Catalina De Siena Papasogli

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GIORGIO PAPASOGLI

GATAMNA DE SIENA Reformadora de la Iglesia

G io r g io P a p á so g li n a ció en Florencia en 1906. A los veintitrés años se doctoró en Filosofía y Letras en la Uni­ versidad de Roma con una tesis sobre Paul Claudel. Está casado y es padre de tres hijas. Como especialista en biografías espirituales tiene en su haber una vasta producción literaria. Desta­ camos las siguientes obras: Fuoco in Castiglia (Santa Teresa de Jesús); Ignazio de Loyola; II ribelle di Dio (San Luis Gonzaga); Santa Te­ resa di Lisieux; Don Orione; Dio r is p o n d e nel d e s e r t o (San Bruno).

Estilo ágil y elegante, penetración psicológica, fundamentación crítica sobre una amplia base documental: he aquí algunas de las características que definen el presente volumen. No es ex­ traño que la lectura de sus páginas nos haga revivir con ex­ traordinaria fuerza la personalidad de Catalina de Siena en el ambiente histórico en el que su vida se encuadra y nos intro­ duzca en la secreta hondura del espíritu de la Santa para des­ cubrir allí la fuente de su acción, los altísimos valores que fue­ ron alma de su experiencia humana y religiosa y de su obra reformadora. El autor describe con impresionante realismo los grandes momentos de la vida interior y de la vida pública de la gran santa de Siena, especialmente aquellos que se identifican con la dolorosa historia de la Iglesia en el mundo desgarrado del siglo xiv. Queda, de este modo, perfectamente delineada la auténtica imagen de Catalina, la criatura simple y sapientísima que pasa con toda naturalidad de las labores domésticas al éxtasis, que dicta con el mismo tono de voz, dulce y fírme, la carta al Papa o el mensaje al príncipe, al artesano o al monje. Una imagen que concuerda a la perfección con aquella que la lectura de los escritos de la Santa crea en nuestra mente y que nos resulta, al tiempo, profundamente cercana.

CATALINA DE SIENA Reformadora de la Iglesia POR

GIORGIO

PAPÁSOGLI

Título del original italiano: Sangue e fuoco sul ponte di Dio, de G io r g io P a p á s o g l i , publicado por el Centro Na zionale di Studi Cateriniani. La versión española ha sido realizada directamente del italiano por el P. Luis L ó p e z d e las H er a s .

Págs. P

r e se n t a c ió n

A

b r e v ia t u r a s

............................................................................................... e

in d ic a c io n e s

su m a r ia s

xi

m ás

.................................................... B i b l i o g r a f í a .....................................................

xv xvn

I. La primera visión y la celda del alma . II. La «plenitud del espíritu» .................. III. «Hermana de la pen iten cia».................

3 13 21

f r e c u e n t e s

IV.

«Tú eres la que no es, yo soy el que soy» ................................................................... 30

V. Dos son los preceptos del a m o r......... .......45 VI. «Bien venida la Reina de Fontebrand a » ................................................................. 55 VIL Comienza la «Familia» de los «Caterin atos»................................ . ................. ...... 65

VIII. «Señor, te doy tu corazón»............... 76 IX. Andrés de Naddino. Ghinoccia y Fran­ cisca. Los dos condenados al suplicio . 88 X. La ciudad murmuradora.................... 100 XI. Bernabé Visconti: «Italiae splendor Ligurum Regina Beatrix» (Esplendor de Italia, Reina de los Ligures, Bea­ triz) ...................................................... 110 XII. Raimundo de Capua. La peste en Sie­ na. La gran pacificadora..................... 124 XIII. Nanni de Ser Vanni. Iniquidad de la «justicia». Nicolás de Toldo............... 136 XIV. Pisa y los Gambacorti. Cartas que hor­ miguean. Los estigmas, gracia suma... 149 XV. El drama de la Iglesia en Ita lia ......... 164 IX

Págs. X V I. Entre Pisa y L u c a .................................. X V II. Cartas al «dulce Cristo en la tierra» ... X V I I I . La g u e rr a ................................................. X I X . E l encargo de hacer la p a z ................ X X . Gregorio X I .......................................... X X I. Retorno a R o m a ................................... X X II. Belcaro. Roca de O r c ia ....................... X X I II. Val de Orcia y San A ntim o................ X X IV . «Espíritu Santo, ven a mi corazón». Las grandes cartas desde el Val de O r c ia ...................................................... X X V . Tumulto en Florencia ....................... X X V I. El Diálogo: Proemio y doctrina gene­ ral. Doctrina del puente...................... X X V II. El Diálogo: doctrina de las lágrimas; doctrina de la verdad ...................... X X V III. El Diálogo: El Cuerpo místico. La Providencia. La obediencia................ X X IX . El cisma en R o m a ............................ X X X . Las cinco naranjas del amor sagrado . X X X I. El buen combate................................. La reina estulta.................. .............. X X X II. •S-more. sangre!... El corazón expriX X X III mido sobre la Iglesia ...................... ..............................................

176

187 194

204 215 224 234 247 258 275 296 313 319 333 345 357 367 399

P R E S E N T A CI O N

\ J U E S T R O siglo ha registrado un tan vivo interés hacia í \ la figura y la obra de Santa Catalina de Siena, que, bajo este aspecto, podría casi definirse «cateriniano». Fecha de gran importancia para los estudios caterinianos es el 1921, año en que veía la luz el primer estudio de R. Fawtier, que trasladaba toda la materia cateriniana del plano de la hagiografía tradicional al de la crítica. Hay que reconocer al estudioso francés el mérito de haber sus­ citado, con sus negaciones demoledoras, una reacción que, para ser eficaz, necesariamente debía combatir con las mis­ mas armas usadas por él: el estudio crítico de los textos y de las fuentes. Obra vasta, lejana aún de su fin, pero que, sin embargo, ha dado ya más de un resultado positivo. Es de este siglo el renacer de un movimiento cateriniano tendente a re-crear entorno a la «dulcísima mamma» de los primitivos caterinatos una familia de discípulos — laicos de toda clase social y religiosos que, a semejanza de los antiguos, saquen del fuego de ella un ardor de renovación cristiana y lo difundan a su alrededor; es de nuestro tiem­ po el florecimiento de «cátedras caterinianas» y otras ins­ tituciones culturales que se proponen profundizar y divul­ gar el mensaje cateriniano. Y pertenecen, finalmente, a los últimos decenios los al­ tísimos reconocimientos tributados a la Santa, que Pío X II en 1939 nombraba Patrona de Italia junto con San Fran­ cisco de Asís, y Pablo V I, el 4 de octubre de 1970, decla­ raba Doctora de la Iglesia universal. Una mirada a la bibliografía que ocupa las ultimas pagi­ nas de este volumen — bibliografía que por necesidad se mantiene en los lím ites estrechos de la discreción puede darnos una idea de la preocupación por Santa Catalina de —

XI

Siena en estos últimos setenta años. Y, en la bibliografía, el sector biográfico no es ciertamente débil. Bastara recor­ dar la obra fundamental y severa de Drane, a fascinan e y rica en poesía de Joergensen, la vida de a anta e e Sanctis-Rosmini, dictada por la exigencia de proponer nue­ vamente en una clave más en armonía con el espíritu italia­ no la figura de la gran italiana; las dos del P. Taurisano, ambas vibrantes de amor a Santa Catalina y de desden por sus denigradores; la tranquila reflexión de Chiminélli y el trabajo comprometido de Levasti... para llegar a las «vi­ das» que son propiamente de ayer: las «instantaneas» del P. Sorgia, destinadas a los muchachos, mas de lectura gra­ tísima también para los no muchachos, y la ágil y viva na­ rración de E. Radius, con un corte de capítulos que se diría medido por nuestra prisa impaciente. ¿Por qué, pues, una nueva biografía? ¿Qué podremos encontrar en ella que no se pueda encontrar en las otras? La respuesta no es difícil para quien considere la perso­ nalidad del autor de esta nueva vida. El nombre de Jorge Papásogli es bien conocido en el campo de la hagiografía, y no sólo en él: al lado de la monumental Fuoco in Castiglia (Fuego en Castilla, o vida de Santa Teresa de Jesús), de la severamente objetiva Teresa di Lisieux, está su na­ rrativa aguda y exquisita, como La fattoria del Peperone, Mia nonna Plmperatrice, ’48 Romántico. Con esta su pluma ágil y elegante ha puesto a disposi­ ción de la Santa de Siena las exigencias fundamentales del propio espíritu: la de hacer vivir al personaje en el ambien­ te histórico en el que se inserta su vida, mas, sobre todo, la de penetrar en las más secretas profundidades del alma, para descubrir allí la fuente y el resorte de sus acciones. Y si la primera confiere a la narración el mérito inestimable de la plena veracidad, perseguida con una investigación mi­ nuciosa y atenta a los estudios más recientes sobre cada cuestión particular, de la segunda brotan las páginas más felices de la obra, páginas que introducen en una más ver­ dadera comprensión del alma toda fuego de Catalina. X II

No hay duda de que su excepcional experiencia de hagiógrafo, su largo trato con espíritus selectos, ha enriquerido y afinado en el autor su natural sensibilidad para las cosas del espíritu. Pero es verdad que él como pocos — ¿o nin­ guno? , entre los biógrafos que le han precedido, ha sa­ bido penetrar en el espíritu de Catalina, en las manifesta­ ciones de la vida y en la doctrina, de las que recoge con seguridad los aspectos característicos y las alturas sublimes. Prueba de ello es el título mismo de la obra, que sintetiza con precisión admirable el significado de esta vida en el curso de la historia de la Iglesia: a la Iglesia, que, como Cristo su cabeza, sigue siendo a lo largo de los siglos puen­ te entre la tierra y el cielo, Catalina ha aportado el ardor inflamado de su amor con la llama luminosa de una doc­ trina purísima, y la sangre de su corazón, atormentado por la «dulce esposa» de Cristo. Estas intuiciones felices hacen pensar que existe entre el alma del escritor y la de la Senense como una afinidad — ¿respirada acaso con el aire de la Toscana?— por la cual surge y se diseña ante los ojos de nuestra mente la imagen auténtica de Catalina, de la criatura simple y sapientísima, que pasa de las hazañas domésticas al éxtasis, que dicta con el mismo tono de voz, dulcísimo y firme, la carta al papa y el mensaje al capitán o al artesano o al monje; una ima­ gen que cuadra perfectamente con la que crea en nuestra mente la lectura de los escritos caterinianos. Tal es la biografía que al año de la proclamación del doc­ torado de la Santa ofrece el Centro Nacional de Estudios Caterinianos a cuantos desean conocer, o conocer mejor, esta figura excepcional de mujer y de santa, como un recla­ mo hacia aquellos altísimos valores que fueron alma de la vida y de la obra de Santa Catalina de Siena. Roma, 4 de octubre de 1971. G iuliana C avallini

XIII

a b r e v ia tu r a s e in d ic a c io n e s

SUMARIAS MAS FRECUENTES R aim undo de Capua, Legenda Maior, trad.

Tinagli (Siena, Basílica Cateriniana, 1969). En español tenemos la versión de la misma hecha por el P. P a u lin o A lv a r e z , O.P., en su libro Santa Catalina de Siena (Vergara 1926) p.3-337. Dado que su lenguaje es me­ nos actual que el de la versión italiana, ver­ teremos del texto que nos ofrece el autor, remitiendo entre paréntesis a dicha versión española (distribuida en libros y capítulos, y no en párrafos, como la italiana) para quien quiera verificarlo o ampliar su cono­ cimiento. Al efecto usaremos la sigla Ra.

Supl.

T om ás C a ffa r in i, Supplementum, trad. Tan-

tucci (Luc 1754). Asimismo tenemos la ver­ sión española del mismo en la obra antes citada del P. Paulino Alvarez, p.339-446. No he podido verificar qué texto ha usado este último: en él faltan cosas que están en el de la edición italiana. Por ello seguiremos también aquí el que aduce Papásogli, remi­ tiendo luego a la versión del P. Paulino Al­ varez: usaremos la sigla SCaf. TO M M . T. M . MACC H IA V E L L I A M M IRA TO DRANE

GREGOR. JO ERG . DE SANCTIS-ROSM INI LEVASTI C H IM IN E L L I V ILLA NI

To m m aseo . T ommaseo - M isciatelli . N . M a c c h i a v e l l i , Storie Fiorentine. S c ip io n e A m m ira to , Istorie Fiorentine. A. T. D r a n e, Storia di Santa Caterina^ da

Siena e dei suoi compagni, trad. Finocchietti (Siena 1911). G r e g o r o v iu s , Storia di Roma nel Medio Evo, trad. ital. (Roma 1905-7). T. J o er g en sen , Santa Catalina da Siena, trad. española (Madrid 1924). Emilia de Sanctis-Rosmini, Santa Caterina da Siena (Turín, S.E.I., 1930). Arrigo Levasti, Santa Caterina da Siena (Tu­ rín, UTET, 1947). Piero Chiminelli, Santa Caterma da Siena (Roma, Sales, 1941). Matteo Villani, Crónica.

XV

B IBLI O GRAFIA

Fuentes cateiinianas F° \ í e\ i vtj ae Síae' £ atharinae Senensis historió, preparada por M. H. L a u r e n t y F. V a l l i , Cátedra Cateriniana de la Universidad de aiena: Documenti, preparados por M. H. L aurent (1936). A n ó n im o F io r e n t in o , I miracoli di Caterina di lacopo da Siena preparado por F. V a l l i (1936). ' I necrologio di S. Domenico in Camporegio, preparado por M H L a u r e n t (1937). A n t o n io d e l l a R o c c a , Leggenda abbreviata di S. Caterina da Siena preparada por A . Saba (1939). T om m asso da S ien a (C a ffa r in i) , Tractatus de Ordine FF. de Poeni-

tentia S. Dominici, con la Regola del Terzo Ordine, vulgarizada por el mismo, preparadas por M. H. L a u ren t (1939). — Leggenda minore di s. Caterina da Siena e lettere dei suoi discepoli. Escritos inéditos publicados por F. G r o t t a n e l l i (Bolonia 1868). — Legenda b. Catharinae Senensis (Leyenda menor), preparada por E. F r a n c e s c h in i (1942). — Supplementum Legendae b. Catharinae de S., en la traducción T a n tu c c i (Siena 1795). II Processo Castellano, preparado por M. L a u ren t (1942). R aim u n d o de C apua, Vita di S. Caterina da Siena, llamada Legenda maior. Traducción italiana de G. T in a g li. Introducción e índices de G. D ’u r s o (Siena 3 1969). I. T a u r isa n o , I fioretti di Santa Caterina da Siena, 2.a ed. (Roma 1927). Contiene: I miracoli della B.C., del A nónim o F lo r e n tin o ; pasajes de la Legenda Maior, de la Legenda Minor, de las Memo­ rias de S e r C r is t o f a n o di G a n o G uid in i, del Proccesso Castellano; trozos de escritos de la Santa; El tránsito; noticias sobre algunos discípulos. G . T in a g l i , Vita intima di S. Caterina (traduc. de parte del suple­ mento) (Siena 1938).

Biografías S. Catherine de S. (París 1895). S„ A Study in the Religión Uterature and History of the Fourteentb Century in Italy (Londres-Nucva York

C o m t e ss e d e F la vig n y , E . G . G a r d n e r , S.C. of

a / t h ! D rane,

Trad. ed G. J.

Joergen sen ,

Storia di S. Caterina da Siena e dei suoi compagnt. (Siena 1911). S. Caterina da Siena. Trad. ital. (Tunn, , F in o c c h ie tti

1929).

C. P i g o r i n i B e r i , S. Caterina da S i e n a (fa ñ a d a 1922). M. Savi-López, S. Caterina da Siena (Milán 1924). (Roma L. F e r r e t o , Vita di S. Caterina da Stena tervarn domentca (item a 1925); última reimpresión (Siena 1961).

XIX

A. B er n a r d y , S. Caterina da Siena (Florencia 1926). . P. D o r e , S. Caterina da Siena (Turín 1926) (Colee. «Vite dei banti narrate ai giovani»). E. de S a n ctis-R o sm in i, S. Caterina da Siena (Turín 1930). I. G io r d a n i, Caterina da Siena fuoco e sangue (Turín 1934J. ^ A. P a sq u a li, S. Caterina da Siena (Pia Soc. S. Paolo, 1936; ea., G. B i t e l l i , La Santa degli italiani (Caterina da Siena) (Turín 1938, 1942, 1945). M. P. Scozzi, Fior deWitalica gente. Perfil de Santa Catalina de Siena (Turín 1938, 1940). L. L a z z a r in i, S. Caterina da Siena (Milán 1939). I. T a u r isa n o , S. Caterina da Siena Patrona d’Italia (Roma 1940). P. C h i m i n e l l i , S. Caterina da Siena, 1347-1380 (Roma 1941). I. D e ll' E r a , S. Caterina da Siena (Florencia 1946). F. S. A t t a l (Soter), L }angelo della pace: S. Caterina da Siena (Lanciano 1947).

A. L e v a sti, S. Caterina da Siena (Turín 1947). I. T a u r isa n o , S. Caterina da Siena Patrona d’Italia (Roma 1948). R. F a w t ie r et L. C a n e t, La double expérience de Catherine Benincasa (Sta. Catalina de Siena) (París 1948). A. N e g r i, S. Caterina da Siena, Prefacio de G. d e Luca (Roma 1948; 2.a edic., 1961). L. de W o h l , Lay Siege to Heaven - a novel of St. Cath. of S. (Filadelfia-Nueva York 1961). G. C a r a t t e l l i , S. Caterina da Siena (Siena 1962). G. M a r s ili M o r í, Lei Caterina (Siena 1962). E. P i l l a , S. Caterina da Siena («Enciclopedia dei San ti») (Siena 1964). L. U b o ld i, S. Caterina da Siena (Roma 1965). E. R adius, S. Caterina da Siena (Milán 1970). R. S o r g ia , Caterina da Siena. Instantanee dal vivo (Roma 1970). R. G u a r n ie r i, S. Caterina da Siena (Padua 1970). A. C a g ia ti, Sotto el segno delVariete. I giovani e Caterina (Roma 1970).

Las

obras

Le lettere di S. Caterina da Siena, ed. preparada por P. M i s c i a t t e l l i con notas de N. Tommaseo, 6 vols. (Siena 1913-1923; reed., Flo­ rencia 1939-1940). Lettere di S. Caterina da Siena, vergine domenicana. C on notas de M o n s. L u d o v ic o F e r r e t t i (Siena 1918-1930), 5 vols. Epistolario di S. Caterina, preparado por E u g e n io D u p r é -T h e s e i d e r , vol. 1, Roma. Instituto storico italiano per il Medio E vo (Tip. del Senato, 1940). Epistolario, preparado por U. M e a t t in i, 3 vols. (Roma 1966-1967). Libro della divina dottrina volgarmente detto Dialogo della Divina Provvidenza. Nueva edición según un códice inédito senense, Pre; parada por M a t i ld e F i o r i l l i («Scrittori d ’Italia» n.° 34) (Barí 1912); 2.* ed. enteramente revisada por S. C a r a m e lla (1928).

XX

Le Dialogue de SainteCatherine de Sienne, nueva traducción del italiano del R. P. J. H u r ta u d , O.P., 2.* ed. (París 1913); 23.* edic en 1747. Dialogo della divina Provvidenza, preparado por el P. In n o cen zo Ia u r is a n o (Librería Ed. Florentina, 1928), 2 vols. Dialogo della divina Provvidenza, preparado por el P. E n r ic o di R ov a sen d a , O.P. (Turín 1946). F ° DI 11 libro della divina Provvidenza, preparado por el P. A ngelo Ptircetti , O.P. (Siena 1937), 2 vols. Obras de Santa Catalina de Siena. El Diálogo (Madrid, BAC, 1965). II Dialogo della Divina Provvidenza ovvero Libro della Divina Dottrina, preparado por G iu lia n a C a v a llin i (Roma 1968). II libro, preparado por U . M e a t t in i con adición del Diálogo breve y de las Orazioni de la Santa (Roma 1969). Preghiere ed elevazioni, recogidas por el P. I. T aurisano (Roma 1920; 2.a edic., Roma 1932). Tutte le preghiere di S. Caterina da Siena dottore della Cbiesa, edic. preparada por un cateriniano (Roma 1971).

Colecciones antológicas de los escritos de Santa Catalina Le cose piü belle di S. Caterina da Siena (Lanciano 1918; 2.a ed., 1946). Le piü belle pagine di S. Caterina da Siena, escogidas por T. G a lla r a t i S c o t t i (Milán 1927). Breviario di perfezione, con introd. y notas del P. C ordovani (Flo­ rencia 1943). Reeditado en 1962 con el título: Teología delVamore, con introd. del P. L. C ia ppi (Roma 1962). Lettere scelte, por G. B i t e l l i (Turín 1945). Ora di adorazione eucaristica. Pensamientos y elevaciones sacados de las obras de Santa Catalina por N. B ra n co n d i (Roma 1947). Prosatori minori del Trecento, por don G. de L uca (contiene 8 car­ tas y 22 capítulos del Diálogo) (Milán-Nápoles 1954), t.I p.117196. Lettere scelte, por A. P a g a n u c c i (Siena 1963). Sanguis Christi. Pensamientos recogidos y ordenados por N. Branc o n d i (Roma 1965). Lettere a Papi e Cardinali, por G. P ensabene (Roma 1968). II Messaggio di S. Caterina da Siena Dottore della Cbiesa. lodo el pensamiento de la virgen sienense expuesto con sus mismas obras reducidas a una forma moderna, por un M issio n a rio Vinc e n z ia n o (Roma 1970).

Estudios sobre las obras y sobre el pensamiento de Santa Catalina N . Z u c c h e l l i y E . L a z z a r e s c h i, S. Caterina e i Pisani (Floren­ cia 1917).

XXI

*Lw 2 * í á £ ^ , oK& « m A H ? O'eum".'‘(París N . T om m aseo , Lo spiritu, il cuore, la parola di Caterina da Siena,

por P.

M is c ia te lli

(Siena 1922)

E. J ordán , La date de naissance de S. l^atn. ae

ta Bollandiana» 40 (1922) p.365-411.

en < ^ ^

F. V a l l i , La «Devota revelazione» o «Dialogus bre > . riña da Siena (Is t. di Studi C aterin ian i nella Regia Umversita di

Siena, 1928). f . n. , , — Nuove osservazioni sulla «Devota revelaztone>> o «Dialogus brevis» di Santa Caterina da Siena (F aenza 1928). A. L e v a sti (Introduzione a), Mistici del Duocento e del i recento, por A. Levasti (Miián-Roma 1935) P-9-77. A . M. S a la d in i, ed., Uarbore d’amore di S. Caterina da Siena (Rom a 1935). _ ^ _ R . G a r r ig o u -L agrange , L'Unione Mística in S. Caterina da Siena (Florencia 1938). G . G e t t o , Saggio letterario su S. Caterina da Siena (Florencia Í939). E . F r a n c e s c h i n i , Leggenda Minore di S. Caterina da Siena (Milán 1942). M. S t. G i l l e t , La missione di S. Caterina da Siena, trad. del fran­ cés por el P. G . D a t i (Florencia 1946). A. M. B a ld u c c i, Massime di reggimento civile (Quaderni Cateriniani, n.3) (Roma 1947; reproduc. fotomecánica, 1971). I. C o lo s i o , Una ricostruzione «modernista» della esperienza spirituale di S. Caterina da Siena, en Vita Cristiana 18 (1949) p.235245. E. D u p ré-T H e s e id e r , La duplice esperienza di S. Caterina, en Rivista storica italiana, 42 (1950) p.533-574. A. G r io n , S. Caterina da Siena: do t trina e fon ti (Brescia 1953). G . D T J rso , II pensiero di S. Caterina da Siena e le sue fonti. Ex­ tracto de «Sapienza» a.7 (1954). A. C a r t o t t i O d a sso , Incontri cateriniani con il Creatore e le creature (Milán 1961). G. P e t r o c c h i , S. Caterina da Siena, en G. P e t r o c c h i , La prosa del Trecento (Messina 1961) p. 105-118. A. G r io n , La dottrina di S. Caterina da Siena (Brescia 1963). L. M e l o t t i , La misericordia di Dio negli serit ti di S. Caterina da Siena (Verona 1962). P. S c h i a v o , II problema estetico delle lettere di S. Caterina. Ex­ tracto del «Bulletino senese di storia patria». Año LXIX (Serie tercera - a.XXI-1962). L. C i a p p i , Unitá e santith della Cbiesa nel pensiero di S. Caterina da Siena. Extracto del «Bulletino Senese di storia patria», a. LXIX (Serie tercera - aXXI-1962). M. I. C a s t e l l a n o , S. Caterina da Siena nel V centenario della sua canonizazione. En «II sangue prezioso della nostra redenzione», a. XLVIII, n.2 (abril-junio, 1962) p.64-74. L- T i n c a n i , S. Caterina da Siena per La Cbiesa e per el Papa. (Quflr demi cateriniani, n.2) (Roma 2 1963).

X X II

A

(Roma*119’ 6y¡er‘na'

G '(RomaLÍ I963)Le

dolcisúma (Quaderni cateriniani, * invhibili (Quaderni cateriniani, n.5)

V VJ ^ ™ Kc l,s'Line-ame?t i¿ li sPirituali‘¿ cateriniana (Roma 1964) F. C e n t o , 5. Caterina da Siena e Pío II (Siena 1965). ^ ” r’ Vlü .delle, , d?¡f‘ Pene secando S. Caterina da Siena y 1 cateriniani, n.6) (Roma 1966). a d u RIN’ Contf™Plavone e azione in S. Caterina da Siena. Trad. de P . B e r tu c c i (Roma 1966). P EJ.TO>Lintuizione mística e la espressione letteraria di Caterina dabiena, en «btudi di letteratura religiosa» (Florencia 1967) p.107267. G . F e r r e t t o , S. Caterina da Siena e Vapostolato dei laici (Ouademi Cateriniani. n.7) (Roma 1968). T. PiCCARi, II dottorato nella Chiesa e il magistero carismatico di S. Caterina, en «L’Osservatore Romano», 7 febrero de 1968. A. H uerga , Donne fra i «Dottori» della Chiesa, en «ha donna nella Chiesa» (Roma 1969) p.177-90. E. A n c i l l i , II messaggio spirituale delle prime due Donne «Dotto­ ri», en La donna nella Chiesa (Roma 1969) p.191-210. C. F a b r o , S. Caterina maestra di liberta, en «Studium» 65 (1969) fase. 12 p.857-872. G. D ’U rso e J. C astellano , S. Caterina e S. Teresa Dottori della Chiesa (Nápoles 1970). L. G edda , Caterina patrona d’Italia e dottore della Chiesa (Cittá del Vaticano, s.d.). G . P a p á s o g li, S. Caterina dottore della Chiesa: Sangre e fuoco da Fontebranda, en «L’Osservatore della Domenica», n.30-43 (1970). P . P á r e n t e , Croce e sangue nella teología di S. Caterina da Siena, en «Divinitas», año XIV fasc.III p.432-440. R. S p ia z z i, II Magistero di S. Caterina da Siena: I. La spiritualitá della azione; II. Una scienza che viene dalVdto; III. Sintesi cate­ riniana della teología, en «L’Osservatore Romano», 30 sept., 2,3 oct. de 1970. A . C a r o tti-O d d a s s o , Caterina da Siena dottore della Chiesa (Roma Í970). n . G . C a v a lli n i, Uorazione di S. Caterina da Siena sulla Passtone di Cristo, en «Fonti vive» año XVII, mayo-junio 1971. G. D ’U r s o , II genio di S. Caterina da Siena. Studi sulla dottnna e personalitá. (Quaderni Cateriniani, n.8) (Roma 1971). — Come S. Caterina s'affermd maestra, en «S. Caterina da Rassegna di Ascética e Mistica», año XXII n.l, ener.-marz. 1y'/i. C. R., La carith, fonte di unitá interiore e di a r m o n í a sociale, neU msegnamento di Caterina da Siena, en «S. Caterina da Siena-Kas gna di Ascética e Mistica», año XXII n2, abril-junio l “ 'l . G . A n o d a l, Le immagini del linguaggio cateriniano e le loro tonr . la chiave, en «S. Caterina da Siena-Rassegna di Ascética e > afio X X II n.3, julio-sept. 1971. c. 1Q7n G. V a r a n in i , Neri Pagliaresi, uomo di divina dottnna (Siena

XXIII

1971J) ZZI’ ^ ma&ütero spirituale di S. Caterina da Siena (Siena L \ R ^ a Im f ¡ hgraf¿a A »01*1*™ di S. Caterina da Siena, 1901-1950

El

doctorado

Urbis et orbis. Concessionis tituli doctoris et extensionis eiusdem ti­ tuli ad universam Ecclesiam officii et missae de cornrnum doctor um virginum in honorem S. Catharinae Senensis virgints Tertii Ordi­ mes S. Dominici. Roma, Officina poligrafica Laziale, s.d. (Sacra rituum congregatione...). Index positionis: Vida y obras de Santa Catalina: A. G r io n , Cronología cateriniana; G. C a v a lli n i, II libro della Divina Dottrina; Id ., Edizioni a stampa del Dialogo; E . D u p r é -T h esei d e r , Epistolario; A. G r io n , Le Orazioni; I. V e n c h i , Edizioni a stampa delle Orazioni. La doctrina de Santa Catalina: A. G r io n , Analisi del pensiero; G . D ’U r s o , II pensiero e le sue fonti. El influjo de Santa Catalina: D. A b b re sc ia -I. V e n c h i , II movimento cateriniano; A . C artotti O d d asso, I Caterinati; A . H u e r g a , Sta. Catalina en la historia de la espiritualidad hispana; L V e n c h i , S. Caterina nel giudicio dei Papi. Urbis et orbis. Concessionis tituli doctoris Ecclesiae S. Catharinae Senensis virginis Tertii Ordinis Sti. Dominici. Peculiaris congressus relatio et vota. Romae, ex typis Guerra & Belli, 1969 (Sacra con­ gregado pro causis sanctorum...).

Números especiales de los periódicos por el doctorado de Santa Catalina Caterina da Sienat Santa e Dottore (extracto de la) «Analecta Sacri Ordrnis Fratrum Praedicatorum», 1970-IV. «La stella di San Domenico». Año LVI -10 oct. 1970. S u m a r io : I . V e n c h i , Storia di una laurea singolare; E. di R ovasen d a, II Dialogo cateriniano: luce di dottrina e fuoco di amore; M . L a c o n i, La dottrina del Ponte e il vangelo di San Giovannt, A . G r io n , S. Caterina maestra di contestazione.

X X IV

«Eco di San Domenico». A ño XXXVIII. Nueva serie, n.10, oct. 1970. Su m ario: Premessa: A . F ern á n d ez, Lettera del P. Maestro delVOr­ ame; A. C a r t o t t i O d d asso, Perché Paolo V I proclama S. Ca­ terina da Siena Dottore della Chiesa; L. Ciappi, Caterina da Siena «serva e schiava» del Pontífice Romano; S. C a r a m e lla , L’idea della Provvidenza in S. Caterina da Siena; G . C a v a llin i, La Chiesa, sposa di Cristo; L. P r in z i v a ll i, S. Caterina da Siena nella storia della spiritualitá tedesca; L. P in ta c u d a , S. Caterina da Siena maes­ tra di vita spirituale; A . A n d a lo r o , Visita dei Luoghi delVepopea cateriniana. «S. Caterina da Siena. Rassegna di Ascética e Mistica». Año XXI, n.4, oct .-diciembre 1970. S u m a rio : 4 ottobre 1970. P a o l o PP.VI, Santa Caterina da Siena proclamata Dottore della Chiesa; A. F ern án d ez, Lettera premoni­ toria; P. A. d e l C o r o n a , Due lettere inedite; A. H u erga, Affinitá e rapporti tra le due Sante Dottori della Chiesa universale. Vida y obras: T. M . C e n ti, Un proccesso inventato di sana pianta. G. Cav a l l i n i , La struttura del dialogo cateriniano nelVedizione francese del 1913 e in quella italiana del 1968. Doctrina e inspiración: I. C o lo s i o , La infinita del desiderio umano secondo S. Caterina da Siena; T. S. C e n ti, UEucaristia nel pensiero e nella vita di S. Caterina da Siena; I. C o lo s i o , Umanesimo Cris­ tiano in S. Caterina da Siena?; G. D ’U r s o , Lo ebbrezza spirituale (o Sobria ebrietas) in S. Caterina; B. B o r g h in i , Caterina scrive ai monaci; G. M . C agn i, «Lume e foco», Risonanze cateriniane tra i Chierici di S. Paolo; E. M a z z o li, S. Caterina e gli lstituti Secolari. Bibliografía: T. S. C., II Messaggio di S. Caterina da Siena Dottore della Chiesa. Recensiones, I Discepoli, Distinciones. «L’Arbore della Carita». Año XXI-5-6 sept.-diciembre 1970. S u m a rio : L. M., Agli Amici. P a o l o PP. VI, II dottorato di S. Ca­ terina nella parola del Papa; L. T in ca n i, La dolce sposa di Cristo; L. B i a n c h i , II carattere dottrinale della santitá cateriniana nella iconografía quattrocentesca; G. C a v a llin i, S. Caterina da Siena, Dottore della Chiesa; E. Ducci, S. Caterina, sollecitatnce dtvolonth; R. S e n e c i, UEucaristia; L. M., II cuore trafito; R. S., La Ma­ donna; A . M. B a ld u c c i, Maestra di vita sociale; G. A n o d a l, il libro.

XXV

COMPLEMENTO BIBLIOGRAFICO B ib l io g r a f ía

I. a)

e spa ñ o l a selecta

*

Vidas

Biografías:

A n t o n io de l a P eñ a , La vida de la bienaventurada sancta Ca­ terina de Sena trasladada del latín en castellano por el R. P. Mtro. Fr. Antonio... (Alcalá de Henares, por mandato del Car­ denal Cisneros, a. de 1511). El mismo P. publicó más tarde otras ediciones de la vida de la Santa: 2. Vida y virtudes de la Bienaventurada Sancta Catherina de Sena, traducida de latín en castellano por el R. P. Mtro. Fr ... (Medi­ na del Campo 1569). 3. Vida y milagros de la gloriosa Sancta Catherina de Sena, tradu­ cida del latín en castellano por el R. P. Fr. ... (Salamanca 1574, editada posteriormente en Salamanca [1588], en Sevilla [a. ?] y en Mallorca [1617]. 4. I s a b e l de L la n o , Historia de la vida, muerte y milagros de Santa Catalina de Sena, escrita en octava rima, dividida en tres libros y dedicada a la reina Doña Margarita de Austria (Valladolid 1604). 5. P. B esa, Vida de Sta. Caterina de Sena (sin año ni lugar). 6. L ucas L o a r t e , Historia de la admirable vida y heroicas virtudes de la seráfica Virgen Santa Catalina de Sena, de la Tercera Or­ den de Sto. Domingo. Compuesta por el P. Presentado Fr. Lu­ cas ... (Madrid 1978). 7. Lorenzo Gisbert, prior del convento de los dominicos de Va­ lencia, publicó también una vida de la Santa, editada repetida­ mente en Valencia y otros lugares: la primera edición es del a. 1690; la 2.a lleva el siguiente título: 1.

* En este elenco somos deudores al P. Alvaro Huerga, Santa Catalina de Siena en la Historia de la espiritualidad hispana: II, Apéndice (bibliográfico), en: Teología espiritual 12 (1968) 403-419. Por razones de brevedad omitimos, amén de algunas publicaciones menos importantes en castellano, las hechas en latín y otras lenguas hispánicas (catalán, valenciano...), limitándonos a las de lengua espa­ ñola común. En dicho lugar podrá encontrar el lector otros detalles importantes, como, por ejemplo, las bibliotecas en que puede encon­ trar los antiguos ejemplares raros. (N. del Tr.)

XXVI

8. 9.

10.

11. 12.

13.

14.

15. 16. 17. 18. 19.

Vida portentosa de la seráfica y cándida Virgen Santa Catalina de la Tercera Orden de Predicadores (Valencia 1784). Se editó también en Gerona (no tiene año); y luego, revisada por el ‘ ’ en ®arce^ona> en 1867, y nuevamente corregida por Pablo Parassols, otra vez en Barcelona, en 1891. A. de C á c e r e s, Vida de Sta. Catalina de Sena (Jerez de la Fron­ tera 1696). S. G a r c ía , Admirable y prodigiosa vida de la seráfica y escla­ recida Virgen Santa Catalina de Sena, de la Tercera Orden de Penitencia,, que fundó Santo Domingo..., escrita por el M. R. P. Fr... (Salamanca 1729). Se hizo una 2.a edición también en Salamanca en 1791. D . C o rm en a T o lz á , Breve reseña de la vida y hechos heroicos de Santa Catalina de Sena (Barcelona 1803). A. de S a n d o v a l, Historia de Santa Catalina de Sena (Madrid 1890). P. A lv a r e z , Santa Catalina de Sena. Leyenda del Beato Rai­ mundo. Suplemento del B. Caffarini. Cartas de otros discípulos (Vergara 1892). Fue editada otras dos veces, igualmente en Vergara, los años 1915 y 1926. J o h a n n e s J o e r g e n se n , Santa Catalina de Sena, traduc. del danés (M adrid 1924). Se reeditó dos veces más en Buenos Aires (1943) y en Buenos Aires-Tucumán (1959). A p o s t o l a d o de l a P ren sa , Vida de Santa Catalina de Sena por un socio del Ap... (Madrid 1925). Fue editada otras tres veces (en 1943): la 4.a ed., adaptada por el P. F. Garzón, S.J., en 1954. J a cq u es L e c le r c q , Santa Catalina de Siena, trad. del francés (Madrid 1955). A. P a sq u a li, Santa Catalina de Siena (Zalla [Vizcaya] 1956). S. U n d se t, Obras escogidas. Santa Catalina de Siena, traduc. (Madrid 1958). . r ^ , E. A m ezaga, Morir, qué tentación (Vida de Sta. Catalina de Siena) (Bilbao 1963). . I. G io r d a n i, Catalina de Siena (coleccion «Gens oancta» >l) (Bilbao 1965). b)

Semblanzas:

20. D.

DE V a l t a n á s , Santa Catalina de Sena, en su EPu ° " eJ j £ mario de la vida y excelencias de Trf c% Patr‘arc,a¿ J u í mentó nuevo y de nueve muy esclarecidas Manetas (SevUa 155 ^ 2 1 . Id., Santa Catalina de Sena, en su Flos Sa”% Z 7 'nueTo y General de la vida y hechos de Iesu Chnsto Dios nuestro y de sus Sanetos (Sevilla 1558). Knnctorum —.. A. d e V illegas , Santa Catalina de Sena, en 22 (Madrid 1599). _ .. . _n -n píos Sancto23. P. DE R ib a d e n e ir a , Santa Catalina de Sena, en su tío rum (Madrid 1599).

XXVII

^ 25

Catalina de Sena, en su Año Cristiano (SaT C k v t } 2 r £ a re‘mPresa muchas veces). J- CtAvastón, La Regla que profesan las Beatas de la Orden erc*ra de Predicadores con la vida de Santa Catalina de Sena °lrj Sj m* , s Ae este estado, que han muerto en opinión de P v d’ M s■ ( ^ N T E S E Á, 158). . Vidal y Micó, Sacro Diario Dominicano, en el que se conJ í? j S v! de ^os Santos, Beatos y Venerables de la Orden de Predicadores (Valencia) t.I p .201-202. Anos cristianos de L. Calpena, Edelvives, J. Pérez de Urbel Juan Leal, José M.‘ de L knos/etc. d• AREZ^ Catalina de Sena, estigmatizada, en: Santos „lt na, a ^ rad°TS y VetvnM es de la Orden de Predicadores (Verf r a 1920) t. I p.439-464. BÁC,° 1 9 5 9 ) í 7 l p 2 ¡ i n¿ S de ^

II. a) 30.

31.

32. 33. 34. 35. 36.



M ° C rh tÍm 0 (MadrÍd>

Obras

Cartas:

Obra de las epístolas y oraciones de la bienaventurada virgen sancta Catherina de Sena de la Orden de los Predicadores... trasladadas del toscano en nuestra lengua castellana por man­ dato del Cardenal... Cisneros (Alcalá 1512). Ramillete de Epístolas y oraciones celestiales para fecundar todo género de Espíritus nacido en el ameno jardín de Virtudes todas el corazón de la Mystica Doctora y seráfica Virgen Santa Ca­ talina de Sena..., que mandó traducir a la lengua castellana de la toscana propia de la Santa el Eminentísimo Señor Don Fr. Francisco Ximénez de Cisneros (Barcelona 1698). Cartas de la Seráfica Santa Catalina de Sena, de la Orden de Predicadores t.I (Vergara 1910). S a n ta C a ta lin a d e S en a, Cartas espirituales (Selección: 42 cartas), trad. del italiano (Buenos Aires 1947). S a n ta C a ta lin a d e S en a, Sesenta Cartas Políticas (Buenos Aires 1950). Juan de Jesús M. A r a v a lle s , Tratado de oración (Toledo 1926). Id ., Tratado de oración (Madrid 1952): «donde se pone lo sustancial de seis epístolas escogidas de... Santa Catalina de Sena». b)

El “Diálogo”:

37. Diálogos de Santa Catalina. Traducidos de lengua italiana en castellana por el R. P. Fr. Lucas Loarte... (Madrid 1668). 38. Diálogos de Santa Catalina de Sena, nuevamente traducidos de los que en toscano publicó... Dalos a luz la Comunidad del Convento de Ntra. Sra. la Real de Atocha (Madrid 1797).

X XVIII

39.

Ltbro de la divina doctrina vulgarmente llamado «El Diálogo» de Santa Catalina de Sena. Reedición de la traducción de los rn ^ ? c" a> “echa por la Redacción de Misiones Dominica­ nas (r.^ Jaime Masip ), después de corregirla conforme a la edi._ critica de Matilde F i o r i l l i (Bari 1912) (Avila 1925). 4U. Obras de Sta. Catalina de Siena. El Diálogo. Introducción traducción y notas de A n gel M o r ta (Madrid, BAC, 1955) 41. S a n ta C a ta lin a de Sena, El Diálogo (Colección «Neblí»: Clá­ sicos de espiritualidad, 5) (Madrid 1956). c) 42.

43.

Tratado de la consumada perfección o Breve Diálogo de Santa Catalina de Sena; cf. n.38 «Diálogos de Sta. Catalina de Sena», editados por los PP. de Atocha (Madrid 1797). Este tratado es una «pequeña joya» de espiritualidad «debida ciertamente a algún discípulo de la Santa» (cf. edic. crítica de F. V a lli , en Studi Cateriniani, 1928). La consumada perfección. Diálogo Breve de Santa Catalina de Sena, edic. y comentarios de A. C o lu n g a , en La vida sobrena­ tural 1 (1921) 69-77; 309-317, y 2 (1921) 70-74. d)

44. 45. 46. 47. 48.

(Pseudo-Catalina de Siena): “Diálogo breve”:

Oraciones, elevaciones, fragmentos, meditaciones:

Obra de las epístolas y oraciones de la bienaventurada... (antes citada, cf. n.30), editada en Alcalá en 1512 por orden del Carde­ nal Cisneros. Contiene 24 oraciones. Ramillete de epístolas y oraciones... (citada también anterior­ mente, cf. n.31, y editada en Barcelona el a.1698): contiene 25 oraciones. S a n ta C a ta lin a de Sena, Pensamientos, edit. por Pedro Misc i a t e l l i , y traducidos del italiano por el P. J o sé C e r r o (Madrid 1925). _ Florecitas de Sta. Catalina de Sena, edit. por el P. In o cen cio T a u r isa n o , trad. del ital. por el P. J o sé C e r r o (Madrid 1928). Oraciones y elevaciones de Santa Catalina de Siena, por A ^ e l M orta , en Apéndice a la edición del Diálogo (Madrid, BAL,

49.

S a n ta C a ta lin a de Sena, Virtud de la Sangre de Cm/o (Frag­ mentos de las epístolas 57, 58 y 60), en La Vida sobrenatural 1 (1921) 233-234. r . , _ . 50. Meditaciones del Ven. P. Mtro. Fr Luis ^ Ganada de Santa Catalina de Sena y del B. Enrique Susón. Alimento ^pirttualy cuotidiano exercicio de meditaciones, recogidas y por el Maestro Fr. Juan de Rocaberti (Barcelona )• 51. A esta publicación siguieron otras de M e d i c i o n e s de Santa L talina de Sena; una en Mallorca (^33), anro en 1897) 1791, 1798, 1805 y 1836), tres en Madrid (1841, 1846y una en Barcelona (1878) y otra en París-]M6aco (1863■). 52 Un pequeño libro similar, que se cine sólo a P es el siguiente:

XXIX

Meditaciones de Santa Catalina de Sena, religiosa ^ orntnt^ >jpntnr los sagrados misterios de la Pasión de Ntro. Señor y . Jesu Christo, que es reimpresión (Salamanca 1795 ). Hay un ) piar en la Biblioteca del Convento de San Esteban de ciudad. 53. Ya en nuestro siglo se publica también el siguiente: Meditaciones para todos los días de la Semana, sacadas e as obras del V. P. Fr. Luis de G r a n a d a del O r d e n de predica­ dores. Van añadidas las de S a n ta C a t a l i n a d e 432) y del B. Enrique S u só n del mismo Orden (Madrid m ¿).

III. 54.

55. 56. 57. 58. 59. 60. 61. 62. 63. 64.

65. 66.

Estudios

V. J. A n t is t , Parecer del Maestro Fray Vicente Justiniano Antist, de la Orden de Predicadores, acerca de las imágenes de sancta Catherina de Sena (Barcelona 1583). Fue reeditado dos veces más en Valencia (1583) y Mallorca (1617). D o m in ic o s de A t o c h a , Prólogo a Diálogos de Santa Catalina de Sena... (antes citada, cf. n.38) (Madrid 1797) p.I-LXIV. P. A lv ar ez , Discurso Preliminar a Leyenda del Bto. Raimun­ do... (citada anteriormente, cf. n.12) (Vergara 1892) p.V-LXXI. A . G a r d e il , L o s dones del Espíritu Santo en los Santos Do­ minicos, trad. del P. Luis Urbano (Vergara 1907): «Don de entendimiento, Sta. Catalina de Sena» p .117-131. A . C o lu n g a , La perfección según Sta. Catalina de Sena, en La Vida sobrenatural 1 (1921) 69-77. I d ., El misterio de la Cruz y el verdadero apostolado según Sta. Catalina de Sena, en La Vida sobrenatural 3 (1922) 97-106 y 254-263; 4 (1922) 153-163. R. G u t ié r r e z , Introducción a Libro de la divina doctrina... (antes citado, cf. n.39: editado por el P. Taime M a s i p ) (Avila 1925) p.VII-LV. J. G o n z á l e z A r in t e r o , La perfección y sus grados según Santa Catalina de Sena, en La Vida sobrenatural 13 (1927) 226-246. I d ., Las escalas del amor y la verdadera perfección cristiana (Salamanca 1927): «Escala de amor según Sta. Catalina de Sena» p.109-130. P. A lv a r ez , Sta. Catalina de Sena, Dominica, abogada de las almas devotas del Sagrado Corazón (Vergara 1931). A. Rojo d e l P o z o , Santa Catalina de Sena, hija de la Iglesia, en La Vida sobrenatural 26 (1933) 319-327 y 398-405. Es la última parte de Tres insignes hijas de la Iglesia: Santa Teresa de Jesús, Santa Gertrudis la Magna y Santa Catalina de Sena, objeto de varios artículos ese año en dicha revista, publi­ cado luego con el título general, como tirada aparte de 108 págs., ese mismo año. I d ., Santa Catalina de Sena y el sentido litúrgico, en La Vida sobrenatural 27 (1934) 101-111. A. M e n é n d e z -R eig a da , El amor al prójimo según Santa Catalina

XXX

" 2 9 y ¡ na’ en

so^renatura¡’ 29 (1935) 341-349; 30 (1935)

Un alma de Acción Católica. Santa Catalina de Sena (Montevideo 1939). 68. I d ., Un alma de acción católica. Santa Catalina de Sena, Dominica, 3.a ed. (Barcelona 1964). 69. B. J im é n e z D uque , Santa Catalina de Siena y Santa Catalina de Genova, en La Vida sobrenatural 48 (1947) 252-358. 70. E. A s e n s io , El soneto «No me mueve mi Dios...» y un auto vicentino inspirados en Sta. Catalina de Siena, en Revista de Filología Española 34 (1950) 125-136. 71. F. B a rb a d o V ie jo , Obispo de Salamanca, Prólogo a la edición del Diálogo de la BAC (cf. n.40) (Madrid 1955) p.XXIIIXXXI. 72. A . M o r t a , Introducción a la misma obra y edición, p.1-172. 73. Id., Ideas capitales del «Diálogo» de Sta. Catalina de Sena, en La Vida sobrenatural 57 (1956) 81-95. 74. M. V. B e r n a d o t , Santa Catalina de Sena al servicio de la Iglesia, trad. del francés (Madrid 1958). 75. B. J im é n e z D uq u e , Tres Santas (Catalina Benincasa, Teresa de Jesús y Teresa del Niño Jesús), en Teología Espiritual 4 (1960) 291-295. 76. D o m in ic a s de O l m e d o , Santa Catalina de Sena, Qué dijo Dios al volver (Salamanca 1963). 7 7 . J. M . P e r r in , La Iglesia: una espiritualidad. Doctrina y acción de Sta. Catalina de Siena (Villava 1968). 78. A . H u er g a , Santa Catalina de Siena en la Historia de la espiri­ tualidad hispana. Ensayo escrito para la Positio del Doctorado de la Santa (p.318-409) y aparecido en Teología Espiritual 12 (1968) 165-228 y 391-419. 79. A . R o y o M a rín , Doctoras de la Iglesia. Doctrina espiritual de Santa Teresa de Jesús y Sta. Catalina de Siena (Madrid, BAC

67 •

A . M onleón

80.

Santa Catalina de Siena, Doctora de la Iglesia, en Teología Espiritual 14 (1970) 357-396. Id., El mensaje de Sta. Catalina de Siena, en Angelicum 48 (1971) 233-238. f r. . . .. . Id., L os dos mensajes de Santa Catalina de Siena, en La Vida sobrenatural 51 (1971) 93-101. T. U r d á n o z , Santa Catalina de Siena Doctora y educadora de la Iglesia en La Vida sobrenatural 51 (1971) 119-126. I d , Santa Catalina de Siena y Magisterio teologtco-espintual:

m inor, 1970).

81. 82. 83. 84. 85.

86. 87.

A . H u er g a ,

ibid., p.331-344.

^

7.

,

Id., Legado doctrinal y apostólico de Santa Catalina de Siena.

L.1 L óp e^ d e^ las H eras, La imagen de María en Santa Catalina de Siena, en Studium 13 ( 1 9 7 3 ) 249-279. hallicio en G. DELLA C r o c e , Catalina de Siena: soledad en el bullicio, en Revista de Espiritualidad 33 (1974) 59-67.

XXXI

IV. a) 88.

90.

Obritas devocionales:

S an A n t o n io M a r ía C l a r e t , Retiro interior según la enseñan­ za de Sta. Catalina de Sena, en su obra: Templo y palacio de Dios Nuestro Señor (Barcelona 1866).

b) 89.

Varia

Grabados:

T. V e s a c h , La vida de la seráfica Catalina de Sena. Reproduc­ ción en facsímil de los grabados de la obra en valenciano de T. V e s a c h , por R. M ig u el i P l a n a s , sin año ni lugar. S o c ie d a d e d it o r a de a r t e il u s t r a d o , Arte religioso. Colec­ ción iconográfica. Santa Catalina de Siena. Con una Introduc­ ción del P. L. F e r r e t t i y 32 reproducciones (Roma-Madrid 1924).

c)

Manuscritos:

Amén de algunos manuscritos latinos del Diálogo (del si­ glo xiv) y otro del Officium con la Vita o Legenda del Beato Raimundo de Capua, ambos en la Biblioteca Nacional de Ma­ drid, y otros antiguos en catalán y valenciano, son dignos de notarse los siguientes: 91. Tratados espirituales, Manuscrito procedente de la Librería de Felipe V, folio 95: «Epístola de Sta. Catalina de Siena» (Biblio­ teca Nacional, Ms. 74). 92. S a nta C a t a l in a d e S ie n a , Diálogo (Biblioteca de la Universi­ dad de Barcelona, Ms. 1152). 93. Breve de Clemente V I I I sobre las llagas de Santa Catalina de Siena (Biblioteca de la Universidad de Barcelona, Ms. 1008 f.192).

XXXII

CA T A LINA

DE

SIENA

REFORMADORA DE LA IGLESIA

I.

LA PRIMERA VISION Y LA CELDA DEL ALMA

En la Siena del trescientos, al pie de la colina de Camporegio con su casi precipicio, toda ella mechones verdes y henos selváticos, pero coronada por los muros de Santo Domingo, se extendía el corto Valle Piatta hasta la pen­ diente del otro collado, erizado de casas y dominado por la catedral blanquinegra aún en construcción. En el fondo del valle, la Fuente Branda (Fonte Branda)', riquísima y clara, vertía agua suficiente para toda la ciudad, y, en los altos atardeceres del verano, en medio del brillo de múltiples luciérnagas entre los granos olorosos, hacía un buen frescor y era un refrigerio estar allí sentados char­ lando y escuchando el gorgoteo plácido y perenne. Un poco más arriba, sobre la pendiente hacia Santo Domingo habitaba Jacobo Benincasa, tintorero bien famoso, con su mujer Lapa y sus hijos \ en una casa aislada, de color rojo oscuro, llamada “la Fulónica”, y bastante espaciosa para la familia que poco a poco había ido creciendo: 25 nacidos, de los cuales quedaban 13 supervivientes de edad muy variada. 1 Las primeras noticias sobre la Fuente Branda son de 1081. La construcción continuó en 1198 con las ampliaciones hechas por Bellamino, y, finalmente, la completó en 1246 Juan de Stéfano con tres grandes arcadas ojivales con almenas; la forma de la fuente no ha cambiado en adelante. Según Repetti, la mención relativa al 1246 procede del libro Entradas-Salidas de Biccherna, en el cual se trata de un pago hecho para reducir el agua en la nueva Fuente Branda y cerrar la fosa donde estuvo la vieja Fuente Branda. Cf. R e p e tti, Dizionorio geográfico físico historico de la Toscana, palabra «Mena». 1 Para más noticias sobre los padres de Catalina y sus a m i des, cf. R, pár. 23-24 (Ra la., I, p.3-6). En cuanto a ^ wcuuudtt de los hermanos de Catalina, cf. D rane, , b rjrrn. Siena e di suoi compagni (Siena 1911) c.l p .ll. En el Pro • dda en la susodicha ciudad, de Jacobo y Lapa, consortes legítimos y padres católicos y honrados...» Proceso Castellano pA l

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Alboroto, vocerío continuo, un crepitar de vida del a a a la puesta del sol; es difícil imaginar algo más borbollante que una prole senense similar, aunque los mayores esta­ ban ya casados: Magdalena, con Bártolo de Vannino, Bue­ naventura (la segunda mayor, a quien le habían puesto un nombre que para nosotros suena a masculino), con Nicolás de Juan Tegliacei3; Bartolomé, con Lisa de Golio Picco, llamado Castaldino, perteneciente al linaje de los Colombini. Y, además de éstos, Benincasa, el mayor de los hijos, y Nicolás, Esteban, Juana, Lisa, Ñ era... y la vigésima cuarta, nacida en 1347: Catalina, gemela de una Nanna \ Esta Nanna murió casi en seguida y al año si­ guiente vino a ser sustituida por otra Nanna, la vigésima quinta y última. Cuando Catalina tenía seis años, mamma Lapa un día le dijo: Tú y Esteban id a casa de los Tegliacci, los de vuestra hermana Buenaventura, y haced esto y esto... Los niños se fueron. Y mientras volvían a casa a la caída del día, en Valle Piatta la pequeña alzó los ojos hacia la iglesia, cuyo aspecto fortísimo y aéreo le atraía siempre, y vio, bastante más alto que el campanario, poblarse de figuras grandes y brillantes el cielo rosicler del ocaso: aparecieron Nuestro Señor Jesucristo, vestido de gran majestad, más que de obispo, con tres coronas sobre la cabeza y un manto rojo, justamente como vestía el papa, y a su lado estaban, también en una gran luz, San Pedro, San Juan y San Pablo5. La niña permaneció inmóvil, a pesar de que Esteban se volvió y la llamaba; sólo comenzó a caminar cuando la visión desapareció, mientras el hermano, mayor, volvía ... cuanto a este matrimonio y el influjo de Buenaventura sobre Nicolás, cf. R24 (Ra la., I, p.5). 4 Cf. R 26 (Ra, la., II, p.7). La fecha del nacimiento de C atalina esta probada por el estudio de E. J o r d á n en An. Boíl., X L p.365-411T Si ^ í ? 2-’ P-10); cf- también C a f f a r i n i , Supl.. I (SCaf, lj p.343s). Caffarini, sin embargo, pone el episodio a la edad de anco años. En cuanto a su hermano Esteban, cf. L a u r e n t , A lcu n e nottzie p.373s, dt. en el Proceso, p.423 nota 1.

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atrás a cogerla de la mano. Había sido un gran momento. Catalina había visto la Iglesia en su valor más alto y más esencial y la visión le había inspirado una felicidad estu­ penda. Con el tiempo aquel efecto debía mantenerse, dan­ do a la vida de Catalina una impronta indeleble y un significado misterioso, práctico y decisivo.

Un pequeño ser de seis años se transformó en un ex­ traño personaje que razonaba, oraba, era consciente de muohas cosas y a sus siete años formuló el voto de perpe­ tua virginidad 6. De aquí nació para ella la dificultad de insertarse nue­ vamente en el conjunto alegre y caprichoso de los fami­ liares, los ouales, comenzando por mamma Lapa, al verla tan piadosa y devota, primero lo tomaron con gusto, des­ pués se preocuparon, la maltrataron un poco y le hicieron discursos aptos para atraerla de nuevo a esta tierra. Entre los seis y siete años una mañana se fue a la co­ cina, tomó consigo un pan por precaución suma, porque tenía en la mente hacer lo que ahora veremos. Se puso en camino hacia la casa de su hermana, la casada Tegliacci, no lejos de la puerta de San Ansano. Pero no se paró allí; al contrario, cruzó la puerta de la ciudad (y nunca había estado fuera de sus muros hasta entonces), no vio más casas y se imaginó finalmente haber llegado a los confines del desierto. Por narraciones oídas, o por revelación divina ’, había conocido los hechos de los Padres eremitas de la soledad del desierto, y su deseo era imitarles. Encontro, pues, una gruta que le agradó y tomó posesion de ella con viva alegría y con gran simplicidad. • R 35 (Ra la., III, p.l5s). Sobre la profunda aspiración de Catalina a la virginidad, cf. también Supl. I, P^r-4: m0rtal» simo, Vos sabéis que no he deseado ni querido jamá po ^ ^ R M ^ R a ^ i . c , p .ll); el episodio de la gruta está, en cambio, en el pár. 33 (Ra, l.c., p.13).

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Mas al caer la tarde, el recuerdo del padre y de la madre le inspiró una preocupación: ¿y si estuvieran ape nados?... ¡En esto, por ejemplo, no había pensado! Te­ miendo que sus padres la creyeran perdida” renuncio al sueño eremítico y se puso a correr hacia casa: la luz declinaba, el camino era largo para sus piececitos des­ calzos, y, sin embargo, en un santiamén llegó a casa y no contó nada a nadie; es más, no habló más, ni siquiera consigo misma, de un ideal tan bello, tan grande. ¡Y en casa, algo bien diferente del desierto! El papá Jacobo mezclaba colores y teñía y batía lanas del alba al ocaso; los hermanos grandes le ayudaban; mamma Lapa enjuagaba, cocía, servía y mandaba, rodeada de las hijas grandes; y luego, bajando, una hilera de cabecitas viva­ rachas que no se paraba nunca, que rompía, que chillaba, que alborotaba, que se peleaba, todos gente viva, sieneses de charla pronta... Suerte que la casa no era pequeña y estaba un poco aislada al pie de la colina; y, por lo demás, si faltaba el recogimiento, Catalina tomó bien pronto una revancha muy especial. Hacía tiempo había comprendido que, aun en medio de la bulla, podía encontrar una celda siempre silenciosa y abierta para ella: la celda del alma; y ahora le parecía llegado el tiempo de reforzar y asegurar más aquel refugio. “En la escuela del Espíritu Santo comenzó a comprender que era necesario reservar al Creador toda la pureza del cuerpo y del alma; por ello no anhelaba otra cosa que conservar la pureza virginal” ’. Y consideró que la Santísima Madre de Dios había sido la primera en instituir la vida virginal y dedicar al Señor con voto su virginidad. Por esto recurrió a Ella para mantenerse pura. “A los siete años — nos dice su biógrafo— estuvo ca­ pacitada para meditar en este voto tan profundamente cuanto habría podido hacerlo una mujer de setenta años” l0' R34 (Ra, l.c., p.l3s). * R35 (Ra, l.c., III, p.15). Id., l.c.; cf. también Proc., p.116 pár.15.

Después de muchos días de oraciones y de reflexiones es­ pirituales, se encontró en un lugar escondido, donde nadie podía oírla, se arrodilló, oró larga y humildemente a la Virgen y se comprometio con voto a guardar la virgini­ dad perpetua. Había alcanzado la primera etapa: estaba puesta la pie­ dra angular. Ahora era necesario construir; Catalina puso manos a la obra. Con destreza y desenvoltura asombrosa para sus siete años, puso en práctica un método ascético más o menos completo: se mortificó en la comida y en la bebi­ da, privándose de la carne y del vino; prolongó y acrecen­ tó las disciplinas “, y favoreció en sí el nacimiento de un marcado interés por las alm as. Entretanto vino a saber que Domingo, el fundador de los hermanos blanquinegros, que predicaban y cantaban en la iglesia grande sobre la cima de la colina, había jus­ tamente fundado su santa Orden como instrumento para la salvación de las almas '2; así que se encendió en ella un ardor incontenible de hacerse también ella dominica, y se puso a soñar en disfrazarse de hermano blanco y mar­ char lejos a convertir pecadores e infieles. 11 En cuanto a las prácticas ascéticas de Catalina, cf. R 31 y 38 (Ra. l.c., III, p.17 y VI, p.34s). Toda esta intensidad de vida espi­ ritual permanecía, sin embargo, oculta a los ojos del mundo, según nos lo atestigua Caffarini: «Cuando aún era niña y se daba cuenta de recibir del Señor visiones y revelaciones..., y habiendo también hecho el voto de virginidad con admirable claridad y prudencia, sin embargo, mantuvo todo en secreto dada la condición en que tenía que vivir, y no sólo llevó una vida solitaria por largo tiempo, sino que también mantuvo por muchos años el silencio. Además, conti­ nuando penitencias inauditas, las mantenía escondidas lo mas posi­ ble...» Proc., p.116 pár.202-5. , , n .. IJ R 38 (Ra, l.c., p.l7s); cf. Proc., p.35 pár. 15-20, donde Catalina exhortaba a sus hermanos dominicos a imitar al Fundador, sobre todo en el celo y en el deseo de la salvación de todos los pecadores, y a que de todas maneras se mantuviesen en la celda de la mente. Esta exhortación, propia de su madurez, tenía raíces eviden hasta en su lejana infancia, y es hermoso destacar esta sen dad espiritual.

He aquí, pues, un engranaje ascético completo en to­ das sus partes, y en virtud del mismo se acrecentaron los sacrificios en la comida y en el sueño: la pequeña tomo la costumbre de dormir sobre unas pocas tablillas de ma­ dera, dispuestas por ella a modo de tarima. En medio de las pruebas de amor que daba al Señor, los días transcu­ rrían, la oración florecía a maravillas, y hasta las fuerzas del cuerpo se robustecían; cuando tuvo doce años, se le formó en torno todo un juego de intereses prácticos de parte de su familia. Por el trescientos, en aquella Siena vivaz, aguda y agradable, madres y padres se preocupaban por sus hijas y preferían verlas bien pronto comprometidas o sin más casadas antes que fluctuantes en el enjambre de las coe­ táneas: por las calles de la ciudad se formaban cuadrillas pródigas hasta en demasía... La familia de Jacobo era só­ lida y Lapa se interesaba en ver a Catalina como a las otras muchachas en la vía del matrimonio. Mas, cierta­ mente, no lo estaba con aquel aspecto suyo un poco sel­ vático, que se podía disponer bien; era necesario que se engalanase y se hiciese bellau. Por su natural no era guapa ni fea; tenía un semblante fino y los ojos grandes, oscuros y luminosos; pero sus cabellos caían en desorden o estaban apretados a la nuca como un fastidio. Era pre­ ciso peinarse y vestirse mejor, puesto que en casa había abundancia de lanas bien teñidas, que parecían fuegos o blandas nubes blancas: se podía escoger por mérito de Jacobo y de todos sus ayudantes, hijos y obreros. Lapa no comprendía por qué Catalina, a l v e r a aque­ llos pobres obreros, huía como si fuesen demonios; y se puso a conspirar con Buenaventura, su segunda hija, ca­ sada con Nicolás de los Tegliacci, a fin de que e n s e ñ a s e a Catalina. Y comenzó una contienda que e s e n c ia lm e n t e era toda amor materno y fraterno; pero que no c o n v e n ía a los sentimientos profundos de la protagonista. ¡Qué m i­ núscula protagonista; pero cómo sabía su actuación! Desu Cf. también para lo que sigue, R 41-43 (Ra, l.c., IV, p.20ss).

de aquel momento se estableció en ella un dilema: ¿sería descortés con su madre y su hermana o más bien se deja­ ría vestir y acicalar al modo de ellas? Por humildad, la adolescente escogió lo segundo y Buenaventura se le de­ dicó con afecto. Mas, ¡ay!, esta involuntaria —tan invo­ luntaria— huida de los cánones de una mortificación in­ tegral quedará como un baldón devorador en toda la vida de Catalina, maestra de almas, consejera de papas y prín­ cipes, y diplomática internacional. Veinte años, y más tarde aun, se desarrollaran coloquios sorprendentes con el confesor: —Pero tu — dirá éste— no quisiste seducir, ni enga­ ñar, ni complacerte en ti misma... — No. —Y entonces, ¿qué pecado cometiste? Y la Santa explotará: ¡Oh Señor mío, qué padre espi­ ritual me encuentro, que excusa mis pecados!... La San­ ta, pues, llorará por esta su supuesta disipación lágrimas de una augusta tristeza. Mas por ahora sufre las atenciones estéticas de la fa­ milia, a las cuales se une de parte de los otros la búsque­ da de un candidato conyugal. Aquí ya el dilema se tra­ duce en conflicto y Catalina se desfoga sollozando con su confesor fray Tomás della Fonte, pariente un poco mayor que ella en edad, quien quedara pronto huérfano y cre­ ciera también en casa de Jacobo y de Lapa, entrado des­ pués en el convento de Santo Domingo y convertido casi automáticamente en confesor de la muchachals. Esta, cin14 Catalina continuaba diciendo: «¿Debía acaso, Padre, esta miserrima y vilísima creatura que había recibido tantas gracias de su crea­ dor, ocupar su tiempo en adornar su podredumbre por consejo de un mortal cualquiera, en vez de en los trabajos y en ganar méritosr o creo que no hay infierno suficiente para castigarme, si la bonaa divina no obrase misericordiosamente conmigo» (cr. Ka, l.CM > p.22). Y añade Caffarini, por testimonio * que, si su confesor no la hubiese conocido, hubiera P90*1 rea, porque ella se acusaba en las confesiones de tal m o q poa creer que había pecado, cuando había adquirido mérito . P “22 P ^ e f ^loquYo r a Í Fr. Tomás y el episodio consiguiente

co o seis años antes, en el coloquio ardiente que , mo la Santísima Virgen, rogó ser esposa de Cns o. puede pensar en bodas terrenas? Y fray Tomás le aconseja: . . . . _ — Puesto que quieres absolutamente servir > muestra tu firmeza; córtate los cabellos y entonces a gen te de la familia acaso se sosiegue... Es como invitar a beber a la cierva sedienta. Catalina coge las tijeras y llena de júbilo se corta al raP® ° 10~ sos cabellos, pérdida de tiempo y turbación e a con ciencia; después se pone una toca y se presenta tranquila a cumplir las faenas de casa. Sólo que el inesperado cubrecabeza no corresponde a ningún canon de la moda corriente y no agrada en abso­ luto a Lapa: ¿Qué clase de arnés es éste? Mentiras no se pueden decir y Catalina susurra algo a su modo, lo mejor que puede; pero Lapa es mujer enér­ gica, se acerca a ella y le descubre la cabeza con senci­ llez; después abre en redondo sus ojos desesperada y da un grito: ¡Qué has hecho, hija! Catalina recoge el gorro y desaparece, mientras Lapa permanece chillando, de modo que los de casa acuden to­ dos, vienen a enterarse de, todo y, apenas encontrada la culpable, atacan: —Vilísima mujer, te has cortado los cabellos; ¿crees que no harás lo que queremos nosotros? A despecho tuyo te volverán a crecer y, sin que se te rompa el corazón, to­ marás marido, y no tendrás descanso hasta que no hayas hecho como queremos nosotros. Después comienzan las sanciones: fuera la criada; Ca­ talina la sustituirá; cumplirá las hazañas grandes y no ten­ drá más tiempo para los caprichos místicos. Increíble, pe­ ro perfectamente verdadero: en el fondo de esta persecucf. R 47-49 (Ra, l.c., p.24ss). Fray Tomás, habiendo quedado huér­ fano, h ab ía creado en casa de los Benincasa, y después h a b ía abrazado la vida religiosa. Su hermano Palmieri se había casado con una ae las hermanas de Catalina, cf. Supl. III, IV, pár.l (falta en la edición española).

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ción hay todo un pobre amor muy miope y organizado. Catalina se separará de Cristo porque no tendrá más tiem­ po para pensar en El y se hastiará acaso de tantas burdas fatigas; por consiguiente, preferirá casarse. Estas son las intenciones de sus buenos —a su modo— y afectuosos hermanos, a quienes preside la aprobación paterna y materna... y frente a los cuales Catalina toma en pleno aquel su desquite del que hemos hablado, y que es servicio y reina, poema y santidad. Constreñida a vivir en el estruendo de una cocina como la de su casa, donde entre humos y basuras, murmullo de ollas y de voces y molestias de niños hay que terminar tontos, ella, sedienta sólo de Dios, hambrienta de amor, encuentra en seguida el remedio: “por inspiración del Espíritu Santo se cons­ truye en el alma una celda secreta de la cual se impone no salir nunca al mundo por cualquier motivo” “. Bienvenidos asador, escoba, vejámenes y mofas: ¡bien­ venidos!... Todo será estimable para servir mejor al único Señor de la celda secreta. Y a lo largo de toda su vida Catalina enseñará: “Haceos una celda en la mente, de la cual no podáis salir nunca” ". Mas justamente de esta celda saca una sabiduría feliz y logra perfeccionar su aceptación y su obediencia. Debe servir y sirve contenta. Pero para servir más contenta es­ tablece todo un maravilloso juego de personificaciones, o, digamos mejor, de representantes. He aquí que el maestro Jacobo, bueno y simple como es, representa a Jesucristo, y la buena Lapa simboliza a la gloriosa Virgen María; y Catalina, sirviendo a su padre y a su madre, sirve a Jesu­ cristo y a Nuestra Señora. Los hermanos, así como los otros de la familia, se transforman en apóstoles y discí“ R 49 (Ra, l.c., p.27). Raimundo cuenta haberlo experimentado él mismo. Asimismo Caffarini en el Proceso dice como at: a exhortaba a sus más queridos discípulos a j*rmanecer en ... del alma: «Stemus, stemus in celia». P w ., p-302 • «(Dios) ia enseñaba a no salir nunca de la celda de de sí; sino que, en cualquier tiempo y lug“ Que es , liese jamás de aquella celda» (Proc., p.302 parJ};. 17 R49 (Ra, l.c., p.27).

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s, y su hermana les sirve con una tal espontaneidad unfaí*’ <íue aquéllos se miran entre sí y se quefmK • ®ad°s- Entre tanto, el efecto final es que el ajo resulta una dicha y el pensamiento siempre está ocupado en los misterios de la Sagrada Familia y de la Santísima Humanidad. Con esto los familiares se sienten vencidos; pero apa­ rentemente no deponen las armas. Reducidos a beneficios uranos, se mantienen en el “¿quién va?”, mas sólo de P a ras. De cuando en cuando se acaloran al ver a aquel an&e ’ Que hubiera hecho feliz a cualquiera, tan resuelto a encerrarse en un convento, y entonces lanzan contone­ as. Catalina inclina la cabeza y se entretiene firme más que nunca dentro de la celdita invisible... Llega el día en que la palabra de orden circula por la casa de Jacobo y de Lapa; se la dicen primero a media voz, despues abiertamente: ¡Hemos sido vencidos verdaderamente!

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II.

LA «P L E N IT U D DEL ESPIRITU >

Y después tiene lugar la segunda revancha de Catalina, precedida de un sueño animador. Ve, en efecto, reunidos en magnífica asamblea, a mu­ chos padres y fundadores de Ordenes, y entre éstos a Do­ mingo de Guzmán; y mientras cada uno la invita a su propia Orden, Santo Domingo va a su encuentro, teniendo sobre su brazo el hábito de las hermanas llamadas de la Penitencia, que son muy numerosas en la ciudad de Siena, y le dioe: “Dulcísima hija, ten ánimo; no temas ningún impedimento, porque, como deseas, vestirás ciertamente este hábito” '. Las hermanas de la Penitencia no tienen la obligación de vivir en común y, no obstante, están realmente unidas, no sólo por el vestido blanco y negro, sino por el espíritu dominicano, viviendo cada una en su propia casa. De la visión, Catalina saca una alegría sin par. Ese mis­ mo día, llena de audacia, reunidos los familiares, tiene una especie de sermón que su primer biógrafo nos transmite por entero y que podemos resumir así: “Habéis hecho tan­ to para hacer que me despose con un hombre de este mun­ do...: sabed que yo me he prometido por esposa a Jesu­ cristo desde que era niña; no por capricho, sino tras una larga reflexión y con voto. Ahora, pues, si queréis que me quede aquí para serviros, lo haré; si me echareis fuera, tengo a mi Esposo, que es bastante rico y poderoso, que hará que no me falte nada”. . ' R 53-54 (Ra, la., V, p29ss), también P*«»Jo qi* i visión que Raimundo sitúa claramente en este período, la retí _ bién Caffarini, que, sin embargo, parece como asoaaría i» anteriores: según Caffarini, aparecieron sólo Santo Domingo y Francisco: cf. Supl. I, I, 3 (SCaf I, p.344).

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Esta es la primera vez que Catalina habla claro. Antes de hoy ha sido silenciosa y tímida, y no ha osado nunca explicarse a sí misma con los familiares, los cuales ahora, padre, madre, hermanos y hermanas, todos a coro p e r m a ­ necen atómitos y prorrumpen en llanto; en este momento sienten de verdad cuán bien la quieren. Para decidir está el padre, el cual es un hombre santo, teme a Dios y toma la palabra definitiva: “Dios nos libre, dulce hija mía, de contradecir en modo alguno a la Divina Voluntad... No nos dábamos cuenta; pero ahora lo sabe­ mos con certeza: de aquí en adelante te dejaremos en paz en tus santas obras, y no impediremos más tus buenos ejercicios... Ruega mucho por nosotros...”; y vuelto a su mujer e hijos: “Ninguno se atreva a ponerle impedimen­ tos; dejad que sirva como le agrade a su Esposo y ruegue por nosotros incesantemente” \ Es la victoria, pero es necesario concretarla: ¿qué hay que hacer para entrar en las “Hermanas de la Peniten­ cia”? 1 En la espera, Catalina refuerza su preparación, que, si no estuviese documentada minuciosamente, podría parecer irreal; mas, por el contrario, es historia segura. Reduce el alimento y el sueño a dosis de leyenda: no duerme más de una hora de las veinticuatro; y en cuanto al alimento, deja gradualmente todo lo cocido, excepto el pan; esto es, se nutre de hierbas crudas y de algún fruto, y de los quince años en adelante se priva aun de aquel resto desco­ loridísimo de vino aguado que se permitía: ¡agua, agua sola! Mas esto no basta; no dormirá más en el lecho, sino sólo en tierra o sobre aquel minúsculo entablado que ha ajustado por sí misma, usando clavos y martillo; y las ho­ ras del día... con esto harán juego digno a un sueño como aquél. Vestirá toda de lana, siempre, y sustituirá los cili... haya sido el padre quien dispuso que la familia dejase ubre a Catalina en su vida anterior, lo dice también claram ente Caffarini, Supl. I, 1, anot. B (cf. SCaf I, p.344). Respecto de las «Hermanas de la Penitencia», llamadas comun­ mente «Mantelatas», cf. R 77-79 (Ra, la., VII, p.41ss).

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cios. pót amor a la limpieza aun externa que le agrada mucho, por una cadena de hierro. Se la ajustará al cuer­ po y tan estrechamente que tendrá casi roja la piel. Y lue­ go las disciplinas, que serán largas, hasta de hora y media cada u n a 4. En total un cuadro que nos deja pensativos. Con nues­ tro modo actual de ver, alguno, sin duda, se preguntará: “¿Y por qué?” Pues bien, hay una razón, y una razón augusta: uno de aquellos motivos íntimos que se encuen­ tran raras veces en los inseguros senderos humanos: la “plenitud del espíritu”. Palabras que nos dice tal cual el confesor de la Santa, su primero y básico biógrafo, Rai­ mundo de Capua: “No debes de creer (lector) que por una cualquiera pericia natural, experiencia o costumbre, haya ella podido llegar de algún modo a aquel estado, ni debes de creer que ciertas cosas las puede poner en prác­ tica cualquiera. Son demasiado extraordinarias, y son más bien el resultado de una plenitud de espíritu que de un ejercicio o costumbre de abstinencia”. Igualmente nos explica Raimundo de Capua que “la plenitud de nuestro espíritu redunda en el cuerpo”, por­ que “mientras aquél se alimenta, éste sostiene más fácil­ mente el estímulo del hombre” 5. Y nosotros podemos pro­ fundizar en el modo, la razón íntima de tal predominio 4 Catalina confesó a Raimundo no haber encontrado tanta difi­ cultad en n in gu n a cosa como en vencer el sueño. Comía en su pro­ pia celda y cada vez, antes de tomar aquel poco alimento que se concedía, lloraba. Desde la edad de quince años en adelante no bebió vino. Bien conocido es el ayuno de cincuenta días que practico, y la costumbre que tenía de servirse de un tallo de hierba para expul­ sar del estómago el jugo de las hierbas que masticaba por todo ali­ mento: cf. R 44, 58-59, 61, 83 (Ra, la., VI, p .25-37; V, p l25ss). En cuanto a la cadena, cf. también Proc., p.61 par.35. Caffarini dice así: « ...h e visto en Siena una disciplina de la virgen, muchas cuer­ das tenían en su extremidad puntas de hierro para herir la carne he visto también un cinturón de hierro, que usaba ella en aque pe­ ríodo... y también una cadena de hierro, con cruces de hierro inter­ caladas, que la virgen llevaba a sus costados...; y he visto en que la virgen se servía siempre de tablas como lecho, sea qu viese sana, sea que estuviese enferma» (Proc., p • P* pár.5-20). 5 R 60 (Ra, la., VI, p.35).

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del espíritu sobre las facultades fisiológicas en Catalina, puesto que existe una señal particular, esto es, el modo mismo en que Catalina sabe darse al Señor. Es en verdad la totalidad de la entrega la que suscita y concreta la ple­ nitud espiritual. Catalina es integral. Su donación a Dios tiene lugar se­ gún una totalidad de oferta que raramente nos es dado encontrar. Plenitud y vehemencia de donación: plenitud y vehemencia de adhesión a la voluntad de Dios de parte de la voluntad de Catalina, la cual, como puede, lo mejor que puede, más allá de las posibilidades humanas y según los favores sobrenaturales extraordinarios, se empeña con la gracia en la medida más atrevida. Tal es el movimiento inicial que cualifica su ascesis y se pone a la base de toda una vida. Esto explica muchas cosas. Aquello que a nosotros pue­ de parecemos desfasado o de todo punto inverosímil en la ascesis de la muchacha de quince años, no es otra cosa que el reflejo práctico, irresistible, de la plenitud del es­ píritu. El elemento que a nosotros podría parecemos para­ dójico, pertenece a la lógica de Dios, que es superación de nuestros códigos y de nuestras posibilidades. Por el he­ cho mismo que todo se desarrolla aquí en una zona privi­ legiada de supematura, la inversión del canon natural vie­ ne a ser lógica y casi inevitable. La nota que nos impre­ siona ya desde el principio en la ascesis de Catalina es un “quid” de perentorio, de necesario e inaplazable que se mantendrá después, por toda la vida, y servirá de base y explicación a los aspectos humanamente inexplicables de la misma. La concatenación de paradojas por las que una muchacha del pueblo, analfabeta, enviará mensajes a pa­ pas, reyes, cardenales, damas ilustres, diciendo y repitien­ do “voglio” (“quiero”), está ya aquí en germen en este ímpetu suyo, en este lanzarse al Amor, que la muchacha ejercita por concesión extraordinaria de Dios y con resolu­ ción inaudita. A sus trece, catorce años, se arroja a lo sobrenatural cotidiano con un gesto irresistiblemente de16

clsivo, sin ninguna sombra de discreción, moderación o estorbos semejantes: nada puede detenerla ni amenguarla. Imperiosa consigo misma por el amor de Dios, se diría que le fue concedido de lo alto venir a ser imperiosa con los otros y con el Amor mismo; y este particular será du­ rante toda su vida la contraseña permanente y más sor­ prendente de su santidad. Séanos permitido anticipar una glosa histórica, o mejor historicista, a las reflexiones que estamos haciendo: lo que hace más fascinante aún el valor de esta ascesis y de los dones místicos que la potencian, transfiriéndola a grandes alturas, es una suerte de feliz entonación ambiental. El tono de Catalina está en consonancia perfecta con el es­ tilo de su siglo y corresponde en armonía de luz y de san­ gre a la violencia con que sus contemporáneos aman y odian. Pero hay más: no corresponde, ni corresponderá so­ lamente en sentido positivo al tono de la sociedad que rodea a la Santa, sino que señala la inversión necesaria para aquella misma sociedad: el reclamo, la contraorden indispensable al período histórico en que vive y vivirá. Por­ que el tiempo de Catalina es en una medida temerosa tiem­ po de contradicción y disgregación, es marasma senil, en el que las energías corruptibles se desintegran en podre­ dumbre. Pues bien, contra esta diseminada confusión de culpas y de demonios ningún otro reproche, ningún otro mandato de detenerse podrá ser eficaz cuanto aquel que la virgen senense pronunciará con su entrega sobrehumana e irrevocable, traducida en amonestaciones de fuego, pe­ rentorias también ellas frente a los traidores de Dios, co­ mo es perentoria en ella su total entrega a Dios hasta la locura aparente y a lo que parece imposible. Y si existe, digámoslo también — y lo repetiremos— en nuestra his­ toria lejana o próxima, una nota de actualidad para nues­ tro tiempo, enormemente tentado de contradicción y dis­ gregación, y tan semejante por ello al trescientos eclesial e italiano, si existe un reclamo válido que nos pueda llegar 17

del pasado, entonces esta voz de la virgen sienense lo es ciertamente. ¡Ay!, que junto a tantos esplendores está, toda amor y vigilancia, mamraa Lapa, la cual por ahora a la verdad no entiende nada de ello. Y al ver a la hija ayunar de aquel modo, al sorprenderla que duerme en el entablado, clavado lo mejor posible, se siente dominada de una negra deses­ peración: “ ¡Hija, te veo ya muerta! ¡Cierto, cierto así te matas! ¡Pobre de mí! ¿Quién me ha robado a mi hija? ¿Quién me la manda tantas desgracias?” “Y la vieja es­ cribe el biógrafo6— añadía lamentos a los gritos y hacía acciones de loca: se arañaba y se mesaba los cabellos co­ mo si viera ya a la hija tendida muerta a sus pies. La ve­ cindad andaba desconcertada y era un correr a ver qué nueva desgracia habría acontecido a la vieja Lapa” . Cuando después la ve extendida sobre el lecho de ma­ dera, sobre aquella cruz que no tiene siquiera el honor de tener forma de cruz, Lapa la aferra y la arrastra consigo a su alcoba y la obliga a echarse en su lecho. Catalina se hace pequeña y se arrodilla: “ ¡Sí, mamá, haré como vos queréis!” ; después se acurruca sobre la orilla de la cama grande sin cesar de orar... y, cuando la madre se ha dor­ mido, se levanta silenciosa y vuelve a su ejercicio de ora­ ción \ Bien. Mas si el amor de una santa es indómito, el amor materno es tenaz: he aquí dos afectos en contraste y una inocente estratagema excogitada por Lapa: para distraer a su niña — que tal sigue siendo para ella— piensa y repien­ sa tiernamente hasta encontrar finalmente una solución... modernísima: llevará a Catalina a una estación balnearia. Seguro. En Siena ya en pleno Medievo abundan las aguas termales, cálidas y sulfurosas, y en torno a las fuen­ tes existen o son excavados vallejos y piscinas rústicas; en resumidas cuentas: pequeños lagos de arcilla ardientes ba­ jo el desplome del sol... El resto de las comodidades es * R 67 (Ra, l.c., p.39). R 68 (Ra, l.c.). a . también D rane, III.

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fácil de reconstruir dados los viajes y las facilidades de alojamiento en uso entonces. Nos hacemos una idea leyen­ do lo que el señor de Montaigne, recorriendo la región de Siena y Viterbo 225 años después, anota en su agenda de viaje —por lo demás con viva simpatía y gratitud por la cura llevada a cabo— respecto de aquellos vastos charcos de fango borbollante en beneficio de la humanidad. El baño elegido por Lapa es el de Vignoni', en Val de Orcia, llamado así por el castillo vecino, muy frecuentado en el trescientos: uno de los más brillantes de entonces y por muchos años mas aún. A su tiempo vendrá también a curarse aquí Lorenzo el Magnífico. Catalina, pues, a los baños al lado de su óptima madre Lapa. No sabemos hasta qué punto ésta haya atendido se­ riamente a la curación, que proclamaba necesaria, de sus viejos dolores reumáticos, y cuánto, por el contrario, haya puesto en escena una tal urgencia a fin de apartar a Ca­ talina del mundo cerrado de sus misterios ascéticos y dis­ traerla un poco. Catalina a los baños. Catalina en la playa bajo el sola­ zo, vestida de lanas. Y he aquí que pide a la madre una gracia que no le puede negar: se bañará, sí; pero cuando todos los otros se hayan bañado y se hayan ido. Hasta aquí Lapa deberá condescender. Y entonces he aquí el desquite secreto que la muchacha se toma y que la madre real­ mente no comprende en el acto. En el laguito, vacío de gente, entra Catalina y escoge aquellos puntos que más le agradan; esto es, un canal donde desemboca directa la corriente sulfurosa y el agua está tan caliente como para ' R 69-70 (Ra, la., VII, p.41s). Vignori es una localidad sobre un altozano muy próximo a la Rocca o Fortaleza de Orcia. E l «tan­ que de las aguas termales está en la plaza del pueblo, y mide 87 por 47 brazadas; está rodeado de casas por tres lados, el cuarto esta atravesado de un puente sobre el cual se levanta una capillita, donde Han sido encontradas inscripciones dedicatorias de la época romana. Esto atestigua la antigüedad de los baños. Otro documento relauyo a las termas es del año 1334; es una alabanza de Simón londi trente a los Nueve del gobierno sienés. El primero que ha descrito a dad de un modo exhaustivo es Jorge Santi. Cf. R e p e t t i, p «Vignoni».

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quemarse. Tal es el punto acomodado para eua. , ,r , v mamma nece allí chapoteando con una alegre sonnw j Lapa la está mirando, satisfecha de que finalmente se traiga un poco... Muchos años después Catalina con a su confesor textualmente: “Mientras estaba en e agua pensaba continuamente en las penas del infierno y e pur gatorio, rezaba al Creador ofendido tanto por mi que se dignase conmutarme, en aquellas penas que Pa ecia vo_ luntariamente, las otras que yo sabía haber merecido, uesto que esperaba con certeza habría recibido la gracia de su misericordia, todo aquello que sufría se me convertía en un placer y tampoco me quemaba, no obstante el dolor que sentía” ’. Ciertamente, sin preverlo ella, preparaba para los siglos una demostración práctica de más, respecto de lo que pue­ de acontecer en “la plenitud del espíritu”.

No sabemos bien si mamma Lapa, al abandonar la ele­ gante estación balnearia, se mecería aún en la ilusión de haber vuelto a su hija a los senderos de la vida común; pero es lo cierto que, entradas ambas de nuevo en Fontebranda y reemprendido el curso cotidiano de la convi­ vencia familiar, cualquier esperanza en este sentido debió desvanecerse. Catalina era la misma, y el zambullido en la mundanidad termal no había servido de veras para nada. * R 70 (Ra, l.c., p.42); cf. también Proc., p.123 pár.5-10.

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III.



Mas poco a poco Catalina vence. He ahí el día en que Lapa misma, movida y sacudida por las súplicas e insis­ tencia, se encamina hacia las Dominicas de la Penitencia, llamadas “Mantellate”, y perora a su modo la causa de Catalina, que se consume por entrar entre ellas'. En el entretanto, la aspirante permanece en espera nerviosísima, abandonada plenamente al Señor. Y he aquí lo que ocurre: Lapa, que partió de casa con cara de difunta, retoma triunfante. Catalina vislumbra de •lejos aquel caro rostro rejuvenecido y sale a su encuentro. — Ea, hija mía, no hay nada que hacer... Y explica cómo las buenas Hermanas de la Penitencia son todas mujeres maduras, viudas en gran parte, y no intentan en absoluto tener bajo sí a una de quince años: un gomoncito de nido en medio de viejas urracas del Se­ ñor J. Con esto Lapa se queda satisfecha, porque ha hecho lo posible: se ha arrancado del seno —virtualmente— la hijita más querida y se la encuentra en seguro, a la som­ bra grande de su corazón materno. Y reconozcamos tam­ bién nosotros que no le ha faltado heroísmo, cuando ha ido a ofrecer así a su niña a aquella nueva familia que no era la suya. 1 La devoción de Catalina a Santo Domingo se encuentra también en el Supl. 1, II, 4; 1, II, 16 (SCaf II, p.352s). En Raimundo se alude a las insistencias de Catalina para ser admitida entre las telatas aun antes de que su madre tratase de obtenerlo; cf. K 69 (Ra, la., III, p.l7s). , , , . 1 «Ella recibió el hábito milagrosamente contra la voluntad de su madre y de la priora de las Hermanas, y esto por la edad demasía o joven de la virgen. Aquellas Hermanas, en efecto, no acogían 6^eralmente sino a mujeres probadas por la edad, a causa del de la honestidad, pero venció la palabra divina...» (Proc.. ppár.35); R 71 (Ra, la., VII, d .43s).

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Y el heroísmo se repite, porque Catalina torna a supli­ carla, y Lapa hace el camino una vez más aún, lla®a a las “mantelatas”, habla, ruega y vuelve a casa con idén­ tica respuesta1. Pero una mañana se fija en Catalina con una atención especial: ¿qué es aquel rojear de ampollas que le baja del rostro al cuello y a los brazos? Se acerca, mira mejor y se da cuenta de que todo el “cuerpecillo” está cubierto de aquella invasión. Le toca la frente y el pulso; ¡tiene fie­ bre y debe de ser altísima! \ Por las descripciones del bió­ grafo nos quedamos víctimas de varios interrogantes: ¿es­ carlatina?, ¿sarampión?, ¿o, más bien, hervor de la san­ gre, debido a la terapia de Vignoni? Lo cierto es que la muchacha es encamada y no sobre tablas — al menos en esto triunfa Lapa— y es curada con todo el amor de una pobre madre afligidísima; mas esto no obstante, no cura: no mejora y casi casi va a peor. Luego un día Lapa oye que Catalina le hace este dis­ curso: “Oh madre dulcísima, si queréis que yo esté bien, haced que se cumpla mi deseo de recibir el hábito de las Hermanas de la Penitencia; en otro caso temo mucho que Dios y Santo Domingo, quienes me llaman a su santo servicio, hagan de modo que no me podáis tener más ni vestida de un modo ni de otro” 5. Terrible discurso para Lapa, que en seguida se puso en movimiento. Mientras camina una vez más aún entre Fontebranda y la casa de las Hermanas, su ánimo está por el suelo. Las otras veces presagiaba entre sí y sí un bello “no” rotundo, como después de hecho le habían dado; y la humillación no le pesaba por nada. Ahora ambiciona el “sí”, porque está toda despavorida. ¿No podrá ocurrir que ahora mamma Lapa discurra y 3 Asi el Beato Raimundo: «Vencida por las súplicas de la hija, lo hacía, mas volvía con la acostumbrada respuesta», pár.71 (Ra, la., VII, p.42s). enfermedad de Catalina la narra Raimundo en el pár.72 (Ra, p.43). 5 R72 (Ra, i*.).

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ruegue coiHilayor fervor?6 O bien, ¿no es esto una inicua malignidad nuestra y, por el contrario, ha llegado la hora buena? El hecho es que la respuesta es la siguiente: “Si vuestra hija no es demasiado bella y agraciada, en aten­ ción al deseo tan vivo suyo y vuestro, nosotras la recibi­ remos; pero si fuese demasiado guapa —os lo hemos di­ cho ya , tenemos miedo de caer en algún escándalo a causa de la malicia de los hombres, que ahora reina en el mundo: en tal caso no podemos en absoluto consentir”. Y Lapa: “Venid a ver y juzgad vosotras mismas” \ Y se ponen en camino, ella con dos o tres de estas se­ ñoras, elegidas entre las más prudentes; y mientras bajan hacia Fontebranda, Lapa, que ahora es todo ardor para que acepten a su hija, pronuncia para sus adentros una oración bien rara en labios de una madre: “Os doy gracias, Señor, porque Catalina no es guapa”. Por lo demás, si lo fuese, ¿cómo reconocer un cierto encanto bajo las pústu­ las de que está revestida aún? Llegan las originales jueces y observan el pobre fenó­ meno que yace en el pequeño lecho: es todo una costra; pero, no obstante la irritación de las ampollas, resulta cla­ ro que no tendrá mucha gracia aun cuando cure; y esto es un primer respiro de alivio para todas. Pero, y esto es más importante, la enferma se pone a discurrir, y aquí la escena cambia, como se suele decir. Han venido para juzgar del físico y lo han encontrado bastante innocuo... y he aquí que de repente es como un chorro puro de belleza espiritual que brota delante de ellas: Catalina habla del amor de Dios*. 6 En tal sentido parece interpretarlo Raimundo: «Les habló con tanto fervor...»; R 73 (Ra, l.c., p.44). 7 R73 (Ra, l.c., p.44). f , j i u 8 «Ellas valoraron la prudencia y la sabiduría de la muchacha, y comenzaron a maravillarse y juntamente a alegrarse. (^ono^ (^ 1 también que aquella hija... ante Dios, en las virtudes, £??r * te de muchas ancianas»: R, l.c. (Ra, l.c., P-44)- * ^ akla. i conocer tan profundamente lo divino, que... hablaba de 1 , , ciones divinas... como si hubiese estudiado en alguna u ^ ’ y de esto no hay que maravillarse, porque la virgen se e 23

¡Cosa bien diversa de peligros morales!... Las Herma­ nas de la Penitencia atónitas se miran de soslayo, mien­ tras sus viejos corazones, un tanto apergaminados P°r e ritmo tranquilo, casi conventual, se encienden y se abren. Con todas sus devociones, con todo su temor del pecado, ¿quién de ellas jamás ha dicho oosas de Dios como esta jovencita tan inmadura de años y tan llagada? Y no son sólo palabras: es vida que brota, es llama que sube... Cuando las ancianas reemprenden el camino de retorno, se ha inoculado en sus existencias pacíficas un poco de aquel calor y anima el relato que hacen a sus Hermanas. La sorpresa es gozosa para todas... Así, acto continuo, deciden recibir a Catalina, y, obte­ nido el consenso de las Hermanas, envían el alegre men­ saje a Fontebranda. Entonces se decide el bello rito: la vestición de blanco y negro en la iglesia de Santo Domingo “en presencia de todas las Hermanas y de los Hermanos que se encargaban de ellas” ’. Pero Catalina está aún enferma. El anuncio se lo trae mamma Lapa; ella se pone a llorar de alegría. Y he aquí que su orientación íntima se trastorna: si hasta el presente ha saboreado la propia enfermedad, y cuanto más repugnante la ha sentido, más se ha gozado de ella, ahora se pone a pedir la curación. No quisiera saber más de pústulas y de fiebre, porque Dios la ñama a Santo Do­ mingo y le concede el hábito blanco. Y así acontece: fie­ bre y pústulas ceden el campo y Catalina se siente dis­ puesta para el gran momento. ... Increíble, pero verdadero. Mamma Lapa a última ho­ ra sufre una congoja de amor materno e intenta volverse a trá s...10 y la hija manifiesta hacia ella una gran ternura, viendo a esta mujer enérgica, a esta maestra de m a te r n iveces justamente en la escuela del cielo, donde se revela el m isterio de Dios que no pueden percibir los mortales a través de los sentidos del cuerpo» (Proc., p.118 pár.15; cf. p.119 pár.5).

io aun». 24

^ a’ 1,c-’ P-44)-

R75 (Ra, l.c., p.45): «Parecía que la madre quisiese diferirlo

dad y de vida, reducida a la timidez y suplicante por de­ masiado afecto. Mas Catalina sabe que es en verdad la hora y que es necesario tener valor. Se necesita valor, tam­ bién ella lo necesita, aunque subir a Santo Domingo para asumir el dulce vínculo sea todo un vuelo 11. Vestida de blanco y negro 12, lo cual significa de pureza y humildad, la virgen escucha los cantos que llenan el es­ pacio enorme de la iglesia 13. Hermana de la Penitencia también ella, hija feliz de Santo Domingo. Todo se realiza en lo profundo del alma, como ha dicho el Señor, hablan­ do en el secreto de la celda interior; es necesario, pues, vivir el nuevo estado con la generosidad que corresponde a la largueza de Dios. Sin venirle impuesto el pronunciar los tres votos de cas­ tidad, obediencia y pobreza, Catalina los hace propios es­ pontáneamente H: el primero lo ha hecho ya a sus siete años; el segundo no sólo lo cumple, mas casi diré que lo triplica, en cuanto se propone obedecer al religioso direc­ tor de las Hermanas, a la priora y al confesor y lo cum­ plirá en el curso de toda su vida de tal modo que, estando para morir, pronunciará las palabras históricas: “No me 11 «A este último período antes de la vestición se refiere proba­ blemente el episodio del diablo, que se le apareció en la oración, mostrándole ricos y bellísimos vestidos y despertando en ella la vani­ dad humana domada. Inmediatamente la virgen, vuelta al crucifijo, le rogó intensamente y entonces se le apareció la Virgen, llevando también Ella vestidos espléndidos, sacados del Corazón de Cristo, e indicándole con ellos la verdadera riqueza»: Supl. 1, 1, 4 (SCaf I, p.344s). 12 Comenta Raimundo: «A mi parecer, no había hábito religioso más adaptado, que pudiese mostrar el hábito interior de esta virgen»: R75 (Ra, l.c., p.45). El manto negro le fue caro durante toda su vida a Catalina, que continuó remendándolo, diciendo: «Deseo que dure mientras viva». Sin embargo, se privó de él por un pobre, y fue rescatado a un alto precio. Después de su muerte lo tuvo el P. Tomás della Fon te, después Catarina Ghetti, mantelata, y, tinaimente, Caffarini. Cf. Proc., p.53-54 pár.15. 13 La iglesia fue la de Santo Domingo (R 74-R a, l.c., y precisamente una capilla destinada a las mantelatas, llamada capilla ae le Volte (de las Bóvedas). En cuanto a la fecha, se puede pensar en el año 1364, como parece poder demostrarse por referencia a a muerte de Buenaventura. 14 R 80-81 (Ra, la., IX, p.51s).

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acuerdo de haber desobedecido nunca”. Y en cuanto a la pobreza..., pues bien, la pobreza no es un vínculo, no es una constricción: ¡es el gran amor! “Era tan amig& de la pobreza que, como me dijo en confesión, no pudo conso­ larse nunca con su casa mientras la vio en la abundan­ cia” 13. Solamente cuando sus familiares sufrirán reveses de fortuna y se esfumará su bienestar de tintoreros acre­ ditados, Catalina reconocerá y celebrará la predilección plena del Señor. “¿Era aquello, oh Señor, el bien que de­ seaba para mis padres y mis hermanos, y no más bien el bien eterno? Sé que (en la riqueza) andan mezclados ma­ les y peligros, y no quisiera que los míos permanecieran enredados en ellos” 16. Cuentas claras e iguales, pues, ¡y sea alabado el Señor, que pone bases sólidas a la vida espiritual! “Como una abeja solícita — dice el biógrafo 17— comenzó a recoger miel de todas partes”, esto es, no perdió ocasión de estar recogida en sí abrazada a la cruz. También Catalina niña tiene su “pequeño camino” y ahora prosigue con mayor vigor. Es sorprendente comprobar cómo esta muchacha, que ha vivido hasta ahora como ha vivido, se pone a tra­ zar un lindero entre su pasado en el mundo y la vida en religión que comienza para ella. “He aquí que has entra­ do en religión — se dice a sí misma— y ahora no te es lícito vivir como has hecho hasta aquí” (...y a nosotros, confesémoslo, nos ocurre que se nos corta el aliento...). “La vida seglar ha pasado y ha comenzado la vida religiosa” 18. Pues bien, esta afirmación es una cosa seria. Catalina está convencida y es perfectamente consciente de las bases que pone. Y es igualmenet verdad que para ella comienza ahora el primer gran remontar de vuelo en aquel cielo todo íntimo y secreto que es su preparación y formación espiritual19. Porque en ella tiene lugar un movimiento que “ Citado por R81 (Ra, l.c., p.52). I d ., l.c.



R82 (Ra, l.c., p.53).

18 I d ., l.c.

Al día siguiente de la vestición se le mostró a Catalina una

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es claramente lo opuesto de aquello que es válido para la mayor parte de los grandes santos y de las almas capaces de arribar al puerto de la santificación. En los más, en efecto, precede un período más o menos largo de vida en el mundo, un cúmulo de experiencias terrenas — ¡y cuán­ tas veces estas experiencias están compuestas de miserias y de fango!— y luego sucede el refugio en la ensenada de la salvación, siendo lavado el fango con las lágrimas y ardiendo las miserias en el fuego del amor. Pues bien, en Catalina tiene lugar lo contrario, pero un contrario total­ mente privilegiado: de la cima al fondo, en el cual el lodo no entra jamás, y reinan las lágrimas, la sangre y el fuego. Pasa primero un largo período de adiestramiento fuera del m undo20, y luego, cuando está dispuesta para servir a Cristo en el mundo, entra en el reino de las mi­ serias terrestres de los otros y allí se mueve como sierva del Amor y como soberana; y sirve, suplica y reina como pocas mujeres han sabido reinar. Estamos, pues, en el punto en el que el aprendizaje humildísimo y augusto en la celda del alma madura hacia una primera fase conclusiva. ¿Quién preside este secreto intento? Lo hemos visto: Catalina acepta no sólo una obe­ diencia, sino tres, y digamos también que está ávida de multiplicar humillación y obediencia frente a cualquiera que tenga potestad o superioridad con respecto a ella. Pevisión de valor simbólico: un árbol alto, con frutos ricos y jugosos, rodeado en su base por zarzas espesas, y al lado^ un montículo cu­ bierto aparentemente de trigo; en realidad, de sémola. Pasaban los viandantes hambrientos, tentaban subir al árbol, y se acomodaban luego al grano del monte, que, sin embargo, siendo sémola, les de­ jaba débiles y malnutridos. Sólo algunos llegaban a gustar los frutos del árbol. La visión alude claramente al alimento espiritual de la verdad, que sólo se puede alcanzar con esfuerzo y constancia. SupL, I, 5 (SCaf, I, p.346). . , _ 20 Este primer período de contemplación total se señala también por el hecho de que Catalina no hablaba, y no salía sino para diri­ girse a la iglesia: «... durante tres años mantuvo continuamente el silencio, no hablando más que con el confesor, y sólo cuando se confesaba»: R 82 (Ra, la., IX, p.53); y aún más: «se estaba conti­ nuamente encerrada en la pequeña celda, y sólo salía de ella para ir a la iglesia»: R 83 (Ra, l.c.).

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ro un día, vivida ya su vida, ella misma revelará al con­ fesor 31: “Tened por verdad ciertísima que nada de cuanto mira a la vía de la salvación me ha sido enseñado por hombre o mujer alguna, sino precisamente por el Señor mismo, Esposo precioso y dulcísimo de mi alma, el Señor Jesucristo, por medio de su inspiración o bien hablándo­ me, como yo ahora hablo a usted, en una clara aparición». De ahora en adelante 22 se multiplica la serie de coloquios y de locuciones profundos, y Catalina al principio, igno­ rante de tanto bien, se asusta y teme un engaño diabólico dentro de sí. No raras veces percibe imágenes y palabras aun en los sentidos corporales y entiende “efectivamente la voz de Jesús”, que habla. Esta plenitud terrestre de la visión le inspira un cierto temor. Espontáneamente se siente inclinada a desconfiar de aquellas visiones y locuciones que a otros, acaso, parece­ rían las más ciertas: las accesibles aun a los oídos y a los ojos corpóreos23. Esto es, intuye desde ahora la verdad que los otros místicos sumos confirman con su experien­ cia. En definitiva, los maestros de la experiencia mística enseñan que las visiones pueden considerarse de tres gra­ dos o clases, en escala ascendente: “corpóreas”, esto es, perceptibles aun por los sentidos externos; “imaginarias”, admitidas sólo por las tres potencias o sentidos internos; “intelectivas”, reservadas al mero entendimiento. Pues bien, Catalina no sólo intuye en sus grandes líneas esta grada­ ción, sino que se da cuenta de lo que afirman los grandes de la mística; esto es, que las más sujetas a engaño dia”

R84 (Ra, l.c., p.54). La frecuencia o más bien la continuidad de su coloquio con Dios la atestigua Raimundo, pár.86 (Ra, l.c., p.55) y en el Suple­ mento: «La verdad es que la oración de Catalina era continua y nunca interrumpida, porque no pasaba un momento en el que no tensase en Dios»: Supl., I, I, 9 (SCaf I, p.348); cf. I, II, H (SCaf II, p.358). Caffarini habla también de un «sudor d e sangre» y de «otras raras enfermedades», debidas a «la violencia que se hacía al sentirse arrastrada por fuerzas sobrehumanas y arrebatada enD ios»; Supl. I, II, 15 (SCaf II, p.358s). R 87 (Ra, la., IX, p.54). Según D r a n e la percepción corpórea de la gracia divina habría sobrevenido en un segundo m o m en to .

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bólico entre Tas susodichas categorías de visiones son aque­ llas que aparentemente se dirían las más completas, las corpóreas”, y que son las más seguras, por el contrario, las reservadas al mero entendimiento. A perfeccionar la experiencia mística de Catalina desde el principio de su vida claramente sobrenatural concurren los puntos de discernimiento que Nuestro Señor le revela directamente, y que constituirán para todos los privile­ giados en este campo los signos de relación más ciertos. Entre ellos emerge uno como luz vivísima: “Yo quiero darte —le dice Jesús— una señal verdaderamente infali­ ble y segura. Ten por cierto, puesto que Yo soy la Ver­ dad, que mis visiones siempre deben producir en el alma un mayor conocimiento de la verdad. El conocimiento de la verdad en torno a Mí y a ti misma es indispensable para el alma. El alma debe conocerme a Mí y a sí misma. Conociéndome a Mí y a sí, consigue por aquí despreciarse a sí misma y honrarme a Mí, lo cual es el oficio propio de la humildad. Por consiguiente, en virtud de mis visiones es necesario que el alma venga a ser más humilde y al mismo tiempo se reconozca una nada y se desprecie. Lo contrario sucede con las visiones del enemigo. Siendo él el padre de la mentira y el rey de todos los hijos de la soberbia, no pudiendo dar otra cosa que lo que tiene, de sus visiones siempre se insinúa en el alma una cierta esti­ ma y presunción de sí misma, que es propia de la sober­ bia, y se queda hinchada y llena de aire. Por consiguiente, examinándote diligentemente a ti misma, podrás conocer de dónde viene la visión, si de la verdad o de la mentira, porque la verdad vuelve al alma humilde; y la mentira, soberbia” 2\ Dentro de dos siglos Teresa de Avila, instruida del mis­ mo modo por Nuestro Señor, expresará los mismos con­ ceptos con una frase estupenda: “Las palabras de Dios son obras”. * R85 (Ra, l.c., p.55).

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IV.



Todo esto es la preparación a fin de que Catalina apren­ da a discernir los favores de Dios y a fiarse de ellos; luego sigue la instrucción verdadera y propia, y ésta tiene un carácter fuerte. Es un quid, granítico y luminoso que Cristo Jesús deposita en el alma. Ante todo un fundamento deci­ sivo: “¿Sabes, hija, quién eres tú y quién soy Yo?” “Si supieras estas dos cosas, serás feliz. Tú eres la que no es; y Yo, el que soy. Si tuvieres en el alma tal conoci­ miento, el enemigo no podrá engañarte y escaparás de to­ das sus insidias, y adquirirás sin dificultad toda gracia, verdad y luz” '. En el camino ascético que recorrerá Catalina, estas pa­ labras ocupan el lugar que en el itinerario de Ignacio de Loyola tiene el “principio y fundamento” de los “Ejerci­ cios espirituales” o en el de Teresa de Avila el simple y dulce estribillo: “Sólo Dios basta” ... Gigantescos edificios espirituales se edifican sobre piedras angulares de este gé­ nero, y Raimundo de Capua, yendo al fondo de la cues­ tión, comenta: “Todos los vicios son ahuyentados con es­ tas palabras: tú no eres” 2. Los vicios huyen, porque señorean las virtudes, en pri­ mer lugar la humildad. Reconociendo su propia nada, Ca­ talina separa de sí con un solo golpe de tijeras toda la veleidad del amor propio, como renovando en lo íntimo el corte de cabellera que un año antes llevara a la deses1 R92 (Ra, la., X, p.61), cf. Proc.: « ...le fue directamente reve­ lado por el Señor el conocimiento de Dios y de sí misma, esto es, que Dios era el que era y que ella era la que no era...» (Pf°cp.118 pár.5-10). 1 Citado por R 94 (Ra, l.c., p.63).

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per ación a ni&ninii Lapa. Una intuición fuerte y suave le induce a plantar sobre el terreno de la humildad, ahora desocupado, la cruz. La cual florecerá y vendrá a ser árbol, y se transformará en bonitos símbolos místicos, y ya ahora, aún en su desnudez, da bastante luz para escla­ recer la celda del alma. Qué quiera decir luego para Catalina plantar la cruz en el suelo de la humildad, lo comprenderemos siempre me­ jor haciendo camino. Pero el aforismo de Jesús “Tú eres la que no es” tiene una continuación expresa en las otras palabras: “y Yo soy el que soy”; y es esta segunda parte la que no sólo compensa de la total expoliación obrada por la primera, sino que abre de par en par los cielos del gozo y del Amor. Lanzarse a la contemplación del Amor es todo uno con la escucha de aquellas pocas sílabas, porque las palabras de Dios son obras, y aun las más breves pueden encender de gozo3. Catalina considera que el Ser ha suscitado la creatura de la nada, movido sólo por el Amor, Amor eter­ no que ha previsto y preordinado desde siempre a la creatura y la quiere luego inmortal y esplendorosa con Sí y en Sí... Desde la primera vez que se le esclarece el significado de tales pensamientos, Catalina conoce una felicidad nue­ va. Abandonada al Amor, contempla la perfección del ac­ to divino creador y se pierde en él. Cuanto más se adentra en la contemplación, más crece en el amor. Se encuentra a sí en el dulce ardor de la caridad, y cuan­ to más ama a Dios, tanto más fuerza tiene para amar a las creaturas de D ios4, de modo que se desvanecen las 3 Raimundo cita las palabras de Cristo: «Conoce en lo íntimo de tu corazón que Yo soy verdaderamente tu Creador, y seras dicho­ sa»; R 95 (Ra, l.c., p.63). ... « ...E n primer lugar pedía la verdadera y sincera caridad... que llegase al grado supremo que consiste, según la enseñanza de Cristo, en gozar más del bien de los otros que del propio, en entristecerse más sensiblemente del daño del prójimo que cualquiera desgracia o daño que le pudiese acaecer a ella»: Supl., (SRa, II, p.356); cf. 1.11,9 (SCaf, l.c., p.354).

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repugnancias y las rebeliones, y el prójimo, este descono­ cido, se le revela más claramente como figura de Jesu­ cristo. Amar en el prójimo a Aquel que es; sentirse de­ lante del prójimo aquel que no es, ésta es la aplicación de las palabras oídas con total trastorno de los egoísmos naturales. Las palabras de Dios son obras, y la admonición de Cristo, obrando en lo íntimo de la muchacha, le con­ fiere el modo de hacer caer las resistencias innatas de la misma naturaleza humana. Después de algún tiempo Catalina tiene una nueva prue­ ba de la premura divina 5: el Señor, en efecto, se le apa­ rece de nuevo y la anima, mostrándose consciente de cuán ardua sea la transformación interior. “Hija — le di­ ce— piensa en Mí: si lo hicieres, Yo pensaré en seguida en ti” 6. Le hace comprender que no estará sola en la re­ novación de sí, y al mismo tiempo le manda expulsar todo otro afecto que no se ordene sólo a El. Catalina ve en profundidad las perspectivas que se le abren delante: no estará preocupada de sí, sino de Dios, y esto en vista, no ya del premio, sino de la u n ió n 7; con­ fianza plena y no por interés, sólo por amor. Confianza y actividad estarán por ello en razón y proporción del amor. Tal es la base concedida a la muchacha de dieciséis años por medio de una de las más constructivas visiones que hayan ocurrido entre Creador y creatura, visión que ya contiene en síntesis y en potencia toda la perfección que alcanzará Catalina. Trabajando sobre este fundamen­ to llegará a decir un día al confesor: “El alma que ve la propia nada y conoce que todo su bien está en el Creador, se abandona a sí misma con todas sus propias facultades y todas las criaturas y se sumerge en el C reador...; y le j Cf. R 97 (Ra, la., X, p.64s). *_ Catalina misma narró en secreto al Beato Raimundo que el Señor le había mandado arrojar de su corazón todo otro pensa­ miento que no fuese El (R 97 -Ra, l.c.). El Beato Raimundo atri­ buye a esta revelación divina cierta influencia en el Diálogo escrito más tarde. R 98 (Ra, l.c., p.66s) refiere el pensamiento de Catalina misma-

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succuu vxjuju a quien esté bajo el agua: ve y toca sólo agua y lo que está en el agua... y nada que esté fuera. Si se refleja en ella un objeto externo, lo ve, pero sólo como la imagen que se proyecta dentro del agua. Este es el ver­ dadero amor de sí y de todas las creaturas, y así no se equivoca. Todo por Dios y nada fuera de El” '. Está además el otro lado de esta maravillosa conquista: amando sólo a Dios, el alma necesaria y fácilmente viene a odiar la culpa y lo que es fomes o incentivo de la culpa; y, viendo que tal fomes reina en la parte sensitiva, odia los sentimientos y hace todos los esfuerzos por aniquilar en ellos la concupiscencia’. Consciente luego de que casi siempre queda en ella alguna raíz de culpa, aunque sea pequeña, según las palabras de San Juan (1 Jn 1,8): “Si decimos que no tenemos culpa, nos engañamos, y no hay verdad en nosotros”, el alma comienza a experimentar dis­ gusto de sí y hasta odio y desprecio; y en este abatimiento encuentra la más atrevida y gloriosa defensa contra las insidias del demonio y de los hombres. Ninguna cosa la mantiene fuerte y segura más que este odio santo, cosa que ya fue señalada por San Pablo con un golpe inmortal de cincel: “Cuando soy débil, entonces soy poderoso” l0. “ ¡Oh eterna bondad de Dios! —gritará Catalina— , ¿qué has hecho? De la culpa procede la virtud; de la debilidad, la fuerza; de la ofensa, la clemencia; del dolor, el pla­ cer” "; y con exultación hará propio el dicho paulino: “Con gusto me gloriaré en mis debilidades, para que habi­ te en mí la fuerza de Cristo” (2 Cor 12,9). Está puesta, pues, la piedra angular del edificio. De ' Citado por R 100 (Ra, l.c., p.67). 9 Para Catalina, fue familiar el dicho de San Bernardo: «Des­ truid el amor propio y no habrá ya infierno». En el Proceso encon­ tramos: «La instruía (Dios), en efecto, mostrándole claramente como el amor propio es la raíz de todos los males; el odio de sí mismo es el sólido fundamento de todo bien, y ella llamaba santo a este odio» (Proc., p.302 pár.30). 2 Cor 12,10. R101 (Ra, l.c., p.68).

33 I-—Catalina de Siena

ella vive Catalina, siempre más estricta dentro de tas Pa” redes de su cuartucho, que ahora corresponde totalmente a la celda secreta del alma. Se ha establecido una miste­ riosa afinidad entre los muros tangibles, y aquéllos son casi la traducción de éstos en acto. Inútilmente llega, a través de la ventana raras veces abierta, el reclamo de la tarde dulce y del cerro oloroso del heno maduro bajo el luciernagal del comienzo del es­ tío. En lo alto, los muros austeros de Santo Domingo se visten de la última luz y casi la retienen en medio del cambio de color de la tierra y del cielo. Acaso frente a este encanto apacible e irresistible tam­ bién la celda interior se aviva y se enriquece aún más. Lo que en el paisaje es belleza, en el interior se traduce en gratitud, y Catalina alaba al Señor por sus obras. Con todo, el cuartucho permanece casi siempre cerrado — nota característica esta de la ascesis de Catalina en cuanto ex­ presa la concentración ininterrumpida en las tres potencias del alm a,J. Podemos datar este período más o menos por el año 1366, cuando en torno a la celda aislada se mueve un mundo mínimo y un mundo grande: la familia se trans­ forma, la ciudad se agita, la Iglesia sufre. En Siena manda el magistrado de los “Doce”, cuyos partidarios, sin embar­ go, no están de acuerdo; he ahí dos facciones que bata­ llan: los Caniscbi tienen como partidarios a los más de los nobles, esto es: los Tolomei, los Piccolómini, los Saracini, los Cerretani y otros más; los adversarios, llamados Grasselli, están sostenidos sobre todo por los Salimbenil3. Mas el prestigio y el atrevimiento de estos últimos por el mou Catalina salía sólo raras veces, según se puede deducir por los testimonios contemporáneos, casi siempre para dirigirse a la iglesia y en todo caso junta con las «compañeras»: así dice Caffarini, I, II, 3, 17 (SCaf II, p.352.359s). Cuando el pueblo guerreaba contra el patriarca imperial Juan de Agnolino, Bottón Salimbeni le había apoyado. Los Tolomei con los otros nobles trataron de dar el poder al pueblo bajo « a fin de que el pueblo no se contuviese en mantenerse bajo el régimen de J u a n de Agnolino». Cf. V i l l a n i , Crónica 1.5 c.55.

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mentó son tales que contrabalancean la unión de los ene­ migos. ¿Qué llega de este tumulto hasta el doble refugio de Catalina? La ciudad se transforma no raras veces en un escenario de dramas y de muerte; grupos armados se empeñan en reyertas de sangre dentro de las estrechas ca­ lles, y el clamor de las blasfemias, de los gritos y de los estertores llena y turba violentamente los barrios” Tam­ bién en el lóbrego fondo nocturno junto a los contrafuer­ tes pétreos de los fuertes palacios góticos están los sicarios a la espera y alaridos ahogados rompen de improviso el gran silencio de la vecindad. Mas con los hechos trágicos se entrelazan bodas y banquetes y cuadrillas alegres y sae­ tas de coplas. ¿Qué remolino de estas ondas sombrías o alegres bate hasta los muros pacíficos de la tintorería de Fontebranda? En el año 1366 y dos años más aún la familia, entre na­ cimientos y matrimonios, llegadas y salidas, se encuentra con todo unida, y su cabeza, el viejo Jacobo, es bastante buen director para llevar casa e industria. Esto confiere a Catalina el modo de permanecer escondida dentro de la protección doméstica, viviendo el poema silencioso de la preparación. “Hija — le dice el Señor— , si quieres adquirir la virtud de la fortaleza, imítame. Por la divina virtud hubiese po­ dido aniquilar todos los poderes del aire; sin embargo, pa­ ra indicaros el ejemplo, los he vencido por medio de la cruz. Si quieres el poder de vencer toda potencia enemiga, toma como tu alivio la cruz, como he hecho Yo” 15. El símbolo obra en profundidad. La cruz, el sufrimien­ to. Catalina se liga al sufrimiento y lo desea con las fuer­ zas exuberantes de su juventud extraordinaria. Un día re­ velará al confesor que nada logra consolarla a no ser la aflicción, sin la cual permanecería con impaciencia en la mente y en la sangre “. Y desde ahora, sin saberlo, de14

Para una descripción de la vida sienesa del tiempo cf. J o e r l.II y III. “ R 104 (Ra, la., XI, p.70s).

gensen ,

muestra con este audaz abrazo de la cruz, encontrarse y& en las alturas: en aquel grado de amor que San Juan de la Cruz considera como el cuarto en la escala privilegiada. El cuarto grado de esta escala de amor es aquel en que el alma sufre continuamente sin cansarse jamás por causa del Amado, ya que, como dice San Agustín, el amor torna casi nulas todas las cosas desagradables, graves y pesadas. Y en este punto se inserta en la secreta dinámica de Catalina la más terrible de las misericordias: la prueba de las tentaciones a ultranza. Tentaciones que asumen aspec­ tos y valores de paradoja y de leyenda, y, sin embargo, son páginas de historia genuina, apuradas por una mujer jovencísima en un equilibrio heroico, dosificado y sosteni­ do por Dios mismo. Todo se desarrolla dentro del recinto del cuartucho de Fontebranda, porque la verdadera celda, la del alma, está provista bien diversamente y no es cues­ tión de horas y de días, sino de meses y más bien de años. Las estrechas paredes se llenan de presencias demonía­ cas que juegan a escondidas o al descubierto según los momentos. Cuando se esconden, se revisten de tentacio­ nes camales, y es más bien con éstas con las que buscan abrirse una brecha hacia el alma de la virgen. “Y no la tientan —escribe Raimundo de Capua— sólo interiormen­ te con las ilusiones, con los fantasmas del sueño”, todo esto pertenecería a las seducciones comunes, y sería derro­ ta ya descontada frente a la fortaleza de Catalina. Por ello recurren a “visiones claras que le lanzan a sus ojos o dentro de sus oídos de los modos más variados, tomando formas aéreas” l7. Son asaltos horribles, divididos en dos categorías: la del horror y la de la carnalidad inmunda ". Las figuras pavorosas alternan con cuadros sensuales; es­ tos últimos son para la virgen de Fontebranda los más 17 R 105. Caffarini narra tales episodios de las tentaciones; cf. S u p l ,l , I, 7 y I, II, 21 (SCaf I p.344s, y II p.363). Según Raimundo de Capua, Satanás pasó de una a otra forma para atacar más eficazmente a Catalina. Cf. R 106 (Ra, la., XI, p.71s).

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odiosos, y la comprometen en una defensa que alcanza ci­ mas de inmolación total. Asaltada así, ella se levanta; se levanta contra sí misma, contra la propia carne, contra su propia sangre y recurre a armas seguras. Ciñe más estrechamente a su costado la cadena de hierro hasta la efusión de sangre, multiplica vigilias y ayunos, reduce el sueño a media hora cada dos días, se priva de la comida casi totalmente. Pero la agre­ sión externa se hace más cruel, insiste en las artes de la seducción, asume aspectos de amistad, de benevolencia. “¿Por qué, pobrecita — dicen las voces— , te afliges tanto para nada? ¿De qué te sirve padecer así? ¿Crees acaso po­ der continuarlo? Es imposible, a menos que quieras ma­ tarte a ti misma y arruinar tu cuerpo. Antes de llegar a tanto termina con las tontadas. Estás a tiempo para gozar del mundo. Eres joven, tu cuerpo recobrará fácilmente su fuerza. Vive como las demás mujeres, toma marido y en­ gendra hijos para acrecentamiento del género humano. Si deseas agradar a Dios, nadie te lo impide: ¡tantas otras mujeres tuvieron marido! Piensa en Sara, en Rebeca, tam­ bién en Lía y en Raquel. ¿A qué fin has emprendido este camino en el cual no puedes perseverar?” ” La astucia es plena, revestida así de cordura realista y al mismo tiempo de premura espiritual. Podría ser la voz de un padre o de una madre atentos al bien de su hija e interesados por la gloria de Dios. Mas, frente a la diplo­ macia infernal, Catalina afirma rápidamente su propia de­ fensa; se da cuenta que no debe descender a la controver­ sia: “como una mujer honrada no debe responder una pa­ labra a un hombre disoluto” “, así el alma unida a Dios por un amor casto no descenderá a dialogar con el ene­ migo, sino que más bien se unirá más íntimamente al Sal­ vador. “Con la fe se vencen las tentaciones”, y Catalina responde con una divisa sublime por su humildad: Con­ fío en el Señor y no en mí” Jl. " R 105 (Ra, l.c., p.72). 20 Citado por R 106 (Ra, l.c., p.72). ” I d., l.c.

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No dice más; permanece absorta en la oración. Y he aquí que se le aparecen “figuras torpes y le resuenan en tomo palabras obscenas; una chusma ignominiosa danza en tomo a ella, y riendo a carcajadas y gritando la invita a hacer otro tanto” . Pero todo esto es aún una zarabanda exterior. En un cierto momento la prueba se complica hasta un límite ex­ tremo por medio del elemento más penetrante. ¿Qué po­ dría hacer precipitar de veras a Catalina en una angustia tenebrosa y cortarle el gran respiro, que constituye su re­ curso invulnerable? El abandono por parte de Dios “. Mientras sabe estar sostenida por Dios, esta muchacha es un gigante. Es preciso, pues, que su amor sea despojado de la seguridad, de la confianza; que el amor se sienta privado del Amor: he ahí todo. Y la misericordia divina permite aún esto, con una misteriosa y milagrosa dosifica­ ción del sufrimiento y de la fuerza, a fin de que el amor y la fidelidad de la virgen resplandezcan desnudos y fríos como una hoja de arcángel, ardiente cual la primera chis­ pa de la creación. Catalina siente resfriarse la presencia divina, las visitas sobrenaturales se hacen más raras23, el Esposo no le aporta más misericordias; está como aban­ donada, y tiene la impresión de que el Omnipotente la deja privada de socorro. Es una espléndida hora nocturna que se le concede: la noche de los sentidos y del espíritu la envuelve, misterio casi indefectible para las almas superiores y extraordina­ riamente probadas. Entonces, justamente en la hora del silencio doloroso, Dios edifica con seguridad mayor en lo profundo. Es el momento de las enseñanzas más delicadas, de las experiencias más vivas; el alma, de principiante que era, adquiere ahora soberanía. ¿Cómo defenderse sin de­ fensa, cómo esperar sin esperanza? En la cámara más es­ condida comunica Dios ahora sus secretos más preciosos, su lógica divinamente desconcertante e imposible para la 22 Así en Raimundo: «El Esposo... parecía entonces que la hu­ biese abandonado»: R107 (Ra, l.c., d 73) 23 Cf. R 107 (Ra, l.c.).

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oreatura. Entonces, sí, cuando el alma se siente más hu­ millada por el abandono y despojada de amor, ensangren­ tada por las tentaciones, tanto mas regiamente amará con una actividad amorosa unitaria e insuperable: no consin­ tiendo no amar. Se cree abandonada y ama, no por su pro­ pio provecho, sino porque ama sólo al Amor, y no quiere y no puede pasarse sin amarlo. Felicidad suprema a la cual responde la escondida son­ risa de Dios. Catalina aprende esta ciencia imposible al hombre, y Dios emplea para con ella una delicadeza par­ ticular. No se limita a permitirle una resistencia ya por sí inefable, sino que la instruye en cuanto al “modo”, de suerte que, a su vez, la virgen podrá comunicarlo a otros. Simple, como todas las contraseñas de Dios, esta enseñan­ za es una espada que desata los nudos cortándolos y toca el fondo de la cuestión. Que el alma se guarde bien de hacer propias las consecuencias del enfriamiento aparente en que vive; no obre jamás como los incautos, los cuales, viéndose privados de las alegrías acostumbradas, descuidan la oración, la meditación, la penitencia... y en tanto se debilitan de verdad; persevere, por el contrario, en la ple­ nitud de los ejercicios espirituales24. Entonces tendrá la victoria. Dios pide todo para dar todo. Catalina aprende también esto, especialmente esencial, y lo pone en práctica, usando consigo misma un argu­ mento directo: “¿Te crees tú acaso digna de algo? Tú eres la que no eres y tuyo es el pecado. ¿Qué pretendes, pues? ¿Emperezarte? ¿Entristecerte, porque Dios ya no es libe­ ral contigo?” “ Una vez más se dispara la segunda parte “Dios es el 24 Así lo refiere Raimundo, a quien Catalina había comunicado sus «medidas de defensa»; cf. R 107 (Ra, l.c.). También Caffarini. «Instruida Catalina en el arte de combatir y vencer a los comunes enemigos...»: Supl, I, I, 9 (SCaf I p.363). Es interesante todo el pasaje de Caffarini. , , ^ “ «Oh criatura vilísima, ¿eres tú digna de alguna consolaciónt... ¿Qué te crees, pecadora miserable?... Desperézate y no faltes en mnguno de tus ejercicios acostumbrados...», dice R 108 (Ka, la., , P.73).

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que es”; amarlo, pues, por sí mismo, porque no se puede no amar al Ser. “¿Buscas los consuelos —se pregunta Ca­ talina a sí misma— o más bien a Dios?” Se moverá, pues, contra la corriente de sí misma. Con­ gelada, mantendrá el fuego y hasta añadirá leña de nuevos sacrificios; ofuscada, mantendrá la luz de la oración y la enriquecerá. Y en este momento tiene lugar finalmente un gran esclarecimiento interior: el primero de toda una se­ rie de precisaciones, de iluminaciones, de consolaciones, que culminan en el desposorio espiritual. La primera explicación íntima está revestida de un ca­ rácter humano y es muy sólida. En efecto, lo que le ha afligido y le aflige a Catalina de un modo particular du­ rante la oscura travesía que ha tenido y tiene que realizar, ha sido no comprender el porqué de las tentaciones, sobre todo del aparente abandono. Ciertamente, no ha querido nunca proponer un “porqué”, en cuanto ha aceptado la prueba tal cual Dios la ha permitido; pero el carácter mis­ terioso de la misma ha constituido de por sí un elemento más de sufrimiento en angustias tan vivas. Pues bien; aho­ ra se disipa este peso por un fuerte reclamo psicológico. Un día, después de un período ya largo de persecuciones y sufrimientos, vuelve a casa de la iglesia y se pone a orar “; y el Espíritu Santo la ilumina, haciéndole recordar que ella misma, hace tiempo, pidió al Señor el don de la fortaleza, y el Señor le ha enseñado el modo de obtenerla. Este recuerdo es un haz poderoso de luz, que le hace comprender de repente el misterio de las tentaciones en­ tre las cuales vive; todo se hace claro y la lógica divina brilla en una luz tranquila. Abandono, pues, de parte de Dios, no; más bien con­ firmación en la gracia por el sujeto más probativo: el de la fortaleza. Y la aclaración lleva consigo una onda de alegría proporcionada a la gravedad de la pesadilla, que se ha disuelto. “ Catalina se refugiaba habitualmente en la iglesia, porque allí las tentaciones, aunque se hicieran presentes, eran menos molestas que en su celdita. R 108 (Ra, l.c., p.74).

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Este primero e importante ajuste íntimo suscita una re­ acción, un recrudecimiento de parte de las voces diabóli­ cas; una de ellas, la más atrevida, lanza un asalto defini­ tivo: “Desgraciada, ¿qué pretendes? ¿Vivir toda la vida en esta condición deplorable? Si no nos prestas oídos, te perseguiremos hasta la muerte” 2?. Es la amenaza extrema, frente a la cual Catalina se yergue en toda la soberanía de la victoria, que Dios le ha concedido y ella ha conquista­ do; y responde —esta vez responde, con todo, volviéndose aún y solamente al dulce Cristo crucificado—: “Por gozo mío he escogido los dolores y no me es difícil soportar estas y otras persecuciones en el nombre del Salvador, hasta que plazca a Su Majestad: ¡al contrario, gozo en ellas!” “ He aquí resuelta la antinomia más insoluble de la exis­ tencia: la contradicción gozo-dolor viene a ser de repente una perfecta unidad, y la muchacha de Fontebranda, des­ pués de haber sufrido lo imposible, se abre de par en par en cuerpo y alma para sufrir aún más y más, si Dios lo quiere. Es ésta la vez primera en que se manifiesta en la incontrovertible majestad virginal, que hará de ella la do­ minadora de un siglo. La veremos —¡cuántas veces!— en este su erguirse frente a los poderes de la tierra, mas re­ cordaremos también siempre su primer y supremo “voglio” (“quiero”) pronunciado respecto del sufrimiento. Un fragor sordo, pero enorme, un derrumbarse lejano e inmediato, que tiene en sí algo de monstruoso, responde a las palabras de Catalina: las presencias demoníacas se precipitan lejos de la estancia, donde han hecho sus corre­ rías por tanto tiempo ”. En el silencio desciende un vivísi­ mo rayo con que se ilumina la celda y aparece Cristo cru­ cificado, sangrante como a la hora de la pasión, y desde lo 27 R 109 (Ra, l.c.). _ 28 Cf. aún Raimundo, l.c.: «Confío en nuestro Señor Jesucristo». I, I, 7 (SCaf I p.347). En el Proceso: «in extremis constituía et non mediocriter a demonibus vexata» ora «vanam gloriam nusquam, gloriam et laudem Dei utique»: Proc., p.115 pár.25. No se precisa el período al que se refiere este testimonio (?). 29 Caffarini dice que la tentación había durado del alba a la hora de tercia: Supl., I, I, 7-8 (SCaf I p.347).

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alto de la cruz dice: “Hija mía Catalina, ¿ves cuánto ne P“" decido por ti? No te desagrade, pues, padecer Por Después, cambiado su aspecto, se acerca más a Ia chacha para confortarla y le habla dulcemente de la vic­ toria conseguida. Entonces tiene lugar la segunda clarifi­ cación por medio de un diálogo humilde e inmortal: —Señor mío, ¿dónde estabas cuando mi corazon era atribulado con tantas tentaciones? —Estaba en tu corazón. — Sea siempre salva tu verdad, y toda reverencia a tu Majestad; pero ¿cómo puedo creer que Tú habitases en mi corazón, mientras estaba repleto de inmundos y feos pensamientos? —Aquellos pensamientos y aquellas tentaciones ¿causa­ ban a tu corazón contento o dolor?, ¿deleite o contrarie­ dad? —Dolor grande y gran contrariedad. —¿Quién te hacía sentir disgusto sino Yo, que estaba escondido en el centro de tu corazón? Si no hubiera estado allí presente, aquellos pensamientos te habrían invadido y habrías sentido placer; pero mi presencia era la causa de que tú sintieses dolor... y, mientras intentabas inútilmente ahuyentar a los enemigos, te entristecías y sufrías... Yo permitía que fueses atormentada desde el exterior, pero te defendía ocultándome y no descuidaba nada para tu sal­ vación. Transcurrido luego el tiempo, me anuncié en la luz, y al instante huyeron las tinieblas infernales. Ahora bien, ¿quién te ha enseñado sino mi luz que aquellas penas te servían para adquirir la fortaleza y que debías llevarlas de buena gana cuanto me placiese a Mí? Puesto que te has ofrecido con todo el corazón, apenas me revelé, inmedia­ tamente se alejaron de ti. Mi complacencia no está en las penas, sino en la voluntad del que fuertemente las soporta. ... Así, hija mía, puesto que has combatido fielmente 30 Estas primeras palabras de Cristo las omite el Beato Raimundo» pero las testifica Caffarini: «Hija mía Catalina, mira cu án to con­ vino que soportara por tu amor»: Supl. I, I, 8 (SCaf I p.347).

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no con tu poder, sino con el mío, has merecido mayor gracia. De ahora en adelante me manifestaré a ti con más frecuencia y más familiarmente31. La divina enseñanza desciende con gran fuerza y dulzura al alma de Catalina; y en todo el amplio conocimiento que le aporta, un motivo arde con inmensa suavidad: el hecho de que el Señor la haya llamado “Hija mía, Catalina...” “ De ahora en adelante ella pedirá al confesor que la lla­ me con las mismas palabras, a fin de que se le renueve una gota del gozo experimentado al presente. Y entretan­ to “las palabras de Dios son obras, no sólo porque trans­ forman en profundidad, sino también en cuanto son pro­ mesas siempre mantenidas. De ahora en adelante me mos­ traré a ti con más frecuencia y más familiarmente” —ha dicho Jesús, y en verdad tiene comienzo una extraordina­ ria intimidad33. Hasta el día en que el Señor le trae un anuncio incom­ prensible para ella: “Yo te desposaré conmigo en la fe” Por más que sea misterioso, este anuncio corresponde al deseo esencial de Catalina de obtener un don de fe siem­ pre más fuerte y más profunda, tanto que con este fin ha suplicado mil veces al Señor. —Puesto que por mi amor —le dice El después de un cierto período, y en marzo de 1367 precisamente35, mien­ tras en Siena y también en casa de Jacobo celebran el car­ naval— has arrojado fuera todas las cosas vanas, has des­ preciado la carne y puesto el corazón sólo en Mí, ahora que los otros de tu casa están alegres a la mesa y tienen 31 R 110-111 (Ra, la., XI. p.76); cf. Supl., I, I, 8 (SCaf I p.347), que no refiere las palabras de Cristo, mas narra el episodio a grandes rasgos. También alude a la promesa de mayor intimidad.

32 El gozo de Catalina por haber sido llamada «hija mía Cata­ lina» y el hecho de que eüa se hiciese llamar así por el confesor, está en Raimundo y en Caffarini, l.c.

33 R 112 (Ra, la., XI, p.76). 34 R114 (Ra, la., XII, p.79). . , . 35 Joergensen opina que los místicos desposorios han temao lu­ gar el 12 de marzo de 1367. Gigli, en cambio, el ultimo día del carnaval de 1370. También Caffarini, en la Leyenda Menor, habla del día último del carnaval. 43

fiestas mundanas, Yo decido celebrar contigo la fiesta nup­ cial de tu alma, y así, como te prometí, te desposo conmi­ go en la fe Y he aquí que la celda de Fontebranda se abre de par en par a la luz y a las figuras del cielo: aparecen la Virgen Madre gloriosísima y San Juan Evangelista, y el apóstol Pablo y Domingo de Guzmán, y el rey David, quien tiene consigo la cítara de sus profecías, cuyo sonido resuena lleno de ternura, mientras la Virgen Madre de Dios toma la mano de Catalina y la presenta a Cristo Jesús. El Uni­ génito de Dios pone en el dedo de la muchacha un anillo rico de símbolos: cuatro perlas engastadas alrededor y un diamante de luz deslumbradora en el centro. —He aquí que Yo te desposo conmigo en la fe: con­ migo, tu Creador y Salvador. Conservarás inmaculada es­ ta fe hasta que vengas al cielo a celebrar conmigo las bodas eternas. De ahora en adelante, hija, obra virilmente y sin titubeo alguno en lo que por mi providencia te será puesto delante. Armada, como estás, de la fortaleza de la fe, vencerás a todos los enemigos37. Cuando desaparece la altísima visión, en la mano de Catalina queda el anillo, invisible a cualquier otro, pre­ sente a ella y siempre sensible. El diamante significa la fe en medio de las cuatro perlas, esto es, de las cuatro purezas que ella practica: pureza de intención, de pensa­ miento, de palabra y de obra 3‘. Y el símbolo permanecerá de continuo en el frágil dedo de Catalina para recordarle, en el tumulto inverosímil de co­ metidos a cuyo encuentro va, la hora culminante de su vida. 34 R 114 (Ra, Le.). 37 R 115 (Ra, l.c., p.80). Caffarini, al referir el episodio, omite la referencia de las palabras de Cristo, y ni siquiera alude a la Virgen y a los Santos; cf. Supl. I, I, 11 (Scaf I p.350). La presencia del anillo la atestigua el Beato Raimundo, R115 (Ra, l.c.); cf. el Supl.: «Catalina veía con sus ojos continuamente el prodigioso anillo celeste»: Supl. I, I 11 (SCaf, l.c., p.350). El sim­ bolismo complejo está en R-116 (Ra, l.c., p.80-82): el diamante re­ presenta una fe fuerte e invencible; las cuatro perlas, las cuatro purezas (de intención, de pensamiento, de palabras y de obras).

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V.

DOS SON LOS PRECEPTOS DEL AMOR

Mas, después de algunas semanas, Catalina oye estas palabras: — ¡Vete!, es la hora de la comida y los tuyos quieren ir a comer; ¡vete! Estate con ellos y luego vuélvete con­ migo. Es la voz de Jesús, que le aporta la vehemente sorpresa. —¿Por qué, dulcísimo Esposo, me despides? ¡Pobre de mí! Si he ofendido a tu Majestad, he aquí este cuerpecillo: sea castigado ante tus pies; seré yo misma contenta de hacerlo... La orden es tan nueva, que Catalina la acoge con ver­ dadera consternación. ¿Por qué el Señor le manda inte­ rrumpir la dulzura sobrenatural del diálogo, de que ella vive, para ir a nutrirse en medio de la presencia habitual de los suyos, que le son carísimos, es verdad, pero según la naturaleza? ¿Y cómo haberle concedido vivir en el Pa­ raíso y luego empujarla de nuevo a la tierra? —¿Qué me importa comer?... ¿Vive acaso el hombre sólo de pan, Señor? Tú lo sabes mejor que yo; he huido de todo trato para encontrarte a Ti, Dios mío y Señor mío... Ella teme mucho volver a encontrar la cocina rumorosa y harto entretenida de su casa... —¿Y si de nuevo crecieran mis ignorancias?... ¿Y si, resbalando poco a poco, viniese a ser réproba ante Ti?... Su tesoro representa todo para ella, y la separación pue­ de comprometer aquella unicidad, aquella soberanía de amor; por ello Catalina derrama las lágrimas de la humi­ llación filial. ■—Estate tranquila, dulcísima hija. Es necesario que 45

cumplas tus deberes, todos, a fin de que seas útil de este modo a ti y a los demás. No intento separarte de Mi» al contrario, deseo estrecharte más fuertemente mediante la caridad para con el prójimo. A pesar de esto, en lo profundo de la sorpresa Catalina comprende: se había acomodado, es verdad, a la alta paz de su celda; se había acostumbrado a los coloquios de fuego, para ella todos delicia y alimento de su vida, redu­ cida a la unidad, a lo esencial. Por ello es inevitable que una llamada a otras realidades, o más bien la introduc­ ción de otras figuras en su sublime intimidad mística, des­ concierte su gozo. Ahora le parece amenazado el ajuste profundo; le parece interrumpido su único nutrimiento: ¿cómo vivirá si se seca la fuente de la vida? Mas Jesús continúa: —Sabes que los preceptos del amor son dos, esto es, el amor a Mí y el amor al prójimo; en éstos, como atestigüé, consisten la Ley y los Profetas. Quiero que tú cumplas estos dos mandamientos. Caminarás no con uno, sino con dos pies, y volarás al cielo con dos alas. Por más que pueda resultar desconcertante esta dupli­ cidad de la vida, Catalina capta su grandeza y necesidad: —¿Cómo sucederá esto? —pregunta titubeando. —Según dispondrá mi bondad. —Que no se haga mi voluntad, ¡oh Señor!, sino la tuya en todas las cosas... Acaso para ella en este instante es como si las paredes del refugio de su alma se abrieran y el horizonte le pare­ ciera trepidante, surcado de tinieblas y de sangre, y se sin­ tiera tentada de un vértigo extremo, pero el tema del fun­ damento hace eco, y en la piedra angular el equilibrio per­ manece invulnerable: Porque, Señor, yo soy oscuridad, y Tú, luz; yo no soy y Tú eres el que es... Sin embargo, aún hay temores: — ...mas ¿cómo tendrá lugar eso que has dicho, Señor; esto es: que yo, pobrecita y débil, pueda ayudar a las al­ 46

mas? Soy mujer y por ello los hombres no me consideran, y además no parece prudente que yo esté entre ellos... Y Jesús: Me es tan fácil crear un ángel como una h o r m i g a Delante de Mí no hay fuertes y débiles. Para confundir la temeridad de los fuertes, suscitaré mujeres débiles e incul­ tas, pero dotadas de virtud y de sabiduría divina. No te abandonaré en cualquier lugar que te encuentres ’. Comienza la vida nueva, o, para ser más precisos, el primer paso de la vida nueva. ¿Quién habría dicho a Ca­ talina, asustada de deber reasumir los contactos con el círculo mínimo de su familia, que un día debería moverse entre los más grandes de la humanidad? De momento es­ taba para vencer varios obstáculos íntimos. “Tres elemen­ tos —escribe el P. D’Urso— a superar se presentaban a la hija del tintorero... Primero: el concepto medieval de la perfección indivi­ dual, como meta suma a alcanzar a través del silencio de la contemplación y la unión personal del alma con Dios. Bajo esta vida interior y secreta, se habría encerrado su experiencia, por altísima que fuese, de una santidad uni­ dimensional, que no habría tenido casi espectadores aquí abajo. Segundo: el concepto restringido del cometido de una mujer en la vida pública y especialmente de una mujer del pueblo como Catalina, de una simple “mantelata”, de la cual no se pretendía sino que se santificase en los breves 1 R 120-122 (Ra, Ha., I p.87-89); cf. Proc.: «La virgen deseaba sobre toda otra cosa estarse escondida y en la soledad, y se habría adaptado con gran dolor a andar por el mundo. Tuvo entonces lugar una discusión muy larga entre el Señor y la virgen, y al fin, des­ pués que el Señor hubo mostrado tantas razones por las que debía iniciar la vida pública por la salvación de las almas, se vio obligada por orden del Señor a andar por el mundo» (Proc., p.116 par. 25). Ver las bellas páginas de Drane, VI, donde el Señor habla larga­ mente con Catalina de su misión de humilde e iletrada en medio de los poderosos, para confundir el orgullo de éstos. Joergensen, siSuiendo a Raimundo, subraya cómo el Señor se había aparecido a su puerta pidiendo que le abriera; cf. J o ergensen , 1.1 p.109.

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límites de los deberes cotidianos, entre la familia natural y la fraternidad espiritual. Tercero: el instinto del amor propio, que por sí mismo es restringido y miope, porque encierra en la cerca de los intereses particulares e inmediatos. Catalina deberá comprender hasta qué punto el amor propio nos empo­ brece en la bajeza de miras, y cómo es necesario comba­ tirlo para elevarse más allá de los confines del yo, esto es, del orgullo individual, familiar o cívico. Estas tres cosas sollozaban en el alma de Catalina en aquella momentánea y comprensible resistencia” 2. Entre tanto, obedece, vuelve a tomar puesto en la mesa de los suyos, vuelve a trabajar sin descanso2 *. Por la no­ che, mientras los otros duermen, a la chita callando recoge las ropas sucias de todos y las lava; y cuando se pone en­ ferma la mujer de servicio, ella hace todos los trabajos y tan bien y expeditamente como para hacer pensar a los otros que la Virgen la ayuda en persona \ Lo hace todo sin violencias o torsiones secretas. De frente mismo al mundo de los afectos, permanece siempre la misma por la desenvoltura que se le concede. Imposible no amar a aquellos progenitores, hermanos, cuñadas y a aquellos traviesos niños que la agasajan y la consumen... a los niños especialmente, figuras minúsculas codiciosas, pero tan irresistibles, como para decir Catalina: “A aque­ llos, si la honestidad lo permitiese, les besaría de conti­ 2 G. D ’U rso, II genio di Sania Caterina (Roma 1971) p.63. 2 * La vida nueva se inicia bajo la insignia de la obediencia:

«... como verdadera hija de obediencia dejó rápidamente la celda y se fue a la mesa con los suyos...»: R 122 (Ra, lia ., I, p.89). Dranc subraya que en este período Catalina se mantuvo en espera de cono­ cer la voluntad de Dios, conservando la reserva exterior del silencio, excepto para sus familiares. Cf. Drane, l.c. 3 R 125 (Ra, l.c., II p.92). Proceso: « S e humillaba p o r Dios barriendo la casa, lavando las escudillas, haciendo las camas, encen­ diendo el fuego para cocinar, sirviendo a todos a la mesa, no obs^ tante que en casa había una criada pagada para estos se r v ic io s. Y puesto que sus padres... la reprendían ásperamente (y) la virgen pensó no abandonar estos servicios... se levantaba, por ta n to , dc noche, cuando los otros dormían» (Proc. p.286 par. 25-35).

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nuo” \ Así los familiares vuelven a encontrar una Catali­ na toda humana, no un simulacro congelado del clima de las estrellas en que ha vivido: he aquí la buena amistad con Lisa, mujer de Bartolomé, “mi cuñada según la carne, pero hermana según Cristo”. “Una mañana —escribe Joergensen— Lisa, sin decir una palabra a nadie, va a hacer confesión general en una iglesia apartada. Cuando vuelve, Catalina le dice: Lisa, eres una buena hija”; como la cuñada se muestra sorprendida, le hace ver que nada se le ha escapado; luego añade: “Te amo de todo corazón, y te amaré siempre, por lo que has hecho esta mañana”. Esta sencillez y naturalidad de modos y de relaciones humanas no excluye en realidad los hechos extraordina­ rios s. Parece, por el contrario, que el Señor se interesa en colorear con amplias pinceladas sobrenaturales aquella in­ timidad casera, semejante, en apariencia, a tantas otras. Los hechos de que hablamos son de dos especies: Los íntimos, desconocidos para los demás, y los vivibles y tan­ gibles para cualquiera. Y no raras veces los segundos son consecuencia de los primeros. En efecto, las distracciones de la familia no detienen en Catalina la frecuencia de la oración de quietud y del éxtasis: los circunstantes se dan cuenta. Una tarde, antes de la cena, Catalina está sentada al hogar, sobre el que se cierne la enorme campana me­ dieval que recoge el humo; y sobre el hogar está en fun­ ciones el asador con lo asado, que la muchacha gira cui­ dadosamente, pero su gesto es mecánico: alma y corazón están colmados de santos pensamientos, y el amor lleva la delantera. Manos y brazos se paran, los dedos se contraen, cerrándose con tal fuerza, que ninguno puede removerlos y la persona permanece inmóvil. Afortunadamente está presente Lisa, su buena cuñada, quien se da cuenta de todo, y asume la tarea de girar lentamente el asador. 4 Cf. Supl. I, II, 12 (SCaf II p.356). 5 «La virgen, pues —escribe Raimundo— estaba con el cuerpo en medio del mundo, mas con el alma estaba toda con su Esposo... Rebosante de amor como estaba, las horas que pasaba con la gente le parecían que no se acababan nunca»: R 124 (Ra, Ha., 1, p.7Uj.

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Cuando es la hora de la cena, la misma Lisa se ve oougada a bajar para servir a la familia, empresa nada rápida, porque ¿cuántos son los comensales? Tres generaciones de estos Benincasa... Se pasa de la placidez de Jacobo, siempre bonachón, al azogue de los más pequeños, y la pobre Monna Lisa tiene buen trabajo en contentar a todos. Con todo, su pensamiento permanece pegado a la dulce figura arrodillada junto al hogar y abandonada al gozo del don divino. De un momento a otro espera Lisa verla aparecer humilde y lista como siempre para ayudarla, y mira de soslayo la puerta; pero la muchacha no llega. En­ tonces quisiera darse prisa, porque no comprende bien de qué se trata: parecía muerta, tan inmóvil y blanca es­ taba... Sin embargo, el servicio es lo que es: hay que servir la mesa, arreglar la estancia en orden nocturno, meter en la cama a los niños, y Lisa hace todo esto, de modo que las horas pasan; luego, apenas está libre, vuelve a la cocina y... lanza un grito de espanto. ¡Catalina yace de bruces sobre las brasas encendidas!... — ¡Misericordia! ¡Se ha quemado viva! Se precipita, levanta el cuerpo exánime con espanto in­ menso y... se da cuenta que no está carbonizado, que no está quemado, que el vestido no está quemado y que no hay trazas de ceniza sobre ella... ¿Durante cuántas horas habrá estado sobre el fuego Catalina, que sólo ahora se despierta del éxtasis? Durante dos horas, acaso durante tres... Lisa se hace el signo de la cruz, mientras Catalina retorna a su humilde figura cotidiana, y se excusa de no haber ayudado a la cuñada ‘. Pero este hecho no es uno aislado: ocurren otros seme­ jantes. Un día en Santo Domingo 7, la virgen está postrada en éxtasis junto a una columna, donde hay pintadas cierj

R 127 (Ra, lia., II, p.94s). La iglesia de Santo Domingo se levantaba en lo alto, como ya se ha dicho, de modo que domina justamente el valle de Fonte Branda. Había sido comenzada en 1221 en el barrio de Camporcgiop y tuvo desde su comienzo un cuadro notable de Guido de Siena.

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tas imágenes sagradas, y en un intersticio de la columna una mano piadosa desconocida ha puesto una vela encen­ dida en honor de aquellos santos. La vela cae encima de Catalina y la llama continúa ardiendo sobre el velo que le cubre la cabeza. En torno silencio, el gran silencio de las iglesias vastas y pétreas en las horas en que no hay nadie. Una muchacha de rodillas, adornada de aquella inverosímil contraseña ígnea sobre su cabeza reclinada; ¿es ella también una es­ tatua, alguna imagen pentecostal esculpida al vivo en la piedra blanca y negra? Cuando pasa alguien, la llama aún está encendida, pero no ha lamido el velo negro, si bien la vela está consumida y finalmente se apaga. “Como si hubiera caído sobre una plancha de hierro”, comenta Raimundo de Capua'. Otras veces es Malatasca, el demonio, quien intenta usar el fuego para quemar a Catalina. Ella le llama así, porque “tasca” quiere decir bolsa, y se sabe que su intento es llevarse en la bolsa infernal las más almas que pueda ’. Puede ocurrir que la presencia demoníaca, invisible para los circunstantes, arroje llamas contra la débil figura de Catalina, la cual no se descompone, y solamente dice iró­ nica: “Malatasca, Malatasca”. En realidad, el único fuego apto para alcanzar a Catali­ na es el del Amor l0. El fuego hacia Dios enciende y man­ tiene despierto el del prójimo, y la familia se da cuenta bien pronto, porque las cosas de la despensa vuelan fuera que es una maravilla... ¿Quién vacía el armario de ese * R 128 (Ra, l.c., p.95). _9 Raimundo explica el nombre; él narra también como en otra circunstancia y peligro la Santa habría sido arrojada al fuego de­ lante de muchos de sus hijos espirituales, sin recibir daño alguno, mientras todos los presentes tuvieron gran miedo; cf. R 128 (Ra, l.c.J. 10 R 130 (Ra, l.c., p. 96): «El fundamento y la causa de todas sus obras era el amor, por esto el amor del prójimo dirigía todas sus obras».

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modo? Pasan los pobres, tocan a la puerta y se vuelven con bultos abundantes. Naturalmente, nacen las discusiones, no porque Lapa y Lisa sean avaras, esto no; pero se precisa orden en una casa fonda como la de Benincasa. Entonces habla Jacobo, y habla ex cátedra, como hace las pocas veces en que la autoridad es necesaria: —Ninguno se oponga a mi carísima hija cuando quiera hacer limosna, porque yo le doy mano libre para distri­ buir hasta todo lo que tengo en casa ". Decreto del jefe, que para Catalina es como invitar la liebre a correr. Y hay que decir que las ciudades medie­ vales están llenas de pobres, que vagan de puerta en puer­ ta. En ciertos siglos y lugares ser miserables es un derecho, hasta hay quien prefiere el inigualable privilegio de una libertad que excluya servicio, horario, ligazón de cualquier género. El mendigo es el único hombre verdaderamente libre del Medievo: un poco de harapos encima, aire libre, todos los caminos y las ciudades y los castillos son suyos; una mano siempre tendida, pan y vino no faltan nunca, y una especie de arrogancia, por ser justamente él el predi­ lecto del Señor. En Santo Domingo se le acerca un mendigo y le pide limosna: —Dispénsame, pues no tengo verdaderamente nada; pe­ ro volveré a casa y cogeré algo; espérame aquí. — ¡No! Sí puedes, dame algo en seguida, pues no puedo esperar. Catalina está en apretura; piensa y repiensa y en unos instantes se da cuenta que tiene en la mano su “Pater 11 Citado por R 131 (Ra, lia ., III, p.97). Una vez Catalina tuvo que disputar con su hermano Esteban y con toda la familia, por­ que había dado a los pobres un vino óptimo, que el padre había ordenado conservar. Sin embargo, obtuvo un milagro, haciendo reapa­ recer el vino (Proc., p.423, pár.5-25). Cf. aún: «Con permiso de su padre distribuía cada día a los pobres pan, vino, aceite, tocino y todo lo demás necesario para comer v vestir, en aran cantidad» (Proc., p.291 pár.10).

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serie de nudos, entre los cuales está ensam­ blada una crucecita de plata; la arranca y se la ofrece al pobre, quien se va todo contento. La noche siguiente se encuentra en oración y se le apa­ rece el Salvador, quien tiene en la mano la crucecita de plata, cubierta de gemas estupendas: — ¿La reconoces, hija? — ¡Sí, la reconozco!..., pero no era tan bella. —Ayer me la diste en un arranque de caridad, y Yo te prometo que el día del juicio te la mostraré como ahora, en presencia de los ángeles y de los hom bres...12

Otro día, también en Santo Domingo, se ha cantado ya la hora de tercia, y la gente ha salido. Catalina se ha entretenido más largamente, como suele hacer, junto con una compañera; y ahora, después de ha­ ber orado en la capilla de las “mantelatas”, desciende las gradas y se dispone a salir, se le presenta un pobrecito todo roto y medio desnudo, joven aún: —Por amor de Dios, señora, dame alguna cosa para cubrirme. —Espera aquí un instante, carísimo. Se vuelve a la capilla y ayudada por la cofrade se saca la túnica sin mangas que lleva sobre sí para abrigarse con­ tra el frío y luego se la da al pobre. Después de algún instante éste insiste: —Señora buena, ya que me habéis provisto de un ves­ tido de lana, ¿podréis darme aún alguna prenda de lino? —Sígueme y te daré lo que pides. Y llegada a casa lo provee lo mejor que puede con toda la ropa que encuentra disponible; y aquél insiste: —Ahora que me habéis vestido a mí, ¿podréis vestir a un compañero mío de miseria? Catalina está violenta, pero su gran “sentido de la caridad” no se enfada en absoluto por aquella insólita in“ R 134 (Ra, l.c., p.99s).

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discreción: daría su propio vestido si fuese lícito, pero, te­ niendo sólo uno, debería salir luego dando escándalo. Se excusa con el desconocido y busca la manera de conten­ tarlo, cuando de repente aquel sonríe y le dice: — Lo sé, lo sé que me darías todo lo que tienes... y se marcha. El coloquio termina así. A altas horas de la noche se le aparece el Señor Jesucristo bajo la semblanza del mendi­ cante indiscreto, y mostrándole una túnica pespuntada de joyas, le dirige la acostumbrada pregunta: — ¿Conoces, hija, esta túnica? — ¡Señor, yo te la he dado muy pobre, y ahora es una maravilla! —Tú me vestiste ayer desnudo con tanta caridad, Yo te daré ahora un vestido para proteger tu alma y tu cuer­ po: nadie lo verá hasta que seas vestida de gloria delante de los santos y ángeles. De la llaga del costado saca un vestido de color de sangre, radiante de luz, y se lo pone encima a Catalina. — He aquí el signo y la fianza del hábito de gloria que tendrás en el cielo... 15 Desde esta noche bendita Catalina está protegida invisi­ blemente y no siente más el frío, ni siquiera el hielo gran­ de del invierno, ni jamás se pone más ropa aun cuando tenga que caminar contra el aquilón helado u. u R 133-137 (Ra, l.c., p.100-103); Proc., p.293-294 pár.15-25. Caffarini no habla de la iglesia, cf. Supl., II, II, 1 (SCaf IV p.369s). 14 El hecho de que Catalina fuese protegida especialmente del frío, lo refiere Raimundo: R 137 (Ra, l.c., p.103).

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VI.



Así surge toda una tranquila y pequeña epopeya de ac­ tos generosos, que ella cumple a favor de quien la busca por la calle o también a la puerta de Fontebranda. Este es el primer contacto que tiene con el prójimo fuera de casa después de los años de la preparación. Mas le es fácil dar un paso adelante: no hay que esperar a los pobres en casa; es preciso hasta tomar la iniciativa en su favor y Catalina se hace a sí misma proveedora de los indigentes que no pueden o no quieren moverse'. “Por la mañana muy temprano iba sola a casa de aquellos miserables, lle­ vando trigo, vino, aceite y cuanto pudiera haber a mano” J. He aquí la historia de un hilo de paja que se convierte en plomo: una vez Catalina se encuentra enferma, está toda hinchada3, no solamente no logra andar por casa, pero ni siquiera puede levantarse. Confinada sobre su tarima, piensa continuamente en una cosa que ha sabido hace poco, acaso la tarde anterior. Allí cerca vive una viuda pobrísima, que tiene niñas y niños que saciar, y Catalina se la imagina ahora que despunta el día, con la cocina vacía y el fuego apagado.. . 4 No obstante estar agotada, la Santa se levanta. El sol no ha despuntado aún, todos duermen en casa, ella va 1 «Era generosísima con aquellos que sabía estaban verdadera­ mente necesitados, aun cuando no le hubieran pedido»: R 131 (Ra, Ha., III, p.97). R 131 (Ra. l.c.). Raimundo dice que Catalina llevaba estos víve­ res a la casa de los más pobres, y que encontraba siempre abierta la puerta por milagro del Señor. «Un día cayó enferma de modo que quedó toda hinchada»: « (Ra, l.c., p.98). R 132-133 (Ra, l.c., p.98-99) para todo el episodio.

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de acá para allá, amontona trigo, aceite, vino, condumio: lo que puede; lo transporta todo a su cuarto, se lo coloca encima como si tuviese cinco o seis brazos, luego se siente pesada como un peñasco, entre la hinchazón de la enferdad y la carga añadida. Desde lo alto de Santo Domingo repica la campana: es el Angelus, la señal del alba. Antes de aquel toque no está permitido circular por las calles, mas ahora Catalina se desliza fuera al aire fresco y de repente se siente ligera como si toda aquella carga fuese “un hilo de paja”; es su biógrafo quien habla así5. Va lista hacia la casa de la viuda y durante un trecho continúa sintiéndose muy bien, mas luego se ve forzada a acortar el paso: el peso se hace sentir más grande, aplastante..., peso de las provisiones y de la enfermedad, como si el hilo de paja se convirtiese en plomo, “tanto como para hacerle imposible seguir ade­ lante”. Es aún Raimundo de Capua quien nos lo dice, y añade: “Pero ella, creyéndolo una broma de su dulcísimo Esposo, recurre a El con confianza y para merecer más arrastrándose con dificultad, llega al tugurio de la pobrecita, encuentra la puerta entornada, la abre, descarga los víveres... pero levanta un poco de ruido y despierta a la mísera ama de casa” *. Se da cuenta, trata de huir como un cohete..., imposi­ ble: le faltan las fuerzas. Entonces, “afligida y sonriente dice al Esposo: “¿Por qué, oh dulcísimo, me has engañado así? ¿Quieres hacer saber mis tonterías a cuantos hay aquí?...”; y luego, vuelta al propio cuerpo, ordena: “ ¡Ca­ mina, aunque tuvieses que morir!” Casi a cuatro patas se arrastra fuera, mas la beneficiada tiene tiempo de reconocer un hábito blanco y negro que desaparece, sin concretar más la persona. Quién sea, lo comprende después, reflexionando7. Catalina, agotada, sos­ tenida más sobrenaturalmente que por las fuerzas corpo5 R 132 (Ra, l.c., p.98). ‘ R 133 (Ra, l.c., p.98s). 7 Así lo narra en sus detalles Raimundo, pár.133 (Ra, l.c.).

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antes que el sol se haya destacado del horizonte, sube a su cuartucho y se echa en la tarima \ Mas sus iniciativas predilectas y más importantes son en favor de los enfermos. Y esos enfermos son aún más numerosos que los men­ digos, y frecuentemente obstinados en una independencia terapéutica, que es su ruina. Con todo, Siena, bajo este aspecto, está entre las ciudades más organizadas del tres­ cientos i cuenta fácilmente con dieciséis hospitales, algunos destinados a los peregrinos, otros a los ciudadanos y cla­ sificados según las enfermedades. Entre todos se destaca el hospital de Santa María de la Escala9, edificio amplio en proporción a los otros de su tiempo y situado con honra en la proximidad de la catedral. La fachada de piedra y ladrillo, de la estructura alargada bien conocida, rasgada por grandes ventanas con ajimez, encierra salas, capillas, y dos vestíbulos dentro de los cuales se articula la vida del hospital. Descuella el Salón de la Enfermería, con sus arcadas corintias y el singular ciclo de frescos que exalta la misión hospitalaria; la iglesia de Santa María de la Es­ cala, que hoy vemos en la versión del cuatrocientos, tenía ya vida desde la mitad del doscientos. Aún hoy bajo el hospital tiene su sede la Compañía de Santa Catalina o s «Sus enfermedades no se regulaban según el orden natural, mas según que lo permitía el Altísimo»: R 133 (Ra, l.c., p.99). «Cuando la caridad la empujaba a alguna cosa, o era constreñida a referirse a alguna acción llevada a cabo por ella, o en sí misma o en relación consigo, para edificar al prójimo, hablaba de ello como de otra persona» (Proc., p.117 pár.5-10). 9 Era notable en la Siena del Trescientos el espíritu de asisten­ cia a los enfermos, y se mantuvo así en varias ciudades toscanas tam­ bién en los siglos siguientes. Entre las muchas pruebas, se cita fre­ cuentemente la institución de las «Misericordias» ciudadanas, aun Hoy florecientes. El hospital de Santa María de la Escala era en Siena el más célebre de todos; la leyenda dice que fue fundado en el siglo ix por un ciudadano llamado Sorore. El primer documento cierto es de 1088, y su nombre reza «Santa María ante-gradus». En un primer tiempo dependió del Capítulo de la catedral de Siena. En el siglo xiv se añadieron partes nuevas, especialmente en tomo Jl 1356. En el interior de la parte antigua, o «Pellegrinage», hay frescos de Velletri, de Domenico de Bartolo, de Priamo della Fonte.

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Compañía de la Noche, con su oratorio y la celdita en que reposaba la Santa después de la asistencia prestada a los enfermos. En el trescientos ningún otro asilo compite con éste, y algunos otros son más bien pequeños refugios para enfer­ medades infecciosas, aborrecidas y evitadas por quien tie­ ne piernas para estar lejos de ellas. Uno de éstos es el hospital de San Lázaro l0, reservado a los leprosos, fuera de la Puerta Romana. Una pobre señora, muy enferma, se llama Tecca “ y habita en un tugurio suyo, donde se cura celosamente a su modo por mucho tiempo; después se da cuenta que el mal aumenta y que la gente caritativa disminuye y tam­ bién los medicamentos y el poco pan que le traen...: en resumidas cuentas, se ve obligada a refugiarse, y justa­ mente en San Lázaro12, porque su enfermedad es calificada de lepra. Las curas en San Lázaro a la verdad no son milagrosas y el terrible mal vence, esparciéndose por todo el cuerpo. En este momento, aun los adictos al hospital, que son bien pocos y generalmente voluntarios y más bien visitadores piadosos, sienten espanto y se largan. Tecca, en su aisla­ miento, ha venido a ser un símbolo viviente de peligro de muerte. En una ciudad de gente sensible como es Siena el hecho se hace resabido; todos hablan de él y nadie hace nada y el asunto llega a Catalina. Esta parte derecha desde Fontebranda, atraviesa todo el hábitat, traspasa la Puerta Ro­ mana y se presenta a Tecca. La visita “sin cumplidos”, se cerciora de que por desgracia es leprosa de verdad, en cuanto ha podido comprender, y después la acaricia mienQ . J o e r g ., 1.II, II, p .1 2 8 . 11 El Proceso dice «mulier quaedam, Cecha nomine» (cierta mu­ jer, llamada Cecca). 12 Ni Raimundo ni el Proceso dicen que fuese el hospital de San Lázaro, sino que hablan genéricamente de un asilo. Es proba­ ble, sin embargo, que fuese justamente San Lázaro, dado cJue.,?e trataba de lepra: «de la cabeza a los pies llena de una horrible sarna» dice el Proceso, p.287 pár.35. 10

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atolondrada, y luego la lava y le pre­ para de comer; y aquélla se pone a bendecirla, no creyendo lo que ha visto y ve ‘5. Mañana y tarde recorre así dos millas largas de ida y dos de vuelta para acudir a la comida, a la cena y acostar a su protegida. La cual, como es fácil en casos de este gé­ nero, pasa de las lágrimas de estupor y reconocimiento a una especie de hábito por el cual le parece natural que la joven obre así; y del hábito a una forma de derecho, como si la joven estuviese obligada a hacer aquello que hace: por ello, a su modo pretende fidelidad al horario y entrega ple­ na. Luego pasa al cuarto grado, esto es, del derecho, a los celos, y no tolera infracciones de la regla. Todo esto es profundamente humano y diría que casi típico en una vieja abandonada de todos, exasperada de padecer, quien ve en Catalina el único tesoro que le ha quedado y se aferra a ella morbosamente. Si Catalina se detiene en la iglesia y llega pasada la hora, Tecca se hace sarcástica: “ ¡Oh qué gentil es esta reina que se pasa el día en la iglesia de los hermanos! ¿Has estado allí, señora, toda la mañana con los Hermanos? ¡Por qué no os saciáis jamás de aquellos Hermanos!” Y Catalina: “ ¡Oh madre buena, no os inquietéis, por amor de Dios; hagamos ahora en seguidita lo que necesi­ táis...” Enciende el fuego, pone la olla a cocer y entretanto arre­ gla, limpia y trabaja sin descanso. Mas cuando luego, des­ pués de haber contentado a Tecca, vuelva a casa, le espera la propina de mamma Lapa: “ ¡Te cogerás la lepra, verás!” Y acontece aquí otra súplica y toda una dialéctica filial para arrancar a la madre el consentimiento de tornar a Tecca. Un día se mira las manos, y si no lanza un grito, es u R 143-146 (Ra, Ha., IV, p.107-110), también para lo que si8«e (Proc., p .287-288). «Por el horror y el hedor de su enferme­ dad —dice el Proceso— nadie quería acercarse a curarla».

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porque justamente es Catalina: las manchas de la lepra son evidentes ¿Desistir y curarse para cortar el mal en sus comien­ zos? No, Catalina continuará asistiendo a la desdichadísi­ ma Tecca, “más bien preferiría ser cubierta por la lepra antes que volver atrás de la obra comenzada, puesto que desprecia como fango el propio cuerpo” 15. Y pasan los días y la vieja se agrava y, en presencia de Catalina, que la conforta fuertemente, exhala el último aliento. Ahora se trata de cambiarle la ropa que lleva encima, como se hace habitualmente con los muertos, y Catalina se apresta para la tarea. A medida que la despoja y la reviste, el ho­ rrible cadáver llagado y pútrido antes de tiempo se le muestra en todo su horror, pero Catalina cumple el traba­ jo y acompaña a la vieja “amiga” a la sepultura. Apenas ha bajado el cuerpo a la fosa, logra mirarse las manos juntas en la oración... ¡Grandeza de Dios! ¡Están blancas y sanas como antes, las manchas funestas se han borrado y no aparecerán más en ellas! Y a este período pertenece otra aventura de Catalinal6: otra asistencia, transferida al mero campo del espíritu y en el modo más original. Quién fuese la vieja Sor Palmerina, lo sabía ya un poco toda Siena. Acaso perteneciera a la vieja estirpe de los Palmieri, cuyo nombre noble existe aún hoy, o en todo caso tenía algo que ver con aquella familia, de la que pro­ viene también el celebérrimo Mateo Palmieri. Palmerina era una benefactora del hospital de la Misericordia, fun­ dado hacia mediados del doscientos por el Beato Andrés Gallerani, y situado en la calle que hoy se llama de la Sapienza. Después de haber donado generosamente lo suyo en be14 « ...e l antiguo adversario... hizo de modo que la infección se agarrase a las manos de Catalina»: R 145 (Ra, l.c., p.109). 15 R145 (Ra, l.c.). 16 El episodio está en R-147-149bis (Ra, l.c., p.110-112), y en el Proceso, p.42 y p.290 muy sucintamente.

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nefl2ÍW ^^^quelIa casa de misericordia ", Palmerina ha­ bía ingresado en las Hermanas Dominicas de la Penitencia, y allí había conocido a Catalina. A este punto hay en nuestro relato una breve zona im­ penetrable; es decir, el porqué de una cierta aversión —es­ cueta y tenaz—, que Palmerina había concebido contra la virgen de Fontebranda. Mas, aun sin conocer las razones, tenemos que decir que también aquí entramos en un cam­ po bastante común, esto es, en el fermento desgraciada­ mente también frecuente de hostilidad entre una genera­ ción y otra, y en este caso entre una vieja acaso demasiado rígida y estrecha en sus pensamientos y modos y una joven toda fuego y de una profunda actividad de espíritu Catalina hacía lo posible para limar las aristas; mas la otra, firme. Hablaba lo más mal que podía de ella en pri­ vado y en público, y en todo mostraba los signos extraños de una hostilidad, que tanto más dañaba a la joven cuanto provenía de una persona de suyo estimada y considerada como bienhechora. Catalina sufría, no por sí, sino por aquella contradic­ ción al amor. Consideraba grave la condición del rencor en que veía a la cohermana y temía un gran daño por aquella infeliz, tanto que enredó la posición, y, como acos­ tumbraba hacer cuando las cosas del mundo no se ponían por sí mismas en su sitio, se dirigió al Señor, a fin de que tocase el corazón de aquella vieja. Sin embargo, de momen­ to no hubo arrepentimiento. Con el tiempo Palmerina se puso enferma y la solicitud de Catalina se reduplicó: la vi­ sitaba, le decía cosas buenas, le sonreía..., la otra más seca que nunca; y en tanto se agravaba, y ni siquiera se daba cuenta del propio estado, así que se disponía a morir 17 Era costumbre en la Siena de aquel tiempo que los hospitales fuesen mantenidos únicamente gracias a la generosidad de hombres y mujeres que consagraban todo, personas y haberes, a las obras de caridad. 11 Raimundo da de ello una explicación sobrenatural: «...estaba retenida y ligada por un extraño v oculto vínculo con el diablo...»: R 147 (Ra, l.c., p.110).

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sin sacramentos". “Con el pecado sobre el alma” tem­ blaba Catalina, y el pensamiento de ser justamente ella la ocasión de la culpa, le hacía consumirse de llanto. “¿Qué habré hecho contra ella sin darme cuenta?”; se examinaba, se reprochaba y entre tanto Palmerina bajaba lentamente hacia la muerte. — Señor —suplicó la joven entre lágrimas— sería para mí mejor no haber nacido más bien que, por mi causa, se condenen almas redimidas por tu sangre. Ciertamente, mis pecados son la causa de tanto mal..., mas Tú, Señor, libra a mi hermana de la muerte eterna... Con todo Palmerina permanecía sombría e impenetra­ ble, y perdía más y más las fuerzas “. En sus visitas Cata­ lina anhelaba una sonrisa de aquel rostro consumido, una mirada de paz. Un día se echó por tierra y gritó: “ ¡Señor, si no me concedes misericordia por mi hermana, no me muevo de aquí; me sacarán muerta!” Se entabló una gentil y secreta pelea entre la gracia y estas dos almas tan diversas. El Señor, como hará otras veces, se complugo en estrujar la caridad de Catalina en toda su fragancia que El mismo le concedía, y permitió que ella insistiese con una fidelidad integral: característica ésta que se revela típica de las relaciones entre Dios y el alma de la virgen sienense. Más de una vez sucederá que en el coloquio místico Catalina será el abogado de los culpables, y Jesús se hará de rogar, aun suscitando y potenciando El mismo la generosidad de ella, como por delicada industria divina, con el fin de perfeccionar aquel chorro de caridad superior e incansable, y oír luego la súplica con plena dul­ zura. Así acaeció también esta vez y Catalina intuyó en un cierto momento que la gracia estaba concedida. Entonces 19 «El justísimo Juez... dejó pesar tanto la mano de su justicia.que, agravada de repente, corría el riesgo de morir sin sacramentos»: R 148 (R a , l.c., p .lll). “ «Entre tanto el Esposo celestial le decía que su justicia no podía dejar sin castigo un odio tan inveterado»: R 148 (Ra. l-c,> p.112).

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voló a casa de su pobre enemiga y la encontró conmovida en lo profundo, toda signos de buena acogida y de afecto particular para con ella. Casi ya no hablaba, ¡pero las miradas y las sílabas eran tan elocuentes! Y después pidió confesarse y “jadeando” 21, como dice Raimundo de Capua, se acusó de su pecado con profunda contrición de corazón y recibió la eucaristía y los otros sacramentos. Luego en­ tornó los ojos, reclinó la cabeza sobre la almohada, y fue otra Palmerina: una dulce moribunda, que sonreía con la paz del Señor. Después que hubo muerto, el Señor mostró a Catalina su alma salvada, y era tan bella que la joven no se can­ saba de alegrarse y de dar gracias a Dios, y llorar de feli­ cidad. —¿Ves tú —le dijo Jesús— cuán espléndida y cara es un alma en la luz? Te la he mostrado a fin de que te infla­ mes siempre más en el trabajo por la salvación de las al­ mas según la gracia que se te ha dado. Y Catalina: —Señor, concédeme la gracia de vislumbrar en el futuro la belleza de las almas a las cuales me acerque, a fin de que pueda hacerles mayor bien. El Señor accedió: —Has despreciado la carne, te has dado toda y comple­ tamente a Mí que soy Sumo Espíritu..., has rogado tanto por Palmerina,.. Yo doy a tu alma una luz que te permi­ tirá entrever lo bello y lo feo de las almas. Y no sólo de las presentes a ti, sino aun de las lejanas, cuya salvación anheles. . . a Sin saberlo, Catalina recibió en aquel momento una con­ traseña precisa para su actividad futura, en cuanto esta intuición sobrenatural de la verdad ajena le daría la posi­ bilidad de conquistar una confianza granítica de parte de * |1 4 9 b is (Ra, l.c.).

R 149bis-150 (Ra, l.c., p.113).

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quien se hubiese dado cuenta. Esto ocurrirá más de una vez, y los incrédulos, viéndose “leídos” claramente por Catalina, jurarán por ella. Entre tanto, hacia el fin de 1368, Jacobo Benincasa se puso enfermo31 y Catalina suplicó al Señor: —Señor de misericordia, ¿cómo podré soportar el pen­ samiento de que el alma de mi querido padre, que me nutrió, me educó y me ha querido tanto, deba de sufrir en las llamas del purgatorio? Si tu justicia debe de seguir su curso, vuélvela contra mí, te suplico, y seré feliz. Y tuvo lugar el don misterioso: las penas debidas por Jacobo le fueron concedidas a Catalina bajo la forma de un dolor continuo que ella acogió jubilosa y que le duró hasta la muerte 24. Jacobo expiró serenamente, y mientras Lapa y sus hijos se abandonaban al llanto, Catalina lo amortajó, lo veló y casi envidiaba aquel su tránsito feliz; cuanto más le dolía la separación terrena, tanto más irra­ diaba en ella el consuelo de que él hubiese ya subido a la gloria de Dios. Era el 22 de agosto de 1368 “. 23 Durante esta enfermedad Catalina suplicó a Dios por la vida de su padre, mas habiéndole mostrado el Señor que era llegada su hora, ella se lo reveló a Jacobo, quien con serenidad y confianza se preparó a morir. Esto fue un gran consuelo para Catalina, unida a su padre por un vínculo profundamente espiritual: R 220 (Ra, lia., p .m s). 24 «Acepto tu petición —respondió el Señor— ... mas tú, mientras vivas, soportarás por él las tribulaciones que te mandaré»: R 221 (Ra, l.c., p.172). «En el mismo instante que el alma de Jacobo salió del cuerpo, la virgen se sintió oprimida por un dolor a los costados, que soportó durante toda su vida; no hubo nunca un momento que no lo sintiese, como ella y sus compañeras me lo han repetido mu­ chas veces, y como yo y los otros que estábamos con ella hemos podido ver...»: R222 (Ra, l.c., p.172). “ Catalina se alegró a la muerte de su padre, cuidó de arreglar­ lo y de consolar a la familia llorosa; cf. R222 (Ra, l.c., p.172). En el Proceso, Caffarini escribe: «Cuando ocurrió la muerte del padre, mostró una gran alegría, y mientras todos los otros lloraban, sólo ella se alegraba y exultaba en el Señor, porque le había sido reve­ lado que su alma había ido al cielo...» (Proc., p.42-43 pár.30).

VII.

COMIENZA LA
Al año 1368 remontan los alborotos políticos de Siena que cambiaron la vida y condición de los hermanos de Catalina. En octubre, el pueblo, azuzado por los nobles, se levantó tumultuosamente contra los “Doce”, que gober­ naban desde 1355, e invadió el palacio sin encontrar casi resistencia. Entonces los nobles quisieron restaurar el antiguo go­ bierno del “Consulado sienés” con trece cónsules, diez de ellos sacados dos a dos de cinco grandes f a m i l i a s : los Salimbeni, los Malevolti, los Saracini, los Tolomei, los Piccolomini; mas los jefes del partido popular no se resignaron a verse en una tan grande minoría, y continuó la lucha, tanto que las partes se decidieron a nombrar árbitro al emperador Carlos IV. Este mandó como legado imperial a Hunguero Malatest a 1 con ochocientos soldados alemanes, a lo que la noble­ za, celosa de la independencia cívica, hizo tocar las cam­ panas y llamó a las armas. La sangre corrió por las calles de Siena reconquistadas, y fueron eohados fuera primero los alemanes y luego tam­ bién los nobles del partido popular que estableció el go­ bierno de los quince Reformadores (ocho plebeyos, cuatro escogidos del partido de los Doce y tres del partido de los Nueve) 2. 1 Hunguero Malatesta murió en el 1372, y «con su muerte sobre­ vino un gran daño, pues era un hombre valeroso, como han sido siempre los Malatesta», así M u r a to r i , Attnali d’Itdia, año 1372. 1 He aquí los eventos que remontaban al 1355 y hablan origi­ nado el gobierno de los Doce: el 25 de marzo de 1355 los Tolomei, Malavolti, Piccolomini, Saracini y algunos Salimbeni movieron pueblo a la rebelión contra el gobierno de los Nueve, quienes do65 } .— C atalina de Siena

Pero no hubo paz aún. Los partidarios de los Doce, con el fin de recuperar el poder, se aliaron con algunos nobles y juntamente volvie­ ron a llamar a Carlos IV, quien vino personalmente a la cabeza de milicias escogidas y pretendió cuatro modos de influencia del campo y la fortaleza de Talamón \ ¡Hubiérase visto entonces a los del pueblo indignados echarse contra los guerreros imperiales y entablar una refriega por no menos de siete horas en torno al Palacio Público en la gran plaza y en las adyacentes callejuelas tortuosas! Car­ los, desde las ventanas del Palacio Tolomei, siguió ansioso los aspectos sucesivos de la lucha, que se renovó diez ve­ ces, y, cuando ésta se desplazó hacia el cinturón de las murallas de la ciudad, permaneció en escucha temblorosa: los gritos y el sonido de las trompetas se alejaban: los im­ periales habían sido expulsados. Carlos entonces se tras­ ladó al Palacio Salimbeni, considerado como la casa fuerte más provista de Siena, y de suyo casi inconquistable, y allí esperó los eventos en gran angustia: “El emperador —dice la crónica de Neri de Donato— solo, en el palacio de Salimbeni, estaba en vil temor. Lloraba, rogaba, abraza­ ba a todos, pedía perdón por el error cometido y ofrecía minaban desde hada largos años, logrando mantener el poder en un círculo restringido. Tuvo entonces lugar un paréntesis imperial, en el cual Siena fue dada al representante del Emperador; pero más tarde el pueblo invadió el palacio e impuso el régimen de los Doce: «Y hasta el presente han tenido los Doce sus pequeñas artes y puéstolas en el oficio...» (V il l a n i ), manteniendo, sin embargo, el «patriarca» imperial. Hubo un «crescendo» de agitaciones, y, des­ aparecido el patriarca, el poder pasó completamente a manos del pueblo, por el antagonismo entre los Tolomei y los Salimbeni: la formación de los Doce se afirmó definitivamente. Cf. V il l a n i , Cró­ nica 1.4 c.21 y 81-82; 1.5 c.20.29.35.36.55. En septiembre de 1368 los nobles arremetieron contra este gobierno e instauraron una Se­ ñoría formada por trece miembros, diez de ellos nobles, que fue derribada inmediatamente con la restauración de los Doce. En di­ ciembre de 1368 fueron instaurados los quince gobernadores, ele­ gidos de entre las diversas facciones. 1 El partido popular se onaso violentamente, y entonces el em­ perador llamó como árbitro al Legado pontificio y a otros dos comi­ sarios. El pueblo, temiendo que quisiese vender Siena a otros domi­ nadores, se insurreccionó.

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a todo» el perdón”. Decía que le habían engañado los Doce, los Salimbeni y hasta el legado Hunguero Malatesta; y lo que había sucedido no era por mandato suyo. Ahora él jadeaba por salir de Siena, mas no tenía ya dinero ni caballos; y le aconteció bien que el capitán del pueblo le restituyó una parte de sus riquezas, de las cuales ya se había adueñado la plebe. Entonces pensó en la partida, pero antes exigió dinero en reparación por la gran villanía usada con él y en com­ pensación de los favores que había concedido. Le pregun­ taron que cuánto y respondió que veinte mil florines de oro a pagar en cuatro años; la ciudad desembolsó los pri­ meros cinco mil, así que se alejó con su gente \ Todos estos eventos repercutieron sobre la familia de los Benincasa, porque los hermanos de Catalina pertene­ cían al partido de los Doce, y se vieron gravemente com­ prometidos. Sus victoriosos enemigos les deseaban para vengarse y les buscaban para maltratarles o acaso matar­ les y he aquí que llega jadeante un amigo a la “Fulónica”: “Viene hacia aquí toda la mesnada, os llevan a la cárcel; corred conmigo a la iglesia de San Antonio, refugiaos allí; ¡ya hay allí otros muchos!...” Pero Catalina, que se en­ contraba presente: —A San Antonio de verdad no nos vamos; me llora el corazón por los que están ya allí. Venid conmigo sin miedo. Se echó sobre las espaldas la capa y salieron todos co­ rriendo tras ella, pasmados porque veían a dónde se dirigía: justamente hacia la zona ocupada por los vencedores. Se encontraron en medio de los adversarios, y éstos, al ver a Catalina, se retiraban a un lado y se inclinaban res­ petuosos, y ella, seguida de sus hermanos, prosiguió como un tiro de flecha hasta el hospital de Santa Mana, donde les dejó al director en custodia. —Estaos aquí escondidos durante tres días; despues, re­ tomad seguros a casa ’. 4 Era usual que se pidieran y se concedieran indemnizaciones de este género. . 5 No es segura la fecha de este episodio.

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Pasados tres días, el caprichoso pueblo de Siena estaba tranquilo como un ebullómetro apagado, y los Benincasa volvieron a casa, mas los sieneses que se habían refugiado en San Antonio, ¡ay!, parte habían sido asesinados y parte yacían en prisión. Como conclusión les vino a los herma­ nos de Catalina una multa de cien florines; pagada ésta, tuvieron paz.

Con todo, no volvieron a encontrar la prosperidad, y sólo Bartolo, en cuanto se sabe, tuvo aún parte en la polí­ tica, siendo de los Reformadores, es decir, del gobierno, en el año 1370‘; pero el mismo año emigró a Florencia junto con los hermanos menores Esteban y Benincasa, de­ jando sus hijos pequeños en Siena confiados a mamma L apa7. De la tintorería se ocuparon otros de la familia y Catalina permaneció en la “Fulónica” aún por largos años, mientras en Florencia los hermanos no lograban gran co­ sa y se veían reducidos más bien a una vida pobre'. Con los hermanos había partido también Lisa, la buena cuñada confidente, y fue un gran vacío, compensado, sin embargo, por el florecimiento de amistades en torno a Ca­ talina. Al principio se le habían acercado bien pocos; el primero había sido su confesor Tomás della Fonte’, el 6 El nombre de Bartolo estaba entre los «defensores» en mayo de 1370. 7 En este período Lapa se sintió afligida por la ausencia y el silencio de los hijos. Catalina escribió: « ...y no quisiera que se os quitase de la mente el corregiros de vuestra ingratitud..., esto es, del deber que tenéis con vuestra madre, a la que estáis obligados por mandamiento de D io s...» (Carta 18 Tomín). ' En Siena la familia no gozó de prosperidad en adelante: Lapa tuvo que ir a vivir en una casa de Vía Romana. En cuanto a los hermanos, por una carta de Catalina, n.20 Tomm., parece que Benin­ casa se encontrase mal: «Consolaos, consolaos, caro hermano, y no desmayéis bajo esta disciplina de D ios...» Tal indigencia alegró es­ piritualmente a Catalina: «Era tan amiga de la pobreza... que no pudo nunca consolarse por su casa mientras la vio en la abundancia»: R 81 (Ra, la., IX , p.52). ’ Fray Tomás della Fonte fue durante quince años confesor de la Santa.

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Hermano de Santo Domingo poco mayor que ella, el cual como hemos dicho, habiendo quedado huérfano de niño’ fue acogido por los Benincasa y luego se había trasladado al convento. Convertido en confesor de Catalina, tuvo oca­ sión de llevar a visitarla a algunos de sus Hermanos en religión: a Tomás Caffarini10, a Bartolomé Domenici" y otros; por lo demás, todo el grupo de hombres y mujeres que se reunieron poco a poco en tomo a la virgen de Fon­ tebranda tuvo, durante el primer período, este doble ma­ nantial. la comunidad de Santo Domingo y la congrega­ ción de las Hermanas de la Penitencia. Un tercer crisol fue el hospital de Santa María de la Escala, donde más tarde se unieron otros en virtud de ocasiones y episodios muy variados. Tomás Caffarini bajó con Tomás della Fonte a la FuIónica, la primera vez no sabemos bien en qué año y esta­ ción, y se encontró sentado a la gran mesa hospitalaria de Jacobo. Estaba también Catalina, la cual había servido a los otros y luego se sentó en su puesto; mas se veía bien que estaba allí para simular y no para comer. Justamente porque no podía refrenar su amor íntimo, se puso a razo­ nar sobre Dios con aquel su modo de hacer sonriente que parecía como si trajese siempre buenas noticias, y Caffa­ rini quedó edificado. Había oído contar tantas cosas de ella, pero no se la imaginaba tan persuasiva y tan viva en el decir; sus ojos resplandecían de inteligencia y la voz 14 Catalina mandaba crucecitas de flores a Caffarini por niedio de Tomás della Fonte; Caffarini ha explicado también el signifi­ cado profundo: la cruz, la maternidad respecto de las almas, la riqueza misma de las obras y de las palabras a las cuales animaba a los discípulos. Cf. Proceso p.36. Caffarini fue precioso para la Santa como intérprete de la Sagrada Escritura, la conoao profunda­ mente y a veces la confesaba. _ .. " Bartolomé Domenici o Bartolomé de Siena conoció a Catalina a través de Tomás della Fonte, del cual era secretario. La conlesaba y se interesó profundamente por su espíritu. Fue lleva o a Catalina cuando ella vivía en la celdita de la casa paterna, con puer a y ventanas cerradas, y dos tablas como yacija: la conocióhasta 1380, año de su muerte. No estuvo siempre T O ndla.m astre^ en temente estuvo a su lado en los viajes (cf. Prod., p285 p&r>¿V). 69

sonaba singularmente agradable y penetrante. De aquella comida él se llevó, como si fuese una reliquia, una reba­ nada de pan cortada por Catalina12. Entonces no preveía que, durante toda su vida, habría de trabajar para dar a conocer amplia y profundamente los valores extraordinarios contenidos en el pensamiento, en la santidad, en los dichos y hechos de aquella jovencita. El escribirá el Supplementum con la intención de comple­ tar la Legenda maior de Raimundo de Capua, y dejará luego en el Proceso un testimonio señalado. Bartolomé Domenici13 bajó también a la Fulónica en compañía de Caffarini y fue, mientras vivió, un amigo devoto y seguidor de Catalina. Entre tanto las Hermanas de la Penitencia aprendían a conocer a Catalina, y entre las menos ancianas y más asi­ duas en venir a ella figuraba Aleja, viuda de uno de los SaraciniM, es decir, perteneciente a una de las cinco o seis familias más nobles y poderosas de Siena. Apenas quedó viuda, sin hijos y aún joven, había distribuido sus bienes a los pobres y había entrado a formar parte de las Her­ manas de la Penitencia, continuando con todo su vida, al menos durante un primer tiempo, en la familia del marido en la vieja residencia de los Saracini 15. El cabeza de famiu Cf. Proceso, donde narra la alegría constante de Catalina, y cómo obtuvo pan a través del confesor (Proc., p.37); Caffarini con un trocho de pan y flores de Catalina obtuvo ayuda espiritual (Proc., p.39). IJ «Cuando la conocí — escribe Domenici— , ella era joven y su rostro parecía dulce y alegre; también yo era joven y, sin embargo, nunca sentí el embarazo que habría experimentado delante de cual­ quier otra muchacha; más aún, cuanto más trataba con ella, más se me apagaban las pasiones humanas en el corazón» (Proc., p.297 pár.15). Era entonces hermano de religión de Fray Tomás della Fonte, y juntamente comprobaron la intuición profética de Catalina, que supo decirles lo que acostumbraban hacer al fin de la jomada (cf. Proc., p.295). 14 « ...u n a hija y compañera suya espiritual, llamada Aleja, la cual es ahora bienaventurada en el cielo con ella»: R 228 (cf. Ra, lia ., V II, p.179). u Aleja retenía durante largas semanas a Catalina en su casa, y el vínculo que le unía era tan profundo, que Catalina «en con­ secuencia no le perdonaba nada» (a Aleja). Recuerda de uno de

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lia, Francisco, vivía aún y era casi octogenario; un hom­ bre peligroso, habiéndose hecho de ánimo fiero y ajeno a la Iglesia, después de haber sido en su juventud un altivo camorrista, como entonces se acostumbraba. Y no se ex­ cluye que Aleja, tan humilde y espiritual como era, se hubiese quedado en la familia con la esperanza de hacer el bien a los miembros de la misma. Igualmente fue amiga otra Catalina, de apellido Ghetti o Cughetti, que figura en el registro de las “Hermanas” como sobrina de Catalina Benincasa Las compañeras de Catalina con el tiempo usaron entre ellas un tono familiar y jocoso, autodenominándose por ejemplo “Juana Loca” (dei Pazzi), “Cecca Tonta”, “Aleja Gordota” ... 17. En el cenáculo naciente se insertó después, hacia el 1368 ó 1369, de un modo inesperado otro personaje: Fr. Laza­ rino de Pisa, franciscano docto, gran “lector” (profesor) de filosofía, mandado por su Orden a Siena para que en­ señase; enseñaba, en efecto, con un ruidoso éxito No conocía a Catalina, mas la criticaba fuertemente de oídas y esto ocurría aún en el período en que la joven vivía reti­ rada dentro de su propia celda; pero, habiéndose divul­ gado la voz de sus ayunos y de tantos hechos extraordina­ rios, el hombre de ciencia no se resignaba, antes al conaquellos días el milagro de la multiplicación del pan, obtenido por Catalina. Aleja acostumbraba dar pan en abundancia a los pobres. Un día faltaba la harina, mas Catalina le aconsejó amasar la poca que había quedado; aún más, lo hizo ella misma. Y los panes fueron tan numerosos como para llenar el lecho donde Aleja descansaba, y hacerle exclamar: «Madre, el lecho está lleno, no sé dónde estar» (cf. Proc., p .292-293 pár.35-20). , 16 En el registro de las Hermanas de la Penitencia figuraba es­ crito: «Sobrina de Santa Catalina (Proc., MS fol.28 restum». Sin em­ bargo, no se sabe de quién fuese hija. Cf. D ran e, V III, noto a la p.107. Acaso Caffarini en los dos episodios narrados se refiere a Aleja y a Catalina Ghetti, o también a Aleja y a Francisca Gon, otra amiga: «tomando consigo dos de sus compañeras de Jas de mas con­ fianza...» y aún «Dos de sus más íntimas compañeras fueron...» Cf. Supl., I, II, 17 y 18 (SCaf II p.360 y 361).



Las cartas están salpicadas de tales apodos usados frecuent

mente como firma. , , . , n T__ " Proc., p.331-334. Aunque fuese franciscano, el P. Lazarino era un profundo seguidor de Santo Tomás.

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trario murmuraba y criticaba ásperamente. Una tarde avan­ zada dijo a Bartolomé Domenici: “Vamos a ver a Cata­ lina” ”. Fray Bartolomé accedió, “creyéndole tocado de una se­ creta compunción”, y en cambio era al contrario, porque fray Lazarino quería someter a prueba a la taumaturga. “Entramos en la celda; Lazarino se sentó en un taburete, Catalina en el pavimento como acostumbraba, yo me que­ dé de pie. Permanecimos durante algún tiempo en silen­ cio, luego Lazarino dijo: — He oído hablar mucho de vuestra santidad y de la gran inteligencia de la Sagrada Escritura que Dios os ha dado... —También estoy yo contenta de veros, espero que nues­ tro Señor os mande aquí para enseñarme también a mí algo, y ayudar a mi pobre alma; os ruego que lo hagáis, por amor de Dios. Se pusieron a hablar y se alargaron mucho. Al anoche­ cer Lazarino se despidió, diciendo con un fondo de indi­ ferencia y casi por mera cortesía: —Volveré a una hora más conveniente. Ella se arrodilló y pidió la bendición: —Padre, encomendadme al Señor. —También vos encomendadme Siguió una noche extraña. Lazarino lloró largamente en el silencio de su celda, y sin saber por qué desde el prin­ cipio: se abandonaba a un flujo de emoción profunda sin saber dónde le habría de llevar y —cosa aún más nota­ ble— de dónde procediese. ¿Qué habría hecho él para en­ contrarse tan turbado? Vino el alba, transcurrieron las horas de la mañana... Lazarino no consiguió pronunciar en el aula una de aque” Era la vigilia de Santa Catalina mártir. Los dos religiosos de­ bieron dirigirse a fray Tomás della Fonte, para obtener el permiso de hablar con Catalina, que por aquellas fechas mantenía aún el si­ lencio. “ « ...l e pidió que hiciera otro tanto por él, pero m is por edu­ cación que por convicción». Cf. también Proc., p.332 pár.15.

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lias lecciones encopetadas y chispeantes que gustaban a los discípulos... Mediodía..., tarde... quiso salir de la cel­ da y no supo trabajar... y una vez más se abandonó a la tristeza; luego el aire se cargó más de oro, el sol se acercó al horizonte. ¿Que hice ayer a estas horas? —pensó de repente__, y evocó punto por punto la plática con Catalina: la había tratado como a una principiante, había desconfiado sutil­ mente de ella; ahora una voz en lo íntimo le decía: ¿Has olvidado tu juicio sobre mi sierva Catalina?... Pasó otra noche insonne, pero esta vez de rodillas, en un trabajo íntimo que consumía su orgullo de hombre doc­ to, la seguridad de sí mismo y los prejuicios de su angosta ciencia humana. Había estado dominado hasta ahora de un amor propio que le aparecía nítidamente como un filamento oscuro y tenaz dentro del sol del alma. Al alba golpeó a la puerta de Catalina, y, apenas abrió ésta, se arrodilló y le dijo: —Hasta ahora yo no conocía más que la corteza del cristianismo, tú posees su meollo21. Ella se arrodilló a su vez, luego Lazarino le suplicó que le ayudase en el camino de la salvación. Entonces Catalina le dijo: —La vía de la salvación para vos es pisotear la vanidad y los aplausos del mundo, y esforzarse en ser pobre, hu­ milde, despreciado, según el ejemplo de nuestro Señor y de vuestro bienaventurado padre San Francisco... Así comenzó el hombre nuevo 22, y fue un devoto com­ pañero de Catalina, uno de tantos que se le reunían en tomo, mujeres y hombres, y formaban la “bella brigata 21

Referido por Joergensen, 1, II, VI, p.l97ss. «De Saulo se convirtió en Pablo; de soberbio, en humilde; de perseguidor, en defensor. Y por este hecho sufrió de pane de 1 suyos muchas persecuciones. Hasta le llamaban loco. Mas , . tado por la virgen, como un segundo Pablo, era superior (Proc., p.334 pár.10-15). 22

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(bella cuadrilla) “, siempre más numerosa con el correr de los años. ¡Y cuán diversos uno de otro serán los compa­ ñeros de Catalina! Juan Simone, un muchacho llamado Nanni, y otro Simón, fray Simón de Cortona24, el escru­ puloso, y también dos doctores más célebres que fray La­ zarino: fray Gabriel de Volterra, provincial de los francis­ canos e inquisidor jefe de Siena, y Juan Tantucci agus­ tino, que había estudiado en Cambridge; y Guillermo el bachiller inglés “, inamovible de su bosque de Lecceto, pero que seguirá con la oración y la palabra y con los escritos a las comitivas caterinianas; y Raimundo de Capua, el gran confesor biógrafo, y luego los fidelísimos Neri de Landocio Pagliaresi27 y Nigi de Doccio, quien firmará des­ pués de la muerte de Catalina “Nigi de Doccio, huérfa23 Cf. Proc., p.40-41. Más que cuadrilla, se diría más bien familia; los amigos de Catalina la llamaban «Mamma» (Madre) y Caffarini nos ha dejado en el Proceso palabras bellas acerca de esta maternidad cateriniana: todos la trataban con deferencia especial, se portaban respecto a ella como niños con su madre, tanto al hablar como al es­ cribir la llamaban madre, madre santa, dulce, venerable; todo se debía justamente a su extraordinaria caridad y santidad (Proc., p.94 pár .20-30). 24 Simón de Cortona conoció a la Santa durante la peste de 1374, cuando se dirigía a asistir a los enfermos, y después iba a la virgen en compañía de Raimundo de Capua, Tomás della Fonte y Bartolomé Domenici: él mismo llevó después nuevos discípulos a Catalina. Cf. Proc., p .453-454 y 457; fray Simón, después de la muerte de Ca­ talina, fue de aquellos que escribieron cartas de testificación. Cf. Proc., p.421. 25 Gabriel de Volterra y Juan Terzo habían decidido dirigirse a la celda de la Santa para deshojar de dos golpes la fábula de la «mujerzuela» que hacía hablar de sí. Catalina les acogió en el centro de su familia (había dicho un momento antes a Raimundo: «Veréis, padre, a dos peces grandes caídos en la red»). Los visitantes fueron vencidos por las respuestas de la Santa y no se separaron ya de ella (Proc., p.386-388). 26 Se llamaba William Flete, y era un «bachiller» inglés. 71 Neri de Landoccio era «muy virtuoso y morigerado, y hábil en componer bellos versos». Fue hijo fiel de Catalina, pero su vida fue siempre turbada y fácilmente impresionable. Catalina tuvo que darle el sostén de una fe fuerte y animosa. Neri llevó a Catalina algunos amigos suyos del mundo, como Francsico Malevolti, ligado a él por una amistad profunda a pesar de la diversidad de gustos, y que por su vida disipada le suscitaba preocupación. Francisco, des­ pués de largas oraciones, consintió en dirigirse a Catalina, y cam bió de vida. Cf. Proc., p.311-318.

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no”; y Francisco Malavolti, y Barduccio de Pedro Canigiani, y Esteban Maconi “, Juan delle Celle, también éste quieto en su eremitorio valombrosano, pero gran admira­ dor de la santidad de Catalina... “ ...Característica del cenáculo cateriniano —escribe Cartotti Oddasso”— es la pertenencia de gran parte de sus compañeros a la 'inteligencia’ de la sociedad de su tiempo, como se diría hoy; si bien esté representada toda clase social, como lo prueban documentalmente las nume­ rosas cartas dirigidas por Catalina a varios de sus discípu­ los; no obstante, notamos que prevalecen conocidos teólo­ gos, políticos eminentes, juristas, artistas, hidalgos cultos y damas nobles pertenecientes a las primeras familias de Siena, Florencia, Luca, Pisa, Nápoles, etc.” 21 Se insertó en la «familia» mucho más tarde. Cf., además, c.19. a Santa Caterina Dottore della Chiesa (Roma 1971) p.128.

VIII.

<SEÑOR, TE D O Y T U CORAZON >

Año 1370. Nos encontramos frente a un trozo de vida singularmente complejo. Para comprenderlo mejor, nos será provechoso hacer un alto en el itinerario recorrido por Catalina hasta aquí, con­ siderando sus grandes momentos. Durante su primer pe­ ríodo ella ha amado y orado con plena entrega de sí mis­ ma, con un arrojo que no sabía de restricciones ni opaci­ dad, y al mismo tiempo no fijaba metas particulares vistas nítidamente y precisadas dentro de la finalidad general del Amor y de la salvación. En cambio, se delinea gradual­ mente una secuencia de puntos de llegada, que comienza acaso desde 1367 (o, según otros, desde 1370) ‘, con los primeros anuncios de una más lúcida toma de conciencia frente a la práctica de la virtud, esto es, con un empeño directo en obtener la perfección de las virtudes mismas. En su primer tiempo Catalina ha sido la alondra que se cierne y canta ebria del sol. En un cierto momento es llamada a iniciar una subida orientada, como a meta suma, hacia el más alto límite posible, que ya no es un límite y que le permitirá hacerse luz y calor, hacerse sol. Expresión psicológica general de tal invitación es el de­ seo de practicar las virtudes a la perfección, y su primer anuncio es el deseo de poseer perfección en la fe. Este deseo es satisfecho y llevado a la práctica, como hemos visto, por medio del favor extraordinario del místico des­ posorio, cuya fecha puede asignarse en el año 1367, mien­ tras otros prefieren colocarla en el 1370. Desde aquel día su prodigiosa vida sobrenatural se hace siempre más rica. “La gracia abundaba en ella con tales 1 Cf. el reciente estudio del P. D ’U rso , O.P., en la Positio para el Doctorado, p.223-225ss.

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indicios —escribe Raimundo de Capua—, que su vida pue­ de ser considerada como un éxtasis casi continuo. Desde aquel tiempo Dios se le manifestó no sólo en privado sino también en público” 2. “Mas —comenta la Madre*Dran e 3— cualquiera que pueda ser la misteriosa dulzura de la que goza Catalina por privilegio divino, ella busca siempre algo más allá de los más puros consuelos divinos. Habiendo deseado la 'perfección de la fe’, ahora anhela la perfección de la caridad; la luz del Espíritu Santo le hace comprender bien en qué consiste esta segunda perfec­ ción. La perfección de la caridad para ella consiste en sa­ ber poner en el lugar de su voluntad la de Dios...” He ahí de dónde nace en ella el ansia de tener una sola voluntad, un solo corazón con Dios \ No le basta ya amar con correspondencia indiscutible al don de Dios: ambicio­ na amar con perfección, esto es, realizar lo óptimo del amor en virtud de la ayuda que Dios le ha concedido5. ¿Qué significa esto en la práctica cotidiana, esto es, en qué modo podrá reconocer ella que la voluntad de Dios ha venido a ser suya? Significa seguir la moción impresa místicamente en el alma por la gracia extraordinaria, y, cuando falte tal mo­ ción, significa escoger siempre lo mejor en la incesante J «El Señor comenzó a manifestarse a su esposa no ya en lugares escondidos, mas también en público... ya caminase, ya estuviese pa­ rada, y le encendió tanto fuego en el corazón, que ella misma decía no saber encontrar palabras para expresar las cosas divinas que expe­ rimentaba»: R 178 (Ra, lia ., VI, p.137). 1 D ra n e IX, p.114. R 178 (Ra, l.c., p.136). Cf. P roc «Dios le comunicaba enseñanzas profundas y útiles directamente. Cuando nos contaba lo que le había sido revelado en la oración, decía sena me­ jor callar que contar así estas cosas’» (Proc., p.304 par. 10-15). 4 «Si queréis mantener la paz del alma, despojaos de vuestra vo­ luntad, que es la causa de todos vuestros sufrimientos, para revestiros de la dulce voluntad de Dios; y poseeréis la vida eterna» (Carta 74). Tal pasaje parece referirse a la experiencia de este periodo, si bien la carta fue escrita mucho después. . # .. 3 Referimos el ya citado testimonio de Caffanm: «Tuvo Catalina el pedir a Dios en la oración las virtudes principales. < en pnmer lugar, pedía la verdadera y sincera c a r i d a d p e r o de perfeoción tan refinada que llegase al grado supremo...»: bupl., 1, li , * \ p.356).

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constelación de decisiones y de ofertas que el amor puede proponer al entendimiento instante por instante. Es esto, si se quiere, un punto de llegada y una plataforma de partida a los cuales llegan generosamente las almas valerosamente empeñadas, mas Catalina vive tal conquista según su pro­ pio estilo singularísimo: alma ardiente, no se dispone a lo “mejor” en virtud de un frío esfuerzo de la inteligencia y de la voluntad, sino según un ímpetu unitario de amor, en­ cendida por la exigencia de arder más totalmente unida a su Dios, consumiéndose por obtener una suprema y total consumación de sí en el Señor*. Y no es esto en ella un movimiento de primer impulso, sino un ímpetu que se man­ tiene tenaz y creciente. Durante largo tiempo Catalina se empeña humildemente en obtener la perfección del amor, llama con fidelidad cada vez más apremiante e implorante; ahora veremos en qué secuencia de dones y de horas pri­ vilegiadas obtendrá la gracia sumamente ambicionada7. La noche entre el 16 y 17 de julio de 1370 desea ar­ dientemente la eucaristía; sin embargo, ¡se siente tan in­ digna! Y he aquí que le parece que baja sobre su alma una lluvia de fuego y sangre, lavado misterioso, y la limpia no sólo de cualquier pecado, sino también del germen, del principio del mal*. Este es el preludio ígneo de las gracias sucesivas. El 17 de julio no obstante estar enferma hasta el punto de sentir dificultad en levantarse de su tarima, va a la igle­ * «La pureza de la conciencia excluye toda mancha, sobre todo mortal, e igualmente la rectitud del corazón excluye toda doblez de la mente, la cual no es sino otra mancha de pecado por la cual se aleja uno de la voluntad de D io s...» (Proc., p.119 pár.20s). 7 La historia de estas revelaciones de Dios a Catalina estaba en los cuadernos que fray Tomás della Fonte entregó a fray Raimundo de Capua. Por éste las conocemos nosotros ahora. * R 188 (Ra, Ha., VI, p.145). Proc., p.126 pár.20: «Le cayó sobre sí sangre mezclada con fuego, por lo que se sintió purificada» (Proc., p.50 pár.20). Cf. también la efusión narrada por Caffarini: «Estaba meditando el día de la fiesta de la Santa Cruz... cuando se sintió lavar de pies a cabeza por aquella sangre preciosa que fue el precio pagado por nuestra redención»: Supl., II, II, 3 (SCaf IV p.372). r R 189 (Ra, Ha., V I, p.l43s).

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sia y se consume en deseos de recibir la comunión. Sabe sin embargo, que le está prohibido recibirla si no es de las manos del confesor, y espera de todo corazón que ven­ ga él a celebrar en la capilla donde ella se encuentra. En realidad, fray Tomás no piensa celebrar aquella mañana y casi se siente distraído; mas de repente le invade un fervor no común, se dispone a celebrar el sacrificio divino y se dirige a la capilla donde está Catalina, sin saber que ella está allí . Celebra la santa misa por ella, le da la sagrada comunión, y en el acto ve su faz extraordinariamente viva, radiante e inundada de llanto. Después de la comunión, Catalina permanece abismada en Dios y colmada de un gozo tan alto, que durante toda la jornada no pronuncia una palabra. Al día siguiente, 18, el confesor le pregunta el porqué de tanto ardor mostrado la mañana anterior, y ella res­ ponde: “Yo no sé, Padre, de qué color fuese mi semblante, pero sé muy bien que al recibir el Santísimo de vuestras manos me sentí tan ensimismada en Dios, que todo, salvo El mismo, me parecía desagradable, no sólo las alegrías temporales y los goces mundanos, sino todas las otras ale­ grías y consuelos que no estuvieran espiritualizados de aquel modo. Entonces yo hice al Señor esta humilde ora­ ción: Señor, aleja de mí todo confort, todo gozo, a fin de que sólo encuentre placer en ti, y toma mi voluntad, concediéndome la tuya. Y el Señor me respondió: Mira, hija mía, yo te doy ahora mi voluntad, y con ella serás tan fortalecida que de ahora en adelante cualquier cosa que te suceda, ninguna te cambiará o te turbará...” 11 Así se lo narra Catalina a fray Tomás, y el mismo me­ morable día 18 de julio se le conceden dos nuevos favo­ res inenarrables: se le aparece el Redentor, estrecha entre los brazos su alma y pone los labios de ella a la llaga del costado, donde el alma puede saciar su ansia de vida ver­ dadera”. “ ¡Oh padre, si supieseis! —contará después Ca“ Id., l.c. " R 190 (Ra, l.c., p.l44s). Proc., p.126 pár-3
talina a fray Tomás— , ¡si pudieseis comprender! Queda­ ríais sorprendido de que mi corazón no se haya consumido aún todo en el amor, y de que yo pueda aún vivir después de haber gustado un fuego tan alto”. A esta gracia sigue la otra, aún más insigne, concedida a Catalina en la misma fecha: está absorta largo tiempo, meditando en las palabras del Salmo “Créame un corazón puro, oh Dios mío, y renueva en mis entrañas el espíritu de inocencia”, y el alma está colmada de un deseo que sube como una marea; esto es, de una profunda necesidad de liberación del propio yo para sumergirse definitivamen­ te en el Señor, que por último aflora en la instancia supre­ ma: “ ¡Señor, toma mi corazón!” Y fuera de gozo, Cata­ lina ve a Jesús que le abre el costado izquierdo, liberán­ dola realmente de su corazón humano y dejándola así re­ novada con un consuelo inefable Dos días después es completada la gracia del modo más excelso: Catalina está en oración en la capilla “delle Volte” (de las bóvedas), donde se reúnen las religiosas dominicas; y está sola, puesto que las hermanas en religión han salido. Terminada su oración, se levanta para volver a casa, y en aquel instante se encuentra envuelta por una gran claridad; en el centro se le aparece nuestro Señor, teniendo entre sus manos un corazón ígneo del cual salen llamas o, más bien, rayos insoportables; y he aquí que entrega el don divino de luz y de fuego a su sierva, diciéndole: “Hija, el por Caffarini, Cristo, después de haber pedido a Catalina que le si­ guiera llevando la cruz, le apareció sobre una cruz mucho más grande y le dijo: «Acerca tus labios a mis costado». Y ella «acercándolos, gustaba dulzuras divinas...» Luego subía más alto, al rostro del Se­ ñor, y le parecía recibir el beso de Cristo y devolvérselo con verda­ dero amor. «De donde obtuvo la suerte feliz de gozar el resto de su vida en la tierra de una tranquilidad envidiable interior... N o deseaba otra cosa sino que su espíritu quedase pronto libre de las ligaduras del cuerpo»: Supl., II, II, 3 (cf. SCaf IV p.372). 13 R 179 (Ra, lia ., VI, p.137): Raimundo narra las palabras de Catalina al confesor incrédulo: «En verdad, ¡oh padre!, por cuanto puedo conocer o sentir, me parece que estoy verdaderamente privada del corazón. Me apareció, en efecto, el Señor, me abrió el pecho por la parte izquierda, me tomó el corazón y se fue».

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otro día tomé tu corazón, hoy te doy el mío, y de ahora en adelante estará en el lugar que ocupaba el tuyo”. De aquí en adelante Catalina rogará con palabras inverosími­ les: Señor, yo te doy tu corazón...” 14 El gran día de que hablamos es, como hemos dicho el 20 de julio de 1370. Esta secuencia de gracias rarísimas vendrá a ser sustan­ cia viva y palpitante en el itinerario espiritual de Catalina y en su enseñanza. Ella repetirá constantemente: “ ¡Dios mío, Tú has herido mi corazón! ¡Dios mío, Tú has herido mi corazón!” 15 y alabará al Señor por haberle revelado “los secretos de su divino Corazón” de suerte que rima con tan augustas cadencias sus páginas más bellas. Los favores místicos que hemos referido le suministrarán después la incasdencente urdimbre para la obra maestra de Catalina, el Diálogo, que dictará el año 1378. Los encontraremos a través de la imagen del puente, en la gradación de los tres “escalones” correspondientes a los pies, al costado y a la boca del Crucificado, y reconocere­ mos en estos símbolos el valor inconfundible de la expe­ riencia vivida “ En varias cartas revelará después Catalina su gloriosa embriaguez de la sangre: 14 R 180-181 (Ra, l.c., p.139); cf. Supl., II, II, 4 (SCaf p.386) y Proc., p.125 pár.20-30. 15 Q . R 186 (Ra, lia ., VI, p.142). Proc., p.126 pár.10-15. 14 Caffarini habla de esta revelación hecha a Catalina cuando Cristo la acercó a su costado. «Mientras entre ellos tenían lugar estas correspondencias amorosas, entendió Catalina que le decía Cristo: 'Hija, si deseas y buscas serme querida, te convendrá caminar por tres caminos que ahora te mostraré. El primer estado o grado a que debes agarrarte, y que Yo quiero y mando con autoridad suprema, es que tú, viniendo a Mí, afirmes tus pies a tu llegada en mi cruz. Con esto no intento decirte otra cosa que alejes enteramente del co­ razón cualquier afecto terreno bajo, y con tal despojo lograrás el mérito de sentir el primer sabor de mis dulzuras inefables. El segundo estado o grado será que Yo te conduciré de la mano, a fin de que puedas subir hasta mi costado, que Yo te descubro como abierto para ti... Levantada al tercer estado y grado supremo, gozaras con tranquilidad y reposo de los abrazos y besos amorosos con los que hago bienaventuradas y felices a mis esposas antes de llamarlas al reino»; Supl., II, II, 3 (este pasaje no aparece en la edición espa­ ñola).

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“Anegaos en la sangre de Cristo crucificado, y bañaos en la sangre y embriagaos de la sangre, y saciaos de la sangre y vestios de sangre. Y si fuiste infiel, rebautizaos en la sangre; si el demonio os hubiese ofuscado el ojo del entendimiento, lavaos con sangre; si hubieseis caído en la ingratitud de los dones no conocidos, sed agradecido en la sangre; si fuiste pastor vil y sin la vara de la justicia, sazonada con prudencia y mise­ ricordia, sacadla de la sangre, y cogedla con la mano del amor y abrazadla con amor ansioso. En el calor de la sangre disolved la tibieza, y en la luz de la sangre expulsad la tiniebla; para que seáis esposo de la verdad y verdadero pastor y gobernador de las ovejas que os han sido puestas en las manos, y amador de la celda del alma y del cuerpo, cuanto os es posible en vuestro es­ tado. Si estuviereis en la sangre, lo haréis; si no, no. Y, sin embargo, os ruego por amor de Cristo crucificado que vos lo hagáis. Y despojaos de toda creatura (y sea yo la primera) y ves­ tios por afecto del amor de D ios, y toda creatura por Dios; esto es, amarlas mucho y conversar con ellas poco, si no en cuanto se debe de trabajar por la salvación de las almas. Y así haré yo cuando Dios me dé la gracia. Y de nuevo quiero vestirme de sangre, y despojarme de todo vestido que yo haya tenido hasta aquí. Y o quiero sangre; y en la sangre satisfago y satisfaré a mi alma. Estaba engañada cuando la buscaba en las creaturas. D e suerte que yo quiero acompañarme de la sangre en el tiempo de la preocupación; y así encontraré la sangre y las creaturas y beberé su afecto y amor en la sangre. Y así en el tiempo de la guerra gustaré la paz, y en la amargura, la dulcedumbre; y en la privación de las creaturas y de la ternura del padre, encontraré al Creador y al sumo y eterno Padre. Bañaos en la sangre y gozad, que yo gozo con odio santo de mí misma. N o os digo más. Permaneced en la santa y dulce dilec­ ción de Dios. Jesús dulce, Jesús amor” l7.

Después d e estos prodigios singularísimos, la transfor­ mación de Catalina es tan luminosa, que se hace evidente a cualquiera que se le acerca; ella misma revela al confe­ sor propio: “Padre, yo ya no soy la misma. ¡Si supieseis lo que experimento! El fuego del amor que arde en mi alma es tan grande, que no se puede comparar con nin­ gún otro fuego de la tierra; y parece que haya r e n o v a d o 17 Carta 102.

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en mí la pureza y la simplicidad de un niño, tanto que me siento ser como una niña que no haya traspasado los cua­ tro años". El amor de Dios hace aún crecer el amor del prójimo. ¡Morir por otra alma! Oh, sería ciertamente la felicidad más grande de la tierra”. Esta ultima nota nos abre un ancho vislumbre sobre to­ do un mundo que alborea a nuestros ojos. Catalina ya está lista para el gran apostolado que le ha preparado el Señor, y el fuego le rebosa irrefrenable hacia las otras almas. En breve veremos sus comienzos y el afirmarse de la nueva actividad; pero antes debemos seguir aún los desarrollos finales del estío místico de 1370, al cual asistimos. La rea­ lidad del don divino del Corazón consiste, como hemos visto, en el hecho de que Catalina ha obtenido lo que ha solicitado con tan larga e intensa súplica: amar solamente lo que Dios ama y querer sólo lo que Dios quiere, la per­ fección de la caridad. Desde el 20 de julio se suceden otras visiones. Pocos días después el Redentor le da por madre a Santa María Magdalena, la apóstol de los Apóstoles,9; el 3 de agosto le muestra la gloria de Santo Domingo, “producido del corazón del Hijo”, de suerte que ella dice a fray Tomás della Fonte: “¿No veis vos a nuestro Padre? Yo lo veo distintamente, como os veo a vos...” ”. El día de la Asun“ En el Proceso, Caffarini escribió que por el fuego que le abra­ saba la virgen había llegado a decir que en ella se producía una tal renovación de pureza y humildad como para creer haberse vuelto a la edad de cuatro o cinco años (Proc., p.126 pár.5). Cf. R 182 (Ra, Ha., VI, p.140). w , , . ” El Señor le apareció con la Virgen y María Magdalena y le dijo: «Dulcísima hija, para mayor consuelo te doy por madre a Mana Magdalena. Recurre a ella con toda confianza: le confio a ella un cuidado especial de ti»: R 183 (Ra, l.c., p.141). 20 Según Raimundo, la Santa dirigió estas palabras a Domenici, mientras el Suplemento habla sólo del confesor de Catalina. Carianni dice que la visión fue el 4 de agosto, celebrándose entonces la tiesta de Santo Domingo el 5, cf. Supl., II, II, 6 (falta en la ed.ctfn espa­ ñola). Raimundo narra la revelación hecha por Dios a Catalina. Ha biéndose distraído la Santa durante la visión por haber visto pasar « fray Bartolomé, la Virgen la reprendió duramente y ella sufrió por esto, acusándose de ello a fray Bartolomé Domenici. Cf. R 202-205 (Ra, Illa ., VI, p.l56s); cf. también Proc., p.123 pár.20.

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ción21 está tan postrada, que no le es posible dejar el “le­ cho”, mas le consuela ver encuadrados en el pequeño vano de la ventana los muros de la catedral, y oye los cantos que llenan las bóvedas de la iglesia como si ella misma to­ mase parte en ellos. Entre tanto, consumiéndose de amor, pide al Señor que la desate de los lazos de la tierra y la tome consigo: “Oh Esposo, oh esposo de mi alma, ¿cuán­ do? ¿cuándo?... ¿por qué no ahora, por qué no ahora? Porque ahora no os place consolarme. ¿No es así? Hágase, pues, vuestra voluntad” 22, y oye la respuesta: “No, hija, aún no. También yo deseaba ardientemente comer la última Pascua con mis discípulos, mas esperé la hora establecida desde la eternidad por mi Padre”. Y Catalina en retorno: “ ¡Si no puedo subir al cielo contigo, al menos que yo pueda unirme a Ti sobre la tierra en los dolores de tu Pasión!” 23 El 18 de agosto se siente más fuerte y logra llegar a la iglesia de Santo Domingo; al momento de la comunión, después que el sacerdote pronuncia las palabras “Señor, no soy digno”, y mientras ella se asocia al grito de humil­ dad de las creaturas, oye una voz que le dice: “Mas Yo soy digno de entrar en ti” 24. Después de la comunión, du­ rante un éxtasis prolongado que le sobreviene, casi exte­ nuada de fuerzas, en su celda, se le concede la transfixión invisible de la mano derecha, preludio del favor de la estigmatización, que tendrá lugar en Pisa dentro de cinco años25. Tantos signos de amor nos parecen como las síla­ 21 Supl. II, V I, 6 (SCaf V II p.412s). 22 Supl., II, III, I (SCaf V p.373); cf. R 206 (Ra, l.c., p.160). 23 R 206-207 (Ra, l.c., p.159-160). 24 R 192 (Ra, l.c., p.145); Supl., II, V I, 10 (SCaf V II p.418). 25 Respecto de este éxtasis, fue interrogada largamente por el con­ fesor y entonces confió: «Pedía con insistencia la vida eterna para vos y para los otros... y el Señor me la prometía, cuando... le dije: ¿Qué señal me das de que harás lo que dices?... — Alarga la mano.—Se la extendí, y El sacó un clavo, me lo puso en medio de la palma de la mano, y la apretó tan fuertemente contra el clavo, que me pa­ reció traspasada, y sentí tanto dolor como si hubiese sido perforada por un clavo golpeado encima con el martillo... tengo ya sus estigmas en la mano derecha, los cuales, aunque invisibles para los otros, sin embargo, los siento y me causan un dolor continuo»: R 193 (Ra> l.c., p.l46s); cf. Proc., p.45 pár.20.

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bas de un responsorio único, que tiene lugar entre el cielo y la tierra y resuena en lo íntimo del alma, del Creador a la creatura. Y entre tanto crece el conocimiento de los temas augustos: “Dios amó tanto al mundo, que le ha da­ do a su Hijo unigénito, a fin de que por El se salvase el mundo” “El murió por todos” “La caridad de Cristo nos apremia , crece como el agua de un río en crecida, y la vida natural de Catalina resulta transhumanizada, di­ latada y experimentada en medida superior a la naturaleza misma...: el domingo siguiente, hacia la hora de tercia, Catalina está en agonía. Se difunde la voz fulminante, acu­ den corriendo Tomás della Fonte, Tomás Caffarini, Bar­ tolomé Domenici “ Ella yace sobre la tarima, y están a su alrededor Aleja, Catalina Ghetti y otras Hermanas de la Penitencia. La es­ cena está armonizada como en una pintura de Giotto, por las líneas onduladas y amplias de los grandes hábitos blan­ cos y negros, huecos y solemnes, reclinados en torno a la Santa. El semblante de Catalina es trasparente y con todo radiante, tiene los ojos cerrados y su respiración está para apagarse. Las mujeres lloran y el confesor y los otros, entre los cuales están Bartolomé Montucci y un hermano lego llamado Juan ”, se asocian con una explosión de llanto, y se hacen fuerzas para recitar las oraciones en pro de los moribundos. Se extingue el último aliento, y Catalina yace apagada y luminosa, en medio del estupor doloroso de los discípu­ los 3l. Esperando que ella respirase mejor, han abierto de * Jn 3,16-17. 27 2 Cor 5,15. 28 2 Cor 5 14 * Caffarini ha dejado testimonio de ello en el Proceso, diciendo haber acudido con el primer confesor de la virgen; cr. rroc., p. pár.25-30. Bartolomé Domenici llegó más tarde que los otros, encon­ trándose en la iglesia, en el pulpito; cf. su testimonio en el rroc., P'3l°10'juanád e0Siena, que exánime, sufrió tanto, que cada la mano de Catalina, 31 «La fuerza de aquel

acudió con Domenici, al v e r a Cawlma se le rompió una vena en el pecho. Acer se curó inmediatamente. amor fue tal, que el corazon de la virgen 85

par en par la ventana que tenía casi siempre cerrada, y un dulce paisaje encuadra aquellas figuras inclinadas en torno al rostro sutil de la Santa. Es la muerte mística de Catalina, que se prolonga durante cuatro horas A la una respira, abre los ojos, mira alrededor y entonces tiene lugar la antinomia más sorprendente que pueda imaginarse: la alegría de los circunstantes no tiene límites y prorrumpe en grandes alabanzas a Dios y los rostros se reaniman in­ vadidos de un baño de alegría...; y Catalina, en cambio, después de la primera sonrisa instintiva al encontrar tantas figuras caras reunidas en torno a sí, llora con el llanto más largo y doloroso de su vida, derrama lágrimas tres días y tres noches por la nostalgia infinita del paraíso, al cual ha pertenecido, fuera del tiempo, por una hora o por mil años...: se ha sentido inmersa en la bienaventuranza de Dios y después se ha despertado dentro de la atmós­ fera de la vida humana extraña, hórridamente fría, torpe y desacomodada. Mas el Señor le ha dicho: “Hija, hay en el mundo un gran número de almas que Yo quiero que se salven y que se salven por medio de ti. Para este fin te envío de nuevo a la tierra. ¡Vete por tu camino; ve con buen ánimo! De aquí en adelante es mi voluntad que cambies de modo de vivir. Ya no estarás más encerrada en tu celda; andarás, en cambio, por el mundo para ga­ narme almas a Mí. Te moverás de ciudad en ciudad, como Yo te impon­ dré; vivirás entre la multitud y hablarás a la gente. Yo

se dividió por medio en dos partes, y así, rotas las venas vitales, ella expiró sólo a causa de la vehemencia del amor divino, no por otra causa». «Madre —le preguntó después Raimundo— , ¿tu alma fue separada del cuerpo verdaderamente?» — «Tened por cierto que mi corazón se partió de arriba a abajo, y se abrió por piira violencia de amor, tanto que me parece sentir aún las cicatrices de aquella apertura. Por esto podéis entender si el alma se separó del cuerpo»: R 213 (Ra, Ha., V I, p.164). u Catalina misma dirá: «Aquellos que vieron mi muerte dicen que pasaron cuatro horas desde el momento en que expiré al mo­ mento en que resucité»: R 214 (Ra, l.c., p.165).

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enviaré a algunos a ti, y a ti te enviaré a otros... Sé pron­ ta en obedecer" Aún hoy, quien visita en Siena la capilla delle Volte (de las bóvedas), encuentra sobre el pavimento un punto señalado de un modo particular: es allí donde, hace ahora seiscientos años, tuvo lugar el don admirable del Corazón por parte de Cristo, el Redentor. 33 Todo el relato de Catalina y las palabras del Señor lo tenemos en R 215-218 (Ra, l.c., p.165-167); cf. también Proc., p.311-312: «Dijo y puso por obra sus palabras. En efecto, desde entonces en adelante hombres y mujeres comenzaron a frecuentarla más de lo acostumbrado, y a buscarla desde lugares lejanos...»

IX. ANDRES D E N A D D 1 N 0 . GHINOCCIA Y FRANCISCA. L O S D O S C ONDENA­ D O S AL SUPLICIO

Uno de los primeros frutos del apostolado “público” de Catalina constituyó un caso clamoroso dentro del cerco de los muros sienenses. Andrés de Naddino de los Bellanti, “riquísimo en bie­ nes terrenos, mas pobrísimo en bienes espirituales”, a los veinte años era tristemente célebre por sus pecados: “en­ redado en un trasmallo de culpas y de vicios, entregado totalmente a los dados, había venido a ser un blasfemo ignominioso de Dios y de los santos” A los cuarenta años de edad, en diciembre de 1370 1 (y señalamos este año al unísono con Raimundo de Capua, en vez del 1367 apuntado por Caffarini; esto porque la losa sepulcral de Santo Domingo corta por lo sano cualquier duda) enfermó de gravedad, y, no bastando curas médicas especiales, se encaminaba a la muerte. Comenzó en torno a él la piadosa conjura de los con­ sejos: el párroco, los padres, la mujer... todos le hacían señales con la cabeza; esté también atento a los sacra­ mentos; y él sonreía o se reía sarcásticamente; acaso no comprendía la situación en que se encontraba. Por más que se renovasen las atenciones con él, seguía siendo ene­ migo de Dios. Finalmente, el 13 de diciembre, fiesta de 1 R 224-227 (Ra, lia ., V II, p.l74ss); Supl., II, II, (SCaf V p.386s); Proc., p.44 y 296-98. 2 «Vivía en Siena en el año del Señor 1367...»: Supl., II, II, 8 (pasaje ausente en la edición española); mientras Raimundo: «Había en Siena en aquel tiempo, propiamente en el año del Señor 1370...»: R 224 (Ra, l.c., p.174). Andrés de Naddino se puso enfermo en septiembre, como refiere Caffarini, mas en diciembre se agravó hasta el punto que se hizo necesario administrarle los sacramentos.

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Santa Lucía, sus padres hicieron llamar al P. Tomás del­ la Fonte, confesor de Catalina, quien acudió y durante tres días y tres noches permaneció al lado del enfermo, buscando —inútilmente— conmoverle3. Después de lo cual, volviendo ya derrotado al convento, se paró en la Fulónica y tocó a la puerta de Catalina, queriendo hablar­ le del caso. Ella estaba en éxtasis y no fue posible moles­ tarla, mas, puesto que en la celda se encontraba la compa­ ñera Catalina Ghetti, el P. Tornas le encomendó ardiente­ mente el caso y se marcho. Catalina permaneció absorta hasta las cinco de la tarde. Y cuando volvió en sí, la amiga le contó todo y le transmitió la orden de rogar, por santa obediencia, en favor del desgraciado. Entonces se inició uno de aquellos encendidos colo­ quios entre el Señor de las misericordias y la virgen, en los que la creatura se empeñaba en pedir misericordias al Redentor. “Ha blasfemado de Mí y de mis santos; ha arrojado al fuego una tabla pintada con la imagen de mi Santísima Madre...” 4, se lamentaba el Señor, y hablaba de justicia; y Catalina por su parte respondía, desarrollan­ do el versículo del Salmo “Si llevas cuenta de los delitos, Señor...” “Amantísimo Señor, si miras con rigor nues­ tras iniquidades, ¿quién escapará de la condenación eter­ na?...” Así continuó el diálogo inmensamente apasionado dentro del recinto de la celda al resplandor del crepúsculo, y luego durante la rígida tarde invernal, y después durante toda la noche... La ciudad dormía, la campana de Santo Domingo no repicaba aún; sólo en otro punto de la ciu­ dad se velaba, esto es, en la habitación de Andrés de Naddino, el cual se había agravado sin remedio y yacía en el 3 Así dice Caffarini; Raimundo y el Proceso, en cambio, no ha­ blan de la tentativa de fray Tomás, sino sólo de que fue informado de ello y rogó a Catalina salvar aquel alma. 4 R 226. Caffarini alude sólo después al «atrevimiento de pisotear la imagen de un Crucifijo», II, II, 8. El Proceso dice que Catalina estuvo «cum Domino disceptando» (discutiendo con el oenor; ( p.44). Tanto Raimundo como el Suplemento refieren el diálogo, y el suplemento dice que Catalina rogó hasta «el momento extremo de vida de Andrés».

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dolor, permaneciendo, con todo, firme en su negativa desesperada. Mujer e hijos seguían angustiados aquel jadeo, aquellos gemidos ásperos y el vano retorcerse. “ ¡Señor —oraba Catalina—, no me rechaces; Señor cle­ mentísimo, devuélveme a mi hermano, que es tragado por el abismo de la obstinación!” El don misterioso de Dios consistía, en aquel momento, en permitir a su caridad un empeño supremo, que empu­ jaba hacia arriba, hacia el trono de Dios, todo el amor y la esperanza y todo el grito de la creatura perdidamente implorante’; y que Dios mismo potenciaba y atraía a sí con admirable abundancia de gracia, a fin de que el alma consumara la prueba encendida de amor. Y a los primeros rayos del alba la Voz respondió: “Dulcísima hija, he aquí que te he escuchado”. En la otra habitación, la de la muerte, empavesada con los inútiles brocados del mundo *, Andrés de Naddino ha­ bía sufrido hasta lo imposible y, sin saberlo, más aún por la sombría desesperación en que se había debatido que por la carne lancinada; de repente la habitación se escla­ reció con una luz que no era de este mundo, y se apareció Cristo Redentor: “¿Por qué, oh carísimo, no quieres con­ fesar el mal de tu alma? Yo deseo perdonarte todo...” Entonces el moribundo gritó con voz fuerte: “ ¡Llamad, llamad a un sacerdote! ¡Veo a Cristo Salvador que me dice que confiese mis culpas!”, y un gran estremecimiento corrió por todos los presentes. Cuando llegó el sacerdote, Andrés de Naddino, el gran pecador, se confesó con lucidez perfecta y compunción pro­ funda, y quiso cumplir también un deber que había rehu­ sado hasta entonces: dictó con justicia el testamento, y 5 Catalina suplicaba: «... Señor, yo quiero y deseo que se des­ cargue sobre mí todo el rigor de la justicia, mas para éste quiero solamente la misericordia; seré contenta, si así os agrada, que me mandéis a mí al infierno en vez de a este infeliz, si no es posible obtener con otras condiciones más suaves el perdón y la gracia par» éste» (Supl., l .c .) . * Catalina, sin haber entrado jamás en el aposento del moribun­ do, se lo describió minuciosamente a fray Tomás (Supl., l.c.).

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experimentó durante aquella última hora acaso el único respiro de paz de toda su vida7. En Siena se esparció la voz de la gracia y la verdad se traslució rápidamente. Todos estaban demasiado conmo­ vidos: fray Tomás, Catalina Ghetti, los otros que habían sabido el caso, demasiado conmovidos para callar; y el caso fue acogido por el pueblo como el gran milagro que era, pues todos conocían a Andrés de Naddino y la rebelde altanería de su alma.

Aún hoy se ve el Palacio Tolomei tal cual, todo altura, en su ruda elegancia del doscientos, con gran separación de un piso al otro, sólido y pétreo más que cualquier otra mansión noble'. Allí habitaba la viuda de Francisco de los Tolomei, uno de los principales patricios sieneses, lla­ mada monna (señora) Rabe, o bien la Honorable, con algunos hijos e hijas. En casa se encontraban aún dos muchachas en torno a los veinte años, Ghinoccia y Fran­ cisca; y dos jóvenes: Jacobo, acaso de veinticinco años, el cual, sin embargo, vivía en un castillo de la familia en la campiña, y Mateo, apenas adolescente’. Era célebre en la Siena de aquel entonces la rivalidad de los Tolomei, los poderosos cabezas de los güelfos, con la estirpe de los Salimbeni, más bien gibelinos, los cuales, sin embargo, eran también tan aguerridos y de tanto pres­ tigio que en ciertos períodos osaron constituir un partido por sí mismos y oponerse a los otros nobles unidos: los Tolomei, Piccolomini, Malevolti, Saracini. Luego, cuando se trataba de formar un partido contra los plebeyos o —más aún— contra los forasteros, se asociaban también los Tolomei y los Salimbeni. 7 R 227 (Ra, l.c., p.176). . ' El palacio de los Tolomei es el más antiguo de los palacios pri­ vados de Siena. Remonta al 1205, y, exceptuada la planta baja, hie

tC^C(R0232-23412(Ra, Ha., VII, p.182-185) para todo el episodio; rf* Proc., p.40 pár. 10-20,

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Monna Rabe estaba entregada a una piedad sólida y se entristecía porque en casa la atmósfera era festiva y frívola. A Ghinoccia le gustaban los coloretes y los ungüentos has­ ta el punto de llenar la casa de perfume, y monna Rabe ahí sufría; ella que había tenido una juventud austera, se­ gún los usos, que se resentían aún, del doscientos. Un día tomó su gran decisión: fue a Fontebranda a la Fulónica e invitó a Catalina a seguirla a palacio. Aquella fue acaso la segunda vez que Catalina puso los pies en una de las moradas nobles de S ie n a p u e s to que proba­ blemente había estado ya en el palacio Saracini con su amiga Aleja. Rabe presentó a sus hijas a la dominica y luego se alejó discretamente. Quedaron solas las tres: Catalina, Ghinoccia y Francisca. Las muchachas en el fondo eran buenas aún, mas Ghi­ noccia especialmente llevaba escrita en la frente su debi­ lidad, esto es, aquella vanidad un poco fanática y un poco ingenua, que a los veinte años roza el ridículo y puede ser un peligro; y, ciertamente, la gran huésped tuvo un gesto de vivo interés por ella y por su hermana. Una cosa particular le chocó; las muchaohas se habían hecho rubias, y es posible que Catalina recordase por un instante su adolescencia atormentada por las presiones maternas y fraternas...11. También ella se había dejado adornar, y lloraba aún por aquella “culpa”, que se reflejaba agigan­ tada en el cristal terso de su alma y le parecía algo gran­ de. Al ver a las dos caras hijas enredadas en el mismo laberinto angustioso, debió de sentir dolor y casi ternura. Sabía bien ahora, por la experiencia de las almas que había tratado, que cuando el amor propio se hace mujer viene a ser axilar, y sintió vivamente la necesidad de des­ cender en seguida al campo para ayudar a las dos queri­ das niñonas que la miraban con una curiosidad entre di­ vertida y temblorosa. 10 D ra n e, o.c., X I. 11 También Caffarini habla de la existencia de estos vasos con lo­ ciones, pero diciendo «de diverso tipo»; cf. Proc., p.40.

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Habló. Comenzó poco a poco, como sabía hacer ella a desatar un nudo después de otro; parecía como si sus pa­ labras penetrasen dentro de aquellos tocados complicados, cual los vemos en las pinturas de Simón Martini o de Am­ brosio Lorenzetti: frente rasurada hasta lo alto, y una on­ da ascendente de melenas apretadas entre lazos, recayen­ do en volutas, sostenidas también con cintas, y por enci­ ma de todo aquello, al salir de casa, un larguísimo embu­ do... Las palabras de Catalina deshacían con mucha dulzura aquellas arquitecturas, restituían el color natural a mejillas, labios y párpados... y luego, siempre con suavidad, pe­ netraban en el corazón y hablaban de la vida bella de ver­ dad y de su esencia, y a un cierto momento se encendie­ ron de Dios. Catalina habló del Amor. El don de Dios que todos nosotros vivimos, y de la redención llevada a cabo por la sangre del dulce Cristo, de Cristo amor: las muchachas no creían que voz humana pudiese decir cosas tan bellas. Mientras escuchaban, por un instinto casi infantil recu­ rrían tímidamente a ceñirse los vestidos sobre el cuello demasiado libre, y pasaban los dedos inquietos sobre la cara y los cabellos; pero sus almas estaban suspendidas invenciblemente sobre lo que decía Catalina, mientras el discurso se hacía más aéreo, se iluminaba siempre más, y desaparecían las murallas soberbias del palacio y se abría a un horizonte hecho de sol puro. Jesús dulce, Jesús amor. Cuando monna Rabe entró en la estancia, las hijas es­ taban transformadas: Catalina le restituyó dos niñas se­ dientas de Cristo; y, como de costumbre, el eco del cam­ bio se difundió por toda Siena y fue estrepitoso. Tanto más que una y otra solicitaron hacerse Hermanas de la Penitencia, se cortaron los cabellos y se dieron a la gozosa llamada de la mortificación por amor1J. Viéndolas ahora gente, se asombraba y hablaba de milagro. 11 « ...co n sus súplicas y sus advertencias. Cristo quedó talmente

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Pero el episodio, de suyo tan amable, nos brindará la ocasión de conocer a su hermano Jacobo, de edad un poco mayor que las hermanas y ¡ay, cuanto peor de ánimo y de vida! Lo que en ellas había sido vanidad, en él había de­ generado en tristeza y crimen. Todo soberbia de linaje y ardor de sangre, de muchacho había matado a dos coetá­ neos y se había mantenido camorrista y violento, de modo que todos le temían “. Cuando tuvo lugar el encuentro entre Catalina y las hermanas, Jacobo se encontraba en el campo con el her­ mano menor, Mateo, bien diferente de él. Las cosas esta­ ban ya en su punto en el viejo palacio sienés, de modo que ya habían pasado a la voz pública, cuando llegaron también a sus oídos en el castillo donde se encontraba. No las tomó en serio, luego las noticias se hicieron más consistentes, entonces explotó como un volcán, dio órde­ nes a Mateo de seguirle, y se precipitó hacia Siena y de camino imprecaba: “ ¡Las traigo aquí y las encierro en el castillo, si no dejan esas tontadas y no vuelven a ser lo que eran!” Las dos bellas y brillantes hermanas eran su orgullo, sobre todo Ghinoccia y —suponemos nosotros— ¡quién sabe qué proyectos de alianzas poderosas había hilvanado por ellas! Las familias feudales o de alto patriciado en el Medievo eran un poco semejantes a dinastías preocupadas de casamientos insignes, y puede suponerse que Jacobo quisiese prepararse también él para el porvenir apoyos po­ derosos. Todo esto se esfumaba de repente con aquel úni­ co golpe de tijeras dirigido por la mano invisible de la santurrona de Fontebranda, que había hecho caer las be­ llas cabelleras blondas de Ghinoccia y de Francisca. Pero lo que más íntimamente excitaba a Jacobo era el impreso en el alma de Ghinoccia, que, despreciadas todas las vani­ dades del mundo, cortándose la cabellera, recibió el hábito de Her­ mana de la Penitencia...»: R 232 (Ra, l.c., p.183). Cf. Proc., u « ...v iv ía perversamente... era tan feroz, que i n f u n d í a temor aun a las personas amigas. No tenía pensamiento ni temor ninguno de Dios, y, sin freno, cada día iba de mal en peor...»: R 232 (M i.c., p.l82s).

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temor de que sus hermanas hubiesen sido engañadas por discursos hábiles y sacrificadas a la penitencia contra su voluntad. Conociéndolas ansiosas de alegría, creía que hu­ biesen sido víctimas, y se sentía justo vengador de aquel delito de juventud ofendida y de lesa felicidad. ¡Ay de los instigadores, especialmente de Catalina, la maga, prin­ cipal responsable de aquella destrucción psicológica! “¡Ahora voy allá y hago trizas las túnicas que se han puesto encima!” Mas su hermano Mateo durante el tra­ yecto escuchó con atención sus desfogues, luego comentó lacónico: “ ¡Hum! Ahora nosotros retornamos a Siena, ha­ blas con Catalina, y luego, ¡te confiesas tú también!” A lo cual Jacobo gritó: “¿Confesarme yo? ¡La desafío a ella y a todos! ¡Estate tranquilo, que aserraré el gaznate a todos los curas y a todos los frailes antes que ir a con­ fesarme! 14 Llegaron al palacio y como una furia se puso a buscar a las culpables, amenazando con la venganza si sus her­ manas, especialmente Ghinoccia, no se libraban de sus compromisos. Monna Rabe, sabiendo que era violento, estaba apenada y ya había advertido a Catalina que estu­ viese precavida; después de la llegada de él hizo llamar al P. Tomás della Fonte, quien llegó en compañía del P. Bartolomé Comenzaron a conversar con Jacobo y a explicarle to­ das las razones; mas él, sordo a todos los argumentos y amenazador como al principio, exigía que sus hermanas volviesen al mundo. En el entretanto, dentro de la celda de la Fulonica, Ca­ talina había orado con la plenitud del espíritu para que se desatase aquel nudo y se encontraba inmersa en el éxtasis. Después de horas de controversia, fray Tomás se dio por vencido y comenzó fray Bartolomé a dirigir la tela del dis14 «Aquél maldijo de un modo atroz aún a su hermano, do que mataría a todos los frailes y sacerdotes antes que de rodillas delante de alguno de ellos...»: R233 (Ra, le., P^83£ 1 Los dos religiosos vinieron la manana ^ Jacobo, según Raimundo, 233 (Ra, l.c., p.184).

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curso. Sin embargo, parecía que no se concluía nada, tan­ to que los dos religiosos se levantaron para volver a casa, cuando de repente Jacobo dijo: “Estoy contento de que Ghinoccia y Francisca vivan como han elegido vivir”. Sus palabras cayeron en medio de un estupor que fer­ mentó pronto en una exultación silenciosa: no sabían qué decir, y menos aún cuando Jacobo añadió: “ ¡Y yo quiero confesarme y quiero ser un buen siervo de Dios!” 14 Entonces Rabe, la madre, con el llanto en la garganta dio gracias al Señor, y fray Bartolomé escuchó la confe­ sión del lobo hecho cordero, el cual, a decir de Catalina, “vomitó todo el veneno que tenía en el alma” Esto era lo que la extática, volviendo en sí, había anun­ ciado a una compañera que se encontraba junto a ella: “Alabanzas y gracias al Creador porque Jacobo, el de los Tolomei, estaba ligado por las cadenas del diablo, esta mañana se ha librado de ellas y ha confesado todos sus pecados a fray Bartolomé” Cuando llegaron los dos dominicos todo júbilo y cora­ zón, festivos a llevar la noticia, la misma compañera los acogió diciendo: “Alabanza al Señor, lo sabemos: Jacobo el de los Tolomei está en paz con Dios...” Y fue una paz para siempre, porque se casó y vino a ser “el hombre más manso del mundo” ”. Murió en Venecia el año 1406. Ghinoccia y Francisca perseveraron con el hábito blanco en oración y dulce empeño de mortifica­ ción, y murieron, la primera en 1375 y la segunda en 1379; j y Mateo, el hermano profeta, entró en la Orden de Santo Domingo ” y fue modelo para los religiosos: también mu16 «...M ientras él discutía con fray Bartolomé, que... fray Tomás había llevado consigo, le concedió todo aquello que con obstinación ( absoluta había negado a fray Tomás. Y no sólo dejó que Ghinoccia ^ sirviese con todo a Dios, mas también él, lleno de vergüenza, con-' fesó con gran dolor sus propios pecados»: R, l.c. 17 R 233 (Ra, l.c.). “ R 234 (Ra, l.c.).

” Id-> 1c-

.

i.

“ «...algunos hermanos de la Orden de Predicadores, que * virgen había hecho entrar en aquella Orden... de los cuales uno fray Mateo de los Tolomei...» (Proc., p.89 pár.20).

rió en Venecia, como Jacobo, a los sesenta y tres años en olor de santidad. Monna Rabe vistió con sus hijas eí habito de las mantelatas” y murió el 26 de julio de 1382. Catalina pasaba períodos a veces también largos en casa de Aleja Saracini, su gran amiga21. Dónde estuviese situa­ da esta casa, no es absolutamente cierto; pero es probable que fuese una parte del palacio Saracini, en el que vivía aún el suegro de Aleja, Francisco, octogenario y —lo he­ mos dicho— alejado de la Iglesia. Un día de febrero de 1371, bajo las ventanas del pala­ cio, por la parte del barrio grande próximo al Campo, pa­ saba un terrible cortejo, que había partido de la plaza del Mercado Viejo. Sobre un carro dos condenados a la pena capital eran llevados a la muerte y entre tanto sufrían un anticipo de suplicio tal como para dejarnos sin aliento: los verdugos atenazaban ya aquí, ya allá sus carnes con hie­ rros candentes, y esto hasta el patíbulo situado fuera de la puerta de la Justicia, donde después de la decapitación el carro habría de proseguir hacia Val Montone, hasta la co­ lina de Corpo Santo, en Pecorile, donde ordinariamente eran sepultados los ajusticiados, frente a la iglesia de San Esteban Los dos desgraciados eran culpables de crímenes gra­ vísimos y no habían querido arrepentirse. Sometidos ahora a un tormento insoportable, blasfemaban de Dios y de los santos, de suerte que hacían pensar en el “blasfemaban de Dios y de sus padres” de Dante, y parecía que la tortura monstruosa debiera agravar el peligro de perdición eterna en que se encontraban. En torno al carro se agitaba la turba, la inverosímil turba medieval espectadora de supli21 «La divina Providencia determinó pues, que Catalina, para mayor tranquilidad, fuese aquel día a casa de una e hija espiritual suya, llamada Aleja... A l e j a e s t a b a viviendo en una calle de la ciudad por la cual debían pasar los condenados». K228

su

(Ra, l.c., p.179).

22

G r o t t a n e l l i , notas a

,

r

la Leyenda menor, p

„ 97

4.—Catalina

de Siena

cios. Y quién se conmovía, quién gritaba de espanto, quién, en cambio, animaba a los verdugos en su cometido... Al acercarse el siniestro rumor, Aleja se asomó, vio el lúgubre grupo que avanzaba y quedó desconcertada: “Ma­ dre —gritó— , pasa una escena espantosa de sufrimientos y de muerte...”, y Catalina miró abajo a la calle, luego se retiró rápida y se puso de rodillas: aquel sufrimiento lle­ vado hasta los límites de lo concebible le había sacudido lo profundo, y mucho más él peligro de condenación que no el suplicio corporal “. “ ¡Señor —dijo entre lágrimas ferventísimas— , también Dimas había pecado como esos infelices, y Tú tuviste mi­ sericordia... Te suplico que bajes tu mirada, que pongas tu mirada sobre estos miserables; líbralos de la muerte eterna...!” Y rogó y siguió llorando... y el carro triunfal de Sata­ nás pasó chirriando sobre el empedrado entre las maldi­ ciones, la algazara, la sangre, los gritos de desesperación 2\ A la altura de la puerta de la Justicia los dos malvados impenitentes dieron un grito diverso y parecieron por un momento no sufrir más los mordiscos de las tenazas can­ dentes, ni ver más la turba delirante; miraban con ojos desencajados y los dos veían ante sí la misma figura, que ocupaba el espacio y les ocultaba su patíbulo: era Cristo, cargado con la cruz, encorvado y sangrante como ellos... Y el Señor dijo: “Llorad vuestras culpas, hijos míos, Yo os prometo el perdón y la salvación...” Levantaron sus rostros desconcertados, y la gente en torno quedó atónita, como paralizada de estupor. ¿Qué sucedía, qué toque rozaba a los dos réprobos, transfor23 «Había visto, me lo dijo en confesión, en torno a cada uno de los dos condenados una turba tumultuante de espíritus malignos, los cuales encendían los ánimos de los desgraciados más que lo hacían externamente los verdugos con los garfios candentes»: R 229 (Ra, lx.). 24 Por una gracia especialísima Catalina pudo seguir en espíri­ tu a los dos condenados hasta las puertas de la ciudad, suplicándoles que se convirtieran; los demonios que les circundaban gritaban con­ tra fila amenazándola, mas sin apartarla de su intento. Cf. R, l-c-

alándoles así? Los dos pidieron confesarse y lo hicieron con una alegría que pareció realmente maravillosa en aquel momento y en aquellas condiciones, y con la misma ale­ gría subieron al suplicio". Más tarde, en un coloquio entre Catalina y fray Tomás della Fonte, se esclarecieron las cosas, puesto que ella contó punto por punto lo que había visto, y cómo había rogado y cómo había seguido de lejos la hora estupenda de la salvación. a R 230 (Ra, l.c., p.180). “ El sacerdote que confesó a los dos condenados pudo hablar con fray Tomás, el cual por Aleja conocía la hora y el modo de la oración de Catalina: R 230 (Ra, Le.).

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X.

LA CIU D AD MURMURADORA

Al principio de 1372 el Señor dijo a Catalina: “Hija, de ahora en adelante tu vida será como un tejido de pro­ digios, tal que los rudos de alma rehusarán creerla, y mu­ chos de entre los que te son afectos dudarán y te creerán una ilusa. Mas Yo te infundiré una gracia tan abundante, y tú experimentarás sus efectos tan fuertes, que no podrás vivir sino de un modo totalmente sobrenatural, penarás mucho y me ganarás muchas almas; mas muchos se escan­ dalizarán y te acusarán abiertamente...” 1 Mensaje misterioso. Le faltaba a Catalina el agua amar­ ga del desprecio, el único sufrimiento acaso que no había gustado aún en gran medida, y afinamiento último y ne­ cesario antes de afrontar la “vida pública” en sus valores más espléndidos y peligrosos. Catalina respondió: “Yo soy tu esclava, Tú eres mi Dios: hágase, pues, en todo tu vo­ luntad. ¡Pero no me abandones nunca!” Desde aquel día, con permiso del confesor, comenzó a comulgar casi a diario, y la eucaristía le sirvió de creciente fortalecimiento de su espíritu. Entre tanto, en su parte física se producía un efecto, esto es, la posibilidad de vivir con un alimento tan escaso, que a cualquiera otra persona no le bastaría para una hora2. “A la comida —cuenta ‘ R 165 (Ra, Ha., p.125). 2 «La virgen de Cristo languidecía de amor por E l...; e n to n c e s el Señor le inspiró dirigirse frecuentemente al altar de Dios, y reci­ bir cuanto más frecuentemente pudiese de las manos del sacerdote a nuestro Señor Jesucristo en el sacramento...» (R 166, [Ra, l.c., p.126]). «...C om enzó a bajar sobre su alma, especialmente cuando recibía la santa comunión, una abundancia tal de gracias y de con­ solaciones celestiales, que derramándose por un cierto desbordamien­ to sobre su cuerpo... cambiaba de tal modo la naturaleza de su es­ tómago, que no sólo no tenía necesidad de alimento, pero ni siquie­ ra lo podía tomar sin trabajo»: R 167 (Ra, l.c., p.127). Y Malevolti:

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Francisco Malevolti— ella tomaba un poco de pan del vo­ lumen de una nuez, un poco de hierbas crudas, y general­ mente no lograba tragarlas; y, cuando esforzándose logra­ ba su intento, sufría luego la consecuencia del vómito” \ Sobre este hecho, comprobado y testimoniado por mu­ chos de los que vivían cerca de ella, se armó un creciente ruido en la ciudad. Puesto que se trataba de una realidad comprobada por muchos, la gente se dividió en tres facciones: quiénes creían en el carácter sobrenatural; quiénes dudaban; quié­ nes juzgaban la cosa como un artificio histriónico de Ca­ talina. “Quiere ser más santa que nuestro Señor —comen­ taban— , el cual comía como los demás. Ayuna en público y come alegremente a escondidas” \ Es muy explicable que se centrase una curiosidad mor­ bosa sobre el hecho, porque incidía de un modo decisivo sobre la fama de santidad de Catalina: ¿era una santa?, ¿era una comedianta mamarracho? A aquella fama, a aque­ lla confianza estaban ya ligados tantos intereses vitales, tantas esperanzas. En Siena, quien no encontraba remedio a sus cosas, volvía los ojos hacia Fontebranda; mas ¡qué atroz desilusión si la virgen taumaturga resultase una bruja de barracón! «Durante todo el tiempo que yo pasé junto a esta santa virgen, no se nutrió más que con la eucaristía»; cf. M a l e v o t i , C ontestatio F. M., ms. Casanatense XX.V.10 fol.456. 1 He aquí el testimonio de Caffarini: «Habiéndome acontecido a veces comer con ella, vi que no comía nada, sino que nos hablaba de Dios con gran fervor» (P roc., p.34 pár.5). Catalina, después de haber ingerido las hierbas o el pan acostumbrado, se dirigía a «hacer justicia de esta misérrima pecadora», esto es, a provocar el vómito con tallos de hierba o plumas de oca. _ > • • 4 «Daba que pensar a muchos... aquella extraña manera de vivir con la abstinencia poco menos que continua de cualquier suerte de alimento, y no faltaban personas, tenidas como espirituales..., que tomaban ocasión de escándalo de ello, y dudaban no se tra­ tase de un secreto engaño»: Supl., II, II, 2 (SCaf IV p.370). e niego, lector, que medites las increíbles molestias que Catalina tuvo que sufrir a causa de la incomprensión de los domésticos y e os de casa...»: R 168 (Ra, l.c., p.127). Raimundo refiere cuatro clases de juicios que daban sobre ella en Siena, y los rebate uno por uno, cf. pár.172 y ss (Ra, l.c., p.l31ss).

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Y el pueblo era vivo, charlatán, fantasioso, punzante, apretado dentro del recinto de la ciudad y condenado a nutrirse sobre todo de las novedades propias... Por otro lado, he aquí otra sorpresa: frente a las mur­ muraciones parecía que Catalina, en vez de desistir, au­ mentase la dosis. De septiembre de 1372 a la cuaresma de 1373 no obstante que se empeñó en comer, no logró retener otro alimento que hierbas crudas; desde la Ceniza, que fue el 18 de marzo, hasta el domingo de Pasión, y desde éste hasta el domingo de la Ascensión, esto es, du­ rante más de cincuenta y cinco días, ninguna comida, nin­ gún alimento tocó sus labios \ Con su confesor había sos­ tenido un extraño, desconcertante diálogo: — ¿Qué es pecado más grave, Padre mío —le había pre­ guntado un día—, morir por exceso en el comer, o morir por ayunar demasiado? —Naturalmente —respondió el P. Tomás— entre los dos es peor pecado morir por comer demasiado. —Pues bien, vos me ordenáis que me nutra como ha­ cen los otros, e insistís mucho, y el esfuerzo que yo hago me pone a las puertas de la muerte. ¿Qué debo hacer? —Hija mía, haced como Dios os inspira, comprendo lo que sucede en vos: no se mide con las reglas comunes...6 Vía libre, pues, a los ayunos de Catalina, cosa que ex­ citaba aún más las dudas y las habladurías; y Catalina, sensibilísima como era, sufría con ello mucho, no por sí, pues más bien la humillación le parecía una rociada, sino más bien por el daño que podía originarse de las pláticas torcidas, del cual ella se daba perfecta cuenta. A este pro­ pósito hubo una mañana en que tocó el fondo de la amar­ gura, porque encontró al P. Tomás y advirtió que estaba todo pensativo y sombrío7. —¿Qué os turba, Padre mío? Respuesta evasiva; pero ella insistió: 5 Supl., II, V I, 15 (SCaf VII p.424). ‘

Referido por R 167 (Ra, lia ., V, p,127s).

7 Supl., II, II, 2, n.6-7-8 (SCaf IV p.370-372).

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—Con todo decídmelo, si queréis, pues yo sé de qué se trata. ^ Y el P.^ Tomás le contó las habladurías que infestaban Siena y añadió una cosa dolorosa: — ...Y o empiezo a temer no haber sabido guiaros has­ ta hoy, y... —la voz parecía dudosa ante una revelación más dolorosa aún, la mas triste en aquel momento__ .. .y no saber discernir de qué espíritu vos sois movida inte­ riormente. ¡Dudaba, pues! ¡Dudaba también él, vacilaba el único sostén, y Catalina por un momento debió de tener la im­ presión de un extravío infinito, tanto que lo confesó ella misma más tarde al P. Tomás. Permaneció en silencio por algún instante y luego dijo: —Padre, permitid que yo ruegue al Señor y le pida haceros conocer si hasta aquí habéis dirigido bien a mi alma. Siguió una noche de oración profunda. Postrada en su celda, Catalina rogó sin descanso, sin apoyarse en nada, y con un tal fervor, que, no obstante el aire fresco del in­ vierno, su persona se bañó de un sudor agotador. Y mien­ tras ella oraba, la paz volvió al alma del P. Tomás; paz y seguridad y un sentido milagroso de alivio. Al alba Ca­ talina lo mandó llamar y dijo: —Demos gracias a Dios, porque ha despejado de du­ das vuestra mente, Padre mío. ¡Oh vos, a quien son ma­ nifiestos todos los secretos de mi alma!... Cuando com­ prendí vuestra duda, fui presa de un gran temor...' Mas ¡he aquí que Dios en su misericordia nos ha aquietado y asegurado a vos y a mí!... Sin embargo, la malignidad no se desarmó en absoluto y sucedió más bien que las críticas del ayuno se extendie­ ron a otros campos. La sed que Catalina tenía por la eucaristía fue conceptuada como presuntuosa, excesiva y ’ «Al ver... que vos... dudabais de qué espíritu pudiese ser yo conducida, comencé yo a dudar y temer mucho de mi estado*. Supl., II, II (SCaf IV p.372).

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más o menos ilícita, cosa fácilmente explicable porque en aquel entonces aun los más devotos no comulgaban a dia­ rio. Contra esta condena se levantó el P. Tomás citando los Hechos de los Apóstoles y la autoridad de Dionisio el Areopagita, quien afirma que los cristianos primitivos co­ mulgaban todos los días ’. Así el ambiente se excindió en dos: partidarios y detractores contendían en controversias minuciosas, mientras las mismas Hermanas de la Peniten­ cia más ancianas, encendidas en celos por el gran celo de Catalina, arrojaban sobre el tapete otros reproches: ¿quién era esta Benincasa para animar a un círculo ambulante, en el cual enseñaba como un abad? Peor que nunca lo referente a los arrobamientos místi­ cos. Aquel prolongar la oración inmóvil y callada después de la comunión por horas y horas10, casi sin límite, tal vez muda y sorda a las llamadas del sacristán, que sacu­ día el manojo de las llaves para cerrar el portón a la hora debida...; y la extática allí, haciéndose esperar; y aquel tiempo largo, gastado en una iglesia llevada de frailes va­ rios, y a este momento la malicia, no pudiendo con todo hincar el diente por falta total de materia, se ponía lívida. ’ Raimundo precisa: « ... la verdad es que no todos los días, pero frecuentemente recibía ella con gran devoción el sacramento», y que aún sólo ese «frecuentemente» provocó maledicencia y odio. Quienes estaban contra Catalina aducían como prueba un dicho, atribuido a San Agustín, pero, en realidad, de Gennadio de Marsella: «Yo no alabo ni condeno al que comulga todos los días»; cf. R312314 (Ra, Ha., X II, p.245-247). 10 Las más viejas de las mantelatas lograron periódicamente pri­ varla de la comunión (o también de la confesión o del confesor) por medio de los superiores. Cuando se le concedía comulgar, se le exigía que se levantase después de un breve tiempo, cosa imposi­ ble para Catalina, que todas las veces entraba en éxtasis. La oración mental, el rapto y el éxtasis eran habituales en la Santa, aun cuando oraba vocalmente. En el P roceso leemos que no se preocupaba de pronunciar una oración vocal larga, sino que ella profundizaba en pocas palabras hasta que la mente se nutría de ellas con deleite. Por esta costumbre la mente comenzó a ser arrebatada en la oración, pues perdía completamente la sensibilidad del cuerpo, de modo que quedaba del todo insensible. Domenici atestigua haberla visto ele­ varse, manteniendo sólo la punta del pulgar de un modo inexpli­ cable con las solas fuerzas humanas (P roc., p.303 pár.10-15; p.304 pár.30-35; cf. R 405-406).

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Aquello sobre lo que creían poder jurar era el orgullo de una muchacha que, según ellos, jugaba al vuelo de°l espíri­ tu de modos diversos, fuese histriónica o histérica, y reunía gente y se hacía seguir de un cortejo de devotos, como si llevase la mitra. También los religiosos estaban divididos en dos bandos; y acaeció una vez, durante la canícula, que sus contrario^ queriendo atrancar la iglesia a mediodía, y, no logrando que Catalina se levantase y saliese, la tomaron como un costal y la descargaron en la plaza sobre un montón de piedras y argamasa en pleno caer de los rayos del sol; y, puesto que ella no se había despertado, hubiera corrido el riesgo de una insolación si las hermanas en religión que la acompañaban no le hubieran servido de pantalla con sus personas. El hecho se repitió estando sola, y la gente que pasó por allí le dio de puntapiés. Otra vez un religioso la injurió en presencia de las compañeras, luego le quitó el dinero y se marchó...; y en otra ocasión aún una mujer malvada la hizo retroceder a puntapiés hasta dentro de la iglesia, y luego se vanaglorió de ello ". Catalina al despertar venía a enterarse de estas injurias y no se quejaba de ello, ni se lamentaba respecto de los culpables. Vivía en el reino de la paciencia total y ponía en práctica al pie de la letra el dictamen paulino: “La ca­ ridad es paciente, es benévola, no tiene envidia..., todo lo cubre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta...” 12. La caridad se hacía en ella llama y bálsamo; baste el episodio siguiente, acaecido hacia fines de 1373, que en11 Otra vez uno de sus perseguidores, enfurecido, se estranguló en un bosque; acaso era un religioso que ja odiaba, o acaso uno que la amaba con un amor malo; cf. R 406-407 y 415 (Ra, Illa., , P ^i 4-7 Una vez más Raimundo atestigua la práctica literal de lo de’ San Pablo: «...pero ella sufría todo con 8” n Pa­ ciencia... creía que todo se hacía con recta intención ^ p • de ella: se creía obligada a rogar por ellos no, dores, sino como por extraordinarios y amados bienh , (Ra, l.c., p.322s).

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cierra en sí todos los aspectos-límite de la paciencia y el amor u. Venimos a conocer a una vieja llamada Andrea, Her­ mana de la Penitencia..., que vivía abandonada de todos como Tecca, la leprosa. También aquí había una razón te­ rrible. Andrea tenía el pecho abierto y devorado por un enorme “lupus” (¿cáncer?), que seguía royéndola. El as­ pecto de aquellas carnes vivas y al mismo tiempo podridas y de las pequeñas verrugas pútridas que nacían de aqué­ llas, y el hedor de cadáver que salía de allí, espantaban a todos. Pues bien, Catalina acude, ofrece sus servicios, y la vie­ ja Andrea no cree a sí misma por el demasiado alivio M: cuando la joven se pone a trabajar sin descanso en la ha­ bitación sin pararse a hacer caso del tufo sofocante, la en­ ferma la sigue con los ojos arrebatada. Catalina encuentra para ella los modos más dulces y las palabras más tiernas y logra mitigar el largo tormento de la carne y del espíri­ tu; y un día, en que el hedor horrendo de la Uaga le pro­ duce una especie de vacilación y parece que le impide ser­ vir, se aprieta toda en un esfuerzo, se abaja hacia las carnes pútridas, pone los labios sobre ellas, y los retiene allí cla­ vados hasta que no ha vencido el horror, mientras Andrea, espantada de aquel heroísmo, grita: “ ¡No, no, carísima hija; no hagáis tal cosa, os cogeréis mi mal!” Mas desgraciadamente la historia de Andrea se enne­ grece pronto y se hace semejante a la de Palmerina. Insti­ gada por alguna Hermana anciana de la Penitencia, la in­ feliz presta oídos a la maledicencia, se clava en la mente que Catalina comete actos pecaminosos y transmite las locas noticias a alguna rara visitante, la cual, firme por tal testimonio, sopla después la calumnia a las otras. u Raimundo, de un modo llamativo, ha reunido en su relato los episodios culminantes de la paciencia de Catalina, esto es, Cecca, Palmerina y Andrea: R 409-413 (Ra, l.c., p.324-26). 14 R 154ss (Ra, Ha., IV, p. 115ss). P ro c., p.288-289: no habla, sin embargo, de la enfermedad particular de Andrea.

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Pobre enfermera que viene a saber todo y no toma en cuenta nada, y usa aún para con Andrea las atenciones más afectuosas, sufriendo, con todo, por la finura y pro­ fundidad de su corazón singular. Le duele mucho que los dones de Dios sean vüipendiados y no se atormenta por sí misma, sino por la gloria de Dios, del Señor. El hecho de que la vieja diga mal tiene su importancia: será creída, detestara a Catalina, la hipócrita, la caritativa falsa... Y asi sucede; hasta las viejas de la Penitencia se reúnen e interrogan a la joven, y ella responde: “Con la ayuda de Dios y por su gracia yo he conservado intacta mi virginidad”. Y aquéllas vuelven a insistir y ella repite: “Soy virgen, os lo juro”. Luego torna a la autora de la infame calumnia y la sirve humildemente como ha hecho siempre 1S. Pero ya el asunto ha asumido el valor de un drama y Catalina, cuando está sola, se postra de rodillas y abre el corazón al Señor: “ ¡Dios omnipotente! ¡Oh Esposo mío dulcísimo, qué cosa es el buen nombre para aquellos que te han consagrado a ti su virginidad... Tú lo sabes; y sa­ bes cuánto me cuesta la obra de caridad que estoy hacien­ do! ¡Ayúdame en mi inocencia, Señor de la misericordia!” Jesús se le aparece, sosteniendo en la mano derecha una corona de oro enjoyada, en la izquierda otra de espinas, y le dice: —Hija, es necesario que tú lleves estas coronas una des­ pués de la otra: ¿cuál escoges en la vida presente? —Señor, Tú sabes bien que yo sólo tengo tu voluntad...; mas si debo escoger, prefiero ser semejante a Ti en esta vida. Luego extiende audaz la mano hacia la corona de 15 Las calumnias lanzaban acusaciones p r e c i s a s sobre Catalina, y las mantelatas insistían para saber cómo «... se h ¡ a l ° e j a o ganar para perder la virginidad...»: R 157 (Ra, le., ? * ¡novoces llegaron rápidamente a Lapa, quien, aun creyendo. en la mo­ c a d a d i su hija, la regañó ásperamente ponjue insistía en curar a la enferma ( R 159, l.c , p.120). Cf. Pro¿., P-124-125 P ^ 3. ^ Cf. también sobre la pureza de Catalina, Proc., p. P P-121-122 hasta el pár.5.

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espinas y se la pone en la cabeza, de modo que los pin­ chos penetran profundamente como una guirnalda de pe­ queñas espadas entrelazadas. Y Cristo concluye así el diálogo: —Hija, todas las cosas están en mis manos; ninguna me escapa. Si he permitido que surgiera la calumnia, puedo cortarla a mi placer; tú continúa practicando la caridad. Te daré la victoria y las invenciones caerán sobre el ene­ migo para su confusión. ¿Quién podrá ya impedir la obra de Catalina? La vie­ ja Andrea la ve a su alrededor toda afecto y con un em­ peño más vigoroso que nunca. Entre tanto, un día, mien­ tras Catalina se acerca a su enferma, ésta descubre un gran rayo claro que desciende sobre la joven y la acom­ paña en sus movimientos, llenando la pieza; y la enferma mira atenta sin explicarse la razón de tanta luz, y luego fija su vista en el rostro de su enfermera y la ve luminosa como un ángel. A medida que contempla aquella especie de aparición, siente un remordimiento que le nace en lo profundo, y crece y se dilata en ella...: ¿Cómo ha podido calumniar a una creatura espléndida por la gracia, por la caridad, que le ha prodigado tanto bien? 16 El arrepentimiento súbito transforma la actitud de An­ drea, que de ahora en adelante se afana por cancelar el mal difundido; busca a las Hermanas a quienes ha comuni­ cado el negro y falsísimo mensaje y lo desdice, y narra la caridad de Catalina en sus pormenores ", hasta que le lle­ ga inesperada y casualmente una nueva prueba fulgurante: es el tiempo en que la llaga se hace de día en día más mortífera. El devorador invisible descubre siempre nuevas carnes en tomo al cráter y éstas traen en la boca co m o “ «Andrea, angustiada, pidió perdón a Catalina, la cual se le echó entre los brazos consolándola y explicándole que Andrea mism a había hecho tanto mal a causa del influjo del demonio, mientras su intención verdadera y genuina había sido sólo el cuidado por la honestidad de Catalina»: R 160 (Ra, l.c., p.121). 17 Andrea contó a las Hermanas la visión tenida, y por tanto mal «la fama de la santidad de Catalina comenzó a difundirse entre los hombres y a crecer»: R 161 (Ra, l.c., p.122).

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una monstruosa inflorescencia cadavérica... Pues bien, Ca­ talina un día, lavando la llaga, tiene un vahído de náusea, entonces se clava a sí misma con estas palabras precisas: “Miserable, ¿así aborreces a tu prójimo? Pues yo te obli­ garé a tragar esto que te horroriza”; recoge en una taza el pus y el residuo del lavado, se retira a un rincón y se lo bebe Andrea la sigue con la vista, ve todo y su viejo corazón no rige: ¡es la virgen de Fontebranda, es la creatura ara­ ñada por la calumnia, quien ha osado hacer esto! Una vez más Andrea recuerda sus propios juicios turbios: ¡ella ha cubierto de estiércol a un ángel! Y ahora rompe en un llanto que es un baño de paz para su alma. La noche siguiente se aparece Cristo a Catalina y le muestra en las manos, en el costado y los pies las cinco llagas de la Pasión: —Querida hija, has luchado mucho y has vencido mu­ cho por mi amor; yo te miro con amor y complacencia. Para recompensarte, he aquí que te daré una bebida que supera en dulzura a todos los gozos de la tierra. Y acerca a Catalina la herida profunda del costado, a fin de que apague su sed en la fuente de la salvación eter­ na". “ Catalina dirá más tarde a Raimundo de Capua: «Desde que estoy en el mundo, jamás he gustado una bebida más dulce y mas exquisita que aquélla»: R 162 (Ra, l.c., p.l22s). r 19 Después de haber apagado su sed al costado de Uisto, Cata­ lina pudo vivir ayunando. ¡Tan grande era la gracia que la viví ica a.

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XI.

BER N A BE VIS CON TI

«Italiae splendor Ligurum Regina Beatrix». (Esplendor de Italia, Reina de los Ligures, Beatriz).

Catalina encontró en aquellos años el nudo de los jue­ gos de los Visconti. La potencia de la familia Visconti se había concentrado después de la mitad del siglo en Mateo, Galeazo II y Bernabé, tres hermanos, hijos de Esteban y sobrinos de Juan, los cuales habían sucedido a este mismo tío Juan en 1354 y habían quedado redu­ cidos a dos por la muerte precoz de Mateo \ Así, habían partido en dos el ducado y cada uno había tomado la parte propia. También la ciudad de Milán resultó repar­ tida de ese modo: la parte occidental tocó a Galeazo, y la oriental, a Bernabé. 1 Al principio del siglo, Mateo Visconti guerreaba aún contra los Torriani para apoderarse de Milán; en el 1311 Da Arrigo VII fue nombrado vicario imperial, luego señor de la ciudad. Después de él, Galeazzo Visconti tuvo el poder pocos años, hasta que en el 1327 fue apresado por Luis el Bávaro, y el señorío pasó a Azzo, su hermano. Azzo conquistó varias ciudades: Bérgamo, Pavía, Cremona, Como, Lodi y otras; pero murió pronto, y Milán pasó a manos de Luchino; finalmente, en el 1349, el fuerte y amplio estado que se había venido formando, fue heredado por Juan Visconti, arzobispo de Milán. Este es considerado comúnmente como el fun­ dador de la potencia familiar, a él se sometió también Génova, mas su reinado fue breve, y la potencia de la familia terminó en manos de los tres sobrinos. Muerto Mateo, el estado se dividió entre Galeazzo, amante de las letras, mas también fuerte hombre de estado, y Bernabé. El hijo de Galeazzo, Juan Galeazzo, en el 1385, batido Bernabé, dio comienzo al período más espléndido de la señoría milanesa; se desposó con Isabel de Francia y obtuvo en 1395 el título de duque. La extensión de su dominio fue creciendo, llegó a la Toscana, a Umbría, a Bolonia misma, mas el 1492 su muerte selló el fin de tantos designios ambiciosos.

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Y comenzó el reinado acaso del más caprichoso entre aquellos dominadores audaces, despreocupados hasta la insolencia e inquietos por sed de grandeza. Las aventuras de Bernabé, o, más bien, las impuestas por él a otros, pasaron a ser leyenda, alimentaron la fantasía de los nc¿ veleros, formaron una guirnalda trágica y grotesca entre lo verdadero y lo inventado, y pasaron de boca en boca en Italia y en Europa. Se le atribuían 5.000 perros de caza2, mantenidos por los campesinos, con obligación de tratarles bien y bajo amenazas de penas drásticas, mien­ tras la caza y el uso de montería estaban prohibidos a todos. Puesto que nadie se atrevía a decirle sus cuatro verdades, dos Hermanos Menores, resueltos a todo, se personaron ante él predicándole los deberes del príncipe y recordándole que un día habría de morir también él. Se dijo entonces que él mandó que se les hiciese quemar vivos. Su agresividad dio lugar a toda una serie de alianzas enemigas, adaptadas a los trastornos políticos que suscita­ ba o también sufría, los años 1362, 1367, 1369 y 1372. Este último enredo de prepotencias y de conflictos, en el cual se encontró Catalina para actuar como sembradora de paz, es el que a nosotros nos interesa propiamente. Había estallado un conflicto grave entre Gonzaga, go­ bernador de Reggio como feudatario del papa, y el de Este, marqués de Ferrara, el cual, de acuerdo con varios ciudadanos de Reggio, había alistado la compañía de las “lanzas libres” al mando del capitán Lando. Este había expugnado y pasado a sangre y fuego a Reggio, profanan­ do las iglesias, y después había recibido un mensajero de Bernabé Visconti con la oferta de 25.000 florines de oro por la cesión de Reggio misma. La oferta había complacido y Bernabé había conquis­ tado de una manera tan bonita la ciudad; entre los dos liti­ gantes, Este y Gonzaga, se había llenado de contento. Cuando Urbano V le fulminó la excomunión, se esparció 1 Cf.

M u r a t o r i , Annali d ’ Italia,

año 1374.

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otro rumor, esto es, que el Visconti había esperado a los legados portadores de la bula en el puente del Lambro, proponiéndoles una alternativa: ser precipitados al río o comerse el pergamino; después les habría vestido de blan­ co conduciéndoles en parada por las calles de Milán. Y se dijo que a las amonestaciones del arzobispo habría respon­ dido: “Sabed, Monseñor, que yo en mis dominios soy pa­ pa, emperador y rey, y no permitiré que ni siquiera Dios obre contra mi voluntad”. Tales fueron, si no los hechos, los rumores de entonces que agrandaban lo real y lo cargaban de tintas aterrado­ ras; eran de todos modos pinceladas descriptivas de la opi­ nión que los contemporáneas nutrían respecto de Bernabé. Era, pues, la hora de actuar para el sucesor de Urba­ no V, Gregorio XI, francés de nacimiento y de estilo, juz­ gado por los contemporáneos como “rico en prudencia, modestia, discreción, bondad, caridad, y, lo que raras ve­ ces se encuentra en un príncipe, veraz en las palabras y leal en las acciones”. Este panegírico es del embajador flo­ rentino Lucio Coluzzi, y es sabido que los florentinos no tienen lengua indulgente. Gregorio XI llevó a cabo toda una serie de tentativas para reducir a Bernabé a la razón. Después, no obtenien­ do gran cosa, lo excomulgó. Entonces el sir (señor) Vis­ conti vistió a un pobre loco de sacerdote y le obligó a pronunciar la excomunión contra el papa. Finalmente, el pontífice, sostenido por la reina de Nápoles y por el rey de Hungría1, recurrió a las armas, y la Liga contrató a sir John Hawkwood, o sea, Juan Agudo, el temidísimo jefe de las “bandas inglesas” \ 3 Se trata de Juana I, sobrina y heredera de Roberto de Anjou, reina de Nápoles del 1343 al 1382, llamada de los cuatro^ maridos; y de su primo segundo Luis el Grande, rey de Hungría: Juana había tomado por esposo en sus prmieras nupcias a Andrés, hermano de Luis I, y el matrimonio había terminado trágicamente. La guerra contra los Visconti fue declarada en el 1372. En cuanto a la exco­ munión, sabemos que la bula fue «Coena Domini». 4 Cf. M ltratori, o.c., año 1372: «Además de esto, la compañía de los ingleses..., que militaba a favor de Bernabé Visconti... dis­ gustada... se pasó al servicio del papa y de sus aliados...»

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¿Quiénes erani en irealidad Juan Agudo v su “cnmm U \T V^UlllUd-nía ? Nacido de padres nobles —escribe Ammirato4*— fue educado en la profesión de las armas por un tío suyo y participó en casi todas las guerras entre franceses e ingleses. Fueron las milicias de Juan Agudo quienes in­ trodujeron en Italia ’el conducir a los soldados bajo el nombre de lanzas’. Entre ellos algunos eran arqueros, otros actuaban con las lanzas fuertes y de leva. Combatían a pie. Cada uno de ellos llevaba uno o dos muchachos para la limpieza de las armas. Su orden en las batallas era circular, cerra­ do, no avanzaban hacia el enemigo sino a veinte pasos de él con gritos agudos. Eran sumisos a los comandan­ tes; estaban acostumbrados al calor, al frío, a la sangre, a la rapiña. Eran más hábiles para cabalgar de noche y ocupar terreno que no para combatir en campo abierto”. El papa envió a Bolonia como “cardenal legado” a Pe­ dro d’Estaing. He aquí, pues, el surgir del enredo de los eventos y a los protagonistas del primer plano: el d’Estaing y el Visconti tenían las llaves de la guerra y de la paz, y Catalina, sedienta de paz, se atrevió a escribir a uno y otro: fueron sus primeras cartas políticas internacio­ nales. Al leerlas estamos profundizando los problemas italia­ nos de aquel momento5: una perniciosa vegetación de codicias políticas o dinásticas, que acaso evocaron en Catalina, como alegoría adecuada, la caverna cancerosa que ella había curado en la vieja Andrea. De suerte que el tono que la mujer del pueblo, de veinticinco años, asu­ mió frente al más autorizado personaje eclesiástico de la región y al más peligroso de los príncipes italianos, expresaba la urgencia de un incandescente cauterio. J

4 * A m m ir a t o , Isto rie jioren tin e 1-XII, gonf.431. , i 5 Pedro d’Estaing, llegando a Italia como sucesor del cardenal del Poggetto y de Albornoz, había conquistado Perusa en d 1371. Drane Supone que en un viaje anterior a Italia ^ habrfa aUegado a Catalina, dada la familiaridad que se transparentó en las cartas.

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Las primeras misivas fueron dirigidas al Legado*: “En el nombre de Jesucristo crucificado y de la dulce María. Carísim o y reverendísimo padre en el dulce Cris­ to Jesús (*). Y o, Catalina, sierva y esclava de los siervos en Jesucristo, os escribo en su preciosa sangre; con el de­ seo de veros ligado por el lazo de la caridad, así com o habéis sido hecho Legado de Italia, según he oído; de lo cual me alegro de un m odo especial; considerando que vos por esto podréis hacer lo m ás en honra de D ios y el bien de la santa Iglesia... Esta caridad inestimable tuvo sujeto y clavado al Dios y hombre sobre el m adero de la santísima cruz; ésta hace concordar a los discordes; ésta une a los separados; ella enriquece a quienes son pobres de virtud, ya que da vida a todas las virtudes; ella da paz y quita la guerra; da pacien­ cia, fortaleza y larga perseverancia en toda obra buena y santa; y no se cansa nunca, y no se aparta nunca del amor de D ios y del prójimo, ni por penas, ni por tormento, ni por injuria, ni por m ofas, ni por descortesía. Ella no se m ueve por im paciencia ni en pos de las delicias ni de los placeres que el m undo pudiese darle con todas sus lisonjas... Pues en este vínculo y amor quiero que sigáis, apren­ diendo de la primera y dulce Verdad, que os ha preparado el cam ino, os da la vida, os ha dado la form a y la regla, y os ha enseñado la doctrina de la verdad. Vos, pues, com o hijo verdadero y siervo redimido con la sangre de Cristo crucificado, quiero que sigáis sus huellas, con co­ razón viril y con pronta solicitud, sin cansaros nunca ni por pena ni por deleite; mas perseverad hasta el fin en esta y toda otra obra que empecéis a hacer por Cristo cru­ cificado. .. El alma que tem e con temor servil, ni una de sus obras es perfecta; y en cualquier estado que esté desmaya en 6 Un problema crítico importante va ligado a estas dos cartas caterinianas: Fawtier las data en el 1370, considerándolas en rela­ ción con la cuestión de Perusa, entonces en marcha. Dupré-Theseider no las incluye entre las escritas antes del 1376. Por ello, según el uno y el otro de estos especialistas, dichas cartas no ten­ drían relación con la guerra y las negociaciones entre la liga y Ber­ nabé Visconti. Una dificultad real es el hecho de que las cartas van dirigidas al «Cardenal de Ostia», mientras es sabido que D ’Estaing, ya cerdenal en el 1370, sólo vino a ser cardenal de Ostia en el 1373. N o obstante esto, nosotros seguimos la atribución tra­ dicional. (*) La Santa usa repetidas veces la expresión “Cristo du lce Jesús”. Cuando “dulce Jesús” parece un predicado, hemos pro­ curado respetarla en la versión; otras veces, que es una m era aposición, com o aquí, la hem os traducido por “el dulce Cristo Jesús”, evitando lo difícil que resultaría en español. ( N . d e l Tr.)

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las cosas pequeñas y en las grandes, y no lleva lo aue ha comenzado a su perfección. ¡Oh cuán grande y peligroso

?l

£m h rr„no dejándole h f rÍa, l0Sconocer braZOSnidclversanto ^seo-^iyadque ja al hombre, la verdad, este temor procede de la ceguera del amor propio de sí mismo. Ya que en seguida que la creatura que tiene en sí razón, se ama con amor propio sensitivo, en seguida teme* y esta es la causa por que teme: porque ha puesto su amor y esperanza en una cosa débü, que no tiene firmeza en sí ni estabilidad alguna, además pasa como el viento. ¡Oh per­ versidad de amor, cuán dañosa eres para los señores tem­ porales y espirituales, y para los súbditos! De donde, si él es prelado, no corrige nunca, ya que teme no sea que pier­ da la prelatura, y no sea que disguste a sus súbditos. Y así mismamente es también dañosa para el súbdito, ya que no hay humildad en aquel que se ama con pare­ cido amor; aún hay ahí una soberbia enraizada; y el so­ berbio nunca es obediente. Si él es señor temporal, no po­ see la justicia; otrosí comete muchas iniquidades y falsas injusticias, obrándolas según su placer o según el placer de las creaturas. Así, pues, por no corregir o por no man­ tener la justicia, los súbditos se hacen malos; ya que se nutren en sus vicios y en sus maldades. Por consiguiente, pues, ya que el amor propio con el temor desordenado es tan peligroso, es de huirse; y hay que abrir el ojo del en­ tendimiento en la mira del Cordero inmaculado, en el cual está nuestra regla y doctrina, y a El debemos seguir. Ya que El es eso, Amor y Verdad; y no buscó otra cosa que el honor del Padre y nuestra salvación. El no temía a los judíos, ni sus persecuciones, ni infamia, ni mofas, ni des­ cortesía; y a lo último no temió la ignominiosa muerte de la cruz. Nosotros somos los discípulos, que hemos sido colocados en esta dulce y suave escuela” 7.

Entre tanto, Bernabé Visconti, puesto en una prueba durísima por la unión de los reyes contra él, pensó en dirigirse a Catalina a fin de mantener abierta una brecha para la paz con el papa; y Catalina respondió remachan­ do la amonestación humilde y perentoria: “ Oh padre carísimo, ¿cuál y de quién es el corazón que se haya endurecido y obstinado tanto que si m m el afecto y el amor que tras la divina Bondad, no se derr,t^ A m a d , am ad ,

vj

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am aseis... Y con todo eso, no habrá ninpmo q u e - « c o ­ nozca a sí mismo, que ofenda jamás mor a c¡ ¿j o caiga en soberbia por estado, o ° ^ a m b ic „ dominase todo el mundo, se ^ “ “ otura villsima- y así él está sujeto a la muerte como creatura viiisun ,

7 Carta 7 y 11 Tomm.

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pasan las necias delicias del mundo, y se desvanecen en él com o en los otros; y no las puede retener, que vida y salud y toda cosa creada no puede dejar de pasar como el viento. Por consiguiente, por ningún poder que tengamos en este mundo podemos reputamos señores. N o sé qué señoría pueda ser aquella que me puede ser quitada, y no está en mi libertad. N o me parece que se deba llamar se­ ñor ni tener tal título, sino más bien dispensador; y esto es por un tiempo y no para siempre: cuanto pluguiere a nuestro dulce Señor. Y si vos me dijeseis: ‘¿N o tiene el hombre en esta vida ningún señorío?’ os respondería: Sí, tiene el más dulce, el más gracioso y el más fuerte que ninguna cosa que exista; y éste sí lo es: la ciudad de nuestra alma. ¿O hay aquí mayor cosa y grandeza que tener una ciudad donde reposa D ios, que es todo bien, donde se encuentra la paz, la tran­ quilidad y toda consolación? Y es tan fuerte esta ciudad y de un señorío tan per­ fecto, que ni dem onio ni creatura pueden quitársela, si vos no quisiereis. N o se pierde nunca si no es por el pecado mortal. Entonces viene a ser siervo y esclavo del pecado, se convierte en no-ser y pierde su dignidad. A sí os digo, carísimo padre y hermano en el dulce Cristo Jesús, que D ios no quiere que vos, ni ninguno, os hagáis verdugo de sus ministros. El lo ha encomendado a Sí mismo, y eso lo ha encom endado a su Vicario: y si su Vicario no lo hiciese (que lo debe hacer y está mal si no lo hace), humildemente debemos esperar la punición y corrección del sumo juez, D ios eterno. Aun si nos fuesen quitadas por ellos nuestras cosas, más bien debemos elegir perder las cosas temporales y la vida del cuerpo, que las cosas espirituales y la vida de la gracia, ya que éstas son finitas y la gracia de D ios es infinita, que nos da bien infinito; y así, perdiéndola, tenemos mal infinito. Y pensad que por la buena intención que vos tengáis, no os excusará, sin embargo, ni D ios ni la ley divina ante El; antes caeréis en la separación de la muerte eterna. N o quiero que caigáis nunca en este inconveniente. Os lo digo, y os ruego de parte de Cristo crucificado, que no os entrometáis nunca jamás. Poseed en paz vuestras ciudades, haciendo justicia de vues­ tros súbditos, cuando se comete la culpa; pero no de aque­ llos, jamás, que son ministros de esta sangre gloriosa. Vos no la podéis tener por otras manos que la de ellos; no teniéndola, no recibís el fruto de esa sangre; mas seréis como un miembro pútrido, separado del cuerpo de la santa Iglesia. i Y a no más, padre! Humildemente quiero que pongamos la cabeza en el regazo de Cristo, en el cielo, por afecto y amor, y del Cristo (cuyas veces hace) en la tierra por reverencia de la sangre de Cristo, de cuya sangre lleva las

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Y pasa a aconsejar la penitencia: “¿Mas qué venganza tomaremos del tiempo que habéis estado fuera? De esto, padre, me parece que se prepare un tiempo en el que podremos tomar una dulce y graciosa venganza: que, como vos habéis dispuesto el cuerpo y los bienes temporales a todo peligro y muerte en guerra con vuestro Padre, así ahora os invito de parte de Cristo cru­ cificado a una verdadera y perfecta paz con el Padre benig­ no, Cristo en la tierra, y a guerra contra los infieles, disponiendo(os) a dar el cuerpo y los bienes por Cristo crucifi­ cado. Disponeos: que os conviene tomar esta dulce ven­ ganza; que, como vos habéis ido en contra, así vayáis en su ayuda, cuando el Padre levante en alto el estandarte de la santísima cruz; ya que el Santo Padre tiene grandísimo deseo y voluntad de ello” 1 *.

Notable en esta carta el punto de vista aclarado por Catalina: no es lícito rebelarse contra la autoridad del pontífice en cuanto tal. “Aunque fuese un demonio en­ camado, yo no debo levantar la cabeza contra él, sino humillarme siempre; pedir la sangre por misericordia; que de otro modo no la podréis tener, ni participar el fruto de la sangre”. Toda la doctrina cateriniana sobre la Iglesia y sobre la vida sacramental está expresa en estas palabras: la eventual indignidad del Vicario no quita nada a su autoridad. El sigue siendo el solo dispensador del medio de la redención; no nos es lícito rebelarnos contra él, y no nos es posible recibir de otros la sangre de la eterna salvación. Entre tanto, dentro del nudo cerrado de los hechos y de las personas, Catalina encontró una mujer célebre y no exenta de cierta destreza también política: Beatriz, reina de la Escala, mujer de Bernabé Visconti, hija de Mastino II, señor de Verona *. En ella la altanería escaligera • Mt 16,19. : * u í £ t o Tr £ s Scalígeri, dopu& i d .p o í~ de C « ® « A 117

se unía con la potencia de los Visconti: era asimismo siem­ pre el peligro en el cual aparecía la grandeza predomi­ nante de los Visconti en la Italia septentrional después de las ampliaciones realizadas por Juan, tío de Bernabé. Expansión que los parentescos insignes o regios parecían sellar con una impronta duradera. Beatriz era, y se mos­ traba, consciente de tanta importancia terrena, y fanta­ seaba con ella; de su estirpe, de los ya espabilados domi­ nadores, había sacado habilidad en amañarse y audacia diplomática; y su marido Bernabé, infidelísimo como cón­ yuge, estimaba, sin embargo, su consejo. Acaso para en­ contrar consuelo a las desilusiones de mujer se refugiaba en el gusto por las distinciones, mientras algunos la adu­ laban, jugando con su nombre de bautismo y llamándola Reina, tanto que hasta en su epitafio tal seudo-calificación hará eterna su memoria: Italiae splendor Ligurum Regina Beatrix...

(Esplendor de Italia, Reina de los Ligures, Beatriz). Y hay que decir que de hecho era reina sobre tal por­ ción de ciudadanos y castillos de Lombardía, Liguria, Emilia, aun no teniendo derecho a adornarse con tal ape­ lativo. También esta mujer singular se dirigió a Catalina, man­ dándole una embajada, y Catalina le respondió por carta y resolvió el problema protocolario con aquel su toque único, enderezado a transformar las grandezas de la tierra en otros tantos escalones para subir a Dios. Escribiéndole durante el invierno entre el 1373 y el 1374 (no es posible el suceso de la liga de Castelbaldo (1331), conseguido por Martino II, declina hacia el 1340 c o n ventaja total para la potencia de los Visconti: de los amplios dominios de los De la Scala no quedaron prácticamente más que Verona y Vicenza. B ern ab é se había aliado e n cuestión d e armas con Cañe d e la Scala. Ademas, «Bernabé Visconti se preocupó de entablar parentescos insignes, mas Galeazzo, su hermano, le llevó también la delantera en es*°' Blanca, su mujer, era hermana de Amadeo VI, conde de Saboyai Isabel, mujer de Juan Galeazzo su hijo, tenía por padre al rey de Francia...» Cf. M u r a t o r i , Annali, año 1368 y ss.

y

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establecer una fecha más precisa),0, la llamó con un nom­ bre dulce, que en el fondo debió de agradar a la gran señora, desdusionada de las adulaciones. Era en verdad la única vez que alguien osaba saludarla así: “Reverenda madre en Cristo Jesús”. ¡Qué reclamo en esta voz, en esta definición!, y en seguida se anunciaba el acostum­ brado preámbulo cateriniano: “Yo, Catalina, sierva y esclava de los siervos de Jesucristo, os escribo a vos en su preciosa sangre con deseo de veros vestida del vestido de la ardentísima caridad tanto y de tal modo que vos seáis el medio e instrumento que llevéis a la paz con el dulce Cristo Jesús y con su Vicario en la tierra, a vuestro esposo. Estoy cierta que si la virtud de la caridad está en vos, no podrá ocurrir que vuestro esposo no sienta su calor. Y así quiere la primera Verdad que vosotros dos seáis dos en un espíritu y en un afecto y santo deseo. Esto no lo podréis hacer si no estuviese en vos este amor”.

En este momento no dudaba afrontar lo vivo de la cuestión: si Beatriz no tenía el amor, debía impetrarlo de Dios; y con tal fin Catalina se hacía su hermana y maes­ tra, osando tomar por la mano a una señora célebre por el fasto, circundada de las cosas más bellas e importantes, y le decía estas suaves y terribles palabras: “Ella (el alma) se nutre con el fuego del amor, porque se ha visto amar tanto; cuando se ve haber sido aquel campo y aquella piedra donde fue clavado el estandarte de la Santísima Cruz. Pues vos sabéis bien que ni la tierra ni la piedra habría sostenido la cruz, ni los clavos ni la cruz habrían tenido al Verbo del Hijo Unigénito de Dios, si el amor no le hubiese tenido... Pues éste es el modo de encontrar el amor. Puesto que hemos encontrado el lugar donde está el amor, ¿de que modo nos conviene amarlo? Oh reverenda y dulcísima Ma­ dre, El es la regla y el camino; y no hay otro camino que eSSuUcamino, que El nos enseña, el que debemos queremos andar en la luz y recibir l » . v n l» * l* «™cia. es andar por las penas, por los oprobios por ^ s n^ fa tormentos y descortesías y persecuciones; y con esas penas conformarse con Cristo crucificado . “ Carta 29 Tomm., cf.

D

u p r é - T h e s e id e r ,

o.c., p.61 y 71. 119

Reconozcamos que se requería una buena dosis de atre­ vimiento para recordar de tal modo a una de las señoras más soberanas y maestras en el prestigio, a cuya señal res­ pondía el respeto de la corte y de las turbas, recordar, decimos, que el Amor se lo conquista soportando oprobios, mofas, tormentos, descortesías y persecuciones. Nada que objetar, Catalina no perdona a la discípula; es fácil ima­ ginar la reacción de Beatriz, “reina de los Ligures”, al leer estas palabras ardientes: ¿desde cuándo acaso sus oídos, acariciados por las lisonjas, no habían escuchado un lenguaje todo dulzura y de ruda potencia como éste?10*. Y, sin embargo, no se mostró incapaz de escucharlo, y es bastante probable que usase de la propia influencia sobre su marido para hacerlo reflexionar más profunda­ mente. Pues no era mujer solamente de pompas externas y de ambiciones principescas; quedan signos de su espí­ ritu religioso, y entre éstos citaremos un recuerdo particu­ lar. Pocos saben, fuera de Milán, que el teatro de la “Scala” fue construido sobre el lugar donde surgía una iglesia fun­ dada por Beatriz; este particular explica, según algunos, el nombre, aún hoy, del máximo teatro lírico italiano. De tal modo había hablado Catalina a los protagonistas del conflicto: a d’Estaing, a Bernabé, ¿y cuál fue el fruto de tanto empeño epistolar? Sería ciertamente arbitrario atribuir todo el cariz que tomaron los acontecimientos a las páginas ardorosas de Catalina, y es obligado reconocer que concurrieron otros elementos, entre los principales la mansedumbre notable de Gregorio XI, el cual dijo a los *, ^nDe^ c.ierre de su carta Catalina demostraba un vivísimo ínteres: «Por el hambre y el amor que yo tengo de vuestra salud, bien lo haría de hecho que no con palabras», donde parece encubrirse la idea de un viaje. Por otra parte, la Santa tenía corrcs£^k\£1Cla Con de Baviera, esposa del hijo de Bernabé, y i 0. 65? S?rte?. ^eia entrever el proyecto de un viaje a Milán fí-t-ikf - Catalina, para obtener del Visconti la cruzada. Isabel a asi. «bl proyecto de una visita vuestra nos ha colmado de

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embajadores de Visconti: “Lejos de mí el deseo de estar en guerra con quienquiera que sea”. Mas, en definitiva, se logró la paz. Y fue una paz benigna para con los Vis­ conti, quienes habían corrido el riesgo de la perdición po­ lítica. Aquella moderación favoreció el proyecto de la cruzada, a la que Bernabe indico que se asociaba, y así hicieron otros príncipes y repúblicas más: sueño máximo de Gregorio XI y de Catalina, quienes se encontraron así colaborando sin haberse conocido en persona 11. Cuando Belisario, abad de Lezat12, fue enviado a Perusa como gobernador y a Toscana como nuncio, pensó diri­ girse a Catalina pidiendo consejo, y ella respondió con una carta famosa, tal como para inducirlo a seria re­ flexión: “Recibí, dulce padre mío, vuestra carta con gran con­ suelo y alegría, pensando que os acordáis de tan vil y mísera creatura. Entendí lo que decía; y, respondiéndoos a la primera de las tres cosas que me preguntáis, diré que nuestro dulce Cristo en la tierra creo, y así aparece en la presencia de Dios, que estaría bien que se quitasen dos cosas singulares, por las cuales se echa a perder la Iglesia de Cristo. Una es la demasiada ternura y solicitud por los parientes, en cuanto a la cual convendría especialmente que en todo y por todo él fuese totalmente mortificado. La otra es la demasiada dulzura, fundada en demasiada misericordia. Ay de mí, ay de mí, éste es el motivo por el cual los miembros vienen a podrirse, esto es, por no corregirlo. Y especialmente tiene Cristo por mal tres vicios perversos: esto es, la inmundicia, la avaricia y la soberbia h in ch ad a, que reina en la Esposa de Cristo, esto es. en los prelados, que no atienden a otra cosa que a delicias, a 11 Del amor de Catalina por el «santo pasaje» habla Raimundo, pár.290-291: «No puedo negar que Catalina deseó siempre que se llevase a cabo el santo pasaje, y que se preocupó tanto para llevar a cabo este su deseo» (Ra, Ha., X, p.229s). 12 También aquí hay desacuerdo notable respecto del personaje de que hablamos: antes de los estudios de Fawtier y de DupreTheseider se había creído que la carta aquí citada había sido diri­ gida a Gerardo Du Puy, también legado en Perusa y Toscana. í>egun Gregorovius era legado Du Puy (o.c., XII, II>2); en todo caso sub­ siste la divergencia entre Fawtier y Dupré-Theseider 1re^PSSt0 , la datación de la carta, a la cual el primero asigna el 137Ü y el segundo el 1375. Sea como quiera, nosotros aceptamos que ha sido dirigida a Belisario, abad de Lézat. 121

estados y a riquezas grandísimas. Ven que los demonios infernales se llevan las almas de sus súbditos, y no se preocupan de ello, porque se han convertido en lobos y revendedores de la gracia divina. Sería, pues, de desear una fuerte justicia^ para corregir­ los; ya' que la demasiada piedad es grandísima crueldad, mas se habría de corregir con justicia y misericordia. Mas ciertamente os digo, padre, que yo espero por la bondad de Dios que este defecto de la ternura de los parientes comenzará a quitarse por las muchas oraciones y estímu­ los que él tendrá de parte de los siervos de Dios. No digo que la Esposa de Cristo no sea perseguida; mas creo que permanecerá floreciente, como debe permanecer. Es necesario que él se gaste hasta los fundamentos para reparar el todo. Y esto que he dicho es el gastar(se) que yo quiero que vos entendáis, no de otro modo. En cuanto a la otra cosa que decís, de vuestros pecados, Dios os dé la abundancia de su misericordia. Sabed que Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se con­ vierta y viva13. De donde yo, indigna hija vuestra, me he dirigido y pediré que venga sobre mí el débito de vuestros pecados; y juntamente los vuestros y los míos arderán en el fuego de la dulce caridad, donde se consumen. Así es que esperad, y tened como cosa firme que la divina gracia os los ha perdonado. Ahora asumid, pues, un orden de buena vida: teniendo con fortaleza plantado en vuestro corazón el amor atormentado que Dios os tiene, eligiendo antes la muerte que ofender al Creador o tener a la vista que sea ofendido de vuestros súbditos... A la otra cosa os digo: cuando yo os dije que os afanaseis en la santa Iglesia, no entendí, ni lo digo solamente, de las fatigas que vos asumís acerca de las cosas temporales (supon­ gamos que esté bien); mas principalmente os debéis de afa­ nar junto con el santo Padre, y haced lo que vos podáis en sacar los lobos y los demonios encarnados de los pastores que no atienden a otra cosa que a comer, a bellos palacios y a grandes caballos. Ay de mí, que lo que Cristo adquirió sobre el madero de la cruz se gasta con las meretrices. Os ruego que, si no debéis morir, le digáis al santo Padre que ponga remedio a tantas iniquidades. Y cuando llegue el mo­ mento de hacer pastores y cardenales, que no se hagan por lisonjas, ni por dineros ni por simonía; mas rogadle cuanto podáis que atienda y mire si encuentra virtud y buena fama en el hombre; y no mire más a obsequioso que a mercenario, ya que la virtud es aquello que hace al hombre amable y grato a Dios. Y ésta es aquella dulce fatiga, padre, que yo os ruego y rogué que asumieseis. Y supongamos que los otros trabajos son buenos: éste es el trabajo que es óptimo.

13

122

Ez 33,11.

Por ahora no os digo más. Perdonad mi presunción. Me recomiendo a vos cien mil veces en Cristo Jesús. Tened presentes los hechos del señor Antonio. Y si veis en fea al arzobispo, recomendadme a él cuanto podáis. Permane­ ced en la santa y dulce dilección de Dios. Jesús dulce, Je­ sús amor” 14. Carta 109 Tomm.

XII. E N

RAIMUNDO D E CAPUA.-LA P E S T E SIEN A.-LA GRAN PACIFICADORA

“Vino a Florencia en el mes de mayo del año MCCCLXXIV, cuando fue el Capítulo de los Hermanos Predicadores, por mandato del Maestro de la Orden, una vestida de beata de Santo Domingo que tiene por nombre Catalina de Jacobo de Siena, la cual es de veintisiete años de edad y se piensa que es una santa sierva de Dios; y con ella otras tres mujeres beatas de su hábito, que están para su custodia; y, oyendo la fama de ella, procuré verla y aceptar su amistad.” Así relata el escritor anónimo de los Milagros , y las pa­ labras citadas son las únicas que nos dice referentes a esta primera visita de Catalina a F lo re n c ia C o n todo, aun en su concisión, han dado lugar a una floración de leyendas, esto es al relato de un proceso —o, digamos también, exa­ men, interrogatorio— realizado respecto de Catalina por los participantes en el Capítulo General de la Orden Do­ minicana en Santa María la Novella en Florencia, en la llamada “Capilla de los Españoles” 2. Recientemente un 1 Del prólogo de los Miracoli della beata Caterina, según la edición del P. Taurisano en los Fioretti di Sta. Caterina (Roma 1927), p.3-4. En el ms. no hay coma después de «Predicatori»; quitada la coma, el r.iandato del Maestro de la Orden viene a tener por ob­ jeto la convocación del capítulo, en vez de la venida de Catalina a Florencia. Para el alcance de esta variante, véase el artículo del P. C enti, en «Rassegna di Ascética e Mística» (1970) n.4 p.329-330. Pienso que la expresión «de la cual», de la tercera última línea, tiene al menos un error de imprenta, y debe leerse «de las cuales» o «de los cuales». El «Cappellone», o Gran Capilla, de los Españoles, construido por Jacobo Talenti a mediados del trescientos, fue decorado en aquel _período por Andrés de Florencia, entre otras cosas con el lnunfo de la Orden Dominicana y el Triunfo de Santo Tomás de Aquino, según la línea trazada por T. Pasavanti en el «Specchio de vera penitenta» (Espejo de la verdadera penitencia). Pasavanti en aquel tiempo era prior del convento. Así lo debió de ver Catalina probablemente. Más tarde, bajo Eleonor de Toledo, mujer de Cos­ me -í, Ja Capilla fue ampliada y destinada a su séquito español. 124

agudo y exhaustivo artículo del P. T. S. Centi ha demos­ trado la inanidad de tales construcciones \ De todos modos, queda en pie el hecho que Catalina se encontraba en Florencia en mayo de 1374, y que allí se encontraba casi con certeza Raimundo de Capua, en la circunstancia, si no del Capítulo general, al menos del pro­ vincial celebrado después en seguida. Y no se excluye que Catalina conociese ya a Raimundo desde hacía algún tiem­ po 3*. Catalina probablemente se estableció en casa de sus her­ manos, que vivían en el “Canto —rincón— Soldani”, en una calle que desembocaba en la Plaza del Amo, y fre­ cuentó la iglesia de Santa María Novella. Entre los fami­ liares le resultó queridísima la sobrina Nanna, hija de su hermano Benincasa, y justamente a ella se dirige la carta “de las vírgenes prudentes” con aquel fascinante simbolis­ mo adaptado a una niña: ¿Sabes cómo se entiende esto, hija mía? Por la lám­ para se entiende nuestro corazón; ya que debe de estar hecho como la lámpara. Tú ves bien que la lámpara es ancha por arriba y estrecha por abajo; así está hecho el corazón para significar que nosotros debemos tenerlo ancho por arriba, esto es por santos pensamientos y santas imagi­ naciones y por la oración continua; teniendo siempre en la memoria los beneficios de Dios, principalmente el beneficio de la sangre, por la cual hemos sido comprados” \

Entre las amistades que hizo, la más eminente resultó la establecida con Nicolás Soderini, ciudadano honrado y noble de la Florencia de entonces, devoto siempre de Ca­ talina \ Esta, como hemos dicho, bajo los primeros calores de junio, caminaba ya por la ruta que de Florencia con­ duce a Siena, seguida de la cuadrilla de las compañeras y de algunos discípulos, a través de los collados rocosos del 3 P. T. S. C e n t i , U n processo in v é n ta lo d i sana pianta, en Santa Caterina fra i D o tto r i della C hiesa (Florencia 1970) p.39-56. 3* Cf. art. citado del P. Centi. 4 C arta 23 Tomm. 5 Soderini conoció a Catalina a través de sus hermanos, emigra­ dos a Florencia, a quienes tuvo ocasión de ayudar también econó­ micamente. 125

Chianti y las colinas de toba del Poggibonsi. Y cuando lle­ gó a Siena, según el relato tradicional tuvo una inspiración decisiva para su vida e historia. Un día de junio, proba­ blemente el 24, fiesta de San Juan Bautista, entró en Santo Domingo y asistió a la misa celebrada por el P. Tomás della Fonte con asistencia de Bartolomé Domenici y de Raimundo de Capua (a quien ella, como hemos dicho, ya había acaso encontrado en Florencia o anteriormente); y durante el rito, oyó una vez inequívoca en lo profundo de sí misma, que le sugería confiar su propia alma al P. Rai­ mundo*. Este vino desde entonces a ser su confesor, des­ pués de haber “tomado las consignas” del P. Tomás del­ la Fonte, quien preparó relaciones escritas de los favores místicos disfrutados por Catalina y de las gracias a ella concedidas7. Raimundo de Capua, perteneciente a la familia noble delle Vigne, la misma del celebérrimo canciller de Fede­ rico II, había nacido en 1330 en Capua; había entrado jovencísimo en religión y había adquirido una notable cul­ tura teológica y humanista; había estado en Roma, Bolo­ nia, Montepulciano de 1363 a 1366 ó 1367, y había es­ crito una vida de Santa Inés de Montepulciano y un co* En realidad, el problema de la relación con el P. Raimundo es complejo. Joergensen desplaza todo el episodio de que hablamos a la clausura del Capítulo general de Florencia; mas parece que la celebración de esta misa, en la que participaban Domenici, Tomás della Fonte y Raimundo de Capua, hay que colocarla realmente en Siena. Esto no quita que Raimundo, aun según Taurisano que lo demuestra con un documento del tiempo, haya conocido a Catalina justamente en Florencia y que estuviese ya probablemente con ella en Siena durante la peste. Sobre todo esto ha aportado gran luz el artículo ya citado del P. T . S. C en ti, al cual remitimos al lector para las conclusiones que, en definitiva, son las siguientes: es posible que el conocimiento de Raimundo haya precedido, acaso aún un año, al período florentino. «Percatado fray Tomás de la voluntad divina..., como quien ®ana 8 ^ray Raimundo la custodia de este tesoro escondido... Aún le entregó en tal circunstancia muchos folios es­ critos de memoria, por los cuales pudiese descubrir los dones sobre­ naturales concedidos a aquella bella alma»; cf. Supl., III, VI, 1, n.l p - *P j edición española). Cf. también soore fray Tomás y Raimundo de Capua en el Supl., l.c.

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mentarío ai Magníficat. Cuando asumió la dirección de la Santa tenía conocimiento de los pareceres discordantes de parte de los dominicos respecto de ella; mas apenas tuvo familiaridad con ella y conoció los detalles de su vida espi­ ritual, se colocó entre los favorables'. ¿Quién le habría dicho entonces que también él, como fray Tomás Caffari­ ni, habría de escribir tanto de la virgen de Fontebranda hasta transmitir a la historia como biógrafo primero y prin­ cipal sus maravillas? Mas, después de la vuelta de Florencia, ¡en qué condi­ ciones Catalina encontró a Siena y qué venganza pudo to­ mar de las malas lenguas que habían intentado enredarla dentro de un zarzal ardiendo antes de su partida! Una venganza muy suya y esta vez coram populo, a rostro des­ cubierto, en pública actuación día y noche, sin reservas de ningún género, sin límites...: la revancha silenciosa, a ul­ tranza, de la caridad prodigada a todos, con riesgo de su vida, en una medida constantemente heroica. Porque en Siena arreciaba la peste ’, y Catalina se lanzó de cabeza entre los apestados, se zambulló en la muerte sin morir y asombró al pueblo en el que había nacido. El primer empleo lo encontró en su propia casa, donde Lapa sobrevivía al frente de once nietecitos confiados a ella, de los cuales ocho entraron en agonía y murieron, sepultándolos Catalina por sus propias manos; pues no había que pedir ayuda para los muertos, visto que no la había para los vivos. Y por cada uno que enterraba, repe1 Cuando Raimundo estaba en Montepulciano, recibió una '"'sita de fray Tomás, en la que obviamente oyó hablar de Catalina; cf. R 282 (Ra, Ha., X, p.224s). Una de las alegrías más vivas de Catalina en la nueva dirección fue la frecuencia de la comunión, que Raimundo le concedía de buen grado. . , * «Con este mal año se alió la pestilencia, que hizo grandes estragos. El mismo flagelo de carestía y mortandad se expenmen ... en Florencia, Pisa y otras ciudades ae la Tosacana..., por lo que quedaron despobladas algunas ciudades...» ( M u r a t o r i , o.c, a 1374). Igualmente Caffarini, que nos da la fecha entre el 1371 > el 1372 y describe la actividad de Catalina; cf. Proc., p.42. 127

tía divinamente: “A éste ya no lo pierdo para la eternidad” '°Pero Lapa a su lado lloraba a lágrima viva, herida en aquella su maternidad indómita, que, después que en sus veinticinco hijos, revivía en los once nietos; y luego se unió la muerte de Bártolo, hermano de Catalina, quien se ha­ bía repatriado volviendo con Catalina de Florencia, y lue­ go también la muerte en Roma de Esteban, a quien Catali­ na vio morir por visión sobrenatural, de modo que excla­ mó: “Sabed, pobre madre, que vuestro hijo Esteban ha pasado a la otra vida”. Por lo cual, Lapa rompía en lá­ grimas de la mañana a la noche y deploraba haber esca­ pado a la muerte seis años antes: “Mas ¿acaso habrá Dios puesto mi alma en el cuerpo atravesada para que no pueda salir? ¡Cuántos hijos e hijas, grandes y pequeños, se me han muerto!...” 11 Después Catalina se puso en movimiento de Fontebran­ da hacia la ciudad; pasaba la carreta colmada de cadáve­ res y el cochero llamaba de casa en casa: quien los tenía recientes, los cargaba, y el carro seguía corriendo. En al­ gunas calles ninguna voz respondía ya a la llamada: las casas eran ya tumbas y los sepultureros no subían a retirar los muertos. Alguno de los que pasaban caía de improviso a tierra, extenuado súbitamente y además convulso, y el resto de la agonía la pasaba sobre el adoquinado, si los piadosos no lo recogían; entre estos auxiliadores los sacer­ dotes eran los más asiduos, iban y venían, cayendo tam­ bién ellos. “Nunca —escribe Caffarini— había parecido Catalina tan admirable como entonces: siempre en medio de los heridos por la peste, les preparaba para morir, los ente­ rraba con sus propias manos. Yo mismo presencié el celo hecho de amor con el que asistía y la maravillosa eficacia de sus palabras, que realizaron tantas conversiones. Mu'■i

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P r o c -’

p A 2 Pár-30.

, _ ^ (Ra^ lia., VIII, p.193). También Lisa la hermana, n° la cunada, de Catalina murió en este tiempo. 128

C ..escaParon. a la muerte en virtud de su extraordinario sacrificio, y, mientras era incansable en su obrar, invitaba a las compañeras a hacer otro tanto. En cuanto a sí misma, era insensible al temor y a las repugnancias: había estado muerta y había vuelto a la vida » ‘\ Este golpe final de cincel completa su vigoroso retrato. Frente al milagro fuerte y amable de su blanca figura dentro de todos los meandros de la muerte los sieneses, también los suspicaces y agrios, creyeron en ella, es decir! aprendieron a conocerla. A pesar de que era ya tan cono­ cida y seguida, los más en Siena no la habían tratado en persona; ahora, finalmente, la veían un poco todos, porque su actividad se esparcía por aquí y allá, de un hospital a otro, por las calles, por las casas: y era una caridad bien singular. No ya un simple acto de sacrificio en favor de los que sufrían, sino un arriesgar la vida, y hasta hacer de ello virtualmente un chorro para salvar las almas. La obra asistencial de Catalina mantuvo este carácter sobresaliente, siendo terapia del espíritu a través del consuelo en el tor­ mento corporal.

Durante 1374 Catalina se trasladó dos veces a Montepulciano IJ, y sus visitas estuvieron adornadas por hechos 12 Acaso a este período se refiere el testimonio de Caffarini, esto es, que «famis tempore» (en tiempo del hambre) la virgen amasaba pan para saciar a los pobres y tuvo como ayuda en tal obra «Matrem Pañis vivi» (a la Madre del Pan vivo), con los ángeles (cf. Proc., p.37 pár.30). El milagro lo narra cumplidamente Rai­ mundo: Catalina estaba hospedada en casa de Aleja Saracini, y con harina cambiada preparó para el pueblo pan de lo mejor en abun­ dancia: R 299-301 (Ra, lía., XI, p.236s). u En el siglo xm Montepulciano fue largamente disputada por los florentinos y los sieneses, mas su historia más próxima a Ca­ talina está unida a la casa de los De la Pécora, y la lucha se enredo entre los ciudadanos de Siena y Florencia. Del medio siglo en adelante, la lucha fue siempre más áspera; en 1369 la pequeña ciudad fue puesta bajo el protectorado de Siena, quedando hrme una suerte de señoría por parte de los De la Pécora. La y el convento dominicano existían en Montepulciano desde 1299, es es, desde que Bonifacio VIII con una bula había permitido que se 129

milagrosos, dentro de la atmósfera claustral que envolvía los despojos incorruptos de Inés, como por un sorprenden­ te encuentro póstumo de esta veneradísima santa con la virgen de Fontebranda !\ Dos sobrinas de Catalina, hijas de Bartolo y de Lisa, una de las cuales se llamaba Eugenia, tomaron el velo entre las religiosas de Montepulciano; Catalina las acompañó en la vestición y fue éste el segundo viaje a Montepulciano ,s. “Carísima hija en el dulce Cristo Jesús —escribió Cata­ lina a esta Eugenia—, yo, Catalina, sierva y esclava de los siervos de Jesús, te escribo en su preciosa sangre, con el deseo de verte gustar el alimento angélico, puesto que no has sido hecha para otra cosa... A esto te invito a ti y a las otras: y te mando, dilectísima hija mía, que estés siem­ pre en la casa del conocimiento de ti misma, donde encon­ tramos el alimento angélico, encendido deseo de Dios ha­ cia nosotros; y en la celda actual con la vigilancia y la hu­ milde, fiel y continua oración; despojando tu corazón y afecto de ti y toda creatura, y vestida de Cristo crucifica­ d o 14... Piensa que tu esposo Cristo, dulce Jesús, no quiere nada entre ti y El, y es muy celoso. Donde en seguida que viese que tú amases alguna cosa fuera de El, El se mar­ charía de ti; y serías digna de comer el alimento de las bes­ tias. ¿Y no serías tú bien bestia, y alimento de bestias, si dejases al Creador por las creaturas, y el bien infinito por las cosas finitas y transitorias, que pasan como el viento? ¿La luz por las tinieblas? ¿La vida por la muerte? ¿Lo que te viste de sol17 de justicia con la hebilla de la obediencia y con las margaritas de la fe viva, firme esperanza y cari­ dad perfecta, por aquello de que te despoja? ¿Y no serías tú bien necia en separarte de aquel que te da perfecta puconstruyesen iglesia y convento en casa de un tal Francisco, que, después de haber hospedado a los herejes, había sido procesado por la Inquisición.

14

Dios había revelado a Catalina que en el cielo se hallaría junto k*enaventurada Inés de Montepulciano, y de ahí nació en ella el deseo de venerar en este mundo sus restos. El viaje a Montepul­ ciano fue guiado por Cristo y por la Virgen, y fue también mila­ groso, según Caffarini (S u pl., II, II, 9; SCaf V p.382). Durante la primera visita de Catalina a la bienaventurada Inés, elevó ligeramente un pie hada ella, mientras se inclinaba a besárselo; Catalina, incli­ nándose aun más, lo volvió a su lugar. El milagro fue atestiguado k comunidad presente y por las compañeras de Catalina: a

u

»

(R a’ l c ’ X I I > P-257).

17 Rm 6,9; Apo 12,1.

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♦ cua.nt? te acerques a El, tanto más afina ím h .vlr8lnV?a.d) P°r aquellos que a menudo echan un hedor de inmundicia, y son contaminadores de la mente y^del cuerpo? Dios los aparte de ti por su infinita miseri-

Y he aquí una secuencia de consejos prácticos: “Y para que esto no pueda jamás ocurrir, mira que no sea tanta tu desgracia que aceptes trato particular ni de re­ ligioso ni de seglar. Que si yo pudiera saberlo u oírlo, si yo fuese aún más larga de lo que soy, te daría tan gran disci­ plina que todo el tiempo de tu vida la tendrías presente; fue­ ra quien fuese. Mira que no des ni recibas si no por nece­ sidad, recordando en común a toda persona de dentro y de fuera. Estate totalmente firme y madura en ti misma. Sirve a las hermanas caritativamente con toda diligencia, y espe­ cialmente a aquellas que ves en necesidad. Cuando pasan los huéspedes, y si te llamaren a las rejas, estáte en tu paz y no vayas allá; mas lo que quisieren decirte, se lo digan a la priora; a no ser que la priora te lo mandase por obe­ diencia. Entonces inclina la cabeza y estáte selvática como un erizo. Ten en la mente los modos que aquella gloriosa virgen Santa Inés hacía guardar a sus hijas. Ve para la con­ fesión, y di tu necesidad; y, recibida la penitencia, huye. Mira ya que no fuesen de aquellos con quien tú te has edu­ cado, y no te maravilles de que diga así; ya que muchas veces me puedes haber oído decir, y así es la verdad, que las conversaciones con el vocabulario perverso de los devo­ tos y de las devotas echan a perder las almas y las costum­ bres y observancias de las religiones. Procura que no enla­ ces tu corazón con otro que con Cristo crucificado; ya que a veces querrías desatarlo, y no podrías, pues te sería muy duro. Digo que el alma que ha gustado el alimento angélico, ha visto con la luz que esto y otras cosas susodichas le son un modo de impedimento para su alimento, y por ello lo rehúye con grandísima solicitud. Y digo que ama y busca aquello que le hace crecer y la conserva. Y ya que ha visto que gusta mejor este alimento con el medio de^ la oración hecha en el conocimiento de sí, con todo eso, allí se ejercita continuamente en todos aquellos modos con que más pueda acercarse a Dios. De tres suertes es la oración. La una es continua^ esto es, el deseo santo continuo, el cual ora en la presencia de Dios en lo que haces; porque este deseo endereza a su ho­ nor todas las obras espirituales y corporales; y, con todo, se llama continua. De ésta parece que hablase el glorioso San Pablo cuando dijo: Orad sin intermisión . El otro mo­ do es oración vocal, cuando vocalmente se dice el oticio 11 1 Tes 5,17.

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u otras oraciones. Esta está ordenada para llegar a la ter­ cera, esto es. a la mental; y así allí lleva al alma cuando con prudencia y humildad ejercita la oración vocal, esto es, que hablando con la lengua, su corazón no esté lejos de Dios. Mas débese ingeniar para detener y establecer su co­ razón en el afecto de la divina caridad” w.

En tanto salía a plena luz un lado de la misión de Ca­ talina, que era sembrar paz donde hubiese discordia: lle­ var no ya un acuerdo, sino la paz profunda de Cristo. Si había algo necesario en la revuelta sociedad de su tiempo, era esto, puesto que odios y reyertas constituían el pan cotidiano de aquellos grupos soberbios, nobles agnaticios, transformados en consorcios de armas y de matanzas. “El odio en el Medievo —escribe Capecelatro20— tenía una tenacidad y un vigor ignorado en nuestros días. La exuberancia de la vida en aquel tiempo en que los hom­ bres parecían llenos de sangre juvenil, y que, dirigida por las prácticas del cristianismo, producía prodigios de cari­ dad, se distinguía igualmente en aquellos odios mortales que resistían aun a los instintos de la fe, entonces tan po­ tente en la sociedad. Las costumbres paganas y bárbaras de sus antecesores no habían sido destruidas del todo para quienes los últimos momentos de la vida, tan solemnes si eran bendecidos y santificados por los consuelos de la reli­ gión, eran elegidos para asegurarse que la sed de la ven­ ganza en el pecador moribundo habría de durar también más allá de la tumba. Juramentos horribles aseguraban pactos tan inicuos, y el Omnipotente, el Dios de la gracia y del perdón, era invocado como testigo de la actuación sanguinaria de sus hijos, que se creían obligados a satisfa­ cer una obligación infame cual herencia de sus padres”. Lo que realmente da vértigo, pensando en los odiadores implacables y en sus usanzas “guidrigíldicas” (*) o casi, es ” Carta 26 Tomm. 20 Storia di S. Caterina, libro II. f ’uidTigHd° es una palabra de origen germánico, del lombarWidergtld, compuesto de wider (“en cambio, en compensación”) y Gtld ( ‘dinero”) — alemán moderno Wider y Geld— ; en los dorídfco1108 ^ ^at'n mec*‘eva* aparece “guidrigildum” en el uso juE1 “¿di'irigildo”, “Widergild” o “Widergeld” en el antiguo de132

el hecho que los tales viviesen en piedad sincera y practi­ casen oraciones públicas y personales y que en ellos el borbotón de la fe y de la piedad se detuviese frente al gran escollo de la venganza o les pasase en torno sin supe­ rarlo. En medio de una tal sociedad Catalina debía llevar el mandato divino de la paz. Entre los primeros nombres que se nos ofrecen crono­ lógicamente, he ahí los Belforti, nobles antiguos de Volte­ rra, antes poderosos. Una tragedia ruidosa habría de arro­ llar después de no mucho tiempo toda la rama frondosa de la estirpe: en 1411 Bocchino sería asesinado junto con muchos de sus partidarios, y se cerraría de este modo una historia que venía de generaciones, esto es, el predominio de la familia en Volterra, historia densa de gestas valero­ sas y no exenta de atropellos. El hermano de Bocchino, Piero, se casó con Angela Salimbeni y se estableció en Sie­ na. En tiempo de Catalina los Belforti contaban muy bien con diecinueve guerreros, todos audaces, sensibles a las ofensas y fáciles al desdén contra quien osase atentar con­ tra su grandeza. Entre tanto, la familia de Bocchino sufría graves duelos en los hijos más pequeños, y su muier, Monna Benedicta, lloraba amargamente. A ésta le escribe Ca­ talina para aliviarla: “Consolaos, pues, puesto que (Dios) no lo ha hecho para daros muerte, sino para daros vida, y para conservaros la salud. Empero, yo os ruego por amor de aquella dulsísima y abundantísima sangre, que fue derramada por nuestra re­ dención, a fin de que la voluntad de Dios sea plena en vos. y a fin de que todas estas amarguras redunden en vuestra santificación: sí, como quiere la voluntad de Dios, vos a la recho germánico era el precio que el asesino de un hombre libre debía de pagar a los familiares de la víctima para evitar la ven­ ganza. Consistía originalmente en cabezas de ganado; luego en sumas de dinero variables según el rango social del asomado, las circunstancias, el lugar, etc... Se extinguió en el siglo XIV, cuan­ do prevaleció la justicia estatal. rrrcT

Cf. S.

Batagua,

Grande dtzionario della _lmgua_ Italiana:

U lfc

(Unione Tipografico-Editrice-Torinese), vol. VII p.169 c (Turín 197 ).

(Nota del Tr.) 133

verdad os vestís de la virtud de la paciencia, como está dicho”.

Y la Santa continuaba laborando al vivo sobre el des­ prendimiento: “Yo no quiero que penséis en el hijo vuestro que os ha quedado, como en cosa vuestra, puesto que no es vuestra (también seríamos ladrones); sino como cosa prestada para usarle en vuestra necesidad... ¡Oh inestimable dilección de la caridad!... Y si me dijeseis ’yo no puedo concertar esta sensualidad’, digo que quiero que venza la razón. Y asume tres cosas: la una es la brevedad del tiempo; y la otra la voluntad de Dios, que los ha llevado a Sí... La tercera cosa es el daño que seguiría de la impaciencia. Consolaos, pues, ya que el tiempo es breve, y la pena es poca y el fruto es grande... Permaneced en la santa y dulce dilección de Dios. Jesús dulce, Jesús amor” 2I.

Pero aún más tomaba a pechos Catalina enseñar la paz a los miembros jóvenes de la familia que, por lo que se refiere a la paz, la practicaban poco: a Benuccio, hijo de Piero y de Monna Angela, y a Bernardo de Micer Hu­ berto, a quienes se dirige en una carta magnífica, hablan­ do de la caridad: “La virtud de la caridad y de la humildad se encuentran y se adquieren sólo amando al prójimo por Dios; ya que el hombre humilde y pacífico expulsa de su corazón la ira y el odio hacia el enemigo, y la caridad expulsará el amor propio de sí mismo, y ensanchará el corazón con una cari­ dad fraterna, amando amigos y enemigos como a sí mismo por el desangrado y aniquilado Cordero; y le dará paciencia contra toca injuria que le fuese dicha o hecha, y una forta­ leza dulce para llevar y soportar los defectos de su prójimo. Entonces el alma, que tan dulcemente ha adquirido la virtud habiendo seguido las huellas de su Salvador, endereza todo el odio que tenía a su prójimo, hacia sí misma, odiando los vicios y los defectos y los pecados que ha cometido contra su Creador, bondad infinita. Y por eso quiere tomar ven­ ganza de sí, y castigarlos en su parte sensitiva; esto es, pues­ to que la sensualidad es un vivir mundano y apetece odio y venganza de su prójimo, así la razón ordenada en caridad perfecta y verdadera, quiere hacer lo contrario, queriendo amar y hacer las paces con él. Y así todos los vicios tienen por contraria la virtud. Y ésta es la virtud que hace apa­ ciguar el alma con Dios; de modo que con la virtud toma venganza de la injuria que se le hace.

21 Carta 68. 134

Y por eso os dije que deseaba ver vuestro corazón y afec­ to pacificado con vuestro Creador. Este es el verdadero camino: no hay ningún otro. Yo, pues, hijos míos, deseando vuestra salvación, quisiera que con el cuchillo del odio fuese quitado el odio de vosotros, y no hicieseis como los necios y locos, que, golpeando a los otros, se golpean a sí; ya que la tienen clavada en el corazón la punta del odio, y su co­ razón ha muerto a la gracia. No más guerra, pues, por amor de Cristo crucificado. Y no pretendáis tener en el tor­ mento el alma y el cuerpo. Tened temor del juicio divino, que está siempre sobre vosotros. No quiero decir más sobre esto; las otras cosas que to­ can a vuestra salvación, os las diré de boca. Mas ahora os ruego y os apremio de parte de Cristo crucificado acerca de dos cosas: la una es que yo quiero que hagáis las paces con Dios y con vuestros enemigos; porque en otro caso no las podríais hacer con la dulce Verdad, si antes no las hicieseis con vuestro prójimo. La otra es que no os sea molestia venir un poco hasta mí lo más pronto que podáis. Si no me fuere a mí tan dificultoso ir, yo iría a vosotros. No digo más. Permaneced en la santa y dulce dilección de Dios. Jesús dulce, Jesús amor”. 22 Carta 103. No conocemos el resultado de este mensaje de Ca­ talina.

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XIII. IVAIVNI DE SER VAN NI. I N IQ U I ­ DAD DE LA <JUSTICIA» NICOLAS DE TOLDO

Acentos aún más fuertes encontró Catalina para con un noble sienés, facineroso y astuto, Nanni de Ser Vanni', conocidísimo en la ciudad. Era uno de aquellos hombres peligrosos que alimentan la discordia sin mostrarse. Ca­ beza de la propia pandilla, nutría desde tiempo atrás una enemistad personal con cuatro adversarios: una de aque­ llas enemistades profundas, mortales, que, como hemos dicho, constituían la contradicción del Medievo. Y, peor aún, mantenía encendidas las brasas del odio entre sus partidarios y las pandillas rivales, de tal modo que siem­ pre que éstas se esforzaban por hacer las paces, él no se negaba abiertamente a las negociaciones, pero luego, a puertas cerradas, cuando estaba solo con los suyos, de­ mostraba que eran inaceptables las condiciones propues­ tas e instigaba a la guerra. Era muy temido por esta su táctica ya conocida y, sin embargo, llevada con una detsreza tan maligna que nunca se podía demostrar: imposible cogerle en falta. Catalina vino a saberlo y se interesó por este “caso”; tentó más de una vez tener una entrevista, mas el astuto rehuía y en tanto otros intervenían para concertar el encuentro, y entre todos lo logró Guillermo Flete, el “bachiller in­ glés”. Nanni de Ser Vanni fue a encontrarse con Catalina entre septiembre y octubre de 1374, y... ¡Catalina no estaba en casa! Hubo un gran riesgo de que toda la santa maquinación se malograse; mas afortunadamente en la Fulónica se encon­ traba el P. Raimundo, ya confesor “en cargo” de Catalina. /r, Pertenecía a la familia de los Savini. Cf., para la historia, R235 (Ra, Ha., VII, p.186-187).

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Entretuvo al huésped con preguntas apropiadas, le preeunt6 hastai respecto de las “faldas” -venganzas personales del Medievo, permitidas por las leyes— entre los señores de Siena... y Nanni le hizo esta revelación consoladora: A vos, que sois hombre de Dios, no quiero esconder nada: es verdad que soy yo el obstáculo de la paz; cuan­ do la negocian los otros, yo hago ademán de aceptarla y después la impido. —¿Y por qué? —También quiero yo la paz; pero antes quiero la san­ gre de mis enemigos. Luego añadió: —Y no razonemos más. Entre tanto llegó Catalina, y agasajó grandemente al huésped, se sentó junto a él en la tarima, mas Nanni en seguida se adelantó contándole también a ella que el trastorno en Siena dependía justamente de él; a lo cual Catalina respondió hablando de la paz hecha posible, necesaria, urgente, por la inmolación de Cristo, un reino puro en lo profundo de nosotros, transido por el rayo (luminoso) de Dios. Pero Nanni no mostró aprecio nin­ guno por lo que decía ella. Entonces Catalina calló y miró a lo alto. El P. Raimun­ do comprendió que lo encomendaba todo al Señor, y si­ guió tembloroso la marcha del coloquio, ahora hecho de silencios. Luego Nanni se levantó y parecía como si se despidiese, mientras el P. Raimundo profería alguna que otra palabra como para no dejarle marchar todo malo­ grado; él respondió y pasaron algunos minutos. Final­ mente, Nanni se volvió resuelto a los dos y dijo: —Con todo, no se podrá decir que yo soy duro y mal­ criado y que quiero todo a mi modo. En la ciudad tengo cuatro enemistades, una de éstas os la cedo a vosotros, arregladlo como creáis, haced la paz en mi nombre y yo estaré en todo a vuestras órdenesJ. 1 «...Tened cuidado de mi alma para que p u ed a librarse de las manos del diablo», añadió Vanni a las primeras palabras. Ct K¿j>b (Ra, l.c., p.188). 137

¡Ya era una gran cosa por su parte! Catalina y el P. Rai­ mundo debieron de dar gracias a Dios, y entre tanto el huésped hizo señal de despedirse, mas luego se paró: __Dios mío, ¿qué es este consuelo que siento en mi alma con sólo hablar de paz? Había en el aire como una espera. Después de algunos instantes dijo con mayor claridad: —Señor, Señor, ¿qué fuerza es ésta que me ata y me impide salir? No puedo salir de aquí, no puedo negarte nada. Señor, Señor, ¿qué es esto que siento? A este momento estalló en lágrimas y gritó: — ¡Estoy vencido! ¡No resisto más! Y se arrojó a los pies de Catalina: — ¡Dichosa muchacha, dime qué es lo que debo hacer!... Catalina le respondió con gran dulzura: —Haced penitencia en seguida por vuestros pecados. Y Nanni de Ser Vanni, el lobo vestido de cordero, el hombre astuto que se había burlado durante decenios según su capricho de sus conciudadanos, se confesó acto seguido con el P. Raimundo y se marchó con una inmen­ sa alegría, cual nunca la había experimentado3. Sucedió que, después de algunos días, el magistrado de Siena le arrestó por algunos delitos que había come­ tido tiempo atrás. Entonces el P. Raimundo corrió a Ca­ talina: —“Mamma”, ¡mientras Nanni era del diablo, todo le iba bien; ahora que es de Dios, lo castigan! ¡Hagamos todo lo posible por él!4 Y Catalina: — ¡Dios, que le ha librado de la cárcel eterna, no lo dejará morir en una cárcel terrena! Después de algunos días fue librado realmente, mas debió desembolsar una enorme multa por la cual CataE1 P. Raimundo fue después su confesor por largo tiempo y

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^"ra voz romún, ¿ice Raimundo, que Nanni debiera ser decapí138

Una no se afligió gran cosa: para eUa todo lo que empo­ brecía en lo temporal era un medio de crecimiento en lo espiritual. Por otro lado, Nanni le fue tan agradecido, que le dio el bello castillo de Belcaro, a pocas millas de Siena, a fin de que fundase allí un monasterio, cosa que la Santa hizo años después5.

Es el momento en que Catalina amplía y al mismo tiempo precisa su propia acción según un espíritu eviden­ temente reformador: hasta ahora ha respondido a las urgencias del prójimo con una fraternidad incondicionada; ahora alborea y rápidamente se hace plena luz un hecho nuevo perteneciente al mismo orden —orden pro­ videncial— de los acontecimientos que envuelven a la Santa. Estos acontecimientos tienen un carácter particu­ lar y, en consecuencia, la acción caritativa de Catalina asume valores adecuados. Los eventos revelan las taras profundas de la sociedad del trescientos y ponen al des­ nudo las heridas sangrantes del Cuerpo místico, y la obra de Catalina adquiere una clara intención de saneamiento espiritual y de reforma social. Debemos tener en cuenta tal elemento que hace pensar en el orden sobrenatural ínsito en todo esto. La calidad de los enredos humanos, que serán sometidos a la acción saludable de Catalina, resultará cada vez más vasta y relevante; las circunstan­ cias pertenecerán primero a grupos de parentesco, luego a ambientes comunales, después a cuestiones interciuda­ danas, o, como se podría traducir con la palabra actual correspondiente, interestatales, y finalmente a la gran his­ toria de la Iglesia, historia universal, transida de sangre, de lágrimas y de luces sobrenaturales. En proporción a tal ampliación de hechos, la acción de Catalina será vez por vez privada y familiar, pública en el ámbito de la “polis , 3 Proc. p.41 pár.25; R238 (Ra, l.c., p.189). El monasterio a u £ rizado por Gregorio XI, fue llamado por Catalina San» María de los Angeles; más tarde vino a ser un nido de guerra y actualmente es una casa privada. 139

diplomática en cuanto dedicada a los conflictos entre pue­ blos, altamente reformadora dirigida a las necesidades hu­ manas, sociales, eclesiales hasta investir como una apor­ tación de energías espirituales fortísima y decisiva, el co­ razón mismo de la Iglesia de Cristo, esto es, la Curia pon­ tificia y la persona del papa. Preparémonos, pues, a descubrir en la virgen de Fon­ tebranda a la consejera más suplicante, a la contestataria intrépida, a la súbdita más fiel; y había una gran necesi­ dad de ello en aquel siglo todo altares y espadas. El más grave malestar del trescientos era ocasionado por la crisis de dos mundos violentamente opuestos: el residuo del Medievo bárbaro y el consolidarse de la Edad Moderna. Quedaban fuerzas estáticas e instintos oscuros y se humanizaban y espiritualizaban a través de un trabajo que tocaba fondos de sufrimiento antes de ahora desconocidos. Era el drama en acto de doscientos años que se cerraba con los más ásperos sobresaltos en su período conclusivo. Las inconcebibles antinomias que hemos encontrado y que encontraremos aún, sólo se ex­ plican bajo este punto de vista. Catalina se mueve, pues, en el ambiente entre temero­ sas contradicciones, y uno de los primeros aspectos que suscita su protesta es la iniquidad de la justicia en su doble aspecto comunal y feudal. Mientras vive en Siena, la Santa asiste a sentencias continuas, traducidas en se­ guida al acto: condenas o absoluciones que tienen que ver bien poco con el derecho. Casi siempre políticas con una fuerte impronta de facción dentro del recinto comunal, con desfogue de odios y venganzas y crueldad. Y no raras veces la ferocidad de procedimiento es tal, que obstacu­ liza hasta la posibilidad de una recuperación espiritual del condenado en cuanto reduplica en él el sentido de una rebelión desesperada*. Se cita como ejemplo máximo de í * donde Caffarini narra cómo muchos en caso de en­ fermedad grave, de lucha con sus enemigos y de condena a muerte, per­ manecían er la impenitencia final, y sólo eran llevados al arrepenti­ miento por la Santa. 140

una injusticia “injustísima” el caso de Agnolo de Andrea, el cual da un banquete —con espíritu de ostentación, admitámoslo también—, sin invitar a algunos de los “reformadores”, hombres del Gobierno7... y es condenado a muerte, mientras Andrés Salimbeni, poderoso feudal, cul­ pable de un delito feroz', es capturado con veinticuatro, o acaso veintiocho, de sus sabuesos: dieciséis de éstos son ajusticiados, mas frente a él el magistrado duda, y en­ tonces la ola de la indignación popular se traduce en motín. Un artesano guarnicionero ocupa la sede del ma­ gistrado; la turba, después de haber invadido el palacio comunal, se apodera del reo y lo hace decapitar con jui­ cio sumario...’. Los dos casos límite, uno de extremo rigor y el otro de incertidumbre por parte de los jueces, nos dan la medida de la “justicia” practicada en la Siena de entonces... Catalina es consciente de todo y justamente por ello se aviva en ella más el interés humano y sobre todo espiri­ tual. Sea como sea, su verdadero intento, por encima de los procedimientos terrestres, es ofrecer ayuda a las almas de los condenados, sirviendo así a la gloria de Dios y lle­ vando a la práctica el amor al prójimo. Un testigo ocular, Simón de Cortona, nos describe los hechos: cuántos entre desgraciados, gravados acaso con maldades reales y por añadiduda irritados por los excesos de los jueces y de los verdugos, siguen presa de una violenta impenitencia final, hasta que Catalina se empeña en la súplica a Dios y ex­ tiende hacia ellos una mirada suplicante, transformada por el amor y la confianza en el Dios de misericordia. Im­ posible negarse, imposible mantenerse rencilloso: ella ha­ bla un lenguaje hecho a propósito para las almas más D r a n e , XVII p .2 8 6 . ' Había ocupado, en la Maremma, la propiedad de sus padres, heredada por una joven hija única. Andrés la mató y se apodero del 7

castillo.

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’ Era entonces capitán del pueblo Galgano, que abandono el po­ der en manos de Nocci di Vanni, bajo el cual fue condenado el balimbeni. Seguidamente, la anarquía y el desorden fueron tales, que provocaron una carestía.

141

revueltas, dice palabras que saben deslizarse hasta lo pro­ fundo de cualquier tragedia. Los más de ellos encuentran la fuerza de la paz, y la conquistan inclinando la frente en la confesión. El más célebre de estos protagonistas es Nicolás de Toldo, del cual hablaremos aquí en relación con este apos­ tolado particular de Catalina, aunque su tragedia no per­ tenezca al 1374, año al que hemos llegado en nuestro relato, sino al 1375. Nicolás de Toldo, joven de la nobleza de Perusa, ins­ tiga a los sieneses a rebelarse contra los “reformadores”, es encarcelado y condenado a muerte; y esto para él es una sorpresa inmensa e inaceptable. Es como si se des­ pertase frente a un destino que le parece una burla negra, imposible. No ha previsto que las repúblicas de su tiem­ po son más celosas del poder en la “libertad” —aunque sólo sea apariencia de libertad— que cualquier déspota coronado. Ahora en la cárcel se rebela desesperadamente hasta enloquecer10. Le será cortada la cabeza, no hay per­ dón para él. Mas habremos de detenernos aquí en algunas conside­ raciones respecto al debatido problema de la datación de este episodio y de la genuina identificación del prota­ gonista. Hay grandes divergencias entre los biógrafos y estudiosos de la Santa respecto a la datación del hecho: la Drane, por ejemplo, lo coloca en 1374, Joergensen y Chiminelli, en 1377, y así otros. Entre tanto, es necesario tener en cuenta un fragmento de registro de 1375, en el cual se habla de Nicolás de Perusa culpable de haber sem­ brado cizaña en Siena, denunciado a la autoridad para ser detenido; y de los dos mensajes de Perusa a Siena, fechados el 8 y el 13 de junio de 1375, en virtud de los cuales se ve uno obligado a fijar la primera parte del caso dramático en 1375; esto es, el encarcelamiento de «... tanquam leo ferocissimus et desperatus per carcerem incedebat...» (discurría por la cárcel como león ferocísimo y desesperado) (Proc., p.43 pár.20).

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Toldo y la intervención del legado Gerardo del Pogcetto en favor de él. En el primero de esos mensajes, en efecto Gerardo intercedía en favor de Nicolás de Toldo, encar­ celado por sospecha: in dedecus Domini nostri et Romanae Ecclesiae non mediocriter vergere dignoscitur (por sos­ pecha que se discierne resultar no medianamente en des­ doro de nuestro Señor y de la Iglesia Romana). Pedía primeramente que se reparase ante todo la falta de res­ peto contra la Santa Sede, y, en cuanto a Nicolás de Toldo, pedía la suspensión de la ejecución ne veritas opprimeretur (no fuera oprimida la verdad) En el segundo consideraba favorablemente la respuesta de los sieneses y recomendaba a su caridad a Nicolás de Toldo. Fawtier, esforzándose en profundizar en el asunto, y considerando que los mensajes del 8 y 13 de junio de 1375 dejaron en suspensión la suerte de Toldo, saca, al 11 He aquí en todo caso el texto de los dos mensajes de Gerardo del Poggeto: 8 de junio de 1375: «S. Magnifici amici carissimi. Accepimus noviter aliquorum relatione potestas vestrae civitatis Nicolaum Toldi, civem Perusinum, occasione certa sumpta quae in dedecus domini nostri el Romanae Ecclesiae non mediocriter vergere dignosdtur, capí fecit et nititur procedere contra ipsum. Quia vero illa quae nobis relata sunt et de quibus idem Nicolaus apud vos proponitur diffamatus non tantum vera sed verisimilia esse possunt et huiusmodi fictiones de facile possent in mentibus illorum qui rectam habent ad patriae quietem intentionem, amicitiam vestram requirimus et ex corde rogamus ut, ne veritas opprimatur et dictus Nicolaus con­ tra iustitiam patiatur iniuriam, supersedere mandetis in processu et novitate noxia contra ipsum formato vel attentanda mediaque tempore veritatem inquiri. Certe enim reddimur quod ea cognita, non sustinebit vestra prudentia Nicolaum ipsum pati aliquid detrimentum nec tollerabit vestra devotio quod Dominus noster et Romana Ecclesia per iniqua labia diffamentur. Datum Perusii die VIII Junii». Y he aquí el mensaje del 13 de junio de 1375: «S. Magnifici amici carissi­ mi. Non hesitabamus super devotionem quam ad personam Domini nostri Papae ac Romanam Ecclesiam gerere comprobamini nec ambigimus quod in quibuscumque casibus honorum praedictorum Domini nostri et Ecclesiae ac nostrum sicut proprium servaretis; et ob eam causam scripsimus conditionaliter super his quae relata fuerant de Nicolao Toldi ves tro carcere commandato. De rescnptis igitur per vestram prudentiam et affectu sincero quem collegimus ex eisdem amicitiae vestrae referimus dignas arates, eumdem Nicolaum cantati vestrae tamquam ipsius Ecclesiae suDditum, vestri statui oonservatione praevia, iterum commendantes. Datum Perusi die XIII Junn».

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menos en un primer tiempo, las siguientes conclusiones, que luego modificará claramente: a) Nicolás de Toldo pro­ bablemente no fue ajusticiado de hecho; b ) el relato de Caffarini se refiere a algún otro condenado, o bien ha sido inventado enteramente, también porque los días en que se habría desarrollado la decapitación de Toldo, Ca­ talina se encontraba en Pisa; c) la carta 273, que contiene el relato estupendo, probablemente es apócrifa. A conclusiones opuestas habían llegado, antes de Fawtier, los numerosísimos estudiosos o biógrafos de la Santa, e igualmente insisten en conclusiones opuestas los no me­ nos numerosos que han sucedido a Fawtier. Véase la aguda y exhaustiva investigación del P. A. Dondaine 12, a la cual, por lo que toca a la argumentación crítica, remi­ timos al lector. En realidad, parece inverosímil la falsedad de la carta 273 (de cuya autenticidad también Fawtier se muestra per­ suadido en un segundo tiempo), y también bastante in­ cierto el perdón de Toldo; y por ello cae por tierra la primera hipótesis de Fawtier. Añadamos que la razón prin­ cipal para invalidar la realidad de la tragedia es, según Fawtier, el hecho de que Catalina estaba ausente de Siena y, en cambio, se encontraba en Pisa; y la misma razón parece haber inducido a otros biógrafos de la Santa a colocar la tragedia en 1377; se llega por ello a la con­ clusión que, si Catalina no hubiese estado ausente de Siena, caerían los argumentos en contra del relato caffariniano y tradicional. Pues bien, por el curso de los acon­ tecimientos de 1375 y estudiando la datación de las cartas, podemos pensar que Catalina se ausentó de Pisa entre junio y agosto (no sabemos con precisión qué días), y nada impide suponer que, dada la corta distancia entre Pisa y Siena, haya vuelto a esta ciudad, para luego volver a partir de allí en dirección a Pisa y de allí para Luca. “ 5 ° Art^

u" Fratrum Praedicatorum, vol.XIX (1949) p.169e b e r , Conlroversie su S. Caterina da Siena, en Li «Civiltá Cattolica», 4 de febrero de 1950. i

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J ia™ , ^ F- W

En el verano de 1375, pues, ella probablemente estaba en Siena, y se puede pensar que el suplicio de Nicolás de Toldo haya coincidido con su estancia en la ciudad natal. Queda por ver dónde se encontraba Raimundo de Capua aquellos días, ya que la carta que le escribe Ca­ talina obliga a pensar que no estaría en Siena. Podía, en efecto, haberse detenido en Pisa junto con “Nanni” (¿Piccolomini?) y “Jácomo” (Tolomei) “. Sentadas estas reflexiones, resulta digna de considera­ ción la datación entre junio y agosto de 1375 del famoso episodio de Toldo, cuya autenticidad admitimos con los detalles escritos por Caffarini y aceptados por la tradición. Pero volvamos al orden de los hechos: en virtud de la misión que ella había escogido de asistir espiritualmente a los condenados al suplicio, Catalina se encontró soco­ rriendo a Toldo, y rindió luego testimonio de todo el caso, escribiendo a su confesor Raimundo de Capua la carta inmortal 273 (Tomm.). A la narración verídica y justa de lo sucedido antepone algunas páginas, que parece se iluminan ante nuestros ojos. “Dilectísimo y carísimo padre e hijo mío querido en Je­ sucristo; yo, Catalina, sierva y esclava de los siervos de Jesucristo, os escribo encomendándome en la preciosa san­ gre del Hijo de Dios, con el deseo de veros inflamado y anegado en esa su dulcísima sangre, la cual sangre ha sido amasada con el fuego de su ardentísima caridad. Esto desea mi alma; esto es, veros en esa sangre, a vos, y a Nanni y al hijo Jácomo. Yo no veo otro remedio por donde lleguemos a aquellas virtudes principales que nos son necesarias. Pa­ dre dulcísimo, vuestra alma, que se me ha convertido en alimento (y no pasa un momento en que yo no tome este alimento en la mesa del dulce Cordero desangrado con tan ardentísimo amor), digo que no llegaría a la pequeña virtud de la verdadera humildad si no fueseis anegado en la san­ gre. La cual virtud nacerá del odio y el^ odio del amor. Y asi sale de ahí el alma con pureza perfectisima, como el hierro sale purificado del horno. Quiero, pues, que os encerréis en el costado abierto del Hijo de Dios, el cual es un almacén abierto, lleno de aroma; mientras el pecado allí resulta pestilente. Allí la 13 Probablemente se trata de fray Santiago de Gabriel Piccolomin¡ y de Santiago Tolomei.

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dulce esposa reposa en el lecho del fuego y de la sangre. Allí se ve y se manifiesta el secreto del corazón del Hijo de Dios. ¡Oh tonel horadado, que das de beber y embria­ gas a todo deseo enamorado, y das alegría e iluminas todo entendimiento, y llenas toda memoria que allí se ocupa; mientras no puede retener otra cosa, ni entender 14 nada, ni amar otra cosa sino a este y dulce buen Jesús! ¡Sangre y fuego, amor inestimable! Puesto que mi alma será dichosa si os viere anegados así, yo quiero que hagáis como quien saca agua con el cubo, que la echa sobre alguna otra cosa: así vos derramad el agua del santo deseo sobre la cabeza de vuestros hermanos, que son miembros nuestros, unidos en el cuerpo de la dulce Esposa. Y procurad que no os volváis nunca atrás por ilusión de los demonios (los cuales sé que os han procurado molestias y os las procurarán), o por los dichos de alguna creatura; mas perseverad siempre toda vez que veáis la cosa más fría, hasta que veamos derramar la sangre con dulces y amorosos deseos”.

Y viniendo luego al testimonio del hecho, escribe: “ jArriba, arriba, padre mío dulcísimo! ¡No durmamos más! Ya que yo oigo noticias, que no quiero más ni lecho ni estados. Yo he comenzado a recibir ya en mis manos una cabeza que me fue de tanta dulzura, que el corazón no puede pensarlo, ni la lengua hablar, ni los ojos ver, ni los oídos oír. Anduvo el deseo de Dios entre los otros misterios realizados delante, de los que no hablo, pues sería dema­ siado largo. Fui a visitar a aquel que sabéis; de donde re­ cibió tanto confort y consuelo, que se confesó y se dispuso muy bien. Y me hizo prometerlo por amor de Dios que, cuando fuese el momento de la justicia, estuviese yo con él. Y así prometí e hice; y recibió gran consuelo. Lo llevé a oír misa y recibió la comunión, la cual nunca la había reci­ bido. Aquella voluntad estaba reconciliada con Dios y so­ metida a su voluntad; y sólo le había quedado un temor: no ser fuerte en aquel momento. Mas la desmedida y ar­ diente bondad de Dios lo engatusó, creándole tanto afecto y amor en el deseo de Dios, que no sabía estar sin El, di­ ciendo: ’Estate conmigo y no me abandones. Y así no estaré sino bien; y muero contento*. Y tenía su cabeza sobre mi pecho. Yo entonces sentía un (gran) júbilo y un (gran) aro­ ma de su sangre; y no era sin olor de la mía, que yo deseo derramar por el dulce Esposo Jesús. Y creciendo el deseo en mi alma, y sintiendo su temor, dije: ‘Consuélate, dulce hermano mío, ya que pronto llegaremos a las bodas. Tu irás a ellas bañado en la dulce sangre del Hijo de Dios, con el dulce nombre de Jesús, el cual quiero que no se te salga jamás de la memoria. Y yo te espero en el lugar de la 14 1 Cor 2,2.

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justicia’. Ahora pensad, padre e hijo, que su corazón perdió entonces todo temor, y su faz se cambió de tristeza en ale­ gría, y gozaba, exultaba y decía: ’¿De dónde me viene tanta gracia, que la dulzura de mi alma me esperará en el santo lugar de la justicia?’ ¡Ved que había llegado a tanta luz, que llamaba santo al lugar de la justicia! Y decía: T o iré todo alegre y fuerte; y me parecerán mil años hasta que llegue allí, pensando que vos me esperáis en él’. Y decía palabras tan dulces de la bondad de Dios, que es para es­ tallar. Lo esperé, pues, en el lugar de la justicia; y esperé allí con oración continua y presencia de María y de Catalina virgen y mártir. Mas antes de que llegase él, me bajé y extendí mi cuello sobre el tajo; mas no sucedió que produ­ jera su efecto pleno sobre mí. Allí encima oré, y estreché a María y dije que yo quería esta gracia, que en aquel mo­ mento le diese una (gran) luz y una (gran) paz de corazón, y luego viese tornar a su fin. Se llenó entonces tanto mi alma que, habiendo allí una muchedumbre de gente, no po­ día ver a nadie, por la dulce promesa que se me hizo. Luego llegó él como un manso cordero; y viéndome, co­ menzó a reír; y quiso que yo le hiciese la señal de la cruz. Y recibida la señal, dije yo: ’¡Animo! ¡A las bodas, dulce hermano mío!, que pronto estarás en la vida perdurable’. Se puso abajo con gran mansedumbre, y yo le extendí el cue­ llo y me incliné hacia abajo y le recordé la sangre del Cordero. Su boca no decía más que Jesús y Catalina. Y, diciendo eso, recibí su cabeza en mis manos, fijando mis ojos en la bondad divina y diciendo: ’Yo quiero’. Entonces se veía Dios — y— Hombre como si viese la claridad del sol; y estaba abierto y recibía la sangre; en su sangre un fuego de santos deseos, otorgado y escondido en su alma por gracia; recibía en el fuego de su caridad divina. Después que hubo recibido la sangre y su deseo, también recibió El su alma, la cual puso en la tienda abierta de su costado, lleno de misericordia; manifestando la primera Ver­ dad que sólo por la gracia y la misericordia El lo recibía y no por ninguna otra acción. ¡Oh cuán dulce e inestimable era ver la bondad de Dios! ¡Con cuánta dulzura y amor esperaba a aquella alma, salida del cuen>o! ¡Volvió los ojos de la misericordia hacia él, cuando vino a entrar dentro del costado bañado en su sangre, el cual valía por la sangre del Hijo de Dios. Así fue recibido de Dios por potencia (po­ tente en poder hacerlo); y el Hijo, sabiduría. Verbo encar­ nado, le otorgó y le hizo participar del amor atormentado con el que El recibió la penosa e ignominiosa muerte, por la obediencia al Padre, cumplida por El en utilidad de la naturaleza y género humano; y las manos del Espíritu danto le encerraban dentro. Mas él realizaba un acto tan dulce como para atraer mii corazones. Y no me maravillo de ello, puesto que ya sabo-

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reaba la dulzura divina. Se ^NMKnno se vuelve la esposa llegada a la puerta de su esposo, que vuelve los ojos y la cabeza atrás, haciendo inclinación a quien le ha acompa­ ñado, y con su acción demuestra señales de gratitud. Ocultado que fue, mi alma descansó en paz y tranquili­ dad, con un tal aroma de la sangre, que yo no podía sopor­ tar quitarme la sangre suya que m e era venida encima.

¡Ay de mí, mísera, miserable! N o quiero decir más. Per­ manecí en la tierra con grandísima envidia. Y me parece que la primera piedra ha sido puesta ya. Y empero no os maravilléis si yo no os impongo otra cosa que veros anega­ dos en la sangre y en el fuego que derrama el costado del Hijo de Dios. Ahora, pues, no más negligencia, hijos míos dulcísimos, ya que la sangre empieza a derramar y a recibir la vida. Jesús dulce, Jesús amor” *5.

La narración inolvidable de la Santa está subrayada en el proceso castellano por Caffarini, presente al espectáculo, con este testimonio ocular: “En el momento en que cayó la segur, Catalina, arrebatada en éxtasis, recibió en sus manos la cabeza del desventurado Toldo. Todos los pre­ sentes lloraban y declararon después que habían asistido no ya a la ejecución de un culpable, sino de un mártir. Catalina, inmóvil, con los ojos fijos en el cielo, los párpa­ dos inmóviles, permaneció largo tiempo en aquel éxtasis, sin preocuparse de lo que la rodeaba y contemplando en espíritu el alma afortunada de aquel cuya sangre corría so­ bre sus vestidos, y que antes de subir al cielo, antes de que las puertas eternas se le abriesen, echó una última mirada de gratitud hacia aquella que, en su caridad heroica, le había librado de la muerte eterna. Yo vi todo, y nunca, ni siquiera en las fiestas más solem­ nes, la devoción del pueblo fue tan grande como en los funerales de Toldo” 15 C arta 273 Tomm. 14 P roc., p.43 pár.30.

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XIV. PISA Y LOS GAMBACORTI. CAR­ TAS Q U E HORMIGUEAN. LOS ESTIG­ MAS, GRACIA SUMA Estamos, pues, en 1375, un año que para Catalina re­ sultó especialmente intenso por la riqueza de eventos. En la vida de la Santa sólo se puede parangonar con el 1370; únicamente se puede notar que en 1370 la abundancia de dones místicos prevaleció sobre la de acontecimientos ex­ ternos, y que, en cambio, el 1375 se nos ofrece una co­ lección de abundantes experiencias externasengastada en las cuales resplandece la gracia altísima de los estigmas. Es preciso dejar sentado que, durante este período de importancia primaria, constantemente se mantiene en pie para el historiador un inconveniente, esto es, la imposibi­ lidad de anclar en fechas precisas la mayor parte de los hechos. Cada uno de éstos fluctúa ante nosotros dentro de un halo cronológico que lo hace desplazable en semanas, y la incertidumbre es tal que engendra acaso también in­ exactitudes notables; lo mismo vale para las cartas que la Santa escribió en gran número desde Pisa y desde Luca, y que quedan inciertas en cuanto al día. Sin embargo, dentro de la nebulosidad cronológica se delinean con seguridad los lugares: Pisa, de enero a abril; luego Calci, y luego la isla de Gorgona, y después nueva­ mente Pisa, hasta junio o julio, y después Siena, entre junio y agosto, sin que se pueda precisar más la fecha y la du1 Experiencias anteriores que irradian de la vida intima; el P ro­ ceso responde claramente a aquellos que se lamentaban del servicio de Dios realizado correteando en vez de en la celda. La Santa habría dicho: «No viajaré por vana gloria..., sino que haré todo para ala­ banza y gloria del Salvador». Y confió al confesor que «lo cumplía todo por un especial mandato de Dios y por su inspiración, no por la alabanza de los hombres; no pensaba nunca en los hombres sino al orar por su salvación, o cuando con sus sufrimientos ganaba la salvación para ellos...» (P roc., p.116 pár.5).

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ración de su permanencia (y allí, como hemos dicho, tiene lugar la tragedia de Toldo); y luego de nuevo abierto el camino a través de las campiñas pisanas y luquesas hacia Luca. Catalina llega a la ciudad de la Santa Faz durante el mes de septiembre de 1375. Por último, el retorno a Pisa, y de aquí a Siena, acaso a primeros del año 1376. Mas vayamos por orden. En enero de 1375, cuando Ca­ talina llega a Pisa, va acompañada de una comitiva se­ lecta: Fray Raimundo de Capua, fray Juan Terzo de Lecceto, fray Tomás della Fonte, Aleja, Lisa, cuñada de Ca­ talina, que había enviudado el año anterior, porque, como hemos visto, Bártolo había muerto de peste y ella se había hecho Hermana de la Penitencia..., y Lapa. Lapa, Hermana también ella de la Penitencia, ahora casi sola con Catalina en la Fulónica después que ocho de sus nietecitos de los once habían emigrado al paraíso, no toleró permanecer en espera; previendo que la ausencia de Cata­ lina habría de ser larga, se decidió también ella, y, setento­ na como era, se asoció al grupo de viajeros. Pisa les acogió a primeros de 1375 1 — o acaso en fe­ brero— con aquel gran sentido de apertura y de viento marinero que parece repartir y dividir la ciudad a los dos lados del Amo. Y a lo largo del Amo se establecieron a trescientos pasos de la minúscula iglesita de Santa María de la Espina, toda agujas blancas y rosadas en gótico ornamentadísimo \ La casa que les albergó pertenecía a los Buonconti, pí­ sanos nobles, y estaba al flanco del viejo y macizo palacio Del’ Agnello, actualmente Giuli Rosselmini Gualandi; la 1 La ida de Catalina a Pisa era muy anhelada en aquella ciudad: recordamos a Lazarino de Pisa y a Nicolás de Caseína, que cierta­ mente influyeron. La Santa no sabía decidirse hasta que Cristo le índico su voluntad. La iglesia había surgido como oratorio (Santa María en Ponteno), pero ya en el 1323 había sido ampliada y había recibido la forma actual. El nombre se debe al hecho de que custodiaba una espina de la corona de Cristo.

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casa de los Buonconti \ en cambio, era un edificio poco vasto, que barrieron como una cáscara de nuez los bom­ bardeos de 1943; justamente delante de él existía y aún existe otra pequeña iglesia —mucho menos bella que la de Santa María de la Espina— dedicada a Santa Cristina, la cual separaba la casa Buonconti de la orilla del río. EÍ párroco de esta iglesia era un tal Ranieri, llamado común­ mente “Ranieri de Santa Cristina”, quien con el tiempo entró a formar parte de la familia “cateriniana”. Los Buonconti eran cuatro hermanos y una hermana: Gerardo, casado, y tres solteros: Tomás, Francisco y Van­ ni, y la hermana, Inés5, jovencita aún. Con el correr de los meses y de los años todos se hicieron discípulos de Catalina y entraron en las Ordenes, a excepción de Gerar­ do, el cual no pudo hacerlo porque tenía familia. Bien pronto un hecho prodigioso reforzó el fervor con que Ca­ talina había sido acogida. Gerardo Buonconti le trajo un joven de veintidós años, atormentado de fiebres pertina­ ces. Catalina lo miró con fijeza largamente, luego le pre­ guntó: — ¿Desde cuándo no os confesáis? — Desde hace varios años. —Pues bien, id y lavad vuestra alma... Llamó al P. Tomás della Fonte, con el cual se confesó el joven, después de lo cual la Santa, poniéndole amable­ mente una mano sobre la espalda: — Vete, hijo mío, en la paz de Jesucristo, en cuyo nom­ bre te encargo no tener más la fiebre *. Y, ciertamente, fue curado. El principio de la primavera circundó a la Santa con el encanto de la luz y la temperatura apacibilísima que hacen famoso el clima de Pisa. A poca distancia de la casa de los Buonconti, surgía re­ 4 El palacio de los Buonconti se hallaba en la entonces «chiasso dei facchini» («batahola de los azacanes»); todo el bamo llevaba nombre árabe de «Kinseca». _ , r\* ra r^mhflcorti 5 Inés será una de las primeras compañeras de Clara Uunbacorti. * D r a n e , o.c., p.314-315.

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flejándose en el Arno el bello palacio Gambacorti, de no­ ble fachada, toda de travertino gris barroso, adornado de triforos ligeros y espaciosos. Había sido construido pocos años atrás, justamente en torno a 1370, y por sí era un alarde, si bien varios detalles no estaban completos. Así los huéspedes sieneses se encontraron en medio de las man­ siones palaciegas pisanas; en la austera y elegante man­ sión, intacta aún hoy, habitaba Pedro Gambacorti, señor de Pisa prácticamente, con su familia, de la cual formaba parte la jovencita Thora, de trece años, ya desposada7. Mas la vecindad del primer ciudadano resultaba provi­ dencial para Catalina, quien había venido a Pisa invitada por é l8y guiada de una finalidad precisa: tratar de suscitar entusiasmo por el gran proyecto de la cruzada y atraer a Pedro a la liga de príncipes y de repúblicas promovida con tal fin9. Si bien Pisa desde hacía noventa y un años, esto es, desde la batalla de las Malorías en adelante, había de­ caído como potencia naval, seguía, con todo, siendo siem­ pre una república marinera y habría podido aportar a la Cruzada una contribución eficaz 10. El gran trayecto a tra7 Thora será la Beata Clara Gambacorti. * La invitación dirigida por Pedro a Catalina es aceptada comií rí­ mente por la tradición. Joergensen, por el contrario, acepta la tesis propuesta por Lazzareschi y Zucchelli: « ...com o ya han demostrado Lazzareschi y Zucchelli, la carta por la cual efectivamente invita el Gambacorti a la Santa a ir a Pisa no puede ser más que del 1376, esto es, del año siguiente al de la ida de Catalina a aquella ciudad...» (cf. o.c., p.246). Sin embargo, queda abierto el problema: DupréTheseider data la carta 149 Tommaseo (X X II Dupré-Theseider) de la segunda mitad de 1374: al fin de esta carta hay una clara alusión a la invitación de Pedro: « ...só lo vuestro amor y bondad... os ha movido humildemente a escribirme, rogándome que debo ir a ésa». Por esto aceptamos la hipótesis de la invitación hecha a Catalina el año antes. 9 Una más amplia finalidad la constituía el deseo de impedir que Pisa y Luca se acercaran a Florencia, en lucha con el papa a v iñ o n é s. Desde Pisa parecería, en efecto, escrita la primera carta a Gregorio XI, que toca este problema. ,l° *>ena ^eer historia de las «Malorie» en V i l l a n i : L os písanos habían hecho una incursión un poco descarada contra Génova, armando cien galeras y a la flor d e la milicia toscana. «... estu­ vieron mas días, y arrojaron dentro, como otra vez, saetas p la te a d a s, y causaron gran vergüenza y ultraje a los genoveses, y con gran pompa

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vés del Mediterráneo hasta la tierra de Jesús era familiar a los písanos y los maestros bateleros conocían puertos y corrientes, estaciones y pueblos, cascos y quillas, velas y remos... ¿No habían traído en cincuenta y tres naves, guia­ das por el arzobispo Lanfranchi, tierra bendita de Jerusalén para levantar sobre ella el prestigioso Campo Santo? 11 ¡Y con cuánto amor ansiaban animar los muros desnu­ dos, poniendo sobre ellos una floración de figuras y sím­ bolos, poema verdadero e inmortal de la vida y de la muerte! La personalidad de Pedro Gambacorti12 era compleja como la de todas las preeminencias políticas de la época, mas ninguno podía negarle valor y nobleza de sentimien­ tos. Su ascendiente sobre los conciudadanos tenía antece­ dentes que se remontaban a veinte años antes: historias dramáticas surcadas de sangre. Cuando Carlos IV, rey de Bohemia y emperador elegido en Aquisgrán y coronado en Roma, pasó por Pisa en 1355, fue hospedado fastuosa­ mente por los Gambacorti en sus casas del “Mercado vie­ jo” (el actual Corso Italia), casas correspondientes a la y rumor requirieron a los genoveses combatir». Estos, hallándose des­ provistos, «con hermosa y señorial respuesta» rebatieron que batallar allí no sería honroso: que se volvieran aquel día a Pisa, y ellos irían a pagarles en la misma moneda. El agosto siguiente vio a la flota genovesa desfilar delante de Pisa y el Puerto Pisano: hubo un gran movimiento de armamentos y luego, finalmente, la batalla, «levan­ tand o sus estandartes con gran fiesta, estando el arzobispo de Pisa preparado sobte el puente viejo...»; los genoveses quisieron la batalla en el escollo de las «Malorie», muy cerca de Livorno, y «fueron los vencedores, y derrotaron a los písanos con daño infinito y pérdida de mucha gente buena». Los prisioneros fueron llevados a Genova, y Pisa «tuvo infinito dolor y llanto, porque no hubo casa ni familia que no quedase vacía de muchos hombres muertos o presos por dicha derrota». Cf. V il l a n i , Isto rie fiorentine I, VII, c.XCI. " La tierra del Gólgota fue traída en el 1203, mas la construc­ ción del actual Camposanto fue comenzada sólo en el 1278 por Juan de Simón. El edificio es rico en obras notables de arte, de las cuales, sin embargo, una gran parte fue reunida allí el siglo pasado, casi a título de museo. , , , „ ... 11 La familia Gambacorti se conoce desde el 1279, con un tal Bonaccorso Gambacorti citado entre los Ancianos de Pisa-. Ll verda­ dero fundador de la casa fue Gerardo, del siglo xiv; su hi,o Andrés se hizo señor de Pisa en el 1347.

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sede de un actual y grande instituto de beneficencia. El pa­ lacio Gambacorti que se refleja en el Amo, no existía aún. La hospitalidad de estos señores písanos fue, pues, mag­ nífica; mas la denuncia más grave se elevó contra ellos de parte de algunos enemigos: éstos se habrían conjurado y urdido un atentado contra el emperador. Por tal acusación se hizo justicia sumaria, y dos Gambacorti, Francisco y Lotto, fueron decapitados en la plaza que actualmente se llama “dei Cavalieri” (de los Caballeros), donde estaba en­ tonces el palacio de los Ancianos (transformado por el gran duque Fernando I de los Médicis a primeros del seis­ cientos en el actual, de aspecto grandioso, y que ha venido a ser en nuestros días sede del Instituto universitario Nor­ mal). Los supervivientes del linaje fueron echados al des­ tierro y sus bienes confiscados. Pedro se estableció en Flo­ rencia, desde donde mantuvo numerosos partidarios en Pisa, ingeniándose con tanta habilidad, que se ganó gran­ demente la benevolencia en la ciudad del Lirio y redobló la de los conciudadanos pisanos. Pero ¿qué sucedía en Pisa? Uno de los ciudadanos más insignes y acaudalados, Juan del Agnello ”, se había levan­ tado con gran prestigio: se esparció la voz de que intrigaba para asumir el dominio de la ciudad. Habitaba éste en una mansión poderosa junto al Amo, adornada entonces de su logja o balcón según el uso pisano, que existe hoy con aspecto diverso y aún más majestuoso: el actual palacio Giuli-Rosselmini-Gualandi. Sucedió entonces que los An­ cianos sospechaban respecto de sus intenciones y quisieron valerse de la astucia; en la oportunidad de la noche, sin previo aviso, tocaron al portón y preguntaron por él. Astucia por astucia; Juan esperaba la visita y representó una contra-comedia perfecta: hizo como que se encontraba en el lecho, durmiendo en sueño profundo, y a su lado la mujer, la cual, en cambio, se despertó de sobresalto y aco­ gió con voz apagada a los distinguidos huéspedes: • U ,9 L VS “ » . Crónica, libr. X I, c.CL; cf. A m m ir a t o , Ist. fiorenUne, LXII Gonf.434.

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¡Si tenéis necesidad de él, yo le despierto en seguida* vosotros lo sabéis bien, él siempre está a vuestro servi­ cio!... Tranquilizados los Ancianos, dejaron en santa paz a la buena señora y al aletargado amo de la casa, y se retira­ ron lamentando el sueño que habían perdido. Entre tanto, la casa estaba llena de gente armada. Apenas marchados los visitantes, Juan toma lobas y armas, atraviesa el Arno, y con sus hijos y familiares, asesinos y partidarios, ocupa el silencioso palacio de la Señoría, del cual hemos hecho mención, en la actual plaza de los Cavalieri. El alba lo encuentra así, rodeado de una gran turba de los suyos, quienes lo aclaman “Doge”, título nuevo a los oídos de los conciudadanos, evocador de una grandeza extraña a sus usos; mas acaso aquella identidad de cualificación con los supremos rectores de otras ilustres y envidiadas repúblicas marineras, no desagradó a los písanos ahora reducidos a potencia naval de segundo orden. Dicho se está que Juan con grande cortejo recorrió la ciudad aclamado “Doge” en los diversos barrios, destinado a ser el único y no demasia­ do glorioso rector pisano de tal título. Esto ocurría en 1365. Su poder duró tres años. Una sublevación lo derribó del trono, al tiempo que Carlos IV había bajado de nuevo a Toscana (ya hemos seguido los no heroicos pasos del emperador de un palacio a otro en Siena) ... Fue entonces cuando Pedro Gambacorti, el gran exiliado, obtuvo del César la remoción del destierro a fin de que Pisa, gibelina y ligada a los edictos imperiales, pu­ diese abrirle nuevamente las puertas. Cuando aconteció esto, Pedro y los hijos y consortes y sus numerosos secua­ ces fueron acogidos ya a alguna milla de la ciudad con ramas de laurel y aplausos festivos, y entraron triunfantes por la puerta Florentina, agitando a su vez ramos de olivo. “¡Paz, paz!” El ramito simbólico estaba entonces en uso y tenía un significado riguroso: ¡ay de quien abusase! Aquel signo prometía paz y perdón. Pedro, padre de la estirpe, juró paz con todos, y poco 155

después las bóvedas de la catedral, estriadas de mármo­ les blancos, negros y rojos, resonaban con cánticos. Mas he aquí que un tropel de partidarios fanáticos de los Gam­ bacorti “más petrinos que Pedro”, se separa del gran jú­ bilo devoto y corre a asaltar las casas de quienes perte­ necen a facciones contrarias; entre éstos ocupan el pri­ mer lugar los del Agnello. He ahí al caído “doge” Juan, agredido en su casa y el fuego pegado a sus muros, y, como es día de viento fuerte, las llamas flamean de casa en casa. Avisan a Pedro, corre allá y con el poder de la autoridad salva la vida al agredido y para aquel daño: “Si yo he perdonado —grita—, ¿qué derecho tenéis voso­ tros de vengaros?” Tal es el señor de Pisa con el cual tiene que tratar Ca­ talina. Bien pronto se perfilará el hecho espiritual que deberá sacudir y alegrar la casa de los Gambacorti La protago­ nista será Thora, hija de Pedro, nacida en 1362. Cuando esta jovencita conoce a Catalina es, pues, de trece años; y, sin embargo, ya está desposada desde hace dos años con un noble pisano, Simón de la Masa, que ella no ve por­ que está ocupado en hechos lejanos de armas. La semilla que Catalina esparce en ella no cae inútilmente; cuando en el 1377, a sus quince años, quedará viuda, su madurez interior será tal, que la empujará hacia la vida religiosa1S. Entonces surgirá el conflicto con su padre Pedro, quien querrá, por el contrario, dársela por esposa a otro noble de Pisa, y la jovencísima viuda se refugiará en las clari­ sas de San Martín, de donde el padre la arrancará a la fuerza, reteniéndola luego casi prisionera por cinco meses en el palacio a la orilla del Arno. Entonces intervendrá 14 Sin embargo, no es Clara la única figura espiritual del linaje; también el Beato Pedro, nieto del homónimo señor de Pisa, llevo una yida austera en el Monte Bello en los confines de Cesena, y allí de los Eremitas de San Jerónimo, que se di­ fundió rápidamente por Italia. Fue proclamado beato por Clemen­ te VIII. Catalina le apoyó en su resolución y le escribió dándole fuerza y luz de miras en el nuevo camino (cartas 194 y 262 Tommaseo).

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la gran amiga, a la sazón lejana, Catalina. Por medio de Alfonso de Vadaterra, ya obispo de Jaén, prelado insigne que tiene grande influencia sobre Pedro Gambacorti por haber sido compañero suyo en una peregrinación a Jerusalén, la Santa obtendrá para Thora el consentimiento pa­ terno para entrar en religión, a condición de no hacerse clarisa. Así, después de varias vicisitudes, Thora, con todo manteniendo el nombre de Clara elegido durante su breve estancia en las franciscanas, instituirá el monasterio de las dominicas en Pisa “, juntamente con otra amiga de Catalina, María Mancini, hija de Bartolomé Monguto, y con tan estrecha observancia como para quedar en la Orden cual la fundadora de la reforma dominicana fe­ menina Ya que estamos anticipando el porvenir, hablaremos también de la purificación final de esta familia. Después de haber procurado a Pisa veintitrés años de concordia y prosperidad civil y administrativa, Pedro Gambacorti sufrió en 1391 una rebelión de parte de Appiani, hombre de su gran confianza. Estallado que hubo la sedición en la ciudad, los hijos de Pedro defendieron el puente de Mezzo; uno de ellos cayó prisionero, el otro fue herido y, cubierto de sangre, se refugió en el monasterio dominicano de su hermana, llamando desesperado al portón para pedir asilo. Imposible abrir, la mesnada en tumulto le persigue, se apo­ dera de él, lo arrastra a casa de Appiani. El viejo Pedro, invitado a descender de las salas del palacio junto al Amo, es asesinado por los insurrectos, y pocos días después sus dos hijos prisioneros son ejecutados. La Beata Clara, en el fondo del monasterio, super­ vive rogando y llorando por la tragedia de los suyos. 14 El monasterio de Santa Cruz fue fundado por Pedro mismo para la h ija .

,



17 Las dos dominicas sobrevivieron a Catalina, bn el_ rroceso, Caffarini habló de ellas: « ...a llí estuvo y está (entre quiwies han conocido a Catalina) del susodicho monasterio de Santo Domingo, sor María, singular en la fidelidad monástica... y sor Clara Gambacorti... de gran virtud, santidad y fama...» (Proc., p.81).

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Es preciso decir que Pisa, con sus recuerdos de cruza­ dos y en virtud de su gran respiro del mar y de la tradi­ ción naval que la distinguía, era apta para suscitar de con­ tinuo la idea de expediciones mediterráneas; esto ha sido notado por varios biógrafos de Catalina. Entre tanto, ape­ nas llegó allí la Santa, tuvo un encuentro que podía hacer pensar en una coyuntura de circunstancias positivas; cono­ ció, en efecto, al embajador de Eleonor reina de Chipre, el cual, dirigiéndose a Aviñón a Gregorio XI, se entre­ tenía en Pisa en espera de que un viento favorable hin­ chase las velas de su nave. Habiendo sabido aquellos días de la llegada de Catalina, deseó hablar con ella, y para ella debió de ser ciertamente una señal animadora el co­ loquio con un testigo ocular del peligro islámico. Aquella vanguardia de la cristiandad era batida por ráfagas mu­ sulmanas, y Eleonor, hija del príncipe de Antioquía y regente de la isla en lugar del pequeño hijo Pedro, se diri­ gía al pontífice en busca de un auxilio mayor y más so­ lícito. Así Catalina lanzó a manos llenas la siembra para la cruzada, y más aún por carta que de viva voz. Comenzó por aquellos días la gran secuencia de cartas que abun­ daron durante el año de Pisa, después en Luca y luego nuevamente en Pisa, dirigidas a mujeres y hombres de los más insignes de Europa. Daremos un elenco incom­ pleto de los corresponsales a quienes Catalina se dirigió durante aquel año, y veremos así surgir en la lejanía del horizonte pisano una constelación de figuras de las más variadas. En orden de tiempo y con repeticiones que no nos detendremos a precisar, Sano de Maco “, Bartolomé Dominici”, el obispo Angel Ricasoli“, el más grande de " La Santa le envió dos cartas desde Pisa, la 142 y la 147 Tommaseo (XXV y XXVI Dupré-Theseider), fechadas en la prima­ vera de 1375. *' 800 también las C artas al Domenici, la 146 y 129 Tomma­ seo (2QCVII y X XIX Dupré-Thes.), de la primavera de 1375. La carta 88 Tomm. (X X V III Dupré-Tneseider), de la p rim a v e ra de 1375 y !s 136 Tomm. (X X X V II Dupré-Thes.), de julio de 1375

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los jefes del trescientos Juan Hawkwood21, llamado co­ múnmente Aguto o Acuto; Raimundo de Capua 22, y “Ma­ dama la Reina Juana de Nápoles” 21 (la cual se declara pronta a participar con su espada y la vida en la cru­ zada, cosa que el Tommaseo comenta: “ ...¿por qué no creer en un buen momento de semejantes Juanas?”), y Nicolás SoderiniM, y Monna Paula25, y Guillermo Fle­ te y el marqués Pedro del Monte Santa María, senador de Siena27 (más tarde su familia, venida a ser Borbón del Monte, se bifurcará también en Borbón de Sorbelo y Borbón de Petrela); y Don Juan Sabatini2*, e Isabel de Polonia, reina de Hungría29; y Mateo Cenni”, y Tomás della Fonte31 y las Mantelatas de Siena32 (Cecca y otras), y Juana de Capo y Francisca M, y Conte de Monna Agnola M, y el legado pontificio Berenguer de Lézat35 (o acaso 21 La carta 140 Tomm. (XXX Dupré-Thes.), de fines de junio de 1375. 22 La carta 273 Tomm. (XXXI Dupré-Thes.), de junio de 1375. 23 La carta 133 Tomm. (X X X II Dupré-Thes.), de julio de 1375; la 143 Tomm. (X X X IX Dupré-Thes.), del 4 de agosto de 1375; la 138 Tomm. (XLI Dupré-Thes.), de agosto a sept.; respecto de las dos últimas, es incierto dónde se encontraba Catalina, si en Siena para la primera, y en Luca para la segunda; pero, como quiera que sea, se trata de permanencias no largas. 24 La carta 131 Tomm. (X X X III Dupré-Thes.), de julio de 1375. 25 La carta 144 Tomm. (XXXIV Dupré-Thes.), de julio de 1375. 26 La carta 66 Tomm. (XXXV Dupré-Thes.), de julio de 1375. 27 Una primera carta en julio de 1375, la 148 Tomm. (XXXVI Dupré-Thes.), y sucesivamente el 2 de sept. la 135 Tomm. (XVII Dupré-Thes.), y en la segunda mitad de sept. la 180 Tomm. (XLIII Dupré-Thes.), acaso desde Luca. .................... * La carta 141 Tomm. (X X X V III Dupré-Thes.), de julio de 1375. 29 La carta 145 Tomm. (XL Dupré-Thes.), de julio a agosto de 1375 30 *La carta 137 Tomm. (XLV Dupré-Thes.), de la segunda mitad ^ D o s cartas de fines de 1375, la 139 y 283 Tomm. (XLVI y XLII Dupré-Thes.), de las cuales la segunda parece del mes de diQe^ b La carta 132 Tomm. (XLVIII Dupré-Thes.), de diciembre de 13"5*La carta 108 Tomm. (XLIX Dupré-Thes.) de fines de 1375. 54 La carta 257 Tomm. (L Lupré-TTies.), de fines de 1375. M La carta 109 Tomm. (LI Dupré-Thes.), de fines de 1375. bsta

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el otro legado Gerardo du Puy), y Bartolomé Sineducci de San Severino señorón que reinaba en un rincón de las Marcas y jefe famoso. El 1375 es uno de los períodos más fecundos en la acti­ vidad epistolar de Catalina, ya por la variedad de los co­ rresponsales, ya por la importancia de los escritos. Cada uno de estos mensajes trata de un drama particular a ve­ ces de resonancia política o espiritual amplísima, otras veces de carácter privado estricto, mas de grande inten­ sidad moral.

Dominada toda ella por la llamada de la cruzada, Ca­ talina, como de costumbre, no piensa en alimentarse aun gastando sus propias fuerzas a grandes borbotones; y a un cierto momento está reducida a un agotamiento tan grave, que el puñado fiel en torno a ella tiembla: ¿mori­ rá? No es fácil supervivir en condiciones semejantes. “Du­ rante la estancia en Pisa —escribe Raimundo de Capua— los éxtasis continuos la debilitaron hasta tal punto que creíamos hubiese llegado para ella la hora de la muerte. Temía perderla y buscaba reanimar sus fuerzas... Carne, huevos, vino los aborrecía. Finalmente le dije: —¿Puedo poner un poco de miel en el agua fría que bebéis? —Ah, Padre mío —respondió— , ¿queréis apagar lo poco de vida que me queda? ¿No sabéis que las cosas dulces son veneno para mí?” 37 Entonces fray Raimundo recordó que había asistido en otros casos a una terapia simplona, pero eficaz: frotar las sienes con un poco de garnacha. Se la pidió al señor carta tradicionalmente se consideró dirigida a Gerardo del Poggetto; Fawtier y Dupré-Theseider, por el contrario, dicen que fue dirigida

a Berenguer de Lézat.

* La carta I Gardner (LII Dupré-Thes.), de la segunda mitad del 1375. ” R 307 (Ra, Ha.. X I, p.242).

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de la casa, Gerardo de los Buonconti, el cual no tenía; pero a su vez hizo pedir una botella a un vecino, quien respondió: —De buena gana daría al Maestro Gerardo una cuba en lugar de una botella; mas desgraciadamente tengo el tonel seco desde hace tres meses. Luego, como repensándolo: —En todo caso, veamos si acaso hubiese aún un poco. Fue al tonel, quitó el bitoque y salió un chorro abun­ dante y exquisito. — ¿Qué es esto?... El vecino se sobresaltó, se informó en casa, todos dijeron: —Estaba vacío desde hace tres meses. Mas la garnacha deliciosa siguió corriendo, y Catalina se conformó con la terapia que le hacía Aleja por orden de Raimundo..., mientras la noticia se difundía estrepi­ tosamente por toda Pisa. Cuando Catalina mejoró un poco y pudo salir, las casas se vaciaron: “He aquí la mujer que no loca el vino y ha llenado de él una cuba...” (de­ cían) todos detrás de ella, tanto que se quejó tiernamente a nuestro Señor3'. Acaso no habrían pasado siquiera dos meses cuando tuvo lugar en la iglesia de Santa Cristina el milagro más grandeJ9. Era domingo de Ramos, 1 de abril de 1375. Catalina y su grupo oían la misa celebrada por el P. Rai­ mundo; sobre el altar dominaba un crucifijo vetusto, que ya no está, porque fue transportado a Siena por los devo­ tos en 1563 el P. Raimundo distribuyó la comunión, 5' Se dolió de ello y le rogó que no le hiciera objeto de escarnio en medio de los hombres, y sacara el vino milagroso. Y el vino, que el pueblo había sacado abundantemente por devoción, se convirtió en vinagre, no potable, provocando la vergüenza de aquellos que se ha­ bían complacido y la alegría de Catalina. Para todo el episodio, cr. R 308-311 (Ra, l.c., p.242-244). , 39 La iglesia de Santa Cristina existe aun en Pisa, delante dei lugar vacío dejado por la ruina de las casas Buonconti. * La obra es de la escuela de Pisa, y se encuentra ahora en la capilla de la Fulónica en Fontebranda.

161 6 .—Catalina de Siena

Catalina permaneció profundamente postrada largo tiem­ po en éxtasis. Los otros esperaron que volviese en sí; en cambio, en un cierto momento la vieron levantarse un poco y exten­ der los brazos hacia adelante: tenía el rostro inflamado, luminoso; permaneció largamente así, inmóvil; luego, como herida de muerte, se desplomó y después aún se levantó de nuevo lentamente, e hizo llamar a Raimundo para decirle por lo bajo: —Padre, debo decirle que, por la gracia de nuestro Señor Jesucristo, yo llevo ahora en mi cuerpo sus sagra­ das llagas. Luego explicó: —He visto a nuestro Señor Crucificado descender de la Cruz y acercarse a mí, circundado de una luz grande y maravillosa. Entre tanto mi alma se ha visto asaltada de un deseo tal de ir al encuentro de nuestro Señor, que la fuerza del espíritu ha levantado el cuerpo. De las cinco heridas sagradas descendieron cinco rayos bermejos diri­ gidos hacia mí, sobre mis manos, sobre mis pies y sobre mi corazón. Comprendí el misterio y grité: “Señor, no permitáis que estas señales sean visibles a los ojos de los hombres” 4l. Y, mientras estaba hablando, aquellos rayos bermejos cambiaron en un esplendor maravilloso y se posaron sobre mí... Cuando Raimundo le preguntó si sufría, respondió: — Sufro tanto que, si Dios no se digna de hacer otro milagro, no podré vivir4i. 41 Cf. en el Proceso: «Deseando, sobre todo, conformarse con los dolores de Cristo... y que éstos fuesen impresos en cinco puntos de su cuerpo, puesto que Dios se lo concedió... imploró notar y probar estos dolores... y que de hecho no apareciesen externamente...» (Proc., p.117 pár.10-15). 41 Todo el relato amplio y detallado está en Raimundo, pár.194198 (Ra, Ha., VI, p.147-152): la Santa le repitió que, si Dios no ponía remedio, moriría ciertamente, y durante una semana no mejoró._ El sábado siguiente fue ella misma a decir a Raimundo que el Señor había oído sus oraciones. El domingo recibió la comunión. 162

Salieron todos de la iglesia, atravesaron la calle y en­ traron en casa; Catalina subió a la habitación, se exten­ dió sobre el lecho agotada, y los discípulos permanecieron a su alrededor, porque pensaban que era probable su muerte. Fue entonces cuando, unidos en una sola plega­ ria ardiente, a la que rogaron a Catalina se asociase por amor hacia ellos, suplicaron al Señor que les dejase aún, durante algún tiempo, la “Mamma” ...

XVI.

EL DRAMA D E LA IGLESIA E N ITALIA

Cuando Catalina se hubo restablecido, visitó la cartuja de Calci, de fundación reciente y de proporciones modes­ tas aún. El edificio alargado que hoy vemos, transformado en el setecientos en un grandioso y alegre escenario al pie del monte rico en olivos, había sido empezado en 1366, y aparecía entonces menos extenso y de arquitectura des­ igual \ En las construcciones, adosadas las unas a las otras, no dominaba ninguna línea neta; mas la paz grande en tomo era aún más sagrada y pacificante que hoy. Esplén­ dido el amplio golfo, formado por montes y apto para aco­ ger, en lugar del mar, un jirón de llanura cultivada de trigo, vides y verdísimos forrajes. En lo alto, detrás de los olivos, o en las zonas herbosas que dominan sobre los olivares, alguna rara torre campanario de las románicas bíforas o tríforas se erguía ya entonces, como hoy, y los repiques de las campanas volaban de cerro en cerro. En aquel tiempo era prior de la cartuja de Calci el Beato Juan de los Uppezinghi2, y justamente el año 1375 los monjes estaban de fiesta porque Gregorio XI les ha­ bía conferido potestad sobre la isla de la Gorgona, gran escollo alargado en pleno azul a 34 kilómetros de la costa, un poco más al sur del “Porto Pisano” y de la actual Livomo. Después de haberse trasladado a Calci, Catalina, acom­ pañada de un grupo de veinte personas, se puso en movi1 La cartuja fue fundada en 1366; el arreglo actual fue hecho en el 1700 primero por Zola y luego por Stassi. 2 Esta familia histórica pisana, que se extinguió a primeros del novecientos, poseía junto a Calci uno de sus treinta feudos. El Beato Juan era conocido por su espíritu de pobreza. 164

miento desde Boca del Arno para visitar a los monjes residentes en la Gorgona. Era la primera vez que se en­ contraba en mar abierta, y fueron precisas varias horas antes de que la comitiva llegase a la proximidad de la isla. Los reflejos de las altas rocas, erizadas de pinos, de lentiscos y de agaves en acantilado sobre el mar eran profundos y sombríos. Cuanto más se acercaban tanto mejor aparecían las cabelleras retorcidas y macilentas de árboles aislados y manchas de matorrales, y la torre vigía del puertecito rodeado de casuchas grises. Al momento del desembarco los monjes todos se encontraban reunidos en la orilla para celebrar el acontecimiento. Era prior don Bartolomé de Ravena, quien repetidas veces había rogado a Catalina que fuera allá. El monas­ terio era el mismo del que habla Rutilio Namaciano, y había sido recordado por San Agustín y por San Gre­ gorio. A mediados del siglo XI Alejandro II había unido el desierto de la isla con la capilla de los Santos Milcíades y Gorgonio, asentada en el “Borgo” fuera de Pisa. Allí se habían refugiado los monjes, continuamente veja­ dos por la piratería mediterránea, mas se habían extin­ guido poco después. Ya que en la Gorgona habían que­ dado sólo tres monjes, Gregorio XI con bula del 19 de febrero de 1374 los había sustituido por los cartujos. Después el monasterio volvió a florecer, y la Santa lo en­ contró en esa fase ascendente que continuará hasta alcan­ zar el número de cuarenta religiosos3. En 1410 y de nuevo en 1421 también los cartujos serán atacados por los ber­ beriscos, y entonces se refugiarán en Calci, dando impulso a aquella comunidad4. Las Mantelatas durmieron en la hospedería a una milla de distancia del convento, y durante toda la noche les envolvió la soledad. La isla había d e s a p a r e c i d o bajo las 3

M a tta h a e ii,

Hisíor. Eccle. Pisan., I, II» cit. por R e p e tt i,

palabra «Isola della Gorgona». 4 I d ., Le. 165

estrellas, ningún perfil se dibujaba en la oscuridad, y Ca­ talina gozó por primera vez entre la paz potente del mar y la siembra infinita de luces lanzadas por los espa­ cios. Por primera vez se había encontrado frente a la extensión de las aguas durante las horas del día y había quedado fascinada por el juego de reflejos y de colores, que se deshacían los unos en los otros. Ahora, en la profunda noche primaveral, el mar respiraba como un ser viviente, y Catalina acogía en el corazón aquel ritmo lento, solemne. Imágenes de vastedad, de luz meridiana, de tranquilidad nocturna quedaron en el alma de la Santa como símbolos de la grandeza divina, de tal modo que, desde entonces, tomó la costumbre de llamar a Dios “mar placentero”, “mar pacífico”. Al día siguiente tuvo que hablar a los monjes reunidoss, a pesar de que lo esquivó, y no trató de los problemas del mundo, sino de los de ellos, de sus dificultades de solita­ rios, e irrumpió animosamente en el secreto de sus exis­ tencias, suspendidas así entre las rocas, las aguas y el cielo. También la soledad tiene sus propios interrogantes, tan diversos de los de la sociedad, mas no menos intensos y penetrantes. Haber eliminado las figuras reales de la tierra no significa haber cancelado dentro de sí el remolino, más bien aquella ola a veces golpea más amarga que nun­ ca, amenazadora, contra un corazón solitario. Con la con­ fianza en Dios más directa y total y por ello más desarrai­ gada del “yo”, el cernerse del alma, a semejanza de las leves aves del mar de fuertes y longuísimas alas, ¿no lo­ gran acaso las humildes creaturas con vuelo contrariadísimo superar los huracanes, arrojadas de las nubes a las olas, y, si agredidas del fluctuar de las espumas, no se levantan de nuevo con el latido indómito dominando las tempestades? Los monjes quedaron atónitos por el conocimiento pro5 El prior condujo a la hospedería a todos los Hermanos, y Ca­ talina se defendió largamente: «Vencida a lo último... comenzó a hablar, y habló según le sugería el Espíritu Santo»: R297 (Ra, Ha., X, p.233s).

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bado de Catalina; y, antes de despedirse, don Bartolomé, el prior, le pidió como recuerdo la capa, cosa que la Santa le donó de buena gana *. Padre prior le dijo además—, velad, porque el ene­ migo acecha a vuestra grey. Luego añadió, viendo que el monje se turbaba: —Pero estad tranquilo, no prevalecerá’. Después de algunos días llegó un navio de Pisa, cargado de víveres, y los marineros trajeron noticias tristes a un monje joven: su madre estaba enferma. El corrió en se­ guida a pedir permiso para ir a visitarla, partiendo con el mismo navio; mas el superior creyó mejor no mandarlo. Esta prohibición trastornó la mente del joven, de modo que el superior, viéndolo fuera de sí, le prometió enviarlo y aun hacerle acompañar de un anciano, mas aquél corrió a su celda, cogió un cuchillo e intentó suicidarse: un com­ pañero lo salvó. Entonces le echaron sobre las espaldas la capa de Santa Catalina y se calmó. •—Hijo mío —le sugerió el prior—, encomendaos a las oraciones de Sor Catalina. — ¡Oh sí! Es ella quien ruega por mí, en otro caso ha­ bría perecido \ Mientras Catalina se preocupaba en Pisa de la cruzada, comenzaba una serie de eventos políticos que trataremos de resumir. A la terrible peste de 1374 siguió un escaso cultivo de los campos a causa de la mortandad de muchos y del de­ caimiento en que se encontraron otros. A esto se añadió ‘ Proc., p.64 pár. 10-20. La capa quedó como reliquia en manos de fray Bartolomé de Ravena. El prior se abrió luego con Raimundo: «...vos sabéis que, según nuestra regla, yo oigo las <x>nfesion« de todos estos monjes. Ahora os digo que, si la santa virgen les hubiese confesado como yo, no habría podido hablar mejor a cada uno e ellos... Por esto veo verdaderamente que ella está llena del Espíritu de profecía...»: R297 (Ra, l.c., p.233s). 7 Proc., p.274 pár.30. s Proc., p.275 pár.5-25. 167

la contrariedad de las estaciones y la recolección del trigo, de la avena y de la cebada: en la Toscana se presagió desastrosa. Los florentinos estaban acostumbrados a com­ prar el trigo en la Romaña, y, oliendo el poste, se reser­ varon con antelación la compra; mas el cardenal Guiller­ mo de Noellet, legado pontificio, creyó necesario negar el consenso porque tanto en la Romaña como en la Emi­ lia se preveía la carestía La negativa fue muy mal aceptada por los florentinos y peor aún cuando éstos se vieron obligados a proveerse de grano desesperadamente de la Borgoña, de Flandes, de España y ¡hasta del Oriente! Dados los medios de transporte de entonces, el aprovisionamiento vino a costar contantes y sonantes ¡setenta mil florines de oro!... Este hecho de suyo grave se insertaba en una situación resbaladiza: entre la Santa Sede y la ciudad del Lirio se habían abierto grietas a causa del apoyo prestado por Flo­ rencia al Visconti, a Bolonia, a Perusa y también a causa del temor que cortaba el aliento a los florentinos, de verse cercados por los Estados pontificios. En el fondo de la cuestión estaba la prolongadísima ausencia de Roma del pontífice ’°, la cual llevaba consigo todo un fermento de exigencias y de codicias en los súbditos y en los vecinos. Difícil establecer una línea de separación entre las aspi­ raciones justas y la avidez desmesurada: de hecho el mal gobierno de algunos representantes del papa y el tóxico esparcido por ciertos enemigos de la Santa Sede, y la ambición de los politicastros, señores y jefes creaban un ^ «Fue la lluvia continua durante muchas semanas la que estro­ peó los cereales en ciernes, y no permitió llevar a cabo la recolec­ ción del heno», dice M u r a t o r i , año 1374. C f. también R e p e t t i , vol.II. 10 La sede de los papas fue fijada en Aviñón en el 1309, por Clemente V, siendo huésped de Roberto de Anjou, conde de Provenza y rey de Nápoles. Mas ya antes, por dificultades varias, los pontífices frecuentemente habían buscado refugio fuera de Roma. Es famoso el caso de Inocencio IV, quien por huir de Federico II reunió el concilio en Lyón. Sin embargo, generalmente, no se aleja­ ban de tierras italianas.

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crisol incandescente de sospechas, de rencores y de horror. En cuanto al papa y a los cardenales franceses, se les consideraba como extranjeros, y por ello con desconfianza. ¡Ay» sobre esta hoguera otros hechos arrojaron una ola de pez más que nunca inflamable! El 4 de junio d© 1375 el mismo Guillermo de Noellet firmó la tregua con Bernabé Visconti, cosa óptima de suyo"; y, sin em­ bargo, algunas consecuencias resultaron funestas, porque seguidamente a la suspensión de las armas el legado licen­ ció la costosísima compañía de Juan Hawkwood, quien se encontró con “tener que ir tirando” sin un sueldo re­ gular12. Esto significaba echarse al monte, invadir cam­ pos, pueblos, ciudades, saquear, imponer rescates, arran­ car por la fuerza fondos para vivir... y es fácil compren­ der que, puestos en este camino, un cabecilla omnipotente como Agudo y los lugartenientes del mismo no serían tan precisos en limitarse a lo estrictamente necesario. Resul­ taba más fácil sacar dinero a poblaciones inermes que no en la guerra. ¿A qué regiones tocaría el flagelo? Los ojos de los ita­ lianos estaban fijos en la compañía de las “lanzas libres”, la cual se movió y descendió hacia los confines toscanos, atravesó los Apeninos por la Futa y el Muraglione, y des­ cendió hacia Prato, saqueó las campiñas y las ciudades, se desparramó por el fértil Val di Nievole, apuntando, sin embargo, sobre Florencia. En el entretanto, para colmo de ironía, había llegado al Palacio Vecchio un mensaje de Guillermo de Noellet para advertir que, si Agudo hu­ biese tentado algún golpe de mano, él, el legado, no tenía 11 «... ya que no se pudo por entonces concluir la paz entre la Iglesia y los Visconti, se estableció al menos, por interposición del duque de Austria, la tregua de un año, la cual fue publicada el día 6 de junio...» Según Gregorovius fue incluida el 6 de junio de 1374: cf. Storia della cittá di Roma ttel M. Evo (Roma), X ll,

II 2

’u 'Según Muratori el legado, queriendo tomar Prato, fingió no poder ya mantener las tropas, y las mandó hacia Toseana^ U . 1375. Mas la interpretación de Muratori no se puede sostener, y los eventos posteriores la demuestran infundada. 169

nada que ver, y que se encontraba en la total imposibili­ dad de refrenar al terrible extranjero, puesto que éste no dependía ya de él; acaso con un desembolso de sesenta mil florines se lograría pactar, en otro caso no se podría siquiera intentar liberación alguna... Mensaje claro, no insensato, dictado evidentemente por una voluntad de bien, pero que fue acogido peor que nunca: “Nos quieren reducir al hambre para hacernos esclavos” u. Fue como un santo y seña, un tóxico que de improviso circuló por la sangre...: el furor de los floren­ tinos y las imprecaciones contra Noellet flamearon... y, entre tanto, el 21 de junio, la Compañía de la muerte se presentó a las puertas de Florencia. Los Ocho del Poder encargaron a Spinello Lucalberti y a Simón Peruzzi tratar con el “Halcón del Bosque”, y no hubo medio de obtener condiciones humanas: en com­ paración con el resultado conseguido las cifras de tran­ sacción aconsejadas por el legado parecieron una delicia, porque Agudo pretendió la suma de ciento treinta mil florines de o ro 14. Por algo Florencia tenía la fama de ser la república más rica de Italia... u Macchiavelli escribe tendenciosamente: «Se sentaba en el pon­ tificado el papa Gregorio XI, el cual... gobernaba... Italia por lega­ dos... Uno de éstos, que en aquel tiempo se encontraba en Bolonia, tomada ocasión de la carestía del año anterior en Florencia, pensó en apoderarse de la Toscana; y no solamente no socorrió a los floren­ tinos con víveres, mas para quitarles la esperanza de la futura reco­ lección, en cuanto llegó la primavera, los asaltó con un gran ejército, esperando que, hallándoles desarmados y hambrientos, podría ven­ cerlos fácilmente». Cf. M a c c h ia v e l l i , Storie Fiorentine l.III. Como veremos, este relato está lejos de la verdad, porque no fue el legado quien mandó expresamente el ejército, sino que esto acaeció por circunstancias diversas. Sin embargo, el pánico se adueñó de los áni­ mos, y el gonfalonero o jefe, Luis Aldobrandini, asumió una actitud de defensa enérgica. Véase en A m m ir a t o , Isto rie Fiorentine 1.XIII gonf. 500, la narración de esta funesta excitación de los ánimos. 14 Ammirato (XIII, Gonf. 500) dice que Agudo, después del acuerdo, denunció a los florentinos una trama del legado de Bolonia para ocupar Prato. Los florentinos se exasperaron y tomaron medidas antieclesiales, aumentaron también impuestos y tributos contra los eclesiásticos. Cf. Muratori, quien dice que para los 75.000 florines de oro la suma fue extorsionada a los clérigos florentinos; cf. o.c., año 1375. Cf. Macchiavelli: « ...lo s florentinos, no teniendo otro re­ medio mejor, dieron a sus soldados 130.000 florines, y les hicieron 170

El 28 de jumo Agudo dejó la ciudad y se dirigió hacia Pisa; en este momento los florentinos, si bien se sintieron liberados de la pesadilla, no recobraron la serenidad de espíritu y se dejaron invadir del odio contra el legado y la Santa Sede. El 24 de julio estipularon una a1ian?a con Bernabé Visconti15... ¿contra quién? Estaba dema­ siado fresco el sello puesto a la tregua del 4 de junio para que el Visconti hablase ya de renovar su hostilidad contra la Iglesia, mas la repetida alianza del Lirio con la Ser­ piente no era tranquilizante. Quien siguió el paso de la “Compañía de las lanzas libres” asistió a incendios, saqueos, estupros, matanzas... El 28 de junio Agudo pasó el Arno por Campo Cozzano y por Mezzana, en la proximidad de Pisa, y puso fuego al pueblo de Calci16 y de Montegagno bajo la Verraca; encadenaron a doscientas personas, hombres, mujeres y niños, y robaron mil cabezas de ganado 11. Era urgentísimo deshacerse de tal huésped y Pisa desembolsó treinta mil quinientos florines de oro para rescatarse. En aquellos trece días que Juan Hawkwood pasó en los alrededores de Pisa, Catalina concibió el proyecto audaz de escribirle por dos motivos: 1) intentar conduabandonar la empresa...» Las relaciones entre Florencia y Juan Agudo quedaron bien en líneas generales. Ammirato dice que se asignó a Agudo una provisión anual de 1.200 florines mientras estuviese en Italia», «lo cual obligó a tan valeroso capitán a ser siempre amigo de los florentinos» (l.c.). Para este jefe, muerto en 1394, Paulo Uccello en el 1436 pintaba en Santa María del Fiore el celebérrimo mo­ numento fúnebre. 15 «En el año del Señor 1375, Florencia... se unió con los enemi­ gos de la misma Iglesia, y cooperó grandemente para destruir su po­ tencia temporal»; R419 (Ra, lía., VI, p.330). En Macchiavelli: «... hicieron liga con Micer Bernabé y con todas las ciudades enemi­ gas de la Iglesia...», cf. M a c c h ia v e l l i , l.c.; cf. también Muraton, quien dice que Florencia en esta ocasión se unió a los sieneses, a los pisanos, luqueses y aretinos, como también nosotros veremos en se­ guida, y que hizo levantarse a las ciudades del papa, entre las cuales la primera fue Cittá di Castello; cf. M u r a t o r i , año 1375. . “ De este saqueo de Acuto habla Repetti bajo la palabra «Cala». 17 Las gestas de Acuto están en la Crónica Ptsana, de R an ieri S a r d o , ed Bonaini, p.186 (Arch. Stonco Ital. VI Florencia 1845), C¡t. por JOERGENSEN, O.C., p.317.

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cirle a una vida de respeto a la religión y a la humanidad; 2) atraerle a él, a sus ayudantes y a sus mesnadas hacia la cruzada. Dictó, pues, la carta dirigida no sólo a Agudo, sino también a sus colaboradores; en ella osaba hablar a aque­ llos violentos con una fabulosa libertad de lenguaje, y rogó luego a fray Raimundo que, en compañía de un hermano en religión, se dirigiese al campamento para en­ tregar el mensaje al jefe mismo1S. Este lo recibió y se hizo leer el escrito: “En el nombre de Jesucristo crucificado y de la dulce María. A vosotros, dilectísimos y carísimos hermanos en Cristo Jesús, yo, Catalina, sierva y esclava de los siervos de Jesucristo, os escribo en su preciosa sangre; con el deseo de veros verdadero hijo y caballero de Cristo, con tal que y de un modo semejante deseéis mil veces, si fuese preciso, dar la vida en servicio del dulce y buen Jesús. Lo cual sería expiación de todas nuestras iniquidades, que hemos come­ tido contra nuestro Salvador. ¡Oh carísimo y dulcísimo her­ mano en Cristo Jesús! Ahora sería así una gran acción que os dirigieseis un poco a vos mismo y consideraseis cuántas son las penas y los afanes que habéis soportado estando al servicio y sueldo del demonio. Ahora desea mi alma que cambiéis de modo y que toméis la soldada y la cruz de Cristo crucificado, y todos vuestros secuaces y compañeros; de suerte que seáis una compañía de Cristo, para ir contra los perros infieles que poseen nuestro Santo Lugar, donde la primera dulce Verdad descansó y soportó muerte y trabajo por nosotros. Por consiguiente, yo os ruego dulcemente en Cristo Jesús, puesto que Dios y también nuestor Santo Pa­ dre ha ordenado ir contra los infieles y vos os deleitáis tanto en hacer la guerra y combatir, no guerreéis más contra los cristianos, ya que es ofensa de Dios; sino id contra aquellos. Qué gran crueldad es que nosotros, que somos cristianos, miembros unidos en el cuerpo de la santa Iglesia, nos per­ sigamos el uno al otro. N o debe hacerse así, sino levantarse con solicitud perfecta y quitar de ello todo pensamiento. 1S Raimundo fue acompañado de un borgoñés y de un caballero, ambos a dos vestidos de jesuatos; el borgoñés «había sido un hom­ bre de mala condición y muy activo en tratados», así se dice en una carta de los embajadores sieneses del 27 de junio. «Nos hace pensar —concluye A. L e v a s t i , S. Caterina da Siena, UTET (1947) c.IX p.241— que éste haya sido agregado a nuestro dominico como com­ pañero en la esperanza de concordar alguna cosa concreta con Acuto respecto de Pisa».

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Mucho me maravillo que, habiendo vos prometido, según k qUCrer *f.a “ “ ir Por Cristo en esta santa expedi­ ción, ahora querráis hacer la guerra aquí. Esta no es aquella santa disposición que Dios pide de vos para ir a tan santo y venerable lugar. Me parece que deberíais ahora en este tiempo disponeros para la virtud, hasta que llegue el tiempo para nosotros y para los otros que se dispongan a dar la vida por Cristo: y así demostraríais ser viril y verdadero caballero. Va a vos este mi padre e hijo, el hermano Raimundo, quien os lleva esta, carta. Dadle fe a cuanto os dicc; ya que él es verdadero fiel siervo de Dios y no os aconsejará ni dirá sino aquello que sea para honra de Dios y salud y gloria de vuestra alma. No digo más. Os ruego, carísimo hermano, que traigáis a memoria la brevedad de vuestro tiempo. Permaneced en la santa y dulce dilección de Dios. Jesús dulce, Jesús amor. Catalina, sierva inútil» 19.

ÍL

Históricamente no es claro cuál haya sido el verdadero resultado de esta misiva; mas se dijo que Agudo y otros jefes de la Compañía se comprometieron a dejar eventual­ mente la guerra en Italia y en Europa para transferir su acción de armas a Tierra Santa: “eventualmente”, porque tal compromiso estaba condicionado al hecho de que la cruzada fuese realmente organizada por los potentados. La promesa habría sido escrita y sellada con el sello particu­ lar de Juan. Mas en realidad no sabemos nada cierto, y solamente podemos decir que si este compromiso fue en verdad asumido, debió de ser un confort apto para con­ trabalancear en parte las noticias inquietantes que comen­ zaban ya a llegar respecto de las relaciones entre la Santa Sede y Florencia. En efecto, los florentinos se encarnizaron en la tentati­ va de propagar la hostilidad y la desconfianza contra el papa. Algunos hechos agravaron la tensión de los ánimos en varios lugares, como el siguiente, acaecido en Prato, que citamos a modo de ejemplo-límite. Se descubrió en aquella ciudad una conjuración que intentaba dar el po­ der al papa, y fueron arrojados en prisión un sacerdote, Pedro de Canneto, y un monje. Ammirato, quien aun es"

Carta 140 (Tommaseo).

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forzándose en alcanzar una cierta objéBWIBad se resiente todavía demasiado de su ambiente florentino y de su amor a la patria y de su partido, dice simplemente que fueron ahorcados como cabezas de la conjuración19*, mas las voces que corrieron agrandaron los hechos y los colorea­ ron con tintas horrendas. Del sacerdote se dice que se cum­ plió en él la justicia capital rápidamente y de un modo cruelísimo, esto es, después de haberle sometido a los bo­ cados de las tenazas candentes y haberle arrancado las car­ nes, que luego se dieron a los perros, y así, medio descor­ tezado, fue conducido a un hoyo, siendo enterrado con la cabeza para abajo. Pero tanta ferocidad palidece frente a la que se dice se usó contra el monje diez días después; éste habría sido enterrado vivo, con la cabeza para abajo, hasta las piernas, que luego le cortaron... Una tal celotipia por la libertad, si fue verdadera, no era ya amor civil, sino indicio de exasperación y de odio. “Unios con Florencia —así sonaba la propaganda— para combatir a los extranjeros”, los cuales eran, ya se entien­ de, el pontífice y la corte de Aviñón. Y con tales medios de persuasión los instigadores reunieron ochenta ciudades, pueblos y fortalezas en una liga antipapal. “La primera rebelión que sonó —escribe Ammirato “— fue la de Cittá di Castello, donde habiéndose levantado el pueblo tumul­ tuosamente con el apoyo de los soldados florentinos... y matado a cerca de cincuenta, que allí había como guardias de parte de la Iglesia..., recobró abiertamente su libertad”. Siguieron Viterbo, Perusa, Narni, Spoleto, Urbino... ”*

°

Istorie Fiorentine XIII Gonf. 501. Istorie Fiorentine XIII Gonf. 502. En Perusa la muerte de una

dama, que se arrojó por una ventana para huir de un sobrino del abad de Marmoutiers, fue la chispa de las manifestaciones contra la dominación pontificia. A ésta siguió la insurrección de las otras ciu­ dades. Florencia envió dos veces mensajes a Roma, el 4 de enero y *1 1 de febrero de 1376, haciendo amplia profesión de la grandeza del pueblo romano y exhortándole a ponerse al frente de la insurrec­ ción, mas Roma consideró demasiado vital el retorno del papa, pro­ metido una vez más por Gregorio XI, y se abstuvo de la liga. Cf. G regor., XII, V, 3.

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Si eldolor de Gregorio XI fue inmenso, la angustia del grupo que rodeaba a Catalina fue grande. Raimundo co­ rrió a ella en compañía de fray Pedro de Velletri y la en­ contró profundamente afligida; es más, ella añadió una palabra de suyo más dolorosa que la realidad presente: —No seáis tan fáciles en derramar lágrimas; cosas bas­ tante peores os arrancarán gemidos y lamentos; las cosas de ahora son leche y miel en parangón con ellas... A lo cual Raimundo se estremeció: —Madre, ¿qué cosa peor podremos ver? ¡Sólo falta que nieguen que Jesucristo es Dios! —Ahora el que se porta así es el laicado, mas dentro de no mucho veréis también al clero culpable del mismo de­ lito. Y añadió palabras más claras, prediciendo el gran cisma próximo.. . 21 11 «...un a especie de herejía —dijo Catalina— porque sobreven­ drá una cierta escisión en la Iglesia y en toda la cristiandad...»: R 286 (Ra, Ha., X, p.227). El episodio está también en el pár.285? (Ra, l.c.), donde Raimundo dice que Catalina habitaba «en un hospital recientemente abierto... sobre la plaza que se extiende frente a la iglesia y al convento de mi Orden».

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XVI.

ENTRE PISA Y LUCA

Dentro de Florencia, donde se desenvolvía en realidad la acción directa del movimiento complejo, fueron nom­ brados los “Ocho de guerra”, institución peligrosa cuyo poder duraba cuanto las necesidades bélicas. Estos nuevos magistrados fueron Alejandro de los Bardi, Juan Dini, Juan Magalotti, Andrés Salviati, Tomás Strozzi, Gucio Gucci, Mateo Sóldi y Juan de Nonel. La agitación era tal, que el gibelinismo se despertaba con fuerza, y volvían a hervir viejas “faidas” y antiguas sañas. En consecuencia, la situa­ ción de los ciudadanos cada día se hizo más miserable con tantos males encima: carestía, desunión, rebelión y próxi­ mo entredicho. No obstante la dificultad enorme que una tal rebelión oponía al desarrollo de la Cruzada, las esperanzas de Ca­ talina se mantuvieron vivas desde el principio y existe una carta suya, escrita probablemente en junio o julio a Nico­ lás Soderini \ en la que le renueva la exhortación (y esto valía en Florencia) a fin de que tomara parte en la cru­ zada: “...Anim o, pues, no durmamos más en el lecho de la negligencia, ya que es tiempo de invertir este tesoro en una dulce mercancía; ¿y sabéis cuál? Dar la vida por nuestro Dios, donde se terminan todas nuestras iniquidades. Digo esto por el olor de las flores que comienzan a abrirse, por el santo pasaje por el que ahora el Santo Padre y nuestro Cristo en la tierra ha encomendado que se investigue por querer saber la santa disposición y voluntad de los cristia­ nos, esto es, si querrán dar la vida para adquirir la Tierra Santa; y diciendo que si encuentra las voluntades dispuestas, que dará toda ayuda, y usará su poder con solicitud. Así dice la bula que ha mandado a nuestro provincial y al minis­ tro de los Hermanos Menores y a fray Raimundo; y man1 A m m ir a t o , XIII Gonf. 501. 2 Carta 131 Tomm.

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dólo, ordenando que fuesen apremiados a investigar las bue­ nas voluntades por toda la Toscana y en todo otro territorio; y quiere por escrito, para ver su deseo, y cuántos son, para dar órdenes después y llevar a efecto. Por consiguiente, yo os invito a las bodas de la vida perdurable y que os infla­ méis por el deseo de pagar sangre por sangre; e invitad a cuantos podáis; ya que a las bodas no se quiere ir solo. Y no podéis luego tornar atrás. No os digo más.

Y otra bastante más optimista, dirigida a Guillermo Fle­ te, probablemente en julio mismo, en la cual decía: “... Ahora corramos, pues, hijos y hermanos míos en Cristo Jesús, y extendamos los dulces y amorosos deseos, apremiando y rogando a la bondad divina que pronto nos haga dignos de ello. Y aquí no nos conviene cometer negli­ gencias, sino gran solicitud y vosotros siempre pidiendo y otros. El tiempo parece que se abrevia, encontrando mucha disposición en las creaturas. Y con todo sabed que aquel fray Jacobo que nosotros mandamos al juez de Arbórea con una carta en donde se hablaba de este pasaje, me ha respondido que quiere venir en persona, y suministrar du­ rante diez años dos galeras y mil caballeros y tres mil infan­ tes y seiscientos ballesteros. Sabed también que Génova está toda conmovida, ofreciendo para esto mismo los haberes y las personas. Y sabed que Dios se sirve de estas y de otras cosas para su honor...” 5.

Entre tanto, el 8 de julio la Compañía de Hawkwood levantó las tiendas4 y se dirigió hacia Siena, y el corazón de Catalina, consciente ya de todo lo que una tal presen­ cia significaba, debió de quedar suspendido en la angustia ante aquellos desplazamientos. De Siena, por otra parte, le llegaban noticias no gratas sobre sus mismos discípulos, inquietos por su ausencia demasiado larga. En tales términos, durante julio del 1375 Catalina pro­ bablemente interrumpió su estancia en esta ciudad (Pisa) y retornó a Siena por breve tiempo. Fue durante esta per­ manencia en su patria cuando pudo socorrer a Nicolás de 1 Carta 66 Tomm. , . __ 4 «A las ocho del dicho (día), el domingo por la noche la com­ pañía de Micer Acuto se marchó de aquel lugar cercano a l isa», Crónica Pisana, de R a n ie r i S ardo , ed. Bonaini (Arch. Stor. ItaL, VI, Florencia 1845) p.186. Cf. J oergensen , o.c., p.317ss, quien cita ampliamente la Crónica, y cf. T e m p l e -L eader , cit. por » o.c., VII p.242.

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Toldo, y vivió las horas dramáticas del rescate espiritual del mismo, que ya hemos narrado anticipadamente en el capítulo XIII por la unidad del argumento. A dichas pá­ ginas, pues, remitimos al lector. Mas antes del fin de agosto o también a primeros de septiembre, vemos nuevamente a Catalina en viaje en di­ rección a Pisa con la intención de proseguir hacia Luca. La causa de este nuevo viaje era el agravamiento de la pendencia entre la Santa Sede y la Liga, a la que parecía querer adherirse la ciudad de la Santa Faz, la más giielfa de todas las güelfas. Catalina se dirigiría allá probable­ mente por sugerencia de Gregorio XI con el objeto de per­ suadir a los señores de Luca a desistir de sus malos pro­ yectos \ Volviendo a partir de Pisa para alcanzar Luca, la cua­ drilla recorrió de nuevo el camino que va junto al monte hasta Ripafratta, donde apareció en alto el juego de las torres de guardia que aún hoy se ven apostadas sobre las airosas pendientes de los collados circundantes; formaba parte de aquellas fortificaciones la gran fortaleza cuadra­ da, intacta también en sus estructuras esenciales en nues­ tros días, que pertenecía ya entonces a los Roncioni, feu­ datarios de los montes vecinos, y que amenazaba el valle del Serchio y la ruta a lo largo del río. Yendo en dirección 5 Cf. C a f f a r in i , II, I, 7 (SCaf III p.376s^ y II,I nota B, donde leemos. «La santa virgen, por comisión de Gregorio XI, se sintió obligada... a dirigirse a Luca para mantener constantes a aquellos ciudadanos en el partido del papa, a fin de que no se dejaran lison­ jear por las sugestiones de aquellos... que subvertían los pueblos... con el título especioso de Liga de la Libertad. Los tratos y per­ suasiones de Santa Catalina no resultaron de hecho vanos, puesto que los luqueses... se abstuvieron de hacer acuerdos con aquellos pueblos...». Drane observa justamente que en Raimundo falta toda referencia al viaje de Luca, mientras las descripciones vivas de Caf­ farini nos hacen pensar que él y no Raimundo haya seguido a la Sanpi a Luca. Ciertamente estaba con Catalina Neri de Landoccio, según cuanto escribe él luego después, de un modo no del todo claro: «... aquello que tú me prometiste en Luca». Recordemos, entre paréntesis, que Luca desde hacía pocos años se había liberado de la sujeción a Pisa, habiendo obtenido de Carlos IV el 8 de abril de 1369 un documento que sancionaba su liberación. En 1372 se habían formado los estatutos de la República.

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a la fortaleza los viajeros debieron pararse en la última torre de guardia y pagar el peaje, después continuaron cua­ tro millas más y en Cerasomma entraron en el territorio de la república luquesa6. No obstante las distancias de suyo mínimas, el paisaje cambió, se hizo más verde mientras las casas se adensaban y venían a ser más pintorescas. Entre aldeas y pueblecitos se distinguía ya incipiente la red de canales y fosos mi­ núsculos excavados con intenciones de regadío para drenar las aguas del Serchio, río cuyo dique ya estaba entonces en curso. A medida que la comitiva se acercaba a Luca, se hacían más frecuentes los campanarios románicos, has­ ta que apareció la masa de los tejados de la ciudad, pun­ teada por un conjunto fungoso de torres campanario o de adorno dentro del recinto de las murallas. El segundo re­ cinto, ultimado en 1260, había sido ya desbordado, y acá y allá aparecía en construcción el tercero, el que, ampliado y dotado de soberbios bastiones con el correr de los siglos, fue coronado a primeros del ochocientos con una doble hi­ lera de olmos actualmente gigantes, que aún hoy admira­ mos \ En un primer período Catalina habitó en una casa ve­ cina a la iglesia de San Román, mas después de algún tiem­ po fue huésped del noble Bartolomé Balbani, o Barbani, en una villa fuera de los muros, donde la acogió con gran alegría la dueña de la casa, Monna Mellina Balbani, ro­ deada de un grupo de señoras piadosas deseosas de cono­ cer a la visitante8. Y ciertamente que la Santa debió de respirar a pulmones llenos la piedad extendida que domi* Aún hoy subsiste en Cerasomma una graciosa villa adornada de un pórtico, de propiedad privada actualmente, indicando cuál era la «aduana» entre Luca y Pisa en tiempos aún más recientes. 7 Fueron en gran parte plantados por orden de la duquesa regen­ te de Pisa, María Luisa de Borbón, d e sp u é s de la toma de posesión del trono de Luca por ella y su hijo Carlos Ludoyico en 1814-15. * La casa estaba en Vía S. Romano, preparada por P. Gilberto de Narni. La acogida de Catalina fue calurosísima en «Cuando pasaba por las calles... se agolpaban las gentes de a u lquier condición, edad y sexo deseosas al menos de ver Supl., VI, 7 (S¿af VII p.413). 179

naba en Luca. Si en Siena las admirables corrientes ascé­ ticas y místicas alternaban con otras de entonación neta­ mente opuesta, esto es, pródigas y alegres, en Luca la at­ mósfera religiosa parecía más uniforme y compacta. Por lo demás, tal se ha conservado hasta hoy, de tal suerte que aún sigue siendo válido el dicho popular “Lucchesía... di Roma la sacristía” (cualidad de Luca, la sacristía de Roma), intentando significar que los luqueses se adhieren fiel y sólidamente a las enseñanzas de la Iglesia Romana. Así era ya entonces, y las iglesias surgían a cada paso. Catalina ciertamente visitó la Santa Faz, colocada enton­ ces de un modo diverso de como la vemos hoy. Actual­ mente, en efecto, aparece dentro de una capilla-cofre cons­ truida por Mateo Civitali dentro de la catedral para dar mayor relieve al crucifijo grandioso; sin embargo, la es­ cultura de madera no ha sido nunca tocada y en aquel tiempo era la misma de hoy. Una figura arcaica en torno al año 1000, de tamaño natural, suspendida sobre un peque­ ño altar y rodeada de leyendas fervorosísimas que se la atribuyen a Nicodemo; el artista, incapaz de concluir la Santa Faz, se habría adormecido cansado y desanimado, mas durante su sueño un ángel habría esculpido y colorea­ do el rostro del Señor lleno de majestad. La persona está vestida de una túnica recta, policromada con colores dete­ riorados por los siglos, que baja rígida, sin pliegues; la faz, coronada de espinas, está inclinada a la derecha, los bra­ zos extendidos. Los días de fiesta a la túnica de lino se sobreponía otro vestido de líneas igualmente austeras, de brocado oscuro y de oro, que resalta admirablemente sobre un trasfondo de terciopelo rojo carmesí y forma un retablo sobre la pa­ red donde está suspendido el crucifijo; la impresión cro­ mática está a tono con una severa opulencia que hace pen­ sar en el Oriente, mas tiene la fuerza del contraste de colo­ res propia de nuestro arte más vetusto y robusto. Lo que cuenta es el rostro divino reclinado en la agonía: ninguna contracción de dolor equivaldrá a la pureza arcaica de esta 180

efigie del Pantocrátor, que se deja humillar por amor in­ finito hacia nosotros. El concepto que ha guiado esta sin­ gularísima representación del Redentor es superior a cual­ quiera meditación intelectual. Salida de la fe apasionada de toda una estirpe, insiste en la antinomia del Rey inmor­ tal condenado a muerte; y todos aquellos que han traba­ jado aquí, el gran escultor desconocido y los decoradores sucesivos de vestidos y de oros, y los arquitectos y los maestros de los adornos sagrados, han perseguido el mismo intento religioso, logrando con todos los medios artísticos de que disponían describir la majestad suprema de Cristo y mostrarla luego humillada y agonizante por amor. Esta sagrada imagen era entonces, como aún hoy, un motivo animador de devoción para el pueblo de Luca, y el 14 de septiembre se continúan ante ella los ritos solem­ nes. Catalina llegó a Luca justamente por aquellos días, y entre sus primeras visitas debió ciertamente de tener lugar la visita a la Santa Faz \ Aunque no nos es dado conocer muchos detalles de su período luqués, sin embargo, sabe­ mos cuál fue la orientación esencial de su actividad. Mien­ tras las cosas en Italia se agravaban, ella trataba de influir en los responsables de la política luquesa, a fin de que se abstuviesen de la alianza con los rebeldes patrocinada por Florencia “. La argumentación usada por ella la encontramos en la carta que escribió a los Ancianos de Luca después de ha­ ber dejado la ciudad como para remachar su propio punto de vista con mayor fuerza; de enero a febrero de 1376 escribió desde Siena de este modo: 9 La Santa habla de ella como de la «Santa Cruz» en la carta & Melina Balbani, de comienzos de 1376 (LVIII Dupré-Thes.), 164 Tomín 10 Subraya Caffarini que, no obstante que Gregorio XI hubiese hecho saber a los luqueses en el primer año de su pontificado que él no intentaba obstaculizar la libertad de las ciudades toscan¡a , «en el ánimo de aquellos señores causó más fuerte opresión Ja v“ y el trato de Catalina»; cf. Supl., II, I, nota B (no está en la edición española). ^ . “ La carta 168 Tomm. (LUI Dupré-Thes.). 181

"... Este dulce Jesús, el cual se hizo para nosotros cami­ no, maestro y guía nuestro, no miró jamás a otra cosa sino a la honra del Padre y a nuestra salud; y tomó por Esposa a la santa madre Iglesia. Allí puso el fruto y el calor de su sangre, como para medicina de nuestras enfermedades. Eso son los sacramentos de la Iglesia, que han recibido vida en la sangre del Hijo de Dios, la cual fue derramada con tanto fuego de amor. Y pensad que El ha afirmado tanto en el fuego de su caridad a esta Esposa y a todos aquellos que están apoyados en ella y se hacen hijos suyos legítimos, que eligen antes cien mil veces la muerte, antes que ser apartados de ella, que no habrá demonio ni creatura que le pueda impedir que sea eternamente 12, que no sea perdurable esta venerable y dulcísima Esposa. Y si vosotros me dijeseis: ’Parece que ella se viene a me­ nos, y no parece que se pueda ayudar, como tampoco a sus hijos’, os digo que no es así, aunque parece bien ése el as­ pecto de fuera. Oh, mira adentro, y encontrarás aquella for­ taleza, de la cual está privado su enemigo. Vosotros sabéis bien que Dios es el que es fuerte 13 y toda fortaleza y virtud procede de El. Esta fortaleza no es quita­ da a la Esposa, ni (ocurre) que no tenga este auxilio fuerte y firme. Mas sus enemigos, que obran contra ella, han per­ dido esta fortaleza y auxilio; ya que, como miembros po­ dridos han sido cortados de su cuerpo; de donde en seguida que el miembro es cortado, se ha debilitado. Necio, pues, y loco es aquel que es un pequeño miembro y quiere actuar contra la gran cabeza. Y si dijeseis: ’¡Yo no sé! Yo veo, con todo, que (esos) miembros prosperan y van adelante, espera un poco, que no debe marchar (la cosa) ni puede marchar así. Ya que dice el Espíritu Santo en la Escritura sagrada: En vano se cansa el que guarda la ciudad para que no venga a menos, si D ios no la g u a rd a 14. Por consi­ guiente, no puede durar que ella no venga a menos, y no sea destruida el alma y el cuerpo; ya que están privados de la gracia de Dios, que la guarda, porque han obrado contra su Esposa, donde mora Dios, que es fortaleza suma. No nos engañe, pues, ningún temor servil; ya que el temor ser­ vil fue aquel que tuvo Pilato, el cual por miedo de perder el poder mató a Cristo; y por su ignorancia perdió el estado del alma y del cuerpo. Mas si hubiera tenido delante el temor de Dios, no hubiera caído en tanto mal. Por lo tanto, yo os ruego por el amor de Cristo crucifi­ cado, hermanos carísimos e hijos de la santa Iglesia, que siempre estéis firmes y perseverantes en aquello que habéis comenzado. Y no os mueva ni demonio, ni creatura, que son peor que el demonio. Los cuales directamente han to­ mado el oficio de ellos; que no les basta el mal propio, mas 12 Cf. Mt 16,18. 13 1 Re 2,2. 14 Sal 126,2.

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van invitando y alejando a aquellos que quieren ser y han sido hijos. No os mováis por temor ninguno de perder la paz y vuestro estado, ni por amenazas que estos demonios os pudiesen hacer; ya que no os conviene. Mas confortaos con un dulce y santo agradecimiento, que Dios os ha hecho gracia y misericordia; ya que no habéis sido desatados de la Cabeza y de Aquel que es fuerte, y no habéis sido ligados al miembro débil y podrido cortado de su fortaleza. Mirad, mirad que no hagáis esta liga. Primero elegid toda pena; y vaya siempre por delante el temor de la ofensa de Dios so­ bre toda pena, y no os será necesario temer después. Mas yo gozo y exulto en mí por la buena fortaleza que hasta aquí habéis tenido, de haber sido fuertes y perseve­ rantes y obedientes a la santa Iglesia. Ahora, oyendo lo con­ trario, me contristé fuertemente, y, con todo, vine de parte de Cristo crucificado para deciros que eso no lo debéis hacer por cosa ninguna que sea. Y sabed que si hacéis esto para conservaros y tener paz, caeríais en la mayor guerra y ruina que pudiera tener jamás el alma y el cuerpo. Pues no caigáis en tanta ignorancia, sino sed hijos verdaderos y per­ severantes. Vosotros lo sabéis bien: si el padre tiene muchos hijos y sólo uno le permanece fiel, a ése le dará la herencia. Digo esto que si sólo os quedaseis vosotros 15, estad firmes en este campo y no queráis volver atrás la cabeza: que, por la gracia de D ios, aún ha quedado otro. Estos son los pisanos, vuestros vecinos, que en tanto queráis ser firmes y perseve­ rantes, nunca os faltarán, mas siempre os ayudarán y os defenderán de quien quisiere injuriaros, hasta la muerte. ¡Ay de mí, dulcísimos hermanos!, ¿quién será aquel demonio que pueda impedir a estos dos miembros, que con el lazo de la caridad están ligados para no ofender a Dios, apoya­ dos y unidos en su cuerpo? Ninguno. Habernos, pues, de buscar la luz, de la cual yo ruego a la suma y eterna Bondad que os llene y vista vuestra alma. Ya que si ésta estuviese en vosotros, no temo que hagáis lo contrario de aquello que yo os ruego y digo de parte de Cristo, esto es, de hacer otra cosa en el futuro que lo que habéis hecho en el tiempo pasado. No digo más. Permaneced en la santa y dulce dilección de Dios, Jesús dulce, Jesús amor” 16.

Durante la estancia en Luca florecieron varias amista­ des en tomo a Catalina, especialmente de parte de un gru­ po de señoras, probablemente Mantelatas, que frecuenta­ ban, como hemos dicho, la casa de Monna Mellina Balbani: se llam aban Monna Colomba, Monna Lipa, Monna 13 ¡Aunque quedaseis solo! M Carta 168 Tomm.

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Bartolomea ”, esposa de un cierto micer Salvático; Monna Francisquita ", Monna Catalina. Son interesantes las bue­ nas relaciones que Catalina hilvanó con Juan Trenta y con Monna Juana su mujer, en cuanto nos traen a la memoria una de las familias nobles más antiguas y características de Luca, los Trenta, inscritos en el patriciado desde el Medievo, quienes se mantuvieron durante siglos en una condición social perfectamente decorosa, mas desdeñosa de las grandezas. Su palacio en vía Fillungo guarda las ca­ racterísticas de la casa noble, en su estructura del tres­ cientos, sin elevarse al fasto arquitectónico de las otras mansiones aristocráticas de Luca, como las de los Mansi, Orsetti, Mazarosa, Bernardini, Minutoli... transformadas y ampliadas durante los siglos sucesivos. A la familia Tren­ ta pertenece también aquella muchacha de la segunda mi­ tad del setecientos, que vino a ser célebre porque se ena­ moró de ella Federico, rey de Dinamarca; mas, siendo im­ posible el matrimonio por razones dinásticas, la joven se encerró en un convento y vivió piadosamente en Luca. A los cónyuges Trenta escribió Catalina una carta no fácil de datarse, dirigiéndoles un reclamo dulce y vigoroso hacia un austero desprendimiento de las delicias terrenas; y nos parecería un antojo subrayar la relación entre esta carta y el porte moderado que esta familia mantuvo des­ pués hasta nuestro tiempo “Coa deseo he deseado” — escribe Catalina— , hijo mío, veros a vos y a vuestra familia, y especialmente a tu esposa, en tanta unión y atadura en la virtud y de tal manera que ni demonio ni creatura lo pueda romper ni separar de vos­ otros. ¡Oh hija e hijo carísimo!, no os parezca dificultoso ni duro hacer una cosa pequeña por Cristo crucificado. ¡Oh cuán gran ignorancia y miseria y frialdad de corazón sería ver a la suma y eterna grandeza, Cristo, descendiendo a tanta bajeza, cuanta es nuestra humanidad, y no humi17 Catalina le escribirá, a principios de 1376, la carta LIX DupréThes., 165 Tomm A ella y a Monna Catalina se dirige la carta 162 Tommaseo, mientras a Francisquina sola, la 163. ** Existen aún descendientes de la familia. * Le 22,15. 184

liarse! ¿O no veis vosotros a Cristo pobre, humillado en un pesebre en medio de dos animales rechazar toda pompa y gloria humana? De donde dice San Bernardo, comentando la profunda humildad y pobreza de Cristo, y para confun­ dir nuestra soberbia: 'Avergüénzate, hombre soberbio, que buscas honores y delicias y pompas del mundo. ¡Tú creías acaso que tu rey, manso cordero, tuviese grandes habita­ ciones y gente honorable! No lo quiso así la primera dulce Verdad; antes bien, eligió en su natividad para nuestro ejemplo y regla una pobreza tan extrema, que no tuvo pa­ ñales convenientes para sí, donde pudiese ser envuelto; mien­ tras que, siendo tiempo de frío, el animal respiraba sobre el cuerpo del niño. Y a lo último de su vida tuvo tanta necesidad, y el lecho de la cruz tan extremo, que se lamen­ ta que los pájaros tienen nido y las zorras cueva, y el Hijo de la Virgen no tiene donde repose su cabeza’ 21. ¡Oh míse­ ros miserables nosotros! ¿Se mantendrán vuestros corazo­ nes, dulce hermano y hermana, de modo que no se mue­ van y sufran y rompan toda ilusión de demonios y todo di­ cho de creatura? Virilmente, pues, entregaos con paz perfecta y unión a seguir las huellas de nuestro Salvador; el cual nos dirá aque­ llas dulces palabras: ’Venid, hijos míos, que por mi dulcísi­ mo amor habéis dejado los apetitos desordenados de la tie­ rra. Yo os llenaré y os daré los bienes del cielo, y os daré ciento por uno; y poseeréis la vida eterna’ Pues ¿cuándo os da ciento por uno la primera dulce Verdad? Cuando El infunde y da su ardentísima caridad al alma. Esto es aquel dulce ciento sin el cual no podremos tener vida eterna; y con él no se nos puede quitar la vida perdurable. Por consi­ guiente, yo os ruego dulcemente que crezcáis y no disminu­ yáis 23 en el santo propósito y buen deseo que Dios os h,i dado. Así desea mi alma que hagáis. No digo más. Dios os dé su dul­ ce eterna bendición. Yo, sierva inútil, me encomiendo a todos. Y yo Juana Pazza y todas las otras, rogamos que^ todas nos­ otras muramos abrasadas de amor. Jesús dulce, Jesús amor”

Las cartas escritas a luqueses conocidos cada una tiene un valor propio de enseñanza, según las diversas fisono­ mías íntimas, y puesto que descuellan por su diversidad las unas de las otras, se llega a la conclusión de que en Luca la Santa ha tenido la ocasión de conocer varios “caracte­ res” espirituales. De Luca volvió a Pisa, pensando permanecer allí poco tiempo; en cambio, se entretuvo allí hasta finalizar el año. 23 La Santa usa aquí una' voz anticuada, que significa disminuir. 24 Es la escribiente, Juana de Pazzi.

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En efecto, se encontró comprometida nuevamente en la vertiginosa espiral política, de la cual estaban cansadas las almas en aquellos días. En octubre o noviembre llegó a Pisa Donato Barbadori, uno de los principales activistas de la república Florentina, con el fin de convencer a Pedro Gambacorti de entrar en la Liga antipapal. No conocemos los detalles de los coloquios que se desarrollaron en el pa­ lacio de micer Pedro, mas es cierto que, no obstante la presión ejercida sobre él, por el momento no se adhirió a los requerimientos de Florencia “. Sólo con el correr de los meses y después que Catalina hubo dejado la ciudad, el señor de Pisa entró a formar parte de la Liga contra la Iglesia el 12 de marzo de 1376, seguido en esto de aque­ llos Ancianos de Luca a los cuales Catalina había escrito en enero de 1376, como hemos visto “. Se ha subrayado el carácter terrenamente diplomático hasta el exceso asumido por los Señores de Luca, quienes, mientras se mostraban deferentes para con el pontífice, no estaban resueltos a rechazar eventuales relaciones con Flo­ rencia el mismo papa se apesadumbró cuando tuvo clara visión del juego. Por lo demás, reconozcamos en tales mez­ quindades una especie de triste destino de nuestras repú­ blicas menores, tan celosas de la libertad en el interior y de la independencia exterior, pero demasiado débiles en realidad para mantener intacta la segunda. Al contrario, obligadas a vivir un poco al estilo de Don Abundio como aquella vasija de terracota, a fuerza de la exasperada pa­ sión libertaria, terminaban por ser pesadillas de muchos en lugar de uno solo “. 25 Carta 152 Tomm. “ La carta 168, ya citada. 27 Las relaciones entre Pisa y Florencia fueron amistosas desde que subió al poder Pedro Gambacorti, y las confirmó la cons­ trucción de la carretera que todavía une las dos ciudades. 21 «Mas como fácilmente se cambia el pensamiento cuando lison­ jea el interés en otro sentido, así no pasó mucho en que dieron que sospechar de su constancia, si bien no se hubiesen declarado aún abiertamente a favor de la Liga inicua»: Supl., II, 1 nota B. Fue entonors cuando, según Caffarini, Catalina escribió a los An­ cianos. 186

XVII.

CARTAS

En aquel período, esto es, a fines de 1375 o a primeros de 1376, Catalina escribió a Gregorio XI una carta impor­ tante1, sea porque define claramente el propio punto de vista, sea porque contiene referencias históricas precisas respecto de los eventos del momento. La doctrina que la Santa expone es la síntesis de meditaciones complejas, que brotan de las necesidades intrínsecas de la sociedad cris­ tiana cual se presentaba entonces. Estamos aquí sólo al principio de la serie de mensajes caterinianos al papa, mas ya aparecen sorprendentemente la claridad del juicio y la captación segura con que la Santa denuncia las llagas de su tiempo, aun aquellas más delica­ das por pertenecer a personajes curiales o de gran relieve... "... Oh dulce y buen Jesús. Avergüéncense los pontífices y los pastores y toda creatura de la ignorancia y soberbia y nuestros placeres, al considerar tanta largueza y bondad y amor inefable de nuestro Creador. El cual en nuestra hu­ manidad se nos ha mostrado árbol lleno de dulces y suaves frutos, para que nosotros, árboles salvajes, pudiésemos in­ jertarnos en El. Pues éste fue el modo que tuvo el enamo­ rado Gregorio y los otros buenos pastores; esto es, cono­ ciendo ellos no ser sin ninguna virtud, consideraron el Verbo, nuestro árbol, e hicieron un injerto en El, ligados y venci­ dos con el lazo del amor. Ya que de aquello que el ojo ve, de aquello se alegra, cuando es cosa bella y buena. Por con­ siguiente, vieron, y viendo se ligaron así y de tal modo que no se veían a sí mismos, sino que veían y gustaban todas las cosas en Dios. Y no había ni viento, ni granizo, ni de­ monios, ni creaturas que pudiesen quitarles que dieran fru­ tos domésticos; ya que estaban injertados en la médula de nuestro árbol Jesús. Y los frutos, pues, los producían ellos * Esta carta es la primera de las escritas al papa entre las con­ servadas, pero había sido precedida de otra en el período que vino a Siena el obispo de Jaén. La carta es la LIV Dupre-lnes., 168 Tomm. 187

y por la médula de la dulce caridad, en la cual estaban uni­ dos. Y no hay otro modo... ... Id adelante y cumplid con verdadera y santa solicitud aquello que con propósito santo habéis comenzado; esto es, lo de vuestra venida y lo del santo y dulce pasaje. Y no tardéis más, ya que por tardar han acaecido muchos incon­ venientes; y el demonio se ha levantado y se levanta para impedir que esto se haga, porque se percata de su daño. ¡Arriba, pues, Padre! y no más negligencia. Enderezad el estandarte de la santísima cruz, ya que con el olor de la cruz adquiriréis la paz. Os ruego que a aquellos que os son rebeldes, vos les invitéis a una santa paz, de manera que toda la guerra caiga sobre los infieles. Espero por la bondad infinita de Dios que pronto mandará su auxilio. Confortaos, confortaos y venid, venid a consolar a los pobres, a los sier­ vos de Dios e hijos vuestros. Os esperamos con afectuoso y amoroso deseo. Perdonadme, Padre, que os haya dicho tan­ tas palabras. Sabéis que por la abundancia del corazón ha­ bla la lengua...”

Como hemos dicho, esta carta no sólo contiene la doc­ trina de Catalina respecto de la figura del “dulce Cristo en la tierra”, mas en ella figuran las referencias concretas a las vicisitudes del momento: “He estado en Pisa y en Luca, invitándoles hasta aquí cuanto puedo que no hagan liga con miembros podridos que son rebeldes a vos...”, y al mismo tiempo explica cómo los dos pequeños Estados toscanos viven con gran preocupación y sienten la necesi­ dad de una palabra de aliento del padre común 2: “Os rue­ go que escribáis también estrechamente a micer Pedro (Gambacorti); y hacedlo solíticamente y no tardéis”. Con el nombramiento cardenalicio llevado a cabo por Gregorio XI el 20 de diciembre de 1375 habían sido crea­ dos nueve purpurados, de los cuales siete eran franceses, uno español y uno italiano. De los franceses tres eran pa­ rientes del pontífice y el español era el célebre Pedro de Luna, quien vino a ser luego antipapa con el nombre de Benedicto X III3. En la carta ya citada, Catalina comenta el nombramiento del modo siguiente: 2 Dado el poder notable adquirido en Toscana por la Florencia rebelde. Sobre este argumento véase la consideración de L evasti en S. Caterina de Siena, UTET (1947) VII p.263-264.

J Pedro de Luna, nacido en Aragón, fue conocido comúnmente como el cardenal de Aragón, mas su verdadero título, que tuvo en

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Aquí he oído que habéis hecho Cardenales. Creo que sena honra de Dios, y mejor de nosotros, que cuidaseis siem­ pre de hacer a hombres virtuosos. Si se hiciere al contrario será gran vituperio de Dios y daño de la santa Iglesia. No nos maravillemos despues si Dios nos manda las disciplinas y sus flagelos; ya que es justa cosa. Os ruego que hagáis virilmente lo que tenéis que hacer, y con temor de Dios”.

Y añade respecto del proyectado nombramiento de car­ denal del Maestro general de la Orden Dominicana: “He oído que vos vais a promover a otro beneficio al maestro de nuestra Orden. De donde yo os ruego por amor de Cristo crucificado que, si ello es así, que procuréis darnos un vicario bueno y virtuoso; ya que la Orden tiene necesi­ dad de él, ya que ella está demasiado selvática. Podréis ha­ blar de ello con micer Nicolás de Osimo y con el arzobispo de Trento; y yo les escribiré sobre ello”.

Proseguirá bien pronto la secuencia de las grandes car­ tas al papa, acaso las más importantes que haya escrito nunca una mujer \ En ellas hierve una temática augusta y perentoria: el pontífice es invitado a una serie de cometi­ dos cuya gravísima dificultad no ignora la Santa; con todo, inmersa como está en lo sobrenatural, en vez de asustarse ante “faidas”, rebeliones, odios, peligros, exige al Vicario de Cristo una entrega heroica y una confianza soberana en la ayuda divina. “Aunque debiese de costar millares de veces la vida”, que el “dulce Cristo en la tierra” cumpla su deber, el que le indica la Santa, sobre todo de tres modos: reformar la Iglesia, cortando los miembros podridos; vol­ ver la Santa Sede a Roma; pacificar la cristiandad, con­ juntando energía y entusiasmos hacia la liberación de Jerusalén5. Programa arduo y, sin embargo, estrictamente necesario, al cual se oponen casi todos los protagonistas de un siglo 1375, era el de cardenal diácono de Santa María in Cosmedín. En 1378 estuvo entre los electores de Urbano VI, a quien lue8° flban' donó. A él le escribió Catalina las cartas 284 y 293 Tommaseo. 4 Las cartas a Gregorio XI son catorce, de las cuales buena parte fueron escritas en el 1376. __ 5 Cf Carta a Gregorio XI de marzo a abril de 1376, -06 Tomm., LXIII Dupré-Thes. 189

rapaz, ambicioso y cruel: han perdido la conciencia de lo divino, son náufragos en el cieno. Contra ellos y por ellos, empujada por un amor que no conoce límites, la Santa invocará la clemencia y amenazará con castigos: es típico de ella este doble grito. Y no se trata solamente de un grito sobrenatural, sino también de un método práctico. La correspondencia entre el auspicio religioso y la técnica hu­ mana es perfecta, en cuanto esta última está penetrada en­ teramente de aquél. Así vemos cómo Catalina pide a Dios misericordia y predice centellas si no se convierten; y a un tiempo pide del mismo Vicario de Cristo paz, perdón, mag­ nanimidad y casi le impone todo esto con sus “voglio” (quiero) dulcísimos e imperiosos; y al mismo tiempo man­ da a los rebeldes que se humillen como deben, que reco­ nozcan su propia culpa, ya que llevan su peso. Son miem­ bros podridos, y urge que se curen a sí mismos, ya que ellos solos, con la ayuda de Dios, pueden hacerlo. La doble exhortación embiste los dos campos contra­ rios con igual ímpetu, y ambos contendientes deben sentir que, detrás de sus complots y de sus contiendas, está el alma de Catalina, que sangra, y todo un mar de lágrimas de parte de almas y almas... y, sobre todo, que en lo alto, por encima del tumulto humano y con todo en lo denso de la reyerta, pisoteado por el paso de los combatientes, dilacerado por sus espadas, atormentado por sus blasfe­ mias, está Cristo crucificado, Señor y Redentor del mun­ do, Cristo dulce, Cristo amor. Comprendan, sientan todo esto los señores de la guerra, que se den cuenta de la verdad: sobre este primero y fundamental acto de “cono­ cimiento” de sí y de la realidad se podrá construir el segundo cuadro (esto es, el arrepentimiento) cuya imagen central será la blanca figura de la paz. “Paz, paz, paz...”, grita Catalina al papa, y repite “ ¡paz, hijos y hermanos en Cristo!”, a los indomables litigantes de Florencia y de la Liga. Esta paz no es una utopía. La Santa, como hemos dicho, considera sin ambages las dificultades que se contraponen 190

a ella, y lejos de querer engañar a los contendientes se preocupa aún de poner delante de ellos en plena luz’los obstáculos que encontrarán; mas “para esto está el reme­ dio”, se apresura a decir. Y es un refugio totalmente su­ perior que se traduce, naturalmente, también en términos humanos. Catalina no predice escuadrones de ángeles, que se interpondrán entre los ejércitos, mas garantiza el auxi­ lio omnipotente. Y mientras por un lado desarrolla tam­ bién una dialéctica política, señalando medios realistas a fin de que cada uno pueda defenderse de amenazas y ve­ jámenes, por otro lado indefectiblemente y de continuo lleva todo el asunto al plano verdadero, esto es, al nivel sobrenatural; en este clima incandescente los escollos se hacen migas, las barreras se abren de par en par, los pode­ rosos terribles del mundo se convierten en cañamones de urraca o de gorrioncitos: ¿de qué temer en Cristo? Sólo del dolor que podemos causarle a El. Estas cartas son corrientes de lava y son, al mismo tiempo, documentos de una realidad que compromete cielo y tierra; de suerte que el estilo, el sorprendente estilo cate­ riniano, brota como de sí, por una necesidad interior, por “unicidad”; así puede y debe de expresarse la Santa y no de otra manera, por la dinámica misma de su actividad es­ piritual y apostólica. Ella basa toda su acción sobre un movimiento y sobre un medio. Impele a lo divino la rea­ lidad contingente; sumerge, con una irresistible fuerza de amor, hombres y circunstancias dentro de la zona sobre­ natural, la sola verdadera y resolutoria; en aquel nivel las almas y los enredos terrestres se encuentran en un cli­ ma “de fuego”, en el cual las rocas se transforman en cristales y los enemigos en hermanos. Justamente por esto y a este mundo se dirige la típica expresión cateriniana. En ella el barro terrestre, quemando, viene a ser imagen y sirve como símbolo de contraste y de transformación. La expresión vendrá a ser de suyo antinomia entre glo­ ria y realidad, entre gozo y náusea; la antítesis alegórica 191

indicará los valores más altos de una robusta e incon­ fundible poesía. Estos gritos de Catalina, estos lamentos suyos, éstas sus ironías, y sus invocaciones y sus arranques, son suyos, únicamente suyos: los reconocerías entre mil con seguridad inmediata. En tal sentido la poesía de Ca­ talina encuentra su lugar al lado de la de los más grandes. Hay además dos elementos que califican las páginas caterinianas en una medida singularísima. El primero es que ella es mujer, y rica de una ilimitada maternidad; es natural para ella llamar “hijos” o hijas” a personas de bastante más edad y terrenamente más autorizadas que ella, así como es natural para ella asumir sobre sí las aflic­ ciones de los particulares y de los pueblos y, desde luego, las culpas de las figuras preocupantes, siniestras. Frente a estos seres deformes no se intimida ni arredra; por el con­ trario, el “hambre del alimento de las almas” la impele a morder en el desmesurado pecado humano para consumir­ lo con el fuego que en ella flamea e impera4. Tal es su maternidad que la apremia a tratar a todos como una ma­ dre trataría a sus propios hijos y le arranca sus “voglio” (quiero) tan paradójicos e irresistibles. La misma materni­ dad enriquece de vibraciones y matices infinitos la palabra de esta soberana sierva de las almas, la cual es “hombre” y llama a la virilidad a hombres y mujeres y hace de la amonestación el quicio de su ascesis personal y de su ac­ ción en favor de los otros; y al mismo tiempo es madre, hermana, hija y, como esposa de Cristo, invita a las al­ mas a los desposorios místicos, logrando encontrar expre­ siones cual sólo una mujer puede encontrar. Ningún hom­ bre habría dicho a Nicolás de Toldo, desesperado por mo­ rir: “ ¡He aquí la hora de las bodas!”, y solamente una * «... en lugar de los pecadores tomaba sobre sí generosamente y con alegría las penitencias debidas a ellos por los pecados, para que pudiesen más fácilmente volverse a Dios...» (Proc., p.46 pár. 5-10). Y también: «Ardía de tanta caridad hacia Dios y el prójimo, que deseaba soportar las penas de todos a causa de Cristo... Tanto era el ardor de su alma, que parecía un fuego externo a ella misma, fuego que refrescaba más bien que quemar, frío más bien que encendido...» (Proc., p.99 pár.25-30). 192

madre podría gritar por los sufrimientos que le infligen sus hijos: “Muero y no puedo morir”. Mujer delicadísi­ ma este gigante de la voluntad; hija y hermana dulcísima este amonestador rudo de pontífices y de reyes; los re­ proches y las amenazas que ella se atreve a fulminar están transidos de afecto inexhaustivo. Hay además otro elemento: si es verdad, como hemos dicho, que Catalina escritora tiene su lugar al lado de los más grandes, es también verdad que un elemento diferen­ cia su obra de la de muchos otros. Lo que ella escribe es vida real, savia y pulpa de vida, amor y sufrimiento vi­ vidos por ella por razón del prójimo y con el prójimo; lo que en otros grandes poetas es sentimiento e imagina­ ción, en ella es acción de salvación. Si la potencia de la poesía cateriniana la coloca a ésta en el ámbito de la más alta poesía humana, la característica vital y, por así decir, experimental que ella revela, la destina a un empíreo reservado a los poetas de la vida, con los cuales los poetas de la palabra, por muy eximios que sean, tienen bien poco en común. “El genio de Catalina —escribe el P. D’Urso7— con­ siste en saber ver los horizontes de extensión inmensa, que están delante de todos, mas que no todos contemplan; en concebir su acción en términos mundiales, en forjarse una expresión, un estilo que llega hasta las profundidades que pocos saben explorar. No era, pues, sólo don de ins­ piración divina. Los genios como Catalina tienen en sí cierta cosa que les hace responder a los estímulos, natura­ les o sobrenaturales, de una manera que supera los lími­ tes del tiempo y del ambiente, que intuye lo que el ojo común no ve, que fija al espíritu propio metas ordinaria­ mente desconocidas y no buscadas”. 7 G. D ’U rso, II genio d i Santa Caterina (Roma 1971) p.65.

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XVIII.

LA GUERRA

La guerra, por desgracia, estaba ya en todo su apogeo. El 10 de enero, Perusa cayó en mano de la Liga; en com­ pensación, el 6 de enero Gregorio dirigió un mensaje anun­ ciando su retomo a Roma: habría de retomar a la Ciudad (eterna) “y habría de aliviar a los súbditos de tantos gra­ vámenes y estrecheces”. Disposiciones pacíficas que no impidieron un acto de energía de allí a poco, esto es, en febrero, cuando el pon­ tífice intimó a Florencia mandarle a Aviñón a los respon­ sables de la política seguida hasta entonces, entre los cua­ les se contaba también Nicolás Soderini. Ante esta llamada dramática, Catalina, intercediendo, es­ cribió una carta*, en la cual recuerda largamente cómo la creatura se rebeló contra el Creador, y Dios escogió una respuesta inspirada en misericordia antes que en el rigor del castigo. Del comportamiento de Dios deduce la línea de conducta que pide del papa, aun reconociendo la sin­ razón de los rebeldes y afirmando que a ellos mismos, “a todos y en común parece haber hecho mal”. “...O s recuerdo a vos, Padre y pastor nuestro, rogándoos de parte de Cristo crucificado que aprendáis de El, el cual con tanto fuego de amor se entregó a la ignominiosa muerte de la santísima cruz para sacar la oveja descarriada del género humano de las manos de los demonios; ya que por la rebelión que el hombre hizo contra Dios, la poseían como posesión propia. Vino, pues, la infinita bondad de Dios, y vio el mal y la condenación y la ruina de esta oveja; y vio que con ira y con guerra no la podía sacar de allí. De donde, no obstante que estaba ofendido de ella (ya que, por la rebelión que realizó el hombre, desobedeciendo a Dios, merecía pena in-

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finita) la suma y eterna sabiduría no quiso obrar así; mas encuentra un modo agradable y más dulce y amoroso que se pueda encontrar ya que vio que por ningún modo se atrae tanto el amor del hombre cuanto por el amor; ya que él ha sido hecho por amor... 4 ... ¡Oh dulce y amoroso Verbo, que con el amor has encontrado la oveja, y con el amor le has dado la vida y la has vuelto al redil, esto es, devolviéndole la gracia que ha­ bía perdido! ^¡Oh santísimo y dulce Padre mío!, yo no veo otro modo ni otro remedio para recobrar vuestras ovejas, las cuales como rebeldes se han ido del redil de la santa Iglesia, no obedeciendo ni sujetándose a vos, Padre. De donde yo os ruego de parte de Cristo crucificado, y quiero que me ha­ gáis esta misericordia, esto es, que con vuestra benignidad venzáis sus malicias. Vuestros somos, ¡oh Padre! Y yo co­ nozco y sé que a todos en común les parece haber obrado mal; y supongamos que no tienen excusa en el obrar mal, no obstante, por las muchas penas y cosas injustas e inicuas que sostenían por razón de los malos pastores y gobernado­ res, les parecía no poder hacer otra cosa. Ya que sintiendo el hedor de la vida de muchos directores, los cuales sabéis que son demonios encarnados, vinieron a tan pésimo temor, que hicieron como Pilato, el cual, para no perder el poder, mató a Cristo. Y así hicieron ellos, que para no perder el estado, os han perseguido. Misericordia, pues, Padre, os pido para ellos. Y no miréis a la ignorancia y soberbia de vues­ tros hijos; mas con el cebo del amor y de vuestra benignidad) dando aquella dulce disciplina y benigna reprensión que agra­ de a vuestra Santidad, dadnos la paz a nosotros míseros hijos, que hemos ofendido. Yo os digo, dulce Cristo en la tierra, de parte de Cristo en el cielo, que, obrando así sin enojo y furor, vendrán todos ellos con dolor de la ofensa hecha y os pondrán su cabeza en el regazo. Entonces gozaréis, y nosotros gozaremos; porque con amor habéis vuelto a in­ troducir la oveja perdida en el redil de la santa Iglesia. Y entonces, mi dulce Padre, cumpliréis vuestro santo deseo y la voluntad de Dios, esto es, de realizar el santo pasaje, al cual yo os invito por parte de El a realizarlo pronto y sin negligencia. Y ellos se dispondrán con gran afecto; y están dispuestos a dar la vida por Cristo. ¡Ay de mí, Dios, dulce amor! Levantad, Padre, pronto el estandarte de la santísima cruz, y veréis a los lobos convertirse en corderos. ¡Paz, paz, paz!, para que la guerra no tenga que prolongar este dulce tiempo. Mas si queréis ejercer la venganza y la justicia, tomadla sobre mí, mísera miserable, y dadme toda pena y tormento que os agrade, hasta la muerte. Creo que por el hedor de mis iniquidades han venido muchos vicios y muchos inconvenientes y discordias. Así, pues, sobre m , vuestra hija miserable, tomad toda la venganza que queráis. ¡Ay de mí, Padre, yo muero de dolor y no puedo morir. Venid, venid, y no pongáis más resistencia a la voluntad 195

de Dios, que os llama; y las hambrientas ovejas os esperan que vengáis a guardar y poseer el lugar de vuestro antece­ sor y campeón, el apóstol Pedro. Ya que vos, como vicario de Cristo, debéis reposaros en vuestro propio lugar. Venid, pues, venid, y no tardéis más; y confortaos y no temáis nin­ guna cosa que pudiera ocurrir ya que Dios estará con vos. Os pido humildemente vuestra bendición para mí y para todos los hijos míos; y os ruego que perdonéis mi presun­ ción...”

Al mismo tiempo Catalina escribió a Nicolás Sorderini, en Florencia, intentando con esto dirigirse a la ciudad entera, y exhortando a la obediencia: “...y a que habéis sido hecho jefe y puesto en el poder, sed el medio que ayude a unir todos los miembros de vues­ tros conciudadanos, de suerte que no estén en tanto peligro de condenación del alma y del cuerpo. Sabed que el miembro que está cortado de su cabeza, no puede tener vida en sí; porque no está ligado con aquello de donde él tenía la vida. Así os digo que hace el alma que ha salido del amor y de la caridad de Dios; esto es, de aquellos que no siguen a su Creador, sino que más bien le persiguen con muchas injurias y pecados mortales, los cuales manifiestamente se ven por signos y modos, que nosotros vemos aparecer y hacer todos los días; y vos me podéis entender. Pues ¿qué somos nosotros miserables, míseros miserables, inicuos, so­ berbios, que obramos contra nuestra cabeza? ¡Ay de mí, ay de mí! La soberbia y nuestra grandeza, con ver ciego, nos muestra la flor del estado y de los señoríos; y no vemos el gusano que ha entrado por debajo a esta planta que nos da la flor, que roe; y pronto vendrá a menos, si no se corrige. Conviénese, pues, argumentar con la luz de la ra­ zón, de la verdadera y dulce humildad, la cual virtud, a los que la poseen, siempre exalta; y así, por el contrario, como dijo Jesucristo, siempre los soberbios son humillados. Estos tales no pueden tener vida, ya que son miembros cor­ tados del dulce vínculo de la caridad. Pues, ¿qué cosa peor podemos tener que ser privados de Dios. Bien podemos tener bastante vínculo; y hecha liga, estar ligados con muchas ciudades y creaturas; que, si no hay la unión y la ayuda de Dios, no nos valdrá nada. Sa­ béis que en vano se fatiga el que guarda la ciudad, si Dios no la guarda. ¿Qué haremos, desgraciados de nosotros, cie­ gos y obstinados en nuestros defectos, ya que Dios es el que guarda y conserva la ciudad y todo el universo, y yo me he rebelado contra El, que es el que es? Y si yo dijese: ‘Yo no obro contra El’; digo que tú obras contra El cuando obras contra su Vicario, que hace sus veces. Ve que tú te has debilitado tanto por esta rebelión hecha, que casi no nos ha (quedado) fuerza ninguna, porque somos privados de

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nuestra fortaleza. Ay de mí, hermano e hijo carísimo, abrid los ojos y considerad tanto peligro y tanta condenación de . ^ cu®rpo. Os ruego que no esperéis la ruina del juicio divino. Ya que el gusano podría crecer tanto, que la flor caería por tierra. El olor de esta flor ya está mortificado, porque hemos sido rebeldes a Cristo. Sabed que el olor de la gracia no puede estar en aquel que está contra su Creador. Mas hay remedio, si lo quisiéramos tomar; y de esto os ruego cuanto sé y puedo en Cristo, dulce Jesús, que lo to­ méis vos y los otros ciudadanos. Y haced lo que podáis por vuestra parte. Humillaos o pacificad los corazones y vues­ tras mentes; ya que por la puerta baja no puede uno te­ nerse con la cabeza alta, porque nos la romperíamos. Esto nos conviene: pasar por la puerta de Cristo crucificado, que se humilló a nosotros necios y con poco conocimiento. Y si vos os humillareis, pediréis con paz y mansedumbre la paz a vuestra cabeza Cristo en la tierra. Demostrad que sois hijos, miembros ligados y no cortados: encontraréis mise­ ricordia y benignidad, y exaltación en el alma y en el cuerpo. Sabed que la necesidad nos debe constreñir a hacerlo, si no nos constriñese el amor. No puede estar el niño sin la ayuda del padre, ya que no tiene virtud ni poder ninguno por sí; mas lo que él tiene, lo tiene de Dios. Le conviene, pues, estar en el amor del padre: que si está en odio y en rencor, su ayuda le faltará; y, faltándole, vendrá él a menos. Por consiguiente, hay que ir, y con solicitud, a pedir la ayuda del Padre, esto es, de Dios; conviene pedirlo y tenerlo de su vicario; ya que Dios le ha puesto en las manos sus llaves del cielo, y a este portero nos conviene ha^r cabeza. Ya que aquello que él hace, se hace; y lo que él no hace, no se hace; así como dijo Cristo a San Pedro: Lo que tú atares en la tierra, será atado en el cielo; y lo que tú desata­ res en la tierra, será desatado en el cielo. Ptiesto que es

tan fuerte este vicario, y de tal virtud y poder, que cierra y abre la puerta de la vida eterna; nosotros miembros po­ dridos, hijos rebeldes al padre, ¿seremos tan necios que obremos contra él? Bien vemos que sin él no podemos ac­ tuar. Si tú estás contra la santa Iglesia, ¿cómo podrás par­ ticipar de la sangre del Hijo de Dios? Porque la Iglesia no es otra cosa que El, Cristo. El es quien nos da y adminis­ tra los sacramentos, los cuales sacramentos nos dan vida, por la vida que han recibido de la sangre de Cristo, porque, antes que la sangre nos fuese dada, ni la virtud ni otra cosa eran suficientes para darnos la ^vida eterna. ¿Cómo, pues, somos tan atrevidos que despreciamos esta sangre.

Pero la guerra continuó. El 20 de marzo cayo Bolo2 Carta 171 Tomm., LX Dupré-Thes. 197

nía en manos de la L iga\ y, en cambio, el 23 del mismo mes fue tomada Faenza por Hawkwood, quien estaba al servicio de Aviñón y cuyos asalariados cometieron homi­ cidios e infamias al grito de “ ¡Viva la Iglesia!” El 26 de marzo los embajadores florentinos Donato Barbadori, Alejandro de la Antella y Domingo de Salvestro comparecieron ante el papa en Aviñón, declaran­ do que los hombres del gobierno requeridos no podían presentarse, porque casi todos estaban prisioneros. Por lo demás, los florentinos se sentían gravemente ofendi­ dos y no se preocupaban de estar en gracia o en des­ gracia frente al pontífice... En resumidas cuentas, emba­ jada infeliz, que se resolvió en una ruptura4. El pontífice, no viendo en absoluto la posibilidad de reducir a la paz y a la concordia a la soberbia república del Arno, lanzó el entredicho, excomulgando a los ocho jefes de la insurrección y a cincuenta y un burgueses de los más autorizados, entre ellos Nicolás Soderini. El drama se agravaba. El entredicho no excluía de suyo a los fieles particulares de la comunión con la Iglesia, mas privaba a la comunidad de los sagrados ritos y de determinados derechos espirituales. Estaban prohibidos los oficios divinos y también el uso de los sacramentos, siguiendo, con todo, lícita la administración de los mis­ mos sacramentos, a los moribundos y del viático en forma privada; sin embargo, las prohibiciones se suspendían du­ rante las grandes solemnidades de Navidad, de Pascua, de Pentecostés, del Corpus Dómini y de la Asunción. El entredicho, además, aislaba a los florentinos y casi 3 «Por esta conjura el romano pontífice, que... dominaba en Italia en setenta ciudades episcopales y en diez mil pueblos, perdió casi todo, y bajo su potestad quedó poco o nada»: R419 (Ra, Illa., VI, p.329). El legado parece haberse retirado de Bolonia como hu­ yendo. * Ammirato refiere, o mejor reconstruye, el discurso de los em­ bajadores florentinos, que tendía a poner en el mejor lugar a Flo­ rencia y en estado de acusación a los eclesiásticos (XIII, 505). Cf. J oergensen , o.c., p.336; D e S anctis -R o sm in i , o.c., XVI p.274. Rico y detallado es el relato de los eventos florentinos de aquel momento en D e S anctis -R o sm in i , XVI p.273-274ss.

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les desclasificaba en sus derechos frente a los otros pue­ blos’. Las relaciones civiles, humanas y hasta comercia­ les venían a ser afectadas; los gobiernos de los países en los que los florentinos estaban diseminados para inge­ niarse comerciando, no raras veces se aprovecharon de aquel estado de cosas para despojar a sus huéspedes de sus haberes o denunciar los contratos estipulados con ellos. Así, mientras los florentinos expatriados lamentaban el desastre que se abatía sobre su actividad, dentro de la ciudad se elevaba alta la añoranza de la vida eclesial, en la cual Florencia se había distinguido, y que ahora, por la misma obediencia, debía extinguirse. No más fun­ ciones dentro de las iglesias más bellas del mundo, no más la santa misa entre los arcos góticos, erigidos como para empujar hacia lo alto la plegaria de los pueblos: los cirios inertes y desnudos los altares. La dificultad consistía justamente en esto; obedecer sig­ nificaba morir el culto; querer que el culto sobreviviese significaba pecar contra la autoridad máxima de la Igle­ sia. Muchos en la ciudad, y no pocos también entre los sacerdotes, sostenían que se debía seguir este segundo ca­ mino (no pecaminoso, decían ellos, porque la condena no era justa). En cuanto a este punto, en cambio, los verda­ deros fieles sugerían obediencia y renuncia integrales. El peso del entredicho pareció insostenible y los ciu­ dadanos buscaron un pacificador, y se dirigieron a Cata­ lina. Y he aquí perfilarse la figura de la virgen dominicana entre la masa del pueblo en luto y la Sede de Pedro. Comenzaba una gran acción propiciatoria, la cual habría 5 El papa Gregorio dio severísimos decretos contra los florenti­ nos; tanto que eran encarcelados por casi todo el mundo, y sus bienes eran confiscados por los rectores y gobernadores de las tierras donde ejercitaban el comercio»: R419 (Ra, l.c., p.329). La exco­ munión del papa comprendía expresamente también a los llorentinos que residían en el extranjero, y en Francia, Inglaterra y o partes, los mercaderes fueron considerados casi como la ley, y en ciertos casos, por otros pueblos. Cf. A mmirato , a u i , 505ss, quien da una descripción amplia, y cf. también M uratori, año 1376. 199

llevado Catalina hasta la presencia del papa y hubiera desembocado en resultados imprevistos, diversos de los deseados, más aún, más grandes: así ocurre en los caminos de la Providencia; Dios desata los nudos humanos por fines que los hombres ignoran. Catalina aceptó y comenzó por enviar al papa interce­ sores con una carta dictada por ella, y escogió los tres que le parecieron más idóneos: Raimundo de Capua, el Maestro Juan Terzo de Lecceto y Félix de Massa6. La carta, en fin, decía así: “En nombre de Jesucristo crucificado y de la dulce María. Santísimo y carísimo y dulcísimo Padre en Cristo, dulce Jesús; yo vuestra indigna hija Catalina, sierva y esclava de los siervos de Jesucristo, os escribo en su preciosa sangre; con el deseo que he deseado7 de ver en vos la plenitud de la gracia divina; así y de tal modo que vos seáis instrumento y razón, mediante la divina gracia, de pacificar todo el mundo universo. Y, con todo, os ruego, mi dulce Padre, que, con solicitud y deseo ávido de la paz y honor de Dios y de la salud de las almas, vos uséis el instrumento de vues­ tro poder y virtud. Y si vos me dijeseis, Padre: ’ ¡El mundo está atormentado!, ¿de qué modo vendré a la paz?’, os digo de parte de Cristo crucificado: Tres cosas principales os conviene usar con vuestro poder. Esto es, que al jardín de la santa Iglesia no traigáis las ñores hediondas, llenas de inmundicia y de codicia, inflados de soberbia; esto es, los malos pastores y directores, que emponzoñan y corrompen este jardín. ¡Ay de mí, gobernador nuestro! Usad vuestro poder para arrancar estas flores. Echadlas fuera, que no tengan que gobernar. Quered que ellos se preocupen de go­ bernarse a sí mismos en santa y buena vida. Plantad en este jardín flores olorosas, pastores y gobernadores que sean verdaderos siervos de Jesucristo, que no atiendan a otra co­ sa que al honor de Dios y a la salud de las almas, y sean padres de los pobres. ¡Ay de mí, qué gran confusión es ésta, ver a aquellos que deben ser espejo en pobreza volun­ taria, corderos humildes, y distribuir a los pobres de los bienes de la Iglesia; y se ven ellos en tantas delicias y ran­ 6 Raimundo dice que los florentinos, constreñidos a pedir la paz, buscaron intermediarios gratos al papa. Dada la fama de santidad de Catalina, «ordenaron que yo (esto es Raimundo) fuese al sumo pontífice de parte de la virgen, para aplacar su desdén; después la hicieron venir también a ella casi hasta Florencia». La carta de marzo-abril de 1376 es la LXIII Dupré-Thes., 206 Tommaseo. 7 Le 22,15.

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gos y pompas y vanidad del mundo, más que si estuviesen mil veces en el siglo! Es más, muchos seglares les avergüen­ zan, viviendo en buena y santa vida. Mas parece que la suma y eterna Bondad hace hacer por fuerza aquello que no se ha hecho por amor; parece que los estados y delicias le sean quitados a su Esposa, como si mostrase que quisiera que la santa Iglesia volviese a su estado primero, pobre, humilde, manso, como era en aquel santo tiempo, cuando no atendían a otra cosa que al honor de Dios y a la salud de las almas, teniendo cuidado de las cosas espirituales y no de las temporales. Porque, después que ha mirado más a las cosas temporales que a las espirituales, las cosas han ido de mal en peor. Empero, ved que Dios por este juicio le ha permitido mucha persecución y tribulación. Mas confor­ taos, Padre, y no temáis por ninguna cosa que haya acaeci­ do o acaeciese, que Dios lo hace para volver perfecto su estado; para que en este jardín se apacienten corderos y no lobos devoradores del honor que debe ser de Dios, que ellos roban y se lo dan a sí mismos. Confortaos en Cristo, dulce Jesús; que yo espero que su ayuda, la plenitud de la gracia divina, la asistencia y el auxilio divino* estará con vos, guardando el modo supradicho. De guerra vendréis a una paz grandísima, de persecución a grandísima unión. No con poder humano, mas con la santa virtud derrotaréis a los demonios visibles de las creaturas inicuas, y a los demonios invisibles, que nunca duermen y (están) sobre nosotros. Mas pensad, dulce Padre, que difícilmente podréis hacer esto si vos no ejecutáis las otras dos cosas que son útiles para cumplir las otras; y esto es lo de vuestra venida e izar el estandarte de la santísima cruz...” 9

Después se trasladó a Florencia, donde fue huésped del arzobispo Angel Ricasoli10. Este había sido obispo de Sora, después de Aversa y, finalmente, de Florencia. Tres años después de la muerte de Catalina tendrá que dimitir de la sede de Florencia, porque tal dignidad será prohibida a los nobles; tendrá entonces el obispado de Faenza. Digamos aquí entre peréntesis que en 1393 toda la familia Ricasoli tendrá que hacerse del pueblo y se llamará ‘ «Distingue la ayuda a la Iglesia, de la cual Gregorio « p o n tí­ fice, de los méritos de Jesucristo, la grana del amoroso Espíritu Santo y la potencia del Padre» (T om m aseo ).

10 *Con* eÜa* eraban varios discípulos, entre ellos ligado a la Santa desde no hacía mucho. Raimundo su llegada salieron a su encuentro los pnores de la ciu > calurosamente que fuese a Aviñón; cf. R419 (Ra, . ♦» P*

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Bindacci, luego Filindacci; no volverá a tomar el nombre antes de 1434. Durante el período no largo transcurrido en Florencia, Catalina se dedicó a convencer a los hombres políticos de que la rebelión contra el papa era ilícita, y que ningún argumento podía atenuar su gravedad. La Santa perma­ necía firme en su gran idea frente a todas las hipótesis, como hemos visto por sus cartas; cualquier reproche que se quisiera dirigir al papa, no se podía nunca por ninguna razón entrar en rebelión abierta contra él, ya que él ¡era el sumo Ministro de la Sangre! En aquellas jomadas de mayo influyó especialmente sobre Bonaccorso de Lapo, quien formaba parte de la Señoría, mientras Nicolás Soderini era ya extraño. Tuvo también relaciones con Monna Laudomia Strozzi, con Bar­ tolomé Usimbardi, con Ristoro y Barduccio Canigiani, y con estos últimos más bien estrechó un vínculo espiritual eficaz, tanto que el más joven de los dos, Barduccio, en­ tró a formar parte de la gran “familia” cateriniana. Otra figura que tuvo relación con la Santa fue Juan delle Celle, el eremita de Valumbrosa. Quienquiera que hoy mismo se encuentre frente a la majestuosa abadía de los Valumbrosanos y mire para arri­ ba hacia el cerco de montes con escarpados bosques de abetos, a modo de verdísima garganta, en torno a la abadía misma, descubrirá en un cierto punto (hacia la izquierda si mira a la fachada del edificio), cerca de la mitad del declive, una minúscula explanada que blanquea por ciertos indicios de un antiguo refugio en piedra y ofrece como un descanso a los ojos. Allí se turnaron durante siglos los eremitas, entre los cuales fue conocidísimo Juan “delle Celle” ". Este había sido religioso en la Santísima Trini­ dad de Florencia y se había sentido arrastrado por la cultura, se había dejado atrapar por aquel soplo inicial de humanismo que llenaba Florencia de una primavera ma“ Se llamaba Juan de Catignano de Gambassi, y tomó el nom­ bre de Juan delle Celle (celdas) por el lugar habitado.

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ravillosa. Mas luego había incurrido en desórdenes extra­ ños y graves. Después de lo cual se había arrepentido y lanzado a la misericordia divina con amor pleno y renuncia total. He aquí, pues, su figura de eremita que se perfila dentro de la selva de Valumbrosa en asidua oración y ejer­ cicios de santificación: y hasta allí arriba dentro de dos años tendremos ocasión de acompañar a Catalina seguida de su comitiva.

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XIX.

EL E N C A R G O D E HACER LA PAZ

Entre tanto, el partido moderado, bajo la influencia de Nicolás Soderini y de Bonaccorso de Lapo, obtuvo de las varias juntas componentes del gobierno florentino (gobier­ no complicadísimo en el cual destacaban los “Ocho de la guerra” y los “Ocho de parte güelfa” y que parecía ensam­ blado a posta a fin de que los unos deshiciesen lo que los otros habían hecho) confirmar a Catalina el encargo de pacificadora. Debería trasladarse a Aviñón y tratar con el pontífice. Catalina aceptó este encargo más preciso y comprome­ tido, y como primer acto envió a Gregorio XI a Neri de Landoccio con una nueva carta!, remachando el punto de vista expresado anteriormente; esto es, pidiendo al Vicario de Cristo que volviera su vista al Señor y que se confirmara en el comportamiento de El para con los hijos rebeldes: "... aprendiendo del Padre, Cristo, cuyo lugar ocupáis, que puso la vida por sus ovejas, no considerando nuestra ingratitud, ni las persecuciones, ni las injurias, ni los escar­ nios, ni los vituperios que le fuesen hechos de aquellos a quienes El había creado, y hécholes muchos beneficios; y con todo no dejó de realizar nuestra salvación; mas como enamorado del honor del Padre y de nuestra salud, no exa­ minó sus penas; mas con su sabiduría y paz y benignidad 1 Debería ser la carta 218 Tomm. LXXIV Dupré-Thes. Sin em­ bargo, el mismo Dupré-Thes. data esta carta de junio a septiembre de 1376. Tal datación parecía contrastar con el hecho de que Cata­ lina haya partido de Florencia a últimos de mayo o muy al prin­ cipio de junio, como se demuestra irrefutablemente por el primer encuentro con Gregorio XI, que tuvo lugar el 20 de junio, y por la carta a Sano de Maco, del 13 de julio de 1376, LXXV Dupré-Thes., 232 Tomm., en la cual la Santa dice: «El día 18 de junio llegamos a Vignone». Para aceptar la datación de Dupré-Thes., entre junio y septiembre de 1376, sería necesario suponer que la carta hubiese sido escrita en Aviñón. 204

venció nuestra malicia. Así os ruego y digo, dulce Padre mío, de parte de Cristo crucificado, que hagáis vos- esto es, que vos con benignidad y paciencia, y humildad y ’mansedumbre venzáis la malicia y la soberbia de vuestros hijos los cuales han sido rebeldes a vos, Padre. Sabéis que con el demonio no se expulsa al demonio; mas con la virtud se le expulsará. i Paz, paz, paz, dulce Padre mío, y no más guerra! Mas vayamos contra nuestros enemigos y llevemos las armas de la santísima cruz, llevando el cuchillo de la dulce y santa palabra de Dios. Áy de mí, dad de comer a sus siervos hambrientos, los cuales os esperan a vos y este tiempo con deseo grandísimo y ardentísimo. Confortaos, confortaos, Padre, y no toméis una amargura aflictiva; mas tomad una amargura confortativa, teniendo amargura del vituperio que vemos del nombre de Dios. Confortaos con la esperanza, que Dios os proveerá en vuestras necesidades y apuros...”

Hacia fines de aquel mayo de 1376, partió luego la San­ ta de Florencia acompañada de Aleja, Lisa, Bartolomé Dominici, tres hermanos Buonconti, písanos...: en con­ junto veintitrés personas; y entre éstas vengamos a cono­ cer a un personaje nuevo para nosotros, a propósito del cual nos pararemos unos instantes: Esteban Maconi, hijo de Conrado y de Juana BandinelliJ. Catalina había cono­ cido a este joven de poco más de veinte años en circuns­ tancias típicamente sienesas, esto es, de “faidas” entre fa m ilias orgullosas y puntillosas \ También los Maconi y los Bandinelli eran nobles como sus adversarios los Tolo­ mei, que ya conocemos bien, porque frecuentemente eran impugnadores y frecuentemente impugnados. Un día, con ocasión de un banquete, surgió una de aquellas disputas por honor y precedencia, que apenas nos parecen concebibles: Esteban, el representante de su lina­ je, estaba dispuesto a pasarlo por alto, mas sus amigos le obligaron a mantener el honor. Y he aquí que, reunida una banda de secuaces, la camarilla de los Maconi se puso en movimiento por las calles de Siena, buscando a los adversarios. 1 Este parentesco y otras afinidades políticas habían crMd ° u™‘ alianza de camarilla entre las dos familias, que veremos actuar dentro de poco. 1 Proc., p .258-259. 205

Pasaron meses de odios, maledicencias, peleas y, puesto que los Tolomei eran poderosos, las cosas se ponían serias para los Maconi. Por esto, fuese por un poco de arrepen­ timiento o fuese por la gravedad del peligro, Esteban y sus compañeros habrían hecho las paces de buena gana; pero ¿cómo hacer?, porque los otros ahora estaban enve­ nenados. Alguien4 dijo a Esteban, quien, en cuanto pa­ rece, dirigía como cosa propia esta pendencia de honor: —¿Por qué no vas a Catalina? —¿Quién es Catalina? No lo sabía, y es extraño decirlo, porque conocían ya a la popular Santa hasta las piedras; mas él, así son las cosas, “vivía talmente sumergido en las aguas del mun­ do”, que no había atendido gran cosa cuando había oído hablar de ella. Le explicaron quién fuese Catalina y él respondió: — ¡Una mujerzuela!... ¿Qué tiene que ver en estas co­ sas? Nosotros somos gente de honor, no podemos dar oídos a una santurrona. Pasó aún tiempo, la situación se hacía pesada, Este­ ban dijo un día: “Vamos a Catalina”, y ésta le acogió como si hubiese sido amiga desde hacía mucho tiempo. Esto agradó mucho a Esteban, a quien le pareció más fácil contar todo, y abrió realmente el saco, habló y mur­ muró de los Tolomei, de honor, de razón, de tregua... —Déjadme a mí hacer —respondió Catalina. Y tanto logró en su empresa, que dentro del horizonte rosáceo de Siena, se delinearon las líneas de un acuerdo providencial. Se llegó aún más allá; se propuso y aceptó un remedio que consistía en esto: los Tolomei y Rinaldini por un lado con los representantes de su poderosa cama­ rilla, los Maconi y Bandinelli por el otro con sus adeptos, se encontrarían un fausto día —y se fijo la fecha— en un lugar de Siena, en una plaza por ejemplo, o, mejor aún, en una iglesia. Esto habría de permitir superar el pro­ 4 Parece que fuese Pedro Bellani, uno de los más asiduos «caterinatos».

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blema angustiosísimo de la precedencia eventual. ¿Quién se habría de incomodar por la precedencia? Así todo iría sobre ruedas, y en atención al poder re­ conocido de los Tolomei se escogió la plaza Tolomei, si­ tuada delante del palacio Tolomei, y, en definitiva, la iglesia más próxima a la plaza Tolomei \ No obstante toda esta topografía “tolemaica”, también estaba a salvo el ho­ nor de los Maconi. Como comentario final, notaremos que para doblegar la otra cerviz, la de los Tolomei, a la paz, había sido de verdad necesario el ascendiente que sobre ellos ejercía Catalina Benincasa. Día extraordinario, día solemne, a la hora fijada Ca­ talina se encontraba ya en la iglesia; he aquí que llegan todos los Maconi, y de un momento a otro entrarán los Tolomei. Minutos largos, nerviosismo que surge y aumen­ ta: la puerta del fondo se abre, no entra nadie, o acaso alguna demacrada alma piadosa que, vista la extraña para­ da de fuerzas en la iglesia, se retira. Ninguna señal de los Tolomei. Pasado un cierto tiempo, esto es, todo el tiempo compatible con su majestad el punto de honor, los Maconi, lívidos y rechinando los dientes, hacen por marcharse de allí, alguno sale... Catalina se arrodilla toda, cuerpo, alma, voluntad, y grita al Señor, pidiendo auxilio: que les persuada El, El solo, a aquellos Tolomei, que si hoy no viene la paz, los Maconi tomarán la cosa como una befa sangrante, y... ¡sálvese quien pueda! Se abre la puerta de la iglesia y poco a poco, de un modo sencillo, la cuadrilla de los Tolomei y de los Rinaldini entra en la iglesia y se dispone en orden de... paz. Un inmenso respiro contenido, escondido, se aplaca y re­ anima a los perturbados Maconi y Bandinelli. 3 Se conocen aún algunas ramas de las familias prot^onistas de esta «faida»: así los Tolomei, Tolomei-Lippa, Tolomei-Vianini; Rinaldini (de Ancona) y de no sabemos si unidos con los Rinaldini de Siena), ^"dmelI^Papar^ ni-Bianchi, sieneses; en cambio, no sabemos si subsisten aun ram de los Maconi. 207

Y es una paz verdadera, prodigiosa, que todos atribu­ yen, sin titubeo ninguno, a la virgen de Fontebranda. Naturalmente, desde este día Esteban jura por Catalina. No hay para él circunstancia sagrada en que no vaya a la Fulónica y encuentre siempre una sonrisa, luz, remedio, gracia de Dios. Bien pronto en Siena son pocos los que le superan en cuestión de veneración por Catalina, tanto que también a él se le da el mote de “caterinato” y él se lo lleva, lo acepta, con la mayor gallardía y satisfac­ ción, y quien quiera reírse, que se ría. Entre tanto, en el grupo, él, el alegre y despreocupado Esteban, encuentra un amigo reflexivo, que tiene necesi­ dad de ser sostenido: Neri de Landoccio de los Pagliaresi *, noble él también y más o menos de la misma edad; mas, si existen dos seres diversos en el mundo, ésos son el Maconi y el Pagliaresi, quienes bien pronto se bene­ fician recíprocamente suministrando el uno al otro, en intercambio, buen humor y recogimiento reflexivo. Un día Catalina dice a Esteban: —Tú verás, querido hijo, que uno de tus deseos más ardientes será satisfecho cuanto antes. Esteban queda sorprendido y rumia dentro de sí qué será lo que constituye el objeto de sus deseos...; en rea­ lidad le parece no tener ninguno, por eso le entra la cu­ riosidad y pregunta: —Madre carísima, ¿cuál es este mi gran deseo? —Examina bien tu corazón. —Madre, yo no encuentro deseo más fuerte que el de estar junto a vos. —Pues bien..., esto te será cumplido7. Pocos días después Esteban, ya caterinato indefectible, partió con el cortejo de la “Mamma” en dirección de Florencia y después de Aviñón. ‘ Sobre Neri de Landoccio, cf. Supl., III, VI, 8 (falta en la edi­ ción española). Era de naturaleza sensible, introvertido, y Catalina le ayudaba a mantener el equilibrio y la serenidad. Muy dotado, sobre todo en las letras, abandonó el mundo con entusiasmo para seguir la enseñanza de Catalina. 7 Contado por Esteban en el Proceso, p.260, 10-20. 208

No sabemos con seguridad todo el itinerario recorrido por la comitiva; sin embargo, sabemos que pasaron por Bolonia, y Catalina debió de residir en un convento'; pro­ siguieron después hacia la Liguria y continuaron a gran­ des jomadas, como lo demuestra el tiempo relativamente breve empleado en el viaje (el 18 de junio estaba en Aviñón ), y fueron hospedados en una mansión cardenali­ cia que había pertenecido sucesivamente a Aníbal Ceccano, a Gaillard de la Motte, pariente de Clemente V, y a Nicolás Branca, arzobispo de Cosenza; después de la muerte de este último había quedado deshabitada y por ello a disposición de la comitiva sienesa “ Una construc­ ción espaciosa, comprendida entre las actuales plazas Saint Didier, Rué de la République, Rué Joseph Vemet y Rué Labourer. Una parte del séquito de Catalina habitó en otra casa. El 20 de junio la Santa se encontraba en el salón de audiencias, a los pies del trono pontificio; después, y acaso antes de la audiencia, pudo hablar con algunos cardena­ les". La conversación con el Padre santo habría sido imposible sin intérprete, porque él no habría jamás des­ cifrado con el oído el significado de lo que decía Catalina ' Hay una antigua tradición de que Catalina haya pasado^ por Bolonia y que, habiéndose dirigido a la tumba de Santo Domingo, haya exclamado: «¡Cuán dulce sería reposar aquí!» Pío II en la bula de canonización atestigua que la Santa había pasado Alpes y Apeni­ nos por el servicio de la Iglesia. Parece, pues, que en este primer viaje Catalina haya andado el camino terrestre, siguiendo el itinerario descrito. ' La fecha del 18 de julio es suministrada por Catalina en una carta a Sano de Maco del 13 de julio de 1376, la LXXV Dupré-Thes., 232 Tomm., cuando dice concluyendo: «El día 18 de julio llegamos a Vignone». Cuanto a la pequeña ciudad de Aviñón, hospedaba a los papas desde el 1309, mas estaba bajo su jurisdicción temporal desde el 1348, esto es, desde que Clemente VI la había comprado por 80.000 florines de oro a la reina Juana de Nápoles. Aun cuando los papas retornaron a Roma, Aviñón permaneció bajo ellos has 1791, año en que se unió a Francia. . . .. 10 Se trataba de una «pulchra dotnus cum omatissima cape *, según Maconi (Proc., p.262). m„cttv< ~,c¡ w r i" En un primer momento la corte de Avinón le mostró casi hosti lidad. Mas pronto Catalina conquistó a todos. 209

en su amplia y musical jerga sienés. Intermediario del pen­ samiento fue, pues, Raimundo de Capua11, ciertamente más idóneo que cualquier otro, porque él conocía el es­ píritu y la doctrina de la Santa mejor que todos. Y Ca­ talina, finalmente, habló... Debió de ser un momento in­ comparable para ella, una relación de vida y de oración, y de las vidas de otros y del drama inmenso que sacudía a la cristiandad, como lo sentía ella, la virgen estigmatizada. Catalina en aquel momento depositaba a los pies del “Cris­ to en la tierra” todo un mundo, o, más bien, lo confiaba en sus manos. Gregorio no estaba desprevenido para aque­ lla terrible y necesaria oferta. Desde hacía tiempo se lo habían predicho las voces más diversas, los muchos infor­ mes llegados hasta él, los embajadores de Catalina, y, sobre todo, sus cartas. Había habido un “crescendo” en las previsiones, en las noticias, en las meditaciones, y, por último, el fuego de la Santa se había encendido allí, delante del mismo trono pontificio: el eco del drama ita­ liano y, más ampliamente, eclesial, llegaba al corazón y a la conciencia del papa en toda su claridad. Pedro Roger de Beaufort de Turenne, Gregorio XI ”, tenía un aspecto modesto: pequeño de estatura, grácil; sin embargo, revelaba su alto linaje en la cortesía de los modos, y era de un carácter superior al aspecto externo; no era cobarde y, acaso menos, irresoluto, sino simple11 «...celosa del bien de la Iglesia... vino a Aviñón, donde tam­ bién estaba yo, y fui el intérprete de sus conversaciones, hablando el pontífice en latín y ella en toscano vulgar...»: R419 (Ra, Illa., VI,

p .m i

IJ Había nacido en el 1329, a los doce años fue hecho canónico de Rodez y de París, y a los dieciséis cardenal diácono por su tío Qemente VI. Mas el joven cardenal evitó pompa y mundanidad, y se dedicó a los estudios. Elegido papa en el 1370, tuvo que resolver problemas de política interestatal, de los que dependían los dos gran­ des idealeS' de su pontificado: el retorno a Roma y la cruzada. Realizó sólo el primero, no obstante la hostilidad de los florentinos y del Visconti, de aue hemos hablado. Como veremos, volvió a Roma el 17 de enero de 1377, y murió en el 1378. Cf. también el juicio de L evasti, en S. Caterina da Siena, UTET (1947), p.305-306. La inter­ pretación de la figura de Gregorio XI por Levasti nos parece espe­ cialmente ajustada, penetrante y a par con la realidad histórica.

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mente uno de los papas a los que en toda la historia de la Iglesia le habían tocado los problemas más arduos. Por ello es fácil comprender que él se moviese con suma cautela. Si hubiese tenido un temperamento a lo Julio II, de él hubieran saltado llamas y rayos. Era, en cambio, un francés aristocrático, enfermizo, reflexivo y temeroso__eso sí— de aquel misterioso mundo italiano germinador de santidad y hormigueante de crímenes, dentro del cual él, forastero, habría de dirigir la Sede de Pedro y protegerla de innumerables insidias. Debía, ¿podía hacerlo? Lo que le decía ahora Catalina era la apertura final de la escena en que él tenía que moverse; mas era tam­ bién el único modo de presentar aquella escena misma, esto es, demostrar cómo desembocase de la tierra en el cielo y cómo permaneciese, no obstante todo, penetrada íntimamente de gracia y de fuerza sobrenatural: también allí, donde el exceso de las culpas se encarnizaba para apagar el fuego divino, Dios obraba aún y amaba aún. Catalina pintaba una Florencia rebelde, obstinada, inso­ lente; mas también dolorida, triste en su interior y ansio­ sa de paz, paz, paz... Y, en realidad, Florencia era sola­ mente un episodio, un trozo de la gran lucha, del fra­ tricidio espiritual que sembraba de miembros podridos la Iglesia de Cristo. Mas había aún amor, y también los muertos resucitan en Dios, y por eso era posible y urgente intervenir y traducir la guerra en paz y el odio en herman­ dad. Esto exigía Cristo Jesús. No es necesario saber hasta qué punto se precisase o reforzase durante aquel primer encuentro la intención o, más bien, la serie de intenciones que Gregorio alimentaba en sí mismo desde hacía tiempo; pero sí es cierto que su respuesta fue rica de significado. Dio plenos poderes a Catalina respecto de la pendencia con Florencia: Para demostrarte que deseo verdaderamente la paz, te confío las negociaciones. Solamente no olvidar la dignidad de la Iglesia” M. Y, ciertamente, las otras cosas apremiantes, el 14 R419 (Ra, l.c.).

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retorno a Roma, la reforma de la Corte pontificia y de las costumbres eclesiásticas como también de los usos profanos, todas las necesidades del momento emergieron de lo profundo en aquella hora y se encendieron con la antorcha de Catalina. Esto no impidió al papa mantener un sentido realista en contraste con la llamarada de esperanza que se había le­ vantado en él: en una segunda audiencia dijo a la Santa: —Los florentinos se burlan de ti y de mí. Acaso no vendrán en absoluto, o bien vendrán desprovistos de los poderes suficientes para trata r...15. Catalina por su parte, no obstante el ímpetu del espíritu, se defendía también ella del optimismo facilón, de suerte que el 28 de junio escribió a los “Ocho de g u e r r a ” 16, po­ niendo en la picota ciertas medidas suyas como las exa­ geradas tasas contra los eclesiásticos: “Carísimos padres y hermanos en Cristo Jesús. Yo, Cata­ lina, sierva y esclava de los siervos de Jesucristo, os escribo a vosotros en su preciosa sangre, con el deseo de veros ver­ daderos hijos, humildes y obedientes a vuestro padre así y de tal modo que no volváis jamás la cabeza atrás; sino (que permanezcáis) con verdadero dolor y amargura de la ofensa hecha al padre. Ya que, si aquel que ofende no se levanta con dolor de la ofensa hecha, no es digno de recibir misericordia. Y yo os invito a verdadera humillación del corazón; no volviendo atrás la cabeza, sino andando ade­ lante, siguiendo el propósito que comenzasteis, acrecentán­ dolo perfectamente cada día; si queréis ser recibidos en los brazos del padre. Como hijos muertos17, pediréis la vida; y yo espero por la bondad de Dios que vosotros la tendréis, con tal de que vosotros queráis realmente humillaros y co, nocer vuestros defectos. Mas yo me quejo fuertemente de vosotros, si es verdad lo que se dice por ahí, esto es, que vosotros hayáis impuesto la soldada a los clérigos. Si esto es verdad, lleva consigo grandísimo mal de dos modos. El uno, porque con ello ofen­ déis a Dios; ya que no lo podéis hacer con buena concien­ cia. Mas me parece que vosotros perdéis la conciencia y 15 «Cuando rogaron a la santa virgen emprender el viaje de tanto trabajo, le prometieron que se le unirían sus embajadores, quienes no habrían de poder mover ni una hoja sin orden y consejo de ella»: R420 (Ra, l.c.), y a este pacto explícito se refería el papa. w La carta 230 Tomm., LXXII Dupré-Thes. 17 Le 15,24 y 32. 212

toda cosa buena; y no parece que se atienda a otra cosa que a bienes sensitivos y transitorios, que pasan como el viento. Y ¿no vemos que nosotros somos mortales, y debe­ mos morir, y no sabemos el cuándo? Y, con todo, es una gran necedad quitarse la vida de la gracia y (con) eso mis­ mo darse la muerte. No quiero que hagáis más así; porque de este modo volveríais la cabeza atrás; y vosotros sabéis que aquel que comienza no es digno de gloria, mas la per­ severancia hasta el fin 18. Asi os digo que vosotros no ven­ dréis al efecto de la paz sino con la perseverancia de la humildad, no haciendo más injurias ni escándalo a minis­ tros y sacerdotes de la santa Iglesia. Y ésta es la otra cosa que yo os decía que os era nociva y mal. Y además del mal que se recibe por la ofensa de Dios, como está dicho, digo que esto es daño de vuestra paz. Ya que, sabiéndolo el santo Padre, concebiría mayor indig­ nación hacia vosotros. Y esto es lo que ha dicho alguno de los cardenales, que buscan y quieren la paz de buena gana. Oyendo ahora esto, dicen: “No parece que esto sea verdad: que ellos quieran pacificarse; porque, si fuese verdad, se guardarían de todo mínimo acto que fuese contra la volun­ tad del Padre santo y contra las costumbres de la santa Iglesia”. Creo que estas y semejantes palabras pueda decir el dulce Cristo en la tierra; y tiene razón y motivo de decir­ lo, si él lo dice. Os digo, carísimos padres, y os ruego que no queráis im­ pedir la gracia del Espíritu Santo, la cual, sin merecerla vosotros, por su clemencia está dispuesto a dárosla. Y a mí me procuraríais vergüenza y vituperio, diciéndoles una cosa (yo), y que vosotros hicieseis otra. Os ruego que no sea más (esto). Más aún, ingeniaos para demostrar por dichos y he­ chos que vosotros queréis la paz y no la guerra. He hablado al Padre santo. Me oyó amablemente por la bondad de Dios y la suya, mostrando tener un amor cordial por la paz; haciendo como hace el buen padre, que no considera tanto la defensa del hijo, que él le ha hecho, mas considera si él está humillado para poder concederle plena misericordia. Cuán especial alegría tuvo, mi lengua no lo podría narrar. Habiendo razonado con él un buen espacio de tiempo, en la conclusión de la conversación dijo que, siendo así las cosas vuestras como yo se las poma delante, él estaba preparado para recibiros como hijos, y de hacer en esto lo que me pareciese a mí. Otra cosa no digo aquí. Al santo Padre no le parece que se debiera absolutamente dar otra respuesta hasta que no lleguen vuestros embajado­ res. Me maravillo que aún no hayan llegado. Asi que hayan llegado yo estaré con ellos, y después estaré con el santo; y según encuentre su disposición, así os escribiré. Mas vosotros, con vuestros impuestos y noticias, me andáis estro!> Mt 10,22. 213

peando lo que se siembra. No obréis más así, por amor de Cristo crucificado y por vuestra utilidad. No digo más. Permaneced en la santa y dulce dilección de Dios. Jesús dulce, Jesús amor. Dada en Aviñón el día 28 de junio de 1376”.

Cuando efectivamente, en pleno julio, se presentaron los embajadores florentinos, se comprendió que los temo­ res del papa estaban fundados. Pazzino Strozzi, Alejandro delT Antella, Miguel Castellani rehusaron claramente tra­ tar por medio de Catalina, declarando que no tenían fa­ cultades para hacerlo. Habían salido de Florencia con ins­ trucciones que callaban sobre este punto, y esto tenía su explicación en el cambio de gobierno, ocurrido en Flo­ rencia a primeros de julio: los “Ocho de guerra”, quienes habían encargado a Catalina tratar, no estaban ya en el poder, y los nuevos no opinaban del mismo modo 19. A Gregorio XI no le quedaba más que nombrar pleni­ potenciarios diversos, que él eligió en las personas de Pe­ dro d’Estaing y Gil Acelyn de Montégut. 19 A la llegada de los embajadores a Aviñón, Catalina los llamó a sí, nos dice Raimundo, que estaba presente al coloquio, y les dijo que había buenas posibilidades para una paz duradera, dado que el papa le había confiado todo a ella. Ellos entonces «como un áspid sordo», se negaron. La sustitución del gobierno fue probablemente la verdadera razón de esta infidelidad: Raimundo explica que «algunos de aquellos que gobernaban la ciudad... deseaban la paz solamente de palabra, e íntimamente la querían sólo cuando hubiesen visto a la Iglesia en tanta pobreza, que no tuviese ya potencia temporal y no se pudiese vengar de ellos». El lo supo por los embajadores mismos.

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XX.

GREGORIO X I

Catalina, quedaba libre para dedicarse a los otros dos grandes fines que la habían llevado hasta el Ródano: el retomo del papa a Roma1y la preparación de la cruzada2. El primer asunto era el más complejo en cuanto abor­ daba problemas morales graves y dificultades de talla en el campo de los afectos, de las costumbres, de las llama­ das conveniencias, para los personajes de la Corte ponti­ ficia. Sería una exageración decir que muchos de los pre­ lados llevaban una vida desarreglada, mas sería ingenuidad negarlo con respecto a algunos3. Para estos últimos, na1 La estancia de los papas en Aviñón databa del 1309, es decir, desde que se estableció allí Bertrán de Got, Clemente V. Es intere­ sante el sucederse de las voces que amonestaron al papado en su «Ba­ bilonia»: desde Dante a Petrarca, desde el movimiento espiritual franciscano, que se adunó principalmente en torno a Hubertino de Casal, hasta la gran figura de Santa Brígida, la santa sueca que se afanó por el retorno ante Clemente VI, Inocencio VI, Urbano V. Este volvió a Roma en el 1367, para abandonarla de nuevo en el 1370; fue entonces la vez de Gregorio XI, a quien Santa Brígida dirigió aún sus exhortaciones, y al que, como hemos visto, se dirigió Catalina. En cuanto a Santa Brígida, cf. Proc., p.94.96-97.192-194. Ella acaso pudo haber conocido a Catalina, observa D e S anctis-R os m i n i , a través del amigo común Alfonso de Vadaterra, o.c., p292. La hija de Santa Brígida, Santa Catalina de Suecia, se encontró con Catalina, como veremos en seguida. 2 Proc., p.44-45. Caffarini se refiere a cuando él había oído a Catalina predicar la cruzada, y dice que en Siena había ya ^algunas personas dispuestas a partir para Tierra Santa. Habla también des­ pués de sus ruegos a Gregorio XI. El reemprender la cruzada cons­ tituía un ideal entre otros, promovido por Juan XXII y Clemente VI, después de la llamada VII Cruzada del fin del 1200, que en realidad fue la última. El movimiento cruzado era acaso la expresión más ex­ clusiva del espíritu medieval, y no se realizaba va más con facilidad en el trescientos tardío, cuando el humanismo había ya influido sobre el monolito de la Edad Media. Ya con Federico II la actitud hada el Oriente había tenido un sesgo más netamente político. 3 De todo esto habló Catalina personalmente a Gregorio XI, mos215

turalmente, la separación de su mundo demasiado dulce se hacía dramática, pero también para los buenos se tra­ taba de superar el apego a las familias y al ambiente. Toda una serie de figuras femeninas, madres, hermanas, cuña­ das, sobrinas, protestaba y desaconsejaba, y estaban luego las figuras de la culpa, las amantes de altos dignatarios y hasta de algún cardenal. ¿Cómo desarraigar a los pro­ tagonistas, franceses en su mayoría, de este mundo agra­ dable, refinado, y, especialmente, cómo arrancar a los culpables de su pecado? Las señoras de Aviñón eran típicas. Casi todas de la clase alta y de ingenio sutil, se interesaron bien pronto, y en tono cada vez más vivo, por la Santa italiana apare­ cida en medio de ellas. Los frecuentes éxtasis exaltaron su curiosidad femenina y removieron la incredulidad de algunas que quisieron comprobarlos: se pusieron a pinchar los pies de la Santa arrebatada en oración sobrenatural y se pasmaron de su total insensibilidad. La sobrina del papa, Elisa de Turenne, fue más decidida que las otras y una vez taladró el pie con un largo alfiler, que no pro­ vocó ni sombra de reacción en Catalina... Mas no fue así después del despertar, cuando la pobre traspasada cojeó durante varios días a causa de la herida4. Sin embargo, las damas del Ródano no se libraron de la gran fascinación de la sienense; porque ante ellas pasa­ ba una realidad desconocida hasta entonces. ¿Qué era aquel soplo misterioso que animaba a una pobre plebeya, no bella y analfabeta, qué era aquella seguridad, aquella humildísima soberanía que no poseía ningún príncipe? La voz de Catalina tenía una resonancia materna irresistible; y los ojos, sus ojos profundos que pertenecían mucho más trando conocer la Curia; y, puesto que el papa se maravillaba de que ella, apenas llegada, estuviese tan informada, Catalina prorrumpió con majestad, diciendo que había sentido mayor hedor de los pecados de la curia estando en Siena, del que sentían aquellos que los come­ tían. Raimundo, presente como intérprete, se maravilló de su audacia frente al pontífice: cf. R 152 (Ra, lia., IV, p.114-115). 4 Proc., p.165, 15; p.303, 25-30. Cf. Supl., II, VI (cf. SCaf II p.355). 216

a una alma que a un rostro, sonreían y fulguraban. Entre as insignes aviñonesas, también alguna avezada a inge­ niarse en el agua turbia y a esconder graves vergüenzas, se sentía atraída y con todo en sujeción, y, como las otras ítnerlocutoras, asumía el tono de persona irreprochable. Un día se le acerca una, toda dignidad y buenas mane­ ras, y entabla conversación con Catalina y con Raimundo. Y Catalina fírme en no responder y en estar vuelta para otra parte. Aquella insiste, mas la Santa no cambia de actitud. Terminado el intento, Raimundo pregunta: —¿Por qué no la habéis atendido en absoluto? Y Catalina: —Si hubieseis sentido el hedor que yo sentía, hubieseis vomitado. En realidad, la cortés visitante era la amiga de un car­ denal 5. No olvidemos que la Santa tenía el don sobrenatural de leer en el interior de las almas, y se valió de él en un coloquio decisivo con Gregorio XI. Indeciso aún —y digamos también que comprensiblemente, dadas las cir­ cunstancias—, el pontífice no se adhería a la cálida exhor­ tación de Catalina para que retornase a Roma; en un cierto momento ella le dijo: —¿No recordáis, Santidad, la promesa que hicisteis al Señor cuando aún erais cardenal? Había prometido, efectivamente, volver a llevar la Sede de Pedro a la Ciudad Eterna, si esto dependiese de él; mas, si la promesa era una realidad, ¿cómo podía cono­ cerla aquella joven venida de lejos, que jamás había oído nombrar entonces al cardenal Pedro Roger de Beaufort? 5

R 153 (Ra, l.c., p.115). En contraste citamos un testimonio del

Proceso sobre el comportamiento de Catalina: «La virgen creció tanto

en la pureza virginal de modo que infundía la castidad también en los otros; ... muchos fueron los que sintieron que em anaba de ella el perfume de la pureza, y cosa aún más notable, no ocurrió de ningún modo que nadie se comportase impúdicamente con ella ni lo mis mínimo, mas hablando siempre honestamente con día P°L, respeto, obtuvieron el pudor y la castidad santa* (Proc., p.120 pár.20-26). 217

Gregorio XI callaba. Delante de él callaba también ahora la muohacha de Fontebranda; mas el papa sentía una vez más que lo sobrenatural le rozaba y le invitaba por medio de aquella extranjera humildísima. Tantos as­ pectos suyos revelaban la impronta de Dios... ¿y qué era aquel don casi único —por lo menos en grado y me­ dida concedido a ella— de ver mejor las almas que los cuerpos? “No me doy cuenta de lo que me ocurre al­ rededor” —había dicho Catalina, refiriéndose a la reali­ dad física de las personas y de los hechos—; mas en cuanto a las almas, eran un libro abierto para ella, un gran libro en el cual ella debía escribir la palabra “amor”. Aquel fue uno de los momentos decisivos para el pro­ grama papal. No se toma en 1376 una resolución “de Aviñón a Roma” 4 así, de repente; sino que más bien se edifica poco a poco, en virtud de pruebas y contrapruebas, y, sobre todo, de impulsos de lo alto. Todo esto vale de un modo especial para un Gregorio XI, hombre manso, reflexivo, temeroso de ofender a los demás y de afligirles: más que por sí mismo, el pontífice dudaba por los otros. Aún le llegaron cartas de Catalina, ya que las palabras parece que no bastaban. A la Santa le urgía tratar aún con el papa Gregorio; mas las audiencias no estaban al alcance de la mano cuando y como ella hubiera querido, y, por lo demás, ninguna audiencia de por sí sería sufi­ ciente7. Era preciso martillar con el mazo santo de una tenacidad querida por Dios, era preciso aplicar el pico a 4 Proc., p.294, 25-35; p.301, 10. Gregorio XI insistía para saber por ella si la resolución tomada era justa, dadas las dificultades. Después de haberse batido, la Santa mostró así la evidencia de las cosas. 7 Catalina no podía obtener de Gregorio XI largas audiencias, que por la diferencia de la lengua, por lo demás, habrían resultado menos útiles. Parece, pues, que ella, retirándose, dictaría la síntesis de su pensamiento y del coloquio a escribanos que traducían al latín (las cartas a Gregorio XI fueron enviadas en esta lengua) y así nacieron las cartas al papa escritas desde Aviñón; son cuatro: la 233 Tomm. (LXXVI Dupré-Thes.), de julio-agosto; la 231 Tomm. (LXXVII Du­ pré-Thes.), del verano; la 238 Tomm. (LXXX Dupré-Thes.), del co­ mienzo de septiembre; la 239 Tomm. (LXXXI Dupré-Thes.), con­ temporánea de la precedente. 218

los recintos de la debilidad terrena, y luego batir aún y descombrar los residuos. Porque eran demasiadas las vo­ ces contrarias que se levantaban en torno a Gregorio para detenerlo alejado de Roma. Los cardenales aducían el ejemplo de Clemente IV *, quien había evitado tomar gra­ ves decisiones sin el consejo del Sacro Colegio, y Catalina les contraponía la conducta de Urbano V el cual decidió por sí lo que intentaba hacer. ^ Santísimo padre en Cristo, dulce Jesús, vuestra indigna y miserable hija Catalina se os recomienda en su preciosa san­ gre; con deseo de veros piedra firme fortificada en el bueno y santo propósito; de suerte que los muchos vientos contra­ rios que os azotan, de los hombres del mundo por ministerio e ilusión y por malicia de los demonios, no os perjudiquen; los cuales quieren impedir tanto bien como se sigue de vues­ tra ida. Entendí por el escrito que me mandaste que los cardenales alegan que el papa Clemente IV, cuando tenía que hacer una cosa, no la quería hacer sin el consejo de sus hermanos los cardenales. Y supuesto que muchas veces le pareciese que fuese de más utilidad el suyo mismo que el de ellos, no obstante seguía el de ellos. Ay de mí, Padre san­ tísimo; éstos os alegan a Clemente IV; mas ellos no os ale­ gan al papa Urbano V, el cual, en cuanto a las cosas de que dudaba si sería lo mejor hacerlas o no, entonces quería el consejo de ellos; mas de lo que era cierto y manifiesto, como es para vos vuestra ida, de la cual estáis cierto, él no 8 Clemente IV, elegido en 1265, hubo de desenredarse de la complicada red de la herencia de Federico II; pactando con Carlos de Anjou e invistiéndole con el reino de Sicilia, logró eliminar a Manfredo en la batalla de Benevento (1266), pero más tarde también la convivencia con el de Anjou no se reveló menos difícil. Murió en 1268 en Viterbo. 9 Urbano V tuvo un pontificado complejo, que se extendió del 1362-1370. Hombre íntegro y reformador activo, llevó al solio la voluntad de transferir la sede papal a Roma y promover la cruzada, con una política de paz hacia Bernabé Visconti y los otros soberanos, que permitiese reunir las fuerzas. Urbano volvió a Roma en el 1367, mas, esto no obstante, el tono de la corte siguió siendo aviñones, y después de algún tiempo, cuando la actitud del papa se fue clarificando más y más, el descontento de los romanos creció hasta tal punto, que fue obligado a retornar a Aviñón, donde murió, venerado por el pue­ blo como un santo. Levasti conjetura que la grave deasión tomada por Urbano, de volver la sede a Aviñón, habría nacido de su conciencia de estar próximo a la muerte: convenado de queen Roma no podría tener lugar una elección libre, obró de modo que el p ximo conclave se desarrollase en Aviñón (o.c., p.44oj. 219

se atenía al consejo de ellos, sino que seguía el suyo y no se preocupaba de que todos le fuesen contrarios. Me parece que el consejo de los buenos sólo atiende al honor de Dios, a la salud de las almas y a la reforma de la santa Iglesia, y no al amor propio de ellos. Digo que el consejo de éstos es de seguir, mas no el de aquellos que amaren sólo su vida, los honores, estados y delicias; ya que su consejo va allá adonde tienen el amor. Os ruego de parte de Cristo crucifi­ cado que plega a vuestra santidad resolveros pronto. Usad un engaño santo; esto es, pareciendo prolongarlo más días, y hacerlo luego de repente y pronto, porque cuanto más pronto, menos estaréis en estas angustias y trabajos. Aún me parece que ellos os enseñan, dándoos el ejemplo de las fie­ ras, que, cuando escapan del lazo, no retornan más allí. Hasta aquí habéis escapado del lazo de sus consejos, en el cual os hicieron caer una vez, cuando retardasteis vuestra venida; cuyo lazo hizo tender el demonio, para que se si­ guiese el daño y el mal que se siguió. Vos, como sabio, ins­ pirado por el Espíritu Santo, no caeréis más allí. Vayamos pronto, dulce Padre mío, sin temor alguno. Si Dios está con vos, ninguno estará contra v o s10. Dios es el que os mueve: así que El está con vos. Id pronto a vuestra esposa, que os espera toda empalidecida, para que le deis el color. No quiero gravaros con más palabras; que muchas tendría que decir sobre esto. Perdonadme a mí presuntuosa. Humil­ demente os pido vuestra bendición. Jesús dulce, Jesús amor” ll.

Y entre julio y agosto Catalina insistió: “En nombre de Jesús crucificado y de la dulce María. Santísimo y beatísimo Padre en Cristo, dulce Jesús; vues­ tra indigna y miserable hija Catalina os conforta en su pre­ ciosa sangre; con deseo de veros sin temor servil alguno. Considerando yo que el hombre temeroso corta el vigor del santo propósito y buen deseo; y por eso yo he rogado y rogaré al dulce y buen Jesús que os quite todo temor servil y permanezca sólo el santo temor. Haya en vos un ardor de caridad así y de tal suerte que no os deje oír las voces de los demonios encarnados, y no os haga mantener el con­ sejo de los consejeros perversos fundados en el amor pro­ pio, que, según lo que yo entiendo, os quieren meter miedo para impedir por miedo vuestra venida, diciendo: “Vos se­ réis muerto”. Y yo os digo de parte de Cristo crucificado, Padre dulcísimo y santísimo, que no temáis por nada. Venid con seguridad; confiaos a Cristo, dulce Jesús; porque ha­ ciendo lo que debéis, Dios estará sobre vos, y no habrá nadie que esté contra vos. ¡Arriba virilmente, Padre! Que 10 Rom 8,31. 11 Carta 231 Tomm. (LXXVII Dupré-Thes.). 220

yo °® 5ue no os conviene temer. ¡Si no hiciereis lo que debéis hacer, entonces habréis de temer! Vos debéis venir. Venid, pues. Venid dulcemente sin temor ninguno. Y si algún doméstico os quiere impedir, decidle osadamente como dijo Cristo a San Pedro, cuando por ternura le quería retraer para que no fuese a la pasión; Cristo se volvió a él, diciendo: V ete atrás de m í'2, Satanás. Tú me eres escándalo, buscando las cosas que son de los hombres, y no aque­ llas que son de Dios. ¿Y no quieres tú que yo cumpla la volun­ tad de mi Padre? Haced vos así, dulcísimo Padre; seguidle

como vicario suyo, deliberando y afirmando en vos mismo, y, delante de ellos, diciendo: Si en ello me fuese la vida mil veces, yo quiero cumplir la voluntad de mi Padre. Su­ pongamos que no nos vaya en ello la vida; todavía, em­ plead la vida y la materia para adquirir continuamente la vida de la gracia. Por tanto, confortaos y no temáis, que ni tenéis necesidad. Tomad las armas de la santísima cruz, que es la seguridad y la vida de los cristianos. Dejad decir a cada uno lo que quiera y mantened firme el santo pro­ pósito. Díjome mi padre, fray Raimundo, de vuestra parte que rogase a Dios si hubieseis de tener impedimento; y yo había rogado antes y después de la santa comunión, y no veía ni muerte ni peligro ninguno. Los peligros que ponen los que os aconsejan. Creed y confiad en Cristo, dulce Je­ sús. Yo espero que Dios no despreciará tantas oraciones hechas con tan ardentísimo deseo, y con muchas lágrimas y sudores. No digo otra cosa. Permaneced en la santa y dulce dilección de Dios. Perdonadme, perdonadme. Jesu­ cristo crucificado esté con vos. Jesús dulce, Jesús amor” 13.

En los curiales de Aviñón la visión de la Roma lejaní­ sima, grandiosa, arruinada e infestada de todos los peli­ gros de la rebelión y de la violencia, suscitaba el espanto; y buscaban transmitir esta misma impresión al ánimo del pontífice. Conocedora de los obstáculos promovidos con­ tra la voluntad de Gregorio, le escribía Catalina a prime­ ros de septiembre: "... Parece que la divina bondad os requiera tres cosas. De la una doy gracias a Dios y a vuestra Santidad, que El ha afirmado y consolidado vuestro corazón, haciéndoos fuer­ te contra las batallas de aquellos que os lo querían impedir, esto es, de ir a ocupar y poseer vuestro lugar. Gozo y exulto de la buena perseverancia que habéis tenido, llevando a la práctica la voluntad de Dios y vuestro buen deseo .

13 ^ C a rta lh Tomm. (LXXVI Dupré-Thes.). 221

Y después de haber expuesto las otras dos “cosas”, es­ to es, promover y publicar la cruzada, y purificar la Igle­ sia de los ministros indignos, extirpando vicios y defectos, concluye: “Os ruego, Padre santísimo, por amor del Cordero desan­ grado, aniquilado y abandonado en la cruz, que vos, como vicario suyo, cumpláis esta dulce voluntad, haciendo lo que podéis hacer; y después seréis excusado delante de El, y vuestra conciencia descargada. Si no hicieseis lo que podéis, seréis muy reprendido de Dios por ello. Espero por su bon­ dad y vuestra santidad que vos lo haréis; que así como habéis hecho una, haberla llevado a la práctica, esto es, lo de vuestra ida, así cumpliréis las otras: lo del santo viaje, y lo de perseguir los vicios que se cometen en el cuerpo de la santa Iglesia. N o digo más. Perdonad mi presunción. Micer el Duque sé que vendrá a vos para tratar con gran deseo del hecho del santo viaje, como está dicho I4. Dadle buena impresión por amor de Dios; cumplid su dulce deseo. Permaneced en la santa y dulce dilección de Dios. Os pido humildemente vuestra bendición. Jesús dulce, Jesús amor” 15.

Mas he aquí un cuento que se propaga en la Corte: un presagio fúnebre. Dicen y repiten con insistencia que los italianos son famosos envenenadores, y que en Roma ya están preparados vinos mortales para Gregorio XI. En este sentido llega también una carta que lleva la firma (¿falsificada?) del franciscano Pedro de Aragón, un per­ sonaje venerado de muchos y estimado por el papa. El ad­ vierte que el veneno está de verdad preparado en Roma para el pontífice...16. Frente a tales patrañas, que pretenden quebrantar la buena voluntad de Gregorio XI, se levanta Catalina y es­ cribe una carta famosa, estigmatizando un tal modo de proceder; declara falsa la noticia, apócrifo el mensaje del franciscano, y del presunto escritor dice: 14 En esta misma carta Catalina ha indicado al papa el jefe ideal de la cruzada en la persona del Duque de Anjou. u Carta 238 Tomm. (LXXX Dupré-Thes.). 14 La advertencia tenía tanto más peso cuanto Pedro de Aragón era uno de los cálidos propugnadores del retorno del papa a Roma. Cf. De S anctis -R o s m in i , o.c., p.308.

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él se pone el vestido de la humildad para ser bien creído. Es, pues, gloriosa esta virtud, con la cual se cubre la soberbia! Este ha hecho en esta carta con vuestra Santidad, según yo lo he comprendido, como hace el demonio en el alma, cuando muchas veces bajo color de virtud o de compasión le echa el veneno... Mas pronto, Padre, podréis esclarecer si ella ha venido de aquel hombre justo, o no. Y me parece que, según el honor de Dios, le debéis buscar... Mas a mí no me parece que supiese bien el arte aquel que la hizo — ¡debíase, pues, ponerse en la escuela!— y me parece que él ha sabido menos que un niño”.

Advierte después con sentido realista que: “veneno se encuentra también en las mesas de Aviñón y de otras ciudades, como en la de Roma; y también se lo encuentra templadamente (ordenado) para el mes y para el año, según pluguiere al comprador: y en todo lugar se lo hallará” 17.

Estas grandes páginas vencieron. El papa recurrió efec­ tivamente a la estratagema aconsejado por la Santa, hizo preparar y permanecer algunas galeras en Marsella por algún tiempo, sin decir para qué deberían servir; después, la mañana del 13 de septiembre, se despidió de los carde­ nales, que estallaron en llanto, y de su padre, el conde Guillermo de Beaufort. El anciano intentó hasta lo últi­ mo retenerlo y se echó atravesado en el umbral de la puerta; sobre él aceleró el paso el “tímido” e “irresoluto” Gregorio... Parecía que al lado del papa en aquel mo­ mento caminase Catalina, creatura de sangre y de fuego11. El cortejo papal se puso en marcha por tierra hacia Marsella, donde habría de emprender el camino por mar en las naves preparadas y ancladas en aquel puerto. 17 Carta 239 Tomm. (LXXXI Dupré-Thes.). 18 Parece que Gregorio XI, pasando sobre su padre, hubiese ex clamado: «Super aspidem et basiliscum ambulabis, et conculcabis leonem et draconem» (Sal 90,13).

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R E T O R N O A ROMA

El viaje aquel de Gregorio XI fue un viaje borrascoso, y se abrió con una demora en tierra de Francia. Sólo el 2 de octubre salió el papa del monasterio de San Víctor de Marsella y se embarcó en la galera de Ancona, man­ dada por el Gran Maestre de los Caballeros de San Juan, Fernando Juan de Heredia. Los presentes a la separación definitiva descubrieron la tristeza profunda y las lágrimas de aquellos que se quedaban: también lloró Gregorio. Y, ciertamente, se preguntó dónde podría encontrarse ahora Catalina, quien había partido de Aviñón con su cuadrilla el 13 de septiembre como el papa, mas a pie, y ninguno había tenido más noticias de la comitiva sienense. El día siguiente, 3 de octubre, en la soledad del mar abierto, las naves papales fueron embestidas de una vio­ lenta tempestad y obligadas a resguardarse en varias en­ senadas habitadas por grupos de pescadores; luego costea­ ron entre vientos contrarios, parándose en Saint Tropez, Niza y Villafranca... Ante el alto arrecife de Monaco, hoy todo colores y resplandores, entonces alto y solitario entre el verde sombrío de los pinos marítimos, los vientos se hicieron más impetuosos y obligaron al de Heredia a virar en redondo volviendo hacia atrás. La hábil maniobra sal­ vó las naves, que, con todo, sufrieron mucho tiempo la violencia del huracán, tuvieron las velas rasgadas y los mástiles rotos, irguiéndose oblicuas en las crestas de abis­ mos líquidos tras ráfagas de espuma. Después que las aguas se aplacaron, la flotilla pontificia se deslizó hasta Savona, a donde llegó el 17 de octubre; y hasta Génova, echando allí anclas el 18 de octubre'. \ :•

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1 «...fatigado del desastroso viaje por mar de Francia a Italia,

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Desembarcaron después del alivio de aquellos cinco úl­ timos días de paz. El recibimiento fue solemne, mas el primer contacto con la tierra italiana pareció semejante a un despertar en medio de otros torbellinos. Supieron que Roma estaba en rebelión abierta y que la guerra con los florentinos tomaba un cariz desfavorable. El papa reunió en consejo a los cardenales, cuya mayoría compacta votó por el retorno a Aviñón. Todas estas dificultades inverosímiles pusieron a dura prueba y arrojaron en la incertidumbre el ánimo de Grego­ rio, a quien había ya costado tanto arrancarse a sí mismo y a la curia de la cómoda vida aviñonesa, y al que le ha­ bían tocado luego contrariedades continuas, pequeñas o grandes, irritantes o pavorosas. Ahora el papa parecía próximo a agotar el empeño de su voluntad y, sobre todo, la reserva de su confianza en el retorno a Roma empren­ dido contra el consejo y las súplicas de todos. Al mismo tiempo que el papa, mas por otro camino y en otra nave, viajaron y navegaron Catalina y sus compañe­ ros 2. Partieron de Aviñón el mismo 13 de septiembre, lle­ garon a pie hasta Toulón, donde Catalina fue rodeada de un intenso movimiento de curiosidad y de admiración por parte del pueblo, y hasta el obispo vino a saludarla3. Para escapar a otras eventuales manifestaciones de este género, los viajeros se embarcaron entonces en un navio ligero, mas se encontraron también ellos en mala situación en la mar abierta y a altas horas de la noche4. “Me acuerdo que una vez —cuenta Raimundo de Ca­ pua—, estando muchos en el mar con Catalina, hacia la se detuvo algunos días en Génova para descansar...»: Supl., II, I, 1 (SCaf III p.365). „ . VT . . . . . a 1 «Durante el retorno del papa Gregorio XI de Avinón a Kom la santa virgen lo precedía con su comitiva, en la cual estaba yo también»: R261 (cr. Ra, lia., VIII, p.206). 1 Cf. Proc., p.141 pár.10. En Tolón y en Génova acudieron a la Santa también de noche, no bastando las jornadas. ™i < “ Por tradición se hace proseguir a Catalina por tierra de Tolón a Génova; mas el pasaje de Raimundo aquí citado nos induce a pensar que la Santa haya hecho una buena parte por mar.

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mitad de la noche cesó el viento favorable y el timonel co­ menzó a asustarse diciendo: —Estamos en un punto peligroso, y si se levanta el viento de flanco, o es necesario terminar muy alejados o arrimarse a las islas. Y yo fui a la virgen: —Oh Madre, ¿no ves en qué peligro estamos? Y ella en seguida: —¿Qué tenéis vos que hacer? Poco después comenzó el viento contrario y el timonel dijo: —Es necesario volver para atrás. Yo se lo referí a la virgen y ella me respondió: —Que dé la vuelta en el nombre del Señor y vaya como el Señor manda el viento. El timonel cambió la dirección y volvimos para atrás, mas ella agachó la cabeza, oró, y no habíamos recorrido un trecho largo como un tiro de ballesta cuando volvió a soplar el viento de antes y con la ayuda de Dios, termi­ nada la hora de los maitines, nos encontramos con alegría en el puerto al que nos dirigíamos, y cantamos fuertemente: Te Deum laudamus» s.

Acaso aquel lugar era Saint Tropez; y es cierto que desde allí la comitiva prosiguió a pie \ Se encaramaron sobre las altas colinas, descubriendo cada vez un perfil diverso de las costas y un diverso centelleo del mar en las ensenadas más o menos anchas y escarpadas. ¡Cómo variaban las sombras y los reflejos vistos desde lo alto y la gran mancha verde de los pinos revueltos por el viento en mil caprichos de cabelleras compactas y de ramojos so­ bresalientes, en una ilimitada inquietud, un poco semejan­ te a la del mar! Con la vegetación atormentada alternaban salientes de piedra rosácea o gris, de suerte que los viaje­ ros en ciertos momentos se movían a pico sobre las aguas 5 R99 (Ra, la., X, p.66). ‘ El camino que Catalina seguía probablemente era el resto de una vía romana, caída en el más grande abandono: la vía Aurelia o Emiliana, que entra en Italia junto a Ventimiglia.

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y lograban hacinarse a la roca; después se internaban aún en las lomas nentes en pleno sol, y sin perder jamás el reflejo del mar que llenaba el horizonte. Sus ojos se inundaron de azul y de oro hasta la pro­ fundidad de las órbitas y así fue estupendo alabar días y días al Creador de tantas maravillas. — ¡No veis estos prados floridos! —exclamaba Catali­ na—. ¡Cómo honran a Dios y le alaban todas las cosas! Y otro día ante un hormiguero: —Estas hormiguitas han salido como yo de la mente de Dios; El se ha cansado igual para crear los ángeles y para crear éstas y las flores7. El 3 de octubre llegaron a Varazze', donde había na­ cido Jacobo, autor de la “Leyenda Aurea”, y encontra­ ron la peste que había diezmado la población. “Construid una capilla en honor de la Santísima Trinidad”, acomsejó Catalina a los del pueblo, que la rodeaban. Ellos obe­ decieron y cesó la peste. El 4 de octubre, día de San Francisco, llegaron a Génova, y se hospedaron en el palacio de Monna Orietta Scotti en la Vía del Canneto, en la proximidad del puerto y casi a igual distancia de la catedral de San Lorenzo y del famoso palacio de la Compañía de San Jorge *. Los Scotti, quienes luegon fueron fusionados con los Centurione, de modo que dieron origen a las ramas in­ signes de los dos gloriosos apellidos, eran ya antiguos, desde hacía dos siglos, en Génova cuando Catalina vivió junto a ellos, y pertenecían a las familias de los “viejos albergues”, las más vetustas del Medievo genovés. 7 Recuerda el dicho de Dios a Catalina: «Me es un fácil crear un ángel como una hormiga...»: R 122 (Ra, lía., I, p.88). ' «Vigilia B. Francisci», dice el Proceso. Aquel día la Santa llamo a Raimundo y le dijo que después de muchos años aquel mismo día él con sus manos trasladaría sus restos: cosa que se verifico real­ mente (Proc., p.301 pár.15-20). Habría querido que se dedicase un nuevo convento dominicano a Jacobo (o Santiago). Este fue fun Cn* ^«Habitamos un mes en Génova, en la casa de la noble y devota Monna Orietta Scotti...* (Proc., p.345 pár.15; rf. p26 4 - «Aquella señora tenía gran cuidado de todos» (Proc., p.264 pár.lUJ. 227

De este modo, todos los protagonistas del caso se vol­ vieron a encontrar en Génova: Catalina y los suyos se habían detenido, acaso por previsión consciente, esperando la llegada del pontíficel0. Esta oportunidad era algo más: era una necesidad real. Gregorio mismo, después del Consistorio negativo tenido en Génova, sentió el apremio de hablar con Catalina, y prefirió un coloquio exento de etiquetas y de formalidad. Se trasladó personalmente al palacio Scotti, sin acompaña­ miento y sin aviso previo, de incógnito, vestido como uno de tantos sacerdotes de la ciudad, preguntó por Catalina y habló con ella hasta bien entrada la tarde ". El coloquio tuvo lugar en la estancia misma de la Santa, ya que el visitante había sido acompañado hasta allí, con sencillez. Catalina quedó sofocada por la emoción, se pos­ tró delante del Vicario de Cristo, él la levantó, y se pu­ sieron a hablar. El papa estaba abatido y quería saber el juicio de la consejera extraordinaria respecto de la si­ tuación a seguir. Una vez más encontró en ella claridad y seguridad, ob­ tenidas con una interpretación simplicísima; justamente en este modo constante de “comprender” la realidad, consis­ tía también entonces la gran coherencia del pensamiento de Catalina. Ella, con un solo movimiento que pareció tan ligero también a Gregorio XI, transfirió todo el enredo de hechos, dificultades, complicaciones humanas al terre­ no de lo sobrenatural. De repente, la mole oscura formada por tantas contradicciones apareció límpida como un cris­ tal. En aquella altura y en aquella blancura existía sólo una realidad: el deber, esto es, Roma; un solo porvenir, '* «Llegada a Génova, se paró allí para esperar al pontífice y a la curia romana, porque se habrían de parar allí algunos días para descansar, antes de proseguir el viaje hacia Roma»: R261 (cf. Ra, Ha., VIII, p.206). 11 «... puso toda diligencia para poder visitarla ... por ende pensó satisfacer este su deseo de noche, no pareciéndole conveniente... ir a visitarla en su propia casa patentemente de día...»: Supl., II, I, 1 (SCaf III p.365); ct. el Supl., en parte también para el resto del coloquio.

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esto es, la confianza en el Señor. Por más objeciones y pre­ guntas que quisiese aún poner Gregorio para lograr un máximo de tranquilidad, el parecer de Catalina brillaba siempre más vivamente. Y además había también en el toque decisivo de la Santa uno nota de urgencia: no sólo era necesario reemprender el viaje por mar, por tierra, entre amigos o enemigos, todo esto sólo tenía una impor­ tancia secundaria; sino que era preciso hacerlo en seguida. En una oración suya ella comparaba la venida del papa a Roma con la de Cristo al mundo: “ ¡Oh Padre omnipotente, Dios eterno...! Tú eres el Dios eterno e incomprensible, el cual, estando muerto el linaje humano por la miseria de su fragilidad, movido sólo por amor y piedad clementísima, has mandado a nosotros a ese verdadero Dios y Señor nuestro Cristo Jesús, tu Hijo, vestido de nuestra carne mortal, y has querido que no vi­ niese con deleites y pompas de este mundo, mas con angus­ tia, pobreza y tormentos... ¡Oh amor incomprensible! Tú eres aquel mismo que, enviando a tu vicario a redimir los hijos muertos, por haberse separado de la santa obediencia de la santa madre Iglesia única Esposa tuya, le mandas con angustia y peligros, como enviaste al amado Hijo tuyo nues­ tro Salvador, a librar a tus hijos muertos de la pena de la desobediencia y de la muerte del pecado”.

Era un deber actuar pronto: “Y si su tardanza te desagrada, ¡oh Amor eterno!, casti­ ga por ella mi cuerpo, que te lo ofrezco y entrego, para que le aflijas con los flagelos y para que destruyas según sea tu parecer... Haz, pues, Piedad eterna, que tu Vicario sea comedor de almas, ardiendo del santo deseo de tu honor adhiriéndose sólo a Ti” 12.

El coloquio fue decisivo. Finalidad del papa Gregorio había sido asegurarse el sostén constante de la oración de Catalina ante el Señor, y ella le prometía que le segui­ ría con su intercesión, y le pidió que la recordase a ella en la santa misa 15. Los cardenales al día siguiente vieron un Gregorio diverso, resuelto, sereno, y, ciertamente, una 12 Oración III, en la edic. de 13 S u p l, l.c.

G ig l i .

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parte de aquella firmeza se esparció también en sus áni­ mos aviñoneses. El 29 la flota pontificia volvió a hacerse a la mar y Catalina se detuvo en Génova algún día más ", después se dirigió también ella hacia Livorno seguida de los suyos. El papa desembarcó aquí el 7 de noviembre, y encontró una acogida cordial y magnífica que le ofreció Pedro Gam­ bacorti. Las torres del castillo, que fue núcleo de la actual Li­ vorno, surgían directamente desde las aguas, concluyendo y subrayando con su talle de baluartes los aspectos alme­ nados del reducto fortificado, erigido para protección del puerto mismo 15. En el interior de la ciudadela los estre­ chos callejones separaban las murallas de los diversos cas­ tillos, mientras fuera del recinto no surgían construccio­ nes importantes, sino que empezaba el descenso de las marismas, alternando con trechos de tierra sólida cubier­ tos de pinares que llegaban hasta las cercanías de Pisa. La acogida del papa se desarrolló también por parte de los Ancianos de Pisa, quienes “presentaron al Padre cuatro terneras y ocho corderos capones, cuatro toneles de vino, diez sacas de pan, cincuenta libras de dulces, cien übras de cera, cincuenta pares de capones; y el Padre Santo aceptó todo; y a los cardenales se les regaló cuatro 14 En Génova Catalina tuvo numerosos encuentros con «letrados, doctores y maestros en teología, especialmente con aquellos tenidos en reputación por su excelente doctrina...», con profesores de Letras o de Leyes, y con los Senadores de la ciudad. Frecuentemente estos insignes personajes salían del coloquio con ella «agitados, llenos de un terror insólito», sacudidos por la vida sobrenatural que alimentaba a Catalina. Ella tenía un trato amable con todos los humildes, con los penitentes, con los perseverantes. Cf. Supl., II, 1,2-3 (SCaf III p.366s). En Génova se pusieron enfermos Neri de Landoccio y Este­ ban Maconi, curados milagrosamente por la Santa: R 262-264 (Ra, Ha., VIII, p207-209); cf. Proc., p.345 pár.10. 15 El «Porto Pisano» y el pueblo vecino de Livorno, dominados entonces por la República de Pisa, aunque ya parcialmente fortifi­ cados con torres, como la del banco de la Meloria u otras, habían sufrido en 1364 dos graves ataques de parte de los genoveses y de los florentinos, que les habían causado grave daño. Dice Repetti que la buena acogida hecha a Gregorio XI atestigua la renovación de la pe­ queña ciudad (o.c., palabra «Livorno»).

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corderos capones, cuatro sacas de pan...” Todo esto era consecuencia de una nueva pausa de neutralidad de la Re­ pública Pisana, la cual el 12 de marzo del mismo año 1376, como hemos dicho, había entrado a formar parte de la Liga florentina, y, sin embargo, se encontraba ahora en una disponibilidad provisoria, que le permitía presentar homenajes al papa. Antes del 15 de noviembre las naves papales levaron anclas ”, y antes de esta partida llegaron también Cata­ lina y los suyos a Livorno y a Pisa. Este fue el mo­ mento en que el camino del papa y el de la Santa se separaron. Gregorio navegó hacia Piombino", a donde llegó el 25 de noviembre, y hacia Corneto, donde desem­ barcó el 7 de diciembre para una larga parada. Catalina se detuvo en Pisa, donde encontró a Lapa, que había veni­ do a su encuentro, acompañada de fray Tomás della Fonte y de otros varios de la familia cateriniana. La santa despachó en seguida a casa, esto es, a Siena, a Esteban Maconi, esperado con impaciencia por su madre, Monna Juana, y se detuvo por un mes en Pisa con los otros ”. Esteban llegó felizmente a Siena, pasando desde Peccioli “, por una ruta que él mismo, escribiendo a Neri “ Así dice la ya citada Chronica de R a n ieri S ardo , p.192; cf. JOERGENSEN, 1.III,IV, p.380.

17 Partieron acompañados de una galera más, la del Gambacorti. M También Piombino estaba bajo la jurisdicción de Pisa, y estaba especialmente ligada a Pedro Gambacorti que, como desterrado, se había refugiado allí antes de tener el dominio de Pisa, y allí había hecho edificar una iglesia bajo su patronato. .c u w Tanto Lapa como Monna Juana de Corrado, madre de Esteban Maconi, habían enviado mensajes a Catalina, lamentando la lejanía; a ambas había respondido Catalina con cartas, la de Lapa fechada en oct-nov. (la LXXXIII Dupré-Thes., 240 Tomm.), y en noviembre la de Monna Juana (la LXXXVI Dupré-Thes., 27 Tomm.). \a por sí, ya por Esteban Maconi, ella, frente a las madres, solícitas de los bienes temporales, reivindica la necesidad de un santo desapego para la salvación eterna. . A , *ACi, 20 Peccioli era entonces posesión de Pisa y lo fue hasta el 14U6, en que pasó a los florentinos. En el pasado más reciente el P^c había sido disputado y Pisa había logrado mantenerlo con trabajo, evidentemente, era un punto clave para el dominio del Val C f. R e p e t t i , palabra «Peccioli».

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de Landoccio, calificaba como infestada de bandidos y erizada de peligros, tanto que añadía: “cuya cosa, si se me hubiera manifestado, jamás me hubiera movido; y digo esto a fin de que vos vengáis sabiamente. Mas cierta­ mente en nuestro venir y en nuestro llegar y estar me ha sido manifestado que la oración de nuestra dulcísima Ma­ dre ha contribuido mucho, aún el todo, ocupándose de todo bien que ha seguido, etc.” 21 Catalina aún tuvo tiempo de escribir a Neri tres cartas antes de que la cuadrilla llegase a Siena22, cosa que ocu­ rrió por Navidad. Desde allí la Santa escribió al papa Gregorio, quien pasaba las Navidades en Corneto, en­ vuelto en noticias contrastantes: las fases de la guerra se desarrollaban desafortunadamente; Ascoli había caído en manos de la Liga el 14 de diciembre, Bolsena se había rebelado, y las milicias napolitanas, mandadas como re­ fuerzo a las pontificias por la reina Juana, habían sido derrotadas; el hermano de Raimundo de Capua, Luis delle Vigne, había caído prisionero. Sin embargo, Roma se mostraba fiel y las llaves de la ciudad habían sido entre­ gadas a los cardenales d’Estaing, Corsini y Tebaldeschi el 21 de diciembre23. Por los días de Navidad el papa tuvo el consuelo de recibir de Catalina la siguiente carta: “... ¡Paz, paz, paz, Padre santísimo! Plegue a vuestra San­ tidad recibir a vuestros hijos, que os han ofendido a vos, Padre. Vuestra benignidad venza su malicia y soberbia. No os será vergüenza inclinaros para aplacar al hijo malo; 21 De una carta que Esteban Maconi envió a Neri de Landoccio, en Lettere dei discepoli; en el vol.VI de las Lettere di S. C. por P. M is c ia t e l l i . Cf. J o e r g ., o.c., 1.III,IV, p.333-334, y De S a nc tis R o s m in i , o.c., XVII, p.319. n La primera carta que hemos visto es del 29 de noviembre, la otra conservada, del 8 de diciembre, alude a otras dos que se han perdido. Por las cartas sabemos que él fue en Siena el intermediario de los mensajes de Catalina, y que en la espera se ocupó de la capillita que Gregorio XI había concedido a la Santa tener en su propia casa. “ « ...le dieron con un instrumento el pleno y absoluto dominio de Roma, conservando, sin embargo, sus varios usos y privilegios» (Muratori, año 1376).

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m u os será grandísimo honor y utilidad en la presencia de Dios y de los hombres del mundo. Ay de mí, Padre, no más guerra de cualquier modo. Con­ servando vuestra conciencia se puede lograr la paz. Se mande la guerra contra los infieles, donde eUa debe ir Seguid la mansedumbre del Cordero inmaculado Cristo’ dulce Jesús, cuyas veces hacéis. Confío en nuestro Señor Jesucristo que hará tanto uso de esto y otras cosas en vos, que cumpliré con ellas vuestro deseo y el mío; porque yo no tengo otro deseo en esta vida sino ver el honor de Dios, vuestra paz y la reforma de la santa Iglesia, y ver la vida de la gracia en toda creatura que tiene en sí razón. Confortaos, porque la disposición de aquí, según que me ha sido dado oír, es también de quereros por Padre. Y especialmente esta pobrecita ciudad, la cual siempre ha sido hija de vuestra Santidad; la cual, constreñida por la necesidad, le ha convenido hacer aquellas cosas que le desagradan. Les parece a ellos que la necesidad lo ha hecho realizar. Vos mismo excusadles a vuestra Santidad, de suerte que les pesquéis con el anzuelo del amor. Os ruego por el amor de Cristo crucificado que vayáis al lugar vuestro de los gloriosos apóstoles Pedro y Pablo lo más pronto que podáis. Y siempre por vuestra parte procu­ rad ir seguramente; y Dios por su parte os proveerá de todas las cosas que sean necesarias para vos y para el bien de su Esposa. No digo otra cosa. Perdonad mi pre­ sunción. Confortaos y confiaos a las oraciones de los verdaderos siervos de Dios, que mucho oran y ruegan por nosotros. Os pido yo y los otros hijos humildemente vues­ tra bendición. Permaneced en la santa y dulce dilección de Dios. Jesús dulce, Jesús amor”

El 13 de enero Gregorio y los cardenales subieron nue­ vamente a las naves y se hicieron a la vela hacia Ostia con un mar tranquilo. Después de tres días entraron en el puerto de Ostia y desembarcaron en San Pablo, desde donde el papa Gregorio, cabalgando en una muía blanca, se dirigió a Roma con la mayor solemnidad, acogido por el pueblo con inmenso gozo. Por la tarde la plaza de San Pedro apareció como un pequeño firmamento rutilante en torno al pastor vuelto junto a su rebano: hachas innume­ rables ardieron durante la noche, como para simbolizar el júbilo insonne de la Urbe. Era el 17 de enero de 24 Carta LXXXVIII Dupré-Thes., 252 Tomm. 233

XXII. BELCARO - ROCCA DE ORC1A

El castillo de Belcaro era una mole de ladrillos, irre­ gular, pero centralizada, que parecía hecha con un solo fin: dominar la vasta campiña en tomo. Más que de to­ rres se hablaba de contrafuertes y baluartes casi absor­ bidos dentro del grueso de la fortaleza, y la impresión general era la de un cuerpo macizo solidísimo. Era la morada de Nanni de Ser Vanni Savini, el hom­ bre astuto, atizador de malos fuegos, entregado ahora al bien, que había hecho don a Catalina de aquel castillo. Ahora, pues, a primeros de 1377, después del retorno de Aviñón, después de dos epopeyas, Catalina, que bien pronto debía comenzar a tratar cosas superiores a una mujer, tuvo desahogo para acondicionarlo para monaste­ rio y hacer consagrar una capilla *. Fray Juan de Gano, abad de la ilustre abadía de San Antimo2, presidió la ceremonia como representante del 1 Nanni de Ser Vanni la había donado después de su «conver­ sión» con la voluntad expresa de que viniese a ser monasterio feme­ nino. Para realizarlo, Catalina había obtenido una licencia especial de Gregorio XI. Cf. R 238 (Ra, Ha., VII, p.180). Esta licencia fue con­ servada en Venecia en el monasterio de los Santos Juan y Pablo, cf. Proc., p.62. Repetti nos informa que Belcaro fue arrebatado a los Salimbeni por los sieneses en 1384. Si la noticia es exacta y se refiere al castillo de Santa Catalina, evidentemente en seguida después de la muerte de la Santa el fuerte fue ocupado por los Salimbeni. Sea como quiera, en seguida volvió a ser nido de guerra, y actualmente es casa privada. 2 _El abad fray Juan de Gano es figura digna de notar por la santidad de vida y por la amistad con Catalina. El fue quien le ad­ ministró los últimos sacramentos y quien estuvo presente a su muer­ te; cf. Proc., p.85 pár.15.

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papa, después que el gobierno sienés el 25 de enero de 1377 diera facultad a “la humilde sierva de Jesucristo Catalina, hija de Monna Lapa, del barrio de Fontebranda” para transformar la fortaleza en un monasterio fe­ menino \ El rito se desarrolló con gran solemnidad en febrero o marzo de 1377, y Belcaro vino a convertirse en “Santa María de los Angeles”; Guillermo Flete, venido a este propósito desde Lecceto, celebró la primera misa. Catalina pasó en Belcaro varias semanas de recogi­ miento; era primavera y todo en torno hablaba de paz. El silencio era grande y los pastos en su lozanía llenaban el aire de un perfume reconocible entre mil: el más hu­ milde, el más parecido a la tierra y al mismo tiempo el más vital. Paz, paz, la obra de Dios revelaba un acorde inmenso de fuerzas. A la caída de la tarde el chirriar de los grillos resonaba bajo las primeras estrellas; y era también aquélla la voz más humilde y más difundida por la naturaleza; por eso la amaba Catalina. Si la virgen hubiese tenido algún placer de fundadora, algún placer de pararse y establecerse en la obra terminada, acaso hu­ biese saboreado inmensamente aquella poderosa morada que Dios le había dado y que, de instrumento feudal de guerra, se había convertido en refugio de almas y de ala­ banzas. Es probable que justamente en medio del encan­ to de aquellas tardes haya nacido en su alma, a modo de un desvarío, el deseo de detenerse y reposar entre tanta paz de Dios, que los pendencieros del mundo no podían echar a perder. Y dar descanso a aquellos de su “fami­ lia espiritual” que fuese posible recoger allí o en las proximidades. Acaso Catalina sintió por un momento aquella su maternidad como semejante a las hierbas altas que maduraban en torno al castillo: una maduración y un 1 Puesto que por ley las fortalezas de la República no ser transformadas, Catalina se vio obligada a pedir el , fundación el 25 de enero de 1377, y el docuinento sehalla en e Archivo del Estado. En la votación la decisión ftie de 333 votos ta vorablcs y 65 en contra. Cf. D r ane , XXVII p.451-452. 235

fin alcanzado. ¿No estaban completas ya las obras del Señor? ¿La familia reunida y el fin más arduo, el retorno de Pedro a Roma, conseguido? ¿Y ahora una morada donde acoger a sus hijas? 3* Mas la Santa sabía que la sangre y el fuego tienen que arder y subir; a ella le habría de tocar servir aún y siem­ pre allí donde el tumulto humano la hubiese llamado. En aquellos días se enteró de la toma de Cesena por Hawkwood, a sueldo del legado pontificio 4, y le fueron contadas las devastaciones, las matanzas y las violencias. Espantados quienes le contaban todo esto, se referían a Nerón, porque no encontraban otro cotejo adecuado. Fue entonces cuando Catalina escribió de nuevo a Gre­ gorio XI y repitió más y más veces “ ¡Paz, paz, paz, santo Padre!”: “ ¡Oh cuán dichosa será mi alma si yo veo unidos el uno con el otro por unión de amor por medio de vuestra santidad y benignidad! Sabed, santo Padre, que Dios no se unió con el hombre de otro modo sino con el vínculo del amor; y el amor le tuvo fijado y clavado en la cruz; porque el hombre, que estaba hecho de amor, no se podía atraer de ningún modo tan bien cuanto por amor. Con el amor del Verbo del Unigénito Hijo de Dios se expulsa la guerra que el hombre hizo rebelándose contra Dios, y so­ metiéndose al dominio del demonio. De este modo veo, santísimo Padre, que expulsaréis la guerra y el dominio que el demonio ha tomado en la ciudad del alma de vues­ tros hijos. Porque el demonio no se expulsa con el demo­ nio; mas lo expulsaréis con la virtud de vuestra humildad, porque no la puede soportar, al contrario, queda derrotado por ella. Con el amor y el hambre que tendréis del honor de Dios y de la salud de las almas, aprendiendo del desan3* Cf. L e v a st i , o .c ., p.331. 4 La toma de Cesena fue un episodio de los más graves y la fama engrandeció sus aspectos trágicos: la ciudad era sede del carde­ nal Roberto de Ginebra, que tenía un presidio armado de bretones. Un soldado pretende a la fuerza carne de uno del lugar, se establece una reyerta entre la población y los armados, de los que murieron más de trescientos. Entonces el cardenal llama en su ayuda desde Faenza a Acuto, y acude también Alberico de Barbiano, al servicio de la Iglesia. Entonces se habló de cerca de cuatro mil víctimas, y los prófugos, cerca de ocho mil, vagaron pidiendo limosna por las ciudades del contorno. Sin embargo, estas noticias evidentemente son más graves que la realidad.

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fa^uerríT 'y^l^aiio^0'*16"0’

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hacéÍS’ expulsaréís

Vienen a vuestra Santidad los embajadores sieneses, los cuales, si hay gente en el mundo que se pueda captar con amor, son ellos. Y, con todo, yo os ruego que los sepáis captar con este amor. Aceptad un poco de excusa del de­ fecto que han cometido; porque ellos se duelen de él; y les parece estar entre tales partidos que no saben qué hacerse. Pluga a vuestra Santidad, dulce Padre mío, que si vieseis algún modo que ellos debieran guardar para con vuestra Santidad, que fuese agradable a vos y no permanecieran en guerra con aquellos con quienes están ligados, os ruego que lo hagáis. Sostenedlos por amor de Cristo crucificado. Si lo hiciereis, creo que será un gran bien para la santa Iglesia y menos desarrollo del mal” !.

En la comarca de Siena había un reino que se exten­ día sobre muchas colinas esparcidas y punteadas de for­ talezas, y era el reino de los Salimbeni: Ripa de Orcia, Roca de Tentennano, Castiglione del Trinoro, Montecuccori, Selva, Montorsaio, Castiglione in Val de Orcia, Pian Castagnaio y Monte Giovi Nell Amiata, Roca Tederighi in Maremma, Boccheggiano in Val de Merse, Bagno a Vignoni, Le Briccole, Capraia, Caspreno, Castello de Selva, Castelmuzio, Casteglione Ghinibaldi, Casti­ glione de Ombrone, Chiarentana, Frosini, Fercole, Fortezza del Cotone, Lucignano de Asso, Marciano, Monsano, Monteriggioni, Monticchiello, Montisi, Palazzo de Geta, Petroio de Presciano, Pontignano, Ripa de Cotone, Strozzavolpe, Vescona y otros con ocho fortalezas *. Ya de suyo los feudos del Val de Orcia constituían un conjunto importante, tal que de uno se pasaba al otro y, en las jornadas límpidas, desde una fortaleza se podían hacer señales a la otra; luego en las noches serenas, si se quería, la actividad indicadora continuaba por medio de fuegos encendidos de torre en torre, y así a veces tras­ volaban sobre los pueblos adormecidos noticias de vic­ torias y de derrotas, o de milicias en marcha; la mañana siguiente las gentes de los humildes caseríos se encontra‘ c fk S L l^ ^ (Siena 1934), c.II.

Ripa d' Orcia e i suoi antichi proprietari

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ban con las mesnadas encima y veían en llamas el ve­ cindario. La estirpe de los Salimbeni era altiva y había jugado al primer puesto en Siena varios períodos7. Salimbene de los Salimbeni, cuyas arcas desbordaban, había vivido en el 1260 unos azares que eran un anticipo de la aventura de los Rothschild respecto de Waterloo: eran los tiempos heroicos de Montaperti, la patria arriesgaba todo por el todo, y tenía necesidad de dinero, de mucho dinero. Des­ de Florencia marchaban, pendones al viento, cincuenta mil entre florentinos aliados, la hueste más grande que la Toscana hubiese visto nunca, y para mayor osadía ha­ bían removido el carro militar sagrado y lo arrastraban como en triunfo seguro. Siena era pobre y en aquel mo­ mento supremo Salimbene prestó a la república cien mil florines de oro puro, esto es, una suma que pertenecía más a la fábula que a la realidad. Después de la victoria inesperada la patria exultante e ... incapaz de restituir le asignó en propiedad Tentennano, Castiglioncello del Trinoro, Montecuccori, Selva, Montorsaio. Sea como fuese, la política de la estirpe se había cali­ ficado de una neta rivalidad con la familia de los Tolo­ mei. Como de costumbre, la lucha o competencia entre las dos familias se había ensamblado en el más vasto con­ flicto entre güelfos y gibelinos: los Tolomei eran güelfos, los Salimbeni gibelinos. Mas, piénsese bien, estos últimos eran gibelinos no ya por aversión al papado o por rebe­ lión contra la Iglesia, sino por “faida” contra los Tolo­ mei y, sobre todo, por combatir contra el partido popular sostenido por los señores güelfos, el cual ahora gobernaba en la ciudad. Los Salimbeni, en cambio, se empeñaban en sostener al partido aristocrático en la reconquista del poder. 7 El origen de la familia parecería germánico, dada la presencia en el 1186 de un Siró Salimbeni como juez del Imperio; mas la conexión de Juan con Salimbene, cabeza del linaje de la familia sienesa, no está demostrada. Cf. P ic c o l o m i n i , o.c., p.21.

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La familia se dividió luego en dos ramas principales: Juan de AngioUno, gran ciudadano, se casó en segundas nupcias con Monna Biancina de los Trinci, señores de Foligno, y fue más o menos el señor de Siena en el momentó en que Carlos IV bajaba a la ciudad el año 1368* tanto es así que la república le dio credenciales para tra­ tar, mas justamente en aquel entonces éste se cayó del ca­ ballo y murió poco después \ Su hijo Angiolino o Agnolino aumentó los feudos familiares, dio por mujer a su hermana Bandeca a un Famesio y casó a la otra herma­ na, Isa, con un primo, Pablo Trinci9. Esta rama, pues, establecida en la incapturable fortaleza de Tentennano10, mantenía el antiguo grado de potencia y dignidad, mientras la otra rama, capitaneada por Andrés y Cione de Sandro, se encontraba en conflicto grandísimo con la ciudad y había padecido tragedias violentas. Andrés 1 Una embajada de Carlos IV de Luxemburgo en su primer viaje a Siena había estado formada por Guccio Tolomei, Juan Salimbeni, llamado Bottone, Rinaldo Peed, Juan de Tura y Geri Monatanini. Las vicisitudes políticas fueron complejas, pero mis tarde Agnolino Bottone, hijo de Juan Salimbeni, logró que algunos feudos le fuesen reconocidos como feudos imperiales, para escapar de la alternativa de los gobiernos de Siena. Cf. P ic c o l o m in i , o.c., p.25-26. 9 Los Salimbeni, por haber ayudado al gobierno popular, obtu­ vieron los cinco castillos ya citados: Castiglione de Orcia, Rocca Tederighi, Montorsaio, Monte Giovi y Boccheggiano; éstos se dividie­ ron entre las diversas ramas. Cf. P ic c o l o m in i , o .c., p.34. Agnolino de Juan Salimbeni tuvo también dos hermanos, Francisco y Hugolino, muertos en edad joven, y otra hermana, Luisa. 10 La Rocca o Fortaleza de Tentennano, que vino a ser Juego la Rocca de Orcia, perteneció primeramente a los señores de Ardenga, feudatarios de los Aldobrandeschi, a quienes dio el nombre de condes de Tiritinnano. Se dividían el feudo con el abad de San Antimo y varios otros copartícipes. En 1250, la Rocca ^ue. con^ ? j a por los Nueve que gobernaban Siena, después, en 1260, fue cedida a los Salimbeni como prenda del dinero prestado para Montaperti. En 1368 fue reconocida como feudo de la familia en premio por la ayuda prestada a la República; pero un año después, cambiado el gobierno, su posesión fue requerida por la República. Los Salimbeni resistieron, y la situación luego se complicó por la actitud de Uone, que, como veremos, conquistó también otras fortalezas de la Repú­ blica de Siena. En 1375 se restituyó todo al Salimbeni. Cf. R epe tt i , palabra «Rocca d’Orcia». Según Piccolomini, la historia cteta tor­ tolea remonta al 867, año en que la tuvo en posesión el conde Winigisi; cf. P ic c o l o m in i , o .c., p.9-20.

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y Cierne, acusados de alta traición en 1357, durante la guerra de Siena con Perusa, habían sido desterrados y se habían retirado desdeñosamente a la fortaleza de Castiglioncello del Trinoro 11 y a las otras fortalezas que les habían tocado como patrimonio hereditario. Allí Andrés había vivido como un fuera de ley, y había sido acusado por la voz pública de un triste delito: su pariente Geri, señor de Perolla12, había dejado a su propia hija, aún joven, heredera de cuanto poseía, esto es, de un castillo y de varias tierras en Maremma. Muerto Geri, Andrés va a hacer una visita a la fortaleza de Perolla, se apodera de ella, hace matar a la muchacha, después permite que los suyos saqueen la comarca vecina. Tal fue la voz, verda­ dera o no, que entonces se esparció como denuncia con­ tra él en Siena. El gobierno envió contra Andrés, considerado ya ofi­ cialmente como bandido, una fuerte banda de hombres ar­ mados, quienes lo capturaron junto con veintiocho sicarios suyos el 23 de abril de 1374 y trasladaron el grupo a la cárcel de la ciudad. Como hemos visto, dieciséis fueron decapitados, mas no había valor para actuar contra An­ drés y los otros culpables. Entonces los plebeyos se levan­ taron en tumulto y fueron contra el Palacio “. Los del go“ Antiguo castillo también éste, perteneció originariamente a los condes de Sarteano, uno de los cuales donó la mitad del castillo a los monjes camaldulenses de San Pietro en Campo y del Eremo del Vivo. Más tarde esta donación no fue mantenida por los condes de Sarteano, y en el siglo xm fueron necesarias sentencias judiciales para establecer la posesión, que fue atribuida a los monjes como potestad espiritual; mas en 1251 fue vendido al Ayuntamiento de Siena y en el 1274 a los Salimbeni. Sea como quiera, en 1368 Cione se lo tomó a los perusinos, y desde entonces la Fortaleza fue con­ firmada en la familia, a partir del 1404, a Cocco, hijo de Cione. Poco después el castillo tornó a la República de Siena. Cf. R e p e t t i , palabra «Castiglioncello del Trinoro». 1J El castillo de Perolla pertenecía al linaje de los Pannocchieschi, del cual era miembro también Geri. Fueron largas las disputas entre los Pannocchieschi y el Ayuntamiento de Massa por el señorío de la zona y por la repartición del castillo que al principio del 1300 per­ tenecía mitad a ellos y mitad a Massa. C f. R e p e t t i , palabra «Perolla». 11 Eran los plebeyos de la región del Bruco. Cf. P ic c o l o m in i , o.c., p.36, también para el resto del episodio.

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bierno huyeron, y Galgano, capitán del pueblo, se encon­ tró solo; renunció al poder, o mejor, lo delegó en Nocci de Vanni, un guarnicionero, jefe de los plebeyos, quien se invistió inmediatamente de la autoridad plena y mandó que le trajesen delante al desgraciado Andrés. Este, con­ ducido poco despues a la plaza, fue decapitado. Heridos en su linaje por el insulto, Cione y sus partida­ rios tomaron las armas abiertamente contra la ciudad y se apoderaron de algunos castillos del monte pertenecientes a la república u. Bien pronto toda la zona ondulada hacia la Amiata fue teatro de acciones de guerra Y en este momento nació la escisión entre las dos ra­ mas de los Salimbeni. Cione habría deseado que Agnolino con todo su poder se mantuviese adherido a él, por lo me­ nos que no descendiese a acuerdos con la república. Ag­ nolino, por el contrario, no queriendo ser partidario contra la razón, permaneció en buenas relaciones con Siena y acaso no rehusó la ocasión de adquirir nuevas tierras que le cedió la república. Frente a este comportamiento Cione se sentía devorar de celos y desdén, mientras las campiñas en torno no se cultivaban, sea por miedo, sea por el cariz adverso de las estaciones, de tal modo que se anunció el espectro de la carestía sobre la pobre gente de la co­ marca. Y era una comarca terrible aquella del alto Val de Or­ cia; terrible, digamos, por el retraso de vida e ideas, pun­ teado de fortines severos y de torres, poblado de ciudada­ nos amedrentados o convertidos en feroces a fuerza de ejemplos feroces; se odiaban entre ellos porque el odio era ley, obedecían a los poderosos por interés o por te14 La República, en colisión con los Salimbeni había reivindicado los cinco castillos concedidos en el 1368, y habían ocupado cheggiano. .Los Salimbeni, como respuesta, £ ses. una sanaa ae ios ascuiauu* — —©---- rwialionSalimbeni ocuparon entre tanto, si bien por breve ampo,
rror, y entre tanto padecían hambre y frío hasta el punto de devenir siempre más enemigos de todo y de todos l6. Y Catalina supo cómo vivían en Val de Orcia. Cómo vivían los grandes y los humildes; y recibió una invitación de Monna Biancina de los Trinci, viuda de Juan de Salimbeni y madre de Agnolino, la cual la invitaba a ella, la plebeya de Fontebranda, a dirigirse allá para lle­ var la paz. Una instancia cortés y casi humilde que para ella fue orden, tanto que se puso a reunir la familia y pre­ parar la partida. Y acaso al mismo tiempo también Monna Stricca, mujer del fuera de ley Cione, le hizo saber que la esperaba 17. Hay que reconocer en esta decisión de la Santa un ca­ rácter puramente misionero. Estaba acostumbrada a llevar la paz cuando y como pudiese, mas había comprendido que esta vez la misión no consistía sólo en un ramo de olivo. Se trataba también de sanear almas y costumbres, descender a liza contra los demonios en campo cerrado, esto es, en medio de una población toda ella más o menos al mismo nivel de miseria. Había también, es verdad, mu­ chos buenos en Val de Orcia, pero casi todos eran vícti­ mas de supersticiones y de miedos. Lanzar a manos lle­ nas amor, esto era lo necesario, y poner en fuga con ello fantasmas junto con los pecados. La movilización fue copiosa. Partieron Lapa, Aleja, Lisa, Tomasina, Raimundo, Tomás della Fonte, Bartolomé Dominici, Mateo Tolomei, Neri de los Pagliaresi, Pedro de Juan Ventura, Gabriel Piccolomini, Francisco Malavolti y muchos otros ". Era pleno estío y la cuadrilla caminó 16 Cf. G. S a l v e m in i , Un comune rurale d el secolo X I I I (Rocca di Tentennano), en «Studi Storici» (Florencia 1901), cit. por J o e r g ., nota 7 al c. VII, p. III. 17 La relación con Monna Biancina probablemente se inició en el período que Catalina transcurrió en Belcaro. Los dos castillos en los que se hallaban los contendientes, Castiglioncello del Trinoro por parte de Cione, y Tentennano por la de Agnolino, no estaban distantes entre sí, y esto facilitó la acción de Catalina. " Por el testimonio de Caffarini en el Proceso sabemos que también él desde Orvieto se unió a la cuadrilla; cf. también Rai­ mundo: «en el castillo, vulgarmente llamado la Rocca, donde tam-

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por el camino seco que levantaba polvo bajo los pies; en otros puntos, en cambio, era toda rodadas duras, grises cocidas por el sol; detrás de los collados hasta perderá la vista había despojos de centeno y de trigo, casi enne­ grecidos por las hierbas marchitas, quemadas bajo la ca­ nícula; de vez en cuando un pequeño valle todo frescor con un pequeño reguero en el fondo y árboles inclinados hacia el agua como ansiosos también de beber. Los viajeros eran todos del mismo espíritu: más o me­ nos lúcidamente se sentían misioneros. Iban donde no sa­ bían; mas estaban ciertos de una cosa: iban a hacer el bien. Así llegaron a Motepulciano y allí se quedaron Lapa, llamada ya oficialmente la “Abuela”, puesto que Catalina era la “Mamma” (madre), y Cecca Gori, quien tenía una hija, Justina, novicia en el monasterio de Santa Inés De este modo el grupo se fraccionó. Otras dos de la familia cateriniana, Aleja Saracini y Bruna, habían partido hacia el castillo de Monte Giovi en compañía de las jóvenes con­ desas de la casa Salimbeni, Bandeca e Isa. Catalina, Lisa, Raimundo, Tomás della Fonte, Neri de los Pagliaresi, Francisco de los Malavolti y otros varios de Montepulcia­ no fueron a Castiglioncello del Trinoro, donde les acogió Monna Stricca, mujer de Cione Salimbeni, el cual acaso estuviese de buen humor porque por aquellos días había conquistado Chiusi. Para Catalina, no fue demasiado arduo inducirle a la paz. Monna Stricca fue para ella una ayuda humana va­ liosa; pero, sobre todo, ella sabía que Dios deseaba la paz y logró transmitir esta convicción a sus interlocutores. Fe­ liz del “sí” de Cione, se encaminó a Roca de Tentennano para convencer a Agnolino, y fue recibida con los brazos abiertos por Monna Biancina * El mismo Agnolino le rin­ dió honores y hospedó a toda la cuadrilla cateriniana. bién yo había pasado varias semanas en su compañía...»: Proc., p.49; R274 (Ra Ha., IX, p.217). (17 19 p ara Lana y Cecca Gori, cf. carta 117 Tommaseo. ” Esta dama sentía gran respeto y d^ociónpor el punto que procuraba tenerla cerca día y noch pár.20).

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La fortaleza era alta y de estructura dominante, un to­ rreón audaz surgía en el punto más elevado de las colinas que, por más maltratadas de los siglos, parecen indestruc­ tibles. Por un lado bajaba la fortaleza, abrazando celosa con murallas, contrafuertes y almenas las casuchas de Tentennano 2I; por los otros lados se precipitaban a pique los flancos del monte, un poco roca, un poco henos salvajes y a la vista perdida casi no se divisaban más moradas; o acaso alguna torre severa, custodia de los pasos y de los valles y, más lejos, algún caserío disperso de pastores. En aquel silencio Catalina habló con Agnolino de la sangre de Cristo derramada para hacernos hermanos; y luego le habló de su primo según la carne y enemigo de corazón, Cione, y lo pintó violento y desolado en su for­ taleza del Trinoro; luego dijo que también él tenía necesi­ dad de paz. Agnolino escuchó sin decir palabra, mas por primera vez comprendió que el primo sufría. Entonces Ca­ talina reveló la gran noticia: Cione estaba dispuesto a hacer la paz, aquella paz de que tenían necesidad. Ahora todo dependía de aquel que escuchaba, Agnolino. Y acaso éste calló aún, y acaso también era por la tarde, porque es probable que Catalina haya comenzado a decir todo la fecha misma de su llegada, después de una jor­ nada entera de camino. Podemos imaginamos las sombras que invadían los valles en torno a Tentennano, era la hora violácea de los miedos y de los fantasmas que salían de sus nidos para vagar después por los bosques, en plena noche... Mas sobre la alta fortaleza se extendía una luz todavía viva. Agnolino dijo que aceptaba la paz22 y Catalina le dio las gracias. Así se cerraba una lucha entre consanguíneos 11 El pueblo de Tentennano era más antiguo con mucho; se tiene noticia desde el siglo ix y tiene en sí una larga y variada historia, mientras las noticias de la Rocca d’Órcia, esto es, del castillo del mismo Tentennano, no aparecen hasta el siglo xm , y se hallan estre­ chamente unidas a los Salimbeni. ° La madre de Agnolino, amiga de Catalina, probablemente in­ fluyó mucho en su hijo. 244

que corría el riesgo de llevar la sangre al Val de Orcia donde ya había llevado la carestía y la miseria; mas la misión de Catalina apenas había comenzado. Había otros nudos que desatar, se imponían otras urgencias, comen­ zando por la familia misma de los Salimbeni. Si la rama de Cione había sido afligida por el exilio y la enemistad con la patria y por el suplicio de Andrés..., también la familia de Agnolino había sido herida de repetidas desven­ turas. Hemos visto cómo Juan, padre de Agnolino, murió de una caída de caballo; habían muerto en condiciones bastante más dolorosas los cuñados de Agnolino: el pri­ mero, marido de la aún jovencísima Bandecca, y el segun­ do, que era un Farnesio, habían muerto el uno de espada y el otro por accidente; ¡este segundo el día mismo de las bodas! Y de espada había muerto Pablo Trinci, esposo de Isa, asesinado durante un tumulto popular en Foligno jun­ to con su tío Trincio de los Trinci, señor de la ciudad... Los Trinci eran señores de Foligno desde 1305, con el título de “gonfalonieros o capitanes del pueblo”. En el 1356 Trincio, quinto señor de Foligno, había asumido el título de “vicarius pontificius”, confirmado más tarde por Urbano V. Con este título se mantendrá la familia hasta el 1437. El origen del linaje era incierto, mas seguramente muy antiguo; bajo Manfredi había estado de parte de los gibelinos, mas la rama que había obtenido el dominio so­ bre Foligno, iniciado por Nallo, se había adherido a los güelfos. También la muerte de Pablo Trinci era reciente, porque el tumulto había sido desencadenado en el 1377 por la parte del pueblo contraria al gobierno de Trincio, capita­ neada por los hermanos Brancaleone, cuando se encon­ traba ne Foligno de paso también el conde Lando, gibelino, jefe de aventuras, que se prestó a ayudarles. Trincio fue asesinado en su palacio el 28 de septiembre, junto con su nieto Pablo, mientras su hijo fue liberado después por el tío. Ahora bien, las hermanas de Agnolino, aún jóvenes, 245

miraban a la vida descorazonadas y entre tanto germinaba la buena semilla espiritual arrojada en sus ánimos por su madre Monna Biancina. Era ésta una gran señora, de muchísima fe, y fuerte frente a la desventura, y seguía con ternura en sus hijas dulces y afligidas un alba ya clara de vida religiosa; para que aquel inicio llegase a plena madurez contaba con Catalina. Y cuán sorprendente es el cotejo que por un instante se nos impone a nosotros tar­ dos evocadores: en Siena, diez años antes, en la familia más poderosa y más rival de los Salimbeni (entendamos: los Tolomei), una madre, llamada Monna Rabe, había te­ nido dos hijas espléndidas de juventud y por la interven­ ción de Catalina había podido ofrecerlas al Señor.

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XXIII.

VAL DE ORCIA Y SAN ANTIMO

Catalina escribió a las jóvenes condesas cartas claras y decididas, adecuadas a la condición de espíritu en que aquéllas se encontraban: "... con deseo —escribe a Monna Isa— de veros esposa firme y fiel y que no cambiéis con el viento, como hace la hoja. No quiero que así se vuelva vuestra alma, ni el deseo santo, por ningún viento contrario de ninguna tribula­ ción o persecución que pueda dar el mundo o el demonio; mas sufridlas todas virilmente por amor a la virtud y a la perseverancia y la memoria de la sangre de Cristo; no por dicho de ninguna creatura se aparte este deseo, que llegan ellos con sus dichos e inicuos consejos. De donde vos seréis esposa firme y fiel, fundada sobre la piedra viva, el dulce Cristo Jesús. No perderéis el vigor, y no faltará la palabra de vuestra boca; más aún, la alcanzaréis; ya que no debe disminuir la virtud ni el valor en quien desea y quiere ad­ quirir la virtud, mas debe crecer. Me acuerdo que, según el mundo, os habéis hecho temer y os habéis puesto bajo los pies todo dicho y placer de los hombres: y esto fue hecho sólo por el mundo miserable. No debe, pues, tener menos vigor la virtud; mas por una lengua debéis tener doce, y responder animosamente a los dichos del demonio, que quiere impedir vuestra salvación. Y si guardáis silencio, seréis reprendida en el último día; y se os dirá: i Maldita seas tú, que callaste! Y con todo no esperéis aquella dura reprensión. Estoy cierta (si queréis seguir al Cordero aban­ donado y aniquilado en la cruz por el camino de las penas, tormentos, oprobios e injurias) que no mantendréis silencio. Quiero, pues, que sigáis a Cristo, vuestro esposo, y con intrépido y santo deseo entréis a combatir en esta nueva batalla, a combatir con perseverancia hasta la muerte, di­ ciendo: 'Por Cristo crucificado, el cual está en mí y me conforta, podré todo’. Ahora a la entrada sentís vos la es­ pina; mas después tendréis su fruto, y recibiréis gloria de la alabanza de Dios. ¡Ea, pues, virilmente, y con verdadera y santa perseverancia! Y no dudéis (un) momento. Del hecho del hábito, me parece hay que seguir lo que el Espíritu Santo pidió por vuestra boca, sin ser inducida por nadie; dejad menear las lenguas a su modo. Esto no menguara la devoción de vuestro glorioso padre San Francisco; más aun, la acrecentará. No obstante, vos sois libre: supongamos que

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fuese más bien defecto que no volver atrás de aquello que ha comenzado. De los hechos de la condesa me parece que se podía con­ seguir que ella viniese a la Fortaleza antes que yo llegase. Yo creo que hará bien. Luego haremos aquello que el Es­ píritu Santo (nos) hará hacer. N o digo otra cosa. Permane­ ced en la santa y dulce dilección de Dios. Jesús dulce, Je­ sús amor. Bañaos en la sangre de Cristo crucificado. Jesús dulce, Jesús amor” K

Y a Bandecca escribió: con el deseo de veros sierva y esposa de Cristo cru­ cificado, considerando en mí que el servir a Dios no es ser siervo, mas es reinar. N o es como en la perversa servidum­ bre del mundo, la cual servidumbre hace envilecer a la creatura, y la hace sierva del pecado y del demonio. El cual pecado, así como no es, nada hace venir al hombre a no­ nada. Sábete, carísima y dulce hija, que el alma que sirve a las creaturas y a las riquezas fuera de Dios, esto es, que apetece y desea desordenadamente las riquezas y delicias del mundo, y la vanidad con placer de sí mismo (ya que todas son vanas sin firmeza ninguna ni estabilidad, así como la hoja que se vuelve al viento), cae en la muerte y se envi­ lece a sí misma, porque se somete a aquellas cosas que son menores que ella. ... Pues no durmamos más, pero despiértate del sueño de las delicias del mundo, y sigue a Cristo tu amado; y no es­ peres el tiempo, porque no estás segura de tenerlo, ya que se te va. Porque a veces creemos nosotros (que vamos a) vivir, y la muerte viene a quitarnos el tiempo. Y por esto quien fuese discreto no perdería el tiempo que tiene por aquello que no tiene. Responde, pues, a Dios que te llama, con corazón firme; y no hagas caso ni a madre ni a her­ mana ni a gremio (alguno) de creaturas que quisiesen impe­ dirte. Porque tú sabes que en esto nosotros no debemos ser obedientes a ellos. Y así dice nuestro Salvador: El que no renuncia al padre y a la madre, y a hermana y hermanos, y aun a sí mismo, no es digno de Mi. Es conveniente, pues,

renunciar a todo el mundo y a sí mismo, y seguir el estan­ darte de la santísima Cruz. Otra cosa no te digo. Permane­ ced en la santa y dulce dilección de Dios. Jesús dulce, Jesús amor”. A ti te digo, hija mía, que si quieres ser verdadera esposa de tu Creador, salgas de la casa de tu padre; y disponte a venir, cuando el lugar esté hecho, pues ya está empezado, y se hace con fuerza: esto es el monasterio de Santa María de los Angeles en Belcaro. Si lo hicieres, llegarás a la tierra

1 Carta 115 Tomm. 248

£rsffifcNodi8°otracosa>díostei,enedesuduidY a poco espacio de tiempo se dirigió a ella nuevamen­ te con una carta importante, porque delineaba la alegoría del árbol referida a la creatura humana, y desarrollaba con esmero esta imagen, con amplitud hasta en los detalles menudos: ••• Oh carísima hija, ¿y tú no ves que nosotros somos un árbol de amor, porque hemos sido hechos por amor? Y está tan bien hecho este árbol, que no hay nadie que le pueda impedir que crezca, ni quitarle su fruto, si él no quiere. Y Dios le ha dado a este árbol un cultivador que lo cultive, si le place; y este cultivador es el libre albedrío. Y si el alma no tuviese este cultivador, no sería libre; no siendo libre, tendría excusa de pecado. Y no puede tenerla, ya que no hay nada, ni el mundo ni el demonio ni la carne frágil que la pueda constreñir a culpa alguna, si ella no quiere. Ya que este árbol tiene en sí la razón, si el libre albedrío lo quiere usar; y tiene el ojo del entendimiento, que conoce y ve la verdad, si la niebla del amor propio no se la ofusca. Y con esta luz ve dónde debe ser plantado el árbol; ya que, si no viese y no tuviese esta dulce potencia del entendimiento, el cultivador tendría excusa, y podría de­ cir: 'Yo era libre; pero no veía en qué modo podía plantar mi árbol, o en lo alto o en lo bajo’. Mas no puede decir esto, ya que tiene el entendimiento ve la razón, la cual es un vínculo de amor razonable, con que puede ligarlo o in­ jertarlo en el árbol de la vida del dulce Cristo Jesús. Debe, pues, plantar su árbol, puesto que el ojo del entendimiento ha visto el lugar y en qué tierra él deba estar, si quiere producir fruto de vida... Oh hija carísima, yo te quiero decir en qué campo está esta tierra, a fin de que tú no yerres. La tierra es la verda­ dera humildad, como está dicho; y el lugar donde está ella, es el jardín cerrado del conocimiento de sí. Digo que está cerrado porque el alma que está en la celda del conocimien­ to de sí misma, está cerrada y no abierta, esto es, no se deleita con las delicias del mundo, y no busca las riquezas, mas la pobreza voluntaria; y no la busca para si ni para los demás, y no se extiende a las creaturas en el placer, mas sólo al Creador. Y (aun) cuando el demonio le diese sucios y diversos pensamientos con muchas penas y temores desor­ denados, entonces ella no se abre, poniéndose a investigar, ni a querer saber por qué vienen, ni a luchar con ellos, y no derrama su corazón por confusión ni por d* 1 mente ni abandona sus ejercicios. Más aun, se cierra y se

2 Caria 112 Tomm.

tapa con la compañía de la esperanza y con la luz de la santísima fe, y con el odio y desagrado de la sensualidad propia, reputándose indigna de la paz y tranquilidad de la mente, y por verdadera humildad se reputa digna de la guerra e indigna del fruto; esto es, que se reputa digna de la pena que le parece que recibe en el tiempo de las grandes batallas. Y se pone siempre por mira a Cristo cruci­ ficado, alegrándose de estar en la cruz con El, y con el pensamiento expulsa el pensamiento. Pues éste es el dulce lugar donde está la tierra de la verdadera humildad” 3.

Detrás de la casa Salimbeni, detrás de sus castillos y feudos estaba un poco todo el Val de Orcia, aquel sor­ prendente Val de Orcia al que ya hemos aludido. El nombre de Catalina se esparció como el viento. Pa­ rece extraño que las soledades de aquellas campiñas trans­ mitiesen de colina en colina la noticia de que la taumaturga había llegado. Por añadiduda, el exordio había sido pro­ metedor: aquel haber puesto de acuerdo a las dos cabe­ zas enemigas de la camarilla Salimbeni había sido una victoria suprema. Ahora quienquiera tuviese dificultades, tomaba sus grandes decisiones y se acercaba a la For­ taleza. Cuanto a Catalina, tenía demasiada práctica para no darse cuenta dónde había venido a parar, y por ello es­ cribía a Catalina dello Spedaluccio y a Juana de Capo, que estaban en Siena: “Nosotros estamos en la Fortaleza entre bribones” ; y por “nosotros” entendía Monna To­ masa, Lisa, Raimundo, Tomás della Fonte y a sí misma. Hay una carta curiosa, informe respecto a la disposición completa de todas las fuerzas caterinianas: “Vosotros estáis en Siena, y Cecca y la Abuela están en Montepulciano, fray Bartolomé y fray Mateo estarán y han estado allí. Aleja y Monna Bruna están en Monte Giovi, dista de Montepulciano dieciocho millas; y están con la condesa y con la señora Isa”.

De este modo resulta clara la estrategia de Catalina, que para hacer el bien ha apostado a los suyos en varios lugares. De sí y los compañeros y compañeras que tiene 5 Carta 113 Tomm. 250

consigo en la Fortaleza, después de haber dicho que “se encuentran entre bribones”, especifica mejor continuando: . . . y se comen tantos demonios encarnados, que frav Tomás dice que le duele el estómago. Y con todo esto no se puede saciar. Y apetecen más; y encuéntranse trabajo por un buen precio. Rogad a la bondad divina que les dé grandes y dulces y amargos bocados. Pensad en el honor de Dios y la salvación de las almas: se ve muy dulcemen-

te •

La última parte de la carta contiene una amonestación particular para dos corresponsales sienesas, acaso impa­ cientes de tomar parte también ellas en tanta caza gran­ de, o desconcertadas por la ausencia prolongada de la “Mamma”: “Vosotras no debéis querer ni desear otra cosa. Haciendo esto, no podéis hacer cosa que más agrade a la suma (y) eterna voluntad de Dios, y a la mía. Ea, pues, hijas mías, comenzad a hacer sacrificio de vuestras voluntades a Dios. Y no queráis estar siempre a la leche: porque os conviene disponer los dientes del deseo para masticar el pan duro y enmohecido, si fuese necesario. N o digo otra cosa. Ligaos con el dulce vínculo de la caridad: en esto mostraréis que sois hijas; y en otra cosa, no. Confortaos en el dulce Cristo Jesús. Y confortad a todas las otras hijas... Nosotros retornaremos lo más pronto que se pueda, según agrade a la divina voluntad. Permaneced en la santa y dulce dilección de Dios. Jesús dulce, Jesús amor” 5.

Otra vez escribe a las mismas como para desahogo de su propio gravísimo pesar: “... Vemos con nuestros ojos miserables perseguir la San­ gre en la santa Iglesia de Dios, la Sangre que nos ha dado la vida. Estallen, pues, nuestros corazones por el acongojado y penoso deseo: no esté más la vida en el cuerpo; mas antes morir que ver tanto vituperio de Dios. Yo muero viviendo, y pido la muerte a mi Creador, y no puedo lograrla. Mejor 4 Tenemos el testimonio de Caffarini, que dice: «... me « “ dé de los numerosísimos pecadores devueltos por ella a cía saludable: entre ellos, algunos que durante cuarenta anos no ^ habían confesado» (Proc. p.49). Raimundo habla de. UM J r S m niada curada, y, como ésta, fueron curados otros muchos, ct. k (Ra, Ha., IX, p.217-220). 5 Carta 118 Tomm.

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me sería morir que vivir, antes que ver tanta ruina cuanta ha venido, y está por venir al pueblo cristiano. Saquemos fuera las armas de la santa oración, ya que yo no veo otro remedio. Ha llegado aquel tiempo de la persecución de los siervos de Dios, los cuales conviene que se escondan por las cavernas del conocimiento de sí y de Dios; pidiéndole misericordia por los méritos de la sangre de su Hijo. No quiero decir más; ya que si anduviese a mi antojo, hijas mías, no me pararía hasta que Dios me sacase de esta vida” 6.

Y, por lo demás, la separación de Siena no le impedía custodiar y sostener aún espiritualmente a las hijas de­ jadas allí: en la misma última carta citada da los siguien­ tes consejos a una mantelata llamada Andrea, que se ha­ bía quedado allí con las otras en el nido sienés: “A ti te digo ahora, Andrea, que aquel que comienza no recibe jamás la corona de gloria, mas aquel que perse­ vera hasta la muerte. Oh hija mía, tú has comenzado a poner la mano en el arado de la virtud, apartándote del vómito del pecado mortal; conviénete, pues, perseverar para recibir el fruto de tu trabajo, que lleva el alma queriendo refrenar su juventud, para que no corra a ser miembro del demonio. ¡Ay de mí, hija mía! ¿O no consideras que tú eras miembro del demonio, durmiendo en la podredumbre de la inmundicia; y Dios por su misericordia te sacó el alma y el cuerpo de tanta miseria, en la cual estabas? No te conviene, pues, ser ingrata ni desagradecida, ya que reci­ birías mal de ello; y volvería el demonio con siete compa­ ñeros más fuertes que antes. Entonces, pues, mostrarás la gracia que has recibido, siendo reconocida y agradecida, cuando seas fuerte contra las batallas del demonio, contra el mundo y contra su carne, que te da molestia; cuando seas perseverante en la virtud. Adhiérete, hija mía, si quieres librarte de tantas molestias, al árbol de la santísima cruz, con la abstinencia de tu cuerpo, con las vigilias y con la oración; bañándote con santos deseos en la sangre de Cristo crucificado. Y así alcanzarás la virtud de la gracia, y harás la voluntad de Dios, y cumplirás mi deseo, que desea que tú seas verdadera sierva de Cristo crucificado. De donde yo te ruego que no seas más niña, y que quieras por esposo a Cristo, que te ha comprado con su sangre. Y si tú quisieras aún el mundo, conviénete esperar hasta que se pueda hallar el modo de dártelo de modo que sea honor de Dios y bien tuyo. Estate sometida y sé obediente hasta la muerte, y no salir de la voluntad de Catalina y de Juana, que sé que ellas no te aconsejarán ni dirán cosa que sea otra cosa que

4 Carta 214 Tomm. 252

?-Í(^ y salud de tu alma y de tu cuerpo. Y si tu no lo hicieres, me causará a mí grandísimo diseusto tñ ^ n

LrJ S**, obrarás de tal

E*ero en la b^dad i DlofS

modo que El tendrá honor por ello, y tú tendrás su fruto, y a mí me darás gran consuelo”.

Mas el combate de primera línea se desarrolló en aquel período en el Val de Orcia. En particular llevaron a Ca­ talina una especie de enfermos para que obtuviese la cu­ ración: los obsesos, fuesen verdaderos o imaginarios ’. Al­ gunas escenas revelan en Catalina una intuición extraordi­ nariamente fina y un atrevimiento otro tanto singular. Don Francisco Malavolti, que se encontraba también allí en la Fortaleza, nos cuenta esta escena: Un día vinie­ ron de Roccastrada una docena de hombres, trayendo a un desgraciado atado con gruesas cuerdas sobre una yegua, con las manos y los pies encadenados. Estaba tan furioso, que ninguno se le acercaba. Habría mordido a cualquiera; gritaba y rugía con voz sobrehumana. En el patio del cas­ tillo lo hicieron bajar de la yegua así encadenado y se pusieron en cerco un poco distantes, mientras dos de ellos se dirigían a la condesa Biancina y a su huésped taumaturga. Estas bajaron y el endemoniado, apenas vio a la Santa, rompió a gritos tales como para llenar a todos de espanto; se revolcó por tierra, haciendo gestos repug­ nantes más allá de toda palabra; y, si no hubiese estado atado, alguno de los presentes lo hubiera pagado. Cuan­ do la Santa lo vio arrastrarse así con los hierros, se vol­ vió a la condesa diciéndole: —Señora mía, ¿qué ha hecho este infeliz para que lo tengan así atado? Por amor de Dios, decid que lo desaten y no lo torturen de ese modo. La condesa explicó: —Tienen miedo, porque si se acercan los agarra con los dientes o como pueda. De todos modos, mandad lo que queráis... Catalina se acercó al desgraciado y dijo: __En nombre de Jesucristo, soltadlo. ’ Proc. p.49 y 392.

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El hombre-fiera de repente se hizo manso y se extendió por tierra como un cuerpo muerto. Entonces los hombres se le acercaron sin miedo, lo dejaron libre, le quitaron las cadenas de los pies y de las manos, y él no se movió. Y la Santa: —Alzadlo y dadle algo que comer, porque ahora no tiene otra cosa que gran debilidad. Lo alzaron, le dieron de comer y beber. Volvió en sí, miró en torno estupefacto. No recordaba ya nada, después se encomendó humildemente a Catalina, y ella hizo sobre él el signo de la cruz. El partió a pie con los compañeros, perfectamente curado, y no tuvo nunca más trastornos*. Hubo muchas curaciones de esto y justamente seme­ jantes a ésta. Y luego, de la Fortaleza de Orcia Catalina se dirigió a la abadía de San Antonino, llamada de “San Antimo”, donde era el abad fray Juan de Ser Gano de Orvieto, el cual había presidido, como hemos visto, la fun­ dación del monasterio de Santa María de los Angeles en el castillo de Belcaro. San Antimo surgía aproximada­ mente a cinco millas de Montalcino, una pequeña ciudad que en el pasado dependía de la abadía y que ahora se encontraba en posesión de la república de Siena ’. Con el tiempo los abades, después de haber perdido la autori­ dad personal, se vieron impedidos por los arciprestes de Montalcino respecto de su jurisdicción espiritual, de donde nacieron disputas, y ésta fue justamente la razón que em­ pujó a Catalina a aquella soledad sagrada desde hacía siglos. La abadía, en el rico valle v e r d e e r a amplia, y la ‘ Proc. p.392-395. ’ La posesión de Montalcino por parte de la abadía remonta al 814, y fue concedida por Ludovico I. Siena había edificado allí recientemente una fortaleza en el 1361. “ La abadía de San Antimo fue de importancia notable en la historia; se dice que fue fundada por Carlomagno para los bene­ dictinos, y enriquecida a lo largo de los siglos por los emperado-

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iglesia de tres naves, bella, ciertamente anterior al 1118 como se deducía de una inscripción al pie del altar mien­ tras la portada principal era de 1292, y una campana llevaba la fecha de 1219. El arquitecto había sido el monje Azzone de los Porcari. El interior y el exterior de la iglesia eran notables por la pureza de líneas. De uno y otro lado subían los flancos de los montes, y en todas partes reinaba el silencio. Casa e iglesia estaban desmoronándose y en vías de abandono, tanto es así que en tiempos de Pío II algunos muros se derrumbaron y la comunidad fue suprimida; mas en 1377 varios monjes permanecían bajo las antiguas bóvedas, y alababan a Dios. A causa de la presencia de Catalina aquellos días se pobló el valle. “He visto —escribió Raimundo de Capua, refiriéndose un poco a toda la permanencia en el Val de Orcia— millares de hombres y mujeres descender presu­ rosos de las cimas de las montañas, acudir de las tierras circunstantes, como si respondiesen al sonido de una trom­ peta misteriosa. Venían por verla, no pretendían que ha­ blase, bastaba su presencia para convertir las almas y moverlas a contrición. Todos lloraban sus pecados y se acercaban al tribunal de la penitencia. Yo fui testigo de la sinceridad de su arrepentimiento y es evidente que una gracia extraordinaria obraba en sus corazones” ". res, en particular por Ludovico Pío, quien concedió a su jurisdicción todo el territorio entre el Orcia, el Ombrone, el Asso, una parte del litoral y de la Maremma, y por Arrigo III y Artigo V, que concedieron nuevos privilegios y exenciones. Para hacerse una idea de la importancia de tal abadía, baste decir que bajo su patronato Había iglesias esparcidas desde el interior del condado de Pistoya a Pisa y Florencia, y que el abad tenía el título de conde del S. R. Im­ perio, y, como tal, tenía poder casi soberano sobre Montalcino. oan Antimo fue siempre ampliamente protegida por el papado. Ldi de­ clinación comenzó hacia fines del siglo x i i i , y en 1298 Bonifacio V lll, para infundir nuevo vigor espiritual al monasterio, lo paso a tos guiUermitas, que aún lo tenían en tiempo de Santa Catalina, fcn 1462 la abadía fue suprimida por Pío II para fundirla con el nuevo episcopado de M on tan o y^ieiwa^undo q , realidad, no precisa el «n .to lm o , pirü * p » ^ p» < Í ~ “ X comitantes. Cf., por ejemplo, los testimonios del Prowo atados también más adelante: p.404-405 pár.20: «Hubo tal afluencia de 255

Cuando Gregorio XI tuvo conocimiento de estos he­ chos, concedió a Raimundo y a todos sus compañeros las facultades reservadas generalmente a los obispos, para po­ der absolver a todos aquellos que querían confesarse 12. Los confesores que en aquel momento se encontraban con Catalina eran fray Raimundo, fray Bartolomé, fray Domenico, fray Tomás della Fonte 13 y otros cuatro; mas, a pesar de todo, no bastaban, de suerte que fueron llama­ dos otros sacerdotes en su ayuda. Como se ve, fue una verdadera misión en grande, concebida según el método moderno usado por ciertas asociaciones recentísimas con el fin de mover masas de personas; todo esto al paso de Catalina asumía un sorprendente carácter de espontanei­ dad por parte del pueblo. Y puesto que, no obstante los refuerzos, el pelotón de confesores seguía siendo insufi­ ciente, he aquí a los fieles retardándose en la abadía o ante ella, esperando cada uno el propio turno, mientras caía la tarde y luego mientras anochecía. Aquel testimonio unánime de fe se hacía aún más sugestivo dentro del escenario de los montes velados por la sombra, mientras en lo alto se encendían extraños fuegos de pastores: el cielo, entre los dos flancos oscuros, se animaba con las primeras estrellas, y los confesores estaban aún en la abadía iluminada por los cirios, acogiendo almas y almas gente... que, si uno no lo hubiese visto, pensaría no poder creerlo». Respecto de San Antimo: «A veces el número de aquellos que casi todos los días llegaban puntualmente era de algún millar»; I d ., l.c. 12 R 240: «...Gregorio X I... me concedió a mí y a mis dos compañeros poder absolver, también en los casos reservados a los obispos, a aquellos que... se quisiesen confesar...» (Ra, l.c., p.l90s). Cf. Proc., p.52, donde Caffarini dice que por privilegio concedido por Gregorio XI ella podía tener consigo tres confesores en grado de absolver cualquier culpa, sobre todo las de aquellos que habían sido convertidos por la Santa. Cf. también en el Proc. Ja p.405: estos confesores, al modo de los apóstoles, desde la mañana a la tarde no hacían más que oír confesiones, hasta el punto de no poder comer. 11 También Caffarini en el Proceso da estos cuatro como confe­ sores de Catalina, y subraya: «... atestiguo con certeza que yo he conocido d e un modo particular a todos los confesores de la vir­ g e n ...» : R a im u n d o fue «ultimus» (e l último) de éstos. Cf. Proc. p.32 pár.5.

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en el baño penitencial. “Confieso y me avergüenzo —dice fray Raimundo— que frecuentemente me sentía cansado y desanimado, mas Catalina no interrumpía nunca sus oraciones, feliz de atraer tantas almas a Dios, y encargaba a los otros de la cuadrilla cuidar de nosotros, que sos­ teníamos las redes. Es imposible describir su alegría, y nosotros, al verla, nos sentíamos tan consolados como para olvidar todo” 14 R 240 (Ra, l.c.).

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XXIV. tE S P IR IT U SAN TO , VEN A MI CO RAZO N >. LAS GRANDES CARTAS D E S D E EL VAL D E ORCIA

Ay, que en Siena los señores del Ayuntamiento y los amigos mismos de Catalina estaban lejos de imaginar aque­ llas manifestaciones extraordinarias de fe, e interpretaban la cosa a su modo, esto es, de un modo malo, sospechan­ do que la Dominica se entretenía en Val de Orcia, como huésped de los Salimbeni, para urdir trasmallos políticos. ¿A qué establecerse con aquellos dinastas extrapolentes, que habían dado tanto hilo que torcer a la República? Y el abad de San Antimo, con sus derechos seculares y con el prestigio de que gozaba en todo el Val de Orcia, forma­ ba también parte de aquella compañía..., y los amigos de Catalina, un Raimundo de Capua, un Bartolomé Do­ menici... hijos autorizados de Santo Domingo, y un Ma­ coni, un Pagliaresi, un Malavolti, todos de la flor de la nobleza sienense, y un Tolomei, huésped fijo de los Sa­ limbeni, pesadillas de Catalina. Los gobernantes de Siena, sospechosos como urracas en el nido, imaginaban las conversaciones de todos aquellos “expulsados” sobre las altas terrazas de la Fortaleza de Orcia, o, bastante peor, del Trinoro. ¿No se desahogaban hablando mal de los re­ formadores y de los ciudadanos?... Peor aún: ¡el hecho de que Mateo de los Tolomei for­ mase parte del grupo turbó hasta a la óptima Monna Rabe, la cual conocía, sin embargo, a la virgen de Fontebranda! En su corazón la llamaba “la salvación de la casa”, pues instrumento de salvación había sido en verdad para su familia, y, con todo, ahora la anciana señora, sienesa y temerosa por toda una carga de antagonismos que pesaba sobre la familia, no se resignó a ver a su hijo en el con258

cihábulo de los Salimbeni..., pues tal, en algunos mo­ mentos, le parecía la cuadrilla del Val de Orcia. Celos de madre y sabiduría política —al modo de la Siena de entonces, se entiende— para ella, responsable de la es­ tirpe más fuerte de los Salimbeni y equilibradora de la política sienesa, obraron en ella en profundidad: le entró el deseo de que su hijo Mateo volviese a casa. Es verdad que a este deseo contribuyó vivamente la enfermedad de Francisca, la hija acaso más querida; y era comprensible que Mateo debiese venir a verla1. Por ello Catalina se vio obstaculizada por dos amones­ taciones, a las cuales bien pronto se añadieron los lamen­ tos del grupo de detenidos en Siena o en Montepulciano. De aquel grupo formaba parte ahora Monna Lapa, y con cuánto prestigio y afecto, es fácil imaginarlo; si ella era la “abuela” para la “familia” cateriniana, era además tam­ bién la madre de Catalina: doble autoridad, pues. Y ella se había cansado de estar en Montepulciano y no tenía ganas de volver sola a Siena. En conclusión, después de los ruidos sordos vinieron los rayos; esto es, una llamada de reclamo de Monna Rabe para Mateo Tolomei, una llamada de Monna Lapa —por más que no oficial en forma de aspiración y de llantos— para Catalina, y, final­ mente, para la misma Catalina, una invitación al retomo de parte del Señor de los que gobiernan. Tres respuestas partieron desde San Antimo o desde la Fortaleza (no sabemos bien de dónde se dispararon); esto es, tres cartas de aquellas que Catalina sabía escribir cuando la herían, conscientemente o no, en aquel su servi­ cio de Dios, único punto verdaderamente vivo, ardiente y palpitante, de su extraordinaria fuerza de vida. Escribió a los señores del Gobierno representado en la persona de Salvo de Micer Pedro, orfebre de Siena, que formaba parte del gobierno mismo: ‘ Por la carta 120 Tomm. sabemos que MaV* porque Francisca estaba muy mal; mas Catalina mteip lundidad el móvil verdadero de la misiva.

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"... Os respondo, carísimo hijo, a las cartas que me man­ dasteis, las^ cuales yo vi con singular alegría. Donde yo vi que había una cosa particular que Dios manifestó a una sierva suya, esto es, que aquellos que se llaman hijos eran escandalizados por ilusión de los demonios que estaban alrededor de ellos para quitarles la semilla que el Espíritu Santo había sembrado en ellos, y ellos, como imprudentes y no fundados sobre la piedra viva, no hacían resistencia; mas como sentían el escándalo en sí, así lo sembraban en los otros, coloreado con color de virtud y de amor. Y, con todo, os declaro ahora que es voluntad de Dios que yo esté aquí. Teniendo yo un grandísimo deseo, por temor de no ofen­ der a Dios con mi estancia con tantas murmuraciones y sos­ pechas cuantas de mí se han tomado y de mi padre fray Rai­ mundo, fue declarado por aquella Verdad que no puede mentir a aquella sierva suya, diciéndole: “Persevera co­ miendo en la mesa que Yo te he puesto. Yo os he puesto a la mesa de la cruz para tomar con vuestra pena y mu­ chas murmuraciones, para gustar y buscar el honor mío y la salvación de las almas. Y por eso las almas que en este lugar te he puesto en las manos para que salgan de las manos de los demonios y se pacifiquen conmigo y con su prójimo, no las dejes hasta tanto que no se haya cumplido aquello que se ha comenzado. Ya que, para impedir tanto bien, el demonio siembre tanto mal. Sin em­ bargo, volvemos; y no temáis: porque yo seré aquel que obrará por vosotros”. De donde el alma por lo dicho por esta sierva de Dios permaneció pacificada. Me ingeniaré para hacer aquel bien que yo puedo para honra de Dios y salvación de las almas y bien de nuestra ciudad; aunque yo lo haga negligentemente. Y me alegro de seguir las huellas de mi Creador, y que por hacer bien reciba mal; por honrarles, me avergüencen; por darles a ellos la vida, quieran darme a mí la muerte. Mas su muerte es vida para nosotros, y su vergüenza es honra para nosotros. Porque la vergüenza es de aquel que comete la culpa. Donde no hay culpa, no hay vergüenza ni temor de pena. Yo confío en nuestro Señor Jesucristo, y no en los hombres. Yo haré así. Y si me dieran infamias y persecuciones, yo ofreceré lágrimas y oración continua, en cuanto Dios me dé la gracia. Y quiera el demonio o no, yo me empeñaré en ejer­ citar mi vida en el honor de Dios y la salvación de las almas por el mundo entero, y especialmente por mi ciudad. Gran vergüenza se hacen los ciudadanos de Siena en creer o imaginar que nosotros estemos en las tierras de los Sa­ limbeni o en cualquier otro lugar del mundo para hacer tratados” 2. Carta 122 Tommaseo.

A Lapa y a Cecca, aún en Montepulciano, les escribió: “...Acompañados pues, con la dulcísima madre Mana, la cual, a fin de que los santos discípulos buscaran el honor de Dios y la salud de las almas, siguiendo las huellas de su dulce Hijo, consintió que los discípulos se alejaran de su presencia, aunque los amase sumamente, y ella perma­ neció sola, como huésped y peregrina. Y los discípulos, que la amaban sm medida también, se marchan con alegría, soportando las muchas persecuciones. Y si les pregunta­ seis: ¿Por qué os comportáis tan alegremente, y os sepa­ ráis de María?”, responderían: “Porque nos hemos perdido a nosotros, y estamos enamorados del honor de Dios y de la salud de las almas”. Así quiero, pues, carísimas madre e hija, que hagáis vosotras. Y si hasta ahora no lo habéis sido, quiero que estéis encendidas en el fuego de la Caridad divina, buscando siempre el honor de Dios y la salud de las almas. En otro caso estaríais en grandísima pena y tri­ bulación, y me tendríais a mí. Sabed, carísima madre, que yo, miserable hija, no he sido puesta en la tierra para otra cosa: para esto me ha elegido mi Creador. Sé que estáis contenta de que yo le obedezca. Os ruego que, si os pare­ ciese que yo estuviese más de lo que agradaría a vuestra voluntad, estéis contenta; ya que yo no puedo hacer otra cosa. Creo que, si vos supieseis el caso, vos misma me lo mandaríais. Yo estoy para poner remedio a un gran escándalo, si pudiere. No es, empero, defecto de la Condesa, y, con todo, rogad todos a Dios por ello y a esta Virgen gloriosa, que nos mande un resultado que sea bueno. Y tú, Cecca, y Justina anegaos en la sangre de Cristo crucificado; ya que ahora es el tiempo de probar la virtud en el alma. Dios os dé su dulce y eterna bendición a todas. No digo otra cosa. Permaneced en la santa y dulce dilección de Dios. Jesús dulce, Jesús amor...” 3

Y a Monna Rabe le escribió una carta que valdría la pena meditar punto por punto: “...E n el nombre de Jesucristo crucificado y de la dulce María. Carísima hija en el dulce CraíoJesus. Yo, Catalina, sierva de Dios y esclava de ,0« Jesucristo, os escribo en su preciosa san**; con el deseo otroVm^ioVno £

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1 Carta 117 Tommaseo.

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la virtud, gustemos la tierra y nos nutramos del amor pro­ pio sensitivo, de donde proceden todos los vicios. Mas debe­ mos levantarnos y seguir subiendo a la altura de la virtud, abriendo los ojos del entendimiento para mirar al madero de la cruz, donde nosotros encontramos al Cordero, árbol de la vida, que de su cuerpo ha hecho una escala...” 4

Y continúa con un trozo de gran relieve, porque con­ tiene ya en expresión clara la sustancia de lo que será la gran doctrina enseñada en el Diálogo, en cuanto que habla claramente de los Pies, del Costado, de la Boca de la Sacratísima Humanidad, cual medios o referencias de purificación y de ascensión para las almas: "... El primer escalón que nos ha enseñado a subir, son los pies; esto es, el afecto; porque como los pies llevan el cuerpo, así el afecto lleva el alma. Habiendo subido el pri­ mero, esto es, con los pies fijos y clavados en la cruz, en­ contraréis el afecto despojado de su amor desordenado. Lle­ gando al segundo, esto es, al costado abierto de Cristo cru­ cificado, veréis el secreto del corazón; con qué amor inefa­ ble nos ha hecho un baño con su sangre. En el primero se levanta y se despoja el afecto, en el segundo gusta el amor que encuentra en el corazón abierto de Cristo. Viendo el tercer escalón, y llegando, esto es, a la boca del Hijo de Dios, se nutre en la paz. Porque, ya que el alma está vestida del amor de Cristo crucificado y despojada del perverso amor sensitivo que le da guerra, ha encontrado la paciencia, y toda amargura le parece dulce; y hasta se deleita en las persecuciones y tribulaciones del mundo, de cualquier par­ te que Dios se Jas conceda, porque ha encontrado la paz de la boca. La persona que da la paz, se une con aquella a quien se la da. Así el alma, vestida de las virtudes, con afecto de amor gusta a Dios, y une la boca del santo deseo con el deseo de Dios y se une en ese deseo de Dios con paz y tranquilidad. De suerte que veis que Cristo crucificado ha hecho la escala de su cuerpo, a fin de que nosotros subamos a la altura del cielo de la vida perdurable, donde hay vida sin muerte, y luz sin tinieblas, y saciedad sin hastío, y hambre sin pena; porque, como dice San Agustín, lejos está el hastío de la saciedad, y está lejos la pena del hambre, porque los ciudadanos que están en la vida eterna, de aquello que tienen hambre y deseo, están saciados con la visión eterna de D ios...”

Mas estemos atentos a la peroración final, una de las más típicas y —osaremos decir— afectuosamente vapu­ leantes del epistolario cateriniano: 4 Carta 120 Tommaseo.

“...B ien ignorante y miserable es aquella alma que por su culpa pierde tanto bien, y se hace digna de tanto mal. Levantaos, pues, hija carísima, y no esperéis aquel tiem­ po que no tenéis; mas con gran afecto de amor levantaos de la perversidad de vuestro amor sensitivo, el cual os quita la luz de la razón, y os hace amar el mundo y los hijos sin modo. Porque de otra manera no podréis llegar al fin para el cual habéis sido creada. Y por esto dije que yo deseaba veros vivir muerta a la voluntad propia y al amor propio, porque me parece que en eso estáis aún bas­ tante viva. Y esto me lo hizo ver la carta que vos escri­ bisteis, que el amor os hacía salir fuera del modo orde­ nado según Dios. Enviasteis diciendo que Francisca estaba muy mal: por lo cual queríais que Mateo fuese allá dejando todo otro motivo; y si no fuese, que quedase con vuestra maldición; y, si no pudiese hacer otra cosa, que tomase un labrador en compañía. Os digo que vuestra locura y necedad no la podéis negar. Dejemos estar que no fuese según Dios; mas según aquel poco juicio que nos da la naturaleza, si lo hubieseis tenido, no lo habríais hecho. Si teníais o tenéis deseo, o por necesidad de contentar a vuestra hija, de que vaya allá fray Mateo, habríais man­ dado un par de hermanos, que uno hubiese ido con él, y el otro se quedase: porque vos sabéis bien que ni uno ni otro puede venir ni quedar solo. Mas vos habláis como persona apasionada, que tenéis los oídos llenos de mur­ muraciones. Todo os sucede porque no tenéis levantada la cara de la tierra, ni subido el primer escalón de los pies. Pues si lo hubieseis subido, desearíais que vuestro hijo buscase el honor de Dios y la salud de las almas. Con este deseo vos y las otras y los otros os cerraríais los oídos y os cortaríais la lengua para no oír las palabras que se os dicen, y para no decirlas. Pues no más así. Bañaos en la sangre de Cristo crucificado; y levantaos de la conversa­ ción de los muertos, y conversad con los vivos, con las virtudes verdaderas y reales. No os digo otra cosa. Conso­ lad a Francisca... Permaneced en la santa y dulce dilección de Dios. Jesús dulce, Jesús amor”.

De San Antimo Catalina regresó con los suyos a la Fortaleza, donde la alcanzó Caffarini, quien asistió a la repetición de grandes conversiones, para lo que era un estímulo la presencia de la Santa5. Entre tanto, tuvo lugar un evento destinado a una in­ 5 «... permaneciendo yo algunos días con la virgen, vi el fruto admirable que Dios suscitaba a través de ella en las almas y en ios cuerpos» (Proc. p.49).

tensa repercusión: el P. Raimundo recibió órdenes de di­ rigirse a Roma junto a Gregorio XI, quien lo retuvo luego allí como prior de la Minerva *; y la Santa tuvo la impre­ sión angustiosa de quedar en soledad espiritual profunda sin el guía necesario de su alma. Así ocurre, bien fre­ cuentemente, con los Santos: son gigantes en cuanto son también niños y, por humildad, requieren el sostén del confesor o del director. Un motivo particular ligaba ya el alma de Catalina a su confesor el P. Raimundo. Este, en realidad, era el más propenso a aprobar y a aconsejar para ella la comunión frecuente, aun cotidiana, de la que ella vivía con inmenso y encendido deseo. Su ausencia podría arrojar a la penitente en dudas y renuncias que, en este campo, le hacían sufrir e incidían hasta en su más oculta intimidad. El mismo nos lo confirma: “Una de las razones por las cuales Catalina se encontró mejor conmigo que con aquellos que me habían precedido, fue justamente porque yo hacía todo por apagar sus deseos, no obstante los impedimentos que interponían aquellos que querían alejarla de recibir la santa comunión”. De este modo su partida produjo un dolor vivo en el alma incan­ descente de Catalina, quien, sin embargo, contribuyó a que el Padre obedeciese con prontitud. De su nuevo estado de ánimo dan testimonio los escri­ tos de aquel período, algunos de manos de la misma Santa. Un día, en efecto —así cuenta la tradición, hoy discutida por algunos—, vio ella un pequeño vaso de cinabrio7, de­ jado allí por un aluminiador, y, movida de un impulso superior, tomó la pluma y, aún no habiendo trazado jamás en su vida nunca ni una “o” o una “i”, escribió dere­ chamente: ‘ « ...la virgen me mandó a Roma al pontífice con algunas suge­ rencias... Mientras así me detenía en Roma, fui obligado a sopor­ tar el peso del priorato del convento de Roma, peso que había debido llevar otras veces en tiempo de Urbano V...»: R 420 (Ra., Illa., VI, p.331). 7 Caffarini halló este pequeño vaso en Venecia y lo obtuvo como don de Leonardo Pisani. El mismo se lo dejó luego a las herma­ nas de la Penitencia de Venecia. Cf. Proc. p.62-63 pár.25-10.

«Espíritu Santo, ven a mi corazón; por tu potencia atráelo a Ti, Dios; concédeme caridad y temor, guárdame, Cristo, de todo mal pensamiento; inflámame y caldéame con tu dulcísimo amor, para que todo trabajo me parezca ligero: Asistencia pido, y ayuda en la necesidad. Cristo Am or, Cristo A m o r» %.

Después escribió algunas cartas: la primera de propio puño a Esteban Maconi9, la cual desgraciadamente se ha perdido; otras a Raimundo de Capua, y de éstas escribió dos de propio puño, por cuanto ella nos dice10. Son dos mensajes sorprendentes que superan a otros muchos de Ca­ talina misma por la variedad y profundidad de temas y por el contenido íntimo imprevisto: la Santa busca en sí misma con una osadía total, en un momento de los más dramáticos de su empeño espiritual. Escribe —nos dice ella misma— para no morir de dolor11, y alcanza abis­ mos, no solamente personales, sino también de cualquier alma ante la infinitud de Dios: “Ya que el alma que no se ve a sí por sí, se ve a sí por Dios y a Dios por Dios, en cuanto es suma y eterna bon­ 8 Supl. 1,1,10 (SCaf I p.348s); Caffarini nos dice también que la hoja escrita por Catalina fue dada como reliquia a fray Jeró­ nimo de Siena, de la Orden de los Eremitas de San Agustín; éste se la dio a Don Leonardo Pisani, conocido predicador, quien se la dio al mismo Caffarini; este la depositó en las Hermanas de la Pe­ nitencia. 9 Caffarini atestigua haber sabido de esta carta por Maconi misroo» y por él conoció también su final: «Sabe, hijo carísimo, que ésta es la primera carta que yo haya escrito jamás». Todavía por Maconi supo Caffarini que él había visto otras veces a la Santa escribir de su puño, también algunas páginas del Diálogo; algún autógrafo se hallaba en la cartuja de rontignano, cerca de Siena. Se alude también a la carta al P. Raimundo (Proc. p.62 pár.10-20). Hay noticia de estos otros escritos aún en el Supl., l.c.: «...Mas no se crea que la citada hoja sea el único y sólo escrito de pro­ pia mano de nuestra virgen. Extendió por su propia mano una carta a enviar al supradicho Don Esteban...». Habla también de las Caíías a Raimundo, y de algunas páginas del Diálogo. La separación de Raimundo fue ciertamente una prueba dura Pwa la Santa: «...ellas (las penas) se han agravado más de lo que solían...», escribe a Aleja Saracini, carta 119. Carta 226 Tomm.

dad y digno de ser amado por nosotros; considerando en El el efecto en el encendido y consumado amor, encuentra la imagen de la creatura en El, y en sí misma encuentra a Dios en su imagen. Esto es, que aquel amor que ve que Dios le tiene, aquel amor extiende a toda creatura; y por esto se siente constreñido inmediatamente a amar al pró­ jimo como a sí mismo, porque ve que Dios le ama sumamen­ te, considerándose a sí en la fuente del mar de la esen­ cia divina. Entonces el deseo dispone a amarse a sí en Dios, y a Dios en sí, así como el que mira a la fuente, que allí ve su imagen, y, viéndose, se ama y se deleita. Y si él es cuerdo, primero se moverá a amar a la fuente que a sí. Ya que, si él no se hubiese visto, no se habría amado, ni experimentado deleite; ni corregido el defecto de su cara, el cual veía en esa fuente” 12.

Análisis sorprendente de nuestras posibilidades, que aun siendo en esencia simplicísima, recta y consiguiente, tras­ torna muchos lugares comunes de la existencia mediocre y abre de par en par los cielos íntimos a las subidas de la voluntad y a los movimientos del abandono. Pasando luego a detalles personales, Catalina revela experiencias extraordinariamente complejas: “No os escribo de las operaciones de Dios que El ha obrado y obra, que en eso no hay lengua ni pluma sufi­ ciente. Vos me mandasteis a decir que yo gozase y exultase, y me mandasteis noticias de esto; de las cuales he tenido singular alegría, ya que la primera y dulce Verdad, el día después que me separé de vos, queriendo hacerme el Esposo eterno como hace el padre a la hija y el esposo a su esposa, que no puede tolerar que tenga amargura alguna, mas en­ cuentra nuevos modos para darle alegría, así pensad, pa­ dre, que hizo el Verbo, Deidad suma, eterna y alta, que me dio tanta alegría que también los miembros del cuerpo se sentían disolver, deshacer, como la cera en el fuego”.

Hasta aquí, pues, describe la consolación del todo es­ piritual y superior que Dios le concediera para mitigar y traducir en alegría la soledad en que se encuentra des­ pués de la partida de su director, el P. Raimundo. Inme­ diatamente después desciende a describir un profundo lío íntimo, tocando realmente el fondo del drama y la ale­ gría, y poniendo en pleno relieve las embestidas de la luz que le vienen de lo alto: u Ibíd.

Mi alma hacía entonces tres habitaciones: una con los demonios, por el conocimiento de mí y por las muchas batallas y molestias y amenazas que me hacían, que no de­ jaban un momento de tocar a la puerta de mi conciencia. Y yo entonces me levanté con odio y con él me fui al infierno, deseando de vos la santa confesión. Mas la divina bondad me dio más de lo que yo pedía; ya que pidiéndoos a vos, se me dio a sí mismo, y El me dio la absolución y la remisión de mis pecados y los vuestros, repitiendo las lecciones dichas para otro tiempo, y cubriéndome con un gran fuego de amor, con una seguridad tan grande y pure­ za de mente, que la lengua no es capaz de decirlo. Y para cumplir en mí la consolación, me dio las moradas de Cristo en la tierra, andando como se va por la calle; así parecía que fuese una calle de la suma majestad, Trinidad eterna, donde se recibía tanta luz y conocimiento en la bondad de Dios, que no se puede decir; manifestando las cosas futuras, andando y conversando con los verdaderos experimentado­ res y con la familia de Cristo en la tierra. Veía venir noti­ cias nuevas de gran exultación y paz, oyendo la voz de la primera y dulce Verdad, que decía: “Hija mía, Yo no soy menospreciador de los verdaderos y santos deseos; sino que soy cumplidor. Consuélate, pues, y sé buen instrumento y viril para anunciar la verdad; pues siempre estaré con vos­ otros”. Parecíame sentir exaltación de nuestro arzobispo. Después, cuando oí el efecto segundo que me escribisteis, se me juntó alegría sobre alegría. ¡Oh dulce hijo mío!, me fue manifestado mi obstinado y endurecido corazón, a fin de que pidieseis venganza y justicia para mí, pues no explota y se abre con amor tan ar­ diente. ¡Ay de mí!, que de un modo admirable estas tres habitaciones la una no impedía a la otra, mas una adereza­ ba a la otra. Así como la sal sazona el aceite y hace perfecta la coci­ na, así la conversación de los demonios por la humildad y el odio y el hambre, y la conversación de la santa Iglesia por amor y deseo, me hacía estar y gustar de la vida perdura­ ble con los verdaderos gustadores. No quiero decir más. Pensad que yo estallo y no puedo estallar”.

Vale la pena de pararnos en este trozo, que no tiene nada que envidiar a Dante por la potencia del decir y por el abismo íntimo que revela: tres elementos diversos confluyen en una condición de espíritu que va de la tierra (y casi nos atreveríamos a decir del infierno) al cielo, tres “habitaciones”, como dice la Santa: ella usa un término *nuy similar al que Teresa de Avila usará en el Castillo interior doscientos años después (y casi, ciertamente, sin haber podido conocer esta singular página cateriniana) para

expresar realidades más o menos afines a las expresadas por Catalina. La Santa española hablará de “mansiones” o “moradas”, recurriendo a imágenes que corresponden bien a las “habitaciones” de la Sienense. La primera de estas “habitaciones” significa la luoha contra “los demo­ nios”, que “no dejan de tocar a la puerta de la concien­ cia”. Horas, pues, de tentaciones y de amenazas, que, sin embargo, tienen una importancia precisa en orden al co­ nocimiento de la propia nada y de la propia debilidad. Veamos de qué modo se sabe defender la muchacha de Fontebranda. Se yergue una vez más en toda su majestad virginal y es una majestad enfurecida, violenta: “Yo en­ tonces me levanté con odio...”; no solamente odio contra las tentaciones, sino también odio santo de sí, porque en aquel momento sintió los peligros innatos en su miserable personalidad terrestre, de ofender al amor: “y con él me fui al infierno”, “deseando de vos la santa confesión”. Las palabras que siguen revelan la respuesta de Dios; y las otras dos “habitaciones”, esto es, la protección del fuego del amor, concedido al alma “con una seguridad tan gran­ de y pureza de mente que la lengua no es capaz de decir­ lo”, y “la habitación de Cristo en la tierra”, esto es, la visión de la Iglesia13, alimentada por la “suma sublimi­ dad, Trinidad eterna, donde se recibía tanta luz y conoci­ miento en la bondad de Dios, que no se puede decir”; go­ zando, esto es, de la intimidad divina, y sintiéndose atraída y apresada por la summa Majestad de la eterna Trinidad. Y todo esto es una clara luz del presente y del porvenir “manifestándole las cosas futuras, andando y conversando con los verdaderos experimentadores”, esto es, con los perfectísimos y con la “familia de Cristo en la tierra”; y en la misma intimidad divina Catalina goza también de un claro conocimiento de la justicia y perfección del Señor, quien le dice: “Hija mía, Yo no soy menospreciador de los 13 Recordemos que Catalina, próxima a la muerte, dijo a sus hijos: «Tened por seguro que yo he dado la vida por la santa Iglesia, y esto lo juzgo una gracia excepcional que me ha concedido el Señor»: R363 (Ra, Illa., p.294).

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verdaderos y santos deseos; sino que soy cumplidor. Con­ suélate, pues, y sé buen instrumento y viril para anunciar la verdad; pues siempre estaré con vosotros”. La introspección que la Santa nos muestra de sí, disol­ viendo y desenredando el enredo de los zarzales interiores y haciendo luz en los meandros del “yo”, se adentra aún: “¡Ay de mí!, que de un modo admirable estas tres habi­ taciones, la una no impedía a la otra, mas una aderezaba a la otra; así la conversación de los demonios por la hu­ mildad y el odio (esto es, por el abatimiento del orgullo propio y por el odio santo de sí), y el hambre y la con­ versación de la santa Iglesia por amor y deseo, me hacía estar y gustar de la vida perdurable con los verdaderos gustadores”. Y la conclusión del pasaje es netamente cate­ riniana: “No quiero decir más. Pensad que yo estallo, y no puedo estallar”... Con esta carta hace juego otra, escrita también al P. Rai­ mundo, de puño de la Santa, como hemos dicho, y que se la considera aún más famosa y decisiva para la compren­ sión del pensamiento de Catalina. Es la 272 (Tomm.), que constituye casi un preludio o un resumen anticipado del gran libro llamado El Diálogo. La Santa comienza hablando de sí en tercera persona: Y esperando que viniese la mañana para tener la misa, pues era el día de María; y, llegada la hora de la misa, se puso en su lugar con verdadero conocimiento de sí, avergonzándose delante de Dios de su imperfección. Y elevándose sobre sí con penoso deseo, y especulando con los ojos del entendimiento en la Verdad eterna, pedía allí cuatro peticiones, teniéndose a sí y a su Padre delante de la esposa de la Verdad. Y primero la reforma de la santa Iglesia. Entonces Dios, dejándose constreñir por las lágrimas, y ligar por la atadura del deseo, decía: ’Hija mía dulcísima, ve cómo tiene man­ chada su cara con la inmundicia y con el amor propio, e hinchada por la soberbia y la avaricia de aquellos que se alimentan a su pecho. Mas quita tus^ lágrimas y tu sudor, y sácalas de la fuente de mi caridad divina, y lávale la cara. Ya que Yo te prometo que no le será devuelta su belleza con el cuchillo, ni con la crueldad ni con la guerra, mas con la paz y humildes y continuas oraciones, sudores y lágrimas, derramadas con penoso deseo por mis siervos.

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Y así cumpliré tu deseo con soportar mucho; y mi provi­ dencia no os faltará en cosa ninguna’”.

El coloquio con la divina Misericordia continúa por par­ te del alma, de suerte que ésta se inflama siempre más y se abre en la segunda petición, esto es, en el deseo de pa­ decer a semejanza de la agonía sufrida por Jesucristo en el huerto de los Olivos: “. . . Y en tanto creció el santo y amoroso fuego hasta que el sudor de agua que derramaba, ella lo menospreciaba por el gran deseo que tenía de ver salir de su cuerpo sudoi de sangre, diciéndose a sí misma: ’Alma mía, has perdido todo el tiempo de tu vida. Y por eso han venido tantos males y daños al mundo y a la santa Iglesia, en común y en particular. De donde yo quiero ahora que tú lo remedies con el sudor de sangre’. Entonces aquella alma, aguijoneada por el santo deseo, se elevaba mucho más, y abría los ojos del entendimiento y se miraba en la caridad divina; por don­ de veía y gustaba en cuánto hemos sido tenidos y cuánto debemos buscar la gloria y la alabanza del nombre de Dios en la salvación de las almas”.

A lo cual sigue la tercera petición, concerniente a la salvación de su confesor, el P. Raimundo: “Y a esto os llamaba y constreñía la Verdad eterna, res­ pondiendo a la tercera petición; esto era el hambre de vues­ tra salvación, diciendo: ’Hija, esto quiero que busque él con toda solicitud. Mas esto no lo podrá lograr ni él, ni tú, ni ningún otro sin las muchas persecuciones; según yo os lo concederé. Dile: como él desea mi honor en la santa Iglesia, así concibe amor de soportar con verdadera paciencia. Y con esto comprobaré que él y los otros siervos míos buscan mi honor de verdad1”.

Petición que desemboca en el tema más importante de la carta y de toda la espiritualidad cateriniana, esto es, en la doctrina del “Puente”, que aquí viene ya claramente expuesta y recibirá después, en el Diálogo, pleno desarro­ llo y máximo esplendor: “Y entonces será el hijo carísimo, y reposará sobre el pecho de mi unigénito Hijo, del cual he hecho puente para que todos podáis llegar a gustar y recibir el fruto de vues­ tros trabajos. Sabed, hijos, que el camino se destruyó con el pecado y desobediencia de Adán, de tal modo que ninguno

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podía llegar a su fin; y así no se cumplía mi verdad, pues lo había creado a mi imagen y semejanza para que él tu­ viese vida eterna, y participase y gustase de mí, que soy la suma y eterna Bondad. Esta culpa germinó espinas y abro­ jos de muchas tribulaciones, con un río cuyas ondas siem­ pre azotan. Y, con todo, Yo os he dado el puente de mi Hijo, a fin de que, pasando el río, no os anegaseis. Mas abrid los ojos del entendimiento, y ved que llega del cielo a la tierra; ya que no se podía hacer un bien de tanta gran­ deza que fuese suficiente para pasar el río y daros vida. De suerte que él unió la altura de los cielos, esto es, la natu­ raleza divina, con la tierra de vuestra humanidad. Os con­ viene, pues, llegar por este puente, buscando la gloria de mi nombre en la salud de las almas, sosteniendo con pena los muchos trabajos, siguiendo las huellas de este dulce y amo­ roso Verbo. Vosotros sois mis obreros, pues os he puesto a trabajar en la viña de la santa Iglesia; ya que Yo quiero te­ ner misericordia con el mundo. Mas mirad que no marchéis por debajo; ya que ésa no es la vía de la verdad. ¿Sabes tú quiénes son los que pasan por debajo de este puente? Son los inicuos pecadores, por los cuales os ruego que me roguéis y por los que deseo lágrimas y sudores; ya que yacen en las tinieblas del pecado mortal. Estos van por el río, y llegan a la condenación eterna, si no toman ya mi yugo y lo ponen sobre sí. Y hay algunos que con el temor de la pena se van a la orilla y salen del pecado mortal; sienten las espinas de muchas tribulaciones y, con todo, salen del río. Mas si ellos no cometen negligencia, y no duermen en el amor propio de sí mismos, se adhieren al puente y co­ mienzan a subir, amando la virtud. Mas si permanecen en el amor propio y en la negligencia, todas las cosas les hacen mal. Y no son perseverantes; mas un viento contrario que venga, les hace tornar al vómito. Visto que hubo de cuán diversos modos el alma se ane­ gaba y El decía así: ’Mira a aquellos que van por el puente de Cristo crucificado*”.

Varias categorías de almas transitan por el puente: “Y veía allí muchos que corrían sin pena alguna, porque no tenían el peso de la voluntad propia; y éstos^ eran los verdaderos hijos, los cuales, abandonándose a sí mismos, andaban con deseo ansioso buscando sólo el honor de Dios y la salvación de las almas. Y a los pies de su afecto (que tenían y andaban por Cristo crucificado, que era ese puen­ te) corría el agua de abajo; y las espinas eran conculcadas por sus pies; y, sin embargo, no les hacían mal; esto es, que en su afecto no se preocupaban de las espinas de las muchas persecuciones, mas con verdadera paciencia sopor­ taban la prosperidad del mundo, que son aquellas crueles espinas que dan muerte al alma que lo posee con amor des­

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ordenado. Ellos las despreciaban, como si hubiesen sido ve­ neno; y ninguna otra cosa esperaban sino deleitarse en la cruz con Cristo, ya que su meta era El”.

Otros, en cambio, retardan su paso: “Otros había allí que andaban lentamente. ¿Y por qué andaban lentos? Porque se habían puesto ante los ojos del entendimiento no a Cristo crucificado, sino los consuelos que sacaban de Cristo crucificado, los cuales les daban amor imperfecto. Y aflojaban frecuentemente en el andar; como hizo Pedro ante la pasión, cuando se había puesto a sí sólo el deleite de la conversación de Cristo; y por eso falló habiéndole sido quitado el objeto de la consolación. Mas cuando se fortaleció, porque se había perdido a sí mismo, no quiso conocer ni buscar otra cosa que a Cristo crucifi­ cado”.

Otros aún: “Había quienes después que habían comenzado a subir (és­ tos eran los que comenzaban a conocer su culpa), sólo por temor de la pena que les seguía después de la culpa, y con todo se habían levantado del pecado, esto es, por temor de la pena, cuyo temor era imperfecto; mas a muchos se les veía correr del temor imperfecto al perfecto, y éstos pasaban con solicitud al segundo estado y al último. Mas había mu­ chos allí que con negligencia se quedaban sentados a la en­ trada del puente con este temor servil; y tan a pellizcos habían tomado su comenzar y tan tibiamente, que, no jun­ tando un poco de fuego de conocimiento de sí mismos y de la bondad de Dios, se quedaban en su tibieza”.

Y la “dulce Verdad” exclamaba: «Levántense mis verdaderos siervos, y aprendan de Mí, el Verbo, a ponerse sobre las espaldas las ovejas perdidas, c a ­ yéndolas con pena y muchas vigilias y oraciones. Y así pasa­ réis por Mí, que soy puente, como he dicho; y seréis esposos e hijos de mi Verdad; y Y o os infundiré una sabiduría, con una luz de fe, que os dará perfecto conocimiento de la ver­ dad; por donde adquiriréis toda perfección».

Y el alma, transida de altísimo fuego, vive el

c u p io

dissólvi paulino con “deseo acongojado”: “En tanto que todas las potencias del alma gritan a una querer dejar la tierra, porque hay tanta imperfección, erigir­ se y llegar a su fin, a gustar con los verdaderos ciudadanos la suma y eterna Trinidad, donde se ve dar gloria y ala­

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banza a Dios, donde brillan las virtudes, el hambre y el deseo de los verdaderos ministros y religiosos perfectos, los cuales estuvieron en esta vida, como lámpara encendida puesta sobre el candelero de la santa Iglesia, para dar luz al mundo entero”.

Y aprovecha para encomendar a la misericordia divina una cuarta petición concerniente a “una oveja perdida” por “algún (caso) de alguna creatura, que había acaecido”. Aquí la Santa alude al drama de una persona, destinada a permanecer desconocida para nosotros, de la cual ella misma dice: “El cual por escrito no os puedo contar, mas os lo diré de viva voz”. Diremos entre paréntesis que el agujero abierto por esta alusión nos hace pensar en otro caso doloroso: el del caterinato que cayó en la desespe­ ración —y esto debió ocurrir justamente durante el perío­ do transcurrido por “la cuadrilla” en Val de Orcia—, se separó de la Santa y del grupo, terminando después con una muerte trágica, acaso suicidio. “Oh carísimo y dulcísimo Padre —concluye la Santa—, entonces, viendo y oyendo tanto de la primera y dulce Ver­ dad, parecía que el corazón se partiese por medio. Yo muero y no puedo morir. Tened compasión de la hija miserable, que vive en tanta pena por tanta ofensa de Dios, y no tiene con quien desahogarse; sino que el Espíritu Santo me ha provisto en mi interior con su clemencia, y por fuera me ha provisto pasarme con escribirlo. Confortémonos todos en el dulce Cristo Jesús y las penas nos sean refrigerio; y aceptemos con gran solicitud la dulce invitación, y sin ne­ gligencia. Esta carta, y otra que os mandé, la he escrito por mi mano en la Isla de la Fortaleza, con muchos suspiros y abundancia de lágrimas, mientras que los ojos, viendo, no veían, mas estaba llena de admiración de mí misma, y de la bondad de Dios, considerando su misericordia para con las creaturas, que tienen razón en sí, y su Providencia; la cual abundaba para conmigo, porque por refrigerio, estando privada del consuelo que por mi ignorancia no conocí, me había dado y provisto con darme la capacidad de escribir; para que, descendiendo de la altura, tuviese un poco con quien desahogar el corazón, para que no explotase”.

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Encontraremos bien pronto, como hemos dicho, la te­ mática completa de esta carta desarrollada en el Diálogo cateriniano; mientras tanto, antes de afrontar la obra más grande de la Santa, seguiremos los acontecimientos polí­ ticos y personales de ella que precedieron al dictado del mismo Diálogo•

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XXV,

T U M U LTO E N FLORENCIA

En el entretanto ¿qué sucedía entre los protagonistas del drama espiritual y político que agitaba a Italia? Antes de partir para Roma en el 1377, Raimundo de Capua había tenido un coloquio con Nicolás Soderini, quien le había dicho: —Yo estoy convencido que el pueblo de Florencia y todo hombre honrado desean la paz, y son sólo aquellos pocos obstinados que gobiernan los que ponen obstáculos. Y Raimundo: —¿Y no habrá remedio para este mal? —Sí, lo habría. Sería preciso que algún ciudadano res­ petable tomase a pechos la causa de Dios y viniese a un acuerdo con los güelfos a fin de privar de su poder a los intermediarios, siendo éstos (como son) enemigos del bien público; bastaría alejar de allí a cuatro o a seis a lo más. Llegado Raimundo a Roma, tuvo audiencia con el Pon­ tífice y le informó sobre las condiciones de Florencia, re­ firiéndole aquella conversación. Luego pasó el tiempo “Hacía algunos meses —cuenta una vez más Raimun­ do— que desempeñaba mi oficio de prior y anunciaba la palabra de Dios, cuando un domingo por la mañana vino un mensajero a decirme que Su Santidad me quería aquel día a su mesa. Obedecí a aquel mandato y después de la comida el Padre Santo me dijo: —Se me ha dicho que, volviendo Catalina a Florencia, se concluiría la paz. Y yo respondí inmediatamente: ■—No solamente Catalina, sino todos nosotros estamos 1 R420 bis (Ra, Illa., VI, p.331s).

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dispuestos a obedecer a Vuestra Santidad, y, si fuese ne­ cesario, también a sufrir el martirio. Mas el Padre Santo: —No —dijo—, no quiero que vos vayáis a Florencia, porque os maltratarían; mas ella es una mujer y es tenida en tanta veneración que creo no correrá peligro ninguno. Considerad y reflexionad sobre esto, decidme qué faculta­ des puede necesitar, y mañana traed los papeles para que yo pueda firmarlos. Este asunto debe concluirse en se­ guida. Obedecí y mandé las cartas a la Santa, que partió sin tardanza” 2. Mas ciertamente hubo algún estorbo, y la demora debió desagradar a Gregorio XI, pues por una carta posterior de Catalina nos damos cuenta que el papa debía haberle dirigido alguna reprimenda seria. Ella responde, no ya directamente a él, sino que escribe al P. Raimundo, y se expresa así: “Si llegase el caso, carísimo padre, que os hallaseis ante la Santidad del Vicario de Cristo, nuestro dulcísimo y san­ tísimo Padre, recomendadme a él humildemente, estando yo en culpa ante su Santidad por la mucha ignorancia y ne­ gligencia que he cometido contra Dios, y desobediencia contra mi Creador, el cual me invitaba a gritar con ardiente deseo, y que grítase con la oración ante El, y que con la palabra y con la persona estuviese ante su Vicario. Por to­ dos los modos posibles he cometido desmesurados de­ fectos; por los cuales yo creo que él haya recibido muchas persecuciones, y la santa Iglesia, por mis muchas iniquida­ des. Por lo cual, si él se queja de mí, tiene razón, y para castigarme por mis defectos”.

Se desea que el papa, para “sacar las espinas de los muchos defectos que sofocan el jardín de la santa Iglesia..., se lance en medio de los lobos como un cordero”, y luego se dirige a él directamente: “¡Ay de mí, ay de mí, ay de mí, santísimo Padre! ¡El primer día que viniste a vuestro lugar lo habéis pasado. Espero de la bondad de Dios y de vuestra santidad, que ha­ 2 R421 (Ra, l.c., p.332).

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réis aquello que no está hecho. Y de este modo se vuelven a ganar los (bienes) temporales y los espirituales. Esto os pidió Dios que hicieseis (como vos sabéis que os fue dicho), esto es, procurar la reforma de la santa Iglesia, procurando castigar los defectos y plantar pastores virtuosos; e hicisteis la santa paz con los hijos inicuos del modo mejor y más agradable según Dios que se pudiese hacer... Santísimo Padre, mirad con la luz de la razón y con la verdad el disgusto hacia mí, no por castigo, sino por dolor. Y ¿a quién recurro, si vos me abandonáis?; ¿quién me so­ correría?; ¿en quién me refugio, si vos me expulsáis? Y los perseguidores me persiguen y yo me refugio en vos y en los otros hijos y siervos de Dios. Y si vos me abandonareis tomando disgusto e indignación hacia mí, yo me esconderé en las llagas de Cristo crucificado, cuyo vicario sois vos; y sé que me recibirá, ya que El no quiere la muerte del pecador. Y siendo recibida por El, vos no me expulsaréis; más aún, estaremos en nuestro lugar para combatir viril­ mente con las armas de la virtud por la dulce esposa de Cristo. En El quiero terminar mi vida con lágrimas, con sudores y con suspiros, y dar la sangre y la médula de los huesos. Y si todo el mundo me expulsare, yo no me pre­ ocuparé, descansando con llanto y con mucho aguantar en el pecho de la dulce esposa. Perdonadme, santísimo Padre, toda mi ignorancia y ofensa que yo he hecho a Dios y a vuestra Santidad. La verdad sea quien me excuse y me libre: (la) verdad eterna. Humildemente os pido vuestra bendición”.

Por último vuelve a dirigirse a Raimundo con estas pa­ labras: “A vos os digo, carísimo padre, que, cuando os sea po­ sible, os presentéis ante su Santidad con corazón viril, y sin pena alguna o temor servil; y antes estad en la celda ante María y la santísima cruz, con santísima y humilde oración, y con verdadero conocimiento de vos, y con fe viva y voluntad de sufrir; y luego id con seguridad” 3.

Todo esto no constituyó en absoluto una separación de Catalina de Gregorio XI, porque más bien ella obede­ ció, dirigiéndose a Florencia al comienzo de 1378; y antes aún de partir escribió a los Señores de aquella ciudad: “Oh, no estéis más en guerra, y no esperéis que la ira de Dios venga sobre vosotros. Porque yo os digo que esta injuria la reputa por hecha a Sí mismo. Y asi, pues, pro-

3 Carta 267 Tomm. 277

curad acogeros bajo las alas del amor y del temor de Dios, humillándoos y buscando la paz y la unión con vuestro padre. Abrid, abrid los ojos del conocimiento, y no andéis en tanta ceguera. Ya que nosotros no somos judíos o sarra­ cenos, mas somos cristianos bautizados y rescatados con la sangre de Cristo. No debemos, pues, ir contra nuestra cabeza por ninguna injuria recibida; ni un cristiano contra el otro; mas debemos hacer esto contra los infieles. Porque nos hacen injuria, ya que poseen aquello que no es suyo; más aún, es nuestro. Pues no durmamos más (¡por amor de Dios!) en tanta ignorancia y obstinación. Levantaos y corred a los brazos de nuestro Padre, que os recibirá benignamente. Si lo hicie­ reis, tendréis paz y reposo espiritual y temporalmente, vo­ sotros y toda la Toscana...” 4.

La acompañaron Lapa, Juana de Capo, Cristóbal de Gano, Esteban Maconi y otros, y se les ofreció hospitali­ dad no ya en casa de Nicolás Soderini, sino en una casa nueva, construida expresamente para ella por Soderini mis­ mo y los Canigiani, del otro lado del Arno junto a la orilla San Jorge. La situación a resolver en Florencia era especialmente compleja y su aspecto se presentaba como de dos escalones a subir, bien distinto el uno del otro: el primero consistía en obtener de los florentinos la obedien­ cia respecto de la observancia del entredicho; el segundo, en persuadir a las dos partes condiciones posibles de paz. De ese modo la Santa, con una primera ojeada, interpretó el estado de los hechos y dispuso los remedios a emplear5. En realidad, las condiciones de la ciudad después de dieciocho meses de entredicho eran dolorosas, y el aspecto más grave consistía justamente en la desunión entre los mismos florentinos. Los más despreocupados insistían en querer volver a abrir las iglesias al culto público, como si la prohibición 4

Carta 207 Tom m .

5 Véanse en L e v a s ti, c.IX , las muy bellas páginas 361 y 362 sobre las disposiciones íntimas de Catalina respecto a los proble­ mas de los florentinos. En cuanto a la actividad política de Cata­ lina, véase N o e l e D e n is - B o u le t, La carriére p o litiq u e de Sainte Catherine de Sienne (Paris-Bruges 1939).

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no existiese. Hacían presión sobre los sacerdotes, impo­ niendo fuertes multas si se oponían, e hicieron aún peor después que los embajadores enviados a Roma volvieron con las negociaciones fallidas; entonces los más violentos intentaban interrumpir los puentes, rebelarse espiritual­ ícente y obligar al clero a oficiar, con amenaza de casti­ gos gravísimos en caso de rehusar*. No así, en cambio, los razonables, entre los cuales se distinguían varias categorías más o menos fieles al papa. En general, la masa de los moderados quería evitar de­ mostraciones abiertas de rebelión, y estimaba oportuno guardar el entredicho; los más obedientes, los cuales eran también los más fervorosos en cuestión de fe y de amor divino, no queriendo renunciar a la alegría de los ritos ecle­ siásticos, mas estando firmes en el principio de acatar las órdenes pontificias, formaban largas procesiones de peni­ tencia y cantaban himnos. Han llegado hasta nosotros las estrofas compuestas por Giannozzo Scchetti, hermano del novelista Franco, y discípulo de Catalina, así como amigo de Tedro y Ristoro Canigiani, de Bonaccorso de Lapo y de Nicolás Soderini: aquellos versos ágiles y “encendidos” expresaban la doctrina que Giannozzo había aprendido de la voz misma de Catalina. Las antiguas crónicas de Manni relatan: “Los florentinos, durante el entredicho, no pudiendo asistir a los oficios divinos en las iglesias, como buenos católicos comenzaron a hacer procesiones de laicos, los cuales recorrían calles y plazas cantando laudes y otras oraciones: y con ellos iba la Compañía de los Disciplinados. Se formaron también muchos otros gru­ pos de hombres, de niños, de niñas, y otras muchas aso­ ciaciones surgieron con el fin de cantar alabanzas e him­ 4 Cuando Catalina llegó a Florencia, justamente a continuación del fracaso de las negociaciones y por abierta desconfianza hacia el Papa, Florencia había ordenado para la fiesta de Santa R eparada solemnidades religiosas en la catedral. Cf. la dramática narración d e Am m ir a t o , Istorie Fiorentine, 1.XIII Gonf. 508.

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nos en honor de Dios en las iglesias de Florencia al ano­ checer” 7. “Al anochecer...” Hay una nota conmovedora en estas dos palabras, que en cierto modo nos hacen pensar en el quoniam advesperascit (porque atardece) de los discípu­ los de Emaús: “Quédate con nosotros, Señor, porque se hace tarde” era toda una parte del pueblo fiel que, al caer de las sombras, sentía más que nunca la nostalgia de la paz y de la intimidad con Dios. Iglesias cerradas, altares despojados de sus adornos y de luces... Sobre aque­ lla profesión de tristeza común a muchos influyeron cierta­ mente los amigos de Catalina que vivían en Florencia, y, por otra parte, sostenían deberse respetar el entredicho en todas sus disposiciones. Para impedir que la añoranza del pueblo se tradujese en pesar e indujese a la ciudad a la rendición, los “Ocho señores de guerra”, fallidas las negociaciones de Roma, dieron la orden desesperada de que se volvieran a abrir las iglesias y que los sacerdotes oficiasen regularmente: se amenazaría con penas gravísimas a los rebeldes. A su llegada, Catalina encontró las cosas en este punto poco más o menos. Buscó entrevistarse en seguida con los del gobierno, y, efectivamente, el mismo día de su llegada, según parece, habló en el Palazzo Vecchio a tres cuerpos diversos de magistrados. Quien nos refiere el hecho es Esteban Ma­ coni ’: “Por la gracia de Dios el efecto de sus palabras fue feliz: los florentinos, que hasta entonces habían viola­ do el entredicho y mostrado un gran desprecio por la Sede Apostólica, después de haber escuchado las exhor­ 7 Los mayores biógrafos d e la Santa observan atentam ente cómo ella ha sabido apoyarse en los bu en os sen tim ien tos d el pueblo para lograr la orientación hacia la paz: cf. D r a n e , XXX p .521; J o e r g ., p.343; D e S a n ctis-R o sm in i, XIX p.360ss; L e v a s ti, IX p.349ss; tam bién P. C h i m i n e l l i , en su Santa Caterina de Siena, subraya este aspecto, p .401.

* Le 24,29. ’ Documentos del monasterio de Pontignano cit. por p.521.

280

D rane,

XXX

taciones de la virgen sienense, obedecieron y se sometie­ ron al entredicho”. Esteban estaba presente; no puede, pues, haber testi­ monio más válido que el de él, y con esto el primer esca­ lón pareció superado, al menos en líneas generales. El segundo, esto es, disponer los ánimos a la concordia, era más arduo. Debemos referirnos ante todo al razona­ miento que Nicolás Soderini había hecho al P. Raimundo: “Bastaría alejar a cuatro o a lo más a seis...” Había sido optimista, acaso francamente facilón; mas de todos mo­ dos, ¿a quiénes había aludido? Los menos favorables a la paz parecían los “Ocho de guerra”, acaso por el ca­ rácter mismo de su oficio, un poco del mismo modo por el que los generales de alta graduación en la hora de los grandes roces entre las naciones se muestran propen­ sos en ciertos casos a las soluciones bélicas. Pero, ade­ más de los “Ocho de guerra”, había un fondo de gibelinismo en ciertas familias o en algunos barrios que rumo­ reaba aún, a veces disperso o escondido, otras veces en ebullición abierta. Eran los viejos güelfos apodados blan­ cos, fautores de los Césares germánicos, de los cuales que­ daban aún no pocos en choque crujiente con los güelfos genuinos, quienes prevalecían en Florencia desde hacía varias generaciones, manteniéndose, no obstante, también ellos en un extraño güelfismo apto para rebelarse contra la Iglesia, lo que justamente sucedía entonces. Cuestiones de materia ideológica, pero no raras veces también de per­ sonalidades superabundantes y de animadversiones perso­ nales. Los “cuatro o seis” de Nicolás Soderini, en fin, no eran tan pocos... w Este crujir de oposiciones tenía lugar en Florencia ya desde hacía más de un siglo y medio, y es demasiado co10 «Esta guerra, promovida contra el pontífice, hizo resurgir a aquellos que pertenecían a la facción de los Ricci seguida... tanto más que los Ocho eran todos enemigos de la facción de los güelfos. que hizo Pedro de los Albizi, miser Lapo de Castiglionchio, Cario Stro2zi... duró la guerra tres años y fue administrada con tanta satítfacción que se llamaba santos a los Ocho... (Mac-Ch i a v e l l i , Ist. Fi°r• I, III). También aquí el juicio de Macchiavelli es muy parcial.

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nocida la fecha pasada oficialmente a la historia, esto es, el asesinato de Buondelmonte en el 1216 y la consiguien­ te y larguísima “faida” entre los Buondelmonti y los Amidei u; mas, en realidad, no está aún claro de qué modo una contienda dinástico-política meramente alemana, oca­ sionada por la rivalidad entre los Weiblingen y los Altdorf (llamados estos últimos Wolf por el uso frecuente de tal nombre en su prosapia) y agigantada luego en disensión entre las facciones aspirantes al Imperio, y por último en­ tre el Papado y el Imperio, haya penetrado en varias ciu­ dades toscanas con su denominación originaria en las di­ latadas enemistades entre los Buondelmonti y los Amidei, los Panciaticchi y Cancellieri,2, los Cerchi y Donati. De todos modos, es cierto que hacia la mitad del doscientos la calificación de “güelfos” y “gibelinos” era ya general en Toscana y en otras partes, con el significado amplia11 Conocida es la historia según la cual en la casa de los Donati una mujer viuda y sagaz se prometía casar a la hija, bellísima, con Buondelmonte, «joven caballero y cabeza de la familia de los Buondelmonti». Este, no conociendo a la muchacha, había planeado un proyecto de bodas con una joven de la familia de la casa A m id ei, cuando la viuda se adelantó y le ofreció la hija: «Me alegro... que vos hayáis tomado mujer, aun cuando yo le hubiese reservado esta mi hija»; y, empujada la puerta, se la hizo ver. Buondelmonte prefirió sin más el nuevo matrimonio al antiguo, y celebró la boda en menos que se dice. Mas la afrenta fue tal para los Amidei y los Uberti uni­ dos a ellos, que en consejo de familia delegaron oficialmente, para matar a Buondelmonte, a Mosca Lamberti, Stiatta Uberti, Lambertuccio Amidei, y a Oderico Fifanti. Estos, apostados en las proximi­ dades del Ponte Vecchio la mañana de Pascua, mataron a Buondel­ monte, que atravesaba el puente, a los pies de la estatua de M arte, y «este homicidio dividió a la ciudad, y puesto que estas fam ilias eran fuertes en casas y torres y hombres, combatieron entre sí mu* chos años sin expulsar la una a la otra...»; cf. M a c c h i a v e l l i , Storie Fiorentine I, II. n Panciaticchi y Cancellieri fueron en Pistoya las dos familias más poderosas, a la cabeza de las facciones opuestas. La lucha de partido había comenzado con el siglo, con el antagonismo entre los blancos y los negros en el seno de la estirpe de los Cancellieri, cuan­ do uno de éstos fue ofendido gravemente por un pariente suyo en una taberna y se vengó cruelmente. Hacia la mitad del siglo la lucha se extendió a los Panciaticchi. Todos los otros nombres se refieren a Florencia.

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mente político de partidario del Papado o del Imperio u. Y he aquí un juicio típico dado por el güelfo Lapo de Castellonchio respecto de las dos partes contendientes: “Los güelfos son hombres piadosos y misericordiosos, pa­ cíficos y mercantiles, deseosos de vivir en libertad en un estado común y popular y bajo la reverencia de la santa Iglesia. Y los otros dichos del número de los gibelinos han sido y son hombres feroces, soberbios, llenos de escán­ dalos, de tratados y ventas y de subvenciones de los Esta­ dos tiranos y que jamás mantienen; donde tuvieren el poder y fueren mayoría, no han querido tenerlo en co­ mún, ni en un estado popular, crueles y obstinados en sus modos y con poca reverencia a Dios y de su Vicario en la tierra, enemigos y odiosos, de donde ha venido el mote no vulgar y común que se dice: Gibelinos paterinos”. En tiempo de Catalina, después de luchas y venganzas prolongadas a lo largo de cinco generaciones, engangrenadas en los hijos por herencia explícita de los padres, las dos facciones habían asumido colores y motivos de pasio­ nes fanáticas mucho más que de partidos políticos; en Florencia luego, después de la gran expulsión de los gi­ belinos, el güelfismo había prevalecido con gran superio­ ridad y reinaba ahora más que nunca como una pasión celosísma, se desenterraban las desgracias y tragedias del pasado, remontándose con la memoria al 1216, esto es, al éxodo celebérrimo, después de Montaperti, de las fa­ milias güelfas más conspicuas por decenas y decenas, ha­ cia el exilio y la hospitalidad ofrecida por Luca, aún güelfa. Se evocaban los padecimientos de entonces y las disen­ siones, las ofensas, las insidias que se habían ido suce­ diendo... M. u La identificación de las dos facciones ciudadanas de Florencia con el partido de los güelfos y de los gibelinos remonta a Federico II,
283

Mas ahora, esto es, en el 1377 y 1378, los gibelinos se aprovechaban a su modo para levantar cabeza y con este fin obstaculizaban los proyectos de concordia. Su actitud afloró en plena evidencia con ocasión del congreso de Sarzana, al cual habían sido invitados, bajo la presidencia de Bernabé Visconti, buena pieza, los representantes de todos los contendientes —incluidos los del Papa y del rey de Francia— para concluir una paz generall5, a semejanza de la establecida más de un siglo antes, en el 1237, junto a Santa María del Monte en el Valdarno inferior: en Flo­ rencia la facción gibelina se mostró reticente y actuó en sentido contrario. Por esto era imposible continuar en busca de la paz co­ laborando con los belicistas. Y en este momento entró en juego la estructura complicada de la República, un engranaje de palancas que parecía hecho adrede para des­ encadenar divergencias. Si los “Ocho de guerra” gozaban de autoridad de frente a la Señoría, otro cuerpo de ma­ gistrados llamados los “Capitanes de los Güelfos” se jac­ taba y ejercitaba derechos e influencia: en particular te­ nían el cometido de impedir que los gibelinos y sus par­ tidarios se inmiscuyesen en la cosa pública; y entendían el encargo en sentido tan riguroso, que excluían de la ac­ ción política no sólo a los gibelinos, sino también a sus descendientes “. Su poder práctico luego consistía en este nos,

cf. M u r a t o r i ,

Dissertatio

51,

en A n tiqu itates Italicae Medii

A evi IV (Milán 1741).

15 «...en Sarzana se tuvo una reunión, para la que envió el papa como plenipotenciario suyo al cardenal Juan de la Grange, obispo de Amiens, e intervinieron en ella cuatro embajadores florentinos, los de la reina Juana, y los de los venecianos y los de los genoveses. En persona estuvo allí el mismo Bernabé Visconti, mostrándose incli­ nado a la concordia más que los otros...» (M u r a t o r i , año 1378). ü Sobre tan compleja estructura leemos en Macchiavelli: «...los Señores dieron autoridad a cincuenta y seis ciudadanos para que pro­ veyesen a la salud de la República. Despojaron, por tanto, por tres años de todos los magistrados, excepto de los de la parte güelfa, tres de la familia de los Albizzi, y tres de la de los Ricci... P rohibieron a todos los ciudadanos entrar en palacio, excepto en el tiempo en que los magistrados tenían sesión...»; y otras noticias más. Cf. SlotFior. I, III. Había una ley precisa que condenaba aun a los deseen284

peligroso y poco simpático medio: podían amonestar a cualquiera, a fin de que no actuase más en algún modo que a ellos les pareciese de inspiración gibelina; si los amonestados no cambiaban de conducta, eran desterra­ dos ’7. Huelga decir que un sistema tal se prestaba a ven­ ganzas privadas, y que no raras veces se practicaba con esa finalidad. Catalina tuvo largos coloquios con los Capitanes de los Güelfos, a los cuales la presentó Soderini, y con muchos otros florentinos moderados ", y les convenció de actuar en pro de la paz con sus conciudadanos y con los gobier­ nos vecinos. Luego, para despejar el camino de contradic­ ciones, ella misma no fue ajena del recurso a las amones­ taciones dentro de los límites estrictos de la justicia y de la caridad. Justamente en este remedio había pensado So­ derini en la conversación con Raimundo de Capua. Catalina aconsejó amonestar no sólo a los gibelinos como tales, sino también a todos aquellos que por fines egoístas atizaban la discordia entre el papa y sus hijos M; y el consejo fue seguido, mas ¡ay!, no ya sólo según el intento de la Santa, sino también de un modo injusto. Al­ gunos amonestadores, quizá mal informados de quien des­ ahogaba odios privados, o satisfaciendo ellos mismos sus malvadas inspiraciones, expulsaron de Florencia también a ciudadanos inofentivos. Venganzas y codicias de ganar hormiguearon en un crescendo único junto con las medi­ das de justicia; la animadversión se difundió entre los ciudadanos, y, lo que fue peor, la causa de tales abusos se atribuyó a Catalina. Tal era su prestigio, que los malos dientes de los gibelinos; había sido propuesta por Hugoción de los Ricci y apoyada por Pedro de los Albizzi. ^ 17 Ammirato explica el mecanismo político según el cual funcio­ naban las «ammoniciones» (XIII), viendo, con todo, hasta demasiado desfavorable la cosa. 111 «Todavía por medio de Soderini», dice Raimundo, pár.422 (Ka, Illa., VI, p.332). .. . .. , ” «...dijo que si hubiese algunos que quisieran impedir la paz y la concordia entre el padre y los hijos, era preciso destituirles del cargo...»: R422 (Ra, l.c.). 285

artífices de aquellos daños para disculparse dijeron: “Se ha hecho así por consejo de Catalina” En aquellos días se buscó poner un dique a los excesos eligiendo como al­ calde de Justicia a Silvestre de los Médicis, hombre de mucha fama y de gran tacto. Este tomó en sus manos las riendas y trató con los güelfos, estableciendo: 1) que nin­ guno fuese amonestado al menos que resultase descarada­ mente gibelino; 2) que ninguno, ni siquiera el gibelino más inhumano, pasase a las votaciones más de tres veces para ser excluido de un cargo21. Catalina, por su parte, asumió una posición neta contra las amonestaciones erradas y los escándalos que se deri­ vaban de ellas. “Yo, Esteban Maconi —'leemos en los apuntes escritos en Pontignano— , escritor indigno, estaba en aquel tiempo en Florencia con Catalina, quien me man­ dó a mí como a todos los otros hablar contra los escán­ dalos de las amonestaciones, con el fin de poner remedio sin dilación. Yo me ocupé activamente del asunto, mas sin fruto alguno” Entre tanto, fueron renovados los Capitanes de los Güelfos —ocho también, como los Ocho de guerra— y los nuevos elegidos resultaron ajenos a Catalina: ninguno de ellos había sido afectado por su influencia. Y he aquí que, sin preocuparse de las quejas y de las protestas, reasumieron las amonestaciones y violaron la norma de que ningún acusado pasase a las votaciones más de tres veces. Esto aconteció en el caso de dos ciudadanos “ que “ «...algunos malignos... se levantaron para que se depusiese también a otros que les eran odiosos, buscando... vengarse por su propio rencor personal. Este segundo fuego hizo más m al que e l pri­ mero, e incitó a muchos contra la santa virgen; ... Mas la santa vir­ gen no tuvo en ello culpa alguna... y dijo y repitió que hacían mal en extender la mano con facilidad a tantos...»: R423 (Ra, l.c., P -333).

21 Es claro que no todos los Ocho del partido de los güelfos tendían al abuso de las «ammoniciones», mas era difícil, esto no obstante, impedir los excesos. a Cit. por D rane, XXX p.527. 23 Geraldo de Pablo, zapatero, y Francisco Martini de M onteficelli. 286

ellos detestaban grandemente y que no fueron condena­ dos a la expulsión en las tres primeras votaciones; los Capitanes cerraron entonces las puertas del palacio y pro­ longaron las votaciones sin permitir que ninguno de los presentes saliese. Se sucedieron veintidós escrutinios sin efecto; al vigésimo tercero los acusados fueron proscritos. Todo esto era abiertamente ilegal y la reacción de los florentinos fue violenta. Todos los ojos se volvieron hacia Silvestre de los Médicis: éste estaba indignado igual que los otros, mas no podía él solo, con la escolta reservada a su oficio, afrontar a los Ocho de los Güelfos; y el 22 de junio de 1378 sucedió el hecho más funesto, esto es, Be­ nedicto de los Alberti llamó a grandes voces al pueblo a las armas desde las ventanas del palacio de la Señoría, y en seguida se llenó la plaza, y la ciudad se encontró en un tumulto gravísimo contra los Capitanes de los Güelfos ”. De todos modos, fue un desencadenamiento de las pa­ siones políticas públicas y privadas, dentro del cual es muy difícil discernir lo justo de lo excesivo, lo necesario de lo arbitrario. Y acaso no es superfluo recordar aquí el juicio de Donato Giannotti: “ ... raras veces ocurre que la plebe forme un tumulto sin ser soliviantada por hom­ bres que tengan autoridad y reputación...”, así que, se­ gún Giannotti mismo, tampoco el tumulto de los Carda­ dores hubiese ocurrido si no hubiese sido “provocado” por algunos “para engrandecerse” 24*. Durante varios días Florencia fue desgarrada por la anarquía y pareció sucumbir: terrible puede ser la revuelta contra un rey, pero es bastante más funesta cuando es 34 «Aquellos que habían sido deputados para la dirección de la guerra, obedeciendo a su malicia, multiplicaron sus errores, y taron gente armada; instigaron al pueblo bajo contra los autores de aquellas destituciones, y sembraron confusión en la ciudad. La más baja, en efecto, se sublevó en tumulto, expulsó de la ciudad a los autores de las susodichas reformas, les despojaron de sus haberes, quemaron sus casas, y , según me dijeron, pasaron a espada a algunos de ellos»: R423 (Ra, l.c., p.333). _ . ,T w r * D o n a t o G ia n n o t t i , Della República Fiorenttna 1.1 c.V (M i­ lán 1839). 287

entre una parte y otra del pueblo. “Que no haya ninguno —comenta Macchiavelli25— que promueva un disturbio en una ciudad, creyendo pararlo luego en su sitio, o re­ gularlo a su modo”. Los rebeldes saquearon, quemaron, asesinaron; las casas de los güelfos notables fueron arra­ sadas del todo, también las de Nicolás Soderini y de Ristoro Canigiani, no obstante que ellos no habían tomado parte en el gobierno los últimos tiempos. Después se oyeron por todas partes gritos feroces “Muerte al Sode­ rini”; le acusaban hasta por haber hecho construir una casa para la sienense: “ ¡Sólo ha pensado en hacer las habitaciones para su beata!”, y en poco tiempo el odio se descargó contra el nombre de la misma Catalina: “Dad­ le, dadle a la ramera, a la hoguera, hagámosla cachos!” El furor subía por momentos, y los guardas de la casa donde estaba la Santa se amedrentaron y la echaron fuera con los de su grupo; una atmósfera de sangre y de estrago les envolvió a todos. Se retiraron al huerto, a la parte alta, sobre la orilla San Jorge; mas el temeroso vocerío ronco llegaba hasta allí arriba. Bajo ellos el Ponte Vocchio y las calles que desembocaban en el Arno hormigueaban de gente. Catalina oía, miraba humilde e impávida. Nin­ gún rastro de espanto: y ciertamente tenía la conciencia del peligro supremo. Estaba para sonar la hora más gran­ de y la más estupenda para ella, porque, dado el modo como habían sucedido las cosas, y habida cuenta de las intenciones que ella había seguido, la muerte para ella habría tenido el valor del martirio. Ella debía ser bien consciente de esto, porque sobre su rostro vagaba una expresión misteriosa, como de esperanza; los otros la mi­ raban a ella para sacar fuerzas. “ ¡Paz, paz, paz!...”, había gritado y pedido aquella mujer en nombre de Dios, y en breve terminaría probablemente por la espada. Una ola de gentío subía en aquel momento desde las orillas del Amo, habían comprendido dónde se encontraba ella, en­ traron en el huerto llamando como enloquecidos por la 3 Istorie Fíorentine I, III. 288

brutalidad: ¡Catalina!... Uno de ellos con la espada des­ envainada gritaba aún más que los otros: “¿Dónde está?” Ella se movió hacia ellos; por un instante se levantó en aquella su majestad particular que recordaba una apari­ ción angélica: “Yo soy Catalina” —dijo—; luego se arro­ dilló delante de la espada levantada y añadió: “Hiéreme, si quieres, mas te suplico que no hagas mal a éstos”. El desatinado se echó atrás, bajó el arma y le dijo: “¡Vete, vete; huye, te digo!” Ella repitió: “¡Si tienes que matarme, mátame; pero deja marchar a los otros!” Y aquel se retiró vencido, y con él la mesnada que había invadido el campo pocos minutos antes. Catalina permaneció como en espera, mientras el huer­ to quedó desalojado de los agresores, y en tanto que los compañeros, mujeres y hombres, la rodeaban con una emoción extraordinaria: por encima de sus propias vidas, por encima de la vida de ella, una vez más aún les había asido y extasiado el poder irresistible que Dios ejercitaba a través de la presencia de ella “ 26 R425 (Ra., l.c., p.334); cf. Proc. p.102 pár.5-15 y la carta de Catalina, 295 Tomm., escrita a Raimundo. En Lubiana (Austria Estiria) existe un códice de gran valor, que contiene la leyenda de Santa Catalina de Siena escrita por fray Ruhardo, cartujo de la cartuja de San Mauricio en Gyrio, el año 1401, bajo el priorado general del Beato Esteban Maconi sienés, el cual, Habiéndose dirigido a aquel lugar para la vistia de su Orden, puso por propia mano en dicha leyenda algunas notas dignas de conside­ ración, en especial la escrita en el folio penúltimo que, como mate­ rial de esta vida, referimos aquí a continuación: «Ego frater Stephanus, nunc indignus prior Chartus hoc tempore fui Florenciae cum praedicta sacra virgine Katharina. Et inter caeteros imposuit mihi ut adnunciarem futurum scandalum quod praevidebat nisi remedíum Poneretur absque mora. Super quod sollidte quidem et fideliter sed frustra laboravi... Et cum postmodum a muíti tudiñe tumultuantium únpie per evaginatis ensibus ad mortem impetit. Ab oratione surgens et lilis alacriter obvians, erat praedicta Virgo media inter dominam Alexiam et me, et tantam virtutem et praestantiam fuit a Domino consecuta, ut miro modo de sua plenituaine redundaret in nos; taliter enim verbo et exemplo suo nos in Domino roboravit ut paupertas DQea non solum intrépida, sed etiam avida r e p ra esen taretur ad martyrium; quod quidem apertíssime novi non fuisse meum. Et ideo totum teferam ad nonorem et laudem Dei et huius fidelissimae Sponsae suae; etc.» D r a n e dta este pasaje en nota a la p.530-531. 289

Y Catalina les acogió llorando: “ ¡Ay de mí! ¡Creía que Dios hoy me habría hecho feliz!" Mas la excitación en la ciudad aún era amenazadora e hinchada a semejanza del Amo cuando va en crecida; por esto alguien dijo a Catalina: “Es prudente que retoméis todos a Siena”. Y ella: “He venido aquí para intentar la paz, y no retornaré a mi patria hasta que no se haya hecho la paz” 27. Sin embargo, ninguno quería acogerla en su casa y así, de puerta en puerta, de “no” en “no”, la Santa gustó la humillación en abundancia maravillosa. Finalmente, gente menos medrosa le dijo a ella y a los suyos: “Venid a vivir aquí”. Después se aplacaron las aguas. Con prontitud de vena muy toscana, después de algunos días en Florencia se remaba en bonanza. Entonces Catalina y los suyos salie­ ron de la ciudad, pero no ya del territorio de la República, y se dirigieron hacia los montes; ¿a dónde iban? Es Rai­ mundo de Capua “ quien nos habla de aquel éxodo mo­ mentáneo: “Se retiraron —dice él— a un lugar solitario habitado por los eremitas”, y para nosotros es fácil pen­ sar en Valumbrosa. A última hora antes de la partida la Santa advirtió que Juana de Capo se sentía realmente mal; por ello se vio en un gran apuro: ¿abandonarla?; ¿y si la encontraran los revoltosos y la maltrataran? Catalina suspendió la par” R426 (Ra., l.c., p.335); cf. Proc.: «...la virgen, con la ayuda de la autoridad divina, no se alejó de allí, ni por esto (la ofensa fatal), ni por otra razón, hasta que los florentinos, después de la elección de Urbano VI, se hubieron reconciliado con él» (Proc. p.102 pár.20). “ Como es sabido, las hipótesis han sido varias; cf. L e v a s t i , o.c., IX p.366-367. Laurent se inclina por una permanencia junto a los camaldulenses de Santa María de los Angeles, junto a Florencia; Guido Barafani propone el eremo de Santa María del Castaño (Mon­ te Oliveti). Sin embargo, también Levasti se inclina por Vallombrosa, también por razón del eremitorio de las celdas, habitado por Juan del­ le Celle, y por varias otras razones. 290

tida y se encomendó al Señor: bien pronto la amiga estuvo bien y en condiciones de partir. Debió de ser un inmenso respiro aquel encontrarse en medio de la paz antigua de los bosques: terminaba junio, la ruta blanqueaba en la tarde y las estrellas despuntaban entre las barreras de las cabelleras espesas y oscuras que limitaban el cielo. Allí abajo, en una hondonada de valles entre dos espolones pétreos, Florencia, si bien invisible, estaba presente al espíritu de Catalina y de los otros. En­ frente de la comitiva, que trepaba lentamente bajo la brisa serrana, aparecían las “celdas” donde Juan el Peni­ tente rezaba acaso a aquella hora, sin saber que amigos caros se le acercaban. Repetti nos da una descripción jugosa de la montaña en torno a la abadía: “A pesar de la naturaleza salvaje del lugar, el color negruzco de las selvas de los abetos que la flanquean, a los cuales hayas añosas hacen corona, la caída de las aguas espumantes del torrente Vicano de S. Ellero, que rumorea entre rocas inmensas de peñas des­ moronadas, la hierba y las flores silvestres que cubren las alfombras de aquellos prados, el golpe de las hachas aba­ tiendo las antenas naturales de los abetos retumban inin­ terrumpidamente en aquel silencio; todo esto ofrece a quien contempla Valumbrosa un aspecto de soledad melancólica, que tiende al recogimiento y a la meditación religiosa y bastante conveniente para suministrar materia de serias reflexiones...” Y más adelante dice: “Por aquel mismo tiempo fue edificado sobre el saliente de una roca el ere­ mitorio de las “Celdas”, más conocido actualmente bajo el nombre de “Paradisino”, lugar santamente frecuentado en todo tiempo, y habitado al principio del siglo XIV por el monje valumbrosano Juan de Catignano de Gambassi, de suerte que por el predicho eremitorio fue luego llamado el B. Juan delle Celle” w. Citamos aquí un curioso episodio, al cual había dado lugar dos años antes la estima que Juan delle Celle y Guillermo Flete alimen­ taban hacia Catalina. Puesto que ésta animaba a todos a la cruzada, 291

Desde Valumbrosa escribió Catalina al P. Raimundo, quien se encontraba en Roma, y le contó del modo si­ guiente lo que le había sucedido: "... Yo os digo que hoy quiero comenzar de nuevo, para que mis pecados no me retraigan de tanto bien como es dar la vida por Cristo crucificado; pues veo que en el tiempo pasado fui privada de esto por mi culpa. Mucho había yo deseado con un deseo nuevo, crecido en mf fuera de todo modo acostumbrado, sufrir sin culpa por la honra de Dios y por la salud de las almas y por la reforma y bien de la santa Iglesia; tanto que el corazón se derretía por el amor y deseo que yo tenía de poner la vida. Este deseo era bienaventurado y doloroso: era bienaventurado por la unión que se hacía en la verdad; y era doloroso por mi ocupación que el corazón sentía en la ofensa de Dios, y en la muchedumbre de los demonios que ensombrecían toda la ciudad, ofuscando los ojos del entendimiento de las creaturas. Y casi parecía que Dios dejase hacer por una justicia y una disciplina. Por lo cual, mi vida no se podía disolver de otro modo que en llanto, temiendo por el gran mal que sucedió que algunas mujeres de Florencia, discípulas espirituales de Juan delle Celle, se enfervorizaron con la idea y se declararon pron­ tas a atravesar el mar para asistir a los combatientes de la próxima (así creían) cruzada. Mas Juan delle Celle les escribió una carta re­ prendiéndolas: ¡que se guardasen bien de aventurarse en tal empre­ sa! «Catalina, decía, se ha hecho santa en el silencio y en el recogi­ miento: haced vosotras así, y cuando seáis santas como ella, os daré permiso para ir a Tierra Santa». Esta especie de contraorden a la ropaganda desarrollada por Catalina suscitó la impresión d e que uan delle Celle fuese contrario a ella y a sus consejos y hasta se esparció la voz de esto; por cuyo rumor Guillermo Flete se sintió indignado en su eremitorio de Lecceto y escribió a Juan delle Celle una carta fuerte de reprensión, que desgraciadamente se ha perdido, y en la que también exaltaba la santidad de Catalina. Juan delle Celle, a su vez, quedó disgustadísimo por el equívoco, y escribió a Flete una carta y luego otra larga con ostentación de citas bíblicas y hagiográficas para proclamar la propia estima profundísima de Cata­ lina. Un tercer eremita d e San Agustín, esto es, de Lecceto, hizo lo contrario de Flete, y atacó por el contrario a Catalina, acusándola de cargarse con los pecados d e los otros y hacer penitencia por ellos, de permitir que le fuesen besadas las manos y los pies, y protestando porque ya en vida sus admiradores la calificaban de «santa». E ntonces rué la vez de Juan delle Celle: escribió una carta vigorosa, refu ta n d o totalmente a su homónimo el eremita apustiniano, apellidado «de Sá­ lenlo»; y lo hizo con gran empeño dialéctico y contando también hechos elogiosos de Catalina, que para nosotros es precioso conocer; y, puesto que su carta ha llegado hasta nosotros, debemos considerar como una verdadera fortuna que dicha carta fuese escrita. (Cf*

Í

Drane, XXX). 292

parecía estuviese para venir; y que por esto la paz no se impidiese. Pero del gran mal Dios, que no desprecia el de­ seo de sus siervos, y aquella dulce Madre María, cuyo nom­ bre era invocado con penosos, dolorosos y amorosos deseos, proveyó que en el tumulto y en el gran cambio que acaeció! no hubo casi, digamos, muerte de hombres, fuera de aque­ llas que causó la justicia. De suerte que el deseo que yo tenía de que Dios usase su providencia y quitase la fuerza a los demonios para que no hiciesen tanto mal que estaban dispuestos a hacer, se cumplió; pero no fue cumplido mi deseo de dar la vida por la verdad y por la dulce Esposa de Cristo. Mas el Esposo eterno me hizo una gran chanza, co­ mo os dirá plenamente Cristóbal de palabra. Por lo cual, tengo que llorar, ya que tanta ha sido la muchedumbre de mis iniquidades; pues no merecí que mi sangre diese vida, ni iluminase las mentes obcecadas, ni pacificase al hijo con el Padre, ni que con mi sangre se pusiese una piedra en el Cuerpo místico de la santa Iglesia. Antes parece que estu­ viesen ligadas las manos de aquel que quería hacerlo. Y di­ ciendo yo: “Yo soy ésa (que buscáis). Tómame y deja es­ tar a esta familia”, eran cuchillos que directamente le pa­ saban el corazón. ¡Oh padre mío!, sentid en vos un gozo admirable, ya que jamás sentí en mí semejantes misterios con tanto gozo. Allí estaba la dulzura de la verdad; allí es­ taba la alegría de la sencilla y pura conciencia; allí estaba el suave olor de la dulce providencia de Dios; allí se gustaba el tiempo de los nuevos mártires predichos por la Verdad eterna, como vos sabéis. La lengua no sería suficiente para contar cuanto es el bien que mi alma siente. De donde tanto me parece estar obligada a mi Creador que, si yo diese mi cuerpo a las llamas, no me parece poder satisfacer por tanta gracia cuanta yo y mis amados hijos e hijas hemos recibido. Os digo todo esto, no para que os amarguéis, sino para que sintáis un deleite inefable con suavísima alegría; y a fin de que vos y yo comencemos a dolemos de mi imper­ fección, ya que por mi pecado fue impedido tanto bien. Pues ¡cuán dichosa hubiera sido mi alma si hubiese dado mi sangre por la dulce Esposa y por amor de la sangre (de Cristo) y por la salvación de las almas! Pues gocemos y seamos esposos fieles” M.

Nicolás Soderini y Cristóbal de Gano habían acompa­ ñado a la Santa a Valumbrosa; mas Soderini, al volver & Florencia antes que ella, encontró quemada su casa, y le sirvió de refugio la casucha que él había hecho cons­ truir para la Santa, quien le escribió desde Valumbrosa para consolarlo. Lo mismo ocurrió a los Canigiani. 30 Carta 295 Tomm. 293

Catalina tornó a Florencia cuando se apaciguó el tu­ multo y permaneció allí hasta que se volvió a imponer la justicia y se concluyó la paz con Urbano VI. El 18 de julio de 1378, finalmente, fue colgado el olivo en el Pa­ lacio, y Catalina, como ebria de gozo y para dar la noti­ cia, escribió una de sus cartas más bellas a Sano de MacoJl: “Oh hijos carísimos, Dios ha oído el grito y la voz de sus siervos, que tanto tiempo han gritado en su presencia, y el bramido, que tanto tiempo han gritado sobre los hijos muertos. Ahora están resucitados; de la muerte han venido a la vida, y de la ceguera a la luz. Oh hijos carísimos, los cojos andan, los sordos oyen, los ojos ciegos ven y los mu­ dos hablan, gritando con voz grandísima: ¡Paz, paz, paz!, con grande alegría, viéndose esos hijos volver a la obedien­ cia y a la gracia del padre, pacificadas sus mentes. Y, como personas que ya comienzan a ver, dicen: ’Gracias te sean (dadas) a ti, Señor, que nos has pacificado con nuestro Pa­ dre Santo’. Ahora es llamado santo el cordero, dulce Cristo en la tierra, donde antes era llamado hereje y patarino. Ahora le aceptan por padre, donde antes le rechazaban. No me maravillo de ello; ya que la nube ha caído y ha quedado sereno el tiempo. Gozad, gozad, hijos carísimos, con un dulcísimo llanto de agradecimiento, delante del sumo y eter­ no Padre; no declarándoos contentos con esto, mas rogán­ dole que levante pronto el estandarte de la santísima cruz. Gozad, alegraos en el dulce Cristo Jesús; estallen nuestros corazones al ver la largueza de la bondad infinita de Dios. Ahora se ha hecho la paz a pesar de quien la quería impe­ dir. Derrotado ha sido el demonio infernal. El sábado por la tarde, a una hora de la noche, llegó el olivo; y hoy al lucero del atardecer llegó el otro. Y el sá­ bado por la tarde fue apresado nuestro amigo con un corn- pañero; de suerte que a un tiempo se encerró buenamente la herejía y vino la paz; y ahora está en la prisión. Rogad a Dios por él, que le dé verdadera luz y verdadero conoci­ miento. Anegaos y bañaos en la sangre de Cristo crucifica­ do. Amaos, amaos juntamente. Os mando el olivo de la paz. Permaneced en la santa y dulce dilección de Dios. Je­ sús dulce, Jesús amor”.

Catalina retomó luego a Siena, no sabemos con preci­ sión qué día, pero casi ciertamente hacia fines de julio de 1378. Debía detenerse en Siena hasta noviembre, esto “ Carta 303 Tomm. 294

es, hasta que volvió a partir para Roma, obedeciendo a la invitación del nuevo pontífice Urbano VI; en efecto, Gregorio XI había fallecido en el entretanto, esto es, el 27 de marzo de 1378, y había sido elegido Bartolomé Prignano, quien había asumido el nombre de Urbano. Trataremos ampliamente a su tiempo este asunto; mas por ahora tendremos fija la atención en la actividad de Catalina. Entre agosto y octubre de aquel año de 1378, ella llevó a cabo su obra maestra, el Diálogo, en el cual se había puesto a trabajar probablemente desde diciembre de 1377; el gran “libro” había sido ultimado, más o me­ nos como hoy lo conocemos, antes de su partida para Roma; y es tiempo para nosotros de ocupamos de él, tra­ tando de ver su estructura y sus valores. Volveremos en seguida a las vicisitudes complejas de la vida y ambiente concernientes a Catalina.

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XXVI. EL €DIALOGO*. PROEMIO Y DOCTRINA GENERAL. DOCTRINA DEL PUENTE

Conocidísimas son las varias cuestiones críticas que a través de los siglos han acompañado a esta obra, y que en parte han sido resueltas; recientemente la atribución del título de Doctor de la Iglesia a la Santa ha contribui­ do a la profundización y frecuencia de los estudios, espe­ cialmente con respecto a los escritos, y, entre éstos, sobre todo en relación con el Diálogo. Este fue dictado a varios “escritores” (escribientes), los acostumbrados de Catalina, a quienes ella misma había advertido para que estuviesen a punto “y estuviesen aten­ tos a no dejarse escapar nada cuando, según costumbre, era arrebatada en éxtasis, y escribiesen atentamente lo que ella les dictase” Nos dice su biógrafo efectivamente que “ella dictaba solamente cuando, por causa del arroba­ miento, sus sentidos parecían muertos” 2. Cuanto a la fe­ cha, son igualmente conocidas las varias hipótesis que os­ cilan de un mínimo de cinco días (9-13 de octubre de 1378) a un máximo de trece meses (octubre de 1377-noviembre de 1378). Sin adentramos en la selva de los diversos argumentos, nos parece conveniente suponer que el “Libro” haya nacido hacia fines de 1377 en conexión con la carta 272, y que haya sido dictado entre dicha fecha y el mes de octubre de 1378, con interrupciones varias y prolongadas, y en un período más intenso entre 1 2

296

R a im u n d o , I I I , 1. I d ., l.c .

agosto y octubre de 1378 \ Caffarini * nos dice que fue dictado en su mayor parte en la capillita de fray Santi, en la cual la Santa oraba larga y frecuentemente. Ha resultado de gran importancia para la finalidad de la comprensión del Diálogo el nuevo esquema, en reali­ dad primigenio e intrínseco a la obra, redescubierto con feliz intuición por la investigadora Juliana Cavallini. En conjunto y siguiendo el nuevo esquema del Diálogo en la edición Cavallini, comprobamos que las zonas de contacto con la carta 272 corresponden: la primera al “Proemio” (c.1-2), la segunda al “Diálogo” (c. 13-25), la tercera a la primera parte de la “Divina Providencia” (c. 136-139). “Fuera de las tres zonas —escribe Juliana Cavallini5— hay muchos puntos de contacto con la carta 272 en que la materia de ésta aparece en forma diversa y en otro orden. Estos recurren con cierta frecuencia en la “doc­ trina del Puente”; esporádicamente en el “cuerpo mís­ tico” y en los capítulos 135 y 143 de la “Providencia”. Las partes independientes son, en cambio: la doctrina de la perfección, los tres “escalones” del Puente en su aplicación, la doctrina de las lágrimas, la doctrina de la “verdad” o de las “luces”, la segunda parte del tratado de la “Providencia”, la “obediencia”. Nuestra tarea biográfica no nos permite adentrarnos en las varias cuestiones críticas a que dan lugar estas afi­ nidades y concordancias temáticas entre la carta 272 y el Diálogo. Puesto que lo que nos interesa ahora es ofre­ cer un golpe de vista sobre el Diálogo, omitiremos las referencias a la carta 272 vez por vez, después de haber notado, con todo, que la importancia consiste en el hecho siguiente: ella es un momento, el más fecundo, en la * O., entre los muchos estudios recientes, la G. Cavallini, a la edición del Diálogo llevada a cabo po■

( roa 1968) p.IX-XLIII. (Aparecerá en breve la edición española la BAC, traducción del P. S. Conde.) _ ¿ , v t i n 264 4 Supl., trad. T a n t u c c i (Siena 1765) tract. VI, pár.VII p-ZM. (No está en la edición española.) 3 Introducción al Diálogo p.XXI. 297

génesis de la doctrina del “Puente”, momento precedido de otros a los cuales haremos alusión en el capítulo pró­ ximo. Inútilmente buscarías en el Diálogo al primer encuen­ tro una estructura unitaria tal como para señalar un des­ arrollo coordinado de los temas. Esta conexión aparen­ temente falta, pero existe en realidad, y se presenta en aspectos diversos de los propios a los más de los tratados espirituales o en general ideológicos. Existe en el Diálogo la unidad esencial y la compro­ bamos sólida bajo el pulular de los motivos exteriormente separados uno de otro. Estos afloran con tal independen­ cia y una desarticulación aparente, del modo que corres­ ponde a las exigencias de un coloquio místico abierto y disponible a las alternativas temáticas más diversas. Nin­ guna conexión de procedimiento en este incesante pasar del pensamiento del Maestro de los maestros a la discípula más humilde por encima de las posibilidades acostumbra­ das y de las exigencias comunes. Oscilando dentro de la plenitud de un horizonte espiritual exento de obstáculos y de confines, la voz divina y la voz de la creatura se mueven de un argumento al otro, salvan distancias, pe­ netran en lo encerrado de las verdades arduas, resuenan entre cumbres humanamente inexploradas. Todo se des­ arrolla según una maestría intangible de movimientos guia­ dos por Dios y llevados a cabo por el alma. Allí, donde un pensador apoyado en una base terrena hubiera urdido una entera escala dialéctica para señalar el paso de un tema a otro; aquí, en cambio, se te ofrece un vacío im­ previsto y tú acaso no te apercibes en el acto de que éste está inundado de una luz apta para conducirte de un punto firme al otro. Sólo cuando has abierto los ojos bajo esta luz, te das cuenta de que justamente la supera­ ción de cualquier preocupación sistemática revela la im­ pronta sobrenatural del coloquio. La unidad consiste en tres elementos: en primer lugar, en la búsqueda de la Verdad, que es el móvil y el s o s té n 298

de toda, la obra; en segundo lugar, en la estructura esen­ cial en función de la Verdad, de Cristo-Puente; en tercer lugar, en la articulación basada en cuatro peticiones (;o más bien cinco?) que el alma presenta a Dios. Respecto del primer elemento, diremos que la búsqueda de la Verdad circula por toda la obra como la sangre en un organismo, animándola de la cima hasta el fondo. Respecto del segundo, diremos que la obra misma está ordenada principalmente en función de la doctrina de la Verdad de Cristo-Puente. La primera parte es la prepa­ ración a esta doctrina; la última parte es su desarrollo consecuente; la parte central, que comprende los capítu­ los del 20 al 87 inclusive, es la exégesis verdadera y pro­ pia de Cristo-Puente, hecho tal por amor a la salvación de las almas. De todos modos, esto no debe de inducirnos a minusvalorar aquellas partes del Diálogo no enderezadas a iluminar la doctrina del Puente, o que sólo indirecta­ mente se refieren a ella; porque cada parte tiene valor de por sí y lo tendría aun si fuese arrancada del cuadro general. Tal es, en efecto, lo característico del Diálogo cateriniano. La conexión entre los argumentos, siendo de orden totalmente sustancial e intrínseco, más bien que dialéctico, deja íntegras la validez y la autosuficiencia de cada una de las partes del contexto. Por eso logra, como hemos dicho al principio, una impronta original y una estructura bien singular para encontrarla en otras obras. El tercer elemento que hemos enunciado concierne a la articulación ordenada, como hemos dicho, según cuatro (¿o digamos mejor cinco?) peticiones, en torno a las cua­ les está reagrupada toda la vasta sustancia del Dialogo. una hirviente sustancia teológica, ética, psicológica, verda­ dero piélago en pleno movimiento, o, más bien, si se quisiere usar una metáfora más apropiada, un ¡limita o fermento ígneo. Esta riqueza invalorable, repito, está dis­ puesta y entramada según las peticiones predic as, pero del modo más amplio, más libre, sin la mínima Preo^“ pación de proporciones internas en las preguntas y en 299

respuestas, y creando más bien vastas desproporciones apa­ rentes. Así, por ejemplo, la sola respuesta a la tercera pe­ tición ocupa casi la mitad de la obra y contiene la doc­ trina del Puente, la doctrina de las “lágrimas”, la doctrina de las “luces” y la del Cuerpo místico, esto es, la parte más importante del “Libro”. Es característico además en todo el Diálogo la reflexión y el retomo sobre lo dicho para ampliarlo en ciertos casos desmesuradamente, y el abandono ardiente del alma al amor de Dios, que prorrumpe en verdaderos y frecuentes himnos de incomparable esplendor. En cuanto concierne a la división, seguiremos la edición Cavallini, que priva a la misma obra de la estructura cuatripartita, que se la impuso especialmente desde el qui­ nientos en adelante. El “Libro” se compone de las partes siguientes: Proemio6: Anuncio de los temas fundamentales que se­ rán considerados: a) búsqueda de la verdad en función de la caridad, “porque al conocimiento sigue el amor”; b) belleza y dignidad de la creatura humana, la cual alcanza su perfección en la caridad, esto es, en la unión con Dios7. Después el alma dirige a Dios, en cuatro momentos se­ parados uno del otro, cuatro peticiones: a) por sí misma (padecer para expiar); b) por la reforma de la Iglesia; c) por todo el mundo y por la paz de los cristianos rebeldes; d) para que la divina Providencia intervenga y provea a todo, y en particular a un caso ocurrido. La respuesta divina pone en seguida el desarrollo del diálogo sobre la base más necesaria y más lógica: ¿qué cosa, en efecto, se puede indicar al alma como solución indispensable a la primera pregunta que ella ha p r o p u e s t o 4 C.l-2. 7 Cf. C a v a llin i, Introduzione al Dialogo p.XV. 300

( para si padecer en expiación») y que, implícitamente comprende el drama humano en un desarrollo: culpa-do^ lor? El amor de Dios, el servicio de Dios, en resumidas cuentas, la perfección a proseguir en Dios y por Dios. He aquí, pues, la respuesta divina, que ocupa los capítulos 3-13 y trata de la “perfección”. El Señor instruye a Catalina sobre el valor del deseo (de la contrición, del amor, de la perfección), valor ilimita­ do y por ello superior al de las acciones finitas. “Uno de los temas centrales y mas repetido en los escritos catcrinianos —escribe agudamente el P. Inocencio Colosio!—, si bien menos vistoso, es ciertamente el del deseo, que nos mete en una gran tentación de atribuir a la Santa aquella denominación que la Biblia atribuye no menos de tres veces al profeta Daniel, llamándolo “vir desideriorum” (Dan 9,23; 10,11 y 19). Para Catalina bastará corregir la ex­ presión con una variante accidental, denominándola “mulier desideriorum”. Ella, en efecto, se muestra profunda­ mente consciente del valor del deseo en el campo de la moral, especialmente en orden a Dios. El escritor nota la tesis de fondo: es la infinitud del de­ seo lo que da valor a las acciones finitas. “El deseo, resorte secreto de toda acción buena y santa, no se agota en ella, en ninguna de ellas; sino que las trasciende todas en su ansia infinita de alcanzar el bien infinito. Es la intuición clásica platónico-agustiniana que Catalina tiene el mérito de aplicar a toda la vida espiritual y de un modo particu­ lar al tema de la reparación de las culpas. Es la infinitud del deseo, jamás agotado, sino más bien potenciado y agu­ zado, exasperado por cada actuación suya, lo que constitu­ ye la dignidad, la grandeza del alma amante, operante, pe­ nitente” * I. C o lo s io , La infinith del destderio Siena, en S. Caterina tra i Dottori della Chtesa (Florencia

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El P. Colosio nota que «Algo s e m e ja n te d i a S a ^ o T ^ í s ^ niendo en evidencia ya la limitación de las . deradas en sí mismas, ya, por el contrano, su sublimidad en cuam

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Mas, “la infinitud de nuestro deseo se ha a nuestras acciones como la divinidad de Cristo a las suyas” 10. El vér­ tice doctrinal más alto alcanzado por la Sienense hablando del deseo infinito de amar a Dios y sufrir para reparar los pecados consiste en un paralelo atrevidísimo y originalísimo: como la divinidad, precisamente porque es infinita, es lo que da valor infinito a las acciones de Cristo, así el de­ seo santo del alma buena, justamente porque de suyo es intrínsecamente ilimitado, sin límites, infinito, es lo que valoriza cada una de sus acciones, de suyo circunscritas y limitadas” Mas ¿en quién y por medio de quién podrá realizarse tal deseo? Evidentemente, por la plenitud del servicio contemplati­ vo y activo, se deberá realizar en Dios, por Dios, de parte de Dios y en relación con el prójimo; he aquí, pues, que el Señor instruye al alma sobre la función del prójimo en la economía de la caridad; y tal enseñanza quedará como típica de la doctrina cateriniana. La caridad hacia Dios y hacia el prójimo se concreta a través del ejercicio de las virtudes 12. Las cuales están uni­ das entre sí y son interdependientes, de modo que forman un vástago único ramificado en varias ramas; de donde la imagen del “árbol” para representar tal conexión l3. Y aquí viene a propósito hablar de la “discreción”, vir­ tud luminosa, “condimento” de todas las virtudes M. Recibida esta respuesta del Señor, el alma ordenadas al último fin. He aquí, por ejemplo, un breve texto suyo: «Operabilia humana, secundum quod in se considerantur, non habent aliquam excellentiae altitudinem; sed secundum quod referentur ad regulam legis aeternac et ad finem beatitudinis divinae, sic altitudi­ nem habent» («Las acciones que puede realizar el hombre, conside­ radas en sí mismas, no son de una gran excelencia, mas en cuanto orientadas hacia la regla de la ley eterna y al fin de la bienaventu­ ranza divina, adquieren una sublimidad particular») (Summ. Theol2-2 q.8 a.3 ad 1). “ Id., l.c„ p.71. “ Id., l.c. “ C.7. u C.10. 14 C.11. 302

se angustiaba y sofocaba en ardentísimo deseo nacido del amor de la inmensa bondad, al conocer y ver la eran deza de la candad divina. A la amargura., la veía día disminuir y crecer...” 15

Esto es, encontraba consuelo y al mismo tiempo parti­ cipaba más profunda y vivamente en la necesidad espiri­ tual del hombre: “Porque al enseñarle el sumo y eterno Padre el camino de la perfección, nuevamente le manifestaba las ofensas que le hacían, así como el daño de las almas...” 16

A la segunda y tercera petición responde la misericor­ dia divina consolando al alma y recordándole que sólo Dios es el Señor de los malvados igual que de los buenos: “Sabe que ninguno puede escapar de mis manos, porque soy el que soy, y vosotros no tenéis existencia por vosotros mismos, sino que habéis sido creados por Mí, que soy el Creador de todo lo que tiene ser, excepto del pecado, pues éste no tiene propiamente existencia, al no haber sido creado por Mí... Ahora ves y sabes que ninguno de ellos me puede ser quitado, porque todos se hallan aquí sea para justicia o para su misericordia. Y puesto que son míos y creados por Mí, los amo de modo indecible. Por ello, a pesar de su maldad, les haré misericordia por medio de mis servidores y cum­ pliré la petición que con tanto amor y dolor me has presen­ tado” l7.

La misericordia ilimitada de Dios hace arder más alto el amor de la creatura, la cual prorrumpe en admirable regocijo: “Entonces aquella alma, como ebria y fuera de sí, crc‘ ciándole el ardor, se sintió bienaventurada y llena de dolor a un tiempo. Se sintió bienaventurada por la uwpn que enía con Dios, saboreando su grandeza y bondad, toda su­ mergida en su misericordia, y llena de dolor al ver ofende a tanta bondad” l#.

Mas el clima es en este momento de gran altura; y brota 15 16 " "

C.13. C.13. C.18. C.19. 303

del alma el último golpe de alas con el cual formula la cuarta petición, pidiendo la gracia de que sigan la Verdad muchos siervos de Dios y en particular el P. Raimundo, maestro de almas: “En consecuencia, aguijoneada por el santo deseo se ele­ vaba mucho, especialmente abriendo los ojos de la inteligen­ cia y meditando sobre la divina candad. Veía y saboreaba la doctrina de que estamos obligados a amar y buscar la gloria y alabanza del nombre de Dios en la salvación de las almas. A esto creía llamados a los servidores de Dios. Sin­ gularmente la Verdad eterna había llamado y elegido al Padre de su alma, a quien ella presentaba ante la bondad divina, pidiendo infundiese en él la luz de la gracia, para que realmente siguiera a esta Verdad” w.

Vuelve aquí el tema esencial de la Verdad, que circula por todo el desarrollo del Diálogo como linfa vital: hemos partido de la búsqueda de la verdad en la caridad, y lle­ gamos ahora a una base que no es otra cosa que la con­ firmación del movimiento inicial. Pero otro elemento que nos impresiona es la irradiación de la gracia, que Dios realiza a través del alma muy unida a El en su amor, hacia otras almas y, en particular, la de su confesor el P. Rai­ mundo. Este elemento nos llama la atención sobre el va­ lor que se afirma con amplitud paulatinamente creciente en la oración cateriniana, esto es, el valor “coral”. Cata­ lina está desde 1367-71 en plena tarea apostólica, y su oración abraza ya a los próximos y lejanos: a través de ella tiene lugar una casi irresistible transmisión de la gra­ cia, y cual un rebosar hacia otras almas; y, como tal re­ dundancia se verifica hacia su confesor el P. Raimundo, análogamente se efectúa hacia “otros muchos siervos de Dios” y hacia los miembros de la Iglesia, sean cuales fue­ ren, altos y humildes, sanos y podridos. Aquí está todo el carácter misionero de la oración cateriniana, contraseña común a todas las otras almas apostólicas, sumamente tí­ pica de ella. Notemos que la luz a favor del P. Raimundo se dirige simultáneamente hacia tantas otras almas que él

dirige y enseña espiritualmente, comenzando por el alma de Catalina misma. Parece, pues, que Raimundo es con­ siderado aquí no sólo como un punto de referencia que está por si mismo, sino también como un punto de irra­ diación apostólica. Tal es la cuarta petición que Catalina ha formulado pi­ diendo la gracia de seguir la verdad para los siervos de Dios y en particular para su confesor el P. Raimundo, “pa­ dre de su alma”. Dios responde a esta cuarta petición, concluyendo la primera parte del Diálogo y anunciando la enseñanza de Cristo-Puente, el sumo y único remedio con­ tra las heridas provenientes del pecado: “Hija, esto quiero: que (el P. Raimundo) busque agradarme a Mí, la Verdad, por medio del hambre de la salvación de las almas. Pero ni él ni otro alguno la podrá poseer sin muchas persecuciones, en la medida en que Yo se las con­ cediere” *

La palabra divina confirma y subraya aquí el valor mi­ sionero de la tarea pedida al P. Raimundo. Estamos ya en el camino único, indispensable para la salvación: “Y puesto que te dije que mi unigénito Hijo había sido hecho puente, como efectivamente lo es, quiero que sepáis hijos míos, que el camino quedó cortado por el pecado y desobediencia de Adán; de modo que ninguno podía alcan­ zar la vida verdadera; y no me daban gloria del modo que debían, pues no participaban del bien para el que los había creado y, así, no se cumplía mi verdad21... A todos os es necesario serviros de este puente, buscando la gloria y ala­ banza de mi nombre en la salvación de las almas, sufriendo muchas penalidades, siguiendo las huellas de este dulce y amoroso Verbo. De otro modo, no podéis venir a Mi 20 C.20. 21 C.21 “ Antes aún de desarrollar en su plenitud la alegoría doctrinal del Puente, el Señor inserta en el discurso la otra metáfora de las dos viñas: «Vosotros sois trabajadores míos, a quienes he puesto a r jar en la viña de la santa Iglesia. Trabajáis en el universal de la religión cristiana, encargados por gracia, cuando os di la santo bautismo que recibisteis en el *“erpo mísuco de la santa gl sia por manos de los ministros que designé para trabaj otros i Pertenecéis al Cuerpo universal y ellos al Cuerpo místico, co oca 305 ca m p o ^

De este modo desarrolla la primera parte de la obra, que hemos tratado de considerar en sus elementos princi­ pales y que, en realidad, constituye la preparación para el tema central: la doctrina del Puente.

La doctrina del “Puente” comienza con dulce solemni­ dad y según un motivo de amor a Dios, que comprende la caridad fraterna entre las almas: “El Dios eterno, para más enamorar a aquella alma de la salvación de las almas, le respondió: —Antes de que te manifieste lo que te deseo enseñar, y de que me preguntes, quiero decirte cómo está hecho este puente. Te manifesté que va del cielo a la tierra, es decir, por la unión que ha realizado con el hombre, a quien formé del barro de la tierra. Este puente, mi Hijo unigénito, tiene tres escalones, de los cuales dos fueron hechos sobre el madero de la cruz. En el tercero sentí la gran amargura al darme a beber hiel y vinagre...” dos para alimentar vuestras almas, dándoos la sangre que recibís en los sacramentos administrados por ellos, sacando de vosotros las espi­ nas del pecado mortal y plantándoos la gracia. Ellos son los traba­ jadores en la viña de vuestras almas, unidos a la viña de la santa Iglesia». Dos, pues, son las viñas: la particular de cada una de las almas, y la universal de la santa Iglesia, la cual comprende en sí las viñas o vides particulares. En ellas es necesario trabajar con «un cuchillo de amor y de odio: amor por la virtud, odio al pecado». Pero ¿de dónde viene la fuerza para manejar esta cuchilla ardua de amor y de odio? De la Sangre: «El amor a la virtud y el aborrecimiento del pe­ cado los encuentra en la Sangre, pues por amor a vosotros y odio al pecado murió mi Hijo unigénito, dándoos la sangre; por ella recibís la vida en el santo bautismo». «Tenéis, pues, el cuchillo que debéis usar con libertad para arran­ car las espinas de los pecados mortales y plantar las virtudes, mien­ tras tenéis tiempo. De otro modo no recibiréis el fruto de la sangre por medio de los trabajadores que he enviado a la santa Iglesia, de los que te dije que quitan el pecado mortal de la viña del alma y dan la gracia al administraros la sangre de los sacramentos» (c.23) Así se pone en clara luz la obra divina de la salvación, y emerge plenamente y con relieve único Cristo el Redentor, a quien ahora e alma aprenderá a conocer profundamente a través de la doctrina de «puente»: es lo que ella misma pide con «amor angustiado», reconociendo la gratuidad perfecta del don divino. 306

Palabras que se entienden así: este puente tiene tres es­ calones correspondientes a los pies, al costado y a la boca de Cristo crucificado, Y el Señor continúa: “En estos tres peldaños reconocerás los tres estados del alma de que te hablaré después. El primer escalón son los pies, que significan el afecto Como los pies soportan el cuerpo, así el afecto soporta ai alma. Los pies sujetos constituyen el peldaño para llegarse al costado, donde se manifiesta el secreto del corazón. Por­ que subido uno a los pies del afecto, comienza el aíma a saborear el afecto del corazón poniendo los ojos de la inte­ ligencia en el corazón del Hijo, donde encuentra consuelo e indecible amor... El alma se llena de amor, viéndose tan amada. Aquí se encuentra ya en el segundo escalón. Subido el segundo pel­ daño se pasa al tercero, es decir, a la boca, donde encuentra la paz en medio de aquella gran guerra que antes había sostenido por sus pecados. Por el primer escalón, levantando los pies del afecto te­ rreno, se despoja del vicio; por el segundo se viste del amor a la virtud y en el tercero goza la paz” a.

Tenemos así ante los ojos la visión de suyo completa de Cristo-Puente y de los tres puntos de llegada que El nos ofrece: el amor con el temor, los pies; el amor de siervo fiel o de amigo, el corazón; el amor filial o unitivo, la bo­ ca. El itinerario hacia la perfección será completado con el cuarto grado, el de los “perfectísimos”, empalmados con el tercer escalón24: “Quien no mantiene este camino, tiene debajo de él el río, que no es camino sólido, hecho de piedra, sino de agua, y, como el agua no sostiene a nadie, nadie puede andar por ella sin ahogarse. „ . _ Lo mismo ocurre, con las obras, afectos y situación» mundanas, porque no las fundaron sobre la piedra, sino co el amor desordenado a las criaturas y cosas crea «Temi terina? la via della v e r itl p.74-110, extracto del Cu. 84 de «lemi di Predicazione» (Nápoles 1970). *

rabie

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hacia el fin, que es la muerte. Quisiera él que se detuviera y que las cosas que ama no corrieran ni le faltaran...; pero no puede conseguirlo”.

En este momento el Señor pone en plena luz el valor esencial de todo cuanto ha enseñado al alma, esto es, una vez más la búsqueda de la Verdad. Así la enseñanza di­ vina mantiene la conexión directa con el punto de partida y con los otros ejes del desarrollo, y la Verdad continúa siendo igualmente siempre el elemento que suministra la esencia y estructura de la obra. En realidad, la gran elección tiene lugar entre la Ver­ dad y la mentira: “Esos van por el camino en pos de lo engañoso y son hijos del demonio, padre de la mentira, y, al pasar por la puerta, como no pueden tomar la puerta de lo engañoso, reciben la condenación eterna” “ .

Es muy difícil comprender la actitud del que volunta­ riamente se ahoga en el río: los lujuriosos que se revuelcan en el fango, los avaros semejantes al topo, “que siempre se alimenta de tierra”, y así sucesivamente, cada uno se­ gún su propio pecado...; y he ahí los cuatro tormentos principales de la condenación..., y he ahí las tres “repren­ siones”: la primera, en el testimonio que los apóstoles die­ ron de la doctrina de Cristo; la segunda, en el momento de la muerte; la tercera, de parte de Cristo, quien apare­ cerá en su plena majestad en el juicio final... Y los justos, por el contrario, los bienaventurados, fide­ lísimos a Dios, piden a gritos misericordia por la salvación de todo el mundo y ruegan por los hombres que siguen siendo viadores sobre la tierra. Desean volver a tener la dote del cuerpo a fin de que participe de la bienaventuran­ za del alma, y, sin embargo, su deseo no es amargura, por­ que su fidelidad es inviolable. Imposible para un hombre expresar la felicidad de los bienaventurados. La alternativa, justos o inicuos, salvados o réprobos, continúa en mil modulaciones diversas: el discurso se hace “ C.27. 308

vivo por un interés extraordinario y por una temática que comprende y entrelaza teología y psicología, ética y reali­ dad vivida. Es el Padre que habla, es el Amor mismo que explica los inconcebibles abismos de la traición humana y los pinta con pesadumbre divina; e indefectiblemente luego ofrece el consuelo como conduciendo al alma de la mano al empíreo luminoso e insondable de la misericordia, para que la conozca y confíe y se enamore siempre más de Dios. Por otra parte, es una de las almas más amantes quien escuoha, pregunta y ansia instruirse. Así surge un responsorio a dos voces, que ciertamente puede considerarse en­ tre los más altos que se nos ha concedido escuchar, por la riqueza y plenitud de los acordes espirituales. Casi de con­ tinuo queda uno sorprendido por el conocimiento del co­ razón de Dios y del corazón del hombre, que revela el Diálogo.

“La mentalidad de Catalina —escribe el P. Piccari “— está centrada verticalmente en Dios y en la humanidad; por esto es válido también hoy que el 'diálogo’ dentro y en torno a la Iglesia se extiende en dimensión y sobre ar­ gumentos que reclaman una más cuidadosa atención para no ceder a compromisos sobre la integridad de la fe, o a testimoniar un amor apasionado de verdad. Como en el siglo XIV las relaciones más altas o determinantes del apostolado doctrinal de Catalina encontraron la definición concreta en sus contactos con ’el dulce Cristo en la tierra, así —en la hora presente— la actualidad de Catalina no se ve lejos de aquella problemática ’nueva’ que hace más ape­ sadumbrado y sufrido el magisterio viviente de nuestra Iglesia. Aún si la vida de la Sienense está transida de alto misticismo, éste es atraído hacia un apostolado altamente razonable, donde el Verbo y el Amor, conocidos y contem­ plados, perfeccionan el conocimiento de sí mismo . El continuo confrontar la conducta de Dios con la e hombre, en un díptico que debería resolverse en uní a “ .T . P iccari, O.P., Caterina da Siena Dottore deila Chiesa, en «Rivista delle Religiose», oct. 1970.

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perfecta y, en cambio, ¡se rompe con demasiada frecuen­ cia! en el conflicto más tonto por voluntad del hombre, constituye el secreto de estas páginas. Mas la rebelión hu­ mana suscita la alternativa misteriosa entre justicia y mi­ sericordia divina; y la necedad del hombre, necedad de odio, suscita la locura de Dios, locura de amor: “ ¡Oh loco de amor! ¿No te contentaste con tomar la car­ ne humana, que hasta quisiste morir? ¿No fue suficiente la muerte, que hasta bajaste al infierno, liberando a los santos padres para cumplir la verdad y misericordia con ellos?...” 27

Entre tanto, en esta verdad fermentante e ilimitada se esclarecen resultados seguros: el pecado es tormento, no sólo tormento de condenación, sino también tormento in­ trínseco, presente, inseparable de la misma prevaricación. El hombre peca sintiendo dolor por el remordimiento, por el daño enorme que se causa a sí mismo y a los otros, por la contradicción que deforma todo en él y en torno a él. A la pena concomitante sigue la pena desesperada de des­ pués del pecado, si por desgracia suma este último ha ven­ cido la batalla inconcebible contra la paciencia de Dios. En contraposición a la tonalidad luctuosa de que está bañado el pecado, se difunde la atmósfera del bien; aun cuando las obras de justicia cuestan lágrimas y exponen a desprecios y esputos a quienes las cumplen, todo en ellas es radiante. El itinerario de los justos puede alcanzar como vértice aquí en la tierra el “cuarto estado”, esto es, la condición de los “perfectísimos”: “No quiero dejar ahora de expresarte ouán gratos me son estos servidores míos, ya cuando se hallan en cuerpo mor­ tal, por haber llegado al tercer estado y en ese mismo ad­ quieren el cuarto. Este no se encuentra separado del tercero, sino unido con él, de modo que no puede darse el uno su> el otro, igual que mi caridad y la del prójimo...

... De la misma manera, estos hijos queridos los o.». Uegado al tercero y cuarto grado s e \ n X ™ SEddE por llevar la cniz temporal y espiritual, esto “ s S K t o temporalmente las penas en su cuerpo en la med da en oue Yo lo permito; también la cruz del deseo es decir rí turante dolor por el pecado contra Mí y’ en perju’icb dei prójimo Repito que son felices por el deleite de la caridad que les hace bienaventurados y no les puede ser arrebatada por lo que reciben alegría y felicidad”

Y he aquí un análisis profundo de los dones extáticos, que parece preludiar las descripciones de Santa Teresa de Avila, por el esplendor y la precisión propios de una ex­ periencia vivida: “Se elevan las almas con anhelante deseo, corren con brío por el puente de la doctrina de Cristo crucificado, alcanzan la puerta por la elevación de su espíritu hacia Mí. Empapa­ das y embriagadas de sangre, arden con fuego de amor y saborean en Mí la eterna divinidad, que en ellas es mar de paz donde han logrado tan perfecta unión, que el espíritu no tiene movimiento alguno que se halle fuera de Mí. A pesar de ser mortales, experimentan los bienes inmortales y, soportando la pesadez del cuerpo, reciben la agilidad del espíritu. Por eso muchas veces el cuerpo es elevado de la tierra, a causa de la unión efectuada conmigo; algo así como si un cuerpo pesado se hiciese volátil... Por eso quiero que sepas que es mayor milagro ver que el alma no se separa del cuerpo en esta unión, que ver mu­ chos cuerpos resucitados. Y así Yo, por algún tiempo, le privo de la unión, haciendo volver al alma al vaso de su cuerpo, es decir, que el cuerpo, totalmente enajenado por el afecto del alma, recobra su sensibilidad. No es que el alma se aparte del cuerpo, lo que no hace sino por la muer­ te, sino que sus potencias la abandonan y también el afecto por el amor unido a Mí. Por lo que la memoria no se en­ cuentra llena sino de Mí; el entendimiento es sublimado al contemplar mi Verdad; la voluntad, que sigue al entendi­ miento, ama y se une a lo que el entendimiento ve. Juntas y unidas estas potencias, sumergidas y anegadas en Mí, pierde el cuerpo su sensibilidad, de modo que el ojo viendo no ve, la lengua hablando no habla, la Pa** pando no toca y los pies caminando no avanzan. Algunas veces, a causa de la abundancia del corazón, se permitirá que la lengua hable para que se desahogue el corazón y para alabanza y gloria de mi nombre. Todos los miembros se a C.78. 311

hallan entorpecidos y ocupados por el sentimiento del amor. Estos lazos están sometidos a la razón y unidos por el afecto del alma y casi contra su naturaleza, una vez que me piden a Mí, el Padre eterno, ser separados del alma y ésta del cuerpo. Claman ante Mí con el glorioso San Pablo: ¡Des­ venturado de mí!; ¿quién me desligará del cuerpo? Porque tengo una ley perversa que lucha contra el espíritu» •

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C.79.

XXVII. EL
A la exposición de la doctrina genuina y propia del Puente siguen: 1) La doctrina de las lágrimas. 2) La doctrina de la Verdad. Cada uno de estos temas es tratado según el modo se­ guido hasta aquí, esto es, con la misma aparente desarti­ culación y con total agilidad de movimientos; sin embar­ go, la conexión resulta constante y sólida, también entre estos temas. La doctrina de las lágrimas sigue a la del “puente”, y es en cierto sentido una precisión de los tres “escalones”. Es importante subrayar tal conexión, que se extiende des­ pués también a la doctrina de la Verdad y de las luces, porque estos temas nos presentan en su conjunto los gra­ dos del amor espiritual según la concepción cateriniana; esto es, los grados progresivos de la vida de la gracia or­ dinaria y extraordinaria, analizados y compendiados con relación particular: 1.°, a la fuente de toda gracia, Jesu­ cristo Redentor; 2.°, a nuestro corazón; 3.°, a nuestro en­ tendimiento. Vistos así, en esta sucesión cerrada y consiguiente, re­ velan la unidad esencial del Diálogo, unidad que escapa a quien observe la obra superficialmente.

Doctrina de las lágrimas Las “lágrimas” son consideradas aquí en su significado más profundo y más amplio, comenzando desde las mera­ mente naturales, lloradas en el pecado y a causa del pe­ cado, para subir después a las que expresan el sufrimiento 313

de orden ascético o espiritual, y luego a aquellas por las que el hombre se asemeja más íntimamente a Cristo cru­ cificado, y a las dadas por Dios como precioso favor místi­ co y signo de un gran amor unitivo: “Entonces dijo la dulce y primera Verdad de Dios: — iOh dilectísima y queridísima hija! Me pides saber las causas de las lágrimas y Yo no menosprecio tu deseo. Abre los ojos del entendimiento y te mostraré, por medio de los estados del alma que te he referido, las lágrimas imperfec­ tas, fundadas en el temor. Primeramente, las lágrimas de los hombres malvados del mundo son lágrimas de condenación. Las segundas son las del temor, las de los que se levantan del pecado por temor a la pena y por temor lloran. Las terceras son de aquellos que, levantados del pecado, comienzan a tener gusto de Mí, lloran con dulzura y co­ mienzan a servirme; pero, como el amor es imperfecto, por eso lo es el llanto, como te diré. El cuarto estado es el de quienes han alcanzado la per­ fección en la caridad con el prójimo, amándome sin ningún interés propio; éstos lloran y su llanto es perfecto. El quinto, que se halla unido al cuarto, es el de las lágri­ mas de dulzura, derramadas con gran suavidad, tal como abajo te diré por extenso. Te hablaré también de las lágrimas de fuego, sin lágrimas de los ojos, para consolar a los que muchas veces desean las lágrimas y no las pueden tener. ¡ Quiero que sepas que todas estas diversas situaciones pue­ den darse en el alma, elevándose del temor y del amor im­ perfecto para alcanzar la caridad perfecta y el estado uni­ tivo”

La Santa nos ofrece así un cuadro completo del sufri­ miento, para mostrarnos, a través de este inmenso y va­ riado velo de lágrimas, la condición humana en su aspecto de drama, de culpa y de rescate. Se puede decir que, desde este punto de vista, la doctrina de las lágrimas es una de las más completas y más originales en todo el Diálogo cateriniano. Entre tanto, si atendemos a la distinción de los seis gra­ dos, nos damos cuenta que cuadra con los “escalones” del puente, en cuanto las primeras lágrimas corresponden al torrente turbio de la condenación que fluye bajo el puente 1 C.88. 314

y arrolla a las almas; las segundas, las del temor, son pro­ pias de quien se dirige hacia el puente por temor y amor servil, y alcanza el primer “escalón”, esto es, los pies; las terceras, de aquellos que, levantados del pecado, comien­ zan a tener gusto de Mi, lloran con dulzura y comienzan a servirme”, permaneciendo, no obstante, en la condición de amor imperfecto: corresponden más o menos al segun­ do “escalón” del Puente, del amor de siervo fiel o de amigo; las cuartas, las de “quienes han alcanzado la per­ fección de la caridad con el prójimo, amándome sin nin­ gún interés propio”, expresan el tercer escalón del Puente, esto es, la boca y el amor perfecto; las quintas lágrimas, que están unidas con las precedentes, representan el estado de los perfectísimos, esto es, el “cuarto estado” del Puente, unido con el tercer “escalón”; y a este estado de los per­ fectísimos están unidas también las lágrimas supremas, las no lloradas, las de fuego, demasiado ardientes para salir de la cueva profunda del alma, y que allí más bien fer­ mentan como una levadura: lágrimas de fuego, sin lágrimas de los ojos, para con­ solar a los que muchas veces desean las lágrimas y no las pueden tener”.

Estas constituyen una variante de las lágrimas del quin­ to grado, “derramadas con gran suavidad”, y precisamen­ te el aspecto más secreto y fecundo, porque es más con­ centrado, sufrido y consagrado: “Quiero que sepas que todas estas diversas situaciones pueden darse en el alma, elevándose del temor y e imperfecto para alcanzar la caridad perfecta y el es a tivo” *.

Con esto, repetimos, Catalina nos ofrece otro cuadro, como ya en los “escalones” del Puente, de la ascensi n humana hacia Dios; ¡y de qué modo nos lo ofrece. Es muy raro encontrar páginas de belleza semejante a tas co allí donde la Santa nos habla de las lágrimas de fuego. 1 C.88. 315

“Digo que éstos tienen lágrimas de fuego, en las que el Espíritu Santo llora en mi presencia por ellos y por su pró­ jimo, es decir, mi divina caridad enciende al alma con su llama para que ofrezca anhelantes deseos en mi presencia, sin lágrimas en los ojos. Las llamo lágrimas de fuego y por eso dije que el Espíritu Santo llora. No pudiendo hacerlo con las lágrimas, ofrece los deseos del llanto que su volun­ tad tiene por amor a Mí” J.

Puesto que la doctrina de las lágrimas es una emana­ ción directa y precisión de los tres “escalones” y del puen­ te, podemos decir que sólo después de la lectura de esta parte del Diálogo (c.88-97) poseemos en sus raíces las vi­ cisitudes de nuestro corazón en la visión cateriniana, vivo entre ráfagas de luz, ilimitadamente débil en sí, invencible en Dios. Doctrina de las luces o de la verdad

Mas el caso del corazón no es todo. ¿Cuáles son las reacciones del entendimiento durante el recorrido del Puen­ te, cuáles sus necesidades, sus derrotas y sus victorias? A estas cuestiones responde la doctrina de la verdad o de las “luces”, que sigue a la de las lágrimas y hace juego con ella como complemento doble al puente y a los tres escalones. Como la doctrina de las lágrimas narra la historia del corazón, así la doctrina de la verdad cuenta principalmen­ te la de la razón iluminada por Dios; o digamos mejor que ambas a dos estudian, con todo, igualmente las vicisi­ tudes del alma, entendida como unidad inseparable e in­ mortal en su correspondencia a la gracia, mas la primera ve el alma en relación a los valores del corazón, la segun­ da en relación a los de la inteligencia. “Para que mejor puedas entender lo que voy a decir —le dice el Señor—, volveré al principio de lo que me pregun­ tas: a las tres luces que salen de Mí, verdadera Luz. La primera es una luz común que se halla en los que

Aquí, correspondencia plena con los “escalones” aun respecto al número, por cuanto las luces son tres, exacta­ mente cuantos los escalones. Esto es bien explicable, por­ que las “luces” no existen en el río turbio bajo el puente, donde todo es densa tiniebla o resplandor falso del mundo! La verdadera luz comienza con el primer escalón, y es “una luz común que se halla en los que están en caridad común”: “La primera es para que seáis iluminados en el conoci­ miento de las cosas transitorias del mundo, que pasan como el viento. Pero no las podéis conocer bien si antes no cono­ céis vuestra propia fragilidad y lo inclinada que se halla a rebelarse contra Mí, vuestro Creador” \

Mas la primera luz no puede cristalizarse, esto es, es­ tancarse, porque dice el Señor: “Mientras sois peregrinos en esta vida, sois capaces de crecer y debéis hacerlo”, y el que no crece, por el mismo hecho vuelve para atrás. He aquí por qué urge crecer en la primera luz cuanto es posible, e “intentar con solicitud caminar por la segunda luz, y de lo imperfecto pasar a lo perfecto” !. Es fácil reconocer en esta segunda luz, como hemos di­ cho, la ascensión al segundo “escalón”; y es fácil igual­ mente prever que tampoco ella puede ser fin en sí misma. En realidad, aquellos que llegan a la tercera luz gloriosa (los “terceros”), “son perfectos en cualquier situación en que se hallen. Todo lo que permito respecto de ellos lo *ienf ° i reverencia, igual que en el tercer estado del alma, el umti vo” (c.100).

Cuando el alma se encuentra en esta iluminación, cono­ ce a Cristo crucificado y concibe amor por El, ve que t i es el único camino y puerta para ir al Padre, y an e a, 4 C.98. 1 C.99. 317

sobre todo, la conformidad de su propio querer con la voluntad de Dios. Esto constituye una guía segura en cual­ quier eventualidad y frente a todas las dificultades. La Santa escoge, como ejemplificación que intenta darnos, las relaciones más pequeñas y delicadas con el prójimo. De la conformidad de nuestro querer con la voluntad de Dios aprendemos a abstenernos de juzgar la voluntad ajena y evitamos tres engaños: el querer condenar al prójimo; el querer interpretar, aunque sea a la luz de revelaciones su­ periores, la condición genuina del espíritu de los otros; el querer empujar a todos los otros a nuestro camino. En resumidas cuentas, esta tercera luz nos aporta una inmensa lección de caridad hacia el prójimo, y el Diálogo muestra una vez más en este punto el conocimiento del corazón humano en sus zonas oscuras, que se niegan al amor, así como las posibilidades inmensas de amor que lo ennoblecen.

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X X I I I E L «DIALOGO >; EL CUERPO MISTICO . LA PROVIDENCIA i OBEDIENCIA Es en este momento cuando Santa Catalina se atreve a P®dir al Señor luces particulares respecto del Cuerpo místico entendido según la división que le es fa m ilia r EUa distingue, en efecto, el Cuerpo místico —esto es, la Igle­ sia docente— del Cuerpo universal, esto es, el conjunto de los laicos bautizados. Pide, pues, un conocimiento más profundo: “ ¡Oh Padre eterno! Me he acordado de algo que me di­ jiste cuando me hablaste sobre el ministerio de la santa Iglesia. Me prometiste hablar más detalladamente en otro lugar de los defectos que hoy cometen (los ministros de la Iglesia)” \

Y pide esto para tener motivo “para aumentar mi dolor, compasión y anhelante deseo de su salvación, te lo suplico para que aumenten en mí estos sentimientos. Recuerdo que me has dicho anteriormente que con los sufrimientos, lágrimas, dolores, sudor y continua oración de tus servidores, nos darías consuelo, reformando la santa Iglesia con buenos y santos ministros”.

También aquí la conexión con los motivos precedentes es estrecha: hemos seguido la doctrina del “puente” hasta en sus desarrollos concretos en el ámbito del sentimiento y en el del entendimiento para todos los cristianos, cuales­ quiera que sean; vemos ahora su actuación entre luces y sombras en el campo escogido de la Iglesia, el “Cuerpo inístico”. De este modo, el cuadro vendrá a ser preciso y completo y tal estudio no resultará un apéndice indepen­ diente, sino una inclusión necesaria. Para describir el “Cuerpo místico” el Diálogo se refiere a los valores esenciales e imperecederos: en primer lugar, ' C.108. 319

a la eucaristía. Los sacerdotes son los ministros de la sangre divina, y ninguno puede sustituirles en este oficio divino. Así, para hacernos comprender su dignidad, el Diálogo no tiene más que remontar a los orígenes altos de su ministerio, a la inmolación de Cristo perpetuada en la hostia. He aquí por qué estas páginas abren a nuestra vista una brecha profunda en la pasión y muerte de Cristo, y se adentran en ella, guiándonos a los esplendores de la misericordia del Padre: “A ellos les he concedido administrar el Sol, dándoles la luz de la ciencia, el calor de la divina caridad, el color uni­ do al calor y a la luz, es decir, la sangre y el cuerpo de mi Hijo. Este cuerpo es un sol, porque es uno conm igo, verdadero Sol. Está unido de tal modo que no puede uno separarse del otro, como el sol tampoco se puede dividir, ni el calor separarse d e la luz, ni ésta del color, debido a la perfección de la unión” 2.

El himno cateriniano a la eucaristía prosigue con un simbolismo suyo, en el cual se oyen resonancias del céle­ bre himno de alabanza atribuido a Santo Tomás 3: “Este sol, sin que su esfera se rompa, o sea, sin dividirse, da luz a todo el mundo y a todos los que quieran calen­ tarse. No se mancha con inmundicia alguna y a él se halla unida la luz. Así en el Verbo, mi Hijo, su dulcísima sangre es un sol, todo Dios y todo hombre, por ser la misma cosa conmigo y Yo con El... Por este medio, o sea, del objeto de este Verbo encar­ nado, entremezclado con la luz de la divinidad y con el calor y fuego del Espíritu Santo, habéis recibido la luz. ¿A quién se lo he dado para administrarlo? A mis ministros en el Cuerpo místico de la santa Iglesia, a fin de que tengáis vida cuando os dan el cuerpo de Cristo como alimento y su sangre como bebida” .

La voz continúa precisando la indivisibilidad del cuer­ po, sangre y alma y divinidad del Hijo venido a ser euca­ ristía. “El pensamiento de Santa Catalina —escribe el P. L. Ciappi, O .P .4— , mientras refleja el de la teología de 2

l0 5 ‘ u 3 CRespecto de las coincidencias entre los dos santos, son notables las reflexiones del P. T. S. C e n t i en U E ucaristia nel pensiero e nelw vita di S. Caterina da Siena (Florencia 1970) p.83-97. 4 De La testim onianza di S. Caterina da Siena al «M ysterium r ,m dei», en «L’Oss. Romano», 25 de abril de 1968.

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Santo Tomás, preludia al del Tridentino, al del Vaticano II y al de la encíclica Mysterium fidei», en la cual el padre santo Pablo VI, en prevención de toda falsa interpretación de la doctrina conciliar, ha tenido que precisar: “Mas bien diferente es el modo, verdaderamente sublime, en el que Cristo está presente en su Iglesia en el sacramento de la eucaristía... Tal presencia se dice real no por exclusión como si las otras no fueran reales, sino por antonomasia, porque es sustancial; en virtud de ella, en efecto, Cristo, Hombre-Dios, todo entero se hace presente... Acaecida la transustanciación, las especies del pan y del vino... en tan­ to adquieren un significado nuevo y un nuevo fin en cuan­ to contienen una nueva realidad que justamente denomina­ mos ontológica”. Y la voz continúa aún: “ ¡Oh hija queridísima! Te he dicho todo esto para que conozcas mejor la dignidad en que he colocado a mis ministros... íillos son mis ungidos y les llamo 'cristos*, pues les he concedido 5 que me administren para vuestro bien y, como a flores fragantes, los he colocado en el Cuerpo místico de la santa Iglesia. Esta dignidad no la he con­ cedido a los ángeles, sino al hombre. A ellos les he ele­ gido por ministros míos y a los que he colocado como án­ geles deben serlo en la tierra durante esta vida. Deben, por tanto, ser como los ángeles...” 6

Palabras que enuncian claramente los términos de un drama inmenso para aquellos ministros que no estén a la altura de su cometido: el drama mismo repercute sobre la Iglesia entera. “Como los ministros quieren limpieza en el cáliz donde se celebra este sacrificio, así exijo Yo limpieza y pureza de corazón, de su alma y de su espí­ ritu” \ Puestos así los fundamentos deontológicos, el Diá­ logo pasa a la visión concreta del Cuerpo místico que no se conforma con aquellas bases, esto es, no se resuelve en la unidad positiva de los ministros buenos y de la gloria

de Dios, sino que se desarrolla, en cambio, en un trino­ mio: de los ministros buenos se separan los malos, y la antinomia viene a complicarse por la intervención de los perseguidores. Estos tres elementos se contraponen, los unos según la justicia, los otros con la iniquidad, y el Cuer­ po místico por ello es todo desgarrado. El examen que el Diálogo nos ofrece de cada una de las categorías de ministros es agudo y dramático; el valor de los buenos es puesto en una luz viva: “... Dulces ministros míos, de los que te dije que tienen las propiedades y condición del sol. Lo son verdaderamen­ te, porque en ellos no hay tiniebla ni de pecado ni de ignorancia, puesto que siguen la doctrina de mi dulce ver­ dad *. No son tibios, puesto que arden en el horno de mi cari­ dad; desprecian las grandezas, posición social y placeres del mundo. Por esta razón no temen corregir... reprenden con energía”

En contraposición son descritas luego las obras y vida de los malos. Es una requisitoria amplia, profunda, que asombra por el conocimiento del corazón humano por parte de una joven, y, en particular, por la visión clara de los males de la Iglesia: se trata acaso de la visión más ajustada y más audaz que conocemos del trescientos eclesial. Una total libertad de interpretación apoyada sobre una inagotable caridad cualifica la búsqueda del daño y los remedios; y se trata de una caridad cateriniana, la cual no ahorra el cuchillo del amor y del odio para cortar los miembros podridos, justamente con el fin de beneficiar a los que deben liberarse de ellos: “Ningún estado puede conservarse en estado de gracia ni en la ley civil ni en la divina sin la santa justicia, porque el que no es corregido y no corrige hace como el miembro '

Cf. C a rto tti-O d d a s s o , Santa Caterina D o tto re della Chietf

(Roma 1971): «Aquella definición d el sacerdote que aún hoy iC va buscando, Catalina la había resumido luminosamente hace siglos en su estilo conciso y lapidario: el sacerdote es el ministro del Sol; y, como tal, debe de estar adornado de todas las v i r t u d e s 1'' p.78. ’ C.119. 322

que ha comenzado a cangrenarse Si el mQi inmediatamente sobre ese miembro ú n ic a iS e ^ n m r if 0?* y no cauteriza, todo el cuerpo se UngUento

Pero si los superiores tienen el deber de dirigir y co­ rregir, ningún otro puede sustituirles en esa tarea: en par­ ticular los laicos no deben interferir con la fuerza. Peor aún si lo hicieren con espíritu de rencor o persecución. Y aquí desarrolla una de las teorías más típicas en San­ ta Catalina, más lucidas y también más adecuadas para todos los períodos históricos. Es un poco de todos la pre­ tensión del laicado de erigirse en jueces de los ministros eclesiásticos; tendencia difundida no sólo en todos los tiem­ pos, sino también en todos los estamentos del pueblo. Pues bien, a los lejanos y a los cercanos, a los presentes y a los futuros les lanza Catalina su admonición, que no sabe de incertidumbres, y es tanto más apreciable cuanto brota del corazón de una mujer en medio de la agitación más arrolladora de la Iglesia. Todo es contradicción en torno a esta virgen iletrada: los pueblos y los reyes están divididos, la Iglesia amenaza dividirse y se dividirá pronto de verdad... Catalina tiene un argumento sólo: ¡no tocar a los ministros de la sangre! Es el grito que ella repite a las repúblicas desencadenadas y a los soberanos malvados: una es la autoridad, una la unción, uno el cayado; ay del que pone las manos en los “ungidos”, los “cristos”, y no sólo ay de los perseguidores por odio, sino también de aquellos que se hacen tales por un celo descaminado y por un amor mal entendido. Execrables los unos y tam­ bién los otros, porque el insulto que hacen a los ministros de la sangre es disparado directamente contra Dios . ** C 119 “ Cf. Cartotti-Oddasso, o.c., p.80: «Con la ^ abra- Ja la oración, eUa está en cada momento de su vida/«^cuna te, al que asiste con afecto materno y humildadl fdul, ella laica, a todos los cristianos a sentirse copartícipes y po bles de la misión sacerdotal; la humanidad entew‘ “en e d deb«r^ sostener a aquel que, determinado por ella, «h® mentalmente la autoridad sacerdotal de Cristo en medio de ella*. 323

La doctrina del Cuerpo místico se concluye con un can­ to suplicante a la misericordia. En él Catalina resume los temas de las peticiones precedentes, y los vuelve a pre­ sentar de modo que más que repetición aparecen como una quinta petición. El Padre eterno responde a la afligidísima súplica con una enseñanza sobre la divina Providencia; y, aun explicando en general la solícita acción de Dios, ex­ pone también con precisión una respuesta “a un caso ocurrido”. Este rasgo nos devuelve al principio del Diá­ logo, a la cuarta petición inicial: “¿Por qué la divina Pro­ videncia provee en común a todos y en particular por un caso ocurrido?»

¿Cuál, pues, es este “caso ocurrido”? Las palabras del Señor harían pensar en Nicolás de Toldo: “Permití este hecho, para que con la sangre consiguiera la vida median­ te la sangre de mi Verdad, mi Hijo unigénito” El drama del ajusticiado de Perusa correspondería a tales referen­ cias; mas la realidad del “caso ocurrido” queda envuelta en el misterio, al menos por ahora. De todos modos, con la referencia que hemos citado se completan las respuestas del Señor a las peticiones presentadas por Catalina desde el principio del Diálogo y que, como hemos dicho ya, constituyen la articulación del Diálogo mismo. Doctrina de la providencia

Mas la respuesta del Señor se extiende divinamente so­ bre el tema que trata. Presenta la providencia en su ilimi­ tada riqueza: la providencia general obra en los s a c r a ­ mentos que concede a los hombres, en la esperanza que sostiene en ellos, en la ley que impone. La p r o v i d e n c i a particular interviene en las vicisitudes de la vida; f r e n te a la incomprensión de los mundanos; y, como hemos v isto , en un caso ocurrido. La providencia se extiende a todos los vivientes, al alma y al cuerpo, a los perfectos, a los im* perfectos, a los pecadores; apoya a aquellos que se dan u C.139. 324

al apostolado ”, sostiene a los pobres e igualmente a los pobres voluntarios : a aquellos que han renunciado a la riqueza y a los goces del mundo para abrazar la pobreza Sobre tal pobreza voluntaria vista en su valor intrínseco de abandono espiritual y material a la Providencia de Dios, Catalina escribe páginas esencialmente bellas. El amor a la pobreza aparece como deseo de asemejarse a Cristo crucificado, modelo y término supremo de todo despojo: “Si le quieres ver humillado y en gran pobreza, mira cómo Dios se hace hombre vistiéndose de la ruindad de nuestra humanidad. Ves al dulce y amoroso Verbo nacer en un establo, es­ tando María de viaje, para manifestaros a vosotros cami­ nantes que debéis vencer siempre en el establo del conoci­ miento de vosotros mismos. Allí me encontraréis nacido por gracia dentro de vuestra alma... Siendo fuego de cari­ dad, quiso sufrir el frío en su humanidad... Al fin de su vida, desnudo y flagelado a la columna, sediento, se en­ cuentra en el madero de la cruz en pobreza tal, que le faltan el suelo y el madero, no teniendo donde reclinar la cabeza. Como ebrio de amor, teniendo este Cordero abierto el cuerpo, os prepara un baño con la sangre que vierte por todas partes. Estando El en la miseria, os da la gran riqueza; hallán­ dose en el estrecho madero de la cruz, extiende su magna­ nimidad a todos los hombres; probando la amargura de la hiel, os da una perfectísima dulzura; mientras se halla en tristeza, os da el consuelo; traspasado y clavado en la cruz, os despoja del barro del pecado mortal; convertido en sier­ vo, os ha hecho libres y os ha arrancado de la esclavitud del demonio; siendo vendido, os ha dado la vida. Os ha presentado, por tanto, una buena regla de amor, manifestándooslo mayor a vosotros que lo que pudierais hacer con vosotros mismos, al dar la vida^ por vosotros, que andabais errantes, hechos enemigos de Mi, sumo y eter­ no Padre” 15.

El cántico de la Providencia, pues, contiene en sí el elogio de la pobreza, “dulce reina", la cual “abunda en justicia, porque todo el que co^ te 11’°J’us^ . a es separado de ella. Su ciudad tiene fuertes muraHas por que los cimientos no se hallan colocados sobre tierra o

arena, en cuyo caso cualquier viento los derribaría, sino sobre roca viva, que es el dulce Cristo Jesús, mi Hijo uni­ génito. Dentro hay luz y no oscuridad; tenéis fuego y no frío, porque la madre de esta reina es el abismo de la caridad divina”.

Con el despojo material, humano, hace juego la rique­ za de la gracia, el bien sobrenatural sacado directamente de la Cruz, en la cual Cristo, despojado hasta el límite ex­ tremo, se ha hecho para los hombres dispensador de toda verdadera abundancia. Doctrina de la obediencia

Mas ¿cuál será la respuesta humana a la ternura glo­ riosa de Dios, que da vida a la acción de la Providencia? Será tal que comprenda todas las otras respuestas par­ ticulares que el hombre está obligado a dar: la obediencia. Con la doctrina de la obediencia se cierra el Diálogo en­ tre Dios y el alma. “Si me preguntas dónde encuentras la obediencia, la ra­ zón de perderla y la señal de si la guardas o no, te res­ pondo que la encuentras perfecta en el dulce y amoroso Verbo, mi Hijo unigénito. Fue tan pronta en El esta virtud que por cumplirla corrió a la afrentosa muerte de Cruz" “.

Como ha sucedido en otras doctrinas expuestas aquí, el “Diálogo” arranca desde las verdades más altas inmer­ sas en Dios. También aquí es puesta inmediatamente a la luz de la realización máxima de obediencia que nos es dado contemplar y que consiste en el sacrificio del Hijo. En efecto, los batientes del cielo, que habían estado cerra­ dos a causa de la desobediencia de Adán, los ha abierto Cristo, usando la llave de la obediencia, y, cuando retor­ nó al Padre, “cuando triunfante subió al cielo, elevándose del trato de los hombres por la Ascensión”, dejó esa llave a su Vicario Cristo en la tierra, al cual “están obligados a obedecer hasta la muerte. Quien está fuera de la obedien­ cia se halla en estado de condenación”. 14 C.154, también para los siguientes. 326

Mas “¿de dónde viene que el Verbo fuera tan obedien­ te? Del amor que tuvo a mi honor y a vuestra salvación” Mas ¿de dónde procede el amor? De la visión clara de la esencia divina. Por eso el principio lo encontramos en lo alto del cielo, en el misterio mismo de las relacio­ nes entre el Padre y el Hijo y el Espíritu de amor. “Después de haberte manifestado --dice el Señor al al­ ma— dónde puedes encontrar la obediencia, de dónde pro­ cede, quien es su compañera y por quién es alimentada, te hablaré ahora de los obedientes y de los desobedientes a la vez, y de la obediencia en general y en particular, o sea, de lo que se refiere a los mandamientos y consejos” 17.

Obediencia, pues, de obligación y obediencia de gene­ rosidad, mas una y otra siempre libres y voluntarias; so­ bre este díptico esencialmente unitario se mueve la doc­ trina de la obediencia en su desarrollo. La obediencia de obligación o general es la llave del cielo. “ iOh cuán dulce y gloriosa es esta virtud en la que se encuentran todas las demás, porque es concebida y dada a la luz por la caridad! En ella está fundada la roca de la santísima fe. El que esté desposado con esta reina no siente mal alguno: siente paz y quietud... ¡Oh obediencia, que navegas sin trabajo, y sin peligro alcanzas el puerto de la salvación!... Tú te hallas ungida con la verdadera humildad y por eso no apeteces las cosas de tu prójimo que no están conformes con mi voluntad. Eres recta, sin recoveco alguno, porque haces el corazón recto y no fingido, amando a mi creatura con naturalidad y sin simulación. Eres una aurora que lleva consigo la gracia divina; un sol que calienta porque no te encuentras privada del calor de la caridad. Haces que la tierra fructifique, esto es, que los instrumentos del alma y del cuerpo produzcan un fruto que tiene vida en sí y en el prójimo. Estás completamente alegre, porque tu rostro no se na turbado por la impaciencia: estás serena y con fortaleza. Eres grande en la prolongada perseverancia, tan grande que participas del cielo y de la tierra, porque con ella se quita el oerrojo del cielo. Eres una margarita escondida y desco­ nocida, pisoteada por el mundo, pues te presentas como sometiéndote a las criaturas. tu Tan extensos son tus dominios, que nadie puede ser ui 17 C.155. 327

señor, porque te has librado de la mortal servidumbre de los propios sentidos que te privaban de tu dignidad” “...Tom ad, pues, tomad la llave de la obediencia acom­ pañándola de la luz de la fe. No andéis más con tanta ceguera y frialdad, sino mantened con el fuego del amor esta obediencia a fin de que, junto con la observancia de la ley, gustéis de la vida eterna” l9.

Y aún más perfecta es la obediencia particular, que se añade a la general y más bien procede de ella, y no puede separársele, porque la misma luz de la fe, que con­ duce a la primera, nos invita a la segunda, y nos muestra el lugar de la obediencia perfecta en la vida religiosa, que es obra del Espíritu Santo. Se llega a ella con diversos grados de perfección e im­ pulsados por motivos diversos, y es preciso para tal fin ejercitarse con perseverancia en la virtud. En la vida re­ ligiosa encontramos la gran riqueza, esto es, los regla­ mentos dispuestos por sus fundadores, por un Benito, por un Francisco, por un Domingo20. Mas también aquí están los observantes y los inobservantes, la vida del obediente y la del desobediente: el primero tiene paz y gozo, el se­ gundo espinas y punzadas de inquietud; y está, asimismo, el tibio21 en la obediencia, relegado en la cárcel de una perpetua insatisfacción de sí mismo. Hay, pues, en la obediencia particular la misma ley que en la obediencia general y hasta más vigilante y sutil, porque la obediencia es más perfecta en el estado reli­ gioso0. Cuanto al mérito, éste es proporcional no al tra­ bajo, sino al amor; y tanto más grata es a Dios la obe­ diencia cuanto más motivada esté por el amor. ¡Y qué fuerza tiene en sí esta reina humilde vestida de ropas mi­ serables! Al obediente todo le obedece “: “Durante toda su vida clama por la paz, y en la muerte recibe lo que le fue prometido por el prelado en su profe“ “ “ 21 a “

328

C.155. C.156. C.158. C.162. C.164. a . C.164.

sión es decir, la vida eterna, visión de paz y de suma tran­ quilidad y reposo, bien inestimable La obediencia con la luz de la fe en la verdad arde en el horno de la caridad, ungida por la humildad embria>W ntn°LSU Sa?6r®j C0" la P.aciencia- su hermana,’y por el intento de ser tenida por ruin en cuanto a sí misma con fortaleza y amplia perseverancia y con las otras virtudes es decir que con el fruto de las virtudes ha conseguido ei fin, me ha conseguido a Mí, su Creador” M.

El “Libro” se cierra con una breve recapitulación de todos los temas tratados y con el más bello de los himnos caterinianos, el cual celebra a la Santísima Trinidad *: ^ “ ¡Oh Trinidad eterna; oh Deidad! Esta, la naturaleza di­ vina, dio valor a la sangre de tu Hijo. Tú, Trinidad eterna, eres un mar profundo, donde cuanto más me sumerjo más encuentro, y cuanto más encuentro más te busco. Eres in­ saciable, pues saciándose el alma en tu abismo, no se sacia, porque siempre queda hambre de Ti, Trinidad eterna, de­ seándote ver con Luz, en tu Luz. Como el ciervo desea las fuentes de agua que corren, así mi alma desea salir de la cárcel del cuerpo tenebroso y verte en realidad. ¡Oh! ¿Cuán­ to tiempo estará escondida tu cara a mis ojos? iOh Trinidad eterna, fuego y abismo de caridad! Disipa para siempre la nube de mi cuerpo. El conocimiento que me has dado de tu verdad me obliga a desear ser privada de la gracia de mi cuerpo y dar la vida por la gloria y alabanza de tu nombre. Por haber experimentado y visto con la luz del entendimiento la luz de tu abismo y la belleza de la criatura, Trinidad eterna: por eso, mirándome en Ti, he visto que era imagen tuya, partícipe de tu poder, Padre eterno, y de tu sabiduría en el entendimiento. Esta sabiduría se atribuye a tu Hijo unigénito. El Espíritu Santo, que pro­ cede de Ti y de tu Hijo, me ha dado la voluntad, pues soy capaz de amar. Tú, Trinidad eterna, eres el que obra (el Hacedor) y yo tu criatura. He conocido que estás enamorado de la belleza de tu obra en la nueva creación que hiciste de mí por medio de la sangre de tu Hijo. , ¡Oh abismo, oh Deidad eterna, oh Mar profundol ¿Que más podías darme que darte a Ti mismo? Eres fuego que siempre arde y no se consume; Iu, ei fuego, consumes en tu calor todo el amor propio del alma; eres el fuego que quita el frío; Tu iluminas y-c o r.tu luz nos has dado a conocer tu verdad; eres luz * * rc.tc~ f que da luz sobrenatural a los ojos del entendimiento con

tal abundancia y perfección que clarificas la luz de la fe. En esta fe veo que mi alma es vida y con esta luz recibe luz. Por la luz de la fe fue adquirida la sabiduría del Verbo, tu Hijo; en la luz de la fe soy fuerte, constante y perseve­ rante; por ella espero y ella no me permite equivocar el camino. Esa luz me lo enseña y sin ella andaré a oscuras; por eso dije: Padre eterno, que me ilumine la luz de la santísima fe. Verdaderamente esta fe es un mar porque alimenta el alma en Ti. Mar de paz, Trinidad eterna. El agua no está turbia y por ello no teme, pues conoce la verdad. Está des­ tilada, tan clara que manifiesta las cosas ocultas. Por lo que abunda la refulgente luz de la fe, casi hace comprender al alma lo que cree. Es un espejo por medio del cual Tú, Trinidad eterna, me haces entender. Para mirarme en él lo tengo con la mano del amor. Me veo en Ti, pues soy cria­ tura tuya y a Ti te veo en mí por la unión que hiciste de la divinidad con nuestra humanidad. En esta luz te conozco y te presentas a mí, Tú, infinito Bien, más excelso que cualquier otro, bien feliz, incompren­ sible, inestimable. Eres belleza sobre toda belleza, sabiduría sobre toda sabiduría; es más, eres la sabiduría en sí misma. Eres aliento de los ángeles; te has dado a los hombres con ardiente fuego de amor. Eres vestido que cubre toda desnu­ dez; alimentas a los que tienen hambre con dulzura. Eres dulce sin amargura alguna. ¡Oh Trinidad eterna! En la luz que me diste, recibida con la de la santísima fe, he conocido por muchas y adm i­ rables explicaciones, allanando esa luz el camino de la per­ fección, a fin de que con ella y no en tinieblas te sirva, sea espejo de buena y santa vida, pues siempre, por mi culpa, te he servido en tinieblas. No he conocido tu verdad y por ello no la he amado. ¿Por qué no te conocí? Porque no te vi con la gloriosa luz de la fe, ya que la nube del amor propio ofuscó los ojos de mi entendimiento. Tú, Trinidad eterna, con la luz disipaste las tinieblas. ¿Quién podrá llegar a tu altura para darte gracias por tan desmedido don y tan grandes beneficios como me has otorgado? La doctrina de la verdad que me has c o m u n ic a d o es una gracia especial, además de la común que das a las otras criaturas. Quisiste condescender con mi necesidad y la de las demás criaturas semejantes a nosotros. Responde Tú, Señor. Tú mismo lo diste y Tú mismo res­ pondes y satisfaces infundiendo una luz de gracia en mi, a fin de que con esa luz yo te dé gracias. Vísteme, vísteme de Ti, Verdad eterna, para que camine aprisa por esta vida mortal con verdadera obediencia y con la luz de la santísi­ ma fe, con la que parece que de nuevo embriagas el almaDeo gratias. Amén”. 330

“Con verdadera obediencia y con la luz de la santí­ sima fe... ¡Esplendida síntesis! —escribe el P T Píc can, O.P. “ ’ ^ No es difícil demostrar el carisma sapiencial en Santa ! % \ . T CUya mente camPea el Pensamiento de Je­ sús, Sabiduría de Dios” según San Pablo (1 Cor 1,24) que se nos comunica mediante el oprobio de la cruz “Virgo sapiens et prudens” (Mt 25,1), aprende la sabiduría con la vida, revelándola con obras apostólicas, refulgen­ tes de excelsa rectitud moral, para que el Cuerpo de Cris­ to goce de los beneficios del Espíritu que prorrumpe en la caridad. Bajo el influjo del carisma tiene el uso pleno de la libertad de juicio de las cosas divinas y creadas; con la voluntad divinamente fuerte orienta las propias acciones y las de los otros con grande y firme seguridad. El instinto divino de Catalina está bien señalado en la valoración del tiempo (carta 21); en el juicio sobre el pecado, que quita al alma el libre dominio de sí (carta 28): “El que odia al prójimo —escribe— se odia a sí mismo, y quien se obstina en el odio se condena a sí mis­ mo” (carta 3); se observa esto en la doctrina de la discre­ ción, “hija de la caridad y madre de todas las virtudes” (carta 213); se lo percibe en la oración y todas las veces que habla de la paciencia (carta 355) y sobre la perseve­ rancia (carta 47); sobre la penitencia y la esperanza (car­ ta 314), sobre la humildad y el conocimiento de sí misma (carta 173). Estas puntadas rapidísimas no intentan exhi­ bir una serie de tesis programada para un concurso doctri­ nal; son un rápido bosquejo de comprobación de los “sig­ nos” inconfundibles que los teólogos establecen para reco­ nocer la presencia auténtica del instinto divino sapiencial. Por lo demás, los criterios supremos de confirmación del carisma sobrenatural establecidos por Pablo (1 Cor 12,3) y por Juan (1 Jn 4,1) —Jesús, Señor, Dios hecho carneresplandecen en el pensamiento cateriniano no menos que * De II dottorato della Cbiesa e il * S C"' terina da Siena, en «L’Oss. Rom.*, 7 de febrero de 1968. 331

la perfecta obediencia a la Iglesia que consta por sus obras. No es buen hijo de la Iglesia — nos dice— el que hace la guerra al papa (carta 171); y, aun: “Cuanto mayores son las necesidades de la Iglesia, tanto es más grave la obligación de ayudarla” (carta 216).

332

XXIX.

EL CISMA EN ROMA

Pero ¿qué sucedía en tanto en la Roma atormentada? La muerte de Gregorio XI algunos meses antes había cam­ biado el rumbo de los acontecimientos: el papa se había muerto en Roma a los cuarenta y seis años de edad, en la noche d d 27 al 28 de marzo de 1378', bastante antes de los tumultos dramáticos de Florencia que hemos des­ crito. Ya durante su enfermedad última Gregorio XI estaba hondamente afligido por la intuición que tenía del cisma: Roma y los cardenales estaban preocupados en la espera de que cerrase los ojos. Los cardenales se consultaban, el pueblo quería conseguir un papa romano. Aun antes de que expirase Gregorio, el senador y los magistrados del Capitolio, los capitanes de los barrios, clérigos y ciuda­ danos ilustres se dirigieron al Palacio del Espíritu Santo y expusieron los deseos del pueblo. Los cardenales dieron buenas palabras y exhortaron a tener al pueblo tranquilo, ya que reinaba una agitación febril. Muerto el papa, los purpurados hicieron jurar a los jefes de la república defen­ der el conclave. Instancias continuas se sucedían para con­ seguir que se contentase al pueblo romano, mientras, du­ rante nueve días, se sucedieron las exequias de Grego­ rio XI. Entre tanto» con la muerte del manso pontífice se esfu­ maba la conclusión de la gran reunión de paz en Sarzana, porque se quedaría sin directrices válidas el cardenal De la Grange, representante de la Santa Sede, que se encon­ traba ya »IH; era preciso esperar al nuevo elegido. Mas ' Después de una enfermedad larga y «Morosa, no obstante «u edad aún joven.

los acontecimientos tomaron un cariz mucho más com­ plejo de lo que se podría prever. Los cardenales se habían reunido en conclave el 7 de abril de 1378, apenas apagados los ecos de las solemni­ dades fúnebres en sufragio de Gregorio X I 2. Habrían de­ bido ser veintitrés de estar todos presentes; en cambio, eran dieciséis, puesto que seis se habían quedado en Avi­ ñón, y uno, Gerardo de la Grange, obispo de Amiens, se encontraba, como hemos dicho, en Sarzana. Once eran franceses, cuatro italianos y uno español. De todos mo­ dos, los presentes en seguida se dieron cuenta de que el acuerdo habría de ser difícil. El conclave se desarrollaba en el Vaticano, y fuera los jueces ciudadanos con tres obispos tenían la orden de mantener al pueblo en calma. El arrabal fue cerrado con estacadas, y se vio la necesi­ dad de hacer rodear de soldados el Palacio. Entre tanto, mientras dentro se desarrollaban las reuniones, el pueblo romano comenzó a agitarse y por todas partes se difundió una consigna: “ ¡Romano lo queremos, romano!” 3. Poco a poco los grupos más audaces penetraron hasta la proximi­ dad del conclave e hicieron oír gritos amenazadores. Siete de los cardenales franceses querían elegir a uno de Limoges, mas los otros cuatro connacionales se opu­ sieron, capitaneados por Roberto de Ginebra4. Fue pro­ puesto Tebaldeschi, bueno pero demasiado anciano y de poca salud; después Orsini, el cual pareció demasiado jo­ ven; los otros dos italianos, uno florentino y el otro milanés, pertenecían a ciudades en guerra contra la Iglesia: eran Pedro Corsini y Simón de Brossano, ambos a dos buenos, mas inelegibles por la razón susodicha. Entonces se pensó en un prelado italiano que sobresaliese por su gran virtud y cordura y fue propuesto Bartolomé Prignano, arzobispo de B ari5. 1 Gregorio XI fue sepultado en Santa María Nova, en el foro, de donde había sido cardenal y donde él mismo había señalado su se­ pultura. Cf. G r e g o r o v i u s , o .c ., XII, III, 1. 1 G r e g o r o v i u s , o .c ., X II,III,2. 4 I d., l.c. 5 Cf. G r e g o r o v i u s , o . y l.c . 334

La noche transcurrió en una incertidumbre profunda y sólo a la mañana siguiente los cardenales eligieron por unanimidad a Prignano con la única abstención del car­ denal Orsini, quien hizo saber que su voto sería para el candidato más favorecido por los votos de los otros. El elegido era napolitano de nacimiento; sin embargo, su familia, según Ammirato, habría sido originaria de la región de Pisa4. Era un hombre conocido por su gran probidad, por su modestia, por su aversión a los abusos, en particular a la simonía. El arzopispo fue introducido en el conclave y le fue comunicada la elección: en el entretanto se pensó en el modo de aplacar la ira del pueblo. Como hemos dicho, el cardenal Orsini en un primer tiempo había propuesto que fuese elegido Tebaldeschi, cardenal de San Pedro, mas éste había rehusado por viejo y de salud delicada. Sucedió que justamente él en un cierto momento se aso­ mó a la ventana, circunstancia por la cual la gente del pueblo sólo por verlo creyeron que fuese él el elegido; se pusieron a aclamarlo con gran alboroto \ Un tropel co­ rrió a su palacio a saquearlo en señal de summo júbilo, como era entonces la costumbre, mientras otro tropel lo­ gró abrir la puerta del conclave y penetrar en él. Tal fue el ímpetu jubiloso y perentorio de la muche* «... nacido de padre napolitano —escribe Ammirato en las Istorie Fiorentine, X III, gonf. 517—, mas su abuelo había sido pisano, nacido en un pueblo llamado Perignano, de donde tomó el nombre la familia». . En las cercanías de Pisa y precisamente en el pueblo de Perignano, una lápida en la iglesia, puesta ahora hace medio siglo, habla de tal origen: su autor fue el conde senador Donato Sanmianatelli, huma­ nista insigne e indagador de la historia local. No sabemos que argu­ mentos precisos le hayan inducido a tal relación, que, sin embargo, creemos no demostrable. , ,, 7 Así dice Muratori, mientras Gregorovius afirma que el pueblo, esperando el anuncio del nombramiento, irrumpió en el conclave, hasta la capilla más secreta, y que los cárdenles entronizaron en on ces a Tebaldeschi, ciñéndole la mitra; el pueblo se postró para ren­ dirle homenaje. Cuando el viejo cardenal reveló la veí-, ’ ^ y-jj se enfureció, mientras todos los cardenales huyeron (G rbgor., X ll,

III, 2). 335

duinbre, que a los cardenales, asustados, no les quedó más que alejarse huyendo quién al Castel Santangelo, quién a otras casas. Así la turba se incrementó para rendir homenaje al creído nuevo elegido, quien sólo con trabajo pudo hacer comprenedr que el elegido no era él, sino el arzobispo Prignano. Ante lo cual, la gente cambió de repente y se dispersó por las calles en tumulto y las campanas tocaron a rebato; y en menos que se dice, la Urbe estuvo patas arriba. Después bajó el sueño sobre aquella jornada de violento humor del pueblo y vino la reflexión. A la mañana siguien­ te las aguas estaban tranquilas. Los cardenales conside­ raron llegado el momento de consolidar la elección del nuevo pontífice, el cual fue coronado el día de Pascua, 18 de abril, en San Juan de Letrán con la máxima solem­ nidad y tomó el nombre de Urbano, sexto en la serie de sus homónimos. Luego se expidieron cartas a todos los soberanos de Europa para anunciar la elección llevada a cabo y éstos respondieron enviando palabras de adhe­ sión y de devoción. Roberto, cardenal de Ginebra, fue de los primeros en prestar homenaje, y escribió al Emperador, al Conde de Flandes, al Duque de Bretaña para comunicar la elección habida; los otros cardenales siguieron su ejemplo y escri­ bieron a su vez a otros soberanos; por último, llegó de Sarzana el cardenal Gerardo de Amiens y presentó igual­ mente sus respetos. Después los purpurados todos compu­ sieron un mensaje colectivo para los seis que quedaban en Aviñón, afirmando que Urbano había sido elegido legítima y canónicamente, y añadiendo que “a la hora en que el divino Paráclito descendió al corazón de los apóstoles en Jerusalén, nosotros libremente y de común acuerdo uni­ mos nuestros votos en la persona del reverendo padre en Cristo Bartolomé arzobispo de Bari: hombre eminente por sus grandes méritos, cuya virtud brilla como lámpara del santuario. Os anunciamos estas cosas para que, si la muer­ 336

te del papa Gregorio os ha colmado de tristeza, el don que píos nos ha hecho de un tal Padre pueda inspiraros alegría” a. Siguieron luego las grandes fiestas de la Ascensión, de Pentecostés, del Corpus Dómini y los cardenales oficiaron constantemente al lado del papa; sin embargo, en aquellos días ya eran evidentes las primeras grietas. Urbano mos­ traba un caracter bien distinto del de su predecesor, y se sentía inducido por el celo a usar repetidamente la férula de la reprimenda de un modo drástico. Esto sucedió desde el día siguiente a la coronación, cuando reprendió a algu­ nos obispos presentes, declarándoles culpables de perju­ rio, porque habían dejado sus sedes episcopales y residían en Roma Sus palabras fueron tan severas, que el obispo de Pamplona profirió contra él algunas palabras altaneras y solemnes; y cosa peor acaeció con el cardenal de Amiens, vuelto de la reunión de Sarzana, cuando el papa le re­ prendió porque, según él, alimentaba la discordia entre Francia e Inglaterra y por otras acusaciones que sonaban a ofensa. A cuyas palabras el cardenal respondió de un modo desdeñoso en demasía: “¡Arzobispo de Bari, tú mien­ tes!”, y le dio la espalda, saliendo del consistorio. Cuan­ do se piensa que, según voz común, se reconocían en Urbano virtud perfecta, pureza de intenciones, modera­ ción de vida, aptitud para el sacrificio, se lamenta uno de que tantas dotes indiscutidas no hayan podido expre­ sarse a través de un temperamento menos brusco y de mayor sentido de oportunidad. De todos modos, los car­ denales se dieron pronto cuenta de todo esto, y no sólo ellos: leemos como testimonio una carta escrita el 27 de abril de 1378 (cuando parece que subsistía aún la armo­ nía entre el pontífice y la curia) por don Bartolomé SeraR in a l d i , año 1378: cit. por D r an e , XXXIII, P -580-58L ’ «En vez de ganarse, al menos a los comienzos eUfecro de los cardenales v de realizar poco a poco las reformas de la corte ponti*

pronto^ a f r e ta r ^ V

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Purados, a detestar su libertinaje... a exigir l a r e s . d ^ ^ d e t e o t e Pos. Además, no se le quiso para que los cardenales franceses conci Diesen el cisma...» (M uratori, l.c.). 337

fini, prior de la Gorgona, a Catalina. Andrés Gambacorti había vuelto de Roma, donde había acompañado al car­ denal de Amiens y había recogido voces e impresiones respecto a Urbano VI; por eso don Bartolomé escribía a la Santa: “ ...Sabed, Madre en Cristo, que Andrés de Micer Pedro Gambacorti volvió el domingo pasado a Pisa. Y, según se dice, este nuestro Padre santo es un hombre terrible, y asusta mucho a las personas con sus actos y palabras; diciendo por fuera que quiere paz mas con honor de la Iglesia y que él no se preocupa de los dine­ ros, y que si los florentinos quieren paz, vayan a él con verdad sin color de mentira. Y muestra según sus palabras que quiere estar contento y los pactos que quería el papa Gregorio; por lo cual, no se espera paz, sino más bien gran guerra... Muestra que hay en él una gran confianza en Dios, por la cual no teme a ningún hombre del mun­ do, y procura abiertamente quitar las simonías y las gran­ des pompas que reinan en la Iglesia de Dios; y muestra por su ejemplo que vivía moderadamente en su corte” “. Catalina debió de reflexionar en las palabras de Bar­ tolomé, porque escribió a Urbano VI y a otros persona­ jes algunas cartas llenas de resonancias suplicantes. Al papa le escribió: “Yo Catalina, sierva y esclava de los siervos de Jesucristo, os escribo en su preciosa sangre; con el deseo de veros fun­ dado en la verdadera y perfecta caridad, para que, como pastor bueno, pongáis la vida por vuestras ovejas. Y verda­ deramente, Padre santísimo, sólo aquel que está fundado en la caridad es el que se dispone a morir por amor de Dios y la salvación de las almas, ya que está privado del amor propio de sí mismo. Porque aquel que está en el amor propio, no se dispone a dar la vida; y no sólo la vida, mas ni una pequeña cosa parece que quiera soportar; ya que siempre teme por sí, esto es, que no pierda la vida c o rp o ra l y los propios consuelos. De donde lo que hace, lo hace im­ perfectamente y corrompido, porque está corrompido su afecto principal, con el cual actúa. Y en todo estado obra poco virtuosamente, sea pastor o súbdito. Mas el pastor que está fundado en la caridad verdadera, no obra así... * Cartas de los discípulos, p.260ss. Cf. 338

J o e r g .,

l.III, VII, p.443*

Ni, con todo, afloja el fuego del santo deseo y no auita de si la margarita de la justicia, que lleva brülante en su pecho y umda con la misericordia. Ya que, si hubiese ius

£ ? v nmr ? 1C° rd^ -S— •con las tinieblas de la cruel­ dad, y más bien seria injusticia que justicia; y misericordia sm justicia sería en el súbdito como un ungüentoTobre una llaga, que pide ser cauterizada con el fuego; porque, poniendo allí sólo el ungüento sin quemarla, se corrompe más bien que sana. Mas, unida juntamente la una y la otra da vida en su prelado, en el que ella reluce; y salud al subdito, si él no fuese ya miembro del demonio que de ningun modo se quisiese corregir” 11.

A Pedro de Luna, cardenal acreditado que vino a ser luego antipapa l2, le escribió incitándole a permanecer fiel al verdadero pontífice: “Quiero, pues, dulce Padre mío, que os enamoréis de la verdad, para que el santo principio que tuvisteis, conociendo que la Esposa de Cristo tenía necesidad de un bueno y santo pastor (y por esto os expusisteis a todo sin temor), para que esto, pues, se vea en vos por obra con perseverancia, yo os ruego que estéis al oído de Cristo en la tierra para hacerle oír continuamente esta verdad; de suerte que en esa verdad reforme a su Esposa. Y decidle con corazón viril, que la reforme con santos y buenos pastores en obra y en verdad, no solamente con el sonido de la palabra; ya que, si se dijese y no se hiciese, esto no sería nada. Y si no se hiciesen buenos pastores, jamás cumpliría su deseo de refor­ marla. Quiera, pues, por amor de Cristo crucificado, con esperanza y dulzura desarraigar los vicios y plantar la vir­ tud, según su poder” I3. 11 Carta 291 Tomm.

12 Pedro de Luna era de noble estirpe aragonesa; se había dado al derecho, a las armas, y había enseñado jurisprudencia en la Uni­

versidad de Montpellier. Provocado el cisma de Clemente VII, Pedro de Lima se quedó con él en Aviñón y hasta tuvo encargos importan­ tes como legado. En el entretanto, se había afirmado desde la Sorbona una corriente de reconciliación con respecto a Roma, y se adhe­ ría a ella también Carlos VI, rey de Francia. Por esto fue elegido Pedro de Luna en el 1394, bajo la condición de reconciliarse con Roma; pero una vez antipapa con el nombre de Benedicto AI 11, se mostró contrario, y así provocó un movimiento de rebelión en sus mismos electores. Toda Francia se separó de él. Sin embargo, logro reconstruir su poder: tenía bajo sí Aragón, Castilla y Escocia, y *uch sucesivamente contra todos los pontífices romanos que se sueedieron en aquellos años (Bonifacio IX, Inocencio VH, Grcgono X ll y Martín V) hasta el punto de provocar el concilio de Pisa y ila « r a ­ ción de otro antipapa. Murió en 1424, haciendo jurar antes a dos cardenales que habrían de continuar el cisma. “ Carta 284 Tomm.

Y a Urbano escribió después nuevamente con alusio­ nes más claras a aquella moderación que le hubiera ga­ nado las voluntades: “Dulce Padre mío, grandísima gracia os debe de ser tener quienes os ayuden a ver y a cuidarse de aquellas cosas que fueron afrenta para vos y daño de las almas. Mitigad un po­ co por amor de Cristo crucificado aquellos movimientos repentinos que la naturaleza os ofrece. Con la santa virtud dad el golpe a la naturaleza. Como Dios os ha dado el corazón grande naturalmente, así os ruego y quiero que os ingeniéis de tenerlo grande sobrenatural-(mente); esto es, que con celo y deseo de la virtud y de la reforma de la santa Iglesia adquiráis un corazón viril fundado en verdade­ ra humildad” l\

Mas las circunstancias se desenvolvieron en sentido opuesto a la orientación unitaria: desgraciadamente tam­ poco las relaciones con las potencias europeas fueron gran­ demente cuidadas que se diga por Urbano, especialmen­ te las relativas a la reina Juana, cuyo marido, Otón de Brunswick, venido a Roma para rendir homenaje al nuevo elegido, fue recibido con mediocre cortesía, lo que indis­ puso a la corte de Ñapóles 15. Respecto luego de las largas pendencias bélicas y diplomáticas entre Francia e Ingla­ terra, el papa, frente a los purpurados franceses, se ex­ presó en sentido más bien favorable al rey de Inglaterra, de modo que aquéllos quedaron vivamente contrariados. Surgieron, además, puntos vivos de disputa entre el papa y los cardenales sobre dos temas importantes: sobre el tenor, esto es, de las constituciones que el papa pro­ mulgó para reformar en sentido más regular y canónico la vida de los componentes del Sacro Colegio 16; y sobre la 14 Carta 364 Tomm. 15 Juana se había alegrado del pontífice napolitano; mas e n segui­ da comenzaron las desaveniencias: «... el fogoso pontífice se dejó tam bién escapar de la lengua que hubiese mandado a aquélla a hilar en el monasterio de Santa Clara. Estas palabras dieron a luz un grao fuego...» ( M u r a t o r i , año 1378). Urbano se oponía a Otón de Bruns­ wick, y apoyaba a Carlos de Durazzo, para impedir que, muerta Juana, Nápoles pasase a los alemanes, y por esto acogió a Otón con po00 cortesía. Cf. G r e g o r . , l.c., pár.2. 16 Cf. Teodorico de Niem, secretario del papa, cit. por DraN*» XXXIII, p.585. 340

nueva traslación de la Santa Sede a Aviñón. Respecto de este último tema poseemos los testimonios de Tomás de Pietra ", protonotario de la Santa Sede: “Durante las dispu­ tas entre los cardenales y el papa Urbano, yo me dirigí a este último y le supliqué humildemente que me dijese cuál fuese en realidad el motivo de esta contienda, y El me respondió: Cierto, hijo mío, la culpa no es nuestra. Ellos nos excitaban a retornar a Aviñón, mas Nos nos excusa­ mos diciendo que no podíamos ni queríamos hacer una cosa semejante, considerando que nuestros predecesores Urbano y Gregorio habían vuelto aquí para restaurar los santuarios de esta ciudad, reavivar la devoción del pue­ blo hacia la santa Iglesia y pacificar Italia, cosas todas que estaban aún por hacer; además, aun si hubiésemos querido satisfacer su deseo, nos hubieran faltado las gale­ ras y los medios. Ellos respondieron que Italia no había sido nunca gobernada por la Sede Apostólica, y nos pro­ pusieron vender todos los bienes pertenecientes a la Orden de San Juan de Jerusalén esparcidos por el mundo, diciéndonos que con aquel dinero se habrían tenido medios suficientes para realizar este proyecto. Al oír esto, Nos nos estremecimos y respondimos que habríamos preferido morir mil veces antes que destruir el brazo derecho de la cristiandad. Esta ha sido la causa real de la discordia”. Entre tanto, en junio, con el pretexto de que el clima romano era poco salubre, los cardenales franceses se reti­ raron todos a Anagni. Acaso su intención era de invitar allá a Urbano VI y obligarle a abdicar, mas d no se movió ". Entonces tuvo comienzo una tentativa compleja de parte de los mismos cardenales: procurarse la amistad de los otros miembros del Sacro Colegio españoles e italianos y , ” Id., l.c. Respecto a Tomás de Pietra, Notario pontificio, v&se las noticias que da P e d r o C h i m i n e l l i en Santa Catenna da Siena ( “^Según Gregorovius,1 IJrbano efwüvamente babía promíüdo r^ unirse con ellos en Anagni. También Gregorio XI se había traslada com o a lugar de veraneo. Cf. G r e g o r ., l.c., pár.2. 341

preparar apoyos políticos y fuerzas militares para imponer la acción que intentaban desarrollar Hallaron en esto un fácil camino por el hecho de que estaban investidos aún de cargos eminentes personajes franceses, como Pedro de Rostaing, quien mandaba la guarnición de Castel Santángelo, y tenía en su mano prácticamente las llaves del Vaticano “, razón por la cual Urbano se vio obligado a residir prudentemente en Santa María in Trastévere. Lo­ graron también atraerse a Honorio Gaetani, conde de Fondi21, gobernador de la llamada “marca anagnina” y provisto de fuertes medios militares, el cual tenía ojeriza a Urbano VI porque exigía un crédito de 12.000 florines de oro, en cuanto que el papa le había dimitido, nom­ brando en su lugar a Tomás de Sanseverino, su rival. Por añadidura, Gaetani estaba emparentado con el duque de Brunswick. De tal modo los cardenales rebeldes disponían en la práctica de gran parte de la región al sureste de Roma, y de Roma misma desde el punto de vista militar. Contrataron, además, las compañía de los “lanceros libres bretones”; a los cuales, sin embargo, se opuso el pueblo romano en armas, impidiéndoles su paso hacia Fondi. Siguió una refriega en Ponte Salario; los romanos, menos organizados que sus adversarios, sufrieron graves pérdidas: más de quinientos fueron muertos y otros ca­ yeron prisioneros. Mas a este estrago en seguida siguió otro de parte del pueblo, levantado en armas. Exaltados por un furor de venganza, asaltaron las casas de los forasteros sin discer­ nir si fuesen franceses, ingleses, alemanes, y, a su vez, saquearon y mataron, y usaron de represalias particula­ res contra algunos sacerdotes ingleses que habían penna' ” Se apoyaron en Carlos V, rey de Francia, contento de t e n e r un papa francés, y en Juana de Nápoles ofendida por la torpeza d e Ur­ bano, y procuraron atraer a los tres cardenales italianos que hablan quedado en Roma. c * Desde el principio de la elección de Urbano VI, Castel a®1)' tángelo había quedado en manos de los adversarios del papa, PreC sámente en las de los hermanos del Card. de Limoges. ” A él le escribirá la Santa la carta 313 Tommaseo. 342

««ido fieles a Urbano. En cambio, trataron con mayor benignidad a los alemanes. y Sabedor de la política de cerco por parte de los adver­ sarios Urbano había dejado Roma también él desde junio retirándose a Tívoli, y desde allí había intentado negociar’ invitando a tres cardenales italianos, Jacobo Orsini Pe­ dro Corsini, obispo de Porto, y Simón de Brossano, a tra­ tar con los purpurados de Anagni, quienes, sin embargo, habían hecho presión sobre los colegas urbanistas a fin de que se uniesen a ellos. Los italianos en un primer tiempo permanecieron fíeles al papa, manteniéndose alejados de los manejos de la re­ belión; mas en un cierto momento se arrimaron a los disi­ dentes y así hizo el español Pedro de Luna, no obstante las exhortaciones que le dirigiera Catalina. Un solo carde­ nal italiano permaneció devoto al papa y fue Tebaldeschi, el cual en el lecho de muerte, el 22 de agosto, declaró que la elección de Urbano había sido libre y válida: aquel día mismo murió. En este momento Urbano VI, dejado completamente solo, renovó el Sacro Colegio, nombrando el 18 de sep­ tiembre veintiséis cardenales nuevos, de los cuales dos eran franceses y veinticuatro italianos23. Esto apresuró la reso­ lución: los rebeldes de Anagni citaron al papa y enviaron a las potencias una circular en la que declaraban que el papa había sido elegido únicamente por temor a la furia a Los cardenales italianos, esto es, Pedro Corsini, Simón de Bros­ sano y Jacobo Orsini, fueron a ver a los disidentes en su refugio de Fondi, «sin embargo, según testimonio de Tomás de Arceno, no con­ sintieron en sus impías resoluciones» ( M u r a t o r i, año 1378). Sea como fuere, fue Urbano quien, deseoso de un concilio para resolver la cuestión, envió a los tres cardenales a Anagni para tratar de hallar algún acuerdo con los franceses. Venidos algunos representantes de los disidentes a Palestina, no se encontró el acuerdo, y los tres ítaüanos se pararon en Genazzano, mas los f r a n c e s e s rehusaron Más tarde los tres se unieron a los cismáticos. Cf. UREGOR. ix. 11 Nosotros aceptamos la versión del nombranuwto de mas el problema es más vasto, poique ios A n ndt M g * * * cha en el 28 de octubre, y otros aun en el 19 de diciembre. Los n bramientos fueron 2 9 , mas tres los rehusaron. 343

popular y por ello inválidamente 24; y le calificaron a él personalmente como apóstata. El 20 de septiembre completaron la labor nefasta, eli­ giendo como antipapa al cardenal conde Roberto de Gi­ nebra, quien asumió el nombre de Clemente VII, y cuya elección fue notificada a las cortes europeas25. El nuevo elegido era ante todo un príncipe de su tiempo, poseía varios rasgos humanísticos y diplomáticos, mas, sobre to­ do, militares de los que señalaron la civilización del Rena­ cimiento; sin embargo, espiritualmente no estaba a la al­ tura de los propios recursos políticos, y esto debió de in­ fluir gravemente en seguida sobre el curso de los aconte­ cimientos. 24 «Los cardenales franceses habían consentido bien voluntaria­ mente en la elección de Urbano; ... es falso lo que se lee en algunos historiadores, esto es, que habrían elegido al arzobispo de Bar i sola­ mente para librarse de las violencias de los romanos, haciéndose pro­ meter de él que, cuando estuvieren todos en lugar libre, él renuncia­ ría al papado» (M u r a t o r i , año 1378); cf. G r e g o r ., l.c.). También Catalina escribirá después al rey de Francia: «Ellos se despacharon bien (diciendo) haber hecho la elección por temor de que el pueblo se sublevase; mas no, que por temor no eligieron a Micer Bartolomé, arzobispo de Barí, el cual es hoy el papa Urbano VI: y así lo con­ fieso de verdad, y no lo niego. A aquel que ellos eligieron por miedo fue a Micer Pedro...; mas la elección del papa Urbano se hizo orde­ nadamente, como está dicho...» (carta 350 Tomm. al rey de Francia, escrita el 6 de mayo de 1379). 25 De las cortes europeas, Francia, Juana de Nápoles, Saboya y otras que confinaban con Francia se ligaron a Clemente VII; el resto de Italia, Inglaterra, Alemania, Bohemia, Hungría, Polonia y Portu­ gal estuvieron por Urbano VI; Bernabé Visconti hizo la paz con Urbano el 24 de julio, y también Florencia se inclinó hacia él, si bien en condiciones de paz muy favorables.

XXX

LAS CINCO NARANJAS DEL AMOR SAGRADO

Catalina siguió el surgir y agravarse de la crisis y se empeñó en hacer llegar a los protagonistas su palabra. No tuvo incertidumbres en cuestión de orientación; vio cons­ tantemente al verdadero papa en Urbano VI, cuya elec­ ción consideró legítima e incontrovertible. Espléndidas son sus palabras a Urbano VI, escritas, según parece, dos días antes que fuese elegido el antipapa Clemente VII: “En la cual caridad, amor inefable, la amargura, Padre santísimo, en la cual estáis, estando tan dulcemente vestido, se os tornará en grandísima dulzura y suavidad; y el peso, que es tan grave, el amor os lo hará ser ligero; conociendo que sin sufrir mucho no se puede saciar vuestra hambre y la de los siervos de Dios, hambre de ver reformada la santa Iglesia con buenos, honestos y santos pastores. Y sostenien­ do vos sin culpa los golpes de estos inicuos, que con el bastón de la herejía quieren herir a vuestra Santidad, recibi­ réis la luz. Ya que la verdad es lo que nos libra. Y porque es verdad que habéis sido elegido por el Espíritu Santo y por ellos y sois Su Vicario, la tiniebla de la mentira y de la herejía que han levantado, no podrá con esta luz; al con­ trario, cuanto más quieran entenebrecerla, tanto más per­ fecta luz recibirá” *.

En medio de tantas olas Urbano VI sentía la necesidad del apoyo espiritual de Catalina, y encargó a Raimundo de Capua invitarla a Roma. Su respuesta explico que en Siena ya habían murmurado por sus frecuentes viajes, que alejarse de nuevo habría de desencadenar nuevas murmu­ raciones; por eso pedía al P. Raimundo una orden precisa y perentoria, por escrito, de parte del Santo Padre, de suer­ te que ella pudiese mostrarla a los propensos a la crítica. La orden llegó bien pronto a Siena, clara y nítidamente 1 Carta 305 Tomm. 345

escrita, y Catalina hacia el 20 de noviembre 3 partió de su patria con una compañía numerosa: eran con ella siete Hermanas de la Penitencia, entre las cuales Lisa, Aleja, Cecca y Juana de Capo, y muchos de entre sus discípulos, comprendidos fray Santi, Alfonso de Vadaterra, Juan Terzo de Lecceto, Neri de los Pagliaresi, Barduccio Canigliani y otros \ Pasaron por Asciano, por Monte Oliveto, vol­ vieron a ver el Val de Orcia, subieron el monte de Radicófano hasta la cumbre... ¡Oh cómo recordaban las bellas retamas en flor, vistas allí en otras ocasiones! Ahora, en cambio, el monte se extendía desnudo en una tardía luz otoñal, y el viento soplaba frío, y la torre de la cima del monte parecía un triste centinela aislado en el abandono. Acaso pensaron que tan vasta desolación era la imagen de la Iglesia reducida a tristeza y a hielo de las almas, y aquélla era la soledad de la palabra de Dios. Vox cíamantis in deserto (voz del que clama en el desierto), ¿no era así hasta el grito de Catalina? Ella suplicaba a los responsables, pedía simplemente fidelidad a aquellos cuya traición habría sido monstruosa... ¿Y cuál era la respues­ ta? Justamente por esto se hallaba ella ahora en camino, para llevar el conforto humilde de su presencia al Padre, que había quedado solo como la vieja torre del monte. Llegaron a Roma el 28 de noviembre y se establecieron en una casa del barrio Colonna4. Al día siguiente, CataJ R 333 (Ra, Illa., I, p.267). 3 Muchas personas habrían querido ir con Catalina, mas ella no lo permitió: R333 (Ra, l.c.). 4 La fecha, que conocemos por la carta a Esteban Maconi, era el primer domingo de Adviento. Su residencia nos la indica R a im u n d o : «...moraba en el barrio Colonna con un no pequeño número de hijos e hijas...»: R302 (Ra, Ha., XI, p.238). Entre éstos se contaba acaso aquel maestro Juan, del que habla Domenici en el Proceso: quien añade que gran número de «prelados, abades, h o m b r e s importantes» se dirigían a ella (cf. Proc., p.335 pár.20). Cf. t a m b i é n , en cuanto a la fecha, Supl., III, I: «...llegó allí el 28 de n o v iem b r e de 1378» (SCaf, VIII, p.432). Para las permanencias de Catalina en Roma, cf. C h i m i n e l U, S. Caterina da Siena (Roma 1941) XXI, pár.5.

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lina fue recibida por Urbano VI, quien quiso luego que hablase del cisma presentes los nuevos cardenales creados por él. Ella habló. Fue inmediatamente al fondo de la cuestión: ¿qué ejemplo y qué enseñanza había dejado para todos el Señor crucificado? Había enseñado a hacer del dolor una riqueza estupenda, mas esto no es posible sin su ayuda; y esta ayuda la otorga El de un modo especial a aquellos que sufren por amor a El mismo y su Esposa, la Iglesia. Ahora, pues, tiempo de cisma, tiempo de des­ unión y persecución, quiere decir tiempo de gran dolor; mas ¿cómo podrán aquellos que serán perseguidos justa­ mente por su amor a Cristo, dudar aún un solo instante del socorro de Cristo? Tiempo de cisma, tiempo de lágri­ mas, mas la Sangre corrobora y sacia infinitamente más de cuanto el odio terreno pueda debilitar. Tiempo de cis­ ma: es necesario estar más firmes que nunca, y combatir al servicio del Cristo en la tierra. Y escuchó el papa, y escucharon los cardenales; y ver­ daderamente fue un espectáculo desacostumbrado aquella presencia de una frágil mujer en medio de la asamblea más augusta de la tierra; mas la fila de rostros inclinados en grave meditación revelaba los sentimientos del Pontífi­ ce y de los purpurados. Cuando Catalina hubo terminado, Urbano hizo una glo­ sa a su dialéctica directa: “Ved, hermanos míos, cómo nos hacemos despreciables a los ojos de Dios cuando nos dejamos intimidar. Esta pobre mujercita nos avergüenza, y la llamo así no por ella, sino por la debilidad de su sexo, que habría podido atemorizarla aun cuando nosotros hu­ biésemos estado llenos de valor; ¡y, en cambio, es ella quien nos anima!” . . Y luego subió la voz, como si el papa ya no se dirigiese sólo al colegio de los cardenales, sino a toda la humanidad y en particular a sí mismo: “¿Qué, pues, podrá temer ja más el Vicario de Cristo, aun cuando el mundo entero

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estuviese en contra de él? El no puede, él no debe —ja­ más— abandonar su Iglesia” \ Otras veces los cardenales habían advertido en la voz del papa la vibración de la angustia, del desdén y de la violencia; ahora la presencia de Catalina obraba sobre el Pontífice atormentado y obraba sobre ellos: Catalina era la fuerza y la paz. Al fin de aquella audiencia Urbano VI le concedió a ella y a sus discípulos “muchos favores” 6. Entre tanto Catalina, frente al papa difícil, tomaba una posición íntima, como hija y súbdita humildísima. Bien le­ jos de presumir juzgarlo, lo interpretaba, y se daba cuenta que en él el sentimiento del propio cometido y de la res­ ponsabilidad propia se hacía humanamente tormentoso; porque era demasiado grave y tentacular el pecado de los hombres que él, como padre común, sentía pesar sobre su propio corazón. Aquella conciencia, aquel gravamen, le empujaba a él, el pastor que se sentía en cierto modo responsable del rebaño, a un empeño que a los otros les parecía desmedido, e, injertándose en su naturaleza vehe­ mente y ruda, hacía que usase vara y cayado sin tener en cuenta las medidas humanas. Catalina admiraba este celo, deseándolo, con todo, no ya desmedido, sino prudente. ¿El papa quería flagelar los vicios y reformar los abusos? Era, pues, preciso seguirlo; sin embargo, la Santa no dejaba de buscar los modos de volver aquella acción más cauta y flexible en los detalles y en las aplicaciones, sobre todo más reposada, más expresiva de un amor constante, más “dulce”. Era esta última la palabra por excelencia usada por la virgen de Fontebranda, mas sabemos bien qué fuerza indómita y qué empeño ilimitado incluía en sí aque­ lla “dulzura”. Hubo un don alegórico de Catalina al papa en los días 5 R334 (Ra, l.c., p.268). . , * Los cardenales comentaron: «Un hombre no ha hablado jamas así, y ciertamente no es una mujer la que habla, sino el Espíritu Santo, como se ve clarísimamente» (cf. Proc., p.269 pár.5; p.140 pár.5)En cuanto a los favores concedidos por Urbano VI, no sólo en este momento, y los concedidos por Gregorio XI, cf. Proc. p.52-54.

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de Navidad: cinco naranjas conservadas en miel, doradas arregladas por ella con sus mismas manos, y acompañadas de una carta llena de un donoso simbolismo7; también la naranja es en sí “amarga y fuerte”, mas se la puede dul­ cificar cuanto se quiera... ¿Qué habrá dicho el austerísimo Urbano al recibir los bellos frutos alusivos de Catalina?... La cual, si se observa bien su pedagogía, tiene una des­ treza incomparable y sabe caminar sobre el hilo, en cuanto funde el concepto de lo amargo-dulce, que viene a ser dulce cuando se lo vive en la sangre de Cristo, con el otro del amargo-celo que, atemperado en la sangre de Cristo, se convierte en dulzura y amor; y es claro cómo ella, ase­ mejando dos aspectos de una verdad más amplia, encuen­ tra el modo de elevar su humilde amonestación y su don metafórico hasta el corazón de Urbano sin contristarle y sin faltar al respeto: “Deleitémonos, pues, en esta dulce amargura, después de la cual se sigue el conforto de mucha dulzura. Sedme un árbol de amor, injertado en el árbol de la vida, el dulce Cristo Jesús. De este árbol nazca la flor de concebir en vuestro afecto las virtudes y el fruto, dándolo a luz en el hambre de la honra de Dios y de la salud de vuestras ove­ jas. El cual fruto al principio parece que sea amargo, al tomarlo con la boca del santo deseo; mas, cuando el alma ha decidido en sí querer sufrir hasta la muerte por Cristo crucificado y por amor a la virtud, entonces se hace dulce. Así como alguna vez yo he visto que la naranja, que en sí parece amarga y fuerte, sacándola lo de dentro, y metiéndola en agua, el agua le quita lo amargo; después se vuelve a llenar de cosas confortantes, y por fuera se cubre de oro. ¿Y dónde se ha ido aquel amargo que al principio con pena se le ponía al hombre en la boca? En el agua y en el fuego. Así, Padre santísimo, el alma concibe amor en la virtud: en la primera entrada le parece amargo, porque aún es im­ perfecta; mas requiérese poner el remedio de la sangre de Cristo crucificado, la cual sangre da un agua de gracia que quita toda amargura de la sensualidad propia; digo amar­ gura aflictiva, como he dicho. Y porque la sangre no es sin fuego, ya que fue derramada con fuego de amor; se puede decir (y así es la verdad) que el fuego y el agua le quitan lo amargo, vaciándose de aquella que era antes, esto es, del amor propio de sí mismo. D e s p u é s la ha vuelto a t o de un conforto de fortaleza con verdadera perseverancia y

7 Carta 346 Tomm.

con una paciencia empapada de la miel de humildad profun­ da, encerrado (todo) en el conocimiento de sí; porque en el tiempo de la amargura el alma se conoce mejor a sí y la bondad de su Creador. Lleno y cerrado de nuevo este fruto, parece por fuera de oro, que tiene envuelto lo que hay allí dentro. Este es el oro de la pureza con el brillo de la caridad encendida, que sale fuera, manifestándose en provecho de su prójimo con verdadera paciencia, sufriendo constante­ mente con mansedumbre cordial; gustando sólo aquella dulce amargura que debemos tener de dolemos de la ofensa de Dios y del daño de las almas. Pues así dulcemente, Padre santísimo, produciremos fruto sin la perversa amargura; y por aquí obtendremos que des­ aparecerá la amargura que hoy tenemos en nuestros cora­ zones y en las mentes por el caso acaecido por causa de los hombres inicuos y malvados, amadores de sí mismos, quienes dan pena a vos y a vuestros hijos por la ofensa que se hace con ello a Dios. Espero en la bondad de nues­ tro dulce Creador que nos quitará la causa de esta pena, dando luz o confundiendo a aquellos que son el motivo de ella. Y Vuestra Santidad y nosotros haremos madurar los frutos de las virtudes en la memoria de la sangre de Cristo crucificado, con verdadera humildad, como he dicho; com>ciendo que nosotros no somos, mas que el ser y toda gracia puesta sobre el ser la tenemos de El. Así cumpliréis en vos la voluntad de Dios y el deseo de mi alma. Esforzaos, Padre dulcísimo, con verdadera humildad, sin temor alguno, por­ que podréis todo por Cristo crucificado; en el cual está pues­ ta y se afirma continuamente nuestra esperanza. No digo más. Perdonadme mi gran presunción. Humildemente os pido vuestra bendición. Permaneced en la dulce y santa di­ lección de Dios. Jesús dulce, Jesús amor’1.

Catalina intuía las urgencias reales del momento en la Iglesia, y que en particular el corazón de la Iglesia, esto es, la Curia romana y la Urbe misma, tenían necesidad de ser alimentadas, reforzadas con nuevos injertos de santi­ dad: ¿por qué no hacer de modo que afluyesen a Roma almas experimentadas en experiencias superiores ascéticas y místicas, y entregadas totalmente a Dios? Era preciso que en torno al verdadero papa se reuniese una milicia espiritual selecta, ya que era tiempo de lucha, casi como en torno al carro militar se reunían las fuerzas más ínclitas. Esto fue lo que la Santa sugirió al papa Ur­ bano. Le aconsejó invitar a varios contemplativos insignes que ella misma había conocido: a Don Bartolomé Serafini, 350

prior de la Gorgona; a Don Juan delle Celle, a tres ere­ mitas de Espoleto, a fray Antonio de Niza residente en Lecceto, a fray Guillermo Flete. Ella misma acompañó con cartas propias las exhortaciones pontificias \ Mas las respuestas no fueron uniformes y, es extraño decirlo, se tuvieron respuestas negativas justamente de par­ te de los dos eremitas más próximos a Catalina, fray An­ tonio y fray Guillermo. La Santa entonces escribió dos veces a los solitarios obstinados, y obtuvo, en cuanto pa­ rece, que al menos fray Antonio se moviese. Este llegó a Roma y se estableció allí, tomando gran parte de la tarea de la Iglesia y murió en la Urbe en 1391 ó 1392 ’. No así Guillermo Flete; con pertinacia angélica el ba­ chiller de Lecceto escogió una vez más el aislamiento, y se retiró, por el contrario, a un lugar más apartado que nun­ ca. Atravesó un amplio bosque limítrofe de Lecceto y se estableció a la otra orilla, en un convento solitario llamado Selva del Lagol0. A Roma de todos modos afluyeron los llamados por el papa. No sabemos si alguno de ellos sería huésped de Ca' Urbano VI, el 13 de diciembre de 1378, publicó una bula en la que pedía la ayuda de los fieles: probablemente envió también mensajes a cada uno de los amigos de Catalina, como insinúa Catalina misma en la carta al prior de la Gorgona: «...Urbjuio VI parece como si quisiera tomar aquel remedio... de querer siervos de Dios a su lado... Por esta razón os manda esta bula, enla cual se contiene que vos requiráis a todos aquellos que os escribirán...» (Carta 323 Tomm.). A esto unió la Santa las propias cartas, que fueron: a fray Guillermo de Inglaterra y a fray Antonio de Niza al Lecceto la carta 326; a fray Antonio de Niza la 328; a los tres eremitas de Espoleto, Andrés de Luca, fray Baldo y fray Lando, la carta 327; *1 prior de la Gorgona, la carta 323; a Juan delle Celle, la carta iZ¿. Fray Guillermo y fray Antonio de Niza vivían y estudiaban juntos, mas fue Catalina, analfabeta, quien una vez les explicó un pasaje de la Escritura (Proc., p.429 pár.15). „ , . v , * Sobre fray Antonio d e Niza cf. F a w t ie r , S. Cathenne t.II p.365 {b& % t le mandará la Santa la carta 77 Tomm. En el Proceso, Caf­

farini testificará acerca del sermón de f r a y Guillermo ^ r e Catalma, y nos dirá que comenzaba: «Recordemos cómo ella, .roro“ t" “ T cielos, haya sufrido oor la Iglesia de Dios » y conunuaba iuuijndo los sufrimientos de Catalina por el Papa y la Iglesia (cf. Proc. p.103).

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talina en la primera casa habitada por ella en el barrio Colonna; lo que sí es cierto es que la comunidad en tomo a ella resultó, como hemos visto, de dieciséis hombres y ocho mujeres. Puesto que la Santa estaba bien lejos de go­ zar de ingresos estables, el problema consistía en vivir de limosnas. Esto fue lo que hicieron los caterinatos con aque­ lla decorosa desenvoltura que en dicho campo consentía y garantizaba el Medievo. Aquí se turnaron los adscritos o las adscritas a la cuestación y las aplicadas a las hazañas domésticas: estas últimas eran las Hermanas de la Peni­ tencia, cada una de las cuales mantenía por siete días el cetro de la cocina ". Todo se reducía, es verdad, a aderezar sopas compues­ tas de pan principalmente, ya que el condumio no siempre era fácil, y no faltaron muchos episodios embarazosos. Un día en que hacía de cocinera Juana de Capo, ésta se olvidó de hacer la cuestación, y cuando llegó la hora reglamenta­ ria, se encontró de repente en un pozo de confusión. Fue a Catalina: —Madre —le dijo— , el pan que tenemos puede bastar a lo sumo para cuatro personas... —Dios os perdone, hermana mía... Toda esta gente tie­ ne mucha hambre, ¿qué hacemos ahora? Después de algún instante Catalina añadió: —Hazles sentarse a la mesa y dales lo que hay. Juana, temerosa, cumplió la orden, y los huéspedes se sentaron a la mesa acostumbrada ignorantes de todo, y con intenciones resueltas: eran dieciséis y estaban extenua­ dos. Era preciso, pues, recuperar las fuerzas para servir al Señor; y había que contar también las Hermanas de la 11 « ...E l sumo pontífice, a instancia de Catalina, había convoca­ do a Roma algunos siervos de Dios, a los cuales ella por am or a la hospitalidad los había reunido a todos de buen grado en su residen­ cia. Aún obligada a pedir limosna... se mostró siempre muy hospita­ laria, y si el número de 24 fue el mínimo, frecuentemente acogió hasta a treinta personas»: R 302 (Ra., lia., X I , p.238). Cf. también el Suplem ento: «Todos quedaban estupefactos al verla siempre alegre de semblante... afabilísima en el acoger con amabilidad y cortesía, a cualquiera que venía a ella»: Supl. I I , I (SCaf).

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Penitencia amén de aquel número. Y comieron todos sin percatarse del misterioso interrogante pendiente sobre aque­ lla frugalísima mesa, mientras Catalina oraba. Cuando es­ tuvieron hartos —y repitamos: hartos— se levantaron y recogieron los restos... justamente como había acaecido en las pendientes herbosas de Galilea a una turba doscientas veces más numerosa. Mas también esta vez el don divino había estado lleno de una delicadeza inconfundible u. El sufrimiento de Catalina se agigantaba cuanto más se extendía el cisma. Sin que esto apareciese, las maquina­ ciones funestas hicieron la rueda durante un primer perío­ do a Carlos V rey de Francia, quien habría podido trun­ carla rápidamente si con su autoridad hubiese impedido a los cardenales franceses insistir en la rebelión: mas él mis­ mo fue mal informado en los detalles y, por otra parte, atribuyó gran importancia a los intereses de Francia inter­ pretados de un modo estrecho y demasiado terreno. Una victoria eventual del antipapa contra Urbano VI habría hecho posible volver la Santa Sede a Aviñón, lo que políticamente habría sido de gran ventaja para Fran­ cia. Carlos V reunió a sus consejeros. Se daba cuenta de la gravedad de cuanto estaba para decidir, y cómo depen­ diese de él eminentemente el cariz de los acontecimientos, de suerte que, en un primer momento, evitó asumir orien­ taciones partidistas. Se declaró neutral. Pero las voces que le rodeaban, insistían: era importante y saludable el re­ torno del papa a las orillas del Ródano, el rey no podía negarse a una obra tan buena, tanto más —afirmaban— que Urbano VI se mostraba abiertamente favorable a In­ glaterra u. u R 303 y 304 (Ra Ha., XI, p239-240). Cuanto a la convivencia de los caterinanos, cf. C h i m i n e l l i , Santa Caterina da Stena (Roma 1941) c.IX pár.5 p.132. _ u La posición de Clemente VII era ventajosa, porque él no era francés, pero estaba en buenas relaciones con Francia, era hijo del conde de Ginebra y estaba emparentado con muchas casas principes353

No obstante la neutralidad aparente del soberano, una reunión de eclesiásticos y de laicos notables habida en Vincennes estableció considerar como legítima la elección del cardenal Roberto de Ginebra y que Francia le obedeciese. ¿Cuál fue la parte activa habida en todo esto por el rey Carlos V llamado “el Sabio”? Difícil decirlo. Sí es cierto que él no quiso personalmente asumir la responsabilidad de la separación de Urbano y de la adhesión a Clemente: hasta denunció toda la pendencia al juicio de la Sorbona. La cual, de este modo, por atención a un problema de enorme gravedad, vio confirmarse aquella autoridad, o más bien aquel prestigio en materia de cuestiones teológi­ cas, de que había gozado y habría de gozar aún durante casi doscientos años. Extraña actitud de la sociedad fran­ cesa, someter problemas esencialmente eclesiales a una asamblea, aunque fuese altamente cualificada doctrinal­ mente, pero cosa extraña a la estructura de la Iglesia. Co­ mo quiera que sea, los altos docentes parisinos se entre­ garon al estudio de la cuestión y en breve veremos el veredicto que emitieron. Aún más imprudente y desatinada que la actitud del rey de Francia fue la de la reina de Nápoles. Juana se mostraba ahora partidaria del antipapa14, tanto que algu­ nos discurrieron una tentativa: era preciso tomar un aside­ ro directo sobre el ánimo impulsivo de la soberana, y aca­ so dos mujeres que se encontraban entonces en Roma habrían podido aprestarse a la empresa: Catalina de Siena

cas; por esto le resultaba fácil tener el apoyo de Carlos V y de otros. Por otra parte, Carlos V se encontraba aún en dificultades notables en el conflicto con Inglaterra: prácticamente gobernaba desde el 1357, porque su padre, el rey Juan, había caído prisionero de los ingleses en la batalla de Poitiers. Había llegado a ser rey en el 1364, y » guerra con Inglaterra había continuado hasta cerca del 1375, y ahora se prolongaba contra enemigos que suscitaba Inglaterra. 14 «Se había declarado en favor del antipapa Clemente Juana reina de Nápoles, y ello animada por el rey de Francia por m o tiv o s políticos, mas no cristianos, que hemos indicado arriba»: M u r a t o r i , año 1379; cf. R335 (Ra Illa., I, p.269).

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y Catalina de Suecia, hija de Santa Brígida u, también ella misma en alto concepto de santidad. Cuando el proyecto fue comunicado a las dos homóni­ mas, las respuestas fueron diversas: la sienesa aceptó, la sueca se echó atrás. Prevaleció entonces toda una serie de reflexiones sobre la oportunidad y sobre las posibilidades reales de aquella expedición espiritual: ¿quién era la reina Juana, aquella mujer extraña, inconstante, de conducta de­ plorable, y qué ambiente la rodeaba? ¿Qué habrían podido obtener dos almas de Dios con su profunda y ardiente sim­ plicidad frente a los meandros de una corte de las más brillantes y más disipadas de Europa? Había peligros, y gravísimos, dada la tensión de los ánimos; y era el de partir embajadores y terminar, por ejemplo, rehenes... Todo esto estaba implícito, evidentemente, en la negativa de la princesa nórdica, y el mismo Raimundo de Capua apoyó ese punto de vista Ni habría sido posible dudar ni siquiera un instante respecto de la fidelidad absoluta de la sueca: si desaconsejaba la embajada a Nápoles, lo hacía por convicción profunda, y porque un hecho anterior fa­ miliar y personal le sugería hacerlo ". Por lo demás, ella era una urbanista convencida y segura, había estado pre15 Catalina de Suecia nació en el 1331 (ó 1332) y se casó muy joven, aun haciendo voto de castidad, con Edgardo de Kumer; des­ pués de la muerte del marido vivió con su madre, fue con ella a Jerusalén; mas cuando se quedó sola por la muerte de Santa Brígida, volvió a Suecia para dirigir el instituto fundado por su madre. En el período en el que ella encontró a Catalina de Siena se hallaba en Roma para promover la canonización de su madre y obtener la con­ firmación de las «Brigidinas». Retomó a Suecia en el 1380 y allí murió el 24 de marzo de 1381. Catalina de Suecia esta inscrita en el martirologio romano, no el 24, sino el 22 de marzo por un error de Baronio. La Santa sueca conocía a la reina Juana por haber estado en Nápoles con su madre nueve años antes; por esto pensó Urba­ no VI mandarla con Catalina de Siena. “ R 335 (Ra, l.c., p.269). 17 Era convicción personal, que se apoyaba en » ™^ dente probablemente ignorado por Urbano VI: la reina

antes fiabía concebido una pasión por Carlos, ¿e Suecia. El joven había muerto consum ido por las Brígida había orado m ucho para que m uñese antes la hermana virgen temía acaso un rencor antiguo P° P

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sente a la elección y conocía detalles que los mismos car­ denales rebeldes no pudieron desmentir cuando ella dio testimonio a favor del Pontífice. Raimundo de Capua fue a hablar de ello extensamente con Urbano VI, quien meditó acerca de las objeciones. Si­ guiendo la prontitud rectilínea de su temperamento ar­ diente, sólo había considerado las posibilidades favorables; mas, como ahora le inducía a una investigación más esme­ rada, descubría también esta vez escollos eventuales y riesgos congelantes: he aquí que después de las palabras del P. Raimundo la figura de la reina se le presentaba ante la mente en toda su incoherencia. El terminó dicien­ do: “ ¡Tenéis razón, es mejor que no vayan!” La resaca de tanta prudencia llegó finalmente a Catali­ na, quien estaba enferma en cama. La Santa se dolió de ello hasta las lágrimas. Ella veía, sentía, esperaba de un modo diverso: Si Margarita, si Inés hubiesen hecho tantos razonamientos, no hubieran sido mártires Y la esperanza de ir a Nápoles a la reina le quedó en el corazón aún por muchos meses, casi hasta julio del año siguiente. “ R335 (Ra, l.c.); para todo el episodio, cf. también Proc. p.102 pár.25.

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XXXI.

EL B U E N COMBATE

En este punto estaban las cosas cuando Urbano VI, comprendiendo que el peligro más apremiante amenazaba por Francia y sobre Francia misma', decidió enviar men­ sajeros privados al rey Carlos, y eligió como tales a Gui­ llermo, obispo de Valencia, a Raimundo de Capua2 y a Santiago Ceva, mariscal de la Corte pontificia. Cuando Raimundo recibió la comunicación del papa, resuelto como estaba a obedecer prontamente, corrió a Catalina para po­ nerla al corriente y aconsejarse con ella, y por parte de la Santa encontró la confirmación más animosa: “Estad se­ guro, padre mío, que él es el verdadero Vicario de Cristo, por eso yo deseo que vos mismo os pongáis a su defensa como haríais por la Iglesia misma”. Palabras que huma­ namente debieron costar mucho a Catalina. La separación de su director fue para ella más penosa que cualquiera otra, y antes de que el padre partiese, quiso hablar con él du­ rante muchas horas acerca de todos los asuntos de con­ ciencia que más le apremiaban. Fue el último coloquio entre estas dos grandes almas5. Pocos días después, cuando los mensajeros pontificios se embarcaron en el Tíber, ella acompañó al P. Raimundo hasta la orilla. Era invierno, la primera década de diciem­ bre, y la despedida se hacía más triste y mas solemne tam1 El 29 de noviembre de 1378 murió el emperador Carlos IV, animoso sostenedor de Urbano; la situación resultaba cada vez m s difícil para el pontífice. Cf. G regor., XII,III,3. ! Urbano había confiado a Raimundo el encargo de la cruzada contra los cismáticos, y el 21 de noviembre lo envió a Carlos como a Raimundo: «Id con Dios, porque creoqueM esta vida no hablaremos más juntos tan largamente como hemos he­ cho hasta ahora»: R 336 (Ra, l.c., p.272).

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bién, en aquella atmósfera de Adviento que preanunciaba la Navidad. Cuando el P. Raimundo subió a la nave, la Santa se arrodilló llorando e hizo el signo de la cruz hacia los que partían \ Comprendía bien de cuánta importancia y dificultad era aquel viaje; día tras día acompañó con la oración al exiguo grupo, y lo siguió con las cartas. He aquí una de ellas que los viajeros recibieron en Pisa: “N o es ya tiempo de dormir, mas de despertarse del sue­ ño de la negligencia, y levantarse de la ceguera de la igno­ rancia y desposarse con la verdad con el anillo de la santí­ sima fe; y anunciar la verdad, no callándola nunca por temor alguno, sino (anunciarla) larga y liberalmente; y disponerse a dar la vida, si fuere preciso; todo embriagado de la san­ gre del humilde e inmaculado Cordero, sacándola de los pechos de su santa Esposa, la Iglesia. Esposa que vemos toda desmembrada. Mas espero de la suma y eterna bondad de Dios, que le volverá los miembros sanos y no enfermos, olorosos y no podridos; y se forjarán estos miembros sobre las espaldas de los verdaderos siervos de Dios, amadores de la verdad, con muchos trabajos, sudores y lágrimas, humil­ des y continuas oraciones. Y en los trabajos recibirán refri­ gerio, alegrándonos en la reforma de esta dulce Esposa. Ahora mantente en silencio, alma mía, y no hables más. N o quiero, carísimo padre, ponerme a decir aquello que no podría escribir con pena, ni hablar con la lengua; mas el callar os manifieste aquello que quiero decir. N o digo más. Tengo gran deseo de veros de regreso en este jardín, a fin de que seáis ayuda para quitar sus espinas... Perm aneced en la santa y dulce dilección de Dios. Jesús dulce, Jesús amor” 5.

En Roma Catalina reemprendió en seguida y plenamen­ te su actividad de oración y de correspondencia epistolar con los varios protagonistas de la gran pendencia. Entre las figuras más peligrosas se diseñaba, como hemos dicho, Juana reina de Nápoles, y a ella se dirigió la Santa6, explicándole lo acaecido acerca de la elección de Urbano VI: 4 R336 (Ra, l.c.). 3 Carta 330 Tomm. 6 Mandó también a Nápoles, como embajada ante la reina, a Neri de Landocdo con un compañero. La carta es la 317 Tomm. Varias otras cartas envió a personas de Nápoles más o menos próximas 0 la reina.

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os han metido en tan gran herejía, pues los frutos que salen de ellos, os manifiestan qué árboles son. La vida de ellos os manifiesta que no dicen la verdad; y los consejeros que ellos tienen entorno, fuera y dentro, los cuales pueden ser hombres de ciencia^ pero no son de virtud; ni hombres cuya vida sea laudable, sino más bien reprensible por sus muchos vicios. ¿Dónde está el hombre justo que ellos han elegido por antipapa, si en realidad nuestro sumo Pontífice el papa Urbano VI no fuese verdadero Vicario de Cristo? ¿Qué hombre han elegido? ¿Un hombre de vida santa? No, sino un hombre inicuo, un demonio; y por esto hace oficio de los demonios. El demonio se ingenia para sustraernos a la ver­ dad; y eso hace ese mismo. ¿Y por qué no eligieron un hombre justo? Porque sabían bien que un hombre justo ha­ bría preferido antes la muerte que haberlo aceptado, porque en ellos no habría percibido ningún viso de verdad. Y por eso los demonios tomaron al demonio, y los mentirosos la mentira. Todas estas cosas manifiestan que el papa Urba­ no VI es verdaderamente papa; y que ellos están privados de la verdad y son amadores de la mentira. Y si vos me dijeseis: ’Por todas estas cosas mi mente no está clara’. ¿Y por qué no estáis al menos en el medio? Supongamos que esté clara cuanto más se puede decir. Y si no queréis socorrerlo con los bienes temporales hasta que no tengáis otra declaración (pues esa ayuda tenéis que pres­ tarle por obligación, porque nosotros los hijos debemos socorrer al padre cuando él está en necesidad), al menos obedecedle en las cosas espirituales y en las otras estaos de por medio (neutral). Mas vos procedéis como apasionada; y el odio y el desdén, y el temor de perder aquello de que por vos misma estáis privada, el cual lo habéis granjeado por un maldito repetidor, os ha quitado la luz y el conoci­ miento; para que no conozcáis la verdad, obstinada en este mal: y con esta obstinación vos no veis el juicio que viene sobre vos.

...Bien tienen en la mente que cuando el papa Urba­ no VI, verdadero papa, fue creado con augusta y verdadera elección, y coronado con gran solemnidad, vos hicisteis celebrar la fastuosa y gran fiesta, así como debe de hacer el hijo por la exaltación del padre y la madre por la del hiio Pnraue él era oara vos hijo y padre: padre por su dig-

queréis darlo a ellos. ¿Y cómo creéis que 359

ellos os pueden amar y seros fieles, cuando ven que vos sois motivo para separarles de la vida y conducirlos a la muerte, de la verdad meterlos en la mentira? Los separáis del Cristo que está en el cielo y del Cristo de la tierra, y los queréis ligar con el demonio, y con el anticristo, amador y anunciador de la mentira él, y vos, y los otros que le seguís. No más así, por amor de Cristo crucificado. Con todo esto provocáis el juicio divino. Duélome. Si vos no reparáis en la ruina que viene sobre vos, no podéis escapar de las manos de Dios. Corregid vuestra vida, a fin de que esca­ péis de las manos de la justicia, y permanezcáis en la mise­ ricordia. Y no esperéis el tiempo; porque a veces querréis y no podréis. ¡Oh ovejas!, volved a vuestro redil, dejaos gobernar por el pastor; de lo contrario, el lobo infernal os devorará. Recuperad las defensas de los siervos de Dios, que os aman de verdad, más que no vos a vos misma; los buenos, los maduros y discretos consejeros. Porque el consejo de los demonios encarnados, con el temor desordenado que os han metido por miedo a perder el esta­ do temporal (que no tiene firmeza y pasa como el viento; que o él nos deja a nosotros, o nosotros a él por la muer­ te), os ha conducido allí, donde vos estáis. Si no cambiáis de modo, llorad aún, diciendo: ’¡Ay de mí, ay de mí!, yo soy quien me he privado a mí misma de aquello, pues me metieron miedo los consejeros malvados’. Mas aún hay tiempo, carísima madre, de ponerse al abrigo del juicio de Dios. Volved a la obediencia de la santa Iglesia, reconoced el mal que habéis hecho, humillaos bajo la poderosa mano de Dios; y Dios, que mira la humildad de su esclava, os hará misericordia; aplacará la ira que tiene por vuestros pecados. Mediante la sangre de Cristo os injertaréis y os uniréis a El con el vínculo de la caridad, en la cual cono­ ceréis y amaréis la verdad; la verdad os sacará de la men­ tira; disiparéis toda tiniebla y os dará luz y conocimiento en la misericordia de Dios. Por esta verdad seréis liberada; de otra manera, n o...”

A Honorio, conde de Fondi, uno de los principales sus­ tentadores del cisma, le escribió: "... Por consiguiente, hay que levantarse en el tiempo presente, que se nos presta por misericordia. Oh carísim o padre, reconoced en qué estado os encontráis y ved vuestra viña. Duélome hasta la muerte que el tirano del libre albe­ drío haya hecho del jardín que producía ejemplos de vir­ tud y de verdad y lumbre de fe, ahora lo haya convertido de jardín en bosque. ¿Y qué fruto de vida puede dar, estando v o s separado de la verdad, y hecho perseguidor de ella, y dilatador de la mentira; sacada por ello la fe y metida en vos la infidelidad? ¿Y por qué os causáis un mal de muerte?

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Por el amor que tenéis a vuestra propia sensualidad y por la aversión concebida contra vuestra Cabeza. ¿Y no vemos nosotros que el sumo Juez no duerme respecto de nosotros** ¿Cómo podéis hacer aquello que no debéis hacer contra vuestra Cabeza? ¡Como si fuese verdad que el papa Urba­ no VI no fuese papa verdaderamente! Puesto que en lo se­ creto del corazón vos le tenéis por lo que es, esto es, sumo y verdadero Pontífice, y quien otra cosa dice es hereje, re­ probado de Dios, no fiel ni persona católica, sino cristiano renegado, que niega su fe. Esto debemos mantener: que es el papa elegido por elección legítima, para Vicario de Cristo en la tierra; y a él debemos de obedecer hasta la muerte. Y aunque fuese para nosotros un padre cruel, tanto que nos echase con reprimendas de un cabo al otro del mundo con toda clase de tormentos, no debemos, con todo, olvidamos ni perseguir esta verdad. Y si me dijeseis: *A mí me han dicho lo contrario, que el papa Urbano VI no es en verdad sumo Pontífice’, yo os responderé que yo sé que Dios os ha dado tanta luz, que si vos no os la quitáis con las tinieblas de la ira y del des­ dén, conoceréis que quien lo dice miente sobre su cabeza, y se hacen a sí mismos mentirosos, retractando aquella ver­ dad que nos trajeron y la cambian en mentira. Bien sé que sabéis quién les ha movido a aquellos que estaban en pose­ sión deí lugar de la verdad, puestos para dilatar la fe; ahora han contaminado la fe y negado la verdad, levantando tan gran cisma en la Iglesia, que son dignos de mil muertes. Hallaréis que no les ha movido otra cosa que aquella pa­ sión que os ha movido a vos mismo; esto es, el amor pro­ pio, que no puede sufrir las palabras, ni una reprensión áspera, ni la privación de su tierra, mas concibió desdén y dio a luz el hijo de la ira. Por esto se privan del bien del cielo, ellos y cualquiera que obra contra esta verdad. Las razones de esta verdad, que se pueden ver manifiestamente, son tan sencillas y tan claras y tan manifiestas, que toda persona (aun) bien idiota, las puede entender y ver; y por eso no me alargo en narrárosla, pues sé que sois de buen entendimiento, y conocéis la verdad^ de lo que es. Y así la tuvisteis, confesasteis y reverenciasteis. Me desagrada que yo vea ahora vuestra alma tan enrude­ cida que obre contra esta verdad. ¿Cómo sufre vuestra con­ ciencia que vos, que habéis sido hijo^ obediente y bienhechor de la santa Iglesia, ahora hayáis recibido tal semilla que no produce más fruto que de muerte? . ... Por tanto, os ruego que humildemente con gran solici­ tud volváis a este yugo. Buscad al labrador y la viña de vuestra alma en la viña de la santa Iglesia; en otro se" riáis privado de todo bien y caeríais en todo mal.^Aüora es el tiempo. Por amor de Dios, salid de tanto error 7 Carta 313 Tomm. 361

He aquí la célebre carta a “tres cardenales italianos” “... ¿Y dónde está vuestra gratitud a esta Esposa que os ha criado a su pecho? N o veo en vosotros otra cosa que in­ gratitud: la cual ingratitud seca la fuente de la piedad. ¿Quién me muestra que vosotros sois ingratos, groseros, mercena­ rios? La persecución que vosotros juntamente con los otros habéis hecho y hacéis a esta Esposa, en el tiempo que de­ beríais ser escudos y resistir a los golpes de la herejía. En la cual sabéis y conocéis la verdad: que el papa Urbano Vi es verdaderamente papa, sumo Pontífice, elegido con elec­ ción legítima y no por temor, verdaderamente más por ins­ piración divina que por vuestra industria humana. Y así nos lo anunciasteis a nosotros; lo que era la verdad. Ahora ha­ béis vuelto las espaldas com o viles y miserables caballeros: vuestra sombra os ha causado miedo. Os habéis separado de la verdad, que os fortificaba, y os habéis arrimado a la men­ tira, que debilita el alma y el cuerpo, privándoos de la gra­ cia espiritual y temporal. ¿Quién es la razón de ello? El ve­ neno del amor propio, que ha envenenado el mundo. El es el que de vosotros, columnas, ha hecho más débiles que paja. N o flores que dais olor, mas un hedor tal que apestáis todo el mundo. N o antorchas puestas sobre el candelero para que dilataseis la fe; mas, escondida esta luz bajo el celemín de la soberbia, hechos no dilatadores, mas contaminadores de la fe, arrojáis tinieblas sobre vosotros y sobre los demás. Angeles terrestres debíais ser, puestos para quitarnos de delante el demonio infernal, y asumir el oficio de los ángeles reduciendo las ovejas a la obediencia de la santa Iglesia; y vosotros habéis asumido el oficio de los demonios. De aquel mal que tenéis en vosotros, de ése queréis darnos a nosotros, retrayéndonos de la obediencia de Cristo en la tierra, e in­ duciéndonos a la obediencia del anticristo, del miembro del diablo; y vosotros con él juntamente, mientras estéis en la herejía. ... ¡Oh locos, dignos de mil muertes! ¿Cómo (estáis tan) ciegos que no veis vuestro mal; y habéis venido a tanta con­ fusión que vosotros mismos os hacéis mentirosos e idóla­ tras? Porque, aunque fuese verdad (y no lo es, antes yo confieso que el papa Urbano VI es el verdadero papa), mas si fuere verdad lo que vosotros decís, ¿no nos habríais men­ tido a nosotros, que nos lo dijisteis por sumo pontífice, co­ mo lo es? ¿Y no le habríais hecho reverencia falsamente, 8 Los tres italianos habían sido invitados por los cismáticos 0 Fondi antes de que fuese elegido Clemente V II, y solicitados a adhe­ rirse, haciendo esperar a cada uno que sería elegido papa. Ellos no tomaron parte en la elección y se mantuvieron neutrales en un prim er tiempo, retirándose al castillo de Genazzano, y después al de Taglia* cozzo; más tarde se adhirieron a Clemente V il. C í. G regor ., XII» III, 2. Esta es la carta 310 Tomm.

adorándolo como al Cristo de la tierra? ¿Y no habríais sido simoníacos procurándoos gracias y usándolas ilícitamente? Si, cierto. Ahora han hecho al antipapa, y vosotros con ellos juntamente. En cuanto al acto y al aspecto de fuera, habéis mostrado asi, sosteniendo que os encontrabais allí cuando los demonios encarnados eligieron al demonio”.

Vuestra sombra os lia causado m iedo...A gudo diag­ nóstico psicológico que debería haber abierto en los tres purpurados italianos un surco de arrepentimiento y una nueva toma de conciencia. Las palabras encendidas de Ca­ talina fluían asi entre el enredo de errores, de intereses, de rebeliones, de rencores que formaban la urdimbre pro­ funda del cisma. La adhesión de la corte de Francia al antipapa vino a ser decisiva en cuanto creó casi un equilibrio de fuerzas políticas entre los urbanistas y los clementinos: a estos últimos correspondía, como hemos visto, también Juana de Nápoles, mientras a los primeros se confederaban nue­ vamente Génova, Venecia, Castilla, Aragón, Portugal En líneas generales, el cisma se revelaba como un movimien­ to ligado al mundo francés, y frente a un análisis histó­ rico se nos presenta como una reacción de explosión re­ tardada contra el retorno del papa a Roma. Los disgus­ tos suscitados en un primer tiempo por las intemperancias de la plebe romana y luego por el temperamento brusco, extremado y perentorio de Urbano VI fueron sólo la chis­ pa ocasional del incendio que se levantó dentro de zonas ya limitadas intrínsecamente 10. Todo esto habría podido 9 Estas fueron las fuerzas principales, a las cuales se unieron tarnbién las menores. Por Urbano se alineó también Inglaterra, sobre la cual parece que influyó la obra literaria de William Flete. La De Sanctis-Rosmini ve la razón de fondo de la fidelidad de Inglaterra al papa en la rivalidad con Francia, que se había adherido al cisma (o.c., p.434). , , , 10 Cf. también Gregorovius: «Por otra parte, lo que produda por necesidad el cisma eran las condiciones históricas; la elección tumultuosa ocurrida en Roma y la índole intolerable de Urbano no fueron más que accidentes, que dieron ocasión a ella. rJ^ papado avifionés había echado en Francia raíces d e m a s i a d o profundas m m que pudiese terminar sin dejar rastro de sí...» (G reg o r., a a i , III, 2). 363

evitarse si no se hubiesen ofrecido los móviles ocasiona­ les que hemos dicho; y justamente de este elemento nacía el gran dolor de Catalina. Como siempre, ella vivía su propio sufrimiento en la más profunda intimidad con Dios, y su padecer se traducía de varias maneras: fuerza de amo­ nestaciones y exhortaciones dirigidas a los diversos prota­ gonistas (y testimoniadas aún para nosotros por las car­ tas); y, aún más, luz de oración que ha llegado también hasta nosotros a través de las plegarias de la Santa. No menos de seis brotan de su corazón llagado entre febrero y marzo de 1379. Entre tanto, llegaron a Catalina noticias del P. Raimun­ do. El viaje del mismo había transcurrido bien hasta Pisa y luego de Pisa a Génova. Los embajadores habían llegado con menos facilidad hasta Ventimiglia, y aquí el P. Rai­ mundo había sabido cosas graves: sobre la vía del mar y sobre la vía terrestre se hacían más espesas las escoltas de los cismáticos, la Provenza estaba bajo la vigilancia de la reina de Nápoles y los guardias de los de Anjou y los franceses habrían podido hacer prisioneros a los envia­ dos de Urbano. El peligro fue pintado con tintas oscuras, tanto que Rai­ mundo oró y reflexionó y se decidió luego a retroceder. Le pareció inoportuno y casi ilícito aventurarse entre pro­ bables capturas y los consiguientes interrogatorios —y lue­ go ¿de qué suerte?...— que habrían dañado a la causa del papa. Retornó a Génova, y desde allí escribió a Ur­ bano VI, pidiendo órdenes que le fueron dadas bien pron­ to: que permaneciese, con todo, en Génova y usase de su elocuencia para mantener a aquel Dux, a aquella Señoría y a aquel pueblo en la obediencia al pontífice rom ano11• En su mensaje el P. Raimundo anunciaba con toda sen­ cillez el peligro evadido, mostrándose alegre de ello y dando gracias a Dios, mas la solución no convenció a Catalina. Fue de gran amargura para ella el haberse ma­ logrado la expedición al rey Carlos, y fue una desilusión 11 R 336 (Ra, l.c., p.272s).

el comportamiento del P. Raimundo. ¿Por qué temer? ¿Por qué volver atrás? He aquí uno de los dardos caterinianos que ningún recato terrestre podía parar, y la Santa lo lanzó a su padre espiritual con libertad de espíritu: "... Por lo tanto, carísimo y dulcísimo padre, nos levante­ mos con llanto del sueño de la negligencia, reconociendo las gracias y beneficios que antaño y nuevamente habéis reci­ bido de Dios y de aquella dulce madre María, por cuyo medio confieso que nuevamente habéis recibido esta gracia. En este don quiere Dios que conozcáis el fuego de su cari­ dad; en cuya caridad, con la luz de la santísima fe abando­ naos más amplia y libremente por su honor y la exaltación de la santa Iglesia y del verdadero Vicario de Cristo, el papa Urbano VI. Y ensanchaos en la esperanza, esperando en la providencia y la ayuda divina, sin ningún temor servil; y no en el hombre, en vuestra industria humana. Asimismo ha querido que conozcáis vuestra imperfección, mostrán­ doos que aún sois niño de leche, y no hombre que os ali­ mentáis de pan. Porque si El hubiese visto que vos tenéis dientes de esto, os habría dado de ello, de la suerte que hizo con los otros compañeros vuestros. No fuisteis digno aún de estar en el campo de batalla; mas, como niño, fuisteis echado atrás; y vos huisteis de allí de buena gana, y tuvis­ teis el encanto de la alegría que Dios condescendiese con vuestra flaqueza. MaliciosUlo padre mío, ¡cuán feliz hubiera sido vuestra alma y la mía si con vuestra sangre hubieseis puesto una piedra en el muro de la santa Iglesia por amor a la Sangre! Verdaderamente tenemos motivo de llanto al ver que vuestra poca virtud no ha merecido tanto bien” ,2.

Y puesto que el P. Raimundo le respondió explicando los tristes riesgos que había corrido, ella remachó sus propios pensamientos: “... Me parece, según lo que entendí por vuestra carta, que os sobrevinieron muchas y diversas batallas y pensamien­ tos por engaño del demonio y por la propia pasión sensitiva, pareciéndoos que os fuese impuesto mayor peso de lo que podéis llevar. Y no os parecía ser para tanto que yo os mi­ diese con mi medida; y por esto teníais la duda de que mi afecto y caridad hacia vos hubiese disminuido. Mas no acer­ tabais en eso; y vos erais aquel que manifestabais que yo lo tenía acrecentado y en vos había disminuido; porque con aquel amor con que me amo a mí, con ése os amo a vos, con fe viva de que lo que falta por vuestra parte lo am pliré Dios por su bondad. Mas no se me ha dado, porque

u Carta 333 Tomm. 365

vos habéis sabido encontrar maneras de echar la carga a tierra. Y hay en esto muchos argumentos para encubrir la infiel fragilidad; pero no de tal suerte que yo no vea al presente hartos; y me parecerá bien que no sean vistos más que por mí. De manera que yo os muestro el amor hacia vos acrecentado en mí y no enfriado. Mas ¿qué diré: que vuestra ignorancia diese lugar a uno de aquellos mínimos pensamientos? ¿Y podríais vos creer jamás que yo quisiese otra cosa que la vida de vuestra alma? ¿Y dónde está la fe que siempre soléis y debéis tener? ¿Y la certeza que de ella habéis tenido? Porque primero que la cosa se haga, se ve y se decide ante Dios; y no solamente esto, que es una gran acción, sino toda cosa mínima. Si hubieseis sido fiel, no hubierais andado cavilando tanto, ni hubierais caído en el temor para con Dios y para conmigo; mas, como hijo fiel, pronto a la obediencia, habríais ido y habríais hecho lo que hubierais podido hacer. Y si no hubieseis podido ir derecho, habríais ido a gatas; si no se podía ir como religioso, se hubiese ido como peregrino; si no se tenía dinero, se hubiese ido pidiendo limosna. Esta obediencia fiel habría obrado más en la presencia de Dios y en los corazones de los hom­ bres, que no lo harían todas las prudencias humanas. Mis pecados han impedido que yo la haya visto en vos...” 13. 13 Carta 344 Tomm.

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XXXII.

LA REINA ESTULTA

Es importante seguir teniendo a la vista la temática fir­ me y lucida que el pensamiento de Catalina mantiene has­ ta lo ultimo, aun en el inmenso laberinto dentro del cual se ve constreñida a moverse. Los motivos sobre los que insiste son todavía aquellos que hemos visto ser los ins­ piradores de su apostolado inicial, y, si permanecen inal­ terables en su significado, se agigantan ahora en propor­ ción a la amplitud de los problemas y de los males pre­ sentes. Frente a los fautores del cisma la Santa repite —con todo, en una gama riquísima de amonestaciones y de argu­ mentos— el siguiente punto capital: todos nosotros esta­ mos obligados a la obediencia al Vicario de Cristo, cual­ quiera que sea, “aunque fuese un demonio encarnado”, por el solo hecho de que Dios le ha escogido y de que representa a la dulce Verdad eternaFrente al mismo papa, ella derrama de nuevo, como una ola incandescente, su petición de paz: “¡Paz, paz, Padre santísimo!...”; y esta instancia se hace consumidora para ella y perentoria para el Vicario de Cristo. 1 En cuanto a la actividad de Catalina por la Iglesia y por el papa Urbano en particular, cf. Supl. III, 1: «Con oraciones privadas ferventísimas, con la eficacia de las exhortaciones públicas y con el bien de las cartas enviadas a señores de alta consideración, se había ocupado nuestra Santa en defender y promover la justicia de la causa combatida por muchos émulos de Urbano VI... Aun cuando sus diligencias... le echasen encima insultos gravísimos... no se en­ frió en nada su celo...» (SCaf VIII p.432). Cf. también en Raimundo l®s palabras que la Santa dirigió a los cardenales cuando llegó a Roma: «El Sumo Pontífice... quiso que dijese dos palabras... sobre todo en relación con el cisma, que entonces estaba en sus comienzos. La virgen... demostró que la divina Providencia está siempre presen­ te, especialmente cuando la Iglesia sufre, y concluyó poendo que no tuviesen miedo del cisma que comenzaba y que hiciesen aquello que Dios les inspirase»: R 334 (Ra, Illa., I, p.268).

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Hemos subrayado de cuando en cuando tal constancia de directivas espirituales que permanecía intacta no obs­ tante el fluctuar de las circunstancias adversas. El antipapa Clemente y los cardenales cismáticos habían reclutado nu­ merosas milicias mercenarias bretonas y gasconas, que ya hemos visto en combate a las puertas mismas de la U rb e2; por su parte, Urbano VI se había visto obligado a llamar a Alberico de Barbiano con la Compañía de San Jorge, cuatro mil infantes y acaso otros tantos de a caballo entre italianos, alemanes y de otras nacionalida­ d es1. Los dos puntos más sensibles en toda la estrategia del momento eran Castel Santangelo, aún en manos de la guarnición francesa automáticamente partidaria del cis­ ma y mandada por Pedro de Rostaing, y el burgo de Ma­ rino con su territorio, distante de Roma apenas treinta millas y ocupado por el grueso de los mercenarios al ser­ vicio de los cismáticos. Juan Cenci, senador de Roma, entró en negociaciones con Rostaing para convencerlo de la rendición, y al mis­ mo tiempo los romanos se prepararon para asaltar la gran fortaleza: aquella guarnición retadora, en el corazón de la Urbe, a un paso del Vaticano, venía a ser cada vez más insoportable, y por causa de ella Urbano VI se veía obligado a permanecer en Santa María in Trastévere\ Imposible habitar en el Vaticano, cuya llave era Castel Santangelo en mano de los adversarios. 2 La batalla del Ponte Salario, que fue más que nada un saqueo. Bretones y gascones habían estado hasta entonces al servicio de la Iglesia. Cf. G regor ., XII, 111,2. 1 Muratori dice que la compañía de San Jorge estaba compuesta de italianos y alemanes; Gregorovius, en cambio, que «era una fuerza de ochocientas lanzas, casi toda gente italiana». Este atribuye tam­ bién al encuentro entre bretones y Barbiano un significado de nacio­ nalidad, el inicio de una «era de una nueva milicia italiana y de un arte nuevo de guerra». A la cabeza de las m ilicias de Clemente VII estaba su sobrino el conde de Montjoie, y el capitán Bernardo de Sala, mientras las de Urbano eran dirigidas por Alberigo y Galeazzo Pépoli (G regor ., XII,III,3). En un primer momento se había quedado en la iglesia de Santa María la Nueva, en el Foro, luego se fue a Santa María in Trastévere (cf. G regor ., XII, 111,2). Por otra parte, ya los mismos romanos tra-

M e tr a s las negociaciones entre Cenci y Rostaing con turnaban, Albenco de Barbiano con la Compañía de Sar Jorge se disponía a una acción capital contra Marino: los mercenarios a favor de los “cismáticos” eran más nume­ rosos, pero coordinados menos idóneamente. En la última década de abril los dos ejércitos se encon­ traron frente a frente, y el 28 tuvo lugar el asalto decisivo por parte de los de San Jorge. Fue una jornada dura de sangre que terminó con la derrota clamorosa de los “cis­ máticos”, de los cuales también varios capitanes cayeron muertos, heridos o prisioneros5. Clemente VII, experto en cuestiones militares, estaba presente y valoró la gravedad de la derrota; se vio constreñido a la fuga hacia el sur y llegó desconcertado al castillo de Sperlonga sobre la orilla del mar; quien lo vio en aquella hora lo juzgó a merced de un doloroso delirio. Consideraba ahora perdida para sí la partida del Lazio, puesto que aun la guarnición de Castel Santangelo ¿cómo habría podido resistir ahora que el fuerte de las milicias de sostén y ataque había sido derrotado? El cardenal de Ginebra no se equivocaba en sus valora­ ciones estratégicas. El día siguiente, 29 de abril, la noticia de la derrota de Marino se infiltró hasta en el ambiente cerrado de Castel Santangelo: los soldados de centinela fueron los primeros en recogerla a través de los insultos y los motes de befa lanzados contra ellos por las bandas populares, que se reunían bajo el baluarte. Como demos­ tración de lo sucedido, los sitiados apercibieron banderas y prisioneros, y debió de ser una impresión mortal, dadas taban de desmantelar la fortaleza enemiga del Castel Santangelo, y «después de la coronación de Urbano lo habían asediado, y, cortado el puente Santangelo, lo tenían estrechamente acosado con trinche­ ras». Pero el castillo estaba fuertemente provisto v «fue ésta la pnmera vez en la historia que desde el mausoleo de Adriano se aisgiraron cañones; y el Borgo fue reducido a escombros (O regor., ^ T í a s milicias de Barbiano se habían u n id o también los romanos. Cuando Alberto) entró vencedor en Roma, pbano lo armó caba­ llero, le ofredo un estandarte, que llevaba sobre sí escrito en letras de oro «Italia liberada de los bárbaros».

las condiciones del interior. El aislamiento se prolongaba ya desde hacía largos meses, faltaban los víveres, escasea­ ban el pan seco y las galletas de munición, y la resisten­ cia obstinada se había aferrado a la esperanza de que los cismáticos irrumpieran en Roma y se unieran con los del castillo, cosa que ahora resultaba imposible. Entonces tuvo lugar lo imprevisible que en el Medievo se nos presenta tan frecuentemente y de cuyo secreto sigue siendo celoso custodio: mientras bandas de romanos envalentonados se disponían al ataque del castillo, los defensores y el mismo Rostaing, desalentados, se rindieron, y el hecho fue aco­ gido por los romanos como una liberación definitiva. Esto ocurrió el 29 de abril de 1379 *. Un júbilo inmenso surgió en la Urbe por la doble vic­ toria, cantos y luminarias se difundieron en los atardece­ res primaverales, una vida nueva pareció volver a fluir dentro de la ciudad vejada. Urbano VI quiso llegar al Vaticano, su nueva morada, del modo más humilde y augusto, esto es, por medio de una grandiosa procesión penitencial de agradecimiento al Señor. El pontífice, descalzo, guió la gran riada de los ecle­ siásticos y del pueblo y todas las confraternidades urba­ nas, partiendo de Santa María en el Trastévere7: ninguna otra visión habría podido parecer tan gozosa y solemne cuanto la reunión de toda la ciudadanía en forma espon­ tánea fuera de toda festividad protocolaria. * Según Gregorovius, el mismo día de la derrota Ccnci consiguió Castel Santangelo: la guarnición que lo defendía desde hacía un año, contaba ahora setenta y cinco hombres. Los romanos se echaron furiosamente sobre el reducto, y abatieron gran parte de él. Sólo la edificación más interior resistió a los golpes destructores, v así se ha conservado al menos una parte del insigne monumento. Antes de tal destrucción alrededor del castillo se veía una corona de alme­ nas hechas por los Orsini. Los escombros yacieron en torno por largo tiempo y se sacó partido de ello para otros edificios. Cf. G re ­ g o r o v iu s , l.c. 7 Comenta Gregorovius: « ...é l entró allí en p r o c e s ió n solemne, caminando a pie, descalzo: espectáculo venido a ser tan insólito, que Catalina en razón de ello alabó al pontífice por su humilde modestia» (cf. G reg o r ., X II,III, 3 ).

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Desde hacia seiscientos años, es decir, desde el tiempo ti del papa Esteban , ningún romano pontífice se había >ía mostrado con tal humildad penitencial como entonces se se mostro Urbano VI. Después de la derrota de Marino, el antipapa temió permanecer en el Lazio, y se trasladó a Nápoles, donde fue recibido por la reina con grandes señales de deferen­ cia y públicos honores; los napolitanos entre tanto mor­ dían el freno. Cuanto más se apretaba en torno a Clemen­ te la vistosa corte de Juana, tanto más susurraba el pueblo “ ¡Viva el papa Urbano!” A Urbano lo conocían, lo consideraban conciudadano y tenían el sentido de la elección recta entre los dos. ¿Qué importaba si allí arriba, en la alta fortaleza de los Anjou, considerada como la más célebre de Italia, la reina des­ plegaba celo y fasto en favor de Clemente? Aquellos ho­ nores eran más bien sacrilegos y comprometían más que nunca ante los súbditos la figura ya un tanto moralmente oscurecida de la reina Juana9. A ésta le dirigió Catalina el 6 de mayo una carta famosa: “...A y de mí, no esperéis el tiempo que no estáis segura de tener: no queráis que mis ojos tengan que derramar ríos 8 El papa Esteban fue elegido en marzo del 752, y tuvo que combatir contra las miras del lombardo Astolfo, del cual a cualquier coste quiso Esteban II salvaguardar la propia libertad de acción. No recibiendo ayuda del emperador de Costantinopla, se dirigió a Pipino el Breve, con el que se encontró en el 753, y cuyo apoyo le libró felizmente dos veces de los lombardos. Este período es im­ portante por la consolidación del estado de la Iglesia por las dona­ ciones de Pipino vencedor. A este papa se le considera comúnmente como segundo en la serie de los Esteban. Empero, inmediatamente antes de él fue elegido otro pontífice, que asumió el nombre de Esteban, y que murió cuatro días después de la elección, sin cjue tuviere lugar la «consecrado», entonces requerida para ser consideürtf Actn nrt cp 1^ nniTiHrfl en la cronología oficial, y e

de lágrimas sobre vuestra pobrecita alma (ni sobre el cuer­ po), la cual yo tengo por mía. Si yo miro vuestra alma, veo que está muerta, porque está separada del cuerpo; per­ sigue, no al papa Urbano VI, sino a la verdad y a nuestra fe. La cual, madre e hija mía, esperaba que, com o me escri­ bisteis, fuese dilatada por vos entre los infieles mediante la divina gracia, y esclarecida y ayudada entre nosotros cuando viésemos aparecer las manchas, defendiéndola de aquellos que han sido o estuviesen contaminados. Ahora veo apare­ cer en vos todo lo contrario por el mal consejo que se os ha dado por mis pecados. Vos, com o despiadada con res­ pecto a vuestra salud, lo habéis recibido; y veo que no hay criatura que pueda restituir vuestro daño; mas a vos misma convendrá dar esta razón ante el sumo Juez. Esta no es ofensa por ignorancia, que vos no la sepáis, ya que la ver­ dad os ha sido manifestada; mas no sabéis tom ar atrás de aquello comenzado, porque el cuchillo de la voluntad pro­ pia y perversa quita el saber y el poder, haciéndoos juzgar vergüenza lo que os es grandísimo honor. Porque el perse­ verar en la culpa y en un mal de tal suerte es el mayor vituperio, y perseverar en la vergüenza es hacerse señalar a los ojos de las criaturas; mas el levantarse de ahí es gran­ dísimo honor, y con el honor y fragancia de la virtud se quita la vergüenza y se extingue el hedor del v icio ...” 10

Aquel 6 de mayo fue un día de fuego; no menos de cuatro cartas brotaron del corazón de la Santa en la mis­ ma fecha: después de la citada a Juana de Nápoles, otra a Alberico de Barbiano, otra a los magistrados de Roma, y una cuarta, la más relevante, a Carlos, rey de Francia n. Catalina decidió escribir al rey porque se había truncado el viaje del P. Raimundo, y ella se consumía por hacer llegar la palabra buena al hombre en tomo al cual giraba el asunto. Que el rey de Francia fuese en la práctica figura 10 Carta 348 Tomm. 11 Fueron la carta 347 Tomm. a Alberico de Barbiano, la 349 a los Magistrados romanos, en la que alude a la procesión peniten­ cial de Urbano VI, «que ya desde muchísimo tiempo no fue más», y la 350 al rey de Francia. Nos parece interesante citar aquí el tes­ timonio de Domenici, sobre el modo de dictar de la Santa, y sobre su capacidad de dictar al mismo tiempo hasta tres cartas: «He visto muy frecuentemente que la Santa dictaba al mismo tiempo a dos escribanos, sobre argumentos diversos, v a veces aún a tres junta­ mente, y no se detenía a reflexionar sobre qué debía escribir, justa­ mente como cualquier otro está habituado a hacer normalmente. » (Proc., p.305, pár.20).

decisiva, lo intuía Catalina con su lúcida inteligencia¿como era posible renunciar a hablar con él? Por lo de­ más, ya le había escrito desde Aviñón con el fin preciso de disponer su ánimo a la paz con Inglaterra. La casi diuturna contienda entre Carlos V de Francia y Eduardo III de Inglaterra había sido uno de los principales obstácu­ los de la unión de los príncipes cristianos para la cruzada. Catalina, durante su permanencia en Aviñón, conquistó la confianza del duque Luis de Anjou, hermano del rey Carlos, y obtuvo la promesa de que el de Anjou habría de participar en la empresa de Jerusalén, así como la fa­ cultad de hacer partícipe de ello al papa; además, el duque le sugirió empeñarse en poner de acuerdo entre sí a los dos monarcas de Francia e Inglaterra. Ella no aceptó el dirigirse personalmente a París, sino que eligió el medio epistolar y escribió al rey Carlos una larga carta en 1376 12. Ahora, pues, en aquel 6 de mayo de 1379, además de las tres cartas ya mencionadas, escribió otra aún más ex­ tensa al rey de Francia para invitarlo a seguir al verdadero Cristo en la tierra, a Urbano VI. La argumentación que desarrollaba era la ya usada con la reina de Nápoles: Urbano VI indiscutiblemente era el verdadero papa, por haber sido elegido canónica y libremente, y no ya por miedo al pueblo; porque por miedo, en caso que lo hu­ biera, había sido indicado el cardenal de San Pedro, Tebaldeschi, mas cuanto al arzobispo de Bari, había sido elegido y anunciado por los cardenales a todos los prín­ cipes, y a él le habían hecho peticiones y le habían seguido durante bastante tiempo... ¿cómo es que aquellos mis­ 11 En esta carta, que es la 235 Tomm., la Santa aconsejaba tres cosas al rey Carlos: «despreciar el mundo con toóos sus deleites y a vos mismo», mantener la «santa y verdadera justicia», «observar la doctrina que os da este maestro en la cruz». Y <x>ncluía diciendo. «Crezca en vos un fuego de santo deseo... de pacifícaros ‘ tro prójimo... (Seguiréis) el amor de Dios, manifestándolo con seguír la santísima cruz, en el santo y dulce pasaje. En el cu .,P que quiere tomar parte, empeñándose en esta s“ taA°Pf” ^ amor de Cristo, vuestro hermano, micer el duque de Anjou».

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mos que ahora lo proclamaban inválidamente elegido lo habían considerado, en cambio, como verdadero papa? Catalina retuerce vivamente la acusación contra “los tenebrosos” y amonesta al rey con plena libertad: “N o quisiera, carísimo padre, que esta nube os quitase la luz; mas quiero que en vos esté aquella luz que os haga conocer y discernir la verdad. Paréceme, según lo que yo entiendo, que comenzáis a dejaros guiar por el consejo de los tenebrosos; y vos sabéis que si un ciego guía a otro ambos a dos caen en la fosa. Así os sucederá a vos, si vos no ponéis en esto otro remedio que aquel que yo entiendo. Me admiro mucho de que un hombre católico, que quiere temer a Dios y ser viril, se deje guiar com o un niño, y que no vea cómo se mete a sí y a los otros en tanta ruina cuanta es la de contaminar la luz de la santísima fe por consejo y dicho de aquellos que vemos ser miembros del demonio, árboles corrompidos, cuyos defectos son manifestados por el veneno de la herejía que han sembrado, diciendo que el papa Urbano VI no es verdaderamente papa. Abrid los ojos del entendimiento y mirad que ellos mienten sobre sus cabezas...”

¿Fue jamás entregada esta carta a su destinatario? No hubo ningún signo de respuesta ni de arrepentimiento en esto por parte del rey Carlos, y más bien acaeció lo peor, puesto que el 30 de mayo de 1379 la facultad teológica de la Sorbona, a la que ya hemos visto invitada a pronun­ ciarse sobre la gravísima cuestión, sentenció a favor del antipapa. Ahora los puentes entre Urbano VI y Francia estaban rotos13. Casi como contrapeso a este golpe doloroso tuvieron lugar los hechos de Nápoles en favor del verdadero pon­ tífice. Como hemos visto, mientras la corte festejaba al antipapa, el pueblo maldecía su presencia y los honores que se le tributaban. Cierto día un señor de la corte, Anu «Ilustres comunidades como la Universidad de París... toma­ ron parte a su favor (de Clemente)» (cf. G r e g o r ., X II,III, 3). A la muerte de Clemente VII la Sorbona se orientará más bien hacia una pacificación con Roma. Considerando la diplomacia de Urbano VI con respecto a Fran­ cia, Pastor atribuye al papa el designio de liberar al papado del influjo francés; en cambio, Levasti (cf. o.c., p.419) ve en esta inter­ pretación de Pastor una implicación personal, y no reconoce tanta amplitud de programas en la política efe Urbano.

drés Ravignani, oye a un artesano que se hace franca­ mente intérprete de la opinión popular. Ravignani le manda callar y aquel no obedece; por lo que el señor le da un zurriagazo y, aunque fuese sin intención, le hiere en los ojos y le deja ciego. El hecho doloroso viene a ser la señal de la rebelión; el fuego corre de ánimo en ánimo y la ciudad arde. “ ¡Viva el papa Urbano!”, es el grito que explota por todas partes; en pocas horas Nápoles está en manos de la turba; el arzobispo, nombrado por Urbano y alejado por la reina en aquel tiempo, es reconducido triunfalmente a la curia; el obispo cismático es echado fuera. El tumulto repentino desconcierta una vez más al anti­ papa, tanto más que la reina no se siente ya en grado de protegerlo. Clemente se refugia en Gaeta, fortaleza inex­ pugnable, y desde allí espera los eventos, que en Nápoles toman un cariz cada vez más contrario a él; finalmente, se embarca con los cardenales de su partido y hace velas hacia Marsella, alcanzando luego Aviñón, donde se esta­ blece y da comienzos a una pretendida reacción canónica contra el verdadero papa14. Excomulga a los cardenales de Urbano y nombra, a su vez, nuevos purpurados. Desde este momento la confusión se agrava hasta el extremo más doloroso por la existencia aparente de dos sedes de Pe­ dro, la verdadera y la apócrifa, cuyas decisiones no ra­ ramente confluyen sobre el mismo objeto del modo más contrario. Decretos y nombramientos se contraponen so­ bre el mismo asunto o sobre la misma persona, los removedores del fango se aprovechan y los picaros sacan par­ tido... El dolor de Catalina sube hasta consumirla físicamente. En esta angustia le llega un consuelo, que, ¡ay!, se revela luego hasta demasiado ilusorio. La reina Juana, después de la insurrección de su pueblo, muestra un cambio vivo. 14 Levasti observa que justamente con la llegada de Clemente VII a Aviñón «se define, consolida y se hace duradero d asma» que habría de atormentar largamente a la Iglesia (o.c., p.44o j. 375

se declara vencida, reconoce que Urbano VI es el ver­ dadero papa. Se adelanta hasta enviar a Catalina una carta que colma de júbilo el corazón de la destinataria: “Os aseguro que las palabras de una Santa no han sido echa­ das por mí al viento, y que ahora veo claramente cómo el papa Urbano sea el verdadero Pastor de la grey”. Como prueba del mayor empeño, despacha embajadores a Roma para entablar negociaciones con el papa, y Catalina, sa­ bido esto, escribe a los suyos en Siena que se alegren y gocen, ¡porque el corazón del faraón se ha ablandado y se ha removido! La Santa manda luego a Nápoles junto a la reina dos mensajeros de su regocijo: al abad Lísolo y a Neri de Landoccio Pagliaresi, los cuales llegan allá en agosto de 1379. Entre tanto, ninguno ha dado gran importancia al hecho de que Otón de Brunswick, marido de Juana, está ausen­ te del reino, y se encuentra en Alemania para alistar un poderoso cuerpo de mercenarios para calmar la revuelta. Cuando retoma el príncipe, la situación da la vuelta, por­ que las milicias sobrevenidas están en grado de dominar la capital. Entonces la reina se siente segura y reemprende su vieja postura. ¿Cuál es la razón? ¿Ha simulado solamente la propia conversión a la causa de Urbano, o su temperamento mu­ dable (¿o acaso la influencia del marido?) la arrastra una vez más lejos del camino escogido? Sea lo que fuere, la consecuencia es el retorno a la estela del antipapa y la llamada de los embajadores enviados a Roma para tratar con Urbano VI. Para Catalina, la desilusión es amarguí­ sima: acaso la más dolorosa entre tantas de su vida. No obstante ser consciente de las incoherencias de Juana, lleva profundamente en el corazón a aquella alma: ha esperado y temido demasiadas veces por ella; su acción, desplega­ da para reconducir a la reina a sus deberes, ha sido de­ masiado intensa y profunda. “Considero como mía vues­ tra alm a...”; con estas palabras resume su interés espi­ ritual por la soberana. 376

Mas en este momento la realidad se perfila desoladoraJuana es recidiva hasta el punto que no será fácil evitarle la excomunión por parte del papa Urbano. Y, se quiera o no, una tal condena puede ser decisiva para la reina puesto que la Santa Sede mantiene un alto dominio feudal sobre Nápoles: la investidura del reino depende del pon­ tífice romano. Todo el lado humano tiene muy poca im­ portancia para Catalina, mas el caso de Juana es com­ plejo, demasiadas almas de grandes y de humildes giran en torno a ella, y dependen en cierto modo de ella; y una guerra civil removería enormes peligros para lo espiritual como para lo temporal. Una última carta escribirá Cata­ lina a la reina de Nápoles, acaso la más bella entre las muchas que le ha escrito —la más triste—, en la cual la caridad de las relaciones humanas es impelida a un altí­ simo nivel de comprensión y de solicitud1S: "... ¡Ah!, sino queréis mirar a vuestra salud, mirad a los pueblos que os han sido puestos en las manos, a los súbditos a quienes habéis regido tanto tiempo con tanta diligencia y tanta paz; y ahora, por obrar contra esta ver­ dad, los veis disolutos y puestos en tanta guerra y matanzas juntamente, como animales, por la maldita división. ¡Ay de mí, cómo no os estalla el corazón al soportar que por vos estén divididos; y el uno tenga la rosa blanca y el otro la bermeja, el uno tenga la verdad y el otro la mentira! ¡Ay de mí, desventurada de mi alma! ¿Pues no veis vos que ellos han sido todos creados por aquella rosa purísima de la eterna voluntad de Dios, y regenerados por gracia en aquella rosa bermeja de la sangre de Cristo, en cuya san­ gre fuimos lavados de la culpa por el santo bautismo, y nos ha congregado a nosotros los cristianos, y nos ha unido en el jardín de la santa Iglesia? Mirad que ni vos ni nin­ gún otro les ha dado este lavamiento y estas gloriosas rosas; mas sólo la madre nuestra de la santa Iglesia se lo ha dado por medio del sumo pontífice, el cual tiene las llaves de la sangre, el papa Urbano VI. Por consiguiente, ¿cómo os puede sufrir el alma querer quitarles aquello que vos no Ies podéis dar? ¿Y no veis vos que usáis c r u e ld a d con vos misma? Ya que por su mal y destrucción v o s disminuís vuestro estado. Y aún estáis obligada a dar cuenta a Dio> de las almas que en él perecen. ¿Y qué cuenta se te podrá dar? Muy mala. Y, con todo, con gran vergüenza nos p

15 Carta 362 Tomm. 377

sentaremos delante del sumo juez en el último extremo de la muerte, que esperamos pronto. i Ay de mí!, si esto no os mueve, ¿pues no os moverá al menos la vergüenza del mundo, en la cual os veis caída? Mucho más después de vuestra conversión que antes; y más grave ha sido esta última culpa, y más desagradable a Dios y a las criaturas, que aquella de antes. Porque en esta última vos confesasteis la verdad y vuestra culpa; y como hija mostrasteis querer retornar a la misericordia y benig­ nidad del padre; y después de esto ha ocurrido cosa peor que antes; o porque el corazón no era sincero, mas fingida­ mente mostraba aquello que no era; o porque la justicia haya querido que yo haga nueva penitencia de mis viejos y antiguos pecados; esto es, que yo no merezco veros en paz y sosiego apacentaros al pecho de la santa Iglesia. ... Madre dulcísima, por amor de Cristo crucificado sedme dulce y no más amarga; volved un poco a vos misma, y no durmáis más en este tal sueño, mas despertaos en este punto del tiempo que os queda, y no esperéis el tiempo, por­ que él no os espera a vos. Y conoceos con conocimiento verdadero, y la gran bondad de Dios en vos, la cual os ha esperado y no os ha quitado el tiempo en este estado tene­ broso; y esto lo ha hecho por gran misericordia. Y con este deseo abrazad la virtud, vestios de esta verdad, y retornad al padre humillada con verdadero conocimiento; y encon­ traréis misericordia y benignidad en Su Santidad, porque él es padre piadoso, que desea la vida de su hijo. Por amor de Cristo crucificado, no yazcáis más en la muerte del al­ ma, a fin de que esta infamia tan vituperable y mísera no permanezca después de vuestra vida. Ya que la muerte cor­ poral os acosa continuamente, a vos y a toda persona, espe­ cialmente a aquellos que han cumplido el curso de su ju­ ventud. De esto no hay ninguna criatura de tanta potencia ni tan grande que con su poder y fuerza se pueda defender. Esta es una sentencia dada inmediatamente que somos con­ cebidos en el vientre de nuestra madre; a la cual ninguno puede resistir, y no deba pagarla. Y nosotros no somos ani­ males; porque muerto, el animal bruto no es más. Nos­ otros somos criaturas racionales, creadas a imagen y seme­ janza de Dios. De donde, muriendo el cuerpo, no muere el alma en cuanto al ser; si bien muere cuanto a la gracia por la culpa, muriendo en pecado mortal. Por consiguiente, que la necesidad os constriña, y sed piadosa y no cruel para con vos misma. Responded a Dios que os llama con su cle­ mencia y piedad, y no seáis lenta en responderle virilmente, a fin de que no se os diga aquel áspero dicho: T ú no te acordaste de mí en la vida, por eso yo no me acuerdo de ti en la muerte’. Esto es: tú no me respondiste cuando te llamé, mientras tenías tiempo; pasado el tiempo, no tienes ya remedio alguno. Espero en la bondad infinita de Dios que os hará gracia de forzaros a vos misma a responderle con gran solicitud

Este es el grito más apasionado dirigido a la desgraciada soberana de Nápoles, y tanto más apremiante cuanto que Catalina era más consciente del peligro que se acumulaba sobre ella. Urbano VI se había visto constreñido a entrar en tratos con Ludovico o Luis, llamado “el grande”, rey de Hungría, el cual no había vacilado nunca en la fidelidad para con él. Nacido en 1326 de Carlos Roberto de Anjou, rey de Hungría, y de Isabel, reina de Polonia, este sobe­ rano había juntado los reinos paterno y materno. Victo­ rioso contra las poblaciones de la Europa oriental y con­ tra los turcos, había sido condecorado por Inocencio VI con el título glorioso de “Abanderado de la santa Igle­ sia”, y su hermano Andrés, llamado en Italia Andreasso, sólo un año más joven que él, había sido el primer ma­ rido de la reina Juana de Anjou. El sombrío rumor de que él hubiese sido hecho estrangular en el castillo de Aversa, pesaba sobre la corte de Nápoles como un pre­ sagio de Némesis. Cuando Urbano VI, conociendo la fidelidad que le había demostrado constantemente Luis de Hungría y en­ contrándose contrariado por Francia y por Juana, se vio en la necesidad de llamarlo en su ayuda, comunicó tam­ bién la decisión de investir del reino de Nápoles a Carlos de Durazzo consanguíneo de Luis. Carlos en un primer tiempo había sido adoptado y proclamado heredero de Juana, después privado por ella de tales concesiones. Puesto que Luis de Hungría tenía entonces cincuenta años (era coetáneo de la reina de Nápoles), no prestaría atención a tomar las armas personalmente para una em­ presa que, en definitiva, pertenecía a Carlos. Fue, pues, este último el designado para descender al campo si jus­ 379

tamente se llegase a lo irremediable. Las cosas quedaron en este punto; esto es, suspensas hasta un último “ ¡ade­ lante!” que habría de partir simultáneamente de Roma y de la corte húngara para desencadenar chaparrones y rayos sobre la soberana de Nápoles. De todos modos, la excomunión no había sido lanzada aún. Catalina escribió al rey Luis una carta fuerte y, aun­ que invitándole con el tono más animoso a asumir la de­ fensa del Papado, remachó claramente la esperanza de que Juana, obligada por la fuerza, lograse evitar la con­ dena definitiva: "... Posponed toda otra cosa. Quiere el dulce y amoroso Jesús, quien dio la vida por vos con tanto fuego de amor, que vos hagáis cuenta que os son enemigos solamente los principales enemigos de la santa Iglesia y de la luz de la santísima fe. Con todos los otros enemigos vuestros debéis hacer la paz, sea por amor de la virtud y porque vos no seáis privado del afecto de la caridad, y sea por la necesi­ dad de la santa Iglesia. ¿Y soportaréis vos que el anticristo, miembro del demonio, y una mujer precipiten en la ruina y en las tinieblas y en la confusión toda nuestra fe? Os digo que, si vos y los otros señores que podéis actuar, no actuáis con gran solicitud y diligencia, seréis confundidos delante de Dios, y reprendidos duramente por la negligencia y tibieza de vuestro corazón. N o quiero que esperéis la reprensión, porque es muy horrenda, y hecha de otra manera que la reprensión de los hombres. Mas os ruego que vengáis y no tardéis más. Tomad en vuestras manos estos asuntos, puesto que Dios os los da, y poneos este peso sobre las espaldas: recibidlo con la debida reverencia. Tened compasión de vuestro padre, el papa Urbano VI, que está en gran amar­ gura por ver llevar sus ovejas al lobo infernal. Es verdad que sólo se conforta en su Creador, com o hombre que ha puesto su esperanza y su fe en El. Y también espera que Dios os disponga a tomar este peso para honra de Dios y bien de la santa Iglesia. Os ruego, por amor de Cristo cru­ cificado, que cumpláis la voluntad de D ios y su deseo con respecto a vos. ¡Ay de mí!, abrid los ojos del entendimiento sobre estos muertos. Aprended de aquellos gloriosos márti­ res que se abandonaban a sí mismos y se disponían a todo suplicio y a la muerte corporal por amor a la santa fe. Todo el mundo está dividido por esto; la vía del infierno fluye y no se halla quien la haga resistencia: porque no se encuentran sino amadores de sí mismos, los cuales no atien­ den a otra cosa que al bien particular de estas riquezas y estados del mundo, que son pobrezas grandísimas; y de las almas redimidas con la sangre de Cristo no se preocupan.

Quiero, pues, que estéis en verdadera y perfecta caridad como dije que deseaba; a fin de que seáis hombre varonil £ £ ? ^ !P ° n! rOS pronto \ haccr 10 « Pueda, dejando estar toda otra cosa por honor de Dios y por la santa fe. Espero, por su bondad infinita, que os forzará a ello la mente y la conciencia vuestra: conciencia que os ruego sea un estimulo que no os deje nunca estar hasta tanto que yo vea realizado aquello que Dios os pide. Dedicaos pronto a este santo ejercicio; que yo no os lo digo sin razón. Mu­ cho bien provendrá de vuestra venida...” 16.

En la misma carta encontramos la referencia a Juana, dictada por la compasión y por un afecto en Cristo que parece apoyarse en una última esperanza: “... Acaso esta verdad se declararía sin la fuerza humana, y esta pobrecilla de reina se levantaría de su obstinación o por temor o por amor. Ved cuánto le ha sufrido el ’Cristo en la tierra’, en no haberla privado de hecho de aquello que ella se priva de derecho, sólo por esperar a ver si se corrige y por vuestro amor. Ahora, si él lo hiciese, sería justamente excusado delante de Dios y de vos. Y vos mismo deberíais estar contento de que se hiciese esto, no queriendo ella tomar a la misericordia. Y en esto no os debe engañar pasión ninguna; esto es, que os pareciese que a vos y a vuestro reino se le siguiese poco honor de que ella fuese proclamada herética. Y ello es así, que redunda poco honor de ello, porque es pública y manifiesta su herejía. Todavía os sería honor querer ver cumplida la justicia, o hacer jus­ ticia de éste o de todo otro defecto en cualquiera otra per­ sona que fuere, aunque fuese vuestro propio hijo. Os sería tanto mayor honor hacer la justicia en él que en otro. Sé bien que, estando en la dulce madre de la caridad, cono­ ceréis que ello es así. Mas si anduviésemos tras el humo y el agrado del mundo, como hombres de poco y de bajo entendimiento y no real, no lo conoceríais. Dios infunda en vos su luz y gracia. Tomad la navecilla de la santa Iglesia, ayudadla a conducir a puerto de paz y de descanso. N o os digo otra cosa. Permaneced en la santa y dulce dilección de Dios. Perdonadme si os he gra­ vado mucho con palabras: el amor y el dolor por la conde­ nación de las almas me excusen desello; y también la vo­ luntad de Dios, que me ha constreñido a escribiros. Jesús dulce, Jesús amor. Confortad a la reina desparte de Jesu­ cristo y de la mía, y recomendadme a ella”.

Escribiendo también a Carlos de Durazzo, Catalina usó la acostumbrada argumentación: “¿Por qué, pues, aquellos 14 Carta 357 Tomm. 381

que quieren invalidar y anular la elección de Urbano, en un primer momento y por largo tiempo le han reveren­ ciado como verdadero pontífice?” Tal dialéctica inconfun­ dible es seguida con toda la fuerza de las consecuencias: "... Dios os ha elegido como columna en la santa Iglesia, a fin de que seáis instrumento para extirpar las herejías, confundir la mentira y exaltar la verdad; disolver las tinie­ blas y manifestar la luz del papa Urbano VI, el cual es ver­ dadero sumo pontífice elegido y dado a nosotros por la clemencia del Espíritu Santo, a pesar de los hombres mal­ vados e inicuos, amadores de sí mismos, que dicen lo con­ trario, y, como ciegos, no se avergüenzan de decir y hacer contra sí mismos, haciéndose mentirosos e idólatras. Por­ que aquella verdad que ellos nos anunciaron, ahora la nie­ gan; y aquella reverencia que ellos le hicieron, nos la quie­ ren quitar. Muestran los locos que el temor les habría hecho idólatras, adorando y haciendo reverencia al papa Urbano, el cual es verdadero vicario de Cristo. Si él no lo era, como ahora dicen, ¿cómo sufrieron caer en tanta miseria y ver­ güenza del alma y del cuerpo? D e manera que, según ve­ mos, se hacen mentirosos e idólatras. ¿Y no es gran tiniebla ésta, ver en tanta herejía contaminada nuestra fe? ¿Y no es gran miseria ver contaminar y hacer tanto contra la verdad? ¿Ver al cordero ser perseguido por los lobos, y ver poner las almas en manos de los demonios, y desmem­ brar la dulce Esposa de Cristo? ¿Qué corazón hay tan duro que no se ablande? ¿Qué ojos hay que no derramen ríos de lágrimas? ¿Qué señor se puede contener de no dar todas sus fuerzas para ayudar a nuestra fe? Sólo los amadores de sí mismos son quienes no se duelen: sus corazones están endu­ recidos por el amor propio como el del Faraón. N o parece que quiera la divina Bondad que vuestro corazón sea de una tal dureza; y por esto os llama a socorrer a su Esposa. Ablándese, pues, vuestro corazón; y sed varonil con solici­ tud y no con negligencia. Venid rápidamente, y no tardéis más; porque Dios estará por vos. N o hay tiempo que per­ der, porque acarrea peligros. Venid, pues, y escondeos en el arca de la santa Iglesia bajo las alas de vuestro padre, el papa Urbano VI, quien tiene las llaves de la sangre de Cris­ to. Y o sé que seréis varonil, os esforzaréis por cumplir la voluntad de Dios, no preocupándoos de vos mismo; de otro modo, no. Y por eso dije que deseaba veros caballero va­ ronil; y así os ruego que seáis por amor de Cristo crucifi­ cado. Qué gran vergüenza es ante los señores del mundo y desagradable a Dios, ver tanta frialdad en sus corazones que aún no han ayudado a esta dulce Esposa con otra cosa más que con palabras. Mal darían la vida por esta verdad cuando se hacen tan caros de los bienes temporales y del favor humano. Creo que recibirán por ello una gran re­

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prensión. N o quiero que vos hagáis así; mas demos la vida con gran alegría, si es necesario...” 17

Escribiendo estas cartas, como hemos dicho, Catalina contaba aún casi ciertamente con el hecho que, frente a una acción de fuerza por parte de Hungría, Juana se ren­ diría, volviéndose al recto sendero: de ese modo se sal­ varía a sí misma y a sus súbditos. Para conseguir esta meta, la Santa se empeñaba con tanto vigor, sobre todo después que perdiera la esperanza de un coloquio perso­ nal con la reina. Puesto que este medio atrevido no se le había permitido, se veía constreñida a sostener la acción de Urbano VI a largo radio para salvar a la Iglesia de la perdición. Como quiera que sea, la excomunión permaneció en suspenso hasta abril de 1380 y solamente cayó después que Juana hubo mandado milicias capitaneadas por Rinaldo Orsini para capturar a Urbano VI. El papa la ex­ comulgó el 21 de abril y la privó del reino, desligando de la obediencia a sus súbditos, invistiendo con el reinado al mismo Carlos de Durazzo y encomendando su ocupación a Luis, llamado el “grande”, rey de Hungría. El dramático epílogo va más allá de los términos del tiempo de la muerte de la Santa; transcurrió un año y medio antes de que la guerra estallase en el reino de Ná­ poles; en 1381 Carlos entró como triunfador, y casi sin combate, en una Nápoles que le acogió festiva; se apoderó de Juana y no conoció la generosidad del vencedor. En el mismo castillo de Aversa y en donde la voz pública afirmaba que había sido asesinado Andrés de Hungría, hermano del rey Luis, Carlos la hizo estrangular. Mas la funesta historia tuvo unas consecuencias frente a las cuales palidece la Orestiada: el mismo Carlos logró ha­ cerse reconocer rey de Nápoles por Urbano VI, pero, después de circunstancias complejas, rompió con el pon­ tífice, quien le excomulgó. El rey Carlos entonces intentó w Carta 372 Tomm. 383

apoderarse de la persona del papa, el cual, desde Nocera dei Pagani, alcanzó el mar y huyó a Génova. Carlos re­ gresó a Hungría, donde el rey Luis había muerto en 1382 y donde los barones se mostraban descontentos del reina­ do de la reina María. Llegado a su patria en 1384, el nue­ vo rey de Nápoles pretendió también el trono de Hungría y logró en realidad hacerse proclamar rey por los mag­ nates en rebelión contra la reina María. Mas ésta se alió con la reina madre Isabel de Hungría y Polonia, viuda de Carlos Roberto y madre de Luis el Grande: Isabel hizo matar al rey Carlos; antes que terminase el año 1385 ella misma fue hecha prisionera por Orvat, gobernador de Croacia y fidelísimo del rey Carlos, y arrojada a un río para que se ahogara, o, como otros han dicho, fue es­ trangulada en su aposento.

XXXIII. iSANGRE , SANGRE! EL CORAZO N EXPRIMIDO SOBRE LA IGLESIA

¿Cómo terminaría la inmensa aflicción de una Iglesia dividida en dos por el cisma? Catalina hacía propios el sufrimiento y el daño de los pueblos trastornados espiri­ tualmente, su oración se confundía en un acto único de amor suplicante a Dios. Reconstruyendo los acontecimien­ tos de los últimos tres años, ella se remontaba al punto de partida, esto es, al retomo del papa a Roma. ¡Cuanto había ella misma trabajado y llorado y orado para que la gran repatriación tuviese lugar! Y alguno de poca fe, y miope frente a Dios, habría podido reprocharle aquel su celo y aquella su insistencia y echarte en cara que la chispa para tan gran incendio había salido justamente del mal comportamiento del pueblo romano, custodio dema­ siado celoso de la romanidad de Pedro. “ ¡Romano lo que­ remos!", habían gritado los del pueblo, levantándose y amenazando, y de aquel grito había procedido el amedrantamiento de los temerosos cardenales... y ahora éstos se hacían fuertes en la intervención de la plebe para negar todo y para deshaoer todo lo bien hecho. Mas Catalina sabía que la trama verdadera, profunda, era otra, y que sólo el desencadenamiento de las pasio­ nes había suscitado la confusión de la hora presente. Su visión era clarísima, guiada por una luz superior, que bien pocos contemporáneos alcanzaban. Esto le procu­ raba el modo de llorar lágrimas de verdadera agonía, acaso las que más corresponden a las que Cnsto derramó en el huerto de los Olivos. ¿No era el Cuerpo de Cristo nuevamente llagado, afeado y lacerado? Catalina revivía el misterio del Cordero desangrado en la cruz con la pro­ fundidad de su amor, y se consumía en aquel padeoer su­

perior a cualquiera resistencia humana. Fueron semanas y meses de una participación real en el misterio de la Esposa de Cristo desgarrada por las discordias, y no ya una participación de mero sentimiento y solamente afec­ tiva, sino una plena toma de conciencia que inducía a la Santa a asemejarse, en cuanto esto es posible a una cria­ tura, al Cuerpo místico, aceptando fuertemente las penas y heridas del mismo. Si nos paramos un instante en los aspectos contingentes de esta participación, comprenderemos cómo, aunque hu­ manamente se viese favorecida por el hecho de que Ca­ talina había realmente tomado parte en tanta medida en los acontecimientos, la historia de Italia, o lo que cuenta, la historia de la Iglesia, eran un edificio que también ella había levantado o que había sido conjuntado contra la acción desarrollada por ella. Esto la ayudaba desde el primer íntimo movimiento a asociarse estrechamente a una realidad tan compleja; mas su participación era total­ mente diversa de la que un hombre de Estado, un jefe, un monarca, pueden sentir respecto del trozo de historia al cual han colaborado. Catalina superaba desde el pri­ mer instante el dato humano, aunque fuese de eventuales corresponsabilidades entendidas en un sentido meramente histórico, y participaba en su tiempo de un modo mucho más total y sobrenatural. No se trataba, como hemos dicho, de una hora de la grande historia terrena: se trataba de un instante del Cuerpo místico, e importaban bien poco los tiempos y las circunstancias; para ella, todo se des­ envolvía a un nivel y en un tono de eternidad. El Cor­ dero desangrado y el misterio de su sangre dominaban todo, y la envolvían y lo resolvían, y nada debería ha­ berse sustraído a la dulce salvación en ellos. Así, la participación de Catalina se hace siempre más consciente: es aceptación de tareas y de sufrimientos, es espíritu penitencial y de expiación, es experiencia supli­ cante sobre todas las oposiciones y sobre todas las derro­ tas; es, sobre todo, oración de amor. En el amor se com­ 386

pleta y madura, y asume el fuerte y definitivo carácter de holocausto. En las cartas de Catalina del ultimo período esta con­ traseña es claramente recognoscible, y corresponde a un “crescendo” de valores y de temas. Entre tanto, cada día pasa ella por las estrechas vías de la Urbe, entre monu­ mentos y casuchas, desde la Vía del Papa, donde reside (no lejos de la actual iglesia de Santa María sopra Minerva) hasta San Pedro. Desde la Minerva entra en la plaza del Mercado delante del pórtico majestuoso del Panteón, pasa por delante de la iglesia de Santa María Magdalena, desem­ boca en la Vía Santa Lucía; atraviesa el Tíber por el puente Santangelo, llamado entonces puente San Pedro, camina bajo los baluartes del Castel Santangelo, y por las vías del Borgo llega a la basílica. Orar sobre la tumba del Apóstol, he ahí la suprema expresión de su fidelidad. En San Pedro la ven un día los discípulos abatirse como bajo un enorme peso: ha sentido caer sobre sus es­ paldas la navecilla de la Iglesia, como si ella debiera llevar su carga. Cae desmayada sobre el pavimento, y cuando se recobra guarda en sí la conciencia siempre más clara de que su participación deberá ser consumante.

La plenitud del holocausto de Catalina se nos mani­ fiesta especialmente por su último mensaje dirigido acaso a Raimundo de Capua, o acaso a Urbano VI; así, al menos, pensó Tommaseo, basándose en el hecho de que la Santa afirma haber escrito a Urbano VI. Esta página, encontrada como fragmento, se puede considerar como integrante de una última carta al pontífice. Es, de todos modos, una voz inmersa en la atmósfera de dones excel­ sos y místicos coloquios; de su fondo emerge en su perfil ígneo la figura de Catalina ya levantada a un relieve único, y que se ofrece totalmente a sí misma por la salvación de Pedro y de la Iglesia. Raramente nos puede ser dado leer palabras más bellas: 387

“Estando yo acongojada de dolor por el deseo cruciante, el cual había sido nuevamente concebido en la presencia de Dios, porque la luz del entendimiento se había reflejado en la Trinidad eterna; y en aquel abismo se veía la digni­ dad de la criatura que tiene razón en sí, y la miseria en la cual cae el hombre por la culpa del pecado mortal, y la ne­ cesidad de la santa Iglesia, que Dios manifestaba en su pe­ cho; y como ninguno puede tornar a gustar la belleza de Dios en el abismo de la Trinidad sin el medio de esta dulce Esposa, porque a todos nos es preciso pasar por la puerta de Cristo crucificado, y esta puerta no se encuentra en otra parte que en la santa Iglesia, veía que esta Esposa nos ofrece vida, porque tiene en sí tanta vida, que no hay nadie que la pueda matar; y que ella daba fortaleza y luz, y que ninguno hay que la pueda debilitar o entenebrecerla cuanto a sí misma. Y veía que su fruto jamás falta, mas crece siempre. . . . Y creciendo el dolor y el fuego del deseo, gritaba en presencia de Dios diciendo: *¿Qué puedo hacer, oh fuego inestimable?’, y su benignidad respondía: *Que tú de nuevo ofrezcas tu vida. Y jamás darte descanso a ti misma*” l.

Las palabras que siguen nos explican hasta qué punto el alma de Catalina participa por conocimiento y “ansie­ dad” del remedio en la realidad histórica que la rodea. Verdaderamente ella se ha posesionado de los problemas eclesiales y humanos más arduos de su tiempo, y no sólo muestra una conciencia integral de ellos, sino que pro­ pone la solución más generosa y atrevida: que el Papa actúe enérgicamente a fin de quitar los males; mas para dulcificar después los modos y tratamientos: todo esto con la suprema entrega de los buenos, los cuales echarán su vida en el inmenso brasero, puesto que “como está sola la Esposa, así está solo el Esposo” . Es necesario, pues, que todos los fieles participen activamente, y no por mera intuición o sentimiento, sino con el don integral de sí. Entre tanto, su oferta irrumpe como llama cimera: "... mas el deseo se encendía más gritando: Oh Dios eter­ no, recibe el sacrificio de mi vida en este Cuerpo místico de la santa Iglesia. Yo no tengo otra cosa que dar sino aquello que Tú me has dado. Toma el corazón y estrújalo sobre la faz de esta Esposa. Entonces Dios eterno, volvien­

1 Carta 371 Tomm.

do los ojos de su clemencia, arrancaba el corazón, y lo es­ trujaba en la santa Iglesia. Y con tanta fuerza lo había atraído a Si, que, si inmediatamente (no queriendo que el pequeño vaso de mi cuerpo se rompiese) no lo hubiese ro­ deado de su fortaleza, se me habría ido la vida”.

Y en el momento culminante, al irrumpir potente del amor sigue un movimiento más amplio, una alabanza que reconduce a sus justos y definitivos valores el drama de la criatura que se inmola y el de la virtud divina que realiza la salvación: Dios puede todo, no obstante nuestra total inhabilidad. "... Ahora digo: gracias, gracias sean dadas al altísimo Dios eterno, que nos ha puesto en el campo de la batalla, como caballeros, para combatir por su Esposa, con el es­ cudo de la santísima fe. El campo ha quedado libre para nosotros, con aquella virtud y potencia con que fue derro­ tado el demonio que poseía a la raza humana; el cual fue derrotado, no en virtud de la humanidad, mas en virtud de la Deidad. N o es, pues, ni será derrotado el demonio por el sufrir de nuestros cuerpos, mas por virtud del fuego de la divina ardentísima e inestimable caridad” 2.

Catalina escribe estas palabras en medio de circuns­ tancias de particular intensidad y peligro. El agravarse del estado de cosas en torno a ella, en aquella Roma atravesada de corrientes de rebelión, parece que corres­ ponde al agravarse de su salud: hay entre estos dos pro­ gresos como una misteriosa correspondencia, la cual aflora aún a clara luz en un momento histórico preciso. Para entenderlo, debemos volver a algún tiempo atrás. La victoria de Marino y la liberación de Castel Santan­ gelo colmó de júbilo al pueblo romano y el papa dio la noticia a todas las cortes de Europa. Se habría dicho que, después de tales eventos, el prestigio y la autoridad del pontífice se habrían acrecentado, y que el pueblo se apre­ tase en torno a él aún más de cuanto lo había hecho anteriormente. Pareció que así había acaecido en un pri­ mer momento; mas después intervinieron otras corrientes, 1 Carta 371 Tomm. 389

otras voces. Acaso aquel peligro eludido, aquel alejarse de una servidumbre bajo los extranjeros ha alentado la fidelidad de los romanos hacia su cabeza espiritual y tem­ poral. Mientras han visto la espada francesa suspendida o blandiente sobre la Urbe, han reaccionado en sentido urbanista; pasada la amenaza, vuelven a asumir el tono de hijos rencillosos. Como quiera que estén las cosas, se­ rias rencillas serpean por la ciudad y se agravan rápida­ mente. En pocas semanas Urbano VI no es el Padre que es necesario defender, sino un intruso que hay que alejar o suprimir sin más. Naturalmente, no es concebible que el grueso de la población piense de tal modo; mas, como sucede frecuentemente, una minoría facinerosa prevalece sobre la masa tranquila. Ni tampoco sabemos hasta qué punto la revuelta es organizada sistemáticamente; ésta se colora de tintas sombrías y hay quien proyecta matar al papa; se corre la voz de esto entre el temblor de los honrados. La sublevación se anuncia, pues, surcada de sangre, ¡y de qué sangre! Catalina está en conocimiento de tanta gravedad y en la plena conciencia del peligro confirma la ofrenda de su propia vida al Señor por el Cuerpo mís­ tico de la santa Iglesia de Cristo. Casi contemporáneamen­ te compone la oración insigne que transcribimos: “Oh Dios eterno, oh maestro bueno, que has hecho y formado el vasecillo del cuerpo de tu criatura del barro de la tierra. Oh dulcísimo Amor, de tan vil cosa lo has for­ mado, y le has puesto dentro tan gran tesoro como es el alma, la cual lleva tu imagen, Dios eterno. Tú, Maestro bueno, dulce Amor mío, eres aquel Maestro que deshaces y rehaces; Tú rompes y sueldas de nuevo este vasecillo según agrade a tu bondad. A Ti, Padre eterno, yo miserable ofrezco de nuevo mi vida por tu dulce Esposa; que cuantas veces plazca a tu bondad Tú me saques del cuerpo y me vuelvas al cuerpo, siempre con mayor pena una vez que otra; con tal de que yo vea la reforma de esta dulce Esposa, de la santa Iglesia. Yo te ruego, Dios eterno, por esta Es­ posa. También te recomiendo a mis dilectísimos hijos, y te ruego, sumo y eterno Padre, que si a tu misericordia y bondad pluguiese sacarme de este vasecillo, y no hacerme tornar a él, no les dejes huérfanos, mas visítales con tu 390

gracia y hazles vivir muertos con verdadera y perfectísima luz; únelos juntamente con el vínculo de la dulce caridad, a fin de que mueran enamorados en esta dulce Esposa! Y te ruego, Padre eterno, que ninguno me sea arrebatado de las manos; y perdónanos todas nuestras iniquidades, y a mí perdóname mi mucha ignorancia y grande negligencia, que yo he cometido en tu Iglesia: no haber obrado aquello que yo habría podido y debido. Peccavi, Domine, miserere m ei (pequé, Señor, compadécete de mí). Y o ofrezco a Ti y te recomiendo mis hijos dilectísimos, porque ellos son mi alma. Y si a tu bondad place hacerme permanecer aún en este vasecillo, Tú, sumo médico, cúralo, y provee, porque él está todo dilacerado. Danos, Padre eterno, danos a nosotros tu dulce bendición. Amén” 1 *.

La temida revuelta de los romanos tiene en realidad lugar por aquellos días, pero se resuelve en un cuadro digno de insertarse dentro del escenario más cargado de grandes memorias que exista en el mundo. Frente al pue­ blo enfurecido que asalta el Vaticano, Urbano manda abrir de par en par el portón. Cuando la horda tumultuo­ sa penetra en las salas, se encuentra ante el papa vestido de ornamentos solemnes, quien ofrece a su furia el pecho inerme. Tal visión vence a los más fanáticos, la turba cae de rodillas, y por este acto extraordinario de firmeza es domada la insurrección5. Catalina da noticia del hecho a Raimundo de Capua en breves palabras, y es interesante notar cómo ella hace estrecha referencia a la propia condición íntima: “Después el día de la Purificación de María quise oír la misa. Entonces se volvieron a refrescar todos los miste­ rios: y m ostraba D ios la gran necesidad que había, así como apareció después; porque Roma ha estado toda para rebe­ larse, murmurando miserablemente y con mucha irreveren­ cia. Salvo que Dios ha puesto el ungüento en sus corazones; y creo que tendrá buena terminación. Entonces Dios me impuso esta obediencia, que todo este tiempo de cuaresma debería hacer sacrificar los deseos de toda la familia y hacer celebrar delante de El sólo con este fin, esto es, por la Iglesia Santa; y que yo todas las mañanas a la aurora oyese una misa. Lo cual sabéis que para mí es una cosa O raz . XXVI, en la edic. G igli. 1 Cf. M a im b u r g , Storia d el grande scisma 1.1 p.92; Qj REGOR., XII,111,3. 2*

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imposible; mas para su obediencia toda cosa ha sido posi­ ble. Y tanto se ha encarnado este deseo, que la memoria no retiene otro, el entendimiento no puede ver otro, y la voluntad no puede desear otra cosa. Y no de suerte que por esto rehúse las cosas de aquí abajo; mas, conversando con los verdaderos ciudadanos4, el alma no puede ni quiere deleitarse en los deleites de eÚos, sino en el hambre que tienen y tuvieron mientras fueron peregrinos y viandantes 5 en esta vida” 6.

Es, pues, el deseo consumidor de la salvación de la Iglesia el que sostiene y da sustancia a la oración, la voluntad, la esperanza y la acción de Catalina, y el que le da la fuerza para realizar lo inverosímil. Es bajo este impulso por el que se mueve cada mañana, como hemos dicho ya, desde más allá de la Minerva, donde reside, y recorre el largo itinerario hasta la basílica del Apóstol, y camina rápida como si estuviese en pleno vigor, y se en­ tretiene allí hasta el atardecer, encontrando luego la fuer­ za para volver a casa; y cada vez es como una muerte, de suerte que los suyos deben de levantarla extenuada y acos­ tarla sobre la camilla. Ella misma, después de haber ex­ plicado claramente la fijeza del pensamiento en Dios por la salvación de la Iglesia, escribe a Raimundo estas pala­ bras inolvidables: “Con esto y otros muchos modos, que no puedo contar, se consume y se destila mi vida en esta dulce Esposa: yo por este camino, y los gloriosos mártires con su sangre” 7.

Y añade: “Ruego a la divina Bondad que pronto me deje ver la redención de su pueblo1. Cuando es la hora de tercia y yo me levanto de la misa, vos veríais a una muerta ir a San Pedro; y entro de nuevo a trabajar en la navecilla de la santa Iglesia. Allí me estoy casi hasta la hora de las vís­ peras; y de aquel lugar no quisiera salir ni de día ni de noche, hasta que yo no vea un poco firme y estable a este pueblo con su Padre” 9. 4 5 4 7 • 9

Ef 2,19. Heb 11,13; Crón 29,15. Carta 373 Tomm. Carta 373 Tomm. Le 1,68; Sal 73,12. Carta 373 Tomm.

Igual de abiertamente revela el ayuno ya total que prac­ tica: “Este cuerpo está sin ningún alimento, aun sin la gotilla de agua; con tantos y tan dulces tormentos corporales cuanto yo haya sufrido jamás en algún tiempo; de tal manera que mi vida parece estar colgada de un pelo”.

Condición transferida fuera de las leyes naturales, den­ tro de un espacio que muestra plenamente la impronta de la intervención divina. Y pasan los días indicando el agravante de los sufri­ mientos. En particular le son trabajos penosísimos los asaltos demoníacos, a los cuales se halla expuesta; aquellos que asisten los describen con tintas de extraordinaria po­ tencia. Mas estas insidias repetidas no perturban su paz íntima, corroborada por la conciencia del martirio: “Ahora no sé lo que la divina Bondad querrá hacer de mí; mas... me parece que este tiempo yo lo deba confirmar con un nuevo martirio en la dulzura de mi alma, esto es, en la Santa Iglesia: después quizá me hará resucitar con El; pondrá fin y término ya a mis miserias y a mis cruciantes deseos”

Entre tanto, las noticias de que la “Mamma” se ha agravado llegan a Siena y producen una impresión pro­ funda. Bartolomé Domenici llega a Roma, y cuando en­ cuentra a la Santa tendida en su yacija hecha de tablas, tiene la impresión de que está en un sarcófago. Las manos y los pies parecen disecados al sol; sin embargo, el rostro consumido resplandece aún con una especial armonía an­ gélica. Fray Bartolomé llora y le pregunta: — Madre mía, ¿cómo estáis? Cuando le reconoce —es él mismo quien nos lo cuen­ ta— , trata de mostrarle su alegría, mas no puede hablar; él se ve obligado a acercarse a sus labios y oye esta res­ puesta: __Todo va muy bien, gracias a la misericordia de nues­ tro Salvador. I(> Carta 373 Tomm. 393

—Madre — añade Domenici— , mañana es Pascua y yo desearía celebrar aquí la santa misa, daros la comunión y también a todos vuestros hijos espirituales. Entonces ella responde: — ¡Si lo quisiese realmente nuestro dulce Salvador, si quisiese realmente permitirme recibir la santa comunión! La mañana siguiente, durante la misa Catalina perma­ nece inmóvil hasta la comunión; entonces se levanta, llega hasta el altar sin que ninguno la sostenga, se arrodilla con los ojos cerrados y las manos cruzadas sobre el pe­ cho, y en esta posición recibe la eucaristía; permanece luego en éxtasis largo tiempo y las compañeras la atien­ den sobre el lecho. Más tarde, hablando con fray Bartolomé, dice clara­ mente: —Estad ciertos que, si yo muero, la sola causa de mi muerte es el celo que me devora y me consume por la causa de la santa Iglesia; yo sufro con gusto por su libe­ ración y estoy pronta a morir por ella. También Esteban Maconi llega a Roma por estos días. Ha tenido en Siena un presagio especial y ha dejado todo apresuradamente para volver a ver a Catalina. — Has venido finalmente —le dice ella— , hijo mío, y has sido obediente a la voz de Dios, que no dejará de hacerte conocer su voluntad. Ve, confiesa tus pecados y prepárate a dar la vida, si es preciso, por el sumo pontí­ fice Urbano VI. Y en otro momento le dice: —Yo deseo y te mando en nombre de Dios y de la santa obediencia que entres en la orden de los Cartujos, porque Dios te quiere y te llama a aquella Orden. Esteban Maconi mismo, llegado a ser prior de la Car­ tuja, escribirá un día respecto a sí mismo y a aquellas palabras asombrosas: “Yo digo para honra de Dios y de su sierva Catalina que, cuando me mandó en nombre de la santa obediencia entrar en los Cartujos, nunca, ni siquiera 394

una vez, había yo pensado entrar ni en aquélla ni otras órdenes religiosas. No obstante esto, después de su muer­ te, sentí un deseo grandísimo de obedecerla, de suerte que, si todo el mundo se hubiese puesto en contra mía, no me hubiese importado” ". ’

Desde hace ocho semanas Catalina no logra ya hacer movimiento alguno. Le es imposible sostenerse de cos­ tado y sufre penas indecibles. Llega al punto de no poder doblar el cuello y no poderse volver lo más mínimo. El relato de los últimos días, debido no se sabe bien si a Barduccio Canigiani o a Esteban Maconi, es rico en detalles: la noche que precede al domingo 29 de abril de 1380 la Santa sufre un abandono de fuerzas y a todos les parece que entra en la agonía. Ella se da cuenta, y quiere reunir a la familia en torno a su lecho, luego hu­ mildemente hace una señal al sacerdote de que desea la absolución de las culpas y de la pena, favor particu­ lar que le ha concedido el papa. Se la da Juan Terzo, agustino maestro en teología. Puesto que las fuerzas de vez en vez van disminuyendo, y ella yace casi exánime, de suerte que la diferencia entre vida y muerte sólo se nota en una leve respiración, le administra la extrema unción el abad de San Antimo. Poco después se nota en ella un fuerte cambio y la expresión del semblante y los movimientos de los brazos dicen claro cómo sufre un duro asalto de las potestades de las tinieblas. Aquel terrible conflicto dura hora y me­ dia; los presentes la ven hacer señales con los ojos y con la cabeza que no logran interpretar. Pasada media hora en un silencio temeroso, comienza a murmurar sílabas con un timbre de indecible intensi­ dad: Peccavi, Domine, miserere mei (pequé, Señor, com­ padécete de mí); y parece como si en aquellas palabras '■

a.

D ra n e ,

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desembocase todo su deseo inmenso de Dios: y las repite, las repite hasta sesenta veces al menos. Y de cuando en cuando las cambia diciendo: “Oh Dios, ten piedad de mí y no te alejes de mi mente”, y también: “Señor, apresú­ rate a socorrerme”. En un cierto momento, con santa vehemencia, como respondiendo a alguno que la acusase, exulta: “¿Vanagloria?... Jamás, jamás... Solamente la gloria de Jesús crucificado”. Transcurrido este tiempo, el semblante se transfigura, la sombra oscura se disipa, y da lugar a una expresión ma­ ravillosa de ángel. Los ojos, velados por las lágrimas y casi extinguidos, se avivan y se hacen espléndidos. La San­ ta parece un rayo que sale de un tétrico abismo. Se levanta un poco de la yacija, sostenida por Aleja, y llega a sentarse; fija la mirada en el crucifijo y ora lar­ gamente en voz alta, recapitulando la propia vida con hu­ mildad extraordinaria, como si hubiese sido un tejido de faltas, de insuficiencias. Y cuán sorprendente es aque­ lla su mirada que penetra en un pasado privilegiado por la gracia, el amor, los heroísmos y se empeña en discer­ nir en él tenues fibrillas opacas, la casi inevitable “con­ traluz” de la naturaleza terrestre. Ahora la gran agonizan­ te pone de relieve, delante de sus hijos y discípulos, una urdimbre sutilísima que sólo ella ve: “Tú, Padre misericordioso, siempre me has invitado a apremiarte con apasionados, dulces, amorosos y dolorosos deseos, con lágrimas y con humilde, continua y fiel oración, por la salud del mundo entero, y por la reforma de la santa y dulce Iglesia...; y yo, miserable, jamás te he res­ pondido, mas me he dormido en el lecho de la negligencia... Tú, dulcísimo Dios, me has puesto para regir almas y me has dado tantos hijos e hijas amados, a los que yo amo con singular amor y los enderezo y guío con solicitud por el camino de la verdad; y yo les he sido un espejo de miseria... Mi entendimiento no se ha parado y ha contemplado tu verdad y, con todo, mi voluntad no se ha dispuesto a amarte y seguirte con todas mis fuerzas, sin medianías; así como Tú me pides” 1J. u Tránsito de las Cartas de S. Caterina, p o r M is c ia t e l l i , vol.VI p.178-179.

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La dulce acusación fluye, porque una vez más tiene lugar en su alma, y acaso como nunca jamás hasta este instante, el deslumbramiento divino: el alma, llegada aho­ ra a un elevado grado de unión con su Creador, colmada de luz, transida de gracia, volviéndose hacia el pasado, des­ cubre el polvillo que le ha acompañado y la bruma que le ha contrariado. Y todo le parece como calígine de culpa o defecto, visto así por el pleno reverbero de la proximi­ dad de Dios. Quien mira al sol, al volver la vista a los objetos acostumbrados, los ve jaspeados por manchecillas de sombra. Todos lloran en torno. Sienten que aquí, junto a ellos, se verifica una realidad augusta; Lapa se acerca llorando deshechamente; se encomienda a las oraciones de la hija, pidiéndole muchas veces su bendición, y Catalina, con sumisión conmovedora, se la pide muchas veces a ella. Así se unen los dos corazones en el acto silencioso y reiterado del supremo auspicio en Dios. Desde el naci­ miento a la muerte esta hija ha ayudado a la madre a sublimar el afecto y la indómita potencia de la materni­ dad, que es la contraseña eminente de Lapa, en ofrenda y en un terso valor espiritual; madre desde la raíz de su ser, sufre ahora como si su viejo corazón se abriese al primer dolor. Ha visto morir a quince hijos; ha sentido desgajarse de su seno por turno hasta ocho nietecitos, pero acaso no ha sufrido nunca tanto como ahora, en el momento en que su Catalina yace casi extinguida. —Pide a Dios me dé la fuerza de ser buena, de no rebelarme, de no ofenderlo jamás. Ese es el peligro: no aguantar y pecar por rebelión... y Lapa se espanta de esto mucho más que del dolor en sí y por sí. ¡Cuánto progreso en esta mujer, que, en la plenitud de los años, se arañaba el rostro porque Cata­ lina se había cortado los cabellos! Hasta qué punto ha conquistado ahora el secreto verdadero del dolor, ella que, en sus duelos de un tiempo, casi se enfadaba con Dios: ahora, frente a un arrancamiento que conmovería 397

a los ángeles, Lapa intuye y acoge el sufrimiento en su enormidad, mas lo que no quiere, lo que propiamente no quiere, es contristar al Señor. Acaso todos los otros, Aleja, Cecca, Lisa, Juana, Juan Terzo, Barduccio, Esteban..., quienes lloran en torno a Catalina, están en la misma condición de espíritu: Así la agonizante los siente unidos en un solo acto de ofrenda, y con sus voces y con sus almas cumple el acto extremo de fidelidad a la Iglesia: ruega por el papa. Y luego se dirige aún al Padre que está en los cielos, y pronuncia por sí y respecto de los suyos las palabras más humildes y más augustas: “Padre, tuyos eran y Tú me los diste, y yo ahora te los devuelvo. Tú, Padre eterno, gobiérnalos y protégelos, y te ruego que ninguno me sea arrebatado de las manos”.

Y todavía dice: “Señor, Tú me llamas a Ti, y yo voy: no por mis méritos, sino por la gracia y virtud de la precio­ sísima sangre”. Al fin repite muchas veces: “ ¡Sangre! ¡Sangre!... ¡Pa­ dre, a tus manos encomiendo mi alm a!...” Reclina dulcemente la cabeza y entrega el último alien­ to al Amor. Es cerca de la hora de sexta del domingo 29 de abril de 1380.

398

A PE N D I C E

El

« p u e n t e » y « t r e s e s c a l o n e s » d e l « D iá l o g o » EN RELACIÓN A ALGUNAS FUENTES Y A ALGÚN EPÍGONO

La parte central del Diálogo, dedicada a la doctrina del “puente” y de los “tres escalones”, no solamente es la parte más original y vigorosa como símbolo, sino también la más importante bajo dos aspectos: a) como afirmación cristocéntrica en las relaciones en­ tre Dios y el hombre, y en la compleja obra de la sal­ vación; b) por la agudeza con que distingue los diversos gra­ dos del amor en el itinerario hacia la perfección. Considerando estos dos aspectos, se nos ocurre pregun­ tarnos hasta qué punto se coloca Catalina en la secuen­ cia de los grandes maestros de ascética y mística, que han estudiado los diversos grados del amor espiritual. ¿De quiénes ha tomado, o de cuáles ha sido influenciada, in­ directamente si no de otra manera? Y es claro que el carácter eminentemente inspirado del Diálogo no excluye estos interrogantes, en cuanto que la inspiración mística no anula el substrato psicológico y los conocimientos cul­ turales; al contrario, potencia aquél y éstos, obrando de suerte que aflore en la expresión completa de la obra. Se trata, pues, de indagar los precedentes literarios y espi­ rituales para considerar su eventual aportación a la re­ dacción definitiva del Diálogo. La cuestión, como quiera que sea, es de una amplí­ sima portada, y comprometería a un libro entero; ¡y qué libro!, si éste fuese nuestro cometido. Por ello parece teme­ rario desflorar el argumento con el riesgo de dar una respuesta precipitada y exprimida, y, sin embargo, nos ve­ mos empujados a aludir brevísimamente a alguna de aque­ llas relaciones. El primer problema se plantea respecto de la génesis de la doctrina del “puente”; el segundo, es399

trechamente ligado al primero y, con todo, diverso y mu­ cho más amplio, concierne a la génesis de los tres “esca­ lones”. Comenzamos, pues, por el problema de cómo se ha formado la imagen del “puente” en la mente de Santa Ca­ talina. Eminentes estudiosos han tratado el asunto en una medida amplia: Bastará ver el estudio del P. Grion sobre Santa Catalina de Siena, doctrina y fuentes publicado en Brescia en 1953, y vuelto a publicar (en su primera parte, páginas 11-153) en la Positio del Doctorado en 1968, y ver al mismo tiempo el estudio del P. Jacinto D’Urso, El pensamiento de Santa Catalina y sus fuentes, aparecido en Sapienza, en 1954, 3-4 (p. 335-388), y vuelto a publi­ car en la Positio del Doctorado en 1968. Bastarán, repe­ timos, éstos y otros estudios sobre el asunto para que nos demos cuenta del progreso logrado en este campo. El P. D’Urso llega a la conclusión de que entre las fuentes más directas del “puente” no debe de contarse en primer lugar a Hubertino de Casal, como ha creído Grion; sub­ raya, en cambio, de modo particular la correspondencia entre el Specchio di Croce (Espejo de la Cruz), de Do­ mingo Cavalca, y el Diálogo, pasando después a otras nu­ merosas indicaciones de fuentes posibles, entre las cuales pone en evidencia una página de los Diálogos de San Gre­ gorio Magno (libro IV n.36) traducida por el mismo Cavalca. Citaremos esta página, pues realmente parece interesante para nuestra investigación: “De un Caballero, que tornando al cuerpo dijo que ha­ bía visto un puente, por el cual van las almas. Capítu­ lo XXXVIII. ” ... Un caballero de esta nuestra ciudad, herido en aque­ lla misma peste, vino a morir. El cual luego que murió, después de un poco de tiempo volvió a la vida, y contaba aquello que había encontrado. Pues entre otras cosas dijo que vio un puente, bajo el cual pasaba un río negro y te­ nebroso, que despedía un hedor intolerable. Y, pasado el puente, había allí prados llenos de flores fragantes y árbo­ les bellísimos, en los cuales había grupos de hombres muy bellos vestidos de blanco; y el olor que salía de aquel lu­ gar era tanto y tan sin medida, que saciaba a todos aque­ llos hombres; y aquí había habitaciones bellísimas y llenas 400

de luz; y allá se edificaba una casa muy grande y noble. Y le parecía que se edificase aún con piedras de oro; y no podía saber de quién fuese. Y a la orilla de dicho río había algunas habitaciones; y algunas eran muy hediondas por la niebla fétida del río; y en algunas no entraba el susodi­ cho hedor. Y por este puente era necesario que pasasen los buenos y los reos; y los buenos pasaban con seguridad, mas los reos todos caían en aquel río tenebroso y fétido... Aquí aún decía que vio a un peregrino, el cual llegado que hubo al predicho puente, lo pasó con tanta autoridad cuan­ ta era la sinceridad en que había vivido en este mundo. Dice también que vio al susodicho Esteban, el cual, que­ riendo pasar, resbaló para fuera y cayó bien en el medio, fuera del puente, y fue cogido de los muslos por algunos feísimos espíritus, que lo arrastraban ya por el río, y por algunos otros bellísimos ángeles era tirado por los brazos hacia arriba. Y estando en esta batalla, en que los espíritus malignos tiraban de él para abajo y los ángeles tiraban para arriba, éste que lo contemplaba fue tomado al cuerpo, y quién venciese en esta batalla, no lo supo” (Diálogos, l.IV c.36; cf. PL. 77,384-388). Parecería a primera vista que existiese afinidad entre las dos alegorías del “puente”; sin embargo, las diferencias son notables. En los Diálogos de San Gregorio, éste es una alegoría no perfectamente definida; se la podría considerar como figu­ ra de la vida: para Santa Catalina, es Cristo, el cual en la unión de las dos naturalezas reúne cielo y tierra. Sobre el puente de San Gregorio deben pasar todos, buenos y malos. Caen los malos, mas resbala también uno que tiene buena voluntad; en Santa Catalina el que va por el puente se salva. Ir por él es fruto de libre elección que el demonio busca impedir, presentando como más fácil el “camino de debajo”. Si el hombre usa su razón, no se deja engañar. En el puente de San Gregorio la lucha es entre espíritus buenos y malos; el hombre, entre unos y otros, parece pa­ sivo. En el Diálogo cateriniano ir por Cristo-puente es un progresar hacia la perfección del amor y hacia la perfec­ ción de la libertad. El puente de San Gregorio conduce a prados floridos y 401

árboles, y sobre la orilla hay casas preciosas y casas féti­ das. Esta presencia de las casas pútridas hace pensar en un “más allá” que no es sólo el bienaventurado. En cambio, por Cristo-puente se llega al “mar pacífico” de la “esen­ cia divina”. Como se ve, las diferencias son importantes, y sobre todo en los significados internos de las dos alegorías, de suerte que no es fácil afirmar una proveniencia real del “puente” cateriniano de aquel de San Gregorio. De todos modos, nos es fácil pensar que las fuentes lite­ rarias directas o indirectas pueden haber sido variadas y numerosas, si se pone mientes en los muchos encuentros espirituales que la Santa tuvo en su agitada vida. Y, por su parte, el P. D’Urso insiste agudamente en el método histórico a seguir para esclarecer la verdadera génesis del “puente” y de los “escalones”. Esta investigación ha de hacerse, ante todo, a través de las cartas de la Santa: “La lectura de las cartas ya dispuestas en orden cronológico nos da indicaciones preciosas sobre la génesis de los con­ ceptos caterinianos. Allí se distinguen tres tiempos, apare­ ciendo primero la cruz-árbol, luego la cruz-escala, luego el puente”. La primera que surge es la imagen de la cruz-árbol, que encontramos en las cartas 23 (Dupré-Theseider, esto es, la 101 de Tommaseo-Misciatelli), 46 (D.-T., 139 T.-M.) y 48 (D.-T., 132 T.M.). Estas cartas han sido escritas entre el 1374 y el 1375, y el P. D’Urso nota cómo en ellas se hace sentir mucho la influencia de Cavalca. A poco más de un año de distancia, esto es, en marzo de 1376, encontramos la figura de la cruz-escala, en la carta 62 D.-T. y 75 T.M.: “ ... Nuestro Salvador ha hecho de su cuerpo una escala, y sobre él ha hecho los escalo­ nes... Si consideráis los pies... ésos han sido... puestos por primer escalón”, y aquí una expresión transportada casi a pulso de Cavalca: “Porque como los pies llevan el cuerpo, así el afecto lleva al alm a...” Luego continúa la carta: “Mas sube después a lo alto y llegas al costado abierto... y allí encontraréis el fuego... de la divina caridad... De donde entonces se levanta... y llega al otro escalón, esto es, a la boca...” La imagen, pues, del puente no nace antes de su es­ 402

tancia en Val de Orcia, esto es, después del verano de 1377, y —concluye el P. D’Urso— se asoma a la mente de un modo casi natural, preparada por las fases de los conceptos precedentes. La carta 272, que por primera vez nos presenta el puente en una descripción que ha servido despues como cañamazo para el Diálogo, y en muchos pun­ tos ha sido trasladada a pulso al Diálogo mismo, no puede ser anterior a la estancia en el Val de Orcia. “Sin embar­ go, el pasaje a esta nueva alegoría debe de tener su razón psicológica e histórica, ya que introduce elementos nue­ vos respecto a los precedentes: el camino interrumpido, el río tempestuoso, la unión de las dos naturalezas en Cristo, y, finalmente, una más clara correlación con las tres po­ tencias del alma y los estadios de la vida espiritual”. Es claro que, si Catalina tuvo conocimiento del Arbor V itae de Hubertino de Casal, esta nueva alegoría puede haberse inspirado en tal libro, aunque siempre en corres­ pondencia a puntos de contacto precisos y circunscritos; pero no es fácil demostrar que Catalina haya podido tener conocimiento de él. Parece más probable que ella haya barruntado la página de San Gregorio que hemos citado, que por sí sola era apta para suscitar en su mente fervien­ te como primer germen la plenitud de simbolismo que ad­ miramos en el Diálogo■ Mas es de notar con el P. D’Urso que el símbolo mismo “en su conjunto así como está esbo­ zado en la carta 272 y desarrollado luego en el Diálogo, es fruto de una intuición de Catalina, es verdaderamente su visión, tomada la palabra en sentido propio y figurado juntamente. La 272 es el relato de una visión que trascien­ de harto aquí y allá los detalles absorbidos por la imagición de la Santa. Con todo, es importante notar que la alegoría del puente por sí sola no tendría ningún valor si en el Diálogo no hubiese sido amplificada con la figura de Cristo-escala; y que el esquema de los tres escalones, que representan las tres potencias y los tres grados del amor de Dios, y la dinámica del subir, regida por el principio “el corazón del hombre es siempre atraído por el amor (Dial, c.26; Esp. de la Cr. c.2), son debidos indudablemen­ te a la meditación y asimilación de Cavalca”. Pasemos a unas alusiones respecto de la génesis de los

tres “escalones”, a los que seguirán las “lágrimas” y las “luces”. Como hemos dicho, estos elementos representan los “grados del amor” según Santa Catalina y se insertan por ello entre las muchas escalas de amor descritas por los ascéticos y místicos a través de los siglos. Varios nombres se agolpan a la memoria desde Juan Clímaco, quien nos ofrece sus treinta modulaciones del Amor divino, al Pseudo-Dionisio, a Casiano..., a Tomás de Aquino, a Bernardo de Claraval, a Hubertino de Casal, a San Buenaventura, a Ricardo de San Víctor, a Taulero... Y en primer lugar, puesto que hablando del “puente” habernos notado una supuesta y discutida influencia de Hu­ bertino de Casal sobre el simbolismo de Santa Catalina, pongámonos el problema de si Hubertino, con sus seis grados de la “Escala de amor”, habrá influido sobre los tres-cuatro grados de Santa Catalina. En Hubertino el pri­ mer grado es la suavitas, es decir, que el alma, meditando en Dios, comienza a sentir dulzura. El segundo denota ya la avidez del alma, que se acostumbra a la dulzura y an­ hela gustarla cada vez más. El tercero corresponde a la saciedad de los bienes de este mundo que el alma, ahora toda inclinada a los gozos espirituales, rechaza. El cuarto es la ebriedad, que consiste en un amor de Dios tan gran­ de, que no se contenta con renunciar a los bienes terrenos, sino que desea el sufrimiento. El quinto es la exigencia de conformarse con el Amado, mientras el alma sube al deseo de unión con Dios. El sexto es ya la quietud, el reposo en la unión con Dios ya conseguida. Como se ve, la impostación cateriniana es diversa, son diversos los términos de la gradación. No sería posible en­ contrar una correspondencia verdadera de los valores en­ tre la “escala” del fraile Menor y los “escalones” de la dominica, y ni siquiera sería posible encontrar una cierta armonía como aquella que, entre paréntesis, notaremos aquí entre la escala hubertiniana y la gran “escala” de San Juan de la Cruz: diversísimos y lejanos los ambientes y las dos figuras, es también imposible aquí una aproximación válida; sin embargo, se puede notar la afinidad de la im­ postación basada en la insatisfacción (y luego disgusto) frente a los bienes terrenos, y en el gusto de Dios que se

afirma gradualmente hasta convertirse en búsqueda ar­ diente, amor operante, amor paciente, deseo consumidor, y después amor unitivo en sus varios grados extáticos hasta el desposorio místico. Lo que en Hubertino está apenas delineado y dispuesto sin un conocimiento psico­ lógico y místico-experimental adecuado, en San Juan de la Cruz toma asiento de un modo lógico y experimental­ mente realístico y en una luz espléndida. Nótese de todos modos la coincidencia respecto al cuar­ to grado, concebido como “amor de sufrimiento” ya por Hubertino, ya por el gran doctor del quinientos, y nótese también las diferencias de sucesión del tercer grado de Hu­ bertino (“saciedad”, esto es, insatisfacción-disgusto frente a los bienes de la tierra) en relación con el “disgusto de los bienes terrenos” que en San Juan de la Cruz está entre el primero y el segundo grado; y análogamente la diversa colocación de la “ebriedad de amor divino”, que en Hu­ bertino indica el tercer grado y precede al amor paciente, y en San Juan de la Cruz constituye el quinto grado y por ello sucede al “amor paciente”, considerado como cuarto grado. Hemos citado precipitadamente este ejemplo de corres­ pondencia o, más bien, coincidencia, en confirmación del hecho que los tres “escalones” caterinianos no tienen de­ pendencia alguna de Hubertino de Casal, mientras que se pueden acercar moderadamente a otras “escalas”, por ejemplo, a la de Casiano y a la de San Bernardo. Casiano, en la colación XI, distingue también tres “es­ calones”, de los cuales el primero denota el temor servil frente a Dios, el segundo la esperanza del premio, el ter­ cero el afecto del hijo. Mas, como es evidente, las analo­ gías con el esquema cateriniano son débiles, en cuanto que para la Sienesa el segundo escalón es ya amor de amigo, mientras el segundo escalón de Casiano se basa aún en la esperanza del premio; falta, además, en Casiano el cuarto grado cateriniano, que, en cambio, es de la mayor impor­ tancia. Más parecida, caso de que lo sea, a los escalones del “puente” puede parecer la escala de San Bernardo, que nos presenta cuatro grados: quien se encuentra en el primer peldaño, se ama por sí mismo; quien está en el segundo, ama a Dios por interés propio; el que está en el tercero, 405

ama a Dios por sí mismo; quien está en el cuarto, se ama a sí por Dios. Y es sabido que en un primer tiempo San Bernardo consideró el cuarto grado como irrealizable en esta vida, y después, en cambio, escribiendo el D e diligencio Deo, admitió su posibilidad. Sin embargo, por más que se quiera buscar un sustrato del pensamiento cateriniano en los escritores precedentes, con todo, queda clara y destacada la originalidad de la Santa en haber transferido los diversos escalones al sacra­ tísimo cuerpo de Cristo, o, más bien, en haberlos identifi­ cado con la santísima humanidad misma. Esta transposi­ ción atrevida del símbolo de vaga abstracción a la más alta concreticidad cristológica marca la innovación cateri­ niana, debida ciertamente más al juego del amor y de la inspiración mística que a la inteligencia natural. Esta últi­ ma, por más penetrante que pueda ser, no llega allá arriba, donde, en cambio, el soplo sobrenatural espira libremente. Otro punto de relieve es el modo en que la Santa con­ cibe el segundo escalón: llegada a éste, es decir, al costado, el alma penetra ya en el “secreto del corazón”, lo cual le abre la inconmensurable riqueza del amor divino, y se adentra ahora en este mar con afecto de siervo fiel, mas también de amigo, lo cual le consentirá casi irresistible­ mente subir al tercer escalón —la boca— y de alcanzar así el amor unitivo. El cuarto grado, estrechamente con­ nexo con el tercero, le consentirá después gustar los gra­ dos unitivos extáticos hasta el culmen de ellos. En cierto sentido, la doctrina de Catalina es mucho más atrevida que la enunciada por San Bernardo, quien con­ nota el segundo escalón con el símbolo de las manos más bien que con el costado. Todo esto respecto de la génesis del “puente” y de los “escalones” caterinianos. Sentimos vivamente que el ca­ rácter del presente trabajo no nos permita una ojeada a la otra cuestión de vivo interés, constituida por la influencia que el pensamiento de la Sienesa pueda haber ejercido so­ bre los escritores de ascética y mística que le siguieron y, en particular, sobre los grandes maestros españoles del qui­ nientos. Campo amplísimo de investigación este también,

enriquecido por estudios notables de diversos períodos. Ahí están San Antonino, y Dionisio el Cartujano, y Lo­ renzo Justiniano, y Santa Teresa, y San Juan de la Cruz, y Magdalena de Pazzis, y Luis de Granada y tantos otros aún. Es cierto que los místicos españoles del quinientos han experimentado todos más o menos la influencia de Santa Catalina, directa o indirectamente. Si ya en el siglo xv el eco de la vida y del pensamiento de Santa Catalina habían llegado a España a través de los manuscritos, predicación y la difundida cultura ascéticomística, a comienzos del siglo xvi la traducción impresa de la Leyenda, de Raimundo de Capua, y luego la de las Cartas y Oraciones de la Sienesa, contribuyeron a un cono­ cimiento mucho más amplio y profundo. El influjo cateri­ niano lo encontramos en todos los grandes místicos ibéri­ cos del quinientos: en Santa Teresa, en San Juan de la Cruz, en Luis de Granada, en Luis de León, como tam­ bién en las corrientes espirituales de la más amplia tona­ lidad; bastarían algunos juicios y episodios para confir­ marlo. Citemos, por su importancia, las Condones (o ser­ mones) de Luis de Granada en honor de Santa Catalina y la Apología de Antist, para el siglo xvi, como también pa­ ra los tiempos modernos el juicio del P. Arintero, quien ve en los tres “escalones” de Santa Catalina la más equi­ librada y perfecta expresión de la “escala” del amor.

407

I N D I C E

Págs. Presentación.............................................................. Abreviaturas e indicaciones sumarias más FRECUENTES.............................................................. Bibliografía ...............................................................

I. II. III. IV.

La primera visión y la celda del alma . La «plenitud del espíritu»............... «Hermana de la penitencia».............. «Tú eres la que no es, yo soy el que s o y »................................................ V. Dos son los preceptos del amor........ VI. «Bien venida la Reina de Fontebrand a »................................................... VII. Comienza la «Familia» de los «Caterinatos».............................................

xi XV xvii

3 13 21 30 45 55 65

V III.

«Señor, te doy tu corazón»..................

IX .

Andrés de Naddino. Ghinoccia y Fran­ cisca. Los dos condenados al suplido .

88

X.

La ciudad murmuradora........................

100

Bernabé Visconti: «Italiae splendor Ligurum Regina Beatrix» (Esplendor de Italia, Reina de los Ligures, Bea­ triz) ............................ ...................................

110

X I.

Raimundo de Capua. La peste en Sie­ na. La gran pacificadora.................... XIII. Nanni de Ser Vanni. Iniquidad de la «justicia». Nicolás de Toldo.............. XIV. Pisa y los Gambacorti. Cartas que hor­ miguean. Los estigmas, grada suma... X V . El drama de la Iglesia en Italia.........

76

XII.

124 136 149 164

IX

Págs. X V I. X V II. X V III. X IX . XX. X X I. X X II. X X III. X X IV . XXV. XXVI. X X V II. X X V III. X X IX . XXX. X X X I. X X X II. X X X III.

Entre Pisa y L u ca............................... Cartas al «dulce Cristo en la tierra» ... La guerra........................................... El encargo de hacer la p a z Gregorio X I ...................................... Retorno a R om a................................ Belcaro. Roca de O rcia..................... Val de Orcia y San Antim o............... «Espíritu Santo, ven a mi corazón». Las grandes cartas desde el Val de O rcia ................................................. Tumulto en Florencia .................... El Diálogo: Proemio y doctrina gene­ ral. Doctrina del puente................... El Diálogo: doctrina de las lágrimas; doctrina de la verdad.................... El Diálogo: El Cuerpo místico. La Providencia. La obediencia.............. El cisma en Rom a.......................... Las cinco naranjas del amor sagrado. El buen combate............................. La reina estulta.............................. ¡Sangre, sangre!... El corazón expri­ mido sobre la Iglesia ...................

A p é n d i c e ...........................................................................

176 187 194 204 215 224 234 247 258 275 296 313 319 333 345 357 367 385 399

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