El Asombro. Descubrir Las Maravillas En El Día A Día - Anselm Grun

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SAL TERRAE Colección «EL POZO DE SIQUÉN»

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Anselm Grün

EL ASOMBRO Descubrir las maravillas en el día a día

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com / 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Grupo de Comunicación Loyola • Facebook / • Twitter / • Instagram

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Título original: Staunen. Die Wunder im Alltag entdecken Editado por Rudolf Walter © Verlag Herder GmbH, 2018 Freiburg im Breisgau www.herder.de Traducción: Melecio Agúndez Agúndez, SJ

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© Editorial Sal Terrae, 2020 Grupo de Comunicación Loyola Polígono de Raos, Parcela 14-I 39600 Maliaño (Cantabria) – España Tfno.: +34 944 470 358 [email protected] / gcloyola.com Imprimatur: ✠ Manuel Sánchez Monge Obispo de Santander 18-10-2019 Diseño de cubierta: Vicente Aznar Mengual, SJ ISBN: 978-84-293-2916-2

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Índice

Introducción. El ocio, la atención y la quietud como caminos hacia un estilo de vida espiritual PRIMERA PARTE Todo tiene su tiempo. Todo tiene su lugar 1.1. 1.2. 1.3. 1.4. 1.5. 1.6. 1.7. 1.8. 1.9. 1.10. 1.11. 1.12. 1.13. 1.14.

El comenzar tiene su tiempo y el terminar tiene su tiempo La alegría tiene su tiempo. Y también la aflicción necesita su tiempo Reír y llorar tienen su lugar en la vida El trabajo y la actividad tienen su tiempo. Pero también el descanso y la contemplación Lo cotidiano tiene su tiempo. Y también la celebración de fiestas Compromiso y serenidad van de la mano Estar sano es importante. Pero también la enfermedad es vida Disfrutar tiene su lugar. Pero la privación también Sentimientos negativos puede haberlos, pero no nos determinan El éxito tiene su tiempo. Y fracasar también forma parte de la vida Darse por satisfecho. Pero también fiarse siempre del anhelo Es tiempo de comprometerse. Pero también está permitido estar cansado Creer tiene su tiempo. Las dudas también tienen su razón de ser Todo tiene su tiempo: celebrar la vida y aceptar la muerte SEGUNDA PARTE Todo tiene importancia: de lo cotidiano como ejercicio de atención

2.1. 2.2. 2.3. 2.4. 2.5. 2.6. 2.7. 2.8.

Una promesa: la llamada del despertador Levantarse y no desperdiciar la vida Refrescado para el día: lavarse y ducharse Más que costumbre e higiene: lavarse los dientes Vestirse como un acto consciente Desayuno: con toda paz, cara al día Lectura del periódico, por una vez, de manera distinta Sereno camino del trabajo 7

2.9. 2.10. 2.11. 2.12. 2.13. 2.14. 2.15. 2.16. 2.17. 2.18. 2.19.

Conducir el coche como campo de entrenamiento espiritual Penetrar en una estancia y prestar atención a las transiciones Comenzar el trabajo. No atorarse en él Centrarse en un asunto. Aplazarlo no tiene sentido Hacer una pausa. Ganar tiempo para mí Cómo hasta planchar se convierte en meditación Cocinar con amor y con gusto Convite, tiempo común para lo auténtico Hornear, símbolo de la transformación interior Vuelta al hogar, a mi mundo, el que conozco Acostarse y despedir el día TERCERA PARTE De lo maravilloso en lo normal: lo que da sentido en la vida

3.1. 3.2. 3.3. 3.4. 3.5. 3.6. 3.7. 3.8. 3.9. 3.10.

Respirar al ritmo de la vida Andar puede convertirse en un ejercicio Estar en pie como actitud consciente Estar sentado: no dejarse dominar Comer y beber con atención y con gusto Gustar: percibir lo bueno y disfrutar Leer es vivir Oír con el oído del corazón Ver: mirar lo bello, ver en profundidad Estar recostado: un alivio CUARTA PARTE Del resplandor de las cosas: nueva mirada a lo cotidiano

4.1. 4.2. 4.3. 4.4. 4.5. 4.6. 4.7. 4.8. 4.9. 4.10. 4.11. 4.12.

Campanas: material de la tierra, sonido de Dios Agua: renovación y fecundidad Vino: don del cielo, gusto de la tierra Pan: se trata de nuestra vida Mesa: lugar de la comunidad, lugar de lo sagrado Silla: experimentar la propia dignidad interior Butaca: lograr relajación y paz Armario: lugar para el orden Libros: clave del misterio de la vida Vela: un amor que ilumina el corazón Cruz: síntesis de todos los contrarios Anillo: signo de protección y dignidad 8

4.13. 4.14. 4.15. 4.16.

Colgantes: expresión de una esperanza Reloj: del instante correcto Puerta: unión y delimitación Cerradura y llave: el camino conduce al campo abierto QUINTA PARTE Del hechizo de la naturaleza: integrado en algo más grande

5.1. 5.2. 5.3. 5.4. 5.5. 5.6. 5.7. 5.8. 5.9. 5.10. 5.11. 5.12. 5.13. 5.14.

Paisajes del alma, lugares de fuerza Descubrir oasis de paz Saludable misterio del bosque El árbol: una imagen de nosotros mismos Excursionismo: experimentar la libertad interior Movimiento que libera En los montes se ensancha el corazón Alpinismo: la meta siempre a la vista Flores: belleza que pugna por florecer en nosotros Los pájaros son imagen de nuestra alma En la niebla: envueltos en su cercanía Caminando por la nieve Anchura e infinitud: a la orilla del mar Sol, luna y estrellas: profundo y reverente asombro SEXTA PARTE De la riqueza de la relación: en comunión con otros

6.1. 6.2. 6.3. 6.4. 6.5. 6.6. 6.7. 6.8. 6.9. 6.10. 6.11.

De nuestras raíces De la soledad y la comunidad De extraños y conocidos Del prójimo y del lejano Del amor De la amistad De la autorrealización y la entrega De la simpatía y el amor propio De la conversación Del mundo y de la patria De la maravilla del agradecimiento

Final. Estar presente. Vivir sencillamente Bibliografía citada 9

Introducción El ocio, la atención y la quietud como caminos hacia un estilo de vida espiritual

¿Cómo se hace para que nuestra vida salga bien? ¿En qué pensamos cuando hablamos de felicidad verdadera: en poder, dinero, riqueza, hacer carrera, popularidad, consumo, el menor aburrimiento posible? La meta de todo auténtico arte de vivir es llevar una vida feliz y cargada de sentido. Filósofos de todas las épocas –comenzando por Platón, pasando por Epicuro, Epicteto o san Agustín, hasta la filosofía de hoy– han reflexionado sobre cómo se logra esto. La búsqueda del camino mejor para llevar en el día a día una vida buena y feliz no ha cesado nunca. Los verdaderos «artistas de la vida» no son los que andan siempre surfeando en la superficie, los que no toman nada enteramente en serio y solo buscan su placer. Ahora bien, ¿permite el mundo moderno que nuestra vida salga bien con más facilidad? Por supuesto, la técnica facilita nuestro día a día en multitud de aspectos, pero también las exigencias y la presión de fuera han aumentado. Tenemos acceso a una información prácticamente ilimitada, pero ¿también a lo que realmente importa? La publicidad nos invita a un consumo cada vez mayor. Pero ¿qué es lo que en realidad necesitamos? El individuo dispone hoy de incontables opciones. Pero esto significa también que cada día 10

estamos bajo el estrés de la decisión, porque con cada una de las opciones excluimos otra. Podemos tener infinidad de experiencias. Pero, en realidad, ¿qué es lo esencial? Lo único que consigue el hecho de que la felicidad parece estar en nuestras manos es someter a muchos a presión: «¿Y cómo lo logro?; ¿y qué piensan los demás de mí?; ¿me guardan también la consideración suficiente?». Y a muchos les come la ansiedad: desearían estar consiguiendo siempre algo. No pasan del ego al «yo mismo» [a la autenticidad]. Entonces, ¿cuál es el camino de la felicidad –también hoy–? ¿Cómo llegar a nuestro centro interior? ¿Cómo llegamos a la paz? Hoy muchas personas quieren conseguir la felicidad aquí y ahora: quieren comprarla o lograrla a toda costa mediante métodos psicológicos. Sin embargo, cuanto más se esfuerza uno por ser feliz, cuanto más afanosamente intenta acumular felicidad en esta vida, como «última oportunidad» (Marianne Gronemeyer), tanto menos feliz llega a ser. Los artículos de consumo no producen satisfacción automáticamente, y un fin de semana todo lo rimbombante que se quiera, en un hotel de cinco estrellas, no garantiza lo que uno espera. A base de pura búsqueda de la felicidad, uno no llega a vivirla, sino, a lo sumo, al síndrome de desgaste (burnout). Los auténticos «artistas de la vida» tampoco son los que siempre andan surfeando en la superficie, los que nunca toman nada enteramente en serio y solo quieren tener su placer. ¿Puede la espiritualidad ser un camino para una vida lograda, una vida de éxito? ¿Y qué significa espiritualidad en un mundo que tanto ofrece y tanto pone a disposición de cada uno, pero que también tantas demandas nos impone, cada vez más exigentes, y en el que todo tiene que «rendir algo», todo tiene que aportar una utilidad? Para mí, espiritualidad significa hoy, sobre todo, lo siguiente: crear un espacio de libertad en el que cada cual pueda respirar libremente: «Donde está el Espíritu del Señor, ahí hay libertad», dice san Pablo (2 Cor 3,17). Espiritualidad significa hacer un hueco al Espíritu y de Él sacar fuerza y entereza para la propia vida. Ahora bien, abrir un espacio al Espíritu de Jesús significa crear un espacio libre en el que, en medio de una situación de total condicionamiento y dependencia técnica de la existencia moderna, preservemos nuestra dignidad individual de personas: un espacio en el que no vivamos condicionados desde fuera por fuerzas extrañas, sino que seamos plenamente dueños de nosotros mismos. La tradición cristiana, en sintonía con la filosofía griega y latina, invita a hacer altos en el camino una y otra vez y buscar tales espacios de libertad, no determinados por el trajín, el estrés y todas las posibles imposiciones externas. «Ocio» llamamos a ese espacio de libertad donde no tenemos que «rendir» nada: la actitud del laissez passer [dejar pasar], de la paz, en la que podamos reflexionar sobre las cosas esenciales de la vida. Al contemplar las cosas, estas actúan sobre mí y me muestran algo de lo que las constituye e integra. Las percibo y las dejo estar. Y en el espejo del mundo me reconozco a mí mismo. Y solo cuando me reconozco a mí mismo trataré bien con el mundo. Y es así como alumbro en mí una fuente profunda de energía vital.

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Para mí, «espiritualidad» hoy significa, sobre todo, crear un espacio de libertad en el que podamos respirar libremente. En la palabra griega que significa «ocio» –scholḗ– se contiene el verbo échō, que significa «(con)tener(se)», «(de)tener(se)». De eso se trata, pues: de hacer un alto en el camino para encontrar en lo interior la actitud que necesitamos para que la vida resulte, para experimentar la libertad que nos da consistencia y equilibrio en medio de las turbulencias de este mundo. La espiritualidad, vista así, es un refugio adonde no llegan los intereses de fuera. En ese espacio queda preservado el núcleo de lo humano precisamente por su relación con una trascendencia que lo eleva por encima de lo exterior superficial. Espiritualidad cristiana no significa ninguna huida del mundo; al contrario, pretende poner rumbo al centro mismo de la vida y aceptar, profundizar y transformar la vida concreta con sus múltiples y variadas relaciones, tal como diariamente la experimentamos. El asombro es un requisito para que cada día pueda comenzar en nosotros algo nuevo, para salir de los viejos, manidos, patrones de percepción y de vida. Asombro significa estar abierto a lo nuevo y reconocer, en lo cotidiano, la maravilla, el milagro. Los niños son capaces todavía de ello: de penetrar con un corazón abierto, vivir enteramente el momento presente, sin expectativas, sin segundas intenciones, sin prejuicios. Peter Schellenbaum describe así el asombro: «Todo lo nuevo comienza con la maravilla de una revelación; pero de una revelación que no exige ningún acto de fe, sino pura atención». La vía hacia esa experiencia es, por tanto, la vía de la atención. Una vía que es posible desde una actitud de paz y de ocio. Cuando en el día a día normal percibimos lo auténtico, precisamente en ello y en ese momento palpamos el núcleo de todo ser. A quien vive en actitud de asombro, el día a día se le transfigura. La palabra alemana Staunen [asombro] procede de starren [mirar fijamente], quedar como paralizado al andar, estremecerse. Aquello ante lo que quedo como paralizado de asombro me impacta hasta en lo más íntimo: no me satisfago con lo superficial y –en el asombro– me siento transportar por encima, fuera de mí mismo. Staunen siempre tiene que ver con schauen [contemplar]. Contemplo algo maravilloso, algo que todavía no puedo comprender. Me admiro, y esta admiración me impulsa a mirarlo con más precisión para intentar entender el secreto, el misterio, de lo contemplado. Luego, esa reflexión desemboca de nuevo en asombro y admiración. No pretendo en absoluto captarlo en conceptos, sino que me abro al misterio, para que ese misterio pueda penetrarme y transformarme. Si miramos con atención una rosa, esa rosa es más que una simple planta: de ella irradia sobre nosotros el misterio de la belleza, del amor. Actividades ordinarias se convierten en símbolos, en metáforas, del misterio de nuestro ser humano. Cosas vulgares se cargan de significado cuando las contemplo como a una nueva luz: entonces las cosas, cuando las vemos así, son más que lo que parecen a una mirada descuidada y 12

superficial. Una mesa o el pan –pero también mil cosas de la naturaleza, como un árbol o una flor– pueden abrir su sentido para nosotros y de repente convertirse en un símbolo e irradiar nueva luz. Todas las cosas pueden abrir su más profundo sentido para nosotros. Descubrimos este embrujo en las cosas cotidianas del mundo. Cuando, en este contexto, hablo de «embrujo» o de «hechizo», no pienso en nada mágico. Se trata del redescubrimiento de una dimensión esencial de nuestra realidad. El encantamiento del mundo: así titula el historiador Jörg Lauster su gran Historia de la cultura cristiana. Él define la cultura como «el plus en la percepción del mundo» y como un «sentimiento del mundo, que es más que estar instalado en este mundo» (Lauster, 13). Según esto, la espiritualidad cristiana es un modo de ver que capta, en las cosas exteriores, el resplandor del misterio de Dios: «El cristianismo es el lenguaje de un sentimiento del mundo que entiende el plus como la irradiación de la presencia divina en el mundo: es, por consiguiente, el lenguaje de un continuado hechizo o encantamiento del mundo» (ibid.). Todo nos habla del misterio de nuestra vida, más allá de la utilidad y el interés. Cuando hoy de nuevo descubrimos nuestro propio mundo, más allá de la utilidad y el interés, de la eficiencia y la racionalidad, entonces también nuestra fe se vuelve más esencial, más profunda. El mundo que contemplamos con los ojos del asombro nos habla del maravilloso misterio de nuestra vida, el que intentamos vivir ante Dios, con Él y en Él. Con esto nos acercamos también al mensaje de la Biblia. Porque Jesús habla con frecuencia de cosas completamente terrenas: del sembrador que siembra su semilla, de los pájaros del cielo y de los lirios del campo, del mercader que anda tras una piedra preciosa, de la cizaña entre el trigo o del modo y manera como las personas manejan el dinero que se les ha prestado. Pero, al hablar de las cosas de este mundo, habla, al mismo tiempo, de Dios. Al hacer esto, lo que a Él le interesa siempre es cómo nuestra vida puede salir lograda con Dios. En este horizonte, todo se hace transparente. Así, todavía hoy puedo percibir el lirio como metáfora o símbolo de mi nostalgia de una belleza limpia y como inspiración de la confianza en Dios y de la despreocupación; o, en la imagen del grano de mostaza, puedo reencontrar la energía de la promesa de una vida en flor. En los evangelios sinópticos –en Mateo, Marcos y Lucas– sobre todo en las parábolas se hacen transparentes las cosas del mundo, nuestra actividad en la vida cotidiana, nuestras relaciones. A través de todo se nos manifiesta el ser del Padre del cielo. Y en el Evangelio de Juan, Jesús habla en imágenes de sí mismo. También allí, cosas terrenas se convierten en imagen del misterio de Jesucristo, de su significado para nosotros y de su efecto sobre nosotros. Jesús, por ejemplo, dice de sí: «Yo soy la verdadera vid» (Jn 15,1). En griego se pospone el adjetivo (hē alethinē): «Yo soy la vid, 13

la verdadera». Con estas palabras, Jesús quiere subrayar que Él, en su persona, representa la verdad de la viña. Muchas veces solo vemos lo exterior. Sin embargo, si miramos más a fondo, en una viña reconocemos también el misterio de la unión de Jesús y sus discípulos y el secreto de su fecundidad. En ello reconocemos también el misterio y la verdad de nuestra propia vida. Verdad, pues, significa aquí que el velo colocado sobre todo se retira. Y se nos des-vela el misterio del ser: lo que está oculto detrás de todo, lo que anida en el fondo de todo. Martin Heidegger traduce la palabra griega alētheia (= verdad) por «des-velamiento». Lo oculto [lo velado] se muestra, se ilumina sobre nosotros [se des-vela]. Asombrarse: contemplar el mundo con ojos nuevos y reconocer la esencia de las cosas. Esto es también lo que me interesa en este libro: que aprendamos de nuevo a asombrarnos. Es decir, que a las cosas y ocupaciones de la vida diaria, a lo aparentemente trivial y evidente por sí mismo –así como a nuestra relación con otros o a nuestro manejo del tiempo– les preguntemos por su verdad profunda, por lo velado que en ellos anida. Si somos capaces de hacer esto, entonces todo lo que hay en el mundo se convierte en imagen, metáfora, del misterio y del secreto de nuestra vida. El hechizo de lo divino se posa sobre todo y se manifiesta en todo. Nuestra vida, nuestra realidad se transfigura. Por lo demás, siempre ha existido en la tradición cristiana un modo así de ver las cosas. El monje Evagrio Póntico (345-399), en su teología mística, distingue dos formas de contemplación: «la contemplación del mundo de las creaturas» y «la contemplación de Dios» (Evagrio, Praktikós, 1). Reino de los cielos significa, para él, el reconocimiento de que todo está impregnado de cielo, que todo es tejido de Dios. La primera forma de contemplación consiste en contemplar la naturaleza con ojos nuevos y reconocer la esencia de las cosas. La contemplación del mundo reconoce, en todo lo que nos es dado en la naturaleza, un símbolo de algo más profundo, un símbolo de la presencia de Dios y de nuestra unión con Él. Pero la condición para que le reconozcamos en las cosas naturales es la limpieza del corazón, una libertad interior del dominio de las pasiones y emociones, una claridad interior del alma. Lo que Evagrio entiende por «reconocimiento de la esencia de todas las cosas» lo describe en el capítulo 92 de su Praktikós: «Uno del círculo de los llamados sabios vino una vez a san Antonio; traía la siguiente pregunta: “Padre, ¿cómo te las arreglas para llevar una vida así cuando ni siquiera puedes sacar consuelo de los libros?”. El santo le respondió: “Mi libro, respetado filósofo, es la naturaleza de las cosas creadas y ese libro está siempre ante mí, por si quiero sumergirme en la palabra de Dios”».

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Antonio, el eremita del desierto, lee en el libro de la naturaleza. Si nosotros –como él– leemos contemplativamente en ese libro de la naturaleza, la naturaleza nos lleva a la quietud, al silencio. El silencio nos viene dado de antemano. El bosque es silencioso, el desierto es silencioso. Silencio significa: dejamos a la naturaleza como es. Ella se nos presenta como puro ser. Nosotros, cuando nos adentramos en el silencio, participamos de ese puro ser. Esto nos vuelve silenciosos a nosotros. Y en ese silencio experimentamos lo esencial de todo ser, el fondo del ser. Precisamente, en una época ruidosa, en la que sin parar y en todas partes algo atrae violentamente nuestra atención, también el encuentro con la naturaleza y el redescubrimiento del silencio y de la quietud es un camino esencial de la espiritualidad. Esa espiritualidad nos proporciona una nueva mirada de las cosas: lo aparentemente banal lo hace transparente respecto de un trasfondo más profundo: da a lo cotidiano un alma. No solo en la tradición cristiana se encuentra este modo de ver. Thich Nhat Hanh, el sabio budista vietnamita, llega a similares conceptos y experiencias cuando habla de la atención. Y el culto sabio en espiritualidad oriental Karl Friedrich Graf Dürckheim citaba constantemente a sus alumnos un viejo dicho japonés: «Para que algo obtenga significado religioso, solo hay dos condiciones necesarias: tiene que ser simple y repetible» (Dürckheim, La vida cotidiana como ejercicio de superación moral, 17). Esto es esencial para la meditación: la sencillez y la repetición. Precisamente actividades que diariamente repetimos pueden convertirse en rutina vacía o, al contrario, en meditación, en vía hacia nuestro centro personal, en camino de la pura presencia, en la que entonces llegamos a barruntar también presente a Dios. Lo que parece banal puede abrirse a una realidad misteriosa. De nosotros depende, de nuestra atención y de nuestra disposición para embarcarnos en esa transformación. Así pues, en este libro quisiera contemplar actividades y hechos continuamente recurrentes de la vida diaria, cosas enteramente sencillas, pero también la naturaleza o ciertos lugares que de manera especial nos impactan y nos afectan. Mis ideas quieren ser una invitación a ver y a hacer, a una nueva luz, lo que a diario hacemos y experimentamos. Entonces, nuestro itinerario espiritual no será una huida de la realidad de nuestra vida. Antes bien, se convertirá en un camino para ver lo que a diario hacemos y experimentamos, como metáfora de nuestro camino interior y como imagen del profundo misterio que, en todo lo que existe, tiende a salirnos al encuentro y afectarnos.

Solo hay dos formas de vivir. O bien como si nada fuera un milagro o como si todo fuese un milagro.

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(Albert Einstein)

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PRIMERA PARTE

Todo tiene su tiempo. Todo tiene su lugar

N

inguna vida tiene solo altos, ningún ser humano vive solo de bajos. Unos y otros – altos y bajos– forman parte de nuestra vida y nos han configurado como el ser humano que ahora somos. Por eso, es importante enfrentarse por igual a los altos y a los bajos. En la Biblia hebrea, en el Libro de Qohelet [Eclesiastés], esta doctrina la describe el famoso poema sobre el tiempo. Qohelet, un maestro que buscaba unir filosofía griega con sabiduría judaica, está convencido de que el tiempo de nuestra vida está condicionado por Dios, que lo ha dispuesto todo. Él es el que nos da el tiempo y Él nos da diversas calidades de tiempo mientras vivimos: «Tiempo de nacer, tiempo de morir, tiempo de plantar, tiempo de arrancar lo plantado» (Ecl 3,2). En catorce contraposiciones se describe el misterio del tiempo. En la antigüedad, 14 es el tiempo de la curación. En Babilonia hay catorce deidades de la salud. Los cristianos han asumido esto en los catorce «santos salvadores». Aun cuando, según esta manera de pensar, el tiempo tiene características muy dispares, la conjunción integrada de estos diversos aspectos es algo positivo. Siempre que una persona se acomoda a lo que en ese momento concreto le ofrece el tiempo, eso le resulta saludable en último término, aun cuando a primera vista parezca más bien negativo. Cuando vivimos un momento alto no debemos, pues, echar las campanas al vuelo y pensar que todo va a ser de color de rosa en nuestra vida. Los puntos altos tienen con frecuencia un peligro: pueden inducirle a uno al error de hacerse ilusiones sobre su vida. Puede ser que a la cumbre siga el valle. Pero también puede suceder que la cumbre dure más tiempo. En ese caso podemos vivir agradecidos. Pero tenemos que saber siempre que no podemos retener nada. Si sigue un bache profundo, ese bache nos puede arrastrar a las profundidades personales. Una persona solo es prudente cuando los altos y bajos 17

que con frecuencia experimenta que cronológicamente se suceden de manera alternativa en su vida los ve también siempre como espejo de los altos y bajos de su propia alma. Muchas personas viven rupturas en su vida: se quiebra una larga relación, se pierde el puesto de trabajo y uno tiene que mudarse a otra ciudad. O una enfermedad fulminante hace trizas los planes trazados. La vida no se deja planificar. En medio de tantos imponderables y de tanta imprevisibilidad, ¿cómo, a pesar de todo, encontramos una coherencia y un sentido en nuestra vida? ¿Cómo podemos integrar en una totalidad todas las piezas rotas? Ya Qohelet está convencido de que nuestra vida solo sale bien cuando damos de mano la idea de que todo es siempre perfecto, siempre amable, siempre exitoso, siempre feliz. Solo cuando asumimos en nosotros los contrarios y nos reconciliamos con la idea de que las experiencias en el tiempo son contradictorias encontraremos, en medio de todo lo quebradizo y contradictorio de nuestra vida, una reconciliación con nosotros mismos y con la vida.

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1.1. El comenzar tiene su tiempo y el terminar tiene su tiempo

Es parte del misterio de nuestra vida que comience con el nacimiento y termine en la muerte. Esto no se puede acelerar a discreción ni retrasar definitivamente. Y también cada instante que vivimos es nuevo. Significa un nuevo comienzo, pero también termina algo. Este comenzar y terminar acontece sin que nosotros hagamos nada al respecto. Es una estructura fundamental de nuestra existencia a la que no tenemos más remedio que plegarnos. Pero empezar y terminar es también un arte. Podemos experimentarlo a diario: al que comienza algo, le crece la energía. Y quien lleva algo a buen término logra igualmente fortaleza interior. De muchas personas se dice que no hallan nunca ni un comienzo ni un final. Todo lo van posponiendo para luego, pero nunca le hincan el diente. Le cuentan a uno lo que desearían hacer, pero no ponen nunca manos a la obra. Convocan una reunión, pero esta no comienza correctamente. Todo son charloteos y superficialidades: no se sabe si aquello que se está discutiendo va ya en serio, si hay que tomar una decisión o si simplemente se está solo de cháchara. Tales personas, en esa situación, las más de las veces tampoco encuentran nunca el final a la reunión. Cuando yo tenía que dirigir reuniones, para mí era siempre importante empezar bien y concluir con un mensaje claro. Una buena organización contribuye, sin duda, a la cultura del coloquio y del encuentro. Muchos de aquellos a los que les gusta ir aplazándolo todo tampoco encuentran al atardecer un final a lo que traen entre manos. Comienzan esto o aquello y así no llegan a acostarse. Entonces vienen las quejas: ¡es tanto lo que uno tiene que hacer…! Quien comienza, a ese le crece la energía. Y el que lleva el asunto a buen término, ese logra fortaleza interior.

Comenzar significa: asumo la responsabilidad sobre mi vida. La configuro activamente y dejo de lamentarme de si las circunstancias, o mi formación o mis características personales, me maniatan. Comenzar de nuevo es algo que puedo hacer siempre. Muchas veces el material de mi vida consiste tal vez en una escombrera de sueños vitales rotos. 19

Pero incluso con fragmentos puedo ensamblar una vasija nueva. Seguro que tal vasija ya no va a ser tan perfecta como la antigua. Pero a lo mejor tiene una apariencia más creativa, con más colorido, más viva. Más de uno se queda atenazado ante el montón de escombros que constituye el material de su vida. El montón de cascotes le produce una sensación de caos. Cuando una relación se ha roto, cuando la tarea que yo tenía hasta ahora no se pudo llevar a buen término, en ese montón de cascotes todavía no puedo descubrir el edificio que de él podría salir. No veo el fin. Pero de eso se trata: de ver conjuntamente el comienzo y el final, de configurar un final partiendo del comienzo, de dar cima a algo. Para comenzar se precisa ánimo. Muchos tienen miedo, se sienten inseguros ante lo que pudiera resultar. Pero, si reflexionamos atentamente sobre lo que realmente queremos, podremos descubrir también los medios de que personalmente disponemos y que nos dan seguridad: por ejemplo, la experiencia de haber comenzado de nuevo ya más de una vez. O nuestra disciplina, que nos da energía para aguantar y mantenernos firmes. O también nuestra creatividad, que en todo comienzo nos permite dar forma a algo nuevo. Ánimo y seguridad suministran la energía necesaria para poner la primera piedra de un comienzo nuevo.

Pero el que comienza consigue también poder sobre su vida, y de ahí sale asimismo energía. Pero es que, igualmente, el que es capaz de cesar en su actividad muestra que tiene poder sobre su propia vida. También en este caso, de lo que se trata es de no dejarse dominar por lo que se nos viene encima. Los latinos dicen: en todo lo que hacemos, debemos mirar el fin, «respice finem». Esto tiene aplicación en toda decisión concreta, pero también respecto de la vida en su conjunto. Si vivo consciente de que mi infancia, mi juventud, el solícito acompañamiento de mis hijos, mi carrera profesional… van a terminar, tomo conciencia de la especial calidad de esos tiempos. Muchas veces, el final nos viene dado también desde fuera. Entonces es bueno entender el guiño del destino –¡o el aviso de Dios!– y seguirlo. Si estamos de acuerdo con el final, aun cuando este nos venga impuesto de fuera, seguimos viviendo en libertad. Si nos revolvemos contra el final, nos volvemos descontentadizos, amargados. Y ya ahora, en todo lo que hago, pensar en el final da al momento presente su dignidad. Desde esa consciencia voy a vivir más atento y con más intensidad.

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1.2. La alegría tiene su tiempo. Y también la aflicción necesita su tiempo

Alegría y tristeza son profundos sentimientos que nos afectan en lo más íntimo y nos vitalizan. Ambas emociones, por muy opuestas que sean, van, sin embargo, juntas. Hay un tiempo para la alegría. Y entonces, ese tiempo debemos disfrutarlo a pleno pulmón. Hay personas que reprimen su alegría. No son capaces de alegrarse de todo corazón. Y cuando luego llega el momento de estar afligido, tampoco se avienen con la tristeza y la aflicción. Huyen del dolor que va unido a la aflicción. No admiten en sí ninguna de las dos emociones; a lo sumo, se permiten, únicamente, indicios de ellas. Pero no entran a fondo en la emoción. Jesús vivió esta experiencia entre sus oyentes. A la gente de su generación le echa en cara: «Son como niños sentados en la plaza, que se dicen entre ellos: Hemos tocado la flauta y no habéis bailado, hemos cantado endechas y no hacéis duelo» (Lc 7,32). Esa gente no podía sintonizar ni con la alegría que Jesús les anunciaba ni con la rígida penitencia a la que Juan el Bautista los incitaba. A veces, personas así, que no quieren asumir a fondo sus emociones, justifican su conducta con motivos racionales: que no podrían alegrarse «a la orden», o afligirse «por decreto». Pero esto es un pretexto. La realidad es que no se avienen con aquello que precisamente está en juego. Mutilan sus propias emociones. No quieren percibir ni fuertes alegrías ni profundas aflicciones. Prefieren vivir «desapasionadamente». Pero esto también los hace flojos, asténicos. La vida se vuelve monótona, pierde su salsa. Solo cuando nos abrimos a la alegría y a la tristeza, precisamente cuando ambas entran en juego, solo entonces vivimos con intensidad. Solo entonces experimentamos el misterio de la vida. Cuando nos sumergimos en las emociones, percibimos, tanto en la aflicción como en la alegría, una fuente de energía y de vitalidad que nos tonifica. De gente que no tiene ninguna emoción no nace vitalidad alguna. No hacen que algo se mueva. Se precisa la emoción que me pone en movimiento.

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La alegría es reacción a algo que nos ha salido bien, o a algo que nos toca hondamente el corazón. En la alegría nos abrimos a aquello que nos hace felices. No podemos provocar, sin más, la alegría en nosotros. Pero sí puede uno decidirse absolutamente por ella. Puedo decidir conscientemente alegrarme con lo bello, alegrarme con una entrevista. La alegría está en nosotros. Solo se necesita estar dispuestos a hacer que la fuente de alegría que hay en nosotros salte hacia arriba cuando desde fuera algo bello o gratificante nos impacte. La alegría ensancha nuestro corazón y da a nuestra vida otro sabor. Es saludable para toda nuestra vida que la alegría ocupe en nosotros el espacio que realmente le corresponde. Nos cerramos a esta fuente cuando no la aceptamos. También la aflicción, la pena, es una emoción fuerte. Muchos la borran de su camino. Ahora bien, la aflicción es una aptitud para tratar con las pérdidas, para dar el adiós a una persona amada. Quien no recurre a esta aptitud porque es dolorosa caerá en la depresión. La depresión, con frecuencia, es pena reprimida. Y es que, en la aflicción, en la pena, el caso no es dar un adiós solo a una persona amada, sino también a las ilusiones que yo me he ido formando sobre mí mismo. Si deploro mi propia mediocridad puedo dar un sí a mi vida tal como es. Y entonces, en medio de la aflicción y de la pena, percibo también paz interior, alegría y un vislumbre de felicidad. Pero muchos no deploran su situación. Añoran sus ilusiones, con lo que se privan a sí mismos de la energía que necesitan para el momento presente. El que de este modo añora sus ilusiones se queda anclado en el pasado. Pero quien en la pena y en la aflicción da un adiós a su pasado, ese se vuelve capaz de vivir enteramente en el momento presente.

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1.3. Reír y llorar tienen su lugar en la vida

El lenguaje popular lo sabe: «Reír es sano». La medicina nos ha hecho tomar conciencia de nuevo de ello. Al reír me distancio de las ligaduras de lo cotidiano y trabo contacto con la paz interior. No doy oportunidad alguna a las cosas que tienden a oprimirme, sino que me sitúo por encima de ellas. Cuando san Benito pone en guardia a sus monjes contra la risa descarada, es seguro que con ello está pensando en una cosa distinta: una risa que ofende a una persona vulnerable, porque la ridiculiza. Burlarse de una persona es una forma sutil de abuso de poder. Pero eso no tiene que ver con una risa auténtica. El que ríe de corazón contagia a otros, da muestras de vitalidad y de libertad. En la Edad Media existía la risa pascual: en la homilía de Pascua, un sacerdote contaba chistes para hacer reír a la gente. En esa risa –así pensaban los teólogos entonces– la gente experimentaría el misterio de la resurrección: que la muerte ya no tiene ningún poder sobre nosotros. Que en la risa somos libres para ponernos por encima de todo lo que se nos antoja amenazador. Hay personas que quieren controlar sus emociones. Ni pueden reír distendidas y de corazón ni son capaces de expresar su tristeza y llorar. Todo tiene que suceder solo en la superficie. Sin embargo, reír y llorar, como reacciones emocionales, son signos de vitalidad. Tanto al reír como al llorar, la persona no se mantiene a sí misma «bajo control». Escapan a ese control la risa, como reacción inmediata a la alegría o a un chiste que hace reír, y el llanto, como reacción espontánea a un acontecimiento que le entristece a uno. Pero existe también un llanto como expresión de una alegría profunda. Los monjes primitivos elogiaron el don de lágrimas. Tal llanto era la reacción a una profunda experiencia de Dios. Quien realmente experimenta profundamente a Dios en su alma, rompe en llanto. Porque a Dios no se le puede experimentar desde la distancia. Si experimento a Dios, esa experiencia provoca en mí una vigorosa reacción. Tal llanto es ambas cosas a la vez: llorar a causa de la grandeza de Dios, pero también llorar a causa de mi estrechura y pequeñez. Al reír, somos libres para ponernos por encima de todo lo que se nos antoja amenazador.

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Las lágrimas –según la convicción de los antiguos monjes– conducen a la persona a su verdad. La ponen en contacto consigo misma. El filósofo Helmuth Plessner interpreta el llanto como «conmoción integral a la que la persona se entrega sin reserva». Según esto, es encuentro con la realidad misma: directa expresión de vida verdadera. Con la risa y el llanto reaccionamos inmediatamente al mundo que nos sale al paso en acontecimientos alegres o tristes. Y el mundo, al igual que nuestra vida, está lleno de acontecimientos y de vivencias que provocan en nosotros ambas reacciones: risa y llanto. A los que lloran, Jesús les promete que reirán. Si aceptan su mensaje, su situación interior va a cambiar. Sin embargo, a los que ríen pensando que a ellos todo les va a salir a pedir de boca y que pueden reírse de los demás que tienen menos que ellos, los increpa: «¡Ay de vosotros, los que ahora reís!, porque lloraréis y haréis duelo» (Lc 6,25). Con las Bienaventuranzas por un lado y las imprecaciones por otro, Jesús quiere hoy amonestarnos: opta por reír. Ríete de todas las fuerzas que tienden a entristecerte. Porque, si confías en la asistencia de Dios, las fuerzas extrañas no tienen poder alguno sobre ti. Y, a la inversa, Jesús quiere prevenirnos: no tienes garantía alguna de que vayas a poder reírte siempre. Por tanto, reflexiona en qué quieres poner tu confianza: en la riqueza de la que ahora disfrutas y con la que te distingues de los pobres, o en Dios. Porque si apoyas tu risa solo en cosas externas, eso se te va a pasar pronto. Por eso, opta por la confianza. Incluso aunque la pena te golpee, no te va a hundir. La misericordia y el amor sin límites de Dios son garantía de que la risa ha de vencer al llanto. Pero, mientras vivimos, la ley es: reír tiene su tiempo y llorar tiene su tiempo. Solo cuando el tiempo quede anulado en la muerte dominarán definitivamente la libertad y la alegría: entonces se enjugarán todas las lágrimas y entonces la risa obtendrá definitivamente la victoria.

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1.4. El trabajo y la actividad tienen su tiempo. Pero también el descanso y la contemplación

El trabajo determina gran parte del tiempo de nuestra vida. Pero no se puede convertir en el factor que lo determine todo. Es cuestión de equilibrio. Necesitamos tiempos de paz, de ocio y de contemplación para que el tiempo no nos devore. Pero igualmente necesitamos tiempos en los que estar activos para no volvernos simplemente dependientes de algo y perder la tensión interior. En la tradición de san Benito, el binomio trabajo-oración –«ora et labora»– es lo que subraya esa relación de tensión y calma, de relación con el mundo y de referencia a Dios. En ambos, en la oración y en el trabajo, lo que está en juego es la actitud de oblación y entrega.

Un joven quería a toda costa entrar en el monasterio. Pero pensaba que él era un tipo contemplativo. Que podría trabajar a lo sumo tres horas al día. El resto del tiempo lo necesitaba para la contemplación. Este joven confundía contemplación con disponer de tiempo para sí. Y, en el fondo, para él contemplación era un girar narcisista en torno a sí mismo. No sin razón san Benito exige a sus monjes orar y trabajar. Ambos factores forman un todo. Y para ambos hay tiempos concretos. Hay tiempos en los que conscientemente no hago nada hacia fuera, en los que me permito simplemente estar sentado y meditar y escuchar el silencio. Pero si siempre estoy sentado y solo medito, la meditación, en algún momento, se me vuelve vacía y yo pierdo tensión interior. Solo la alternancia de tiempos de acción y contemplación nos mantiene interiormente vivos. Pero san Benito no solo conoce tiempos para la acción y tiempos para la contemplación, para el trabajo y para la oración. San Benito también entiende el trabajo como un test de la autenticidad de la oración. Quien se niega al trabajo, en el fondo se está negando también a Dios en la oración. Utiliza la oración solo como un tiempo en el que da vueltas en torno a sí mismo, a sus necesidades y sentimientos. En la oración y en 25

el trabajo, lo que en definitiva está en juego es la oblación, la entrega: en la oración me entrego a Dios. En el trabajo me entrego enteramente al trabajo. Trabajo con una actitud de entrega total. Y, para san Benito, esa entrega al trabajo no está en contradicción con la entrega y oblación en la oración. Al contrario: al entregarme al trabajo, me ofrezco y entrego a Dios, que me llama a desprenderme de mi ego y a darlo todo por Él mismo y por la gente y por lo que la vida pide de mí. Y esto es precisamente el trabajo. Ahora bien, lo que vale para los monjes vale para cualquier persona en absoluto. No todos viven esto así. Muchos perciben hoy el trabajo como algo estresante, como esfuerzo y penalidad y, con demasiada frecuencia, como algo extraño que se les impone. Esta significación negativa del trabajo o de trabajar está implicada ya en la palabra alemana, que originariamente viene a significar «ser un pobre diablo condenado a un trabajo corporal demasiado duro». En la palabra alemana, por tanto, se alude a la imposición del trabajo y a la dureza del mismo. Solo con Lutero adquirió la palabra un significado positivo. Con él, por «trabajo» se entendió la actividad profesional. Ahora bien, Beruf [profesión] proviene de Ruf [llamada, vocación]: Dios llama a las personas al trabajo. Al igual que el vocablo alemán, la palabra latina labor conserva también un sabor a penalidad. El verbo griego poiéō, por el contrario, tiene algo de creativo. Poiéō significa «hacer», «trabajar», pero también «componer» (versos), «crear», «dar forma». El trabajo, pues, es el lugar en el que la persona puede crear y configurar algo nuevo. San Benito tiene ante la vista este significado positivo del trabajo cuando habla de los trabajadores manuales como «artífices» (lo que puede significar también «artistas»). Ora et labora, «Ora y trabaja»: para él, ambas cosas forman un todo. La unión de ambos polos transforma también el trabajo. Lo que quiere decir: la sana alternancia de oración y trabajo, de actividad y descanso, confiere tanto a mi oración como a mi trabajo una nueva calidad. La oración se convierte en un «hacer un alto» para, en el interior, descubrir la fuente personal. Y entonces, el trabajo brota de esa fuente interior. Así que el trabajo no es algo completamente extraño que me es impuesto, que tengo que cumplir como una obligación que me viene impuesta de fuera; antes bien brota hacia fuera de la fuente interior; es el fruto de la oración. Y en ambos, en la oración y en el trabajo, se da una actitud de oblación y entrega. En la oración me entrego a Dios y confieso que, en definitiva, le pertenezco a Él. Cuando trabajo en actitud de plena entrega, el trabajo pierde el carácter de penalidad. Entonces puedo olvidarme de mí mismo. En ese momento, el trabajo fluye de la fuente del amor. Y adquiere una calidad distinta. Pero para experimentar esta nueva calidad del trabajo se precisa también la alternancia de trabajo y descanso, de trabajo y oración. En todo caso, la oración no se debe instrumentalizar para poder trabajar más y mejor. La oración, al contrario, es valiosa en sí misma. Es un respirar del espíritu. En la oración entro en contacto con mi alma, con el espacio interior de la quietud y del silencio. Y en ese espacio de la quietud y del silencio puedo descansar. En él percibo el momento en el que –ahora– no tengo que «rendir» absolutamente nada. Cuando saboreo ese momento, entonces recupero de nuevo el gusto de trabajar. 26

La alternancia acción-contemplación nos mantiene interiormente vivos.

El domingo es normalmente un día en el que conscientemente abandonamos el trabajo y nos entregamos al descanso. Sin embargo, para muchos el domingo se ha convertido solamente en una especie de ocupación de otro estilo. Se vive en ascuas pasando de un acontecimiento a otro. Se somete uno a nuevo estrés, por ejemplo, al emprender marchas agotadoras por la montaña y tener que escalar esta o aquella cumbre aun cuando luego, al regresar, haya de soportar horas de atasco. Tenemos que volver a aprender a saborear tiempos de descanso, de ocio, de contemplación, para volver luego a trabajar a gusto. Quien durante el trabajo está continuamente suspirando por el fin de semana libre no ha creado para sí una buena relación acción-contemplación. También el ocio es una condición para la contemplación. El ocio supone una actitud de «alto en el camino», actitud de laissez faire, de silencio, de paz. Me tomo la libertad de estar libre de la imposición de tener que estar siempre haciendo y produciendo algo. Tampoco cedo a la tentación de transmitir a otros la impresión de que tengo muchas cosas que hacer y que, por eso, soy importante. Y disfruto de esa libertad porque sé que no tengo que estar transformando continuamente el mundo. Al menos por una vez, lo dejo como está. Lo admiro y me asombro de su belleza. Percibo lo que me quiere decir. Dejo a las plantas crecer. Dejo que las personas sean como son. No estoy sometido a la presión de tener que transformar todas las cosas de mi alrededor y, sobre todo, a mis congéneres, los humanos. Solo si soy capaz de dejarlos ser como son descubro hacia dónde tienden a desarrollarse y cómo puedo acompañarlos a llegar a ser lo que, por su íntima, profunda naturaleza, son. En la contemplación –meditación, oración– trabo contacto con la fuente interior. Y de esa fuente puedo luego beber en el trabajo. La contemplación me conduce al fondo de mi alma. Y solo allí percibo la fuente del Espíritu Santo que mana dentro de mí. Cuando bebo de esa fuente, ya no me siento tan fácilmente agotado. Porque la fuente es inagotable, ya que es divina. De esa fuente, en todo caso, solo puedo beber si soy permeable al Espíritu de Dios. Si utilizara la fuente del Espíritu Santo para fortalecer mi ego y para mostrarme hacia el exterior con infinita capacidad de aguante, esa fuente podría no fluir en mi espíritu. Fluye solo cuando me libero de mi ego y me abro al Espíritu de Dios. Entonces mi trabajo adquiere otra calidad. Pierde lo duro y lo amargo. La fuente fluye y aporta bendición porque está impregnada del Espíritu de Dios.

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Trabajo y descanso forman un conjunto como el ojo y el párpado. (Rabindranath Tagore)

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1.5. Lo cotidiano tiene su tiempo. Y también la celebración de fiestas

El vocablo alemán Alltag [«todos los días», la vida cotidiana] no ha aparecido hasta el año 1800 más o menos. Hace referencia a lo que vivimos todos los días, a diario. Es lo usual, lo que no es nada especial. Y en la palabra se incluye también que cada día ocurren cosas de toda clase y una mezcolanza de quehaceres. Pero la palabra All [todo] designa también el universo. Lo cotidiano lo designa todo en el ser humano. El «todo» de Alltag es, con frecuencia, tan fuerte que Dios no tiene en él espacio alguno. Por eso, desde siempre fue una necesidad del ser humano interrumpir lo cotidiano con fiestas. El tiempo cotidiano se desgasta. Una fiesta nos pone en contacto con el tiempo no gastado del comienzo.

La fiesta más originaria de la que nos habla la Biblia es el šabbat [el sábado], luego, en el ámbito cristiano, domingo. En el día séptimo, el šabbat, Dios descansó de su trabajo. Y declaró sagrado ese día. Sagrado es lo que se sustrae al control del mundo. Lo sagrado pertenece a Dios. Sobre ello el mundo no tiene poder alguno. Así, la fiesta es un punto que interrumpe el implacable curso del tiempo tal como se nos presenta a diario: un punto que crea para nosotros un espacio libre. Ese espacio libre está caracterizado por el descanso y el ocio. Y forma parte de la esencia del ser humano. Sin fiestas, el ser humano se convertiría en esclavo del trabajo. Sin embargo, el trabajo –dice la Biblia– solo se concluye mediante el descanso del šabbat. «Para el día séptimo había concluido Dios su tarea; y descansó el séptimo día de toda su tarea» (Gn 2,2). Sin descanso, el trabajo no queda concluido. Continúa siempre, no cesa nunca. Pero tampoco llega a estar realmente consumado, perfecto. El descanso es necesario para contemplar el trabajo y percibirlo con agradecimiento. La palabra alemana Fest [fiesta] está relacionada con el vocablo latino feriae [ferias]. Y estas eran días libres. La fiesta, por tanto, tiene que ver siempre con libertad. La fiesta no tiene que «producir» nada. Celebro algo que no tiene un objeto concreto: celebro la vida, la alegría de vivir… Y la fiesta me pone ante los ojos imágenes saludables que buscan ponerme en contacto con mi verdadera identidad. Por eso, para C. G. Jung el año 29

eclesiástico es un sistema terapéutico. En cada fiesta festejamos imágenes que se corresponden con las sanas imágenes de nuestro espíritu y pujan por salir al exterior. De aquí que celebrar una fiesta entone siempre nuestro espíritu. Una fiesta –dicen los psicólogos de la religión– nos pone en contacto con el tiempo sagrado, con el tiempo no desgastado del comienzo. El tiempo de a diario se desgasta. Tiene que ser como renovado continuamente mediante el contacto con el tiempo sagrado del comienzo. La fiesta interrumpe el día a día y lo abre a Dios, a la trascendencia: a algo que es mayor. La fiesta –así lo dice el filósofo Josef Pieper– es afirmación de la vida: «pone al ser humano de acuerdo consigo mismo». Y nos une con otras personas. No se puede celebrar una fiesta en solitario. En la fiesta experimentamos el apoyo de la comunidad, el estar sostenidos por la comunidad. Se precisan, pues, ambas cosas: el día a día, en el que nos dedicamos a todas las tareas que nos plantea la vida, y la fiesta, que rompe la rutina de diario y abre nuestra vida a Dios. Pero, al mismo tiempo, importa que abramos también continuamente nuestro día a día a Dios. Esta tarea –así nos lo dice la tradición espiritual– la realizan los ritos y la oración diaria. Los ritos crean, en medio de lo cotidiano, un tiempo sagrado, un tiempo que pertenece a Dios y a mí mismo, del que nadie puede disponer, en el que estoy enteramente «enmimismado», en el que vivo yo personalmente, en vez de «ser vivido». Y los ritos nos ponen en contacto con las raíces de nuestros antepasados, con la energía vital y la fuerza de la fe de todos los seres humanos que, antes de nosotros, se atuvieron a esos ritos y con ellos amaestraron su vida. Sin ritos, nuestra vida cotidiana se convierte fácilmente en una rueda de hámster. Lo cotidiano sería lo que lo decidiría todo en nosotros. Los ritos son una interrupción de lo cotidiano, y una irrupción de la trascendencia en nuestra vida. Los ritos son la condición para superar la vida diaria desde Dios y con la bendición y la energía de Dios. Como la fiesta, también los ritos nos dan el sentimiento de libertad interior, de nuestra dignidad y de nuestra identidad. Y nos dan la seguridad de que tampoco en el día a día vamos a salirnos de la relación con Dios, de la relación con la trascendencia[*]. [*] Para el concepto de rito y, sobre todo, para los diversos tipos de ritos, cf. A. GRÜN, Pequeños ritos para la vida diaria, Mensajero, Bilbao 2013 [Nota del T.].

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1.6. Compromiso y serenidad van de la mano

Conozco personas que están siempre en ascuas por una causa y que constantemente viven comprometiéndose pasionalmente por algo. Pero muchas veces esas personas corren también el riesgo de quemarse en la implicación y el compromiso. Como siempre están en ascuas por alguna causa, alguna vez, no importa cuándo, se queman. Porque la cantidad de combustible que necesita una persona para arder es limitada. Es bueno tener un yo fuerte. Ese yo pone en movimiento algo en el mundo. Sin embargo, se necesita también el contrapolo: liberarse de la tiranía del ego. De aquí que, como contrapolo, se precise la serenidad. Con el concepto de serenidad unimos el sentimiento de paz, tranquilidad [Ruhe]: alguien que no permite que se le saque de sus casillas, en cualquier circunstancia está sereno en todo, guarda su sangre fría. Sin embargo, este es solo un significado de serenidad. Otro significado es: dejo las cosas como son. Dejo a las personas como son. No tengo la ambición de cambiarlo todo y a todos. Puedo dejarlos ser como son. Y tampoco siento la presión de tener que cambiarme continuamente a mí mismo. Puedo dejarme a mí mismo en paz. Esta forma de serenidad exige liberarme de mi ego. Porque el ego tiende siempre a estar haciendo algo: pretende imponerse siempre, exhibirse, estar en el candelero. El ego está bajo presión. Quiere siempre hacer algo. Es bueno tener un yo enérgico. Ese yo fuerte pone algo en movimiento en el mundo. Sin embargo, se necesita también el contrapolo: desprenderse del ego, liberarse de la tiranía del ego. Pero, aun cuando la serenidad significa capacidad de ser libre y de no empecinarse en objetivos o finalidades cuando estos se muestran inalcanzables, esto no quiere decir que con ello muera también la añoranza y que el sueño de un mundo mejor se convierta simplemente en pesadilla. Ambas cosas son, por tanto, necesarias. Por lo demás, la alternancia entre compromiso y serenidad es buena para nuestro trabajo. Trabajamos comprometidos. Nos implicamos en objetivos y fines. Impulsamos un proyecto. Pero luego también se precisan fases de serenidad, en las que simplemente dejamos que las cosas sigan su curso. Tampoco podemos estar clavando continuamente las espuelas a un caballo; tenemos que darle también la oportunidad de reponerse o de 31

trotar pacíficamente, a su aire. Podemos plantar el árbol, regarlo y cuidarlo. Pero siempre se precisan también tiempos en los que debemos dejarlo para que pueda crecer como corresponde a su naturaleza.

Ni la esperanza ni el miedo pueden hacer que cambie el tiempo. (Proverbio tibetano)

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1.7. Estar sano es importante. Pero también la enfermedad es vida

¿Quién está realmente sano? Hay mucho de verdad en la respuesta que un médico de cabecera dio una vez a esta pregunta: «El que de alguna manera puede convivir felizmente con sus enfermedades». Karl Valentin lo formuló a su manera y paradójicamente: «Quien nunca en absoluto está enfermo, tampoco está sano» Si preguntamos a algún otro cómo le va, la respuesta que frecuentemente recibimos es: «Lo importante es que estoy sano». Qué bien es la salud solo lo experimentamos con frecuencia cuando estamos enfermos. Muchas personas –las mayores, sobre todo– se complacen en dar vueltas en la conversación en torno a sus enfermedades o sus «achaques». Y muchos también hoy giran continuamente en torno a su «bienestar». La enfermedad me remite a una condición básica de mi ser humano: a mi fragilidad. Ella me obliga a preguntarme: ¿quién soy yo en realidad? A toda costa quieren permanecer sanos y en forma el mayor tiempo posible. La salud como «el máximo bien». Para ello hacen todo lo posible, se someten continuamente a dietas o toman complementos nutritivos de toda clase que, al parecer, garantizan su salud. Sin embargo, no existe tal método seguro. Muchos viven una enfermedad como una derrota. Piensan: si vivo sano, si me alimento sano y llevo también una espiritualidad sana, no tendría que llegar a estar enfermo en modo alguno. Con todo, es claro que también la enfermedad tiene una importante misión en nuestra vida, al mostrarnos que la salud es un don, nada que nosotros podamos «hacer» por nuestra cuenta. Por otra parte, la enfermedad nos señala nuestra propia verdad y puede enfrentarnos a nuestro verdadero ser. Rompe las ilusiones que me he formado sobre mí: por ejemplo, la ilusión de que puedo todo lo que quiero, de que voy a estar siempre sano o de que tengo mi salud bajo control. La enfermedad me señala un dato fundamental de mi ser humano: a mi fragilidad. Me obliga a preguntarme: ¿Quién soy yo realmente? ¿Soy solo la persona de éxito, la persona siempre sana? ¿Cuál es mi verdadero ser? 33

¿Quién es el ser humano que se ha puesto enfermo? Y la enfermedad me vuelve humilde al aleccionarme: mi cuerpo no lo poseo en patrimonio. No puedo utilizarlo como una máquina. Tengo que tratarlo bien y con cuidado. Ambas alternativas forman parte de la vida. Y así, también la alternancia de enfermedad y salud puede ser para nosotros positiva, saludable. Es un don que podamos vivir sanos. Pero la enfermedad nos muestra también nuestra medida. Nos alerta de que no podemos trabajar con desmesura, de que debemos escuchar a nuestro cuerpo. Con frecuencia, el cuerpo nos emite señales suficientes sobre lo que es nuestra recta medida. Pero preferimos desoír esas señales. Entonces necesitamos la enfermedad para aguzar el oído y atender a la voz de nuestro cuerpo, y precisamos, en definitiva, la facultad de oír a Dios mismo, que nos habla a través de esas señales, y obedecer a esa voz.

Según creo, hay determinadas puertas que solo la enfermedad puede abrir. La enfermedad nos cierra tal vez algunas verdades, pero igualmente la salud nos cierra otras. (André Gide)

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1.8. Disfrutar tiene su lugar. Pero la privación también

En todas las religiones y culturas hay tiempos de renuncia o privación y tiempos de disfrute. Tiempos de ayuno y tiempos de celebración. Esta alternancia da sabor a la vida. Si siempre y solo viviéramos en el disfrute, pronto se nos quitaría el gusto por ello. Y a la inversa: la renuncia y la privación no son tampoco lo contrario del disfrute. Más bien, la renuncia acrecienta el disfrute. También la psicología sabe que solo el que es capaz de privarse de algo es capaz también de disfrutar realmente. Disfrutar dice siempre relación al justo medio. El disfrute es lo contrario del ansia, de la avidez. Las personas ávidas y voraces se tragan todo lo que les echan. Se atiborran de comida y de bebida porque buscan llenar un vacío interior. Pero no gustan lo que comen o beben. No experimentan la alegría: ni en el vino que beben ni en el paisaje por el que pasan como alma en pena. «El que es capaz de saborear ya no bebe más vino, sino que paladea misterios», dejó dicho Salvador Dalí. La persona voraz no tiene relación alguna con su cuerpo ni con su alrededor. No percibe el misterio de las cosas. Disfrutar, saborear, por tanto, es ya en sí privación, renuncia: privación y renuncia a la desmesura. Me pongo conscientemente un límite para poder, de verdad, disfrutar. La ascesis no es nada negativo: es entrenamiento en la libertad interior. Con frecuencia percibimos que quien es duro consigo mismo se vuelve igualmente duro con otras personas. Pero si la ascesis no fuese más que negación de la vida o si se entendiera como la producción de un bien o servicio, carecería de todo valor. Para los monjes primitivos, la mansedumbre era el criterio para saber si la ascesis «va» o «no va». Si alguien, mediante su ascesis, no se vuelve dulce y apacible sino duro, tal ascesis es un girar narcisista en torno a sí mismo. Se vanagloria uno entonces de la sencillez con que puede vivir, pero se vuelve impaciente para con los demás. Ahora bien, manso, afable, quiere decir que estamos dispuestos a recoger todo lo que hay en nosotros, a asumirlo y abrazarlo. Y eso que en otros nos irrita –por ejemplo, que se relaman comiendo o que coman en exceso–, eso también lo tenemos nosotros. Solo cuando lo asumamos en nosotros con mansedumbre nos comportaremos amablemente con las demás personas. Solo la alternancia entre disfrute y privación da sabor a la vida. 35

Disfrutar está siempre en relación con lo bueno y con lo bello. Disfrutamos de una comida que sabe bien. Disfrutamos de un libro que está bien escrito, lo mismo que nos sentimos gratificados con la belleza de un cuadro, de una pieza musical o con la belleza de la naturaleza. Disfrutar no significa consumir. Schön [bello] tiene también relación con schonen [cuidar, tener consideración con/de, proteger…]. Solo puedo disfrutar la belleza de la naturaleza cuando me comporto cuidadosamente con ella, la cuido y la cultivo. Y a una persona solo la percibo como bella cuando le guardo consideración, cuando no la clasifico ni la utilizo, sino que simplemente le dejo ser como es. Una condición para poder disfrutar es el tiempo. Me tomo tiempo para comer y mastico conscientemente lo que tomo en la boca. Masticando despacio percibo el sabor del pan, de la patata, del queso, de las legumbres. De esa manera, todo se percibe con más intensidad. Me tomo tiempo también para contemplar un cuadro y para dejar que actúe sobre mí. Me siento con toda calma en un banco y me expongo a la irradiación de la imagen. Tampoco me apresuro a ir al concierto en el último minuto, sino que me tomo toda la tarde para dejar que la música penetre en mí. También el disfrute de un paisaje necesita tiempo. Me detengo y miro: dejo simplemente que el paisaje actúe sobre mí; tampoco me pongo en tensión para ver qué montes puedo identificar.

Disfrutar presupone tiempo… y atención.

Que para disfrutar se precisa tiempo tiene también otro significado: no tenemos que satisfacer inmediatamente cualquier necesidad. Si retraso un disfrute, precisamente esa espera puede disponerme a disfrutar luego realmente de aquello que deseo, sea la comida, sea el concierto, sean los cuadros de un museo.

La otra condición para un disfrute real es la atención. Como conscientemente; conscientemente percibo el paisaje por el que camino. La música durante el trabajo no me empapa. Dejo de lado cualquier otra cosa y me dedico conscientemente a la música. Me sumerjo en la escucha, percibo lo que ella hace conmigo. Lo mismo me sucede con los cuadros. Muchas personas entienden la visita a un museo como un acto de devoción. Contemplan la belleza de los cuadros y perciben cómo la belleza las tonifica, cómo actúa saludablemente sobre su alma. Por lo demás, el goce o disfrute ha sido siempre un tema de la espiritualidad. La meta de la vida espiritual –así dicen los autores espirituales– es la fruitio Dei, el disfrute de Dios. Cuando hablamos de gozar de Dios, emerge en nosotros una imagen de Dios 36

distinta de la imagen del Dios impositivo, del que ante todo espera de nosotros el cumplimiento de sus mandatos. Naturalmente, Dios es también el Creador ante el que nos postramos, o el Dios que nos desafía y estimula. Pero Dios es también Aquel del que podemos disfrutar. El goce de Dios –dice la tradición espiritual– llena el máximo anhelo del ser humano. Y ese goce de Dios puede acontecer también cuando disfrutamos conscientemente de la música, del buen yantar, de bellos cuadros. Si asumimos ambos extremos y aceptamos que Dios nos tiene previstos tiempos de disfrute y tiempos de privación, entonces nuestra vida será un éxito.

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1.9. Sentimientos negativos puede haberlos, pero no nos determinan

Todos conocemos no solo los sentimientos bellos: amor, alegría, felicidad, entusiasmo. Cada uno de nosotros conoce también el miedo, la ira, la envidia, los celos, la vergüenza, etc. Sin embargo, con demasiada frecuencia no somos nosotros los que tenemos esos sentimientos, sino que son los sentimientos los que nos tienen dominados y controlados. Queremos librarnos de los sentimientos negativos. Pero no lo conseguimos. Cuanto más luchamos contra ellos, más fuertes se hacen. También ellos tienen su tiempo y su sentido: también tienen razón de ser. Lo que importa es cómo los gestionamos. Ya los monjes primitivos se enfrentaron enérgicamente con sus emociones. Cuentan también con que en cada persona surgen sentimientos negativos. No se asustan por ello. Más bien dicen: de los sentimientos que surgen en nosotros no somos responsables; solo lo somos de cómo los gestionamos. En las emociones existe una energía. Emoción, en efecto, proviene de movere = «mover». Si corto las emociones, me privo de una importante fuente de energía. Pero, naturalmente, hay también emociones negativas que me dominan: la ira puede llegar a ser tan grande que yo explote. La envidia me puede reconcomer por dentro; la avaricia puede no dejarme nunca en paz; la angustia, paralizarme; la tristeza, hundirme. Los monjes llaman a las emociones logismoí = «ideas cargadas de sentimiento, estructuras de ideas, espirales de ideas». O también páthē = «pasiones». A veces hablan incluso de «demonios», para expresar que esas emociones nos atacan como enemigos y tienden a avasallarnos. A ellos, pues, lo que les interesa no es arrancar de raíz las emociones, sino luchar con ellas para poder utilizar, en beneficio propio, la fuerza positiva que en ellas reside. En todo sentimiento hay un sentido. Y lo que siempre importa es reconocer el sentido del sentimiento y descubrir la energía que pueda fortalecerme.

Las emociones son una fuente de energía. Puedo gestionarlas de tal manera que me hagan más vital y más humano.

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Hay un cuento que expresa esta sabiduría en una bella imagen: el cuento o la saga de los tres lenguajes. Nos habla de un joven que ha aprendido el lenguaje de los perros. Una vez que tiene que pasar la noche en una torre donde tienen su guarida unos perros violentos que le reciben con ladridos agresivos, habla con ellos amistosamente en su lenguaje. Y ellos le revelan que solo ladran tan agresivamente porque están protegiendo un tesoro. Le muestran el tesoro y le ayudan a desenterrarlo. Entonces desaparecen. Moraleja: allí donde nuestras emociones ladran con más vigor, donde más enérgicamente intentan dominarnos, allí hay también un tesoro oculto. El «tesoro» es una metáfora del verdadero yo, de la verdadera identidad. Nuestras emociones, que tan alto se hacen oír, pretenden invitarnos a descubrir el tesoro interior que hay en nosotros y desenterrarlo. Solo tenemos que entender su lenguaje y hablar con ellas. Entonces nos prestan un importante servicio para nuestra maduración humana. Nos muestran a qué debemos prestar especial atención y qué es lo que debemos proteger en nosotros.

Aprende la verdadera alegría y llegarás a conocer a Dios. (Sri Aurobindo)

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1.10. El éxito tiene su tiempo. Y fracasar también forma parte de la vida

Suspiramos por tener éxito en la vida. Cuando, antes, yo jugaba al fútbol, quería también ganar. Pero no siempre se puede ganar, ni en el fútbol ni en la vida. Esto lo experimenté con demasiada frecuencia en mi época de responsable económico de nuestro monasterio, como administrador. Muchas cosas salieron bien. Pero en muchos proyectos también fracasé. Por ejemplo, cuando invierto dinero, solo puedo hacerlo con éxito cuando también me arriesgo a perder. Si emprendemos una profesión, queremos tener mucho éxito. Pero en la profesión existe también el fracaso. Cuando contraemos un matrimonio, lo hacemos con la esperanza de que dure para siempre. También en el proceso de nuestra maduración humana queremos llegar cada vez más lejos, hacernos cada vez más maduros. Sin embargo, entonces vivimos la experiencia del fracaso. Fracasamos en la profesión porque topamos con nuestros propios límites, o porque se vende la empresa y ya no nos queda ninguna posibilidad de seguir trabajando en nuestra profesión. El matrimonio fracasa a pesar de todos los esfuerzos por tratarnos mutuamente con finura y lealtad, a pesar de toda la asesoría matrimonial y de todos los esfuerzos por salvar la relación. O tenemos la impresión de que también en nuestro camino de maduración hemos fracasado: que de repente los lados sombríos se han vuelto tan fuertes que arrastran consigo a la ruina todo lo que psicológicamente hemos elaborado. Es doloroso confesarse el fracaso. Pero, tras el dolor por el fracaso, de lo que se trata es de reconciliarse con él. Ahora bien, la reconciliación solo tiene éxito si reconozco el porqué de mi fracaso. Tal vez me he dejado llevar de ilusiones. Tal vez la imagen ideal de mí mismo o también de mi matrimonio era demasiado alta. En ese caso, no fracaso yo en mi vida: es mi proyecto de vida lo que fracasa. Quiebra ese proyecto para que yo recomponga de nuevo la estructura de mi vida. Se ha roto el viejo jarrón para configurar, con los trozos, algo nuevo, algo que esté más en consonancia con mis verdaderas cualidades. Si miramos así el fracaso, puede convertirse en oportunidad para crecer en la figura que corresponde a nuestro verdadero ser. No debemos buscar el fracaso. Naturalmente, tenemos que sentirnos agradecidos si no fracasamos. Pero a veces reconocemos que el fracaso era necesario para liberarnos de las imágenes falsas o excesivamente grandiosas que nos habíamos formado de nosotros mismos y de nuestra vida. Y esa experiencia puede llevar a una maduración interior, a más paz y equilibrio. Y 40

el fracaso puede hacer que mi vida sea un éxito en un nuevo nivel. El logro adquiere una nueva cualidad. No se trata solo del éxito exterior sino, en definitiva, de un logro interior, del logro de mi realización humana, sea cual sea el modo como los demás ven mi vida. También el fracaso puede convertirse en la oportunidad de crecer internamente en la figura que corresponde a nuestro verdadero ser.

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1.11. Darse por satisfecho. Pero también fiarse siempre del anhelo

Una tensión que forma parte de una vida lograda es la tensión entre satisfacción y anhelo. Hay personas que no están nunca satisfechas: ni con su trabajo, ni con su vivienda o con la ciudad en la que viven, con los vecinos, con su familia… Esa insatisfacción es, con frecuencia, expresión de una lucha interior. Esas personas no están en paz consigo mismas y de ese modo proyectan su conflicto interior sobre las circunstancias exteriores de la vida. Si a lo largo de mi insatisfacción me pregunto «¿Quién soy yo?», me adentro hasta el fondo interior de mi alma. Allí barrunto quién soy en realidad. No puedo describir esa verdadera identidad. Pero tengo el sentimiento de que he tocado fondo enteramente dentro de mí mismo. Y en ese momento, preguntas como si soy lo bastante bueno, cómo me ven los otros o cuánto tengo que solucionar aún hacia fuera ya no son importantes. Entonces estoy en paz conmigo mismo. Entonces estoy satisfecho. Tal satisfacción no significa satisfacción completa. Una satisfacción completa inmoviliza. Con frecuencia se debe al miedo a lo nuevo. Todo debe quedar como está. Entonces no necesito resituarme. Una satisfacción real significa que estoy en paz con mi vida, que me he reconciliado con la historia de mi vida y que me he dado un sí a mí mismo. La palabra que los griegos utilizan para decir «paz» –eiréne– procede de la música y significa la armonía de los diversos tonos, la consonancia de agudos y bajos, de tonos suaves y fuertes. No es, por tanto, un estar atascado, sino algo vivo. Como en la música, los tonos tienen que estar continuamente con-sonando. El otro polo que forma parte de lo humano es el deseo profundo, el anhelo. El anhelo trasciende este mundo. Nos remite a algo, dentro de nosotros, que trasciende este mundo. Pero eso precisamente nos mantiene vivos. El anhelo no es una fuga de la banalidad de la vida a fantásticos sueños de autograndeza. Más bien, el deseo profundo que, en último término, solo Dios puede colmar me hace capaz de dar un sí a la mediocridad y banalidad de mi vida. Ni mi trabajo, ni mi familia, ni mi situación personal…: ninguna de esas realidades es capaz de colmar mi deseo más profundo. Y es que de nuestra vida forman parte también desengaños. Muchos prefieren eludir esta idea dolorosa. Pero entonces están continuamente huyendo de sí mismos. Y así no llegan nunca a tener paz. Si nos confrontamos con nuestro deseo más profundo, entonces podemos reconciliarnos 42

con el hecho de que nuestra profesión no llena nuestras expectativas. Entonces llegamos a ponernos de acuerdo con nosotros mismos, con nuestras deficiencias y debilidades. Nuestro deseo va más allá de nuestra profesión y de nosotros mismos. Relativiza todo lo que hacemos aquí. De este modo nos libera de la enconada aspiración a un éxito y a un reconocimiento cada vez mayores. Nos libera de la presión a la que con frecuencia nos sometemos a nosotros mismos.

El anhelo nos hace contactar con nuestra propia identidad. Cuando percibo mi anhelo, me siento en el fondo de mi corazón. Y los demás, con sus expectativas, no tienen poder alguno sobre mí. El anhelo ensancha también mi corazón frente a los demás. Esto deja espacio para otros. No condena. Para san Benito, la anchura de corazón es señal auténtica de una persona espiritual. Allí donde me confronto con mi deseo, ando tras la huella de la vida, descubro mi propia vitalidad. Se trata de fiarme de mi anhelo y de dejarme conducir por él a la anchura y a la libertad, al amor y a la vitalidad.

Asumir la realidad de mi vida tal cual es no significa, pues, resignación alguna, como si en realidad ya no me quedara nada más que esperar. Antes al contrario, el anhelo, en medio de la banalidad del día a día, ensancha mi vista hasta aquello que trasciende esa cotidianidad. Y me permite percibir a una nueva luz todo lo que experimento. Marcel Proust dice en una ocasión: «El anhelo hace florecer las cosas». En el anhelo se ilumina algo que da un resplandor a mi vida y entonces, aun en aquello que me rodea en el día a día, puedo reconocer una promesa.

Anhelo y satisfacción son dos polos que forman un todo. No viene el uno detrás del otro, sino que tienen lugar al mismo tiempo en mi vida. Como mi anhelo trasciende este mundo, puedo estar satisfecho con lo cotidiano. Pero no quedo absorbido enteramente por ello. La satisfacción no es ninguna autosatisfacción consumada: es un sí dicho a la mediocridad de mi vida. Dejo de pedir a la vida lo que mis deseos vitales no pueden dar. Puedo decir «sí» a mi vida porque al mismo tiempo percibo en mí un deseo que sobrepasa todo lo banal. En ese deseo palpo ya otra realidad, estoy tras las huellas de lo que trasciende mi cotidianidad.

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El deseo es el comienzo de todo. (Nelly Sachs)

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1.12. Es tiempo de comprometerse. Pero también está permitido estar cansado

Está bien que no giremos continuamente en torno a nosotros mismos, a nuestras necesidades y deseos, sino que nos impliquemos y lo demos todo por los demás. El compromiso con los demás es expresión del cristiano amor al prójimo. Pero conozco personas que continuamente tienen mala conciencia si hacen algo por sí mismas. Piensan que deberían vivir siempre para los demás. Pero en esto deberíamos escuchar a nuestro espíritu. Mientras nos produzca alegría emplearnos a fondo por los otros, es correcto prescindir de uno mismo y estar a disposición de los demás. Pero cuando nos sentimos explotados, o cuando reaccionamos crispados, o cuando nos hemos cansado de trabajar por los demás, deberíamos escuchar las señales de alerta de nuestro espíritu. Se trata de un sano equilibrio entre la preocupación por los demás y el cuidado de uno mismo. Si nos hemos cansado de nuestro compromiso con los demás, posiblemente es una invitación a cuidar de nosotros y a recuperarnos. Deberíamos entonces procurarnos justamente lo que necesitamos: una pausa, algo que alimente nuestra alma, que nos proporcione alegría. El cansancio es siempre una invitación a cuidar de nosotros mismos. Pero el cansancio puede significar también otra cosa. Muchas veces nos cansamos porque hay algo que no funciona. Por ejemplo, en mis encuentros yo me siento cansado siempre que en el otro no hallo eco de lo que a él realmente le inquieta, sino que da vueltas en torno al verdadero problema de su espíritu. Si en nuestro empeño y compromiso por otros nos cansamos, es seguramente una invitación a examinar la situación con más detalle: ¿tiene sentido el compromiso? ¿O el asunto va por otros caminos? ¿Ha pasado ya el tiempo de esta clase de compromiso? Cuando nos hemos cansado de nuestro compromiso con los demás, posiblemente es una invitación a cuidar también de nosotros mismos y a recuperarnos.

San Benito pide del administrador que atienda siempre a su propio espíritu. Debe 45

dedicarse al monasterio para que administrativamente todo vaya bien. Debe atender a sus hermanos, los monjes, cuando tienen algún deseo. Pero también debe estar siempre atento a su alma. Su espíritu le dice si en algún momento tiene que decir «no», si tiene que dispensarse de darlo todo por otros para volver a ser dueño de sí mismo. Este principio tiene validez para todos nosotros. Si escuchamos a nuestro espíritu, sabemos cuándo es tiempo de trabajar por los demás y cuándo ha llegado el momento de ceder al cansancio propio. Si después de una gestión para otros me recuesto cansado sobre el lecho, puedo sopesar la gravedad del cansancio. Y entonces me sugiero a mí mismo: ahora no tengo que hacer absolutamente nada. Si esto me lo permito durante un cuarto de hora, vuelvo a recuperar el gusto por atender de nuevo a los demás.

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1.13. Creer tiene su tiempo. Las dudas también tienen su razón de ser

Hay tiempos en los que la fe nos lleva en volandas. Confiamos en que Dios está ahí, en que nos acompaña y nos ayuda a dirigir nuestra vida. Pero luego hay también épocas en las que la duda se hace más fuerte: ¿no será pura imaginación todo lo que yo creo? ¿Qué quiere decir eso de que Dios existe, que Dios se ha hecho hombre en Jesucristo, que por Jesucristo Dios nos ha dado su Espíritu? Las dudas nos asaltan, sobre todo, cuando nos golpea el sufrimiento. ¿No estaré engañándome, tal vez, al creer que Dios cuida de mí, que escucha mi oración? ¿Por qué me ha dejado en la estacada? ¿Por qué tenía que morir tan pronto mi madre? ¿Por qué me arrebataron a mi hijo en un accidente de tráfico? Esto parece que no cuadra con el Padre amoroso que cuida de mí. Cuando vienen sobre nosotros tiempos de dudas, no debemos sentirnos agobiados: a pesar de todo, tienes que creer. Tampoco tenemos que reprocharnos el tener dudas. La duda puede existir. Y puede también haber épocas en mi vida en las que la duda sea mayor que la fe. Pero lo que importa entonces es no quedarse atascado en la duda, sino confiar en que la duda volverá a transformarse en fe. En tiempos de duda no debería dar de mano, sin más, a mi fe. Al contrario, puedo tomar la duda precisamente como un desafío para reformular de nuevo mi fe: ¿qué significa la fe en la resurrección ahora, en este momento en el que una persona querida me ha sido arrebatada por la muerte? ¿Qué quiere decir que el amor es más fuerte que la muerte? ¿Quién es ese Dios del que espero que sea mi apoyo? ¿Cómo experimento a ese Dios ahora que todo se me ha vuelto oscuridad y no percibo en mí esperanza alguna? La duda preserva mi fe de querer tener siempre razón.

Nuestra vida solo sale bien cuando, en cada circunstancia, una y otra vez dejamos lugar dentro de nosotros a los dos polos. Si rechazamos o reprimimos un polo, ese polo entonces cae en la sombra. Eso dice el psicólogo C. G. Jung. Si reprimo la duda, proyectaré mi duda sobre todos los que no creen como yo. Y los combatiré. Porque me 47

crean inseguridad. Si la duda no tiene derecho a existir, tampoco tienen derecho a existir los que no comparten mi fe. Pero si yo admito mi propia duda, entonces no me crean inseguridad aquellas personas que creen de otra manera. Me enfrento a la duda de los otros y a la mía propia. Pero no me hundo en la duda. Antes al contrario, por la duda me veo impulsado una y otra vez a la fe. Admito la duda. Pero entonces me digo: sí, se puede dudar y yo percibo muy fuertemente la duda en mí. Pero también puedo apostar a la carta de la fe. Entonces, en medio de las dudas, experimento una fe que realmente me sostiene incluso en tiempos de inseguridad. Con frecuencia, la fe y la duda existen también al mismo tiempo. Entonces la duda forma parte esencialmente de la fe. Porque ella preserva mi fe de querer tener siempre razón, de tener siempre la última palabra que decir. Y me obliga a replantearme una y otra vez mi fe. Si me asalta la duda de que todo sea solo una imaginación, entonces puedo pensar la duda hasta el final. La admito; me imagino que todo es pura imaginación. Sin embargo, a la vista de la duda, puedo optar por la fe. Me digo: apuesto a la carta de la fe. Entonces aventuro siempre de nuevo el salto a la fe. Pero la fe no es nunca una posesión fija. Tengo que optar una y otra vez por ella, tengo que dar el salto una y otra vez de la duda a la fe.

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1.14. Todo tiene su tiempo: celebrar la vida y aceptar la muerte

Es algo enteramente natural: el que nace, en algún momento muere. Y aun cuando con frecuencia lo percibimos de manera diferente, la muerte no es una realidad excepcional. «Dichosos aquellos que vivieron antes de morir», reza el epitafio de la tumba de la poetisa Marie-Luise Kaschnitz en Bollschweil. Es una vieja sabiduría: vivir y morir forman un todo. San Agustín piensa: a partir del nacimiento estamos continuamente muriendo, continuamente nos vamos aproximando a la muerte. Pero vivir y morir forman un todo de otra manera más. Solo el que es consciente de su muerte vive intensamente. San Benito nos recuerda a los monjes que tengamos constantemente ante los ojos la muerte. Si cuento con la muerte, eso me hace vivir enteramente en el instante presente. La limitación de mi vida confiere al instante presente un peso especial: no hay nada más importante que vivir realmente ahora, en este instante. Tener la muerte ante los ojos es para los monjes un ejercicio para vivir libres de temor. Muchas cosas, entonces, ya no son tan importantes. Con frecuencia, sin embargo, la angustia ante la muerte es expresión del miedo de no haber vivido en absoluto. La muerte no desvaloriza la vida, sino que le otorga su dignidad. Una vida no vivida no se puede abandonar.

Muchas veces, nacimiento y muerte coinciden. Resulta que muere el abuelo y unos días después llega al mundo el nieto. La familia celebra ambos acontecimientos: el entierro del abuelo y el bautismo del nieto. O se celebra con toda la alegría el 90 cumpleaños de la abuela. Pocos días después, muere. Deseaba tanto vivir y estaba tan orgullosa de su avanzada edad… Sin embargo, de repente, la muerte alarga su mano sobre ella. Para mi madre, que murió con 91 años, la cosa estaba siempre clara: le gustaba vivir; disfrutaba de la vida. Pero también estaba dispuesta y preparada para morir. Para ella, ambas eran cosas propias de lo humano: dar un sí a la vida y estar pronta a dejarla y a morir. Sin embargo, siempre produce dolor que muera una persona querida. La despedida duele. No obstante, aun del entierro se puede muchas veces decir: bonito 49

entierro. Fue una bella despedida. Y durante el convite funeral, tras las lágrimas junto a la tumba, se volvió ya otra vez a reír. Se contaban cosas de la vida de la difunta. Y a cada uno le venía a la memoria alguna cosa que había vivido con ella. En la muerte de una persona se celebra su vida. Y albergamos la confianza de que ahora el difunto se ha transformado y está revestido de la imagen auténtica que Dios le ha regalado: la misma que durante su vida, con demasiada frecuencia, a causa de sus debilidades, se pudo ver deslucida. Porque para nosotros, los cristianos, la muerte no es simplemente solo el final, sino consumación, transformación en lo auténtico; por eso podemos celebrar la vida, de la que siempre sabemos que es limitada. Pero esa limitación no nos causa miedo alguno. Es, al contrario, una invitación a vivir ahora, en el momento presente. C. G. Jung piensa que, a partir de la mitad de la vida, solo permanece vivo el que está preparado para morir. Al que no ha vivido le resulta difícil abandonar su vida. Porque la vida no vivida no se puede abandonar. En ella tiene uno continuamente la impresión de que tendría que recuperar lo no vivido. De los patriarcas de la Biblia se dice que murieron «saciados de vida». Quien realmente ha vivido, ese puede también abandonar su vida. No sabemos cómo será nuestra vida después de la muerte. Nuestra esperanza es que, en la muerte, se transforma de una manera nueva en algo que ni «ojo vio ni oído oyó» (1 Cor 2,9). Solo el que es consciente de su morir vivirá intensamente.

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SEGUNDA PARTE

Todo tiene importancia: de lo cotidiano como ejercicio de atención

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odos tenemos que dominar nuestro día a día. El problema es si todas esas tareas, necesidades, deberes e imposiciones me dominan y coartan a mí o si soy dueño de las circunstancias: si vivo o si soy vivido. La respuesta al problema la puedo encontrar yo mismo. Yo puedo tomar mis decisiones. Este día a día, en efecto, viene marcado por procesos siempre iguales que prácticamente se han convertido en una rutina: nos despierta el despertador, nos levantamos, nos lavamos los dientes, nos duchamos, nos vestimos, desayunamos, vamos en coche al trabajo. Estas actividades pueden quedar en actos puramente exteriores. Pero, si nos decidimos a realizarlas atentamente, pasan a ser una costumbre buena y, al mismo tiempo, un símbolo de algo más profundo. Entonces, lo cotidiano no es algo vacío, sino el lugar en el que ensayo y realizo mi amor. En lo cotidiano voy a experimentar continuamente encuentros gratificantes. Y, de repente, el vacío se vuelve plenitud, lo banal se convierte en sagrado y la rutina se abre a las sorpresas con las que lo imprevisible del amor de Dios irrumpe en mi vida cotidiana. Karlfried Graf Dürckheim sostiene que actividades simples pueden convertirse en adiestramiento para lo esencial: «Hay que llevar una carta al buzón, a cien metros de distancia. Si uno no tiene ante los ojos más que la boca del buzón, los cien pasos se han malgastado. Pero si, como persona “en camino”, está uno lleno del sentido del ser humano, entonces, en el trayecto más corto, con solo recorrerlo en la actitud y con la mentalidad debidas, puede uno ordenarse y renovarse desde su esencia» (La vida cotidiana como ejercicio, 16). Por consiguiente, se trata de que, en todo lo que hagamos, estemos abiertos a nuestra verdadera esencia; de que tengamos sentido del ser: que palpemos, pues, lo que está en todo y, sin embargo, lo trasciende todo. Si todas las actividades sencillas las realizamos atentamente, esas actividades pierden hasta su carácter de fatigosas. Estamos entonces enteramente centrados en lo que 51

estamos haciendo. El monje budista Doc The enseñaba a sus discípulos máximas tan sencillas y simples como estas: «Recién despertado, me deseo que todos los seres humanos puedan tener una dosis grande de lucidez y que puedan ver con toda claridad». O, al lavarse las manos: «Al lavar mis manos me deseo que todos tengan las manos limpias para recibir la realidad» (Thich Nhat Hanh, Lograr el milagro de estar atento, 14). Según esto, cuando hacemos de modo plenamente consciente lo que hacemos, vivimos también otra experiencia: la atención nos abre a otras personas. Nuestra acción va unida a un deseo de bendición para los seres humanos que están a nuestro alrededor. Si doy un sí a mi vida cotidiana, aun en toda su mediocridad y trivialidad, y si hago conscientemente lo que tengo pendiente, en ello ejercito no solo el desinterés y la entrega, sino también la fidelidad: la fidelidad a mí, a los seres humanos y a Dios. En ese momento, lo cotidiano es para mí un importante campo de entrenamiento espiritual.

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2.1. Una promesa: la llamada del despertador

Para muchos es un segundo de sobresalto cuando el despertador, por la mañana, los arranca del sueño. Piensan: «Estoy tan cansado todavía… Me gustaría seguir durmiendo». Ven al despertador como un aguafiestas; más aún, como un enemigo. Ahora bien, si miro al despertador como enemigo, no me hago a mí mismo ningún favor. Percibiré más agradablemente el primer momento del día si me hago amigo del despertador y acojo su llamada como promesa. El alemán vincula wecken [despertar] con el vocablo germánico wekan = «estar espabilado y fresco». El despertador, pues, pretende refrescarme y espabilarme. Los filósofos griegos ven el estado del ser humano como un estado de sueño. El ser humano se ha enfrascado en cualesquier ilusiones de la vida. Propio de una vida consciente es estar despierto, ver la realidad como es. Despertarse es la posibilidad de empezar de nuevo lo que en mí está como adormilado, o despertar de nuevo a la vida –o fortalecer– lo que en mí estaba muerto, como escribe Juan en su Evangelio. A una persona que vive entre imágenes o ilusiones oníricas le decimos con frecuencia: ¡despierta de una vez! Mira las cosas como son. Quítate esos anteojos rosas. Y ten el coraje de mirar el mundo con ojos despiertos. Despierta de una vez. Atrévete a ver el mundo como realmente es.

El jesuita indio De Mello cree que mística es despertar a la realidad. Ahora, por fin, vemos las cosas como realmente son. Las vemos a la luz de Dios y tenemos el valor de contemplar incluso lo negativo en su realidad. Porque también lo negativo y lo malo podemos contemplarlo a la luz de Dios con la esperanza de que la luz ha de vencer toda oscuridad. Los Padres de la Iglesia griega entendieron el misterio de la resurrección de Jesús [Auferstehung] como un «despertar» [Auferweckung]. Dios despertó a su Hijo de la muerte a la vida. Despertar mediante el despertador es, por tanto, también una invitación a rastrear el misterio de la resurrección de Cristo. Debemos despertarnos de la muerte a la vida. Debemos mirar el día con ojos despiertos. 53

La Iglesia primitiva no conocía aún, naturalmente, ningún reloj despertador. El auténtico despertador era el canto del gallo. El Padre de la Iglesia latino san Ambrosio (ca. 339-397) describió esto bellamente en un himno matutino: «El gallo, heraldo del día, llama, centinela en la tiniebla. Su canto separa la noche de la noche, para el caminante en la noche una luz». El gallo ha velado por nosotros en la noche para despertarnos a la mañana. Para san Ambrosio, su llamada no es perturbadora, sino la promesa de que, en ese momento, la luz vence a la oscuridad, de que percibimos en nosotros nueva energía. Así se expresa unas estrofas más adelante: «Al canto del gallo despierta la esperanza, y el enfermo siente refluir su vida. Desiste el ladrón de su atraco. Cobran de nuevo aliento los caídos». En este himno reconocemos el arte de los poetas cristianos primitivos para ver el acontecimiento natural del canto matutino del gallo como una metáfora espiritual. El gallo pasa a ser imagen de Cristo, que vela por nosotros en la noche para despertarnos a nueva vida. Cuando uno el despertador de la mañana con semejantes imágenes espirituales, como lo hizo san Ambrosio en su himno, me levanto con el alivio en el corazón. No habrá entonces lucha alguna contra el cansancio. Despertándome a gusto, voy a experimentar en mí vida nueva, frescor, viveza. Despertándome así, el día comienza en buena forma: ¡prometedor!

¡Momentánea dulzura de la vida en que la realidad –y aun mal despierta– supera al sueño! (Juan Ramón Jiménez)

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2.2. Levantarse y no desperdiciar la vida

Todos nosotros nos levantamos por la mañana. Muchas veces, por la mañana, preguntamos: «¿Te has levantado bien esta mañana? ¿Has salido bien del lecho?». Con esto damos a entender que nos podemos levantar con sentimientos diversos: con sentimientos buenos o con sentimientos melancólicos. El levantarse es simbolismo puro. En el cristianismo lo relacionamos con la imagen de la resurrección de Cristo. Jesús se ha levantado del sepulcro. La imagen del sepulcro es, efectivamente, símbolo de un estado de desengaño, de parálisis y agarrotamiento. Conscientemente, pues, nos levantamos de la tumba de nuestra resignación y de la tumba de la autocompasión. De este modo, al levantarnos por la mañana, podemos pensar que nos levantamos del sueño para tomar en nuestras manos el día, las riendas de nuestra vida. La tumba es también símbolo de la manera de ser propia del espectador. Por eso, levantarse significa también dar de mano el papel pasivo de espectador y dar un paso adelante en la vida. El espectador se pone cómodo: continúa recostado o –en otra imagen– se arrellana cómodamente en su butaca y mira la vida. Pero no se levanta para asumir responsabilidad en la vida. Le gustaría salir de ella sin un rasguño. El que se levanta, ese arriesga también algo, se hace vulnerable. Pero se responsabiliza de su propia vida. Y solo el que se levanta y se pone en camino podrá llegar a hacer realidad sus sueños. El que se levanta pone manos a la obra. Emprende algo. Hinca el diente a la vida. De él puede salir algo. Pero la palabra levantarse, ponerse en pie, la empleamos también en otros sentidos. Me levanto (= me rebelo) contra muchos voceros que envenenan la sociedad con consignas agresivas. Me levanto contra tendencias negadoras de la vida que hay en nuestra sociedad, contra la opinión dominante, contra todos los obstáculos que se interponen, amenazantes, en el camino para apartarnos de la vida que, clara y llena de colorido, nos invita cada mañana y nos espera cada nuevo día. Esto que, con frecuencia, hacemos cada día inconscientemente deberíamos percibirlo más conscientemente. Al levantarme por la mañana, tomo conciencia de que me levanto, me adentro en el día; dejo el cómodo lecho. Abandono el rol pasivo de espectador. Solo el que se levanta y se pone en camino puede hacer realidad sus sueños. 55

Colaboro en el juego de la vida. Participo en la vida. No la desperdicio. Me levanto para ponerme en camino. Me pongo en camino hacia Dios. Mi camino, al final, siempre va hacia Él. Pero me levanto también para ponerme en camino hacia los demás seres humanos. Voy derecho y erguido a lo largo del día para erguir también a otros seres humanos de mi alrededor. Entonces, cada vez que me levanto por la mañana, barrunto algo del misterio de la Resurrección, que es la base y fundamento de toda nuestra vida.

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2.3. Refrescado para el día: lavarse y ducharse

Cuando, nada más levantarme, me pongo bajo la ducha, disfruto del agua caliente que cae sobre mí. Percibo el agradable aroma del gel de ducha con el que placenteramente restriego mi cuerpo, experimento la agradable sensación, me siento agradecido porque hoy me he levantado sano. Trato bien mi cuerpo, disfruto de él. Lo cuido en el mismo sentido que santa Hildegarda, que en una ocasión dijo que deberíamos tratar a nuestro cuerpo de manera que nuestra alma estuviese encantada de habitar en él. Y luego tomo conciencia de lo que significa limpiar: no solo limpio mi cuerpo. Hago que se esfumen también todos los pensamientos turbios. Si, en sueños, he tenido imágenes que me perturban, puedo o bien mirarlas cara a cara e intentar entender lo que pretenden decirme, o bien –si no las entiendo– simplemente limpiarlas y eliminarlas por la mañana con el agua. Me lavo atentamente y percibo que me refresco del cansancio de la noche; que, al hacerlo, no solo me limpio la suciedad corporal, sino todo lo que enturbia mi verdadero ser. Al lavarme, me libero de sentimientos depresivos, de pensamientos fastidiosos, de preocupaciones que me agobian, de tenebrosas ideas que obnubilan mi interior y de las palabras con que otros me han herido. Me lavo de todas las habladurías cargantes de otros, de las manías de refunfuñar de todo por el descontento que arrastro en mi espíritu. Restriego todo lo que interior o exteriormente me ensucia. Bajo la ducha no puedo cavilar. En ese momento aun mis pensamientos se relajan. El agua corriente me distiende también y tengo la impresión de que el agua que corre por mi cuerpo me lleva a la fuente interior de mi alma. De esa fuente me gustaría beber hoy cuando voy a trabajar. Y abrigo la esperanza de que el trabajo no me va a agotar. Al comienzo del nuevo día hay, pues, una experiencia positiva: de frescor, de nueva energía. La limpieza exterior puede convertirse en metáfora de la limpieza interior de la que se trata en la vía espiritual. En todas las religiones hay ritos de purificación. Se purifica uno de la propia culpa o de las contaminaciones procedentes de otras personas. Si entiendo de esta manera el limpiarse, barrunto también lo que quiere decir tener un corazón limpio, un corazón que no está enturbiado por la envidia o por los celos, por la ira y por sentimientos de venganza. En el lavarse, el Salmista ve un purificarse de la culpa: «¡Lava del todo mi delito y limpia mi pecado! … Lávame hasta quedar más blanco que la nieve» (Sal 51,4.9b). No puedo purificarme a mí mismo de la culpa. Pero puedo percibir la ducha como si fuera una acción de Dios sobre mí: Dios mismo es el que me purifica de toda culpa. No puedo entrar en el día con mala conciencia. Dios me 57

ha liberado de toda culpa y de todos los remordimientos y de mis sentimientos de culpa. Al comienzo de un día está la experiencia de nueva energía.

La ducha o el aseo matutino puede convertirse al mismo tiempo en un símbolo de algo más profundo: en un rito consciente. El simple hecho se convierte en algo especial: es como si yo fuera un recién nacido. Es la experiencia que vivían los primeros cristianos en el baño del bautismo. Todo lavado nos puede recordar el baño bautismal, en el que quedamos limpios de todas las imágenes que han ido desluciendo la imagen única y singular que Dios grabó en nosotros, de las expectativas de otros y de las imágenes que nosotros mismos hemos ido superponiendo. Así, en cada limpieza, trabamos contacto con la única y singular imagen de Dios que hay en nosotros y puede irradiar en nosotros su resplandor originario.

Cada día, el primer día. Cada día, una vida. (Dag Hammarskjöld)

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2.4. Más que costumbre e higiene: lavarse los dientes

Todo el mundo hace por la mañana su toilette matutina y se lava los dientes. Esto puede convertirse en una rutina vacía. Pero cuando lo hacemos con atención, hay también en ello mucha más enjundia. Cierto que, en cualquier caso, sigue siendo una cuestión de cuidado de la salud, que hemos ejercitado desde la infancia. Sin embargo, si me limpio los dientes con atención, estoy tratando cuidadosamente mi boca. Me siento agradecido por tener dientes sanos, por poder morder, comer y beber, por poder percibir gustos exquisitos con la boca y por poder hablar. Y al limpiarme los dientes, miro en el espejo y percibo cómo soy; y me doy un sí a mí mismo ya por la mañana. Además, puedo todavía tomar conciencia de algo más: en el sueño, los dientes son frecuentemente símbolo de que me limito, de que me pongo límites claros. Así, ya al limpiarme los dientes puedo imaginarme dónde debería fijar hoy claramente mis límites. Los dientes simbolizan también la agresión. Puedo, pues, preguntarme: ¿dónde debería yo en verdad «hincar el diente», es decir, acometer algún asunto? ¿Dónde, en definitiva, tendría que empezar a emprender algo? O también: ¿dónde podría, por ejemplo, precaverme de ser explotado o instrumentalizado? Y hablamos con los dientes. Así que la limpieza de los dientes puede convertirse en metáfora de cómo limpiar hoy mis palabras. Puedo tomar conciencia de que hoy me gustaría decir palabras limpias: palabras sin segundas intenciones. Es decir: hoy voy a expresar lo que me dicta mi corazón. No voy a emplear mis palabras para herir al otro o para ejercer un poder sobre él. Y no voy a utilizar las palabras para exhibirme a mí mismo y ponerme por encima de los demás. Me comprometo, pues, conmigo mismo, al limpiarme los dientes, a pronunciar este día buenas palabras: palabras que animen y levanten el espíritu a otros, palabras que transmitan esperanza y seguridad, que aclaren algo, palabras de reconciliación que unan, palabras de amor que transformen y palabras que, en vez de herir, curen. Si hago este ejercicio de esta manera, es algo más que pura cuestión de higiene. Abordo más consciente y más atentamente el día. Y esto puede transformar muchas cosas, para mí y para mi entorno. Cada mañana puedo preguntarme: ¿dónde debería, en definitiva, empezar a acometer algún asunto? 59

2.5. Vestirse como un acto consciente

La etnología nos dice que la necesidad de vestirse no está condicionada, en primer término, por el frío del que uno quiera protegerse y tampoco por el pudor de cubrir los órganos genitales. El auténtico motivo por el que, por la mañana, nos ponemos vestidos es la necesidad del adorno. Nos vestimos conscientemente con elegancia y con gusto y elegimos los vestidos que nos sientan bien y que realzan la belleza propia de cada uno. Por eso es bueno, al vestirse, tomar conciencia: me siento agradecido por mi cuerpo, el que Dios me ha dado. Soy bello si me miro a mí mismo complacidamente. Porque schön [bello] viene de schauen [mirar, contemplar]. Y tengo derecho a poner de relieve, mediante mis vestidos, la belleza que Dios me ha dado. Por la belleza, otras personas se fijan en mí. De ese modo también yo puedo relacionarme con ellas de buenas maneras y con confianza en mí mismo. Me alegro de encontrarme con otros cuando soy consciente de mi propia belleza. Y la belleza tiene un efecto saludable sobre las personas. La belleza alegra. En el fondo, me visto conscientemente de manera que aparezca, como persona, en el esplendor originario que Dios pensó para mí. Muchos, por la mañana, pasan un largo rato ante el armario de la ropa pensando qué les irá bien para el trabajo o qué sería adecuado para los encuentros con otras personas. Muchos piensan también inmediatamente en qué les parecerá a otras personas su indumentaria. Con esto se vuelven dependientes del juicio de los demás. Sin embargo, al vestirnos deberíamos interiorizar plenamente el momento. Los monjes lo tenemos fácil. Nos ponemos siempre la misma indumentaria: el hábito, la correa, el escapulario. Antiguamente, los monjes, al ponerse cada una de las piezas del hábito, decían una oración particular. Detrás estaba el sentimiento de que el vestirse tiene un significado más profundo. San Pablo habla de que en el bautismo nos hemos revestido de Cristo, Mesías (Gal 3,27). Y en la Carta a los Efesios nos advierte: «Revestíos de la nueva humanidad, creada a imagen de Dios con justicia y santidad auténticas» (Ef 4,24). En todo esto podemos pensar mientras nos vestimos: no solo nos ponemos vestidos bellos, sino que también nos vestimos de Cristo como auténtica vestidura que saca a la luz nuestra verdadera belleza. Y por la vestidura nos hacemos personas nuevas. En lenguaje bíblico: nos vestimos la vestidura de la salvación, la vestidura de la gracia, la vestidura del amor de Dios; amor que hoy tenga a bien cubrir y proteger nuestro cuerpo. Una idea que podría dar a todo el día un horizonte nuevo. Debería vivir el momento con plena interiorización. 60

Y debería hacer brillar mi interior.

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2.6. Desayuno: con toda paz, cara al día

La forma y manera como desayunan las personas es muy diversa. Unas, en su pensamiento, ya están en el trabajo. A toda velocidad ingieren un panecillo y, de pie, tal vez hasta toman una taza de café. Entonces, el desayuno es, a lo sumo, un tiempo de nutrición. Disfrute, en todo caso, no hay ninguno en comer por la mañana a toda prisa y proceder luego con rapidez en todo. Otros, por el contrario, consideran el desayuno como un momento sagrado. Para ello se toman tiempo, solos o con la familia o únicamente con la pareja. Comienzan el desayuno con una oración en común, en la que piden también la bendición para el día de hoy. Les gusta que la mañana comience así y no permiten que les molesten. Es un tiempo que les pertenece a ellos y que organizan a su modo. Muchos ponen música suave y ligera y se sienten eufóricos con ella. O se enfrascan primero en las noticias del periódico. O gozan de una conversación matutina. Pasan revista al día que viene: sus esperanzas, preocupaciones…, también sus temores. Lo han experimentado: cuando todos los sentimientos se han expresado, se puede comenzar, con toda confianza, el día. Sea la lectura del periódico, la música o la selección de viandas, muchos, al desayunar, tienen sus ritos fijos. La mayoría toma siempre lo mismo, bien sea muesli, bien tostada con mermelada o queso. Cuando el desayuno es siempre el mismo, no se precisa mucho tiempo para pensar qué tendría que surtir la mesa. Un buen rito ahorra energía por la mañana. Y si el desayuno es cada día el mismo, uno disfruta especialmente si el sábado o domingo lo organiza de alguna otra manera, si uno se toma un tiempo más largo. Quien por la mañana se toma tiempo ya comienza el día de otra manera.

También el que desayuna solo puede festejar ese tiempo con plena consciencia: puede saborear el pan, degustar la tostada recién hecha y paladear su sabor. Cuando me tomo tiempo para el desayuno, el día comienza de otra manera. Entonces voy también distendido en el coche al trabajo. La primera hora del día era ya un tiempo sagrado. Este tiempo sagrado me produce un sentimiento de libertad cuando, a continuación, me 62

enfrasco en la tarea, en la que se me presentan muchos deseos extraños y no pocas exigencias. El desayuno consciente me preserva de sentirme después como en una rueda de hámster. Cada día comienza con el tiempo que me permito, en el que consciente y agradecidamente disfruto de los buenos dones que Dios me da diariamente. Disfrutar conscientemente el comienzo y dar al nuevo día un augurio de paz, reservarse, permitirse tiempo: esto da al arranque del día un significado peculiar.

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2.7. Lectura del periódico, por una vez, de manera distinta

Para mí –como para muchos otros– la lectura del periódico es un rito. Entra en el transcurso de mi día. Normalmente no apunto nunca muy lejos. Pero me informo leyendo el periódico por la mañana. De todos modos, esto se puede hacer de muy distintas maneras. Naturalmente, cuando tengo un periódico en las manos, me entero de las novedades. Pero también me enfrasco en los artículos de fondo. Y una y otra vez me detengo: no busco satisfacer mi curiosidad, sino que, en la lectura, pienso en las personas sobre las que estoy leyendo. Rezo por ellas. Rezo por los políticos: están sometidos a la presión de tener que tomar decisiones necesarias que continuamente son el blanco de todas las críticas, y ante la opinión pública no hacen nunca nada rectamente. Rezo por los que se han convertido en víctimas de la barbarie o del terror. Rezo por las personas que se han convertido en criminales, para que se den de bruces con su verdad interior y puedan liberarse del comercio brutal con el que se están haciendo daño a sí mismas. Y rezo por el país sobre el que un artículo informa críticamente de lo que no parece tener perspectiva alguna de esperanza. Leer nos pone en relación con la realidad. De este modo, la lectura de los periódicos me vincula con el mundo, con la gente. Entonces me siento unido a todas las personas del mundo entero. E intento aportar mi granito de esperanza presentando a Dios todos los problemas que voy leyendo. Lo que he leído en el periódico lo llevo luego conmigo a la oración del coro. En sus viejas imágenes, los Salmos expresan lo que el periódico actual me ha contado de las personas. Y al presentar ante Dios la vida de las personas hoy, abrigo la esperanza de que se produzca una transformación en este mundo. Naturalmente, conozco también la otra forma de leer los periódicos: contentar solo mi curiosidad y únicamente querer saber lo más novedoso a toda prisa. Sin embargo, cuando me sorprendo así, con las manos en la masa, siento que esa manera de leer no me hace bien. En ese momento vuelvo atrás, a mi oración del periódico. La lectura del periódico, entonces, se convierte para mí en un lugar espiritual: un lugar en el que siento la responsabilidad por este mundo y en el que percibo al mismo tiempo mi impotencia para solucionar todos los problemas de este mundo. Pero reacciono no resignado, sino positivamente: ofreciendo a Dios todas las necesidades que se me presentan y confiando en que su bendición puede obrar la transformación de este mundo.

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Todo puedo ofrecerlo a Dios en la esperanza de que en el mundo se produzca una transformación.

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2.8. Sereno camino del trabajo

El trabajo determina la vida cotidiana de la mayoría de nosotros. No siempre son solo sentimientos positivos los que vinculamos a este hecho. Pero cómo nos situamos ante ello, eso depende también de nosotros mismos. No someterse uno a presión, liberarse de temores: esto comienza ya en el camino al lugar de trabajo. Quien se pone en camino con equilibrio y con atención, ha logrado mucho. El camino al trabajo lo puedo organizar de muy diversa manera. Si voy en coche, puedo fijarme cada vez un nuevo récord para llegar lo antes posible a la oficina. Pero esto no solo es estresante: pronto choca también con un límite. En cambio, puedo disfrutar del camino al trabajo y emplearlo como una especie de meditación previa: me imagino entonces qué me espera en el trabajo, con qué personas me voy a encontrar hoy, qué consultas me van a llegar. Por supuesto, no es que me devane los sesos con lo que haya de pasar. Más bien pongo todo lo que se me ocurre bajo la bendición de Dios. Le pido a Dios su bendición: que mi trabajo tenga éxito, que la entrevista para la que me he preparado salga bien, que el cliente con el que tengo que tratar esté receptivo y que yo pueda estar siempre en mi sitio y tratar amistosamente a todos. Si viajo en coche, puedo, de camino, oír buena música. Cuando viajo en tren llevo conmigo en ocasiones un libro: me gusta poder leer cada día durante el tiempo del viaje en tren y sumergirme en otro mundo. El tiempo del viaje me pertenece. Es mi tiempo sagrado, que nadie me puede quitar. San Benito pide del administrador que mire siempre por su alma. Para mí esto significa también que soy responsable de los sentimientos y de las actitudes interiores con los que voy al trabajo. Puede suceder que un día determinado no vaya a gusto al trabajo, por lo mucho que me espera, porque me aguardan sesiones problemáticas. Esto a veces pesa como una losa sobre el pecho. Prestar atención al alma significa entonces que me hago cargo de esos sentimientos, pero se los presento a Dios y le ruego que tenga a bien transformarlos. Que su amor penetre en mi cólera, en mi miedo, en mi malhumor, y que me llene de paz y de alegría. Le pido que en todas las cosas desagradables que me sucedan esté siempre a mi lado y tenga a bien llenarme de amabilidad y buen humor. Cuando entonces, con esa actitud, entro en mi oficina con una sonrisa toda amabilidad, el día comienza ya de otra manera. Quien con atención se pone en caminoha logrado ya mucho. 66

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2.9. Conducir el coche como campo de entrenamiento espiritual

En la conducción de un coche se puede conocer el carácter de una persona. Unos conducen muy tranquilos; otros, de manera agresiva y con muchos nervios. Cuando en los numerosos viajes que hago en coche para dar conferencias observo el comportamiento de no pocos conductores, noto una y otra vez cómo algunas personas, al conducir, sacan a relucir sus agresiones reprimidas. Otras, por el contrario, son amables: hasta le dan a uno la preferencia. Estoy convencido: hasta conducir el coche se puede convertir en un lugar de experiencia espiritual. Es expresión de nuestra alma y puede –como todo lo que hacemos– convertirse también en un campo de adiestramiento. Graf Dürckheim lo expresa de la siguiente manera: el cuerpo es un barómetro que me muestra lo que hay en mí: si en mí hay paz o inquietud, equilibrio o tensión. Pero el cuerpo es al mismo tiempo un instrumento de cambio. Si adopto conscientemente en el cuerpo otra actitud distinta, algo puede transformarse en mí. Respirando conscientemente más tranquilo, mi alma también se puede tranquilizar. Lo mismo pasa al conducir. Podemos conocernos a nosotros mismos cuando conducimos. ¿Qué es lo que entonces se manifiesta en mí? ¿Reconozco en esa situación mi impaciencia? ¿O me pongo a cien por llegar lo antes posible a la meta? ¿Cómo reacciono ante los otros conductores cuando van demasiado despacio porque no tienen mucha práctica, o cuando me pasan como un rayo sin poner el intermitente? En tales situaciones conozco mi psicología. En esos momentos se expresa mi equilibrio o, por el contrario, mi impaciencia, mi irascibilidad. Pero al mismo tiempo puedo ver la conducción de un coche como campo de entrenamiento espiritual. Puedo concentrarme en mi conducción sin juzgar la conducción de los otros. Puedo ejercitar conscientemente la paciencia cuando me veo envuelto en un atasco. Puedo reaccionar con equilibrio cuando otra vez llega un poblado. Los primeros movimientos de impaciencia, de ira, de irritación, no puedo evitarlos. Pero puedo reaccionar a mis sentimientos espontáneos, distanciarme conscientemente de la ira y de la impaciencia. Puedo intentar concentrarme enteramente en el momento presente y, pacientemente, percibir simplemente solo lo que en torno a mí acaece. Justo al conducir hay momentos en los que aprendo a conocer mi psicología. 68

Para mí mismo, conducir el coche es todavía, desde otra perspectiva, lugar de mi espiritualidad de a diario. En el coche me gusta oír música clásica, sobre todo música espiritual; y así, mientras conduzco, puedo ocuparme del misterio de mi fe, el misterio de las palabras tal como me resuenan en el gloria o en el credo o en el Benedictus o en el Agnus Dei. O me sumerjo expresamente en la interpretación de textos bíblicos tal como musicalmente los trata Johann Sebastian Bach en sus cantatas. Cuando disfruto de la música que puedo escuchar en el coche, el viaje pierde su carácter fatigoso. Se convierte en lugar de levedad y alegría. Pero es que, al conducir, disfruto además del paisaje por el que viajo. Adrede salgo con tiempo para poder disponer de luz suficiente para percibir realmente esa belleza. De ese modo, no siento la constante presión de tener que llegar a tiempo. Y si efectivamente alguna vez se produjese un atasco, eso no me pone nervioso. Si luego viajo a casa de noche, antes que nada disfruto del silencio en el coche. Dejo que las impresiones que he recibido en la conferencia y en el encuentro con las personas sigan haciendo su efecto sobre mí y doy gracias a Dios por lo que ha acontecido. De este modo, también el viaje nocturno se convierte para mí en un lugar de experiencia espiritual. También aquí se aplica aquello de que nosotros mismos determinamos nuestra vida, y cada uno de los que conducen un coche lo puede hacer de diversas maneras: puede someterse continuamente a presión o, conduciendo, puede disfrutar de la paz o la belleza del paisaje. Puede concentrarse en sí mismo mientras viaja. Incluso puede ejercitarse en actitudes esenciales mientras conduce y entender el tiempo al volante como ejercicio espiritual.

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2.10. Penetrar en una estancia y prestar atención a las transiciones

Mucha gente, por la mañana, se da mucha prisa cuando se trata del trabajo. Apenas ha llegado, abre bruscamente la puerta y ni cae en la cuenta, en absoluto, del paso de la calle a la oficina. Antiguamente había «ritos de umbral». Entonces no resultaba tan normal y evidente de por sí traspasar el umbral que conduce a una nueva oficina. El sexto sentido de lo sagrado del umbral existe todavía con frecuencia en las iglesias. Uno se quita el sombrero cuando entra en la iglesia y se santigua con agua bendita. Cuando un musulmán entra en la mezquita, se quita los zapatos para dar testimonio de que entra en un lugar sagrado. Antiguamente, muchos católicos tenían en la puerta de sus casas una pila de agua bendita. Todavía recuerdo que, cuando yo era niño, en la puerta de nuestra casa colgaba una pila así de agua bendita. Cuando salíamos de casa nos santiguábamos con agua bendita. Y cuando volvíamos a casa hacíamos lo mismo. Este rito tenía, evidentemente, su significado. Cuando salgo, tomo agua bendita para protegerme. El amor que derramo sobre mi cuerpo al persignarme ha de acompañarme y protegerme también fuera, en la ciudad o en el trabajo. Y cuando vuelvo a casa, con el agua bendita me purifico de todas las torpezas, de todos los pensamientos y emociones negativos que me hayan salido al paso fuera y se me hayan adherido. Los antiguos todavía tenían un sentido del umbral como símbolo del paso de un lugar a otro y de un estado a otro diferente. Cuando voy invitado a dar conferencias, las más de las veces hablo en iglesias, teatros o salones que todavía no conozco. Entonces, al llegar allí –por ejemplo, a una iglesia–, entro en ella plenamente consciente y me abro a la impresión de la misma. Me pregunto qué teología habrá tras esa iglesia y qué experiencias habrán vivido las personas en ese ámbito. Incluso cuando entro en un salón, intento, en primer lugar, respirar su atmósfera. Luego puedo ya situarme ante todo tipo de encuentros que en él vayan a tener lugar. Que la bendición llene este lugar en el que ahora entro.

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También en el día a día normal tiene esto aplicación. Por ejemplo, cuando en una Administración entramos en un departamento, antes llamamos a la puerta. Nos anunciamos para que el interesado pueda prepararse para nuestra llegada. Luego abrimos cautelosamente la puerta y pedimos licencia para entrar. Es entonces cuando empezamos a percatarnos del lugar: instintivamente percibimos si allí dentro podremos sentirnos a gusto. Y nos percatamos también naturalmente de la persona que nos recibe. Para mí, personalmente, es importante entrar plenamente consciente en el lugar. Intento ser totalmente dueño de mí mismo para no dejarme influenciar decisivamente por la atmósfera del lugar extraño o por el talante de la otra persona con la que me voy a encontrar. Y luego intento situarme ante la persona que me recibe. La saludo amablemente. Confío en que ella va a ser amable también. Creo en su buen fondo aun cuando este, a primera vista, tal vez todavía no sea tan evidente. En el tiempo en que, como ecónomo, tuve la responsabilidad administrativa de nuestro monasterio, viví frecuentemente la experiencia de empleados o hermanos en religión que llamaban a mi puerta y entraban en mi despacho. El uno golpeaba la puerta tan fuerte que yo ya adivinaba que alguien iba a irritarse por algo o contra alguien y que iba a despotricar por ello. Otros se acercaban más bien precavidos, preguntando si se les permitía molestar. Varios se estiraban como si aquella fuese su habitación. Otros, a su vez, se hacían gustosamente invitar a sentarse a la mesa redonda. Se sentían aceptados y acogidos como huéspedes. El notar de qué manera tan diferente puede entrar la gente en un despacho aumentó mi sensibilidad al modo en que yo mismo entro en un lugar. Podríamos analizar también aquí nuestro particular rito de umbral. Podría abrir la puerta conscientemente y decir en silencio una oración de bendición: que la bendición de Dios tenga a bien llenar este lugar en el que yo entro ahora. O puedo fijarme con plena consciencia en el lugar en el que entro y pedir a Dios que se digne bendecir todo lo que suceda en él. Entonces, en mis pensamientos no me dejaré obsesionar por los problemas, sino que me haré enteramente al lugar y a lo que suceda en ese sitio.

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2.11. Comenzar el trabajo. No atorarse en él

Todo comienzo es difícil, se dice. Pero siempre comenzar es también oportunidad para algo nuevo. Muchas personas llegan por la mañana a su despacho y no saben por dónde ni cómo comenzar. Lo primero, examinan diversos documentos que tienen sobre su escritorio. O ponen en marcha el ordenador para recabar los correos que se han ido acumulando. Luego, se abstraen en la respuesta de los mismos. Sencillamente, se dejan llevar por lo que allí les espera. Y, con frecuencia, se encuentran metidos en una rueda de hámster que se mueve como automáticamente. Están dirigidos desde fuera y no hacen más que reaccionar a lo que salta. Como, sencillamente, están atorados con los asuntos y en realidad no terminan de ponerse en marcha, con frecuencia tampoco el trabajo sale bien. En este caso, estaría bien comenzar el trabajo con un pequeño rito. Este rito puede comenzar ya por prestar atención a cómo abro la puerta de mi despacho o de mi lugar de trabajo. Puedo abrir la puerta mecánicamente o puedo hacerlo atentamente. Esto, hecho con plena consciencia, puede incluso convertirse en un rito y adquirir una profundidad espiritual: uno el abrir mi puerta y la petición de que Dios se digne bendecir hoy mi trabajo. Y cuando entro en mi despacho puedo pedir que todo lo que tome hoy entre manos llegue a buen fin. Normalmente, además, no llego solo al trabajo. Hay colegas en otros despachos, o compañeros en el taller, hombres y mujeres. También aquí se plantea el problema de cómo encaro a esas personas al comienzo del día laboral. Muchos, por la mañana, están únicamente centrados en sí mismos. Ni se percatan siquiera de los demás. ¿Cómo resultaría alegrarse conscientemente por los colegas?, ¿reflexionar, tal vez, ya de camino al trabajo, con quién me voy a encontrar hoy y adoptar una actitud positiva ante ese encuentro? Ya con solo saludar con una sonrisa amistosa a mis colegas puedo proyectar una buena atmósfera en mi mundo laboral. Esto no es ningún exceso, cuesta poco tiempo; pero el día comienza de manera distinta. Y, por lo demás, también a mí me agrada recibir, a mi saludo amistoso, una respuesta similar. Soy responsable del clima que genero en torno a mí, no simple víctima de la situación que hay en mi empresa. Yo mismo puedo influir positivamente y configurar la atmósfera. Todo comienzo puede llegar a ser creativo… con un pequeño rito. 72

Cierto: no puedo cambiar toda la empresa. Pero, allí donde trabajo, creo siempre en torno a mí un pequeño mundo. Muchos entran en el trabajo con una tensión interna. Se imaginan: ¿de qué humor estará hoy el jefe?, ¿con qué talante vendrán mis compañeros? Si comienzo con tales expectativas, paso a depender del estado de ánimo de otros. Es una actitud de pasividad. Pero debería ir al trabajo y al encuentro con los demás activamente. Con mi forma de tratar bien a los demás puedo también extender en torno a mí un buen ambiente. Este clima no depende de ningún otro. El sentimiento de poder configurar personalmente la situación me proporciona energía ya por la mañana. Si, por el contrario, llego al trabajo en actitud de víctima, enseguida me asalta el sentimiento de que «todos quieren algo de mí; todo esto es demasiado; el trabajo no me gusta; tengo que soportarlo para ganar dinero». Con tales pensamientos me agarroto a mí mismo. Quien, por el contrario, establece un comienzo activo, quien sabe motivarse a sí mismo con sentimientos amistosos hacia los demás, experimenta que el comienzo puede volverse creativo, y el día, prometedor.

Para saber qué quiere uno dibujar, tiene que empezar a dibujar. (Pablo Picasso)

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2.12. Centrarse en un asunto. Aplazarlo no tiene sentido

No todo lo que tenemos que hacer en la vida cotidiana nos resulta simpático. Me propongo ordenar la mesa de mi escritorio o hacer por fin la declaración de la renta. Sin embargo, siempre hay algo más importante que hacer. Debería aclarar un conflicto, pero pienso para mis adentros: «Ese conflicto tal vez se solucione por sí solo». Tenemos tendencia a ir aplazando lo desagradable. Sin embargo, cuanto más pospone uno algo, más se le impone ese algo. Lo no solucionado nos paraliza, nos roba energía que necesitamos para abordar otros asuntos. Cuando alguien una vez se dirigió a mí y me preguntó cómo podría superar esa «posposicionitis», le recomendé que probara y aplicara para sí las tres reglas siguientes: Regla primera: Liquida lo que más guerra te esté dando, inmediatamente. Si saco fuerzas de flaqueza para tener inmediatamente la desagradable conferencia telefónica y si antes de la conversación me paro un momento y pido una bendición para ello, con frecuencia experimentaré lo bien que sale la llamada. Y entonces, el día entero va sobre ruedas. Pero si la pospongo, todo el resto de mis actividades van a salir perjudicadas por esa llamada pospuesta. Sobre mí pende como una espada de Damocles y estoy temiendo continuamente que pueda caerme encima. Regla segunda: Párate un momento y pregúntate: ¿Qué es lo que tan desagradable es en este asunto? ¿Es que aún necesito ayuda? ¿O es mi inseguridad por la reacción de los otros? Mientras analizo lo desagradable que estoy posponiendo, me familiarizo con ello. Y ya no me quedo pasmado ante el montón de temas que tengo pendientes ante mí, sino que selecciono uno a uno los asuntos. Entonces puedo armarme mejor para lo que querría hacer. Al ir descomponiendo el problema en sus partes singulares, se vuelve más pequeño y más abarcable. No te dejes encadenar por reparos y verás que ¡la cosa va!

Regla tercera: Sé consciente de tu resistencia. Pero luego motívate y aborda con esperanza y seguridad lo que tienes entre manos. No pienses en todos los motivos que hablan en contra de mantener ahora esa conversación. En una situación así, a mí me 74

ayuda decirme las palabras de Jesús: «¡Levántate, coge tu camilla y vete!». Coge bajo el brazo, como una camilla, todos tus reparos, tus resistencias, tus malos sentimientos, y vete a aquello que te has propuesto. Vas a ver cómo el asunto sale a pedir de boca. No te dejes encadenar a la camilla. No te quedes tumbado en la camilla de tus motivaciones, de por qué eso no lo puedes hacer ahora. Escucha, simplemente, la incitación de Jesús. Seguro que entonces te levantas, coges bajo el brazo todos tus reparos y vas derecho a lo que ahora te está esperando. Tú lo verás: ¡la cosa va!

El agua se purifica al correr; el ser humano, al avanzar. (Proverbio indio)

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2.13. Hacer una pausa y ganar tiempo para mí

Para que nuestra vida vaya bien, se precisan pausas. Conozco personas que tienen que estar afanándose continuamente. Hasta se saltan la pausa del mediodía. Comen sus bocadillos mientras responden al correo. Ahora bien, las pausas son necesarias para nuestra vida. Forman parte del arte de vivir. El investigador del tiempo Karlheinz Geissler llega al extremo de decir: «El trabajo comienza a ser bello solo por el hecho de tener pausas, un comienzo y un final». La palabra alemana Pause procede del verbo griego anapaúō: «hacer cesar», «interrumpir», «dar descanso», «recrear». El sustantivo anápausis significa «interrupción», «descanso», «lugar de descanso». Entre los griegos, anápausis significa no solo descanso en el trabajo, sino también los obligados tiempos de descanso que necesitan los órganos internos del ser humano: el tiempo que necesita el deportista para su recuperación y el descanso del servicio militar. En sentido religioso, anápausis puede significar también «redención de todos los males». Porque el descanso, para los griegos, es algo sagrado y que se pide a los dioses. Una pausa, por tanto, no es solo la breve interrupción que intercalamos aquí y allí durante el trabajo o durante una marcha. Antes al contrario, la anápausis, para los griegos, significa descanso y tomar aliento. Ese descanso no es un simple no hacer nada, sino una recreación corporal y anímica. El filósofo judío Filón, que entreteje sabiduría griega y judía, ve en la anápausis, en el descanso, el máximo valor. En este contexto, él entiende el descanso no como inactividad, sino como actividad sin fatiga. Dios descansa sin estar cansado. Su descanso es acción creadora. Para Filón, la persona piadosa encuentra, al igual que Dios, el descanso creativo, mientras que el insensato vive sin descanso. Permítete interrupciones. Y disfruta también de ellas.

También para nosotros tiene aplicación: hacer una pausa es saludable. Hemos trabajado juntos fatigosamente. Ahora es bueno interrumpir el trabajo y permitirse un descanso. Así podrán regenerarse de nuevo las fuerzas corporales. O en la discusión 76

hemos analizado temas difíciles. Las cabezas bullen. Entonces es bueno, simplemente, no hacer nada durante un rato, salir a tomar el fresco, respirar, aspirar vida nueva. Si hubiéramos seguido discutiendo, posiblemente nos habríamos enredado en discusiones acaloradas. También la neurología nos dice que tales pausas son necesarias para que el cerebro pueda regenerarse. Sin pausas perdemos nuestra creatividad. Tras una pausa, la cosa puede otra vez marchar bien. Cuando escribo un libro, hay momentos en los que la corriente de la escritura se seca. A pesar de todo, entonces todavía puedo seguir escribiendo. Pero en algún momento percibo que el texto no va bien si me obstino en seguir con la tarea. Entonces me recuesto durante diez minutos en el lecho. No pienso más en lo que tengo que escribir. Pero precisamente entonces, cuando estoy recostado en el lecho sin propósito alguno, me vienen buenas ideas. Vuelvo entonces a sentarme ante el ordenador y la cosa marcha bien. En las vacaciones de verano, básicamente no escribo nada. Tampoco llevo ningún cuaderno de notas, ni un ordenador, ni un diario. Me permito dedicarme simplemente a pasear y a estar con mis hermanos. Luego, cuando de nuevo me siento en mi escritorio, vuelvo a sentirme fresco y creativo. Permítete, pues, interrupciones en el trabajo; permítete también pausas en la vida de familia. Y disfruta de esos momentos. Dite: «Ahora no tengo absolutamente nada que hacer, nada absolutamente que pensar, sino, simplemente, estar». Hago sencillamente solo una pausa y respiro hondo. Eso basta. Eso me tonifica.

Nuestro auténtico capital: las horas en las que no hemos producido nada. Ellas son las que nos configuran, nos individualizan, nos diferencian. (Emil Cioran)

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2.14. Cómo hasta planchar se convierte en meditación

Muchos equiparan estrés y aburrimiento con el quehacer cotidiano: se impacientan y se ponen de los nervios con solo pensar en ello. Pero precisamente ahí se puede tener también una experiencia completamente distinta: romper la monotonía e incluso experimentar un «fluir» ¿En qué consiste la diferencia? Hasta una actividad tan cotidiana como es la de planchar puede realizarse de maneras muy diversas. También aquí vale la regla «depende de mí». Me contaba una señora que planchar la ponía siempre de los nervios. Se fija un tiempo determinado en el que debe tener liquidado el montón de ropa. Y cada vez quiere emplear menos tiempo en ello. De este modo, en todo caso, todo el tiempo del planchado se le convierte en una carga. Está bajo la presión de acabar lo antes posible. Otra mujer utiliza el planchado como tiempo en el que, de paso, puede escuchar cedés, bien de conferencias, bien de buena música. Le encanta este trabajo porque, como quien no quiere la cosa, puede ir adquiriendo ideas nuevas. Y una tercera toma la plancha como una meditación. Se embebe completamente en la actividad y tiene la sensación de que, mientras plancha, es enteramente ella misma. Se percibe a sí misma y en ese momento puede desconectar de las diarias preocupaciones y problemas. Es, para ella, un tiempo sagrado. Karlfried Graf Dürckheim dice: todo lo que es simple y se puede repetir, se puede convertir en meditación. Es una meditación activa: una meditación en la acción. La acción sencilla me conduce interiormente a la paz. Estoy enteramente concentrado en mí mismo. Thich Nhat Hanh dice: «Hay dos maneras de fregar la vajilla. Una, para que, a continuación, otro la encuentre limpia. Y la segunda manera consiste en fregar por fregar». Fregar la vajilla o cortar el césped, planchar o barrer: es la atención la que hace que esa actividad no me aliene, que más bien esté enteramente centrado en mí mismo, que sea plenamente yo mismo, siguiendo mi respiración y consciente de mi presente. La actividad sencilla nos conduce interiormente a la paz.

Planchar, en concreto, exige capacidad, concentración y atención. Hay que poner 78

correctamente la ropa para poder trabajar bien con ella. Tengo que atender a la temperatura de la plancha. Pero cuando puedo entregarme enteramente a esa actividad porque, por mi experiencia, sucede casi rutinariamente, puedo olvidarme de todo lo que me rodea; entonces puede suceder que pierda hasta el sentido del espacio y del tiempo; las preocupaciones y la impaciencia desaparecen. Lo que hago con atención y concentración puede servirme de símbolo de algo más profundo. Si me concentro por entero en el planchado, el alisado de la ropa puede convertírseme en un símbolo: a saber, que lo que en mí hay de rugoso o torcido se alisa, lo desordenado se pone en orden. Al planchar, puedo incluso meditar las palabras del profeta Isaías: «Que lo torcido se enderece y lo escabroso se nivele» (Is 40,4). Al planchar, pues, puedo barruntar que también en mí hay algo que se sanea y vuelve a su estado íntegro. También en mí se alisa algo. La palabra griega sōtēría [salvación] indica: llego a ser como realmente he sido pensado. Al planchar, la camisa, la pieza de ropa, el mantel de la mesa o lo que sea vuelve a ser como debe ser, es decir, como corresponde a su naturaleza. Vista así, una simple actividad como la de planchar se puede convertir en una meditación en la que me adentro en mi verdadera identidad.

Espiritualidad significa, pues: Ensancho mi visión. No huyo de la realidad de mi vida, sino que, en medio de la cotidianidad y trivialidad de mi vida, percibo lo que en ella hay de especial. Cumplo con mi deber y hago mi trabajo. Pero no me pierdo en un cumplimiento exterior del deber. Me enfrento a los deberes cotidianos, aparentes naderías. Pero sé, al mismo tiempo, que ellas no lo son todo: que en ellas hay otra dimensión de mi vida. Veo lo sagrado en lo trivial. Esto confiere incluso a lo cotidiano un halo dorado y a mí me da, en medio de la angostura de mi día a día, una anchura interior, y libertad y grandeza.

Solo se precisa la idea de que toda actitud, y precisamente la que siempre se repite, bien hecha, junto a su sentido externo alberga también un sentido interno. (Karlfried Graf Dürckheim)

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2.15. Cocinar con amor y con gusto

Conozco mujeres –aunque también varones– a las que les gusta cocinar para dar un placer a los huéspedes o a la familia. Se inspiran en recetas de otros, y les gusta también probar algún plato nuevo e intentan una y otra vez dar con un sabor sorprendente. La cocina las estimula a experimentar. A otros les gusta la cocina ordinaria. Lo normal les causa placer. Y en cocinar se dan mucha maña. Primero, reflexionan qué necesitan y qué pasos tienen que dar en la preparación. Luego, disfrutan preparando algo bueno y sabroso con lo que han comprado y aderezado. En cualquier caso, el que cocina no solo hace algo bueno a otros, sino también a sí mismo. El filósofo griego Epicteto sabía que «en el convite agasajas a dos huéspedes: a tu cuerpo y a tu alma». «También entre los pucheros anda el Señor».

El hogar en el que cocinamos ha tenido para los humanos, desde tiempo inmemorial, un significado más profundo: es símbolo de la comunidad humana, proporciona calor y cobijo. Entre los romanos, el hogar era el lugar de los lares, los espíritus domésticos protectores. Ya el antiguo filósofo Heráclito, en torno al 500 a. C., estableció una relación entre el hogar y lo divino. Cuando allí se calentaba las manos al fuego y las visitas no se atrevían a penetrar más adentro, se cuenta que decía: «¡Adelante!, también aquí están los dioses». Y a la gran mística cristiana Teresa de Ávila se le atribuye el dicho «También entre los pucheros anda el Señor». Cocinar –se dice– une. Y también «El amor pasa por el estómago». El Dalai Lama probablemente tuvo esta idea en su mente cuando en una ocasión dijo «Dedícate al amor y a cocinar con todo el corazón». En el hogar se prepara la comida que une también a los miembros de la familia, los alimenta y fortalece y los mantiene sanos. De aquí que Nelly Sachs diga sobre esto que el hogar es un lugar al que unimos nuestra nostalgia de patria, nuestro anhelo de amor, de calor, de goce y de la alegría de vivir. A la cocina y a la cuna, Nelly los designa «preciosa mercancía desprendida del deseo». En la cotidianidad del hogar, descubre Nelly la nostalgia de lo que el hogar realmente significa: lo originario, lo 80

genuino, lo no adulterado. En la imagen del hogar persiste el paraíso del recuerdo: paraíso de experiencias familiares, de olores, de sabor. Pero en él está también, además, la nostalgia de lo nuevo: para nosotros, los humanos, cocinar simboliza lo nuevo, eso que continuamente nos renueva. Cocinar es algo creativo. Y quien bien cocina es, a su manera, un creador. El abad Mauricio, de la abadía benedictina de Tholey, que antes había sido él mismo un cocinero de primera, dio en el quid de la cuestión y, con benedictina simplicidad, formuló así una teología de la creación culinariamente aplicada: «En la cocina damos respuestas a los regalos de Dios».

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2.16. Convite, tiempo común para lo auténtico

La familia hace sus comidas en común. A mediodía nos sentamos también con otros compañeros de trabajo para comer juntos. Asimismo, con frecuencia invitamos también a huéspedes. Y con un convite festivo celebramos una fiesta, y así trascendemos también lo cotidiano de nuestro día a día. De «celestial deleite» habló Goethe en su «Canción de mesa», al describir los placeres comunes de la mesa. La palabra alemana Mahl [comida, convite] tiene la misma raíz que medicus [médico]. De la comida emana algo saludable. Para la comida nos tomamos tiempo. En ella entablamos conjuntamente una conversación. Y conjuntamente disfrutamos también de los dones benéficos de Dios. Alegría y unidad,saboreo y comunidad: esto distingue del tiempo común el convite.

La Biblia nos habla una y otra vez de convites importantes. Abrahán invita a la mesa a sus huéspedes. Y durante la comida cae en la cuenta de que se trata de ángeles que Dios le ha enviado. El sabio veterotestamentario Ben Sirá [Libro del Eclesiástico] nos da normas sobre cómo debe uno comportarse durante la comida. No se debe ser glotón, no se debe monopolizar la conversación, sino formar comunidad: «El que es educado en la mesa, es alabado; su buena fama es segura» (Eclo 31,23). Y al final de los tiempos, Dios celebrará un banquete festivo con todos los humanos. Así nos lo anuncia el profeta Isaías (Is 25,6ss). En el Nuevo Testamento es, sobre todo, el evangelista Lucas el que nos narra muchos convites de Jesús. Lucas es griego y, por tanto, sabe también del convite como lugar en el que se filosofa y se conversa sobre lo que es esencial para los humanos. Así, Jesús come con publicanos y pecadores y les anuncia qué es lo que realmente importa: que los enfermos se curan, que la gente se abre al amor de Dios. Jesús come con todos los estratos sociales: con los fariseos, con los pecadores, con sus amigos, con hombres y mujeres. El convite se convierte en el lugar en el que no solo anuncia a la gente el amor de Dios, sino que se lo manifiesta físicamente. El convite significa siempre comunidad. Jesús está dispuesto a hacer comunidad con toda clase de personas y a obsequiar a la 82

gente con su amor. Y habla del banquete festivo de Dios, al que todos estamos invitados. El banquete festivo se convierte en metáfora de unidad y unificación con nosotros mismos, con otras personas y con Dios. El convite adquiere su dignidad más profunda cuando Jesús lo constituye en imagen de su amor, un amor que es más fuerte que la muerte. Y encarga a sus discípulos celebrar ese convite –la Última Cena, la eucaristía– continuamente en memoria suya. En el pan y en el vino se da Jesús a sí mismo a los participantes en su convite. De su amor deben vivir. El convite se constituye así en imagen de la nueva comunidad de sus discípulos. De los primeros cristianos dice Lucas: «En sus casas partían el pan, compartían la comida con alegría y sencillez sincera» (Hch 2,46). Algo de esa alegría y de la unidad que el convite es capaz de establecer debería manifestarse también en nuestras comidas en casa.

Al final de los tiempos, Dios celebrará con todos un festín.

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2.17. Hornear: símbolo de la transformación interior

A mi madre siempre le gustó hornear. En los días de fiesta había tarta y, naturalmente, en Navidad pastas y dulces ¡Olía entonces tan bien en la cocina…! A nosotros, como niños, se nos permitía también picotear siempre en la masa. Es verdad que en la familia de mi madre estaba mal visto golosinear y, por eso, ella se había prometido a sí misma que, cuando fuera madre, eso se iba a acabar. Muchas mujeres vuelcan todo su mimo en la repostería. Preparan la masa con todo esmero y observan cómo poco a poco va creciendo en el horno hasta que coge la forma y la dureza requeridas. En el hornear se pone, pues, la alegría de dar alegría a la familia. Y en la dulzura de la tarta y de la bollería, algo de eso siempre se «cuece dentro»: siempre se expresa algo del amor que refuerza la comunión y que vigoriza no solo el cuerpo, sino también el espíritu. Hornear el pan no es cosa solo de los días de fiesta, sino también de a diario. Comer pan no es ningún arte, pero hornear el pan sí, dice un proverbio. Hornear el pan es algo antiguo, arcaico. Es una de las habilidades importantes en la historia de la humanidad desde hace ya cerca de seis mil años. Antiguamente también se cocía el pan en hornos excavados en la tierra; todo iba unido a la idea de que allí obraba la energía vivificadora de la tierra. Y cuando, todavía en el siglo pasado, los hornos estaban en el centro de la aldea y se utilizaban comunitariamente, era también un signo de copertenencia y de comunidad. Por lo demás, en el proceso de hornear es perceptible también un profundo simbolismo. Por ejemplo, san Agustín vio en el horneado un símbolo de nuestra vida. ¿Qué quiere decir con esto? Todos somos horneados en el fuego de la vida como en un horno encendido. Podemos considerar el horneado como un símbolo de cómo nos convertimos en una bendición para otros. El horno es un símbolo de los procesos de transformación. Y el horno se consideró también con frecuencia como símbolo del seno femenino: cuando el pan se introduce en el horno, eso es un símbolo del retorno al estado embrionario. Y el fuego representa 84

muerte y nuevo nacimiento. De ese modo, podemos entender el cocer el pan como un símbolo de nuestra transformación interior: el fruto interior que nace mediante el ascua de la vida y del amor, eso es alimento para otras personas. Pero, como sucede con el pan, también nosotros tenemos que pasar a través del fuego para que, así como la masa se convierte en alimento para otros, así nosotros nos convirtamos para los demás en medio de vida y, de ese modo, con lo que en nosotros se ha cocido, nos convirtamos en bendición para otros.

Dios es un horno encendido lleno de amor. (Martín Lutero)

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2.18. Vuelta al hogar, a mi mundo, el que conozco

Tras el trabajo, el final de la jornada. El trabajo está hecho. Lo urgente quedó solucionado. Uno se siente libre y puede respirar a fondo. Para muchos es la parte más bella del día. Se alegran de la vuelta al hogar y, a continuación, en su propia vivienda, tener un espacio en el que sentirse en casa, cobijado y protegido. No tienen que desempeñar ningún papel. Se les espera. Sin embargo, muchos tienen también miedo de regresar al hogar. Los solteros se sienten solos en su casa. Nadie les espera. Cierto que con frecuencia se alegran de estar al fin solos y no tener que responder ya a los deseos y exigencias de otros. Sin embargo, no pocas veces estar solo es un tormento. Por su parte, otros vuelven a casa con el corazón en ascuas. No regresan a un hogar en paz. Les esperan, al contrario, una pareja insatisfecha o unos padres enfermos o niños precisamente en una época difícil. Para que la vuelta al hogar sea una vuelta lograda, se necesita dejar el trabajo a un lado conscientemente. Y se precisa una meditación previa. Vuelvo ahora consciente a casa. Sé que lo que me espera, me hace bien. Aun cuando me suponga un desafío, con todo, es mi propio mundo, al que regreso. Es mi mundo, el que conozco y el que construyo. En él puedo ser yo mismo. Y, aun cuando me esperen disputas y contradicciones, puedo aceptarlas como un buen desafío para crecer interiormente. El hogar no nace solo de la armonía en la familia o de la belleza de la vivienda. El alemán relaciona, más bien, Heimat [hogar] con Geheimnis [secreto, misterio]. Solo puedo estar «como en casa» allí donde habita el misterio. Así que es bueno abrirme al misterio que me espera en el hogar: el misterio de nuestro amor, que nos une mutuamente. Si soy consciente del misterio de Dios, que con su bendición habita nuestra casa, puedo también sentirme «como en casa» cuando los conflictos perturban el buen clima de armonía y de paz. El misterio nos abraza aun cuando a veces no nos entendamos tan bien. Para que el regreso al hogar salga bien, se precisa dejar el trabajo a un lado conscientemente.

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Cuando, en cursos de dirección, diserto sobre esta forma de regresar al hogar, surgen con frecuencia objeciones: «Sí, eso sería bonito; pero en casa tengo que estar también continuamente a disposición de todos. No puedo concentrarme nunca enteramente en mi familia porque estoy siempre en tensión por las llamadas que pueden venir de la empresa». Esto, sin duda, es hoy un problema de muchos. Y las empresas deberían reflexionar sobre cómo proteger los tiempos de estancia en el hogar de sus colaboradores. Pero, aun teniendo que estar siempre localizable, puedo ejercitarme también para vivir aquí y ahora el momento presente. Porque precisamente ahora, en este instante, no me llaman por teléfono. Y ahora puedo estar enteramente a disposición de mi familia, concentrarme completamente en el tiempo de la comida y en la conversación mutua.

Sin un final de jornada, el tiempo de la vida está tan alejado de la felicidad como la vida de una abeja obrera del vuelo nupcial de la reina de una colmena. (Karlheinz Geissler)

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2.19. Acostarse y despedir el día

Muchos se alegran al atardecer ante la perspectiva del lecho. Muchos otros, sin embargo, sencillamente no consiguen acostarse lo bastante pronto para dormir. Tantas son las cosas que tienen todavía que solucionar. Entonces, en un momento dado, tropiezan con el lecho, cansados, y, sin embargo, no pueden conciliar el sueño porque son muchas las cosas que todavía les hurgan por dentro. Otros no llegan a tener paz porque andan dando vueltas a oportunidades perdidas y están continuamente reprochándose algo: «Si hubiera tomado otra decisión… Si con mi hija, con mi hijo, con mi pareja hubiera hablado con más amabilidad y cariño… Si no hubiera dicho esta o aquella palabra…». Es importante alcanzar la paz al atardecer. Matthias Claudius, en la segunda estrofa de su famosa «Canción de atardecer», ha cantado al silencio y la quietud: «¡Qué silencioso está el mundo y en el crepúsculo que lo rodea, qué íntimo, qué encantador! Como una cámara silenciosa donde las penas del día deberíais dormir y olvidar».

La quietud del atardecer tonifica al ser humano. El ruido del día se extingue. Y en la quietud puede olvidar todas sus cuitas. Las preocupaciones del día callan. Solo necesito escuchar el silencio del atardecer: entonces todo se vuelve, también en mí, quietud. Solo cuando interior y exteriormente llegamos a tener paz experimentamos el descanso como bendición. Solo entonces, en el silencio, entramos en contacto con nuestra alma. Y entonces olvidamos «las penas del día»; solo entonces se siente nuestra alma como en casa. Día y noche son la medida de nuestro tiempo natural. En el monasterio tenemos una clara distribución del día. Nos levantamos temprano y nos vamos temprano a la cama. La noche es un tiempo protegido de silencio. La tradición monacal habla del silentium nocturnum, el silencio de la noche, que está protegido por reglas claras. Tras las completas, normalmente ya no se habla. Entonces cada uno se prepara para la noche. 88

La noche se convierte en descanso cuando puedo olvidarme de mí mismo, cuando me dejo caer en los brazos amorosos de Dios.

La noche tiene también su propia condición. Transmite algo de seno materno, protector y fértil. Y es, al mismo tiempo, símbolo de la misteriosa oscuridad. Para los monjes, la noche es siempre también un tiempo espiritual. Los monjes saben de vigilia, de oración de vela nocturna. La noche ofrece un «silencio mayor». Y rezar en la noche nos acerca con frecuencia a Dios. Sirven de ayuda los ritos. Incluso el irse a la cama necesita una forma fija. Un buen rito podría ser este: Estoy en pie delante del lecho otra vez y extiendo las manos en forma de copa. Entonces ofrezco el día a Dios. Renuncio a todo «si hubiera tenido…», «si hubiera sido…». El día es como es. Ya no lo puedo cambiar. Pero puedo esperar que Dios transforme el día pasado en bendición; que Dios transforme la cita malograda –las palabras dichas y las no dichas– en bendición. Esto me permite despedir el día. Se lo presento a Dios y lo despido y entrego a su amor. Pero las manos en forma de copa son también una imagen del lecho en el que me voy a acostar. En el lecho voy a abandonarme a las manos amorosas de Dios. Esto me quita el miedo a una noche sin dormir. Ya me duerma enseguida, ya permanezca aún despierto un tiempo, estoy acogido en las manos amorosas de Dios. Esto me tranquiliza y me quita tensión. Y entonces no tiene tanta importancia que duerma o no. La noche se convierte en reposo porque puedo entregarme a mí mismo a los brazos amorosos de Dios, que me abrazan. En el sueño puedo volverme un niño que simplemente se deja caer en los brazos amorosos de Dios.

Quien no honra la noche no es digno del día. (Refrán italiano)

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TERCERA PARTE

De lo maravilloso en lo normal: lo que da sentido en la vida

H

acemos muchas cosas con absoluta naturalidad. Respiramos, andamos, nos ponemos de pie, nos sentamos. Con frecuencia no pensamos nada al hacer eso porque sucede automáticamente. Pero todo lo que acontece en el cuerpo puede convertirse en símbolo de algo más. Cuando Graf Dürckheim me hizo caer en la cuenta de la energía transformadora del cuerpo, consulté en unas concordancias bíblicas lo que hay respectivamente detrás de palabras clave como respirar, estar sentado, estar de pie, andar/ir. Al leer los correspondientes pasajes, descubrí que la Biblia desarrolla una teología propia del estar sentado, estar de pie, andar, respirar. A quien medite las diversas afirmaciones de la Biblia le llamará la atención que todas esas actividades naturales y corrientes tengan un significado más profundo y su sentido propio. Ese sentido reside en que, en último término, todas esas actividades nos conducen al interior del misterio de nuestro ser humano. Pero también el misterio de nuestra relación con Dios se hace patente si prestamos atención a cómo estamos en pie ante Dios, cómo nos sentamos ante Él, como nos movemos delante de Él y cómo en nuestro respirar es experimentable el aliento mismo de Dios. Pero no solo la Biblia ha desarrollado una teología propia del estar de pie, del estar sentado, del andar, del respirar, etc. Basta con escuchar nuestro lenguaje. En él reconocemos cómo todas esas actividades llevan también en sí mismas un significado más profundo. La palabra stehen [estar en pie] se encuentra en muchos compuestos. El que se siente entendido [verstanden] puede estar seguro de sí [zu sich stehen], puede responder [einstehen] por sí. Si alguien me apoya o está de mi lado [beistehen], puedo 90

estar más seguro. Igualmente, hay muchos compuestos con el verbo gehen [ir]. Por ejemplo, me han ignorado [übergangen]. O uno está absorto [aufgehen] en su trabajo. O se ocupa [eingehen] de él. Es decir: se pierde a sí mismo. Toda acción –es lo que nos dice la lengua alemana– se convierte en imagen de actitudes y experiencias esenciales en el camino de nuestra maduración humana.

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3.1. Respirar al ritmo de la vida

Todos respiramos. Respirar es vida. Comienza con el primer grito del recién nacido. Y tras el último suspiro, entra la muerte. Sin embargo, también sabemos de diferencias. Hay personas disneicas que en torno a sí difunden el nerviosismo, o gente que respira con toda tranquilidad e irradia equilibrio. La respiración es un barómetro del estado interior de la persona. Quien respira desasosegadamente, el que apenas si toma aliento, demuestra con ello su inquietud interior. No tiene dominio de sí mismo. Pero también, a la inversa, la respiración es un instrumento de transformación. Cuando conscientemente respiramos tranquilos, nos tranquilizamos. Y cuando, en una crítica que viene de fuera, conseguimos respirar hondo, entonces nos hacemos dueños de nosotros mismos y no permitimos que nuestra reacción venga determinada desde fuera, sino que respondemos desde el centro de nuestra interioridad. Por la respiración nos sentimos unidos con todos los seres humanos, pero también con todos los animales; más aún, con toda la creación. Karlfried Graf Dürckheim nos ha enseñado a respirar correctamente en la meditación. Su consejo: no se trata de cambiar artificialmente la respiración. Solo deberíamos atender a respirar tranquilamente a fondo. Al espirar, soltar todo lo que nos ocupa: pensamientos, tensiones, conflictos. Al inspirar debemos hacer que irrumpa en nosotros lo nuevo, el Espíritu de Dios. Pero el instante más importante –esa es su enseñanza– es el instante entre espiración e inspiración: un instante de absoluta calma, de absoluto abandono. En ese momento prescindimos de nuestro propio hacer. Si la gente todavía quiere controlar la respiración, falsea su significación. Porque en ese momento la cuestión es dejar acontecer, no «hacer». El segundo relato de la creación nos cuenta que Dios modeló al hombre de la arcilla del suelo. Y «sopló en su nariz aliento de vida» (Gn 2,7). Así que, en la respiración, respiramos aliento de vida de Dios. El Nuevo Testamento califica al Espíritu Santo de hálito o aliento de Dios. Al respirar, pues, aspiramos Espíritu Santo. O, como en una ocasión lo expresó el poeta persa Rumi, al respirar afluye a nuestro interior el perfume del amor de Dios. Si esto lo hacemos conscientemente en cada respiración, entonces de 92

lo que se trata no es solo de tomar aire suficiente. Antes bien, al respirar experimentamos que el amor de Dios nos impregna total y absolutamente. La psicología ha reconocido nuevamente el significado de la respiración. Habla de «aliento santo» [Heil-Atem]: si, por ejemplo, nos imaginamos que al respirar hacemos que el amor salvador de Dios penetre todos los recovecos de nuestro cuerpo, nos sentiremos, incluso en el cuerpo, de otra manera. Tal ejercicio de espiración nos libera de tensiones. En ese momento estamos llenos del amor salvador de Dios. La Biblia nos dice otra cosa más sobre la respiración: «Una es la suerte de hombres y animales» [Ambos (hombre y animal) tienen una e idéntica respiración] (Ecl 3,19). Así pues, al respirar nos sentimos unidos con todos los seres humanos, pero también con todos los animales, incluso con toda la creación. No podemos, naturalmente, en cada respiración pensar en todos los significados que la tradición espiritual vincula a la respiración. Pero nos viene bien respirar conscientemente. Precisamente cuando nos sentimos inquietos o asistimos a importantes consultas o estamos estresados, nos ayuda prestar atención a la respiración y hacer que el aliento fluya más pausadamente. Entonces nos sentimos también más tranquilos. Nos percibimos a nosotros mismos y no permitimos que se nos determine desde fuera.

Al respirar hay dos clases de gracia: tomar aire, vaciarse de él; aquello apremia, esto libera; tan maravillosamente mezclada está la vida. Tú da gracias a Dios cuando te aprieta, y dale gracias cuando otra vez te alivia[*].2 (Johann Wolfgang von Goethe)

[*] «Im Atemholen sind zweierlei Gnaden: Die Luft einzuzieh’n, sich ihrer entladen; Jenes bedrängt, dieses erfrischt; So wunderbar ist das Leben gemischt. Du danke Gott, wenn er dich presst, Und dank ihm, wenn er dich wieder entlässt".

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3.2. Andar puede convertirse en un ejercicio

«¿Cómo le va?», preguntamos a alguien. Y de ese modo nos interesamos, en realidad, por su situación general. Ir, andar, es una dimensión muy profunda de lo humano. Y el cómo lo hacemos expresa algo más profundo. Un antiguo dicho de peregrinos es «dime cómo vas y te diré cómo te va». Andar es cosa cotidiana. Todos los días damos al menos unos pasos. En casa vamos de una habitación a otra. Vamos a la compra. Vamos al trabajo. Y vamos a pasear. En las vacaciones estivales nos atrevemos a dar caminatas más largas. En esos momentos tenemos tiempo y ningún asunto inmediato, actual. Caminamos por bellos parajes, disfrutamos del panorama, dejamos vagar la vista en lo infinito. Podemos pasar inconscientemente por los caminos, más o menos descuidados. O incluso podemos, a veces, reflexionar conscientemente sobre nuestro ir. Cuando me centro totalmente en el ir, caigo en la cuenta de algo esencial a mi condición humana. Al ir, parto de un pasado. Dejo tras de mí lo que tendería a retenerme. Me sumo cada vez más en mi propia esencia [Gestalt]. Incluso algo tan ordinario como andar se puede convertir en una praxis, en un ejercicio espiritual. Deja tras de ti, al andar, lo que pueda retenerte.

Una praxis del ir puede hacernos tomar conciencia de esto: imagínate, al comienzo de tu camino, cómo vas desatando todos los nudos que te retienen por la espalda. Se trata, tal vez, de viejas costumbres que te tienen cogido. O son ataduras a personas que no te hacen bien, o dependencias respecto de situaciones o de personas. Vete libre. Tienes entonces el sentimiento de «yo sigo mi camino con la frente alta y en libertad». Luego fíjate en cada paso: con cada paso pisas la tierra y, acto seguido, te separas de ella. Estás siempre en movimiento. Toma esto como símbolo de que estás siempre en el camino del cambio, de que a cada instante algo cambia en ti, de que también en tu camino interior, en tu camino espiritual y humano, tienes que seguir siempre adelante. No puedes quedarte parado. Quedarte quieto sería anquilosarte. Solo el camino interior te mantiene vivo. Y toma consciencia también de lo siguiente: siempre voy hacia una meta. Novalis 94

expresa esto bellamente en la frase «¿Adónde vamos, pues? –¡Siempre a casa!». Si reflexiono sobre tales aspectos, mi andar se convierte en una experiencia espiritual, con lo que estoy en la tradición del arte bíblico de vivir. En la Biblia, que frecuentemente toma su sabiduría de la vida cotidiana, hay muchas sentencias relacionadas con el andar. Si las reflexionamos andando, nuestro andar cobra también mayor intensidad. Tenemos que «seguir los caminos del Señor» (Dt 8,6) y «caminar a la luz del Señor» (Is 2,5). Andamos nuestros caminos con y ante Dios. Y Dios anda con nosotros nuestros caminos. Al que va por trechos difíciles le promete: «Cuando cruces las aguas, yo estaré contigo, la corriente no te anegará; cuando pases por el fuego, no te quemarás, la llama no te abrasará» (Is 43,2). Nuestro caminar está, pues, bajo la protección y la bendición de Dios. Pero andamos también con otras personas. En el profeta Amós se dice: «¿Caminan juntos dos que no se han citado?» (Am 3,3). Ir juntos puede ser, pues, un buen camino para entenderse, para ponerse de acuerdo al caminar, acercar entre sí los respectivos modos de ver el mundo. Se pueden solucionar conflictos cuando nos ponemos conjuntamente en camino. Confía en que tu camino te lleva a la vida.

Muchas veces, tomo de la Biblia un pasaje relativo a andar cuando conscientemente hago despacio un itinerario. Percibo mi caminar, en cierto modo, de una manera nueva cuando me digo: «Ensanchaste el camino a mis pasos y no flaquearon mis tobillos» (Sal 18,37). A la luz de esta sentencia experimento y percibo algo de la anchura y libertad en las que me adentro. O medito al andar el maravilloso versículo «Porque a sus ángeles ha dado órdenes para que te guarden en tus caminos. Te llevarán en sus palmas para que tu pie no tropiece en la piedra» (Sal 91,11s). O me prevengo a mí mismo: «Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo: tú vas conmigo; tu vara y tu cayado me sosiegan» (Sal 23,4). Cuando interiorizo estas viejas sentencias, me siento guardado y protegido en mi camino. Y se afianza en mí la confianza de que mi camino me lleva a la vida. Una sugerencia: en vacaciones, alguna vez, puedes andar durante un rato, enteramente consciente, con una sentencia bíblica de este estilo. Si la meditas, te darás cuenta de lo que puede significar andar, y de que en una acción tan cotidiana y trivial tú mismo puedes tener experiencias profundas de fe: la experiencia de que todos tus caminos están guardados por Dios, de que Dios va contigo y te conduce por un camino que desemboca en vitalidad, libertad, amor y paz cada vez mayores.

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Cuando camino con atención, percibo de modo intenso mi profunda vinculación con la tierra y mi responsabilidad para con ella. (Thich Nhat Hanh)

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3.3. Estar de pie como actitud consciente

A lo largo del día, continuamente estamos de pie. Estamos de pie, por ejemplo, en un apeadero o en una parada de autobús. Estamos de pie dentro del bus. Y estamos de pie en la misa durante el evangelio, durante el padrenuestro. Con frecuencia, estamos de pie sin más, sin reflexionar sobre nuestro estar de pie. No obstante, estar de pie es una actitud que –si la adoptamos conscientemente– puede tener un profundo significado. Ojalá nuestro estar de pie nos induzca cada vez más a ser fieles a nosotros mismos y no cambiar de opinión cuando algún otro manifiesta una opinión distinta; a que cada cual responda de sí y se mantenga firme en la fe.

Si examinamos la Biblia, en ella el estar tiene efectivamente un hondo significado. Allí se habla de que «estamos» delante del Señor (Dt 18,7). El profeta Isaías entiende estar como creer: el que cree tiene un nuevo «estado». Así, se dice en Is 7,9: «Si no creéis, no subsistiréis» [fest-stehen]. Pablo advierte a los cristianos: «Estad firmes en la fe» (1 Cor 16,13) o «Estad firmes ante el Señor» [sed fieles al Señor] (Flp 4,1). Quien se mantiene erguido se enfrenta a la gente, a los conflictos, a la vida. Al personaje de la mano paralizada que vive acomodado y se mantiene en su papel de espectador para no cogerse los dedos, le dice Jesús: «Levántate y ponte en medio» (Lc 6,8). Jesús le lanza el reto de enfrentarse a la vida, de afirmarse ante la gente, de mostrar su capacidad de «estar en pie». Y él tiene que mostrarse de tal manera que llegue a ponerse de pie en medio de ellos. Pablo juega también con la antítesis estar en pie/caer. Así, llama la atención a los cristianos en 1 Cor 10,12: «Por consiguiente, quien crea estar firme, tenga cuidado y no caiga». Y a los cristianos que juzgan a otros, Pablo les increpa: «Y tú ¿quién eres para criticar a un empleado ajeno? Que esté en pie o caído es asunto de su amo. Y estará en pie porque el Señor lo sostendrá» (Rom 14,4). Cristo mismo, pues, es el que nos hace 97

fuertes para que no caigamos.3 En alemán utilizamos frecuentemente el verbo stehen para indicar a una persona que tiene confianza en sí misma y estabilidad interior. Decimos: me afirmo; respondo de mí mismo; tengo capacidad de resistencia; tengo criterio[*]. El cómo estemos dice algo de nosotros. El que está enteramente encogido manifiesta que tiene problemas para ser fiel a sí mismo y mostrar su «consistencia». El que está con las piernas demasiado abiertas, quiere imponerse con su forma de estar. Pero en esa actitud puede darse un tumbo fácilmente. El correcto estar es el que corresponde al modo de estar de un árbol. El árbol está profundamente enraizado. Descansa en sí. Pero no está como una columna de hormigón. Con el viento, se puede fácilmente mover sin caerse. Y el árbol se mantiene erguido. Despliega su copa hacia el cielo. También esto es un bello símbolo para una persona. Somos seres humanos que estamos profundamente enraizados en la tierra. Pero en nuestro estar de pie también nos abrimos al cielo, así como el árbol abre su copa hacia el cielo. Tú también puedes ejercitar conscientemente el estar en pie. Yérguete y asienta bien los pies. Entonces puedes recitar el verso del Salmo: «Encomienda a Dios tus afanes, que Él te sustentará» (Sal 55,23). En ese momento experimentarás que puedes mantenerte firme mejor cuando depositas en Dios todas las cuitas. O podrías decirte otro versículo sálmico: «Tengo siempre presente al Señor, con Él a mi derecha no vacilaré» (Sal 16,8). Entonces puedes experimentar que el simple «estar» a lo largo del día se puede convertir, sin duda, en un ejercicio para vivir más conscientemente y para barruntar lo que significa la fe: estar firme en la fe, tener un buen cimiento sobre el que puedo estar firmemente asentado. En los Salmos, Dios es calificado constantemente de roca sobre la que puedo mantenerme firme. Que nuestro propio «estar», pues, nos induzca cada vez más a ser fieles a nosotros mismos y a no cambiar de opinión cuando algún otro manifiesta una distinta: que cada uno responda de sí y se mantenga firme en la fe.

Muéstrame tu postura y te diré cómo te va. (Proverbio)

[*] Por supuesto, matizado con diversos prefijos y preposiciones, adverbios y adjetivos [Nota del T.].

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3.4. Estar sentado: no dejarse dominar

Nos sentamos delante de nuestro ordenador. Nos sentamos en la oficina y despachamos las llamadas telefónicas. Nos sentamos en el tren o en el coche. Nos sentamos para comer, y al atardecer nos sentamos frente al televisor. Muchos se lamentan de que, de puro estar sentados, no nos ponemos en movimiento. Sin embargo, estar sentado tiene también algo de positivo. También la Biblia lo ve así. En el profeta Miqueas leemos: «Se sentará cada uno bajo su parra y su higuera, sin sobresaltos» (Miq 4,4). Aquí, sentarse es una imagen de paz y de descanso. Tú mismo puedes probarlo simplemente sentándote una vez en un banco y disfrutando de la paz que hay a tu alrededor. Si escuchas el trino de los pájaros y el murmullo del viento y simplemente miras el paisaje, puedes obtener una impresión de lo que originariamente significa sentarse o estar sentado, un estar pacíficamente asentado y descansar. Así, pacíficamente sentado, lees un libro. O te sientas a reflexionar. Sentado estás enteramente centrado en ti mismo. Con el vocablo alemán sitzen [sentarse/estar sentado] está también emparentada la palabra Nest [nido]. Nest significa originariamente la acción de depositar, posar. Acomodado así tan confortablemente, puedes sentirte como un pájaro en el nido. Percibes protección y defensa. Dentro de este significado de estar sentado, entra también el estar sentado en el silencio, el estar sentado durante la meditación. Me siento con calma, me callo y trabo contacto con el espacio interior de la paz. En el zen, para la meditación, hay indicaciones precisas sobre cómo tenemos que sentarnos: erguidos y de tal manera que las rodillas estén más abajo que la pelvis. En la mayoría de las ocasiones uno se sienta en un cojín o en un taburete bajo. En la tradición cristiana no existen tales indicaciones precisas, pero hay dos bellas imágenes referidas a ello. El monje, se dice más o menos en una de esas imágenes, tiene que estar sentado como un timonel en un barco. El barco, zarandeado acá y allá por las olas y el viento, es una imagen de la inquietud interior: el monje, pues, permanece sentado en medio de la amenaza de las profundidades del subconsciente, en medio de las turbulencias de su día a día. Pero, mientras está sentado, no se deja inmutar. Se enfrenta a la inquietud. La otra imagen: el monje tiene que sentarse como sobre un tigre. Se sienta sobre la fiera salvaje, sobre las pasiones que le amenazan. Se sienta para cabalgarlas, para utilizarlas en su provecho. Está sentado sobre las pasiones sin llegar a estar poseído por ellas.

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Yérguete conscientemente con frecuencia cuando estés sentado. Entonces percibirás tu dignidad e interiormente no te dominarán otros poderes.

En la Biblia, estar sentado o sentarse tiene más significados. Estar sentado puede ser un gesto de aflicción o pena. Job se sienta en la ceniza y lamenta su sino. En el Salmo 137,1 se dice: «Junto a los canales de Babilonia nos sentamos y lloramos». Y en las Lamentaciones: «Que esté sentado solo y callado cuando la desgracia descarga sobre él» (Lam 3,28). Pero hay también un significado positivo y lleno de esperanza: estar sentado significa también reinar, estar en el trono. Jesús prometió a sus Apóstoles: «Vosotros os sentaréis en doce tronos para regir las doce tribus de Israel» (Mt 19,28). Nosotros podemos practicar este «estar sentados» durante el culto divino en la Iglesia. Cuando, por ejemplo durante las lecturas, estamos sentados, podemos imaginarnos: «Estoy sentado en un trono. No me dominan mis necesidades y pasiones, sino que yo mando sobre mí. En mi “estar sentado en el trono” tengo parte con Jesucristo, del que también se dice que está sentado en el trono (Ap 5,13)». Al mismo tiempo, esa forma de estar sentado es también una actitud de reflexión y de atención: «María, sentada a los pies del Señor, escuchaba sus palabras» (Lc 10,39). Sentado estoy totalmente centrado en la escucha. Y al escuchar las palabras del Señor, percibo mi dignidad regia. Cuando en la vida cotidiana nos sentamos, podemos adoptar esa postura más conscientemente: como una actitud de oír, de estar concentrado, de paz interior, de disfrute…, pero también una actitud de «dominio». Yérguete con frecuencia conscientemente, cuando estés sentado, para percibir tu dignidad. Ninguna otra fuerza te domina. Mantienes el dominio sobre ti mismo.

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3.5. Comer y beber con atención y con gusto

Comer y beber es algo esencialmente humano. Como dice el Libro de los Proverbios, «mantienen unidos cuerpo y alma». Sin comer y beber no podemos sobrevivir. Pero lo podemos organizar de diversas maneras. Muchos responden sus correos electrónicos mientras comen su bocadillo o su sándwich. Otros tienen hambre y lo único que pretenden es simplemente saciarse lo antes posible. Otros, comiendo y bebiendo, obturan su vacío interior. Cuando beben, simplemente trasiegan algo a su interior para calmar la sed o porque creen que el cuerpo necesita precisamente líquido. Solo el que come conscientemente saborea lo que come. Las personas glotonas no pueden disfrutar.

También para comer y beber vale la norma «lo que hacemos diariamente, podemos hacerlo también conscientemente». Nosotros, los monjes, comemos en silencio, mientras escuchamos la lectura de mesa. En los cursos de meditación invitamos también a los participantes a comer en silencio. Para muchos es una experiencia nueva, y se acomodan a ella con facilidad. Están entonces enteramente concentrados en comer, en masticar, en saborear. Saborean cada bocado. Se toman tiempo para degustar lo que comen. Desde tiempo inmemorial, la gente comienza las comidas con una oración o con una bendición. Tiene la percepción de que en las comidas nos es dado degustar buenos dones de Dios y que Dios tiene buenos sentimientos para con nosotros. La bendición de la mesa intenta invitarnos a comer con atención y en cada bocado, a sentir el misterio de que algo extraño se nos incorpora, de que la comida, en nuestra boca y luego en nuestro estómago, se transforma en algo propio, en algo que nos fortalece y nos mantiene sanos. La pequeña pausa antes de comer nos da una intuición de ello. El que come conscientemente disfruta de lo que come. Las personas voraces, las que no hacen más que engullirlo todo, no perciben el misterio que se nos puede poner de manifiesto al caer en la cuenta de cuántas personas han participado para que podamos gustar lo que viene a nuestra mesa. Esto nos une también con todas esas personas que han preparado, cosechado, elaborado o aderezado lo que comemos o bebemos. Nos une también con la creación cuyos dones saboreamos y expresa nuestro agradecimiento. Tal actitud, que 101

encontramos también en otras religiones, nos hace bien. Comer y beber es, por tanto, algo mucho más que ingerir calorías o el simple llenado del estómago. Es siempre algo sano, algo que nos da salud, que fortalece nuestra unión y, por su medio, nos da también fuerza para nuestro día a día, nos reanima y nos estimula.

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3.6. Gustar: percibir lo bueno y disfrutar

Gustar, como forma especial de la percepción sensorial y del paladear, puede ser también una experiencia en la que nos abrimos a la trascendencia. El escritor francés Marcel Proust, al probar un bizcocho dulce, tuvo una experiencia mística: «En el segundo mismo en que ese sorbo de té mezclado con el sabor a bizcocho tocó mi paladar, me estremecí y estuve como enajenado por algo inusual que me sucedió. Un increíble sentimiento de felicidad, que subsistía enteramente por sí solo y cuya razón de ser me resultaba desconocida, me había inundado». A Marcel Proust se le desvela algo del misterio del ser. Podemos incluso decir: ha saboreado a Dios. Y ese saboreo cambió su vida: «Había dejado de sentirme medianía, condicionado por la casualidad, mortal». Por supuesto, no experimentó directamente a Dios. Pero al estar totalmente embebido en gustar el dulce bizcocho, se le manifestó algo de la dulcedo [dulzura] de Dios; experimentó y barruntó una cualidad de Dios. Del gustar, por lo demás, forma parte también el oler: también este es, sin duda, un sentido emocional. Muchos, ante determinados olores, recuerdan importantes experiencias de su niñez. Y en el culto litúrgico utilizamos el incienso para percibir el olor de Dios.

El gusto es también un sentido extático: «Más dulce que el vino es tu amor», se dice en el Cantar de los Cantares (Cant 4,10). Para los romanos, la sabiduría nace del correcto gustar (sapientia proviene de sapere = «gustar», «saborear»). Sabia es la persona que puede «gustarse» a sí misma y que, por eso, deja un agradable sabor entre los demás. Una conversación superficial nos resulta insípida, mientras que una conversación lograda deja buen sabor de boca. Y hay personas que «gustan» a uno, es decir, le saben bien. ¿Cuál es el misterio de una persona que nos gusta? Evidentemente, en ella se manifiesta algo que nos es familiar, algo de lo que guardamos un grato recuerdo. Pero tal vez nos gusta también en la persona algo del amor que irradia. Y solo la persona que puede gustarse a sí misma nos gustará en último término a nosotros. Es conocido el refrán alemán «el que no es capaz de disfrutar se vuelve intragable». En último término, está siempre descontento y ese descontento se trasluce también al exterior. De una persona así nos apartamos. Nos amarga el gusto por la vida, pero también el gusto por lo bello que Dios nos ofrece. 103

Algo del misterio del ser se nos puede manifestar en el sabor de las cosas.

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3.7. Leer es vivir

Muchas personas me cuentan que leer por la mañana es uno de sus ritos habituales. Leer un par de páginas de un libro es para ellas como un alimento. Con los pensamientos que allí han encontrado, entran en el día de manera completamente distinta. La lectura las transforma, les ha abierto los ojos, les ha dado una nueva visión de la vida. Les ha hecho entrar en contacto con un saber más profundo y con la confianza, ya residente en su alma, pero de la que muchas veces se sienten desvinculadas. Otros se quejan y piensan: «Sí, leo mucho. Pero mi vida no cambia. No puedo en absoluto cumplir o realizar todo lo que leo». Pero tampoco en esto consiste la lectura, en recibir continuamente consejos para reformar nuestra vida. Para mí, personalmente, leer es zambullirme en otro mundo. Y como tal zambullida, es ya un acto terapéutico: un acto que me transforma de una manera enteramente especial. Porque leer me fortalece interiormente y enriquece mi espíritu de manera completamente única. De manera distinta de como sucede con un medio técnico –con el televisor, por ejemplo–, el transcurso del tiempo no viene determinado por la técnica, sino por mí. Cuando leo estoy por encima del tiempo, porque puedo detenerme en un pasaje que me interesa, pasar por alto otra cosa y relacionar una y otra vez lo leído con mis propias ideas y, de este modo, profundizarlas. Esto no solo exige concentración, sino que también la posibilita y fortalece, excita la fantasía y es fuente de inspiración para desarrollar energías creadoras. Cuando leo un libro, siempre me siento cómodamente en una butaca. Leer un libro, para mí, no es un estudio que realizo en la mesa de mi escritorio. Antes al contrario, me concedo una postura cómoda en la que pueda degustar la lectura. Entonces leo, pero no para obtener nuevas informaciones, no para incrementar mi saber. Leo para tomar parte en el mundo de otros y, con ello, percibirme y experimentarme personalmente de manera nueva. Leyendo me sumerjo en otros mundos y me confío a las experiencias y a los puntos de vista de otros. Leo con frecuencia viejos textos: por ejemplo, los escritos de los Padres de la Iglesia, que vivieron en un mundo completamente distinto, en un tiempo absolutamente diferente. Me sumerjo, entonces, en sus ideas, en su visión de la realidad. Pero al zambullirme en su mundo trabo contacto también con nuevas dimensiones de mi propio 105

espíritu. Percibo las posibilidades que ya anidan en mi alma. Entro en contacto con esa riqueza interior. Y al hacerlo, percibo una nueva visión de mi vida, de mis problemas, de mi propia búsqueda. La misma lectura ya transforma y enriquece.

La poetisa canadiense Margaret Atwood, en la concesión del Premio de la Paz del Comercio Librero Alemán, dijo: «Escritor, libro, lector: en este triángulo, el libro representa al mensajero. Y los tres son parte de un acto creador, lo mismo que el compositor, los miembros de la orquesta y los oyentes participan en el acto creador. El lector es el músico del libro». No solo con el acto creador del músico: la lectura también se puede comparar con el camino espiritual del peregrino. En Relatos de un peregrino ruso, el famoso libro de la mística ruso-ortodoxa, un starets [maestro espiritual] emprende el camino de la peregrinación. En su talego solo lleva un mendrugo de pan duro y libros. Peregrinar, al igual que leer, significa, pues, estar en camino y confrontarse con las experiencias de otros, desprenderse de fijaciones, transformarse también interiormente. Una lectura sin objetivo concreto alguno es también espiritual siempre.

Esto no solo es aplicable, naturalmente, a los textos espirituales. Pero este modo de lectura tiene una larga tradición en el contexto espiritual. Esto es lo que, por ejemplo, hacen los monjes siempre que hablan de la lectio divina. Por ella se refieren a la lectura atenta de la Biblia. Leen la Biblia no para acrecentar su saber teológico ni tampoco para satisfacer su curiosidad. Quieren, más bien, saber quiénes son ellos mismos. Y quieren, en la lectura, descubrir el corazón de Dios en su palabra. Esto no solo vale, naturalmente, para la lectura de la Biblia. En último término, lo que queremos es no solo percibir el mundo conceptual del otro, sino también entrar siempre en contacto con el corazón del autor para, de ese modo, poder percibir nuestro propio corazón de manera nueva. Porque en todas las palabras que leemos resuena también, en último término, el misterio del ser humano que trasciende este mundo, que está abierto a la trascendencia. Las palabras pueden alimentarme. Tras la lectura me siento distinto: fortalecido, libre de la presión de tener que impresionar siempre, de tener que estar siempre «produciendo» alguna cosa. Prescindo de mí. Leyendo, me confío a las experiencias y a los puntos de vista de otros y, así, me libero también del aislamiento. Al leer, me permito simplemente «ser» y barruntar el misterio del puro ser. Tal lectura, carente de un objetivo concreto y sin intenciones, es, por tanto, ya por sí misma, vida. Y es también siempre un acto espiritual, independientemente de cómo viva, tras la lectura, mi vida cotidiana. Yo lo hago no con la intención o con el propósito de cambiar mi vida. Pero 106

puedo, sin embargo, esperar que ello cambie mi vida diaria.

Todo lector, cuando lee, es solo un lector de sí mismo. (Marcel Proust)

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3.8. Oír con el oído del corazón

De tanto ruido como constantemente nos invade, corremos el peligro de olvidar oír. Frecuentemente solo percibimos nuestro alrededor como un ruido de fondo. A menudo dejamos simplemente de oír: desconectamos. Sin embargo, el oído es un sentido activo, emocional. Pretende hacernos participar de aquel que nos habla. Oímos palabras, pero también la voz y el talante que nos llega en la voz del que habla. De las palabras deducimos la intención; en ellas percibimos cercanía o distancia, amor o frialdad, comprensión o retraimiento. Para que tenga éxito la comunicación, se precisa, pues, una atenta escucha no solo de las palabras, sino también de los acentos, de la intención, de la situación emocional del que habla. Muchas conversaciones fracasan porque no podemos oír ni colegir de las palabras del otro lo nuevo que tal vez nos retransmitiría.

Martin Heidegger opina: «Oír conduce a la seguridad». Esto, sin embargo, solo es aplicable al escuchar: un oír no solo con el oído, sino también con el corazón. El oído es un sentido receptivo. Al oír, el mundo se nos mete dentro de nosotros. Pero el oído, al mismo tiempo, lleva más allá, fuera de este mundo. Es siempre un sentido trascendente. Sobrepasa este mundo. Oímos también siempre lo que es imperceptible al oído. Oímos lo intangible, incomprensible, inmutable, eterno –opina el compositor Josef Matthias Hauer–. Un oír auténtico puede transformarme.

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Escuchar quiere decir dirigir el sentido entera y totalmente a algo, observar algo con minuciosidad, estar en guardia, oír con los oídos abiertos. Cuando soy «todo oídos» para el otro, cuando escucho atentamente al que me habla, entonces no solo oigo sus palabras. Oigo a la persona misma, la percibo a ella, palpo sus emociones. Y al darle resonancia en mi atención, me oigo simultáneamente a mí, oigo los impulsos interiores que el otro suscita en mí. Las palabras del otro abren en mí un espacio en el que puedo percibirme a mí mismo de una manera nueva. Muchos oyen solo lo que quieren. Desoyen la crítica y perciben solo las palabras que les favorecen. Ahora bien, esto no es un auténtico oír. El oír tiende a transformarme. Al oír me abro a lo extraño, a lo que tiende a tener en mí una resonancia. Y me abro también a la multitud de tonalidades que buscan repercutir en mi alma. En ese momento siento que no solo pertenezco a aquel que me dirige la palabra. Siento también que me pertenece todo lo que, al oír, resuena en mí. Me pone en contacto con la riqueza interior de mi espíritu. Es sabido que san Benito comienza su Regla con las palabras «Oye, hijo, la instrucción del maestro, inclina el oído de tu corazón, acoge benévolo los consejos del maestro bueno y cúmplelos en la acción» (RG, prólogo, 1). El monje debe ser, pues, esencialmente un oyente, alguien que está a la escucha. Debe escuchar la palabra de Jesús. Es regla válida para todos nosotros: un oír consciente marca y distingue nuestra condición humana. Oír, en opinión de san Benito, no solo conduce a la obediencia. Conduce también a la pertenencia. Al escuchar la palabra de Jesús, siento que le pertenezco. Pero entonces debemos también reaccionar, ser activos y traducir a la práctica lo que oímos. En la teología judía, escuchar la palabra de Dios era y es incluso el punto neurálgico de la fe. A este respecto, Dios es, sobre todo, el que continuamente habla en la historia a su pueblo y a cada persona en particular. Y oír es también siempre un recordar lo que fue: «lo que nos contaron los padres», eso era la norma de la vida en el presente. Lo que Dios les dijo lo oyeron los judíos para seguirlo. Lo que Dios dice tiene que ser cumplido. Por eso, la oración diaria de los judíos comienza también con las palabras «Escucha, Israel» (cf. Dt 6,4).

Entre los griegos, el oír tendía menos a la obediencia que a compartir emociones. Para ellos, oír tiene que ver, sobre todo, con nuestra afectación interior: al escucharnos unos a otros, se excitan nuestras emociones, con lo que nos ponen en movimiento. La música toca al alma; las palabras establecen relación. El mirar excita, evidentemente, menos el corazón que el oír. Los ciegos están separados de las cosas. Los sordos, de las personas. En el silencio podemos afinar continuamente el instrumento de nuestro oído.

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Oír lo inaudible: eso les interesa a muchos pensadores que reflexionan sobre el oír. Los pitagóricos de la antigüedad griega hablan de la harmonia mundi, la armonía del mundo. El moderno filósofo de la armonía Joachim-Ernst Berendt dice algo similar: el oído rebasa, trasciende. Va más allá, «de lo audible a lo inaudible» (Berendt, Das Dritte Ohr [El tercer oído], 74). Las más de las veces pasamos por alto ese acorde del cosmos, en el que Dios mismo se hace oír. Y pasamos por alto igualmente las voces de nuestro propio corazón. Quien quiera encontrar a Dios en su corazón tiene que escuchar con su oído interior los suaves impulsos de su interioridad. Berendt nos lanza el reto: «¡Escúchate!, ¡presta atención a tu interior! ¡Óyete! [Höre dich] … ¡Pertenécete! [Gehöre dich]» (ibid., 108).

Nuestra tarea es escuchar a través [durch-hören] de lo exterior-palpable para corresponder [er-hören] a la armonía oculta en todo, para espiar [er-horchen] la voz de Dios en todas las voces y detrás de ellas. Para poder oír así, tenemos que afinar una y otra vez, en el silencio, el instrumento de nuestro oído. El ruido no solo inunda nuestro entorno exterior. Con demasiada frecuencia mantiene invadido también nuestro interior. Para experimentar el silencio como fuente de energía, necesitamos la capacidad de callar. El silencio nos viene dado: entramos en un espacio silencioso y en un determinado lugar o en un tiempo prefijado, nos sumergimos en el silencio que nos rodea: el silencio del bosque, el silencio del atardecer o el silencio de la mañana. Nos sumergimos en el silencio que está ahí ya antes que nosotros. Callar, por el contrario, es algo activo. Dejar conscientemente de hablar, o reducir al silencio mis pensamientos, es una forma de ejercicio. Ambos, callar y silencio, forman un conjunto. Ambos no solo me acercan más al interior de mí mismo; también me liberan de imágenes que yo me he forjado sobre mí mismo y me abren a otra realidad: a la voz de Dios. La voz de Dios resuena en la creación, en todo lo que llega a mi oído: en el viento, en el susurro del arroyo, en la lluvia, en el canto de los pájaros. En las voces de la creación podemos espiar la armonía del mundo y, en ella, barruntar a Dios. Pero su voz me llega, sobre todo, en las palabras. Estas pueden ser palabras interiores: las voces interiores de mi corazón, de mi conciencia. Pueden ser palabras que otro nos dice. Pero pueden ser también la voz de la Sagrada Escritura. Porque, en la Biblia, Dios nos ha dirigido la palabra. Si oigo la palabra de Dios con el oído de mi corazón, en ese momento se me puede abrir el corazón de Dios. Entonces la palabra no es información sobre la que puedo reflexionar, sino comunicación. Las palabras de la Biblia son para mí palabras de un Tú, de una persona que quiere entrar en relación conmigo. Por eso es para mí importante meditar las palabras de la Biblia como palabras que ahora, en este momento, Dios me dirige de manera enteramente personal, en las que me interpela. Si, por ejemplo, medito las palabras «No temas, porque te he redimido, te he llamado por tu nombre, tú eres mío» (Is 43,1), me imagino lo siguiente: Dios me habla de modo enteramente personal. Se refiere a mí. Esta es mi más profunda realidad.

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Oír se puede convertir en el resonar de un misterio infinito.

Lo que hemos dicho sobre el oír tiene aplicación no solo para las palabras sino, en un sentido enteramente concreto, también para la música. Al escuchar música descubro en mí espacios sonoros que abren mi alma. Al escuchar música me abro a la belleza de la melodía en la que Dios mismo me habla, en la que Él canta en mí. Tal escucha puede convertirse en el resonar de un infinito misterio. Con frecuencia, al atardecer del domingo me permito oír música con auriculares en mi habitación. En esto tengo mi rito. En fiestas muy determinadas, oigo la música que encaja con el momento. Entonces la música me invade y, en la música, las palabras –por ejemplo, en una cantata de Bach– se convierten para mí en una realidad emocional. Me siento «tocado», interpelado, transformado por la palabra puesta en música. Tal escucha es un regalo. Porque esa música me abre una ventana al cielo. En una música así sobrepasamos siempre este mundo y alcanzamos el mundo de Dios. En toda música de aquí en la tierra, suena, a este lado, algo de la música celeste, de Dios mismo, quien, según Nicolás de Cusa, es pura armonía.

El ojo conduce al ser humano al mundo, el oído introduce el mundo en el ser humano. (Lorenz Oken)

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3.9. Ver: mirar lo bello, ver en profundidad

En alemán distinguimos entre schauen [mirar/contemplar] y sehen [ver]. Schauen significa contemplar algo, mirar algo con precisión, estar enteramente en contemplación. La palabra procede de la raíz skeu = «atender a algo», «prestar atención». La palabra sehen, por el contrario, procede de la raíz indogermánica sek = «perseguir (con los ojos)». Procede del lenguaje cinegético: persigo con mis ojos al venado. Hoy muchas veces utilizamos las dos palabras casi en el mismo sentido. Pero de las personas decimos que no aciertan [richtig hinsehen], que apartan la vista [wegsehen] de la necesidad de la gente, que «pasan» [übersehen] de sus congéneres. O pasan por alto [übersehen] un problema, por lo que se meten en graves dificultades. Hoy estamos tan confrontados con tantas imágenes que, con gusto, apartamos la vista o no acertamos e incluso «pasamos» de muchas cosas. Sin embargo, si no «pasamos» de una persona, sino que realmente la miramos con consideración [an-sehen], le transmitimos aprecio. Y esto le hace bien. No «pasar» de alguien sino realmente mirarlo con aprecio: esto le hace bien.

A diferencia del alemán, los griegos tienen muchas palabras para decir «mirar» y «ver». Los griegos tenían un sentido más fino de la vista. De ahí la palabra theásthai. De ella deriva también la palabra griega para designar a Dios: Theós. Dios es esencialmente Alguien a quien puedo contemplar. Naturalmente, los griegos saben que no puedo mirar a Dios directamente. Pero miro y veo el mundo de tal manera que en él descubro la belleza de Dios. La gloria de Dios resplandece en todo lo que veo. Luego está el verbo theōréō. De él proviene teoría, el espectáculo. Contemplar un espectáculo conduce a la purificación de las emociones propias. Es, por tanto, un mirar que me transforma. El filósofo griego Aristóteles reconoce en el espectáculo algo catártico. Produce catarsis, purificación de las emociones. Y el espectáculo pone al ser humano en contacto con su verdadero ser. De la gente que miró el espectáculo de la cruz se dice: «Se volvía dándose golpes de pecho» (Lc 23,48). Al mirar a Jesús, el hombre verdaderamente justo, trabamos contacto con nuestro verdadero ser, nos alineamos con nuestro verdadero yo. Eso nos transforma. Y regresamos transformados a nuestra vida diaria. 112

Intenta mirarte lleno de amor y creer en lo que hay de bello en ti. Reconocerás también lo que hay de bello en el prójimo cuando lo miras lleno de amor.

La palabra alemana schön [bello] procede de schauen. En la tradición, la belleza va siempre unida al amor. La belleza engendra amor. Y el amor reconoce la belleza. Si me miro a mí mismo con amor, soy bello. Y cuando miro a otro amorosamente, descubro en él su belleza. Feo [hässlich] me parece únicamente aquel al que odio [hasse]. Mirar y belleza forman un todo: en la belleza del mundo miro [theásthai] a Dios como lo radicalmente bello. Así es como Plotino llamó a Dios. En último término, en cada objeto bello veo a Dios como la protobelleza, la belleza radical. Veo las huellas de Dios en su bello mundo. Cuando medito y contemplo lo bello, eso me transforma. Me pone en contacto con lo bello que anida en mí. Y entonces, transformado, puedo ir a lo cotidiano. Martin Walser dijo en una ocasión: «Encontrar bello algo es una capacidad que me supera. Nunca estás menos solo que cuando encuentras bello algo. Mientras encuentres bello algo, estás salvado. Salvado de ti». Contemplar lo bello nos libera de dar vueltas en torno a nosotros mismos. Nos hace capaces de amar. Genera en nosotros amor. De aquí que el escritor irlandés John O’Donohue llame a la belleza «la patria del corazón». «Si puede vivir en la belleza, el corazón está en su hogar».

En verano y sobre todo en vacaciones sería un buen ejercicio tomarse simplemente tiempo y contemplar lo bello. Puede ser, por ejemplo, la belleza de un paisaje. Si me tomo tiempo, notaré cómo el mirar me tonifica, cómo me pone en contacto con la belleza que hay dentro de mí mismo. O si visito un museo y me quedo parado un rato ante un cuadro y me dejo impresionar por él. La belleza percibida me levanta la moral. Abandono transformado el cuadro. Entra en contacto con tu propia belleza. Pero a nuestro alrededor hay muchas cosas bellas. Por ejemplo, si miro mi hogar, ¿qué habitación encuentro especialmente bella? O ¿qué cuadros adornan mi hogar? O en mi entorno más amplio, por ejemplo, mi ciudad. Alexander Mitscherlich escribió en la década de 1960 un libro sobre la inhabitabilidad de las ciudades y se quejaba de que, después de la guerra, con frecuencia se había olvidado que toda ciudad tiene un corazón. No se puede arrancar el corazón. Pero hoy muchas ciudades han desarrollado un sexto sentido para el crecimiento de su belleza. Contempla por un momento viejos edificios y 113

la belleza que resplandece sobre su entorno. O siéntate un momento en una iglesia. Tener en medio de una ciudad una iglesia en la que podamos entrar y sentarnos y asombrarnos de su belleza es un privilegio que impacta a la gente desde hace siglos. La humanización de una sociedad tiene muchos aspectos. La belleza es uno de ellos. No debemos hacerle rivalizar con aspectos sociales o caritativos. Simone Weil, que incansablemente se comprometió en favor de los trabajadores de Francia, injustamente tratados, habló de cómo necesitaba continuamente la experiencia de lo bello para mantener su compromiso. No solo vivimos de pan: también la belleza nos alimenta. «La belleza salvará el mundo», dejó dicho Dostoyevski.

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3.10. Estar recostado: un alivio

Descansar es un anhelo radical, originario, del ser humano. Muchos, en el trajín del trabajo, desean poder descansar y les alegra la perspectiva del final de la jornada. Pero muchos también son incapaces de descansar después del trabajo. Cavilan y cavilan sobre qué deberían o podrían haber hecho de otra manera. O recuerdan todo lo que todavía tendrían que hacer. La pregunta es cómo podemos alcanzar el descanso. Aquí puede ayudar distenderse corporalmente y, sencillamente, acostarse. No solo podemos acostarnos al atardecer, para la noche. Para nosotros, en el monasterio, es un privilegio poder echar una breve siesta después de comer. Muchos no pueden permitírselo durante el trabajo, también porque las circunstancias externas son difíciles. Pero aun entonces sería bueno que por unos minutos pudiéramos recostarnos. Ahora no necesito hacer nada en absoluto: nada en que pensar, ningún trabajo que realizar. Simplemente estoy ahí.

En todo caso, el puro recostarse distiende aún más que el sentarse. Damos rienda suelta a todo nuestro ser. Percibimos la superficie del lecho o del suelo y nos imaginamos: no estoy recostado solo en el lecho o en el duro suelo, sino que estoy recostado en las manos de Dios. Estoy acogido. Puedo ser como soy. Estoy sustentado, apoyado, protegido. Si esto lo experimento así, entonces el breve tiempo que estoy recostado va a ser un alivio. Y cuando me levante, tendré otra vez fuerza nueva y nuevas ganas de abordar todo lo que ahora tengo delante. Luego, al anochecer, para dormir, nos acostamos todos. Las más de las veces no pensamos en lo que significa nuestro estar acostados. Para muchos es simplemente la postura natural al dormir. Pero también aquí existen las más diversas posibilidades y las más variadas posturas para dormir. Unos se echan de lado. Se acurrucan unos contra otros. En esta posición expresan frecuentemente la actitud del embrión en el seno materno. Es una actitud de protección. Muchos se abrazan a sí mismos en esa posición y disfrutan de ser enteramente para sí, de estar en sí mismos, en su hogar, después de los desafíos del día. Pero esa actitud la puedo interpretar también espiritualmente. Me imagino que Dios me abraza como una madre cariñosa, que estoy protegido en las manos de Dios. 115

Otros se acuestan sobre la espalda. Para mí, personalmente, la postura de espaldas es siempre una postura de meditación. Cuando, tras una serie de conferencias, vuelvo cansado a mi habitación, me acuesto un cuarto de hora en el lecho. También entonces me recuesto de espaldas. Disfruto la pesadez que me proporciona el cansancio. Y pienso: ahora no necesito hacer absolutamente nada, ni pensar en nada, ni escribir nada. Simplemente, solo estoy aquí. Me permito, en medio del día, quince minutos solo para descansar. Eso me hace bien. Si por la noche me despierto, con frecuencia me pongo también de espaldas y coloco las manos sobre el pecho y rezo la oración de Jesús. Entonces no me molesta estar despierto. Disfruto del descanso en el lecho y, mediante la oración de Jesús, me siento rodeado de amor y de ternura.

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CUARTA PARTE

Del esplendor de las cosas: nueva mirada a lo cotidiano

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levamos relojes, anillos, colgantes. Aderezamos nuestras viviendas con armarios, mesas y sillas. Tales objetos pueden ser puros objetos de uso. Sin embargo, pueden también convertirse en símbolo de algo más grande. Pueden ser soporte de nuestro anhelo de algo más: de protección, de patria, de plenitud de vida, de felicidad. Así, todo aquello con lo que nos topamos en el día a día puede llegar a ser imagen y símbolo del misterio de nuestra existencia humana y del misterio de nuestra vida. Dios no solo habla a través de la palabra de la Biblia ni solo a través de personas. Él nos habla también a través de las cosas. Las cosas de la vida cotidiana pueden transparentar nuestra relación con Dios. En muchas cosas podemos reconocer el anhelo de cambio, de transformación de nuestra vida. En las campanas no solo oímos la indicación de la hora del día o la invitación a una reunión festiva, sino que en su sonido nos resuena también la nostalgia de una paz celestial. En el anillo adivinamos que Dios desearía redondearlo todo en nosotros y juntar todo lo frágil. La mesa, la silla, el sillón: en todos estos objetos anida el anhelo de más, de vida verdadera, de protección y cobijo, de sintonía con nosotros mismos. Solo se precisa atención, ojos despiertos y oídos abiertos para reconocer en todas las cosas el anhelo de más. El poeta romántico Joseph von Eichendorff habla de una canción que dormita en todas las cosas: «Dormita una canción en todas las cosas, que sueñan más y más, y el mundo comienza a cantar con solo que encuentres la palabra mágica». En todas las cosas dormita una canción que nos transporta fuera de este mundo. Pero 117

se necesita una palabra mágica para hacer que esa canción suene en todas las cosas. Necesitamos atención y las palabras adecuadas para despertar y traernos a la consciencia cuanto de profundo deseo duerme en todo objeto de nuestra vida. Cuando, en lo que sigue, contemplo tales cosas concretas de la vida cotidiana, me limito conscientemente a cosas simples que ya desde hace siglos están cargadas de las experiencias que la humanidad ha vivido con ellas, y del anhelo que esas personas han depositado en ellas. Están, por así decirlo, enriquecidas con todas las experiencias que la humanidad ha vivido con ellas y con cuantos deseos e intuiciones, ha relacionado con ellas. Naturalmente –y esto lo pretende la propaganda con toda intención–, también un coche, un móvil, un PC pueden despertar deseos en nosotros. Pero esos objetos técnicos tienen, por lo regular, un valor utilitario, pragmático, y todavía no están enriquecidos con las experiencias de las personas desde hace cientos de años. Así que quisiera contemplar algunas de estas cosas de nuestro entorno cotidiano, para invitarte a ti –que también te encuentras con ellas en la vida diaria– a meditar sobre ellas de modo similar.

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4.1. Campanas: material de la tierra, sonido de Dios

En medio de lo cotidiano se hace oír una voz distinta.

«Mi voz es la voz de la fiesta. Un alivio para los tristes es mi sonar». Así reza la inscripción de una campana del siglo XIV. El sonido de la campana puede expresar alegría y duelo. Cuando en nuestro monasterio muere un monje, suenan todas las campanas a lo largo del día. Todos los monjes y también los vecinos que habitan en torno al monasterio saben entonces que uno de nosotros ha fallecido. Las campanas nos hacen fijar la atención en lo que es y en lo que fue. Así, en muchas ciudades existe un toque de recuerdo. Por ejemplo, en el aniversario de la destrucción de Wurzburgo en la Segunda Guerra Mundial, suenan todas las campanas. Recuerdan la destrucción y, al mismo tiempo, nos exhortan a la paz. También en acontecimientos alegres suenan las campanas. Así sucedió, por ejemplo, después de la Guerra Mundial, cuando las campanas «tocaron a paz». Y todavía hoy oímos toques festivos cuando ha sido elegido un papa. Y también el domingo o un día de fiesta se tocan de víspera en muchas comunidades. Las campanas pasan por ser los instrumentos musicales más antiguos de la historia de la cultura. Ya hace más de cinco mil años había campanas en China, para las que se utilizaron, primero, piedras tintineantes y, más tarde, copas sonoras. En los actos religiosos desempeñaban un importante papel, y estuvieron especialmente ligadas al culto del emperador. En Occidente las campanas fueron difundidas, sobre todo, por los monjes irlandeses. Pronto fueron parte integrante de las torres de nuestras iglesias; llamaban a la oración o invitaban a la eucaristía. Si bien ahora ya no se voltean manualmente, sino mediante un mecanismo eléctrico, el hecho es que, en medio del ajetreo diario, con ellas se hace oír otra voz. Esta voz elimina también el aislamiento y, a impulso de su llamada, une a las personas en una comunidad. A mí me gusta quedarme parado cuando en la cercanía suena un toque de campana. Muchas veces oigo en la sierra, a lo lejos, las campanas de una iglesia. Su sonido atraviesa el valle y hace que la gente, aun en la lejanía, guarde silencio, se 119

detenga y escuche. Las campanas fueron siempre símbolo de la unión de cielo y tierra y señal de una armonía mayor. Están fundidas de material de la tierra. Pero el material de la tierra parece hacer resonar sobre nosotros el cielo. También, más allá de los tiempos y de los actos litúrgicos, recuerdan que Dios es la verdadera realidad de nuestra vida. Las campanas son símbolo de la armonía. Pretenden despertar a la paz.

En templos budistas he experimentado cómo se tocan las diversas campanas. Cada campana tiene un significado diferente. Al comienzo está un toque largo de campana y el conjunto sigue un rito complicado. Un monje va tocando, una tras otra, todas las campanas, de distinto tamaño. Con una de las campanas despierta a todos los animales; con otra, a las plantas; con la tercera, a las personas. Y hay una campana que tiene que hacer sonar las piedras. Las campanas, pues, hacen vibrar algo. Se despierta al mundo entero, con todos los seres vivientes y con toda la materia, y se le invita a alabar a Dios. Y las campanas invitan a todo el cosmos a formar pacíficamente una unidad y a vivir en paz unos con otros. Expresan la armonía del mundo y contribuyen a que todas las cosas sintonicen unas con otras. La idea que hay detrás es que la voz de Dios debe alcanzar a todas las creaturas y conducirlas a la paz. De las campanas procede algo saludable para el mundo, algo lleno de misterio.

En el ámbito cristiano, las campanas llevan, con frecuencia, nombres de santos o incluso de atributos que aplicamos a Jesús. Así, tenemos la campana del Salvador o la campana de María o la campana de san Sebastián. Esas campanas tienen el cometido de aportar a nuestro mundo algo del Espíritu de Jesús o de los santos. Luego, hay campanas singulares que suenan para el ángelus –para «el ángel del Señor»– por la mañana, al mediodía y al atardecer. Y hay campanas determinadas cuyo cometido es protegernos del mal tiempo, de peligros o incluso de poderes demoníacos. Las campanas han tenido siempre una función protectora. Y al mismo tiempo pretenden recordarnos que tributemos honor al Señor. Según la manera antigua de entender, las campanas sirven, por un lado, de protección contra los demonios; por otro, nos invitan a la oración. Suenan al comienzo de la misa e invitan al culto divino. En la iglesia de nuestra abadía se tocan también durante la consagración. Así, a la gente que no participa en la eucaristía le recuerdan el acontecimiento sagrado. Y en casi todas las aldeas y ciudades, desde antiguo se tocan al ángelus, el ángel del Señor, que se reza tres veces al día: por la mañana, al mediodía y al atardecer. De este modo, las campanas dan ritmo al día. En 120

muchas iglesias hay relojes en los que cada cuarto de hora suena una campana y, a las horas en punto, la campana anuncia la hora correspondiente del reloj. Esto podemos entenderlo como una invitación a vivir con la debida atención. Porque vivir atentamente no significa otra cosa que tener los oídos abiertos y tomar en consideración aquello que, de lo contrario, se pasaría por alto. Significa experimentar nuevamente el mundo. Cuando suena el sonido festivo de las campanas de una catedral, en ello hay también una intuición de que del son de las campanas brota algo saludable para esa ciudad, incluso para todo el mundo. Cuando, durante la guerra, se fundieron muchas campanas y con su metal se construyeron cañones, muchas personas lo sintieron en el alma. En la Primera Guerra Mundial se destruyeron así la mitad de las campanas de las iglesias. En la Segunda Guerra Mundial, los nacionalsocialistas destruyeron 50000. Ya en 1936, Reinhold Schneider había advertido: «Las campanas pierden su poder sobre el ruido; las torres, su dominio sobre los tejados: así ya no queda ninguna esperanza ni ninguna vida más». Lo misterioso que para nosotros tienen las campanas depende, muy en el fondo, de aquello que recuerdan: tener presente que la acción exterior no lo es todo. Su sonido intenta abrirnos, en medio de lo cotidiano, al misterio que nos supera y al mismo tiempo –siempre y por todas partes– nos rodea y envuelve. Nos hace tomar conciencia de que la presencia de Dios nos envuelve como un sonido salvador y protector. Es bueno dejarse transportar por estos sonidos, llenos de poderío, a otro mundo: al mundo del amor y de la bendición, al mundo del Dios misericordioso que con el bello sonido de las campanas pretende ahuyentar el ruido de pensamientos negativos, para que de nuevo nos abramos a su voz en medio de nuestra vida cotidiana.

Por eso, no pretendas nunca saber por quién doblan las campanas. Doblan por ti mismo. (John Donne)

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4.2. Agua: renovación y fecundidad

«Agua es vida» (Antoine de Saint-Exupéry). Es cierto, porque sin agua no sobreviviríamos. Como símbolo de la vida y de la renovación, el agua es un símbolo que trasciende todas las culturas. Es medio de vida, tiene un poder saludable para el cuerpo, pero expresa también la vida del alma y la fecundidad espiritual del ser humano. Por eso el agua ha logrado también fascinar siempre al ser humano. Yo mismo, en la sierra, todavía hoy me quedo parado, lleno de asombro, ante una cascada cuya agua se desploma desde hace siglos y ha dejado lisa la roca. En tiempos primitivos, el agua era sagrada. Por un lado, se percibía su fuerza vitalizadora; por otro, también se sabía de su capacidad destructora, cuando las riadas inundaban campos enteros y arrastraban casas consigo. El agua es indispensable para la supervivencia.

En nuestro mundo de bienestar no necesitamos más que abrir el grifo y el agua sale de la cañería. Con el agua podemos lavarnos; con ella podemos limpiar la habitación. Y podemos beber el agua para calmar con ella nuestra sed. Para nosotros, el agua se ha convertido en un objeto de uso. Cuando en verano quema el sol, anhelamos agua fresca. Anhelamos un sorbo frío, pero también bañarnos en un lago. El agua ha ejercido de siempre una gran fuerza de atracción sobre todo ser humano. Hay personas que se pasan horas enteras sentadas a la orilla del mar contemplando la fuerza de las mareas. A otras les gusta entrar en manantiales medicinales cálidos. Otras, a su vez, prefieren estar sentadas a orillas de un lago y vivir la paz que emana del agua. Sentarse a orillas de un río y contemplar el agua transmite otro sentimiento distinto: todo fluye. Así crece en mí la esperanza de que todo aquello que momentáneamente provoca mis cuitas simplemente pasa. A lo largo de todas las culturas, el agua es sagrada y purificadora.

También en sentido cultural es el agua una realidad fascinante. Ríos y fuentes fueron y 122

son considerados en muchas religiones como lugares sagrados. Se los ha relacionado con el comienzo de la vida, pero sobre todo con su desarrollo. En la tradición judeocristiana, el desempeña juega un importante papel. En la noche de Pascua, la oración sobre el agua del bautismo recuerda el don del agua, del que la Biblia nos habla en muchos pasajes: «Dígnate bendecir esta agua. La creaste para hacer fecunda la tierra y para favorecer nuestros cuerpos con el frescor y la limpieza. La hiciste también instrumento de misericordia al librar a tu pueblo de la esclavitud y apagar su sed en el desierto; por los profetas la revelaste como signo de la nueva alianza que quisiste sellar con los hombres. Y, cuando Cristo descendió a ella en el Jordán, renovaste nuestra naturaleza pecadora. Que esta agua, Señor, avive en nosotros el recuerdo de nuestro bautismo y nos haga participar en el gozo de nuestros hermanos, bautizados en la Pascua».

Es importante más allá de todos los límites culturales: el agua limpia. En muchas religiones hay baños de purificación o ritos de limpieza. Uno se lava con agua. Al hacerlo no se trata solo de la limpieza corporal, sino de una limpieza interior de la culpa y de todo lo que mancha y oscurece nuestra verdadera identidad. Constituye, evidentemente, una necesidad radical, originaria, del ser humano, limpiarse no solo de la suciedad exterior, sino también de la mancha de culpa. Esta necesidad está también asumida en el rito del bautismo. El bautismo nos limpia de todas las imágenes que otros nos echan encima y de todo lo que oscurece el esplendor interior de nuestra alma. Cuando al entrar en la iglesia tomamos agua bendita, recordamos el bautismo. Nos limpiamos de todo lo que empaña nuestro esplendor originario. Lo mismo nos sucede tras un baño fresco. Nos sentimos renovados. Pero nadar en el mar nos recuerda también el seno materno en el que nos sentimos protegidos en el líquido materno. En muchas culturas, el agua, la Luna y el principio femenino están en una estrecha conexión simbólica. Del misterio del agua y del beber atento.

Un refrán dice: «La gota constante horada la piedra». Una gota de agua parece no tener fuerza alguna. Pero podemos observar en torrenteras de montaña y en cascadas cómo el agua alisa la dura piedra y hace salir suaves formas. Aprender de la blandura del agua significa: contra lo rígido y duro no debemos luchar con dureza, sino contraponer la fuerza de lo blando y suave. Esto tiene aplicación también para la lucha con nosotros mismos. Tampoco podemos quitarnos de encima nuestras faltas por la fuerza. Debemos confiar en el agua de la gracia, que reblandece toda dureza y nos limpia de todo lo que 123

nos mancha. Las religiones –y también muchas sagas– saben del agua de la vida: el agua que sana y que da vida. Y las religiones saben de la fuerza fecundante del agua. Sin agua no nace nada. Sin agua, la tierra sería desierto o vacío. Por eso es una bendición la lluvia o vivir a orillas de un río o de un lago en los que hay agua suficiente para regar los campos. Pero ¿cómo administramos el agua en la vida diaria? Para muchos es demasiado barato beber solo agua. Tiene que ser cerveza o vino o una limonada. Para mí, en cambio, beber agua pura tiene una peculiar cualidad. Cuando bebo agua despacio y con plena consciencia, recuerdo las palabras de la Biblia: que Dios va «a derramar agua sobre la sequedad» (Is 44,3). El agua busca fecundidad. Y recuerdo las palabras de Jesús sobre el agua viva que Él nos da y que no permite tener más sed (Jn 4,13s). El agua que Jesús nos da se nos convierte en una fuente que jamás se seca. Al meditar sobre el agua, anhelamos que Dios haga fructificar también nuestra vida, que en medio del desierto de nuestra existencia broten fuentes y pozos que fecunden nuestros desiertos, tal como se les prometió a los israelitas: «Ofreceré agua en el desierto, ríos en el yermo, para apagar la sed de mi pueblo, de mi elegido» (Is 43,20). Tales palabras me ayudan a barruntar el misterio del agua cuando la bebo atentamente. No solo bebo un líquido refrescante, delicioso, sino el agua viva, en la que el Espíritu Santo mismo desearía inundar mi yo.

Todo el mundo lo sabe: lo débil fuerza a lo fuerte, lo suave fuerza a lo rígido: sin embargo, nadie obra en consecuencia. (Lao Tse)

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4.3. Vino: don del cielo, gusto de la tierra

El corazón y el amor están en el vino

En todas las culturas se ha visto el vino como un don del cielo y de la tierra. La Biblia lo entiende como un regalo de Dios al ser humano, como un símbolo de todos los dones de su benevolencia. Pero además el vino lleva en sí la fuerza de la tierra de la que sale. Y pide una cultura especial por parte de aquellos que quieren saborearlo. Poetas de todos los tiempos celebran la fuerza del vino, e incluso entre los autores de espiritualidad la alabanza del vino está vinculada al amor. El vino hace más profundo el amor. Los amantes lo beben y experimentan de ese modo una profunda compenetración. Jesús convierte agua en vino en las bodas de Caná. Para el Evangelio de san Juan, eso es una imagen de la encarnación de Dios. Cuando Dios se hace hombre, celebra bodas con la humanidad y convierte en vino el agua insípida de la vida humana. La vida adquiere así un nuevo sabor: el sabor del amor. Jesús, en una expresión simbólica, comparó también su mensaje con el vino. Se trata de un mensaje nuevo. Como el vino nuevo, también el mensaje necesita odres nuevos. No es posible vivirlo simplemente en las formas viejas. Y Jesús da al vino un nuevo significado al identificar, en la Última Cena, el vino con su sangre, que en la muerte derrama por amor a nosotros. Así, en la eucaristía, en el vino nos es dado beber el amor de Dios hecho hombre y dejarnos impregnar por él. Entonces podemos experimentar corpóreamente que somos entera y totalmente amados. Que Dios trata bien al ser humano y que por eso le da el don del vino, «que alegra el corazón del hombre», como dice el Salmo 104, es una afirmación bíblica. Los profetas prometen al pueblo que se encuentra en el destierro que Dios lo va a liberar. En su monte santo preparará un festín «de manjares suculentos, un festín de vinos de solera» (Is 25,6). La salvación que Dios prepara a los humanos se experimenta, pues, bebiendo vinos deliciosos. El vino, ese don de Dios, lleva en sí la fuerza, pero también el sabor de la tierra en la que se produce. En cada lugar el vino tiene un sabor distinto, con lo que refleja algo de la naturaleza de cada paisaje. Es un regalo de Dios a los hombres, en el que podemos gustar 125

su bondad. Así como en la música puedo adivinar lo inaudible, así también en el vino puedo saborear el dulce sabor de Dios. El vino solo se puede beber bien en compañía cuando al otro se le desea lo bueno.

El vino se bebe en compañía y sin prisa. Entonces se crea una atmósfera agradable y alegre. Se chocan las copas y se dicen unos a otros: Prosit, es decir «buen provecho, que te ayude, que todo sea para tu bienestar, que te dé salud, paz, felicidad…». Porque, efectivamente, el vino, en compañía, solo se puede beber bien cuando al otro se le desea algo bueno; cuando, por tanto, se le considera con benevolencia. Y se disfruta también conjuntamente oliéndolo detenidamente, paladeándolo a la vez, degustándolo y también hablando sobre él. Martin Walser dice en una ocasión: «Al vino lo hace bueno la boca del huésped». Beber en un ambiente negativo conduce, por lo regular, a disputas y desavenencias. El beber necesita, pues, no solo cultura, pausa, atención. Exige también una actitud ética fundamental: la actitud de la benevolencia, del amor, del aprecio del otro. De ese modo, puede unirnos a los demás. Un viejo refrán dice «In vino veritas», en el vino está la verdad. Esto se puede interpretar de diferentes maneras. Por un lado, significa que el vino refleja la verdad de su origen; lleva en sí el sabor de la tierra de la que nace y el tiempo en el que madura. Pero el vino también suelta la lengua, de tal manera que en la conversación común sale a la superficie la auténtica verdad. Bebiendo vino no se puede decir cualquier cosa. Tiene que ser una conversación que le abra al otro su propia verdad. Y todavía en otro sentido más muestra el vino la verdad de una persona: en el modo y manera en que una persona bebe el vino, queda al descubierto su modo de ser. Entonces se muestra si es capaz de gustarlo, si mantiene la medida correcta o si, por el contrario, bebe con avidez y tiene que desterrar su mal humor con el vino o, lo que es lo mismo, ahogarlo en el vino. Se precisa cultura espiritual para beber vino.

El que se emborracha con vino, el que solo lo trasiega hacia dentro para embotarse, ese ya no siente el vino como algo que nos une a unos con otros, y tampoco como don de Dios con el que Él quiere alegrar nuestro corazón. El maestro sapiencial Ben Sirá, que combina entre sí la sabiduría judía y la sabiduría griega, muestra cómo podemos degustar civilizadamente el vino: «¿A quién da vida el vino? Al que lo bebe con moderación. ¿Qué vida es esa cuando falta el vino, que fue creado desde el principio para alegrar? Alegría, gozo y euforia es el vino bebido a su tiempo y con moderación; dolor de cabeza, tartamudez, afrenta es el vino bebido con pasión e irritación. Mucho 126

licor enreda al necio: lo deja sin fuerzas y lleno de heridas» (Eclo 31,27-30). En todo esto podemos pensar cuando bebemos vino acompañados de otros. Atisbamos entonces algo del don que Dios nos ha preparado en el vino.

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4.4. Pan: se trata de nuestra vida

El pan es, desde hace milenios, el medio básico de alimentación de la humanidad. Tener pan y agua significa poder sobrevivir. El pan y la sal simbolizan, hasta hoy, el bienestar. Y el pan y el vino indican la festiva convivencia de los humanos. El pan está, pues, cargado de significados espirituales y rituales. Hoy, con la industrialización de la alimentación, hasta el pan ha entrado a formar parte de esa tecnificación del mundo. Hay infinidad de tipos de pan, hay fábricas de pan y, en algunos casos, incluso en China se produce masa cruda para consumidores europeos. La experiencia de las personas que en los años de necesidad y de guerra sufrieron el hambre y, por ello, tienen una relación muy especial con el pan como medio de vida, apenas si es comprendida por las generaciones más jóvenes, que han crecido en la sociedad de consumo y de la sobreabundancia. Los antiguos dichos sapienciales referidos al pan están llenos de significado espiritual.

Esto, desde luego, era completamente diferente en el mundo agrario. En ese mundo no existen solo las divinidades del grano y de la vegetación en la antigüedad, desde Tamuz a Adonis o a Osiris. En los viejos usos de la piedad popular –también de nuestras regiones– siguen perviviendo el respeto reverencial a la fecundidad de la tierra y el saber sobre las referencias religiosas de nuestro alimento más importante. Por eso en los calendarios campesinos, con sus reglas sobre el tiempo atmosférico y su sabiduría de la vida, ha permanecido vivo largo tiempo este saber, tal como todavía se pone de manifiesto en el calendario litúrgico. En las regiones campesinas del Tirol del Sur, el Viernes Santo, al adorar la cruz, se lanzan puñados de trigo sobre ella. Y todavía hoy, en muchos lugares, en Pascua se bendice pan y jamón. Continuamente se reza para tener una buena sementera y una buena cosecha. Santiago, cuya fiesta se celebra en julio, era, para los campesinos piadosos, el patrono de la siega, y a san Osvaldo, patrono de los segadores y recolectores, se le tenía también por «el buen padre del pan». Los antropólogos también saben que, por ejemplo en Tirol del Sur, en los «ritos de paso» (rites de passage) de los varones a lo largo del año, apenas había un 128

acontecimiento importante en la vida de las comunidades o un gran festejo en la vida de los individuos en el que el pan no tuviera un importante papel cargado de simbolismo: desde los panecillos de los padrinos en el bautismo y la confirmación hasta los «panecillos del amor» en muchas regiones de Alemania. Vida y muerte, ritos de fecundidad y panes de ánimas (por ejemplo, la costumbre tirolesa de repartir pan a los pobres en los entierros): el pan era el acompañante de la gente campesina desde el nacimiento hasta la muerte. El pan era una cuestión de vida o muerte, tirar el pan sonaba a sacrilegio y, en muchos lugares, un trozo de pan caído en el suelo se recogía y se besaba. Por supuesto, aquí entraban frecuentemente en juego ideas mágicas. Pero cuando la mujer campesina, al amasar el pan, marca una cruz en la masa, no es solo el pan de cada día el que queda bendecido, sino también la vida misma. Los antropólogos hablan de la «fe del pan». Viejos textos hablan de la «pasión del grano», que describe el viacrucis de Cristo en la imagen del grano que es segado y agavillado, trillado y molido, metido en el horno y, finalmente, al cabo de tres días, sacado para ser degustado por la gente. Justo porque es tan importante vitalmente, el pan se presta a convertirse en símbolo de muchas referencias vitales, también en la tradición cristiana. El pan está amasado de muchos granos; por eso el pan es ya para san Agustín un importante símbolo de unidad; como los muchos granos se amasan para un único pan, así los cristianos tienen que llegar a ser uno entre sí. Y cuando en la eucaristía, en la preparación de los dones, presentamos y ofrecemos el pan a Dios, eso es también una imagen de que nosotros mismos debemos venir de la desunión a la unidad. Existen otras imágenes: el grano primero tiene que ser sembrado; luego, madura y es cosechado; finalmente, es molido para convertirlo en harina; la harina se empapa en agua y luego se cuece al fuego. San Agustín ve en el proceso de la producción del pan una imagen de los humanos. También nosotros debemos sembrar lo que hemos recibido de Dios. Necesitamos el sol y la lluvia para que el hombre interior pueda crecer. Se nos siega, se nos cosecha y se nos muele en el molino de nuestra vida. Y, por último, somos cocidos en el fuego del sufrimiento. Pero finalmente, en nuestra existencia, nos convertimos nosotros mismos en pan que nutre a la humanidad. La Biblia transmite en la imagen del pan una filosofía de la vida.

Que los humanos no solo han valorado el pan como medio básico de alimentación, como condición para la supervivencia diaria, sino que siempre lo han visto también como un símbolo en sí mismo se muestra en el contexto bíblico ya en la imagen del grano de trigo que tiene que morir para poder dar fruto abundante. Para Jesús, esto constituye una imagen de su muerte en cruz. Él mismo se convierte en el Pan que verdaderamente alimenta (Jn 12,24). El pan desempeña bellamente un importante papel en la Biblia hebrea. Los israelitas, 129

en su travesía del desierto, tuvieron la experiencia de que Dios les daba pan del cielo. Los israelitas preguntaban: ¿Man hu’?, «¿Qué es esto?» (Ex 16,15). De ahí derivó el nombre de maná. Ese nombre designa el pan del cielo o el pan milagroso o, como lo expresa la traducción latina, el pan de ángeles: «un pan de héroes comió el hombre» (Sal 78,25). Para el Evangelio de Juan, esto se convirtió en imagen de Jesucristo, el cual, en cuanto hombre, con su mensaje, se hace pan para los hombres y luego, en la eucaristía, se entrega a sí mismo en la figura de pan. Y en el Salmo 104 se dice que el pan «fortalece el corazón humano» (Sal 104,15). El Antiguo Testamento también nos habla ya de la multiplicación del pan. Allí, el profeta Elías obra el milagro de que a la viuda de Sarepta no se le vacíen nunca la olla de harina y el cuenco de aceite; de que, en su pobreza, de ellos pueda seguir amasando siempre pan. Y en el profeta Eliseo bastan veinte pequeños panes de cebada para cien personas. La multiplicación del pan se narra en conjunto seis veces en el Nuevo Testamento. Para los discípulos fue, pues, una experiencia importante que Jesús multiplicara el escaso pan de tal manera que bastara para 5 000 personas y más. Jesús parte el pan y lo reparte entre la gente. Y de repente es suficiente para una gran multitud. En esta multiplicación del pan, los evangelistas vieron ya una imagen de la eucaristía. En la eucaristía el pan adquiere una nueva dignidad.

Jesús mismo da al pan esa nueva significación. En la Última Cena parte el pan y se lo entrega a los discípulos con las palabras «Este es mi cuerpo entregado por vosotros. Haced esto en memoria mía» (Lc 22,19). Jesús se da a sí mismo en la figura de pan y se entrega a los discípulos. Se convierte para ellos en comida. El pan partido apunta a su muerte, en la que por nosotros es sacrificado para que no sucumbamos en nuestra vida. Por eso el evangelista Lucas llama a la eucaristía el «partir el pan». En el Evangelio de san Juan pronuncia Jesús un gran discurso sobre el pan. Jesús sabía que las gentes, tras la multiplicación del pan, querían hacerlo rey. Por eso se retiró. Y posteriormente, en la sinagoga de Cafarnaún, les pronuncia un discurso sobre el verdadero significado del pan. En ese discurso se compara a sí mismo con el pan. Cuando le piden ese pan, responde: «Yo soy el pan de vida; el que acude a mí no pasará hambre, el que cree en mí no pasará nunca sed» (Jn 6,35). La eucaristía se convierte para Juan en el lugar en el que recibimos a Jesús como el pan del cielo, lo masticamos. Así como comemos el pan y lo asimilamos totalmente en nuestro cuerpo, así debemos recibir a Jesús en nosotros de tal manera que penetre nuestro cuerpo y nuestra alma. Entonces también nosotros podemos convertirnos en bendición y fruto para otros. No solo compartimos el pan.

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En su novela Vino y pan, Ignacio Silone ha descrito el partir el pan como un precioso rito. Tras la cruenta muerte de su hijo, asesinado en resistencia contra la injusticia de la sociedad, el padre parte el pan para sus amigos. Y al hacerlo pronuncia aquellas palabras: que en ese pan se concentra todo el trabajo de campo de su hijo. En ese pan partido, el hijo reparte su amor a la gente y a la naturaleza, a aquellos que ahora celebran conjuntamente el convite en la mesa del duelo. Lo que Silone describe aquí da su dignidad al pan que compartimos. No solo compartimos el pan, sino todo el esfuerzo que la gente se ha tomado en la preparación, todo el amor que depositó en su trabajo. Mi madre era consciente todavía de esto. Al cortar el pan, hacía siempre una cruz en la hogaza. Y cuando éramos niños se nos insistía mucho en que el pan no se tira. De este respeto al pan, por el que vivimos de la entrega de muchas personas, soy consciente todavía hoy. Y cuando, lentamente, mastico el pan, saboreo todo el amor que se ha derramado en él. Y me siento parte de muchas personas que disfrutan del pan de cada día, ¡si es que lo tienen!

El sabor del pan compartido no tiene igual. (Antoine de Saint-Exupéry)

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4.5. Mesa: lugar de la comunidad, lugar de lo sagrado

La mesa es más que un puro mueble con una tabla horizontal apoyada sobre unas patas, en la que se trabaja o se come y sobre la que se puede colocar o depositar algo. A la mesa le corresponde un papel social y ya desde tiempos antiguos es un símbolo importante de comunidad. A veces es también señal de poder –por ejemplo, la mesa de un juez– o símbolo de una comunidad selecta. Así, la leyenda conoce la «Tabla Redonda» del rey Arturo. Y como en todas las viejas culturas, puede tener también una expresa significación religiosa. Hablamos de la mesa del altar. Todavía hoy, en nuestro imaginario, mesa significa las más de las veces comunión y comunidad. Alrededor de la mesa, uno se reúne para la comida. En la mesa se traban jugosas conversaciones. Se invita a la mesa al extraño y se le ofrece comunidad de mesa. Hoy la mesa nos recuerda los muchos convites que la familia ha celebrado reunida en torno a la mesa. Emocionalmente, la mesa está cargada con todas las conversaciones que hemos mantenido en torno a ella, con todas las experiencias que hemos vivido. La mesa reúne continuamente a la familia y abre la comunidad hacia fuera. Porque es el lugar en el que la familia otorga hospitalidad y experimenta ella misma, a través de los huéspedes, el autoenriquecimiento. Sagrada comunidad de mesa y centro espiritual.

El evangelista Lucas es, sobre todo, quien nos describe una y otra vez cómo Jesús se sentaba a la mesa con mucha gente: «Había un gran número de recaudadores y otras personas sentados a la mesa con ellos» (Lc 5,29). Jesús va también a casa de un fariseo «y se sentó a la mesa» (Lc 7,36). Y Jesús promete a los siervos que el señor encuentra vigilantes: «Se ceñirá, les hará sentarse a la mesa y les irá sirviendo» (Lc 12,37). Jesús mismo nos sirve cuando nos sentamos a la mesa. Él llena la mesa con sus dones. Los manjares son dones de Dios a nosotros: dones en los que nos es dado experimentar y gustar su bondad y amor. La comunión de mesa era para los primeros cristianos algo sagrado. Pero, naturalmente, en la vida diaria no siempre lo es. Con frecuencia, también en la mesa se discute. En ella se critica la comida. Afloran agresiones reprimidas cuando uno se sienta 132

al lado de otro. Tampoco esto es anormal. En cada uno de nosotros afloran emociones negativas. Esto no lo podemos evitar. Pero somos responsables de cómo manejamos las emociones. Si no hacemos más que sentarnos simplemente a la mesa y damos rienda suelta a las emociones negativas, destruimos la comunión de mesa. No estamos a la altura del misterio de la mesa. De aquí que sea bueno sentarse a la mesa con toda atención y repensar todas las imágenes saludables que sobre la mesa nos transmiten la Biblia y la tradición espiritual. Entonces, las emociones negativas no aflorarán en absoluto. Porque nos debemos a lo sagrado y bello que cada mesa nos tiene preparado: ser una comunidad agradecida que disfruta conjuntamente de excelentes dones de Dios y hace desembocar ese disfrute en coloquios agradables. En las religiones, la mesa del altar, como centro espiritual, es el lugar en el que se ofrecía a Dios un sacrificio. El nombre proviene de altus = «alto», «elevado». Efectivamente, en los lugares de culto, el altar estaba siempre en un sitio elevado. Se subía al altar. Ello constituía una imagen del sacrificio: se presentaba el sacrificio a Dios. Se mantenían los dones en alto. Esto era una imagen de que los dones provienen de Dios y pertenecen a Dios. Se los devolvemos de nuevo. En muchas religiones, el altar se consideró también como el centro espiritual del mundo o como lugar de encuentro de Dios y el ser humano. Pasaba por ser lugar sagrado. Quien huía al altar estaba protegido de los alguaciles. En el altar no podía ser apresado ni aun el mayor criminal. En el primitivo cristianismo ya se reunía la comunidad en torno a «la mesa del Señor», en recuerdo de la Última Cena. Solo cuando los cristianos pudieron construir iglesias como edificios públicos permanentes –poco más o menos, desde el siglo IV– a la mesa transportable de madera la sustituyó cada vez más un altar firmemente fijado al suelo con un tablero hecho de piedra. Así pues, en el cristianismo adquiere la mesa, por la Última Cena que Jesús celebró con sus discípulos, una importancia especial. En ella el convite se convirtió en símbolo de su entrega en la cruz, símbolo de su amor, más fuerte que la muerte. Después de su resurrección, Jesús se sienta otra vez a la mesa con los discípulos de Emaús. Toda comunidad de mesa nos puede recordar que el Resucitado mismo está sentado a nuestra mesa. Él es el que nos parte el pan, el que se entrega por nosotros para que vivamos de su amor. Y él nos da la confianza de que también nuestra vida va a tener éxito, aun cuando tengamos que pasar tiempos difíciles.

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4.6. Silla: experimentar la propia dignidad interior

Los germanos se sentaban normalmente en un banco. La silla estaba reservada para el rey. Él se sentaba en un asiento elevado, en un trono. También un tribunal permite adivinar una elevada significación. La Biblia, en efecto, habla frecuentemente del tribunal. Pilatos se sienta en el tribunal (Jn 19,13). Los judíos llevan a Pablo ante el tribunal para acusarlo y luego ejecutarlo. Pablo nos advierte que todos tenemos que aparecer ante el tribunal de Cristo. Allí se pondrá entonces de manifiesto lo que hemos hecho y dicho. Jesús acusa a los fariseos de haberse sentado en «la cátedra de Moisés» (Mt 23,2). Se han atribuido algo que no les corresponde. Pero Jesús promete a sus discípulos y, en ellos, a todos nosotros: «Yo os encomiendo el reino como mi Padre me lo encomendó, para que comáis y bebáis y os sentéis en doce tronos para regir a las doce tribus de Israel» (Lc 22,29-30). Con la silla se relacionan imágenes de sentarse en el trono, de reinar, de dignidad, de libertad, e imágenes de paz interior, de claridad y firmeza.

Sentarse en la silla significa en la antigüedad algo sobresaliente: participo de la dignidad del rey. Para nosotros, los cristianos, quiere decir: compartimos el trono con Jesús. No nos dominan nuestros antojos. Erguidos, percibimos nuestra dignidad. Pero esta experiencia solo la vivimos cuando nos sentamos en una silla conscientemente y erguidos. Pero también hay experiencias negativas que se relacionan simbólica, gráficamente, con la silla. Cuando en una empresa se trata de «moverle a uno la silla», eso quiere decir en román paladino que determinadas personas son despedidas o retiradas de sus puestos. Hay sillas agradables en las que a uno le apetece sentarse. Pero hay también sillas que impiden estar sentado erguido. En ellas, uno se ve forzado a una actitud que a nadie le hace feliz. O decimos que a alguien le quema la silla en la que está sentado. Todos le rechazan. O que a uno le quieren serrar la silla: se le quiere deponer de su puesto. Tampoco estar «entre Pilatos y Herodes» es, las más de las veces, agradable. 135

Nos hace bien sentarnos atentamente en una silla y, al tiempo, ir grabando en nosotros las buenas imágenes que la Biblia y la tradición espiritual nos ofrecen: imágenes de reinar, de dominar, de dignidad, de libertad, e imágenes de paz interior, de claridad, de firmeza. Entonces, cada vez que consciente y atentamente tomamos asiento, barruntamos también algo de lo que significa sentarse en la silla y, en esa situación, experimentar nuestra dignidad interior.

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4.7. Butaca: lograr relajación y paz

Una señora se quejaba una vez ante el metropolita Anthony de que no sentía nunca la presencia de Dios al orar. El metropolita le dio un consejo: no debía pedir absolutamente nada, sino simplemente sentarse una vez un cuarto de hora en su sillón, estar sentada y respirar la paz de su habitación. Esa señora tuvo una buena experiencia con ese consejo. Simplemente se sentó allí, pasó la vista por su habitación y se sintió envuelta en la presencia de Dios. Cuando leí esta anécdota, me sentí impulsado a sentarme igualmente con más frecuencia en mi celda y solo mirar. Así que me siento cómodamente en mi butacón, miro a mi escritorio, a la estantería de libros, a los cuadros que tengo en mi cuarto, a mi cama. Y de repente me siento pacificado interiormente. Disfruto estando «enmimismado». En ese momento estoy protegido. Todo está silencioso. El espacio está lleno de libros y de textos que son importantes para mí. Me encuentro a mí mismo en mi habitación. Pero al tiempo me encuentro aquí con mi historia. Imágenes que me recuerdan mi historia: las fotos de mi padre, de mi madre, de familiares y amigos. Y en esa habitación encuentro a Dios, al que en toda la historia de mi vida he estado siempre buscando. Sigo contemplando las fotos como quien ya entonces está abierto a Dios. Cierro al tiempo los ojos y me imagino que la presencia amorosa de Dios me envuelve. Entonces me siento en paz. En el sillón me siento también cuando, después de la siesta, tomo una taza de café. El sentarme en el sillón lo relaciono con relajación, con descanso. Me regalo ese tiempo. Cuando soy huésped de una familia, con frecuencia me llevan a la sala de estar. Allí, las más de las veces, diversas butacas invitan a sentarse cómodamente y a beber algo. Los coloquios en el sillón siempre resultan fáciles. Allí no se trata de problemas difíciles, sino de escuchar bien y tratar confiadamente unos con otros. Enseguida se crea una atmósfera relajada. Porque cada uno de los que se sientan en una butaca se ha «soltado» interiormente y de ese modo se ha puesto en disposición de confiarse a los contertulios. Normalmente, en muchas butacas se acomoda uno «como mandan los cánones». También esto es una imagen de nuestra actitud interior. Me dejo caer, me confío. Me siento protegido y acogido. Naturalmente, también se puede abusar del sillón. Cuando estudiaba Ciencias Empresariales, el profesor aconsejaba que, como jefe, cuando un trabajador viene con quejas, se le hace arrellanarse en una butaca bien mullida. El jefe sigue sentado en su sillón de jefe y se atrinchera detrás de su escritorio. Moraleja: cuando el colaborador se 137

hunde en la butaca, ya no puede actuar agresivamente. Claro que esto no es juego limpio. No puedo hacer que el otro se acomode en la butaca mientras yo sigo sentado en mi trono. Tengo que ponerme a la misma altura de sus ojos: solo entonces será posible – incluso en la butaca– una buena conversación.

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4.8. Armario: lugar para el orden

Hoy compramos los armarios en una tienda de muebles. Los armarios sirven para almacenar algo. Tenemos armarios para nuestra ropa, armarios para la vajilla, armarios para objeto valiosos que queremos guardar con seguridad o tener cerrados en nuestra casa. Etimológicamente, Schrank [armario en alemán] significa en realidad «espacio cerrado». El armario es, por tanto, en primer lugar, un depósito o contenedor adecuado de objetos que no deseamos dejar en espacio abierto: en ellos se ordenan las cosas. Pensamos, pues, más en la importancia práctica de los armarios, menos en su belleza. El orden no es fin en sí mismo. Significa que, para mí, las cosas que hay en mi armario tienen algún valor, que las trato con cuidado.

En la época barroca tallaban los armarios artísticamente. Entonces, cada armario era una obra de arte. No era solo un objeto útil, sino algo bello y artístico, agradable a la vista y objeto de admiración. Se palpaba el mimo con que un mueble así se había construido y se veía el cariño que se había puesto en él. Una pieza así se heredaba de generación en generación. Estaba cargado con la historia de varias generaciones. De aquí que se lo tratase con todo cuidado. Cuando en la década de 1950 yo estaba en el internado, los sábados por la tarde había siempre revista de armarios. Teníamos que abrir nuestros armarios. El prefecto examinaba si todo estaba dispuesto limpia y cuidadosamente: si las camisas estaban unas encima de otras meticulosamente colocadas, etc. A nosotros, los alumnos, esta revista de armarios nos resultaba siempre desagradable. Hoy, a mí, el armario me vale para poner cierto orden. Pero a veces tampoco me gusta que alguien fisgue en él. Puedo poner dentro lo que quiero conservar. Pero no tiene por qué reinar un orden absoluto. El armario me recuerda que tengo derecho también a tener algunas cosas reservadas. Quien entra en mi habitación no tiene por qué verlo todo al momento. Los armarios guardan lo que para mí es importante. Son también un espacio íntimo al que solo yo tengo acceso. Cuando abro mi armario con esta idea, deseo crear, por lo que a mí toca, un determinado orden. El orden no es fin en sí mismo, sino que es expresión de que las cosas que están 139

en mi armario tienen para mí algún valor, que las trato con atención.

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4.9. Libros: clave del misterio de la vida

El teólogo judío Jakob Petuchowski cuenta en una ocasión sobre su juventud que cuando un libro hebreo caía al suelo, se levantaba el libro y se besaba. Para los judíos, los libros de la Biblia eran un consuelo: «Nuestro consuelo son los libros santos que poseemos» (1 Mac 12,9). En cuanto al islam, sabemos de qué manera se venera el libro sagrado, el Corán. El musulmán piadoso reza: «Te pido a Ti, oh Dios, oh Misericordioso, por tu Majestad y por la luz de tu rostro, que ilumines mis miradas con tu Libro, que sueltes mi lengua con él, que alivies con él mi corazón, que ensanches mi pecho y que laves con él mi cuerpo». También los cristianos conocen el canon de los escritos bíblicos como su libro sagrado. Las religiones están de acuerdo: en los libros sagrados el mismo Dios habla a los humanos. Y en ellos se describen importantes experiencias que los hombres han tenido con Dios. Los libros sagrados se conservaron con temor reverencial. Dado que los libros primitivamente eran un tesoro, muchos aprendieron de memoria, en parte, los libros de la Biblia. Así lo hicieron también los monjes en el desierto. Exigencia de la pobreza era no tener en propiedad ningún libro. Y aun hoy, entre nosotros, sigue teniendo valor para muchos aquello de que el pan y los libros no se tiran. Incluso en una época en que uno se queja de la excesiva producción de nuevas publicaciones, y a pesar de la invasión de los medios electrónicos, todavía tiene vigencia: los libros siguen siendo algo especial. Naturalmente, un libro tiene también un valor de uso: puede servir para una información rápida o para la conversación: es mercancía. Pero siempre es también algo más: un bien cultural. Nuestra vida es un libro en el que también otros leen.

En la historia de las religiones, no solo en las religiones del libro, el libro tiene también siempre un significado simbólico. Representa conocimiento y saber profundo. En el Oriente existe la idea de un libro en el que están registrados los destinos de los seres humanos. Esta idea se la apropia también la Biblia cuando habla del Libro de la Vida en el que están inscritos todos los elegidos. La tradición espiritual entendió posteriormente esta imagen de otra manera: Dios escribe sobre cada persona un libro en el que quedan 141

consignadas todas sus acciones. Ante esta imagen resonó muchas veces la idea del control: nadie puede hacer que sus acciones pasen inadvertidas. Pero, en realidad, era otra cosa lo que con esto se quería significar: nuestra vida llena un libro con todas las experiencias que vivimos. Todas las experiencias quedan consignadas y conservadas. Son importantes también para la posteridad. El libro representa, pues, la inamisible dignidad del individuo, que con su vida escribe, por decirlo así, un libro en el que también otros pueden leer. Podemos entenderlo así: es bueno leer una y otra vez en el libro personal propio y entender las historias que ahí están escritas. Porque me muestran el misterio de mi vida. El libro tiene un significado importante en el libro neotestamentario del Apocalipsis. En él se dice: «A la derecha del que estaba sentado en el trono vi un rollo escrito por delante y por detrás y sellado con siete sellos» (Ap 5,1). Nadie en el cielo puede abrir los sellos de este rollo. Llega entonces el cordero que había sido sacrificado, imagen de Jesucristo. Él abre un sello tras otro. En ese libro está consignado todo lo que sucede en el mundo. Esto no es para nosotros una imagen muy agradable. Produce la impresión de que ya todo estuviese predeterminado. Sin embargo, no es este el sentido. Antes al contrario, el libro, en esta imagen visionaria, representa el misterio de la vida y de la historia humanas. Todos estaríamos agradecidos si Cristo nos abriera los ojos para poder leer y entender el libro de este mundo. Pero la Biblia tiene otra imagen más. El profeta Ezequiel recibe de Dios el encargo «Hijo de Adán, come lo que tienes ahí; cómete este rollo y vete a hablar a la casa de Israel» (Ez 3,1). Cuando Ezequiel comió el rollo, le «supo en la boca dulce como la miel» (Ez 3,3). Comer el rollo significa que interiorizo la palabra de Dios, que la palabra penetra mi corazón. Cuando me ocupo en esto con tanta intensidad, puedo proclamar la palabra de Dios de otra manera. Solo después de haber comido el rollo puede Ezequiel hablar como profeta. Y también ahora sus palabras se vuelven dulces y agradables. Puede proclamar un mensaje que la gente entiende, que puede saborear y asimilar con todos los sentidos. Los monjes primitivos recurrieron a esta imagen al hablar de la «rumia» de la palabra de Dios. La palabra de Dios tiene que ser comida, por así decirlo, para que la integremos total y absolutamente en nuestro pensar y sentir.

El arte ha representado con frecuencia a santos con un libro. Tal libro tiene diversos significados según el carácter de aquel en cuyas manos se pone. En el caso de los 142

mártires, significa el libro de la fe por la que ellos sacrificaron su vida. En los evangelistas es el libro que ellos mismos escribieron y ahora proclaman a todo el mundo. Cuando el arte pone en manos de papas y obispos el libro, eso quiere decir: los obispos tienen la misión de retransmitir bien el mensaje de Jesús. Son responsables de que ese mensaje se proclame en todo tiempo sin falsificación. En el caso de los fundadores de órdenes religiosas, el libro representa, las más de las veces, la regla que ellos han escrito. En la iglesia de nuestra abadía, el P. Mauro Kraus, un artista de nuestra comunidad, ha representado en las manos de san Benito el libro de la Regla de tal manera que se dobla entre sus dedos. Con esto quiso expresar que la Regla no es un código legal rígido, sino que continuamente tiene que ser acomodado a cada tiempo y a los monjes que quieren vivirla. Los libros dan testimonio de una riqueza interior.

Desde muy antiguo, y todavía hoy, existen bibliófilos y gente a la que le gusta acudir a las librerías y comprar las novedades: por ejemplo, novelas de las que han oído hablar, libros interesantes de divulgación o libros de espiritualidad. Al atardecer o el domingo se reservan conscientemente tiempo para leer. Leer un libro es distinto de leer en el PC o en Internet. El libro lo cojo en la mano. Es algo valioso. Puedo hojearlo. Para leerlo, puedo sentarme o recostarme. Muchos tienen sus libros favoritos. Y su biblioteca es para ellos un tesoro importante que cuidan y protegen. Se sienten orgullosos de los muchos libros que poseen. Los libros dan testimonio de su formación y cultura, pero también de aquello que ocupa su espíritu. Cuando mi hermana mayor murió, los hermanos nos repartimos sus libros. Y nos quedamos asombrados de lo mucho que había leído nuestra hermana. En los libros vimos qué era lo que la ocupaba, qué era lo importante para ella. Y muchos libros no los había leído solo una vez. Los libros fueron realmente alimento para ella. Nos mostraron su mundo interior, la riqueza interior de una persona: aquello que para ella era especialmente valioso. Sabemos que los libros no solo pueden causar un impacto en una vida, sino aun transformarla; que, en todo caso, pueden enriquecerla y hacerla más viva, no solo a nuestro espíritu. Por eso, en la librería buscamos libros que hablen a nuestro corazón. Y siempre se abriga la esperanza de que el libro sea la llave que nos abra la puerta de nuestro corazón, del corazón de otras personas e incluso del corazón de Dios: un libro de la vida que nos guía en el vivir.

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Los libros no solo pueden causar impacto en una vida, sino incluso transformarla.

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4.10. Vela: un amor que ilumina el corazón

Desde siempre, las velas han ejercido un peculiar atractivo sobre los seres humanos. Simbolizan la luz y, con ello, la vida. No solo en tiempo de Adviento nos gusta sentarnos ante una vela encendida para encontrar paz a su luz. La luz de la vela es una luz suave. Muy diferente de la deslumbrante iluminación de un tubo de neón, deja muchas cosas en penumbra. En ella hay luz y sombra. Y la luz es cálida y agradable. La vela no es una fuente funcional de luz que tiene que iluminarlo todo por igual. Antes bien, emite una luz que alberga en sí la calidad de lo misterioso, de lo cálido, de lo amable. A la luz de la vela puede uno contemplarse a sí mismo sin tener que iluminarse todo entero. Con ella miro con ojo indulgente a mi –con frecuencia– tan dura realidad. A esta luz tierna me atrevo a percibirme y a presentarme a Dios. A esa luz puedo aceptarme a mí mismo. La luz de la vela no solo ilumina: calienta también. Con el calor lleva amor a la habitación. Llena el corazón de un amor que es más profundo y misterioso que el amor de los humanos con los que nos sabemos unidos. Quien deja que esta luz penetre en su corazón puede imaginarse que somos total y absolutamente amados, que el amor hace amable todo lo que hay en nosotros. La luz de la vela luce mientras se quema la cera. Esto es símbolo de un amor que se consume. Puede consumirse porque hay cera suficiente. No necesita ahorrar. Pero en ocasiones hay que recortar correctamente la mecha; de lo contrario, la llama se hace demasiado alta y produce humo. Hay también un amor que es demasiado intenso, en el que nos desgastamos, nos consumimos. Es un amor que, entonces, ni a nosotros mismos ni a la otra persona le hace bien. Percibe humo en el amor, las segundas intenciones, lo que se ha deseado y hecho en exceso, lo que no ilumina, sino que humea.

Oración sin palabras.

La vela consta de dos elementos: primero, la llama, que simboliza lo espiritual porque 145

sube al cielo. De los monjes del desierto se cuenta que sus dedos, al orar, se convertían en llamas. Así, la vela ardiente es una imagen de nuestra oración. Es una costumbre popular que los peregrinos, en los lugares de peregrinación, enciendan una vela y la coloquen en el altar o ante una imagen de la Virgen. De este modo expresan su fe en que su oración continúa mientras arda la vela. Y esperan que, mediante su oración, entre la luz en su vida y en el corazón de las personas por las cuales encienden esa vela. El sacristán de la iglesia de la autopista de Baden-Baden me ha contado cuántas personas encienden diariamente una vela ante la imagen de la Virgen. Allí llegan muchos que, de lo contrario, ni pisan la Iglesia. Pero desean encender una vela por alguien. Allí tienen la impresión de que podrían hacer algo por otro y manifestar su unión con él. Aun cuando orar les resulte pesado, la vela ardiendo es una especie de oración sin palabras. Esa oración muda, sin palabras, todavía les resulta posible. Ahí está el deseo más profundo cuando encendemos una vela por otro: le deseamos que su vida se vuelva más luminosa y cálida, que el amor de Dios venza en él la frialdad y que la luz destierre toda oscuridad. En nuestro cuerpo, la luz de Dios desea irradiar sobre este mundo.

Para la Iglesia primitiva, la vela era un símbolo de Cristo, que es al mismo tiempo Dios y hombre. La cera es imagen de su naturaleza humana, que se consumió por nosotros porque por nosotros se entregó por amor. Y la llama representa su divinidad. De este modo, las velas que encendemos en Adviento y en Navidad nos recuerdan el misterio de la encarnación de Dios en Cristo Jesús. En la vela, Cristo mismo está en medio de nosotros. Y nosotros, a través de ella, podemos percibir que es Cristo el que con su luz ilumina nuestra casa y nuestro corazón y los calienta con su amor. La divinidad de Jesús luce precisamente en su naturaleza humana. De esta manera, la vela apunta a un misterio de nuestra propia encarnación humana. En nuestro cuerpo, la luz de Dios desea irradiar sobre ese mundo. Podemos ser para otros luz que, como la vela, emita un débil rayo sobre todo lo que los otros no quieren mirar en sí mismos. Nosotros, entonces, como la vela, nos convertimos para ellos en una fuente de vida y de amor. Con todo, no encendemos una vela solo para orar o para meditar. También cuando celebramos un convite festivo encendemos una vela. Los camareros encienden la vela en restaurantes distinguidos tan pronto como los comensales se sientan a la mesa. Encendemos velas en el cumpleaños de un niño. También, cuando el hijo o la hija están ya crecidos y viven lejos, encendemos una vela junto a su foto para pensar en ellos. Son muchas las ocasiones en las que encendemos velas. Sería bueno que convirtiéramos el encendido mismo en un rito: conscientemente enciendo esta vela para que haya más luz y más calor en mí, en las personas por las que enciendo la vela y en los seres humanos que se reúnen en torno a esa vela.

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4.11. Cruz: síntesis de todos los contrarios

En muchas habitaciones cuelga una cruz de la pared. Con frecuencia ni la advertimos. Muchos llevan como colgante una crucecita. En los últimos años, la cruz ha caído en descrédito como si fuera la expresión de una agresividad cristiana o enalteciera el sufrimiento. Sin embargo, para los primeros cristianos la cruz era un símbolo de libertad y de amor. Juan piensa que, en la cruz, Jesús nos amó hasta el extremo (Jn 13,1) y que en la cruz nos abraza lleno de amor (Jn 12,32). Por eso, la cruz que cuelga de la pared de nuestra habitación nos invita a ponernos sencillamente delante de ella y meditar. Podemos imaginarnos que Cristo en la cruz extiende los brazos para abrazar todo lo que somos y tenemos, para abrazar los contrarios que hay en nosotros. Porque la cruz es también un antiquísimo símbolo de la unidad de todos los contrarios. La cruz, pues, me invita a abrazarme con todos mis contrarios: con mis fortalezas y debilidades, con lo sano y lo enfermo, con lo claro y con lo oscuro, con mi confianza y mi angustia, y, así, aceptarme total y absolutamente. Pero cuando medito la cruz, puedo también imaginarme que Cristo abraza todo lo que en mí está dañado. Y entonces, con Cristo, abrazo al niño herido que hay en mí, que tan frecuentemente grita cuando es herido hoy de manera similar a como lo fue entonces, en la niñez. Esto tranquiliza al niño herido que hay en mí y poco a poco transforma sus heridas en perlas. La cruz, además, fue también, para los primeros cristianos, un signo de protección. Muchas personas me dicen: cuando llevo la cruz por colgante, me siento protegido. Pero también la cruz en mi vivienda es un signo de la protección de Dios, que experimento en mi casa. Estoy protegido contra pensamientos y sentimientos dañinos que me acosan. Y en ese signo confío en que nuestra convivencia en la familia también está defendida contra discusiones y rencillas. La cruz es signo de protección y símbolo de superación del sufrimiento.

Jesús en la cruz experimentó en su propio cuerpo lo que significa ser condenado, golpeado y humillado, colgar de la cruz a la vista de todos, ser observado y escarnecido. Sin embargo, no se dejó provocar ni por los asesinos ni por los que se mofaban de Él. 148

Hasta llegó a orar por sus verdugos. Para Lucas, Jesús es el prototipo de hombre verdaderamente justo que no consiente que a nadie le arranquen de su interior. Lucas relata la muerte de Jesús en la cruz como un drama que nos transforma. Al mirar a Jesús, el justo, nosotros mismos nos enderezamos, nos hacemos justos, nos orientamos a Dios, liberados de todos los que nos hacen la guerra y nos hieren. Así, la cruz es un signo de esperanza de que el sufrimiento no nos va a quebrar, sino que nos va a abrir a un amor que es más fuerte que la muerte.

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4.12. Anillo: signo de protección y dignidad

Los anillos se cuentan entre las piezas más antiguas de adorno. Pero los llevamos también en especiales circunstancias rituales, en recuerdo de determinados estadios de la vida o como expresión de un determinado autoconcepto que representamos en ese símbolo. Un material raro y valioso y una bella configuración son elementos frecuentes de las particularidades de un anillo. En el anillo que llevamos reside la promesa de que Dios mantiene unido en mí todo lo quebradizo, de que redondea todo lo anguloso y de que se une a mí como un anillo y encierra y abarca todo lo mío. Si Dios abarca y encierra todo lo que hay en mí, entonces encuentro en mí mismo la totalidad. El anillo es símbolo de totalidad, de integridad. Y en su estructura redonda es, al mismo tiempo, símbolo de eternidad. Porque el anillo no tiene ni principio ni fin. Los enamorados se regalan un anillo como símbolo de su unión. Los casados se ponen el uno al otro en la boda el anillo como signo de su amor y de su fidelidad. Y confían en que esa unión ha de durar siempre, en que ni siquiera por la muerte puede ser rota. El anillo tiene que recordarles que están unidos el uno al otro, que pueden permanecer fieles a sí mismos y al otro porque Dios se les ha unido y permanece fiel a ellos. Los anillos con sello fueron también siempre signos de poder y de dignidad. El anillo puede ser igualmente signo de excelencia. El obispo lleva un anillo, lo mismo que el abad. Antiguamente, al saludar al obispo se besaba su anillo. Igualmente, antes existía el anillo de funcionario o el anillo de doctor. El anillo, pues, manifiesta la dignidad del que lo lleva. Y el anillo que circunda el dedo es un signo de que estamos protegidos y nada nos puede dañar. Muchos dan vueltas a su anillo cuando hablan con otro. Esto puede ser signo de inseguridad y de turbación. Pero cuando lo hago conscientemente, puedo imaginarme: Dios está en torno a mí como este anillo. Él restaura todo en mí, lo que está quebrado o amenaza quiebra. Y Dios me otorga en el símbolo del anillo mi dignidad. Y me da muestra de que estoy protegido frente a todo lo que pudiera amenazarme. El anillo es un símbolo de totalidad, de integridad. Y en su estructura redonda es, al mismo tiempo, símbolo de la eternidad.

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4.13. Colgantes: expresión de una esperanza

Con frecuencia se trata de una cadena con un medallón o una cruz. Pero puede ser también una rosa o una concha: son muchas las personas a las que les gusta llevar tales colgantes. Ello les recuerda a la persona amada, que tal vez lleva el mismo signo. Así, el portador del colgante se siente unido con ella. Cuando bendigo estos objetos, lo hago siempre de la siguiente manera: que el colgante recuerde a su portador que Dios está pendiente de él, que Dios le acompaña en todos sus caminos. No hay lugar alguno en el que Dios no esté junto a él. Y Dios, que está pendiente de nosotros, nos recuerda su amor. Él nos acompaña a todos los lugares con su amor. El colgante puede ser también un símbolo de protección. En tiempos primitivos, las personas llevaban por colgante un amuleto. Este amuleto tenía que protegerlas de peligros y preservarlas de enfermedad. Y, con bastante frecuencia, se interpretó al amuleto como portador de suerte y felicidad. Como cristianos, no necesitamos este modo mágico de pensar. Pero cuando hacemos bendecir nuestro colgante, con ello expresamos que él nos recuerda que Dios, que está pendiente de nosotros, también nos protege. Ninguna práctica mágica nos ayuda. Es Dios el que puede preservarnos de la enfermedad. Y es Él el que nos trae la verdadera suerte y felicidad. Así, tal colgante puede recordarnos también que en él se expresa la salvadora presencia de Dios; que es Dios, en último término, el que nos protege de peligros y enfermedades y nos concede paz interior y verdadera felicidad.

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4.14. Reloj: del instante correcto

Cuando en mis cursos me ofrezco a bendecir determinados objetos, siempre se ponen también muchos relojes sobre el altar. Los cursillistas tienen la necesidad de hacer bendecir sus relojes. La bendición expresa que cada instante que vivimos está bendecido, que vivimos un tiempo bendecido. Y el reloj me recuerda que yo mismo debo vivir enteramente en el momento. Entonces ese momento se convierte en bendición para mí y para otros. Tomo conciencia: cada momento que vivo está ya bajo la bendición de Dios.

El reloj me recuerda el misterio del tiempo. El tiempo, para mí, se puede convertir en chrónos, un tiempo que me devora como Cronos, el dios primitivo, devoró a sus hijos: entonces el cronómetro, el reloj como medida del tiempo, determina mi tiempo. Es un tiempo estrictamente delimitado que me produce siempre la sensación de no tener nunca tiempo. La alternativa es que el tiempo se convierta, para mí, en kairós, tiempo agradable. Que el tiempo sea para mí chrónos o kairós depende de mí y de mi actitud. Si vivo enteramente el momento, si no hay nada más importante que estar presente ahora, precisamente en este instante, entonces el tiempo se convierte para mí en tiempo agradable, apacible: en kairós. Pero si yo mismo me someto a presión, si pretendo exprimir cada minuto y continuamente estoy mirando al reloj para ver si es ya el tiempo del siguiente asunto, entonces todo el tiempo se me vuelve chrónos que me devora. También aquí tiene importancia la mirada. Si en la conversación estoy mirando continuamente al reloj, el interlocutor se sentirá molesto. Va a tener la impresión de que no tengo tiempo para él, de que me encantaría poner fin a la conversación. Sin embargo, cuando miro apaciblemente al reloj, el reloj me recuerda que ese momento, ahora, está bendecido. El reloj bendecido pretende recordarme que cada instante que vivo ya está bajo la bendición de Dios. Si tomo conciencia de esto, entonces percibiré el tiempo de manera distinta: entonces el tiempo se convierte en mi tiempo, en un tiempo bendecido para mí y para las personas con las que en el tiempo me encuentro. 153

Media hora de meditación es absolutamente necesaria, excepto cuando uno está muy ocupado: entonces se necesita una hora entera. (Francisco de Sales)

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4.15. Puerta: unión y delimitación

Al cabo del día pasamos por muchas puertas. Llamamos a la puerta cuando, en un negociado, queremos acceder al encargado. Esperamos a la puerta cuando pulsamos el timbre en la casa de un conocido. Y somos un manojo de nervios pensando si estará en casa y nos abrirá la puerta. Con frecuencia, apenas si observamos las puertas. A mí me resulta siempre saludable, después de un curso en el que he hablado con muchas personas, ir a la celda de mi monasterio y cerrar la puerta detrás de mí. Entonces tengo la impresión de que la puerta ahora me protege de otras personas. A través de la puerta penetro en mi territorio: el que me pertenece. A través del teléfono puede alguien sortear la puerta y, a pesar de todo, llegar a mi cuarto. Decimos que a alguien se le abren de par en par todas las puertas. No puede limitarse. Otros nos abren puertas, de modo que podemos trabar relaciones con personas que pueden prestarnos ulterior ayuda. En la tradición, la puerta significaba siempre el paso de un ámbito a otro, por ejemplo de acá al más allá, del ámbito profano al religioso, etc. En el claustro tenemos todavía un sexto sentido para el espacio sagrado de la celda del monasterio. La puerta me conduce a mi ámbito personal. Por lo general, apenas nos visitamos en las celdas. Son el ámbito privado de cada monje. Los monjes del Medievo acuñaron el dicho «Cella est coelum», lo que significa «Mi celda es el cielo», en el que estoy ante Dios y con Dios. La puerta me conduce, pues, a espacio sagrado. Cuando nos movemos en grandes edificios, pasamos muchas puertas. Cada puerta nos conduce más adentro, a los espacios más importantes. Muchas veces pasamos por las puertas inadvertidamente, distraídamente. Sin embargo, nos encontramos, precisamente en viejas edificaciones monacales, puertas nobles que están talladas con todo arte. En la puerta que da a la clausura, los artistas se han tomado mucho trabajo. La puerta, de gran valor, muestra que entramos en un ámbito sagrado. Más artísticas aún son muchas puertas que conducen a la iglesia. Con frecuencia, en ellas se representa a Cristo, que dijo de sí «Yo soy la puerta» (Jn 10,9). Jesús es la puerta por la que pasan las ovejas para encontrar pasto. Y Él es la puerta por la que nosotros debemos pasar para salvarnos. Cristo es, por tanto, la puerta de la vida, de la verdadera vida. ¿Qué es lo que conduce a la verdadera vida, a una vida en la que somos enteramente nosotros mismos? 155

Si considero atentamente una puerta, me viene a la mente algo de la misteriosa palabra de Jesús. La puerta me conduce a un nuevo espacio. Jesús nos promete que la puerta con la que Él se identifica conduce a la verdadera vida, a una vida en la que somos enteramente nosotros mismos. Por esa puerta podemos entrar para encontrarnos a nosotros mismos, para encontrar nuestro verdadero yo, nuestra verdadera mismidad. Cuando reflexiono sobre estas palabras de Jesús, mientras paso diariamente a través de puertas, estaré más atento al abrir y traspasar la puerta. Me imagino, en ese momento, que entro en un espacio nuevo, en un espacio en el que querría ser enteramente yo mismo y en el que encuentro a otras personas que me pueden mostrar una puerta hacia la vida.

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4.16. Cerradura y llave: el camino conduce al campo abierto

Cuando, en mis cursos, invito a la gente a poner sobre el altar objetos que bendeciré después de la celebración de la eucaristía, muchos colocan sobre él la llave de su coche o la llave de su casa. Barruntan que la llave es más que un simple instrumento funcional. Ya la Biblia utiliza la llave simbólicamente. En el profeta Isaías se dice: «Le pondré en el hombro la llave del palacio de David: lo que él abra nadie lo cerrará, lo que él cierre nadie lo abrirá» (Is 22,22). La Iglesia primitiva interpretó esta imagen refiriéndola a Jesús: Jesús es la llave de David. Si Jesús nos abre la puerta a Dios, nadie puede detenernos ante esa puerta, nadie podrá cerrarla. Pero Jesús puede cerrar también la puerta cuando una persona se cierra a su Evangelio y de ese modo se excluye a sí misma de la comunidad de los creyentes. Esta imagen de la puerta cerrada es la imagen de un hombre que no está en absoluto en contacto con su interior; que se pierde de tal manera en lo exterior que la puerta de su corazón está cerrada. Nosotros deseamos encontrar la llave con la que podamos abrir la puerta del corazón de una persona. O deseamos la llave que nos abra el camino que nos conduzca a una vida más grande. Jesús habla de la llave para el conocimiento, para la gnosis. Él mismo nos regala esa llave, de manera que podamos conocer el misterio de nuestra vida con Dios. Pero, por otra parte, reprocha a los maestros de la Ley: «Ay de vosotros, doctores de la Ley, que os habéis quedado con la llave del saber» (Lc 11,52). Y nos previene del peligro de vivir demasiado en lo exterior. Porque entonces podría suceder que el Señor de la casa cerrase la puerta y nos quedásemos fuera (Lc 13,25). A veces soñamos que tenemos la llave equivocada. No podemos abrir la puerta de nuestra casa. Esto es siempre una metáfora, una imagen de que hemos perdido el contacto con nuestro interior, con nuestro corazón. Puedo imaginarme que abro la puerta de mi interior y encuentro el camino de mi corazón. Y puedo imaginarme, al cerrar, que todo lo que me pesa o amenaza lo lanzo dentro, a un espacio cerrado con llave, de manera que no pueda dañarme más. La llave que cierra la puerta del abismo me protege de todos los peligros procedentes de las sombras del subconsciente y de todo el mal que me amenaza en el mundo. De este modo, la llave se convierte en el símbolo del camino del campo abierto y de la libertad; y, al mismo tiempo, en símbolo de la protección, como la que nos ofrece un espacio cerrado.

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QUINTA PARTE

Del hechizo de la naturaleza: integrado en algo más grande

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ambién dentro del cristianismo ha habido siempre movimientos que entendieron la naturaleza como importante lugar de experiencia de Dios. Ejemplo es la espiritualidad natural céltica, que, a través de la actividad misionera de los celtas, tuvo también entrada en la Iglesia. El historiador francés Pierre Riché, en una aportación a la Historia de la espiritualidad, cita la canción de un ermitaño: «Yo habito en un bosque solo de mi Dios conocido… Música me regalan mis pinos, mis esbeltos pinos musicales. ¿A quién, pues, podría envidiar yo aquí?». Para los primeros cristianos, la naturaleza era un libro de Dios en el que todos los seres humanos podían leer. Solo con la Ilustración se centró la mirada en obras escritas por el hombre. La religión se fue convirtiendo cada vez más en una filosofía que pretendía transmitirnos un saber sobre Dios. Solo que ese saber era muy abstracto. Fue en el siglo XIX –más o menos con el Romanticismo– cuando surgió un contramovimiento. La pintura abordó entonces la naturaleza de una manera nueva. Y también en la espiritualidad comenzó a penetrar un nuevo sentido de la naturaleza. El filósofo americano Ralph Waldo Emerson (1803-1882), en un ensayo sobre la naturaleza, describe sus caminatas a través de los bosques. En ellos experimenta 158

«dignidad y sacralidad», y se percibe a sí mismo como «astilla de Dios». La experiencia de la naturaleza se le convierte en «revelación con la que el ser humano se encuentra en piadosa veneración» (Lauster, 570). La naturaleza hace algo con nuestro interior. Y ella misma se convierte en un lugar de hechizo, de encantamiento, a través de la experiencia de la cercanía de Dios. Cuando estamos en la naturaleza, el contacto con ella puede afectarnos muy profundamente: en ella experimentamos una vitalidad que resquebraja todo lo rígido y anquilosado. Al moverme por la naturaleza, experimento esa vitalidad no solo en torno a mí, sino también dentro de mí. Es, en último término, el espíritu de Dios el que penetra la naturaleza y, al mismo tiempo, a mí me mantiene vivo. De la naturaleza brota la fuerza de una esperanza: la esperanza de que también lo que en mí está atrofiado y muerto vuelva a cobrar vida; de que todo lo que en mí está agotado y seco vuelva a reverdecer. En la naturaleza nos sentimos protegidos y plenamente parte de ella. Ella es como una gran madre que me alimenta, que me sostiene y mantiene y me da cobijo. En ella puedo ser y estar tal como soy. No tengo que acreditarme. Soy, estoy, simplemente. Al confiarme a la naturaleza, me confío a la vida, me confío a Dios. Puedo ser tal como soy, con todos los altibajos, con mis sombras y luces: soy su creatura, lleno de vitalidad, lleno de amor. Algo de esta experiencia transmitía el gran santo Francisco de Asís. Él cantó a la naturaleza. Famoso es su canto al Sol. A él todo se le vuelve símbolo de la incomprensible bondad de Dios, que le sale al paso en el Sol, en la Luna, en el agua, en el fuego. La naturaleza es para Francisco un lugar central de su experiencia de Dios. Esta clase de espiritualidad es la que interpela también hoy a mucha gente. En la tradición de san Francisco, quisiera describir en lo que sigue algunas experiencias espirituales en la naturaleza.

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5.1. Paisajes del alma, lugares de fuerza

Percibimos la naturaleza integralmente, como unidad de un paisaje que lleva el sello de determinadas particularidades de la geografía y de la naturaleza, pero también de la cultura, obra de los seres humanos. En los viajes que realizo para dar mis conferencias, paso por los más diversos paisajes. Por la autopista, con frecuencia no puedo percibirlos en toda su belleza. Cuando tengo tiempo suficiente, hago el viaje por la carretera nacional. Entonces puedo percatarme mucho mejor de la peculiaridad de un paisaje. Con mayor intensidad aún lo percibo cuando hago una excursión a pie y puedo detenerme una y otra vez para gustar su belleza. Entonces, continuamente surgen nuevas vistas. Hay lugares libres, otros habitados, los hay cultivados, pero también en barbecho, hay montes y valles, ríos y campiñas; hay colinas suaves y rocas cortadas a pico, árboles aislados o bosques enteros; predominan más bien los paisajes hirsutos y salvajes, aunque también los amables, que me producen un estado de ánimo peculiar. El paisaje de Toscana, por ejemplo, tiene un fulgor especial. No encuentro palabras para describirlo adecuadamente. Solo percibo lo bien que me sienta. Al contemplarlo, me siento pacificado. Entonces hasta el silencio se oye.

Hay paisajes que caracterizamos de «paisajes del alma» y lugares que, a las primeras de cambio, son para nosotros «lugares del alma». Cuando paso las vacaciones en casa de mi hermana, en Murnau, tras el baño en el Riegsee, parte de nuestro rito diario consiste en subir la pequeña colina, en la que hay una pequeña capilla. Allí había, en tiempos primitivos, un santuario germánico dedicado a Ostara, la diosa de la fertilidad. Los cristianos han levantado allí una capillita. Delante hay un banco. Nos gusta sentarnos en él y, en silencio, simplemente contemplar el paisaje. Es una vista maravillosa. Ante nosotros están el Riegsee y el estanque de las ranas. Las iglesias de las aldeas refulgen frente a nosotros. Nosotros simplemente miramos. Esa naturaleza transmite paz, anchura, belleza. Es un lugar que irradia energía, un lugar especial para descansar, para contemplar, para estar en silencio. Al contemplarlo me sumerjo en la paz. El solo estar sentado allí y mirar es simplemente bello. No puedo describir qué es lo que produce el hechizo: la alternancia de lagos, bosques, campiñas…, y en el horizonte, la cordillera: el 160

Herzogstand, el Heimgarten, el Alpspitze, el Ettasler Manndl… Otro lugar que me gusta especialmente es un estanque en Moos de Murnau. Allí hubo en tiempos un basurero. Sin embargo, con grandes inversiones, se regeneró el lugar. Ahora es un sitio en el que se han aclimatado muchos insectos. Algo apartado del camino por el que constantemente circulan ciclistas, voy a través de una hierba densa hasta un pequeño cerro. También allí hay un banco: me siento en él y miro al estanque. También esta vista está llena de paz. Allí no se oye ningún ruido de coches o de tractores. Allí hay silencio puro. Solo los insectos zumban. Pero su zumbido no perturba el silencio: más bien, hace oír el silencio. Siento el bien que me hace el simple estar sentado allí. Con todo lo que allí se me ocurre, me siento acogido en esa naturaleza virgen: me siento apoyado por ella. Puedo simplemente ser. No tengo que «hacer» nada, no tengo nada que «demostrar». Basta con simplemente estar ahí, aquietarme, percibir el silencio que irradia ese lugar. Los bancos tienen algo que invita al alto en el camino. Aquí puede uno detenerse, dejar tras sí el trajín y las prisas. Simplemente mirar el paisaje cercano al bosque, y al mismo tiempo, estar abierto a la amplitud del paisaje: esto simplemente tonifica. Tampoco aquí tengo que «hacer» nada, no tengo nada absolutamente que demostrar, ni justificarme o defenderme. Simplemente estoy ahí. Y me siento uno con la naturaleza. Con frecuencia, la gente ha colocado bancos allí donde una vista especialmente bella alegra los ojos o donde podemos experimentar una paz especial. Esa belleza y esa paz irradian. Me siento agradecido. Pienso en las personas que han colocado ese banco, que se han elegido ese lugar para el banco. Y en esos momentos, me siento simplemente parte de la naturaleza. Pertenezco a ella. Y soy, al mismo tiempo, observador y admirador de la naturaleza. Ambas cosas forman parte del banco: ser uno con todo lo que es, y la mirada contemplativa, de manera que en la contemplación me hago uno con aquello que miro. Ese puro estar sentado y mirar es ya, para mí, meditación. Me siento aquí rodeado y abrazado por la vitalidad de Dios, por la hermosura de Dios. Por todas partes me topo con la belleza de la creación de Dios.

Cada paisaje tiene su propia belleza. Y quien contempla un paisaje bello, quien deja que el paisaje actúe sobre él y se goza con él, no mira para juzgar. Cuando dejo que la belleza actúe sobre mí, ya no soy alguien que está enfrente, sino que me hago enteramente uno con lo que contemplo. Cuando miro el paisaje con una mirada de amor, entonces ese paisaje es bello para mí. La palabra alemana schön [bello] procede también de schonen [cuidar/mimar]. Solo descubro lo bello cuando miro con ojos que no «acaparan», que no quieren «poseer», sino que simplemente dejan ser lo que es. También la belleza de un paisaje busca, en primer lugar, ser simplemente vista y observada. Desde luego, está ahí desde hace siglos. 161

Pero realmente solo llega a ser cuando es contemplada y cuando su misterio es captado y descrito con palabras. Yo percibo con más intensidad aún un paisaje cuando hago el camino con amigos. Porque entonces hacemos una pausa como grupo e intentamos comunicarnos mutuamente con palabras lo que contemplamos. Entonces se producen ambas cosas: el mirar conjunto silencioso y las palabras que describen el mirar y empalabran la belleza del paisaje. Incluso los paisajes muy familiares podemos contemplarlos una y otra vez de forma nueva y especial. Y es que, en último término, en todas partes me encuentro de mil maneras con la belleza de la creación de Dios. Y como descubro su belleza en el paisaje, se llena de paz mi corazón y la alegría sube del fondo del alma hasta la consciencia.

Los verdaderos viajes de descubrimiento no consisten en buscar nuevos paisajes, sino en tener nuevos ojos. (Marcel Proust)

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5.2. Descubrir oasis de paz

Cuando nos movemos por una gran ciudad no solo percibimos el efecto de los gases de escape que ensucian el aire: sin cesar nos deslumbran también reclamos luminosos, a nuestro lado pasan coches a toda velocidad y, en los pasos de peatones, se apelotonan intensamente las masas. Todos van deprisa, camino de los negocios o de las paradas del tranvía o de los autobuses ¿Podemos reconocer también aquí la presencia de Dios? ¿Y cómo poder sentirlo en esta atmósfera febril, en este mundo propulsado por el comercio? En medio de esta atmósfera irrespirable hay oasis de paz. Por ejemplo, cuando desde el ruido del centro de la ciudad de Múnich voy al Jardín Inglés, me cruzo con muchas personas que allí buscan paz y reposo. Pero también encuentro siempre sitios: por ejemplo, un banco en el que puedo sentarme sin que nadie me moleste. Y entonces a mi alrededor reina el silencio. Las voces de los visitantes no llegan hasta allí. O cuando en Núremberg, viniendo del centro de la ciudad, camino a todo lo largo de la orilla del Regnitz, de repente ya no oigo ningún ruido de la ciudad. Si luego me siento en el parque y simplemente escucho el silencioso susurro del río, entonces, en medio de la gran ciudad, encuentro reposo. El pausado fluir del río pacifica mi espíritu. Cuando me concentro totalmente en el agua y en el silencio que la envuelve en medio de la gran ciudad, percibo ese lugar como un oasis. En el tumulto de la gran ciudad irrumpe entonces una realidad distinta. Conscientemente podemos andar caminos hacia el interior.

Hay caminos que uno puede recorrer conscientemente para, incluso en esta confusa y perturbadora realidad, experimentar la presencia de Dios. El primer camino es escucharme a mí mismo en mi interior. A mí me ayuda con frecuencia retirarme, en medio de la turbulenta ciudad, al espacio interior de mi alma. Me fijo en mi respiración y por ella me dejo llevar al espacio interior de la paz. Atiendo a la respiración, cómo viene y cómo va, y poco a poco llego a la paz. Para esto que sucede en la meditación, los monjes tienen una imagen: en la superficie, el agua ondea acá y allá. En la cabeza reina siempre la inquietud: allí suben continuamente los pensamientos. Pero, a medida que me sumerjo más profundamente en el mar, la situación se vuelve más tranquila. En esa calma experimento una realidad que es más grande que todas las banalidades y trivialidades que me vienen de fuera. 163

Otro camino, para mí, es este: partiendo de esa actitud de tranquilidad y paz, contemplo las personas que en torno a mí trajinan: ¿qué es lo que ansían? ¿Qué las mueve? ¿A qué tanto jaleo? ¿Por qué se afanan tanto? ¿Qué es lo que las impulsa? Y si yo creo en el espacio interior de la paz que hay dentro de mí, creo también que en esas personas, febrilmente agitadas, que a primera vista no se preocupan de Dios, existe un deseo de algo más. Creo que todas esas personas, aun cuando no sean conscientes de ello, anhelan, en último término, a Dios. Si contemplo con esta mirada a las personas, reconozco también a Dios en ellas. En la pluralidad de rostros veo la faz única de Dios, que se refleja en todos ellos. Dios habita en la quietud.

También puedo, durante un rato, evadirme del ruido de la ciudad y sentarme en una iglesia a cuyo lado estoy pasando. Entonces, simplemente me siento allí; sigo oyendo todavía el ruido de lejos, disfruto de la quietud de la iglesia y me sumerjo en el lenguaje de ese lugar, que es también quietud hecha edificio, llena de significado interno. Los edificios de las iglesias románicas hacen hincapié en la iglesia como, por así decirlo, espacio maternal de protección. Las iglesias góticas dirigen nuestra mirada a la altura, intentan mostrarnos la grandiosidad de Dios y apartar nuestros ojos de lo terreno. En las iglesias barrocas, el camino conduce al espacio de la comunidad y finalmente al ámbito divino del espacio del altar. Sea cual sea el peculiar lenguaje de este lugar, pienso: aquí, en medio de la ciudad, habita Dios. Puedo estar sentado ahora en silencio en este lugar: es un orar sin palabras, un estar ante Dios. En el silencio, nada se interpone entre Él y yo. En el silencio, me identifico, me hago uno con Él, que está más allá de todas las palabras y las imágenes. La contemplación ahora consiste en descubrir en mí mismo el templo interior. Y puedo percibir que dentro de mí mismo hay un espacio de paz y silencio. Esta idea me ayuda a liberarme de todo aquello que afluye hacia mí. El saludable silencio que hay dentro de nosotros me proporciona un refugio y nueva energía. Y cuando de nuevo salgo de la iglesia, yo sé que esta ciudad no está marcada solo por la búsqueda de dinero y de placer. En las personas de esta ciudad que aquí, en la iglesia, se sientan y rezan, se hace perceptible la presencia de Dios, en medio del humo y la niebla sucia de la ciudad industrial. Esto me consuela. Y me permite regresar de nuevo, con confianza renovada, al ajetreo y al ruido de la ciudad. Y entonces sé que, incluso en medio del trajín, Dios está presente. No necesito más que tener abiertos los sentidos para percibirle.

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Los más grandes acontecimientos no son nuestras horas más ruidosas: son nuestras horas más silenciosas. (Friedrich Nietzsche)

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5.3. Saludable misterio del bosque

El bosque es un lugar donde muchas personas buscan descanso, desconectar, repostar, liberarse del ajetreo diario y relajarse. En el bosque perciben algo saludable y protector. Pero, para mí, es también un lugar cargado de misterio en el que una persona puede vivir la experiencia de lo sagrado; más aún: incluso tener un encuentro con Dios. A mí me gusta ir a pasear al bosque. Entonces puedo experimentarlo con todos los sentidos. Lo huelo y percibo aromas completamente diferentes. Un bosque de coníferas huele de manera muy distinta que un bosque caducifolio o que los matorrales de bayas y los claros salpicados de flores. Miro a los árboles, veo cómo las copas de los árboles se cimbrean con el viento, admiro la luz que de lo alto cae a través de los árboles. Me siento envuelto en un misterio.

Hago un alto; contemplo uno por uno los árboles, la altura que han alcanzado o cómo sus raíces conforman figuras caprichosas. En todo lo que veo, veo un símbolo para mí mismo: estoy, como los árboles, enraizado. Y espero que mis raíces lleguen más hondo de lo que superficialmente veo; que, en último término, estén ancladas en Dios. Camino por el bosque y en él me siento protegido, envuelto en vitalidad, amor y un misterio que es más grande que yo mismo. Muchas veces, las tupidas copas de los árboles me parecen un techo protector. Y saboreo, sobre todo, la paz. El bosque es un símbolo de protección. Pero es también, desde siempre, misterioso. Para la interpretación de los sueños, el bosque significa lo inconsciente. El bosque nos conduce a lo profundo, al mundo inconsciente de nuestro espíritu. En el bosque –así lo cuentan las sagas– habitan hadas malas, pero también espíritus buenos. Allí vienen animales en nuestra ayuda. Desde siempre, el ser humano ha percibido el bosque como algo numinoso. Los indios del Perú están convencidos de que el amor de Dios irradia sobre nosotros a través de un árbol. Muchas veces, cuando conscientemente me quedo parado delante de un árbol y me imagino esto, me siento realmente amado. Siento que formo parte de la naturaleza. No me siento bajo presión alguna. Nadie me juzga. Se precisa una profunda quietud 166

para percibir el canto del mundo. También la silenciosa naturaleza canta sobre la belleza del mundo.

Tocados por la voz del viento. Cuando paseo por un hayedo, muchas veces percibo los árboles como columnas góticas de una iglesia. El bosque es entonces, para mí, como un espacio sagrado en el que me siento envuelto y protegido. Aquí experimento la presencia de Dios. Me siento uno con la naturaleza. Respiro el aire fresco y sano e inspiro, con él, el amor de Dios. El bosque, en el que puede también hacerse visible el prolongado y virginal crecimiento de la naturaleza, aquieta mi alma inquieta. Me muevo, escucho el murmullo silencioso y me siento rodeado y protegido por un silencio que me abraza. Una vez oí un murmullo peculiar. Me quedé quieto. No pude interpretar esa experiencia. Pero me sentía profundamente impactado, «tocado» por algo más grande que yo mismo. Para mí que era el mismo Dios, que me había tocado en el viento. Más tarde reconocí esta experiencia en un poema de Nikolaus Lenau (1802-1850). En la poesía «Voz del viento», se dice para terminar: «¡Escuchad! Sorprendente silba en los árboles me saca de mis agradables sueños, oigo de repente a una voz seria hablar; el alma, asustada, escucha al viento como palabras del padre que al hijo llama a dejar el juego y a volver a casa». Ese murmullo del viento era posible oírlo, pero es que afectaba también al cuerpo todo. Esto era, para mí, una experiencia de Dios. Me vino a la mente la imagen de Pentecostés, cuando el Espíritu Santo se hizo perceptible a la gente en una tormenta. Era el Espíritu de Dios, que había removido algo en mí. Era como una respuesta a una pregunta a la que yo estaba dando vueltas en el bosque; como si el mismo Dios me diera en el susurro del viento una respuesta.

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Un padre preguntó a su hijo por qué iba siempre al bosque. «Para buscar a Dios». «Pero ¿Dios no está en todas partes?». «Él sí, pero yo no soy el mismo en todas partes». (Elie Wiesel)

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5.4. El árbol: una imagen de nosotros mismos

En todas las culturas se trata con respeto reverencial a los árboles. Muchas religiones ven en ellos un lugar de la presencia de Dios. Pero en la imagen del árbol podemos también encontrarnos a nosotros mismos. Cuando la gente dibuja su árbol genealógico, se puede muy bien conocer cómo se entiende a sí mismo el dibujante. Muchos de esos árboles apenas tienen raíces. En muchos, el tronco está partido. En otros es tan grande que la copa del árbol ya no se puede desarrollar más. El árbol es una imagen de cómo se ve una persona. El ser humano puede reencontrarse con la historia de su propia vida en la imagen del árbol. Como el árbol, el ser humano tiene sus raíces en la tierra y despliega su copa hacia el cielo. El ser humano es un ente de la tierra y del cielo. Pero muchas veces no tiene raíz alguna. Y muchas veces no se puede desarrollar suficientemente. Los diferentes árboles son, además, imagen de diferentes cualidades de la persona. El árbol de hoja caduca es un símbolo de quien tiene que soltar lo viejo para que pueda crecer lo nuevo. La conífera es una imagen de la vida eterna que Dios está dispuesto a otorgarnos. La encina representa la fuerza, la virilidad y la resistencia. El tilo tiene, en cambio, un significado femenino. El olivo representa la reconciliación entre Dios y el hombre, y entre los griegos valía como símbolo de la fuerza y el conocimiento espirituales. Y cada uno tiene sus árboles preferidos. La Biblia habla frecuentemente del árbol. Ya en el relato de la creación desempeña un importante papel. En medio del Paraíso está el árbol de la vida y, al lado, el árbol del conocimiento del bien y del mal. El Nuevo Testamento asume ese simbolismo. Del árbol que se convierte en maldición para los humanos, se forma la cruz. Elimina de nuevo la condena que trajo a los humanos el árbol del conocimiento del bien y del mal. La cruz es el árbol de la verdadera vida que estaba en el Paraíso y que a nosotros ya no nos era accesible a causa de la expulsión del Paraíso. El arte primitivo cristiano presenta con frecuencia la cruz como el árbol de la vida con muchas ramas multicolores y muchos pájaros en sus ramas. El árbol de la cruz une cielo y tierra, Dios y hombre. Cumple todas las promesas que los humanos han relacionado en algún momento con el árbol. La cruz crea protección, reconcilia en nosotros los contrarios y nos llena del amor de Dios. Nos da la anchura que el arte ha unido al árbol de la vida, de la cruz. En san Clemente, en Roma, el árbol de la vida de la cruz tiene ramas alargadas que parecen abrazar el mundo entero. Y en esas ramas se posan pájaros que alegremente cantan su canción. 169

La Biblia vincula promesas a la imagen del árbol.

En el Evangelio de Lucas, Jesús propone una parábola sobre la higuera que no da fruto y que debe ser arrancada. El hortelano se opone y dice: «Señor, déjala todavía este año; cavaré alrededor y la abonaré, a ver si da fruto. Si no, la cortas el año que viene» (Lc 13,7-9). Es una bella parábola que muestra la paciencia de Jesús. No solo con la ciudad de Jerusalén, que está representada en la imagen del árbol. Tiene aplicación también en cada uno de nosotros. Nosotros somos una higuera que no da ningún fruto. La higuera representaba en la antigüedad la imagen de la fertilidad y también del amor porque es el árbol sagrado consagrado a Dionisos. Pero es también símbolo del conocimiento espiritual y de la iluminación. Buda recibió bajo la higuera su iluminación. Jesús vio a Natanael sentado bajo la higuera; se dio cuenta de que este israelita era un hombre piadoso que se preocupaba del conocimiento de Dios y de la iluminación (Jn 1,48). Sin embargo, nosotros estamos frecuentemente sin celo espiritual y sin iluminación y sin amor. Un árbol así de estéril debía ser arrancado. No obstante, Jesús intercede por nosotros. Dicho en imagen: quiere cavar en torno a nosotros el terreno con su amor y fecundarlo con su gracia para que demos fruto, para que su amor fructifique también en nosotros.

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5.5. Excursionismo: experimentar la libertad interior

Para mí, la excursión a pie es parte de las vacaciones de verano. Camino por el bosque, por campiñas y praderas y en largos trayectos a través de bellos paisajes. La palabra alemana wandern [hacer una excursión] se relaciona con wandeln [cambiar, transformar]. Quien camina se transforma. Conocemos también el dicho de que alguien «se muda para acá y para allá» [hin- und herwandelt]. Los filósofos griegos desarrollaron su filosofía a partir del cambio. A los discípulos de Aristóteles se les denomina peripatéticos porque su maestro impartía su enseñanza en un peripato (galería). Andar y cambiar crea, pues, sabios. Caminando, uno puede reunir sus experiencias. Los poetas románticos han cantado una y otra vez la caminata, el viajar a pie. Caminar pertenece a la esencia del ser humano. Ello implica emigrar de viejos usos, abandonar viejas costumbres. Y al salir al extranjero, se me enciende al mismo tiempo el misterio de la patria. Caminar mantiene vivo al ser humano. En el poema de Joseph von Eichendorf «Allgemeines Wandern» [Caminata general] se dice en la tercera estrofa: «Y a los que en el valle se pervierten en la prisión de turbias preocupaciones, ál quisiera ganarlos a todos para este peregrinaje». El poeta querría invitar a todos a caminar juntos, sobre todo a aquellos que en casa se atormentan con sus preocupaciones. Al caminar, la persona puede experimentar una libertad interior. Disfruta con la creación. Y al embarcarse en una caminata, algo se remueve en su alma. Se solucionan algunas de las preocupaciones que pesan sobre ella. Se pone en camino hacia una alegría y libertad interiores. Percibe el mundo de manera nueva. Y así, se dice en la quinta estrofa de ese poema: «Se vuelve entonces alegre todo el mundo uno coge su calzado de camino; su amada, en medio de todo esto, con disimulo le hace un guiño». Siempre se necesita también alguien con quien ir de excursión. Con amigos 171

percibimos con más intensidad la belleza de la creación. Mutuamente nos llamamos la atención sobre lo bello que es este valle. Y notamos que, al caminar, podemos experimentar una profunda comunión. En el caminar conjunto podemos conversar bien. Y la experiencia enseña que, al hacer juntos la caminata, nos hacemos uno, sentimos el sostén de los que con nosotros hacen el camino y nos apoyan en el viaje. Al caminar, la persona puede sentir alegría por la creación. Y en cuanto se implica en la caminata, algo en su alma se pone en movimiento.

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5.6. Movimiento que libera

Conozco muchas personas que hacen regularmente jogging al aire libre, en la naturaleza. Jogging es una palabra inglesa que significa «trotar» e indica una marcha regular, pausada, rítmica. No se puso de moda hasta la década de 1960. Al hacer jogging, muchos se prometen una mejor salud. Otros esperan adelgazar de ese modo. Pero siempre que se pervierte el objetivo del jogging, este pierde su auténtico sentido. La marcha rítmica se puede convertir en una meditación. Marcho rítmicamente sin esforzarme demasiado. Y ese simple marchar puede convertirse en un moverse libre de todas las tensiones interiores. Puedo andar, liberándome de la ira y la rabia que se me han acumulado en el trabajo. O puedo, al marchar, experimentar la ligereza interior: a cada paso toco el suelo y de nuevo elevo el pie. No permanezco quieto. Se trata de una movilidad interior que me tonifica. Y tengo la sensación de que me percibo a mí mismo, percibo mi cuerpo, percibo mi aliento. Es una movilidad interior que me tonifica. Me percibo a mí mismo. Puedo marchar liberándome.

El efecto liberador del jogging solo lo experimento si no pervierto su finalidad. Hay personas que están continuamente mirando al reloj para constatar a qué velocidad marchan. Otras miran su cuentakilómetros y se someten a la presión de correr la mayor cantidad posible de kilómetros. Sin embargo, entonces ya no están marchando, sino que están pensando en la marcha. Ahora bien, el arte está en dejarse simplemente llevar. Solo entonces me libero de toda cavilación, de toda ira interior o del desencanto. Me percibo a mí y a mi energía interior. Esto me hace bien.

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5.7. En los montes se ensancha el corazón

En todas las culturas se relaciona la alta montaña con algo misterioso; más aún: con un barrunto del misterio del ser mismo. Allí se siente interrogada nuestra alma, no solo nuestro cuerpo. Podemos experimentar con todos los sentidos lo grande que es la creación. Y también la presencia de Dios se hace perceptible. En las religiones naturales, a los altos montes se les designa como «habitáculo de los dioses», y como tales son venerados: en el territorio del Himalaya y en las montañas del Tíbet, al igual que en las culturas indias de Norteamérica, en África o en el territorio de los Andes peruanos. «Todo lo santo es alto como los montes o se lo eleva», se dice en la India. Los montes, ya por su sola altura, se sustraen a todo lo ordinario-profano y son palpable expresión de la fuerza de lo divino en la naturaleza. Viejos mitos hablan de ello y relacionan la paz de los montes con la energía originaria, con la energía de un centro que lo mueve todo. Muchos caminos llevan a Dios. Uno pasa por los montes.

Esto no solo tiene aplicación a los montes muy altos de nuestro planeta. Para mí, entran también en esta clase los montes de mi patria. Una y otra vez paso el tiempo de mis vacaciones anuales aquí, caminando por los senderos de las alturas. El camino por el monte, también en nuestras latitudes, es frecuentemente empinado y penoso. Sin embargo, cuando en un momento dado llego a la cumbre, me siento pagado por todo el esfuerzo, aun cuando la respiración ande todavía alborotada. Allí se abre la vista, y el corazón, de repente, se ensancha. Entonces, simplemente contemplo el ancho paisaje. Miro las muchas cumbres que se pueden ver desde la altura conquistada. Junto a la cruz de la cumbre, con frecuencia están paradas muchas personas que se fotografían. En los fines de semana festivos, sobre todo, muchas veces hay allí mucho gentío. Sin embargo, yo necesito entonces mi paz. Deseo, sencillamente, disfrutar de estar aquí, en este lugar. Luego, cuando me siento silencioso y simplemente contemplo la belleza del paisaje con la multitud de montes, cada uno de los cuales tiene su peculiar contorno, eso se me vuelve también experiencia de Dios. Experimento a Dios en su belleza. Y cuando posteriormente miro a lo lejos, recuerdo las muchas experiencias de montaña de las que habla la Biblia. Allí se habla, por ejemplo, del monte de la Transfiguración. Es una 175

protoexperiencia, una experiencia-raíz, que nosotros mismos podemos vivir una y otra vez. En el monte todo se vuelve claro, el cielo se abre y la luz relumbra no solo en el paisaje, sino también en nuestros corazones. Nuestro rostro se ilumina. Todos los roles y todas las máscaras se vienen abajo. Barruntamos algo de la imagen originaria, no falseada, que Dios se formó de nosotros. Tras un día por los montes, regresamos transformados al valle, a nuestra cotidianidad.

«De repente, tuve un barrunto de la evidente, inmutable presencia de la eternidad. Mi corazón se ensanchó». De esta experiencia habla, en un librito, mi hermano de religión Fidelis Ruppert, quien durante mucho tiempo fue abad de nuestro monasterio de Münsterschwarzach. Lleva por título ese librito una expresión de san Juan de la Cruz, en la que se dirige a Dios en la imagen de los montes grandiosos: «Mi amado, las montañas». El P. Fidelis habla de su primer viaje a Perú, cuando cabalgó a través de un glaciar impracticable. La expresión de san Juan de la Cruz le sale del alma: «Había en mí simplemente una paz profunda y una seguridad de que Dios está allí, grandioso y fantástico, pero, al mismo tiempo, lleno de tranquilidad y de paz, como las altas montañas que desde hace siglos o milenios simplemente estaban ahí e irradiaban paz». Su reacción: expansión y alegría en cuerpo y alma; enorme agradecimiento. Inmutable presencia de la eternidad.

«Muchos caminos llevan a Dios. ¡Uno va por los montes!». Es la inscripción de la cruz de una de las cumbres de los Alpes. Cuando estoy sentado, silencioso y tranquilo, en el monte, pienso en Jesús, que –como nos lo narra una y otra vez el evangelista Lucas– gustaba de retirarse solo a un monte y allí orar durante toda la noche. En el silencio estaba a solas con su Padre. Hay también en nosotros un barrunto de que en la cumbre de los montes estamos también más cerca de Dios. En nuestra alma está grabado el arquetipo de que debemos subir a Dios. Juan de la Cruz habla de la «Subida del monte Carmelo». Esto era para él una imagen de la subida mística a Dios. Este camino pasa a través de mucha oscuridad y a través de niebla, a través de penalidades y cansancios para luego, en el monte, barruntar algo de la irradiante luz de Dios. A esa luz, de repente, todo se vuelve claro. Abajo, en el valle, no hemos entendido lo que nuestra vida debe ser. En el monte, con frecuencia algo se aclara. Allí vemos claramente qué es lo que cuenta en nuestra vida. Olvidamos nuestras pequeñas cuitas y autorreferencias. El sube-baja del camino de nuestra vida se muestra de repente en otro significado distinto. Regresamos 176

transformados al valle, a nuestro día a día. También por esto: porque nos hemos abierto a la indescriptible luz de Dios, que nos ilumina siempre de manera nueva, en las peculiares experiencias de luz que nos es dado vivir en el monte.

Muchos caminos llevan del valle a la montaña. Pero en la cumbre nos asombra a todos una única luna. (Ikkyu, poeta zen, 1394-1481)

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5.8. Alpinismo: la meta siempre a la vista

Escalar una montaña es una forma peculiar de excursionismo a pie. Se va monte arriba. En la subida hay caminos serpentinos que ascienden lentamente. Y aquí y allí hay zonas rocosas en las que cada paso hay que darlo con todo cuidado y atención. Entonces, cada paso cuesta su trabajo. Porque va hacia arriba, en pico, y se comienza involuntariamente a sudar. Muchas veces me pregunto a qué tanto esfuerzo. Sin embargo, cuando lo hago conscientemente, la escalada se me convierte continuamente en símbolo de la vida. Tampoco la vida sale bien sin pelea, sin esfuerzo. Y así, sigo adelante, paso a paso, aun cuando cueste trabajo, duelan los pies y la respiración se haga más fatigosa, y aun cuando cada vez sude más. No tiro la toalla. Sigo adelante. Tengo una meta: quiero escalar ese monte o llegar al refugio. Disfruto ante la perspectiva de la vista que me espera al final. La meta me da energía. Pide disciplina y exige de mí no quedarme parado a cada paso. Así, la escalada se convierte en un entrenamiento para la vida: ante las dificultades y ante los momentos duros, no me retraigo de seguir luchando. A pesar de toda la dureza, sigo yendo constantemente al trabajo. Me enfrento con los problemas en la convivencia con la familia, aun cuando esto me cueste esfuerzo. Me enfrento a mis propias debilidades, que espero superar exactamente como supero los obstáculos al escalar una pared rocosa o los infinitamente largos caminos serpentinos. Sigo en la brecha, aguanto paso a paso, aun cuando todavía no tengo a la vista la cumbre, aunque no sé lo largo que todavía es el camino. Para mí, desde mi juventud, el alpinismo fue siempre un entrenamiento para la vida. Y con toda seguridad, ese entrenamiento me ha ayudado también más tarde a estudiar disciplinadamente o a terminar de escribir un libro aun cuando una y otra vez surgían fases de frustración o de repugnancia. Así, la escalada de la montaña puede convertirse en una forma personal de meditación. Medito adentrándome en mi vida. E igualmente acepto de antemano cuantos desafíos me esperan en la vida cotidiana, en el trabajo. Y al mismo tiempo, en la escalada de la montaña crece la esperanza de que también en la vida ordinaria he de aplicar esa disciplina para imponerme en la lucha con todas las dificultades.

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Y escalé los montes. ¿A quien buscaba yo en cada ocasión sino a Ti? (Friedrich Nietzsche, Así hablaba Zaratustra)

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5.9. Flores: belleza que pugna por florecer en nosotros

«Las flores son el pan del alma», se dice en China. Son alimento del alma como expresión de alegría y belleza. En todos los países, en las zonas climáticas más diversas, florecen flores cuyo esplendor nos sorprende y alegra una y otra vez, y sobre cuyo significado reflexionamos. Las flores han fascinado a los humanos desde siempre. Las colocamos en nuestras habitaciones. Ofrecemos flores al anfitrión que nos ha invitado. Obsequiamos a la pareja o a la amiga con flores cuando celebra su cumpleaños o cuando queremos manifestarle de manera especial nuestro amor. Las tiendas de flores hacen su propaganda con el slogan «Deja que hablen las flores». Pero también conocemos la expresión «decir con flores». Y decimos de una expresión que es «florida» cuando alguien se expresa en tono retórico pero no da a entender con claridad lo que propiamente quiere. Otros, en cambio, dicen la verdad «sin florituras». Pero esto muchas veces es también desagradable. La flor, con su floración, es símbolo del fin que corona la obra y de lo esencial. Cada uno tiene su predilección por determinadas flores. Para muchos, lo importante son, sobre todo, los colores de la flor. Y cada color tiene entonces su propio significado. La flor azul de la que Novalis habla en su novela Heinrich von Ofterdingen es un símbolo de la pasión romántica que llega hasta el infinito. Las flores amarillas nos remiten al sol. Las flores blancas representan tradicionalmente la muerte, pero también la inocencia. Las flores rojas simbolizan la sangre, y con ello, por un lado, el amor, y por otro (en la tradición cristiana), el martirio, en el que sacrificamos la vida por otros. Florecer y marchitarse, nacer y pasar.

Pese a todo, las flores no siempre están floreciendo, sino que se marchitan. De este modo, son también símbolo de la caducidad y la fragilidad humanas, del nacer y del pasar. Ya en la Biblia se dice: «El hombre […] como flor se abre y se marchita, huye como la sombra sin parar» (Job 14,2). Sin embargo, también hacen referencia al amor: «Brotan flores en la vega, llega el tiempo de la poda», se dice en el Cantar de los Cantares (Cant 2,12). Y la flor es un símbolo de la persona que florece: «Creciste y te hiciste moza, llegaste a la sazón» (Ez 16,7). De este modo, podemos considerar la flor 180

como imagen de nuestra vida. Y podemos preguntarnos si estamos en la fase del reventón del capullo o en la fase de florecer o en la de flor en plenitud; o si, por el contrario, estamos ya marchitándonos. Entonces también se impone dar un sí a la situación: a que nos marchitemos a fin de que algo nuevo pueda llegar a florecer.

Como su belleza me interpela, me gusta detenerme largo tiempo considerando una flor: los tallos, el botón, los pétalos. Cada uno de estos elementos tiene su propia belleza. Y cada uno de ellos expresa algo del misterio de mi propia condición humana. Ahí está la primavera, flor que se constituye en símbolo de la llave de mi corazón. Ahí está la violeta, símbolo de la humildad; la margarita, signo de la inocencia; el lirio como imagen de la alegría por la nueva vida que florece en la primavera. La candelaria nos conduce al misterio de nuestra propia vida y de nuestra propia dignidad regia, que tiende a protegernos de tener que someternos a otros o dejar que otros nos dobleguen. Representa la rectitud, la claridad, la energía, la movilidad. Cuando reflexiono sobre la candelaria, percibo que busca enderezarme, que me tome conciencia de mi propia dignidad regia. El girasol, con sus pétalos dispuestos en forma de rayos, se consideró en el cristianismo como símbolo del amor de Dios. Me invita a volverme una y otra vez a Dios para hacer que su amor se desborde dentro de mí. En los tratados cristianos se ve al girasol como modelo del alma que se siente en la obligación de dirigir incesantemente sus pensamientos y sus sentimientos a Dios. De este modo, se constituye en símbolo de la oración, en la que constantemente nos dirigimos a Dios, para hacer que fluyan en nosotros a chorros su amor y su luz. Así pues, en cada flor no solo veo la belleza, sino que intento reconocerlas y entenderlas también en su simbolismo.

Las flores son también expresión de la juventud, del florecer de la vida joven. Son signo del invierno vencido, también del invierno del alma vencido. Muestran que en nosotros algo florece, que llegamos a la maduración de la flor. Gerhardt Tersteegen ha tomado la flor como imagen de nuestra relación con Dios: «Como las tiernas flores se desarrollan dócilmente y se exponen silenciosas al sol, haz que yo capte tan silenciosa y gozosamente tus rayos y que te deje obrar a Ti». Cuando nos ofrecemos a Dios, su amor penetra en nosotros y nos hace florecer. Ya la imagen de una rosa provoca emociones y asociaciones que trascienden la pura descripción botánica. Rainer Maria Rilke cuenta la historia de que él, a una pordiosera, en vez de dinero, le dio una flor. La pordiosera le miró radiante. Y durante una semana no apareció para mendigar. A una señora que le preguntó de qué había vivido en esa semana la pordiosera, le respondió el poeta: «De la rosa». Es la belleza la que nos alimenta. El jardín es también una imagen del Paraíso. El Paraíso está lleno de rosas, lleno de muchas y hermosas flores. Por eso, nos remiten, ya aquí, a la vida paradisíaca que nos 181

espera. Pero, ya aquí, podemos atisbar en su belleza algo de la belleza eterna a la que estamos llamados. En las flores veo la expectativa del Paraíso y el misterio de la vida.

Al mismo tiempo nos remiten también a la belleza que ya ahora hay dentro de nosotros. Las rosas nos recuerdan que reconocemos y contemplamos lo bello en nosotros mismos. Cuando nos contemplamos plenamente complacidos, entonces somos bellos. Y cuando miramos a una persona tan complacientemente como a una rosa, entonces la hacemos bella y para nosotros es bella. De este modo, las flores son signo de lo que en nosotros tiende a crecer y florecer. El florecer se ve hoy en la psicología como signo de maduración y de vida lograda. De una persona cuya vida se ha convertido en bendición para otros, decimos: ha florecido, ha llegado a su florecimiento. Y el florecer lo relacionamos también con el amor. Quien vive amor está floreciendo, su belleza se hace perceptible también para otros. Así pues, si miro más a fondo, veo también en una flor más que una flor. Las flores se tornan imágenes: como símbolo de muerte y resurrección, del amor y de la alegría. Todo esto puedo reconocerlo cuando contemplo con suficiente detenimiento una flor.

Si quieres conocer la felicidad, guarda tal silencio que oigas abrirse la flor. (Proverbio japonés)

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5.10. Los pájaros son imagen de nuestra alma

Siempre me fascina observar a los pájaros, cómo buscan comida en la tierra y cómo de nuevo salen volando. Y me gusta oír su trino. Hay personas que reconocen el canto de los pájaros: el canto maravillosamente claro del ruiseñor, el cantar melódico del mirlo o el característico gorjeo del pinzón. Los pájaros, desde muy antiguo, sirven de intermediarios entre cielo y tierra. Y en historias y sagas antiguas son con frecuencia símbolos del alma. Se zambullen en nuestros sueños y simbolizan la libertad, la fantasía y el pensamiento como fuerzas del alma. Y ya en el arte del primitivo cristianismo aparecen pájaros como símbolos de las almas salvadas. Se alegra mi corazón cuando oigo cantar a los pájaros.

Jesús nos incita a considerar a los pájaros como imagen de despreocupación y de confianza: «Fijaos en las aves del cielo: no siembran ni cosechan ni recogen en graneros, y, sin embargo, vuestro Padre del cielo los alimenta» (Mt 6,26). Los pájaros representan la levedad de la vida. Cantan llenos de alegría, con la confianza de que Dios se cuida de ellos. Naturalmente, Jesús no piensa aquí que debamos identificarnos entera y totalmente con los pájaros. Porque, en el relato de la creación, Dios exige a los humanos cultivar la tierra y preocuparse por su propio mantenimiento. Sin embargo, en medio de nuestra angustiada preocupación por si podremos asegurar el mantenimiento de nuestra vida, deberíamos mirar continuamente a los pájaros, que viven sin preocupación y, sin embargo, llenos de alegría. Los pájaros representan la ligereza y la libertad, la confianza y la alegría.

Pero Jesús emplea también otra imagen. Los pájaros construyen sus nidos. Allí se encuentran protegidos. El ser humano, en cambio, se encuentra en este mundo sin morada permanente. Cierto que se construye casas. Pero no pueden ofrecerle ningún 183

domicilio definitivo. El ser humano está siempre en camino hacia su patria eterna (cf. Mt 8,20). De otras experiencias diferentes habla el Salmista: «Estoy desvelado y me siento como pájaro sin pareja en el tejado todo el día» (Sal 102,8). No solo en la antigüedad se cazaban pájaros con redes para comerlos. En el Salmo 124 se dice: «Salvamos la vida como un pájaro de la trampa del cazador: la trampa se rompió, nosotros escapamos» (Sal 124,7). El pájaro, pues, simboliza nuestra libertad. Podemos escapar a los peligros por cuanto hacemos que nuestra alma vuele hacia arriba como un pájaro. De niños poníamos alpiste en nuestras manos y nos divertíamos si algún párido venía y se posaba en ellas para picotear el alpiste. Los pájaros son medrosos. Sin embargo, cuando un pájaro confía en nosotros, nos sentimos profundamente unidos a él. De san Francisco y de san Antonio se cuenta que predicaban a los pájaros. Los asustadizos animales escuchaban atentamente y luego respondían con su alegre canto. Mi corazón se alegra cuando los oigo.

Si tengo una rama verde en mi corazón, seguro que viene un pájaro a posarse y a cantar. (Proverbio chino)

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5.11. En la niebla: envueltos en su cercanía

Que nuestra vida terrestre es una peregrinación es una vieja metáfora. Pero es también un símbolo espiritual, capaz de ilustrar asimismo nuestra relación con lo divino y en el que podemos expresar la experiencia de la cercanía de Dios. Precisamente en los sombríos días de noviembre experimento esto con frecuencia: es una sensación peculiar la de caminar o ir a pasear en la niebla. Para mí, que la niebla le envuelva a uno no es ninguna experiencia negativa sino un símbolo de la cercanía de Dios: una cercanía que me cubre y envuelve exactamente igual que como lo hace la niebla. Es como si fuera a través de la salvadora presencia de Dios, que todo lo cubre con un manto sutil. Percibo no solo el aire que me rodea, sino también la niebla. Veo los árboles a través del velo de la niebla. Todo está envuelto en la presencia de Dios. Lo mismo que ando a través de la niebla, ando a través de la salvadora presencia de Dios. Podemos vivir la experiencia de que somos uno con Dios y con toda la naturaleza igual que la niebla se asienta sobre todo.

Hermann Hesse, en un poema, meditó otro aspecto de la niebla. Para él, la niebla recuerda la soledad del ser humano: «¡Qué raro, caminar en la niebla! Vivir es estar solo. Ningún hombre conoce al otro, todo el mundo está solo». Así pues, la niebla es también una imagen de que caminamos solitarios por el mundo. Hay espacios que no podemos compartir con cualquiera. Y, para Hermann Hesse, la niebla es una imagen de la oscuridad interior. Hesse sufría depresiones. La depresión es una oscuridad que nos separa de otros seres humanos. Nos sentimos incomprendidos. Pero esa experiencia se puede convertir en un ejercicio para nosotros y hacernos sabios. Podemos transformar esa oscuridad en la sutil blancura de la niebla y, en la soledad, 185

barruntar el ser uno, la unidad, con todo lo que existe. Entonces también la niebla nos puede llevar a una profunda experiencia espiritual: a la experiencia de que somos uno con Dios y con toda la naturaleza, como la niebla se posa sobre todo. La soledad, en ese supuesto, no será dolorosa, sino un lugar de paz, un lugar de retiro y aislamiento. El aislamiento, el retiro, es para el Maestro Eckhart una expresión de profunda experiencia de Dios. Estamos apartados de todo obrar exterior mundano a fin de llegar a hacernos uno con el fundamento de todo ser, con Dios, que todo lo penetra. La niebla se puede posar sobre todo. Pero, así como ando a través de la niebla, ando también a través de la presencia salvadora de Dios.

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5.12. Caminando por la nieve

Para mí es siempre una profunda experiencia interior caminar a través de un paisaje nevado. Percibo los pasos con los que me voy hundiendo en la nieve. Pero luego miro el paisaje. La nieve lo cubre todo. Los setos ya no se reconocen; tampoco los caminos. Todo está enterrado bajo un manto de nieve. La nieve parece como una suave manta de lana que cubre todo lo que me gustaría ocultar en mi vivienda. Esto es, para mí, una imagen de mí mismo. En el paisaje nevado no debo hurgar en mi interior y analizar todas las faltas y debilidades. Lo cubro todo con un manto de benevolencia y de misericordia. Y confío en que, bajo la cubierta, en algún momento, volverá a romper nueva vida. El paisaje nevado respira calma. Y esa calma me entona al pasear. Con frecuencia me quedo quieto y disfruto de la paz. Y en esa paz me abro al misterio que a todos nos envuelve. Me abro a Dios, cuyo amor cubre mis faltas y todo lo esquinado e impresentable que hay en mí. Y confío en que la paz que emerge del paisaje nevado pase también a mí, que encuentre en mí el lugar de la paz en el que habita el amor de Dios. A ese lugar tampoco tienen acceso alguno mis faltas y debilidades ni mis sentimientos de culpabilidad a causa de mi fragilidad. Ahí tengo entrada a un espacio de paz y de claridad dentro de mí que no está perturbado por sentimientos de culpa. Y la nieve, su pureza y claridad, se me hace imagen de la gracia de Dios. Y confío en que la gracia que lo cubre también lo transformará todo dentro de mí. El paisaje nevado respira paz. Esa paz me tonifica. En ella me abro al misterio que a todos nos envuelve.

Y cuando luego, a lo largo de febrero, la nieve se funde y junto a nosotros, en el jardín del monasterio, brotan del suelo las primeras campanillas y anuncian la primavera, traen esperanza a la vida: esperanza de superación de la resignación y del anquilosamiento, de la frialdad y la depresión. Esa pequeña flor se convierte en el mensajero de una nueva esperanza que emerge en mí. ¡Merece la pena vivir! Una y otra vez volverá a florecer en mí nueva vida, a pesar de todas las fracturas y quiebras que tiene mi vida.

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Ningún copo de nieve cae nunca en un lugar equivocado. (Sabiduría zen)

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5.13. Anchura e infinitud: a la orilla del mar

La experiencia del mar –inmenso, anchuroso– ha causado desde siempre una profunda impresión en los seres humanos: ahí estaba ya la impresión de las olas encrespadas y del imponente poderío de la naturaleza. En la antigüedad, la gente sentía respeto al mar. La navegación en barco estaba llena de peligros. Se veneraba a dioses de la navegación cuyo cometido era llevarlo a uno con seguridad a través del mar. Lucas, en los Hechos de los Apóstoles, nos describe el dramático viaje del apóstol Pablo a Roma. El barco se vio envuelto en una tormenta. Desaparecía toda esperanza de salvación. Sin embargo, Pablo se puso en pie y gritó a los marineros: «Os exhorto a tener ánimo, que no se perderá ninguna vida; solo la embarcación» (Hch 27,22). Por eso, antes de zarpar se oraba por la protección de Dios en el mar. Al contemplar el mar, nuestra mirada se ensancha y barruntamos algo de la infinitud de Dios, de la que nosotros, pequeños seres humanos, participamos.

Hasta hoy, el mar, para la humanidad, es un símbolo de energía vital inagotable: si uno contempla el oleaje y las corrientes marinas, percibe de inmediato esa energía infinita. Si miramos al mar, participamos de esa energía: nos sentimos reanimados, vigorizados e interiormente ensanchados. Sin embargo, el mar puede también devorar. En él podemos irnos a pique. Vida y muerte están, pues, cerca la una al lado de la otra. Para los místicos, a su vez, el mar era un símbolo de la unificación con Dios. El mar refleja para ellos algo de la infinitud de Dios. También esta es una vieja experiencia: de san Agustín, por ejemplo, se cuenta que fue una vez a pasear a orillas del mar y observó a un muchachito que había cavado un agujero en la arena y, con una concha en la mano, corría una y otra vez al mar, sacaba agua, volvía corriendo y echaba el agua en el agujero. A la pregunta «Pero ¿qué estás haciendo tú ahí?», respondió el muchacho: «¡Vacío el mar en este agujero!». Cuando san Agustín, que precisamente estaba escribiendo un libro sobre la Trinidad, 189

se echó a reír, le dijo el muchacho: «¡Tú te ríes de mí, pero te crees que puedes agotar la grandeza y el insondable misterio de Dios con tus pequeños pensamientos!». Los místicos se imaginaron que en la meditación nos hacemos uno con Dios; al igual que las olas del mar, que cada una tiene su propia figura y, sin embargo, son parte del mar: «En el mar, todas las gotas se hacen mar. La gotita se hace mar cuando ha llegado al mar; el alma [se hace] Dios cuando es asumida en Dios»; así se dice, por ejemplo, en El peregrino querúbico, de Angelus Silesius. El mar ha sido siempre imagen también de la riqueza. No solo oculta tesoros inagotables. Está lleno de peces que nos alimentan. Desde tiempo inmemorial se ha sospechado la existencia de tesoros aún nunca vistos. Así, el mar, para la psicología de C. G. Jung, es una imagen de la riqueza del alma y del subconsciente en el que yacen ocultos tesoros inexplorados. Por esto, también los artistas sintieron constantemente la atracción de la inmensidad del mar. Thomas Mann, que nació a orillas del Báltico y vivió mucho tiempo exiliado en la costa norteamericana del Pacífico, escribió que el mar no es en absoluto «un paisaje», sino «la vivencia de la eternidad». Famoso es el cuadro Monje a orillas del mar, de Caspar David Friedrich. Muestra la inmensidad del universo y la pequeñez del ser humano. Pero es un monje al que Friedrich sitúa de pie delante del mar. Con esto quiere expresar que es precisa una visión espiritual para sondear el misterio del mar. El mar muestra la grandeza e inmensidad de Dios y la pequeñez del ser humano. Sin embargo, al contemplar el mar, nuestra mirada se ensancha y barruntamos algo de la infinitud de Dios, de la que nosotros, insignificantes creaturas, participamos. Así, el mar puede convertirse en experiencia de la inmensidad de Dios y, al mismo tiempo, de la identificación con el infinito Dios.

El mar del tiempo es solo una ola en el mar de la eternidad. (Jean Paul)

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5.14. Sol, luna y estrellas: profundo y reverente asombro

Es una profunda experiencia percatarse de que nosotros, los humanos, estamos entretejidos en la naturaleza y el cosmos, atrapados en el ritmo de una vida que determina nuestra existencia corpóreamente. El Sol, la Luna y las estrellas no son simplemente astros del firmamento. Desde los tiempos primitivos, los humanos han visto en ellos un símbolo para su vida. Cuando éramos niños, al atardecer, en nuestro jardín, con frecuencia mi padre nos daba explicaciones sobre las estrellas. En sus palabras percibía su admiración por la belleza de las estrellas y por la grandiosidad del universo. Por supuesto, yo no podía recordar las distintas constelaciones. Pero todavía hoy, cuando miro al cielo nocturno estrellado, me siento fascinado por ese espectáculo. Por la astronomía sé lo infinitamente alejadas que las estrellas están de la Tierra, y que solo podemos ver una pequeña parte de ellas. ¡Con tanto mayor respeto y reverencia me sitúo ante el cielo estrellado! Me imagino lo pequeña que es nuestra Tierra en comparación con las innumerables estrellas que podemos ver y el número aún mayor de estrellas que permanecen invisibles para nosotros. Ante esta situación me siento abrumado no solo por la belleza, sino también por la grandiosidad de la creación. Y hago una pausa. La mirada al cielo estrellado me une con muchas personas de las que sé que ahora, en su patria –bien lejos de mí– contemplan el mismo cielo. No es solo el sol el que sale sobre todos los humanos; también la luna nos une mutuamente, al igual que las estrellas y las distintas constelaciones. Nosotros, los seres humanos, estamos entretejidos en el cosmos, corpóreamente determinados por el ritmo de la vida, del nacer y del pasar.

El Sol suministra luz a la humanidad. Desde tiempo inmemorial, muchos pueblos han adorado al Sol como dios. Los cristianos han visto a Jesús como «el Verdadero Sol». Trasladaron el culto romano del Sol invictus, del dios Sol invicto, a Jesús. Por eso 191

emplazaron la Navidad el 25 de diciembre, la fiesta del dios Sol invicto: con el hecho cósmico del cambio del sol invernal, como «nacimiento» de la nueva luz y del nuevo año, unieron la fiesta del nacimiento de Cristo. Los cristianos han relacionado también el sol con la Pascua, la fiesta de la redención, que se celebra siempre el domingo después de la primera luna llena de la primavera. Lo mismo que el sol cada mañana emerge de la oscuridad, así Cristo, como el Sol pascual, brilla saliendo del sepulcro. Cada mañana, la Iglesia canta la salida del sol con imágenes que indican el misterio de la resurrección. Cristo expulsa toda tiniebla de nuestro corazón. Él se alza victorioso de la muerte. La luz ha vencido a la oscuridad. La vida y el amor son más fuertes que la muerte. Percibimos el sol como imagen del calor y del amor. Cuando en primavera o en otoño nos ponemos al sol, podemos imaginarnos cómo el amor de Dios penetra e impregna nuestro cuerpo, cómo nos sentimos total y enteramente amados. En el verano no solo nos protegemos del sol ardiente, sino que también disfrutamos del sol que regala su belleza al paisaje. En griego y en latín, sol es masculino, y luna, femenino. En alemán es al revés. Sin embargo, también los germanos relacionaron la luna con el ciclo femenino. De la luna han fascinado desde siempre sus fases cambiantes. En luna llena, toda la Luna es visible. Luego decrece hasta que ya no es visible. En luna nueva, vuelve a crecer de nuevo. El ritmo de la luna se comparó con el ritmo del nacer y el pasar. Todos los pueblos han diseñado su medida del tiempo en función de la luna. Y la han considerado además como imagen de lo femenino. Su ritmo sirve de imagen de la fertilidad y de la vida, que nace y pasa. Para muchos poetas, la luna es un símbolo del amor. Famosa es la poesía que compuso Matthias Claudius «Ha salido la luna». La luna es para él una imagen de lo invisible, de lo que se sustrae a nuestros ojos, y del misterio: «¿Veis la luna parada allí? Ella es solo la mitad visible. ¡Y, sin embargo, es redonda y hermosa! Así son algunas cosas de las que nos reímos alegres porque nuestros ojos no las ven». También las estrellas de la bóveda celeste han fascinado a los seres humanos desde siempre. La mirada al cielo nocturno nos permite percibir la extensión del cosmos y vislumbrar la grandeza de Dios, que ha creado todo eso. La incalculable multitud de estrellas despierta en nosotros la nostalgia de lo infinito. Y la teoría cosmológica –que también los seres vivos de nuestra Tierra han sido configurados, en su estructura química, de polvo de estrellas– nos relaciona con los astros que vemos en el cielo. La palabra latina que significa deseo –desiderium– lleva la raíz de sidera, «estrellas». Deseo significa, pues, para los latinos, que nosotros traemos las estrellas a la Tierra. El enamorado llama a su esposa querida «su estrella». Una estrella une en imagen el amor y el hogar. Para muchos, esa imagen es la expresión de una profunda nostalgia del lugar en el que se sintieron protegidos y amados. 192

En los meses de verano encontramos las tres clases de astros. Percibe el sol en sus diversas calidades, cuando sale por la mañana y se pone por la tarde. La salida y la puesta del sol son siempre espectáculos emocionantes que conmueven profundamente nuestro corazón. Mira a la luna y a las estrellas y percibe el deseo de amor que entonces emerge dentro de ti. Y admira el cielo estrellado, pásmate de la grandeza de Dios, que tan maravillosamente ha adornado el cielo con estrellas: eso es lo que nos dice el relato bíblico de la creación. El asombro no es solo el comienzo del pensar y de la filosofía. Es también un camino de espiritualidad y un camino hacia Dios.

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SEXTA PARTE

De la riqueza de la relación: en comunión con otros

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adie es una isla. No vivimos solos en este mundo. En nuestra vida ordinaria estamos unidos a muchas personas. Ya lo griegos definieron al ser humano como zôon politikón, ser vivo que por su naturaleza está orientado a la comunidad. Las relaciones con otras personas son para nosotros un importante caldo de cultivo en el que madura nuestra vida. Aquí no pienso solo en las personas con las que estoy familiarizado: un vecino, un amigo y una amiga, los hermanos, un compañero o una compañera de trabajo. Pienso también en las personas que vivieron antes que yo, en mis propios antepasados. Pero además también en todos los que antes que yo se enfrentaron con los grandes problemas de la humanidad, los que escribieron libros, los que, como filósofos o teólogos, pensaron antes que yo sobre el misterio del ser humano y de Dios. Y pienso en todos aquellos que han configurado nuestro mundo tal como hoy lo encontramos: los políticos, economistas, inventores, compositores, pintores, arquitectos; también en las gentes sencillas que han contribuido con su granito de arena a que yo pueda vivir en el mundo tal como es. Mi vida se basa en las obras y aportaciones de mucha gente antes que yo. Ya cuando paseo por las calles de una ciudad y veo las iglesias antiguas y los edificios importantes, o cuando camino por un paisaje cuidado y cultivado por generaciones anteriores a mí percibo que nosotros, desde siempre, vivimos en relación con mucha gente en torno a nosotros y anterior a nosotros. Martin Buber pronunció aquella famosa sentencia: «Yo llego a ser a través del tú». Es decir, descubro quién soy yo mismo cuando vivo la relación con otras personas. En el encuentro con otro me encuentro también siempre conmigo mismo y con mi propia 194

verdad. Pero el encuentro es también siempre una fuente de energía. El encuentro me transforma. En contacto con otros percibimos de nuevo nuestra propia vitalidad: experimentamos que, en la convivencia, algo puede germinar y madurar. La vinculación con otras personas me hace bien. Hoy hay muchos que sufren porque sienten que no pertenecen a ningún lugar. Cuando me siento vinculado a otros –a las personas de mi familia, a la gente de mi aldea, de mi ciudad, de mi país– siento mi pertenencia. Pero es preciso experimentar esa unión y configurarla. Muchos se comportan como si estuvieran completamente solos, como si para los demás no tuviera importancia alguna si viven o no. Tal autopercepción nos roba toda la alegría de existir. Pero, cuando me sé relacionado y cuando por la repercusión que tengo sobre el mundo me siento un tanto responsable de la gente que me rodea, entonces vivo más concentradamente, más conscientemente. Entonces me percibo a mí mismo también en mi responsabilidad para con el mundo.

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6.1. De nuestras raíces

Cada uno de nosotros tiene raíces en sus padres, en sus abuelos, en sus antepasados. Les debemos no solo nuestra vida, sino también muchas de las peculiaridades de nuestro carácter, incluso muchas maneras y formas de entender la vida. Cuando uno corta sus propias raíces, el árbol de su vida se seca. «Sin raíces, tampoco alas», podríamos decir remedando a Goethe. El psicólogo Daniel Hell opina que la falta de raíces es una de las muchas causas de depresión. Por eso es conveniente tomar conciencia de las propias raíces. Esto no solo se consigue interesándonos por nuestro árbol genealógico. Más bien, antes que nada, se precisa una mirada a nuestros padres. ¿Cuál era su filosofía de la vida? ¿De qué vivieron? ¿Qué les ayudó a dirigir su vida? ¿Cuál era su estilo de espiritualidad? ¿Qué aportaron personalmente a nuestra familia? ¿Cómo fue su propia infancia y formación? Cuando tomamos conciencia de nuestras propias raíces, tomamos también contacto con las fuentes de las que podemos sacar hoy nuestra energía. Y nos entendemos mejor a nosotros mismos. Pero nuestras raíces no son solo nuestros antepasados, sino también el mundo en el que hemos crecido, la cultura en la que hemos sido engendrados y dados a luz. La cultura que nos rodea está marcada, primero, por las ciudades y aldeas con sus edificios, con sus iglesias y castillos. Pero lleva también el sello del idioma, del arte, de las tradiciones y de las fiestas. Todo esto lo respiramos, por así decirlo. Se nos graba en el día a día. Arraiga en nosotros. Por eso, tampoco necesitamos empezar de cero en nuestras ideas y sentimientos. Hemos nacido dentro de una cultura de pensamiento, de idioma, de sentimiento, de trato de unos con otros. Y conviene percibir esas raíces, tomar conciencia de ellas y mirarlas con agradecimiento. Las raíces nos fortalecen y nos alimentan. Las raíces dan también a nuestra vida una gracia peculiar, nos suministran un sabor propio. Un camino para encontrarse con las raíces son los ritos. Cuando celebramos los ritos con los que nuestros antepasados celebraron, por ejemplo, la Navidad o la Pascua, participamos de su energía vital. Los antepasados se atuvieron a estos ritos en tiempos de pobreza y de necesidad, en épocas de guerra y de paz. Mandaron sobre su vida celebrando sus ritos. Si nosotros los repetimos, podemos tener la confianza de que también nosotros podremos mandar sobre nuestra vida. Sin raíces, tampoco alas: es conveniente percatarnos de nuestras raíces, tomar conciencia de ellas 196

y mirarlas con agradecimiento.

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6.2. De la soledad y la comunidad

Todo ser humano necesita una comunidad que le sirva de sostén y apoyo. Pero también necesita estar solo. Necesita contacto con otros, pero también distancia, separación. Yo mismo vivo en una comunidad de monjes y participo en su vida. Me levanto a la misma hora que mis hermanos, me reúno con ellos cinco veces al día para la oración en el coro. Como con ellos. Y trabajo juntamente con ellos, y con ellos hablo de lo que es sustantivo en nuestra vida. Me siento agradecido a la comunidad, que, además, me libera de muchas cosas. No necesito preocuparme por la gestión de la casa. No necesito hacer la compra ni cocinar. La mesa está siempre puesta… Sin embargo, también necesito estar solo. El monje es una persona que conscientemente se retira del mundo, que conscientemente va a la soledad. Estar solo en la celda de mi monasterio es importante para mí: la experiencia de sentirme solo forma también parte de mí. Muchas veces, el sentimiento de estar solo va acompañado de tristeza; sin embargo, cuando conscientemente aguanto la soledad, entonces, a través de la tristeza, puedo adentrarme hasta el fondo de mi espíritu, en el que me siento uno con todos los seres humanos, con toda la creación, con Dios y conmigo mismo. Peter Schellenbaum cree que el quid del manejo de la soledad consiste en transformar el estar solo [Alleinsein] en «ser todo uno» [All-eins-sein]. Si consigo esto, ya no me siento solo, sino parte del universo todo. Entonces estoy unido con todos. Y sé que todo lo que yo mismo pienso y digo y escribo y hago repercute también en la gente del mundo. En todo lo que hago solo, me siento también unido a todos los seres humanos y responsable asimismo de ellos. Esta consciencia confiere a mi vida dignidad y seriedad. Pero me da también el sentimiento de estar sostenido y apoyado. Ahora bien, la soledad no debe llevar al aislamiento. Hoy muchas personas se sienten solas. Y entonces esperan que los otros les quiten el sentimiento de soledad. Ahora bien, es tarea nuestra, por una parte, reconciliarnos con la soledad, pero, por otra, acompañar a otras personas. No podemos limitarnos a esperar que otros nos regalen el sentimiento de comunidad. También nosotros tenemos que hacer algo para experimentar el don de la comunidad. Una condición importante para ello es que no nos situemos por encima de los demás, sino que estemos dispuestos a abrirnos a las personas con las que nos encontramos y, de esa manera, poder experimentar con ellas la comunidad. Ya una mirada amistosa al vecino o una palabra de ánimo crean comunidad. De la experiencia de comunidad somos responsables nosotros mismos. Constantemente, cada día.

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Vive individual y libremente como un árbol, pero fraternalmente como un bosque. (Nazim Hikmet)

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6.3. De extraños y conocidos

Es bonito hablar con gente conocida. En la conversación, enseguida se establece una cercanía. Y puedo hablar libremente de todo lo que me ocupa y preocupa. Me siento comprendido. Lo familiar conocido crea seguridad y confianza. Y yo comprendo al interlocutor que me abre su corazón. Pero igualmente me gusta también hablar con extraños. Me abren un mundo distinto, enriquecen mi propio mundo. Suscitan mi curiosidad y me gusta saber cómo piensan y sienten, cómo han ido madurando, qué cultura ha dejado grabada en ellos su impronta. El extraño se convierte entonces para mí en un espejo en el que me miro a mí mismo y en el que descubro algo que hasta ahora me resultaba extraño. El extraño me enfrenta con lo extraño que hay en mí. Y de esa manera se convierte para mí en un enriquecimiento de mi propia autoexperiencia. Ambas cosas las necesitamos: personas conocidas que nos ofrezcan confianza y seguridad; y también el encuentro con los extraños. Precisamente hoy, en la época de las migraciones, que incluso en nuestro entorno más próximo está originando cambios, muchas personas echan mucho de menos la familiaridad con las personas de su alrededor. Desearían mantener su propio mundo conocido, y luchan por ello. Sin embargo, con frecuencia, llenas de miedo, se aíslan ante los extraños. La confianza que ofrece la familiaridad de las personas conocidas debería abrirnos también a los extraños. Nuestra seguridad solo tiene consistencia cuando la abrimos también a otros y así transmitimos incluso a los extraños algo de esa seguridad. El miedo que hay a los extraños en nuestro entorno es, con frecuencia, expresión del miedo que hay a los extraños en nosotros mismos. No debemos ponernos a valorar ese miedo, sino simplemente discernirlo. Pero sí deberíamos reaccionar luego ante él. Podría servir de invitación a mirar lo que de extraño hay en nosotros o a preguntarnos: ¿qué es lo que propiamente me produce miedo? ¿Temo la sobreextranjerización? Entonces, ese miedo me serviría de desafío para rastrear aún más en mí y familiarizarme conmigo mismo, a fin de no volverme extraño a mí mismo.

Solo mediante la confianza 200

surge una nueva confianza.

En la antigüedad existían ambas cosas: el miedo ante el extranjero y el deber de la hospitalidad. Recibiendo amablemente, como a huésped, al extranjero ante el que siento miedo, venzo el miedo. Originariamente, los latinos llamaron al extranjero hostis. Era un «enemigo». Luego, sin embargo, se convirtió en hospes (huésped). Los primeros cristianos cuidaron la hospitalidad. La Carta a los Hebreos les amonesta: «No olvidéis la hospitalidad, por la cual algunos, sin saberlo, hospedaron a ángeles» (Heb 13,2). Si el extranjero al que recibo hospitalariamente se vuelve un ángel, un mensajero de Dios, entonces el miedo ante el extranjero queda vencido. Y a través de la confianza nace un nuevo modo de familiaridad.

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6.4. Del prójimo y del lejano

El filósofo Hans Jonas tituló su obra principal El principio de responsabilidad. Dice que hoy, en nuestras decisiones, debemos tener también en cuenta siempre las consecuencias para todo el mundo: por tanto, los cercanos y los lejanos, los presentes y los futuros. Nuestra responsabilidad se extiende no solo al círculo más estricto –la familia, los amigos, los vecinos, el pueblo propio–, sino también al mundo todo. Hoy experimentamos cómo este mundo se va achicando. Precisamente en los tiempos de globalización se hace palmario hasta qué punto todo está entrelazado entre sí y en qué medida todo es interdependiente. Estamos interconectados en conexiones mayores no solo técnica sino también económica, política y culturalmente. Cómo vivimos, es decir, nuestro estilo de vida, nuestra forma de consumir, nuestro trato de la naturaleza, todo esto tiene repercusiones también sobre las personas de lugares lejanos del mundo y sobre el aparentemente lejano futuro de la humanidad que ha de venir detrás de nosotros. Percibir la responsabilidad significa: la mirada a la lejanía no nos permite cerrar los ojos ante las personas que están en nuestra cercanía; pero tampoco a la inversa. Ya la Biblia nos llama la atención sobre que el amor al prójimo no excluye al extranjero: en la parábola del buen samaritano, Jesús habla de que todo extranjero puede hacérsenos prójimo. El hombre que cayó en manos de los ladrones, para el extranjero de Samaría –una región que los judíos miraban con desprecio–, se convirtió en prójimo. Y cuidó de él. Pero conozco también personas que se emplean a fondo por los que viven lejos, por ejemplo, en el movimiento por la paz o en el movimiento ecológico. Conocen la situación de África y de América Latina, de Australia y de Nueva Zelandia. Pero pasan de largo ante el «prójimo» que está en su cercanía. Una mujer me contaba que su marido era miembro activo del movimiento por la paz y se comprometía en favor de muchas personas. Pero para la propia familia, olvido olímpico. Asumía la responsabilidad por los de lejos, pero rechazaba la responsabilidad para con los de cerca. Se precisa, pues, siempre una buena conjunción en la preocupación por los más cercanos y los más lejanos. Mi visión no debe estar restringida a mi familia, a mi aldea, a mi empresa. Debo ensanchar también mi mirada siempre y tomar en consideración las consecuencias de mi acción para las personas lejanas. Ellas son un test de nuestro amor al prójimo y de nuestra responsabilidad, la que asumimos por otras personas. Todo lo que hacemos tiene repercusiones. 202

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6.5. Del amor

El amor todos lo anhelamos. Y cada uno de nosotros ha vivido experiencias de amor: ha experimentado cómo un varón o una mujer le ama y ha tenido la vivencia de que ese amor tonifica. Nos transforma. Deja tras de sí un nuevo gusto por la vida. Pero no solo experimento el amor cuando otra persona me ama. El amor es más que un romántico ser querido que encanta y fascina nuestra vida. El amor –nos lo dice ya Platón y, tras él, Pablo, en el supremo canto al amor (1 Cor 13)– es una fuerza que subyace a todo ser. Y Novalis, filósofo de la naturaleza y poeta del Romanticismo, lo llama «el amén del universo»: es decir, la última, afirmativa, energía de toda la realidad. También en la meditación puedo vivir esa experiencia de que en el fondo de mi alma hay amor. Está simplemente ahí, como una fuente que nunca se seca, que me inunda. O lo experimento como un ascua que me abrasa. Muchos expresan esta experiencia diciendo que, en ese momento, ellos son amor. Luego, simplemente el amor fluye a través de ellos a todo lo que está a su alrededor: personas, plantas, animales, las habitaciones de su casa. A muchas personas les parece efectivamente que ellas son amor. Su rostro irradia ese amor. La moderna investigación sobre la evolución ha reconocido que el amor es también el motor de la evolución. También en el reino animal y en el vegetal el apego es la energía que está en la base de todo y que sirve asimismo para la supervivencia. Porque sobreviven los seres que se unen y se sienten unidos con otros. Este amor cósmico, entendido como unión con todo lo que existe, es una fuerza de la que también nosotros bebemos. En todo el amor que experimentamos entre nosotros, los humanos, palpamos a Dios como amor.

Dios mismo es ese amor que impregna todo el cosmos y que, como energía, mantiene todo unido en su acción y que es también nuestro soporte. San Pablo dice que el amor de Dios se infunde en nuestro corazón por el don del Espíritu Santo (Rom 5,5). Podemos beber de esa fuente aun cuando emocionalmente no experimentemos exactamente ningún amor. Ese amor que brota en el fondo de nuestra alma es una fuerza que nos impele a salir de nosotros mismos, a ir a otros y a relacionarnos con benevolencia con ellos. San Juan dice de este amor: «En el amor no cabe el temor, antes bien, el amor desaloja el temor» (1 Jn 4,18). El poder del amor es, por tanto, una fuente de energía. 204

Nos libera del miedo. No es nada que tengamos que hacer nosotros. En nuestra vida, de lo que esencialmente se trata es de trabar contacto con ese amor que hay en nosotros y, luego, tener el ánimo de vivir de él y no del temor. Quien vive esta experiencia del amor, experimenta a Dios. Dios es amor. Dios es también un Tú que me ama. Pero no es solo el amante: es, en su esencia, amor. Hay amor en todo, y lo impregna todo. Y a Dios, como amor, podemos aplicar las palabras de Pablo en el discurso del Areópago: «En Él vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17,28). Aun en el frecuentemente frágil amor con que nosotros nos amamos unos a otros se puede percibir algo del amor que es Dios: un amor sin ruptura, al que podemos confiarnos incondicionalmente. En todo amor que experimentamos entre nosotros, los humanos, palpamos a Dios como amor.

Sal del curso del tiempo y entra en el curso del amor. (Rumi)

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6.6. De la amistad

En la antigüedad, muchos filósofos cantaron a la amistad. San Agustín acuñó esta bella sentencia: «Sine amico, nihil amicum», «Sin amigo no hay nada amable». O, sin amigo, nada le parece a uno amistoso en este mundo. Los griegos distinguieron entre el amor erótico (érōs) y el amor de amistad (philía). La philía no pretende poseer al amigo. Ama al amigo porque es amigo, por sí mismo. Los filósofos griegos piensan que solo las personas buenas pueden ser realmente amigas. De lo contrario, hay cómplices, pero no verdaderos amigos. Un amigo es alguien que escucha la melodía de tu corazón. Y te la tararea de nuevo si alguna vez la has olvidado. La amistad es relación. En la amistad entro en relación conmigo mismo y con el otro. Muchos anhelan una amistad, pero al mismo tiempo son incapaces de ella. Ansían cercanía, pero al mismo tiempo tienen miedo de ella. Porque, en ese caso, tendrían, evidentemente, que mostrarse a sí mismos. Y cuanto más me acerco al otro, más le muestro de mí mismo. Y todo el mundo sabe que no solo tenemos cosas buenas y perfectas que enseñar, sino también faltas y debilidades. Pero ser acogido con todo lo que soy es precisamente el anhelo más profundo que nos impulsa a todos. La amistad me ayuda, por una parte, a aceptarme a mí mismo entera y totalmente. Pero, al mismo tiempo, la amistad exige que yo mismo trate conmigo amistosamente, tal como soy, también con mis faltas y debilidades. Cuando hay personas que se me quejan de que no encuentran ningún amigo, siempre les pregunto: ¿Te tratas tú a ti mismo amistosamente? Esta es la primera condición para que una amistad resulte. La segunda condición es que yo mire también a los demás con buenos ojos, que yo crea en lo bueno que hay en ellos. Cuando me acerco a alguien con esta apertura, entonces puede arraigar la amistad. Se necesitan paciencia y confianza para que prenda una amistad. Y la amistad necesita cultivo. Necesito tiempo para el amigo. Y se precisan ritos. Los ritos dan a la amistad lo que necesita: claridad, seguridad, confianza.

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Dios hace los amigos. Dios trae el amigo al amigo. (Platón)

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6.7. De la autorrealización y la entrega

No raras veces se ha desacreditado a la autorrealización como egoísta y anticristiana. Sin embargo, Jesús, en su Evangelio, nos exhorta una y otra vez a que lleguemos a ser enteramente nosotros mismos. Nos incita a liberarnos de las expectativas de los padres, del entorno. Tiene fe en que le vamos a seguir. Y seguir a Jesús significa, en último término, seguir el impulso interior en el que Él nos muestra quiénes somos realmente. Jesús nos habla en los suaves impulsos de nuestra alma. Y esos impulsos son, para Él, más importantes que la aquiescencia al padre o a toda la familia (cf. Lc 9,57ss). Visto teológicamente, se puede decir: el fin de nuestro ser consiste en desarrollar cada vez con más nitidez la imagen que Dios se formó de cada uno de nosotros. Ahora bien, eso significa también que lleguemos a ser cada vez más nosotros mismos: esa persona singular y única, tal como Dios la ha creado. No otra cosa significa la autorrealización. Autorrealización, sin embargo, no significa que egoístamente solo vivamos e impongamos nuestros deseos. Jesús nos incita también a desprendernos de nuestro ego: «Quien quiera seguirme, niéguese a sí mismo, cargue con su cruz cada día y sígame» (Lc 9,23). Muchos han entendido precisamente estas palabras de Jesús como una llamada a la autonegación, con lo que han interpretado la autorrealización como contraria al espíritu de Jesús. Sin embargo, Jesús quiere incitarnos a desprendernos de nuestro ego. Negarse a sí mismo significa resistir a la tiranía del ego. Ese ego quiere estar siempre en el centro, quiere imponerse y, en comparación, presentarse siempre mejor que los demás. Debemos liberarnos de esa presión del ego para poder llegar a ser enteramente nosotros mismos. Y llegar a ser nosotros mismos implica cargar con la cruz cada día. Esto significa que diariamente demos un sí a las contradicciones que encontramos dentro de nosotros mismos. Aceptar las contradicciones es lo contrario de girar egoísta y narcisistamente en torno a uno mismo. Porque quien acepta sus contradicciones se sitúa en una relación realista consigo mismo. Da de mano a su propio ego, que se caracteriza por diseñar grandiosas imágenes de sí mismo, imágenes de una persona perfecta y siempre exitosa. La autorrealización solo tiene éxito cuando me implico enteramente en la vida. La vida auténtica es también, siempre, entrega.

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Solo puede entregarse el que se posee a sí mismo. En este sentido, autorrealización y entrega forman un todo único. Si uno solo gira egoístamente en torno a sí, su vida no va. Y la vida es ir, fluir; en eso –así lo afirma la psicología– consiste la vida verdadera y plena. Entrega significa estar en la brecha, liberarse de sí mismo y, con pleno espíritu de entrega, dedicarse a aquello que se está haciendo: con pleno espíritu de entrega implicarme en la conversación que estoy manteniendo con una persona, entregarme por entero al trabajo. En eso consiste la verdadera perfección de la vida. Porque, siempre que queremos vivir solamente un polo, perdemos el equilibrio y malogramos nuestra humanidad. Cuando hablo de entrega, a algunos les da alergia. Equiparan entrega con renunciar a uno mismo. Entienden la autorrealización como cumplimiento de los deseos propios. Sin embargo, autorrealización quiere decir llegar a ser enteramente yo mismo, llegar a ser enteramente la persona única, singular, tal como Dios me creó. La autorrealización solo se logra en apertura a Dios. Y solo se logra cuando me implico enteramente en la vida. La vida auténtica es siempre entrega, compromiso. No existe amor sin entrega; tampoco existe trabajo alguno sin dedicación. Al dedicarme por entero a otra persona, a un trabajo, una tarea, realizo mi verdadero yo. Distintivo de la verdadera identidad es la fecundidad o, como hoy dicen los psicólogos, el florecimiento.

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6.8. De la simpatía y el amor propio

Ya el Antiguo Testamento (Lv 19,18) establece la exigencia «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». Y Jesús confirma este mandamiento veterotestamentario (Lc 10,27). Necesitamos el equilibrio correcto entre amor a uno mismo y amor al prójimo, entre la sensibilidad con nosotros mismos y la compasión respecto de otras personas. Hay personas a las que se moteja de personalidades confluentes: se derriten en su sentimiento respecto del otro, pero realmente no le ayudan porque no tienen ninguna consistencia personal. Otras, a su vez, solo giran en torno a sí mismas. Sin embargo, tal amor exclusivo a sí mismo –según la psicóloga Ursula Nuber– conduce a la trampa del egoísmo: la experiencia de estar aislado de las demás personas no produce felicidad. Amarse a sí mismo no significa girar en torno a sí egoístamente. Antes bien, el amor a uno mismo exige que yo me acepte como soy. Acepto mi cuerpo en su belleza, pero también con sus limitaciones. Me acepto a mí mismo con mis puntos fuertes, pero también con mis debilidades. Solo cuando me ame a mí mismo podré amar verdaderamente al otro. Porque, sin amor a uno mismo, el amor al prójimo se vuelve o acaparador o, al contrario, duro, mezclado con agresiones. Y lo que no amo en mí, lo voy a proyectar sobre el otro y tampoco voy a poder amarlo en el otro. Entonces tendré que forzarme a amar al otro. Ahora bien, un amor forzado es una exigencia superior a mis fuerzas. Y para el prójimo no traerá ninguna bendición. Al maestro de la ley que le cita el mandamiento del amor al prójimo del Antiguo Testamento, Jesús le responde con la parábola del buen samaritano. Este samaritano siente compasión por el hombre que cayó en manos de bandidos y yace medio muerto a la orilla del camino. El sacerdote y el levita pasan de largo. Solo giran en torno al cumplimiento de los mandamientos, sin compasión para con el prójimo. El samaritano, en cambio, que sigue su compasión por el hombre herido, se preocupa también por sí mismo. Conoce sus límites. Hace lo que puede. Pero entonces confía también el herido al cuidado del posadero en el albergue, al que ha llevado al pobre hombre. Establece, pues, un buen equilibrio entre la compasión por el prójimo y la apropiada sensibilidad a sí mismo. Si me abandono a mí mismo, no voy a poder ya ayudar al otro.

También para nosotros es válida la pregunta «¿hasta dónde puedo ayudar realmente al 210

otro?». Si prescindo de mí mismo, tampoco voy a poder ayudar ya al otro. Para poderle ayudar, necesito la compasión que me impulsa fuera de mí hacia el otro. Pero necesito también el amor a mí mismo. Debo tratarme bien a mí mismo. Si salto mis propios límites, la compasión se va a convertir rápidamente en agresión al otro. Porque el alma se rebela contra todo exceso. Ya los antiguos monjes dijeron: «Todo exceso es de los demonios». Esto vale también para el exceso de compasión. El amor no tiene fronteras. Sin embargo, solo puede traspasar los límites cuando brota de una fuente bien tranquila.

Cuanto con más sensibilidad procedamos con nuestros propios males, tanto más sensibles seremos para con el dolor de los demás. (Ram Dass)

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6.9. De la conversación

Cada día decimos muchas palabras. No siempre ponemos el corazón en ellas. Con frecuencia, simplemente hablamos por hablar: no nos fijamos en absoluto en cómo nuestras palabras lastiman a otros o provocan un clima negativo. Por eso es bueno detenerse siempre y preguntarse: ¿qué hago yo propiamente cuando hablo? ¿Se trata, para mí, de una comunión con otro, que se caracteriza por oír, callar y hablar? Porque si pretendiéramos reducir el lenguaje a pura comunicación de información, erraríamos de medio a medio su misterio. En ese caso, el lenguaje se podría sustituir por el ordenador. En alemán distinguimos entre reden y sprechen. Reden significa «motivar», «razonar», «dar cuenta de…». Sin embargo, cuando nos limitamos al reden, lo que hay es charla [Gerede]. Una conversación [Gespräch] solo tiene lugar cuando hablamos [sprechen], cuando la palabra brota del corazón. Porque sprechen tiene relación con bersten [reventar, estallar]. El objetivo del lenguaje [Sprache] es la conversación [Gespräch]. Y una conversación auténticamente humana solo surge cuando hablamos con el corazón. Una buena conversación transmite la experiencia de sentirse uno entendido. Nos entendemos. Una palabra provoca la otra. Vamos cada vez más al fondo; hacemos resonar facetas de nuestra alma que, de no ser así, apenas si tienen posibilidad de mostrarse al exterior. Hablamos uno con otro sin tener en cuenta el tiempo. La conversación, simplemente, se produce. Y esto nos hace felices. Cuando nos separamos, sentimos «¡Qué bonito!; ¡nos ha satisfecho!». Hölderlin, en un esbozo del poema «Fiesta de la paz», ha descrito maravillosamente cómo se logra la comunicación lingüística: «Mucho ha experimentado el hombre. A muchos celestiales ha nombrado desde que somos conversación y podemos oír unos de otros». Según esto, no solo mantenemos una conversación [Gespräch]: es que somos una conversación. El prefijo Ge- expresa y significa comunión: de la con-versación surge com-unión. Por otra parte, como hemos dicho, el vocablo Ge-spräch tiene su raíz en la palabra sprechen [hablar]. Y sprechen, a su vez, procede de bersten [reventar, estallar]. En la conversación, algo estalla dentro de mí y sale fuera. Revelo mi más íntima 212

intimidad. En el habla, mi voz [Stimme] «ex-presa» mi talante [Stimmung]. No hablo de algo, sino que me «ex-preso», me «re-velo» a mí mismo. Se pueden oír mis sentimientos. Mi talante, mi íntimo estado de ánimo, se comunica a otros. La conversación, pues, es algo distinto de un intercambio de palabras: crea comunidad entre personas que hablan [Sprechenden] no entre personas que puramente intercambian vocablos [Redenden]. Ahora bien, ¿cómo surge una conversación de este estilo? ¿Cuáles son las condiciones para que se logre tal conversación? Hölderlin nos lo dice. Y dice también qué aspecto tiene una conversación lograda. La primera condición es que las personas que hablan hablen desde la propia experiencia. No repiten lo que otros han dicho, sino que expresan lo que en lo más íntimo han percibido, experimentado, barruntado. La segunda condición es que la conversación esté abierta a lo trascendente. Una buena conversación abre también siempre el cielo sobre nosotros. Tocamos algo que nos supera. Entonces no solo nace comunión entre los que conversan, sino también con Aquel que en todo hablar está siempre implicado: Dios. En la «conversación» participamos unos de otros, de nuestra historia, de nuestro origen, de nuestras raíces. Y así surge algo nuevo.

Dos imágenes describen la conversación lograda. Primera imagen: No solo mantenemos una conversación: somos una conversación. El objetivo de ambos interlocutores no está circunscrito a hablar bien el uno con el otro, a argumentar adecuadamente, a escucharse bien, sino que ambos son una conversación. No están sometidos a la presión de tener que hacer una prestación, de desarrollar una buena conversación. Ambos son solo, simplemente, auténticos. Están en sí y, al mismo tiempo, en el otro. Hablan sin la presión de tener que causar impresión con las palabras. Segunda imagen: Los conversadores no solo se escuchan el uno al otro. No son solo buenos oyentes. Más bien, oyen el uno del otro. Oír el uno del otro significa, para mí, que tomo para mí algo del otro. Oír el uno del otro quiere decir participar del origen de esa persona concreta, de su historia, de sus vivencias, de su talante, de su corazón. Cuando oigo del otro, alcanzo el punto de partida del que él parte, el fondo de sus raíces, de las que él vive. En la conversación participamos el uno del otro, de nuestra historia, de nuestro origen, de nuestras raíces. Y así, en la conversación nace algo nuevo. A través de ese intercambio, surge comunión, participación: un compartir mutuamente. Algo importante queda todavía. La conversación precisa también del momento adecuado. Y necesita ocio y tiempo; necesita un marco protegido, necesita apertura de corazón, la disposición no solo a escucharse mutuamente, sino a oír el uno del otro, para 213

poder tener parte el uno en el otro.

Escucha perfecta significa oír el canto del universo. Lo que cuentan las personas individuales son fragmentos de melodías de la gran armonía cósmica. (Henryk Skolimowski)

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6.10. Del mundo y de la patria

Nuestro mundo se ha hecho más grande y más abierto y, al mismo tiempo, más pequeño y más abarcable. Cuando hablo con gente joven, muchas veces me admiro de las vueltas que ya han dado por el mundo. Han estudiado un año en EE. UU. o en Colombia, en España o en Noruega. Por motivos de profesión viajan a China y pasan las vacaciones en Nepal o en Vietnam. En los últimos veinte años, también yo he estado con frecuencia en el ancho mundo para pronunciar conferencias. De ese modo, he vivido la fascinación de la distancia y del encuentro con otras culturas. Pero todavía sigue tirándome siempre el hogar. Necesito un lugar en el que me sienta en casa, en el que esté anclado. Salir fuera y volver a casa: ambas cosas tienen su tiempo. El hogar, como lugar, se vincula a recuerdos de experiencias intensas que han dejado grabada su impronta, está ligado a espacios y costumbres familiares, al recuerdo del calor, cariño y mimo humanos, al sentimiento de pertenencia a un grupo de personas que han sido importantes para mi vida. En mi juventud, la casa de mis padres en Lochham, cerca de Múnich, era mi hogar. Y todavía en los primeros años en el monasterio sentía nostalgia de ese hogar en la familia. Sin embargo, ahora el monasterio de Münsterschwarzach se ha convertido en mi hogar. Cuando recorro la Bachallee, recuerdo las muchas vivencias y encuentros que he tenido aquí en los últimos cincuenta y cinco años. Se percibe de la manera más viva qué significa hogar cuando uno lo pierde o tiene que abandonarlo. La llegada masiva de apátridas, expulsados de su hogar por guerras o situaciones de emergencia y que llegaron a nosotros como fugitivos, ha hecho a muchos volver a tomar conciencia de su propia historia. Ya después de la Segunda Guerra Mundial, los expulsados del este demostraron de nuevo a los alemanes lo importante que para ellos es la patria. Y nos han emplazado ante el problema de qué significa para nosotros la patria. La lengua alemana relaciona entre sí Heim [hogar], Heimat [patria] y Geheimnis [misterio, secreto]. Daheim sein [estar en casa] solo es posible allí donde está el misterio, donde nos afecta algo que es más grande que nosotros mismos. Ese algo pueden ser las vivencias con los padres y los abuelos, con las personas que están abiertas a Dios. Ernst Bloch definió patria de la siguiente manera: patria es aquello «que ha brillado ante los ojos de todos en la infancia, pero donde nadie ha estado todavía». La patria es, por tanto, no solo un ámbito circunscrito de paz, sino también promesa de una última seguridad y pertenencia. Es, en último término, un lugar de amor incondicional.

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La patria propiamente dicha está dentro de mí mismo.

Siempre puedo tomar conciencia de lo que es nuestra patria de otra manera nueva. Puedo, por ejemplo, contemplar conscientemente las obras de arte que hay en mi país: ¿qué filosofía de vida descubro en ellas, qué sentimiento vital se expresa en ellas? O puedo preguntarme: ¿cómo se piensa y se siente en mi patria?; de lo que la gente vive en mi patria, ¿qué es lo vinculante?; ¿cuáles son sus fuentes? Mi patria ha dado poetas, artistas, eminentes hombres y mujeres: ¿en qué medida participo de su pensar y sentir?; ¿hasta qué punto mi vida está también enraizada en sus vivencias? Reflexionar sobre esto puede profundizar y ensanchar la relación con la patria. Patria significa seguridad, estar unidos, protección connatural. Pero la patria puede también convertirse en estrechez, angostura. Por eso también muchos rompen amarras, se convierten en pájaros que abandonan el nido para experimentar lo nuevo y ensanchar su horizonte. Por eso es precisa la tensión entre patria y mundo, entre el estar enraizado, por un lado, y la percepción del extraño, la apertura a lo desconocido y las otras múltiples posibilidades ligadas a ello, por otro. Y la amplitud del mundo necesita la seguridad y protección de la patria. Cuantos más años vivo, con mayor claridad veo que la auténtica patria está dentro de mí mismo. Allí donde, dentro de mí, habita el misterio, allí puedo anclarme; allí también, dentro de mí mismo, me encuentro en casa. Y si dentro de mí me encuentro en casa, en todas partes puedo experimentar algo de patria.

¿Patria? Es la búsqueda de la intemporalidad en un determinado lugar. (Edgar Reitz)

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6.11. De la maravilla del agradecimiento

Una violonchelista que, como intérprete, ya ha disfrutado de éxitos internacionales, me contaba una vez que, cuando era una joven solista, sentía siempre pánico antes de su salida al público, porque no se sentía lo bastante buena. No solo insuficientemente preparada, sino entera y absolutamente incapaz. Estaba llena de miedo al fracaso. Era como una especie de demonio que amenazaba con subyugarla. ¿Qué la ayudó entonces? Antes de todo concierto, se sentaba y en una hoja de papel escribía los nombres de aquellos que la habían ayudado en su carrera de joven intérprete, los que le habían dado buenos consejos y a los que ella estaba agradecida: su madre, los profesores, amigos, oyentes. Esto la ayudó. No soy agradecido porque sea feliz. Más bien soy feliz porque soy agradecido.

Debemos nuestra vida a nuestros padres. Debemos nuestra fe a aquellos que nos iniciaron en la fe. Debemos nuestras aptitudes y capacidades a personas que las han sacado a la luz en nosotros y a los que tuvieron fe en nosotros. Ser conscientes de esto no nos empequeñece. Al contrario, podemos percibir agradecidamente todo lo bueno que hay en nosotros. Pero si sabemos que todo en nosotros es don, no nos ensoberbecemos y tampoco nos mostramos orgullosos de nuestras cualidades. Antes bien, nos sentimos responsables de ese don que hemos recibido. Y si tenemos éxito en nuestra vida, nos alegramos de ello, pero no nos elevamos por encima de los demás, sino que nos acordamos de todo lo que nos ha acontecido sin mérito nuestro, sin comerlo ni beberlo. El agradecido se da cuenta de lo que se le ha regalado. El desagradecido olvida lo que diariamente se le está regalando. Por eso Cicerón, el filósofo romano, calificó el desagradecimiento de olvido y, consiguientemente, de debilidad. El agradecimiento nos aporta energía interior para no olvidar lo que en mi vida ya se me ha regalado y lo que continuamente, a diario, se me regala a través de personas con las que me cruzo, pero también a través de los dones de la creación. El agradecimiento no retiene el pasado. Tampoco huye del presente. Más bien atrae el pasado al ahora para experimentar el ahora de manera distinta. Tal agradecimiento no es, por tanto, algo solo para buenos tiempos. El agradecimiento es una actitud que trasciende cualquier situación concreta, más aún, 217

incluso nuestra vida personal, a la que, sin embargo, afecta profundamente y da consistencia. David Steindl-Rast dice: «No soy agradecido porque sea feliz. Más bien soy feliz porque soy agradecido». La felicidad es una gran fuente de energía. Podemos hacer algo por nuestra felicidad ejercitándonos en el agradecimiento. Las ocasiones para ello son incontables. Cuando estamos agradecidos por nuestra vida, cuando lo afirmamos, en esa afirmación participamos de la energía de la que vivimos. En esa actitud podemos adiestrarnos a diario. Muchos, cada mañana, agradecen poder levantarse sanos. Esto parece una nimiedad. Sin embargo, esa corta pausa interior transforma el comienzo del día. Las actividades que hoy me esperan no me determinan. Me alegro por este día y lo voy a vivir de manera diferente si lo acojo como oportunidad y como don que Dios me otorga hoy. También la tarde es una buena ocasión para hacer que el día concluya en agradecimiento. Doy gracias a Dios por todo lo que Él ha puesto hoy en mis manos: encuentros que me han levantado la moral, palabras que han caldeado mi corazón, miradas que han aportado luz a mi oscuridad. Y doy gracias por lo que hoy he tomado a mi cargo, lo que me ha salido bien, donde ha surgido algo nuevo. Doy gracias porque hoy he sido instrumento de bendición, porque con todo cariño he tocado el corazón de otras personas. Si cierro el día en una actitud así, me siento interiormente en paz. Dejo de criticar mi día. El agradecimiento cambia mi visión y, de ese modo, puedo devolver agradecidamente a las manos amorosas de Dios lo que hoy he experimentado, y yo mismo puedo sentir que descanso y estoy protegido en esas manos bondadosas. «El ser humano tiene que dar gracias a Dios por lo malo que le acontece, al igual que por lo bueno». Así sentencia el Talmud babilónico. Y en una oración persa se dice: «Dios, te doy gracias por lo que me has dado y por lo que no me has dado». Cuán frecuentemente solo reconocemos lo valioso de nuestra vida cuando está amenazada por una enfermedad. Hay relatos de enfermos de cáncer que solo entonces despiertan a la vida, que solo después del diagnóstico comienzan a vivir intensamente, que solo aprenden a disfrutar el color y el olor de la vida en lo sombrío de la enfermedad. No hagamos esperar tanto a la vida. La vida es ahora. El agradecimiento transforma mi visión y transforma también mi entorno.

Incluso en medio de la aflicción de un duelo es posible el agradecimiento, y en medio del caos de sentimientos que se manifiestan en mi corazón: dolor, cólera, desaliento, desesperanza, hasta sentimientos de culpa. Pero muchas veces, en ese caos de sentimientos, emerge también un sí es no es de agradecimiento: por ejemplo, por el privilegio de haber podido vivir junto a una persona querida un tiempo precioso. También en medio de la tristeza y de la aflicción existe, por tanto, ese otro sentimiento que me aporta un apoyo y, a pesar de toda la oscuridad, me llena de alegría. De este modo, el agradecimiento, en medio de la pena, se me convierte en un lugar al que puedo 218

retirarme para en él encontrar interiormente paz. El agradecimiento sabe que incluso lo malo puede contener su parte buena. Solo hace falta estar dispuesto a verlo. Cuando contemplo mi vida con agradecimiento, aun lo oscuro se ilumina y lo amargo adquiere un sabor agradable. Tal actitud es una medicina contra ideas y sentimientos destructivos y depresivos; me protege contra el desaliento y la amargura. Proyecta luz también sobre lo que no fue bueno en mi vida e impide que se propague demasiado en los recuerdos. Para quien mira con actitud de agradecimiento a toda su vida vivida hasta el presente, todo se puede convertir en una fuente de alegría y de paz; ese bebe nueva energía para sí y se convierte en fuente de bendición para otros. El agradecimiento transforma mi sentimiento, pero no solo mi sentimiento: transforma también el entorno que me rodea. Contemplo el mundo con ojos nuevos. De este modo, todo lo que hay a mi alrededor se vuelve don que Dios pone diariamente en mis manos. Cuando miro agradecido a las personas que me encuentro, percibo frecuentemente un milagro de agradecimiento. El agradecimiento es también una manera de acoger incondicionalmente al otro. Y precisamente esa acogida incondicional le transforma a él.

Cada ser humano, en su nacimiento, recibe el mundo por regalo. Pero la mayoría de nosotros ni ha tocado siquiera la cinta del regalo, mucho menos ha mirado dentro. (Leo Buscaglia)

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Final

Estar presente. Vivir sencillamente

Hemos contemplado nuestra vida con los quehaceres cotidianos, con las cosas con las que nos encontramos, con las actividades habituales que componen nuestro vivir, con las distintas vicisitudes del tiempo que pesan sobre la existencia, con las actitudes que nos gratifican, con las relaciones con que configuramos nuestra vida en comunidad con otros. Y hemos mirado la naturaleza con ojos despiertos. ¿Qué hemos sacado en limpio? Pues que en todo lo que hacemos y contemplamos, nos topamos no solo con las cosas exteriores. Todas las cosas y actividades son, más bien, porosas al misterio de todo ser. Transparentan, en último término, el fundamento, la fuerza que todo lo impregna, el espíritu que actúa en todo, la energía que fluye a través del todo, el amor que todo lo dinamiza: Dios está dentro y fuera de mí. Lo encontramos no solo cuando concentramos nuestra atención en el fondo de nuestro espíritu y cuando nos retiramos del mundo. Le encontramos también en medio del mundo. Pero se necesitan ojos abiertos y corazón abierto, se precisa atención, estar despierto y hacerse presente para percibir, detrás y dentro de las cosas, la llenumbre del ser, para reconocer en todo un camino hacia Él y en todo ver un lugar donde poder toparnos con su presencia. Simplemente, ser/estar presente: esta es la característica más profunda de este singular arte de la vida espiritual. Y se precisa la actitud del asombro [Staunen] para descubrir en todo el misterio oculto. Asombrarse es el arte de ver el mundo como milagro, como maravilla. El verbo griego thaumázō, «admirarse, admirar», se puede traducir también por «asombrarse» o «asombro». Para el filósofo griego Platón, la «admiración», la «sorpresa», es el principio de todo filosofar. Quien percibe el mundo con asombro no se queda anclado en lo superficial. Siente el reto de mirar el trasfondo de las cosas. La admiración, el asombro, 220

desafía a la razón a plantarse ante las cosas mismas y considerarlas con más precisión. El verbo alemán staunen [asombrarse] procede de stauen [estancar, represar, embalsar]: represo el río de los pensamientos y me quedo extático, en actitud contemplativa, ante el milagro de lo que estoy percibiendo. Los neoplatónicos van más allá. El asombro fuerza a la razón a subir cada vez más alto, por encima de las cosas, hasta reconocer, en todo, lo maravilloso. La persona religiosa se asombra ante lo maravilloso de Dios, a quien puede percibir en todo: en la belleza de las flores, en una buena conversación, en el encuentro con lo que nos llega al fondo del alma. El asombro me abre al misterio de la trascendencia, un misterio cuyo fulgor resplandece en todo lo que miro con atención. A este asombro va unido también siempre el respeto reverencial y el agradecimiento. Me quedo parado reverencialmente ante lo que me admira. Y me siento agradecido por el misterio que en ese momento se me revela y abre mi corazón a algo que es más grande que yo mismo. Los pensamientos de este libro pretenden invitar al lector y a la lectora a volver a aprender tal asombro. Quien es capaz de asombrarse, se hace también presente de una manera enteramente nueva. Porque se toma tiempo, se detiene y se queda quieto. Está enteramente sumergido en ese momento único en el que contempla la maravilla. Muchas personas «pasan» de su presente: se lamentan de que no tienen tiempo. Se sienten acosadas. Y tienen la sensación de que el tiempo pasa delante de ellas cada vez más de prisa. Nosotros no podemos, efectivamente, detener el tiempo. El presente se va hundiendo inexorablemente en el ser-pasado, en el no-ser-nada. Esta experiencia del tiempo, que inmediatamente reduce cada instante a la nada, lleva a que el ser humano suspire por un contrapeso, por algo que detenga esa fugacidad, por algo que dure y que no pase. «Todo placer quiere eternidad, quiere profunda, profunda eternidad», dice Nietzsche en un poema de Así habló Zaratustra. Para san Agustín, de lo que se trata es de vivir el instante de tal manera que tiempo y eternidad coincidan. El instante presente está en el tiempo. Pero simultáneamente trasciende el tiempo. La eternidad no es tiempo prolongado sino plenitud de tiempo. Con frecuencia experimentamos en el tiempo tales instantes en los que no se percibe el tiempo. Entonces, todo es presente, todo es instante: tiempo y eternidad coinciden. Según una definición del filósofo cristiano Boecio, eternidad es interminabilis vitae tota simul et perfecta possesio, «la posesión total, simultánea y perfecta, de una vida interminable». No es, pues, duración prolongada sino posesión de la plenitud del ser. Todo lo que es, está presente en ese instante. En ese momento cesa el pensar en tiempo y en espacio. En ese momento tocamos el ser sin más. Y el ser está más allá de todo tiempo. Es el puro «ser» [esse]: el «ser», precisamente en contraposición al «ente» [ens]. La interpretación cristiana de la definición filosófica de eternidad, dada por Boecio, medita sobre el Dios eterno que irrumpe en nuestro tiempo. En este libro hemos percibido una y otra vez que a menudo logramos experimentar esa presencia del ser, por ejemplo, cuando meditamos en retiro silencioso o también cuando solo estamos sentados en paz en un banco a la orilla del mar. En ese momento, simplemente estamos-ahí. Somos puro ser. Estamos libres de tener que justificarnos, de 221

tener que demostrar algo, de tener que acreditarnos en algo. Simplemente, estamos-ahí, tal como lo expresó Angelus Silesius: «La rosa es sin un “por qué”. Ella florece porque florece. No presta atención a sí misma; no pregunta si alguien la ve». En ese puro ser experimentamos libertad interior y, al tiempo, puro presente. No pensamos en el pasado ni en el futuro. Estamos entera y totalmente en ese instante único. En ese puro ser participamos de Dios, que efectivamente es la quintaesencia del esse, del «ser». Y nos experimentamos también como personas de una manera completamente nueva. Ya no nos definimos partiendo de las prestaciones que hemos realizado o de lo que otros piensan de nosotros. En ese momento somos, sin más, simplemente. Y vivimos, sin más, simplemente: en sintonía con nosotros mismos. Somos y estamos libres de toda determinación de fuera: vivimos simplemente. El tiempo está parado. Todas las cavilaciones se silencian: ahí hay pura quietud, puro ser. Entonces renunciamos a todas las variedades y nos concentramos en lo único esencial. Todo entonces se hace transparente de cara al misterio que siempre nos rodea. Entonces estamos «en connivencia con lo maravilloso» (Peter Schellenbaum). Y entonces también somos uno con nuestra más intrínseca esencia. Esto es lo que me interesaba en este libro: mostrar cómo un estilo de vida espiritual abre las actividades y las cosas y las experiencias cotidianas de nuestra vida a lo maravilloso, a Dios, al fundamento de todo ser y a su amor que en todo nos sale al encuentro. El ocio, la atención y la quietud son las características de este arte de vivir. Arte de vida espiritual es, en último término, el modo de hacer transparente, ante este fundamento profundo, todo aquello con lo que nos topamos en la vida. Todo lo que hacemos se convierte entonces en un hacer desde la actitud atenta de apertura a lo maravilloso.

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Bibliografía citada

BERENDT, Joachim-Ernst, Das Dritte Ohr: Vom Hörender Welt, Rowohlt, Reinbek 1985. DÜRCKHEIM, Karlfried Graf, Der Alltag als Übung. Vom Weg zur Verwandlung, Huber Bern, 201211 [trad. esp.: La vida cotidiana como ejercicio de superación moral, Iberia, Barcelona 1965]. EVAGRIO PóNTICO, Praktikos: Über das Gebet, Vier Türme, Münsterschwarzach 1986 [trad. esp.: Tratado práctico, en Obras espirituales, Ciudad Nueva, Madrid 2013]. GRONEMEYER, Marianne, Das Leben als letzte Gelegenheit: Sicherheitsbedürfnisse und Zeitknappheit, WBG, Darmstadt 1993. GRüN, Anselm, Einfach leben: Ein Brief von Anselm Grün, edición de Rudolf Walter, Herder, Freiburg i. Br. 2006-. LAUSTER, Jörg, Die Verzauberung der Welt: Eine Kulturgeschichte des Christentums, Beck, München 2014. NHAT HANH, Thich, Das Wunder der Achtsamkeit: Einführung in die Meditation, Theseus, Zürich/München 19977 [trad. esp.: Lograr el milagro de estar atento, Ediciones Librería Argentina, Madrid 2005]. RICHÉ, Pierre, «Die Spiritualität des keltischen und germanischen Kulturkreises», en Bernard McGinn, John Meyendorff y Jean Leclercq, Geschichte der christlichen Spiritualität 1: Von den Anfängen bis zum 12. Jahrhundert, Echter, Würzburg 1993, 182-194. SCHELLENBAUM, Peter, Im Einverständnis mit dem Wunderbaren: Was unser Leben trägt, dtv, München 2000.

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Índice Portada Créditos Índice Introducción. El ocio, la atención y la quietud como caminos hacia un estilo de vida espiritual Primera Parte: Todo tiene su tiempo. Todo tiene su lugar 1.1. El comenzar tiene su tiempo y el terminar tiene su tiempo 1.2. La alegría tiene su tiempo. Y también la aflicción necesita su tiempo 1.3. Reír y llorar tienen su lugar en la vida 1.4. El trabajo y la actividad tienen su tiempo. Pero también el descanso y la contemplación 1.5. Lo cotidiano tiene su tiempo. Y también la celebración de fiestas 1.6. Compromiso y serenidad van de la mano 1.7. Estar sano es importante. Pero también la enfermedad es vida 1.8. Disfrutar tiene su lugar. Pero la privación también 1.9. Sentimientos negativos puede haberlos, pero no nos determinan 1.10. El éxito tiene su tiempo. Y fracasar también forma parte de la vida 1.11. Darse por satisfecho. Pero también fiarse siempre del anhelo 1.12. Es tiempo de comprometerse. Pero también está permitido estar cansado 1.13. Creer tiene su tiempo. Las dudas también tienen su razón de ser 1.14. Todo tiene su tiempo: celebrar la vida y aceptar la muerte

Segunda Parte: Todo tiene importancia: de lo cotidiano como ejercicio de atención 2.1. Una promesa: la llamada del despertador 2.2. Levantarse y no desperdiciar la vida 2.3. Refrescado para el día: lavarse y ducharse 2.4. Más que costumbre e higiene: lavarse los dientes 2.5. Vestirse como un acto consciente 2.6. Desayuno: con toda paz, cara al día 2.7. Lectura del periódico, por una vez, de manera distinta 2.8. Sereno camino del trabajo 2.9. Conducir el coche como campo de entrenamiento espiritual

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2.10. Penetrar en una estancia y prestar atención a las transiciones 2.11. Comenzar el trabajo. No atorarse en él 2.12. Centrarse en un asunto. Aplazarlo no tiene sentido 2.13. Hacer una pausa. Ganar tiempo para mí 2.14. Cómo hasta planchar se convierte en meditación 2.15. Cocinar con amor y con gusto 2.16. Convite, tiempo común para lo auténtico 2.17. Hornear, símbolo de la transformación interior 2.18. Vuelta al hogar, a mi mundo, el que conozco 2.19. Acostarse y despedir el día

Tercera Parte: De lo maravilloso en lo normal: lo que da sentido en la vida 3.1. Respirar al ritmo de la vida 3.2. Andar puede convertirse en un ejercicio 3.3. Estar en pie como actitud consciente 3.4. Estar sentado: no dejarse dominar 3.5. Comer y beber con atención y con gusto 3.6. Gustar: percibir lo bueno y disfrutar 3.7. Leer es vivir 3.8. Oír con el oído del corazón 3.9. Ver: mirar lo bello, ver en profundidad 3.10. Estar recostado: un alivio

Cuarta Parte: Del resplandor de las cosas: nueva mirada a lo cotidiano 4.1. Campanas: material de la tierra, sonido de Dios 4.2. Agua: renovación y fecundidad 4.3. Vino: don del cielo, gusto de la tierra 4.4. Pan: se trata de nuestra vida 4.5. Mesa: lugar de la comunidad, lugar de lo sagrado 4.6. Silla: experimentar la propia dignidad interior 4.7. Butaca: lograr relajación y paz 4.8. Armario: lugar para el orden 4.9. Libros: clave del misterio de la vida 4.10. Vela: un amor que ilumina el corazón 4.11. Cruz: síntesis de todos los contrarios 225

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4.12. Anillo: signo de protección y dignidad 4.13. Colgantes: expresión de una esperanza 4.14. Reloj: del instante correcto 4.15. Puerta: unión y delimitación 4.16. Cerradura y llave: el camino conduce al campo abierto

Quinta Parte: Del hechizo de la naturaleza: integrado en algo más grande 5.1. Paisajes del alma, lugares de fuerza 5.2. Descubrir oasis de paz 5.3. Saludable misterio del bosque 5.4. El árbol: una imagen de nosotros mismos 5.5. Excursionismo: experimentar la libertad interior 5.6. Movimiento que libera 5.7. En los montes se ensancha el corazón 5.8. Alpinismo: la meta siempre a la vista 5.9. Flores: belleza que pugna por florecer en nosotros 5.10. Los pájaros son imagen de nuestra alma 5.11. En la niebla: envueltos en su cercanía 5.12. Caminando por la nieve 5.13. Anchura e infinitud: a la orilla del mar 5.14. Sol, luna y estrellas: profundo y reverente asombro

Sexta Parte: De la riqueza de la relación: en comunión con otros 6.1. De nuestras raíces 6.2. De la soledad y la comunidad 6.3. De extraños y conocidos 6.4. Del prójimo y del lejano 6.5. Del amor 6.6. De la amistad 6.7. De la autorrealización y la entrega 6.8. De la simpatía y el amor propio 6.9. De la conversación 6.10. Del mundo y de la patria 6.11. De la maravilla del agradecimiento

Final. Estar presente. Vivir sencillamente Bibliografía citada 226

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