el que volveremos en un capítulo posterior). «Mucho antes de que el lector haya llegado a esta parte de mi obra se le habrán ocurrido una multitud de dificultades. Algunas son tan graves que aun hoy día apenas puedo reflexionar sobre ellas sin vacilar algo; pero, según mi leal saber y entender, la mayor parte son solo aparentes, y las que son reales no son, creo yo, funestas para mi teoría»[7]. No obstante, si Dawkins y Clifford tuvieran razón, Darwin habría formulado su juicio sobre la base de una evidencia «insuficiente». Darwin mismo creía que la evidencia apoyaba su teoría pero que no obligaría a sus lectores a creerla. Examinaremos la obra de Darwin más detalladamente después (pp. 179-209), pues este punto merece un análisis mayor y ampliado. Pero Darwin creía –y, señalo, creía correctamente– que podía confiar en su teoría y aceptarla pese a sus dificultades. El enfoque de Clifford fue criticado por el psicólogo William James (1842-1910) en su famoso ensayo «The Will to Believe». James sostiene que todos necesitamos lo que denomina «hipótesis de trabajo» para dar sentido a nuestra experiencia del mundo[8]. Estas hipótesis carecen totalmente de evidencia, pero son aceptadas, y se actúa sobre ellas, porque ofrecen puntos de partida fiables y satisfactorios desde los que abordar el mundo real. Para James, la fe es una forma particular de creencia omnipresente en la vida cotidiana. Todos, creyentes o no, tienen que hacer juicios que rebasan la evidencia disponible; por ejemplo, al decidir cuál de varias teorías rivales es la más probablemente correcta. Examinemos más detalladamente la cuestión de cómo juzgan los científicos entre teorías rivales. Actualmente, la teoría dominante sobre el modo de decidir qué teoría es mejor se conoce como «inferencia a la mejor explicación»[9]. Básicamente, esta teoría alinea la evidencia observacional y se pregunta cómo cuadra a la luz de las diversas formas de explicarla. Generalmente se utilizan varios criterios para evaluar esas teorías rivales, entre ellos la simplicidad, el grado de adecuación, la fecundidad y la exhaustividad. A menudo los científicos se ven obligados a hacer juicios de probabilidad –«esta teoría es “probablemente” la

mejor»–. Sin embargo, no hay acuerdo sobre la ponderación o la prioridad de los diversos criterios que se utilizarán para elegir la mejor teoría. El lenguaje de la fe tiene perfecto sentido en la ciencia: un científico cree que cierta teoría es correcta, por buenas razones, pero, como Darwin, no puede probarla. Esto no tiene nada que ver con ser irracionales o creer en lo que se quiera. Es el reconocimiento de que un compromiso de principio con la evidencia nos deja a menudo incapaces de decidir sobre su mejor explicación con total convicción. Evidencia y teoría Cuando se ve ante muchas observaciones, el instinto fundamental del científico es intentar averiguar qué gran cuadro, o teoría, les da el máximo sentido. A este modo de pensar se le llama frecuentemente «inducción». Una vez acumulada la evidencia, la investigación comienza formulando una hipótesis que pueda explicar esas observaciones. La inducción es un método que opera fundamentalmente comparando teorías con observaciones y da la preferencia a aquellas teorías que parecen ofrecer un grado importante de encaje empírico. La verdadera prueba de que una teoría debe tomarse en serio es su elegancia, simplicidad y coherencia frente a las muchas observaciones con respecto a las que debe mostrar que, de alguna manera, están conectadas entre sí como partes integrantes de un cuadro general. El filósofo norteamericano Charles Peirce (1839-1914) describió el proceso de búsqueda de una explicación de las observaciones como «abducción»[10]. A veces esta búsqueda de un modo de ver las cosas que encajen con las observaciones de forma natural y convincente surge de una intensa reflexión racional; y otras, de lo que solo puedo describir como saltos creativos de la imaginación. Un ejemplo clásico de este enfoque se encuentra en la audaz y original idea de August Kekulé de que el compuesto químico llamado benceno poseía una estructura circular, que expuso primero en un artículo en francés en 1865 y después en alemán en 1866. Kekulé no explicó la «lógica de descubrimiento» que sostenía esta idea en aquel momento, aunque su trabajo posterior dio una extensa explicación «lógica» de la estructura circular del benceno. No obstante, en 1890, con ocasión del veinticinco aniversario de esta propuesta, por entonces ampliamente aceptada, Kekulé expuso cómo le llegó esta idea. Quizá porque su reputación estaba ya fuera de todo reproche, se atrevió a contarle a su

asombrado auditorio de qué manera nada ortodoxa había desarrollado inicialmente la idea[11]. Soñó con una serpiente que perseguía su propia cola, lo que le sugirió, en lo que parece haber sido una serie de saltos intuitivos, que el benceno consistía esencialmente en un anillo central de seis átomos de carbono interconectados. Pero, aunque los orígenes de la teoría de Kekulé sobre la estructura del benceno podrían ser algo especulativos, el hecho es que, cuando se contrastó con la evidencia, pareció funcionar. El modo de derivarla podría parecer un tanto heterodoxo; la manera de verificarla, sin embargo, era perfectamente clara, y, en última instancia, convincente. Las teorías pueden evaluarse de dos modos. De acuerdo con el primero, podríamos preguntar qué razones pueden aducirse para indicar que son verdaderas. Un segundo modo consiste en preguntarnos hasta qué punto logran interpretar el mundo que nos rodea y lo que experimentamos en él. Son dos enfoques completamente diferentes. El primero analiza la evidencia que nos lleva a desarrollar una teoría; el segundo estudia lo bien que la teoría explica el sentido de la realidad, invitándonos, en efecto, a imaginar cómo sería el mundo de ser cierta la teoría, y comparándolo con lo que vemos realmente. En el mejor de los casos, una teoría combina los dos enfoques: ser demostrada y demostrar. Pero no todas las teorías científicas poseen este tipo de fundamento en evidencias. El ejemplo clásico es la teoría de cuerdas, que a menudo es criticada por carecer de este fundamento[12]. Sus partidarios aceptan en general este punto, pero, en respuesta, defienden que la capacidad de la teoría para explicar la estructura del universo apunta a que es verdad. Es decir, su pretensión de verdad se apoya en su capacidad de dar sentido a las cosas; no en una prueba o evidencia que conduzca a su formulación. En este contexto, debemos tener en cuenta otro aspecto. Lo que realmente importa es la capacidad de una teoría en su conjunto para dar sentido al mundo. Este detalle fue subrayado por el filósofo W. V. O. Quine (1908-2000), quien arguyó que todas nuestras creencias están vinculadas en una red interconectada que se relaciona con la experiencia sensorial en sus límites, no en su núcleo. La única prueba válida de una creencia, argumentó Quine, es si encaja en una red de creencias conectadas que concuerdan con nuestra experiencia en su conjunto[13]. Como veremos (véanse pp. 165-166), G. K. Chesterton hizo el mismo comentario cuando señaló que no era cualquier aspecto individual del cristianismo lo que lo hacía convincente, sino la gran imagen general de la realidad que ofrecía.

Más allá de la evidencia Desarrollemos un tema que ha sido importante en los debates recientes entre cristianos y ateos. ¿Es racional creer en algo que rebasa nuestra experiencia? ¿Por qué no limitarnos a lo que experimentamos y encontramos en el mundo? Es una buena pregunta. La ciencia gira en torno a la observación del mundo. El movimiento conocido como positivismo lógico asumió la visión de que eso era todo cuanto se podía hacer. La ciencia se dedicaba esencialmente a acumular observaciones del mundo sin interpretarlas y a desarrollar resúmenes de estas observaciones. El filósofo Otto Neurath (1882-1945) sostenía que la ciencia tenía la forma de «afirmaciones protocolarias» que recogían, con la mayor precisión posible, lo que había sido observado. Esto resultó ser mucho más difícil de lo previsto. Veamos la siguiente afirmación: «El sol salió a las 6,25 h en Oxford el martes 13 de octubre de 1953». Esta afirmación es objetivamente correcta. Pero no es, en sentido estricto, la afirmación de una observación, pues supone implícitamente que el Sol gira en torno a la Tierra. Desde Copérnico, en realidad necesitaríamos reformularla diciendo «el sol le pareció a un observador salir sobre el horizonte a las 6,25 h en Oxford el martes 13 de octubre de 1953». El problema real, sin embargo, es este: ¿qué ocurre si nuestras observaciones parecen indicar la existencia de ciertas entidades que no podemos ver? Aunque la física comenzase por un realismo ingenuo, ha logrado sus mayores triunfos yendo más allá de lo observable, en un salto de imaginación que va más allá de lo que se puede ver. Isaac Newton, por ejemplo, se vio obligado a creer en la noción de gravedad –que no podía detectarse por medio de la capacidad sensorial humana–. ¿Por qué? Porque sus observaciones de los patrones de comportamiento de los objetos que caen en la Tierra y el movimiento de los planetas alrededor del Sol podrían explicarse si existiera alguna capacidad intrínseca por parte de un objeto para atraer a otro («tracción gravitacional»). Aunque esta noción le incomodaba profundamente, parecía funcionar bien para calcular las órbitas planetarias[14]. Otros, sin embargo, como el filósofo y matemático Gottfried Wilhelm Leibniz (1646-1716), criticaban una noción tan contraintuitiva y sin evidencias. Una cuestión relacionada es la de la existencia de la «materia oscura». El problema en este caso es que los cálculos teóricos de la masa del universo no coinciden con los que derivan de la observación. Por esta razón se propuso la noción de materia oscura. Básicamente, es materia que creemos que está ahí realmente (de hecho, constituiría la mayor parte del universo); solo que no

podemos verla. De nuevo, vemos el mismo patrón: algo que no puede observarse se propone partiendo de una interpretación de lo que es observado. No es algo irracional; es, simplemente, una visión ampliada del universo, impulsada en parte por el marco teórico que usamos para interpretar ese universo; un marco, ciertamente, que emerge a medida que entramos en contacto con nuestro mundo y lo interpretamos. Es común entre los científicos afirmar que «vemos» el mundo a través de unas gafas teóricas. Dios es para los cristianos la mejor explicación del mundo que nos rodea y que experimentamos en nuestro interior. No creemos en Dios porque hayamos abandonado la racionalidad, sino porque lo consideramos origen y meta de la razón humana. La mayoría de los grandes escritores de la era patrística –entre ellos, Atanasio de Alejandría y Agustín de Hipona– lo entendieron así. Dios nos ha creado dotados de razón para que ella nos conduzca hasta él, como siguiendo un río que nos lleva finalmente a su fuente. Sin embargo, la mayoría de los cristianos querrían complementar este análisis, argumentando que este Dios se encarnó en la persona de Jesucristo; que Dios se hizo observable en la historia; y esas observaciones e interpretaciones nos han sido transmitidas a través de los escritores del Nuevo Testamento[15]–. La base empírica de la cristología del Nuevo Testamento y, ciertamente, de la fe cristiana podría sintetizarse así: «Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y han palpado nuestras manos, es lo que os anunciamos: la palabra de vida. La vida se manifestó: la vimos y damos testimonio de ella» (1 Juan 1,1-2). Los cristianos creen en Dios gracias a Jesús de Nazaret[16]. Existe una conexión tangible y observable entre Dios y el mundo, tema a menudo desarrollado como «teología natural» y sobre el que volveremos en el capítulo 10. La provisionalidad del conocimiento científico Una de las cosas que me gusta de la ciencia es su disposición a cambiar de mentalidad. A veces comete un error y se corrige a sí misma a la luz de la evidencia. Está dispuesta a encontrar el mejor modo de ver las cosas, libre de todo tipo de presión ideológica. El método científico se basa en estar dispuestos a comparar lo que observamos y experimentamos con múltiples teorías alternativas;

no solo con la ya aceptada, sino con otras que podrían resultar ser mejores. Esto significa que lo que una generación creyó firmemente que era correcto, una generación posterior puede rechazarlo por erróneo (aun cuando fuera erróneo por razones comprensibles). La ciencia está de viaje y aún no ha llegado a su destino final. Eso significa que las cosas están en estado de fluctuación. Es un pensamiento desconcertante, especialmente para quienes prefieren ver la ciencia como un conjunto fijo de resultados «científicos», antes que como un método cuya aplicación conduce a ideas que cambian con el tiempo. Son muchos los ejemplos de la historia de la ciencia –algunos de ellos muy recientes–que nos ayudan a comprender este punto. Los científicos solían pensar que el universo existía desde siempre, por lo que rechazaban la idea de que tuviera un origen, considerándola como una especie de noción religiosa ajena a la realidad. Ahora resulta fácil rechazarlos a ellos por necios. Sin embargo, con anterioridad a 1800 no se disponía de pruebas que hicieran que alguien pensara lo contrario. En 1890, el gran físico británico lord Kelvin (1820-1907) calculó la edad de la Tierra, basándose en sus cálculos sobre la transferencia del calor en la misma Tierra y desde el Sol hasta esta. Su conclusión fue espectacular y controvertida. La Tierra, afirmó, tenía unos 100 millones de años[17]. Las ideas de Kelvin fueron acogidas con entusiasmo por algunas de las celebridades de su época, como Mark Twain, como el último descubrimiento de la ciencia. Era tal su reputación que otros científicos consideraron que tenían que alinearse con sus ideas. Sin embargo, Kelvin estaba equivocado. Sus cálculos eran tan buenos como los modelos matemáticos en los que se basaban. Hizo conjeturas sobre el ritmo de enfriamiento de la Tierra y sus estructuras internas que ahora sabemos que no son ciertas. Desconocía cosas como las placas tectónicas, la radioactividad o el proceso de fusión nuclear que genera el calor del sol. La mayoría de los científicos consideran que el principal cambio teórico en la ciencia es el reconocimiento de que el universo tuvo un origen. Antes de la I Guerra Mundial, el consenso científico era que el universo siempre había existido. En 1908, el gran físico sueco Svante August Arrhenius (1859-1927), ganador del Premio Nobel de Química, escribió un éxito de ventas en el que propugnaba que el universo se perpetúa sin principio ni fin: «El Universo, en esencia, siempre ha sido lo que es ahora. La materia, la energía y la vida solo han variado en cuanto a la forma y la posición en el espacio»[18]. Este ya no es el consenso científico. Un cuerpo constante de evidencia acumulada desde la década de 1920 en adelante apunta a que el universo está en

expansión como resultado de una gran explosión cósmica primordial que llamamos el Big Bang[19]. Esto representa ahora el consenso científico. En cien años la interpretación científica del universo se alteró radicalmente. En 1918 se aceptaba que era eterno; ahora, en cambio, se acepta que nació. Es un cambio enorme. Se encontró con la resistencia de muchos científicos, por diversas razones. Curiosamente, algunos se resistieron a la idea porque sonaba «religiosa». El físico teórico Steven Weinberg, por ejemplo, apoyó una vez el modelo del «estado estacionario» del universo, ya que le resultaba fácil conciliarlo con su ateísmo. En 1967 comentó que «la teoría del estado estacionario es filosóficamente la más atractiva porque es la que menos se parece al relato del Génesis». Posteriormente, a regañadientes, hizo esta observación: «Es una pena que la teoría del estado estacionario sea refutada por la experimentación»[20]. La cuestión fundamental es que la ciencia ofrece un método para investigar la realidad, no un cuerpo inalterable y permanente de doctrinas sobre el mundo. Como señaló el astrónomo Carl Sagan (1934-1996), la ciencia «nos aconseja tener varias hipótesis alternativas en nuestra mente y ver cuál es la que mejor que coincide con los hechos»[21]. Es un proceso constante de reflexión y revisión, a veces basado en nuevas pruebas, a veces en el hallazgo de caminos mejores para explicar lo ya conocido. Pero nunca es estática. Por eso el «cambio radical de teoría» está integrado en la actividad científica. Sin embargo, la provisionalidad de la ciencia es una idea intensamente desconcertante, especialmente para los observadores ingenuos de la ciencia que piensan que su objetivo es establecer verdades eternamente válidas que nunca puedan contradecirse o desafiarse. El químico y filósofo húngaro Michael Polanyi (1891-1976) escribió su importante obra Personal Knowledge [Conocimiento personal] para explicar cómo podía creer en lo que pensaba que era científicamente verdadero al mismo tiempo que sabía que podría resultar erróneo. Richard Dawkins, para cuya fe y divulgación ateos es fundamental el darwinismo, tiene, no obstante, claro que esta teoría es provisional, algo que puede sufrir un cambio radical: «Debemos reconocer la posibilidad de que aparezcan nuevos hechos que obliguen a nuestros sucesores del siglo XXI a abandonar el darwinismo o a modificarlo de tal modo que se torne irreconocible»[22]. ¿Significa lo anterior que la ciencia está encerrada en algún tipo de relativismo? ¿Está condenada a ofrecernos perspectivas en las que no podemos confiar? La mejor respuesta a estas importantes y preocupantes preguntas es afirmar que la ciencia se dedica a encontrar el modo mejor de comprender y explicar nuestro universo, en

un proceso constante de investigación y reflexión. Con el paso del tiempo, se descubren nuevas pruebas y nacen nuevos modos de darles sentido. No obstante, una buena teoría incluye siempre lo mejor de las teorías anteriores. El conflicto entre teoría y observación Para los nuevos ateos como Richard Dawkins y Christopher Hitchens, los seres humanos solo piensan, mientras que los creyentes piensan a la luz de sus compromisos religiosos, manteniéndose así encerrados en una visión religiosa del mundo que es inmune a la crítica. Ambos autores están firmemente enraizados en las ideas esenciales de la Ilustración del siglo XVIII, que sostenía la posibilidad de pensar sin obstáculos o influencias ocultas y veía la religión como una forma de servidumbre intelectual. El filósofo A. C. Grayling, del movimiento del nuevo ateísmo, sostenía que el razonamiento teológico era inaceptable para una persona racional porque se realiza dentro de «las premisas y los parámetros» de un sistema[23]. Se trata de un punto de vista interesante que nos da una útil perspectiva sobre los presupuestos totalmente desfasados del nuevo ateísmo. La mayoría de nosotros, especialmente los científicos, argumentaría que todo el pensamiento humano, incluidas las matemáticas y la lógica, se elabora dentro de «las premisas y los parámetros» de un sistema o de otro. La observación y la interpretación se entrelazan en un círculo del que no se puede escapar. Lo vemos en la ciencia: una teoría interpreta experimentos; no obstante, los experimentos confirman o desmienten una teoría. Grayling es una evidencia magnífica de una visión ya pasada de la racionalidad que era plausible en el siglo XVIII, pero que parece totalmente fuera de lugar hoy día. Hemos avanzado y ahora sabemos que las cosas no son tan simples. Preguntemos a Grayling: ¿qué edad tiene el universo? Supongo que daría la respuesta convencional, es decir, unos 14000 millones de años. Pero ¿cómo sabemos esto? Si Grayling diera esta respuesta, ¿por qué se cree que es correcta? Después de todo, no es como si alguien hubiera puesto en marcha un cronómetro en el momento en que ocurrió el Big Bang, de modo que podamos leer directamente la edad del universo. Más bien, observamos ciertos parámetros –tales como las velocidades y distancias de las galaxias– que luego se interpretan dentro de «las premisas y parámetros» de las teorías físicas contemporáneas para obtener la edad del universo.

Los científicos ven en esto un clásico ejemplo del conflicto entre observación y teoría. Para complicar aún más la situación, las velocidades y distancias de las galaxias no se observan directamente, sino que se infieren a partir de «las premisas y los parámetros» de otras teorías físicas, como la correlación entre la velocidad y el corrimiento hacia el rojo de Doppler[24]. La explicación del conocimiento científico que da Grayling parece estar atrapada en el siglo XVIII, cuando la gente pensaba que las cosas eran mucho más simples. Una explicación mucho más fiable y fundamentada de la situación se encuentra en los escritos de John Polkinghorne, que entendió claramente el dilema en el que nos encontramos como seres humanos y hasta qué punto podemos resolverlo: «Experiencia e interpretación se interconectan en una circularidad sin escapatoria. Ni siquiera la ciencia puede escapar totalmente a este dilema (la teoría interpreta los experimentos, y estos confirman o desmienten las teorías)»[25]. La racionalidad de la fe Hasta ahora nos hemos centrado en la racionalidad científica, notando cómo los simples estereotipos populares del conocimiento científico son gravemente inadecuados. Así pues, ¿en qué sentido es racional el cristianismo? La problemática de dar sentido a la realidad está profundamente incrustada tanto en las ciencias naturales como en la fe cristiana. En efecto, de dar mi opinión, diría que un factor que me llevó decisivamente del ateísmo de mi juventud al cristianismo fue mi creciente comprensión de que la fe cristiana daba mucho más sentido a cuanto veía en mi entorno y experimentaba en mi interior que las alternativas ateas. La fe cristiana puede, como sus equivalentes moral y político, ir más allá de lo que es lógicamente demostrable; no obstante, es claramente susceptible de motivación racional. Sin embargo, la función del cristianismo es mucho más que dar sentido a las cosas. Difícilmente podemos pasar por alto la importancia que atribuye a la naturaleza existencialmente transformadora de la salvación, ni la rica experiencia de belleza y asombro tan frecuentemente evocada en el culto cristiano. No obstante, no se puede pasar por alto la capacidad intelectual de la fe, sobre todo porque es tan importante para cualquier intento de dar sentido al mundo. Anteriormente observamos cómo el psicólogo de Harvard William James señaló que todos terminamos haciendo juicios basados en la fe cuando la evidencia no es convincente. James vio que la fe religiosa encajaba en este patrón general. Para él,

esto debía ser visto como una «fe en la existencia de un orden invisible de algún tipo en que el que pueden encontrarse y explicarse los enigmas del orden natural»[26]. Un enfoque similar es el desarrollado por Michael Polanyi, que ofreció una de las explicaciones más exhaustivas de las implicaciones y las consecuencias filosóficas del método científico. Polanyi sostenía que la búsqueda del descubrimiento por el científico estaba guiada por «la sensación de la presencia de una realidad oculta hacia la que apuntan nuestras pistas»[27]. La idea de Polanyi se ve corroborada en la historia de la ciencia. Ya hemos comentado la convicción que tenía Isaac Newton de que existía un «realidad oculta» común detrás de los movimientos de los cuerpos en la Tierra y el movimiento de los planetas alrededor del Sol. Newton llamó «gravedad» a esta realidad invisible, intangible y oculta. Ahora bien, debemos tener claro que los aspectos racionales del cristianismo pueden exagerarse. Como Dorothy L. Sayers, que sin duda es una de las mejores teólogas laicas del siglo XX, yo he llegado a la convicción de que el cristianismo ofrece «la única explicación del universo que es intelectualmente satisfactoria»[28]. Sin embargo, Sayers se preguntaba a veces si simplemente se había «enamorado de un patrón intelectual»[29]. Mirando retrospectivamente a la exploración de mi fe, puedo ver en mi pensamiento inicial una preocupante tendencia a su excesiva intelectualización. Sin embargo, al crecer en ella, comencé a apreciar las dimensiones imaginativa y estética del cristianismo, sin perder de vista la importancia de su amplitud intelectual. Los teólogos cristianos hablan habitualmente de la fe como una luz que ilumina el paisaje del mundo y que puede ayudarnos a encontrar sentido a los enigmas y dilemas de nuestra experiencia. El cristianismo ilumina el paisaje de la realidad, permitiéndonos ver las cosas como son realmente. La filósofa francesa Simone Weil (1909-1943) insistía en este punto usando una útil analogía: «Si enciendo una linterna por la noche fuera de la casa, no juzgo su potencia mirando la bombilla, sino viendo cuántos objetos puede iluminar. La luminosidad de una fuente de luz se aprecia por la iluminación que proyecta sobre los objetos no luminosos. El valor de un modo de vida religioso o, más en general, espiritual se aprecia por la cantidad de luz que arroja sobre las cosas de este mundo»[30]. La capacidad de iluminar la realidad es un importante criterio para medir la fiabilidad de una teoría y un indicador de su verdad. Probablemente la mejor teoría

es la que es capaz de encajar las observaciones y experiencias de la manera más elegante, más simple, más completa y fructífera[31]. C. S. Lewis era ateo de joven, pues estaba convencido de que la ciencia moderna –con lo que se refería a la ciencia de 1910– había desautorizado a la fe[32]. Así pues, ¿por qué razones regresó a la fe después de sus experimentaciones ateas? En un manuscrito inédito, aproximadamente de 1930, que recoge sus reflexiones sobre su conversión, Lewis dice «Soy un teísta empírico. He llegado a Dios por inducción»[33]. Esto cuadra muy bien no solo con la trayectoria general del desarrollo intelectual de Lewis, sino también con sus escritos apologéticos de principios de la década de 1940, en los que la racionalidad de la fe es tratada como un tema de suma importancia[34]. Lewis apela de forma implícita a un modo característicamente empírico de reflexión para explicar la base racional de su conversión. Su fe puede encajar en la observación de que mucha gente anhela algo que parece estar más allá del mundo empírico, así como nuestra profunda sospecha de que en el universo existe un orden moral fundamental[35]. No obstante, Lewis pudo encontrar ya expresado este modo de pensar en los escritos de su gran héroe G. K. Chesterton (1874-1936). Después de su agnosticismo inicial, el viaje espiritual de Chesterton dio un nuevo giro decisivo en 1903. Publicó un artículo periodístico en el que explicó por qué él y muchos otros contemplaban el cristianismo con una intensa seriedad intelectual: «Hemos vuelto a él porque es un cuadro inteligible del mundo». Chesterton se dio cuenta de que probar una teoría significaba contrastarla con la observación: «La mejor manera de ver si un abrigo le queda bien a un hombre no es medir a los dos, sino probárselo». Chesterton amplió su idea de la siguiente manera. «Muchos de nosotros hemos vuelto a esta fe; y hemos vuelto a ella no por un argumento u otro, sino porque la teoría, cuando se adopta, funciona en todas partes; porque el abrigo, cuando se prueba, encaja en cada pliegue […] Nos ponemos la teoría, como un sombrero mágico, y la historia se vuelve traslúcida como una casa de cristal»[36]. Lo que Chesterton defiende es que es la visión cristiana de la realidad como un todo –más bien que sus elementos individuales–la que resulta tan convincente. Las observaciones individuales de la naturaleza no «prueban» que el cristianismo sea verdadero; antes bien es el cristianismo el que se verifica a sí mismo por su capacidad de dar sentido a todas esas observaciones. Este punto se expresa con particular claridad en la siguiente afirmación, bellamente formulada y llena de

perspicacia inductiva: «El fenómeno no prueba la religión, pero la religión explica el fenómeno». Una buena teoría –científica o religiosa– debe juzgarse, según Chesterton, por la cantidad de luz que ofrece y por su capacidad de acoger lo que vemos en el mundo y experimentamos en nuestro interior: «Una vez tenemos en mente esta idea, millones de cosas se hacen transparentes como si se hubiera encendido una lámpara detrás de ellas»[37]. El gran filósofo de la ciencia William Whewell (1794-1866) usaba una sugerente imagen para expresar la capacidad de una buena teoría de entretejer las observaciones mostrando cómo estas son parte integral de un cuadro más grande: «Los hechos son conocidos, pero están aislados y desconectados […] Las perlas están ahí, pero no forman el collar hasta que alguien proporciona el cordón»[38]. Las «perlas» son las observaciones, y el «cordón» es una gran visión de la realidad –una cosmovisión– que conecta y unifica los datos. Una gran teoría, afirmaba Whewell, permite la «coligación de hechos», instaurando un nuevo sistema de relaciones entre ellos y unificando lo que de otra manera se considerarían observaciones desconectadas y aisladas. Darwin usó en gran medida esta misma forma de argumentación en El origen de las especies. Consciente de que su nueva y controvertida teoría de la selección natural no podía ser probada, defendía que daba tanto sentido a sus observaciones del mundo natural que había buenas razones para pensar que era cierta por esa misma razón. «Difícilmente puede admitirse que una teoría falsa explique de un modo tan satisfactorio como lo hace la teoría de la selección natural las diferentes y extensas clases de hechos antes indicadas. Recientemente se ha hecho la objeción de que este es un método de razonar peligroso; pero es un método utilizado al juzgar los hechos comunes de la vida y ha sido utilizado muchas veces por los más grandes filósofos naturalistas»[39]. Aun reconociendo que su teoría carecía de una demostración rigurosa (véanse pp. 197-209), Darwin creía que su capacidad explicativa estaba directamente relacionada con su verdad. «La doctrina [de la selección natural] debe hundirse o nadar según agrupe y explique los fenómenos», observó una vez[40]. Así pues, ¿dónde nos dejan estas reflexiones? Quizá el punto más importante a tener en cuenta es que el positivismo científico que subyace en el nuevo ateísmo representa una explicación gravemente inadecuada del método científico, que no hace justicia a la ambigüedad de la naturaleza, la provisionalidad de las teorías

científicas y la falibilidad del juicio humano. Tenemos que hacer juicios sobre lo que creemos que es correcto sobre la base de una evaluación cercana y realista de la evidencia. Y eso significa que tenemos que hacer juicios fiduciarios, es decir, tomar decisiones sobre lo que creemos que es correcto a la luz de la evidencia. El cristianismo, como la ciencia, tiene que ver con la creencia motivada. En la vida real, como en la ciencia, a menudo tomamos decisiones sin comprender la situación en su totalidad. Así es como son las cosas. Como observó Terry Eagleton, «Tenemos muchas creencias que carecen de una justificación racional absoluta, pero que, no obstante, son razonables de mantener»[41]. El dilema epistémico de la humanidad es tal que no podemos demostrar las cosas que más nos importan; en el mejor de los casos, podemos demostrar verdades superficiales. No es una situación cómoda, pero tenemos que habituarnos a ella y no buscar refugio en el ilusorio mundo utópico del nuevo ateísmo, que sostiene que podemos demostrar todas nuestras creencias esenciales válidas. Yo no puedo demostrar que la violación es un mal, que es mejor amar que odiar, que la democracia es mejor que el fascismo, que existe un Dios. Tampoco puede hacerlo nadie más. Pero creo que hago bien en adoptar estas posiciones y puedo dar buenas razones para afirmar que están debidamente motivadas y justificadas. Esa es la naturaleza de las cosas. Estamos atrapados en un tiroteo entre los que desafían a la razón y los que la deifican. La razón, al fin y al cabo, es una excelente herramienta crítica, pero una base inadecuada para asegurar un conocimiento humano fiable. Ser racional no es limitarse al mundo severamente truncado e inadecuado de lo que la razón humana supuestamente puede probar; es reconocer los límites de la razón y trabajar dentro de ellos, al mismo tiempo que tratamos de encontrar modos de trascenderlos. [1] Amarnath AMARASINGAM, Religion and the New Atheism: A Critical Appraisal, Brill, Leiden 2010. [2] De ahí el famoso –y probablemente legendario– experimento realizado por Galileo, que dejó caer balas de cañón de diferentes calibres desde lo alto de la torre inclinada de Pisa. Todas llegaron al suelo al mismo tiempo. Véase Robert P. CREASE, The Prism and the Pendulum: The Ten Most Beautiful Experiments in Science, Random House, New York 2003, 21-35. [3] Para una buena introducción a estas cuestiones, véase John C. POLKINGHORNE, Quantum Theory: A Very Short Introduction, Oxford University Press, Oxford 2002. [4] William Kingdon CLIFFORD, The Ethics of Belief and Other Essays, Prometheus Books, Amherst 1999, 70-96.

[5] Joseph ROUSE, Engaging Science: How to Understand Its Practices, Cornell University Press, Ithaca 1996, 124. [6] Richard DAWKINS, The Selfish Gene, Oxford University Press, Oxford 19892, 330 [trad. esp.: El gen egoísta, Salvat, Barcelona 1993, 230]. [7] Charles DARWIN, On the Origin of Species, John Murray, London 1859, 171 [trad. esp.: El origen de las especies, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, Alicante 1999, 222]. Véanse ejemplos de estas «dificultades» en Abigail J. LUSTIG, «Darwin’s Difficulties», en Michael Ruse y Robert J. Richards (eds.), The Cambridge Companion to the ‘Origin of Species’, Cambridge University Press, Cambridge 2009, 109-128. [8] William JAMES, «The Will to Believe», en The Will to Believe and Other Essays in Popular Philosophy, Longmans, Green, and Co., New York 1897, 1-31 [trad. esp.: La voluntad de creer y otros ensayos de filosofía popular, introducción, traducción y notas de Ramon Vilà Vernis, Marbot, Barcelona 2009, 33ss]. [9] La mejor explicación de este enfoque se encuentra en Peter LIPTON, Inference to the Best Explanation, Routledge, London 20042. [10] Sami PAAVOLA, «Peircean Abduction: Instinct or Inference?»: Semiotica 153 (2005), 131-154. [11] El texto del discurso está reproducido en August KEKULÉ, «Benzolfest Rede»: Berichte der deutschen chemischen Gesellschaft zu Berlin 23 (1890), 1302-1311. [12] Véase por ejemplo Peter WOIT, Not Even Wrong: The Failure of String Theory and the Search for Unity in Physical Law, Jonathan Cape, London 2006. [13] W. V. O. QUINE, «Two Dogmas of Empiricism», en From a Logical Point of View, Harvard University Press, Cambridge 19512, 20-46 [trad. esp.: Desde un punto de vista lógico, Paidós, Barcelona 2002]. [14] Mary B. HESSE, Forces and Fields: The Concept of Action at a Distance in the History of Physics, Nelson, London 2005, 126-156. [15] Esto es especialmente importante para John Polkinghorne: véase especialmente el análisis detallado que hace en su primera obra The Way the World Is: The Christian Perspective of a Scientist, Triangle, London 1983, 33-94. [16] Encontramos un buen ejemplo en Jürgen MOLTMANN, A Broad Place: An Autobiography, Fortress Press, Minneapolis 2008. [17] Joe D. BURCHFIELD, Lord Kelvin and the Age of the Earth, University of Chicago Press, Chicago 1990; Cherry LEWIS, The Dating Game: One Man’s Search for the Age of the Earth, Cambridge University Press, Cambridge 2000. [18] Svante ARRHENIUS, Worlds in the Making: The Evolution of the Universe, Harper, New York 1908, xiv. [19] Sobre la historia, véase Helge KRAGH, Conceptions of Cosmos: From Myths to the Accelerating Universe, Oxford University Press, Oxford 2007. [20] F. J. TIPLER, C. J. S. CLARKE y G. F. R. ELLIS, «Singularities and Horizons – A Review Article», en A. Held (ed.), General Relativity and Gravitation: One Hundred Years after the Birth of Albert

Einstein, Plenum Press, New York 1980, 97-206; cita en p. 110. [21] Carl SAGAN, «Why We Need To Understand Science»: Skeptical Inquirer 14, 3 (primavera 1990). [22] Richard DAWKINS, A Devil’s Chaplain: Selected Writings, Weidenfeld, & Nicholson, London 2003, 81 [trad. esp.: El capellán del diablo, Gedisa, Barcelona 2005]. [23] A. C. GRAYLING, The God Argument, Bloomsbury, London 2013, 66. [24] Edward HARRISON, «The Redshift-Distance and Velocity-Distance Laws»: Astrophysical Journal 1 (1993), 28-31. [25] Sobre el contexto de este comentario, véase John POLKINGHORNE, Theology in the Context of Science, SPCK, London 2008, 84-86. [26] William JAMES, The Will to Believe, Dover Publications, New York 1956, 51. [27] Michael POLANYI, The Tacit Dimension, Doubleday, Garden City 1967, 24. [28] Carta a L. T. Duff, 10 de mayo de 1943; Barbara REYNOLDS (ed.), The Letters of Dorothy L. Sayers 2: 1937 to 1943, St Martin’s Press, New York 1996, 401. [29] Carta a William Temple, arzobispo of Canterbury, 7 de septiembre de 1943, en The Letters of Dorothy L. Sayers 2: 1937 to 1943, 429. [30] Simone WEIL, First and Last Notebooks, Oxford University Press, London 1970, 147. [31] Sobre algunas de estas cuestiones, véase Scott A. KLEINER, «Explanatory Coherence and Empirical Adequacy: The Problem of Abduction, and the Justification of Evolutionary Models»: Biology and Philosophy 4 (2003), 513-527; David H. GLASS, «Coherence Measures and Inference to the Best Explanation»: Synthese 3 (2007), 275-296; Stathis PSILLOS, «The Fine Structure of Inference to the Best Explanation»: Philosophy and Phenomenological Research 2 (2007), 441-448. [32] Examino el perfil de la conversión (o «reconversión») de Lewis en Alister E. MCGRATH, C. S. Lewis – A Life: Eccentric Genius, Reluctant Prophet, Hodder & Stoughton, London 2013, 135151. [33] Esta afirmación se encuentra en el manuscrito conocido como «Early Prose Joy», conservado en el Wade Center, Wheaton College, Illinois. [34] Véase Alister E. MCGRATH, «Reason, Experience, and Imagination: Lewis’s Apologetic Method», en The Intellectual World of C. S. Lewis, Wiley-Blackwell, Oxford 2013, 129-146. [35] Alister E. MCGRATH, «Arrows of Joy: Lewis’s Argument from Desire», en The Intellectual World of C. S. Lewis, Wiley-Blackwell, Oxford 2013, 105-128. [36] G. K. CHESTERTON, «The Return of the Angels»: Daily News, 14 de marzo de 1903. [37] Ibidem. [38] William WHEWELL, Philosophy of the Inductive Sciences, 2 vols., John W. Parker, London 1847, vol. 2, 36. [39] Charles DARWIN, The Origin of Species, John Murray, London 18726, 444. Este comentario no aparece en las primeras ediciones de la obra.

[40] F. DARWIN (ed.), The Life and Letters of Charles Darwin 2, John Murray, London 1887, 155. [41] Terry EAGLETON, «Lunging, Flailing, Mispunching: A Review of Richard Dawkins’ The God Delusion»: London Review of Books, 19 de octubre de 2006.

7 Analogías, modelos y misterio: representación de una realidad compleja

¿Cómo representamos una realidad compleja, tal como es el mundo extraño y desconcertante que nos rodea? Necesitamos encontrar modos de hablar y pensar sobre el universo y sobre Dios que se fundamenten en nuestra experiencia diaria, pero que sean, a la vez, capaces de ir más allá de ella. Existe un profundo anhelo humano de poder visualizar las cosas, en un proceso que recurre más a la imaginación que a la razón. Cuando intentamos «dibujar» algo que supera nuestra capacidad de ver plenamente, tratamos lógicamente de reducirlo a algo manejable. Por eso los científicos usan modelos, dispositivos heurísticos que nos ayudan a entender las características esenciales de sistemas complejos[1]. A mediados de la década de 1970 formé parte del equipo de investigación del profesor George Radda en el Departamento de Bioquímica de la Universidad de Oxford. Investigábamos la estructura de las membranas biológicas usando técnicas físicas avanzadas para tratar de entender la estructura y la función de las paredes celulares. Debido a que estas membranas eran tan complejas, se diseñó un modelo para ayudar a los investigadores a visualizar lo que estaba sucediendo. El modelo de mosaico fluido estaba siendo ampliamente aceptado como mejor manera de describir cómo están estructuradas las membranas. Este modelo sostenía que las membranas biológicas consisten en una bicapa fosfolipídica con un mosaico de varias moléculas de proteínas dentro de ella[2]. Me dio una forma de «ver» la estructura de las membranas celulares que se ajustaba a las observaciones experimentales conocidas y permitía el desarrollo de nuevos experimentos. Una generación después, el modelo ha sido modificado en algunos detalles; sin embargo, sigue siendo la mejor manera de representar la estructura de las membranas biológicas. El uso de los modelos en la ciencia tiene una larga historia. A principios del siglo XX, los científicos tendían a concebir los átomos como objetos macizos, si es

que creían en ellos[3]. Sin embargo, un experimento pionero realizado por el físico británico Ernest Rutherford (1871-1937) sugería que los átomos parecían tener puntos concentrados de materia –lo que posteriormente se llamaría «núcleo»– rodeados por electrones[4]. Resultaba una idea muy difícil de comprender, puesto que implicaba la existencia de vastas extensiones de vacío dentro de la estructura de un átomo, que hasta entonces se concebía como algo macizo. Consciente de esta dificultad, Rutherford desarrolló una analogía o modelo para ayudar a sus lectores a visualizar este nuevo modo de imaginar los átomos. Sugirió que el átomo podría concebirse no como un cuerpo macizo de materia, sino como un sistema solar en miniatura. Justo en el centro estaba el núcleo, en torno al que orbitaban los electrones, como los planetas en torno al Sol. Es un modelo útil, pero solamente un modelo. Y, sin embargo, necesitamos estos modelos o analogías que nos ayuden a visualizar la realidad y comenzar así a darle un sentido. Por tanto, un modelo es un modo simplificado de representar un sistema complejo; permite a quienes lo utilizan comprender mejor al menos algunos de sus numerosos aspectos. Cómo pueden malinterpretarse los modelos Los modelos, aunque útiles, pueden ser fácilmente malinterpretados. En particular son dos los errores serios que podemos cometer al usar los modelos en las ciencias naturales. El primero es la suposición de que los modelos son idénticos a los sistemas que representan. El átomo no es un sistema solar en miniatura; el modelo de Rutherford meramente nos permite comprender algunas propiedades del átomo al concebirlo de este modo. Se nos presenta una traducción o representación imaginativa de un sistema que ayuda a explicar e interpretar. Los modelos deben ser tomados en serio, puesto que tienen cierta relación con el sistema que se imita así; sin embargo, no deben interpretarse literalmente. El modelo y el sistema son dos realidades diferentes. El segundo error que podemos cometer es suponer que alguna característica del modelo está necesariamente presente en el sistema que es reproducido. Sin embargo, los modelos son como las analogías: el modelo y el sistema se asemejan en algunos aspectos y en otros no. Un buen ejemplo de este problema surgió en la física de finales del siglo XIX. Por entonces se aceptaba mayoritariamente que la luz estaba formada por ondas que se comportaban como otros fenómenos ondulatorios, como el sonido. Esta visión había sido sostenida por algunos científicos del siglo XVII, como el gran astrónomo holandés Christiaan Huygens (1629-1695). Sin

embargo, la teoría de Isaac Newton de que la luz era básicamente una corriente de partículas diminutas («corpúsculos») consiguió ascendencia en el siglo XVIII. El consenso científico cambió drásticamente a comienzos del siglo XIX, cuando en 1801 Thomas Young (1773-1829), profesor de Física en la Universidad de Cambridge, llevó a cabo un experimento con el que demostró la refracción de la luz (que consistía en pasar la luz a través de una «doble rendija» y mostrar efectos de difracción, signo revelador de una forma de movimiento de onda). Esto fue mayoritariamente considerado como una demostración concluyente de que la luz era una onda, análoga en muchos aspectos al sonido. En muchos aspectos, pero no en todos. El sonido viaja a través de un medio como el aire o el agua; no puede viajar en el vacío. Cuando estudiaba Ciencias en la escuela, recuerdo un experimento en el que se colocó un timbre eléctrico dentro de un frasco de vidrio. Podíamos oírlo sonar claramente. Luego se sacó el aire gradualmente del frasco. El sonido del timbre se desvaneció poco a poco hasta que apenas pudimos oírlo. Notando las numerosas semejanzas entre el comportamiento de la luz y el del sonido, muchos físicos del siglo XIX sacaron la conclusión de que, dado que el sonido necesitaba viajar a través de un medio, lo mismo ocurría con la luz. Acabó usándose el término éter luminífero –finalmente abreviado a éter– para referirse a este medio (luminífero significa «portador de luz»). Pero solo era un supuesto. Nadie lo había comprobado realmente. En 1887, los físicos estadounidenses Albert A. Michelson y Edward W. Morley idearon un ingenioso experimento para investigar este éter luminífero[5]. Los resultados fueron desconcertantes: no se detectó prueba alguna de su existencia. Aunque muchos pensaron que esto se debía a que el equipo era defectuoso o estaba mal diseñado, el mundo científico se dio cuenta gradualmente de que la mejor explicación de los resultados experimentales era que no había éter que detectar. La luz no viajaba a través de un medio. Al menos en este sentido, había una distinción fundamental entre luz y sonido. Podemos sintetizar la función de los modelos en la enseñanza y la investigación de las ciencias en cinco breves enunciados. 1. Los modelos son medios útiles para visualizar conceptos complejos y abstractos. 2. Los modelos se entiende mejor como «intermediarios» entre entidades complejas y la mente humana.

Los modelos se seleccionan o se elaboran partiendo de la creencia de que 3. existen puntos importantes de semejanza entre el modelo y lo que pretende representar. 4. Los modelos no son iguales que lo que representan y no deben tratarse como si lo fueran. 5. No debe darse por supuesto que todo aspecto del modelo tiene su correspondencia en la entidad representada. También la teología usa modelos. Veamos cómo funcionan y cómo el uso científico de los modelos puede resultar iluminador para los teólogos. Los usos de los modelos en teología La teología puede ser útilmente descrita como «un hablar sobre Dios». Es mucho más que esto, por supuesto. A la ciencia le resulta muy difícil hacer justicia a la experiencia humana del asombro y la belleza ante el mundo natural. El cristianismo tiene relativamente pocas dificultades al respecto. Como indica el novelista Salman Rushdie, «la idea de Dios» es «una fuente de nuestro enorme asombro ante la vida y una respuesta a las grandes preguntas de la existencia»[6]. Pero ¿acaso es posible describir o estudiar a Dios usando un lenguaje humano? Es una cuestión pertinente, ya que el lenguaje humano tiene problemas para describir nuestras experiencias más profundas y significativas. El filósofo austriaco Ludwig Wittgenstein resaltó esto vehementemente usando la analogía más bien mundana del café: «¡Describe el aroma del café! – ¿Por qué no se puede? ¿Nos faltan las palabras? ¿Y por qué nos faltan? – ¿Pero de dónde surge la idea de que una descripción semejante debería ser posible? ¿Te ha faltado alguna vez una descripción así? ¿Has intentado describir el aroma y no lo has logrado?»[7]. Así pues, si las palabras humanas son incapaces de describir incluso algo tan cotidiano como el aroma específico del café, ¿cómo pueden abordar algo tan profundo como Dios? Wittgenstein tiene toda la razón en esto. Las palabras no pueden hacer justicia ni al café ni a Dios. Son mejor que nada, pero nunca podrán transmitir los aspectos emocional e imaginativo de Dios. El peligro que constantemente afronta la teología es que, al reducir a Dios a un concepto intelectual manejable, puede también reducir a Dios al nivel del mundo, perdiendo

de vista la gloria y majestad divinas. No obstante, los teólogos han encontrado hace mucho tiempo respuestas viables para este problema. Una de ellas es usar analogías y metáforas sacadas de nuestra experiencia del mundo que nos ayudan a hablar de Dios. Apelan primeramente a la imaginación y secundariamente a nuestra razón analítica. Facilitan la reducción representacional de Dios sin implicar su reducción ontológica. Un estudio clásico sobre el tema se encuentra en los escritos del gran teólogo escolástico Tomás de Aquino[8]. Puesto que Dios creó el mundo, comenta Tomás, es legítimo usar las cosas del orden creado como analogías de Dios. Al hacer esto, la teología no reduce a Dios al nivel del objeto o del ser creado. Solamente afirma que existe una semejanza o correspondencia entre Dios y ese ser –como un pastor o un rey– que permite al último actuar como una señal de Dios. Una entidad creada puede así ser como Dios sin ser idéntica a Dios. Dios puede revelarse en imágenes e ideas relacionadas con nuestro mundo cotidiano, pero que no reducen a Dios a este nivel. Como las analogías científicas, se rompen en algunos puntos. Sin embargo, son modos extremadamente útiles y gráficos de pensar en Dios que nos permiten usar el vocabulario y las imágenes de nuestro propio mundo para describir algo que en definitiva está más allá de él. Lo más importante de todo es que evitan reducir a Dios a una idea abriendo nuestra imaginación para recibir una imagen –por ejemplo, Dios como pastor (Salmo 23)– que podemos saborear, meditar y explorar en lo que el psicólogo D. W. Winnicott llamaba «el espacio creativo del juego»[9]. Sin embargo, estas analogías teológicas hacen algo más que alojarse en nuestra imaginación. Implican a nuestra razón y, por tanto, necesitan interpretación. ¿Qué aspectos de la imagen se pretende transmitir? ¿Cómo sabemos cuándo se ha abusado de una analogía? Las analogías se rompen. Llega un momento en que no dan más de sí. Entonces, ¿cómo sabemos cuándo se rompen? La cuestión se entiende fácilmente con la analogía clásica de Dios como «pastor» (Salmo 23), que funciona bien si pensamos que habla del cuidado y la compasión de Dios, pero fracasa completamente si suponemos que implica que Dios, como los otros pastores, es un ser humano. Para explicar esta idea podemos examinar un ejemplo del área de la teología a menudo conocida como «teorías de la expiación»[10]. El Nuevo Testamento afirma que Jesucristo da su vida en «rescate» por los pecadores (Marcos 10,45; 1 Timoteo 2,6). ¿Qué significa esta analogía? El uso cotidiano de la palabra rescate sugiere tres ideas esenciales.

1. Pago. Un rescate es una suma de dinero pagada para lograr la liberación de un individuo. 2. Alguien a quien se paga el rescate. El rescate se paga, por lo general, directamente al captor de un individuo o indirectamente a través de algún intermediario. 3. Liberación. Un rescate logra la libertad de una persona mantenida en cautividad. Cuando alguien es secuestrado y se pide un rescate, el pago de este conduce a la liberación. De considerarse válida la analogía en todos sus aspectos, parecería que referirse a la muerte de Jesús como «rescate» por los pecadores implica las tres ideas. Pero ¿debemos pensar así? ¿Deben extenderse a nuestras reflexiones teológicas todos los aspectos de la analogía cotidiana? El Nuevo Testamento enseña claramente que hemos sido liberados del cautiverio del pecado y del temor a la muerte por medio de la muerte y resurrección de Cristo (Romanos 8,21; Hebreos 2,15). También interpreta la muerte de Jesús como el precio que debía pagarse para conseguir nuestra liberación (1 Corintios 6,20; 7,23). En estos dos aspectos, el uso neotestamentario de rescate se corresponde con el uso habitual del término. Pero ¿qué ocurre con el otro aspecto de la analogía? ¿A quién debía pagarse el rescate? El Nuevo Testamento no insinúa que la muerte de Jesús fuese el precio que tenía que pagarse a alguien –al diablo, por ejemplo– para lograr nuestra liberación. Sin embargo, algunos teólogos del período patrístico y de la Edad Media creyeron ciertamente que podían llevar esta analogía hasta sus límites y afirmaron que Dios nos había liberado del poder del diablo ofreciendo a Jesucristo como precio por nuestra liberación[11]. Uno de los grandes logros del teólogo del siglo XI Anselmo de Canterbury fue romper el poder de este modo de pensar, que consideraba teológicamente infundado y erróneo. Esta idea, completamente inadecuada, de que la muerte de Cristo es un rescate pagado a Satanás es el claro resultado de una analogía que se ha forzado mucho más allá de sus límites previstos. Pero esto plantea una pregunta obvia e importante: ¿cómo podemos saber si realmente se ha abusado de una analogía? ¿Cómo se pueden probar los límites? Una respuesta útil fue la que dio el filósofo británico de la religión Ian T. Ramsey (1915-72), quien señaló que los modelos o analogías no son independientes y autónomos, sino que están destinados a interactuar y matizarse mutuamente[12].

Ramsey sostiene que la Escritura no nos da una única analogía o «modelo» de la naturaleza de Dios o la salvación, sino que, al contrario, usa una serie de analogías complementarias. Cada una ilumina ciertos aspectos de nuestro conocimiento de Dios o de la naturaleza de la salvación. Sin embargo, también interactúan y se modifican entre sí. Nos ayudan a comprender los límites de otras analogías. Ninguna analogía o parábola es exhaustiva en sí misma; sin embargo, en conjunto, la gama de analogías y parábolas se acumula para brindar una concepción integral y consistente de Dios y de la salvación. Examinemos las analogías de Dios como «rey», «padre» y «pastor». Pensar que Dios es rey puede ayudarnos a reflexionar sobre su poder y sabiduría. Los reyes humanos, sin embargo, se comportan a menudo de forma arbitraria y no siempre a favor de sus súbditos. La analogía de Dios como rey podría, así, malinterpretarse en el sentido de convertirlo en una especie de tirano. Sin embargo, la tierna compasión de un padre con sus hijos, celebrada en la Biblia cristiana (Salmo 103,13-18), y la dedicación total de un buen pastor al bienestar de su rebaño (Juan 10,11) muestran que no es ese el significado pensado. Ramsey comenta que hay que colocar estos modelos uno junto a otro y permitir que se modifiquen entre sí. La autoridad de Dios como rey debe verse como algo que se ejerce tierna y sabiamente, no de forma arbitraria ni tiránica. O pensemos en el uso de modelos sociales predominantemente masculinos para referirse a Dios, como «rey» o «padre». Algunos podrían sugerir que estos implican que Dios es varón. Por supuesto, eso es erróneo, simplemente. Dios no es varón ni mujer; antes al contrario, Dios es el creador de ambos. Si bien es cierto que el lenguaje bíblico utiliza principalmente análogos masculinos para Dios, ello refleja, en el fondo, la sociología y antropología del antiguo Israel, lo que llevó a que tales analogías masculinas asumieran el predominio social y, por lo tanto, se utilizaran más comúnmente para representar a Dios. Sin embargo, ni siquiera en ese contexto cultural patriarcal se consideraba a Dios sexualmente masculino. Además, Israel usó habitualmente imágenes femeninas para expresar aspectos del carácter de Dios. Por ejemplo, Dios «da a luz» a Israel (Deuteronomio 32,18), es una comadrona que ayuda al parto (Isaías 66,9-11) o cuida de Israel como una madre cuida de su hijo (Isaías 66,13). También se olvida demasiado fácilmente que la provisión del pan se consideraba una actividad femenina en este contexto cultural, lo que nos permite ver bajo una nueva luz la donación del maná durante la travesía del desierto (Éxodo 16,4.15). Ramsey nos insta a cotejar estas múltiples

analogías y apreciar los puntos esenciales que comparten, permitiendo que se corrijan entre sí donde parecen estar en conflicto. El enfoque de Ramsey puede verse como una reformulación teológica de las ideas que ya señalamos anteriormente, en el capítulo 2, sobre Charles Coulson y en la obra de Mary Midgley (véanse pp. 36-38 y 64-65); especialmente la idea de que necesitamos múltiples perspectivas de nuestro extraño mundo y de Dios. Si solo nos apoyamos en una perspectiva, podemos encontrar un «efecto observador» que nos hace malinterpretar lo que vemos, o podemos no ver en absoluto un aspecto de la realidad. Las múltiples perspectivas suscitan una explicación acumulativa –y, por tanto, más fiable y exhaustiva– de la realidad, que amplía y corrige las deficiencias o puntos ciegos de un ángulo de visión único. El concepto de complementariedad Hemos visto ya cómo los modelos o las analogías han ejercido una función importante tanto en la ciencia como en la religión, y hemos comentado algunos de los problemas que pueden surgir al usarlos. Vamos a examinar ahora una situación particular. ¿Qué ocurre si el comportamiento de un sistema es tal que parece necesitar más de un modelo para representarlo? En la religión se conoce bien esta situación. Como acabamos de comentar, el Antiguo Testamento y el Nuevo usan una amplia variedad de modelos o analogías para hablar de Dios, como «padre», «rey», «pastor» y «roca». Cada una de ellas representa un aspecto de la naturaleza divina. Tomadas conjuntamente, proporcionan una representación acumulativa y más completa de la naturaleza y el carácter divinos que consideradas aisladamente. Pero ¿qué sucede si dos de estas analogías usadas para describir una realidad compleja parecen ser mutuamente incompatibles? Este problema cobró una gran importancia en la década de 1920, cuando los científicos se esforzaban por comprender la naturaleza de la luz. Como vimos anteriormente, el gran debate del siglo XVIII sobre si el mejor modo de comprender la luz era entenderla como una corriente de partículas (Isaac Newton) o como una forma de movimiento ondulatorio (Christiaan Huygens) se resolvió en 1801, cuando, como comentamos, Thomas Young realizó un brillante experimento que demostró la refracción de la luz. Puesto que la luz no podía ser a la vez una onda y una partícula, el experimento pareció resolver finalmente la cuestión de la naturaleza de la luz. Sin embargo, la luz resultó ser mucho más extraña de lo que se pensaba.

En 1905, Albert Einstein dio una brillante explicación teórica del «efecto fotoeléctrico»[13]. Desde hacía cierto tiempo se sabía que algunos metales emitían electrones cuando se exponían a la luz. Sin embargo, las observaciones experimentales estaban resultando difíciles de interpretar. Las concepciones tradicionales de la naturaleza de la luz, como las desarrolladas en el siglo XIX por James Clerk Maxwell, parecían indicar que la energía de esos electrones debía estar relacionada con el brillo de la luz. Pero resultó que no era este el caso. De hecho, la energía de esos electrones estaba relacionada con la frecuencia de la luz, no con su intensidad. Además, no se emitían electrones si la luz usada estaba por debajo de cierta frecuencia, por muy brillante que fuera. ¿Cómo podían explicarse estas observaciones? Einstein argumentó que el efecto fotoeléctrico podría entenderse si se visualizaba como una colisión entre un haz de energía entrante similar a una partícula y un electrón que estuviera cerca de la superficie del metal. El electrón solo podría ser expulsado del metal si los paquetes de luz entrantes –o paquetes de energía parecidos a partículas– poseían suficiente energía para expulsar ese electrón. Si la energía de los paquetes de luz entrantes era inferior a cierta cantidad (la «función de trabajo» del metal en cuestión), no se emitirían electrones, por muy intenso que fuera el bombardeo con fotones. Era una explicación brillante, que aclaraba todas las características desconcertantes de los experimentos. Pero no parecía plausible en absoluto. ¿Por qué? Porque la explicación de este efecto dada por Einstein implicaba que la luz tenía que considerarse como un fenómeno que se comportaba como partícula en ciertas condiciones y como onda en otras. Se encontró con una intensa oposición, sobre todo porque abandonaba la concepción clásica predominante de la total exclusividad mutua entre ondas y partículas. La luz podía ser lo uno o lo otro, pero no ambas cosas. Incluso quienes posteriormente verificaron el análisis de Einstein del efecto fotoeléctrico recelaron mucho de la idea de lo que más tarde llegó a conocerse como «fotones». El mismo Einstein tenía el cuidado de referirse a la hipótesis cuántica de la luz como un «punto de vista heurístico», es decir, como algo que era útil para dar sentido a las cosas sin que necesariamente fuera cierto. Para la década de 1920 se habían acumulado más pruebas, que dejaron claro que el comportamiento de la luz era tal que exigía ser explicada como onda en algunos aspectos y como partícula en otros. Esto condujo al gran físico danés Niels Bohr (1885-1962) a desarrollar su concepto de la «complementariedad». Para Bohr, se requerían los dos modelos –ondas y partículas– para explicar el comportamiento de

la luz y la materia. Esto no significa que los electrones «sean» a la vez partículas y ondas; significa que, independientemente de lo que sean en el fondo, su comportamiento puede describirse según ambos modelos, el de ondas o el de partículas[14]. Sin embargo, no era una solución satisfactoria, sino la constatación de que se necesitaban dos puntos de vista aparentemente contradictorios para hacer justicia a la complejidad de las propiedades de la luz. No obstante, durante la misma década quedó claro que las cosas eran todavía mucho más complejas. El trabajo de Louis de Broglie (1892-1987) parecía indicar que incluso la materia se comportaba como una onda en cierto sentido. Como a menudo se ha puesto de relieve, Joseph John Thomson (1856-1940) ganó el Premio Nobel de Física en 1906 por demostrar que el electrón era una partícula de carga negativa. George Paget Thomson (1892-1975), su hijo, lo obtuvo en 1937 por haber demostrado posteriormente que el electrón era una onda, usando la técnica de la difracción del electrón. Se necesitaba ciertamente una nueva teoría de la luz que trascendiera los límites de los antiguos modelos de ondas y partículas. Pero se requería algo más, a saber, un gran cuadro que acogiera las nuevas pruebas experimentales sobre la luz y la materia, explicando en primer lugar cómo surgía la «dualidad onda-partícula». Finalmente, en 1928, el físico teórico Paul Dirac desarrolló su famosa «teoría cuántica de campos», que dio una explicación coherente de cómo los modelos de ondas y partículas ofrecían una descripción complementaria de la naturaleza de la luz[15]. En efecto, Dirac expuso un marco teórico que explicaba por qué –y en qué condiciones– ambas perspectivas eran válidas, al mismo tiempo que proporcionaba un nuevo modo de ver las cosas que hacía innecesario seguir usando las antiguas categorías de onda y partícula para referirse a la luz. Hay evidentes paralelismos con el uso de modelos y analogías en la teología cristiana. La ortodoxia cristiana ha mantenido siempre que Jesucristo debe ser considerado un ser verdaderamente divino y humano[16]. La afirmación simultánea de «dos naturalezas en un sujeto» es análoga al punto de vista de Bohr sobre la complementariedad de los modelos de ondas y partículas de la luz y la materia. Examinemos este punto más detalladamente. El desarrollo de la cristología durante el período crucialmente importante de los años 100-451 muestra una preocupación por permitir que la compleja amalgama de experiencias religiosas y testimonios históricos sobre Jesucristo determinara su propia interpretación, en lugar de imponerle categorías ajenas[17]. El modelo de Jesús como figura puramente humana (la herejía ebionita) o el modelo según el cual

era una figura puramente divina (la herejía doceta) resultaron ser totalmente inadecuados[18]. Tanto la representación de Jesús en el Nuevo Testamento como la manera en que la Iglesia cristiana lo incorporó a su vida de oración y de culto exigían una concepción de su identidad y significado más compleja que la que podían ofrecer esos modelos más simples. Se halló que cada uno por sí mismo reducía el significado de Cristo y, por tanto, lo distorsionaba. También se encontró insatisfactoria la posibilidad de un tercer modelo. Los Padres de la Iglesia rechazaron todo intento de explicar la identidad y el significado de Jesús desde un punto de vista que implicara un concepto mediador o híbrido entre divinidad y humanidad. Para hacer justicia a la evidencia bíblica y experiencial, Jesús tenía que ser descrito según los dos modelos. Los Padres de la Iglesia, como Atanasio, sostenían que el testimonio bíblico sobre Jesús y la experiencia cristiana exigían conceptualizarlo como ser divino y humano[19]. Arrio sostenía que Jesucristo era un ser humano, sin estatus divino. Atanasio afirmaba que solo Dios puede salvar a la humanidad. Si Jesucristo fuera solamente un ser humano, por muy maravilloso que fuera, compartiría la necesidad humana de ser redimido. Ninguna criatura puede salvar a otra criatura. Solo el creador puede redimir a la creación. Sin embargo, el Nuevo Testamento y la tradición litúrgica cristiana designaban explícitamente a Jesucristo como el Salvador. Solo Dios puede salvar; sin embargo, Cristo puede salvar. La única solución posible a esta paradoja, sostenía Atanasio, es aceptar que Jesús es Dios encarnado, es decir, humano y divino. Así pues, se necesitaban dos modelos para hacer justicia a su identidad. La definición que hacía Arrio de Jesús usando categorías puramente humanas convertía en un sinsentido la lógica de la salvación, que la teología tenía que apoyar y expresar coherentemente. Si bien existen claros paralelismos entre el reconocimiento de la necesidad de un enfoque «complementario» en la teoría cuántica y el mismo reconocimiento en la cristología, no podemos pasar por alto sus diferencias. Atanasio no era Dirac; era, más bien, como Bohr, al reconocer la necesidad de dos puntos de vista o explicaciones complementarias de la realidad, en lugar de proporcionar un único punto de vista que consolidara ambas perspectivas. Pese a estas evidentes diferencias, tanto la teoría cuántica como la cristología clásica se basan en el mismo principio básico: la necesidad de dejar que la realidad determine los modelos que usamos para representarla, en lugar de imponérselos, con las inevitables reducciones y distorsiones. En ambos casos, la naturaleza de la realidad resultó ser tal que eran necesarios dos enfoques distintos para hacer justicia a su complejidad.

El misterio en la ciencia y la religión Toda discusión sobre el intento humano de investigar y representar la realidad debe tener en cuenta la capacidad limitada de los seres humanos para captar entidades complejas. Richard Dawkins es un testigo elocuente de la importancia de este detalle y de la necesidad de reconocer la validez de la categoría de «misterio» en la ciencia. «La física moderna nos enseña que en la verdad hay más de lo que el ojo puede ver. Más que aquello que la limitada mente humana –evolucionada para habérselas con objetos de mediano tamaño, que se mueven a velocidades intermedias a través de distancias intermedias– puede captar. Ante estos misterios profundos y sublimes, la vil cháchara intelectualoide de los seudofílósofos presuntuosos no parece digna de la atención de un adulto»[20]. Simplemente, no podemos evitar usar el lenguaje del «misterio» al tratar de abordar la inmensidad de la naturaleza, tal como la vasta escala de tiempo de la historia del universo. Hay otra cuestión en este sentido. Un tema común en la biología evolutiva contemporánea es que las capacidades cognitivas humanas evolucionaron principalmente con fines de supervivencia. No necesitábamos resolver problemas cosmológicos complejos para sobrevivir de un día para otro. De hecho, uno de los misterios a los que se enfrentan las explicaciones evolutivas de las capacidades humanas es que nuestras capacidades cognitivas superan ampliamente las necesarias para la mera supervivencia, como es evidente, por ejemplo, en los notables éxitos de las matemáticas. Sin embargo, lo que dice Dawkins sigue siendo válido. La «limitada mente humana» está bien adaptada para escenarios simples. Pero ¿qué pasa con aquellos que son demasiado vastos y complejos para ser comprendidos por esta mente humana limitada? El término misterio se usa a veces para referirse al cultivo deliberado del secretismo para impedir la conversación o el análisis serio, o para disfrazar la irracionalidad total de un punto de vista ridículo. No obstante, como ha dejado claro el análisis realizado en este capítulo, debemos reconocer que la capacidad humana para penetrar bajo la superficie de la realidad es limitada. Para muchos objetivos, esto realmente no tiene importancia. Sin embargo, no pueden pasarse por alto las dificultades intelectuales e imaginativas que experimentamos al intentar comprender algo vasto y complejo. Existe un grave peligro de que nos enfrentemos

a este problema de manera expeditiva, simplemente reduciendo la realidad a lo que podemos manejar, en lugar de tratar de expandir nuestra visión de la realidad para acomodarnos a ese mundo más complejo. Esta es una de las razones por las que el racionalismo es potencialmente un enemigo de la ciencia. Si insistimos en que la racionalidad observada del cosmos se ajusta a las normas de la razón humana, corremos el riesgo de no reconocer o comprender los patrones inquietantemente contraintuitivos del mundo cuántico. La ciencia se niega, con razón, a predeterminar la racionalidad del universo, y trata de discernirlo y representarlo, por extraño y contraintuitivo que sea[21]. Como señaló una vez C. S. Lewis, nuestra tentación es controlar la naturaleza por medio de la autoridad racional, de modo que la naturaleza se reduzca a lo que la razón humana está dispuesta a respaldar y, por lo tanto, a dominar[22]. El mundo cuántico es un ejemplo de los nuevos dominios «extraños» –es decir, aparentemente irracionales– abiertos por la investigación científica. Sin embargo, lo que se descarta demasiado fácilmente por «irracional» puede resultar ser perfectamente la puerta a un conocimiento de la realidad más profundo que cualquier cosa que pueda revelar una filosofía no empírica. Lo que dentro de un marco de significado parece irracional resulta ser completamente racional y coherente dentro de otro más complejo. El mismo tema emerge en todo debate teológico sobre el misterio[23]. Los teólogos conciben, en general, el misterio como algo fundamentalmente irreducible a categorías racionales, y remiten a la doctrina de la Trinidad como ejemplo clásico. El teólogo Emil Brunner (1989-1966) se refería a la Trinidad como «doctrina de seguridad» (Schutzlehre) que protegía a la teología cristiana contra las nociones deficientes de Dios[24]. El problema teológico en este caso es cómo podemos evitar que el Dios personal de Abrahán, Isaac y Jacob se hunda en el dios genérico e impersonal de los filósofos. Precisamente esta tendencia puede verse desde la historia de la teología cristiana durante el apogeo del racionalismo en los siglos XVII y XVIII, cuando se percibía que la doctrina de la Trinidad era susceptible de ser tachada de irracional, es decir, de no estar en conformidad con los criterios de racionalidad establecidos por la Ilustración. La mayoría de los principales teólogos del siglo XVII parecen haber sostenido la doctrina de la Trinidad por respeto a la tradición[25], admitiendo en privado que parecía irracional a la luz de la creciente importancia dada a la «razonabilidad del cristianismo» y además parecía aportar pocos beneficios espirituales y teológicos[26].

Las generaciones teológicas de la era de la Ilustración tendieron a adoptar una noción esencialmente deísta de Dios en su defensa pública del cristianismo. Dejando de lado la idea de un Dios encarnado que entraba en el mundo y del Espíritu Santo como actividad de Dios en el mundo, se quedaron con la idea de un Dios que diseñó y creó el mundo y que posteriormente dejó de estar presente en él. Esta visión de Dios se ve quizá con máxima claridad en la Natural Theology (1802) [Teología natural] de William Paley, que habla de Dios como un «artífice» – es decir, como alguien que diseña y crea–, pero que intencionadamente rechaza toda implicación divina posterior en el orden natural, aun cuando esto parezca convertir en un sinsentido la idea de que Dios está implicado en el orden creado o lo dirige con benevolencia (que es lo que expresa el término providencia). Paley estaba fascinado por las complejas estructuras del cuerpo humano y otros organismos biológicos; no obstante, interpretaba esa complejidad como un resultado de la actividad pasada de Dios, considerada como corroboración de su existencia continua. La falta de interés de Paley por el concepto de la Trinidad –que era representativa de su época– le impedía acceder a un concepto de Dios que afirmara la presencia y la actividad divina constante en el mundo. En la actualidad, la doctrina trinitaria es central en el discurso teológico cristiano. La obra de teólogos como Karl Barth (1886-1968) y Karl Rahner (19041984) en la primera mitad del siglo XX ha conducido a la reafirmación la doctrina de la Trinidad con un profundo reconocimiento de la importancia de sus implicaciones para comprender la acción y la presencia de Dios en el mundo[27]. Como hemos visto anteriormente, el cristianismo siempre ha conocido y ha afirmado que Dios es una realidad viviente; el problema era que la teología de la modernidad adoptó una noción altamente racionalista de Dios que le garantizaba la conformidad con la cultura al precio de suprimir la trascendencia de Dios y, en definitiva, su inconmensurabilidad. ¿Por qué, entonces, disfrutó de tal resurgimiento la doctrina trinitaria en el siglo pasado? Pueden darse muchas razones, pero la más sencilla es que salvaguarda una visión específicamente cristiana de Dios oponiéndose a permitir que algo que la mente humana simplemente no puede comprender debido a su inmensidad sea reducido a lo que es racionalmente manejable. La doctrina de la Trinidad es el resultado de la posición de principio de la comunidad cristiana que está en contra de reducir a Dios al nivel de lo que nos resulta intelectualmente cómodo. Su objetivo es decir la verdad sobre Dios, por muy difícil que nos resulte aceptarla.

Esta es la intuición formulada por Agustín de Hipona en su célebre máxima en latín «Si comprehendis non est Deus» (que traducido libremente significa «Si lo entiendes, no es Dios»)[28]. Aquello que podamos captar plena y completamente no puede ser Dios, precisamente porque sería algo muy limitado y empobrecido. Es simplemente un invento humano que puede tener alguna relación con Dios, pero que está muy lejos de la gloria y la majestad del Dios verdadero. Es interesante ver cómo vino C. S. Lewis a entender la importancia de la doctrina de la Trinidad. Después de pasar por un período de ateísmo durante su adolescencia y los primeros años de la veintena, en que abrazó un «racionalismo simplista y superficial», Lewis desarrolló la fe en Dios en 1930 y avanzó hacia una fe claramente cristiana a finales de 1931[29]. Pensó mucho en la idea de la Trinidad en las primeras indagaciones sobre su fe, como queda claro en la carta enviada al filósofo norteamericano Paul Elmer More (1864-1937). En esta carta, Lewis explica que él cree que la doctrina de la Trinidad nos permite afirmar la trascendencia de Dios sin que implique que sea «inmóvil e indiferente». Para Lewis, «el enorme hecho histórico de la doctrina de la Trinidad» establece una visión de un Dios eterno y perfecto que entra en la historia como «un hombre con un propósito y con sentimientos que es finalmente crucificado en un lugar y tiempo concretos»[30]. Lewis pensaba que la doctrina de la Trinidad constituía un modo apropiado y útil de expresar las intuiciones esenciales sobre Dios que se encuentran en el centro de la fe cristiana. Articulaba perspectivas esenciales sobre Dios que se pasaban por alto con demasiada facilidad. Así pues, dada la importancia de esta doctrina, ¿por qué nos resulta tan difícil encontrarle sentido? Lewis señala que nuestra ubicación en el proceso de la historia implica que necesariamente vemos las cosas desde una perspectiva humana que limita y restringe. Somos como «habitantes de llanuras», personas bidimensionales que tratan de visualizar objetos tridimensionales y no lo consiguen[31]. Vemos las cosas desde una perspectiva limitada y limitante. Resumiendo, los modelos son útiles tanto en la ciencia como en la teología, y apelan a nuestra imaginación y a nuestra razón –la mayoría de nosotros pensamos en imágenes–. No obstante, tenemos que ser cuidadosos al usarlos y estar atentos a las preguntas que debemos hacernos sobre su estatus y alcance. Al final, nos ofrecen modos poderosos de visualizar realidades complejas, permitiéndonos entender mejor su naturaleza y comportamiento. ¡Afortunadamente, tanto la ciencia como la teología dan abundante alimento de este tipo a nuestro pensamiento!

[1] Uno de los mejores estudios sobre este enfoque se encuentra en Mary B. HESSE, «Models and Analogy in Science», en Paul Edwards (ed.), Encyclopaedia of Philosophy, Macmillan, New York-London 1967, 354-359. También hallamos abundante material útil en Ian G. BARBOUR, Myths, Models and Paradigms: A Comparative Study in Science and Religion, Harper & Row, New York 1974. [2] El modelo fue presentado en 1972. Véase S. Jonathan SINGER y Garth L. NICOLSON, «The Fluid Mosaic Model of the Structure of Cell Membranes»: Science 4023 (1972), 720-731. [3] El famoso físico austriaco Ernst Mach (1838-1916) se oponía a creer en los átomos aún en 1909, porque no podían verse. Véase Erwin HIEBERT, «The Genesis of Mach’s Early Views on Atomism», en Robert S. Cohen y Raymond J. Seeger (eds.), Ernst Mach: Physicist and Philosopher, Reidel, Dordrecht 1970, 79-106. [4] Ernest RUTHERFORD, «The Scattering of α and β Particles by Matter and the Structure of the Atom»: Philosophical Magazine 21 (1911), 669-688. [5] Sobre el experimento y sus consecuencias, véase Jeroen VAN DONGEN, «On the Role of the Michelson–Morley Experiment: Einstein in Chicago»: Archive for the History of the Exact Sciences 6 (2009), 655-663. [6] Salman RUSHDIE, Is Nothing Sacred?: The Herbert Read Memorial Lecture 1990, Granta, Cambridge 1990, 8. [7] Ludwig WITTGENSTEIN, Philosophical investigations, § 610 [trad. esp.: Investigaciones filosóficas, Crítica, Barcelona 1988]. [8] Véase E. Jennifer ASHWORTH, Les théories de l’analogie du XIIe au XVIe siècle, Vrin, Paris 2008. [9] D. W. WINNICOTT, Playing and Reality, Routledge, London 2005, 128-139 [trad. esp.: Realidad y juego, Gedisa, Barcelona 1993]. [10] Sobre esto, véase Colin E. GUNTON, The Actuality of Atonement: A Study of Metaphor, Rationality, and the Christian Tradition, Eerdmans, Grand Rapids 1989. [11] C. William MARX, The Devil’s Rights and the Redemption in the Literature of Medieval England, D. S. Brewer, Cambridge 1995, 7-46. [12] Véase Donald EVANS, «Ian Ramsey on Talk about God»: Religious Studies 2 (1971), 125-140. [13] Albert EINSTEIN, «Über einen die Erzeugung und Verwandlung des Lichtes betreffenden heuristischen Gesichtspunkt»: Annalen der Physik 17 (1905), 132-148. [14] Véase Abraham PAIS, Niels Bohr’s Times in Physics, Philosophy and Polity, Clarendon Press, Oxford 1991. [15] Para una explicación accesible de este desarrollo y su contexto, véase Richard FEYNMAN, QED: The Strange Theory of Light and Matter, Princeton University Press, Princeton 2014. [16] Para un comentario sobre esto, véase Christopher B. KAISER, «Quantum Complementarity and Christological Dialectic», en W. Mark Richardson y Wesley J. Wildman (eds.), Religion and Science: History, Method, Dialogue, Routledge, London 1996, 291-300.

[17] Sobre este desarrollo, véase Lewis AYRES, Nicaea and Its Legacy: An Approach to FourthCentury Trinitarian Theology, Oxford University Press, New York 2004. [18] Para un estudio del tema, véase Alister E. MCGRATH, Heresy, Harper One, San Francisco 2009. [19] Véase Thomas G. WEINANDY, Athanasius: A Theological Introduction, Ashgate, Aldershot 2007, 27-101. [20] Richard DAWKINS, A Devil’s Chaplain: Selected Writings, Weidenfeld & Nicholson, London 2003, 19 [trad. esp., 10]. [21] Sobre la importancia de este tema en la física de partículas, véase George JOHNSON, Strange Beauty: Murray Gell-Mann and the Revolution in Twentieth-Century Physics, Jonathan Cape, London 2000. [22] C. S. LEWIS, The Abolition of Man, London, Oxford University Press, Oxford 1943 [trad. esp.: La abolición del hombre, Encuentro, Madrid 2016]. [23] Véase Andrew LOUTH, Discerning the Mystery: An Essay on the Nature of Theology, Clarendon Press, Oxford 1983; Merold WESTPHAL, «The Importance of Mystery for the Life of Faith»: Faith and Philosophy 4 (2007), 367-384. [24] Emil BRUNNER, Dogmatik I: Die christliche Lehre von Gott, Zwingli-Verlag, Zurich 1959, 206. [25] Philip DIXON, Nice and Hot Disputes: The Doctrine of the Trinity in the Seventeenth Century, T. & T. Clark, London 2003. [26] Paul CHANG-HA LIM, Mystery Unveiled: The Crisis of the Trinity in Early Modern England, Oxford Studies in Historical Theology, Oxford University Press, New York 2012. [27] Véase Stephen T. DAVIS, Daniel KENDALL y Gerald O’COLLINS (eds.), The Trinity: An Interdisciplinary Symposium on the Trinity, Oxford University Press, Oxford 2002. [28] AGUSTÍN DE HIPONA, sermón 52, 16. [29] Para una explicación detallada, véase Alister E. MCGRATH, C. S. Lewis – A Life: Eccentric Genius, Reluctant Prophet, Hodder & Stoughton, London 2013, 131-151. [30] C. S. LEWIS, Letters, 3 vols., HarperCollins, London 2002-200 6, vol. 2, 145-146. [31] C. S. LEWIS, Mere Christianity, HarperCollins, London 2002, 162.

8 Fe religiosa y fe científica: el caso de Charles Darwin

Yo comencé mi carrera en el campo de las ciencias físicas y poco a poco me desplacé hacia las ciencias de la vida. A mediados de la década de los 70, cuando trabajaba en la biofísica de las membranas celulares en el Departamento de Bioquímica de la Universidad de Oxford, resultó evidente que las cuestiones que surgían de la biología evolutiva estaban adquiriendo un interés cultural creciente. Había leído mucho sobre este campo como base para mi proyecto de investigación, aunque en ese momento la evolución de las células biológicas era poco conocida[1]. Era obvio que en las tendencias de la investigación de la época estaban latentes algunos potenciales debates importantes sobre la ciencia y la religión. Dos libros suscitaron por entonces un particular interés en las consecuencias más amplias, filosóficas, religiosas y culturales, de la biología evolutiva. El libro de Jacques Monod El azar y la necesidad (1971) provocó un debate a pequeña escala sobre si la biología era el fundamento último de la ética[2]. No llegó a arraigar en Oxford, en parte por el estilo recargado de Monod, pero sobre todo porque por entonces se consideraba como una sobreinterpretación de la biología evolutiva. Muchos más interesante fue El gen egoísta (1976), de Richard Dawkins, que era un ejemplo extraordinario de divulgación científica, dado el interés añadido en los círculos de Oxford por las conexiones personales que tenía Dawkins con ellos (por entonces era profesor del Departamento de Zoología de la Universidad de Oxford) [3]. La idea fundamental de Dawkins del gen egoísta –aunque no sin problemas– provocó algunas preguntas fundamentales propias del ambiente cultural de la época. Este libro fue amplia y respetuosamente discutido en la comunidad científica de Oxford. Como muchos otros, me he dado cuenta de que gran parte del debate sobre la relación entre ciencia y teología en la comunidad científica y en la comunidad religiosa se ha centrado en las ciencias físicas, particularmente en la cosmología, la teoría cuántica y la teoría de la relatividad[4]. Algunos podrían preguntarse con

toda razón si las ciencias biológicas han sido marginadas en el debate. En este capítulo trataré de afrontar este desequilibrio abordando algunos aspectos de la interacción entre ciencia y teología en el pensamiento de Charles Darwin (18091882), particularmente en su teoría de la selección natural. Más específicamente, quiero explorar un tema que fue claramente importante para el mismo Darwin: la función de la fe –en el sentido general de juicio fiduciario y en el sentido de creencia religiosa– en relación con la actividad científica. Darwin es un excelente estudio de caso, en parte por la importancia de sus ideas, pero sobre todo por su conflicto explícito con cuestiones de fe –en los dos sentidos del término– en relación con su pensamiento. El mejor modo de empezar nuestro análisis es abordar el desarrollo de sus ideas partiendo del famoso viaje a bordo del Beagle. El rival de Darwin: la teoría de William Paley No podemos realmente esperar comprender al joven Darwin sin tener en cuenta su enfoque en el contexto de las ideas del apologista religioso William Paley (17431805), mejor conocido por su imagen de Dios como relojero[5]. Esencialmente, Paley piensa que el mundo fue creado de tal modo que exhibe la sabiduría de Dos tanto en su diseño como en su ejecución, idea que Paley expresa usando la palabra invento e ilustra con la famosa imagen de Dios como relojero divino. La analogía del reloj expresaba para Paley las ideas de diseño y de hábil fabricación. Tal vez el aspecto más significativo del argumento de Paley era que la complejidad mecánica y el diseño aparente del ojo humano eran paralelos a los de un reloj y, por lo tanto, apuntaban a alguien que había diseñado y creado este notable dispositivo. Darwin creía que su «doctrina» de la selección natural ofrecía una explicación más plausible de las cosas. Su objetivo no era modificar la teoría de Paley, sino reemplazarla, mostrando que la suya era capaz de ofrecer una mejor explicación de los datos biológicos. El enfoque de Paley, ciertamente, no era el único rival al que tenía que hacer frente Darwin. El reconocimiento del fenómeno de la evolución formaba parte esencial de las teorías «transformistas» de Étienne Geoffroy Saint-Hilaire (17221844), Jean Baptiste Lamarck (1744-1829) y el conde de Buffon (1707-1788). Hay buenas razones para pensar que Darwin conoció estos enfoques durante el período pasado en Edimburgo, gracias a su mentor Robert Edmond Grant (1793-1874) o

quizá a través de Henry H. Cheek (1807-1833), colega de estudios en la universidad[6]. Aunque el nombre de Darwin ha llegado prácticamente a ser sinónimo de la teoría de la evolución por selección natural, una explicación más completa del desarrollo histórico de esta teoría tiene que prestar la debida atención y respeto a Alfred Russel Wallace (1823-1923), a quien a menudo se pasa por alto o se trata con indiferencia. Debe recordarse que Darwin y Wallace presentaron conjuntamente su teoría en la Sociedad Linneana de Londres el 1 de julio de 1858. Este artículo fue publicado el mes siguiente con documentación complementaria[7], pero suscitó poca atracción. La publicación en 1859 de El origen de las especies hizo que la discusión se centrara exclusivamente en Darwin, y la contribución de Wallace se ignoró en general. Darwin y la lógica de descubrimiento En la década de 1850 se habían propuesto varias explicaciones sobre la complejidad del mundo biológico. ¿Cómo decidir cuál es la «mejor»? La respuesta obvia consiste en comparar su capacidad para integrar y relacionar los datos observados. Así pues, ¿cuáles eran las teorías alternativas que Darwin debía tener en cuenta? Como ya hemos indicado, había dos importantes contendientes en esa década: 1. La teología de la creación divina especial de cada individuo de William Paley, que se basaba en la idea de un orden natural estático e inalterable y rechazaba o pasaba por alto el fenómeno de la evolución. Paley era totalmente consciente del cambio y la decadencia que se dan en la naturaleza, pero los veía como procesos que acontecían en un orden natural con especies inmutables. 2. Varias formas de «transformismo», como la relacionada con el destacado biólogo francés Jean Baptiste Lamarck y otras[8]. Lamarck admitía el fenómeno de la evolución, pero lo interpretaba como un conjunto de características adquiridas que se transmitían de padres a hijos. La tarea de Darwin era demostrar que su teoría explicaba los fenómenos mejor que la de Paley o la de los transformistas como Lamarck. Teniendo en cuenta todo esto, pasemos al estudio del análisis de sus observaciones científicas que realiza Darwin en El origen de las especies. Los

filósofos de la ciencia establecen una importante distinción entre una «lógica de descubrimiento» y una «lógica de confirmación». Para simplificar lo que es una explicación más bien compleja, podríamos señalar que una lógica de descubrimiento es aquella mediante la que alguien llega a una hipótesis científica, y una lógica de confirmación es la que se centra en averiguar si la hipótesis es fiable y realista[9]. A veces las hipótesis surgen de un largo período de reflexión sobre la observación; otras veces surgen de un golpe de inspiración, como en la famosa visión de la serpiente de Kekulé, que le llevó a proponer la estructura circular del benceno (véase p. 152). Sin embargo, si bien la lógica de descubrimiento puede ser a menudo más inspiradora que racional, es evidente que no ocurre lo mismo con la lógica de justificación. Aquí, cualquier teoría o hipótesis, sea cual fuere su origen, se comprueba rigurosa y minuciosamente en función de lo que pueda observarse, para determinar el grado de encaje empírico entre teoría y observación. No hay razón para insinuar que la noción de selección natural de Darwin surgió en tal momento de inspiración, en las Galápagos o en cualquier otro lugar. Su teoría comenzó a tomar forma en 1837 y 1838. En el caso de Darwin, tanto la lógica de descubrimiento como la de justificación parecen haberse basado principalmente en una extensa reflexión sobre observaciones, a menudo, desconcertantes[10]. La propia explicación de Darwin deja claro que fue una reflexión sobre las observaciones posterior al viaje de cinco años a bordo del Beagle la que dio origen a su teoría de la selección natural. Su enfoque podría describirse como inductivo o abductivo, por usar las categorías explicadas en el capítulo 6. Cuando Darwin reflexionó sobre sus propias observaciones realizadas durante el viaje en el Beagle (diciembre de 1831-octubre de 1836) y las completó posteriormente con las de otros especialistas, afloraron una serie de detalles de particular relevancia. Ninguno de ellos podría considerarse una «prueba» de la selección natural; no obstante, poseían una fuerza acumulativa que sugería que era la mejor explicación de lo realmente observado. En una carta en la que elogia la perspicacia del naturalista F. W. Hutton (1836-1905), Darwin hace sobre este punto un comentario especial. «Es uno de los pocos que ven que el cambio de especies no se puede probar directamente, y que la doctrina debe hundirse o nadar según agrupe y explique los fenómenos. Es realmente curioso que pocos lo juzguen de esta manera, que es claramente la correcta»[11].

La selección natural era una interpretación de la historia biológica, que, por pertenecer al pasado remoto, no podía ser totalmente accesible a la investigación científica. El problema de Darwin era que solo tenía acceso indirecto al pasado y tenía que inferir la mejor explicación a partir de los indicios presentes de ese pasado, como el registro fósil[12]. Detengámonos en la reveladora frase de Darwin «la doctrina debe hundirse o nadar según agrupe y explique los fenómenos». Cuatro fenómenos tenían para él una especial importancia. ¿Podía «agruparlos y explicarlos» su teoría de la selección natural? Estas cuatro características del mundo natural parecían poner de relieve los problemas y las deficiencias de las explicaciones existentes, especialmente de la idea de la «creación especial» ofrecida por apologistas religiosos como Paley. Aunque la teoría de la creación especial de Paley ofrecía explicaciones para estas observaciones, parecía cada vez más engorrosa y forzada. Darwin creía que tenía que haber una explicación mejor, que de alguna manera era insinuada por estas cuatro observaciones: 1. Muchas criaturas poseen «estructuras rudimentarias» que no tienen una función evidente o previsible, como los pezones de los mamíferos machos, la presencia de pelvis y extremidades posteriores rudimentarias en las serpientes, la presencia de alas en muchas aves no voladoras. ¿Cómo podría explicarse esto según la teoría de Paley, que destacaba la importancia del diseño individual de las especies? ¿Por qué iba Dios a diseñar redundancias? La teoría de Darwin explicaba esto con relativa facilidad y elegancia. 2. Se sabía que algunas especies se habían extinguido por completo. El fenómeno de la extinción había sido reconocido con anterioridad a Darwin y a menudo se explicaba mediante teorías «de catástrofes», como un «diluvio universal», tal como indicaba el relato bíblico de Noé. La teoría de Darwin ofrecía una explicación más clara del fenómeno. 3. El viaje de investigación de Darwin en el Beagle le había convencido de la desigual distribución geográfica de las formas de vida por el mundo. En particular, le impresionaron las peculiaridades de las poblaciones insulares, como los pinzones de las islas Galápagos. Una vez más, la doctrina de la creación especial podría explicar esto, pero de una manera que parecía forzada y poco convincente. La teoría de Darwin ofrecía una explicación más plausible del origen de estas poblaciones específicas.

4. Varias formas de criaturas vivientes parecían estar adaptadas a sus necesidades específicas. Darwin sostenía que esto podría explicarse mejor por su origen y selección en respuesta a las presiones evolutivas. La teoría de la creación especial de Paley proponía que estas criaturas habían sido diseñadas individualmente por Dios teniendo en mente esas necesidades específicas. Lo que debemos tener en cuenta en este punto es que las observaciones de Darwin podían tener varias explicaciones. Pero ¿cuál era la mejor? El término mejor resulta notablemente difícil de definir en este contexto. ¿Nos referimos a la teoría más simple? ¿A la más elegante? ¿A la más natural? Estos criterios no están predeterminados, sino que aparecen durante el proceso de reflexión y análisis. ¿Podía desarrollarse una única teoría que explicara adecuadamente las cuatro desconcertantes observaciones de Darwin? ¿O carecían de toda relación entre sí y exigían una explicación independiente para cada una de ellas? Darwin tenía muy claro que su teoría de la selección natural no era la única explicación de los datos biológicos que podía darse; como ya hemos visto, había dos rivales, un modelo estático y otro dinámico del mundo natural. No obstante, Darwin creía que podía ofrecer una explicación coherente y completa de las observaciones biológicas que poseía mayor poder de explicación que sus rivales, como la doctrina de los actos independientes de una creación especial, expuesta en los escritos de William Paley. Su teoría, creía él, podía ofrecer una explicación coherente de lo que, de lo contrario, tendría que verse como observaciones desconectadas e independientes, como las mencionadas anteriormente. Con su teoría, comentó Darwin, «se ha proyectado alguna luz sobre diferentes hechos que son totalmente oscuros dentro de la creencia en actos independientes de creación»[13]. La imposibilidad de demostrar: la teoría de la selección natural de Darwin Hagamos una pausa y consideremos un aspecto del método científico de Darwin que se ha pasado por alto a menudo. Ya vimos anteriormente su insistencia en que «no puede probarse directamente un cambio en las especies» (véase p. 199). ¿En qué se fundamenta entonces para recomendar su teoría al mundo científico, cuando no podía ser demostrada? Darwin se vio ante una serie de observaciones sobre el mundo natural que él mismo había acumulado durante su viaje en el Beagle y

posteriormente en Inglaterra. El desafío era encontrar un marco teórico que pudiera acoger esas observaciones tan simple, elegante y convincentemente como fuera posible. El método de Darwin se considera actualmente en general como un caso de manual del método de la «inferencia a la mejor explicación», que se encuentra en el centro del método científico[14]. Las explicaciones más generalizadas del método científico subrayan la importancia de la predicción. Si una teoría no predice, no es científica. Sin embargo, Darwin tenía muy claro que su teoría no predecía; es más, que no podía predecir. Tal era la naturaleza de las cosas[15]. La naturaleza de los fenómenos biológicos era tal que la predicción no era posible para Darwin, puesto que su obligación era ofrecer una explicación de lo sucedido en la historia biológica. Este punto, ciertamente, llevó a algunos filósofos de la ciencia, siendo Karl Popper el más destacado de entre ellos, a sugerir que la teoría de la selección natural de Darwin no era realmente científica[16]; crítica de la que más tarde Popper se retractó sabiamente. No obstante, los estudios más recientes, especialmente en la filosofía de la biología, han hecho preguntas muy serias sobre si la predicción es realmente fundamental para el método científico. El problema cobró importancia en el debate del siglo XIX entre William Whewell y John Stuart Mill sobre la función de la inducción como método científico[17]. Whewell subrayaba la importancia de la novedad predictiva como elemento esencial del método científico; Mill sostenía que la diferencia entre la predicción de las observaciones novedosas y la acomodación teórica de las observaciones existentes era puramente psicológica, por lo que carecía de importancia epistemológica. El debate, ciertamente, prosigue. En su reciente discusión sobre el tema[18], los destacados filósofos de la biología Christopher Hitchcock y Elliott Sober sostienen que, si bien la predicción puede ser en ocasiones superior a la acomodación, no siempre es así. Hay situaciones en las que la acomodación es superior a la predicción. La predicción no debe preferirse intrínseca ni invariablemente a la acomodación. La relevancia de esta perspectiva para el carácter científico del enfoque de Darwin tal como lo presentamos aquí es claramente obvia. No obstante, suscita importantes dudas sobre la fiabilidad de las explicaciones generalizadas del método científico. El psicólogo William James (1842-1910) decía que los seres humanos necesitan lo que él llamaba «hipótesis de trabajo» para dar sentido a la experiencia del mundo. Estas hipótesis de trabajo carecen a menudo de toda demostración, pero son aceptadas, y se actúa a partir de ellas, porque ofrecen puntos de partida fiables y

satisfactorios a partir de los que es posible abordar el mundo real. Para James, la fe es una forma particular de creencia que está omnipresente en la vida diaria. Definía la fe así: «La fe es creer en algo sobre lo que la duda todavía es teóricamente posible». Lo que le lleva a declarar que «La fe es sinónimo de hipótesis de trabajo». Aunque a James se le acusa a veces de dar peso intelectual a lo que es meramente una ilusión (acusación hecha, por ejemplo, por el filósofo pragmático Charles Peirce), el mismo James no veía las cosas así. Como observó Gerald E. Myers en su estudio sobre James, «Él siempre defendía una fe sensible a la razón, experimental en su naturaleza, y, por tanto, susceptible de revisión»[19]. En efecto, puesto que enfatizaba el estatus de la fe como «hipótesis de trabajo», James rechazaba por contradictoria la noción misma de una fe dogmática. El énfasis dado por James a la importancia de tales hipótesis de trabajo encuentra una gran ejemplificación en El origen de las especies. La teoría de Darwin tenía muchos puntos débiles y cabos sueltos. No obstante, él estaba convencido de que eran dificultades que podían tolerarse debido a la clara superioridad explicativa de su enfoque. Su hipótesis de trabajo, creía él, era lo bastante robusta como para resistir las numerosas dificultades que afrontaba. ¿De qué dificultades hablamos? La fe de Darwin en su teoría: la respuesta a sus críticas

El origen de las especies tuvo seis ediciones, y Darwin trabajó continuamente para mejorar su texto, añadiendo nuevo material, corrigiendo el anterior y, sobre todo, respondiendo a las críticas con una actitud notablemente abierta. Los que se dedican a estudiar estos detalles han mostrado que, de las 4000 frases de la primera edición, Darwin había reescrito tres de cada cuatro cuando se publicó la sexta y última edición en 1872. Es interesante notar que un 60 % de esas modificaciones se produjeron en las dos últimas ediciones, que introdujeron algunas «mejoras» que ahora parecen imprudentes, como, por ejemplo, la expresión potencialmente confusa de Herbert Spencer «la supervivencia del más apto»[20]. La recepción de una teoría científica es un asunto comunitario en el que poco a poco se llega a un punto de inflexión mediante un proceso de debate y reflexión, a menudo vinculado con programas de investigación adicionales. Los contenidos de las seis ediciones de El origen de las especies dejan claro que la nueva teoría de Darwin tuvo que hacer frente a una importante oposición en numerosos frentes. No cabe duda –puesto que la evidencia histórica es clara– de que algunos

pensadores cristianos tradicionales la vieron como una amenaza contra el modo en el que habían interpretado su propia fe. Pero tampoco cabe dudar –pues la evidencia histórica es igualmente clara– que otros cristianos la vieron como un nuevo modo de comprender y analizar las ideas cristianas tradicionales[21]. Sin embargo, más importante, a juzgar por las sucesivas ediciones de la obra, es que la teoría de Darwin provocó una gran controversia científica, pues muchos científicos de la época expresaron sus dudas sobre los fundamentos científicos de la «selección natural». En efecto, parece que la teoría de Darwin encontró una oposición más persistente en la comunidad científica que en la religiosa, especialmente por su incapacidad de ofrecer una explicación convincente de cómo se transmitían las innovaciones a las siguientes generaciones. No obstante, los historiadores de la ciencia sugerirían que esta es la norma, no la excepción, en el progreso científico. La crítica de una teoría es el medio por el que –por usar un modo darwiniano de hablar– descubrimos si tiene potencial de supervivencia. Un buen ejemplo de esta crítica científica se encuentra en el interés de Fleeming Jenkin (1833-1885) por «la herencia por mezcla»[22]. Jenkin era un ingeniero escocés, muy implicado en el negocio del desarrollo de los cables telefónicos submarinos, que llegó a ser el primer profesor Regius de Ingeniería de la Universidad de Edimburgo en 1868. Identificó lo que creía un posible error fatal en la teoría de Darwin. Jenkin señaló que, de acuerdo con lo que entonces se sabía de la transmisión hereditaria, todas las novedades se diluirían en las generaciones posteriores. Ahora bien, la teoría de Darwin contaba con la transmisión de esas características, no con su disolución. Es decir, la teoría de Darwin carecía de una concepción viable de la genética[23]. Darwin respondió a Jenkin en la quinta edición. En general se piensa que la réplica es débil e insatisfactoria. Pero ¿cómo podría ser de otro modo? Darwin no tenía una respuesta, porque la ciencia de su época no la había desarrollado, o al menos una que Darwin conociera. La respuesta, ciertamente, se encuentra en los escritos del monje austriaco Gregor Mendel (1822-1884). Sin embargo, mientras que Mendel sí conocía la obra de Darwin, no parece que este conociera los tres principios de Mendel de la herencia que describen la transmisión de los rasgos genéticos. Mendel poseía un ejemplar de la traducción alemana de la tercera edición de El origen de las especies de Darwin, y marcó el siguiente pasaje con una doble línea en el margen, indicando su importancia. En el original inglés leemos: «La débil variabilidad de los híbridos en la primera generación, en contraste con la que existe en las generaciones sucesivas, es un hecho curioso y merece atención»[24].

Esta observación no permanecería en el misterio mucho tiempo, y Mendel bien pudo disfrutar de la idea de que su teoría era capaz de explicar este hecho «curioso»[25]. Sin embargo, aún faltaban algunos años para que se llevara a cabo la «síntesis neodarwiniana» de la teoría de la genética de Mendel y la selección natural. Otro problema era que la Tierra no parecía tener tantos años como para permitir los dilatados progresos evolutivos exigidos por la teoría de Darwin. Como comentamos anteriormente (véanse pp. 157-158), Kelvin (1824-1907) sostenía que la Tierra tenía unos 100 millones de años. Lo cual no constituía una cantidad suficiente de tiempo para el lento y gradual proceso de evolución biológica imaginado por Darwin. Sin embargo, los cálculos de Kelvin se basaban en suposiciones erróneas; la Tierra tenía muchos más años de los que él sugería, lo cual proporcionaba un espacio cronológico para el lento proceso de desarrollo biológico requerido por el enfoque de Darwin. Sin embargo, aunque Darwin no creía haber resuelto adecuadamente todos los problemas que requerían resolución, estaba seguro de que su explicación era la mejor disponible. Si bien reconocía carecer de pruebas rigurosas, creía, obviamente, que su teoría podía defenderse de acuerdo con los criterios de aceptación y justificación ya generalizados en las ciencias naturales, y que su capacidad explicativa era en sí misma un indicador fiable de su verdad. Como señaló Darwin, a menudo nos encontramos confiando en una forma de pensar creyendo que es verdad, pero sin poder presentar la prueba decisiva que algunos, como William K. Clifford (véase p. 147), parecen pensar que es esencial para sostener con honradez una opinión. Darwin era consciente de que su explicación científica carecía del rigor lógico de las pruebas matemáticas y de que toda explicación teórica de lo observado sería siempre provisional. Esto no es una crítica a Darwin ni a la ciencia. Como he tenido ocasión de subrayar a lo largo de la obra, es así como son las cosas. Tengo colegas científicos que creen apasionadamente en el multiverso y otros que creen con igual pasión, integridad y excelencia intelectual en un solo universo. La evidencia no es unívoca y pueden mantenerse ambas posiciones. Pero las dos, sugeriría, no pueden ser correctas. Lo que algunos científicos creen hoy que es cierto, un día se demostrará que es erróneo. Pero así es como se desarrolla la ciencia. Y la idea de William James de la fe como hipótesis de trabajo encaja sorprendentemente bien tanto en la teoría como la práctica de la ciencia.

Como nos dicen sin cesar los historiadores y los filósofos de la ciencia, la idea positivista de una ciencia que prueba sus teorías se encuentra a una considerable distancia de la realidad de la práctica científica y, ciertamente, no es aplicable al método científico de Darwin. Las grandes teorías de la física clásica, mayoritariamente consideradas como estables al final de la vida de Darwin, sufrieron una revisión completa en el siglo XX con el nacimiento de la mecánica cuántica y la teoría de la relatividad. Pero nadie dejará de hacer ciencia porque sus sucesores puedan demostrar el error de las teorías actuales. En todo caso, podemos encontrar al menos cierto consuelo en saber que las teorías futuras tienden a incorporar, más que a rechazar, lo mejor de las anteriores. Darwin, fe religiosa y ciencia ¿Qué podemos decir de la fe religiosa de Darwin? ¿Su teoría de la evolución lo convirtió en un cruzado ateo contrario a las creencias religiosas, como parecen pensar algunos entusiastas predicadores ateos? Lamentablemente, la autoridad y el ejemplo de Darwin se invocan continuamente para justificar afirmaciones metafísicas y teológicas que van mucho más allá de lo que él mismo expresó o asoció con su biología evolutiva. Por suerte, la cuestión fundamentalmente histórica de las opiniones religiosas de Darwin es relativamente fácil de responder, gracias al intenso estudio académico que sobre Darwin y su contexto victoriano se ha realizado en las últimas décadas[26]. El excelente Darwin Project en línea tiene una sección que reúne las evidencias históricas más importantes de una manera que me parece objetiva y fiable[27]. Permítaseme intentar resumir de forma sencilla y precisa este vasto corpus de literatura. En primer lugar, parece claro que la fe religiosa de Darwin cambió con la edad. Yo observo, ciertamente, un cambio en su contenido; y también me siento justificado para ver una disminución de su fervor. Pero permítaseme concentrarme en el contenido de esa fe, observando primero los puntos de vista religiosos de Darwin de joven, que parecen haber sido similares a los establecidos en la Teología natural de Paley (1802). El enfoque que aplica Paley a la naturaleza es optimista y positivo. La naturaleza destila evidencias de la sabiduría divina. ¿Y qué pasa entonces con el mal? ¿O con el sufrimiento? Charles Kingsley sostenía que estos problemas podrían ser incorporados al enfoque de Paley sobre la teología natural[28]. En la década de 1830, sin embargo, Darwin comenzó a desarrollar dudas.

Durante su viaje en el Beagle presenció sucesos que cuestionaban su creencia previa en la divina providencia. Por ejemplo, mientras estaba en América del Sur fue testigo de primera mano de la terrible lucha por la existencia que afrontaban los nativos de Tierra del Fuego; vio los devastadores efectos de un terremoto, y empezó a captar la magnitud del enorme número de especies que habían acabado extinguiéndose –cada una de las cuales, según Paley, había sido providencialmente creada y apreciada por Dios–. Podemos ver aquí el comienzo de la erosión de toda fe en la divina providencia que llegaría a ser característica del Darwin adulto. La muerte de su hija Annie en 1851, con diez años, es considerada por algunos biógrafos como un momento decisivo para sus convicciones religiosas[29]. Sin embargo, la evidencia histórica de que esta pérdida provocara que Darwin abandonase la fe religiosa que le quedaba es débil[30]. El alejamiento de Darwin del cristianismo ortodoxo es de una época anterior. Esto nos lleva a nuestro segundo punto. En un período posterior, las creencias religiosas de Darwin se distanciaron incuestionablemente de lo que podríamos llamar la «ortodoxia cristiana». No obstante, no encontramos nada remotamente parecido a la forma agresiva y vejatoria de ateísmo que encontramos lamentablemente en algunos que se han presentado como defensores de Darwin en tiempos más recientes. Muchos han alabado la presciencia y la fría neutralidad de El origen de las especies, notando su olímpico desapego social y político y su escrupulosa neutralidad religiosa. Debemos remitirnos a las cartas de Darwin para iluminar las fluctuaciones de sus creencias religiosas con el paso del tiempo, así como su renuencia a hacer comentarios sobre cuestiones religiosas, incluidas sus propias creencias personales. Y, sin embargo, cuando el contexto lo exigía, parece que estaba dispuesto no solo a dejar constancia de la consiliencia de la fe religiosa y la teoría de la selección natural, sino también a resaltarla. Un ejemplo representativo puede encontrarse en su referencia a las «leyes impresas en la materia por el Creador», a las que se da mayor relieve en la segunda edición que en la primera[31]. Esto, ciertamente, apunta a un Dios deísta más que trinitario, pero aquí no hay ni la sombra siquiera de un ateísmo personal. Aunque algunos podrían sostener que Darwin posibilitó el ser un ateo intelectualmente satisfecho, Darwin mismo no llegó a esa conclusión. Me resulta difícil creer que sus referencias a un creador en El origen de las especies fueran simplemente ideadas para aplacar o engañar a su público, como si fueran una especie de burdo engaño destinado a enmascarar un ateísmo privado que Darwin temía que pudiera desacreditar su teoría a los ojos del público religioso.

Mi propia lectura de la evidencia es que Darwin consideraba sus creencias religiosas como un asunto privado y era reacio a hablar de ellas. Sin embargo, las necesidades de la situación le obligaban regularmente a decir algo al respecto. Las pruebas, creo, apuntan a una revelación reacia, dolorosa y diplomática de las creencias de Darwin; no a su falsificación o manipulación con fines tácticos. Sin embargo, hay un tercer punto que quiero comentar y que se pasa por alto con demasiada facilidad. Es natural que nos centremos en los puntos de vista religiosos de Darwin y su relación con el desarrollo de su teoría de la selección natural. Pero la pregunta más importante es la siguiente: ¿qué pensó Darwin que podían hacer los cristianos ortodoxos con sus teorías, independientemente de sus propias opiniones religiosas? Conocemos la respuesta a esta pregunta, precisamente porque Darwin reconoció que era muy importante y que se necesitaba abordarla adecuadamente. Declaró que no veía ninguna razón por la que un creyente religioso ortodoxo tuviera que experimentar incomodidad mental ante sus ideas. Incluso Thomas Huxley, que tendía a destacar los aspectos antirreligiosos del pensamiento de Darwin, fue muy claro al decir que «la doctrina de la evolución no es antiteísta ni teísta»[32]. Fe, ciencia y Dios Hemos explorado en este capítulo la creencia científica de Darwin de que su teoría de la selección natural ofrecía la mejor explicación de lo que podía observarse en el mundo natural de los seres vivos, y hemos visto cómo esta creencia se sostenía frente a la carencia absoluta de pruebas y una serie de dificultades científicas que parecían socavar su poder de explicación. El análisis de Darwin nos ayuda a ver que, simplemente, no es verdad la afirmación de que la ciencia solo cree lo que ha sido empíricamente probado. En ocasiones es necesaria la inferencia, es decir, se postula una hipótesis –por ejemplo, un «eslabón perdido» o la «materia oscura»– como «mejor explicación» de hechos conocidos o de observaciones establecidas. Es una forma aceptada de razonamiento científico y no suscita controversias. No obstante, es importante notar que puede verse el mismo proceso en el pensamiento religioso, cuyo objetivo es también dar la mejor explicación de lo que observa. Como vimos en el capítulo 6, William James señaló una vez que la fe religiosa es básicamente «una fe en la existencia de un orden invisible de algún tipo

en que el que pueden encontrarse y explicarse los enigmas del orden natural»[33]. Aunque algunos insisten en presentar la creencia religiosa como algo irracional, el hecho es que sus partidarios la consideran eminentemente razonable. El teísmo filosófico clásico o la teología natural propondrían que Dios es la mejor explicación del modo como son las cosas. Tanto las ciencias naturales como las religiones ofrecen lo que creen que son explicaciones justificadas, coherentes y fiables del mundo. Como hemos visto, Darwin creía firmemente que el poder explicativo de su teoría era tal que podía coexistir con anomalías y potenciales amenazas. Esto nos recuerda que tanto las teorías científicas como las religiosas se ven enfrentadas a misterios, enigmas y anomalías que pueden dar origen a tensiones intelectuales o existenciales pero no exigen su abandono. En el caso del cristianismo, yo consideraría que la mayor anomalía es la existencia del dolor y el sufrimiento[34]. No obstante, creo que la teoría es lo bastante grande en definitiva para abarcar esta anomalía y darle cabida, aun cuando en el presente no esté totalmente claro el modo de resolverla. Ni de la teoría de Darwin ni de la teología cristiana puede decirse realmente que «hagan una predicción»; sin embargo, dan cabida a lo que se conoce sobre el mundo, aunque las dos experimenten puntos de tensión. Para poner de relieve la importancia teológica de este paralelismo, pensemos en dos escenarios. Como hemos visto, Darwin sostenía que las ideas expuestas en El origen de las especies ofrecen una explicación excelente y profundamente convincente de la diversidad de formas de vida en la Tierra. Son muchas las dificultades en este camino. ¿Cómo pudo transmitirse el cambio de una generación a la siguiente? Darwin ofreció una explicación de cómo llegaron a existir las diferentes especies. Sin embargo, la especiación –la formación de nuevas especies por acumulación de mutaciones– nunca se ha demostrado en la vida real ni en el laboratorio. Pese a todo, Darwin se aferraba a su teoría, creyendo que su capacidad de explicación y su coherencia eran suficientes para justificarla y que la dificultad se resolvería un día. Pensemos ahora en el caso de un cristiano que sostiene que una cosmovisión teísta, especialmente una que tenga en cuenta totalmente la doctrina de la encarnación, ofrece una interpretación convincente y atractiva de las cosas. La cuestión del dolor y el sufrimiento en el mundo sigue siendo una especie de enigma y a veces le preocupa considerablemente. Sin embargo, se aferra a su fe, creyendo que su capacidad explicativa y su coherencia son suficientes para justificarla y que la dificultad se resolverá algún día. En cada caso, existe una estructura común de

explicación con anomalías, que sus defensores no consideran como un peligro para la teoría, sino como enigmas que serán resueltos en una etapa posterior. Ninguna de las dos teorías predice; ambas se amoldan a lo que puede observarse. El ejemplo de Darwin ilustra cómo es posible creer en una teoría o en una manera de dar sentido a las cosas o en una hipótesis de trabajo que no está confirmada definitivamente y que, en el fondo, acaso no pueda confirmarse definitivamente, pero que se ha comprobado que es fiable. Lo interesante aquí es que una teoría con suficiente poder explicativo se gana el derecho a persistir coexistiendo con observaciones que no concuerdan –y que a veces parecen estar en conflicto– con ella. Al final, algunas teorías mueren por su incapacidad para afrontar tales anomalías. Darwin lo sabía; también creía que su teoría se mostraría capaz de abordarlas, aun cuando su confirmación final aconteciera en el futuro. No cabe duda de que puede decirse lo mismo del cristianismo, que afirma que actualmente vemos las cosas a través de un espejo veladamente (1 Corintios 13,12), pero se alegra con la esperanza de verlas claramente un día en el seno de la Nueva Jerusalén. Séame permitido concluir este capítulo citando unas palabras de la primera edición de El origen de las especies que se conservan en las ediciones posteriores. Mientras Darwin hace una pausa para permitir que sus lectores lo alcancen, sienta las bases del argumento de que su nueva teoría puede coexistir con anomalías y contradicciones aparentes. Creo que estas palabras pueden aplicarse con igual fuerza a la visión cristiana de la realidad y a la vida de fe. «Mucho antes de que el lector haya llegado a esta parte de mi obra se le habrán ocurrido una multitud de dificultades. Algunas son tan graves que aun hoy día apenas puedo reflexionar sobre ellas sin vacilar algo; pero, según mi leal saber y entender, la mayor parte son solo aparentes, y las que son reales no son, creo yo, funestas para mi teoría»[35]. [1] Carl R. WOESE, «On the Evolution of Cells»: Proceedings of the National Academy of Sciences of the United States of America 13 (2002), 8742-8747. [2] Jacques MONOD, Chance and Necessity: An Essay on the Natural Philosophy of Modern Biology, Alfred A. Knopf, New York 1971 [trad. esp.: El azar y la necesidad, Tusquets, Barcelona 2016]. [3] Richard DAWKINS, The Selfish Gene, Oxford University Press, Oxford 19892 [trad. esp.: El gen egoísta, Salvat, Barcelona 1990].

Nótese que los tres autores considerados en la 2.ª parte de este libro se centran principalmente [4] en la relación entre física y teología. Un ejemplo, relativamente raro, de un estudio sobre la relación entre biología evolutiva y teología a nivel popular se encuentra en Francis S. COLLINS, The Language of God: A Scientist Presents Evidence for Belief, Free Press, New York 2006. En un nivel más académico, el bioquímico Arthur Peacocke (1924-2006) contribuyó con obras como Evolution: The Disguised Friend of Faith? Selected Essays, Templeton Foundation Press, Filadelfia 2004. [5] El libro de Richard Dawkins The Blind Watchmaker (1986) retoma la imagen de Paley. Véase Richard DAWKINS, The Blind Watchmaker: Why the Evidence of Evolution Reveals a Universe without Design, W. W. Norton, New York 1986 [trad. esp.: El relojero ciego, Tusquets, Barcelona 2015]. Sobre las particularidades del enfoque de Paley en su contexto histórico, véase Alister E. MCGRATH, Darwinism and the Divine: Evolutionary Thought and Natural Theology, Wiley-Blackwell, Oxford 2011, 85-107. [6] Bill JENKINS, «Henry H. Cheek and Transformism: New Light on Charles Darwin’s Edinburgh Background»: Notes and Records of the Royal Society of London 2 (2015), 155-171. [7] Charles DARWIN y Alfred WALLACE, «On the Tendency of Species to form Varieties; and on the Perpetuation of Varieties and Species by Natural Means of Selection»: Journal of the Proceedings of the Linnean Society of London: Zoology 3 (20 de agosto de 1858), 45-62. [8] Pietro CORSI, «Before Darwin: Transformist Concepts in European Natural History»: Journal of the History of Biology 1 (2005), 67-83. [9] Para una buena explicación, véase Christiane CHAUVIRÉ, «Peirce, Popper, Abduction, and the Idea of Logic of Discovery»: Semiotica 153 (2005), 209-221. [10] Véanse las reflexiones de Scott A. KLEINER, «The Logic of Discovery and Darwin’s PreMalthusian Researches»: Biology and Philosophy 3 (1988), 293-315. [11] F. DARWIN (ed.), The Life and Letters of Charles Darwin 2, John Murray, London 1887, 155. Hutton merece una atención mucho mayor como perspicaz intérprete de Darwin. Véase John STENHOUSE, «Darwin’s Captain: F. W. Hutton and the Nineteenth-Century Darwinian Debates»: Journal of the History of Biology 3 (1990), 411-442. [12] Scott A. KLEINER, «Problem Solving and Discovery in the Growth of Darwin’s Theories of Evolution»: Synthese 1 (1981), 119-162, especialmente 127-129. Las primeras pruebas directas de la evolución mediante la selección natural en las poblaciones naturales comenzaron a acumularse en la década de 1920, particularmente en el caso de la aparición del melanismo industrial en la polilla Biston betularia. [13] Charles DARWIN, The Origin of Species, John Murray, London 18726, 164. [14] El mejor comentario general sobre este método se encuentra en Peter LIPTON, Inference to the Best Explanation, Routledge, London 20042. [15] Véase especialmente el detallado estudio de Elisabeth Anne LLOYD, «The Nature of Darwin’s Support for the Theory of Natural Selection», en Science, Politics, and Evolution, Cambridge University Press, Cambridge 2008, 1-19.

[16] Karl R. POPPER, «Natural Selection and the Emergence of Mind»: Dialectica 32, 3-4 (1978), 339355. [17] Laura J. SNYDER, «The Mill–Whewell Debate: Much Ado about Induction»: Perspectives on Science 5 (1997), 159-198. Snyder sostiene en otro lugar que las opiniones de Whewell sobre la inducción han sido malinterpretadas y merecen una mayor atención como enfoque peculiar: véase «Discoverers’ Induction»: Philosophy of Science 4 (1997), 580-604. [18] Christopher HITCHCOCK y Elliott SOBER, «Prediction vs. Accommodation and the Risk of Overfitting»: British Journal for Philosophy of Science 1 (2004), 1-34. [19] Gerald E. MYERS, William James, His Life and Thought, Yale University Press, New Haven 1986, 460. [20] Spencer usó la frase en sus Principles of Biology (1864); Darwin la incorporó en la quinta edición: «A esta conservación de las variaciones favorables y la destrucción de las variaciones perjudiciales yo la llamo selección natural o la supervivencia del más apto», Charles Darwin, On the Origin of Species, John Murray, London 18695, 91-92. [21] Existe una abundante bibliografía al respecto. Un buen punto de partida se encuentra en James R. MOORE, The Post-Darwinian Controversies: A Study of the Protestant Struggle to Come to Terms with Darwin in Great Britain and America, 1870 –1900, Cambridge University Press, Cambridge 1979. [22] Véase Michael BULMER, «Did Jenkin’s Swamping Argument invalidate Darwin’s Theory of Natural Selection?»: The British Journal for the History of Science 3 (2004), 281-297. [23] Jean GAYON, Darwin’s Struggle for Survival: Heredity and the Hypothesis of Natural Selection, Cambridge University Press, Cambridge 1998. [24] Charles DARWIN, On the Origin of Species, John Murray, London 18613, 296. [25] Vítezslav OREL, Gregor Mendel: The First Geneticist, Oxford University Press, Oxford 1996, 193. [26] John HEDLEY BROOKE, «The Relations between Darwin’s Science and His Religion», en John Durant (ed.), Darwinism and Divinity, Blackwell, Oxford 1985, 40-75. [27] www.darwinproject.ac.uk. [28] Nótense especialmente los comentarios en Charles KINGSLEY, «The Natural Theology of the Future», en Westminster Sermons, Macmillan, London 1874, xii-xiv. [29] Randal KEYNES, Annie’s Box: Charles Darwin, His Daughter and Human Evolution, Fourth Estate, London 2001, 222: «Después de morir Annie, Charles abandonó totalmente la fe cristiana». Las pruebas presentadas por Keynes no respaldan realmente la idea de que fue la muerte de Annie lo que provocó que Darwin dejara de ir a la iglesia. [30] Véase el importante estudio de John VAN WYHE y Mark J. PALLEN, «The “Annie Hypothesis”: Did the Death of His Daughter Cause Darwin to “Give up Christianity”?»: Centaurus 2 (2012), 105-123. [31] Véase el análisis en John HEDLEY BROOKE, «“Laws Impressed on Matter by the Creator”?: The Origins and the Question of Religion», en Michael Ruse y Robert J. Richards (eds.), The

Cambridge Companion to the ‘Origin of Species’, Cambridge University Press, Cambridge 2009, 256-274. [32] Life and Letters of Charles Darwin 2, 202. [33] William JAMES, The Will to Believe, Dover Publications, New York 1956, 51. [34] Sobre la capacidad de la teología cristiana de afrontar tales anomalías teóricas, véase Alister E. MCGRATH, A Scientific Theology 3: Theory, T. & T. Clark, London 2003, 198-213. [35] Charles DARWIN, On the Origin of Species, John Murray, London 1859, 171. Sobre estas «dificultades», véase Abigail J. LUSTIG, «Darwin’s Difficulties», en Michael Ruse y Robert J. Richards (eds.), The Cambridge Companion to the ‘Origin of Species’, Cambridge University Press, Cambridge 2009, 109-128.

9 La identidad humana: perspectivas científica y teológica

¿Quiénes somos? Es una pregunta fascinante. Que yo sepa, los seres humanos son la única especie de este planeta que dedica tiempo a preocuparse de su identidad. Todas las demás especies parecen concentrarse simplemente en la supervivencia. Pero los seres humanos quieren hacer algo más que sobrevivir; quieren entender su mundo y su propio lugar en él. No nos basta sobrevivir: queremos encontrar un sentido a nuestro universo y al hecho de estar aquí. Una de las características específicas de los seres humanos es que nos hacemos grandes preguntas sobre nosotros mismos y sobre la vida. Algunas de estas preguntas pueden ser respondidas por la ciencia. Pero no todas. Peter Medawar (1915-1987), uno de los grandes biólogos del siglo XX, puntualizó que hay cuestiones –grandes cuestiones– que «la ciencia no puede responder y que ningún avance concebible de ella la capacitaría para responder»[1]. La ciencia es extraordinariamente buena contándonos cómo hemos llegado a estar aquí; pero no ayuda mucho para decirnos por qué. En este capítulo examinaré algunas perspectivas científicas y teológicas sobre la identidad y la importancia del ser humano. La idea esencial que quiero dejar clara es simple: necesitamos tanto la perspectiva científica como la teológica para entender la naturaleza humana. La ciencia solo puede cumplimentar en parte nuestra comprensión de nosotros mismos; la teología puede llevar las cosas a un nivel nuevo, ayudándonos con las cuestiones fundamentales del sentido, la identidad y la finalidad. Tenemos que unir las dos si queremos enriquecer la visión de la realidad, aun cuando eso implique resolver algunas disputas fronterizas a lo largo del camino. Comencemos nuestro estudio examinando una explicación importante e influyente de la naturaleza humana desde una perspectiva científica: el enfoque expuesto por Richard Dawkins en su libro El gen egoísta (1976). Es interesante en

sí mismo y abre algunas de las grandes preguntas que necesitamos indagar en este libro. ¿Son los seres humanos solo máquinas genéticas? La primera vez que leí El gen egoísta fue en 1977, un año después de su publicación. Estaba entonces trabajando con el grupo de investigación del catedrático George Radda en el Departamento de Bioquímica de la Universidad de Oxford, intentando desarrollar nuevas técnicas para estudiar las membranas celulares. Era un gran libro, lleno de analogías y ejemplos útiles y con un profundo conocimiento de la literatura científica. Pronto se convirtió en la declaración definitiva de la «visión desde el gen», una forma de pensar tanto el proceso evolutivo como el significado de la vida que se centraba en la transmisión de los genes[2]. Aunque me gustó el estilo elegante de Dawkins y su síntesis de un vasto cuerpo de datos, quedé perplejo tanto por sus conclusiones como por la forma en que usaba la ciencia para llegar a ellas. Comencemos por exponer lo que dice Dawkins y, posteriormente, reflexionaremos críticamente sobre sus ideas. Los seres humanos son, para Dawkins, iguales que los demás organismos vivos: son fundamentalmente «máquinas de supervivencia programadas para propagar la base de datos que hizo la programación»[3], es decir, el ADN, el modelo biológico complejo que transmite información genética. El proceso de la evolución es básicamente una competición entre genes diferentes, aunque la lucha no se produce en el nivel del gen. Antes al contrario, la competición tiene lugar mediante sustitutos, los «vehículos» que transportan los genes: «Un mono es una máquina que preserva a los genes en las copas de los árboles, un pez es una máquina que preserva a los genes en el agua; incluso existe un pequeño gusano que preserva a los genes en la cerveza»[4]. Estas «máquinas de supervivencia de genes» proporcionan «lo que hace falta para propagar los genes» y pueden, pues, considerarse como «motores de propagación de genes». Dawkins distingue, entonces, entre replicadores y vehículos, es decir, entre pequeñas unidades genéticas («genes») y entidades de nivel más alto (en general, organismos, pero a veces una familia de organismos genéticamente relacionados) que transmiten esos genes a lo largo del proceso evolutivo[5]. Para Dawkins todo está determinado por nuestro ADN. Nosotros existimos para que nuestros genes puedan transferirse a las generaciones futuras. Estos genes «se

encuentran en ti y en mí; ellos nos crearon, cuerpo y mente; y su preservación es la razón última de nuestra existencia»[6]. Nos guste o no, bailamos al son del ADN, existimos simplemente para transmitir nuestros genes: «Somos máquinas de supervivencia, vehículos robóticos ciegamente programados para preservar las moléculas egoístas conocidas como genes»[7]. ¿Qué nos dice esto sobre la naturaleza humana, sobre quiénes somos? Si bien estoy de acuerdo con Dawkins en que transmitimos nuestra información genética mediante la reproducción, hay mucho más que necesita decirse sobre la naturaleza y la identidad humanas. Es solo una parte de un cuadro mucho más grande. Dawkins está simplemente elevando un aspecto de la funcionalidad humana hasta el punto en el que se convierte en la característica definitoria. Y puesto que tiene claro que este aspecto de la naturaleza humana es compartido por todas las criaturas vivas, difícilmente nos ayuda a establecer qué es, en todo caso, lo específico de la humanidad. Es parte de lo que somos, como también es parte de lo que son los monos, los peces y los gusanos. Pero hay mucho más que decir. Un bioquímico respondería señalando que somos –junto con todas las demás criaturas vivas– unidades de procesamiento metabólico. El metabolismo puede concebirse como la suma de todos los procesos bioquímicos que tienen lugar en los organismos vivos y producen o consumen energía. Si no podemos metabolizar, no vivimos y no nos reproducimos[8]. Sin embargo, para la mayoría de nosotros el metabolismo no guarda ninguna relación con la gran cuestión de la identidad humana. Solo se convierte en un problema cuando no funciona bien y requiere la intervención médica. No es una característica definitoria de lo humano y no puede ser tratado como tal. Somos mucho más que un sistema metabólico. Es solo un aspecto de nuestra identidad, no su totalidad. Explicaciones reduccionistas de la identidad humana Resulta fácil reducir los seres humanos a un solo aspecto de su existencia o a sus funciones biológicas. En el fondo de la descripción científica de la evolución que hace Dawkins se encuentra oculto un conjunto de compromisos normativos metafísicos previos. En efecto, mi lectura de Dawkins me sugiere que hay en su obra una tensión no resuelta entre su adhesión a dos tipos de darwinismo: una teoría científica provisional, por un lado, y una visión del mundo universal y más bien dogmática, por otro lado[9]. La noción de «darwinismo universal» de Dawkins

desdibuja la distinción entre ciencia y metafísica. Partiendo de sus supuestos metafísicos, Dawkins reduce la identidad humana a la función genética. Solo bailamos al son del ADN. Sin embargo, la teoría de la selección natural de Darwin no exige ni ordena en sí misma tal enfoque reduccionista de la naturaleza y la identidad humanas. El mismo exceso de simplificación se encuentra en una afirmación un tanto desconcertante del biólogo Francis Crick: «Tú, tus alegrías y tus penas, tus recuerdos y ambiciones, tu sentido de la identidad personal y tu libre voluntad no sois más que el comportamiento de un vasto conjunto de células nerviosas y de moléculas asociadas»[10]. Ciertamente, poseemos «un vasto conjunto de células nerviosas y de moléculas asociadas», pero eso no es una característica que nos defina. Hay mucho más que decir al respecto. Cuando Aristóteles declaró, como es bien sabido, que los seres humanos eran «animales sociales», obviamente lo que quería decir es que este era un aspecto de la identidad humana, una parte del cuadro, pero no todo el cuadro[11]. Aristóteles era consciente de la complejidad de la naturaleza y la existencia del ser humano. Por el contrario, Crick meramente ofrece una perspectiva neurológica de la fisiología humana, aunque parece pensar que ofrece una explicación total de la naturaleza humana. Pongamos cierta claridad en todo esto. Los seres humanos están hechos de moléculas, al igual que las demás criaturas vivas de este planeta. Tienen células nerviosas. Transmiten información genética al reproducirse. Viven, en general, en comunidades, no aisladamente. No tengo nada en contra de estas afirmaciones. Los problemas comienzan cuando la identidad y el significado del ser humano se reducen a un nivel de funcionalidad humana, habitualmente para servir a algún programa ideológico. El primer problema de estos enfoques es el siguiente. Los seres humanos son enormemente complejos y se les comprende mejor teniendo en cuenta numerosos niveles: físico, químico, biológico, psicológico, sociológico, etc. Todos estos niveles son importantes; ninguno de ellos por separado es adecuado como descripción de lo que somos (ya analizamos esta idea anteriormente usando el «realismo crítico» de Roy Bhaskar: véase p. 41). Para apreciar el pleno significado de la humanidad, necesitamos tener en cuenta e integrar todos esos niveles, es decir, no afirmar arbitrariamente que solo uno de ellos define realmente lo que somos. En todo caso, de existir efectivamente algo distintivo en la naturaleza humana, se encontraría en los niveles superiores de la conciencia, no en los niveles más bajos de la composición física y química. Dawkins y Crick simplemente ofrecen una

explicación reducida de la identidad humana que encaja convenientemente en sus limitadas visiones del mundo. El resto de nosotros queremos y merecemos algo mejor. El segundo problema es más sutil. La ciencia usa acertadamente los enfoques reduccionistas como una herramienta entre otras para estudiar un sistema. Si se descompone un sistema en sus partes individuales, se terminará entendiendo mejor el comportamiento de todo el sistema. Pero cuando se unen los elementos individuales de un sistema, aparecen nuevas propiedades en el nivel del sistema como un todo que no estaban anteriormente presentes en ninguno de sus elementos. Este fenómeno, al que habitualmente se conoce como «emergencia», se considera ahora como un serio problema para las formas simplistas de reduccionismo. En un sistema, las propiedades emergen en niveles superiores que no estaban presentes en los niveles inferiores. Lo más importante es que estas propiedades no podían predecirse solamente partiendo de un conocimiento de los niveles inferiores del sistema. Así pues, saber que los seres humanos están formados por átomos y moléculas no nos dice nada de las extraordinarias capacidades que emergen en los niveles del pensamiento y la conciencia[12]. A la ciencia se le da muy bien el estudio individual, en ambientes escrupulosamente controlados, de cada componente de un sistema complejo. Permite comprender cada uno de los elementos exhaustivamente. Cuando investigaba sobre las membranas biológicas en Oxford durante la década de los 70, a menudo me centraba totalmente en uno de sus elementos –conocidos como «bicapas fosfolipídicas»–. Se podía estudiarlos aisladamente y calibrar su comportamiento físico con cierta precisión. Pero al volver a unirlos con todos los demás elementos de la membrana biológica, se comportaban de forma completamente diferente. Interactuaban con otros elementos –como las proteínas– de un modo muy difícil de predecir. Como señala Dennis Noble, uno de los pioneros de la «biología de sistemas» en Oxford, un sistema cobra vida por sí mismo. Las interacciones multiniveles introducen un grado de complejidad que no puede predecirse en el nivel de los elementos individuales[13]. El reduccionismo, simplemente, no funciona como principio explicativo porque las unidades elementales se comportan de un modo aisladamente y de otro cuando se integran en un sistema. Hay otro detalle importante que debe tenerse en cuenta. Una de las capacidades más notables de los seres humanos es su capacidad para influir en su propio desarrollo evolutivo. Es un tema importante que necesita un examen más detenido.

Los seres humanos y el proceso evolutivo Regresemos a Dawkins y a su fascinante explicación de la identidad humana expuesta en El gen egoísta. En este libro los seres humanos, como los demás animales, son presentados como seres formados por sus «genes egoístas». Los genes son responsables de nuestra identidad y le dan forma. Sin embargo, en una serie de declaraciones impresionantes, hacia el final del libro, Dawkins describe un aspecto fundamental en el que cree que los seres humanos, y solo los seres humanos, son diferentes: podemos «desafiar a los genes egoístas de nuestro nacimiento». Una vez que entendemos cómo estos genes egoístas nos predisponen a ciertos patrones de comportamiento y creencias, podemos oponernos a ellos y subvertirlos: «Nosotros, solo nosotros en la Tierra, podemos rebelarnos contra la tiranía de los replicadores egoístas»[14]. Algunos críticos de Dawkins percibieron aquí una incoherencia fundamental y que esta afirmación de la capacidad humana de oponerse a la influencia oculta de nuestros genes no encaja con los argumentos expuestos anteriormente en la obra. No obstante, Dawkins aseveraba con contundencia que los seres humanos, debido a su capacidad de comprender cómo funciona la evolución, eran capaces de diseñar estrategias de oposición a la predeterminación genética de las posibilidades humanas. Es categórico cuando afirma que los seres humanos pueden rebelarse contra tal tiranía genética[15]. Aunque se consideraba un «darwiniano apasionado», esto no lo llevó a confabularse con la tiranía de los genes que la biología evolutiva – o al menos la «visión del gen»– revelaba; antes al contrario, le dio las herramientas que necesitaba para resistirse a ella. Dawkins sugirió que era como un oncólogo cuya especialidad era estudiar el cáncer y cuya vocación era combatirlo. Solo los seres humanos han evolucionado hasta el punto de ser capaces de rebelarse precisamente contra el proceso que les trajo a la vida –¿y reorientarlo?–. Pese a la semejanza biológica entre ellos y otras especies, existe algo fundamentalmente diferente en los seres humanos. Dawkins se opone así a quienes sostienen que los seres humanos están definidos y limitados por su herencia biológica. Jared Diamond, por ejemplo, reduce la distancia biológica entre los seres humanos y otros homínidos: «Un zoólogo del espacio exterior no albergaría la menor duda al clasificarnos como la tercera especie de los chimpancés»[16]. Un genetista podría ser algo más cauteloso al respecto, notando que el Homo sapiens y el Pan troglodytes compartieron un antepasado común hace entre cinco y siete millones de años[17]. Tanto Dawkins como yo podríamos decirle en broma a

Diamond que los chimpancés, que sepamos, no han llegado a entender la naturaleza del proceso evolutivo ni han diseñado estrategias para influir en él o reorientarlo. Es verdad que compartimos el 98,4 % de nuestro ADN con los chimpancés. Pero es un disparate afirmar que somos chimpancés en un 98,4 %. Un enfoque con más fundamento sugeriría que el 1,6 % restante puede ayudar a explicar por qué nuestro desarrollo ha sido tan notablemente diferente del de los chimpancés[18]. Incluso los plátanos comparten un 50 % del ADN humano. Algunos divulgadores han sacado la ridícula conclusión de que somos un 98,4 % chimpancés y un 50 % plátanos. Es sencillamente absurdo. Somos totalmente humanos y únicos, y nuestro ADN codifica tanto lo que tenemos en común con otras plantas y especies animales como también esa distinción fundamental. La tendencia actual en antropología subraya que los seres humanos son «exsimios» que se desarrollaron mucho más que otros homínidos gracias al fenómeno de la evolución cultural, en particular al desarrollo de la tecnología. Imaginar que la naturaleza humana puede definirse, reductivamente, en función de nuestra ascendencia evolutiva es negar tanto la evolución biológica como, lo que es más importante aún, la evolución cultural: «Hemos estado coevolucionando con la tecnología durante más de 2,5 millones de años; sin duda, la selección natural nos ha adaptado a ella tanto como la selección cultural la ha adaptado a nosotros»[19]. Hacemos bien en sospechar de las explicaciones reduccionistas del ser humano, que a menudo ocultan intereses sociales, políticos o ideológicos. Necesitamos un relato enriquecido de la identidad humana que no niegue ninguna explicación científica verdadera de la naturaleza humana y que a la vez busque completarla por las vías que no son accesibles al método empírico. Exploraremos en la sección siguiente las implicaciones de un importante descubrimiento de la investigación científica sobre los seres humanos, a saber, que progresamos cuando somos capaces de discernir un sentido en el mundo y en nuestra vida. Un sello distintivo de la naturaleza humana: la búsqueda de sentido Existe un importante cuerpo de investigaciones que muestra que el reconocimiento de un sentido en la vida constituye una contribución importante a la salud y al bienestar[20]. Por sí mismo, este dato no significa que la búsqueda de sentido sea acertada ni que exista un sentido correcto que pueda ser descubierto. Sin embargo,

está claro que es natural y humano querer encontrar un sentido en la vida, y que el discernimiento de ese sentido aporta estabilidad a nuestra vida. Sin embargo, la noción de sentido no es empírica; es decir, no es algo que pueda leerse en la superficie del mundo material. La literatura sapiencial del Antiguo Testamento describe a veces la sabiduría como algo que está escondido bajo la superficie de la tierra. Debe ser «extraída», atravesando el mundo de las apariencias superficiales para encontrar debajo sus estructuras más profundas[21]. Así pues, es un descubrimiento empírico: los humanos perciben la noción de sentido, que no es empírica, como algo importante[22]. No está claro por qué es así; los intentos de localizar o explicar su aparición en nuestro pasado evolutivo son interesantes, pero un tanto especulativos[23]. El filósofo José Ortega y Gasset afirmaba que necesitamos una «perspectiva íntegra del universo» si queremos prosperar como seres humanos[24]. Lo que quería decir es que los seres humanos se desarrollan gracias a las imágenes generales –formas de ver el mundo que les ayudan a construir sentido, valor e identidad en la vida–. Algunas de estas imágenes generales son religiosas; otras no. Sin embargo, no cabe duda de que la religión es considerada como una de las fuentes principales de sentido en la vida. La religión, con su fuerte sentimiento de arraigo y su transmisión de sentido, hace mucho más que ayudar a la gente a dar sentido a su mundo: le proporciona un marco que crea resiliencia, capacitándola para afrontar la adversidad[25]. Algunos especialistas sostienen que la religión nace de la necesidad humana de comprender los problemas más profundos de la existencia; otros sugieren que es mejor entenderla como un sistema de creencias que proporciona vías para comprender y afrontar el sufrimiento y la pérdida. Si, como la evidencia empírica sugiere, el sentido se ve como algo importante para los individuos, y si las ciencias naturales son incapaces de descubrirlo, es evidente que muchos científicos, ya que son seres humanos, querrán encontrar un modo de enriquecer o complementar un modo científico de ver las cosas con otro capaz de descubrir el sentido. La investigación empírica muestra que el único «aspecto» o «nivel» de la naturaleza humana es la búsqueda de sentido y que la culminación de esta búsqueda es fundamental para el bienestar humano. También ayuda a entender por qué los sucesos traumáticos –como la enfermedad o el duelo– pueden ser tan devastadores para las personas, pues esos sucesos, ya desagradables por sí mismos,

pueden poner en cuestión el sistema de creencias y el sentido que a un individuo le parecía previamente fiable y seguro[26]. No obstante, la función de la teología cristiana en esta cuestión no es solamente expresar un marco cristiano de sentido, sino ofrecer una explicación de por qué es importante el sentido para nosotros. Esto se expone tradicionalmente recurriendo a la idea de la «imagen de Dios», en la que nos centramos ahora. Humanidad e imagen de Dios Un tema común en muchas obras cristianas es que poseemos un anhelo inherente de Dios. Esta querencia de Dios se mantiene presente en nosotros a pesar de que intentemos suprimirla o explicarla como un vestigio irracional de nuestro pasado evolutivo. Es una idea que se expresa de muchos modos, como la del abismo insondable que solo Dios puede llenar, de Pascal, o la imagen, menos conocida, del poeta Francis Quarle (1592-1644) que compara el alma a una aguja imantada constantemente atraída hacia el polo norte de Dios: «Como la aguja del Ártico, que guía la sombra errante por su poder magnético»[27]. Dios, sugiere Quarle, es como un «imán», una piedra imantada naturalmente que atrae los metales (incluida la aguja de la brújula) hacia sí. Estamos hechos de tal modo que somos atraídos hacia Dios, para que podamos encontrar el camino a casa[28]. Esta metáfora adquiere expresión formal en el concepto de «imagen de Dios». Se trata de una idea importante que recoge algunos temas encontrados en el relato de la creación del Génesis[29]. En el texto genesiaco se dice que los hombres y las mujeres llevan en sí la «imagen de Dios» (Gn 1,27). Es un tema importante, dada la nueva orientación determinante que toma en el Nuevo Testamento, donde se dice que Jesucristo es la «imagen del Dios invisible» (Colosenses 1,15). ¿Qué significado tiene llevar la imagen de Dios? Examinemos tres modos de entenderlo. J. R. R. Tolkien entendía la imagen de Dios como una especie de patrón imaginativo que daba forma a las historias que contamos sobre el mundo o nosotros mismos. En su poema Mythopoeia (1931) sostenía que los seres humanos son cocreadores con Dios y crean sus mundos imaginados según un patrón dado por Dios. Puesto que la humanidad fue creada a imagen de Dios, la capacidad de crear

historias que en cierta manera reflejan la racionalidad divina se mantuvo en la humanidad pese a la caída: «La fantasía sigue siendo un derecho humano: creamos a nuestra medida y de forma delegada, porque hemos sido creados; pero no solo creados, sino creados a imagen y semejanza de un Creador»[30]. Las historias que contamos insinúan la presencia y naturaleza de Dios. Tolkien usó este marco para exponer su visión de que los mitos paganos daban unas vagas pistas de la fe cristiana, ofreciendo «un destello o eco lejanos del evangelium en el mundo real»[31]. Una segunda forma de entender la imagen de Dios se encuentra en muchos escritores del período patrístico, como Agustín de Hipona. El argumento en este caso es que Dios creó y dio forma a los procesos de razonamiento humano para que nos dirigieran –aunque no nos lleven por todo el camino– a Dios. «La imagen del creador se encuentra en el alma racional o intelectual de la humanidad […] [El alma humana] fue creada según la imagen de Dios para que pueda usar la razón y el intelecto y aprehender y contemplar así a Dios»[32]. Afirmar que llevamos la imagen de Dios indica, así, algún tipo de resonancia o concordancia entre la racionalidad divina y la humana. Porque llevamos la imagen de Dios, podemos discernir la obra de Dios en el orden creado. Esta idea teológica da cierto sentido al sorprendente grado de armonía existente entre las estructuras del mundo y la razón humana, particularmente evidente en la irrazonable capacidad de la matemática para describir tan bien el mundo. Un tercer modo de entender la noción de la imagen de Dios es considerar que expone la capacidad creada de la humanidad para relacionarse con Dios. Los seres humanos solo alcanzan su verdadera identidad, meta y sentido cuando se relacionan con Dios. Es un tema destacado en algunos de los escritos de C. S. Lewis, en los que habla de una sensación profunda de vacío e insatisfacción presente en la naturaleza humana que es, en realidad, un anhelo no reconocido de Dios[33]. Esta experiencia de deseo, para Lewis, muestra que tenemos «una raíz en lo Absoluto»[34]. Son todos temas interesantes en sí mismos. No obstante, han recibido una dimensión nueva y fascinante mediante el reciente trabajo en el campo de la ciencia cognitiva de la religión, que ahora exploraremos detalladamente. La ciencia cognitiva de la religión

El término ciencia cognitiva de la religión, propuesto por el psicólogo Justin L. Barrett, ha venido a designar unos enfoques del estudio de la religión que aplican las teorías de las ciencias cognitivas a la cuestión de por qué el pensamiento y la acción religiosos son tan comunes en los seres humanos. Dejando a un lado las cuestiones metafísicas de la religión, lo que se observa como «religión» puede considerarse como una compleja amalgama de fenómenos esencialmente humanos que son comunicados y regulados por la percepción y la cognición humanas[35]. Mientras que algunos han destacado la importancia de los aspectos culturales de la fe, la ciencia cognitiva de la religión sostiene que los procesos funcionales básicos de las mentes humanas son los mismos, independientemente de su ambiente cultural. La religión es tratada en este campo como un fenómeno natural que emerge mediante, no a pesar de, los modos humanos de pensar. Esto constituye un importante desafío a algunas formas de evaluar la religión, a menudo inspiradas en el racionalismo de la Ilustración, que sostenían que la religión surgía por la suspensión de las normales facultades racionales y críticas del ser humano. Mientras que en el pasado se argumentaba que las creencias religiosas representan ideas antinaturales impuestas a los seres humanos mediante la presión social, la ciencia cognitiva de la religión sugiere que existen predisposiciones naturales a creer en seres divinos. Esto no implica necesariamente el monoteísmo, por supuesto[36]; no obstante, insinúa una predisposición esencialmente teísta de la humanidad. Así pues, ¿cómo podría responder la teología cristiana a la sugerencia de que estamos predispuestos a tener ideas religiosas? Para muchos teólogos, se trata sencillamente de una redescripción científica de lo que desde hace tiempo se cree teológicamente verdadero. La idea de que la humanidad tiende a la búsqueda de Dios está profundamente inserta en muchas tradiciones teológicas. La máxima bíblica de que Dios «ha puesto la eternidad en nuestros corazones» (Eclesiastés 3,13) es un modo de expresarla. Otros podrían remitir a la célebre oración de Agustín de Hipona: «Nos hiciste para ti, y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en ti»[37]. Claramente, hay aquí posibilidades fascinantes para una exploración más exhaustiva. Tenemos que subrayar otro aspecto. La ciencia y la fe pueden proporcionarnos mapas de la identidad humana diferentes pero, en el fondo, complementarios. Y necesitamos ambos si queremos desarrollarnos como seres humanos y llevar vidas plenas y con sentido. Esto no justifica nuestra necesidad de sentido, pero la hace

humana. Tanto la ciencia como la fe son propensas a exagerar sus capacidades. La religión no puede decirnos qué distancia hay hasta la estrella más cercana, y la ciencia no puede decirnos cuál es el sentido de la vida. Pero cada una forma parte de un cuadro más grande, y empobrecemos nuestra visión de la vida y la calidad de nuestra vida como seres humanos si excluimos una o ambas. Por esta razón tenemos que cuestionar a los que usan el término humanismo para referirse a un modo antirreligioso de pensar y vivir. No tengo problema en que lo llamen «humanismo secular». Pero el «humanismo» es todo cuanto nos da identidad y sentido como seres humanos. Si la ciencia cognitiva de la religión está en lo cierto, y es natural ser religioso, ¿cómo puede alguien usar el término humanismo para designar una perspectiva necesariamente antirreligiosa o secular? Es el momento de señalar que el «humanismo secular» necesita llamarse como lo que es en realidad. Toda forma de humanismo se basa, en definitiva, en una interpretación de lo que es realmente la naturaleza humana, incluyendo los anhelos, deseos y aspiraciones que son naturalmente humanos. Un humanista cristiano declara que la humanidad encuentra su fin verdadero al descubrir a Dios. Un humanista secular afirma que la humanidad encuentra su fin verdadero rechazando a Dios. Pero sostener que el «humanismo» es necesariamente «humanismo secular» es injustificable. La palabra humanista no tenía tales connotaciones o asociaciones ateas o antirreligiosas en el Renacimiento; aparecieron en el siglo XX, cuando escritores como Paul Kurtz (1925-2012) pusieron en marcha una reorientación fundamental del movimiento humanista dándole una dirección más agresivamente antirreligiosa. Seguramente es hora de seguir adelante. El humanismo cristiano está vivo y goza de buena salud, aunque el humanismo secular afirme que no existe ni puede existir. ¿Qué luz arroja la ciencia cognitiva de la religión sobre el diálogo entre ciencia y teología? Hay buenas razones para pensar que esta nueva disciplina puede ayudar a clarificar dicha relación. En un importante estudio, Robert N. McCauley, de la Universidad de Emory, sostiene que, si bien la creencia religiosa es natural, la teología no lo es. McCauley argumenta que una creencia o acción se ha de considerar «natural» cuando es «familiar, obvia, evidente, intuitiva, o sostenida o hecha sin reflexión», es decir, «cuando parece parte del curso normal de los sucesos»[38]. La creencia en Dios o en seres sobrenaturales parece, comenta McCauley, totalmente natural. Sin embargo, hace una observación importante, a saber, que el modo de pensar que surge cuando se trata de dar explicaciones detalladas de lo que

se cree acerca de esos seres sobrenaturales parece a menudo muy poco natural. Una creencia básica en Dios o en una entidad divina es mucho más natural que las descripciones teológicas que surgen de esa creencia. Dicho de otro modo, la actividad tradicionalmente conocida como «teología sistemática» parece relativamente no natural, puesto que implica dar una serie de pasos contraintuitivos. La doctrina de la Trinidad (véanse pp. 188-192) sería un buen ejemplo de creencia contraintuitiva o «antinatural» que se opone a la muy natural creencia en la entidad divina. Para McCauley, tanto las ciencias naturales como la teología cristiana representan modos de pensar que están al menos un paso por detrás de los hábitos de pensamiento cotidianos y naturales propios de la religión. Este argumento sería también defendido, aunque por razones algo diferentes, por Thomas F. Torrance (véanse pp. 72-116), que ponía de relieve la singularidad de la visión cristiana de la realidad subrayando sus raíces en la Trinidad y la encarnación en vez de afirmando el carácter «religioso» de la fe cristiana. Ahora bien, ¿cómo se origina esta propensión natural a la creencia religiosa? Nadie lo sabe, por lo que es imposible ofrecer una respuesta científica. No obstante, algunos estudios sugieren que debe verse como un accidente o subproducto del proceso evolutivo, ya que la evolución no seleccionó que la gente creyera en un Dios o dioses. Por lo tanto, las creencias religiosas pueden considerarse como un resultado accidental, con la consecuencia de que se las desacredita por esa razón[39]. Pero no es tan simple. Como señala Justin Barrett, este tipo de argumento desacredita a la ciencia tan efectivamente como desacredita a la religión, si es que llega a desacreditarla[40]. Este enfoque despliega lo que Barrett denomina una «tendencia suicida», pues, de estar en lo cierto, se refuta a sí mismo. Nuestras ideas modernas sobre la ciencia natural y la matemática surgieron muy tarde en nuestra historia para haber tenido una función en la selección natural de los seres humanos. La evolución no seleccionó el cálculo, la teoría cuántica ni siquiera la teoría de la selección natural. Como observa Barrett, la validez del cálculo o la teoría cuántica no se desacredita porque sean accidentes o subproductos de la evolución. Sin embargo, el verdadero interés teológico de la ciencia cognitiva de la religión reside en la idea de que los procesos cognitivos humanos naturales parecen predispuestos a una creencia generalizada en los dioses. Esto, por supuesto, no prueba nada, pero es coherente con la idea cristiana de que la humanidad lleva la imagen de Dios y posee así una propensión innata a buscar a Dios o a experimentar

una sensación de anhelo por Dios, aun cuando no se reconozca como lo que realmente es. No debemos mezclar o confundir un relato científico sobre los mecanismos cognitivos humanos con el relato teológico sobre la imagen de Dios. No obstante, está claro que es posible un enriquecimiento conceptual, con algunos resultados potencialmente iluminadores; lo cual, ciertamente, es uno de los temas fundamentales de este libro. Estas observaciones nos llevan a lo que muchos consideran como uno de los instintos humanos más importantes y profundamente impresos: la intuición de que el mundo natural apunta más allá de sí mismo, hacia Dios. En el último capítulo abordaremos algunos de los temas clásicos de la teología natural. [1] Peter MEDAWAR, The Limits of Science, Oxford University Press, Oxford 1987, 66 [trad. esp.: Los límites de la ciencia, FCE, México 1988]. [2] Para una explicación detallada de los orígenes y temas esenciales de este libro y de su evaluación por los biólogos evolutivos del momento, véase Alister E. MCGRATH, Dawkins’ God: From the Selfish Gene to the God Delusion, Wiley-Blackwell, Oxford 20152, 32-56. [3] Richard DAWKINS, River out of Eden: A Darwinian View of Life, Phoenix, London 1995, 19 [trad. esp., 21]. [4] Richard DAWKINS, The Selfish Gene, Oxford University Press, Oxford 19892, 21 [trad. esp., 31]. [5] Richard DAWKINS, «Replicators and Vehicles», en King’s College Sociobiology Group (ed.), Current Problems in Sociobiology, Cambridge University Press, Cambridge 1982, 45-64. [6] Richard DAWKINS, The Selfish Gene, 21. [7] Ibid., xxi. [8] Sobre este punto y sus consecuencias más amplias, véase Giovanni BONIOLO, «The Ontogenesis of Human Identity», en Anthony O’Hear (ed.), Philosophy, Biology, and Life, Cambridge University Press, Cambridge 2005, 49-82. [9] Sobre esto, véase Alister E. MCGRATH, Darwinism and the Divine: Evolutionary Thought and Natural Theology, Wiley-Blackwell, Oxford 2011, 32-40; John COTTINGHAM, «The Meaning of Life and Darwinism»: Environmental Values 3 (2011), 299-308. [10] Francis CRICK, The Astonishing Hypothesis: The Scientific Search for the Soul, Simon & Schuster, London 1994, 3 [trad. esp.: La búsqueda científica del alma, Debate, Barcelona 20035, 3]. [11] ARISTÓTELES, Política, 1253a. Esta expresión se traduce a veces por «animal político». Sin embargo, Aristóteles usa el adjetivo griego politikós, que significa «perteneciente o relativo a la pólis», es decir, a la comunidad o la sociedad. [12] Véase por ejemplo Claus EMMECHE, Simo KOPPE y Frederick STJERNFELT, «Explaining Emergence: Towards an Ontology of Levels»: Journal for General Philosophy of Science 1

(1997), 83-119; Philip CLAYTON, «The Emergence of Spirit: From Complexity to Anthropology to Theology»: Theology and Science 3 (2006), 291-307. [13] Dennis NOBLE, «Biophysics and Systems Biology»: Philosophical Transactions of the Royal Society A 368, 1914 (2010), 1125-1139. [14] DAWKINS, The Selfish Gene, 200-201. La primera edición (1976) terminaba aquí; en la segunda edición (1989) se añadieron dos capítulos más. [15] Richard DAWKINS, A Devil’s Chaplain: Selected Writings, Weidenfeld & Nicholson, 2003, 1011 [trad. esp., 8]. [16] Jared M. DIAMOND, The Third Chimpanzee: The Evolution and Future of the Human Animal, HarperCollins, New York 1992, 2 [trad. esp.: El tercer chimpancé: Origen y futuro del animal humano, Siruela, Madrid 2015, 2]. [17] Véase por ejemplo Ajit VARKI y Tasha K. ALTHEIDE, «Comparing the Human and Chimpanzee Genomes: Searching for Needles in a Haystack»: Genome Research 15 (2005), 1746-1758. [18] Jeremy TAYLOR, Not a Chimp: The Hunt to Find the Genes That Make Us Human, Oxford University Press, Oxford 2009. [19] Jonathan MARKS, «The Biological Myth of Human Evolution»: Contemporary Social Science 2 (2012), 139-165. [20] Joshua A. HICKS y Laura A. KING, «Meaning in Life and Seeing the Big Picture: Positive Affect and Global Focus»: Cognition and Emotion 7 (2007), 1577-1584. [21] Por ejemplo, véase Job 28. Esto no significa que la sabiduría se encuentre físicamente localizada en un lugar determinado; meramente pone de relieve la necesidad de discernir y de dedicarse a encontrarla, como también la de evitar lecturas «superficiales» de la naturaleza. [22] Michael J. MACKENZIE y Roy F. BAUMEISTER, «Meaning in Life: Nature, Needs, and Myth’, en Alexander Batthyany y Pninit Russo-Netze (eds.), Meaning in Positive and Existential Psychology, Springer, New York 2014, 25-38. [23] Eric KLINGER, «The Search for Meaning in Evolutionary Perspective and Its Clinical Implications», en P. T. P. Wong y P. S. Fry (eds.), The Human Quest for Meaning: A Handbook of Psychological Research and Clinical Applications, Erlbaum, Mahwah 1998, 27-50. [24] José ORTEGA Y GASSET, «El origen deportivo del estado»: Citius, Altius, Fortius 1-4 (1967), 259276; cita en p. 260. [25] Crystal L. PARK, «Religion as a Meaning-Making Framework in Coping with Life Stress»: Journal of Social Issues 4 (2005), 707-729. [26] Para un importante estudio de este tema, véase Joanna COLLICUTT MCGRATH, «Post-Traumatic Growth and the Origins of Early Christianity»: Mental Health, Religion and Culture 3 (2006), 291-306. [27] Francis QUARLE, Emblems, Hogg, London 1778, 202. [28] Véase John HALDANE, «Philosophy, the Restless Heart, and the Meaning of Theism»: Ratio 4 (2006), 421-440.

[29] Véase Colin GUNTON, «Trinity, Ontology and Anthropology: Towards a Renewal of the Doctrine of Imago Dei», en Christoph Schwöbel y Colin Gunton (eds.), Persons Divine and Human: King’s College Essays in Theological Anthropology, T. & T. Clark, Edinburgh 1991, 47-64; Daniel K. MILLER, «Responsible Relationship: Imago Dei and the Moral Distinction between Humans and Other Animals»: International Journal of Systematic Theology 3 (2011), 329-339. [30] J. R. R. TOLKIEN, Tree and Leaf, HarperCollins, London 2001, 56 [trad. esp.: Árbol y hoja, Minotauro, Barcelona 2002]. [31] TOLKIEN, Tree and Leaf, 71. Véase también Verlyn FLIEGER, Splintered Light: Logos and Language in Tolkien’s World, Kent State University, Kent 2002. [32] AGUSTÍN DE HIPONA, De Trinitate, XVI. iv.6. [33] Alister E. MCGRATH, «Arrows of Joy: Lewis’s Argument from Desire», en The Intellectual World of C. S. Lewis, Wiley-Blackwell, Oxford 2013, 105-128. [34] C. S. LEWIS, Surprised by Joy, HarperCollins, London 2002, 258. [35] Obras fundamentales en este campo son las de Pascal BOYER, Religion Explained: The Evolutionary Origins of Religious Thought, Basic Books, New York 2001, y Justin L. BARRETT, Why Would Anyone Believe in God?, AltaMira Press, Lanham2004. [36] Véase Jonathan JONG, Christopher KAVANAGH y Aku VISALA, «Born Idolaters: The Limits of the Philosophical Implications of the Cognitive Science of Religion»: Neue Zeitschrift für systematische Theologie und Religionsphilosophie 2 (2015), 244-266. [37] AGUSTÍN DE HIPONA, Confesiones, I.1.1. [38] Robert N. MCCAULEY, «The Naturalness of Religion and the Unnaturalness of Science», en F. Kell y R. Wilson, Explanation and Cognition, MIT Press, Cambridge 2000, 61-85. [39] Este enfoque se encuentra en Daniel C. DENNETT, Breaking the Spell: Religion as a Natural Phenomenon, Viking Penguin, New York 2006 [trad. esp.: Romper el hechizo: La religión como un fenómeno natural, Katz, Madrid 2007]. [40] Justin L. BARRETT, «Is the Spell Really Broken? Bio-Psychological Explanations of Religion and Theistic Belief»: Theology and Science 1 (2007), 57-72.

10 Teología natural: la conexión entre ciencia y teología

«Los cielos proclaman la gloria de Dios» (Salmo 19,1). En su sentido más general, el término teología natural se usa para referirse al posible vínculo entre el mundo natural y un ámbito trascendente; o, para usar un lenguaje más específicamente cristiano, entre el orden creado y el creador[1]. Es una intuición profundamente humana, compartida por artistas y científicos. G. K. Chesterton fue uno de tantos que pusieron de relieve cómo la imaginación humana llega más allá de los límites de la razón, corriendo tras una realidad medio vislumbrada que parece hallarse allende el umbral de nuestra experiencia. «Todo artista de verdad», decía Chesterton, siente «que toca verdades trascendentales; que sus imágenes son sombras de cosas vistas a través del velo»[2]. La teología nunca ha dejado de atraer profundamente a la imaginación humana. Muchos la ven como quizá el punto de contacto más apropiado y obvio entre la teología cristiana y las ciencias naturales. Después de todo, la sensación de asombro suscitada por la inmensidad y la belleza de la naturaleza puede actuar de vía de acceso tanto a las ciencias naturales como a la fe religiosa[3]. ¿Podrían compartir sus perspectivas y llegar así a una comprensión más profunda y enriquecida de nuestro extraño universo? Quizá la belleza y el prodigio del mundo natural puedan apuntar a un orden más profundo de la realidad, aunque este sea solo parcialmente vislumbrado, más que totalmente comprendido. Los ateos dogmáticos ridiculizarían la idea de que la naturaleza remita a Dios. Puesto que Dios no existe, la teología natural entera es inútil. Ahora bien, las teorías intensifican nuestra atención a algunas cosas. Sin embargo, a veces nos impiden ver otras cosas, precisamente porque la teoría nos dice que ahí no puede haber nada que ver. La gente solía pensar que no había planetas más allá de Saturno. El descubrimiento del planeta Urano a finales del siglo XVIII cambió nuestra visión del Sistema Solar. Sin embargo, un examen de antiguos mapas estelares –como los dibujados por John Flamsteed (1646-1719)– mostró que Urano

ya había sido observado mucho antes de su «descubrimiento», pero se pensó que era una estrella fija[4]. ¿Por qué? Porque las teorías dominantes sostenían que no había planetas más allá de los ya conocidos. La evidencia de un nuevo planeta estaba ahí; pero los observadores de aquella época estaban cegados por sus prejuicios teóricos. De igual modo, el mundo está salpicado de pistas y señales de la presencia de Dios; sin embargo, quienes sostienen una visión dogmática del mundo que les dice que no es posible que exista un Dios las pasan por alto, simplemente. La diversidad de la teología natural Como hemos comentado anteriormente, la teología natural se ha entendido de varias maneras. En la tradición teológica occidental han aparecido una serie de concepciones de ella muy diferentes entre sí[5]. Está fuera del alcance de este capítulo resolver el debate sobre el modo «correcto» de entender la teología natural[6]. Para nuestros objetivos, concebimos la teología natural, sencillamente, como una creencia justificada o motivada en que es posible establecer una conexión entre el mundo natural que observamos y experimentamos y un mundo trascendente que puede interrelacionarse con el primero, pero no identificarse con él. Desde la perspectiva cristiana, esta realidad se expresa principalmente afirmando la existencia de un orden creado que se hace eco de la belleza y la sabiduría de su creador, el «Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo» (2 Corintios 1,3; Efesios 1,3; 1 Pedro 1,3). Por razones culturales, desde el siglo XVIII se ha impuesto un modo de entender la teología natural. Según esta concepción, la teología natural es un intento de demostrar la existencia o el carácter de Dios recurriendo al orden o la belleza del mundo natural, sin dar por sentado ningún supuesto o creencia religiosa ni apoyarse en ellos. A veces, a esta forma de teología natural se la conoce como «físico-teología» (del griego phýsis, «naturaleza»)[7]. Por teología natural se entiende aquí una defensa de la existencia de Dios basada en la regularidad y la complejidad del mundo natural. Esta forma surgió en un contexto histórico específico y está determinada por las inquietudes de esa época –la llamada «edad augusta» en Inglaterra, que en general se fecha entre 1690 y 1744–. Fue un período de creciente estabilidad política, cuya cultura intelectual se vio influida por el rápido desarrollo de la Revolución Científica en la que las teorías del movimiento de Newton estaban teniendo un éxito extraordinario en su

explicación de los fenómenos observados. Las mismas fuerzas que hacían caer una manzana a la tierra –por cierto, la historia de Newton y la caída de la manzana puede haber sido un tanto maquillada– también hacían que los planetas giraran en torno al Sol. Muchos vieron en esto una oportunidad para unir las dimensiones explicativas de la fe cristiana con el creciente interés por las ciencias naturales que existía en la Inglaterra de finales del siglo XVII y del siglo XVIII[8]. Sin embargo, muchos historiadores ven otro factor en el fondo de estos acontecimientos. Los desacuerdos religiosos entre católicos, luteranos y calvinistas habían provocado un enorme daño social y económico. Europa Occidental estaba aún recuperándose de los estragos de la guerra de los Treinta Años (1618-1648). Además, Inglaterra había sufrido su propia «guerra de religión» durante el siglo XVII. Aunque la guerra civil inglesa estuvo determinada por factores tanto políticos como religiosos, muchos quedaron horrorizados por el caos que siguió a la ejecución de Carlos I (1649) y la instauración de la Commonwealth puritana (1649-1660). Con la restauración de la monarquía en 1662, pareció restaurarse también la estabilidad. No es difícil ver por qué muchos querían que todo se mantuviera en orden. Comenzó a producirse un cambio sutil, a saber, las preocupaciones religiosas se desplazaron de la cuestión altamente disgregadora de cómo interpretar la Biblia a la cuestión más fecunda de cómo la belleza y la regularidad de la naturaleza podían ratificar las características básicas de lo que el escritor puritano Richard Baxter (1615-1691) describió entonces como «mero cristianismo», frase retomada por C. S. Lewis en el siglo XX. La «físico-teología» surgió así como un modo de alentar la investigación científica en una cultura persistentemente religiosa y de afirmar la religión en una cultura cada vez más científica. Su énfasis en la transparencia racional de la naturaleza y la facilidad con la que esta se correspondía con el mapa cristiano de sentido parecían evitar las grandes controversias teológicas de la época, alentando al mismo tiempo el surgimiento de las ciencias naturales. En su apogeo a comienzos del siglo XVIII, se consideraba a la físico-teología como la disciplina que descubría y proclamaba la armonía fundamental del universo, basada en las «leyes de la naturaleza» establecidas por un creador benevolente. A menudo se usaba la metáfora de la «danza» para resaltar la elegancia y el orden de este movimiento cósmico[9]. Una de las más conocidas declaraciones de esta visión de un universo en armonía se encuentra en la famosa «Ode» de Joseph Addison, que se abrió camino en muchos himnarios cristianos[10]. Tiene la forma de un comentario ampliado del

Salmo 19,1, y afirma que las regularidades del mundo natural proclaman la sabiduría y la racionalidad de su creador[11]. Para Addison (1672-1719), las regularidades del movimiento del Sol, la Luna y los planetas eran una manifestación públicamente accesible de la presencia divina en un universo ordenado por Dios: «Th’unwearied Sun, from day to day, Does his Creator’s power display, And publishes to every land The work of an Almighty Hand». La razón humana es capaz de discernir esta regularidad y expresarla matemáticamente. Para Addison y sus contemporáneos, la racionalidad y la elegancia de esta visión de la armonía cósmica eran una confirmación de la actividad de Dios en la creación. «In Reason’s ear they all rejoice, And utter forth a glorious voice, For ever singing, as they shine, “The Hand that made us is Divine”»[12]. Este enfoque de la teología natural continúa siendo importante. Es evocado en la tradición de los «dos libros», de principios del Renacimiento, que se refería a Dios como «autor» de dos libros: el «libro de la naturaleza» y el «libro de la Escritura»[13]. Aunque la metáfora de los «dos libros» se acuñó en el Renacimiento, sus orígenes se remontan a períodos anteriores. El teólogo escolástico Hugo de San Víctor (ca. 1096-1141), por ejemplo, se refería al «mundo totalmente visible» como «un libro escrito por el dedo de Dios». Estos dos libros se consideraban diferentes pero, en definitiva, complementarios. El lector de ambos libros tenía así una visión ampliada y enriquecida del mundo negada a quienes solo leyeran uno de ellos[14]. Sin embargo, la teología natural puede entenderse de otras formas. Por ejemplo, podría considerarse como la expresión intelectual de la tendencia natural de la mente humana hacia Dios o al deseo de Dios. Este enfoque se fundamenta en la idea de un «deseo natural de ver a Dios» desarrollada por Tomás de Aquino[15], aunque los avances más recientes de la ciencia cognitiva de la religión han abierto modos alternativos de desarrollar el tema, dada la tendencia natural de los procesos cognitivos humanos a alguna forma de creencia teísta generalizada (véanse pp. 233237)[16]. Si bien la ciencia cognitiva de la religión no explica realmente el tipo de

monoteísmo que encontramos en el cristianismo, nos ayuda a ver por qué puede ser tan relevante para las personas la categoría general de lo «divino». Una teología natural cristiana ¿Existe entonces un enfoque específicamente cristiano de la teología natural? ¿Suscita la tradición cristiana un modo peculiar de comprender el lugar, la finalidad y el alcance de la teología natural? Yo creo que sí. En décadas recientes ha aumentado cada vez más la conciencia de que la observación está «cargada de teoría». No simplemente miramos la naturaleza, sino que la vemos a través de unas gafas teóricas que dan forma a lo que vemos[17]. No «vemos» simplemente la naturaleza, sino que la vemos como algo: por ejemplo, como creación de Dios o como algo carente de sentido y valor. La teoría que aplicamos al observar la naturaleza configura lo que vemos. El filósofo inglés de la ciencia William Whewell, de quien hablamos en el capítulo 6, lo decía claramente cuando se oponía a una noción ingenua de «naturaleza» o de «lo natural». Existe, afirmaba Whewell, «una máscara de teoría que cubre todo el rostro de la naturaleza»[18]. Por tanto, ¿cuál de esas «máscaras» es la mejor? ¿Qué modo de contemplar la naturaleza pone al descubierto todo su significado? Desde una perspectiva cristiana, la teología natural puede entenderse principalmente como una «teología de la naturaleza», es decir, como una concepción cristiana del mundo natural que refleja las ideas esenciales de la fe cristiana[19]. La theōría cristiana ofrece un modo de ver el mundo que nos permite comprenderlo y apreciarlo[20]. La reflexión avanza desde la tradición cristiana hacia la naturaleza, no al revés. Esta teología de la naturaleza es expresada a menudo particularmente en relación con la doctrina de la creación, que es un modo importante de pensar en la teología natural. La teología cristiana proporciona, en este sentido, un marco interpretativo mediante el que la naturaleza puede verse en profundidad y con sentido. La red de la teología cristiana es, así, como la legendaria piedra filosofal que transforma el mundo de la naturaleza en el ámbito de la creación de Dios. La visión cristiana de la realidad es como una lente que enfoca nítidamente un vasto paisaje, o como un mapa que nos ayuda a comprender las características del terreno que nos rodea. Ofrece una nueva forma de entender, imaginar y habitar nuestro mundo. Nos permite ver el orden natural, y a nosotros mismos dentro de

él, de una manera especial; una manera que podría ser insinuada, pero no puede ser confirmada, por el orden natural mismo. La naturaleza no proporciona la clave para su propia interpretación; necesitamos encontrarla por nosotros mismos. John Polkinghorne, a quien estudiamos en el capítulo 4, ve la teología natural como un ejercicio de resonancia intelectual entre nuestra experiencia del mundo natural, por un lado, y de la fe cristiana, por otro. Este enfoque de la teología natural puede desarrollarse fácilmente para demostrar que las explicaciones «naturalistas» tanto del mundo natural como de los logros de las ciencias naturales son intrínsecamente deficientes y que se requiere una perspectiva teológica para dar una interpretación exhaustiva y coherente del orden natural. Mi enfoque es similar al de Polkinghorne en ciertos aspectos importantes[21]. Ambos afirmamos la capacidad de la visión cristiana de la realidad para «encajar» gran parte de cuanto observamos alrededor de nosotros y experimentamos dentro de nosotros, lo que puede verse como una indicación de su verdad y fiabilidad. El cristianismo da sentido a lo que sabemos de la historia del cosmos, especialmente el curioso fenómeno del afinamiento. Nos ayuda a dar sentido a la complejidad de la naturaleza humana, incluyendo nuestra propensión al fracaso y al autoengaño, por un lado, y nuestras genuinas aspiraciones a la bondad, por el otro. Lo anterior, por supuesto, no prueba nada, si por probar entendemos proporcionar una demostración intelectualmente irresistible y lógicamente irrefutable. Sin embargo, hay pocas situaciones en el mundo real en las que podamos probar tales creencias. De hecho, los tipos de creencia que pueden ser probados de esta manera son a menudo superficiales e insignificantes, sin influencia en las grandes cuestiones de la vida que se centran en cosas tales como nuestro sentido, propósito y destino. Para mí, la capacidad de una teoría para dar cabida a la observación y la experiencia es el mejor criterio de su fiabilidad. Pero ¿podemos llegar a Dios por medio de la razón de esta manera? ¿No es ciertamente más complicado que lo que sugiere esta explicación? Quiero dejar claro que no sostengo que la belleza o la inteligibilidad de la naturaleza prueben la existencia de un Dios. No lo creo, y no conozco a nadie que lo crea. Mi enfoque se parece mucho más al de un científico que al de un filósofo. Una vez identificadas todas las observaciones y experiencias que me parece necesario explicar, las comparo con varias posibilidades teóricas. ¿Qué teoría las explica mejor? ¿El ateísmo o el cristianismo? Lo que me alejó determinantemente del ateísmo en 1971 fue una creciente convicción de que no explicaba tan bien las observaciones y experiencias como el cristianismo. C. S. Lewis llegó a una conclusión semejante en

torno a 1930, reflejada en su comentario de que él era un «teísta empírico» que llegó a creer en Dios como resultado de un pensamiento inductivo (véase p. 165). Yo no concibo la belleza o el orden del mundo como una prueba de la existencia de Dios. Más bien, veo mi fe cristiana en armonía con la belleza y el orden de la naturaleza. La teoría se ajusta o se acomoda a este mundo extraño no perfectamente, sino de un modo intelectual y estéticamente satisfactorio. Describiría mi enfoque como «inductivo» o «abductivo» (véanse pp. 151-154). La ciencia consiste en buscar el panorama general más satisfactorio, el que da más sentido a las observaciones experimentales. Ya estemos pensando en los orígenes del universo o en el movimiento de los planetas en los cielos nocturnos, la mejor teoría siempre va a ser la que entrelaza el mayor número de hilos, la que encaje el mayor número de instantáneas en el panorama. Teología natural y revelación Pero, llegados a este punto, hay otra objeción importante que quizá algunos lectores quieran plantear. ¿De dónde procede este marco cristiano? ¿No es necesario probar que el marco es correcto antes de proceder a verificarlo en el mundo de la observación y la experiencia? Es una objeción justa. Permítaseme explicar lo que pienso al respecto. En primer lugar, es una simple cuestión de hecho que la mayoría de las teorías científicas se juzgan principalmente por su economía, coherencia y amplitud para afrontar los fenómenos del mundo. La capacidad de «coligar» –el bonito término usado por Whewell para mostrar cómo están interconectadas las cosas– es el sello distintivo de cualquier teoría científica buena. La «lógica de descubrimiento» no es de importancia esencial –pensemos de qué forma tan extraña dio Kekulé con la estructura anular del benceno (véase p. 152)–. Lo que realmente importa es la «lógica de justificación», por medio de la cual se evalúa una teoría propuesta. La clave no es por qué se propone una teoría, sino lo bien que funciona para explicar las observaciones. En segundo lugar, es evidente por el Nuevo Testamento que el cristianismo no fue entregado como una cosmovisión ya envasada, sino que emergió como un modo de pensar la naturaleza de Dios y la relevancia de Jesucristo. Podemos rastrear parte de este proceso de pensamiento en el Nuevo Testamento, particularmente en las cartas de Pablo. Posteriormente, la teología cristiana tejió esos hilos para producir un modo coherente de pensar sobre Dios, Jesucristo y el

mundo[22]. Sin embargo, incluso en el siglo II de la era cristiana era obvio que este modo de pensar ofrecía algo más que la mera transformación de la existencia humana, noción que tradicionalmente se articulaba utilizando el lenguaje de la «salvación». Ofrecía una nueva forma de ver el mundo que se basaba en argumentos con base empírica (John Polkinghorne considera a los escritores del Nuevo Testamento como autores que piensan «de abajo arriba»). En tercer lugar, aunque podemos rastrear algunos de los procesos de desarrollo implícitos en el Nuevo Testamento, al menos ciertos temas fundamentales de la fe cristiana están más allá de la capacidad de la razón para probarlos, como, por ejemplo, la existencia de Dios. Usando el lenguaje de la teología cristiana: estas verdades nos son reveladas, no son inventadas por nosotros. En cuarto lugar, es perfectamente razonable adoptar este modo de mirar el mundo y ponderar su capacidad efectiva de dar sentido a lo que observamos alrededor y dentro de nosotros. El mismo Nuevo Testamento urge a los cristianos a «poner todo a prueba» (1 Tesalonicenses 5,21), y este es uno de los posibles modos de hacerlo. Implica asumir un modo de pensar con base empírica que se ha transmitido de generación en generación y evaluar lo bien que funciona. No es un modo de pensar que he inventado yo mismo, sino un modo que me ha sido transmitido por aquellos que creyeron que era verdadero y fiable, pero que, no obstante, esperan que yo lo evalúe antes de aceptarlo. Con estos cuatro puntos en mente, me inspiraré en mi propia historia personal como analogía que podría ser útil para los lectores. Cuando era joven me encantaba observar el cielo nocturno con un pequeño telescopio que había construido. Pude ver las lunas del planeta Júpiter y seguir los movimientos de los planetas sobre el trasfondo de las estrellas fijas. Una vez seguí el movimiento del planeta Marte durante un período de varias semanas (no recuerdo la fecha, pero probablemente fue en los meses cercanos a la época en que Marte estaba en oposición en marzo de 1965, cuando yo tenía doce años). Me quedé desconcertado por lo que vi. Marte se desplazó de oeste a este durante un mes y luego pareció detenerse y moverse de este a oeste durante varias semanas. Finalmente se detuvo y comenzó a moverse de nuevo hacia el este. Yo estaba perplejo. Sin duda (?), tenía que moverse constantemente de oeste a este en un arco regular. Le pedí al profesor de Ciencias que me explicara esto. Fue extraordinariamente paciente conmigo. Me dijo que se debía al «movimiento retrógrado» de Marte respecto a las estrellas fijas. No era solo Marte el que se comportaba así; todos los planetas de más allá de la Tierra mostraban el mismo patrón. Pero el efecto era más

evidente en el caso de Marte. Me dibujó unos diagramas para mostrarme los movimientos relativos de la Tierra y Marte. Básicamente, la Tierra se mueve más rápidamente que Marte, así que cada 26 meses se adelanta a él. Por esta razón parecía moverse de esa forma extraña. Unos cinco minutos después lo entendí. Podía ver lo que estaba sucediendo. Era como si se hubiera encendido una luz. Mi paciente profesor me había dado un marco para entender lo que yo había visto, y cobró perfecto sentido una vez que me lo explicó. Pero yo habría sido completamente incapaz de averiguarlo por mí mismo. Alguien tenía que mostrármelo. Los teólogos profesionales probablemente se estremecerán con mi próxima afirmación, pero es que hay un sentido en el que la revelación es eso. Se nos ofrece un cuadro general de la realidad que no podríamos concebir nosotros mismos. Y una vez que se nos da, descubrimos cuánto sentido da a las cosas. En él nuestras observaciones tienen cabida de manera satisfactoria. Por esa razón la teología cristiana puede decir que la fe es algo que está «más allá de la razón» y que, al mismo tiempo, es «razonable». No es algo que podamos resolver por completo por nosotros mismos. Sin embargo, una vez que se nos ha revelado, la comprobamos y descubrimos lo bien que funciona. Necesitamos que se nos dé la clave para descubrir el verdadero significado e importancia de la naturaleza. El mundo natural no nos lo dirá por sí mismo. La teología cristiana afirma que se nos da un gran cuadro que nos permite ver las cosas como son realmente, darles un sentido correcto, valorarlas y responder a ellas en consecuencia. Si bien somos capaces de averiguar parte de este cuadro por nosotros mismos, necesitamos ayuda para verlo en su totalidad. La teología natural cristiana consiste en que se nos muestra cómo es realmente la realidad para que podamos admirarla y valorarla como creación de Dios que apunta hacia Dios, pero sin ser divina. El mundo natural puede verse, así, como un bello indicador que señala a un creador mucho más bello. Francisco de Asís (1182-1226) amaba y respetaba el mundo natural, y muchos de sus sucesores en el movimiento franciscano –dicho de forma más técnica, la Orden de Frailes Menores– siguieron con este interés, forjando un vínculo entre la belleza de la naturaleza y la mayor belleza de Dios. Uno de los escritores franciscanos más importantes que reflexionaron sobre este tema fue Buenaventura (ca. 1217-1274), que se refería a la naturaleza como una señal de su creador:

«Todas las criaturas de este mundo sensible conducen al alma de una persona sabia y contemplativa al Dios eterno, puesto que son las sombras, los ecos, los dibujos, los vestigios, las imágenes y la manifestación visible de su origen eterno […] Son puestos ante nosotros para que conozcamos a Dios»[23]. Para Buenaventura, el mundo natural era un buen hito en el camino de la mente humana hacia Dios, que señalizaba la existencia y –aunque imperfectamente– la belleza del creador. Teología natural y cientificismo La teología natural es, sin duda, interesante. Pero ¿para qué sirve? ¿Abre líneas de pensamiento que enriquezcan nuestra visión de la vida o nuestra comprensión de la naturaleza? Yo pienso que sí. Un buen modo de apreciarla es hacer la siguiente pregunta: ¿es la ciencia el único determinante de lo que podemos conocer sobre la naturaleza? Una de las funciones más importantes de la teología natural es protestar contra las visiones radicalmente reducidas de la naturaleza que surgen del movimiento a veces conocido como «imperialismo científico», en la actualidad denominado simplemente «cientificismo» (véanse pp. 38-40). El teólogo Emil Brunner sostenía que una de las tareas esenciales de la teología cristiana era desafiar las ideologías alternativas contenidas en la cultura secular y mostrar que el modo cristiano de ver la realidad era justificable y coherente[24]. El cientificismo es una de esas ideologías que exigen una evaluación crítica por lo que respecta a demostrar su insuficiencia y ofrecer una alternativa positiva. Una teología natural cristiana ofrece una crítica potente y convincente del cientificismo, desafiando su explicación seca y superficial del mundo de la naturaleza y exponiendo una visión más rica y profunda del orden natural. En su famoso poema de 1820 «Lamia», John Keats (1795-1821) expresó preocupación por lo que actualmente llamamos cientificismo, el efecto empobrecedor de reducir los fenómenos bellos y asombrosos de la naturaleza (como el arcoíris) a la lógica abstracta de una teoría científica[25]. Esta estrategia, sostenía Keats, era estéticamente empobrecedora, pues vaciaba la naturaleza de su belleza y misterio y la reducía a algo frío y clínico. «¿Acaso no retroceden todos los placeres al contacto de la fría filosofía?

Antaño, el arcoíris inspiraba temor en el cielo; hoy, en cambio, al conocer su trama, su textura, se encuentra en el catálogo de las cosas vulgares. Pues la filosofía no duda en cercenar las alas de los ángeles […]»[26]. La clave de la preocupación de Keats se encuentra en la referencia a «cercenar» las alas de los ángeles. Para Keats, como para la tradición clásica en general, el mundo natural es una puerta al ámbito de lo trascendente. La razón humana podía comprender al menos algo del mundo real, haciendo posible que la imaginación reflexionara sobre lo que significaba más allá de sí mismo. Keats sostenía que el arcoíris era un medio para elevar el corazón y la imaginación humanos insinuando la existencia de un mundo allende los límites de la experiencia. Para Richard Dawkins, en fuerte contraste, el arcoíris se mantiene firmemente ubicado en el orden natural y carece de dimensión trascendente[27]. Al «ángel» que, para Keats, estaba destinado a elevar nuestros pensamientos al cielo, le ha cortado las alas la ideología científica; ya no puede hacer nada más que reflejar el mundo de los acontecimientos y las apariencias terrenales, porque se ha roto todo vínculo con el mundo trascendente. Para un cristiano, esta concepción imaginativamente deficiente y racionalmente truncada del mundo natural necesita ser cuestionada y corregida. Una sólida teología cristiana puede enriquecer un relato científico impidiéndole colapsar en lo que Keats denunció como «catálogo de las cosas vulgares». Una teología natural proporciona un marco para un encuentro con la naturaleza fundamentado e imaginativo, que permita que se aprecie su belleza y evite que se la trate simplemente como objeto de disección racional. Una de las características más preocupantes del cientificismo es su excesivo racionalismo, que impide todo encuentro serio con los niveles más profundos del mundo natural. El teólogo norteamericano Reinhold Niebuhr (1892-1971) anticipó esta realidad a finales de la década de 1920. Niebuhr creía que la cultura moderna occidental había sufrido un radical fracaso imaginativo por el que carecía de todo sentido la función de la «imaginación poética» en la búsqueda de la verdad, ya fuera teológica o científica. «Los fundamentalistas tienen al menos una característica en común con la mayoría de los científicos. Ninguno puede entender que la imaginación poética y religiosa tiene un modo de llegar a la verdad dando una pista del significado

total de las cosas sin ser en ningún sentido una descripción analítica de hechos detallados»[28]. El mismo Niebuhr usaba el término cientificismo para referirse a una creencia dogmática, e incluso utópica, en las ciencias como filosofía universal, por un lado, y como solución universal de los problemas de la naturaleza humana, por el otro. Dicha creencia se definía a sí misma como carente de presupuestos, y al hacerlo no podía reconocer ni afrontar sus presupuestos metafísicos encubiertos. Para Niebuhr, los fundamentalistas, religiosos o científicos, tenían que hablar entre sí y reconocer sus fallos comunes. Esta preocupación continúa siendo importante. Theodore Roszak (1933-2011) era un crítico social e historiador de la cultura norteamericano que obtuvo la fama por su éxito de ventas The Making of a Counter Culture en 1968. Uno de los principales temas de este libro era que la ciencia reducía sistemáticamente todo al nivel de lo cotidiano. La ciencia, decía, se había convertido «en un esfuerzo salvajemente perverso por demostrar que no hay nada, absolutamente nada, especial, único, singular o maravilloso, y que todo puede ser rebajado a la condición de rutina mecanizada. Cada vez más, el espíritu del “no es más que” aletea siniestro por encima de la investigación científica más avanzada: es el esfuerzo por degradar, por desencantar y rasearlo todo»[29]. Algunos argüirían, no del todo sin razón, que Roszak estaba exagerando[30]. Sin embargo, sus palabras tocaron profundamente la fibra sensible de la juventud estadounidense en aquel entonces, debido al sentimiento generalizado de que su cultura estaba unida a una visión unidimensional de la humanidad que había perdido algo indefinible pero importante, y que en parte era culpa de una visión instrumentalizadora y empobrecedora de la ciencia. La naturaleza había dejado de ser especial porque habíamos sido adiestrados para verla de una manera fríamente racional. Sin embargo, al fin y al cabo Keats y Roszak no critican la ciencia, sino una cuestionable interpretación metafísica de la ciencia que está claramente abierta a la crítica y la corrección. Es perfectamente justo cuestionar un relato de la ciencia tan inflado conceptualmente y cargado metafísicamente, y exigir su retorno a sus formas apropiadas y más modestas, que reconocen explícitamente sus límites en estos reinos más especulativos. El cientificismo representa una aproximación empobrecida y truncada a la naturaleza que muestra precisamente el déficit

imaginativo que nos impide discernir la coherencia –«el significado total de las cosas»– y que, en cambio, nos encierra en un naturalismo dogmático. Necesitamos una visión más profunda de la realidad que trascienda la mera enumeración de las observaciones de los hechos sobre el mundo natural. Una teología natural cristiana ofrece una lectura de la naturaleza y del alcance de la ciencia que alienta un compromiso respetuoso y amable con el mundo natural, a la vez que resalta y critica la inflación de presupuestos metafísicos introducidos asiduamente en las explicaciones cientificistas de la naturaleza[31]. Jonathan Edwards (1703-1758), quizá el más grande teólogo norteamericano, desarrolló un enfoque de la teología natural que salvaguarda la concepción cristiana de la naturaleza frente al empobrecimiento imaginativo del cientificismo. Para Edwards, la regeneración mediante la gracia crea una visión del mundo natural que trasciende lo que resulta de «la comprensión y la perspectiva naturales»[32]. En consecuencia, la naturaleza es vista de una manera nueva y más auténtica, su belleza es resaltada y puesta en primer plano por la nueva visión de la realidad resultante de la conversión. Esta perspectiva es particularmente evidente en una las descripciones de la naturaleza de más intensidad poética hechas por Edwards: «Cuando nos deleitamos con praderas floridas y suaves brisas, podemos considerar que solo vemos las emanaciones de la dulce benevolencia de Jesucristo; cuando contemplamos la fragante rosa y el lirio, vemos su amor y pureza. También los verdes árboles y campos, y el canto de los pájaros, son emanaciones de su infinita alegría y benignidad; la facilidad y naturalidad de los árboles y las vides son sombras de su infinita belleza y hermosura; los ríos cristalinos y los arroyos murmurantes tienen las huellas de su dulce gracia y generosidad»[33]. La visión cristiana de la realidad nos permite así ver la naturaleza de tal modo que sus bellezas «son realmente emanaciones, o sombras, de las excelencias del Hijo de Dios»[34]. Edwards ofrece un complemento teológico al relato científico que proporciona una visión enriquecida del mundo natural, resistente al reduccionismo destructivo que constituye una característica tan desagradable del cientificismo. La psicología del asombro Hemos visto en el apartado anterior cómo una teología natural puede corregir una visión deficiente de la ciencia, que afirma que la realidad se limita a lo que puede

descubrir con sus métodos de investigación. Sin embargo, ¿por qué privilegiamos a la ciencia de este modo, solo porque su objetivo es explicar el mundo? ¿Por qué no dar peso a las disciplinas que interpretan el mundo y así nos ayudan a sentirnos cómodos en él?[35]. Los seres humanos son animales que buscan sentido. Por eso nunca nos conformamos con descripciones meramente objetivas o redescripciones teóricas de la naturaleza, y recurrimos al arte, la música, la teología y la literatura para que nos ayuden a entender esa visión más profunda y rica de la realidad. Sin embargo, la ciencia, cuando es correctamente entendida, puede fundamentar y enriquecer una interpretación cristiana de la naturaleza, ofreciéndole una explicación ampliada tanto del mundo natural como del proceso mediante el que lo contemplamos y respondemos a él. En esta sección examinaremos la investigación reciente en el campo de la psicología del asombro, analizaremos de qué modo podría esta enriquecer nuestra comprensión de cómo respondemos a la belleza y prodigio del mundo natural, y relacionaremos con todo ello con nuestra forma de entender la teología. La mayoría de nosotros hemos tenido experiencias de asombro sobrecogedor en presencia de la naturaleza. En mi caso recuerdo una noche oscura y silenciosa en el desierto iraní, en la década de 1970, en la que las estrellas resplandecían con un frío brillo intenso que nunca había visto antes[36]. Esta visión me provocó una estremecedora emoción de asombro y sobrecogimiento en la que sentí una intensa sensibilidad por el mundo natural. Probablemente era esto lo que el poeta Thomas Gray quería decir cuando escribió su célebre verso «Todo el aire una quietud solemne sostiene»[37]. Me sentí desbordado por algo más grande que yo mismo, cuyo significado pleno sabía que nunca podría comprender plenamente. Era como si el tiempo se hubiera detenido. El reciente uso popular de la palabra impresionante ha degradado un tanto su significado pleno, reduciendo su sentido a algo parecido a «una aprobación entusiasta de algo», como en la frase «Eso es impresionante». Sin embargo, la investigación psicológica está dejando cada vez más claro que solo unas clases especiales de objetos y entornos provocan sensaciones que pueden describirse genuinamente con la palabra asombro. El estudio psicológico riguroso de la emoción del asombro se remonta a 2003, cuando Dacher Keltner y Jonathan Haidt propusieron dos características esenciales que compartían las experiencias del asombro: una sensación de inmensidad y la necesidad de «acomodación» (por usar un término tomado del psicólogo del desarrollo Jean Piaget [1896-1980])[38]. Un estímulo que induce al asombro –como la vista del cielo nocturno despejado o una

intensa experiencia religiosa– provoca una sensación de inmensidad en la que se revela algo que parece mucho más grande que las cosas a las que estamos habituados, tanto física como metafóricamente, y que nosotros. Esta sensación de inmensidad contribuye a generar lo que Piaget denomina «acomodación»: «la modificación de una actividad o capacidad ante las exigencias del entorno»[39]. Nuestros esquemas cognitivos se demuestran incapaces de hacer frente a la inmensidad del universo. La palabra coloquial alucinante puede carecer de la precisión de la noción de acomodación de Piaget, pero, en definitiva, expresa la misma idea. La experiencia del asombro conduce a ciertas reacciones físicas, a saber: abrimos de par en par los ojos, nos quedamos con la boca abierta y hacemos una inspiración[40]. La psicología del asombro nos permite enriquecer nuestra comprensión de cómo experimentamos la naturaleza. Nos esforzamos por tomarla en su inmensidad, y descubrimos que, como consecuencia, nuestros mapas mentales se ven sometidos a presión, llevándonos a admitir la derrota intelectual expresada en frases como «No puedo asimilarlo». La investigación sugiere también que una experiencia de asombro conduce a una atención acentuada al objeto que la provoca, suscitando fundamentalmente sentimientos espirituales o religiosos[41]. Resulta fácil ver cómo estas ideas pueden aplicarse a la respuesta humana a Dios en el culto, que podría enmarcarse en el intento humano de responder a la inmensidad de Dios (expresada teológicamente con los términos gloria o majestad). Al final, somos incapaces de expresar o articular adecuadamente la gloria de Dios, y por ello intentamos ir más allá de nosotros mismos en el espacio liminar de la adoración. La psicología confirma aquí una sospecha teológica esencial: la incapacidad fundamental de la mente humana para aprehender plenamente a Dios, lo que teológicamente se expresa en la doctrina de la Trinidad (véanse pp. 188-192). Conclusión El físico norteamericano John Wheeler (1911-2008) comentó una vez que los «científicos viven en una isla rodeada por un mar de ignorancia»[42]. Algunas personas son lo bastante ingenuas para suponer que el aumento del conocimiento científico conduce a una reducción de lo que no sabemos. La realidad no es esa. Cada nuevo descubrimiento científico plantea nuevas preguntas, revelando así lo mucho que queda por conocer. Cada pregunta respondida abre nuevas preguntas;

cada avance en el conocimiento revela que hay mucho más que no sabemos. Por eso Wheeler estaba en lo cierto cuando afirmó que «a medida que crece nuestra isla de conocimiento, también crece la costa de nuestra ignorancia». Sin embargo, la imagen de Wheeler de una ciencia como una isla de conocimiento en medio de un mar de ambigüedad e incoherencia nos abre a una pregunta fascinante. Nos invita a vernos a nosotros mismos de pie en la costa del mundo. ¿Y qué si se encuentran signos de significado en esa orilla, arrastrados por las corrientes oceánicas de tierras lejanas y desconocidas? ¿Y si esa isla en sí misma nos da pistas para empezar a explorar el vasto océano que hay más allá? Esa era ciertamente la opinión de Isaac Newton, que era profundamente consciente de que sus propias investigaciones científicas no lo llevaban más allá de las tierras fronterizas de algo más profundo y grande. «Parece que solo he sido como un niño pequeño que juega en la orilla del mar, distrayéndome de vez en cuando y encontrando un guijarro más suave o una concha más bonita de lo normal, mientras que el gran océano de la verdad se encontraba ante mí por descubrir»[43]. Con demasiada facilidad no podemos ver el bosque porque estamos centrados solo en los árboles. Nos preocupamos de lo que vemos en la superficie del mundo – los guijarros y las conchas– y, en consecuencia, no nos sumergimos en sus profundidades. Una teología natural cristiana nos permite prestar atención a los elementos o aspectos individuales de la naturaleza y a la vez entender la imagen general que nos hace posible apreciarlos adecuada y plenamente. Sin embargo, el primer paso en el proceso de descubrir esta visión más rica y profunda de nuestro extraño universo es la sospecha de que realmente puede existir esa visión, que está esperando a que la encontremos, o, como diría la fe cristiana, esperando a sernos mostrada, si estamos dispuestos a abrir nuestros ojos a ella. [1] Para un análisis a fondo, véase Alister MCGRATH, Re-Imagining Nature: The Promise of Natural Theology, Wiley-Blackwell, Oxford 2016. [2] G. K. CHESTERTON, The Everlasting Man, Ignatius Press, San Francisco 1993, 105 [trad. esp.: El hombre eterno, Cristiandad, Madrid 2010]. [3] Bronwen HARALAMBOUS y Thomas W. NIELSEN, «Wonder as a Gateway Experience», en Kieran Egan, Annabella Cant y Gillian Judson (eds.), Wonderful Education: The Centrality of Wonder in Teaching and Learning, Routledge, London 2013, 219-238.

[4] Eric G. FORBES, «The Pre-Discovery Observations of Uranus», en Garry Hunt (ed.), Uranus and the Outer Planets, Cambridge University Press, Cambridge 1983, 67-70. [5] David FERGUSSON, «Types of Natural Theology», en F. LeRon Shults (ed.), The Evolution of Rationality: Interdisciplinary Essays in Honor of J. Wentzel Van Huyssteen, Grand Rapids 2007, 380-389. [6] Sobre mi enfoque, especialmente en relación con las ciencias naturales, véase Alister E. MCGRATH, The Open Secret: A New Vision for Natural Theology, Blackwell, Oxford 2008; A Fine-Tuned Universe: The Quest for God in Science and Theology, Westminster John Knox Press, Louisville 2009; Darwinism and the Divine: Evolutionary Thought and Natural Theology, Wiley-Blackwell, Oxford 2011; Re-Imagining Nature. [7] Véase Peter HARRISON, «Physico-Theology and the Mixed Sciences: The Role of Theology in Early Modern Natural Philosophy», en Peter Anstey y John Schuster (eds.), The Science of Nature in the Seventeenth Century, Springer, Dordrecht 2005, 165-183. [8] Scott MANDELBROTE, «The Uses of Natural Theology in Seventeenth-Century England»: Science in Context 3 (2007), 451-480. Sobre el contexto europeo en general, véase Brian W. OGILVIE, «Natural History, Ethics, and Physico-Theology», en Gianna Pomata y Nancy G. Siraisi (eds.), Historia: Empiricism and Erudition in Early Modern Europe, MIT Press, Cambridge 2005, 75103. [9] Sarah THESIGER, «The Orchestra of Sir John Davies and the Image of the Dance»: Journal of the Warburg and Courtauld Institutes 36 (1973), 277-304. [10] Las palabras iniciales de la «Ode» son: «The spacious firmament on high» [El amplio firmamento en lo alto]. [11] La otra gran obra artística de esta época que relaciona este texto bíblico con una sensación más general de la armonía del cosmos es La creación de Josef Haydn; véase especialmente Mark BERRY, «Haydn’s “Creation” and Enlightenment Theology»: Austrian History Yearbook 39 (2008), 25-44. [12] Joseph ADDISON, Works, 6 vols., Vernor & Hood, London 1804, vol. 2, 465: «El incansable Sol, día a día, / muestra el poder de su Creador, / y publica por doquier / la obra de una Mano Todopoderosa» // «En el oído de la Razón todos se regocijan, / y lanzan un grito glorioso, / cantando para siempre, mientras brillan: / “La Mano que nos hizo es divina”». [13] Giuseppe TANZELLA-NITTI, «The Two Books Prior to the Scientific Revolution»: Annales Theologici 1 (2004), 51-83. [14] Véase Rob ILLIFFE, «Newton, God, and the Mathematics of the Two Books», en Snezana Lawrence y Mark McCartney (eds.), Mathematicians and Their Gods: Interactions between Mathematics and Religious Beliefs, Oxford University Press, Oxford 2015, 121-144. [15] Fergus KERR, Immortal Longings: Versions of Transcending Humanity, SPCK, London 1997, 159-184. [16] Justin L. BARRETT, «Exploring the Natural Foundations of Religion»: Trends in Cognitive Sciences 1 (2000), 29-34. Para una explicación más completa de esta posición, véase Justin L. BARRETT, Why Would Anyone Believe in God?, AltaMira Press, Lanham 2004. Debemos ser

cautos al interpretar estos descubrimientos; al respecto véase Jonathan JONG, Christopher KAVANAGH y Aku VISALA, «Born Idolaters: The Limits of the Philosophical Implications of the Cognitive Science of Religion»: Neue Zeitschrift für systematische Theologie und Religionsphilosophie 2 (2015), 244-266. [17] Véase, por ejemplo, William F. BREWER y Bruce L. LAMBER, «The Theory-Ladenness of Observation and the Theory-Ladenness of the Rest of the Scientific Process»: Philosophy of Science 3 (2001), 176-186. [18] William WHEWELL, Philosophy of the Inductive Sciences, 2 vols., John W. Parker, London 18472, vol. 1, 1. [19] Colin E. GUNTON, «The Trinity, Natural Theology, and a Theology of Nature», en Kevin Vanhoozer (ed.), The Trinity in a Pluralistic Age, Eerdmans, Grand Rapids 1997, 88-103. [20] Estudio detalladamente este punto en MCGRATH, Re-Imagining Nature. [21] Véase MCGRATH, Re-Imagining Nature. [22] Morna D. HOOKER, «Chalcedon and the New Testament», en Sarah Coakley y David A. Pailin (eds.), The Making and Remaking of Christian Doctrine, Clarendon Press, Oxford 1993, 73-93. [23] BUENAVENTURA, Itinerarium mentis in Deum, 1259, II, 10. [24] Sobre la explicación de Brunner de este aspecto «erístico» de la teología, véase Alister MCGRATH, Emil Brunner: A Reappraisal, Wiley-Blackwell, Oxford 2014, 62-74. [25] John KEATS, Complete Poems, Penguin, London 19883, 395. Véase un estudio en Philip FISHER, Wonder, the Rainbow, and the Aesthetics of Rare Experiences, Harvard University Press, Cambridge 1998 [trad. esp.: Lamia, traducción, prólogo y notas de Luis Alberto de Cuenca y José Fernández Bueno, Reino de Cordelia, Madrid 2013]. [26] Keats, Complete Poems, 395 [trad. esp., 43]. [27] Richard DAWKINS, Unweaving the Rainbow: Science, Delusion and the Appetite for Wonder, cit. [28] Reinhold NIEBUHR, Leaves from the Notebook of a Tamed Cynic, Willett, Clark & Colby, Chicago 1929, 141. Hay que observar que el término fundamentalismo había comenzado a usarse de forma generalizada pocos años antes. [29] Theodore ROSZAK, The Making of a Counter Culture, Anchor, New York 1969, 229; cursiva en el original [trad. esp.: El nacimiento de una contracultura, Kairós, Barcelona 1970, 244]. [30] Por ejemplo, véase Ronald INGLEHART, The Silent Revolution: Changing Values and Political Styles among Western Publics, Princeton University Press, Princeton 1977, 364-365. [31] Véase el análisis del naturalismo en Alvin PLANTINGA, Where the Conflict Really Lies: Science, Religion, and Naturalism, Oxford University Press, New York 2011. [32] Michael J. MCCLYMOND y Gerald R. MCDERMOTT, The Theology of Jonathan Edwards, Oxford University Press, New York 2012, 311-320. [33] Jonathan EDWARDS, Miscellanies, nro. 108, en Works, 26 vols., Yale University Press, New Haven 1977-2009, vol. 13, 279. [34] EDWARDS, Miscellanies, nro. 108.

[35] Sobre esto, véase Roger SCRUTON, «Scientism in the Arts and Humanities»: The New Atlantis 40 (2013), 33-46. [36] Véase Alister MCGRATH, Inventing the Universe: Why We Can’t Stop Talking about Science, Faith and God, Hodder & Stoughton, London 2015, 1-2. [37] Thomas GRAY, Elegy Written in a Country Churchyard (1746). [38] Dacher KELTNER y Jonathan HAIDT, «Approaching Awe, a Moral, Spiritual and Aesthetic Emotion»: Cognition and Emotion 2 (2003), 297-314. Véase también el estudio posterior de Michelle N. SHIOTA, Dacher KELTNER y Amanda MOSSMAN, «The Nature of Awe: Elicitors, Appraisals, and Effects on Self-Concept»: Cognition and Emotion 5 (2007), 944-963. [39] Guy R. LEFRANÇOIS, Theories of Human Learning, Brooks-Cole Publishers, Pacific Grove 19953, 329-330. [40] B. CAMPOS, M. N. SHIOTA, D. KELTNER, G. C. GONZAGA y J. L. GOETZ, «What Is Shared, What Is Different?: Core Relational Themes and Expressive Displays of Eight Positive Emotions»: Cognition and Emotion 1 (2013), 37-52. [41] Patty VAN CAPPELLEN y Vassilis SAROGLOU, «Awe Activates Religious and Spiritual Feelings and Behavioral Intentions»: Psychology of Religion and Spirituality 3 (2012), 223-236. [42] Para una reflexión extensa sobre esta imagen, véase Marcelo GLEISER, The Island of Knowledge: The Limits of Science and the Search for Meaning, Basic Books, New York 2014. [43] David BREWSTER, Life of Sir Isaac Newton, revisada por W. T. Lynn, Tegg, London 1875, 303.

Conclusión

En 1930, el novelista Evelyn Waugh, más conocido por su novela Retorno a Brideshead, se convirtió al cristianismo. Más tarde, escribió a un amigo para describirle cómo había descubierto que su nueva fe le permitía ver las cosas claramente por primera vez en su vida: «La conversión es como salir por la chimenea de un mundo de espejos, donde todo es una absurda caricatura, y entrar en el mundo real que Dios hizo; y luego comienza el delicioso proceso de explorarlo ilimitadamente»[1]. Este libro ha ofrecido lo que francamente es una exploración bastante limitada de uno de los aspectos más interesantes del rico y complejo paisaje de la fe cristiana: la relación entre las ciencias naturales y la teología. He hecho poco más que rascar la superficie de algunas de las cuestiones más interesantes e importantes que se están debatiendo hoy. Pero espero haber trazado senderos y haber señalado recursos que permitan a los lectores llevar las cosas más lejos por sí mismos, continuando estas reflexiones y entretejiendo las narrativas de la ciencia y la fe en un todo coherente y satisfactorio. He intentado entrelazar la ciencia y la teología para ayudarnos a vislumbrar una visión más rica de la realidad, por supuesto no en el sentido simplista y desacreditado de meterlas a la fuerza en el mismo molde preconcebido, sino en el más complejo de prestar una atención respetuosa a sus distintos enfoques y estar dispuestos a permitirles complementarse uno a otro. No es una idea nueva. Después de todo, este fue uno de los motores del Renacimiento, ese período notable en la cultura occidental que trató de lograr una síntesis –o al menos un acuerdo de trabajo– entre las grandes fuerzas que entonces configuraron y alimentaron la cultura humana. Algunos sostienen que la conversación entre teología cristiana y ciencias naturales es una necesidad pragmática. La ciencia y la religión son tan importantes que no pueden no hablarse entre sí. El destacado sociobiólogo Edward O. Wilson

defendía esta tesis al abordar el tema de la amenaza de la degradación y el desastre ecológicos: «La ciencia y la religión son dos de las fuerzas más poderosas de la Tierra y deben unirse para salvar la creación»[2]. Si bien Wilson no cree en la reconciliación entre ciencia y religión, no obstante sostiene que pueden trabajar juntas para perseguir importantes objetivos compartidos; sobre todo, los desafíos al futuro de la humanidad y al planeta Tierra. Aunque critica a la religión por su reticencia a reconciliarse con el empirismo y por su asociación con el tribalismo[3], Wilson clama a favor de la consiliencia, es decir, la capacidad de entretejer juntos múltiples hilos de conocimiento en una síntesis que sea capaz de descubrir una visión de la realidad más satisfactoria y poderosa. «Nos estamos ahogando en información, mientras nos morimos de hambre de sabiduría. El mundo de ahora en adelante estará dirigido por sintetizadores, personas capaces de reunir la información correcta en el momento adecuado, pensar críticamente sobre ella y tomar decisiones importantes sabiamente»[4]. Necesitamos toda la sabiduría que poseemos para hacer frente a los desafíos del momento. Sin embargo, mientras que Wilson ve la conversación entre ciencia y teología como una necesidad pragmática, yo la veo como una oportunidad excelente para enriquecer nuestra visión de la realidad, impulsados por la consciencia de la imagen más grande de la realidad que ella hace posible. No obstante, al final tenemos que hacer algo más que lograr una integración personalmente satisfactoria de la ciencia y la fe. La cultura occidental todavía está cautivada por el mito, largamente desacreditado, de la «guerra» perpetua entre la ciencia y la religión. El medio más eficaz para desafiar esta ideología obsoleta no es refutarla histórica o argumentativamente, sino demostrar que pueden ser reunidas y mantenidas juntas con integridad por los científicos investigadores en activo. Aunque he escrito este libro principalmente para animar a todos los lectores a asimilar esta visión más rica de la realidad, el desafío mayor es conseguir que se grabe en la imaginación de nuestra cultura. Los teólogos con formación científica pueden hacer mucho al respecto, pero los más indicados son los científicos con formación teológica. Ellos constituyen a la vez el público previsto y el resultado buscado en este libro.

[1] Evelyn WAUGH, carta a Edward Sackville-West, citado en Michael of Edward Sackville-West, Bodley Head, London 1988, 237.

DE-LA-NOY,

Eddy: The Life

[2] «Naturalist E. O. Wilson is Optimistic»: Harvard University Gazette, 15 de junio de 2006; http://news.harvard.edu/gazette/2006/06.15/03-biodiversity.html. [3] Véase especialmente Edward O. WILSON, The Social Conquest of Earth, W. W. Norton, New York 2012 [trad. esp.: La conquista social de la Tierra, Debate, Barcelona 2012]. [4] Edward O. WILSON, Consilience: The Unity of Knowledge, Vintage, New York 1999, 294 [trad. esp.: Consiliencia: La unidad del conocimiento, Galaxia Gutenberg, Barcelona 1999].

Bibliografía

Recomiendo las obras señaladas a continuación como estudios accesibles e interesantes sobre el campo general de las ciencias naturales y la teología cristiana. Los lectores que deseen saber más sobre la teología cristiana –que es de capital importancia en este campo– pueden recurrir a mi introducción a sus temas en Alister E. McGrath, Christian Theology: An Introduction, Wiley-Blackwell, Oxford 20166. Ciencia y teología: bibliografía básica BROOKE, John Hedley, Science and Religion: Some Historical Perspectives, Cambridge University Press, Cambridge 2014 [trad. esp.: Ciencia y religión: Perspectivas históricas, Sal Terrae-Comillas, Santander-Madrid 2016]. COLLINS, Francis S., The Language of God: A Scientist Presents Evidence for Belief, Free Press, New York 2006 [trad. esp.: ¿Cómo habla Dios?: La evidencia científica de la fe, Temas de Hoy, Barcelona 2007]. COULSON, C. A., Science and Christian Belief, Oxford University Press, London 1955. MCGRATH, Alister E., Inventing the Universe: Why We Can’t Stop Talking about Science, Faith, and God, Hodder & Stoughton, London 2015. – Surprised by Meaning: Science, Faith, and How We Make Sense of Things, Westminster John Knox Press, Louisville 2011. MCLEISH, Tom, Faith and Wisdom in Science, Oxford University Press, Oxford 2014.

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WARD, Keith, More Than Matter: Is Matter All We Really Are?, Lion Hudson, Oxford 2010.

Índice general Índice Prefacio

Primera parte Presentación del tema

1. Inteligibilidad y coherencia: la visión cristiana de la realidad Teorías y grandes cuadros. Reflexiones iniciales Grande es la ciencia, pero necesitamos más que la ciencia Inteligibilidad y coherencia La búsqueda de coherencia Múltiples aproximaciones a una realidad compleja Por qué el cientificismo es erróneo y deficiente Enriquecimiento mediante la integración de los múltiples niveles de la realidad Enriquecimiento por medio del entrelazamiento de relatos Segunda parte Ciencia y teología: tres autores Introducción

2. Charles A. Coulson (1910-1974) El desarrollo de los puntos de vista de Coulson La relación cambiante entre ciencia y religión Inteligibilidad y coherencia en ciencia y religión Ciencia y religión: perspectivas complementarias de la realidad Por qué el «Dios tapagujeros» no es una opción seria Coulson sobre la teología natural 3. Thomas F. Torrance (1913-2007) La figura de Thomas Torrance El desarrollo de las perspectivas de Torrance sobre la ciencia y la teología El desarrollo de una ciencia teológica La teología como ciencia: la cuestión del objeto

Torrance sobre el realismo en la ciencia y la teología Teología natural y revelada 4. John Polkinghorne (1930-) La racionalidad de la fe El renacimiento de la teología natural Modelos para relacionar ciencia y teología Tercera parte Teología y ciencia: conversaciones paralelas Introducción

5. Teorías y doctrinas: modos de ver la realidad Arrepentimiento: la metánoia y la transformación de la mentalidad Razón e imaginación en ciencia y teología Imaginación y descubrimiento científico Imaginación y teología Teoría y teología: algunas cuestiones Anomalías: cuando las cosas no encajan La anomalía del sufrimiento en el pensamiento cristiano Conclusión 6. La legitimidad de la fe: pruebas, justificación e inteligibilidad Evidencia y racionalidad Evidencia y teoría Más allá de la evidencia La provisionalidad del conocimiento científico El conflicto entre teoría y observación La racionalidad de la fe 7. Analogías, modelos y misterio: representación de una realidad compleja Cómo pueden malinterpretarse los modelos Los usos de los modelos en teología El concepto de complementariedad El misterio en la ciencia y la religión 8. Fe religiosa y fe científica: el caso de Charles Darwin

El rival de Darwin: la teoría de William Paley Darwin y la lógica de descubrimiento La imposibilidad de demostrar: la teoría de la selección natural de Darwin La fe de Darwin en su teoría: la respuesta a sus críticas Darwin, fe religiosa y ciencia Fe, ciencia y Dios 9. La identidad humana: perspectivas científica y teológica ¿Son los seres humanos solo máquinas genéticas? Explicaciones reduccionistas de la identidad humana Los seres humanos y el proceso evolutivo Un sello distintivo de la naturaleza humana: la búsqueda de sentido Humanidad e imagen de Dios La ciencia cognitiva de la religión 10. Teología natural: la conexión entre ciencia y teología La diversidad de la teología natural Una teología natural cristiana Teología natural y revelación Teología natural y cientificismo La psicología del asombro Conclusión Conclusión Bibliografía Índice general

Table of Contents Índice Prefacio Primera parte 1.Inteligibilidad y coherencia: la visión cristiana de la realidad Segunda parte Introducción 2.Charles A. Coulson (1910-1974) 3.Thomas F. Torrance (1913-2007) 4.John Polkinghorne (1930-) Tercera parte 5.Teorías y doctrinas: modos de ver la realidad 6.La legitimidad de la fe: pruebas, justificación e inteligibilidad 7.Analogías, modelos y misterio: representación de una realidad compleja 8.Fe religiosa y fe científica: el caso de Charles Darwin 9.La identidad humana: perspectivas científica y teológica 10.Teología natural: la conexión entre ciencia y teología Conclusión Bibliografía Índice general [1] [2] [3] [4] [5] [6] [7] [8]

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