Concilium 025 Mayo 1967

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CONCILIUM Revista internacional de Teología MORA!, Mayo 1967

Blan\ Lobo Benenson Schrey Kutz, Hamelin Ouwerí^er\ Chen

CONCILIUM CONCILIUM Revista internacional de Teología

Revista internacional de Teología

hez números al año, dedicados cada uno de ellos na disciplina teológica. Dogma, Liturgia, Pastoral, imenismo, Moral, Cuestiones Fronterizas, Historia la Iglesia, Derecho Canónico, Espiritualidad y rada Escritura

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CONTENIDO DE ESTE NUMERO Blank Sobre el problema de las «normas ticas» en el Nuevo Testamento Lobo: Hacia una moral según el sentido de a historia ha condición y la renovación de a moral . . Benenson La ley natural y la ley estableida . . .... ¡nz-Horst Schrey Más allá del positivismo > el derecho natural . Kutz. Reflexiones sobre la virtud de la veacidad . . . . ... Hamelin Las técnicas de difusión al servi•io de las «buenas costumbres»

MORAL 187 202 228 240 255 262

LETIN

enraad van Ouwerkerk Secularidad y ética •ristiana . 274 CUMENTACION CONCILIUM

nos de los tiempos . . . . 313 Chen: La confesión de la fe en el Asia ictual 323 chael van Hulten. La actividad pastoral en 'l centro de Amsterdam 330 Traductores de este número Un grupo de profesores del Seminario Diocesano de Madrid Director de la edición española. P JOSÉ MUÑOZ SENDINO Editor en lengua española EDICIONES CRISTIANDAD

EDICIONES CRISTIANDAD MADRID 1967

COMITÉ DE DIRECCIÓN Directores de sección: Prof. Dr. E. Schillebeeckx, OP (Dogma) (Liturgia) Mgr. Dr. J. Wagner (Pastoral) Prof. Dr. K. Rahner, sj (Ecumenísmoj Prof. Dr. H. Küng (Moral) Prof. Dr. Bockle (Cuestiones Prof. Dr. J.-B. Mete fronterizas) Prof. Dr. R. Aubert (Historia de la Iglesia) (Derecho Mgr. Dr. N. Edelby Canónico) Prof. Dr. T. I. Jiménez Urresti (Derecho Canónico) (EspirituaProf. Dr. Chr. Duquoc, OP lidad) (Sagrada Prof. Dr. P. Benoit, OP Escritura) Prof. Dr. R. Murphy, o. CARM. (Sagrada Escritura)

CON CENSURA ECLESIÁSTICA Depósito legal: M. 1.399.—1965

Nimega Tréveris Münster Tubínga Bonn Münster

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Consejeros: Dr. L. Alting von Geusau Ludolf Baas Dr. M. Cardoso Peres, OP Marie-Dominique Chenu, OP Mgr. Dr. C. Colombo Prof. Dr. Y. Congar, OP Prof. Dr. G. Diékmaaa, OSB Prof. Dr. J. Mejía Roberto Tucci, sj

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Secretario general: Dr. M. C. Vanhengel

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Secretario adjunto: Jan Peters

Smakt-Venray

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Secretariado General: Arksteestraat 3-5, Nimega, Holanda

COMITÉ DE REDACCIÓN DE ESTE NUMERO

Director: Prof. Dr. F. Bockle

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Director adjunto: Dr. C. van Ouwerkerk, CSSR

Witten

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Miembros: Dr. R. Callewaert, OP Dr. M. Cardoso Peres, OP Prof. Dr. R. Carpentier, sj Prof. Dr. H. Carrier, sj Prof. Dr. Ph. Delhaye Prof. Dr. J. Fuchs, sj Prof. Dr. G. Gilleman, sj Prof. Dr. A. Hamelin, OPM Prof. Dr. B. Haring, CSSR Prof. Dr. J. L. Janssens Prof. Dr. P. Labourdette, OP Prof. Dr. E. McDonagh Prof. Dr. D. O'Callagham Dr. B. Olivier, OP Prof. Dr. J. M. Setién Prof. Dr. Snoek, CSSR Prof. Dr. Solozábal Prof. Dr. L. Weber

PRESENTACIÓN «Vara poder realizar su misión incumbe siempre a la Iglesia la obligación de escudriñar los signos de los tiempos y de interpretarlos a la luz del evangelio.» Esta exigencia de la constitución «Gaudium et spes» se impone de forma singular en el campo de la teología moral. Uno de los más interesantes «signos de los tiempos» en orden a una ciencia ético-normativa lo constituye la gran importancia que se atribuye en amplios sectores a los conocimientos y tesis fundamentales de la sociología empírica y su afín la antropología cultural. La sociología, juntamente con las ciencias en general, domina el pensamiento de ambientes amplísimos. Además, para la teología moral es particularmente importante el enorme interés que se manifiesta por el problema de las normas. Los sistemas de normas vigentes en las diversas sociedades constituyen uno de los objetivos más importantes de la investigación éticosocial. Mientras una extremosa ética de situación ha colocado en el centro al individuo en su «unicidad irrepetible» y ha considerado el animoso estrellarse contra las normas sociales como una expresión singular de la libertad, la sociología cultural acentúa de nuevo vigorosamente la importancia de los sistemas normativos vigentes. Para ser socialmente viable, el hombre, en su inseguridad instintiva, necesita que una cultura configure sus instintos. Las normas constituyen el medio más importante de la cultura humana para la superación de la inseguridad instintiva. Pero la sociología cultural puede mostrar que esta meta de la seguridad puede ser alcanzada mediante distintos sistemas normativos. Son diversas, por ejemplo, las posibilidades de regular racionalmente el comportamiento sexual humano. Y aunque las normas no permiten fácilmente

Presentación

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ser cambiadas a capricho entre ámbitos culturales concretos, sin embargo los sistemas singulares normativos están sometidos a una auténtica evolución (teoría del cambio social). Por tanto, variabilidad histórica no significa sin más arbitrariedad caprichosa, así como, en general, vigencia y relativismo de las normas culturales se hallan en planos completamente distintos. ¡Validez absoluta no presupone universalidad! Estos resultados de la sociología empírica colocan a la ética teológica ante una serie de cuestiones de gran trascendencia. Dos de ellas van a ser tratadas en este fascículo. El teólogo debe preguntarse en primer lugar si el camino que señala el evangelio para la superación de la inseguridad humana, de su estar a merced de los demás, conduce primariamente a un sistema de normas de conducta. En su libro Die ethische Forderung' el teólogo evangélico danés K. E. Lostrup se plantea con detención este problema y responde negativamente. Reconoce ciertamente la importancia de unas normas sociales para la moralidad; pero tales normas no son la solución apropiada para la superación de la inseguridad humana. El camino verdadero lo ofrece el Nuevo Testamento en la obediencia a la exigencia ética fundamental, tal como se expresa en el doble precepto del amor a Dios y al prójimo. Las normas concretas, en cambio, son para Lostrup solamente como una solución de emergencia para el caso de que el hombre quisiera sustraerse a la exigencia ética fundamental. Estas deben señalar unos límites a la arbitrariedad y al poder; son, por así decirlo, ordenaciones de urgencia contra el pecado. Según esto, la ética cristiana exige algo más que la obediencia a las normas. Ante la importancia de esta tesis invitamos a un exégeta católico a que estudiase «el problema de las 'normas éticas" en el Nuevo Testamento». Junto a esta cuestión sobre la función de las normas se nos presenta como segundo problema la diversidad y variabilidad de los sistemas normativos vigentes. Frente a este hecho, ¿debe la teología moral insistir especialmente en la inmutabilidad de sus normas, o tiene también conciencia de la evolución histórica? El padre Lobo, un bene-

dictino español, expone en estimulantes reflexiones cómo precisamente el pensar en categorías de historia de la salvación exige de la teología moral un aspecto dinámico. Con esto es tratado también de forma indirecta el tema del derecho natural. Al él se dedican dos aportaciones. El jurista P. Benenson, un laico católico inglés, investiga la relación fundamental existente entre el derecho natural y el derecho positivo. Este autor muestra que la apelación al derecho natural no debe significar en modo alguno un inmovilismo histórico. El teólogo evangélico H. H. Schrey se plantea también la cuestión del derecho en la ordenación del derecho positivo y da una visión de conjunto, un resumen bien documentado sobre las investigaciones referentes a los fundamentos teológicos del derecho en la ética de la Reforma en el momento actual. Después que ha sido expuesto por tres autores, desde aspectos distintos, el problema de la relatividad histórica y de la mutabilidad de las normas éticas, es insoslayable la pregunta de hasta qué punto pueden ser fijadas para siempre normas sustanciales mediante decisiones magisteriales de la Iglesia. La Iglesia, ciertamente, reclama para sí el pleno poder de interpretar auténticamente el derecho natural. ¿Qué significa esto? ¿Es irrevocable esta interpretación? ¿Es infalible? ¿O sencillamente obliga en conciencia porque procede de la autoridad competente? Todo esto se puede hallar en los manuales; las más de las veces de una forma global e indiferenciada. Por eso pedimos a una serie de teólogos competentes que escribiesen sobre el tema «¿Qué significa interpretar auténticamente?». Ninguno quería tomar posiciones públicamente en una cuestión tan espinosa, y el artículo que por fin nos prometieron no llegó en él momento último. Por eso este fascículo se ve privado de una pieza importante. Mas como parece que en los últimos tiempos se ha ido abriendo camino dentro de la Iglesia una discusión prometedora, vamos a intentar hacer al menos una indicación sobre ella. Fundamentalmente hay que afirmar que ningún teólogo católico pone en duda que la garantía de infalibilidad del magisterio eclesiástico afecta también a las verdades morales reveladas. Existe, por él contrario, discrepancia sobre si, y hasta qué punto, la infalibilidad afecta

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K. Lostrup, Die ethische Forderung, Tubinga, 1959.

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al conocimiento de las cuestiones puras del derecho natural. El padre J. David, S. ]., opina2 que la Iglesia puede enseñar con certeza dogmática que se da un derecho natural; que ella puede también examinar si una enseñanza concreta del derecho natural es o no compatible con la revelación; pero que cuando hace afirmaciones ulteriores sobre el contenido de este derecho natural no puede tener la pretensión de la infalibilidad. Con esto, el padre David quiere decir sin duda que la asistencia eficaz del Espíritu Santo no se concede a la Iglesia para la elaboración de conocimientos de derecho natural e ideas filosóficas en cuanto tales. G. Ermecke no se conforma con esto 3; cree que una inteligencia recta del derecho natural exige algo más. Por derecho natural entiende él tanto lo socialmente presupuesto como lo propuesto a la responsabilidad. Con ello se refiere a aquellas premisas sin las cuales «el hombre no puede ser ni permanecer tal en medio de la colectividad humana». Esta descripción del derecho natural nos parece absolutamente exacta. Por derecho natural se entiende preferentemente el contenido inalienable de toda ordenación concreta del derecho y la moralidad. Este contenido, por una parte, únicamente es visible y palpable en una ordenación concreta y positiva del derecho y la moralidad. Así como el alma y el espíritu del hombre existen únicamente en la corporeidad, así también este contenido del derecho —en cierto modo alma del derecho concreto— existe únicamente bajo el «ropaje» de la ordenación concreta. El derecho realmente existente tiene que ser por necesidad positivo. Por otra parte, una ordenación positiva evidentemente no tendría cualificación alguna jurídica sin un mínimo de la esencia del derecho. La esencia del derecho viene dada en el valor y dignidad de la persona humana; es decir,

la manera de entenderse el hombre a sí mismo constituye el presupuesto que designamos con la expresión «derecho natural». «El derecho natural no existe en ningún sitio; sus exigencias únicamente pueden ser deducidas de la realización concreta del hombre como persona y sólo pueden ser medidas y juzgadas mediante la comparación de las formas que nos ofrece la historia» *. Ahora bien: como la teología católica está convencida de que al hombre ha sido revelado en Cristo algo decisivo sobre su esencia humana, la Iglesia debe interesarse también por la verdadera imagen del hombre en el mundo. Ella puede hacer una importante aportación al modo acertado de entenderse a sí mismo el hombre. Pero esta aportación no desliga de su vinculación histórica el modo de entender el hombre la existencia. La historia occidental no puede concebirse sin la influencia del evangelio. Los derechos humanos declarados hoy son asimismo fruto de esta influencia. Supuesto, pues, que la manera de entenderse a sí mismo él hombre constituye la raíz de la idea de derecho natural y que la Iglesia tiene algo decisivo que decir sobre esa imagen del hombre, a ella le corresponde una competencia de magisterio radical con respecto al derecho natural. En este sentido, el derecho natural en su conjunto es objeto de su magisterio. Pero no podemos olvidar que la competencia de la Iglesia con respecto a este asunto (el modo de entender el hombre la existencia) estriba esencialmente en el testimonio de la revelación y en las consecuencias que de ella se deducen. No en la investigación racional (filosófica, psicológica, sociológica y biológica) del hombre y de sus estructuras. Esto no excluye evidentemente que la Iglesia incorpore a su enseñanza y predicación tales conocimientos humanos. Pero entonces son simplemente conocimientos limitados, falibles, humanos. Aquí hay que distinguir con claridad, como hace L. M. Weber, «entre la palabra de Dios tal como se presenta sobre todo en la Sagrada Escritura y en el testimonio vivo de la Iglesia, y los conocimientos, nor-

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J. David, Theolog. Brennpunkte, Bd. 6/7, Neue Aspekte der kirklichen Ehelehre, Verlag Gerhard Kaffke, Bergen-Enkheim, 1966, 87. La traducción francesa de este libro estaba anunciada para enero de 1967; las traducciones italiana y española se hallan en preparación. 3 G. Ermecke, Kirche und Naturrecht: «Theologie und Glaube», 1 (1967), 56-61.

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L. Weber, Die katholische Ehemoral, en Ehe und Familie im Aufbau der Pfarrgemeinde, Seelsorge-Verlag, Herder, Viena, 1965, 52.

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mas y obligaciones religiosas y morales tal como se muestran e imponen al hombre consciente en la meditación e interpretación de su ser personal y en la experiencia de las estructuras supraindividuales del cosmos con que se encuentra su libertad concreta»5. Conforme a una buena definición teológica, entendemos por infalibilidad del magisterio una asistencia eficaz del Espíritu Santo que preserva a la Iglesia de un error definitivo cuando reconoce y propone verdades reveladas inmutables. Pero esto no ocurre en la elaboración de conocimientos naturales en cuanto tales. Mediante la asistencia del Espíritu Santo son garantizados a la Iglesia no los conocimientos e ideas que sirven de premisas a la concretización de la doctrina moral, sino la fidelidad a la voluntad de Dios revelada. Así, pues, una interpretación auténtica, si no es otra cosa que la interpretación y aplicación directa de una verdad revelada, participará indirectamente en la «definibilidad» e infalibilidad de esa verdad. Pero en la medida en que se apoya en conocimientos naturales no le corresponde tal seguridad; como estos mismos conocimientos, también ella es histórica y mutable. La mayoría de los teólogos están convencidos, por ejemplo, de que a las prescripciones morales referentes a la regulación de los nacimientos no les corresponde una seguridad definitiva, pues se basan decisivamente en la interpretación filosófica de la sexualidad humana. Sin embargo, tales interpretaciones auténticas de la autoridad eclesiástica exigen el más alto respeto (obediencia religiosa), aunque no existe ninguna necesidad racional para adherirse a ellas. No nos está permitido operar con dos conceptos de infalibilidad, según juzguemos declaraciones de la historia superadas hace mucho, o defendamos postulados importantes de la actualidad. También aquí un sobrio realismo halla mejor la verdad. F.

5

Op. cit., p. 52.

BOCKLE

SOBRE EL PROBLEMA DE LAS «NORMAS EN EL NUEVO TESTAMENTO

ETICAS»

Este artículo pretende conectar la teología moral moderna con la moralidad del Nuevo Testamento. Si queremos encontrar una solución para los problemas implicados, será más útil señalar cuáles son los problemas que ofrecen hechos que pueden ser útiles más tarde. El punto de partida es el siguiente: es preciso mantener la constante tensión entre las exigencias de la Escritura y las del momento presente para que sea posible cualquier progreso en la discusión. Debemos encontrar una vía media entre el legalismo y esa capacidad de decisión espontánea de la libertad cristiana que, según San Pablo, fue legada a la Iglesia.

I.

LA CUESTIÓN DE LAS «NORMAS»

«En filosofía y teología hablamos de normas (del latín: norma — escuadra de carpintero) cuando nos referimos a principios, fenómenos, valores o situaciones considerados como decisivos o autoritativos con respecto a una actitud o relación» (J. T. Ramsey, art. Normen: «Reí. in Gesch. und Gegenw.», IV, col. 152.°). Esta definición es útil para una primera explicación; pero resulta curioso que no aparezca en jurisprudencia, aunque la idea probablemente adquirió por primera vez importancia en este campo (cf., por ejemplo, el uso del término normae generales en derecho canónico), y al adquirir la moralidad un aspecto cada vez más legalista y casuista, penetró en la teología moral. Tomás de Aquino parece no conocer todavía este uso del término en teología moral. Habla de

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regla (regula), ley (lex) e investiga las razones (ratio), las especies (species) y los fines (finis), y sobre todo la virtus, el hábito que de hecho y por naturaleza influye en las acciones humanas. Así, en la S. Th., I-II, q. 19, a. 19, c, leemos: «El que la razón humana sea la regla de la voluntad humana, por la que se mide su bondad, se debe a la ley eterna que es la mente de Dios.» Según este texto, la 'regula voluntatis', la regla que determina la decisión de la voluntad en las acciones del hombre, no es simplemente una norma, sino razón humana en cuanto tal, que a su vez encuentra sus modelos en la ratio divina, y esto en el sentido de que el hombre está hecho a imagen de Dios, como se ve por la cita del Sal 4,6, que sigue al argumento de santo Tomás. Es claro que en esta perspectiva el concepto de 'norma' es sólo un concepto derivado: para santo Tomás es un nombre (enuntiabile) más que la cosa real (res). Es un término que designa la mente del hombre como el modelo por el que ha de decidir, y en esto la mente humana se encuentra sometida y referida a la mente de Dios. A medida que esta concepción se hace oscura y pierde su valor práctico, el concepto de 'norma' se hace cada vez más autónomo y es considerado como una 'norma fija' en sentido formalista, vinculada con una mente humana autónoma o con una visión formal y jurídica de la 'autoridad divina'. Y así tenemos aquí ya in nuce el desarrollo de la idea de 'normas' como una simple expresión de poder externo, como un postulado formal de la mente en el sentido que Kant da al término y como algo que implica la arbitrariedad positivista y la falta de comprensión de una autoridad que existe simplemente para establecer la ley. De este modo, 'norma' evoca la idea de 'declaración' más que 'asimilación', y en los tiempos modernos ha sido integrada ya en muchas especies de positivismo. Esta es la razón de que, cuando nos acercamos a los grandes sistemas éticos del pasado (por ejemplo, Platón, Aristóteles, la Stoa y Tomás de Aquino) con esta idea de 'normas', los vemos en una perspectiva extraña, pues ni la arete griega ni la virtus latina corresponden a las 'normas' en el sentido moderno. Y tampoco los mandamientos bíblicos pueden ser considerados como 'normas'.

A esto se ha de añadir que no existe lo que pudiéramos llamar ética abstracta. Todo sistema ético que ayuda al hombre a entender su situación humana y lo guía en ella tiene un contexto histórico y sociológico, y ha de entenderse dentro de ese contexto. Ciertamente no es un simple reflejo de las relaciones históricas y sociales, pero es imposible entender sus principios y valores sin la subestructura social. 'Ethos', 'mores', moral son, como hace ver su etimología, en gran parte factores sociales, cada uno con una larga cadena de implicaciones sociológicas; y no es fácil decir en qué medida la existencia comunal ha determinado las principales ideas de lo que se ha de hacer, y viceversa. Aquí, como es natural, tiene lugar un cambio incesante de relación. Si queremos entender el carácter y las afirmaciones de un sistema ético, debemos considerar su origen histórico y sociológico, su estado antropológico (¿cuál era la 'imagen' del hombre en aquel tiempo?) y sus principios básicos. La ética es siempre el resultado de la interacción de todos estos factores. Dentro de esta perspectiva, la cuestión de las normas, considerada en sí misma, es pura abstracción.

II.

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LA IMPOSIBILIDAD DE APLICAR EL CONCEPTO MODERNO DE «NORMAS» A LA BIBLIA (ANTIGUO Y NUEVO TESTAMENTO)

Esto es ya claro en el Antiguo Testamento. Refiriéndose a la idea de 'justicia' (sedaqah) en el Antiguo Testamento, G. von Rad ha dicho: «Se ha solido interpretar el significado de 'justicia' como la acertada situación del hombre en relación con una norma absoluta, como algo legal, cuya norma reside en la idea absoluta de justicia. De esta manera sólo quedaba la cuestión de la norma misma según es presentada en el Antiguo Testamento. Pero, tras un examen cuidadoso del mismo, el Antiguo Testamento no daba una respuesta satisfactoria a esta cuestión. La razón de ello era que la cuestión estaba mal planteada, y así no aparecía nada en el Antiguo Testa-

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mentó que correspondiera a este concepto» \ De igual modo,, M. Noth, en su estudio sobre 'las leyes del Pentateuco, sus supuestos y significado'2, demostraba que las leyes del Antiguo Testamento sólo pueden ser entendidas en el contexto de todos los factores que contribuyeron a la creación de Israel como pueblo de la alianza con Yahvé. Las leyes tienen un significado particular como la expresión concreta del modo de vida implicado por la situación de todo el pueblo de Israel como pueblo ligado a Yahvé por la alianza. Al mismo tiempo pretendían aplicar esta alianza a su existencia concreta como una vida que se desarrollaba bajo la soberanía de Yahvé. En este sentido, el primer mandamiento ha de considerarse como un 'axioma teológico', en palabras de K. Barth 3 . Sin esta base teológica no es posible hablar de 'normas morales' en el Antiguo Testamento. Esto es evidente ya por el hecho de que todo el Pentateuco era considerado como la Torah de Yahvé, su ley y su guía. Como lo demuestra la interpretación fariseorabínica de la ley, el punto decisivo era que en estos mandamientos uno se enfrentaba con Dios y con las exigencias de Dios. Lo mismo puede decirse en principio del Nuevo Testamento. También aquí la cuestión de 'normas éticas' es irrelevante, si entendemos por ellas una serie de preceptos morales, aislados luego como principios morales de validez general, desconectados de su contexto de fe y estructurados luego en forma de un sistema ético peculiar del Nuevo Testamento con implicaciones humanas universales. R. Schnackenburg señala atinadamente que «la unidad de lo religioso y lo moral no puede romperse en ningún pasaje del Nuevo Testamento» \ Lo que

mejor hace ver esto es el hecho de que no hay ningún principio universal para un sistema ético del Nuevo Testamento,, Eticas basadas en el reino de Dios, en la imitación de Cristo, en el amor, en la escatología, en la comunidad, en el Espíritu (y la moderna reducción de ésta a una ética de 'convicción'), todos estos puntos de vista son tan variados como justificados, pero ninguno puede convertirse en absoluto, pues todos están interrelacionados y cada uno subraya un aspecto del ethos del Nuevo Testamento. Vienen a demostrar la complejidad de la ética del Nuevo Testamento y cuan distinta es esta situación del legalismo y la sistematización ética. En última instancia, la ética del Nuevo Testamento no puede ser sistematizada, y esto por sóÜdas razones. Meterla en la armadura de un sistema es hacerle violencia, y esto acabará siempre en una u otra forma de legalismo. No se puede sacrificar el carácter teológico al escatológico, ni el cristológico al eclesiológico. Desde el punto de vista del contenido, el amor tiene sin duda la primacía. Cuando Mateo 5 afirma (22,40): «De estos dos mandamientos penden toda ía ley y los profetas» (cf. Mt 22,34-40 y Me 12, 28-34), el mandamiento del amor es claramente considerado como una especie de 'principio' (como hace Pablo en Rom 13,9). Pero ¿qué entendemos por 'principio' cuando aplicamos este término al amor (ágape) ? No podemos entenderlo como una 'norma', a no ser, de forma paradójica, como Agustín cuando decía que la medida del amor es amar sin medida. Por tanto, si el reino de Dios, la imitación, la escatología, la cristología, la eclesiología, el Espíritu, la libertad y el amor forman el

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1

G. von Rad, Theologie des Alten Testaments, I, 1.a ed., Munich, 1958, p. 368. 2 M. Noth, Gesammelte Studien zum Alten Testament: «Theol. Bücherei», 6 (Munich, 1957), pp. 9-141. 3 K. Barth, Das erste Gebot ais theólogisches Axiom: «Theologische Fragen und Antworten» (Zollikon, 1957), pp. 127-143. 4 R. Schnackenburg, Die sittliche Botschaft des Neuen Testaments, V, 2.a ed., Munich, 1962.

5

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Cf. G. Barth, Das Gesetzesverstandnis des Evangelistes Mattháus. Überlieferung und Auslegung im Mattháus-Evangelium, Wiss.: «Monographien zum Alten und Neuen Testament», 1 (2.a edición, Neukirchen, 1961), p. 72; W. Trilling, Das wahre Israel: «Ges. Stud. z. A. u. N. Test.», 10 (Munich, 1964), p. 207: «Por este mismo hecho tenemos aquí una situación totalmente nueva, una interpretación de la ley radicalmente distinta. La 'ley', en cuanto poder establecido que exige obediencia, ha sido desahuciada desde dentro, porque el amor, por su misma naturaleza, nunca puede ser una 'ley' en el sentido en que la entendía el rabinismo.»

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fondo inextricable de la ética del Nuevo Testamento, es claro que, sin tomar en consideración todos estos aspectos, no se puede hablar de 'normas morales' en el Nuevo Testamento. El primer intento de hacer esto puede verse en las 'tablas de la ley' domésticas o locales (como las de Moisés) en Col 3, 18-4,1; Ef 5,22-6,9; 1 Tim 2,1-15; 6,ls; Tit 2,1-10; 1 Pe 2, 13-3,9 6 . Pero el modelo para estos sumarios está tomado de la propaganda helenístico-estoica y judía. «Su aparición en los primeros escritos cristianos demuestra que la cristiandad primitiva sintió la necesidad de ajustarse a las exigencias de la vida diaria. Esta necesidad no era obvia, pues la cristiandad, que se presentaba al mundo, especialmente al griego (1 Tes l,9s), como un mensaje escatológico, podía, si era necesario, prescindir de formulaciones básicas de este tipo con respecto a las unidades culturales de la familia o la nación, o incluso a la cultura en su conjunto» 7 . Por tanto, la creación de tales sumarios éticos sobre modelos existentes estuvo indicada cuando los cristianos quisieron definir su posición en el mundo de un modo positivo para el futuro. Aquí surgieron dos problemas: el de establecer una ética y el de adaptar el aspecto escatológico al presente. La comunidad cristiana tuvo que enfrentarse con este problema de un modo que desbordaba la comunidad y su tradición auténtica, dondequiera que la relación con la sociedad, en cuyo seno la Iglesia tenía que continuar, exigía clarificación. Por eso la ética cristiana no puede soslayar el tener que ajustarse a unas relaciones que se hallan en cambio constante. Ciertamente, esta ética cristiana posee actitudes y tendencias básicas definidas, pero en su conjunto éstas son tan abiertas y flexibles que pueden hacer frente a nuevas demandas y arriesgarse a nuevas expresiones. En conjunto, por tanto, hay que dar la razón a J. Leclercq: «Debemos subrayar más la esencia del cristianismo. Este ciertamente in6

Cf. Dibelius-Greeven, Handbuch zum Neuen Testamení 2. An die Kolosser, Epheser, An Philemon, 3.a ed., Tubinga, 1953. Exc: «Haustafeln», pp. 48ss. 7 Loe. cit., p. 48.

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cluye una moralidad definida... Pero el cristianismo no es una moralidad, sino una religión» 8. III.

LA CUESTIÓN DE LA

INTERPRETACIÓN

Para los moralistas de hoy, la principal dificultad de la moralidad del Nuevo Testamento reside en la cuestión de cómo interpretar y aplicar los textos del Nuevo Testamento que encierran un contenido moral. No es posible ignorar la dificultad de este problema. Por la índole de su materia, el moralista se enfrenta con problemas modernos y con las necesidades del hombre moderno. Primordialmente está, y debe estar, interesado en el presente y tiene que encontrar una respuesta. Espera, por tanto, cierta ayuda por parte de los exegetas. Pero cuando recurre a la exégesis del Nuevo Testamento o de la Biblia en su conjunto, con frecuencia se siente defraudado. El método histórico en exégesis ha puesto al descubierto las condiciones históricas de la Biblia y el carácter histórico de la revelación bíblica, y esto ha producido una tensión entre la visión teológico-canónica de la Biblia, corriente hasta un pasado nada remoto, y la nueva conciencia de ese carácter histórico. A esto hay que añadir las manipulaciones a que someten la Biblia la 'Formgeschichte', la historia de la tradición y el estudio del proceso redaccional; todo esto complica el contacto con el texto, aparentemente simple, de la Biblia, de manera que, a no ser que él mismo sea un exegeta, el teólogo se sentirá inseguro de lo que dirá el profesional. Por otra parte, en la tradición católica no existe una continuidad histórica de interpretación bíblica, semejante a la que existe en la tradición evangélica. Con esto me refiero a esa familiaridad natural con la Biblia que permite pensar en términos bíblicos con una facilidad adquirida en la práctica constante, incluso cuando se trata de teología moral o dogmática y no de exégesis en cuanto tal. Entre nosotros, el proceso se presenta de ordinario en 8

J. Leclercq, Essais de Morále Catholique, I. Le Retour a Jesús, Tournai-París, 1950, p. 25. 13

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orden inverso: nos cuesta trabajo no introducir en la Biblia ideas sistemáticas de origen extraño a ella, viejas o nuevas, que no armonizan con la Biblia. No se puede negar que entre la exégesis y la tradición de la teología moral existe esta ruptura; y es preciso reconocer con franqueza este hecho, si queremos resolver la dificultad. Todo esto nos produce la impresión de que la Biblia pertenece a un período históricamente extraño a nosotros; que utiliza ideas, imágenes y representaciones que ya no tienen significado para nosotros; que las cuestiones de que se ocupa ya no son las nuestras, y que no ofrece respuesta para las cuestiones que nos inquietan. Si ignoramos su carácter histórico y la tomamos como una autoridad independiente e inmediata, como la «palabra de Dios» directa, no ganamos nada, pues, aparte concepciones generales como el mandamiento del amor, muchas prescripciones se muestran extrañamente aisladas en medio de nuestra condición presente. Y así, de un modo u otro, ineludiblemente debemos enfrentarnos con la cuestión de la interpretación (y aquí la interpretación 'existencial' no es más que una, no la única respuesta). El exegeta que determina el contenido puramente histórico y teológico de las afirmaciones bíblicas y luego las presenta en forma sistemática, se equivoca, si espera que sus conclusiones pueden ser tomadas exactamente según están. Como un conglomerado histórico, la Biblia resulta extraña a la conciencia moderna y en realidad no es asimilada. A pesar de todos los esfuerzos de la exégesis contemporánea, éste sigue siendo el problema más duro, que está todavía lejos de ser resuelto. Por otra parte, sería también erróneo proyectar sin una crítica previa pensamientos modernos en el texto de la Biblia. En la teología moral, esta dificultad se siente de forma más aguda que en ningún otro campo, porque está interesada primordialmente en el presente. Si, a los ojos del exegeta, la teología moral dista mucho de estar puesta al día, esto se debe principalmente al problema, todavía no resuelto, de la comunicación.

IV. ¿DEBEMOS ADAPTAR U OPONER?

Podemos ilustrar la dificultad con dos ejemplos deliberadamente extremos y comenzar por preguntarnos: ¿qué es lo que puede hablar todavía al hombre en la sociedad actual? Ef 5,22-33 describe las relaciones entre el marido y la mujer: «Esposas, estad sometidas a vuestros maridos como al Señor.» El marido debe «amar a su mujer como a sí mismo, y la mujer debe respetar a su marido». Esto, se dice, refleja una situación patriarcal que nosotros hemos dejado atrás hace mucho y ya no corresponde al concepto moderno de igualdad de sexos o la visión moderna del matrimonio como unión de socios o compañeros. Si añadimos a esto las peculiares razones que Pablo aduce (1 Cor 11,2-16) para que las mujeres lleven velo —y que ni el mismo exegeta especializado entiende ya hoy— y examinamos la ordenación jerárquica: Dios es la cabeza de Cristo - Cristo la cabeza del hombre - el hombre la cabeza de la mujer (11,3), comprobamos que incluso con la mejor buena voluntad del mundo resulta difícil entenderla, aunque evidentemente para San Pablo tenía importancia teológica. Se puede sostener que el contexto inmediato (v. 11-12) resuelve el problema diciendo que 'en el Señor' la mujer no es independiente del hombre, ni el hombre independiente de la mujer, y que así como la mujer procede 'del hombre', así el hombre 'viene a la existencia por la mujer, y todo viene de Dios'. Pero entonces vemos en este pasaje que también en Pablo dos modos de ver o tendencias se oponen entre sí y siguen sin solución. Así venimos a la conclusión de que debemos distinguir entre lo que en Pablo y en todo el Nuevo Testamento está condicionado histórica o sociológicamente y lo que es válido en principio incluso para hoy. Esto nos lleva a tratar la materia sometiéndola a crítica, y para ello debemos encontrar en el mismo Nuevo Testamento los criterios con que podamos justificar esta distinción. Esto no es tan nuevo como pudiera parecer: se ha hecho repetidas veces en el transcurso de la historia de la teología, como en el caso de la comunión con el cáliz.

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Pero hay otra clase de argumento. Si tomamos el Sermón de la Montaña (Mt 5-7), encontramos que la moralidad tradicional 'a dos niveles' ha producido, con la colaboración de la casuística del confesonario, una postura media cristiana que hizo obligatorios el decálogo y los mandamientos de la Iglesia, pero apenas intentó incorporar las exhortaciones del Sermón de la Montaña. Estas, como toda una serie de otras exhortaciones, se consideraban reservadas, como 'extraordinarias', a los cristianos que no se sintieran satisfechos con las prescripciones generales y querían hacer algo especial. Pero ¿no deben tomar en serio y practicar estas exhortaciones todos los cristianos? Siempre que ha sido tomado en serio, el cristianismo se ha mostrado inflexible en todas las épocas y situaciones. No ha existido ninguna época en la historia de la Iglesia, ni siquiera durante la Edad Media, como hoy sabemos, en que la moralidad social dominante estuviera totalmente de acuerdo con el ethos cristiano. La armonía entre 'naturaleza' y 'sobrenaturaleza' nunca ha existido realmente, excepto en la imaginación de los teólogos. Como han hecho ver los santos, tal armonía nunca existió en la práctica, excepto como una muy rara y afortunada coincidencia. Los cristianos ¿no deben ser la sal de la tierra e insertar este compromiso, que se da por supuesto, en una situación social que no es de ningún modo necesariamente «buena en sí misma»? ¿Y dónde habrá de buscarse la valentía para ser diferente, con esa no conformidad cristiana de Rom 12,1-2, sino en esa moralidad 'extraña', aunque básicamente constructiva, del Nuevo Testamento, que puede entonces mantenerse continua y no menoscabada en su validez? El cristiano debe en primer lugar escuchar a Dios y a Cristo y esforzarse por hacer la voluntad de Dios; en esto puede ser totalmente indiferente a la opinión de la sociedad, e incluso debe serlo; de lo contrario no comenzará nunca. Si no quiere todo el cristianismo, no tendrá nada. No cabe duda que en estos dos argumentos hay algo de verdad, y no se puede esquivar la dificultad enfrentando al uno con el otro. Esto nos hace ver qué poco avanzamos con una actitud legalista que, en el pasado, se creía producir una certeza definitiva y clara. La moralidad clásica de dos niveles

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intentó escapar del dilema escogiendo la línea de la conveniencia práctica, pero el precio de esto fue la nivelación de todo lo que es típicamente cristiano. Estaba acertada en ver que el Sermón de la Montaña no podía traducirse en leyes, sino que era materia de aceptación voluntaria, con el explicable resultado de que se prestaba más atención a lo que podía ser regulado mediante la ley. Sin embargo, en Mateo leemos: «Sed, pues, perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (5,48; cf. Le 6,36), y esto va dirigido a todos los fieles. Pero estas dos tendencias, aparentemente contradictorias, es decir, la apertura al mayor número posible por una parte, y por otra, a la integridad y la perfección, deben ser armonizadas. Sólo el reconocer esta 'apertura a todos', incluso a los más grandes pecadores, salva a la perfección cristiana de caer en el fariseísmo, en un sistema de élite, en una moralidad de 'la más alta productividad' legal, y así hemos de recordar que incluso el cristiano 'perfecto' es un pecador salvado. De igual modo, sólo si tomamos en serio la búsqueda de la perfección nos daremos a nuestro hermano, cualquiera que sea su condición, con esa autenticidad y valentía que se requieren si realmente queremos cambiar las situaciones malas sin compromiso. El pecador que se arrepiente y busca compasión y el 'justo' que vive en la fe, la esperanza y la caridad se necesitan el uno al otro en la Iglesia: el uno para no desesperar, el otro también para no desesperar, al ver que son tan pocos los verdaderos cristianos. V.

MODELOS

ÉTICOS

Existen, sobre todo en las Cartas, una serie de exhortaciones en las que claramente resulta necesario preguntar si las circunstancias sociológicas, peculiares del momento en que se escriben los textos, corresponden a las nuestras. Esto ha de decirse sobre todo de la situación social de entonces (estructura del hogar, esclavitud, idolatría pagana con todas sus implicaciones, relaciones con la sociedad y el Estado en el sentido más amplio). Pero debemos recordar que nuestra sociedad presente a escala mundial es el resultado de un constante in-

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tercambio de otras edades y que puede haber muchas cosas que son hoy tan actuales como lo eran en la antigüedad. Ahora bien: las epístolas paulinas (auténticas o no) contienen a menudo formulaciones de principios teológicos, particularmente cuando ofrecen la motivación de estas exhortaciones, y así surge la cuestión de si, con estas circunstancias concretas, resultan también caducados los principios teológicos. El mejor ejemplo es quizá 1 Cor 8-10, la cuestión sobre el comer carnes sacrificadas a los ídolos y la participación cristiana en banquetes paganos. Según se presenta allí el problema, la situación puede ser todavía actual en países de misión, pero ciertamente no en la sociedad industrial moderna. Sin embargo, Pablo liga esta cuestión con un número de observaciones teológicas importantes sobre la libertad cristiana y su práctica entre los hermanos. Pablo dice allí que, en atención al hermano débil y por respeto a su conciencia, podemos estar obligados a prescindir de los derechos y libertades que nos corresponden legítimamente (1 Cor 8,7-13). En el capítulo 9 ilustra esto con su propio caso. Como apóstol, para poder dedicarse sin trabas a la predicación y para ser todo para todos (1 Cor 9,19-23), renunció a ciertos privilegios que le concede la costumbre, como el ser mantenido por la comunidad (derecho que se basa en la voluntad del Señor: 1 Cor 9,14), así como el derecho a casarse, que sin duda habían puesto en práctica los otros apóstoles, incluido Pedro (1 Cor 9,5). La ocasión próxima de estas observaciones ciertamente ha quedado atrás, histórica y sociológicamente, pero no podemos decir lo mismo de lo que Pablo afirma sobre la libertad cristiana y la práctica de la misma en relación con los hermanos. Esto constituye más bien una característica de la moralidad cristiana y posee un valor perenne. De igual modo hay muchos casos en que es preciso ver si, tras las circunstancias históricas y las instrucciones ligadas a ellas, no existe algo más profundo y característico, una intención más amplia que puede aplicarse fácilmente a la situación presente y ser considerada como valedera para los problemas modernos. Esto no elimina el elemento histórico. De lo que se trata es de analizar el contenido oculto en lo que sucedió una

vez, pero apunta, por encima de las circunstancias históricas, a una validez futura. Por lo que se refiere a las exhortaciones de los evangelios, particularmente del Sermón de la Montaña, debemos recordar que pertenecen a un género literario y son imágenes verbales más que preceptos morales en formulación directa. Esto hace ver, como ha puesto en evidencia la historia de su interpretación, que no se las puede tratar de una manera legalista. No tenemos más que acercarnos a la vieja exégesis, sobre todo a la de finales del siglo pasado, que intentó imponer las normas casuísticas de la teología moral al Sermón de la Montaña, para ver con qué toscos instrumentos algunas gentes intentaron eliminar un objeto fútil. El resultado fue que prefirieron dejar tranquilas estas exhortaciones o abandonarlas a una especie de vaga meditación. No obstante, estas pintorescas exhortaciones tenían como fin obras, no simplemente piadosos pensamientos. Están dirigidas a la voluntad del hombre, pero de manera que el hombre ha de descubrir por sí mismo la manera y el grado de su puesta en práctica, de un modo que no puede ser establecido de antemano por la ley. La acción implicada sólo puede brotar de la libertad, la fe, el amor sin reserva y la esperanza escatológica con el fin de salvar un mundo no salvado. Esta acción, por tanto, sólo puede realizarse dentro de la confianza en Cristo crucificado y resucitado, en la aceptación de la promesa de su reino, y, por tanto, sólo en la esfera de la cristología y la escatología. La actitud, aparentemente irrealista, que hace no resistir al maligno, sino que permite al mal que actúe (Mt 5,38-42), o hace intentar superarlo mediante el bien (Rom 13,21), no puede desecharse a la ligera: exige ese 'esperar contra toda esperanza' de Rom 4,17s que caracteriza la 'fe de Abrahán'. Aquí es donde se decide la validez de la fe en el mundo, no en la aceptación acrítica de una situación. El Sermón de la Montaña, por tanto, ha de entenderse como una 'tensión', una búsqueda afanosa, no de una manera fundamentalista o legalista. La actitud que exige es la de una nobleza de alma, no la de los cálculos mediocres de un regateador espiritual o un funcionario de seguros. Exige iniciativa e imaginación, y juicio inteligente de una situación;

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cosas de que una moralidad interesada principalmente en la bondad no puede desentenderse, mientras son peligrosas y superfluas para una moralidad desesperadamente nerviosa por no dar un paso en falso. Hasta ahora, la actitud frente al Sermón de la Montaña ha oscilado entre el legalísmo y la carencia de validez. Lo importante en él es la presentación de un ethos que ata sin ley. Esto es precisamente lo que pretende dar. Hemos padecido durante mucho tiempo una mentalidad según la cual todo lo que no pudiera ser regulado mediante una prescripción general, sino que debía dejarse a la libre voluntad del hombre, era necesariamente malo. Es evidente que Cristo pensaba de otra manera. Espera que el hombre crea, y esto significa confiar. Entre un legalismo con sus pretensiones absolutas, que sólo pueden llevar a una práctica absolutista y, con ella, a una ausencia de libertad, y por otra parte, una ausencia de toda coacción mediante la indiferencia y la arbitrariedad, el problema de las limitaciones históricas del Nuevo Testamento (y, por tanto, de toda la teología moral desde entonces) y el problema de la interpretación y aplicación necesitan el concepto de 'modelos éticos' 9 . Un 'modelo' o, como dirían Pablo y los Padres, un 'tipo' 10 es al mismo tiempo algo concreto y capaz de adaptación. En cuanto es algo definido y parte de la reve-

lación histórica, el modelo proporcionará esa "coacción' implicada en la revelación, como esperamos de la Escritura; pero al mismo tiempo, el hecho de que se trate de un 'modelo' nos permite re-ipensar sus implicaciones en una nueva interpretación para el tiempo presente. Así, la moralidad del Nuevo Testamento, considerada como un 'modelo ético', viene a ser, por así decirlo, un poste indicador. Esto implicará que no podemos, de ningún modo, desecharlo hoy y que debemos orientarnos de acuerdo con él para llevar el modelo a su plena realización. Pero si intentamos absolutizar la letra' de la Escritura, descubriremos nuestra incapacidad de salvar el bache histórico que se interpone entre ella y nosotros. Como dice Pablo: «Porque el código escrito mata, pero el Espíritu da vida... El Señor es Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad. Y todos nosotros, a cara descubierta, contemplando la gloria del Señor, nos transformamos en su imagen de un grado de gloria en otro, pues esto viene del Señor que es el Espíritu» (2 Cor 3,6.17-8). Esta es la 'norma' paradójica de la moralidad del Nuevo Testamento.

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9

He tomado el concepto de 'modelos' de T. W. Adorno, Negattve Dialektik, Francfort del Main, 1966, p. 37: «Una fuerza vinculadora sin un sistema está basada en modelos de pensamiento... El modelo presenta algo específico y trascendente a la vez, sin dejar que se evapore en generalidades. Pensar filosóficamente es pensar en modelos; la dialéctica negativa es un cuerpo de análisis de modelos.» El mismo, Eingriffe, Neun kritische Modelle, Francfort del Main, 1963. Podemos remitir también a la construcción de conceptos sociológicos en Max Weber, Wirtschaft und Gesellschaft. Studienausgabe, Colonia, 1964, pp. 1-42, y en general a la reacción contra las ideas filosóficas dominantes hasta el momento, especialmente en la 'filosofía existenciaf, donde las ideas históricas y sociológicas debían ser más ampliamente incorporadas. 10 Cf. L. Goppelt, art. Typos: «Theol. Wort. z. N. T.», VIII, pp. 246-260.

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y dinámico. Ni que decir tiene que, en el campo de la moral, las observaciones de tipo fenomenológico son especialmente fecundas, puesto que nos dan una dimensión del ser humano y de su existencia concreta muy útil para ayudarnos a comprender cómo se realiza de hecho el plan de salvación universal en la vida de los hombres de cada época y de cada lugar. HACIA UNA MORAL SEGÚN EL SENTIDO DE LA HISTORIA. LA CONDICIÓN Y LA RENOVACIÓN DE LA MORAL Por vez primera, la Iglesia nos ha ofrecido oficialmente por vía de enseñanza conciliar algunos elementos y perspectivas a tener en cuenta en una teología más atenta a la realidad concreta del hombre actual. Nos referimos evidentemente a la constitución «Gaudium et spes» sobre la Iglesia en el mundo de nuestro tiempo. También Pablo VI, en su alocución a los observadores del Concilio (octubre de 1963), aludía a la necesidad de una «teología concreta e histórica». De acuerdo con estas perspectivas asimiladas por el Concilio y que nos han abierto una nueva y segura puerta de investigación y evangelización, quisiera proponer una reflexión teológica sobre la vida moral del cristiano, todo ese conjunto de acciones, pasiones, vivencias y relaciones con Dios y con los hombres, teniendo en cuenta lo que constituye una de las dimensiones de su ser y medida de su acción: la temporalidad e historicidad. Este es el marco de su existencia terrena. Esta es la condición distintiva de su naturaleza humana. Al mismo tiempo quisiera buscar las bases que harán posible la elaboración de una ciencia moral más atenta al factor tiempo como vía de acceso a la realidad de Dios, nuestro fin. El hombre, en efecto, sólo cobra todo su sentido y será capaz de responder y corresponder a la palabra creadora y redentora de manera perfecta si posee una visión coherente del mundo y de sí mismo a través del sentido de la historia. Desde el momento que abordamos cualquiera de las realidades humanas o divinas desde el punto de vista de su historicidad, nos situamos en un plano eminentemente existencial

I.

1.

FUNCIÓN DE LA TEMPORALIDAD E HISTORICIDAD EN LA CONDICIÓN HUMANA

El hombre como problema

La historia del pensamiento humano ha girado siempre en torno a tres realidades fundamentales e interdependientes desde el punto de vista cognoscitivo: Dios, el hombre y el mundo. El conocimiento que el hombre ha tenido de Dios y del mundo ha variado mucho a través de los siglos. Los filósofos, los teólogos y los hombres de ciencia han ampliado progresivamente los horizontes del conocimiento de la divinidad y del universo en que vivimos, de modo especial en estos últimos siglos. En cambio, el conocimiento del hombre varió y progresó muy poco desde el humanismo clásico hasta principios del siglo xix. El problema del sentido del hombre se plantea seriamente cuando aparecen las grandes filosofías de la historia. Las ciencias antropológicas, en un primer momento, se preocuparon de explicar el hombre en términos de causalidad mecánica y biológica a partir de la evolución. El interés por la evolución primero y la eclosión de la técnica moderna después coinciden con el despertar del sentido de la historia, de la cual es protagonista primerísimo el ser racional. Huxley ha descrito el hombre como la evolución hecha conciencia de sí misma. Es patente que el pensamiento contemporáneo se elabora bajo una estructura de tipo antropocéntrico. El hombre es la primera preocupación del mundo actual y de los pensadores modernos. También la Iglesia en los últimos tiempos centra

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su atención en el mundo y en el hombre i . La Edad Media describía a Dios como la esfera cuyo centro se sitúa en todo lugar y cuya circunferencia no está en ninguna parte. Más tarde, esta misma imagen la aplicó Pascal al mundo. Hoy día se traslada al hombre, en cuanto su subjetividad se despliega por doquier, hasta la trascendencia. Pero notemos en seguida que al hablar de antropocentrismo nos referimos a una orientación formal del espíritu, a una estructura de pensamiento, ya que en términos de contenido de fe se impone el teocentrismo2. Este antropocentrismo se observa también desde el punto de vista psicológico: toda afirmación de un objeto por parte de la conciencia del hombre es una afirmación del propio sujeto. Y no hay conocimiento de Dios sino a través de uno mismo. Así como no hay pleno conocimiento de sí mismo sin un cierto conocimiento de Dios y del cosmos en el que el hombre está inserto.

angustiada a la inteligencia del hombre, a fin de que lo complete con su esfuerzo y sus potencias recibidas de Dios. El es el demiurgo de la creación, responsable ante su Creador3. Según el Génesis, en efecto, el hombre precisamente actualiza su cualidad de imagen de Dios, se perfecciona y cumple sus responsabilidades ante el Creador, dominando, presidiendo y construyendo el mundo y otros seres humanos (Gn 1,26-28). Esta inserción, esta solidaridad del hombre con el cosmos la elaboró ya teológicamente San Pablo, como lo ha expuesto José M. González Ruiz 4 . Dicha solidaridad del hombre con el cosmos se verifica al ritmo del tiempo. Y la temporalidad física de todo lo material se convierte en historia desde el momento en que la inteligencia del hombre observa la sucesión de los acontecimientos, los razona, les da una explicación y un sentido. El hombre es el fundamento auténtico de la historia.

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2.

Inserción del hombre en el cosmos

El hombre sólo llegará a realizar su ser penetrando lenta y laboriosamente por su espíritu todo lo creado, racionalizándolo, humanizándolo. Toda la creación constituye una llamada 1

La constitución conciliar «Gaudium et spes» sobre la Iglesia en el mundo de nuestro tiempo marca un gran progreso dentro de esta línea. En el mismo sentido son de gran interés las palabras de Pablo VI en su discurso de clausura del Concilio Vaticano II: «Reconocedle al menos (al Concilio) este mérito, vosotros humanistas modernos que renunciáis a la trascendencia de las cosas supremas, y sed capaces de reconocer nuestro nuevo humanismo: también nosotros, más que nadie, tenemos el culto del hombre... Hay también otro aspecto que Nos queremos poner de relieve: toda esta riqueza doctrinal no se orienta más que a una cosa: servir al hombre» («Docum. Cath.», 63 [1966], n. 1462, 59ss). 2 C. Dumont, Anthropocentrisme et formation des clercs: «Nouv. Rev. Théol.», 87 (1965), 449-465; J. B. Metz, Christliche Anthropozentrik. Über die Denkform des Thomas von Aquin, Munich, 1962.

3.

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La temporalidad e historicidad

La temporalidad no es consecuencia de un fracaso inicial del espíritu humano. Es resultado del designio de Dios de que no todo se verifique de una vez y para siempre, sino que la creación vaya ligada a la sucesión de los tiempos de manera que el hombre sea su más íntimo colaborador. De esta manera, «la empresa creadora de Dios da consistencia a la duración temporal» 5 . Cuanto venimos diciendo confirma lo que todos los filósofos y teólogos de la historia reconocen: el tiempo entra en la definición del ser humano como algo esencial a su ser creatural. 3

M.-D. Chenu, Corporalité et temporalité. L'Evangile dans le Temps, París, 1964, 432. 4 J. M. González Ruiz, Fondaments bíblics per a una teología del món: «Qüestions de vida cristiana», 26 (1965), 88-100; id., Dimensiones cósmicas de la soteriología paulina, XIV Semana Bíblica Española, Madrid, 1954, 83-101. 5 A. Hayen, Le «tercie» de la connaissance humaine selon St. Thomas: «Rev. Phil.» de Lovaina, 54 (1956), 589.

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Lacroix afirma muy justamente que Marx y Freud han enseñado con razón que el espíritu humano no es sólo estructura,, sino también acontecimiento, historia 6 . Es cierto que toda reflexión sobre el hombre como ser histórico, y sobre la misma historia, corre el peligro de situarse en un nivel meramente fenomenología) en el que se constatan los acontecimientos históricos y el progreso de las ideas, limitándose a una especie de filosofía de la evolución. Toda reflexión sobre la historicidad del ser racional debe entrañar fines más ambiciosos: debe proponerse llegar a constituir una ontología a partir de la cual la realidad humana sea considerada no sólo desde el prisma de una naturaleza abstracta e intemporal, sino en cuanto dicha naturaleza es esencialmente histórica. De no ser así, nuestro propósito de construir una moral según el sentido de la historia se vería amenazado por el peligro de caer en un relativismo filosófico o modernismo teológico. Con esto, no podemos rehusar en manera alguna las adquisiciones de la fenomenología y las observaciones empíricas sobre la evolución biológica, ni mucho menos sobre las transformaciones del espíritu del hombre y de la humanidad. Son de extrema importancia en el campo de la moral. Disponemos de estudios interesantes sobre esta cuestión. Cabe mencionar aquí una obra de Van den Berg y un artículo de Antoine 7 . El primero es el creador de una ciencia nueva, la «Metablética»: contrariamente a las convicciones más o menos tácitas de la psicología tradicional, afirma que en el hombre se verifican ciertos cambios cualitativos. Comparando el hombre actual con el de pocos siglos atrás, se constatan cambios psíquicos notables. P. Antoine, en el artículo citado, no se limita a negar que el tiempo sea sólo un lugar común del ser 6

J. Lacroix, Marxismo, existencialismo, personalismo. Presencia de la eternidad en el tiempo, Barcelona, 1962; Marxisme, existentialisme, personnalisme. Présence de l'Eternité dans le temps, París, 1960. 7 J. H. van den Berg, Metablética ou la Psychologie historique, París, 1962; P. Antoine, L'Homme et le Temps: «Rev. de l'Action Pop.», 178 (mayo 1964), 517-536.

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e indiferente respecto a los acontecimientos que mediante él pueden ser datados. Como lo han afirmado muy bien Bergson y Heidegger, la temporalidad se sitúa en el corazón mismo del ser. P. Antoine, partiendo de una representación matemática y geométrica del hecho indiscutible de la aceleración de la historia, deduce consecuencias importantes de las que hablaremos en la tercera parte de este artículo. 4.

El sentido de la historia

En orden a obtener una explicación profunda del sentido de la historia, hay que partir, creemos, de la idea de progreso, de este progreso que se constata cuando se observa el pasado y el presente. Ahora bien: no es creencia unánime que exista un sentido positivo de la historia. En nuestro mundo contemporáneo hay quien lo ha negado fundándose en razonamientos metafísicos, éticos y científicos. Podríamos calificar de negación metafísica la que es propia ¿.el existencialismo ateo: todo lo existente es un absurdo. Nada tiene sentido. Nuestro único destino es no tenerlo. Otra negación contemporánea del sentido de la historia es de carácter ético: Bernanos, G. Marcel y también Ch. Chaplin en sus films han hecho una crítica del mundo moderno y llaman la atención sobre el contrasentido de la historia: el hombre se está deshumanizando con sus mismos inventos y progresos. Hasta tal punto, que el progreso técnico lucha contra el progreso moral y espiritual. La historia camina hacia un suicidio colectivo de la humanidad. Finalmente, hay sabios como J. Rostand que a partir de observaciones científicas concluyen con descripciones desesperadas del fin de la historia del universo, sea por degeneración de la especie, sea por enfriamiento o incandescencia del mundo 8. Su fin es tan ineluctable y absurdo como lo fue la desaparición de los dinosaurios. 8

N. Dunas, Pe cristiana y mundo moderno. El anuncio del Evangelio hoy, Barcelona, 1964, 211-212; Uannonce de l'Evangile aujourd'hui, París, 1962.

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No es nuestra incumbencia hacer aquí una crítica a nivel filosófico o científico de los aciertos o desaciertos de tales explicaciones más o menos pesimistas del sentido de la historia. En un plano más positivo podríamos mencionar las tentativas hegelianas y marxistas de dar un sentido a la historia. Notemos ante todo que ambas permanecen en un nivel puramente humanista en el que la dialéctica de la historia no supera una mera reconciliación del hombre consigo mismo y con la naturaleza. Desde el punto de vista cristiano, tales filosofías desvinculadas de una trascendencia aparecen muy limitadas, por más que Marx haya escrito en su National Ekonomie und Philosophie que «el comunismo resuelve el misterio de la historia y sabe que lo resuelve» 9. A este respecto disponemos de una aportación valiosa de K. Rahner. Me refiero a su conferencia de mayo de 1965, en la reunión entre marxistas y cristianos en Salzburgo10. Rahner presentó una exposición profunda sobre la perspectiva y el futuro del hombre orientado hacia un término absoluto que es la realidad de Dios, sin que esto suponga para él una evasión del campo categorial. Al contrario, el destino al Absoluto exige un compromiso con el amor de Dios que se proyecta en la historia terrena: este amor participado por el hombre debe dominar todas las servidumbres de la naturaleza, promover la libertad de los hombres, el bienestar terreno, el progreso de la ciencia y de la cultura. El cristianismo se siente estrechamente vinculado con la historia terrena, pero el término, el sentido de la historia, es trascendente. Convertir las realidades terrenas en puntos de referencia absolutos equivaldría a convertir la historia humana en una ideología utópica.

los movimientos sociales y religiosos que sacuden las viejas estructuras y reclaman un íealismo y fidelidad a los hechos son un signo evidente de que el hombre moderno necesita sintonizar con el sentido de la historia a fin de situarse y personalizarse. El hombre lentamente ha ido concienciando, por reflexión sobre sí mismo, su propia personalidad en sus diversos niveles (metafísico, ético, psicológico, religioso, espiritual) y en todos sus condicionamientos sociales, económicos, políticos e históricos. Estos han contribuido a la integración consciente de la personalidad humana en el marco de las solidaridades colectivas. Por ello suscribimos plenamente los puntos de vista del padre Chenu cuando reduce a tres las características del espíritu y mentalidad contemporánea: adquisición del sentido de la historia, dominio e integración de la materia y socialización del hombre en todos sus niveles ". Este último aspecto nos parece también importantísimo en orden a sacar conclusiones sobre la renovación de la moral a partir del sentido de la historia.

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5.

Historicidad, personalización y socialización

Es una convicción arraigada en el hombre moderno que el mundo y la humanidad están en marcha. La ciencia y la técnica,

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Las características mencionadas son auténticos valores positivos en orden a una sincera responsabilización del cristiano moderno con el fin de superar un falso espiritualismo que nos amenaza hoy como siempre. Lo temporal, en efecto, no se contrapone a lo espiritual y eterno. Una visión negativa de lo temporal por parte de los cristianos daría la razón a Nietzsche cuando afirma que el cristianismo es un platonismo para uso del pueblo, o a Marx cuando escribe sobre la alienación religiosa, que puede ser el opio del pueblo. Ya santo Tomás, precedido por Gilberto Porretano, presentó un punto de vista sobre la materia y la temporalidad diverso de la perspectiva neoplatónica y de la doctrina agustiniana. Al paso de la lectura directa de la Biblia se redescubren las perspectivas históricas del plan de salvación, y utilizando la filosofía realista de Aristóteles se reconocerá a todo lo crea-

9

K. Marx, National Ekonomie und Philosophie, Stuttgart, 1953, 235. 10 «Inf. Cath. Intern.», 15 junio 1965, n. 242, 3-4 y 26-28.

11

M.-D. Chenu, La pensée contemporaine pour ou contre Dieu?, op. cit., 172-183. 14

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do su densidad existencia! propia. Y así la materia y el tiempo adquieren un valor teológico insospechado. 6.

Conclusión

El hombre, reflexionando sobre sí mismo y observando el progreso de la humanidad, va adquiriendo el sentido de la historia. Y al mismo tiempo que profundiza en el conocimiento y en el significado del ser racional, descubre las dimensiones sociales de esta historia que es social por definición. La historia no puede ser, ni ha sido nunca, una sucesión de biografías, así como tampoco la sociedad humana está constituida por la mera yuxtaposición de libertades, amores y derechos n. La solidaridad de la humanidad en su destino histórico es algo que fluye de su misma naturaleza, destino que viene unificado por su relación al Absoluto, que le comunicó la existencia, le dio la inmanencia en la que subsiste y la atrae hacia la trascendencia a través de la materia y el tiempo. Todo esto constituye la presencia de lo eterno en lo temporal mediante la irrupción de Dios en la historia.

II. LA IRRUPCIÓN DE DIOS EN EL T I E M P O . E L T I E M P O Y LA H I S T O R I A , ELEMENTOS DE SALVACIÓN

Con el fin de explicitar mejor el sentido de la historia y para dar mayor consistencia teológica a las observaciones anteriores, quisiera hacer notar ahora cómo la socialización del hombre adquiere un valor salvífico al irrumpir Dios en el tiempo y al crear una historia de salvación colectiva. Con esto constataremos que la perspectiva histórica está presente y operante en la misma entraña de nuestra religión, y así obtendremos nuevos elementos a tener en cuenta en una teología moral según el sentido de la historia.

1.

Historia santa e historia profana

Desde hace dos milenios, grandes figuras del pensamiento se han preguntado sobre las incidencias de la historia santa en la historia cósmica y en la que algunos llaman profana, sobre la posibilidad de que la primera dé sentido a la segunda. Eusebio de Cesárea, San Agustín, Bossuet, Toynbee han visto en el cristianismo la explicación y el punto culminante de los acontecimientos históricos. La reacción contra esta doctrina la inició Voltaire con sus Essais sur les Moeurs et l'Esprit des Nations, donde combate la obra de Bossuet Discours sur l'Histoire universelle. El solo hecho de que Bossuet comience su obra con la creación del mundo y Voltaire la suya con la civilización china es un indicio elocuente del abismo que los separa. Voltaire interpreta la historia como un desarrollo indefinido de la civilización, convirtiendo la teología de la historia en filosofía de la historia: él fue, en efecto, el primero que usó la expresión «filosofía de la historia» y abrió paso a la desmitologización del Nuevo Testamento, que, sobre todo en el período de la Aufklárung, interpretará la historia bíblica según las perspectivas de una historia profana. Las tesis de Voltaire, como ha puesto de manifiesto Lowith ", hallaron un fiel intérprete en Condorcet. Más tarde, Hegel les dará una estructura filosófica poderosa con su filosofía del Espíritu, y Marx una versión científica basándolas en la dialéctica de la economía. Las influencias de estas corrientes antiteológicas las sufrimos aún hoy día, aunque el gran desarrollo logrado por la teología de la historia en los últimos años ha dado mayor consistencia al verdadero significado teológico del factor tiempo. Con todo, la dialéctica histórica de Marx ejerce una poderosa influencia sobre el pensamiento actual, ya que —hay que reconocerlo— ofrece una visión muy sugestiva y positiva de la temporalidad. Según Marx, la dialéctica histórica ofrece la liberación de todas las alienaciones, sobre todo de la económica 13

12

M.-D. Chenu, Corporalité et temporalité, op. cit., 434.

K. Lowith, L'Histoire universelle et l'événement du salut: «Dieu Viv.», 18 (1951), 59-60.

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Moral según el sentido de la Historia

y social. Un gran marxista contemporáneo, Garaudy, escribe que el sentido de la historia es liberar al hombre 14. Los cristianos estamos de acuerdo con esta visión profunda y positiva de la historia, pero añadimos algo más. Ante todo, para nosotros el fracaso humano no se sitúa ni básica ni principalmente en la miseria económica ni en sus consecuencias. El fracaso inicial del hombre lo situamos en un hecho religioso, el pecado, que introduce en la humanidad un decaimiento espiritual de tipo ontológico. La historia será, es cierto, un proceso de liberación de las servidumbres del hombre, pero en cuanto Dios invade la temporalidad a fin de que el esfuerzo humano desemboque en la eternidad. Aquí tocamos la cuestión de las relaciones entre tiempo y eternidad.

y calificado esta inmersión de lo temporal en lo eterno con la expresión «tempiternidad» 16. Esto debe realizarse, según San Pablo, «cuando le hubieren sido sometidas todas las cosas (a Cristo), entonces también el Hijo mismo se someterá al que todas las cosas le sometió para que Dios sea todas las cosas en todo» (1 Cor 15,25-34). Cierto que nos falta todavía una obra exegética seria sobre la temporalidad en la Sagrada Escritura17. Con todo, no es difícil advertir que la Biblia entera orienta toda su dinámica hacia el futuro. Todos los acontecimientos se orientan hacia lo que está por venir: Cristo es el principio, el centro y el término de la historia 18. Puesto que la encarnación del Verbo constituye el núcleo de la historia y el origen de su significación, a ella debemos referirnos como punto de referencia, ya que también la vida

212

2.

213

Cristo enlaza Tiempo y Eternidad 16

Podríamos hablar de una triple conexión entre tiempo cósmico y eternidad, conexión que se verifica a través de Cristo 15: la primera es una relación de origen: el tiempo brota de la eternidad, puesto que es la Idea eterna, el Verbo de Dios, la Palabra la que le da existencia. Palabra creadora siempre actual, conservadora en la existencia y que prolonga la sucesión de los tiempos: «Todas las cosas fueron hechas por él, y sin él nada se hizo de cuanto ha sido hecho»; «él es anterior a todo y todo tiene en él su consistencia» (Jn 1,3; Col 1,17). La segunda relación marca una profundización de la conexión entre tiempo y eternidad, y la descubrimos en la «plenitud de los tiempos»: «el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1,14). La Encarnación es el centro de la historia cósmica y dicta el sentido definitivo de la historia. Por último, la temporalidad se enlazará definitivamente, se disolverá en la eternidad de Dios con la parusía de Cristo. Hay quien ha descrito 14

R. Garaudy, Le communisme et la morale, París, 1960, 71. Desarrollamos y completamos una idea de Mouroux sobre el ritmo temporal; cf. J. Mouroux, El misterio del tiempo, Barcelona, 1965, 34-35; Le mystére du temps, París, 1962. 15

R. Panikkar, La misa como «consecratio temporis»: La Sempiternidad in Sanctum Sacrificium, V Congreso Eucarístico Nacional de Zaragoza, 1962, 75-93. 17 Cf. P. Pidoux, A propos de la notion biblique de temps: «Rev. de Théol. et Phil.», 3 (1952), 2, 120-125; J. Barr, Biblical Words for Time, Naperville, 1962. 18 Escribe Mouroux: «Una sola vez el Verbo creador entra en la creación, en el devenir y en el tiempo como hombre, por medio de su cuerpo y de su alma, tempus implens corporis. Pero si la trascendencia absoluta se convierte en inmanencia humana es para asegurar en la misma inmanencia una presencia absolutamente única de la trascendencia. El Verbo se hace carne para dar al mundo, a través de su humanidad, el ser, el sentido y el valor; la causalidad creadora pasa desde este momento por la humanidad de Cristo. Haciendo existir su propia humanidad como mediación radical entre Dios y el universo, el Verbo constituye en el ser al universo entero. Desde aquel momento, puesto que la eternidad fundadora del tiempo resulta literalmente presente y eficaz en Jesucristo, el Eterno en persona crea el mundo de lo temporal y hace surgir el tiempo como la medida de todo movimiento existencial a través de su humanidad temporal y de su conciencia temporalizadora. El tiempo del mundo, en adelante y para siempre, en cada una de sus partes y en su totalidad, está fundado, orientado y medido por Jesucristo» (J. Mouroux, op. cit., 97-98).

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Moral según el sentido de la Historia

moral del cristiano cobrará todo su sentido a partir de este acontecimiento que inaugura la última etapa del proceso histórico universal. Santo Tomás, al realizar su magnífica síntesis doctrinal en la Summa Theologica, partió de un principio de inteligibilidad específicamente platónico, purificado, es cierto, del determinismo cósmico que implicaba: es el tema de la emanación y del retorno, del exitus-reditus. A base de este principio estructural, el esquema grandioso de la teología tomista se abre sobre una historia santa: todos los acontecimientos, el hombre, sus acciones morales, sus hábitos, el mundo, las leyes del universo, todo cobra sentido a partir de ella. Santo Tomás escribió páginas que pueden ser la base de una teología del tiempo cristiano, sobre todo en sus tratados sobre la Ley Antigua y sobre la Ley Nueva w. La Ley del Antiguo Testamento tiene función de pedagogía lenta y progresiva hacia la «plenitud de los tiempos». La Ley Nueva es la clave de inteligencia de toda la historia.

histórico-psicológica utilizada en otros lugares de la Summa (I-II, 79, 4). Según él, el tiempo posee una misión particular en la vida del hombre y en su proceso de conversión a Dios: le proporciona una experiencia del pecado que le abre los ojos sobre sí mismo y crea en su corazón un deseo, una esperanza de mejoramiento por el don de la gracia de la Nueva Alianza. Dios no conduce a los hombres a la perfección de un salto, así como tampoco castiga en el acto nuestros pecados. Respeta la condición temporal del hombre, su paso lento y vacilante en la ambigüedad de las situaciones. También la Encarnación del Verbo en el seno de la humanidad es lenta. No en vano el Hijo de Dios antes de hacerse carne se hizo palabra siguiendo un proceso y un progreso (Heb 1,1-2). Así, el tiempo adquiere una fecundidad extraordinaria de aproximación y de conversión a Dios, de descubrimiento de la realidad total.

214

4. 3.

El progreso, elemento característico de toda realización humano-divina

Al principio del tratado tomista sobre la Ley Nueva hallamos las bases para definir una teología del tiempo cristiano (I-II, 106, 3-4). Santo Tomás se pregunta si era conveniente que la Ley Nueva fuera o no fuera proclamada desde el principio de la historia. El santo doctor responde con razones que sobrepasan la mera argumentación de conveniencia que utiliza. Posee, en efecto, una visión muy realista y profunda del hombre y de su condición temporal. Santo Tomás razona a partir de la perfección de la Ley Nueva, a la que hay que llegar gradualmente, puesto que es propio de todo lo creado un perfeccionamiento según el ritmo del tiempo, siguiendo un proceso y un progreso. Principio éste importante y fecundo para la ciencia moral, así como también otra consideración 19

Santo Tomás, Summa Theologica, I-II, 98-108.

215

La historia de salvación mediatizada por lo social y material

Ya hemos hecho notar anteriormente el carácter socializante de la historia de salvación. Esta se efectúa a través de un pueblo escogido que deberá proclamarla al resto de la humanidad. Cristo inaugura un nuevo pueblo y una nueva sociedad, la Iglesia, en la que somos introducidos por la fe en Cristo a fin de prolongar en el tiempo las acciones salvíficas del Mesías. Además, por la encarnación del Verbo se opera un cambio en la comunicación de dicha salvación y en el proceso de divinización. Con la venida de Cristo al mundo en carne humana, lo eterno penetra más profundamente en lo temporal. Desde este momento, y particularmente después de Pentecostés, la historia de salvación no se manifestará ya por la intervención directa y trascendental de Dios en la historia de los hombres y en los acontecimientos históricos como en el Antiguo Testamento, sino que sus intervenciones son de tipo categorial y utilizando por lo general las causas segundas. La

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materia, el gesto, la palabra, son asumidos en los sacramentos para comunicar algo divino y trascendente. Ya Newman hablaba de un triple principio que corresponde a lo que venimos diciendo: principio jerárquico (mediación humana de la autoridad como servicio); principio dogmático (mediación de la Escritura y del sensus Ecclesiae en el conocimiento de Dios); principio sacramental (mediación de la materia y de la palabra en la comunicación de la salvación)20. 5.

Conclusión

Con la Encarnación de Cristo se profundiza la unión entre lo temporal y lo eterno, entre lo material y espiritual, y la historia cobra todo su sentido. El cristianismo es efectivamente una religión histórica. Se realiza estrechamente vinculada a la sucesión temporal. Las parábolas evangélicas comparan el reino de Dios al grano de mostaza, semilla diminuta que crece progresivamente hasta convertirse en el mayor de los arbustos; al fermento que hace fermentar toda la masa; al crecimiento conjunto del trigo y de la cizaña hasta el tiempo de la siega; a las vírgenes fatuas y a las prudentes, y a los servidores que esperan la llegada del esposo y señor, etc. 21 : son todas imágenes que ponen de relieve el valor del factor tiempo y del progreso en función de lo trascendente y eterno. Además, las realidades terrenas adquieren también su valor y consistencia, de manera que éstas no deben ser tanto objeto de renuncia como de potenciación. Veamos qué conclusiones podemos sacar de lo antedicho en el campo de la moral cristiana.

20

J. Newman, Apología pro vita sua, Londres, 1893, 81-83. Mt 13,31ss; Mt 13,33; Mt 13,24-30 y 36-43; Mt 25,1-13; Le 12,35-40. 21

III. PERSPECTIVAS DE UNA MORAL CRISTIANA ATENTA AL FACTOR TIEMPO Y AL DINAMISMO HISTÓRICO

No es fácil sintetizar en pocas páginas lo que el teólogo de lo moral puede deducir y aplicar del gran esfuerzo de reflexión de filósofos y teólogos sobre la temporalidad y la historia. Señalaremos algunos aspectos que nos parece que todavía no son objeto de suficiente atención en la ciencia moral. Una teología moral según el sentido de la historia creo que debe tener en cuenta un postulado inicial y unos aspectos determinantes: 1.

Catolicidad histórica de nuestra religión

La catolicidad no hay que limitarla al factor geográfico, sino que debe extenderse al factor tiempo. Así como cada raza y cada país aportan valores diversos a la cristiandad y viven su cristianismo bajo formas peculiares, así también cada época y civilización histórica encarnarán los valores perennes del Evangelio con un estilo, unas peculiaridades y unas acentuaciones propias. No olvidemos que, por su misma naturaleza, tanto la ciencia teológica como la profana son limitadas y en cierto modo provisorias. Santo Tomás enseñó que la teología es una ciencia subalternada a la ciencia de Dios y de los bienaventurados, la ciencia total e inmutable: por consiguiente, la nuestra siempre será limitada y abierta a un progreso indefinido, no será estática, sino dinámica; no definitiva, sino provisoria, según la palabra de Cristo a sus apóstoles de que no podían comprenderlo todo de una vez y para siempre, sino que se les iría revelando progresivamente toda la Verdad {Jn 14,25-26; 16, 12-13). Pío XII afirmaba en 1949: «El Cuerpo místico de Cristo, igual que los ¡miembros físicos que lo componen, no vive ni se mueve en lo abstracto, fuera de las condiciones constante-

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mente variables de tiempo y lugar. No está ni puede estar separado del mundo que le circunda; es siempre de su siglo; avanza con él, día tras día, de hora en hora, adaptando continuamente sus maneras y sus actitudes a las de la sociedad en medio de la cual debe actuar»22. La fidelidad a toda prueba al Evangelio de Cristo exige esta agilidad propuesta por Pío XII. Los teólogos de lo moral deben esforzarse para reconocer los «signos del tiempo» a los que aludía Juan XXIII en la Pacem in tenis y más explícitamente en su discurso inaugural del Concilio Vaticano II. No en vano la constitución conciliar «Gaudium et spes» sobre la Iglesia en el mundo de nuestro tiempo ha subrayado las mutaciones profundas de nuestro mundo actual y de la condición humana en una civilización técnica y urbana. También es cierto que el Concilio no ha emprendido una revisión a fondo de la teología moral. Según los postulados contenidos o vislumbrados en los documentos conciliares, sobre todo en la constitución mencionada, los teólogos de lo moral deberán seguir investigando teniendo en cuenta la nueva antropología que se abre paso, las observaciones sociológicas y el valor positivo de los acontecimientos históricos, que, con los antiguos autores cristianos, bien podemos calificar de praeparatio evangélica. La Iglesia, en efecto, ya de manera oficial, nos conduce hacia aquella «teología concreta e histórica» a la que aludía Pablo V I a y que abre nuevas perspectivas en el campo de la moral. No habrá, pues, que extrañarse si la moral cristiana, manteniendo sus características esenciales y originales, considera la política, la guerra, la sociedad, los bienes terrenos, el dinero, el placer sexual, etc., de manera diversa en los siglos iv, ix, xiv y xx. Esto no equivale a instaurar un relativismo malsano en material moral, sino que es una aplicación del principio de la catolicidad histórica de nuestra religión que surge de la misma ley natural del proceso evolutivo dispuesto por Dios. 22

Pío XII, Discurso a los profesores y alumnos del Seminario de Anagni, 20 abril 1949. 23 «Docum. Cath.», 60 (1963), n. 1411, 21-22.

2.

Una moral de progreso

El progreso es un hecho que observamos en todos los niveles de la existencia y que garantiza el sentido de la historia. Dios no ha creado nada definitivo. Todo el cosmos está sujeto al tiempo, motor del progreso. Dios ofrece la temporalidad a sus criaturas y al universo entero a fin de que se realicen y se desplieguen progresivamente hacia el término que les ha asignado. El tiempo connota, según una de sus propiedades, la acción creadora de Dios 24 . También el hombre, sostenido y potenciado por la gracia, con su esfuerzo debe ir avanzando y «transfigurándose de gloria en gloria» (2 Cor 3,18), desplegándose hacia lo infinito. La moral cristiana que ordena y dirige este progreso evolutivo no puede seguir presentándose como la sujeción del hombre a una ley abstracta o a unas reglas de juego para «salvarse» y para determinar si peca o no. La vida cristiana consiste en ir desvelando progresivamente el germen divino presente en nosotros «hasta que Dios lo sea todo en todos» (1 Cor 15,28). Santo Tomás, en su magnífica exposición sobre la Ley Nueva (I-II, 106), ha enseñado que ésta no consiste ya principalmente en la ley escrita, sino en la gracia del Espíritu Santo, mucho más exigente, por cierto, que la ley del mínimo. Se trata de un proceso de simbiosis con lo divino. Ser cristiano no es lo mismo que ser francés o alemán, o ser alto o bajo. Es una realidad nunca realizada del todo. Kierkegaard lo expresaba con estas palabras: «Nunca se es cristiano en el pleno sentido de la palabra, sino que uno va haciéndose o volviéndose cristiano.» En el Nuevo Testamento se insiste a menudo en este proceso de transformación en un ser divino. Recordemos las parábolas evangélicas que expresan esta idea de progreso y crecimiento 25. No resulta, pues, extraño que una de las frases más duras que la Sagrada Escritura pone en labios del Señor se di24

C. Tresmontant, Essai sur la pensée hebráique, París, 1956, 26. 25 Cf. supra, nota 21.

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Moral según el sentido de la Historia

rija a los instalados en un término medio: «¡Ojalá fueras frío o caliente! Puesto que eres tibio, ni caliente ni frío, tendré que vomitarte de mi boca» (Ap 3,15-16). El pecado debería presentarse en este contexto de dinamismo del reino de Dios. El pecado es convertir en fin lo que es medio. Es negarse a considerar las personas, las cosas, los acontecimientos en función de lo que ha de venir, la realidad de Dios. El pecado mata el progreso del espíritu y niega el sentido de la historia. Con lo antedicho no nos sorprenderá que la moral cristiana deba valorar inmensamente la esperanza, la esencia de la cual es una actitud positiva frente al tiempo26. La esperanza se funda en la seguridad del progreso y en la certeza de que la realidad total, el Absoluto hacia el que caminamos, se va des-cubriendo lentamente. La esperanza es la virtud del tiempo abierto y esencialmente profética, escribe G. Marcel v . De aquí que el ser del cristiano no se limita a lo que es ahora, sino que abarca lo que ha de ser y será en el momento de la absorción del tiempo en la eternidad. La catequesis moral debería presentar la vida cristiana como un proceso de realización de la propia personalidad y de crecimiento del reino de Dios de acuerdo con el sentido de la historia de salvación que invade la historia cósmica. Es un progreso fundado en la esperanza de que Dios debe llegar a serlo todo en todos. Esta catequesis moral vitalizada por la teología sacramental comunicará un dinamismo extraordinario a nuestra vida cristiana, tanto más cuanto el hombre moderno es muy sensible a todo lo que signifique progreso, dinamismo histórico, realización de sí mismo, etc. Una consecuencia práctica de cuanto venimos diciendo será que quien considere esta moral de progreso no caerá en el error de valorar al cristiano según que en el momento presente peque o no peque mucho, cumpla o no todo lo mandado (moral

de pecado y moral legalista), sino la actitud fundamental ante la llamada de Dios. El pecador que lucha sinceramente para ir progresando a pesar de sus reincidencias, ¿es peor que el mediocre que sin tener que acusar faltas graves vive un cristianismo sin progreso y sin sacar partido del tiempo que Dios le ofrece para madurar y engrandecer su espíritu? Soy partidario de una definición de la moral que explicite el dinamismo que le es inherente y esencial: en este sentido, la definición de Sertillanges «la moral es la ciencia de lo que el hombre debe ser en función de lo que es» me parece fecunda. Yo no soy todavía y plenamente yo mismo. Y no lo seré mientras no sepa quién soy yo, cuáles son mis virtualidades, qué debo llegar a ser, de dónde vengo y hacia dónde voy, por qué vivo en el tiempo y por qué debo entrar en la eternidad, etcétera. Estos son los problemas fundamentales de todo ser humano y que hoy como nunca nos planteamos con angustia: una moral según el sentido de la historia deberá procurar responder debidamente a ellos.

220

26

J. Daniélou, Evangile et monde moderne, Tournai, 1960,

102.

27

G. Marcel, Structure de Vesperance: «Dieu Viv.», 19 (1951), 75-77.

3.

221

Moral y personalización

La moral cristiana se propone la divinización del hombre por medio de Cristo —él es el sacramento de nuestro encuentro con Dios ffl—, potenciando al máximo las virtualidades del hombre de manera que asuma plenamente sus responsabilidades temporales. Nos hemos referido anteriormente al descubrimiento que el hombre ha ido efectuando sobre sí mismo en estos últimos tiempos. Las filosofías y las teologías de la historia han profundizado en una visión antropocéntrica del cosmos, sin que esto suponga necesariamente una negación de Dios. Entre criatura y Creador no hay posibilidad de competencia. Es un error creer que para salvar la grandeza y trascendencia de Dios hay 28

H. Schillebeeckx, Cristo, sacramento del encuentro con Dios, San Sebastián, 1964; Le Christ, sacrement de la rencontre de Dieu, París, 1960.

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Moral según el sentido de la Historia

que rebajar al hombre y todo lo creado. Aceptado un Dios creador y redentor, ser infinito, todo lo demás se sitúa en un nivel de dependencia total. Dios y lo que no es Dios no se pueden sumar ni restar. Cuanto más afirmemos la grandeza del hombre como rey del universo y como ser divinizado por la sangre de Cristo —sin olvidar nunca sus debilidades y defecciones—, tanto más afirmaremos la grandeza y sabiduría de Dios, que ha previsto un cosmos presidido por un ser capaz de observar su ascensión hacia El y darle un sentido. La perspectiva cristiana del sentido de la historia posee un carácter eminentemente personalizador del hombre, si es capaz de llegar a concienciar lúcidamente su misión en el cosmos, misión que por ser espiritual atañe ya la trascendencia. La moral de nuestros días debería poner de relieve estas facetas de la personalidad del hombre y suscitar tales responsabilidades. Creo que es mucho lo que la exégesis puede enseñarnos a este respecto a partir de la teología de San Pablo ** y que la moral deberá exponer a propósito del «ser cristiano».

que van afianzándose en nuestro mundo actual. Estas exigencias coinciden también con las adquisiciones de la psicología moderna, que insiste en la necesidad de unas relaciones intersubjetivas para conseguir la maduración de la personalidad humana. Tocamos, pues, uno de los constitutivos del sentido de la historia. La moral cristiana no puede contentarse con ir repitiendo las tesis escolásticas sobre el amor al prójimo y la casuística posterior correspondiente. Las relaciones humanas presentan hoy día una problemática y unas formas de relaciones sociales también absolutamente nuevas en los diversos niveles psicológico, económico, cultural y religioso. Es cierto que, a medida que avanza la historia, el estado de cristiandad va desapareciendo. La Iglesia pierde su lugar privilegiado y dominante en la cultura, en el arte, incluso en la política, etc. La Iglesia parece que se va despojando de su clericalismo secular a fin de no ser otra cosa que un fermento de vida divina en medio de la masa tal como Cristo la describió y la quiso (Mt 13,33). También los discípulos de Cristo han pasado a ser —por si no lo fueron siempre— un pusillus grex. Esto no justifica en manera alguna que puedan mantenerse ciertas formas de educación moral y de catequesis orientadas a instalar los cristianos en un espiritualismo desencarnado, en un ghetto cerrado sobre sí mismo creando ambientes artificiales donde los cristianos puedan «refugiarse» y «protegerse» de un mundo pagano destinado a la perdición. La existencia cristiana, la historia de salvación, como vimos, está estrechamente vinculada al destino de la humanidad y no es heterogénea a lo que algunos califican de contenido profano de la vida humana. Las tareas terrenas y las responsabilidades colectivas de construcción de un mundo nuevo y mejor incumben tanto o más al cristiano que al ateo, aunque sin duda tendrán un sentido diverso para uno y para el otro.

222

4.

Moral y socialización

Uso aquí el término «socialización» en sentido amplio y para designar el fenómeno de la interdependencia de los diversos grupos humanos y de la participación de todos los hombres en las mismas responsabilidades colectivas, fenómenos que van acentuándose con el progreso de la historia. La moral cristiana no puede limitarse a constatarlos. Los debe potenciar al máximo y reconocer que también a través de ellos se verifica la historia de salvación. Es interesante comprobar la admirable coincidencia entre las exigencias más fundamentales de la revelación cristiana sobre las relaciones humanas fundadas en una donación y generosidad total hacia el prójimo y expresadas en términos de amor y caridad, y los fenómenos de socialización mencionados 29

J. M. González Ruiz, La dignidad de la persona humana según San Pablo, Madrid, 1958.

223

Desgraciadamente, nuestra teología moral se mantiene todavía muy centrada en la moral individual, en una moral del acto aislado de toda la existencia cristiana. El pecado colectivo no ha sido todavía concienciado por la mayoría de los cristianos. Deberíamos insistir en las responsabilidades socia-

224

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Moral según el sentido de la Historia

les de tipo político, profesional, cultural, de relaciones entre los grupos humanos. Estas son las responsabilidades reales de los cristianos en un mundo socializado: y es también en estos niveles donde el cristianismo está jugando su partida frente a un ateísmo muy sensibilizado hacia las responsabilidades colectivas. Pensemos en las inquietudes manifestadas en este sentido por escritores y pensadores como Marx, Malraux, Camus, Sartre, etc.

ésta no puede contentarse con imitar sin más las costumbres y las maneras de comportarse y de reaccionar de sus mayores. Lo mismo se observa en el campo de la formación profesional: el técnico y el científico deben mantenerse en in-formación continua para no quedar retrasados en sus conocimientos. Esta situación de aceleración explica que el anciano, cansado del torbellino de tantas mutaciones, se agarre ferozmente a lo adquirido y tradicional y que vuelva su mirada llena de nostalgia hacia las seguridades del pasado. Al joven, en cambio, le parece que el pasado no le ofrece lo suficiente para el momento presente, y sus perspectivas se lanzan hacia el futuro para prevenirlo. Veamos una aplicación concreta de cuanto venimos diciendo al campo de la moral. Todos conocemos el lugar privilegiado que ocupa la virtud de la prudencia en la moral aristotélica, integrada por santo Tomás en su síntesis teológica. La prudencia aristotélica, en efecto, es la virtud del cálculo de la acción utilizando la experiencia. P. Antoine llama la atención, mediante un gráfico elocuente, sobre el hecho que, debido a la aceleración de la historia, la prudencia retrospectiva no es suficiente. No sólo es posible que la situación presente no tenga precedentes en las que la experiencia registró, sino que seguramente la situación futura incluirá una multitud de elementos imprevisibles ahora. Por tanto, para que hoy la prudencia sea prudencia, debe convertirse en una virtud resueltamente prospectiva 30. Ni que decir tiene que la prudencia aristotélica debe ser también completada por una teología del tiempo cristiano, del «kairós», en cuanto momento absolutamente original, en el que Dios se manifiesta al hombre y le suscita por su gracia una respuesta adecuada y generosa superando la ley del mínimo. Todo el esquema aristotélico del tratado sobre las virtudes reclama una confrontación con la antropología moderna y con las actitudes humanas que una civilización industrial y urbana sugieren al hombre cristiano.

5.

La vida virtuosa

Por último, quisiéramos llamar la atención sobre lo que puede aportar una consideración del factor tiempo en relación a la vida virtuosa del hombre. Hemos hecho notar cómo la temporalidad posibilita el progreso. Pero debemos añadir que la temporalidad hoy día condiciona muy diversamente el perfeccionamiento del hombre de como lo condicionó siglos atrás. En la primera parte de esta exposición hemos citado el interesante artículo de P. Antoine (cf. nota 7), en el cual, mediante unos gráficos que relacionan la constante tiempo con el progreso y la evolución, pone de manifiesto la notabilísima aceleración de la historia en el sentido que en un período X de tiempo, siglos atrás, el progreso era mínimo, mientras que hoy, en el mismo lapso, la aceleración del progreso es enorme. Estas observaciones empíricas demuestran un hecho que comporta consecuencias importantes en la vida de formación virtuosa del hombre moderno. Ni la pedagogía ni la moral pueden ignorarlas. El hombre moderno vive desbordado por una multitud de acontecimientos y por la rapidez de la evolución y del progreso. No dispone del tiempo suficiente para reflexionarlos y convertirlos en experiencia efectiva. Además, la experiencia no tiene el mismo valor que antaño, puesto que la realidad es inmensamente movible y las situaciones siempre nuevas. Las soluciones previstas y las fórmulas-tipo resultan insuficientes. La vida virtuosa que antes los jóvenes aprendían de los ancianos, hoy como siempre debe ejemplarizar a la juventud, pero

30

225

P. Antoine, L'Homme et le Temps: «Rev. de l'Action Pop.», 178 (mayo 1964), 524-525. 15

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Moral según el sentido de la Historia

Otra consideración del proceso temporal nos conduce a una crítica de la moral casuística. Jacques Leclercq ha llamado la atención sobre las leyes del período corto y del período largo, leyes que fueron observadas primero en el campo de la economía. En efecto, los economistas observaron que algunas leyes se verifican en período largo; otras, en cambio, en período corto 31 . Estas observaciones se aplican también a la conducta humana. Así, por ejemplo, la moral casuística es una moral de período corto: se preocupa mucho del acto concreto y muy poco de construir el porvenir. Desconfía del tiempo y va a lo inmediato. En cambio, una catequesis doctrinalmente sólida, insistiendo en las actitudes fundamentales de la persona y en una moral de las virtudes, creará una moral en la práctica de período largo. Sus frutos aparecerán, sin duda, a más largo alcance, pero también serán más maduros y duraderos. La moral, en efecto, debe formar las conciencias de modo que la obligación se cumpla no debido al precepto o a la imposición de la ley, sino por razón de las exigencias profundas e internas del ser cristiano. Así, por ejemplo, en la educación del niño, la obligación impuesta no debería preceder nunca a una catequesis convincente de manera que la obligación brote por sí misma de la conciencia del sujeto, ayudada, es cierto, de la indicación de la ley. La fidelidad a las exigencias fundamentales del Evangelio, convertidas ya en convicciones profundas, debemos presentarlas como estrechamente vinculadas a nuestra temporalidad de manera que sigan vivas y operantes a lo largo del tiempo y de sus crisis, sean estas crisis temporales de tipo fisiológico (pubertad, edad crítica, enfermedades, vejez), sean de tipo sociológico (exámenes, cambio de ambiente, trabajo, economía, etc.), sean de tipo intersubjetivo (amistades, matrimonio, infidelidades, defunciones, etc.). La gracia no nos libra de estas vicisitudes del tiempo, pero nos ayuda a reconocer en ellas el valor salvífico que contienen para los que saben apreciar los «signos

del tiempo» y tienen la certeza que «para los que aman a Dios todo coopera a su propio bien» (Rom 8,28).

226

31

J. Leclercq, Perspectivas cristianas de nuestro tiempo, San Sebastián, 1953, 61-83; Penser chrétiennement notre temps, París, 1951.

IV.

227

CONCLUSIÓN

La teología moral de nuestro tiempo, todavía en estado de gestación, deberá integrar en sus nuevas síntesis —más que ninguna otra disciplina teológica— las aportaciones fecundísimas de la ciencia empírica, de la antropología, de la filosofía y teología de la historia. Al movimiento de retorno a las fuentes, la moral renovada deberá añadir un esfuerzo de mayor encarnación y de abandono de la torre de marfil de lo intemporal en la que se había refugiado. Se ha hablado de la materia, del hombre, de los acontecimientos, de los «signos del tiempo» en general como de nuevos «lugares teológicos». Constituye, sin duda, el lugar de encuentro de Dios y el hombre. La condición temporal, en suma, sabiamente acogida, analizada y potenciada —evitando siempre un narcisismo estéril e intrascendente— dotará a la vida moral del cristiano de un mayor realismo y dinamismo al descubrir en la temporalidad una densidad de gracia. En este sentido, la constitución «Gaudium et spes» representa un verdadero progreso en la doctrina oficial de la Iglesia sobre el hombre y las realidades temporales en general. El hombre, en efecto, poseedor de un germen divino que lo proyecta hacia la eternidad, enlaza en sí mismo lo temporal y lo eterno. I.

LOBO

La ley natural y la ley establecida

LA LEY NATURAL

Y LA LEY

ESTABLECIDA

REFLEXIONES DE UN JURISTA

La producción de leyes es una de las industrias más activas de la actualidad. Los parlamentos trabajan hasta altas horas de la noche, y a pesar de ello no pueden completar el enorme volumen de tarea legislativa que el gobierno exige. Para remediar la penuria de tiempo parlamentario, el cuerpo legislativo está recurriendo cada vez más a la práctica de delegar los poderes de legislar a departamentos gubernamentales. Y los departamentos no siempre son capaces de trabajar al ritmo necesario, de modo que en la actualidad hay un aluvión de lo que los juristas llaman legislación subdelegada, es decir, regulaciones elaboradas por alguna comisión establecida sobre la autoridad de un departamento gubernamental. La enorme masa de leyes que sale de las imprentas de los gobiernos es más de lo que un abogado, por sí solo, puede asimilar; éste se ve obligado a recurrir a extractos e índices para identificar el pasaje necesario en el mar de la nueva legislación. El hombre de la calle se siente totalmente desorientado.

I

LA LEY ESTABLECIDA EN UNA SOCIEDAD TECNOLÓGICA

El conjunto de esta producción legal puede designarse con el término «ley establecida». Esta ley difiere de la ley común en que no es una codificación de las actitudes y tradiciones del pueblo. Su finalidad es salir al paso a las condiciones cambiantes de una sociedad tecnológica; es impuesta desde arriba, no brota de abajo. La ley establecida se distingue también de

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la ley natural en que aquélla es en gran medida un aspecto de la fragmentación del mundo en estados soberanos que se excluyen mutuamente. Para su puesta en práctica depende de la autoridad del estado, no del buen sentido de la raza humana. Paralelo a este incremento en la producción de leyes se da un aumento del número de personas empleadas para urgir la ley. No se trata sólo de la policía; en esta tarea intervienen también funcionarios civiles cuyo deber es inspeccionar, verificar, examinar, comprobar e informar. Todo este personal es sustraído del número total de hombres y mujeres disponibles para producir alimentos, minerales o manufacturas. Los gastos que entraña el pagar a estos hombres e instalarlos en nuevos edificios es causa de una constante subida en los impuestos, que para muchos observadores calificados es una causa importante del quebrantamiento de la ley. Un famoso abogado socialista británico —actualmente ministro— dijo que, a su juicio, tan pronto como el nivel general de impuestos excediera el 40 por 100, la ley de rehusar la declaración de renta entraba en vigor. Cabe opinar de distinto modo sobre si estaba acertado en cuanto al nivel exacto, pero apenas es posible dudar de que en la escala de impuestos llega un punto en que los sectores de la comunidad más cumplidores de la ley comienzan a evadirse de su responsabilidad. Cuando se alcanza este estadio, se hace cada vez más difícil urgir leyes no fiscales, pues los sectores de la comunidad que no poseen una tradición fuerte se dejan arrastrar por el ejemplo de los más ricos. Hoy se suele acusar a los jóvenes de rebeldía ante la ley, pero la ausencia de todo sentido de obligación de poner en práctica el espíritu de la ley es algo que ellos han aprendido de una generación madura de esquivadores de impuestos. Otro distinguido británico contemporáneo, el famoso juez lord Denning, decía: la gente «obedece a la ley porque sabe que es una cosa que debe hacer». Esta afirmación refleja el pensamiento del período en que el juez era joven. Podría preguntarse si la juventud contemporánea expresaría su actitud frente a la ley de idéntica manera. Muchos dirían que la razón principal de su obediencia a la ley es el miedo de ser descu-

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La ley natural y la ley establecida

biertos. El enorme volumen de producción de leyes inevitablemente ha depreciado el valor de las leyes y el respeto a las mismas. Una cosa es aceptar con el corazón y la mente la ley mosaica «no hurtarás» y otra obedecer instantáneamente a una regulación que ordena que los vehículos de más de tres toneladas sean aparcados en distinta acera de la calle los días pares e impares de la semana entre las nueve de la mañana y las seis de la tarde. Es opinión del autor de este artículo que, si las legislaturas no aceptan ciertos principios en su producción de leyes, nuestras sociedades altamente industrializadas degenerarán en la anarquía debido a la pérdida del respeto a la ley, acelerada por una subida de impuestos establecida con el fin de pagar los gastos de urgimiento de la ley, que se ha hecho necesario porque la gente piensa cada vez menos que debe obedecer a la ley —un auténtico círculo vicioso—. Presentada en forma positiva, esta proposición dice: para que impongan respeto, las leyes deben coincidir con la voluntad general del pueblo. Esta proposición está tomada de la teoría clásica de la ley natural, según fue desarrollada durante la segunda mitad del siglo XVIII.

américa y Australia en el decenio que atravesamos. No se trata de principios inmutables. Como dice el poeta Tennyson: «El orden viejo cambia, cediendo su lugar al nuevo; y Dios se realiza de muchas maneras, para que una buena costumbre no corrompa al mundo.»

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II.

O C H O PRINCIPIOS PARA LEGISLAR EN SOCIEDADES INDUSTRIALES

Los juristas han tenido razón para mirar con recelo la expresión «la voluntad general»; no es una denominación precisa. Pero es el modo más conveniente de expresar el incontenible deseo de cooperar en la creación de una sociedad armoniosa. Este es el contenido medio del espíritu de la comunidad. Las leyes que no apelan a este espíritu son leyes malas, y como todas las leyes malas, acabarán por destruir la comunidad que sus creadores deseaban proteger. El contenido medio del espíritu comunitario varía con la historia y la geografía. Los principios para la creación de leyes que vamos a considerar aquí son los que corresponden al tipo de sociedad que existe en la Europa occidental, Norte-

1.

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Igualdad de aplicación

El primero de los ocho principios es: la ley debe aplicarse por igual a todos los ciudadanos. Pocos discutirán este principio, y la mayoría de los legisladores dirán que es axiomático. No obstante, en las sociedades contemporáneas ha surgido una clase de ciudadanos exentos: los miembros del poder ejecutivo. Citaremos un ejemplo muy aireado en Gran Bretaña durante el otoño de 1966: mientras todas las industrias y servicios privados fueron obligados a congelar sus precios, el servicio de Correos aumentó las tarifas de la correspondencia y de las llamadas telefónicas. Otro ejemplo más general de exclusión es la excepción que permite al poder ejecutivo abrir las cartas privadas e interceptar las conversaciones telefónicas. Ciertamente, la autorización dada a la policía para interceptar las comunicaciones aumenta la probabilidad de descubrir el crimen, pero pocos legisladores se dan cuenta de que, fomentando leyes que crean en la sociedad clases exentas, producen una atmósfera en que se cometen más crímenes. 2.

Comprehensibilidad

El segundo principio exige que la ley sea inteligente y cierta. También de esto se habla mucho, pero todo queda ahí. Una parte cada vez mayor de la legislación relativa a la actividad económica de la sociedad sólo es comprensible tras detenido estudio, y —si Inglaterra puede servir de ejemplo— parte de la misma es una completa jerga. Es cierto que a veces es difícil traducir al lenguaje ordinario los conceptos económicos implicados, pero en la mayoría de los casos apenas se

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ha ley natural y la ley establecida

intenta. Las leyes son redactadas en un despacho gubernamental por un técnico parlamentario que, con el correr de los años, ha creado una jerga esotérica; no se hace ningún esfuerzo para incorporar buenos prosistas al mecanismo de la legislación. Y tal es la premura de tiempo en la tarea legislativa, que los miembros del parlamento que ocupan los últimos escaños no tienen la facilidad ni la oportunidad de presentar enmiendas escritas, redactadas en términos claros. El texto de ley en jerga recorre con frecuencia el parlamento sin que lo entienda nadie, ni siquiera el ministro que lo introduce ni el portavoz de la oposición que propone sea rechazado: ambos se apoyan en un resumen preparado por algún especialista de sus inmediaciones. En todo el mundo ha tenido lugar un debate de gran resonancia sobre el grado de propiedad de la producción o del control sobre la misma que debe ser ejercido por el estado. No obstante, rara vez se afirma la simple proposición de que, si una ley que afecta a la actividad económica no puede presentarse en un lenguaje razonablemente comprensivo, no debía presentarse de ningún modo. Pero existen situaciones de las que no puede ocuparse la ley, unas por ser demasiado íntimas y personales, otras porque son demasiado complicadas e impersonales.

el legislador realice su tarea, con tal que tenga derecho a objetar cuando se proyecta una ley que puede dañar sus intereses. El viejo axioma Vox populi suprema lex (la voluntad del pueblo es la ley suprema) debería ser formulado de esta forma: ante legem clamor populi (dejar hablar al pueblo antes de aprobar la ley). Expresado de esta forma, el axioma puede aplicarse a los estados autoritarios lo mismo que a las democracias. Ciertamente, se podía decir que el estado comunista y el estado corporativo son ambos intentos de poner en práctica este principio institucionalizando trabajadores que tienen el mismo interés económico. Si se llega a hacer creer al pueblo que se le niega toda esperanza de alterar alguna vez la ley, éste acabará por creer en el destronamiento de la ley mediante la violencia, como está sucediendo en Sudáfrica. Los sudafricanos blancos no han comprendido que es factible, a la vez que redundaría en su propio interés, consultar los deseos de los africanos negros, sin que esto implique necesariamente la creación de un parlamento con gran mayoría de miembros negros. En la sociedad contemporánea, el hombre es una fuerza económica, no un color simbólico.

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4. Racionalidad 3.

Que el pueblo hable antes de aprobar la ley

Tercer principio: el pueblo necesita saber que, antes que sea introducida una ley que afecta en forma adversa sus intereses, haya tenido una oportunidad adecuada de hacer representaciones. Los ciudadanos actuales se dan cuenta de que, para ellos, es impracticable la participación en el proceso legislador, pero en realidad prefieren desaprovechar la mayoría de las oportunidades que se les dan. La escasa asistencia a reuniones y elecciones de organizaciones voluntarias como trade unions y cooperativas demuestra que el ciudadano de hoy prefiere poner la administración en manos del especialista. Como actividad cómoda, la tramitación de asuntos públicos ocupa un rango más bien bajo. Hoy la gente se contenta con dejar que

Otro requisito que ha de cumplir la ley es que sea razonable. En una sociedad con un índice de educación cada día más alto los individuos ya no están dispuestos a aceptar las leyes porque éstas hayan sido creadas por gentes de mayor nivel cultural que ellos; necesitan convencerse de que la ley está de acuerdo con lo que su razón les dicta. Un ejemplo de esto tenemos en los diferentes grados de obediencia a las señales luminosas de tráfico por una parte y los límites de velocidad por otra. Toda persona que piensa puede ver por sí misma que en un cruce ha de tener la prioridad una de las dos corrientes de tráfico. Es, en cambio, menos obvio que el máximo ideal de velocidad en las áreas urbanas sea cincuenta kilómetros por hora; algunos afirman que el peligro es idéntico a baja que a gran velocidad, y que el verdadero mal, tanto en la

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La ley natural y la ley establecida

ciudad como en la carretera, reside en el adelantar. Gran parte de la legislación moderna se ocupa de los transportes; una buena porción de ella apela al hombre de la calle, porque se da cuenta de que, si no hay regulación del movimiento, no será capaz de llegar a ninguna parte. Pero, cuando se introduce alguna regulación nueva que no aparece inmediatamente a la mente como razonable, como el juego de luces verdes y rojas del semáforo, necesita que le aseguren que la regulación ha sido sometida a experiencia y ha dado resultados provechosos. La legislación después de la experimentación es un avance importante en las sociedades tecnológicas. Hay un punto que es preciso subrayar: la gente sólo aceptará los resultados de las pruebas, si sabe que cuenta con una prensa libre; los informes sobre los resultados, publicados en un periódico controlado o influido por el gobierno, convencen a .pocos lectores.

un delito criminal el cometer adulterio; sin embargo, la convivencia adúltera ha llegado a aceptarse de forma tan general que, si la policía intentara aplicar la ley, se produciría una conmoción universal. En este campo de la conducta personal, defendido por la instrucción que el niño recibe en el hogar y en la escuela, la legislación debe tener cuidado de no adelantarse al hábito que todavía predomina.

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5.

Armonía entre ley y hábito

Otro principio de la obediencia es que la ley no debe marchar en dirección contraria al hábito. Esta es sin duda la formulación correcta de la interrelación entre ley y moralidad. En la medida en que la moralidad armoniza con la razón, las leyes que tienen un contenido moral tenderán a imponer obediencia. Pero la moralidad de una sociedad no siempre está de acuerdo con la razón; en gran medida depende de lo que se enseña a los niños. La moralidad es oficialmente cristiana en muchos países, donde los que asisten a la iglesia son menos que los que poseen establecimientos públicos. Los padres siguen instruyendo a sus hijos en la moral cristiana —y esperan que las escuelas hagan lo mismo—, a pesar de que ellos hayan cesado desde hace mucho de practicar esta moral. Esto obedece a que todos nosotros, cuando nos hacemos mayores, miramos nuestra infancia con mayor ternura, y estamos tan ligados a nuestros recuerdos juveniles, que instintivamente tendemos a imponerlos a la nueva generación. Así, la moralidad cambia mucho más lentamente que el resto de la sociedad. Pero cambia. En el estado de Nueva York, nominalmente es todavía

6.

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Urgibilidad

El sexto requisito es que la ley pueda hacerse cumplir. Esto quiere decir que debe ser posible hacer cumplirla sin un costo y un esfuerzo desproporcionados con el objeto. Muchos visitantes se extrañan, por ejemplo, de que en Gran Bretaña exista un número tan elevado de establecimientos de apuestas autorizados. Ciertamente, éstos representan un aspecto de la vida inglesa que es deprimente y burdo. Pero tiene poco mérito el acusar al primer gobierno que permitió estos establecimientos de «legalizar las apuestas». El hecho es que existía ya tal dosis de apuestas clandestinas que era imposible suprimirlas y ridículo intentarlo. Al enfrentarse con esta situación, es mejor que un gobierno reduzca el juego mediante impuestos, que a todos parecen razonables, que mediante el débil brazo de la ley. Porque, a no ser que el pueblo vea que la ley tiene verdaderamente un brazo fuerte y eficaz, no sólo caerá en descrédito semejante ley, sino también todas las demás. Volviendo por un momento al tema de las leyes fiscales, si se pretende aplicar con demasiada rigidez el principio del último penique, la ley sobre recaudación de impuestos puede convertirse en un colador en vez de un cazo. Si el tiempo necesario para identificar al que quebranta la ley es tan largo que éste puede silbar mientras espera, pronto será imposible hacer cumplir la ley. Es mucho mejor disponer de un sistema rudimentario y ágil de recaudación de impuestos, que pueda funcionar con rapidez, que una maquinaria delicadamente construida que se mueve a paso de tortuga. Para que sea aceptable a la voluntad general, una ley debe ser urgible con poco gasto y con la mayor rapidez.

La ley natural y la ley establecida 7.

La ley no debe ser retroactiva

El principio de que una ley no debe ser retroactiva es ampliamente reconocido. La razón reside en que la ley debe ser siempre segura y firme. Si la gente piensa que existe alguna probabilidad de que el gobierno dará de repente una ley exigiendo que su banco pague por sus imposiciones, dejará de depositar dinero en su banco. De igual modo, si teme que alguna actividad que hoy es legal será mañana declarada retrospectivamente ilegal, no sabrá a qué atenerse, y se refugiará o en la inactividad o en la clandestinidad. El principio de la no retroactividad debe ampliarse de acuerdo con la voluntad general; rectamente formulado, debía decir: todo posible cambio en la ley debe ser adecuadamente conocido. Las leyes promulgadas con atolondramiento corren peligro de ser malas leyes; la prisa al urgir su cumplimiento sólo produce una evasión en masa. A la gente se le ha de dar tiempo para que acomode a su paso los cambios de la ley; no toda empresa dispone de un asesor jurídico que pueda dedicar todo su tiempo a su tarea.

8.

Asequibilidad

Finalmente, la ley debe ser fácilmente asequible. Esto quiere decir que debe ser posible conocerla sin dispendio extravagante de tiempo o dinero. No se trata de garantizar que pueda encontrarse una copia de cada ley en la Casa Consistorial o en una biblioteca pública. El ciudadano debe poder poseer una copia y leerla. Más aún: debe ser presentada de manera que pueda ser conservada y manejada cómodamente mediante un índice. Ignorantia legis haud excusat (la ignorancia de la ley no es excusa), dicen los juristas, pero esta máxima carece de sentido, excepto sobre la base de que el legislador redacta la ley pensando en cada persona. Se puede discutir si no es justo, o conveniente, que cada ciudadano disponga de copias impresas de la legislación, libres de todo gasto. En realidad, cada

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miembro de un club tiene derecho a un ejemplar gratuito de los estatutos a cambio de su suscripción. ¿No tendrá derecho el ciudadano que paga impuestos a las regulaciones del estado sin un recargo adicional? Contra esto se puede decir que la gente presta escasa atención a lo que no le cuesta dinero. Una solución intermedia podría ser: facilitar a todos gratuitamente el texto de todas las leyes, suministrado automáticamente a todos los que se suponen afectados por ellas, pero imponer un recargo para la cubierta de la encuademación y el índice, cosas virtualmente indispensables. Hemos presentado ocho principios fundamentales que pueden fomentar el respeto a la ley: igualdad de aplicación, comprensibilidad, consulta previa a los intereses contrarios, racionalidad, adaptación al hábito, urgibilidad, conocimiento adecuado y fácil asequibilidad. Si se observasen todos, habría menos ley establecida de la que existe hoy. Pero ¿es esto necesariamente algo malo? Todos estamos de acuerdo en que la regulación del tráfico tiene por objeto el bien de la comunidad en general y del individuo en particular. Pero si se instalan cada pocos pasos distintas señales de tráfico, por mucha que sea la sensibilidad frente a su lenguaje, el resultado del conjunto será una confusión total. Puede haber demasiadas leyes en una comunidad; los seres humanos siguien siendo criaturas de instinto e impulso. Si no pueden romperse algún hueso o salirse de la calzada sin pensar antes si están infringiendo una ley, no podrán librarse de desagradables frustraciones.

III.

LEY NATURAL Y LEY ESTABLECIDA

Hemos dicho que estos principios relativos a la ley establecida tienen su origen en la doctrina de la ley natural. ¿Existe algún sistema separado de ley natural que puede entrar en conflicto con la ley estatal y a veces desbordarla? Muchos distinguidos teólogos y juristas han escrito extensos libros sobre la ley natural. El autor de este artículo no oculta su timidez al presentar, en un espacio mucho más reducido y con una

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La ley natural y la ley establecida

erudición menos vasta, un punto de vista contemporáneo y práctico. Dios creó el universo del que el hombre es parte. La creación del universo representa el proceso de establecer orden en el caos. El hombre es la forma más elevada de vida en esta tierra, porque es la fuerza más capaz de producir un orden armonioso que preserve su existencia y la de las restantes especies. Por tanto, la tendencia del hombre hacia la armonía en la tierra es una expresión de la voluntad de Dios. El método que el hombre sigue para lograr la armonía es la creación de comunidades cada vez mayores. Así, el deseo que el hombre siente de formar parte de una comunidad es igualmente una expresión de la voluntad de Dios. La medida en que cada individuo desea pertenecer a una comunidad más amplia varía con el mismo individuo, su tiempo y el lugar en que se encuentra. El deseo común de pertenecer a un estado particular —deseo llamado a veces «voluntad general»— debe ser respetado por los legisladores de ese estado; de lo contrario, el deseo de pertenecer acabará por debilitarse y desaparecer, y lo mismo ocurrirá con el estado. Siguiendo esta línea de pensamiento, el hombre está tendiendo siempre a un círculo más amplio de armonía. Non progredi regredi est (el no progresar es retroceder). Esta búsqueda de una armonía más amplia implica la fusión de las funciones de una comunidad en otra comunidad mayor. La Luna estará pronto en el ámbito del gobierno del hombre. Las comunidades ligadas a la tierra tendrán que ajustarse a este cambio de horizonte; las comunidades que no puedan ajustarse se atrofiarán, pues la vitalidad de una comunidad debe juzgarse por su capacidad de adaptación al progreso técnico. Esta no es sólo la ley del dinosaurio, sino también la Ley de Dios. En la actualidad, desde 1960, existe un número creciente de hombres y mujeres dedicados a crear una comunidad mundial única. Están trabajando ya para llevar a la práctica las diversas convenciones internacionales y la declaración universal de derechos humanos, que son los rudimentos de una ley internacional establecida. Con el fin de justificar su preferencia por lo internacional sobre lo nacional, algunos de estos refor-

madores recurren a una versión propia de la ley natural. Afirman que existen ciertas ordenanzas divinamente inspiradas que tienen la precedencia sobre cualquier otro tipo de legislación. Como ejemplo citan el mandamiento mosaico «no matarás». Un objetivo de la creación de esta comunidad mundial sería la eliminación de las guerras entre estados y evitar que los hombres mueran innecesariamente. Nos permitimos sugerir aquí que esto es una concepción errónea de la ley natural, en la que no puede encontrarse una prohibición absoluta de matar. Así, es preciso matar animales y plantas para disponer de alimentos. El verdadero sentido de la ley natural consiste en que el hombre, en íntimo acuerdo con su función predestinada de crear orden partiendo del caos, se esfuerce por crear comunidades cada vez más amplias. De esto se deduce que todo lo que conduce a la estabilidad y al crecimiento último de una comunidad, hasta que abarque toda la tierra, está de acuerdo con la ley natural. Por otra parte, nada es tan vital para una comunidad como un sistema generalmente aceptado de estatutos —que constituyen su espina dorsal—, tanto si la comunidad es una aldea como si es la tierra entera. Por tanto, los principios que llevan a la aceptación libre y general de los estatutos son una parte importante de la ley natural, y de ellos ha querido hablar este artículo.

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Más allá del positivismo

MAS ALLÁ DEL POSITIVISMO Y EL DERECHO NATURAL FUNDAMENTARON DEL DERECHO NATURAL EN LA TEOLOGÍA EVANGÉLICA ACTUAL DE LENGUA ALEMANA

I.

ORIGEN

HISTÓRICO

Dos eran, principalmente, las características de la ética teológica del protestantismo a finales del siglo xix y comienzos del xx: de una parte, la acentuación —que se remonta a Kant— del sentimiento y la autonomía moral, es decir, de la afirmación libre e interior del bien por el sujeto moral; de otra, la emancipación de las normas materiales en los diversos campos concretos por medio del concepto de autonomía legal. A ello hay que añadir el predominio del historicismo y de la herencia romántica, la acentuación de lo individual e históricamente irrepetible, es decir, de un irracionalismo. Este irracionalismo inoculó en la teología una alergia contra todo lo que dijese relación a aquella ética que se movía en el plano de los conceptos universales y generales y de las verdades abstractas de razón. Pudo también haberse llegado a simplificaciones un tanto ingenuas identificando, por ejemplo, el progreso universal de la cultura con el avance del reino de Dios y su realización en el mundo. La larga tradición de unidad entre el trono y el altar, así como la alianza de la teología con el idealismo alemán, habían acumulado, sobre todo en el campo de la ética política, un inmenso crédito; el Estado no podía menos de ser la encarnación visible de lo moral, y las normas jurídicas impuestas por él eran necesariamente conformes con la moralidad. Partiendo de estos presupuestos podía llegarse

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con relativa facilidad a un acuerdo con el positivismo jurídico, que ve en el derecho una creación del Estado, un producto del poder. En el caso de que las normas estatales se separasen de las de la moral individual, se echaba mano de la referencia irracionalista al Dios escondido que da vida en la muerte y cuyo amor puede adoptar incluso un rigor aparentemente paradójico. No existía entonces preparación alguna para considerar los abusos de la política, en el imperialismo y el colonialismo o en la evolución capitalista, como una ruptura de principio con las formas tradicionales de la civilización cristiana. Para llegar a comprenderlo tuvieron que acaecer dos hechos: por una parte, la catástrofe universal de las dos guerras mundiales, así como la experiencia de las dictaduras totalitarias; por otra, la irrupción de una nueva teología situada más allá del subjetivismo e irracionalismo tradicionales'. A continuación intentamos presentar la nueva fundamentación de la ética que surge al compás del renacimiento luterano y del redescubrimiento de la Biblia. Atenderemos, principalmente, a la ética del derecho.

II.

PRINCIPIOS DE UNA ETICA EVANGÉLICA DEL D E R E C H O

La politización e ideologización del derecho en la época del Tercer Reich condujo al descubrimiento de las limitaciones propias del positivismo jurídico y al planteamiento del problema de un derecho superior al derecho positivo. Tanto la prác1

Ya en 1918 resultaba claro para los círculos eclesiásticos que, con la primera guerra mundial, se anunciaba un «cambio universal». Cf. K. W. Dahm, Pfarrer und Politik, Colonia-Opladen, 1965 ( = «Dortmunder Schriften zur Sozialforschung», 29). G. Lukacs, Die Zerstórung der Vernunft, Neuwied y Berlín, 1962, estudia sobre todo el irracionalismo en la filosofía desde Nietzsche hasta el fascismo. 16

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Más allá del positivismo

tica de la jurisprudencia2 como la filosofía del derecho 3 adoptan como punto de partida —después de 1945— la existencia de un derecho superior al positivo que constituye la norma de la legislación. Como fundamento metafísico se presentó, en su día, la doctrina católica del derecho natural, así como la moderna filosofía de los valores (M. Scheler, N. Hartmann). Pero también la teología evangélica se consideró llamada a prestar, en esta materia, su colaboración. El punto de partida común —reconocido también en el plano ecuménico-— era la voluntad revelada de Dios; sólo ella podía ser la autoridad obligatoria para los cristianos. Así se reconoció, en 1949, por parte del grupo de estudio internacional perteneciente al Consejo Ecuménico de las Iglesias —en Wadham College— y en las Bases para la interpretación de la Sagrada Escritura, donde se expresa la convicción universal de las comunidades eclesiales federadas en el Consejo Mundial de las Iglesias. Pero ¿cómo conocemos nosotros, los hombres, esta voluntad de Dios? Existe pleno acuerdo entre todas las Iglesias cristianas sobre el hecho de que esta voluntad se nos ha manifestado de algún modo. Las opiniones, en cambio, se dividen cuando se trata de constatar dónde podremos encontrar la voluntad revelada de Dios acerca del derecho. En Wadham sólo se pudo lograr un acuerdo en el siguiente punto: «Ninguna doctrina que se oponga claramente al criterio de la Biblia podrá ser considerada como cristiana»; no se logró, en cambio, una conformidad en la cuestión de la obligatoriedad de la tradición, de la razón y de la ley natural. «Renace así, con renovada violencia, la antigua y difícil problemática de si el hombre, para conocer la voluntad de Dios, depende exclusivamente de la

revelación divina en la Sagrada Escritura o si, además, tiene capacidad para avanzar por otros derroteros basándose en su conocimiento racional de las obras divinas en la naturaleza y en la historia» 4. En correspondencia al dogma trinitario resultan, en una fundación teológica del derecho, cuatro principios distintos: 1.° El derecho tiene su fundamento en el gobierno de Dios Creador y en el orden de la creación impuesta por él al mundo creado. 2° El derecho ha de ser comprendido a partir del dominio de Dios Conservador y del orden de la conservación impuesto por él a la creación caída para que pueda persistir. 3.° El derecho puede ponerse en relación con la principal acción salvífica de Dios Reconciliador: la aparición de la justicia divina en Jesucristo. 4.° Como último principio se nos ofrece la recopilación, en una síntesis trinitaria e histórico-salvífica, de los momentos y las verdades incluidas en las fundamentadones teológicas reseñadas. No existe un intento de fundamentar el derecho partiendo únicamente del tercer artículo de la fe, y si existiera, habría de ser desestimado como existencialismo fanático s .

2

El Tribunal federal de Garantías Constitucionales afirma en su primer dictamen que «reconoce la existencia de un derecho superior al positivo, obligatorio también para los mismos autores de la constitución y... se declara competente para ajustar a él el derecho positivo» (Juristenzeitung, 1951, 729). 3 Cf. G. Radbruch, Gesetzliches Unrecht uní übergesetzliches Recht, en Rechtsphilosophie, Stuttgart, "1950, 347ss; H. Coing, Rechtsphilosophie, Berlín, 1950.

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III. LA FUNDAMENTACION DEL D E R E C H O EN LA DOCTRINA DE LOS ORDENES DE LA CREACIÓN

Citaremos como representantes de esta tendencia a los dos teólogos luteranos P. Althaus y W. Elert, así como al reformado E. Brunner. También ellos sostienen que la voluntad de Dios es norma del derecho y que sólo puede ser conocida por la revelación. Esto no significa, sin embargo, para estos 4

Así, H. Simón, Der Rechtsgedanke in der gegenwartigen deutschen evangelischen Theologie unter besonderer Berücksichtigung des Problems materialer Rechtsgrundsátze (Disertación de la Facultad de Derecho de la Universidad de Bonn), Bonn, 1952, 49. 5 Cf. Kirche und Recht, Gotinga, 1950, 51: diálogo sobre la fundamentación cristiana del derecho, promovido por el Consejo de la Iglesia Evangélica en Alemania.

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defensores de una teología natural, que la voluntad divina pueda ser conocida solamente a través de la Sagrada Escritura, pues, además de la revelación salvífíca en Jesucristo, existe también una automanifestación original de Dios en la naturaleza y en la historia, una revelación primitiva y universal. Esta no «se halla esencialmente vinculada a la fe..., a la historia bíblica, sino que es natural, humana, precristiana»6. Brunner hace hincapié en el hecho de que «la noción cristiana de un creador implica el reconocimiento de una revelación por la creación, pues ¿qué creador sería aquel que no imprimiese en su creatura el sello de su propio espíritu?» 7. El hombre experimenta esta revelación natural en su conciencia o en la reflexión acerca de su propia existencia. Esta perspectiva permite a Brunner enlazar con la antigua tradición, sobre todo con Aristóteles, al abordar —en su obra Gerechtigkeit (1943)— la cuestión de la decadencia sufrida por la idea occidental de justicia.

de la humanidad» impuestas por el creador «a través del instinto y la razón del hombre» 10. Althaus considera estos órdenes, en correspondencia con la tradición del actualismo luterano, como magnitudes históricamente variables, pues «la creación por parte de Dios no hace surgir la singularidad de un orden abstracto en sí mismo, sino la pluralidad de los órdenes en su forma concreta; no la estructura estática de un universo acabado, con sus formas y órdenes naturales, eternos e inmutables, sino una estructura dinámica que tiende hacia formas siempre nuevas. Lo cual responde al doble sentido que encerraba ya en Lutero el concepto de creación: este concepto se refiere, por una parte, al crear de Dios (creare) como actividad eterna, y por otra, al resultado de esta creación (creatum) n . Responde, pues, a la tradición luterana el que el concepto de creación sea entendido no como un orden eterno del ser, en sentido estático-platónico, sino como un orden del devenir histórico-dinámico. Esto entraña, de una parte, un distanciamiento del concepto clásico del derecho natural, y de otra, un acercamiento a los órdenes vigentes en el presente histórico. En ello radica la fragilidad de esta postura, pues por aquí puede irrumpir en el edificio del pensamiento teológico la ideologización y la politización. Althaus advierte, ciertamente, que los órdenes se hallan necesariamente entrelazados con el pecado, y por ello «su configuración histórica ha de ser analizada críticamente en cada caso para ver si responde al sentido divino de los órdenes» n; pero por otra parte recalca expresamente que «su sentido no radica sólo en la represión del caos originado por el pecado de la humanidad», y en consecuencia no pueden ser calificados de órdenes de conservación (es decir, situados en el plano de la alianza con Noé). Por eso el matrimonio, según Pablo, no es solamente un

Partiendo de este principio, surge una fundamentación del derecho sobre los órdenes entitativos de la creación. Brunner subraya: la voluntad de Dios no se acerca a nosotros en un «deber» abstracto, suspendido sobre el ser, sino que brota del mismo ser 8 . Aunque Dios no es el Logos inmanente del mundo, sino el legislador del mundo, la ley universal es la «manifestación de su voluntad creadora... Detrás del suum cuique se encuentra —como orden primordial que establece las debidas competencias— la voluntad del creador, el orden de la creación»9. Para Althaus, el derecho, juntamente con el matrimonio, la raza, el estado, la economía, pertenecen a aquellos órdenes de la creación bajo los que dicho autor incluye también a «las condiciones esenciales de la existencia histórica

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6

P. Althaus, Die christliche Wahrheit, I, Gütersloh, 1947, 74. E. Brunner, Die christhche Lehre von Gott, Zurich 1946 I, 138. 8 Das Gebot uní die Ordnungen, Tubinga, 1933, 109 y 192. 9 Gerechtigkeit, 51. Sobre Brunner, cf. I. H. Póhl, Das Problem des Naturrechtes bei Emil Brunner, Zurich-Stuttgart, 1963 («Studien z. Dogmengesch. u. system. Theol.», 17). 7

10 11

Theologie der Ordnungen, 21935, 9ss. Cf. D. Lofgren, Die Theologie der Schópfung bei Luther, Gotinga, 1960. No obstante, Lofgren falsea un tanto la doctrina de la creación en Lutero, porque considera la actuación de Dios salvador y redentor como una modalidad de la obra creadora. 12 Ibíd., 29.

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remedio para la fornicación, sino un orden original de mutua donación entre los sexos; de igual modo, el estado no es sólo remediutn peccati, sino un orden original de asistencia y protección. Brunner acentúa con mayor fuerza que Althaus la importancia normativa de los órdenes. Estos «no son meros círculos vitales dentro de los cuales tenemos que actuar, sino órdenes según los cuales tenemos que obrar, pues en ellos se acerca hasta nosotros la voluntad de Dios» 13. Esta función normativa es destacada con mayor intensidad en el libro Gerechtigkeit (Justicia). También W. Elert, el otro luterano de Erlangen, habla de los órdenes naturales (matrimonio, familia, pueblo, estado) que pertenecen «al mero plano natural de los órdenes de la creación» 14 y constituyen una estructura irrevocable del ser en la que Dios, «como creador y señor del mundo, inserta al hombre» 15 . Tenemos que habérnoslas aquí con la actividad creadora y gobernadora de Dios como legislador. Sin embargo, este plano del ser no es todavía normativo, pues sobre él se extiende un segundo orden o nivel, una contextura del deber a partir del cual se puede dar respuesta al «problema del recto uso o abuso» de aquellos órdenes naturales. Dios actúa aquí como legislador. Elert sigue valiéndose entonces de la analogía jurídica al afirmar que Dios exige cuentas, como juez, al hombre. Elert admite la importancia del derecho natural, aunque dentro de ciertos límites: es aquella instancia que, de un modo semejante al decálogo, convence al hombre de su oposición a Dios (cf. Rom 2). El problema de los órdenes ha sido discutido también, en el luteranismo actual, dentro de otra nomenclatura teológica: la doctrina de los dos reinos. En el reino del mundo Dios impera por la fuerza y la espada; en el reino de la gracia, por el espíritu y la palabra. Fue precisamente esta doctrina la que dio el pretexto teológico para admitir la autonomía del sujeto moral en el ámbito de la actuación en el mundo, así como de

las reglas que en él imperan. Por ello ha caído bajo el fuego de la crítica. Existe una gran diversidad de interpretaciones en ciertos puntos concretos, como lo demuestran los dos artículos de Althaus y Heckel en el Evang. Kirchenlexikon w ; sin embargo, hoy día todos están de acuerdo en lo siguiente: Dios es el Señor en ambos reinos y sólo es distinta su forma de gobierno en el Estado y en la Iglesia. Aun cuando la actuación de Dios en el reino terreno sea distinta, por su forma, de la actuación en el reino de la gracia, ello no deberá conducir a una doble moral, sino que en ambos reinos se debe a Dios la gloria. Se ha criticado, ciertamente, a Lutero por no habernos dado en su doctrina " todo lo que debía, ya que —al igual que Calvino— no nos ha explicado suficientemente «cómo y hasta qué punto ambas realidades se coordinan mutuamente» 18.

13 14 15

Das Gebot und die Ordnungen, 215. Das christliche Ethos, Tubinga, 1949, 113. Ib'td., 82.

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IV. LA FUNDAMENTACIÓN DEL DERECHO EN LA DOCTRINA DE LOS ORDENES DE CONSERVACIÓN

Para la filosofía profana del derecho, el problema más difícil es el de la relación entre las normas, que son atemporales, y la evolución histórica de los conceptos del derecho. En una fundamentación evangélica del derecho, este problema es la resultante de la alienación del hombre histórico, por el pecado, de los órdenes primordiales. Lo cual entraña ciertas consecuencias tanto para el ser del hombre como para su capacidad cognoscitiva, pues si es tomada en serio la realidad de esa alienación, pierden su fuerza tanto la idea de un orden del ser que 16

Artículo Zwei-Reiche Lehre, de P. Althaus y J. Heckel, Evang. Kirchenlexikon, Gotinga, 1959, col. 1928-1936 (con la bibliografía allí citada); cf. también J. van Laarhoven, La doctrina de los dos reinos en Lutero. Notas sobre su origen: CONCILIUM, 2 (1966), cuad. 17, 390-403. 17 E. Wolf, Luthers Erbe?: «Ev. Theol.», 6 (1946-47), 82114, reproducido en Peregrinatio, II, Munich, 1965, 52-81. 18 K. Barth, Rechtfertigung und Recht, 31948, 4.

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haya permanecido intacto como de una razón también intacta por medio de la cual sería conocido dicho orden. Y aun cuando «nosotros tuviésemos por válidos a tales órdenes objetivos», de poco nos serviría, pues éstos únicamente adquieren relévancia para nosotros los hombres «si los conocemos y entramos en relación con ellos por medio de nuestra inteligencia, al menos en cierta medida» 19. Hay una segunda variante de la teología de los órdenes, representada por W. Künneth y H. Thielicke, que tiene en cuenta estas reflexiones. También habría que mencionar aquí a Fr. Gogarten, aunque no pueda ser considerado entre los representantes típicos de una teología de los órdenes. Künneth considera a los órdenes no como primigenios, anteriores a la caída, sino como órdenes de la conservación graciosa por parte de Dios, que no abandona a su creación a pesar de la alienación de ésta. «El orden de conservación constituye la forma actual de la actuación creadora de Dios sobre el mundo caído»20. También la jurisprudencia, por muy fragmentaria que pueda ser, constituye «un servicio necesario al orden de conservación mantenido por Dios»21. Thielicke parte del hecho de que por el pecado se realiza una perturbación total de todo el cosmos n, y, por tanto, el mundo no ha de ser considerado como «portador de un orden conforme a la creación, sino como un eón entre la caída en el pecado y el juicio». Por ello el estado y el derecho no son órdenes de la creación, sino «formas estructurales de la existencia caída»; estas primitivas ordenaciones humanas se encuentran así entre dos fuegos, pues son, por una parte, total y plenamente humanas, mientras que por otra constituyen «ordenaciones de emergencia dispuestas por la paciencia divina para el mantenimiento del mundo caído». En consecuencia, «el orden jurídico, desde una perspectiva teológica, constituye el modo y la manera que Dios tiene

de hacer justicia al hombre caído, pero destinado a la salvación, con vistas a su convivencia terrena, sin permitir que se desangre por la herida ocasionada, en la caída, a esa misma convivencia» 23. De un modo parecido, también Gogarten puede afirmar que «el estado recibe su sentido y su fundamentación del hecho de conjurar aquella potencia del mal que amenaza a la existencia humana en su propio ser» M. D. Bonhoeffer advierte, con especial empeño, que estos órdenes no son algo estático, órdenes ontológicos, sino preceptos o mandatos de Dios, ordinationes. Prefiere el concepto de ordenaciones al de mandato. «El portador del mandato actúa en representación, como vicario del mandatario. Rectamente entendido, sería también utilizable en este caso el concepto de «orden»; pero éste lleva inherente el peligro de centrar principalmente nuestra atención sobre la estabilidad del orden más que sobre el poder, la legitimación y autorización divinas como únicos fundamentos del orden. De ello se sigue con demasiada frecuencia la aceptación de una presunta sanción divina respecto a todos los órdenes existentes, así como un conservadurismo romántico que nada tiene que ver ya con la doctrina cristiana de los cuatro mandatos divinos» 25.

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19

H. H. Schrey, Naturrecht und Gottesgerechtigkeit: «Universitas», 5 (1950), 426. 20 Politik zwiscben Damon und Gott, Berlín, 1954, 139. 21 Ibíd., 169. 22 Theologische Ethik, I, Tubinga, 1951, 698ss.

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V. JUSTIFICACIÓN Y DERECHO. FUNDAMENTACION CRISTOLOGICA DEL DERECHO

Con Bonhoeffer se realiza, en principio, el paso al tipo siguiente de fundamentación teológica del derecho, pues centra la revelación del precepto de Dios únicamente en Jesucristo y no en la potencia natural de la razón humana. La tendencia cristológica censura a las formas anteriormente citadas porque intentan fundamentar el derecho únicamente sobre la 23 24 25

Ibíd., III/3, 375. Politische Ethik, Jena, 1932, 213. Ethik, Munich, 1949, 22ss. Bonhoeffer entiende bajo los cuatro mandamientos divinos, el precepto de Dios en la Iglesia, el matrimonio y la familia, la cultura y la autoridad.

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voluntad de Dios creador y conservador, «pasando, en cambio, por alto el hecho de que, entre tanto, ha acaecido una nueva acción de Dios que ha desplazado las relaciones anteriores: la encarnación» 26. Esta tendencia no pretende en absoluto esbozar un «derecho cristiano» válido únicamente para los cristianos, pues «el derecho es, en realidad, para todos, creyentes e incrédulos»; lo que busca es situar al derecho en un plano en el que Jesucristo es rey. Así se hace patente un nuevo principio teológico totalmente distinto de aquel que se nos ofrece en la doctrina de los dos reinos, de Lutero, pues esta doctrina parte de la diversidad de los dos reinos, por lo que las normas de la justicia vigentes en este mundo caído se remontan a la ley del Dios que conserva, mientras que Cristo es el Señor del otro reino divino. La justicia civil y la justicia ante Dios son, por tanto, dos formas distintas de justicia, de las que una se refiere a la vida externa y la otra a la vida interior del hombre. Ahora bien: se pregunta Karl Barth —el principal representante de la tendencia cristológica—, ¿es admisible esta diferenciación, entendida sobre todo como estricta división? «¿En qué sentido puede y debe hablarse —distinguiendo, pero también uniendo— 'de justicia divina y humana' bajo un mismo concepto?» 27. No se trata, por tanto, de una identificación de ambas justicias; ésta sería la actitud de aquellos exaltados que pretenden anticipar ya al momento actual el futuro reino de Dios y reducen el mandamiento del amor a términos jurídicos. ¿Cómo ve entonces Barth esta conexión? No bajo la forma de dos ámbitos independientes, sino como dos círculos concéntricos que poseen un centro común: Jesucristo. La comunidad cristiana constituye el círculo interior; la sociedad civil, el exterior. Entre ambas existe una capacidad y una necesidad de semejanza. «La justicia del estado está constituida, en una perspectiva cristiana, por su existencia como semejanza, co-

rrespondencia, analogía con el reino de Dios creído en la Iglesia y anunciado por ella» 28. La sociedad civil tiene, pues, un centro misterioso; por ello no necesita beber «del cántaro roto» del derecho natural, sino que encuentra su norma en Jesucristo. Es verdad que la sociedad civil depende de esta problemática instancia del derecho natural o de lo que se tiene y ofrece por tal, pero, desde un punto de vista cristiano, esa instancia puede ser considerada a lo sumo como una norma orientada a su vez a una norma superior, es decir, como norma normata, no como norma normans. Partiendo de este principio, resultan normas muy concretas de actuación. El orden de la comunidad se convierte entonces en el ejemplo y el modelo para el orden del mundo. La realidad de Cristo gira en torno al hombre, por eso la comunidad cristiana «en el ámbito político siempre y en todas las circunstancias deberá interesarse principalmente por el hombre más que por las cosas en general» 29, llámense éstas el capital o el estado, el honor de la nación o el progreso. La comunidad cristiana, como testigo de la justificación, es decir, del establecimiento y la consolidación del derecho del hombre frente al pecado y la muerte, «se encontrará siempre allí donde el orden esté basado en el hecho siguiente: todos habrán de someterse a aquello que es conocido y reconocido como derecho sin que nadie quede excluido tampoco de la protección del mismo derecho; toda actuación política ha de estar regulada, en todas las circunstancias, por este derecho».

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El jurista francés J. Ellul, después de un estudio sobre las diversas alianzas pactadas por Dios con la humanidad, llega a la conclusión de que «el derecho se funda exclusivamente en Jesucristo»30. Ellul concibe el derecho no dentro de categorías ontológicas, sino actualistas y escatológicas. La voluntad de Dios como fundamento de la justicia no es un principio rí28

26

J. Ellul, Die theologische Begründung des Rechtes, Munich, 1948, 10. 27 K. Barth, Rechifertigung und Recht, Zollikon-Zurich, 3 1948, 3.

251

Christengemeinde und Bürgergemeirtde, Stuttgart, 1946, 29 («Kirche für die Welt», 7). 29 lbíd., 32. 30 Die theologische Begründung des Rechts, Munich, 1948, 74 («Beitráge zur Evang. Theologie», 10).

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gido del que se pueda derivar un sistema. «Es siempre acto. Ello responde estrechamente a lo que nos enseña la Biblia acerca de la justicia de Dios: ésta se encuentra únicamente en el acto del juicio» 31. Esta justicia, en su plenitud, aparecerá en el juicio final. Partiendo de estos presupuestos llega Ellul a un enfoque crítico del derecho natural, pues «no existe derecho alguno que sea inherente a la naturaleza del hombre, ya que es únicamente Dios el que crea el derecho. Este es, por tanto, y necesariamente, derecho revelado y no derecho natural» 32. J. Heckel —especialista en derecho eclesiástico, muniqués, ya fallecido— nos ofrece una interesante conexión de la doctrina luterana de los dos reinos con la fundamentación cristológica del derecho. Parte del concepto de Cuerpo místico de Cristo que se articula en Iglesia y estado y sobre los cuales Cristo es el Señor. A este reino se opone, de forma hostil, el reino del mundo dominado por el diablo. De esta manera conjuga Heckel el dualismo agustiniano de las dos ciudades enemigas entre sí con la concepción luterana de los dos reinos33.

cristiana del derecho, que tuvo lugar en Gotinga M y que fue seguido, en años sucesivos, de otras conferencias sobre el mismo tema (en 1950, en Treysa)35. «El derecho como constitución existencia! del hombre radica en el hecho de que Dios es su creador», se afirma en la segunda tesis de Gotinga. Esta afirmación es matizada luego por la perspectiva de la historia de salvación al referirla a la violación de la ley de Dios por parte del hombre y a su justificación en Cristo. El ámbito de la iustitia civilis, es decir, del orden de la conservación por Dios, fue considerado como la esfera de la justicia «exterior» de Dios (iustitia aliena Dei) rechazando toda equivalencia con la justicia «propia» de Dios (iustitia Dei propria). A pesar de esta tendencia hacia la distinción luterana de los dos reinos, se acentúa, sin embargo, nuevamente el hecho de que la ley no puede ser considerada aisladamente como un «principio» distinto del evangelio, pues es esto lo que conduce precisamente, en el secularismo moderno, a la perversión totalitaria. La conexión entre el primero y el segundo artículo de la fe, así como con la jurisprudencia material, está representada por la tesis quinta: del hecho de la creación y la redención nace el respeto al hombre como un elemento básico del orden jurídico. En Treysa se mantuvo una línea parecida y, sobre todo, se hizo hincapié en la importancia noética de la cristología, es decir, en su importancia para el conocimiento de la esencia del derecho. «Nuestro conocimiento de la esencia, el origen, la validez y la función del derecho humano proviene de la fe en el evangelio de Jesucristo» (B I 1). Tampoco esta afirmación desemboca en la construcción de un derecho cristiano, pero sí conduce «a determinar la configuración de la actuación

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VI. LA FUNDAMENTACIÓN DEL D E R E C H O EN LA H I S T O R I A DE LA SALVACIÓN Y EN LA TRINIDAD

Aludiremos, por fin, a un cuarto intento de fundamentación teológica del derecho. Deberá ser considerado como un esfuerzo por superar el exclusivismo de las tendencias anteriores. En 1949 fue promovido por el Consejo de la Iglesia Evangélica en Alemania un coloquio sobre la fundamentación

34

31

Ibíd., 34. 32 Ibíd., 51. 33 Cf. J. Heckel, Lex charitatis. Eine juristische XJntersuchung über das Recht in der Theologie M. Luthers, Munich, 1953 («Abhandlungen d. Bayr. Akademie d. Wiss., Phil.-hist. Kl.», 36). Cf. la crítica hecha por P. Althaus, Luthers Lehre von den beiden Reicben im Feuer der Kritik: «Luther-Jahrbuch», 24 (1957), 40ss.

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Las ponencias, el informe de las discusiones y las tesis de las conversaciones de Gotinga se encuentran recopiladas en el libro Kirche und Recht, Gotinga, 1950. 35 Die Treysa-Konferenz 1950, sobre el tema «Justicia en sentido bíblico», editada por el Departamento de Estudios del Consejo Ecuménico de las Iglesias, Ginebra, 1950; cf. también H. H. Walz-H. H. Schrey, Gerechtigkeit in biblischer Sicht, Zurich-Francfort, 1955.

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humana a la luz de la plenitud de los tiempos y del reino futuro de Cristo, activo ya en su venida todavía oculta» x. A la serie de estas tendencias pertenece también la reflexión sobre el concepto de institución. Este concepto es fruto de la labor desarrollada por la Comisión de Derecho matrimonial de la EKiD (Iglesia Evangélica de Alemania) ".También aquí se buscaba una síntesis entre la variabilidad histórica y la continuidad ontológica al definir las instituciones «como expresión jurídica de formas típicas de relación que pueden, indudablemente, ser configuradas con cierta amplitud, pero que, en su principio, constituyen un dato previo y en sus líneas fundamentales son inalterables» (tesis III, 5). Hemos llegado al final de nuestro intento de presentación de las principales tendencias teológicas modernas, por parte evangélica, sobre la fundamentación del derecho. A pesar de todas las divergencias en puntos concretos, podemos constatar una tendencia común: el esfuerzo por arrancar el problema central del derecho de la antigua y estéril alternativa entre positivismo y derecho natural «emprendiendo un enérgico avance hacia un terreno situado más allá del derecho natural y el positivismo y a través del cual pudiesen ser relativizadas, ya que no suprimidas, las tensiones existentes entre ambos» 38. La importancia ecuménica de este ensayo destaca por el hecho de partir desde el centro de la fe bíblica y por orientarse hacia la solución no sólo de un problema perteneciente a la tradición, sino de una cuestión de palpitante actualidad. HEINZ-HORST SCHREY

36

E. Wolf, Zum protestantischen Rechtsdenken, en Peregrinado, II, Munich, 1965, 206. 37 Sintetizado en Recht und Institution, Witten, 1956; cf. también R. P. Calliess, Eigentum ais Institution, Munich, 1962. 38 Así, E. Wolf, Rechtfertigung und Recht, en Ktrche und Recht, 23; cf. también Kl. Ritter, Zwischen Naturrecht und Rechtspositivismus, Witten, 1956 («Glaube und Forschung», 10); H. H. Schrey, art. Recht, christl. Begründung, en Evang. Soziallexikon, Stuttgart, 41963, col. 1005-1009.

REFLEXIONES SOBRE LA VIRTUD DE LA VERACIDAD Lo que puede decirse sobre la virtud de la veracidad en una época o una cultura determinadas dependerá en gran medida de la naturaleza de los principios y supuestos epistemológicos que se esconden tras los intentos conscientes de comunicación en esa época o cultura. Este hecho hace muy difícil reflexionar sobre la virtud de la veracidad en el momento actual, pues es precisamente una revolución epistemológica lo que constituye el núcleo de la renovación que se está operando en la vida y teología católicas '. El intento de reflexión que aquí ofrecemos tendrá muy poco sentido para todo aquel cuya sensibilidad no se haya despertado a la importancia central en la cuestión epistemológica en la búsqueda de una conceptualización adecuada de la «nueva vida», que innegablemente está experimentando la comunidad católica. La manera tradicional de conceptualizar el proceso mediante el cual la verdad es percibida y comunicada, podría resumirse así (descontando lo que puede tener de inexacto toda simplificación extrema): la verdad es percibida cuando la mente del «sujeto» recibe una impresión o representación fiel de un «objeto» que existe fuera de la mente. La veracidad consiste en la expresión adecuada de la representación recibida, me1

Este hecho ha sido demostrado brillantemente por mi colega el profesor L. Dewart en su estudio, recientemente publicado, The future of belief, Herder & Herder, Nueva York, 1966. Desgraciadamente, este libro llegó a mis manos cuando el presente artículo estaba terminado, y así no pude incorporar en la medida que hubiera deseado las exposiciones de Dewart.

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diante la palabra o el gesto, de manera que pueda ser recibida, intacta, por los ojos, los oídos y la mente de otras personas. En otras palabras: el proceso de la percepción y comunicación de la verdad era entendido en analogía con el proceso de emisión-recepción que tiene lugar en la emisión de ondas sonoras en la radio 2 . En esta concepción se esconde una epistemología que considera nuestro conocimiento de las cosas, de las realidades físicas, como el modelo de todo conocimiento, incluyendo incluso nuestro conocimiento de las personas y de las cualidades y disposiciones personales3. Una consecuencia de esta concepción es que la verdad viene a considerarse como una posesión objetivada, y las normas que gobiernan la retención y transmisión de esta «posesión» han tendido a ser asimiladas a las leyes que rigen la posesión y el intercambio de toda propiedad. Este modo de entender la verdad y la virtud de la veracidad fue bastante útil en una época que aceptaba al mismo tiempo la visión del mundo objetivada que aquél implicaba. Pero va perdiendo su utilidad a medida que la conciencia humana alcanza ese nivel en que la conciencia misma (subjetividad e intersubjetividad) viene a ser el «ojo» a través del cual es contemplado el mundo. El hombre contemporáneo se siente menos inclinado a considerar su conocimiento como una acumulación de datos o verdades que puede dar o vender a otros cuando se le antoje o de acuerdo con las pretensiones que éstos puedan tener sobre él; se siente más inclinado a

considerar su conocimiento como algo que forma una sola pieza con su misma conciencia, su yo, su personalidad, y a admitir que el proceso de comunicarlo con otros implica una relación personal, un revelarse y un darse a los otros, en lugar de una especie de transacción comercial que nunca va más allá de un intercambio de cosas o mercancías. En algunos sectores de nuestras vidas, este cambio de punto de vista con respecto a la naturaleza de la verdad no es probable que acarree cambios importantes en nuestra expresión práctica de la virtud de la veracidad. Como seres sociales, reconocemos que una convivencia pacífica y creadora exige que nuestro intercambio social esté gobernado por un alto grado de veracidad y confianza en nuestra comunicación mutua de cada día. Naturalmente, incluso en este campo colaboraría grandemente a la madurez personal y a la armonía social el que la virtud de la veracidad fuera considerada como un servicio personal que deseamos ofrecer a nuestro hermano para el enriquecimiento de nuestra vida en común, en lugar de ver en ella un «derecho» que la sociedad (que tiende a ser considerada impersonalmente) puede exigir de nosotros (en analogía con el derecho de dominio eminente).

2 La inexactitud de la analogía del emisor-receptor para conceptualizar nuestra percepción de la verdad está excelentemente demostrada por G. Marcel en The mystery of being, I (Reflection and Mystery), Gateway Edition, 1960, 127-133. Publicada originariamente por The Harvill Press, Inglaterra, 1950. Traducción inglesa de G. S. Fraser {= Le Mystére de l'Etre, París, Aubier, 1961). 3 Cf. E. Schillebeeckx, Cbrist the Sacrament of the Encounter with God, Sheed & Ward, Londres, 1963, 3. Cf. también el Prólogo de Conelius Ernst al mismo volumen, p. xv. Título original: Christus, sacrament van de Godsontmoeting, 1965. Traducción española, San Sebastián, 1964.

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En realidad, en este campo de la relación del individuo con la sociedad cabe preguntarse sí, en la época de los computadores, detectores de mentiras y «espías» electrónicos, no es necesario insistir más en los derechos al secreto que en la obligación a la veracidad. Es muy posible que el grado de veracidad que es esencial para el fluido funcionamiento de la vida pública quedará un día asegurado por la tecnología y excluido del ámbito de la libre elección. De hecho, este proceso está ya en marcha. Cada vez le es menos posible al ciudadano dejar de ser «veraz» con el cobrador de impuestos, el juez y una turba de otros agentes de la sociedad en que vive. Tanto si se presta buena acogida a esta nueva orientación como si se la ve con alarma, parece claro que tendrá como resultado el proporcionarnos un foco distinto para nuestras reflexiones sobre la virtud de la veracidad. En lugar de preocuparnos principalmente por la veracidad en la comunicación de 17

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datos, nuestro interés se centrará más en la fidelidad al propio yo en la autoexpresión y autorrevelación. A mi juicio, esta nueva orientación exigirá de nosotros una auténtica profundización de nuestro entendimiento de la virtud de la veracidad. Nos obligará a matizar más y a ser más críticos en nuestra reflexión sobre la cualidad y variedad de nuestras relaciones personales y el grado de autorrevelación que es apropiado a ellas. Y viceversa: nos permitirá quizá ser más directos y francos en nuestra expresión de los derechos al aislamiento que corresponden a nuestra condición de personas. Con respecto a este último punto podíamos reflexionar por un momento sobre la llamada «restricción mental». La misma existencia de esta categoría en nuestra reflexión moral y el hecho de que hemos creado una casuística notablemente sofisticada en torno a ella dan testimonio de que instintivamente reconocemos un derecho natural a cierto grado de aislamiento personal. Es evidente que no todos tienen derecho a saber «si estoy en casa» o «si estoy ocupado» o «qué voy a hacer la semana próxima» en cualquier momento que se les antoje preguntar por mí. Pero la mayoría de nosotros siente cierto malestar ante los modos de disimular que nuestros manuales de moral recomiendan en esas situaciones \ A mi juicio, esto se debe a que tendemos a considerar la verdad como una mercancía que de algún modo hemos colocado en el mercado público por el mero hecho de que somos miembros de una sociedad. Por eso tenemos la sensación de que todo el que ofrece el precio justo (formulando una pregunta) tiene derecho a una porción de nuestra mercancía. Incluso cuando estamos convencidos de que fue una falta de delicadeza por parte suya el preguntar,

sentimos cierto malestar, si disimulamos mediante una respuesta evasiva ( = un producto fraudulento). Si consideramos la veracidad más en cuanto modo de autoexpresión personal, creo que en esas situaciones podremos proteger lo que es nuestro dominio privado más eficazmente y con mejor conciencia. Comprobaremos que el simple formular una pregunta no da derecho al que la formula a una respuesta directa, sobre la base de un quid pro quo. Comprobaremos también que la pregunta expresada no siempre entraña la pregunta real o la intención real del que pregunta. Con una mayor sensibilidad ante las necesidades reales del que pregunta y la índole de su relación con nosotros, nos sentiremos más capaces de responder con más imaginación y poder creador, y podremos encontrar otras opciones distintas de la respuesta directa por una parte y el disimulo de la «restricción mental» por otra. A mi juicio, ésta es la manera en que Jesús se expresaba ordinariamente y se comunicaba con la gente. No se sentía obligado a responder a las preguntas directamente, y menos cuando éstas eran injustificadas o implicaban exigencias no razonables o no sanas. A veces respondía con una pregunta (como cuando la madre de Santiago y Juan pedía privilegios especiales para sus hijos en el reino). A menudo respondía con una parábola, que, a la vez que evitaba o posponía una respuesta directa a la pregunta formulada, era una respuesta más apropiada a la persona que preguntaba. Y en una ocasión parece haber dicho una «no verdad». Sus hermanos le preguntaron si iría a Jerusalén con ocasión de la fiesta (para realizar allí sus milagros). El contestó: «Yo no voy a esta fiesta.» Luego sí fue. A mi juicio, es mucho más simple y más acertado entender la respuesta de Jesús en este caso como una respuesta personal adecuada a las toscas expectaciones de sus hermanos que intentar racionalizarla en términos de restricción mental. En esta perspectiva resulta claro que la respuesta más veraz a una pregunta (es decir, la respuesta mejor para la persona del que pregunta) no será en todos los casos la respuesta más positiva. La respuesta simplemente positiva puede ser con frecuencia un modo de mantener a distancia al que

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Los manuales, en sus ejemplos, interponen con frecuencia un tercer personaje (secretaria o sirvienta) entre el que pregunta y la víctima. Esto tiene como consecuencia reducir el malestar moral de los tres actores de la escena. Desgraciadamente, la mayor parte de la gente no puede contar con los servicios de una secretaria o una sirvienta en estas situaciones.

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pregunta o de dejarlo en su ignorancia, en lugar de ser un medio de verdadera comunicación y comunión con él. Pero nos cuesta trabajo ser sensibles a esta interpretación matizada de la veracidad por estar ligados a una epistemología y una teoría de la comunicación «objetivadas». Las parábolas de Jesús son una fuente de confusión e incluso un escándalo para quien desea que la verdad sea expresada sólo en conceptos y juicios claramente definidos y para el que ha tomado de la sala de un tribunal o del mercado el modelo de la comunicación humana. El modo de comunicación empleado por Jesús pone de manifiesto que la verdad y la obligación de la veracidad no sólo incumben al que habla, sino también al que oye. La verdad sólo puede «tener lugar» donde se da una apertura a la comunicación por parte al menos de dos personas. Sería literalmente (aunque sólo parcialmente) verdadero decir que «la verdad está en el oído del oyente»; o como lo formula Jesús: «El que tenga oídos para oír, que oiga.» La razón de que exista tan poca verdad en nuestra vida y en nuestro mundo no es tanto el que la verdad no se diga, cuanto que no se oiga. El número de personas que practican como norma la mentira consciente y deliberada probablemente nunca ha sido muy elevado en la historia de la civilización, pero parece existir un gran número de personas que tienen un problema de «oído»: los incircuncisos del corazón y del oído, según la frase bíblica. Quizá a medida que lleguemos a comprender que la virtud moral de la veracidad debe ser cultivada ante todo mediante un virtuoso escuchar, comenzaremos también a hacer más progresos en cuanto a decir y hacer la verdad. No debemos imaginar que lo que acabamos de decir sobre el escuchar la verdad se aplica sólo a la verdad profunda, religiosa o «espiritual», o a las relaciones íntimas entre un «yo» y un «tú». Los estudios psicológicos han demostrado ampliamente el hecho de que la fidelidad con que la gente percibe incluso las verdades empíricas más simples puede quedar grandemente disminuida por su estado emocional momentáneo o por sus predisposiciones psíquicas más permanentes. Este defectuoso «oír» llevará, naturalmente, a un defectuoso «de-

cir» la verdad. No cabe duda que muchos casos de «insinceridad» no deben considerarse como una falta moral culpable por parte del que habla, sino como una consecuencia inevitable de la atrofia o la distorsión de su capacidad de oír y percibir la verdad. El hecho de que podamos atribuir algo (o mucho) de la ausencia de veracidad en el mundo a la influencia de predisposiciones o distorsiones psíquicas no culpables que disminuyen la capacidad de oír la verdad no autoriza al moralista o al pastor a despreocuparse de estos fenómenos. La mentira sigue siendo un mal, sea o no culpable. Tanto si procede de motivos conscientes como si tiene su origen en disposiciones inconscientes, seguirá causando frustración y desdicha a la persona que lo padece y a todos los que estén en contacto con ella. La mentira que procede de influencias psicopatológicas quizá tenga efectos mucho más destructores que la impostura consciente y culpable. Esta última, en efecto, puede ser desenmascarada y controlada por el hombre ordinario, mientras la primera generalmente sólo puede ser identificada y tratada por un psiquíatra profesional. Si nuestra teología moral y nuestra práctica pastoral tienen por objeto la salud (salus) real del hombre y no simplemente juzgar sus delitos conscientes, deberán interesarse cada vez más por los problemas de este tipo y aliarse más estrechamente con las artes curativas que se ocupan directamente del inconsciente y de las emociones. Naturalmente, esto es necesario para lograr un entendimiento más profundo y una pedagogía más eficaz no sólo de la virtud de la veracidad, sino también de todas las demás virtudes.

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Técnicas de difusión y «buenas costumbres»

LAS TÉCNICAS DE DIFUSIÓN AL SERVICIO DE LAS «BUENAS COSTUMBRES» Los medios de comunicación social constituyen un espinoso problema que no cesa de provocar estudios y debates. Estos medios difunden continuamente valores e ideologías y suscitan aspiraciones, entre los cuales la elección es más difícil a medida que el sentido moral de los pueblos está más embotado. Hasta no hace mucho, el conjunto de los hombres obedecía a la tradición. Cada sociedad poseía una visión del mundo que se transmitía de generación en generación; cada pueblo tenía su cultura que preveía el comportamiento de los individuos en todas las circunstancias de la vida. Hoy, semejante síntesis es imposible. Los hombres están ahora afanados en la búsqueda de valores que intuyen, pero que no logran definir. De las técnicas de difusión se ha dicho mucho bueno. Instrumentos nacidos de la bondad del Creador proporcionan al mundo una posibilidad inigualada de información y de cultura que llega a todos los hombres, incluso en las regiones más apartadas. Por otra parte, la experiencia demuestra que estos instrumentos encierran peligros. Por eso la Iglesia, continuadora de la misión de Cristo de anunciar el mensaje de salvación, ha insistido desde hace mucho para que se respete el orden moral: «Los poderes públicos, que se ocupan con justo derecho de la buena salud de los ciudadanos, tienen el deber de promulgar y aplicar seriamente leyes que, en la justicia y la lucidez, impidan los graves daños que un mal uso de estos medios de comunicación podría causar a las buenas costumbres y al progreso de la sociedad» \

Las «buenas costumbres»: he aquí un término gastado desde hace mucho por ser repetido indefinidamente sin detenerse demasiado en el sentido que podría esconder. En ningún sitio encontramos una definición oficial. La expresión, tomada sin duda del lenguaje jurídico, no es más definida por los juristas 2. En la abundante literatura que habla de las técnicas de difusión, del cine en particular, tampoco se encuentra nada verdaderamente preciso. Y mientras tanto, el mundo contemporáneo tiende cada vez más hacia el placer fácil; procura liberarse de todo lo que parece una restricción de la libertad para quedarse en el plano de una moralidad social; pero esto no simplifica el problema. ¿Qué son entonces las «buenas costumbres»? A nuestro entender, el sentido de la expresión está en camino de experimentar una clara evolución, que vamos a intentar analizar en el campo de tres interpretaciones diferentes.

I.

Decreto ínter mirifica sobre los medios de comunicación social, n. 12.

INTERPRETACIÓN FILOSÓFICA TRADICIONAL

Los documentos pontificios, hasta el decreto Gaudium et spes, identifican, sin ninguna duda posible, las «buenas costumbres» con la moral natural. Vigilanti cura, Miranda prorsus y el decreto conciliar ínter mirifica sobre los medios de comunicación social, para citar sólo los documentos más importantes, bastan para demostrarlo. Este último, por ejemplo, emplea indiferentemente las expresiones «regla de moralidad» (n. 6), «leyes morales» (n. 5), «fe y costumbres» (n. 10), «buenas costumbres» (n. 12). Los obispos italianos, en su carta pastoral colectiva sobre la moralidad del espectáculo cinematográfico, evitan esta expresión y emplean otra más comprensiva: el cine debe «someterse a una regla moral objetiva que ha de inspirarse en la naturaleza misma del hombre» 3 . 2

1

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Cf. A. Bride, art. Botines moeurs, en Catholicisme, II, 150-

151.

3

Publicada en Roma el 20 de marzo de 1961.

L. Hamelin

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Los comentaristas, al menos los que conocemos, sin dar una definición de la expresión, esbozan una descripción que la identifica también con la moral natural. Así, Ludmann, hablando de «buenas costumbres», enumera las virtudes de orden, lealtad, bondad, justicia4, un poco como Le Senne había hablado de la nobleza, la fidelidad, la pureza, la plenitud, la fuerza de alma, como irradiaciones del valor moral 5 . Los derechos civiles y canónicos limitan igualmente la extensión del término a los imperativos del derecho natural relativos a la honestidad, la justicia y la equidad 6 . El punto de partida de semejante identificación se encuentra, en parte al menos, en la forma natural de comportarse los pueblos. En toda sociedad descubrimos un conjunto de reglas no sistematizadas que determinan, de forma popular, la conducta a seguir en las diferentes circunstancias de la vida. Las «buenas costumbres» se convierten así en una noción empírica que describe la actitud del hombre bueno. La moralidad del hombre bueno, simple moralidad deberíamos decir, corresponde así a un modo de vivir inspirado en la opinión común, anterior a todas las consideraciones filosóficas. Pero la Iglesia, cuando pide que se respeten las «buenas costumbres», no se refiere ciertamente a estos comportamientos sociológicos populares: esto sería canonizar costumbres que, desde el punto de vista de la moral, necesitan con frecuencia ser reformadas. En primer lugar, estos comportamientos no son en todas partes los mismos y, por otra parte, la sensibilidad de los pueblos varía notablemente con las épocas7. Por su parte, la reflexión filosófica busca un concepto de naturaleza con el fin de elaborar luego una regla segura de conducta conforme a ella. Pero ¿qué es el hombre? Para responder a esta pregunta es preciso a toda costa considerar

al hombre en el conjunto de su realidad y tener en cuenta su experiencia de un cierto orden de valores. Utilizando los dalo» concretos, las consideraciones filosóficas llegan a un conjuntó de disposiciones morales y de valores superiores que fundan y permiten establecer el concepto de naturaleza. Las «buena» costumbres» vienen a ser así la expresión de la naturaleza ea actitudes comunes que definen la moral natural 8 . Esta noción, tradicional entre los filósofos9, sirvió a los teólogos de punto de partida para la elaboración de su moral: «Es oportuno —dice monseñor Delhaye— que los cristianos no pongan mala cara a esta moral, pues ella les permite dialogar con los no cristianos y establecer una moral familiar, social, política común o casi común» 10. La presencia de la moral natural es señalada también en la moral bíblica, lo cual confirma la afirmación de los teólogos u . Era, por tanto, enteramente normal que los documentos pontificios identificasen las «buenas costumbres» con esta moral natural, elaborada por los filósofos y ratificada por los teólogos.

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R. Ludmann, Cinema, fot et moróle {Col. Rencontres, 46), París, 1956, 21. 5 R. Le Senne, Traite de Morale genérale, París, 1949, 710-711. 6 Cf. A. Bride, op. cit. 7 Cf. J. Leclercq, Saisir la vie a pleines mains. Un traite de morale, París, 1961, 170.

II.

INTERPRETACIÓN FENOMENOLOGICA

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CONTEMPORÁNEA

A la noción precedente le cuesta trabajo hacerse aceptar hoy, al menos en el sentido de estabilidad que le hemos dado 8

Cf. O. Lottin, Morale fundaméntale (Col. Bibliothéque de Théol., 1), Tournai, 1954, 110-111; véase también B. Haring, La loi du Cbrist, Tournai, 1957, I, 359-360. 9 Cf. Ph. Delhaye, Permanence du droit naturel (Col. Analecta Mediaevalia Namurcensia, 10), Lovaina, Lille, Montreal, 1962. 10 Ibíd., 127. 11 Cf. entre otros: G. Spicq, Théologie morale du N. T. (Collection Etudes Bibl.), París, 1965, I, 394ss; I. Husik, The Law of Nature, Hugo Grotius, and the Bible: «Hebrew Union College Annual», 2 (1925), 394-417; A. N. Wilder, Equivalents of Natural Law in the Teaching of Jesús: «The Journal of Religión», 25 (1945), 125-135; E. Hamel, Loi naturelle et loi du Christ: «Se. Eccl.», 10 (1958), 49-76; Ph. Delhaye, op. cit., 31ss, 115ss; P. Grelot, Sens chrétien de VA. T., París, 1962, 175ss.

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desde hace mucho. Hasta finales del siglo xix, la civilización se había edificado sobre una noción de la naturaleza con solidez suficiente para establecer en torno a cada generación una especie de fortificación estable. Pero a partir de 1880, la ciencia, las técnicas, la filosofía destruyeron poco a poco esta imagen y la seguridad que conllevaba. Primero, el dinamismo bergsoniano discute los derechos de la inteligencia y de la razón. Las fenomenologías existenciales acaban de desmantelar las estructuras del conocimiento racional. A la antigua universalidad de la naturaleza humana, considerada en una perspectiva abstracta, sucede el estudio de las situaciones particulares y contingentes que condicionan nuestro comportamiento. Sensibles a estas consideraciones, los teólogos, primero de forma vacilante n y luego con seguridad creciente u , accedieron a revisar su posición. La Iglesia apoya ahora estas orientaciones nuevas. La teología, como la filosofía, había estado afanada siempre en la búsqueda de un hombre universal; nos vemos obligados a constatar que ese ser abstracto no

se encuentra en ningún sitio. «En nuestros días, más que en el pasado, entraña una gran dificultad la creación de una síntesis entre las distintas disciplinas y ramas del saber. En efecto, mientras crecen la masa y la diversidad de los elementos culturales, al mismo tiempo disminuye en cada hombre la facultad de percibirlos y armonizarlos entre sí, de modo que la imagen del hombre universal va desapareciendo progresivamente. No obstante, continúa imponiéndose a todo hombre el deber de salvaguardar la integridad de su personalidad, en la que predominan los valores de inteligencia, voluntad, conciencia y fraternidad, valores que tienen todos su fundamento en Dios creador y que han sido sanados y elevados de una manera admirable en Cristo» M. Dos realidades, cuyas leyes es preciso respetar, se enfrentan continuamente en este trabajo de reflexión. Por una parte, en la perspectiva paulina, todo nombre conoce, aunque confusamente, su deber moral y se inclina a su cumplimiento; esto es lo que lo constituye en ser responsable. Por otra, esta visión moral, aunque absoluta y universal, se elabora históricamente de forma contingente y provisional. Las divergencias, a veces considerables, entre las morales se explican, por tanto, por la libertad del hombre en cuanto a la manera de hacer concordar su visión moral natural y su regla de conducta; una moral que tuviera la fuerza compulsiva de un instinto ya no sería «moral», en el sentido de que ya no se basaría en la libertad del hombre. La manera de percibir lo que constituye concretamente el bien varía entre los hombres y depende en gran medida de las situaciones y los ambientes socio-culturales. Es a través de todos estos datos como hay que descubrir —cosa nada fácil— los valores constantes. Y es precisamente la ausencia de determinación evidente en el ser humano, en cuanto a lo que constituye concretamente el bien, lo que hace que los valores morales sean objeto de un constante ajuste. Se impone, por tanto, un diálogo real con todos los hombres de buena voluntad, al ritmo de un mundo que se transforma.

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Cf. Ph. Delhaye, op. cit., 18: «Los existencialistas no carecen totalmente de razón cuando protestan contra cierta concepción de la naturaleza humana, que hace de ésta una idea a priori insensible a la evolución de la historia. Esta naturaleza existe ciertamente como un fondo común entre los hombres; pero sobre esta base se dan mil variaciones individuales que es preciso tener en cuenta también en moral.» 13 Cf. M. Oraison, Pour une morale de notre temps, París, 1964, 37ss; I. Lepp, La morale nouvelle, París, 1963, 80-100; K. Rahner, Ecrits théologiques, III, Tournai, París, 1963, 15-16: «Inevitablemente seguimos pensando en la naturaleza abstracta del hombre al ver el modelo hombre que nos ofrece la experiencia. Pero hasta el fin de su historia el hombre no habrá acabado de saber qué es su naturaleza y cuál el modelo real de ésta. Toda la historia del espíritu del hombre da testimonio de ello. El hombre, en efecto, está siempre aprendiendo nuevos modos de realización de su ser único que no habría podido deducir a priori de su esencia. Y mediante estos nuevos modos comprueba la diferencia entre la esencia y la realización histórica concreta, cuya síntesis había considerado antes como más o menos indisoluble.»

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Const. Gaudium et spes sobre la Iglesia en el mundo moderno, n. 61.

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A partir de estas consideraciones, se elabora una nueva moral, cuyas principales características son la independencia frente a todo determinismo y una tendencia pronunciada a la liberación. Se prevén ya las dificultades que entrañará el formar los espíritus en semejante moral 1 5 . A este esfuerzo se suma actualmente la Iglesia. En nuestros días, el teólogo debe ser «evolucionario» w , es decir, capaz de una fidelidad auténtica a la vez al mensaje de Dios, a la dignidad de la persona humana y a los valores descubiertos por nuestro tiempo. Incluso los no cristianos participan más o menos profundamente en la Revelación. Por eso las formulaciones se han de revisar siempre, en u n esfuerzo común de profundizamiento continuo. Pedir a las técnicas de difusión que garanticen las «buenas costumbres» es exigirles que sean «instrumentos al servicio

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de una toma de conciencia auténticamente universal» 17. ¿Qué quiere decir esto? En el sentido más inmediato, para devolver a los textos pontificios un color de actualidad, sería preciso decir que las «buenas costumbres» deben identificarse con esa nueva moral en vías de descubrimiento. Queda pendiente el problema de su imprecisión. Por eso los teólogos, para ser mejor comprendidos, insisten en hacer notar su negativa a identificar la moral y la ciencia de las costumbres u. De ahí que den a la expresión «buenas costumbres» el sentido de simple moralidad, según la hemos definido anteriormente. Sin embargo, se prevén las dificultades que entraña semejante toma de posición. Para el hombre de la calle, la expresión prácticamente no significa ya nada. En ella no se precisan suficientemente los valores que garantizan concretamente la dignidad de la persona humana. Necesita datos más definidos.

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La ansiedad que suscita este problema de la formación en la escuela aparece en muchos documentos contemporáneos. Estos no le dan soluciones, pero al menos pueden arrojar luz sobre él. Cf. Half Our Future, A Report of the Central Advisory Council for Education (Inglaterra), Her Majesty's Stationery Officer, 1963; General Education in a Free Society, Report of the Harvard Committee, Harvard University Press, 1962; General Education in School and College, A Committee Report by Members of the Faculties of Andover, Lawrenceville, Harvard, Princeton and Yole, Harvard University Press, 1964; Development of Moral and Spiritual Valué through the Curriculum of California High Schools, California State, Department of Education, 1952, y Moral and, Spiritual Valúes in Education, Los Angeles City School Publication, n. 580 (edición revisada, 1954); Programmes et instruction commentées, Enseignement élémentaire, por Lebattre et Vernay, Editions Bourrelier, París, 1962; Rapport de la Commission Royale d'enquéte sur Venseignement dans la Province de Québec, t. I I I : parte segunda del informe, Quebec, 1964, 205-233. 16 I. Lepp (op. cit., 89) escribe «revolucionario», pero explica así el sentido del término: «En este sentido, toda moral auténtica es necesariamente revolucionaria, evidentemente con la condición de que la palabra "revolución" se entienda dialécticamente, de modo que el acento recaiga no en el trastorno y la destrucción de lo que es, sino en la creación de lo que debe ser.»

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Ibíd., 98. Ibíd., 92-93: «Al rechazar la noción de naturaleza humana estática e inmutable... no nos sentimos en absoluto seducidos por las teorías de la escuela sociologista que identifica moral y ciencia de las costumbres. La ciencia de las costumbres se limita a hacer el inventario del estado de las costumbres en una sociedad dada, en una época determinada.» Por su parte, J. Leclercq se niega a confundir moralidad y moral (op. cit., 170-172); pero en él ciencia de las costumbres y ciencia moral son dos expresiones tras las que se oculta la misma realidad: «Este nuevo arte de vivir podrá llamarse ciencia de las costumbres o ciencia moral, pero la novedad de las palabras y los métodos no debe engañarnos sobre la novedad del pensamiento. Se trata simplemente de la vieja moral del hombre honesto, probo, presentada con un aparato de observación científica en que los antiguos no pensaban» (p. 158). Luego identifica esta ciencia de las costumbres con la moral natural (p. 159). Para esclarecer el problema es preciso señalar que la cuestión moral se sitúa en cuatro niveles: la moralidad, simple moral popular (está bien lo que se hace); la ciencia de las costumbres, moral sociológica (sistematización de la moral popular); la moral natural, filosofía moral (moral universal en vías de evolución); la moral sobrenatural, teología moral (la ley de Cristo). El término «buenas costumbres» puede encubrir las tres primeras realidades. 18

Técnicas de difusión y «buenas costumbres» III.

INTERPRETACIÓN PASTORAL

PROPUESTA

¿Qué significado debe darse al término «buenas costumbres» para que hable todavía a nuestros contemporáneos? Sería ilusorio pensar que la autoridad moral de que goza la Iglesia sigue teniendo poder suficiente para dirigir hacia el bien las técnicas de difusión, y más ilusorio todavía creer que basta condenar para que todo el mundo se someta dócilmente. Para ejercer una influencia es preciso saber dialogar con los que controlan esas mismas técnicas. Diversas constataciones pueden permitirnos destacar las cualidades que debe tener el diálogo y asegurar las «buenas costumbres». Por tanto, nuestra intención aquí no es buscar una definición, sino más bien una actitud prudente valedera tanto para el productor que realiza su obra como para el consumidor llamado a juzgarla. Amédée Ayfre nos guía en este camino. Su análisis se centra en el arte y, de manera especial, en el arte cinematográfico; pero puede aplicarse, con las rectificaciones oportunas, a las técnicas modernas de difusión 19. La primera constatación señala a nuestra atención el valor cultural de los medios de comunicación social. Estos ejercen un profundo influjo en las costumbres sociales, que se ha analizado con frecuencia20. Pero es también verdad que ante todo 19

A. Ayfre, Conversión aux images? (Col. 7e Art, 39), París, 1964. En la abundante literatura que se ocupa del cine, la mayoría de los autores, desgraciadamente, se limitan a rozar el tema. Entre las obras más conocidas podemos citar: C. Ford, Le cinema au service de la foi (Col. Présences), París, 1953; R. Ludmann, Cinema, fot et morale (Col. Rencontres, 46), París, 1956; Cinema, Televisión et Pastoral (Col. Recherches Pastorales, 7), París, 1964; B. Háring, Les techniques de diffusion et la communion des personnes dans la verité et la beauté, op. cit., III, 277-313; A. Fournel, Le jugement moral et le cinema: «Lumiére et Vie», 10 (1961), 69-84. 20 Se ha comentado mucho la influencia que ejercen las técnicas de difusión. Se han subrayado las razones de orden físico y psicológico que pueden explicar el maleficio del cine, por ejemplo,

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y sobre todo son testimonios del nivel moral de los pueblos21. Por consiguiente, la verdad exige de ellos la autenticidad de los hechos que presentan. La segunda constatación deriva de la primera. Si, para ser fieles a la verdad, los que controlan estas técnicas deben recurrir a descripciones que atacan a las «buenas costumbres», la honestidad les recomienda que lo hagan con una voluntad seria de respeto debido a la persona humana22. Todos conocen, en efecto, la utilización ambivalente que se puede hacer de los medios de comunicación social. Para unos, éstos constituyen una simple mercancía, donde lo único que importa es la relación producción-consumo, basada en la ley de la oferta y la demanda. Son raros los que los consideran como medios de expresión de la persona humana con todo lo que esto entraña de respeto y exigencias. La clase de la élite es ordinariamente muy reducida. Añadamos finalmente —y ésta es nuestra tercera constatación— que una obra es siempre más o menos la imagen de su autor. La objetividad absoluta no existe; detrás de la palapero quizá no se ha logrado todavía delimitar las zonas de esta influencia. Cf. A. Gemelli, Cinema et Psycologie: «Rev. Intern. du Cinema», 2 (1950), 32ss; Cinema, Televisión et Pastorale, 73-75. 21 Cf. Cinema, Televisión et Pastorale, 27-28; R. Ludmann, op. cit., 17-18; Const. Gaudium et spes, n. 61-62: «A su manera, la literatura y las artes tienen una gran importancia para la vida de la Iglesia, pues se esfuerzan por expresar la naturaleza propia del hombre, sus problemas, sus tentativas para conocerse y perfeccionarse a sí mismo y al mundo» (n. 62). 22 El tema ha sido discutido con frecuencia. El decreto ínter mirifica resume la posición del problema: «La narración, la descripción o la representación del mal moral pueden servir, gracias a los medios de comunicación social, para conocer y descubrir al hombre más profundamente, para manifestar el esplendor de la verdad y del bien, y por otra parte, para obtener mejores efectos dramáticos. No obstante, para evitar que hagan a las almas más mal que bien, deben someterse totalmente a las leyes morales, sobre todo cuando se trata de cosas que exigen respeto o que despiertan los deseos malsanos en el hombre» (n. 7).

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bra, la imagen o el sonido se percibirá invariablemente la persona que los ha producido. La expresión, de cualquier clase que sea, es portadora de una sugestión: «Incluso los programas de actualidad, o las fotos del Varis-Match, inclinan ya el espíritu hacia una cierta idea del acontecimiento» B . Por tanto, la preocupación del realizador debe tender a superar la realidad material para darle un sentido. A partir de estas constataciones, tres cualidades aparecen como necesarias para que las realizaciones sean moralmente válidas: la sinceridad, la honestidad y la autenticidad. En primer lugar, la sinceridad: «La obra sólo es verdaderamente moral en su constitución si refleja sinceramente la personalidad de uno o varios autores responsables.» Luego, la honestidad: «Es preciso respetar la cosa de que se habla y las personas a quienes se habla.» Finalmente, la autenticidad: «Es auténtico el film [la realización] que logra, mediante la máxima cohesión de los signos y del sentido, revelar ideas cuya verdad se impone con evidencia. Es inauténtica, por el contrario, la obra que por defecto de unidad interna de su sentido y su forma, de su fin y sus medios, intenta aparecer más de lo que es o aparece poco o mal lo que quiere ser» 24. Sin duda es posible llegar a un acuerdo restringido sobre diversos valores capaces de definir las «buenas costumbres»; no obstante, un hecho es cierto: el respeto de los elementos que acabamos de enumerar asegura al mismo tiempo el respeto de las «buenas costumbres». «Si la moral del arte en cuanto arte sólo puede constituir un capítulo de una moral humana integral, aquélla no consiste sólo en aplicar algunos principios generales a un caso particular, sino en elaborar, a la doble luz de los valores y de los hechos, una práctica que engrane verdaderamente en las estructuras propias de este universo apar-

te... La significación moral de una obra deberá deducirse, en primer lugar, por referencia a esos valores que hemos reconocido como esenciales: la sinceridad, la honestidad y la autenticidad» K .

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Frente a muchos puntos que suscitan dificultades, la Iglesia, desde el Vaticano II, ha modificado su actitud: en lugar de condenar, de proscribir, hoy propone M. ¿Por qué los moralistas no hacen lo mismo? En lugar de definir las «buenas costumbres» y de condenar a los que no responden a sus definiciones, ¿por qué no proponen una actitud prudencial? Pero no nos hagamos ilusiones. La transformación de las técnicas de difusión no estará hecha en un mañana inmediato. Durante mucho tiempo habrá periodistas afanados por la popularidad, telescritores en búsqueda de sensacionalismo y cineastas seducidos por los dólares, y esto a expensas de la verdad, la belleza y el bien. A pesar de las apariencias desalentadoras, mantengamos la firme esperanza de la Iglesia, sabiendo que para perseverar en el esfuerzo no es necesario tener siempre éxito. L. HAMELIN

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A. Ayfre, op. cit., 12. Ibtd., 192-193. No se ha de ver en esto una condena del trabajo de la Oficina Católica de Cine. Tiene una función que cumplir: informar las conciencias. Pero su acción sólo será eficaz en la medida en que esté inspirada por la actitud prudente que intentamos definir.

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Ibid., 198-199. Cf. Const. Gaudium et spes, n. 47.

Secularidad y ética cristiana

Boletín SECULARIDAD

Y ETICA

CRISTIANA

Queremos en este boletín bibliográfico agrupar en torno al término clave «secularidad» algunas tendencias que influyen actualmente de forma implícita o explícita en la ética cristiana. Secularidad es un término que está de moda y que como todos los fenómenos de este género expresan innegablemente una determinada manera de concebir la vida, pero que, por otra parte, tiene un carácter más o menos vago y puede adoptar varios sentidos, siendo por eso imposible partir de una definición netamente delimitada del mismo '. Secularidad y secularización indican el proceso (y la tarea) que consiste en tomar en serio, dentro de la fe, al hombre y al mundo en su valor propio; pero estos términos pueden significar también una negación de toda trascendencia y, por consiguiente, de toda presencia de Dios en la existencia humana y de una relación directa con él. Entre estas dos posiciones extremas encontramos actualmente en teología toda una serie de concepciones y tendencias que se presentan como seculares, y como tales, se caracterizan por un rasgo común: el deseo de poner en claro las ideas sobre la situación del cristiano en el mundo de hoy. Dado que el término secularidad puede tener sentidos múltiples y las tendencias agrupadas bajo este nombre pueden adoptar formas numerosas, preferimos esclarecer el sentido en constante mutación de la palabra y de la mentalidad que le corresponde a partir de una descripción concreta de las diferentes corrientes que existen en la teología y la ética seculares de la actualidad. 1 Remitimos, además de a las definiciones de la noción de secularización en los diferentes diccionarios, a F. Gogarten, Verhagnis und Hoffnung der Neuzeit. Die Sakularisierung ais theologisches Problem, Stuttgart, 1953; G. van Peursen, Functioneel denken en geloof, en Gemeente onderweg, Lochen; M. Krinkeis, Sekularisering. Een poging tot begripsverheldering: «Theologie en Zielzorg», 62 (1966), 265-274.

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No intentaremos una descripción cronológica de las diferentes etapas por las que ha pasado la secularidad en el campo de la ética cristiana por ser muy difícil descubrir el origen de las mismas y porque las diversas fases están cronológicamente entremezcladas. Tampoco pretendemos dar cuenta en el presente boletín de todas las publicaciones que se refieren a este tema. El difícil acceso a la amplia literatura sobre el tema y la imposibilidad de abarcar a la vez los problemas relativos a la secularidad nos han obligado a limitarnos a destacar algunos síntomas y tipos con la esperanza de que a partir de ahí pueda deducirse una imagen de lo que sucede en la ética cristiana en este plano. Frecuentemente aparecerán voces procedentes de la Reforma, pero esto se debe al hecho de que en la literatura protestante el fenómeno de la secularidad aparece más explícitamente y con mayor frecuencia. En el pensamiento católico existe indudablemente una cierta mentalidad secular, pero se manifiesta con menos claridad en escritos que en la conversación y las discusiones orales.

I.

CONFRONTACIÓN DE LA TEOLOGÍA MORAL CATÓLICA CON EL FENÓMENO DE LA SECULARIDAD

Aún no está muy lejos la época en que algunos teólogos moralistas católicos se manifestaron contra una organización demasiado filosófica y profana de la teología moral y expresaron su preferencia por una moral específicamente teológica y, sobre todo, cristológica 2. La reorientación cristológica no constituye más que un aspecto y una fase en la renovación de la teología moral de después de la guerra 3 , pero es ciertamente su momento más importante y el más rico en consecuencias. En él se produce el primer encuentro con las ciencias humanas, se abre paso decididamente la atención a las «realidades terrenas»; pero, al mismo tiempo (y no queremos sugerir con ello que haya entre estas dos afirmaciones oposición o in2 Sigue siendo clásica en esta materia la obra de Fr. Tillemann Der Idee der Nachfolge Christi (Handbuch der katholischen Sittenlehre, t. III, Dusseldorf, 1934). Basta citar algunas descripciones de las tendencias de la teología moral: G. Thils, Tendances actuelles en theologie morale, Gembloux, 1940; F. Bbckle, Bestrebungen in der Moraltheologie, en Fragen der Theologie heute, Einsiedeln, 1957, 425-466; J. Ford y G. Kelly, Contemporary moral theology, I, Westminster, 1958, 60-103; J. Walgrave, Standpunten en stromingen in de huidige moraaltheologie: «Tijdschrift v. Theologie», I (1961), 48-70 (resumen en francés).

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C. van

Ouwerkerk

consecuencia), se defienden inequívocamente el estatuto teológico y el contenido cristiano propio de la teología moral. Para los autores a que nos referimos, el carácter cristiano de la vida ética puede ser definido claramente sin excluir lo que constituye su contenido, y forma el punto evidente de partida para toda tentativa de fijar unas normas. Lo que se da como evidente es lo cristiano; lo profano es lo que resulta problemático. Se opone una moral de la gracia a una ética fundada en el derecho natural, y a veces con un exclusivismo y una tendencia al supranaturalismo tales, que Buys, en los años cuarenta, se creyó obligado a poner en guardia contra un «puritanismo evangélico» en la teología moral católica4. No es nuestra intención emitir aquí un juicio sobre la tentativa, plenamente justificada a nuestro entender, de construir una moral cristológica, pero queremos llamar la atención sobre el optimismo y el carácter poco problemático de muchas de esas tentativas, a fin de destacar lo mucho que ha cambiado el clima del pensamiento, incluso en la moral católica, desde que el lugar de Cristo se ha convertido para muchas gentes, en la doctrina y en la práctica, en un verdadero problema. Queremos tan sólo expresar aquí algunas preguntas que oímos formular frecuentemente. ¿Cuál es en realidad la significación de Cristo como autor de la salvación, cuando se trata de la organización de una existencia en el mundo? ¿En qué medida es normativa, en cuanto al contenido, para la vida profana la ley cristiana tal como nos es transmitida en la tradición eclesial? ¿Dónde y cuándo es posible remitirse al Evangelio cuando se trata de resolver problemas tan complicados y tan «terrenos» como el problema de la guerra y de la paz, el de las razas o el de la superpoblación? Estas preguntas no son nuevas; lo que es nuevo es el malestar que se siente frente a una referencia demasiado fácil al Evangelio, al Sermón de la Montaña, a la caridad; en una palabra: a la fe y al mensaje. Tal vez estas preguntas no serían formuladas con tal seriedad si no hubiese sido proclamado tan expresamente y con tanta emoción el movimiento de renovación cristiana. Tal vez podría decirse que lo que fue transmitido a la moral como un mensaje liberador es ahora examinado más de cerca e interrogado críticamente en 4 L. Buys, Onze moraaltheologie en de bergrede, en Opstellen aangeboden aan Mgr. van Noort, Utrecht, 1946, 34-59 (traducción latina de este ensayo en Studia Mordía, Academia Alfonsiana, Institutora Theologiae Moralis, II, Roma [1964], 11-41).

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segunda instancia. Así, por grande que haya sido el cambio de mentalidad, cabría hablar de una evolución en línea recta, Sin embargo, quisiéramos continuar hablando de un verdadero desplazamiento no sólo de la atención, sino también de la problemática de la teología moral de después de la guerra; este fenómeno nos parece provocado por una confrontación, casi por choques sucesivos, con el problema de la secularidad, aun cuando esta palabra no haya sido empleada más que tardíamente. La secularidad se ha presentado a la teología moral católica, o dentro de ella, en tres acontecimientos o, si se prefiere, en tres fenómenos: la ética de situación, las cuestiones mundiales de la guerra, de la política de la población (incluido el control de nacimientos) y el teorema de la Iglesia y el mundo tal como ha sido provisionalmente planteado en la constitución pastoral Gaudium et spes. Nos limitaremos a indicar cómo estos fenómenos han suscitado en la teología moral una inquietud claramente relacionada con la cuestión de la secularidad. Cabe naturalmente considerar la ética de situación5 como un nuevo problema de fondo planteado a la teología moral y, por tanto, como una de sus grandes cuestiones parciales; se puede igualmente sostener que se trata sobre todo de una cuestión de orden filosófico y ético. Pero esto supondría no valorar adecuadamente el problema que plantea esa ética; por otra parte, el solo hecho de que la ética de situación no deje de reaparecer como problema de manera casi inoportuna, y se plantee con fuerza en el contexto de una ética particular (cf. J. Robinson y J. Fletcher, por ejemplo 6 ), da que pensar. Si, dejando de lado todas las cuestiones accidentales, planteamos como problema crucial de la ética de situación la pregunta: ¿cómo puedo yo conocer la voluntad de Dios en este mundo?, inmediatamente se presentan toda una serie de categorías con las que la teología moral católica ha luchado sin haberlas resuelto en definitiva, categorías que forman otros tantos aspectos del problema de la secularidad considerado desde el pun5 Sólo citaremos aquí a modo de orientación algunos estudios fundamentales hechos por católicos: J. Fuchs, Situation und Entscbeidung, Francfort, 1952; K. Rahner, Situationsetbik und Sündenmystik: «Stimmen der Zeit», 145 (1949-1950), 330-342; id., Über die Frage einer formalen Existentialethik aus ókumeniscber Sicbt, en Schriften zur Theologie, VI, Einsiedeln, 1965, 537-554; J. Ford y G. Kelly, Contemporary moral tbeology, I, Westminster, 1958, 104-140. 6 J. Fletcher, Situation Etbics. The new morality, Filadelfia (de inspiración anglicana).

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to de vista del creyente. En la ética de situación, la presencia de Dios encarnado en Jesucristo en el mundo de hoy es discutida como lo es la cuestión del carácter real de la dirección ejercida por el Espíritu; la ética de situación exige que se preste atención a la historicidad de la existencia humana y, por tanto, al sentido de una moral evangélica en una situación totalmente nueva del mundo. A este propósito, al radicalismo y a la autoridad del mensaje moral del Evangelio y de la Iglesia se opone la dificultad de abarcar en una sola mirada el mundo actual en toda su complejidad y la mayoría de edad del hombre frente a los poderes y las fuerzas de «un orden superior». Está en juego la posibilidad de una vida santa en un mundo de pecado y, con ella, la significación de la eficacia de la gracia, sin excluir los casos límite y a pesar del compromiso humano. La ética de situación plantea una serie de problemas a propósito de la situación de la fe del cristiano en el mundo, no sólo a la ética de la Reforma, sino también a la católica7. La problemática de la guerra y el problema de la población han enfrentado a la moral con el problema de la secularización de una forma peculiar. Tampoco aquí se trata únicamente de resolver cuestiones de fondo, sino más bien del método y de la manera de enfocarlas. Nadie pretende ciertamente que el Evangelio formule imperativos concretos en cuanto a las decisiones de los hombres políticos y de los encargados de planificar8; pero tras esta reserva persiste para muchos la inquietud ante una pregunta como ésta: ¿Cómo y en qué medida puede el fiel realizar su salvación en ámbitos en los que aparentemente el mundo discurre de forma independiente? Cuando constatamos el esfuerzo de las Iglesias cristianas por indicar al menos una dirección en medio de los problemas nos damos más claramente cuenta del hecho de que, quizá por vez primera, se plantea con claridad la pregunta de cómo y por qué medios conoce la Iglesia la forma que debe tomar el mundo para que por lo menos no perjudique al reino de Dios. La duda que surge a propósito de la competencia de la autoridad eclesiástica en las cuestiones de la moral del matrimonio no es más que uno de los síntomas de la incertidumbre más profunda que se experimenta cuando se piensa en la relación de un mundo independiente, con sus estructuras, sus valores y sus fines propios, con la salva7 Cf. J. Metz, Weltverstandnis im Glauben: «Geist und Leben» 35 (1962), 165-184. ' Cf. K. Rahner, Grenzen der Amtskirche, en Schriften zur Theoloeie VI Einsiedeln, 1965, 499-536. ' '

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ción que debe ser realizada en el mundo y no fuera de él. En este conjunto de cuestiones se hace más aguda que nunca la dificultad de armonizar la fe y el mundo; esta dificultad nos sitúa en el centro de la problemática actual de la secularidad como problema teológico. ¿Debemos, por ejemplo, prescindir en la ética de la guerra de las premisas teológicas, «desteologizarla»' y, por consiguiente, secularizarla para obtener una solución adecuada que vaya al fondo de la cuestión? Pongamos otro ejemplo: ¿Está la revelación divina tan cerca del mundo (incluso en lo que se refiere a su accesibilidad para la razón humana) que derrame su luz sobre la realidad terrena del matrimonio y el control de los nacimientos? Todas estas cuestiones se refieren a la visión que el creyente tiene del mundo, pero también al estatuto teológico de la ética cristiana. La cuestión relativa a la relación entre la Iglesia y el mundo es una aportación venerable de la tradición, aunque sólo sea como teoría teológica, pero en nuestros días se ha convertido aparentemente, dentro de la teología católica, en una cuestión de vida o muerte. Poco antes y poco después de la segunda guerra mundial se escribió abundantemente sobre la «Weltverantwortung» (responsabilidad frente al mundo) del cristiano10, pero se consideraba el mundo desde una Iglesia que, argumentando a partir de la teología y la fe, estaba convencida de que aún ocupaba la posición favorable del propietario. El camino que llevaba de la Iglesia al mundo estaba claramente trazado y se trataba de hacer parenéticamente que el cristiano tomase conciencia de una tarea clara. Desde esos tiempos, los que tienen ojos y oídos han podido ver y oír que se ha producido un desplazamiento de la cuestión, claramente perceptible en la constitución Gaudium et spes ". Se reconoce la independencia del mundo y se concibe de nuevo la fe como tal, una fe que, por una parte, vive de lo que no puede ser visto, y por otra, se mueve dentro de los valores evidentes y tangibles de un mundo que —y de esto se tiene una conciencia más clara que nunca— tiene verdaderamente una significación, unos valores y unas normas propias. Se tiene la impresión de que ha desaparecido la posibilidad de una armonización simple y transparente entre la fe 5 Siguiendo una idea de J. Arntz, Bijbel, vrede, oorlog: «Wijsgerig perspectief op maatschappij en wetenschap», 4 (1964), 16-29, especialmente 27-29. 10 Para una bibliografía crítica véase: A. van Rijen, De ztn van het christelijke leven in de Wereld: «Katholiek Archief», 12 (1957), 265-352. 11 Cf. A. van Rijen, De Christen in de Wereld: «Tijdschrift v. Theologie», 6 (1966), 318-333 (con un resumen en inglés).

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(la salvación) y el mundo, y esta armonización ha cedido el lugar a la idea de que existe una relación de tensión entre esas dos realidades, tensión que no se encuentra tan sólo en el terreno de la ascética en el que podría ser traducida en términos de pecado y de incredulidad humana. Lo que sigue probará que toda esta problemática está resumida en el término oscuro de secularidad. No sería ciertamente justo reprochar a la moral actual su falta de interés por el mundo moderno (sólo las publicaciones que tratan del trabajo y de la técnica pueden convencer de lo contrario), pero de nuevo se trata no sólo de una confrontación con problemas fundamentales nuevos (los enésimos), sino con un problema de estructura de la vida cristiana en el mundo. Por eso no es exagerado afirmar que la moral se siente aún actualmente impotente para hacerse una idea clara de sus relaciones con el mundo. Como una corriente subyacente a numerosos problemas concretos, el mundo se ha presentado ineluctablemente ante la moral, y esta presentación ha producido el efecto de un choque n. En la continuación de este boletín bibliográfico queremos ofrecer una ilustración concreta de esa confrontación entre la ética cristiana y el mundo.

II.

TEONOMIA CONTRA

HETERONOMIA

Robinson ha prestado mayor atención que otros teólogos radicales al aspecto ético de la teología secular. Cabe incluso decir que su interés y su preocupación pastoral le hacen más sensible a los problemas prácticos de la vida que a las teorías dogmáticas. Por eso se ha observado con razón que conviene leer el célebre Honest to God u comenzando por el final, es decir, por el capítulo titulado El nuevo «ethos» M. Los demás capítulos son un intento por fundamentar la ética de situación por medio de consideraciones dogmáticas. Para Robinson no debe hablarse de la ausencia de Dios ni de la muerte de Dios, sino de un adiós a la imagen supranaturalista de Dios, Dios de «arriba» o Dios de «fuera». La discusión suscitada por el libro de Robinson15 ha mostrado que no se trata a Basta recordar la intensidad con que la teología católica actual estudia el problema del mundo en toda clase de publicaciones. " J. Robinson, Honest to God, Londres, 1963. 14 J. Robinson, op. cit., 112-128; cf. J. Hoekendijk, Kleine Robinsonade: «Wending», 18 (1963). 15 Compárese con esto E. Schillebeeckx, Evangelische zuiverheid en tnenseliijk waarachtigheid: «Tijdschrift v. Theologie», 3 (1963), 283-326 (con un

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tan sólo de imágenes o palabras, sino de la posibilidad o imposibilidad de una relación con Dios. Lo que nos interesa son las consecuencias que puede tener para una ética cristiana un cambio en la representación que se tiene de Dios. Robinson desarrolla sus ideas tomando la contrapartida de una ética supranaturalista en la cual el bien y el mal son fijados en mandamientos y leyes deducidas de Dios. En una visión de este tipo se confiere a las normas éticas un carácter absoluto que hace que determinadas cosas constituyan siempre un mal y un pecado16. Bajo el velo de toda clase de relaciones empíricas en el mundo (por ejemplo, la relación concreta entre los esposos) se oculta un mundo de relaciones supuestamente absolutas que se mantiene incluso cuando las relaciones empíricas han perdido su sentido y su valor profanos (el matrimonio sigue siendo indisoluble incluso cuando la relación entre los cónyuges se ha roto humanamente y ha perdido su sentido). Según Robinson, en esta concepción se entremezclan dos pensamientos: una especie de metafísica propia de una época precientífica y una teología que cree poder establecer una relación directa entre la voluntad de Dios y los comportamientos y valores variables del hombre en el mundo 17. A partir de estos principios, la ética tradicional desemboca en una interpretación legalista del Sermón de la Montaña que desconoce su carácter parabólico y profético. Robinson califica esta ética de «heterónoma», porque recibe su dogma de «fuera»; su fuerza está en insistir sobre lo absoluto, sobre valores morales objetivos, eliminando así de la ética todo relativismo; pero su debilidad está en buscar el fundamento de la autenticidad de sus normas no en la realidad ni en la situación misma, sino en un Dios fuera de ella, un Dios que deja de ser digno de fe 18 . Esta repulsa de una moral heterónoma no significa para Robinson el retorno a una moral autónoma a la manera de Kant. Cabe, en efecto, una tercera posibilidad: la ética teónoma que no sitúa la trascendencia fuera del hombre, sino en la relación concreta entre los hombres. En la profundidad de la relación única entre los hombres, que debe ser juzgada según su sentido y su valor propios, se encuentra el hombre con lo sagrado, lo santo, lo absoluto incondicional a los cuales debe responder. «Para el cristiano, esto resumen en inglés); id., Herinterpretatie van het geloof in het licht van seculariteit: «Tijdschrift v. Theologie», 4 (1964), 109-150. " Robinson, op. cit., 113-114. 17 Ibid., 115-116. " Ibid., 117-120; se encuentran ideas paralelas en Fletcher, op. cit., passim.

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significa que reconoce el amor incondicional de Cristo, el hombre que vivió para los demás hombres, como el fundamento más profundo de su existencia y como la base de toda relación y de toda decisión» 19. No existe, por consiguiente, más que una norma absoluta: el amor; sólo el amor está prescrito, el amor que debe encontrar en cada situación su propia forma y su propia decisión, sin apelar a normas materiales absolutas. En un escrito posterior, Christian Moráis today M (Eticas cristianas actuales), Robinson ha intentado definir más precisamente esa ética de situación y defenderla del reproche de relativismo y de «libertinismo». Esta obra de Robinson manifiesta claramente hasta qué punto está orientada toda su teoría hacia la práctica y la preocupación pastoral; sirviéndose de tres polaridades: fijeza-libertad, ley-amor, autoridad-experiencia, intenta describir esa ética, justificando el acento que pone la moral tradicional en el primer término de cada pareja de nociones, pero reinterpretándolas al mismo tiempo. Fijeza, ley y autoridad no se refieren a una especie de contenido absoluto de las normas, sino a su intención y a su dirección, que es el amor. Muchos se han sentido decepcionados de que, después de sus puntos de partida de gran importancia y de aire revolucionario, Robinson haya desembocado en una ética de situación que ni siquiera puede ser considerada como una nueva variante de las formas ya existentes desde hace mucho tiempo. Es evidente, además, que algunos errores y algunos prejuicios filosóficos desempeñan en él un papel importante que prevalece tal vez sobre sus presupuestos teológicos. Creemos, sin embargo, que Robinson ha planteado problemas reales —ciertamente teológicos— a la ética cristiana tradicional, sin exceptuar la teología moral católica, aunque lo ha hecho en una formulación poco feliz y un poco superficial. En Robinson, en efecto, se plantea ya la cuestión (con la que nos encontraremos más tarde bajo las formas más diversas): ¿Qué apoyo me presta la voluntad de Dios para mis acciones éticas en el mundo? En la ética se hace problemática la relación con la voluntad de Dios, y por lo mismo, la relación con Dios en las acciones profanas. La respuesta que Robinson propone es el amor del prójimo, pero no hay que olvidar que se trata en él de una respuesta inspirada por la fe 21 . La fe en Jesucristo introduce el amor en el mundo y al mismo tiempo la relación con Dios. Para "20 Robinson, op. cit., 121. 21

J. Robinson, Christian Moráis Today, Londres, 1964. Robinson, Honest to God, 122-128.

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Robinson esto no significa una solución inmediata del problema fundamental de la ética, ya que el amor no proporciona unas normas a la medida de cada caso; en definitiva, el contenido de la acción debe ser deducido de la «experiencia», de la realidad de las relaciones profanas mismas, aunque el amor sea una directriz, una perspectiva. En Robinson aparece ya el tema de la mayoría de edad del hombre que debe buscar por sí mismo su camino en el mundo sin dejar de «creer» que está cerca de Dios. El adiós a una ética heterónoma no significa para él un adiós a Dios, sino a una presencia de Dios y a una referencia a su voluntad consideradas como evidentes a partir de las estructuras del mundo. La tesis expuesta por Ricoeur en un ensayo célebre en el que se cree obligado a hablar de una desmitologización de las representaciones religiosas utilizadas en la ética a ilustra el hecho de que la significación de las categorías «voluntad de Dios», «ley de Dios», constituye un problema real que preocupa al hombre moderno y que también fuera de la teología existe una cierta tendencia a la «secularización» en esta materia. Ricoeur estima que es preciso mantener lo que pertenece al orden ético en su valor propio y que hay que guardarse de proyectar el valor ético hasta el cielo. Si se quiere ligar la religión con la ética no es posible hacerlo recurriendo a la representación de un pretendido mandamiento de Dios B , de una voluntad divina que fuera, por decirlo así, el fundamento de la ética. La voluntad de Dios —es decir, su voluntad salvífica— no se deja oír más que, más allá de los límites de la ética, como un mensaje, un kerigma, que no remite a un orden divino de creación dado en el origen, sino a un hecho histórico, el de la elección de Jesucristo. Sólo a través de un kerigma, y, por tanto, de la fe, entra en contacto con Dios la ética de las relaciones profanas y la misión profana es reinterpretada como salvación. En la concepción de Ricoeur que acabamos de citar, pero que no hacemos más que indicar aquí, aparece el tema reformado de la ley y la gracia, pero no deja de ser sorprendente encontrar actualmente concepciones semejantes en los moralistas católicos. Cuando Arntz 24 (y en alguna medida Kwant **) defiende una des22 Paul Ricoeur, Démythiser l'accusation, en Démythisation et morale: «Actes du Colloque de Rome», 7-12 enero 1965, París, Aubier, 48-65. 23 Ibíd, 55-56. 24 Cf. J. Arntz, De betekenis van de theologie voor een strategie van de vrede: «Annalen van het Thijnmgenootschap», 54 (1966), 155-186. 25 R. Kwant, Gods liefde en medemenseliijkheid: «Tijdschrift v. Theologie», 3 (1963), 267-283.

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teologización de los problemas éticos profanos (como el problema de la guerra y la paz) no quiere decir solamente que no es posible deducir de la revelación histórica argumentos o normas para una determinada conducta o decisión humanas; quiere decir, además, que, por principio, el hombre no debe ser remitido en las cuestiones éticas más que al mundo que el creyente posee en común con el no creyente. Dios no interviene directamente en ninguna solución ética. La fe —y, por tanto, la teología— se mueve en un nivel distinto, en el nivel en el que se trata de descubrir el sentido último de la vida, nivel que no interviene directamente en la motivación del comportamiento humano ni le ilumina sugiriendo normas. Así se revela con mayor claridad una primera característica o tendencia de la secularidad: la relación entre Dios y las acciones éticas ha dejado de manifestarse al hombre moderno de una manera clara o evidente a partir del mundo; el mundo se cierra éticamente en sí mismo. Sólo la fe puede establecer una relación entre Dios y la ética, pero esta relación está situada más bien en el nivel de una reinterpretación de la vida como salvación que en el de unos motivos nuevos o unas normas diferentes.

III.

ETICA DE UN MUNDO MAYOR DE EDAD

Hemos comenzado en este boletín por Robinson porque él es quien ha resumido y ha hecho accesible a mucha gente, fortaleciendo y acelerando de esta forma el movimiento de la teología secular, una tendencia que existía desde hace mucho tiempo. Ahora volvemos hacia atrás para ocuparnos de Bonhoeffer, que se encuentra en el origen de la teología secular tal como se ha desarrollado estos últimos años, aun cuando haya sido precedido por grandes pensadores como Tillich, Bultmann, Ebeling y Fuchs. Bonhoeffer ocupa un lugar central en el campo de una ética cristiana secular. Bonhoeffer es ante todo un especialista en cuestiones éticas, siendo su obra en este campo considerable; pero nosotros nos limitaremos a indicar aquí algunos de sus temas que no aparecen con precisión hasta las últimas cartas que escribió en la cárcel26, a

Dietrich Bonhoeffer, Widerstand und Ergebund. Briefe und Aufzeichnungen aus der Haft, Munich, 1951. Las cartas importantes para nuestro tema son las de 30.4.44; 5.5.44; 25.5.44; 8.6.44; 27.6.44; 8.7.44; 16.7.44; 18.7.44 y 3.8.44. La literatura más importante sobre Bonhoeffer ha sido reunida en cuatro volúmenes: Die mündige Welt, Munich, 1955-1963. El lector encontrará una buena introducción a Bonhoeffer en J. Sperna Weiland,

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aunque en ellas se descubran rasgos que las relacionan con su obra anterior. En unas notas redactadas en forma de carta, a veces vagas y enigmáticas pero sugestivas, ha esbozado Bonhoeffer una visión que delimita claramente el problema de la ética cristiana secular, visión cuya influencia se ha dejado sentir en toda una serie de interpretaciones propuestas por autores posteriores. El tema fundamental que ocupa a Bonhoeffer en sus cartas de prisionero es el hombre mayor de edad que es un hombre profano. En esta concepción intervienen diferentes motivos y características. En primer lugar, el hombre mayor de edad es un hombre religioso que ha descubierto que ya no tiene necesidad de Dios como pretendida solución trascendente de toda clase de necesidades o de misterios de la vida. El hombre moderno ha renunciado con toda razón al deus ex machina de la religión, que era un refugio, fuera y por encima del mundo, para todos los defectos y deficiencias del hombre. Pero esta ruptura con un Dios por encima del mundo significa igualmente un adiós a una salvación supraterrena que debiera ser realizada en una especie de inferioridad espiritual o en una vida después de la muerte. Tales concepciones religiosas de Dios y de la salvación son ajenas al Evangelio. Este nos muestra un Dios que es «mitten im Leben jenseitig» (en situación de más allá en medio de la vida); para el Evangelio no se trata del trascendente, sino del mundo. «Was über die Welt hinaus ist, will im Evangelium für diese Welt dasein...» 27 (lo que trasciende el mundo quiere estar presente en este mundo en el Evangelio). Por eso el Evangelio nos aporta un «geschichtliches Heil» (una salvación histórica), de la que no es posible evadirse hacia la eternidad. «Das Diesseite darf nicht vorzeitig aufgehoben werden» u (la vida en este mundo no debe ser superada prematuramente). Una salvación en el mundo, más acá de la eternidad, profana, significa, además, que el Evangelio llama al hombre entero no sólo en sus necesidades, como pretendía preferentemente el cristianismo, sino también en su grandeza, su alegría y sus conquistas profanas. Por eso el Evangelio deja intacto el carácter profano del mundo y ordena al hombre vivir de una forma profana. Pero ¿qué significa realmente ese carácter profano, temporal, esa mayoría de edad vivida en la fe? No podemos más que adivinar, a partir de Orientatie. Nieuw wegen in de theologie, Baarn, 1966, 80-93. Sperna proporciona indicaciones muy valiosas sobre la mayor parte de los autores de que trataremos. 27 Carta del 5.5.44, Widerstand und Ergebung, 137. 28 Carta del 27.6.44, op. cit., 166.

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algunos textos poco coherentes, lo que Bonhoeffer se había imaginado. En resumen, podría decirse que el creyente en este mundo debe consagrarse enteramente a su tarea profana sin poder esperar mientras trabaja la intervención en favor suyo de un Dios omnipotente. Pero le está permitido creer que sus acciones realizan a Dios en medio de este mundo. El Dios que está presente es un Dios impotente y que sufre, y como tal está con nosotros y nos ayuda29. Este sufrimiento de Dios irrumpe como un tema inesperado, no elaborado; se podría traducir este tema por «la ausencia de Dios», por la vida en presencia de un Dios al que no se ve y que no se manifiesta en ninguna parte y al que sólo se puede permanecer fiel por medio de la fe. Pero una cosa al menos aparece clara: la única posibilidad cristiana de estar con Dios o en la salvación es consagrarse sin reservas a la tarea que hay que realizar en el mundo. Sólo tardíamente y de improviso aparece el tema más concreto, que tan frecuentemente desarrollarán otros autores, de que a Dios sólo se llega a través del encuentro con el prójimo y del servicio desinteresado hacia El 30 . Si en Bonhoeffer puede calificarse la fe y la salvación de profanas e intratemporales es porque no son realizadas más que en el mundo, en comportamientos y formas profanas. Por eso asigna Bonhoeffer a la teología moderna, entre otras tareas, la de reinterpretar de una forma no religiosa todas las categorías fundamentales del Evangelio (especialmente la salvación, el pecado, la penitencia y la oración), tarea que él no logró llevar a cabo 31 . Con todo, debemos reconocer que hay algo contradictorio en las concepciones de Bonhoeffer, ya que, si bien defiende la tesis de que el Evangelio debe aceptar las posibilidades grandiosas que existen en el hombre, insiste con igual fuerza sobre la participación del hombre en la impotencia de Dios en este mundo. Ya en su Etica, la responsabilidad constituía la categoría fundamental de su teoría moral; a ella se añade ahora el tema de la ausencia de Dios. La interpretación más sencilla de la enigmática expresión de Bonhoeffer: «Vivir en el mundo como si Dios no existiera», sería decir que la fe, por referirse a lo invisible, da al creyente la posibilidad, pero le impone también el sufrimiento, de buscar por sí mismo su propio camino, en una «proximidad ausente» de Dios en la que sólo se puede creer. 29 30

Op at, especialmente 178,183 Op cit, especialmente 191. 31 Cf G Ebeling, Die mcht-rehgiose Interpretaron biblischer Begnffe, en Dte mundige Welt, II, Munich, 1956, 12-73

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Bonhoeffer no ha elaborado una ética concreta a partir de su visión. No nos ha legado más que el esbozo de un esquema. Pero lo que dejó claramente descrito es el espíritu, la mentalidad de esa ética cristiana que reaparece constantemente en algunos autores y que podríamos expresar como una identificación cierta, aunque no sepamos la medida exacta en que es afirmada tal identificación, de la salvación y la edificación del mundo, una historificación y una profanización del camino que lleva a la salvación final y una invitación a no abordar los problemas del mundo y de la vida más que con medios humanos y llenos de optimismo. El creyente será justamente quien deba vivir esta tarea y el coraje que exige su realización, experimentando dolorosamente la ausencia de Dios. Es evidente que a partir de estos principios la interpretación puede seguir dos caminos que conducen a dos posiciones extremas como veremos más adelante: una reducción de la fe a la ética (cf. van Burén y otros autores) y, por consiguiente, una etización total y radical de la fe; o un fideísmo casi trágico que, contra toda esperanza, es profano esperando la gracia de Dios. Este segundo camino sigue, a nuestro entender, Dorothea Solle, una teólogo alemana que, en su libro Stellvertretung32 (Sustitución), desarrolla el tema fundamental del pensamiento de Bonhoeffer, interpretándolo de alguna manera y no sin presentar algunas reservas ante el mismo. Lo que obsesiona a esta teólogo más que la «muerte» de Dios es su ausencia. La presencia de Dios no es clara, ya que, aparentemente, Dios no ayuda ni interviene jamás. El hombre no puede contar más que consigo mismo y debe resolver por sí mismo los problemas de su vida. En esta situación que el creyente debe afrontar, en definitiva, con honradez y coraje y que implica una ausencia real (y no sólo aparente) de Dios, Solle intenta interpretar la significación de Cristo como sustituto de Dios cerca del hombre y del hombre cerca de Dios. Por medio de un laborioso análisis filosófico del fenómeno de la sustitución y de un resumen histórico de sus interpretaciones teológicas tradicionales llega esta autora a formular la tesis según la cual el hombre, que por el hecho de su impotencia debe recurrir siempre a la sustitución, encuentra en Cristo una persona que toma con interés su causa perdida; es Cristo quien cree, espera y ama en lugar 32 Dorothea Solle, Stellvertretung Etn Kapitel Theologte nach áem Tode Gottes, Stuttgart Berlín, 1965 No disponíamos más que de una traducción neerlandesa de esta obra (Plaatsbekledtng Een hoofdstuk theologie na de dood van God, Utrecht), que seguiremos en nuestras citas.

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nuestro. Pero esta sustitución por Cristo es sólo provisional: el hombre debe aprender a creer, esperar y amar él mismo, ya que para Dios es del hombre de quien se trata 33 . La sustitución realizada por Cristo significa que él conserva nuestro lugar para que nosotros podamos tomarle de nuevo más tarde. Tenemos necesidad de Cristo para que Dios no nos abandone. Pero ese lugar que nosotros deberemos aprender a ocupar por nosotros mismos es nuestro lugar en el mundo; ahora deberemos, en nuestra historia y en nuestro mundo, asumir la responsabilidad del mundo como hijos de Dios. En Cristo, el hombre de Dios, viene a nosotros una libertad que nos libera de todas las potencias y de todas las fuerzas de este mundo y nos abre al mundo de una manera candida, desinteresada y auténtica. Por eso debe aprender el creyente a vivir de una manera profana; en este momento surge de repente, haciéndonos pensar en Bonhoeffer, la definición un tanto enigmática de lo profano: «Cristo vino a la vida por nosotros, en nuestro lugar. Pero nosotros deberemos aprender a vivir por nosotros mismos, no viendo lo profano y la alienación que le es inherente como una cosa ajena a Dios, sino como un modo de estar Dios presente entre nosotros» 34 . Encontramos aquí de nuevo la secularidad como una manera de asumir animosamente, como creyentes, unas responsabilidades para con esa vida sin salida y sin solución que no puede ni debe esperar ser resuelta por Dios y que debe creer en esta privación trágica como en una forma de la presencia de Dios. ¿Qué significa esta ausencia de Dios? Sólle sigue a Bonhoeffer también en este punto: Dios se ha convertido en algo superfluo como hipótesis de trabajo y no es identificable en ninguna parte como Dios poderoso. El teísmo ingenuo pertenece a una época superada35. Ahora bien, esta ausencia debe ser aceptada como la manera en que Dios existe para nosotros. En esta existencia, para nosotros Cristo tiene una función esencial porque ocupa el lugar de Dios entre nosotros. Provisionalmente Cristo ejerce la función de Dios, garantiza a Dios y le reemplaza. Sin Cristo no tendría razón de ser nuestra espera de un Dios aún ausente e invisible. En Cristo se ha revelado la posibilidad de la espera de Dios, y ese es el sentido de su resurrección. Pero esa sustitución es igualmente provisional: Cristo es el sustituto de Dios, pero de esa forma sirve también de presagio suyo. 33 34 35

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Solle no dice claramente quién es ese Cristo. ¿Es más que un símbolo, más que el mensaje tal como nos es anunciado en el Evangelio? 36. Esta es una de las numerosas cuestiones que siguen oscuras después de haber leído su obra. Sin embargo, dos cosas quedan claras en ella: no nos queda otro camino en la fe que el de tomar en nuestras manos la responsabilidad entera del mundo sin esperar otra presencia de Dios que la de su impotencia y la de su ausencia de significación. El hombre debe atreverse a ser enteramente profano. Por otra parte, está la esperanza de que Dios vendrá finalmente hacia nosotros (¿en un futuro?), y esta esperanza, por parte de Dios y por parte nuestra, es Cristo. De nuevo se presenta claramente la autonomía de la ética como misión profana. Y cabe seguir y sentir algo de lo que el autor ha querido decir cuando se mira con ojos de creyente en torno a uno mismo y se tiene el valor de reconocer francamente de qué forma vivimos en definitiva, llevando a cabo de hecho cosas evidentes, exigidas por las circunstancias, sin tomar conciencia de la presencia de un Dios que cambie lo más mínimo el curso del mundo. Pero ¿no se correrá así el peligro de apartarse de toda tradición cristiana al crear una especie de paralelismo fideísta entre la fe en un Dios ausente y una vida en el mundo sin que se sea capaz de decir dónde está el punto de contacto entre esas dos realidades? ¿No sería más consecuente y más lógico —pero esto significaría excluir la posibilidad de una ética cristiana— identificar radicalmente, como hacen los autores a que nos referiremos en el párrafo siguiente, la salvación y el mundo, reduciendo la salvación al mundo? En ese caso Cristo podría tal vez continuar ejerciendo la función de un símbolo que nos remite a una esperanza real, pero indefinible y que no puede encontrar su fundamento en realidad alguna. Es verdad que Solle llama nuestra atención sobre un hecho innegable que el creyente debe esclarecer en su ética: la tarea evidente, al alcance de la mano, que llevamos a cabo en el mundo con nuestras propias fuerzas y según nuestras propias ideas, pero vueltos hacia un Dios invisible. Ninguna ética cristiana puede contar demasiado fácilmente con una gracia considerada como normal, con unas iluminaciones milagrosas o con indicaciones proporcionadas por la gracia. La cuestión planteada por Solle sigue teniendo toda su urgencia: ¿qué significa para una ética basada en la fe el recurso a Dios? Actualmente ya no es posible eludir la responsabilidad de indicar de forma clara (al menos teológicamente clara) el lugar en

Solle, op. cit., 112. Ibíd., 116. Ibíd., 146.

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Ibíd., 151-152.

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el que se podría encontrar a Dios dentro de la ética. La fe que lo cambia todo en la vida del cristiano, pero que al mismo tiempo no cambia nada en ella, nada demostrable o visible, nos ha sido presentada valientemente por Solle, siguiendo a Bonhoeffer, como un problema teológico ineludible y que espera aún su solución.

IV.

LA FE REDUCIDA A LA ETICA

Limitándonos a formas recientes de teología secular y, por consiguiente, pasando por alto autores de la importancia de un Tillich, queremos agrupar en este párrafo algunas formas extremas de ética «cristiana» secular. A pesar de las diferencias que existen entre van Burén, Altizer y Hamilton, existen entre ellos semejanzas sintomáticas y tipológicas que permiten estudiarlos dentro de un mismo apartado. La obra de van Burén The secular meaning of the Gospel2,7 (La significación secular del Evangelio) constituye un síntoma, en nuestro contexto, por las radicales consecuencias que saca de una interpretación secular de la fe. Partiendo de una opción o un prejuicio neopositivista, cree que hablar de Dios no tiene sentido. Por eso quiere reducir la teología a la cristología. El autor no lucha con una ausencia o una muerte de Dios más o menos deplorada, sino que, para justificar la fe, se dirige con facilidad y sin plantearse problema alguno a la persona de Cristo que puede ser verificada históricamente. La fe se convierte así para él en una mirada nueva sobre la vida, en una nueva perspectiva que implica un compromiso nacido de un «discernimiento», de un nuevo descubrimiento, tomado de la historia de Jesús 3S. En esta obra no se nos explica cómo nace esa «fe» (que tuvo su origen en los acontecimientos de Pascua, con todo el sentido que éstos tenían para los discípulos), pero van Burén trata de traducir su contenido de una manera «profana», lo cual significa para él: de una forma adaptada a la mentalidad empírica del hombre moderno, preocupado de vivir al ritmo de su época y para el cual las relaciones humanas ocupan 37

Paul van Burén, The secular meaning of the Gospel. Based on an analyús of its langtiage, Londres, 1963. Se encontrará un buen resumen en J. Sperna Weiland, op. cit., 114-120. Véase igualmente Ogletree, The «death of God» controversy, 35-59 (con atinadas observaciones críticas). Cf., por parte de la crítica anglicano-tomista, E. Mascall, The secularisation of Christíamty, Londres, 1965. 38 Van Burén, op. cit., 132.

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un lugar elevado en la escala de valores. La fe, a partir de Jesús, a quien podemos conocer en su aparición histórica, transmite al hombre una libertad «contagiosa» (a contagious freedom), que le libera y le hace disponible para con el prójimo39. No pretendemos detenernos aquí en las cuestiones teológicas que provocan inmediatamente las ideas de van Burén, como, por ejemplo: ¿cuál es la significación de Cristo como origen y transmisor de libertad si no se recurre a un Dios trascendente? ¿Cómo comprender esa transferencia de la libertad sin volver de alguna manera a la noción tradicional de gracia? 40. Para nosotros importa sobre todo que van Burén quiera mantener manifiestamente la relación entre su ética de la libertad y la persona histórica de Jesús y permanecer así dentro de una «tradición cristiana». De todas formas se plantea una cuestión, sobre la que volveremos más detenidamente en el párrafo siguiente, y que podríamos expresar en estos términos: ¿no interviene aquí Cristo sólo como un modelo, como un ejemplo que no podría arrogarse ninguna especie de unicidad y que, por tanto, no podría ser considerado como una causa de salvación? Pero, además, y esto es aún más importante, la eficiencia y, en definitiva, el contenido de la fe son transferidos a la ética. La fe se realiza en la libertad comprendida como servicio desinteresado al prójimo. Este amor en la libertad ha dejado de ser ese medio para un encuentro con Dios que era en Robinson, Bonhoeffer y Sólle; tal amor está encerrado en los límites del mundo, se ha convertido en pura ética. Así se produce una etización de la fe que acarrea una horizontalización total, ya que la fe, al convertirse en ética, se retrae más acá del horizonte. En los autores de que hemos tratado anteriormente se había mantenido algo y a veces mucho del drama bíblico propiamente dicho que se desarrolla entre Dios y el hombre; con van Burén la fe se reduce a una lucha del hombre contra las potencias que amenazan su libertad 41 . La secularización ha llegado así a su término desde el punto de vista teológico, con la reducción de la fe a una misión puramente profana (ilustrada por la historia de Jesús como cantus firmus) sin la menor perspectiva trascendente o escatológica. Hay algo extraño en este intento: mientras van Burén centra todo el interés de su cristología en una ética de Jesús, esa ética se 35

Van Burén, op. cit., 141ss. Véase la crítica de W. Ogletree, op. cit. Cf. H. Kuitert, De realiteit van het geloof. Over de anti-metafisische tendens in de huidige theologische ontwikkeling, Kampen, 1966, 143-144. 41 Q . Kuitert, op. cit, 145-146. 40

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reduce, en definitiva, en la referencia constantemente repetida, a una noción vaga de libertad. Por eso nos es imposible elaborar en esta dirección las consecuencias éticas de sus ideas en sus propios términos. Pero es importante que nos demos cuenta de lo que significaría para la ética esa reducción de la fe a la ética, ya que no puede menos de extrañarnos la carga que de esta forma se impone a una ética cristiana. Por de pronto, el set-para-los demás en un desinterés radical debe sustituir, como una realidad evidente y profunda (que aparentemente forma parte de la experiencia humana), la realidad de la gracia y de la relación con Dios. Es como si se descubriera de una forma evidente y empíricamente clara la profundidad y grandeza del hombre ético en nuestro mundo. Si la fe es reducida a la ética, el cristianismo corre el riesgo de no ser accesible más que a una élite. Y cabe al menos dudar que esta élite se identifique con el hombre secular al que van Burén pretende dirigirse. Van Burén cree disponer con la ética de una realidad empírica que puede ser indicada y demostrada en este mundo, pero al mismo tiempo toda su ética está ligada a Jesús porque se trata de una libertad que nos es transmitida a partir de él. Ahora bien, esa relación con Jesús es en van Burén una realidad misteriosa que más que indicar no hace más que suponer. De ahí que su opción por una ética cristiana, que debe sustituir la fe, se convierte en más o menos real o arbitraria42. Las teorías de los teólogos del «Dios ha muerto», Hamilton y Altizer, se presentan de forma enteramente distinta. Pero tienen de común con las de van Burén el hecho de reducir la teología y la fe a una ética. Con estos dos autores llegamos al final de un camino que se aleja cada vez más de la teología tradicional. Para ellos no se trata de una imagen superada de Dios, de la ausencia de Dios (Bonhoeffer, Sólle) o de un Dios incognoscible (van Burén), sino de una negación del Dios del cristianismo. Para estos dos autores la existencia de Dios es incompatible con la mayoría de edad y la independencia del hombre en el mundo 43 . De la negación de Dios se sigue para Hamilton que el hombre se vuelve positivamente hacia el mundo; por eso cree seguir la línea de la Reforma que tomó la iniciativa del movimiento que va a

Cf. Kuitert, op. cit., 143. A. Richardson, Religión in contemporary debate, Londres, 1966, 17-29; crítica fundamental del empleo que los autores alemanes hacen de la noción de religión y de las consecuencias que se sacan de ese empleo en cuanto a un «Dios que interviene» como elemento característico de una forma religiosa de la fe. 43

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del monasterio al mundo**. De la tradición cristiana no retiene este autor más que el entusiasmo suscitado por la lucha en favor de la dignidad humana y de la justicia en el mundo. Con un optimismo que cabe envidiarle y que reaparecerá más tarde en Harvey Cox, hace el recuento de ias posibilidades humanas capaces de transformar el mundo en un mundo mejor. Para él la secülaridad no es, en modo alguno, una amenaza para el hombre moderno, sino más bien un medio para profundizar unos valores humanos auténticos. Pero también para Hamilton esta apertura al mundo va ligada a la persona de Jesús, que es un «lugar para ser», una posición a partir de la cual el hombre llega a volverse de una forma desinteresada hacia su prójimo. La tarea del cristiano es «hacerse Jesús», lo cual equivale a identificarse con las necesidades y aspiraciones del prójimo. Hamilton quiere, pues, elaborar una imitación de Jesús que, sin embargo, no ha desarrollado por ahora 45 . En Altizer ** encontramos de forma más clara aún que en Hamilton la convicción de que una teología no debe rehusar afrontar las situaciones de la cultura moderna profana, y de que al faltarle al hombre moderno todo sentido religioso esa teología debe buscar una forma profana de cristianismo. Altizer cree encontrar esa forma profana de una fe cristiana en los grandes pensadores de hoy, que en la crisis de un tiempo en mutación han intentado descubrir de nuevo la presencia de Cristo en el mundo (especialmente Nietzsche, Hegel, Freud). Altizer intenta además explicar el carácter propio de la fe cristiana oponiendo el misticismo oriental al cristianismo. En torno al tema de la encarnación de la Palabra se va destacando poco a poco su tesis fundamental de que la fe cristiana se caracteriza por un movimiento que va de lo sagrado a lo profano no para negar o suplantar lo profano, sino para encarnarse completamente en ello. No se trata en absoluto de una participación o de un retorno a una realidad divina original, sino de un camino que conduce al fin a través de la movilidad de la historia. Los u

W. Hamilton, The neto essence of cbristianity, Nueva York-Londres, 1961. Después de haber leído el texto original nos hemos servido útilmente del excelente resumen crítico de Th. Ogletree The «death of God» controversj, Londres, 1966, 26-38. " Cf. Ogletree, op. cit., 55. " Las dos obras más importantes de Th. Altizer son: Mircea Eliade and the dialectic of the sacred, Filadelfia, 1963, y The gospel of christian atheism, Filadelfia, 1966. Puede encontrarse un resumen excelente de sus ideas en Ogletree, op. cit., 60-84. Hamilton y Altizer han resumido sus propias ideas en un libro que han escrito en colaboración, Radical theology and the death of God, Nueva York, 1966.

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únicos lugares en los que se puede encontrar lo sagrado son, para Altizer, el tiempo, la historia, el mundo. Pero esta entrada de lo sagrado en lo profano significa que Dios, en cuanto ser eterno y puro, ha perdido todo sentido (y ha debido hacerlo) para ser incorporado al proceso de este mundo, revistiendo de esta forma la condición móvil, cambiante y pasajera de este mundo. El Dios trascendente se ha convertido así en un Dios inmanente al mundo y esto significa su muerte. Jesucristo es ese Dios que se vacía de sentido; y Dios no existe fuera del hombre Jesús. La liberación con relación a un Dios lejano, extraterreno, que dominaba al hombre, significa igualmente una emancipación del hombre que abre el camino a la libertad y a la independencia. El Dios tradicional cerraba el paso al hombre, y los profetas profanos en que se inspira Altizer han hecho una tentativa valiente para liberarse de ese Dios. Pero sigue en pie la cuestión de con vistas a qué fin ha sido liberado el hombre. Para Altizer, la tarea en el mundo debe ser realmente una presencia de Jesús, presencia que encuentra en la idea de Nietzsche del eterno retorno (eternal recurrence, traducción de die ewige Wiederkehr) m. Esto no significa, sin embargo, que el hombre se deje sumergir pasivamente en el círculo vicioso carente de sentido de una historia del mundo que se repite constantemente, sino que, con Nietzsche, el hombre quiere ese eterno retorno, o en otros términos: acepta cada momento, con todo lo que tiene de concreto, absurdo y opaco. La misión cristiana es no evadirse jamás de ese momento hacia la consolación de una eternidad o un sentido divino, sino vivir valerosamente esta vida tal cual es. Así aparece lo sagrado en lo profano. Con palabras de Altizer: «Profesar la fe en Jesús significa volverse hacia el mundo, hacia el corazón de lo profano, al mismo tiempo que se reconoce que Cristo está presente ahí y no en ninguna otra parte. Con tal de que reconozcamos que Cristo está enteramente presente en el momento que tenemos delante de nosotros, podemos amar de verdad al mundo y acoger incluso su dolor y su oscuridad como una epifanía de Cristo» 48 . Con otras palabras: la fe es rehusar recurrir a un Dios eterno, supraterreno y aceptar gozosamente a Cristo en medio del mundo contingente y cambiante, o incluso a un Cristo idéntico a este mundo efímero. De todo lo que precede se deduce claramente que con Altizer hemos abandonado no sólo la teología cristiana, sino también el 47 K

Altizer, The gospel of cbristtan atheism, 141-151. Altizer, op. cit., 155-156 (citado en Ogletree, op. cit., 11).

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pensamiento sobrio. Aquí habla ya un místico, un poeta que apenas intenta construir una síntesis lógica de su crítica del cristianismo tradicional. Pero hay un aspecto que hace de Altizer un autor importante desde el punto de vista de una ética secular. Ya en Bonhoeffer y Solle encontramos una ética muy particular de apertura al mundo bajo la forma de una especie de compasión. La ausencia de Dios es la presencia de un Dios que sufre, vaciándose de sentido, con el que el cristiano entra en relación compadeciendo al mundo. La cruz de Cristo en Bonhoeffer y Sólle, la kenosis (pérdida de sentido) de Dios en Jesús son temas evangélicos clásicos, asumidos y reinterpretados así porque —y esto es importante— se siente cristianamente la obligación de aceptar el mundo como tal. La fe no es ya una evasión hacia la consolación de un mundo «por encima de éste», sino que consiste en encajar, soportar el mundo de aquí abajo. Sin embargo, en Bonhoeffer y SoUe no se trata de una mística pasiva de sufrimiento infligido por el mundo. En Altizer, en cambio, se trata más o menos de eso, de forma que Ogletree, en su excelente análisis, se cree obligado a poner en guardia contra una negación de toda ética en la obra de Altizer. La idea de un «eterno retorno», o en otros términos, de una identificación con el mundo fáctico, absurdo, lleva, en definitiva, a Altizer hacia un «así sea» y, por tanto, hacia una forma de aceptación de la voluntad de Dios que él precisamente había creído deber rechazar. Ogletree piensa, sin embargo, que también en Altizer existen elementos que podrían servir de base para una ética; esta base es una apertura de fe total y radical a la presencia de Cristo en cada instante, apertura que puede liberar al hombre y le hace posible buscar sin prejuicios y lejos de toda ideología (por ejemplo, de la ideología de la voluntad, de la providencia o de las leyes eternas de Dios) la respuesta exacta y la solución adecuada a una situación particular m. Creemos, sin embargo, que la intuición de Altizer (lo mismo que la de Bonhoeffer y Solle) están orientadas en otra dirección hacia una resignación fideísta frente a los males de este mundo, porque, para el creyente, lo invisible está presente en la manifestación de un mundo sin salida. Esto equivaldría a decir que todas las tentativas de cambiar el mundo (y nadie negará que eso constituye una misión para el hombre) deben ser efectuadas sin que el que las realiza pueda ver lo que significan para Dios. Pero la fe puede soportar ese desacuerdo entre lo visible y lo invisible y seguir siendo fe viva. Ogletree, op. cit, 81-82.

Secularidad y ética cristiana V.

SECULARIZACIÓN COMO MISIÓN DEL CREYENTE

Hasta ahora hemos constatado que la crisis de la fe provocada por la ausencia de Dios lleva a casi todos los teólogos de la secularidad a una conversión al mundo: el mundo se convierte en el lugar en el que se puede encontrar a Dios. En los autores que acabamos de citar, la problemática relativa a Dios es el punto de partida de una teología secular; el término de su reflexión es la afirmación del mundo. En el teólogo americano Harvey Cox, cuyo libro The Secular City50 (La ciudad secular), apasionante y bien escrito, se ha convertido en un best-seller que ha ejercido gran influencia, la situación es un poco diferente. Sólo al final de su obra trata expresamente el problema de Dios. Su punto de partida es, en definitiva, una descripción de la situación del hombre en el mundo moderno, situación que él caracteriza como secularización. Esta significa esencialmente para Cox el reconocimiento del valor propio de lo humano, así como la autonomía y la responsabilidad propias del hombre. Esta situación del hombre es ciertamente relacionada con el problema de la fe y la religión, pero lo extraño —Krinkels lo ha observado con toda razón 51 — es que para Cox la secularización no caracteriza primera o exclusivamente la existencia en la fe, sino la existencia humana como tal. Según Cox, que toma su definición de van Peursen S2 , la secularización es la emancipación del hombre de la tutela de la religión y de la metafísica, pero también de toda ideología y de todo sistema que se pretendan absolutos. Esa emancipación es, según él, una consecuencia auténtica de la fe bíblica que, sobre todo en su forma veterotestamentaria, supone una desacralización de la vida tanto en el ámbito de lo político como de lo ético; de esta forma viene a coincidir con la opinión de Friedrich Gogarten. Actualmente esta secularización se opera en el contexto del proceso de urbanización, que transforma el mundo en «ciudad del hombre», caracterizado por el anonimato y el cambio, el pragmatismo y la profanidad 53. El hombre moderno no se preocupa de las cuestiones relativas a «otro mundo», sino que 54

H. Cox, The secular city. Secularization and urbanization in theological perspective, Londres, 1965 (edición popular, Londres, 1963, que seguimos en nuestras citas). 51 M. Krinkels, Secularisering. Een poging tot begripsverheldering: «Theologie en Zielzorg», 62 (1966), 273. 52 Véase nota 1. 55 H. Cox, op. cit., 60-84.

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está fascinado por el mundo concreto, evidente, que quiere transformar y hacer mejor por medio de soluciones pragmáticas. Nos es imposible, en el marco de este boletín, describir detalladamente los apasionantes análisis que Cox hace de la mentalidad moderna y la situación actual del hombre. Lo importante para nosotros es que su pensamiento desemboca en una concepción de ética «teológica» sobre la que vamos a insistir para tratar de definirla. Para Cox, la secularización no quiere decir la negación de un Dios trascendente, sino una reinterpretación de la relación entre Dios y el hombre y entre éste y Dios. El Dios bíblico es un Dios que descubrimos en la realidad histórica y social de este mundo; un Dios que invita al hombre a entrar en una relación libre y autónoma para con él; un Dios que abre nuevas posibilidades dentro de la historia de este mundo. «Descubrimos la actividad de Dios en lo que los teólogos llamaban en otro tiempo 'acontecimientos históricos' y que nosotros podríamos llamar también con un término más exacto social change (cambio social)»5*. Esta teología del «cambio social» es un tema fundamental en el pensamiento de Harvey Cox, quien a través de este tema introduce una forma muy personal de ética cristiana secular. Cox describe esta teología de la revolución social en el marco de su concepción de la tarea de la Iglesia cristiana, pero nosotros nos proponemos describir esta función de la Iglesia en la teología secular en un párrafo aparte. Nuestra época se caracteriza por un cambio social rápido que, considerado más de cerca, puede ser denominado una revolución social. La «política», en el sentido amplio de la palabra, tiene la tarea de dirigir, acompañar y configurar ese cambio social en el sentido de un mejoramiento de nuestro mundo. La cuestión fundamental para una teología moderna es: ¿cómo actúa Dios en esta revolución social? ¿Es el hombre o es Dios quien actúa en esta revolución social? Para Cox, la persona de Jesús ha revelado que se debe hablar en este punto de una cooperación entre Dios y el hombre, cooperación que él ve demostrada en la estructura de toda revolución social. El hombre se encuentra en una situación que le coge desprevenido, por decirlo así, que él no hace, pero que constituye el punto de partida de todas sus acciones. Cox no llega a decir que la situación de hecho pruebe claramente la voluntad de Dios, pero sí la considera como un indicio del camino que Dios 54

H. Cox, op. cit., 105.

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quiere seguir con el hombre 55 . Es verdad que el reino de Dios de que habla el Evangelio no puede ser identificado con la «ciudad del hombre», pero nuestra construcción de la sociedad humana es en todo caso el camino que debemos seguir si queremos responder a la realidad del reino de Dios en nuestro tiempo. La ciudad del hombre es el reino de Dios en vías de realización en nuestro tiempo, aun cuando exista la esperanza de ver este reino evolucionar hacia una forma final desconocida de nosotros y que debemos esperar 56. Una teología y una ética de la revolución social pueden partir de la analogía que existe entre la situación de hecho de nuestro mundo y la idea bíblica del reino de Dios. La teología revolucionaria debe nacer de una ruptura que separe la situación de hecho de una situación nueva que está aún por inventar y por realizar. Ahora bien, la ciudad humana actual muestra semejante vacío porque nos damos cuenta de que nuestras posibilidades técnicas, en toda clase de terrenos, no han sido aún explotadas y utilizadas en una acción política constructiva. Por otra parte, el Evangelio nos muestra cómo el Dios de la Escritura va siempre por delante del hombre y le ruega que abandone el país que habita y se dirija a un país que Dios le mostrará 57 . La situación social real es una forma bajo la cual el reino nos invita a olvidar lo que queda detrás de nosotros y avanzar hacia lo que va a presentarse ante nosotros. Aquí interviene lo que Cox llama «tensión ética», tal como la describe la Escritura: «... La tensión ética tal como la ve la Escritura es algo diferente de la tensión que existe entre lo que es y lo que debe ser, tal como la describe de ordinario la ética filosófica. La línea de conducta que sugiere el Evangelio no es un imperativo categórico; el Evangelio designa primero lo que ocurre, lo que tiene lugar, y sólo en segunda instancia invita a un cambio consecuente de actitud y acción»58. En una exégesis fascinante, pero que produce a veces la impresión de arbitraria, Cox nos muestra que la situación actual del mundo y la Escritura designan de una forma paralela y análoga las mismas causas de la negativa que el hombre opone a los cambios, y describen una misma forma de purificarse de esa negativa. Esas causas son siempre el apego a las formas pasadas de pensar y vivir y la falta de coraje para llegar a 55 56

57

Op. cit., 111-112. Op. cit., 113.

Op. cit., 116. » Ibíd.

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la mayoría de edad y a la responsabilidad que impiden al hombre actuar de una forma revolucionaria. Y lo que abre los ojos del hombre y le invita a la conversión es siempre una catástrofe social y también evangélica (el reino de Dios que se anuncia). A veces se tiene la impresión de que en el pensamiento de Cox el reino de Dios y la catástrofe social son paralelos; a veces parece que la situación profana es para él la forma bajo la cual se manifiesta el reino de Dios que se anuncia. En todo caso, reino de Dios y situación profana revelan para Cox una misma tendencia: la de una doctrina y una actividad que puede ser expresada por el término clave social change, traducible también por el de secularización; pero en este último caso la expresión significa que el hombre vive en el punto de intersección de la acción de Dios, tal como se manifiesta en la influencia que la historia ejerce sobre el hombre y la intervención del hombre en la historia como una respuesta a esa influencia. En este punto de intersección se sitúa el fenómeno de la conversión, o en otros términos, de la responsabilidad, de la aceptación de la responsabilidad de adulto (accountability) 59. La tarea ética que según estas ideas de Cox aguarda al cristiano puede ser explicada por su concepción de la acción «política» de Dios (0 . Cox aplica la noción de «política» a Dios y cree que tras la negativa a hablar de Dios en términos de mito o de metafísica nos queda la posibilidad de hacerlo en términos «políticos». Por el término «política» entiende Cox la suma de las actividades que forman y edifican la 'polis' moderna, la ciudad del hombre. La teología deberá elucidar las cuestiones vitales de la ciudad moderna a la luz de los grandes acontecimientos que han señalado la intervención de Dios (Éxodo y Pascua) y deberá elaborar una serie de directrices. Siguiendo a Lehmann 61 , Cox habla de la acción política de Dios, es decir, de la acción de Dios que hace viable la vida humana y a la que responde la acción del hombre orientada hacia los mismos fines. Hablamos de Dios de una forma política siempre que invitamos a nuestro prójimo a actuar de una forma responsable, siempre que cultivamos las relaciones humanas y liberamos al hombre de los prejuicios y de la minoría de edad. En todo esto el hombre se encuentra frente a Dios, que está realmente frente a él y no se reduce al mundo ni al prójimo, sino que 59 <0

Op. cit., 122-123. Op. cit., 248-257. " P. Lehemann, Etbtcs in a christian context, Londres, 1963, 81-86.

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es un Dios escondido que no tiene sentido para nosotros más que en sus acciones en el mundo y para el mundo 62 . También en Cox encontramos una tendencia a traducir la relación con Dios en actividades intraterrenas; pero en él, más que en otros, está subrayada la acción social. La edificación del mundo y la salvación, el reino de Dios, se acercan hasta el punto de tocarse, y otro tanto sucede con la teología y la ética. Mientras un Dios oculto, que no se manifiesta más que por sus acciones políticas con el mundo, permanece entre bastidores, ese Dios se crea un espacio en el que puede desarrollarse la actividad revolucionaria que provoca una ética fuertemente comprometida en las cuestiones sociales y netamente optimista. Dejando aparte la cuestión de saber si en este autor la fe no actúa solamente como descubrimiento de la tendencia secularizante de la Biblia (sobre todo en la historia veterotestamentaria de la salvación), cabe preguntarse si no presta una atención exagerada al hombre técnico y eficiente; en esta ética las necesidades del individuo ocupan poco lugar y se abren pocas perspectivas a las cuestiones vitales últimas, tales como el sufrimiento, la desilusión y la muerte que llevan al hombre lejos de las actividades técnicas y sociales de su ciudad y le conducen hacia las necesidades de su propio corazón y a una manera de creer distinta de la que le propone la acción política.

VI.

LA FUNCIÓN DE LA IGLESIA EN RELACIÓN CON UNA ETICA CRISTIANA SECULAR

Es curioso observar en los teólogos que acabamos de citar una gran atención y un gran cuidado por el significado, el puesto y la función de la Iglesia. La atención que prestan a la significación de la fe en una vida profana y su preocupación por la construcción del mundo los obligan al mismo tiempo a definir de nuevo la Iglesia como una «institución secular» en el mundo. No nos corresponde describir aquí las múltiples tentativas realizadas para establecer una eclesiología nueva. Lo que nos interesa es únicamente la «función ética» que se atribuye a la Iglesia. No extrañará que para alguno de estos teólogos la significación de la Iglesia esté subordinada y quede reducida a su función y tarea éticas. Intentaremos agrupar y caracterizar brevemente desde este punto de vista las diferentes opiniones. Generalizando un poco podríamos decir que la tesis a

H. Cox, op. cit., 257-268.

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fundamental que aparece en toda la teología de la secularidad bajo formas variadas es que la Iglesia debe ponerse al servicio del mundo y de sus nobles ideales. La salvación ha sido prometida al mundo; en él es donde la salvación debe ser realizada, y la Iglesia no puede pretender en modo alguno monopolizar la salvación. Sin situar a Hoekendijk a entre los teólogos de la secularidad, podemos constatar que sus opiniones han ejercido una gran influencia sobre esta nueva interpretación de la Iglesia. Autores de primera línea en esta tendencia como Robinson 64 y Harvey Cox 65 se refieren expresamente a él y pretenden desarrollar sus ideas. «En el mundo bíblico del cumplimiento mesiánico, se trata del reino para el mundo. Debemos retener este hecho de una manera consecuente» 66. El reino de Dios es relativo al mundo y es a él a quien el reino está destinado. Por eso la tarea esencial de la Iglesia es el apostolado, que consiste en llevar el Evangelio al mundo. La Iglesia vive para el mundo. No puede participar del Evangelio más que en la medida en que está dispuesta a servir. En Robinson encontramos expresiones semejantes: «La casa de Dios no es la Iglesia, sino el mundo.» La Iglesia es como el siervo, y el primer rasgo que caracteriza al siervo es el hecho de que habita en la casa de otro y no en la suya propia. La verdadera función de la Iglesia es servir, y la norma de este servicio son las necesidades del mundo 67 . El servicio prestado al mundo por la Iglesia es así la noción central por medio de la cual se intenta siempre caracterizar la Iglesia y definir su función. Es verdad que este servicio es tomado en un marco más amplio de actividades eclesiales apostólicas, ya que junto al servicio prestado a las necesidades del mundo, el apostolado comprende además el kerigma (una representación de la salvación por la predicación y la koinonia, que es participación comunitaria en la salvación)M; pero, sin embargo, es en el servicio donde la teología secular encuentra la función profana más neta, más tangible y más expresa de la Iglesia. La idea de una Iglesia-sierva puede ser desarrollada en múltiples direcciones, en un sentido más teológico, como en Hoekendijk, o en un sentido más práctico y sociológico (lo cual supone una gran 63

J. Hoekendijk, De kerk binneste buiten, Amsterdam, 1964, 41-55. J. Robinson, The new reformation, Londres, 1964, 72. H. Cox, op. cit., 144-145, nota 11, p. 145. " Hoekendijk, op. cit., 41. " J. Robinson, op. cit., 88-100. M Hoekendijk, op. cit., 50. 64 65

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atención hacia los cambios estructurales que exigen la transformación de la Iglesia en diaconía), como en Robinson y sobre todo en Gibson Winter 69 ; nosotros nos limitaremos a reproducir algunas fórmulas de Harvey Cox a modo de ejemplo de una interpretación secular de la Iglesia. También en él encontramos el esquema tomado de Hoekendijk, de una función triple de la Iglesia en relación con el mundo. La Iglesia proclama al mundo el fin de las potencias que amenazan la libertad y el estado de mayoría de edad de los hombres; pero esas potencias deben ser interpretadas de una forma concreta, profana. De la misma forma que en el Antiguo Testamento, se trata hoy de una liberación por Dios de la «cautividad» política, cultural y económica70. Cox realiza inmediatamente la transposición de la diaconta de la Iglesia al ámbito concreto de la ciudad humana. En ella, la Iglesia tiene la misión de destruir la discordia inherente a la vida ciudadana moderna: las tensiones étnicas, los conflictos entre los pobres y los acomodados, la competencia entre los partidos políticos71. De esta forma, y sirviéndonos de una terminología que Cox ha tomado de Hoekendijk 7l, la Iglesia es la vanguardia de Dios 73 . Es evidente que, en el pensamiento de Cox, la Iglesia es casi exclusivamente la que ejerce la función de instancia ética en el mundo, entendido aquí el término de ética en su sentido amplio y grandioso. Esto se expresa aún más netamente en su descripción de la Iglesia como «exorcista cultural» 74 . La sociedad sufre una especie de neurosis general: prejuicios, rencores, estrechez de espíritu, hipersensibilidad frente a ciertos valores, ceguera para con otros. Por analogía con lo que Jesús hizo por el individuo enfermo, la Iglesia tiene la " G. Winter, The new creation as metrópolis, A design for the church's task in an urban world, Nueva York-Londres, 1963. Inspirándose en Bonhoeffer, Winter cree que la tarea de la Iglesia consiste en servir al hombre en su lucha contra las potencias y organizaciones que impiden la realización de una sociedad verdaderamente humana. Ahora bien, la Iglesia ha fracasado fundamentalmente en este plano. La palabra profética de la Iglesia es la que deberá llamar la atención del hombre sobre los verdaderos problemas que solicitan sus esfuerzos. Se trata de los problemas sociales concretos de nuestro tiempo. También aquí, por tanto, insiste Winter sobre la función ética de la Iglesia. 70 H. Cox, op. cit., 127-132. 71 Op. cit., 132-144. 72 The church's koinoniac function: maktng visible the city of man, op. cit., 144-148. 73 Cox mismo reconoce la influencia de Hoekendijk sobre su concepción de la Iglesia, op. cit., 144. 74 H. Cox, op. cit., 149-163.

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tarea de privar de su atractivo, de su brillo, la tarea de desacralizar ciertos mitos sociales. También en esto se ve (y Cox es un síntoma de esta tendencia) cómo la función de la Iglesia en cuanto mediadora de salvación es concretada inmediatamente, pero en un sentido muy especial, a saber, el de la problemática social y cultural de nuestro mundo. Pero no hay que perder de vista que para Cox (como para Robinson y ciertamente para Hoekendijk y Winter) la Iglesia, en cuanto institución ética, sigue siendo una Iglesia porque en ella se manifiesta en este mundo un ex parte Dei. Pero en Cox esta acción de Dios no es real más que por una transformación del mundo en la que el hombre desempeña el papel de socio de Dios o, traducido en imágenes bíblicas de las que Cox se sirve frecuentemente para designar el hombre secular mayor de edad, la función de «hijo» o «intendente». Es evidente que estamos ante una seria tentativa de fe para determinar la posición de la Iglesia en el mundo moderno. La obra de Paul Lehmann Etbics in a Christian context75 (Etica en un contexto cristiano) muestra a qué nivel profundo de «ética eclesial» puede llegar una reflexión a la manera de la de Cox. Este libro es anterior al nacimiento de la teología explícitamente secular, pero comparte su inspiración. Para Lehmann, la Iglesia es una realidad ética, una comunidad (koinonia) en la que por la gracia de Dios los hombres consiguen su madurez. Esta madurez significa que se puede ser plenamente persona en cuanto hombre viviendo asociado con otros hombres. La Iglesia cristiana (koinonia) es el presagio y el signo en el mundo que prueban que Dios ha actuado siempre y sigue actuando para humanizar la vida del hombre y mantenerla así 76 . Encontramos aquí el preludio de la idea de la Iglesia sierva, que existe ya en Bonhoeffer, y según la cual el rasgo más característico de la Iglesia es su «ser para los demás»; la Iglesia no quiere dominar como una de esas instituciones que tanto abundan, sino que, siguiendo el ejemplo de Jesús, quiere perderse constantemente en el mundo y para é l " . Ya en su Etica había tratado ,s Londres, 1963. Varias ideas de Lehmann han influido sobre Cox (la acción política de Dios). Desde el punto de vista católico se puede, ciertamente, criticar la Contextual ethics de Lehmann. En definitiva, llega a una ética de situación que plantea numerosos problemas. Véase la atinada crítica sobre Lehmann, pero que afecta a la Contextual ethics en su totalidad, sobre todo en su versión americana, de J. Gustafson, Context versus principies. A misplaced debate in christian ethics: «New Theology», 3 (Nueva York-Londres, 1966). 76 Lehmann, op. cit., 101. 77 Bonhoeffer, Widerstand und Ergebung, 193.

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largamente Bonhoeffer de la relación entre la Iglesia y el mundo n, pero sólo en las cartas que escribió desde su prisión descubre una Iglesia que existe radicalmente para el mundo. La Iglesia debe simplemente anunciar al mundo en qué consiste una vida en Cristo, al mismo tiempo que da ejemplo de lo que significa existir para otro. Pero Bonhoeffer no va más allá de la pregunta que se planteó 79: ¿qué «espacio» queda para la Iglesia si se admite la mayoría de edad del mundo y si se quiere, por principio, aceptar a éste en su profanidad? La muerte no le dejó tiempo para formular una respuesta. Del esbozo que hemos ofrecido de la teología de Dorothea Sólle puede deducirse que en su pensamiento la Iglesia no puede tener más que una función de sustitución. La Iglesia es el grupo de fieles que debe asegurar la presencia del hombre cerca de Dios. La Iglesia representa al mundo ante Dios y lleva a Dios a preocuparse por el mundo y a esperar continuamente algo de él. La Iglesia es una función del mundo. Está siempre presente desde el momento en que se constituye abogado del mundo. Conoce bien los intereses de su cliente y los defiende ante Dios. Se retira en cuanto el mundo puede realizar por sí mismo sus tareas, pero quiere intervenir siempre que el mundo tiene necesidad de su socorro M. Esta Iglesia puede adoptar también un rostro anónimo, porque dondequiera que se realiza una humanidad verdadera se da la sustitución y existe, por tanto, cristianismo e Iglesia. La Iglesia institucional tiene la función de formar la conciencia que explícita lo que está realmente presente en otras partes dando cuenta de ello M. De estas pocas proposiciones tomadas de Sólle y que resumen su pensamiento se puede concluir con razón que también para ella la Iglesia tiene primeramente una función ética, a saber: la construcción del mundo. Es verdad que en ella la fe subsiste como trasfondo, aunque no intervenga claramente como origen y contenido de esa ética. En la situación de ausencia de Dios la Iglesia no puede por menos que encargarse de una tarea profana, ya que no le es dada una relación directa con Dios. La obra de Sólle no nos enseña claramente a qué clase de ética conducen su concepción de la Iglesia y su interpretación de la fe. Se tratará proba" Bonhoeffer, Etbik. Texto reunido y editado por Eberhard Bethge, Munich, 1963, passim, especialmente 59-63. " Bonhoeffer, op. cit., 163 (carta del 8.6.44). 80

Sólle, Plaatsbekleding, 123-124. " Sblle, op. cit., 151-152.

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blemente de una ética de «sociabilidad» cuyo contenido deberá precisar el mundo mismo. El término «Iglesia» no figura en el índice de palabras del libro de van Burén; la Iglesia tiene realmente poco relieve en su teoría teológica. Sin embargo, consagra un breve párrafo a la «Iglesia, sus actos y sus palabras» ffi. La Iglesia es para él una realidad histórica un tanto oscura, pero transparente para los hombres que han recibido el «virus» de la libertad en contacto con Jesús y que conocen la fuente de éste. La libertad es la noción casi sin relieve mediante la cual define la Iglesia. Esta última comunicará y repetirá constantemente esa visión de la vida nacida del Evangelio histórico. Pero la Iglesia tiene además una función netamente ética en cuanto incita y amonesta. Pero ¿qué significa el llamamiento ético de la Iglesia? Para van Burén es inútil buscar lo que caracteriza la amonestación ética de la Iglesia por una referencia a la voluntad de Dios considerado como el origen del deber ético. Remitir a la voluntad de Dios significa en la predicación de la Iglesia remitir a la historia de Jesús, a los acontecimientos de Pascua y a la visión de la vida que de ahí se deriva. La Iglesia se contenta con indicar las consecuencias lógicas de un determinado comportamiento originado por la visión cristiana. «El argumento de 'porque es la voluntad de Dios' no explica el motivo que se tiene para obrar de una forma determinada, sino que remite a la perspectiva histórica que sirve de contexto a una acción determinada» B . Tal vez podría encontrarse una expresión mejor que la de «voluntad de Dios» para indicar lo que quiere decir en el fondo la Iglesia y lo que hace. Todos los «actos eclesiales» específicos, como la celebración de la Eucaristía, la oración, la predicación del Evangelio son reinterpretados como fenómenos ligados al descubrimiento o a la realización de una visión cristiana del mundo y de la vida; esta reinterpretación desemboca finalmente en la libertad. La tarea de la Iglesia, en definitiva, es seguir el camino de la libertad, que es concretamente el camino del amor. Actualmente, la Iglesia apenas debe hacer otra cosa que poner en práctica la libertad que la ha liberado a ella misma M. No es exagerado decir que para van Burén la Iglesia es, en definitiva, una de las instituciones de sabiduría del mundo que intenta contribuir por su parte, con la reflexión y la acción, a la edificación del mundo humano en cuanto 82 83 84

20

P. van Burén, The secular meaning of the gospel, 183-192. P. van Burén, op. cit., 186-187. P. van Burén, op. cit., 191-192.

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humano. Pero para este autor, como para Sblle, subsiste una dificultad: ¿de dónde recibe la Iglesia la sabiduría y la fuerza necesaria para llevar a cabo esta tarea? Porque para van Burén la relación y la unidad con Cristo, no sólo del creyente, sino también de la Iglesia como tal, permanecen vagas y enigmáticas. Por eso el pensamiento ulterior de van Burén evoluciona lógicamente hacia la idea de una Iglesia que, en cuanto comunidad cristiana, se sitúa en el mismo nivel que otras comunidades científicas, culturales, etc. La Iglesia no es sólo una función de la cultura, sino que se ha convertido en un factor de la misma; es una de las instituciones de sabiduría del mundo que aporta su contribución a la cultura, no por encima, sino al lado de otras instituciones85. Después de la descripción que acabamos de hacer de la función ética de la Iglesia, tal vez experimente el lector una verdadera decepción por no haber conseguido una idea más precisa de lo que significa una ética cristiana secular. Sin embargo, queda cada vez más claro que los autores a que nos hemos referido no desarrollan el contenido de una ética secular porque la ética es para ellos un medio de hacer un lugar a la fe y a la Iglesia en el mundo y sus problemas. Es al mundo a quien le corresponderá determinar el contenido de esta ética. La definición de una ética de fe consiste tal vez en decir que tal ética depende del mundo; de esta forma se indica, al mismo tiempo, no el contenido, pero sí la inspiración, la fuerza motriz y el punto de mira de una ética secular. Para todos estos autores esa dependencia con relación al mundo tiene su origen y su impulso en la fe, la acción de Dios en el mundo, la libertad contagiosa de Jesús, la existencia para los demás de Cristo; resumiendo, en el Evangelio como kerigma, anuncio y proclamación. Pero sigue en pie la cuestión, que carece de respuesta o no ha tenido más que un esbozo de respuesta en la mayoría de estos autores, de qué significa ese «elemento de gracia» en una ética secular. En todo caso, la concepción de la Iglesia de esos autores no responde de una manera precisa a esta cuestión. Intentaremos tratar de nuevo la cuestión última sobre el «lugar de Dios» en estos autores, refiriéndonos al problema cristológico de la ética de fe.

Según los datos de Ogletree, The «death of God» controversy, 55ss.

VII.

CRISTO Y LA ETICA SECULAR

Lo que nos sorprende y extraña siempre en las discusiones relativas a las posibilidades de una ética cristiana, por más liberal que sea, es el hecho de que se puede prescindir de Dios, pero no se logra jamás prescindir de la persona de Cristo, cualquiera que sea la forma en que se la interprete. En todos los autores tratados está claro que pretenden definir una ética cristiana, postulando precisamente una relación con Cristo en la acción del nombre en el mundo. Pero cuando establecen esta relación con Cristo proceden casi inductivamente yendo del mundo a Cristo en oposición con el pensamiento tradicional que toma a Cristo como punto de partida y que, a partir de él, impone una norma y un modo de vida a la existencia. La significación de Jesús (de Cristo) para el mundo es el tema que aparece constantemente como un cantus firmus en todas las discusiones seculares en torno a la ética. Para Robinson, Jesús es «el hombre para los demás» en quien el amor obtuvo la supremacía; Cristo fue uno con el Padre porque fue de una forma absoluta el «hombre para los demás», porque fue amor. También para nosotros este amor al hombre es el camino que conduce a Dios. Este amor, esta existencia para los demás nos ha sido revelada en Cristo. Pero aun cuando Robinson consagra un párrafo especial a la cuestión del sentido que Cristo tiene para nosotros M y habla de una participación, no dice claramente en ninguna parte cómo nos transmite Jesús su amor. Aparentemente, Robinson presupone la concepción clásica de la ortodoxia sobre la unión con Cristo y quiere limitarse a hacer aceptables, en términos nuevos, sus consecuencias sobre el comportamiento. Pero cada vez que habla de Cristo como revelación del amor cabe preguntarse si Cristo no es más que un modelo que «aprendemos a conocer» o si es igualmente una causa salutis, una causa de una vida y un comportamiento nuevos. Robinson cita, aprobándolo, un largo pasaje de Bonhoeffer87 en el que éste intenta definir la relación que el hombre mantiene en su comportamiento profano con Cristo: «El encuentro con Cristo supone que se descubra que en él se produce una revolución social de toda la organización humana; porque Jesús no existe más que para los demás, es un "ser para". Creer significa participar en esta existencia de Je86 J. Robinson, Honest to God, 81ss. " Robinson, op. cit., 82.

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sus» 88 . En Robinson como en Bonhoeffer y en otros pensadores es extraño ver cómo se acepta sin la menor dificultad una nueva forma de vida que procede de Cristo. Lo problemático no es tanto el hecho de que esta realidad nueva pueda ser definida en términos de ética como el hecho de ser para los demás, cuanto el origen mismo de esa realidad. Ogletree pregunta con razón si se puede hablar aún de una forma nueva de realidad que no tenga su origen en el hombre mismo y en el mundo después que se ha rechazado toda trascendencia (toda trascendencia vertical). Pero, una vez más, Bonhoeffer y Robinson están demasiado atados a la tradición teológica como para no ser tributarios de la misma; de esa tradición adoptan, sin ponerlas en tela de juicio, la gracia y la unión con Cristo, y se limitan, tal vez sin saberlo, a rechazar la terminología de la cristología tradicional en este punto intentando reinterpretarla. El problema del lugar de Cristo en la ética se plantea más netamente en van Burén y de alguna manera también en Hamilton. Van Burén habla del carácter «contagioso» de la libertad de Jesús; la significación profana de la resurrección de Cristo consiste en el hecho de que sus discípulos hicieron la experiencia de ser invadidos por algo que se asemejaba a la libertad de Jesús mismo 89 . Como Hamilton, van Burén afirma sin ambigüedad que la posibilidad •de ese amor que se entrega tiene sus raíces en la respuesta dada por Jesús a la libertad. También aquí se trata de una participación •en Jesús, de una transmisión que parte de él y llega al hombre. Pero esta relación está combinada con la negativa de toda significación trascendente de la persona de Jesús. Ogletree observa aquí una inconsecuencia en el pensamiento de van Burén: ¿cómo es posible atribuir una significación exclusiva y definitiva a la persona de Jesús y esperar de él la fuerza necesaria para llevar a cabo una revolución total si no se reconoce en él una realidad o una dimensión distinta (trascendente o por encima) de los acontecimientos y de los procesos normales? Al postular la unicidad de Jesús, ¿no habla van Burén a pesar de todo de Dios? 90. Los textos vagos de Robinson, Bonhoeffer y otros autores de la misma orientación y la inconsecuencia de van Burén nos ponen ante un problema real que tiene planteado actualmente la ética cristiana. Kuitert llama 88

Bonhoeffer, Widerstand und Ergebung, 191. Van Burén, The secular meaning of the Gospel, especialmente 90, 128. Esas inconsecuencias son puestas de relieve también por Ogletree, op. cit., 57-58, y por Kuitert, op. cit., 143. 89 90

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la atención sobre la tendencia a reducir a Jesús a un modelo que es posible comprender en términos históricos o psicológicos91. ¿Es que no existe otra relación con Cristo que el recuerdo de su vida y su doctrina? ¿O existe una «presencia de Cristo que mueve y acompaña la vida»? 92. Lo que aparentemente llama la atención en Jesús en nuestro tiempo es su humanidad; ésta es comprensible, puede ser expresada en términos prácticos y aplicad* a la situación actual en el mundo. Se puede adoptar y transmitir una doctrina ética del Evangelio por medios comprensibles y humanos. La doctrina de Jesús reemplaza su persona; la obediencia a la fe se convierte en adhesión a una doctrina. En cambio, la consagración a su persona y la unión a su vida han dejado de tener lugar en una ética secular. En todo caso, la ética secular plantea a la moral cristiana tradicional esta cuestión: ¿qué quiere decir exactamente esa ética con la unión a Cristo como norma fundamental de una vida cristiana y qué significa la afirmación de que la gracia es una lex indita, una exigencia interior que incita a una imitación de Cristo? En el contexto de una ética cristiana, tan difícil es para el hombre moderno aceptar a Dios en cuanto legislador como aceptar a Jesús como norma interior de nuestra existencia. La ética secular ha creído que hablar de Jesús como legislador sería más fácil de comprender y proporcionaría una inspiración más directa. Pero el precio que hay que pagar para llegar a esa comprensión es la unicidad de Jesús, y sobre esta unicidad reposa toda la legitimidad de la noción «ética cristiana».

VIII.

CONCLUSIÓN

Concluiremos nuestro artículo intentando resumir los motivos de una ética de fe, secular, y formular las cuestiones que plantea a la moral tradicional. El Dios invisible en la realidad es el problema crucial para la teología secular juntamente con el problema de la relación del hombre con Dios. Al no descubrir a Dios de forma clara en este mundo y en la vida humana, se determina alejarse de él como de un Dios " Kuitert, op. cit., 143.

52

Cf. C. van Ouwerkerk, Christus en de ethtek: «Tijckchrift v. Theologie», 6 (1966), 307-317 (con un resumen en inglés). La realidad del «Cristo presente» es también en Kuitert el momento crítico de toda la teología de la secularidad, op. cit., 152-213.

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trascendente, lejano, o se intenta aceptarle como un Dios ausente e impotente. En la ausencia de un Dios demostrable se decide volverse al mundo para por ese medio encontrar a Dios. A estas cuestiones teológicas teóricas se une un motivo más práctico, a saber, el descubrimiento del valor del mundo en su independencia y en el llamamiento inequívoco que ese mundo dirige a nuestra vida y a nuestras acciones. La mayoría de edad y la independencia del hombre significan al mismo tiempo la repulsa de un Dios activo y concurrente y el descubrimiento de las posibilidades de que el hombre dispone para hacerse cargo de ese mundo y transformarlo. La acción misteriosa de la gracia divina se convierte en acción en el mundo, que no se realiza, por tanto, con una serie de acontecimientos sobrenaturales, sino que se identifica con la historia del mundo, con las tareas históricas impuestas por el mundo. También en este punto, Jesús, que hace su entrada en el mundo, es un punto de partida demostrable que puede conducir al redescubrimiento de Dios en el mundo y en su historia. La misión de la ética cristiana es continuar esta acción de Dios por medio de una actividad social y cultural que tiene por objeto el mundo. La ética secular parte de una visión optimista de las posibilidades de construir el mundo y de las perspectivas que se abren a él, como de un presupuesto evidente. La ética secular está impregnada de una teología de la esperanza93, o mejor, la esperanza es la situación en la que nace una ética secular como la única realidad de fe posible en este período de espera. En él no se debe hablar de una realidad de Dios que aún no existe; hay que contentarse con esperar, y este período de espera crea la posibilidad y la necesidad de vivir, al mismo tiempo que nos prepara para ese futuro por una actividad ética que se ejerce sobre el mundo. La misión de la fe que se llama ética cristiana se sitúa entre el recuerdo de la realidad histórica de Cristo y la espera de un mundo nuevo en el que la realidad de Dios se hará de nuevo visible. En otros términos, la teología secular tiende a buscar en la ética, en la acción que tiene por objeto el mundo, la realidad actual de la presencia de Dios con su carácter propio, en este tiempo en el que Cristo nos ha dejado y su retorno no es aún un hecho. Esta ética es pro93 J. Moltmann ha escrito una teología de la esperanza que desemboca en una ética cristiana del servicio al mundo: Theologie der Hoffnung, Munich, 1966. Véase especialmente el capítulo V, Exodusgemeinde, Bemerkungen zum eschatologischen Verstandnis der Christenheit in der modernen Gesellscbaft, 280-312.

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fana en lo que hace en el presente; es cristiana porque establece y mantiene la relación entre el mundo por una parte, y por otra, el pasado y el porvenir en el que Dios está presente M. Que se nos comprenda bien: intentamos ofrecer aquí una interpretación de las intenciones de los teólogos de la secularidad, pero al mismo tiempo creemos plantear el problema esencial que les preocupa a la mayoría de ellos. El hecho de que la fe tiende a reducirse a una ética no deja de tener una relación con la situación particular del creyente, es decir, con una existencia en el mundo, mientras se percibe algo del Dios invisible. La ética de fe secular plantea algunos problemas a la moral clásica, sobre todo la católica. De la posibilidad de responder a esas cuestiones dependerá para la ética cristiana tradicional (especialmente en su forma católica) la posibilidad de mantenerse frente a la ética secular, que va ganando terreno. Será, en primer lugar, preciso que la ética cristiana diga claramente lo que quiere decir o añadir al fundar la ética sobre la voluntad de Dios. Conocemos las respuestas tradicionales, pero parece ser que cabe interpretarlas erróneamente y que no constituyen para el hombre moderno un motivo «nuevo» para consagrarse de una manera más intensa, honrada y generosa a sus tareas éticas. Además cabe preguntarse qué función desempeña el kerigma del Evangelio —y dentro de él la persona de Cristo, que constituye su centro— en relación con la ética. ¿Se limita ese kerigma a predicar que la actividad humana, que tiene unas normas independientes e invariables, deba transformarse en salvación para el que cree, o tiene ese kerigma un mensaje propio que ofrecer al mundo en el plano ético? Pero más urgente aún que la cuestión del contenido de una ética cristiana es el problema de la significación de Cristo como fundamento, fuerza y norma de la actividad humana. ¿De qué manera está Cristo realmente presente hoy en la actividad ética? En la teología de la secularidad la ética se ha convertido, por decirlo así, en un lugar cristológico (locus christologicus). La imitación de Cristo toma en ella un valor necesario y patético. Constantemente encontramos expresiones como «participar en la vida de Cristo», «compartir su existencia», «ser contaminado por su libertad». Se experimenta de una forma casi patética la necesidad de unirse a Cristo. Pero la realidad de esta unión exige expresamente una interpretación mo94

Sobre esta relación véase el estudio equilibrado de Th. Beemer, De krisis van de moraaltheologie, en De Kerk van morgen, Roermond-Maaseik, 1966, 45-62.

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derna, so pena de ver a Cristo reducirse, dentro de poco, a un modelo de humanidad absoluta. Antes de asentir a esas concepciones será necesario repensar los grandes temas cristológicos de la ética cristiana. Finalmente, en la moral católica se plantea con verdadera urgencia la cuestión de la misión y autoridad de la Iglesia en el plano ético en relación con una serie de problemas actuales como la limitación de nacimientos y la guerra. Será preciso determinar las fuentes de las ideas éticas de la moral católica, así como las garantías que puede ofrecer en la solución de los problemas éticos. Es verdad que actualmente ya no se tiene una confianza exagerada en la competencia ética de la Iglesia, pero este hecho ha vuelto más urgente la cuestión del espacio y de los límites dentro de los cuales puede y debe hablarse de una ética eclesial. En este artículo hemos destacado unas cuantas cuestiones; existen ciertamente otras muchas, pero las cuestiones que hemos planteado prueban —y ésa era nuestra intención— que la ética secular, de la que hemos descrito algunos tipos y síntomas, ha puesto de manifiesto unos problemas reales. Felizmente se pueden señalar, tanto en los ambientes católicos como en los de la Reforma, serias tentativas para formular respuestas nuevas a cuestiones antiguas que ahora han recobrado actualidad95. Deseamos que este boletín contribuya a despertar una atención más general y a incitar a un mayor número de personas a reflexionar con nosotros sobre las respuestas a estos nuevos problemas. COENRAAD VAN OüWERKERK

95

Indicaremos aquí algunas tentativas. En primer lugar, el estudio citado anteriormente de J. Moltmann. Además, los esbozos que K. Rahner ha elaborado en varios ensayos reunidos en el tomo VI de sus Escritos de Teología, en la parte titulada «Hacia una antropología teológica» y en el párrafo sobre «el individuo en la Iglesia». Finalmente (y también aquí se trata de esbozos), llamamos la atención sobre algunas publicaciones neerlandesas como la introducción y la primera parte del libro de W. van der Marck Het Cbristus geheim in de monselijke samenleving, Roermond-Maaseik, 1966, 9-46, y algunos párrafos del libro de H. Borgert Kerk en toekomst. Pleidooi voor een meer wereldse kerk (127-132, 161-170). Por diferentes dificultades en nuestras investigaciones nos es actualmente imposible consultar todo lo que se ha publicado recientemente sobre este tema en otros países.

Documentación Concilium * SIGNOS DE LOS

TIEMPOS'

En la introducción a la constitución sobre La Iglesia en el mundo moderno leemos: «La Iglesia debe examinar continuamente los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del Evangelio. Así podrá responder a las preguntas que se formulan sin cesar los hombres sobre el sentido de esta vida y la otra y sobre la relación entre ambas de un modo adecuado a cada generación» (4,1). Juan XXIII había empleado ya esta expresión en la Pacem in terris para indicar la dirección que debía tomar el aggiornamento. Las cuatro partes de esta encíclica compendian estos signos de los tiempos como otras tantas manifestaciones de valores evangélicos que estimulan desde dentro la evolución histórica contemporánea: la emancipación de las clases trabajadoras, el reconocimiento del lugar de la mujer en la vida pública, la emancipación de los pueblos que estuvieron o están sometidos a régimen colonial, la planificación universal, la unificación del mundo, la socialización progresiva de los diversos aspectos de la vida humana, desde los económicos hasta los culturales y espirituales.

*1 Bajo la responsabilidad del Secretariado General.

M.-D. Chenu, Les signes des temps: «Nouv. Rev. Théol.», 87 (1965), pp. 29-39; M. van Caster, Signs of the Times and Christian Tasks: «Lumen Vitae», 21 (1966), pp. 324-366; J. B. Metz, Die Zukunft des Glaubens in einer hominisierten Welt: «Hochland», 56 (1964), pp. 377-391; K. Rahner, Christ in seiner Umwelt: «Stimmen der Zeit», 90 (1964-1965), vol. 176, pp. 481-489; G. Bortolaso, L'uomo nell'orizonte del tempo e dell'eternita y Tempo ed eternita nella condizione umana: «La Civiltá Cattolica», 117 (1967), n. 2775, pp. 25-40, y n. 2785, pp. 48-55; L. Bini, Cristo e il tempo. La teología della Storia della Salvezza: ibíd., n. 2773, pp. 56-62. Una buena ilustración de interpretación teológica de un 'signo de los tiempos' puede verse en I. Maybaum, The face of God after Auschwitz, Amsterdam, 1965, y A. Neher, L'existence juive, París, 1962.

Signos de los tiempos

I.

LOS SIGNOS DE LOS TIEMPOS COMO FUENTE DE REFLEXIÓN TEOLÓGICA

Lo que nos llama la atención en estos textos no es tanto la simple referencia a los 'signos de los tiempos' como el hecho de que se han convertido en una fuente de desarrollo teológico. La existencia concreta del hombre ha pasado a ser una fuente teológica junto a la Escritura y la tradición, la liturgia y la espiritualidad. En septiembre del año pasado, Pablo VI decía a los teólogos reunidos en Roma: «El Concilio exhorta a los teólogos a que elaboren una teología que sea a la vez pastoral y científica; que se mantenga en estrecho contacto con las fuentes patrística, litúrgica y especialmente bíblica; que respete la autoridad docente de la Iglesia y en particular del vicario de Cristo; que esté relacionada con la humanidad, según ésta es vivida en la actualidad histórica concreta» 2 . Esta insistencia en los signos de los tiempos está relacionada con otro factor importante en el desarrollo de la teología contemporánea: la viva conciencia que tiene la Iglesia de que existe y vive dentro del proceso histórico. No existe como una entidad estática, desconectada de la evolución dinámica que tiene lugar en torno a ella: está en el mundo. El cambio, la historia, el tiempo, la evolución no son fenómenos externos, una especie de ornato cambiante en un hombre incambiable: forman parte de la realidad interna del hombre. Y estos hombres son la Iglesia. No hay dos historias, una secular y otra sagrada. Sólo hay una historia, y esta historia lleva a la salvación o al desastre. Por eso los signos de los tiempos son una parte integrante de la historia de la salvación. Cuando el teólogo intenta ver estos signos en la perspectiva de la salvación, no está intentando simplemente ponerse al día o evitar 'predicar' en el sentido peyorativo. Chenu nos ha dicho que, durante el debate sobre la revelación, uno de los padres conciliares señaló que la tradición no puede considerarse como un depósito que preserva intacto el pasado, como si sólo ese pasado pudiera ser tomado como la verdad revelada, sino más bien como «relacionada con los acontecimientos del mundo, con las diversas culturas históricas en que está implicada la Iglesia en el curso de los acon2 «L'Osservatore Romano» del 26 y 27 de septiembre de 1966 (latín e italiano).

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tecimientos» 3 . Se suele relacionar —dijo— la revelación con la historia concreta de Israel, pero se debía hablar también de la conexión existente entre la tradición viva y la acción conductora de Dios, según se manifiesta en la historia posterior.

II.

LAS IMPLICACIONES

Así, pues, los signos de los tiempos han adquirido un significado intenso en la teología contemporánea, particularmente cuando se los relaciona con la teología de lo secular. No todo acontecimiento puede ser llamado un signo de los tiempos. Esta expresión, para ser plenamente significativa, supone al menos dos elementos: una acumulación de hechos que, juntos, apuntan en la misma dirección, y el hecho de que los hombres tienen conciencia de esta dirección. La estrecha conexión de estos dos elementos puede verse claramente en los acontecimientos narrados en el Antiguo Testamento. Que la salida de Egipto fue algo más que una simple fuga o que el exilio en Babilonia fue más que un simple problema de prisioneros de guerra, el primero en reconocerlo conscientemente es el profeta. Este interpreta estos acontecimintos, y puede interpretarlos, porque ve cómo estos acontecimientos convergen en un nuevo futuro, una 'tierra prometida'. Chenu ilustra esto con el ejemplo de la Revolución francesa: «De igual modo, la acción de un pequeño grupo de rebeldes parisienses al tomar la Bastilla en 1789 fue relativamente insignificante y semejante a muchos otros acontecimientos de la misma índole, pero se hizo y fue 'significante', de modo que durante más de un siglo vino a ser un símbolo en todo el mundo» (loe. cit., 32). Que Japón derrotara a Rusia en 1918 fue en sí un hecho sin importancia, pero sirvió para hacer ver que los pueblos blancos no eran necesariamente superiores a los de color, y así se convirtió en un símbolo de la emancipación de las razas de color. No se trata, por tanto, de ofrecer un análisis erudito de un acontecimiento, sino de descubrir la fuerza impulsora dentro de un grupo de acontecimientos que convierte estos hechos en un símbolo duradero. En este sentido, Toynbee habla de la historia como un reto a cada cultura y cada religión. Cuando una cultura o una religión dada no entiende estos retos o no puede encontrar 3 Monseñor Marty, arzobispo de Reims, en la 93." sesión general, 2 de octubre de 1964.

Signos de los tiempos Signos de los tiempos

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respuesta a ellos, a su juicio, ha terminado. Algo semejante sucedió en el Concilio Vaticano II. III.

LA IMPORTANCIA DEL ESQUEMA XIII

Las discusiones sobre el Esquema XIII en el Concilio hacen confiar que la Iglesia ha entendido este reto, lo ha aceptado y así ha creado una nueva perspectiva hacia el futuro. Según Philips 4, uno de los momentos más impresionantes del Concilio fue aquel en que, al final de la primera sesión, el cardenal Suenens sugirió que la Iglesia no debía ser analizada sólo en su estructura interna, sino también en su relación con el mundo. Esta sugerencia fue recibida con un entusiasmo que se veía reforzado por el interés pastoral que demostraban la generalidad de los padres y la visión realista, positiva y universalista de las cosas que animaba a los dirigentes. Pero fue durante los debates sobre el Esquema XIII donde se impuso la visión profética del Papa Juan sobre la renovación de la Iglesia. Porque no se trataba de que la Iglesia echase una mano al mundo para ayudar a hacerlo más habitable, sino de que la Iglesia aceptara el reto del mundo y viera los signos de los tiempos como una parte integrante de su propia naturaleza. Y esto tenía lugar en un tiempo en que una civilización científica y técnica pedía más reconocimiento para el mundo secular y contribuía con ello a la desaparición del mundo sacralizado de épocas pasadas 5 . En este mundo secular, el hombre se da cuenta de que la clave de su existencia aquí reside en la humanización de este mundo. Sabe que es responsable frente al futuro de la humanidad y que, por sus conocimientos y capacidad técnica, está mejor equipado que nunca para cargar con esta responsabilidad frente al futuro. Si queremos hacer que este hombre moderno y la Iglesia se encuentren, este encuentro ha de tener lugar en el ámbito en que este hombre se hace cargo del futuro, de modo que el hombre y la Iglesia juntos puedan descubrir cómo ese futuro puede traer salvación y plenitud. Esta visión no estaba incluida todavía en la primera redacción del Esquema XIII (llamado entonces aún Esquema XIII). En gran 4 G. Philips, La Iglesia en el mundo de hoy: CONCILIUM, 1 (1965), n. 6, pp. 5-23. 5 J. Frisque, Premier hilan de Vatican II: «Esprit», 34 (1966), n. 354, pp. 672-674.

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parte era todavía una repetición de las afirmaciones sociales y políticas contenidas en encíclicas sociales anteriores. Pero si el Esquema XIII debía seguir la línea trazada por el Papa Juan, no podía ser un documento doctrinal: debía ser ante todo una visión profética. En este sentido se ha señalado a veces que todos los párrafos de la Pacem in terris, menos uno, contienen una referencia a algún documento de Pío XII. Y, sin embargo, hay una gran diferencia: una visión penetrante de la realidad convierte estas referencias en algo muy distinto de una mera aplicación de principios abstractos. En consecuencia, el primer proyecto de Esquema XIII mostraba un impulso a aprender más que la claridad de una visión. Sólo en la última sesión, el 7 de diciembre de 1965, se presentó un texto en que las tareas de este mundo eran reconocidas como tareas autónomas y al mismo tiempo como parte de la obra de salvación. La política, la socialización, la economía son valores autónomos, tienen una realidad propia que no puede ser dominada o impuesta doctrinalmente por la Iglesia. El Tercer Mundo, que se halla ahora en proceso de configuración, no puede ser fragmentado en varias secciones, sino que debe ser entendido como un todo. Es esta unidad, esta socialización, esta emancipación lo que la Iglesia debe aprender a reconocer como un signo de los tiempos. En estas secciones, la Iglesia ya no tiene una posición privilegiada; como dice Chenu (loe. cit., 39), aquéllas constituyen el capital de trabajo que creyentes y no creyentes poseen en común. La fe proporciona al cristiano convencido una especie de antena mediante la cual puede escuchar al mundo moderno si abandona la actitud doctrinaria y paternalista del hombre que tiene ya todas las respuestas. De este modo será capaz de reconocer valores morales cuya realidad histórica no se debe a la Iglesia, aun cuando se admita que de hecho los primeros impulsos vinieron del Evangelio. Esto es lo que sucedió con la libertad, con la emancipación de las naciones dependientes, con el lugar de la mujer en la sociedad, con la paz y la unificación de la humanidad. Y lo mismo sucede con otros muchos valores que, plantados en un ambiente cristiano, se han hecho autónomos e incluso son lanzados como algo nuevo por gentes de tendencia anticristiana. Para ser verdaderamente 'Iglesia', la Iglesia debía mantenerse alejada de las ideologías. Por eso lo importante en el Esquema XIII no es tanto la formulación cuanto la manera en que el Vaticano II ha venido a aceptar la realidad de este mundo como un signo de los tiempos. Por lo que respecta a la formulación, el Esquema XIII no pretendía ser definitivo.

Signos de los tiempos

Signos de los tiempos

Necesitará ser revisado constantemente, paso a paso, y siempre partiendo de la realidad y la experiencia de la Iglesia en este mundo histórico. Esta es quizá la primera vez que en la historia de los concilios un texto 'provisional' es ofrecido a todos los hombres como un servicio al mundo. Esta nueva conciencia de su historicidad y de los signos de los tiempos no cayó llovida del cielo. Estaba influida por una concepción del 'tiempo' derivada no sólo de la filosofía contemporánea, sino también de un estudio científico de la salvación como historia en ambos Testamentos. Lo que Cullmann ha dicho en su Cristo y el Tiempo sobre este sentido de historicidad y la inteligencia de los signos de los tiempos demuestra que esto no es simplemente una materia académica, sino algo de extraordinaria importancia práctica. Y al mismo tiempo está más cerca de la actitud bíblica frente a la historia que lo que pudiera hacer suponer la novedad del término.

está completo. La historia se repetirá, y está simbolizada en la serpiente que se muerde la cola; ritualmente es celebrada en el retorno regular de las estaciones. Este es el motivo del eterno retorno, que penetra incluso en la obra literaria del Eclesiastés, el Predicador, en la que aparecen influencias griegas: «No hay nada nuevo bajo el sol» (Ecl 1,9-10). También Israel reflexiona sobre sus orígenes. Pero aquí encontramos lo opuesto a ese eterno retorno y la consolidación del pasado. Abrahán, el pagano, es llamado por Dios, que lo hace salir del paganismo de los amorreos. Es sacado de su tierra natal, de su ambiente familiar, para ser lanzado a la aventura de un futuro incierto. Considerado objetivamente, esto no es nada más de lo que hace cualquier nómada o gitano: un constante moverse de un lugar a otro. Pero Israel ve en este hecho simple un signo. Para la Escritura, esta migración de Abrahán no es una simple aventura, sino la expresión concreta de esa fe de Abrahán que es cantada en la carta a los Hebreos. Este gesto es considerado como un primer Éxodo. Este primer éxodo no sólo será el modelo de todas las clases posteriores de éxodos que aparecen en la Escritura, se convierte también en una actitud que es típica del pueblo de Dios. Inmediatamente después del paso al cristianismo —a 'los que pertenecen al Camino', como dice el libro de los Hechos (9,2; 22,4)—, el autor de Hebreos se referirá a este acontecimiento como la forma pura y primitiva de la fe: «Por la fe, Abrahán, al ser llamado, obedeció y salió hacia la tierra que había de recibir en herencia, pero sin saber adonde iba» (11,8). Abrahán deja las encinas de Mamré y no retorna a ellas. Ulises retorna a la seguridad de su Itaca. Estas dos visiones de la historia denuncian dos actitudes totalmente distintas. El motivo del éxodo de Israel, el incesante caminar, está en completa oposición al motivo del círculo de los griegos. Este motivo del éxodo está presente en toda la historia de la salvación. Incluso la expulsión del paraíso terrenal, donde dos querubines impiden el retorno a la seguridad original de Edén, muestra la misma idea: un partir sin posibilidad de retorno, pero con la confianza en un futuro oscuro e incierto. Cuando el texto hebreo de los libros sagrados fue traducido al griego, este motivo recibió una expresión 'técnica' propia: Éxodo. Esto sucedía en el siglo n i a. C , principalmente en atención a los judíos que vivían en la diáspora, en un clima de cultura griega. El segundo libro del Pentateuco recibió entonces el título de 'Éxodo',

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IV.

EL TIEMPO Y LA HISTORIA EN LA ESCRITURA

Lohfink ha señalado que la historia puede ser considerada como una repetición o como un camino hacia la libertad. Una cultura clásica como la de los griegos nunca entendió claramente este problema del tiempo y la historia, porque sólo podía ver la historia como una repetición incesante, un proceso circular del que no se podía esperar nada nuevo. Con su inconmovible confianza en la historia como, esencialmente, la realización de la promesa en el futuro, la visión de Israel es diametralmente opuesta a la de los griegos. Para que se entienda mejor qué se quiere significar cuando se habla de 'signos de los tiempos' puede ayudar un breve análisis de la expresión. Los griegos y los judíos consignaron por escrito sus experiencias históricas originales en una vasta literatura, que ha sobrevivido a los siglos y sigue siendo una parcela de la posesión cultural de toda persona civilizada. El ciego Homero dio expresión a las primitivas experiencias de los griegos en su Odisea. Esta obra es la historia de las múltiples peregrinaciones de un hombre. Ulises deja su hogar, lucha en Troya y pasa la vida vagando por los mares. Pero al fin vuelve a Itaca, a Penélope, a la seguridad de su hogar. Encuentra el descanso en el lugar de donde partió; el lugar de su despedida viene a ser el lugar de su reunión final. El círculo

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un término que encerraba una gran carga de implicaciones religiosas. Objetivamente, la salida de Egipto de los hebreos allí instalados podía haberse llamado simplemente 'huida'. Pero Israel vio esta huida en otra perspectiva, interpretándola a la luz de la presencia de Dios en una situación calamitosa. ¿No implica el nombre de Yahvé, el nombre de Dios, más que un 'El que es', de tono altamente metafísico? ¿No entraña la idea de 'El que está presente', el que está presente en un sentido muy real en este acontecimiento, de modo que los israelitas no tienen por qué temer a la historia como el hombre de la cultura clásica? Lo mismo puede decirse de varios detalles del éxodo, como el paso del mar Rojo, la vida en el desierto, la alimentación de los peregrinos con el maná. Uno tras otro, estos hechos son considerados como signos del futuro. Para hacer ver cómo este motivo siguió operante en el Nuevo Testamento 6 bastará señalar algunos hechos significativos. Tenemos, por ejemplo, las solemnes afirmaciones de Jesús sobre sí mismo en el evangelio de San Juan, que recuerdan espontáneamente el éxodo: Yo soy la vida, Yo soy la luz, Yo soy el camino, Yo soy el pan. Resultan difíciles de entender en su formulación, si no se recuerda el caminar a través del desierto, la columna de luz que guiaba a los israelitas y el maná que los sustentaba en el desierto. La gran epifanía de Jesús en la transfiguración, en el monte, introduce al héroe del éxodo, Moisés, y al profeta de la experiencia del desierto, Elias. El tema de su conversación parece ser, en el texto griego, el éxodo: «Dos hombres hablaban con El, Moisés y Elias, que aparecían en gloria y hablaban del 'éxodo' que El había de realizar en Jerusalén» (Le 9,31-32). Este breve examen del motivo del éxodo en los dos Testamentos basta para hacer ver que no se trata de un simple motivo literario. Este éxodo, esta fe en el futuro expresa el modo de vida no sólo del israelita, sino también del cristiano, que, como dice el libro de los Hechos (9,2; 22,4), se adhiere 'al Camino'. Estos ven la historia de los acontecimientos como historia de salvación. Y así se puede ver que la expresión 'signos de los tiempos' corresponde a la interpretación contemporánea de la Escritura. ' Cf. Sal 114 y Sal 23,1-4. A. Gros, De Bijbel over levenswandel, Roermond, 1963, establece en las pp. 84 y 85 un paralelo perfecto entre el éxodo y la vida de Jesús, según la narran los sinópticos; San Juan sitúa la narración en el contexto del éxodo, según fue realizado y consumado en Cristo. Cf. J. Foliet, La spiritudité de la route, París, 1936.

V.

IMPLICACIONES TEOLÓGICAS

Existe el peligro de que estos signos de los tiempos sean considerados simplemente como una interpretación piadosa de los acontecimientos. Chenu (loe. cit., 34) pone ya en guardia contra este peligro: «Por tanto, cuando los cristianos, en cuanto cuerpo, en cuanto Iglesia, quieten interpretar los acontecimientos según Dios o el evangelio, no pueden separarlos subconscientemente de su realidad auténtica, 'mundana'; no pueden reducirse a 'espiritualizarlos'. Los acontecimientos son signos en su significado propio, pleno e íntimo. En estos acontecimientos, según son en la realidad, la Iglesia ve algo que reclama el evangelio. Estos hechos, por tanto, deben ser respetados, y no deben usarse para fines apologéticos. Hay que escucharlos de acuerdo con su naturaleza propia; se ha de evitar el atolondramiento de darles un barniz sobrenatural que muy fácilmente lleva a la 'mistificación'.» En consecuencia, lo dicho aquí ha de entenderse a la luz de las colaboraciones de van Hurten y Chen que siguen a este artículo. La despoblación de las iglesias en el centro de Amsterdam, por ejemplo, ha de ser aceptada primero como un hecho y estudiada sociológicamente. Y esta situación habrá que extenderla a la que prevalece, por ejemplo, en Londres, Bruselas, Madrid, Munich, Nueva York, Buenos Aires, Bombay y Tokio. Como se ve por el informe de Chen, la actividad misionera no puede prescindir de lo que está sociológicamente establecido en el proceso de emancipación de los pueblos no blancos, si no quiere degradarse acabando en una especie de colonialismo espiritual. Sólo entonces pueden verse estos hechos como signos. Para entenderlos sería más útil un profeta que un profesor. Pocos días antes de ser ejecutado, Alfred Delp, sacerdote y sociólogo, escribía en la celda de su prisión de Berlín en 1945: «Todas las figuras realmente grandes de la historia tuvieron que pasar por la soledad y el desierto para encontrar una nueva respuesta a las cuestiones básicas con que el hombre se enfrenta allí. Sólo es capaz de hablar el que puede mirar al desierto.» El que no ha atravesado el desierto sólo puede repetir lo que oyó decir a otros; no puede encontrar un contenido nuevo para palabras viejas ni puede descubrir nuevas palabras. Como dice Heeroma, no sólo deja la lógica del lenguaje donde está, sino que también se limita a transmitir la teología del lenguaje según la recibió de sus predecesores. Con esto volvemos al movi21

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Signos de los tiempos

miento circular de los clásicos, y no habrá un éxodo hacia la libertad y el futuro. Entonces lo que tiene lugar es simplemente un saqueo de la cultura del mundo, de los 'spolia gentium, los tesoros de los paganos' (cf. Ex 12,33-36); pero con este material no se construye un altar nuevo para el culto de Dios. Por tanto, este leer los signos de los tiempos no es de ningún modo una tarea fácil para la teología, particularmente teniendo en cuenta que estos signos de ordinario presentan una cierta ambigüedad. Es muy verdad lo que decía Schillebeeckx: «En algunos casos pueden caber varias soluciones que son válidas para el punto de vista cristiano; en otras puede ocurrir que sólo exista una moralmente válida, que así se hace obligatoria con el fin de llevar la humanidad, en determinadas circunstancias, a valores más humanos, mientras esta única solución concreta no puede derivarse de las normas cristianas y humanas que la Iglesia ha puesto ante nosotros. El Esquema XIII debía formular esto claramente: que los límites de la jerarquía eclesiástica en conexión con el intento concreto de mejorar el mundo sobre una base humana no son necesariamente también límites para los fieles que viven en este mundo. Con frecuencia, sólo la historia podrá decidir si una u otra decisión 'mundana' fue el fruto del testimonio profético o simplemente de un entendimiento confuso.» Las dos colaboraciones que siguen pretenden hacer que la bola empiece a rodar.

LA CONFESIÓN

DE LA FE EN EL ASIA

ACTUAL

En la época posconciliar, mientras se están realizando a los niveles más altos diálogos y negociaciones entre denominaciones, Iglesias y grupos de creencias distintas, con frecuencia deja de verse o apreciarse la importancia de las actividades ecuménicas locales y regionales. En la conferencia de Enugu de 1965, el doctor W. A. Visser't Hooft, ex secretario general del Consejo Mundial de Iglesias (CMI), señalaba el valor de los «concilios continentales» como «un eslabón importante en el conjunto de la cadena ecuménica», entre el CMI y las iniciativas ecuménicas locales. Se refería en particular a «la grandísima importancia de los planes elaborados por la Conferencia Cristiana del Asia Oriental para la conferencia sobre 'la confesión de la fe cristiana en Asia hoy'» '. Como estaba proyectado, la Conferencia Cristiana del Asia Oriental (CCAO, fundada en 1959) celebró su primera conferencia de Fe y Orden en Hong-Kong del 26 de octubre al 3 de noviembre de 1966, sobre dicho tema, presentado con una ligera variante: «Confesión de la fe en Asia hoy». Más de cien delegados participaron en la semana de deliberaciones bajo la presidencia del doctor C. H. Hwang, ex rector de Taiwan Theological College, Taiván. Los participantes procedían de quince países asiáticos además de Australia y Nueva Zelanda, y representaban a unas veinte Iglesias, denominaciones u organizaciones mundiales 2 . El éxito se debió 1 Texto del Informe del secretario general al Comité Central del CMI en su reunión anual celebrada en Enugu (Nigeria, enero de 1965), que puede verse en CONCILIUM, junio de 1965,152-159. 2 La CCAO incluye los siguientes países o territorios: Burma, Ceilán, Corea, Hong-Kong, India, Indonesia, Japón, Laos, Malasia, Singapur, Okinawa, Pakistán (Este y Oeste), Filipinas, Taiwan, Tailandia y Australia y Nueva Zelanda. A la conferencia de Hong-Kong enviaron delegados oficiales las siguientes Iglesias o agrupaciones de Iglesias: Anglicana, Baptista, Basel Mission, Iglesia de Cristo en Tailandia, Iglesia de la India del Sur, Evangélica, Independiente, Luterana, Metodista, Mar Thoma, Presbiteriana, Iglesia Filipina Independiente, Reformada y algunas Iglesias Unidas (por ejemplo,

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Confesión de la fe en el Asia actual

principalmente al grupo del sur asiático, que proporcionó las personalidades eclesiásticas más destacadas, como el doctor D. T. Niles (Ceilán), secretario general de la CCAO; el arzobispo Lakdasa de Mel, primado anglicano de Calcuta; el doctor Russell Chandran, rector del United Theological College de Bangalore, India, y el doctor John R. Fleming, editor del «South East Asia Journal of Theology», Singapur. De la directiva del CMI de Ginebra estuvieron presentes en Hong-Kong el doctor Lukas Vischer, del Departamento de Fe y Orden, y el doctor W. A. Visser't Hooft, que estaba haciendo entonces sus últimas apariciones en público antes de dejar su cargo de secretario general del Consejo Mundial de Iglesias. La primera conferencia de Fe y Orden de la CCAO había escogido un tema de contenido netamente misionero y de gran actualidad. Las comunidades cristianas de Asia son ciertamente minúsculas minorías entre masas inmensas que suman casi los 2.000 millones de habitantes; pero al mismo tiempo tienen conciencia y se sienten orgullosas de ser «los primeros frutos de Asia para Cristo» (Rom 16,5). Las comunidades cristianas de Asia son esencialmente comunidades kerigmáticas. Sobre sus hombros pesa la ardua misión de proclamar el mensaje de salvación a los pueblos asiáticos, de confesar la fe cristiana en el Asia de hoy.

conditio sine qua non para un testimonio cristiano eficaz: «Que sean una sola cosa... para que el mundo crea...» ¡Vara que! Existe una lógica interna entre la unidad de la Iglesia y su credibilidad. Si esto es verdad en todas partes, en ninguna se siente tan al vivo como en los países de misión. Por eso la sección sobre «Unidad y divisiones» de la conferencia de Hong-Kong se abría con una pregunta expectante: «¿Cómo podemos confesar juntos a Jesucristo teniendo en cuenta nuestras divisiones?» 3 . Los documentos de la conferencia en su conjunto, así como las intervenciones de viva voz en las sesiones plenarias, insistieron fuertemente en la «urgencia» de la unidad de la Iglesia y presionaron a los miembros de las Iglesias para que «se preparasen a experimentar audazmente mediante proyectos piloto» de unidad. Parecía haber motivos que justificaban un prudente optimismo. Los representantes de las Iglesias en Asia generalmente opinaban que «el principal interés de las Iglesia de Asia reside en que éstas deben ser, a pesar de sus nombres distintos, identificadas e identificables (subrayado en el original) como un solo pueblo. En relación con esto, la identidad de una denominación tiene valor secundario». Los asiáticos, en efecto, consideran las divisiones denominacionales principalmente como cosa de Occidente, y no se sienten obligados a perpetuar las divisiones entre Iglesias que tienen su origen en circunstancias históricas de Europa, que carecen de valor para las Iglesias jóvenes del Asia actual. Este común sentir recibió una expresión articulada de Ame Sovik (director del Departamento de Misión Mundial de la Federación Luterana Mundial, Ginebra). «Para ser cristianos —dijo— ¿debemos hacernos europeos, participar en la historia de las luchas y divisiones de Occidente...?» 4 . En este punto surgió claro el acuerdo: los representantes de las Iglesias asiáticas compartían una disposición general a trabajar por la unidad de la Iglesia. Sin embargo, apareció un considerable desacuerdo sobre hasta dónde debía llegar la unidad de la Iglesia. Algunos delegados parecían proponer una acción conjunta para la misión; otros, en cam-

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I. UNIDAD INTERDENOMINACIONAL: «¿DEL CONFUCIANISMO A LA CONFUSIÓN?»

No obstante, se puso inmediatamente de manifiesto que apenas los cristianos hablan de confesar la fe o dar testimonio de Cristo, se enfrentan con el escándalo de la desunión entre las denominaciones protestantes, por no hablar de las divisiones dentro del conjunto de la familia cristiana. El confesionalismo está en flagrante contradicción con la confesión (homología, consensus). Se han citado estas palabras de un intelectual chino: «El cristianismo está llevando a China del confucianismo a la confusión.» Muchos asiáticos estarían dispuestos a aceptar el Evangelio, pero se niegan a creer en una Iglesia «dividida contra sí misma». «Poneos de acuerdo primero entre vosotros —dirían—, y luego venid a decirnos qué debemos creer.» La unidad de la Iglesia es una de Japón [Kyodan] y Filipinas). El «Youth Department» del CMI, Ginebra, estuvo representado por Hiroshi Shinmi (Corea).

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3 En este artículo todas las citas de las actas de la conferencia de Fe y Orden de Hong-Kong se hacen según el texto revisado (mecanografiado). La versión final aparecerá en el «South East Asia Journal of Theology», en la primavera de 1967. Pueden obtenerse informaciones del doctor J. R. Fleming, 6 Mount Sophia, Singapur. * A. Sovik, Confessions and Confessing the Faith in Asia: «The South East Asia Journal of Theology», julio-octubre 1966 (número especial de Fe y Orden de la CCAO), 89.

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Confesión de la fe en el Asia actual

bio, insistían en una unidad más orgánica. Durante una sesión plenaria, el doctor Visser't Hooft se levantó para decir: «El documento no es suficientemente explícito y convincente ni insiste como debiera en la unidad real. El documento puede dar la impresión de que lo que buscamos de momento es cooperación, mientras la unidad real no es todavía una proposición discutible. Debo insistir enérgicamente en que la cooperación no basta.» Los delegados parecían estar divididos también en cuanto a los caminos por los que se debía llegar a la unidad. Al parecer, la mayoría de ellos deseaba lograr la unidad mediante la acción común, y mostraba gran repugnancia a tratar los tradicionales temas de Fe y Orden. La propuesta del doctor Lukas Vischer para que se examinaran de nuevo y con más profundidad los temas clásicos, pero todavía vitales, de Fe y Orden, como el problema EscrituraTradición, según la línea trazada por la conferencia de Montreal en 1963, no logró provocar una respuesta entusiasta. El texto revisado admitía en tono resignado: «No presumimos de poseer una sabiduría especial para encontrar soluciones»; a los problemas doctrinales, se entiende, que siguen manteniendo separados a los distintos grupos confesionales.

espacio-temporal enteramente nuevo: AsiaJioy. Casi podría decirse que la asamblea de Hong-Kong había retrocedido hasta colocarle detrás de la segunda asamblea general de la CCAO celebrada en Bangkok en 1964. La asamblea de Bangkok había abogado por una revisión del «estilo de vida cristiano» y una valiente reformulación de la fe cristiana «en el lenguaje de las culturas indígenas», siguiendo el ejemplo de los apóstoles Juan y Pablo, que no dudaron «poner al servicio del Evangelio la terminología de la filosofía griega, los símbolos de las religiones mistéricas y las estructuras de pensamiento de los gnósticos» 5 . En la primera conferencia de Fe y Orden de la CCAO, el primer intento de una reformulación radical de la fe cristiana se hizo no en la sección «Cultura y comunidad», sino en la sección «Unidad y divisiones». En esta sección se reconoció el carácter histórico de las confesiones tradicionales, como la Confessio Augustana, Gallicana, Scotica, etc. Al mismo tiempo «se puso radicalmente en tela de juicio» 6 su idoneidad. Las Iglesias jóvenes de Asia decidieron «redactar sus propias confesiones de fe y testimonio». La importancia de esta decisión sólo con el tiempo aparecerá en toda su plenitud. Paralela a la necesidad de «Confessiones Asiaticae», existía la necesidad de una teología asiática. Ya en la reunión de Kandy (Ceilán, 1965) se sintió que «hasta ahora, y en gran medida, las Iglesias asiáticas no han tomado suficientemente en serio su tarea teológica por haberse contentado más bien con aceptar las respuestas prefabricadas de la teología o las confesiones occidentales»7. Es preciso que se desarrolle una «teología situacional» dentro del Sitz im Leben asiático y a partir de él 8 . En este contexto puede ser interesante señalar que ya en 1949 Thomas Ohm, O. S. B., el conocido misionólogo, había ofrecido la promesa de una «teología china» que se convertiría en el genio del pueblo chino. Lo mismo puede decirse de una teología elaborada con la ayuda de la filosofía vedanta o bantú 9 .

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II.

ACOMODACIÓN CULTURAL Y COMPROMISO SOCIAL: ¿«CONFESSIONES ASIATICAE»?

«La comunidad cristiana se encuentra dentro de un ambiente cultural concreto» y debe confesar la fe cristiana «desde dentro de las principales corrientes de la vida de la comunidad más amplia en que participan los cristianos». Esto quiere decir: el cristianismo debe indigenizarse. Para este fin, las formas indígenas de música, arquitectura, pintura y escultura constituyen útiles expresiones de la fe cristiana. Pero este proceso de indigenización debe ir más allá y ser más profundo: los cristianos de Asia deben descubrir las formas de pensamiento que posee su herencia cultural y darles un contenido nuevo, una profundidad nueva a la luz del Evangelio. No obstante, la sección de «Cultura y comunidad», en cuanto conjunto, pareció no estar a la altura de la amplitud de miras sugerida por el leitmotiv de la conferencia de Fe y Orden de Hong-Kong: «La confesión de la fe en Asia hoy.» Hubiera sido deseable que hubiese tratado de forma más plena todo el problema, que supone la replanteación y reinterpretación del cristianismo en un contexto

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5 The Christian Community within the Human Community, actas parte 2, con afirmaciones de la asamblea de la CCAO en Bangkok (1964), 15 y 52. '7 Op. cit., 73. Confessional Families and the Churches in Asia, Report from a Consultation convened by the CCAO and held at Kandy, Ceylon (1965), 21. ' J. Fleming, Situational Theology (Editorial): «One People-One Mission», con informes de las «Situation Conferences» de la CCAO (1963), 3-4. 9 Cf. H. Küng, Kirche im Konzil, Herder-Bücherel, Friburgo/Br., 1963, 199: «La teología cristiana ¿debe estar ligada necesariamente al aristotelismo, o puede elaborarse también sanamente con la ayuda de una filosofía vedanta,

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Confesión de la fe en el Asia actual

Pero incluso una Confessio Indiana o Japónica, o una teología china, no bastará para relacionar el Evangelio con la escena asiática. Los países asiáticos se encuentran hoy en un ambiente de rápida revolución económico-social y de inseguridad política. Si los cristianos no tienen nada que decir sobre el hambre en la India, o la guerra en Vietnam, o la urbanización en Japón, o la industrialización en Taiwan, el Evangelio carece completamente de valor y de sentido para la mayoría de los asiáticos. El compromiso político-social no puede soslayarse. De otro modo, las comunidades cristianas se encontrarán fuera de la corriente principal de la vida asiática, quedarán reducidas a grupos marginales. En los trabajos de las secciones «Preocupaciones sociales» y «Confesión de la fe en la política», los dos grupos interesados se enfrentaron con una doble dificultad. En primer lugar, ¿cuál es la misión de la Iglesia en la sociedad? Se podía sentir la tensión entre las distintas actitudes protestantes en la interpretación de la misión social de la Iglesia: «el protestantismo, tomado en su conjunto, está dividido en dos campos opuestos. El primero cree en la urgencia de la transformación social del mundo, el otro se desinteresa de ella en nombre de la esperanza escatológica» 10. Por abrumadora mayoría se impuso la primera tendencia. No obstante, hubo cierta vacilación al determinar la base teológica para la preocupación de la Iglesia por lo social. En segundo lugar apareció el problema de cómo realizar ésta en la práctica. La situación política en algunos países asiáticos es extraordinariamente compleja. ¿Hasta qué punto debe implicarse la Iglesia en los problemas políticos? Vietnam e Indonesia servían de casos típicos.

les. Estos eran: Joseph J. Spae, C. I. C. M. (Oriens Institute for Religious Research, Tokio, Japón); Samuel Rayan, S. J. (Lumen Institute, Ernakulam, India), y José A. Cruz, S. J. (Ateneo de la Universidad de Manila, Filipinas). Fue invitado también, como «huésped especial», Theobald Diederich, O. F. M. (Studium Biblicum, Hong-Kong)11. Los observadores católicos fueron recibidos con cálida cordialidad y prácticamente participaron en las discusiones de los grupos como miembros plenos. El reconocimiento oficial dado por el Vaticano II a un diálogo «de igual a igual» (Decreto sobre ecutnenismo, n. 9) fue acogido como un importante paso en el movimiento ecuménico. También aquí se vio claramente que las Iglesias asiáticas no tenían intención de entrar en el tipo de discusiones teológicas en que los técnicos católicos y protestantes están ocupados ahora en Occidente. El informe de la sección «Iglesia romano-católica» decía: «El diálogo no debe ser necesariamente una réplica de lo que está comenzando a tener lugar en Occidente.» Esta afirmación se presta inevitablemente a interpretaciones ambiguas. Puede considerarse como una búsqueda de orientaciones nuevas en el diálogo ecuménico o como una evasión. Se estudiaron también otras posibilidades concretas, como traducciones de la Biblia en común, esfuerzos unidos para contrarrestar la fuerza de la secularización; asimismo se discutieron algunos temas particulares, como la libertad religiosa, el proselitismo, los matrimonios mixtos. Sin embargo, en conjunto, el diálogo con Roma quedó relegado por la preocupación, más inmediata e inmensamente más urgente, por la unidad interdenominacional dentro de la familia protestante. Mientras nuestros hermanos protestantes no superen sus divisiones internas, la re-unión de protestantes y católicos será necesariamente una posibilidad remota.

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III.

DIALOGO CON ROMA

A la primera conferencia de Fe y Orden de la CCAO, el Secretariado para la Unidad de Roma envió tres observadores oficiabantú, etc.?» El autor cita luego (p. 200) a Th. Ohm: «Puede muy bien suceder... que un día, como promete Francis C. M. Wei, surja una teología china, corao hace tiempo surgió la griega y la latina; una teología china enteramente de acuerdo con el genio del pueblo chino» (Th. Ohm, Die christliche Theologie in asiatischer Sicbt, Münster/Westf., 1949, 47). Sobre toda esta cuestión de adaptación o acomodación, véase el libro de A. Santos Hernández, S. J., Adaptación misionera, Bilbao, 1958, 617 pp. El autor dedica dos largos capítulos a las adaptaciones culturales y filosóficas (con abundante bibliografía). 10 B. Lambert, O. P., Le probléme oecuménique, vol. I, Ed. du Centurión, París, 1962, 251.

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CHEN

11 El autor de este artículo estuvo presente en toda la conferencia en calidad de «visitante».

Actividad pastoral en Amsterdam

LA ACTIVIDAD PASTORAL EN EL CENTRO DE AMSTERDAM En 1889, la población del centro de Amsterdam era de 310.067 habitantes, y esto cuando el número total de habitantes de la ciudad era de 404.172. El 1 de enero de 1955 la población del centro había descendido a 116.825 habitantes, en 1960 había bajado a 104.083 y el 1 de enero de 1965 quedaba reducida a 87.632, número que representaba el 10,1 por 100 de la población urbana (866.290). Se prevé que el número de habitantes del centro de la ciudad se reducirá a unos cincuenta mil en 1980. El porcentaje de católicos de la población total era poco más o menos el mismo entre 1947 y 1960, pero el número absoluto era una quinta parte menor: en 1947, 23,3 por 100 (30.297); en 1960, 23,8 por 100 (24.049). En 1980 esta cantidad habrá disminuido probablemente hasta los 14.000 católicos, de los cuales sólo unos 5.500 serán practicantes. No citaremos aquí más que una de las consecuencias de esta evolución: la sobrecapacidad siempre en aumento de las iglesias. En la actualidad, las nueve iglesias parroquiales del centro disponen de 7.670 plazas sentadas, de las cuales, según los párrocos, 5.800 son utilizables *. Este número es hoy demasiado elevado en relación con la asistencia a la misa dominical, puesto que cada domingo se dicen de cuatro a cinco misas por iglesia y el número de participantes no sobrepasa los 14.000. Si se tiene en cuenta el despoblamiento progresivo del centro y el número decreciente de los practicantes es lógico esperar que esta sobrecapacidad aumente mucho más. En estas estadísticas ni siquiera tomamos en cuenta otros factores que quizá sean menos importantes: las capillas situadas en el centro de la ciudad y otros lugares donde se dice misa; 1

Para más detallados informes sobre las parroquias del centro de Amsterdam, véase el cuadro III de mi artículo De katholteke Kerk in de binnenstad van Amsterdam (La Iglesia católica en el centro de Amsterdam): «Streven», XIX año, n.° 6, marzo de 1966, p. 518.

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la posibilidad, que se acaba de conceder, de cumplir el deber dominical el sábado por la tarde y, en el futuro, una posible abolición total de la obligación eclesiástica de asistir a misa los domingos. No es de esperar un aumento del número de católicos practicantes ni del número de habitantes del centro. Parece lógico concluir que deben desaparecer algunas de estas iglesias. Esta desaparición llegará a resultar inevitable a causa de los elevados gastos de mantenimiento, gastos que a fin de cuentas han de ser sufragados por los feligreses. Esta problemática se presenta en todos los barrios en vías de despoblación, o sea en todos los barrios céntricos. También es posible que todas las iglesias que hoy existen en esos barrios céntricos hayan de desaparecer, bien porque no se encuentran donde son más necesarias, bien porque su forma y su distribución no convienen ya al uso eclesial de nuestro tiempo. Otras iglesias deberán entonces sustituirlas: ¿más pequeñas?, ¿menos lujosas?, ¿más en armonía con el medio de habitación y de trabajo que las rodea? También es posible que ninguna de esas iglesias haya de desaparecer, pero que hayan de ser utilizadas de otra forma dentro de la actividad pastoral total; por ejemplo, como iglesias de capital destinadas a una región urbana mucho más amplia. La solución más lógica parece ser suprimir algunas parroquias y demoler algunas iglesias o destinarlas a otro uso. De esta forma, casi no es necesario analizar toda la estructura de la actividad pastoral. Se desplaza una frontera y todo puede continuar como antes. Se puede, eventualmente, ir tomando decisiones parciales según una parroquia vaya perdiendo feligreses (y, por tanto, medios financieros), o según una iglesia vaya presentando un estado de ruina que obliga a demolerla. Pero una evolución de este tipo debe ser temida. No responde al encadenamiento de todas las evoluciones que están produciéndose en un centro antiguo como éste de Amsterdam. El decrecimiento de la población está relacionado con los cambios en las exigencias de los habitantes en lo referente a su alojamiento: desean más libertad y quieren disfrutar de más aire y de más luz. Pero también depende de un cambio en la composición de la población que permanece o de la que, por el contrario, empieza a establecerse, así como del aumento de las funciones urbanas del centro en favor de toda la ciudad y de una gran zona suburbana. Nos parece inexacto afirmar que las iglesias del centro deban ser conservadas a causa de su valor artístico o simbólico. Incluso

M. van Hulten

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si una iglesia merece ser conservada a causa de su valor artístico, hemos de tener en cuenta que su conservación puede ser perjudicial para la actividad pastoral y que, por otra parte, no es función de la Iglesia convertirse en guardiana del legado de arte del pasado. De esta función que asumió en otros tiempos, quizá a justo título, hoy se han hecho cargo otros. Tampoco debe sobreestimarse el valor de símbolo. La situación de una iglesia puede ser muy importante. Tomemos, por ejemplo, la de la iglesia de San Nicolás, justo enfrente de la Estación Central de Amsterdam (que es la más importante entrada en la ciudad), o la iglesia de Moisés y Aarón, que en el futuro se alzará frente al nuevo ayuntamiento y que seguramente se convertirá en iglesia preferida para las bodas. Pero los símbolos vacíos no sirven de nada; y entre ellos podemos incluir a estas iglesias, bien situadas, eso sí, desde el punto de vista de «valor de símbolo» (lo que les da una presencia), pero que por lo demás están vacías. Claro es que la demolición de las iglesias y la supresión de las parroquias no son las únicas posibilidades. También podrían utilizarse de otra manera las iglesias existentes, no adscritas como hoy a zonas parroquiales con límites fijos, sino dedicadas a algunos grupos de la ciudad entera, e incluso de fuera de la ciudad. El centro desempeña ya un papel importante en cuanto centro de trabajo o de turismo, y este papel probablemente llegará a ser mucho más importante, al menos cualitativamente. La evolución llamada «de ciudad» ha empezado en todos los centros y aún continúa. Si la Iglesia quiere demostrar que debe intervenir en todas las circunstancias de la vida, deberá probarlo en el centro bajo formas diferentes a la de la parroquia tradicional, la cual está fundada sobre todo en los fieles inscritos como habitantes dependientes de ella. Deberá encontrar formas adaptadas a este particular medio residencial, profesional y turístico que es el centro, de igual forma que se hace ya en la «obra de la puerta abierta», la actividad pastoral entre los extranjeros, el «cuarto de hora para Dios», el apostolado de empresa, la actividad pastoral entre los estudiantes...; es probable que existan, aún en germen y poco conocidos, muchos otros métodos o sistemas. De esta manera, en el campo de la Iglesia puede hacerse más fácil la función de ciudad del centro de Amsterdam. Las formas de actividad pastoral que acabamos de mencionar podrían estar localizadas en ciertas iglesias, al igual que destinar ciertos estilos de culto a lugares especiales, a veces combinados.

Pensemos, por ejemplo, en los estudiantes, quienes actualmente se reúnen en grupo separado celebrando la liturgia en un estilo que les es propio. Lo hacen en algunas capillas de institutos o de escuelas y, los días de fiesta solamente, en la iglesia luterana del Singel, aula provisional de la Universidad situada en el mismo centro de la ciudad entre el Rectorado y la Biblioteca universitaria. También los artistas utilizan ya una antigua iglesia clandestina, «Ons Lieve Heer op Solder» (Nuestro Señor en el granero), como su iglesia propia. Podrían también reservarse una o más iglesias a los extranjeros y a los jóvenes que con frecuencia se encuentran incómodos por el estilo no moderno de los oficios que se celebran en sus iglesias parroquiales de barrio. En algunas iglesias, el estilo propio de la celebración de la liturgia podría especializarse en el sentido de la liturgia latina tradicional o, por el contrario, en el de la liturgia neerlandesa moderna. Así, los fieles quedarían en libertad de elegir la liturgia de su gusto. Todo esto sería fácil de realizar en el centro, porque al mismo tiempo que disminuye el número de habitantes varía también la composición. En los barrios céntricos habita un elevado número de solteros, de mujeres que trabajan y de miembros de profesiones liberales y de la enseñanza. Las familias, por lo general, son pequeñas, y son relativamente pocas las personas nacidas en Amsterdam. Generalizando, puede afirmarse que la población de Amsterdam pertenece a un medio social más elevado que el término medio y que es geográficamente móvil. Las personas que abandonan el centro pertenecen, por lo general, a la categoría de familias numerosas o a la burguesía ya de edad. Los que vienen a establecerse en el centro viven, al menos bastantes de ellos, al margen de la sociedad.

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En lo que se refiere a la población, la modificación de las estructuras parroquiales encontrará menos dificultades que en otros sitios. Por otra parte, esto coincide con el dato que nos ofrece la experiencia, verificado múltiples veces, de que el eclesiástico que desea una parroquia en el centro, con frecuencia es considerado en su ambiente como un tipo original, ya que las reglas normalmente válidas en la actividad pastoral son impracticables en el centro. No es probable que los nombramientos se hagan teniendo suficientemente en cuenta el carácter especial de la actividad pastoral entre los que viven y trabajan en el centro, o lo visitan. Por otra parte, la iglesia del centro deberá tener en cuenta que

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ella representa al conjunto todo de la iglesia urbana ante los miles de personas que visitan el centro o trabajan en él todos los días. De igual manera que en el conjunto de la vida social muchas de las más desarrolladas funciones centrales se localizan en el centro mismo de la ciudad, muchas de las actividades eclesiales podrían encontrar en él su punto culminante. En el campo de la administración eclesiástica ya existe algo por el estilo: la sede del deanato se halla en el Begijnhof (el beguinaje, situado en el corazón mismo de Amsterdam). Pero un funcionamiento realmente efectivo de la actividad pastoral en Amsterdam necesita de una atención particular a la problemática de la metrópoli y a la especial posición de Amsterdam en el plano nacional e internacional, todo lo cual hace indispensable el nombramiento de un obispo. Este pastor debería estar presto a zambullirse en la problemática de la ciudad, a renovar el aspecto de la actividad pastoral infundiéndole una nueva vitalidad y a hacer a la Iglesia de nuevo aceptable para todos los amsterdaneses. Gran diferencia con la situación actual, cuando tan fácilmente se puede ignorar a la Iglesia y cuando, para muchas gentes, las iglesias representan apenas algo más que montones de piedra o edificios, a veces feos, a veces hermosos, pero siempre cerrados, y que ya no desempeñan ningún papel real en la vida de la ciudad. Muchas más actividades podrían ser centralizadas o deberían exteriorizarse a partir de un punto central, especialmente la planificación, la publicidad, la financiación. De esta manera muchos sacerdotes se verían libres de las molestias diarias y podrían dedicarse a su verdadera tarea, la predicación del evangelio. Pero todo esto exigiría unas parroquias distintas a las de hoy, menos pequeñas y menos independientes que hoy. Deberían ser, por lo menos, a escala en que todo ciudadano ve actualmente su barrio. Habría que acabar con los párrocos y los consejos de fábrica totalmente independientes, que demasiado a menudo aislan a su parroquia de una manera desconfiada y apasionadamente celosa, y habría de lograrse una toma de conciencia más intensa de la interrelación de los barrios y de que estos lazos deben manifestarse en el campo eclesial a través de una colaboración de todos los responsables eclesiásticos de la ciudad. Desde el punto de vista jurídico, las estructuras serían quizá las mismas, pero de hecho tendrían un contenido nuevo. Todo esto exige una revisión y una renovación de las formas que se han ido estableciendo a lo largo de los siglos. Dada la rápida evolución que marcan los demás campos de la vida, es necesaria

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una rápida selección de esas formas que se han congelado y estancado. La Iglesia está obligada ante sí misma a no figurar entre los retrasados, a estar en la vanguardia, a ser el guía que permita colaborar en la construcción de la sociedad. M l C H A E L VAN HULTEN

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H E I N Z - H O R S T SCHREY

COLABORADORES DE ESTE NUMERO

JOSEF BLANK

Nació el 8 de septiembre de 1926 en Alemania y fue ordenado en 1951. Estudió en las Universidades de Tubinga, Munich y Wurzburgo, obteniendo el título de doctor en teología el año 1956. Entre sus publicaciones merece especial mención Krisis, Untersuchungen zur johanneischen Christologie und Eschatologie (Friburgo de Brisgovia, 1964). Es colaborador del Nuevo Testamento en Wurzburgo. Asimismo colabora en la revista «Biblische Zeitschrift».

ILDEFONSO LOBO

Benedictino. Nació el 20 de septiembre de 1936 en Barcelona y fue ordenado en 1959. Estudió en la Universidad Internacional de Estudios Sociales (Roma), en el Colegio de San Anselmo y en la Academia Alfonsiana. Actualmente es profesor de teología moral en la abadía de Montserrat. Ha publicado Introducción al decreto conciliar «Perfectae caritatis» (Barcelona, 1966). Colabora en «Qüestions de vida cristiana», de la abadía de Montserrat.

PETER BENENSON

Nació el 31 de julio de 1921 en Inglaterra. En su condición de abogado, es tesorero honorario del Secretariado Internacional de Juristas Católicos y presidente del Amnesty International y del Human Rights Advisory Service.

Nació el 16 de septiembre de 1911 en Friburgo de Brisgovia y fue ordenado en la Iglesia Evangélica de Badén en 1934. Estudió en las Universidades de Tubinga, Berlín y Marburgo. Obtuvo el doctorado en teología en 1938 y la habilitación en 1946. Fue profesor de teología en la Escuela Superior de Pedagogía de Berlín y en la Universidad de la misma ciudad de 1957 a 1961. Actualmente es rector de la Escuela Superior de Pedagogía de Heidelberg. Entre sus publicaciones merece especial mención Auseinandersetzung mit dem Marxismus (Stuttgart, 1963). Colabora particularmente en la revista «Universitas».

STANLEY EUGENE KUTZ

Sacerdote de San Basilio. Nació en Elrose (Canadá) el 4 de mayo de 1932 y fue ordenado en 1958. Estudió en la Universidad de Saskatchewan (Canadá), en el Colegio St. Michael de Toronto y en la Universidad de Munich. Posee los títulos de bachiller en artes y doctor en teología (1962). En la actualidad es profesor adjunto de teología y secretario de la facultad teológica del citado Colegio de St. Michael. Es autor de Conciencia y control de natalidad, en la obra colectiva El control de natalidad (Madrid, 1966). Es redactor adjunto de la revista «The Ecumenist».

LE ONCE

HAMELIN

Franciscano. Nació el 4 de diciembre de 1920 en Narcisse (Canadá) y fue ordenado en 1949. Estudió en el Pontificio Ateneo de San Antonio de Roma. En 1954 obtuvo el doctorado en teología (sección de moral). Es profesor en la Universidad de Montreal y director de la revista «La vie des communautés religieuses». Entre sus obras citamos Un traite de morale économique au XIV" siécle (Lovaina, 1962).

COENRAAD VAN OUWERKERK Véase CONCILIUM núm. 5 (1965)

MATEO CHEN

Dominico. Nació el 12 de octubre de 1938 en Amoy (Fukien, China) y fue ordenado en 1962. Estudió en el Angelicum de Roma y en la Universidad de Hong-Kong. Es licenciado en teología y actualmente se halla ampliando estudios en Hong-Kong. Ha publicado una serie de artículos en chino con el título de Informe sobre el Concilio ecuménico en la «Vox Cleri Review» (Taipei, Formosa).

MICHAEL VAN HULTEN

Nació el 9 de marzo de 1930 en Yakarta (Indonesia). Estudió en la Universidad de Amsterdam y obtuvo el doctorado en sociografía (1962). Es sociógrafo jefe en el Servicio del Estado para los «polders» de Ijsselmeer y colaborador científico en la Universidad de Amsterdam. Ha publicado, entre otras colaboraciones, De katholieke Kerk in de binnenstad van Amsterdam (La Iglesia católica en la ciudad de Amsterdam), en la revista «Streven», XIX (1966), núm. 6.

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