Cristianos Por Dentro P Federico

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LECCI ON

LUZ

¥

A MOR”

Volumen extraordinario

P. FEDERICO DE SAN JUAN DE LA CRUZ, Cfwroelita Descalzo

CR ISTIAN O SP08D EN TR O

EDITORIAL DE ESPIRITUALIDAD

Triano, 7. MADRID . Í6 19 6 1

COL ECCI ON

’ LUZ

Y AMOR

Volumen extraordinario

P FFDER1CO DE SAN JÜAN DE LA CHUZ, Cjucmelita Descalzo

4

V .

HISTUMSFHΟ ΕΚΤβΟ

EDITORIAL DE ESPIRITUALIDAD

Triana, 7. MADRID - 16 19 6 1

CEN SU RA O RD ÍN IS t p a m nostra nihil obsta t

quoraínus imprimatur fr. Joseph· Vfncentius ab Eucharistia,o. c, d ir. ürbanus a Jc§u Infante, o. c. d.

IMPRIMI P O TEST Roniae, d. 17 aprílis 1961 fr. Anastasius a SS. Rosario Pracpositus G «ncralí9 O . C. D.

J CENSURA ECLESIASTICA

Pr

O

Todos venimos al mundo con una misión particular. Si cualquiera de nosotros, tú o yo, no hubiéramos recibido esa vocación existencial concreta, no existiríamos. Nada crea Dios sin destino. Quita a María su Maternidad divina, y no es ya una mujer cualquiera. Simplemente, no existe. Pues como ella nosotros. Nuestro titulo de existencia es ligeramente diverso. Dios nos ha creado para ser cristianos. Pero coincide con el de María para los efectos de ser Ul única razón de la existen­ cia. Somos cristianos, y vivimos sólo para tener tiempo de hacernos cristianos. Paradoja, pero sin enigma. Lo somos ya, porque el cristianismo es un don divino, que previene todo mérito en él individuo. Como, además de ser un don, contiene un germen, lucha por él desarrollo. Trigo es ya el grano enterrado en el surco. Pura esperanza, comparado con la espiga que va buscando. Hombre es él que asi nadó. Pero bien pobre es la humanidad de aquel que la posee como se la entregó la naturaleza, sin habérsela él después fabri­ cado personalmente. Miserable condición la del cristiano que lo es únicamente por él bautismo. Esta riqueza pensamos ahora explotar. Antes y por en­ cima de toda otra vocación personal. Obrero, religioso, após­ tol, sacerdote, son vocaciones que piden especial cultivo. Mas carecen de sentido, cuando su perfeccionamiento no activa paralelamente el superior destino cristiano del individuo que las posee. ¿Cómo puede un apóstol, cristiano a medias, for­ mar nuevos cristianos de cuerpo entero? Son fines parciales y subordinados. Se entrevé ya el intento. Al decir cristianos, no me refiero solamente a las personas que suele llamarse

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PROLOGO

simples cristianos. Aludo más bien a ese fondo común de­ cisivo, presente en todos los cristianos, aun en los que han recibido una vocación ulterior dentro del cristianismo. Para todos. Es un estrato descuidado por los mismos que hablan de santidad. Personas embebidas en actividades cristianas mantienen su espíritu en una actitud pagana. Contemplan su trabajo, el mundo circundante, a Dios, como pudiera mi­ rar estas mismas cosas un israelita del Antiguo Testamento o un pagano de conciencia delicada. El presente libro nace de esta urgencia¡. Habla de ella «n asperezas ni suficiencia, pero con mucha sinceridad. Bus­ ca ei fondo del hombre anterior a su conducta. Quiere for­ mar una mentalidad y una actitud cristiana, refundir el espíritu del cristiano con la visión armónica de su destino y de sus posibilidades. No es un código de normas, obliga­ torias en igual sentido para todos. El lector irá viendo cómo intencioncodamente se evita semejante finalidad. Siento un respeto supersticioso hacia la vocación individual de cada uno. Cristianos por dentro quiere despertarla y enseñar a dirigirla. Con ideas madres. Llevo él propósito de no des­ arrollar bajo todos sus aspectos los temas que aquí se to­ can. Ai contrario. Se omite todo lo que no es estrictamente necesario para formar esa mentalidad o actitud cristiana. Mucha idea accesoria pudiera disgregar la atención que se intenta fijar en lo principal. Las personas de curiosidad in­ telectual encontrarán muchos libros que les satisfagan. Aho­ ra pienso particularmente en las almas ansiosas de crecer en profundidad, más que en anchura. Doctrina y orientación del libro tienen su origen. El Nue­ vo Testamento y San Juan de la Cruz han sido sus fuentes principales. Influyen más de lo que pudiera suponerse por el número de veces que se les cita literalmente. Quisiera ha­ berles entendido rectamente. Modos posibles de acercarse al libro: ¿lectura, reflexión, meditación, estudio, crítica? El lector escoja, tratando pri­ mero de comprenderle. Adviértase que está concebido orgá­ nicamente. De manera que no se entenderán bien las dos

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PROLOGO

vrimeras partes sin ver su desenlace en la tercera. Y ésta supone la orientación y elementos dados en las anteriores. En Roma. Junto ai sepulcro de San Pedro he recordado la figura que de este apóstol nos ha conservado el Evange­ lio. Pienso que realiza el ideal cristiano: mucho fondof aun­ que a veces poca forma, y un apego infantil a la persona de Jesús. Un hombre que supo decir al Maestro: Si no es­ tamos contigo, si no somos cristianos, ¿qué vamos a pintar en este mundo? (Jn. 6, 68). Hombres de esta hechura va­ mos buscando. Dirás que San Pedro no fué del todo per­ fecto. Pero ¿y qué falta le hada, si, tal como era, conquistó plenamente el corazón del Cristo? Para mi, no deseo otra cosa.

P.

Federico

(Roma)

Colegio Internacional de Carmelitas Descalzos

I JESUCRISTO

Para el cristiano, crea la Revelación un mundo nuevo. Una persona ocupa el centro. Jesucristo es aquí todo. En tor­ no a El se desarrolla integra la actividad interior. Hacia Cristo caminamos. El nos comunica, en este camino, orien­ tación e impulso. Comenzamos poniendo de relieve la persona de Cristo. Be debe a una gran preocupación. Urge personalizar la san­ tidad cristiana. Hablando a cristianos en general, y a hom­ bres de vida interior muy delicada. En la vida de estas per­ sonas Jesucristo es con frecuencia un espectador o a lo más un árbitro, que observa cómo se esfuerzan por cumplir la ley y tal vez, en los momentos difíciles, ayuda a cum­ plirla. Se impone un cambio de actitud en este punto funda­ mental. No son modalidades de libre elección. La meta del cristiano no es una cosa, ni un estado, ni una ley cumplida. Es una Persona: Dios. Y además la tiene cerca, Jesucristo, para que pueda intimar. La idea de observancia se convierte en una psicología de trato personal. Relaciones que no han de ser cálculo, sino amor. Quizás el amor sea más exigente, riguroso y detallista que la misma ley. Pero es amor, inti­ midad creciente. Camino, Verdad, Vida. Tres aspectos concretos en que Cristo mismo condensa el significado de su Persona para la Humanidad entera y para cada hombre en particular. No conocemos todo el alcance literal de estas palabras, cuando el Señor las aplica a si mismo en el Evangelio. De todos modos, resumen bien, en sus líneas generales, el sentido que Jesucristo quiere dar a su misión entre los hombres.

C apítulo 1

LA

LUZ

DEL

M UNDO

1.— C lave

de la

Historia .

Nadie ríos ha dejado una visión panorámica tan clara ;y exacta de la Persona y de la obra de Cristo, como San Juan Evangelista en el prólogo de su Evangelio1. Es un compendio de la Historia Universal. Pudiera igualmente figu­ rar con propiedad en cabeza a toda la Biblia. Da la clave para entender las vicisitudes de la vida colectiva e indi­ vidual. Misterios sublimes, que el Apóstol impregna de expe­ riencia personal inmediata. El Prólogo, como la realidad que explica, es una mezcla de grandiosidad y de amor tierno. Por una parte, Jesucristo que crea y ama. Lo refiere San Juan, teólogo y amigo. El relato está ordenado en tres secciones. En ellas des­ cribe sucesivamente las relaciones del Verbo con Dios, con el mundo en general, con los hombres. Todo se ordena a manifestar el sentido de su última visita a la Humanidad por medio de la Encarnación, que es precisamente la que al evangelista más interesa. Jesucristo, que luego ha de ser Maestro, conocia perfec­ tamente a Dios. ¿Cómo no habla de conocerle, si desde el principio «estaba con Dios y el mismo Verbo era Dios»? Conocía igualmente al mundo y al hombre. Por El fueron 1Jn. l, 118 Procuraré citar la S. Escritura en sentido llano, evi­ tando las acomodaciones

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creadas todas las cosas. Ni la esencia, ni el detalle de ser alguno, brotaron independientes de su mano creadora. Les conoce en su honda individualidad, porque fue El quien forjó, primero en su mente y luego en la realidad, el ser exterior e íntimo de cada cosa. «En El estaba la vida.» Los seres creados le deben lo que ya son. Y además toda el ansia y ia posibilidad de mejorar que llevan dentro. Anhelos de conocer a Dios y al mundo, de ser más hombre, de gozar,, son manifestaciones de la vida. Todo ello es, por tanto, un regalo que el hombre ha recibido antes de salir de las ma­ nos del Verbo. Porque «en El estaba la vida». Después de haberse hecho anunciar del Bautista, se presenta en el mundo Jesucristo mismo. ¿Qué intenciones trae? Viene decidido a intervenir en la vida religiosa deL hombre. Es la verdadera luz que, viniendo al mundo, ilu­ mina a todos. En nuestro lenguaje, subordinando las ideas„ diriamos que viene al mundo para iluminar a todos los hombres. Viene a instruir y, sobre todo, a obrar. Busca voluntarios que quieran recibir la vida divina, para con­ vertirles en hijos de Dios. Primer contratiempo. Jesucristo viene a los suyos, y éstos no quieren recibirle. En el Antiguo Testamento se toe¿ el anhelo y la esperanza del pueblo de Israel, posesión de Dios celosamente guardada durante siglos. Toda su his­ toria es una preparación a esta venida. La expectación de todo un pueblo, ansioso de verdad y liberación, se refleja en la respuesta de la samaritana a Jesús: «Yo sé que el Mesías, el que se llama Cristo, está para venir, y que cuando venga, nos hará saber todas las cosas2. Sociedad e indivi­ duos sienten, en Israel, idénticas ansias de verdad. Y saben que únicamente Cristo puede satisfacerlas. Llega el mo­ mento tan esperado, e Israel no acoge la luz bienhechora« Nunca habían imaginado que pudiera venir en traje tan humilde. Solamente unos pocos le reconocieron. Fué una suerte, - -In. 4. 25.

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porque a éstos les dió el poder ser hijos de Dios. Mejor dicho, íué una gracia inmensa. San Juan lo dirá más tarde. Si él y esos pocos más se dieron cuenta de que el Verbo está allí y le siguieron, fué porque Dios se lo ad­ virtió y les arrastró en su seguimiento. Aunque son pocos los que se aprovechan, Jesucristo trae una misión de carácter universal: «La Ley fué dada por Moisés, la gracia y la verdad vino por Jesucristo. A Dios nadie le vió jamás; Dios Unigénito, que está en el seno del Padre, ése nos le ha dado a conocer.» Moisés había sido mediador de una ley imperfecta. Impone la obligación y establece castigos graves para quien no la cumpla. El hombre sigue interiormente tan miserable como antes. Es más, la impotencia de observar toda la ley le agrava el sentimiento oprimente de su miseria. Moi­ sés no podía redimir a la Humanidad. A sustituirle viene Jesucristo, que comunica el conocimiento de Dios y la gra­ cia, renovación interna. Antes de El, nadie conocía a Dios. Nadie sabía cuáles eran sus designios sobre la redención del liombre. La generosidad de Dios, que previene, es la verdadera ley del Nuevo Testamento. Introduce el trato de persona a persona. Coloca al hombre en tal necesidad de amar a Dios, que lo haga con la naturalidad con que se cumple un instinto. El Verbo instruye y capacita para el amor filial. Luz que al mismo tiempo calienta y da vida. Jesús cambia la actitud religiosa del hombre. Antes consistía la religión en una búsqueda intelectual y afectiva de Dios. El esfuerzo humano en primer término. A tientas y ca­ yendo muchas veces, había conseguido avanzar algunos pa­ sos. El judaismo enriquece los conocimientos religiosos. El cristianismo transforma la vida religiosa, poniendo como base un elemento nuevo. El nuevo fundamento de la vida religiosa del hombre no es ya su marcha hacia Dios, sino la venida de Dios al hombre. Sin suprimir la diligencia humana y sus conquistas, las sobrepasa. No contento Dios

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con dejarse buscar por los hombres, ha tomado El mismo la. iniciativa. De un conjunto de verdades y obligaciones que era antes la religión, se ha convertido en un trato personal. Es un don de Dios. Antiguamente el hombre hablaba sin aparente respuesta. Después de la Encarnación, Dios respon­ de, o más bien, es El quien da principio al diálogo. San Juan completa la visión teológica con un poco de experiencia personal. El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros. El Evan­ gelista dice literalmente: «fijó su tienda entre nosotros». Alusión ciara a la idea ambulante de los nómadas, frecuente en aquellas tierras. Hoy en un sitio y poco después en otro. No tienen largas permanencias. Cuando San Juan escribía estas palabras, habían pasado ya sesenta años desde la As­ censión del Señor. Con Jesús había estado sólamente tres, cuando era joven. Después de tanto tiempo, el trienio de con­ tacto con el Maestro le parecía breve conversación con un peregrino. Jesús había pasado por la historia del mundo y de su vida como una ráfaga. Pero dejando una huella im­ borrable. Fijó su tienda entre nosotros. Un nómada emplaza su tienda en el desierto. ¿Cómo pudo Cristo fijar su tienda en medio del pueblo? Un israelita percibe sin dificultad la refe­ rencia. San Juan piensa en los años que el pueblo israelita vivió en el desierto, cuando volvía de Egipto. En medio del campamento estaba la tienda, que ocultaba el Arca de la Alianza. Era el testimonio visible de la presencia continua y de la asistencia de Dios a su pueblo. Dios presente, Dios ve­ lado por la tienda. El Verbo ha fijado también su domicilio en medio de nosotros. «Y vimos su gloria». Ha querido velarse tras la tienda de la carne humana que ha tomado. Pero no se hft escondido del todo. A pesar y a través de su humanidad, hemos visto su gloria verdadera: es nada menos que el Uni­ génito del Padre, lleno de gracia y de verdad. El resplan­ dor de su Divinidad se traslucía a través del velo humano.

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Delataban su presencia los rayos que dejaba escapar el teji­ do de la tienda. Mucha misericordia con todos, condescen­ dencia infinita con nosotros los apóstoles, el poder ilimitado de su voluntad. La figura que de El conservo no es fruto de una meditación. «Le hemos oído, le hemos visto con nuestros ojos y le tocaron estas mismas manos» 3. Imaginamos que el apóstol, al escribir esto, examina minuciosamente sus ma­ nos, intentando descubrir alguna huella de aquel tacto re­ petido. La historia de la ver· ida de Jesús al mundo se renueva exactamente la misma en el acercamiento de Jesús a cada individuo. El Evangelista la proyecta en todo su Evangelio. Con ella explica el misterio de los que creen y de los que re­ chazan la misión de Jesús durante su vida terrena. Sigue realizándose. Cristo se acerca a cada uno en particular. En los que le conocen ya, es un conato de ulterior intimidad. La Providencia va ordenando la vida entera y todos los pa­ sos del hombre para ese encuentro. Por fin, Jesús llega. Algo velado por las circunstancias o por intermediarios. Pero siempre de manera que se le pueda fácilmente reconocer. Para quien no le recibe, en el prólogo termina la historia. Quien le acoge, sigue por el camino de la gracia, la verdad,, la filiación divina... 2.— E l M aestro .

Durante toda su vida ha manifestado Jesucristo una ex­ tremada reserva frente a los títulos que le atribuyen sus entusiastas seguidores. No han de llamarle bueno; no deben difundir que es Hijo de Dios. Lo hace por modestia y pro­ videncia. El mismo, en cambio, se arroga el titulo de Maestro: «Vo­ sotros me llamáis Maestro y Señor, y decís bien, porque de verdad lo soy» 4. No consta en el Evangelio reconvención 3I jn. 1, 1. «Jn. 13, 13.

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alguna para los que le dan ese nombre. Lo reclama y lo ejercita. Forma parte esencial de su misión. El pueblo lp advierte ya al principio de su vida pública: Jesús es un Maestro de cuerpo entero. «Cuando acabó Jesús estos dis­ cursos, se maravillaban las muchedumbres de su doctrina-, porque les enseñaba como quien tiene poder, y no como sus doctores» 5. Para mayor resalte, coge la exclusiva: «Vosotros no os hagáis llamar rabbi, porque uno solo es vuestro Maestro, y todos vosotros sois hermanos... Ni os hagáis llamar doc­ tores, porque uno solo es vuestro doctor, Cristo» 6. Ante El, todos somos discípulos. Es el único que posee doctrina propia. Los demás pueden comprenderle y explicarle ulteriormente. Pero sin novedad. En la economía cristiana vige el más obstinado y metódico tradicionalismo. El Magisterio de Cristo no ha terminado con la Aseen.sión. Cada nueva generación y cada individuo entra en con­ tacto inmediato con el Maestro. Las acciones de JesúsHombre han pasado, como el tiempo en que estaban encla­ vadas. Dichosos quienes las vieron y supieron comprender­ las. Pero, en realidad, nada hemos perdido los cristianos posteriores. Jesús pensó también en nosotros. Proveyó que su doctrina nos llegara con un precinto de toda garantía: el Evangelio. Jesucristo no tiene intención de repetir a cada uno per­ sonalmente las verdades de la nueva Religión, o sugerirle el remedio a sus necesidades individuales. Jesús sigue vivien­ do entre sus seguidores: palabras, acciones, sentimientos, vinculados a las palabras del escritor inspirado. El hecho de ser el mismo Evangelio para todos no se opone a su sentido de diálogo con cada individuo. Nada tiene de pa­ recido, bajo este aspecto, con los demás libros humanos dirigidos a una colectividad. Incluye, además, el significado de una carta personal.

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El hecho de que Jesús hable a hombres del siglo XX con las mismas palabras que a sus contemporáneos es una dificultad contra la eficacia de su magisterio. Muchas per­ sonas cultas encuentran un disgusto insuperable en leer el Evangelio, fuera de algunos pasajes. Explicaciones y len­ guaje para ignorantes, dicen. Ven afirmada una verdad sencilla, la comprenden, y quedan descontentos, como di­ ciendo: esto no tiene gracia. Hay algo de curiosidad inte­ lectual en semejante actitud. Es el instinto humano, que hace preferir una opinión, con pros y contras. Esta da campo y pretexto para hacer un poco de gimnasia inte­ lectual. Nosotros somos los interlocutores de Jesús en el Evange­ lio no menos que los que allí figuran. Pero tenemos el inconveniente de que nos habla con el lenguaje de aquéllos. Para ellos era normal, mientras a nosotros nos exige un esfuerzo de acomodación. Es cierto que no todo en el Evan­ gelio tiene valor absoluto. Hay enseñanzas debidas al mo­ mento histórico y hechas para él. Pero es menester mucha cautela para señalar las partes evangélicas ya «pasadas». El moderno corre peligro de pensar a cada paso que la doctri­ na está condicionada por el atraso cultural de sus contem­ poráneos. Por consiguiente, que hoy nada dice y se puede prescindir de ella. San Agustín y San Jerónimo sintieron la repugnancia de ese primer contacto de la inteligencia cultivada con el Evangelio. El Evangelio no razona, lenguaje pobre y tosco, personajes ignorantes. Acostumbrados a los clásicos de la ciencia y de la literatura, no le sacaban jugo. Superaron la reacción primera. Ambos han sido luego grandes enamo­ rados de la verdad sencilla. Es una evolución frecuente en la historia del cristianismo. Personas que nada encuentran en el Evangelio, el día que comienzan a entenderle, no gustan de otra doctrina. Sus libros antes preferidos les pa­ recen ahora ficciones. Hay algo eterno palpitando en el Evangelio. No lo supri­ me el progreso de la ciencia. Hoy, como hace veinte siglos» 2



CRISTIANOS POR DENTRO

en el Evangelio se bebe el sentido divino del mundo. Nadie conoce el mundo mejor que Cristo, que fué su artífice. Jesucristo dice que es Dios quien manda en cada ocasión el sol y la lluvia. Los cabellos del hombre están vinculados uno por uno a su cabeza por la mano detallista de la Pro­ videncia divina. A los lirios del campo, la divina solicitud les proporciona sus colores de belleza Inimitable. Asi razonaban los antiguos hombres religiosos. Y asi habla Jesús, obligando a concluir en acción de gracias y confianza7. La ciencia ha descubierto que no es Dios quien hace toda esa labor inmediata, sino una ley natural. Atroz invento, dice San Agustín, que dispensa de la gratitud. Si Dios per­ mitiera que el sed no luzca de cuando en cuando, el hombre 4gra4eceria a Dios por los dias que aparece. Para mayor gozo, para más tranquila seguridad, le hace brillar por ley» Y el hombre, inconsciente, exclama: «No recibo de Dios el sol, sino de la ley.» ¡Cuánta razón sigue y seguirá teniendo el Evangelio! La ciencia progresa en su dirección. Nunca podrá suplantar estas simplicidades evangélicas. Se halla en un estrato píe­ nos profundo. La filosofía del Divino Maestro es honda y clara, como lo es siempre la verdad. Da una visión de Dios y del mundo, y de sus mutuas relaciones. El anterior es solamente un ejemplo. Les hay a centenares. Jesucristo sigue siendo El Maestro en esta época de precisión intelec­ tual. No debe ser una prevención contra el valor de sus enseñanzas la facilidad de comprenderlas. Cristo, en su Evangelio, se dirige al hombre de hoy, no sólo a través de las afirmaciones solemnes y atemporales: «El que quiera venir en pos de mi, nléguese; si no os hicie­ reis como niños, no entraréis en el reino de los cielos.» Habla también con los hechos menudos. El lector ordina­ rio suele saltar tales pasajes. En el Evangelio busca una serle continuada de juicios intelectuales, de verdades uni­ versales. Lo demás carece de valor. Gestos de Jesús sin 7 M t 6. 24-34.

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trascendencia, Impuestos por circunstancias momentánea·. Solemos decir que la historia es maestra. El principio vale enteramente en este campo. Efe instructivo lo que el Señor hace en un caso concreto, con el pecador, con el fariseo, con el jefe pagano... Es probable que con nosotros haga algo parecido en circunstancias semejantes. Pero su­ pongamos que del suceso particular no se puede deducir una lección universalmente aplicable. Aun así, queda en pie el valor más importante. Esa acción concreta es una manifestación o revelación de la Persona divina—¿te parece poco?—. A darla a conocer se ordena toda la Sagrada Es­ critura, particularmente los Evangelios. leyendo con atencosa. Conocemos sus gustos e inclinaciones, sus aversiones. Tenemos al descubierto su «psicología». A este fin, sirve todo. No hay punto desaprovechable en la Sagrada Escritura. San Juan Crisóstomo dedica varios sermones a comen­ tar el saludo que manda San Pablo al final de su Carta a los Romanos: «Saludad a Prisdla* y a Aquila.» No nos interesa de momento lo que significa el saludo de San Pa­ blo, sino lo que dice San Juan Crisóstomo al comentarlo. Se ve que ya en su tiempo existía la costumbre de leer «saltando» la S. Escritura. «Quien recibe del amigo una carta, no lee solamente el cuerpo de la carta, sino también el saludo puesto al final, y precisamente a él va a buscar el afecto de quien le escribe. Pues, escribiendo aquí San Pablo o, mejor dicho, no Pablo, sino el Espíritu Santo dictando una carta a toda la ciudad y a un pueblo tan ilustre, y, por mecUo de ellos, a todo tí mundo, ¿es posible que alguien crea inútil cualquier cosa de las que en ella se encuentran y la deje a un lado, no dándose cuenta de que con esa actitud lo destruye todo?» 8. La S. Escritura es una carta entre amigos. De Dios al hombre. No van a decirse verdades, sino a comunicarse las personas. Leo la carta del amigo, no para adquirir ciencia o ideas. Busco, sobre todo, su afecto y estado de ánimo. T « P Q . 51. 187.



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entonces el saludo me interesa. Hay en la carta secciones que no dicen nada de las cotsas, pero todas hablan de la persona. Ss ingeniosa la comparación del Crisóstomo. Pero las cosas van más allá. No es solamente una imagen, sino una idea de ciencia. Hoy, los exegetas cultivan con entusiasmo y esperanzas este aspecto interesante de la Revelación. Dios no ha querido directamente revelar una serie de verdades separadas, sino su misma Persona. Vale aquí la imagen del amigo. Jesús-Maestro—inmediato también hoy—a través del Evangelio escrito» Sus palabras conservan aún las tres cua­ lidades primitivas: el aliento humano del Maestro, la efi­ cacia y ese don milagroso de hablar personalmente a cada individuo. 3.— '¿Q u ié n

es

D io s ?

Cualquier mozalbete bien educado cristianamente puede dar lecciones sobre este tema al más valiente filósofo anti­ guo. Se dirá que no es ciencia perfecta, porque no sabe razonar sus ideas. Pero es conocimiento de absoluta segu­ ndad, superior por tanto a las dudas del no cristiano. La actual cultura superior del hombre medio no se debe a difusión de la filosofía en el ambiente. Ese cristiano debe sus ideas acerca de Dios a la Revelación. Hoy no podemos compararle con el filósofo no cristiano, porque éste se ha aprovechado también de las verdades que le aporta la reli­ gión cristiana. Se han hecho patrimonio común, y hoy ya no es posible determinar exactamente cuál es la verdadera fuente de sus ideas. La revelación del Padre es uno de los cometidos que Cris­ to ha reservado exclusivamente a su persona. «Nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquél a quien el Hijo quiera reve­ larlo» 9. Nunca hubiera logrado el entendimiento humano cono» M t . 11, 2 7 ;

Jn. 1. 18.

LA LUZ DEL MUNDO

cer a Dios si Jesucristo no hubiera intervenido. Esencial a la naturaleza divina y a su vida íntima es la Trinidad de Personas. Pues bien: nadie puede ni siquiera vislumbrar el misterio trinitario por sola razón natural. De hecho nadie conoció este misterio, que sepamos, antes de Cristo. Lo poco que habían recibido los israelitas fué una anticipación de la Revelación cristiana. Probablemente no llegó el pueblo de Israel a entender esas formulaciones o insinuaciones que se hallaban en la Sagrada Escritura. Es completa la novedad de Jesús por lo que se refiere a esta verdad fun­ damental del conocimiento y de la vida humanos. Fué una mera consecuencia la ignorancia humana en torno a la presencia de Dios en el alma del justo. Nuestros antepasados creyeron un exceso de dignación divina el pen­ sar que Dios se complacía en el buen comportamiento de sus servidores. Hoy hablamos de inhabitación. Dios viene a vivir, como en una prolongación del cielo, en el alma del justp. Imposible imaginarlo hasta que Jesús lo ha dicho: «Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y en él haremos morada» 10. Nos interesa saber lo que piensa Dios en sus relaciones con nosotros. Jesús ha hablado y ahora podemos interpretar los motivos del obrar divino. Nunca le agradeceremos sufi­ cientemente esta certificación. Por amor ha creado el mun­ do. Dios hace llover también sobre la semilla que arrojaron manos pecadoras. ¿Será odio disimulado, que aguarda el día de la más cruel venganza? No, dice Jesús. Es amor. Dios ama a todos, justos y pecadores. Goza en las legítimas alegrías y minúsculos servicios del hombre. Encuentra una satisfacción inmensa cuando el pecador (y lo somos todos) se convierte. ¿Quién, con su entendimiento, adivinaría siquiera una milésima parte de la verdad? Cuesta imaginarlo y creerlo asi de un Dios in­ menso e inmutable. Pero lo dice el Señor. Y mejor lo sabe El, que está contemplando a su Padre continuamente. 10 Jn. 14. 23.

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CRISTIANOS POR D£NTRO

No conocíamos a Dios. EU hombre ha tratado siempre de humanizarle y ponerle al nivel humano, para entender algo. Aquí hallamos una nueva sorpresa y nueva demostración de nuestra ignorancia. Queriendo conjeturar aproximadamen­ te su psicología, le hemos buscado semejanzas en el mundo casi invariable de lo oficial. Le acercamos a esos hombres que miran las personas y las cosas al por mayor, sin enterar­ se de menudencias individuales: el rey, el juez. También Jesús aprovecha tales imágenes, pero no precisamente cuan­ do quiere damos a entender los sentimientos divinos. Cristo dice, claramente, que se asemeja mucho más a este otro mundo de la vida de familia, donde cobra relieve y preocupa desmesuradamente el más pequeño detalle. EU ama de casa, que revive con el hallazgo de una pobre mone­ da, el pastor, el labrador. Estos son los que mejor le repre­ sentan. Todos ellos son personas sensibles a la más mínima variación ocurrida en su pequeño mundo. Eso mismo hace Dios con el mundo entero. Jesús dice la Verdad. Habla de Dios con toda exactitud, con pleno conocimiento de causa. Es sincero, porque habla de su Padre, y no tiene preocupación por ocultar defectos o limitaciones. El obrar de Jesucristo es también una Revelación pal­ pable. Obra como Dios que es. No hay modo más inmediato y eficaz de manifestar los atributos divinos que éste. Jesús es bueno, justo, omnipotente. Pues eso es Dios. Con razón se extraña de que, después de tres años de vida pública, pre­ gunte Felipe: «Señor, muéstranos al Padre». No podía espe­ rar otra respuesta que la que recibe: «Después de tanto tiempo que estoy con vosotros, ¿aún no me has conocido? Quien me ha visto a mí ha visto al Padre; ¿cómo dices tú : Muéstranos al Padre?»11. Así es Dios. Cristo es toda su grandeza aplicada en me­ nor escala. Solamente interviene en el pequeño círculo a que le Umita su realidad humana. Pero su manera visible de 11 j n . 14. 8-9

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obrar en este reducido campo es una copia exacta de lo que Dios hace invisiblemente en el mundo entero. Se preocupa de los individuos y del detalle. Escucha siem­ pre la súplica perseverante. No se encuentra en el Evangelio una excepción. Compasivo con la miseria física, mucho que el hombre. Compasivo con la miseria moral. Esto es auténticamente divino. El hombre mira con piedad al aban, donado de la fortuna, al que sufre sin culpa o sin quererlo. Pero creería indigno compadecer al miserable voluntario, al que sufre o goza contra su conciencia. De este mismo tenor, hay una serie infinita de rasgos divinos, revelados en la actividad de Jesús. Está lleno el Evangelio. No hay gesto del Maestro que no exprese una cualidad divina. El hombre tiene, por tanto, facilitado el conocimiento de Dios Y, consiguientemnte, también el amor. Es fácil amar a un ser visto, cuya bondad se ha experimentado. A Jesucristo se le puede amar con intimidad, con cariño. Es un amigo, como El mismo ha dicho. Se le ama y se le conoce con la misma facilidad que a cualquier otro hombre. Y, casi sin darse cuenta, está uno amando puramente a Dios. Jesucris­ to es Dios a la vista, más literalmente, sfi. alcance de la mano. A esta luz podemos examinar de nuevo las posibilidades del entendimiento humano, abandonado a sí mismo. Cuesta al hombre convencerse de que puede muy poco. Hoy es difí­ cil calcular esas posibilidades. La razón camina segura, pero es porque ya conoce por otra parte la verdad. Inconsciente­ mente utiliza la Revelación para guiar el raciocinio, exclu­ yendo todo paso que no conforme con aquella. Es la actitud radical de quien busca, más que la verdad misma que ya conoce, los argumentos racionales que la justifiquen. La verdad la recibe previamente de Jesucristo. Imaginemos en serio la posición real de un pagano, que nada ha recibido de la Revelación. Supongámosle en camino hacia las verdades que el cristianismo posee ya como datos. A cada momento se encontrará con verdades en apariencia

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contradictorias. Dios inmutable, que no necesita nada de nadie, y que, por otra parte, se ofende con el pecado, goza con los servicios de sus criaturas. El pecado que le ofende y no le daña. El dominio supremo de Dios y la libertad del hombre. El pagano, al encontrarse con estas verdades humana­ mente irreconciliables, niega la que juzga más débil, más hipótesis. Y se equivoca, porque ambas son verdad. El cris­ tiano lo sabe, y las admite, aun cuando no encuentre el modo de conciliarias. Habla de misterio. Al que obra solamente por razón nadie le ha dicho que tiene que conservar las dos a toda costa. No ser duros en reconocer el esfuerzo sincero del pagano. No puede más el entendimiento del hombre. Es que el cristiano debe a Jesucristo más de lo que piensa. Se aprende mucha filosofía con sólo leer atentamente el Evan­ gelio. 4 .— R asg o s

d o m in a n t e s .

Analizando el abundante mensaje doctrinal de Cristo, descubrimos algunas líneas directrices. Dan orientación a la doctrina y a la vida nuevas. De esos rasgos fluyen las nor­ mas y verdades concretas. Reaparecen constantemente en una u otra forma. Su conocimiento reviste de nueva luz cada uno de los elementos que vienen a formar el conjunto del cristianismo. No me refiero a mandamientos o consejos recalcados con especial insistencia. Son más bien algunos caracteres que, sin ser propuestos acaso como verdades in­ dependientes, influyen eficazmente y dan una fisonomía particular a la espiritualidad del Nuevo Testamento. Al­ gunos de estos rasgos ya existían en la religión israelita antes de Jesucristo. Aun éstos son dignos de especial men­ ción, por el relieve inesperado en que les coloca el cris­ tianismo. Creo necesario exponerles aquí brevemente. Destacados, se advierten mejor. El cristiano podrá darse cuenta desde

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ahora del rumbo que debe tomar su vida espiritual, si quiere vivirla como Cristo ha dejado establecido. Le serán al lector una acomodada disposición para comprender este libro, que se rige según ellos. Baste recordar tres más importantes. Otros irán apareciendo más tarde12. 1. Dogma y moral.—La nueva religión, la cristiana, es un todo orgánico. Verdades y normas de vida son en ella inseparables. Todo el hombre regulado y atendido. Las leyes de conducta no están dadas sin sentido, por el simple capri­ cho de una voluntad superior. Son más bien la consecuen­ cia lógica e ineludible de un dogma, de unas verdades pre­ viamente admitidas. Casi no hubiera sido necesario hacer de ellas una ley especial. El mero hecho de aceptar ese dogma ya lleva con­ sigo tales consecuencias en la conducta práctica de la vida. Pero no todos son capaces de hacer las aplicaciones. Por eso el Señor ha determinado también por sí mismo la ley moral. Los grandes preceptos evangélicos son brotes espontá­ neos del dogma cristiano. Debes amar al prójimo, porque es tu hermano. A todos, amigos y enemigos, justos y pecadores. Todos son hermanos y a todos ama Dios. No hay diferencia en el motivo, no puedes hacerla tampoco en el amor. La oración perseverante y confiada no es un deber a la ventura. No. Dios es Padre y tiene mayor deseo de dar que el mismo interesado de recibir El cristiano se despreocupa de los bienes terrenos, no porque busque la muerte. Hay una Pro­ videncia que justifica esa actitud tranquila. Si el cuerpo del cristiano es, como lo es, templo del Espíritu Santo y miem­ bro de Cristo, no es excesivo exigir que se abstenga de la fornicación e impureza. Acercando este panorama al que ofrece el Antiguo Tes­ tamento, advertimos mejor la diferencia. Encontramos en éste multitud de leyes sin aparente fundamento dogmático. 12 El papel central ae Jesucristo en el cristianismo es algo más que un simple rasgo. Lleva una sección entera. No debemos incluirle aquí, en este apartado.

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Tal ve* lo tengan. El israelita no lo conocía. Dios io quería asi para bien del pueblo. Esto le basta. Al cristiano se le da además la razón de su conducta. El dogma cristiano exige concretamente la moral cris­ tiana. Por su parte, la moral cristiana necesita para com­ prenderla, y mucho más para practicarla, del dogma cris­ tiano. Tal manera de vida supone la gracia, la presencia del Reino de Dios en la tierra, la esperanza garantizada. Sin tales verdades resulta insoportable a largo plazo. Ahora entendemos las dificultades que ponen los indife­ rentes y los extraños a nuestra religión. Hay quienes admi­ ran y en sus líneas generales siguen ese código moral. Pero no comprenden el dogma, el misterio. No comprenden que deban admitirlo sin comprenderlo. Suelen ser las personas más cultivadas intelectualmente. Su régimen riguroso de vida les acerca a la moral evangélica. Pero el entendimiento no quiere someterse al dogma Pueden estar seguros de que esa moral que admiten no es la cristiana. Esta va esencial­ mente vinculada a una religión integral. Separada, no es media religión cristiana. El vulgo, en cambio, no encuentra dificultad alguna in­ telectual en admitir el dogma. Cree de todo corazón. Pero le cuesta admitir aquellas normas de vida, cuya conexión con el dogma frecuentemente no ve. Creería compatible admitir todas las verdades intelectuales, sin darles trascendencia en su comportamiento. Con sólo el dogma hacemos un buen sistema filosófico, no una religión cristiana, ni siquiera a medias. Sea más fácil o más difícil que la dificultad de los intelectuales, hay que superarla igualmente, para ser cris­ tianos. El cristianismo no es una tienda de comestibles, donde uno coge lo que le agrada, y deja el resto, sin des­ preciarlo, para quien guste de ello. Es un bloque indivisible. 2. Interés por el individuo.—El hombre que quiere san­ tificarse entra en relación con Dios sin precedentes ni favoritismo. No valen títulos honoríficos: somos hijos de Abraán. Puede uno pertener a muchos organismos santos. De poco sirve. La conducta personal ha de valerle.

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Dios busca ia persona misma del hombre, lo que éste tiene de más auténticamente personal. Son necesarias las acciones y observancias externas. Mas lo decisivo es el estado interior. El Sermón de la Montaña es una interio­ rización de la antigua Ley, una exigencia ulterior. Tal como estaba dada anteriormente, regulaba la acción. Con ello tenemos una sociedad bien ordenada. La voluntad quedaba frecuentemente libre para apetecer el mal que no hacia. Ahora Dios quiere para sí lo mejor del individuo: la vo­ luntad libre. Nada vale contentarse con no matar. Ni si­ quiera se ha de tener envidia. Además, y sobre todo, se ha de amar. Dios no pide al hombre sus cosas, sino su misma persona. Paralelamente, no quiere que el hombre ponga su ideal en otra cosa que en Dios mismo. No primariamente en su ley ni en sus regalos. Relaciones personales. Es Dios y Padre de cada uno, y hacia El caminan todos. Prefiere almas amantes a almas justas. Por eso en el Evangelio cambia un poco el concepto de perfección. Ya no consiste en llegar a un grado alto de exactitud en la observancia de las leyes. Es más bien un grado intenso de intimidad en las relaciones con Dios. Ahora comprendemos por qué algunas almas cargadas de defectos han llegado a conseguir mayor estima y amor de Jesús que otras observantes. La perfección cristiana es amor. Por eso no hay un límite concreto donde comience la santidad. Es una invitación a la prudencia en el juzgar. El hombre estima el valor del prójimo según el grado de conformidad de su conducta con la ley. Con frecuencia se equivoca en sus juicios. Dios tiene otros principios. Y en el Nuevo Testa­ mento rigen los principios divinos. Aquí no hay matemá­ ticas. 3. Dios imparcicd.—Es útil reflexionar alguna vez sobre la idea que de Dios uno se ha formado. La religión permite en esto grande libertad a la psicología individual. De hecho existen a este respecto diferencias superiores a las que esta-

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blecen entre los individuos los diversos grados de fidelidad" moral. ¿Has llegado alguna vez a vislumbrar la Idea que tiene de Dios un hombre con vocación diversa de la tuya? Un científico, un comerciante, una religiosa de clausura, loss miembros de una tribu aún no civilizada. Todos pueden ver bien. Cada uno a su manera. Sin necesidad de ir más lejos,., entre los mismos Santos. Basta comparar la intimidad de* San Agustín con la de Santa Teresa bajo este aspecto. Hay un margen amplio de libertad y espontaneidad individual. No obstante esa libertad, el Evangelio ha querido recalcar' el límite que fijaba en algunos puntos. E insiste machaco-namente. Se ve que ahí se oculta un peligro inminente para, el hombre religioso: el de pretender que Dios se ponga siem-pre de su parte abiertamente. Hoy vemos que Jesús tenía, razón. A pesar de tanta insistencia en la imparcialidad de· Dios, los cristianos siguen tropezando en el escollo. La actitud está arraigada. Personas que tienen mucha, confianza y mucha sinceridad con Dios. Pero le convierten en un cómplice, le obligan a consentir en todo cuanto ellos* desean. Un Dios funcional, fabricado por sus deseos y a. servicio de ellos. Le cogen de su parte en la lucha, como a un guerrero más. En su lucha con el prójimo—dice De Lubac—, su causa la hacen de Dios, convirtiéndola automáti­ camente en Cruzada. Ahora pueden dar rienda suelta a las pasiones y cometer errores. Todo por Dios. El devoto se admira de que Dios no vele más por su. honra, castigando la insolencia del blasfemo. Esos hombres, que blasfeman no comprenden cómo Dios soporta la hipo­ cresía de la persona devota. Al cristiano le cuesta compren­ der su miseria, contemplando la prosperidad de muchos* impíos. ¿Es posible? Entre tanto, Dios decepciona a uno y a otro, tratando benignamente a ambos. Ve todo y soporta a todos. ¿Pero e s. que Dios no es bueno y justo?, se preguntan algunos. Claro que lo es. Pero es bueno con todos, no contigo solo. También con tu enemigo. Si se irritase y destruyera al enemigo, cuándo yo lo deseo, debiera airarse y destruirme a mí, cuando*

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jni enemigo lo desea. Seria entonces Dios un pobre hom­ bre más. No hay complicidades ni parcialidad. El amigo de cere­ monias piensa que Dios s61o se preocupa de ceremonias, y no se interesa de la intención; otro, en cambio, le imagina puro espiritual, enemigo de medios externos, como la Iglesia jerárquica y los sacramentos; otro prefiere y se imagina a Dios burocrático y calculador. Cada uno a su manera y gus­ tos. Pero en estos puntos no hay nada que imaginar. No hay más que un Dios: ei del Evangelio. Ha dicho bien clara­ mente cómo es y lo que prefiere. No se olvide que la tentación es más ordinaria entre los buenos. Piensan que Dios es monopolio suyo, que se encarga también de castigar a los pecadores. (Pero ¿quiénes son ante Xfcos los pecadores?) Estos no suelen considerar a Dios de su parte contra los buenos. Una sinceridad elemental se lo impide. Y sin embargo frecuentemente Dios está con ellos. Prefiere eso poco de humildad. Dios es imparcial. No necesita la ayuda de nadie. Tam­ poco se ha puesto al servicio exclusivo de ninguno. Jesús ha escandalizado a muchos contemporáneos por mostrar indi­ ferencia ante los títulos de santidad que se alegaban. En cambio manifiesta preferencia por personas que comúnmen­ te eran consideradas objeto manifiesto de la ira divina. Grandes sorpresas recibirá quien no ensanche un poco el ánimo. No son rarezas divinas, sino ignorancia nuestra, mucho* problemas que se plantean: Dios permite, Dios premia a indignos, Dios no interviene, Dios castiga inesperadamente. ¿Por qué? Porque no es un hombre. Todos esperan de El justicia, cada uno a su manera y en su dirección. Y Dios la. ejerce, pero también a su manera.

C a p ít u l o 2

M 7

C A MI

A· O

1.— A n s ia s

de p l e n it u d .

A nadie será enojoso que comencemos por una compro­ bación de orden filosófico. Es al mismo tiempo experiencia^ nuestra y ajena. Sólo de este modo se puede entender la delicadeza divina que se incluye en este hecho: Cristo Hom­ bre viviendo entre hombres. Dios ha depositado en el hombre el germen de una. intranquila aspiración a la plenitud de su ser. La bestia no tiene aspiraciones, porque ha recibido del Creador su natu­ raleza colmada. El hombre, por el contrario, es dinamismo,, ser disparado por mano superior hacia una meta lejana. No ha recibido el estado más perfecto compatible con su na­ turaleza. Pero, como abundante compensación de este de­ fecto, posee una capacidad ilimitada de progreso y la nece­ sidad interna de buscar a toda costa el estado perfecto. No es objeción contra esta ley de la naturaleza el hecho de que algunas personas, faltas de sensibilidad humana, no sientan tal necesidad y tendencia. Dios no ha querido que el hombre se trace su camino. Sus razones tendrá. Y el hombre lo sabe. Su conciencia le avisa que esa otra mitad que falta a su plenitud no puede elegirla libremente, sino que está bien determinada. Dios tiene hechos los planos al detalle. A nosotros nos ha revelado solamente las lineas generales. De ordinario le bastan al hombre. Pero a un cierto momento de su marcha éste siente la necesidad de más finura en el espíritu. Entonces necesita

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conocer al detalle los planos donde encuentre escrito cuál debe ser la continuación en la obra de su perfeccionamiento. En estas horas de anhelo sincero asoma forzosamente la pregunta: ¿Qué debo hacer? ¿Qué queréis, Señor, de mí? Estoy decidido a ser todo lo que Vos queráis que yo sea. Dadme a conocer los designios de vuestra voluntad. No es exclusiva del cristiano esta ansiedad causada por la ignorancia del propio destino. La han sentido igualmente los pueblos paganos. Entre ellos existe idéntica aspiración a entrar en ese misterioso recinto de los planes divinos sobre el hombre. Oraciones y gestos frenéticos para que Dios les ma­ nifieste su voluntad. Magias, dados, augurios de animales, siempre en busca de un signo que sea la respuesta divina. Sólo después de obtenida la respuesta se decidían a obrar. Continuos sacrificios expiatorios, por la sola posibilidad de haber ofendido a Dios, no cumpliendo por ignorancia alguna de sus leyes. Los israelitas del Antiguo Testamento sienten el mismo anhelo. Dios ha provisto al pueblo elegido de medios espe­ ciales. Tiene los profetas y los sacerdotes. Pueden y deben preguntar a Dios por medio de ellos cuando algo deseen saber. Es una buena institución, que remedia en parte la necesidad. Si el cristiano siente esta misma angustia, no lo debe solamente a su cristianismo. Si así fuera, no lo hubieran sentido los paganos. El impulso viene del fondo humano que llevamos todos. En el cristiano no se suprime, sino al con­ trario, cobra una intensidad especial. El cristianismo des­ pierta la sensibilidad del espíritu y le puebla de exigentes aspiraciones. No le basta una conformidad cualquiera con Dios. Quiere realizar plenamente en todo su ser la idea ejemplar que Dios tiene del hombre. No puede dar otro sentido a toda su existencia terrena. La tendencia del cristiano está, pues, en la misma linea que la del pagano y del israelita. Es más profunda y ambi­ ciosa. Sólo Dios puede colmar esa necesidad. Y El ha de

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poner remedio. Hasta aquí coincidimos todos. Somos hom ­ bres. De aquí en adelante somos cristianos. El medio de satis­ facer el ansia es nuevo y peculiar. Ha habido en el mundo un cambio de economía religiosa, efectuado por el mismo Dios. La historia ha dado un paso definitivo. No hay que pensar ya en profetas ni en magias. Todo ha quedado abo­ lido. Para el cristiano, todos esos cometidos los cumple el Verbo encam ado, Jesucristo. «Dios ha quedado ya como mudo», dice San Juan de la Cruz 1. Ha hablado una vez para siempre. Ya no tiene el cris­ tiano que preguntar nada, sino contemplar detenidamente el modelo que Dios le ofrece en la Persona misma de Jesu­ cristo. Es una realización perfecta, agotadora, en toda su infinitud, de la idea ejemplar que Dios tiene del hombre. Esa idea ejemplar es precisamente el ideal de perfección que el ser humano aspira a conseguir. Lo encuentra revelado y en forma bien asequible a la débil mirada humana. Existe una conformidad absoluta entre el ser y obrar de Cristo, y lo que Dios quiere que sea y obre un hombre. Jesús es Dios y Hom­ bre. Por tanto, Dios mismo ha revelado, practicándola, la idea que El tiene de lo que debe ser un hombre. Jesucristo es el ideal perfecto. Basta imitarle. El problema queda resuelto. Es un remedio genial, que sólo la Providencia divina hubiera podido encontrar. Quien lo desee, puede hacerse más hombre y más cristiano, según Dios. Si algo falta, es la voluntad individual, que es insusti­ tuible. Pero ya no se da el caso del hombre sincero que sufre angustia por no saber cómo realizar sus aspiraciones. Le basta imitar a Cristo. Se comprende que el interés de los santos a este respecto haya sido de una viveza y hervor sumos. Hoy no caben en el cristiano dos actitudes que, en sí mismas, pudieran parecer laudables. Pedir a Dios con dis­ posición de falsa humildad que se manifieste a los que le 1Subida del Monte Carmelo, n, 22, 3.

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buscan. Esperar una nueva respuesta de Dios a la pregunta anhelante del alma decidida: ¿Qué queréis, Señor, de mí? En Jesucristo desplegó Dios a placer sus planos de per­ fección humana. Podía hacerlo, porque nada en El se oponía. El, Hijo natural; nosotros, hijos adoptivos, según el mismo modelo. La ejemplaridad no es, en la vida de Jesús, un simple hecho. Es todo un plan intencionado que quiere realizar con .su venida al mundo. El ser modelo forma parte de su men­ saje. En este aspecto, media un abismo entre el Señor y los santos canonizados. Estos procuraron servir a Dios. De hecho han resultado además modelos para el hombre. Pero sólo incidentalmente. Ellos vivieron para Dios y para sí. La Igle­ sia les ha asignado posteriormente esta otra misión. En Jesucristo no es un resultado, sino un deliberado pro­ pósito. Perdería color su vida si por un momento la privá­ ramos de este rasgo esencial del buen ejemplo. Algunas de las actitudes que adopta entre los hombres se explican por el intento de redimirles. Pero la Redención se podía hacer sin tantas complicaciones. Quedan muchos gestos que sólo s e comprenden teniendo en cuenta que Jesús miraba a ser dechado. Sufre angustia, pregunta, reza... No es que lo haga solamente en apariencia, para que le veamos. Lo hace -en realidad, como tenemos que hacerlo nosotros. Pero ¿por qué ha querido sujetarse a tal necesidad? Por esta misma razón, más que sus atributos divinos, le interesa hacer resaltar sus cualidades humanas. Utiliza lo divino, podemos decir que casi únicamente para que se conceda valor a su misión de humanidad. Presenta, en su persona y en sus obras, la manera de acoplar a la naturaleza humana las exigencias de la nueva religión. De ahí la inutilidad de que Dios intervenga directamente ahora a pre­ cisar ideas religiosas. «Por lo cual, el que ahora quisiese preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación, no sólo haría una necedad, sino haría agravio a Dios no poniendo los ojos totalmente «n Cristo, sin querer otra alguna cosa o novedad. Porque le

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podría responder Dios de esta manera, diciendo: «Si te tengo ya habladas todas las cosas en mi Palabra, que es mi Hijo, y no tengo otra, ¿qué te puedo yo ahora responder o reve­ lar que sea más que eso? Pon los ojos sólo en él, porque en él te lo tengo todo dicho y revelado, y hallarás en él aún más de lo que pides y deseas. Porque tú pides locuciones y revelaciones en parte y, si pones en él los ojos, la hallarás en todo; porque él es toda mi locución y respuesta, y es toda mi visión y toda mi revelación. Lo cual os he ya hablado, respondido, manifestado y revelado, dándoosle por Hermano, Compañero y Maestro, Precio y Premio... Míralo tú bien, que ahí lo hallarás ya hecho y dado todo eso, y mucho más en el> 2. Dios ya no interviene. Ha dejado el mundo en manos de Jesús. 2 .— E l

n o s en señ a r á .

Jesús instruye a la Samaritana sobre el lugar y el modo de orar a Dios. Ni Jerusalén, ni Samaría son lugares pri­ vilegiados. Dios quiere oración de espíritu. La confianza con que el Señor le habla despierta en la Samaritana una con­ fesión. Por la confesión vemos que apenas atendía a las palabras del Maestro. Está más bien atendiendo a una preocupación que revive en su espíritu y la trae desde hace tiempo oprimida. No sigue las explicaciones de Jesús, porque no cree que El pueda remediar su preocupación. Piensa en el Mesías, sin saber que le tiene delante. Sus palabras son el reflejo de la agonía interior: sé que va a venir el Cristo; cuando El venga, nos enseñará todas las cosas. Parece decir: oramos como sabemos, como igno­ rantes. Nadie nos ha dicho nada. Vamos tirando. Pero esta triste situación no puede prolongarse indefinidamente. Va 2 San Juan de la C ruz, Subida del Monte Carmelo,

n,

22, 5.

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a venir Cristo, que nos enseñará la manera en que se debe adorar y servir a Dios 3. Un sentimiento legítimo de inseguridad el de la Samaritana. Como ella han sentido las almas delicadas de todos los tiempos. Es triste no saber lo que Dios quiere de nosotros. Es penoso para el alma que no tiene otra ilusión que el darle gusto. Lleva al escrúpulo su solicitud por conocer el bene­ plácito divino. Es Jesucristo quien lo conoce y nos los ha manifestado. Ya no vivimos de esperanza, como la Samaritana. El Mesías esperado ha pasado sobre la tierra, y ha cumplido abundantemente toda la misión que se esperaba de El. Hablando también de la oración, San Juan de la Cruz ha dado la expresión exacta del principio general. Lo aplica a ceremonias y devociones, pero es de valor universal: «Y en las demás ceremonias acerca del rezar y otras devociones, no quieran arrimar la voluntad a otras ceremonias y modos de oraciones de las que nos enseñó Cristo; que claro está que, cuando sus discípulos le rogaron que les enseñase a orar, les diría todo lo que hace al caso para que nos oyese el Padre Eterno, com o el que tan bien conocía su condición» 4. Para el cristianismo, el ideal de vida interior no es hacer lo que más guste, ni siquiera lo mejor. Es obrar lo que más agrada a Dios. Y esto nadie lo sabe como Cristo, que conoce los gustos y preferencias, el carácter, la condición de Dios. Cada uno se imagina a Dios como quiere. Dios sigue siendo lo que es. Generosa condescendencia de Dios dar al hombre un Ca­ mino tan manifiesto. Pero lleva inseparable la obligación de seguirle. Puede uno santificarse sin imitar a un santo en concreto. Prescindir de Jesús es condenarse. El día que aban, dones su seguimiento no darás un paso. Es disparate pensar que sin El se pueda coronar la obra de la propia santifi­ cación. 3 Cfr. Jn. 4, 25. 4 Subi&a del M onte Carmelo. III, 44, 4.

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Escribe Santa Teresa, amenazando justamente a los rea­ cios: «Al menos yo les aseguro que no entren a estas dos moradas postreras; porque si pierden la guía, que es el buen Jesús, no acertarán el camino; harto será si se están en las demás [moradas] con seguridad. Porque el mismo Señor dice que es camino; también dice el Señor que es luz, y no puede ninguno ir al Padre sino por El; y quien me ve a mí ve a mi Padre. Dirán que se da otro sentido a estas palabras. Yo no sé esotros sentidos; con éste que siempre siente mi alma ser verdad me ha ido muy bien» 5. No exagera. No hay por qué fingir esplritualismo fuera de tiempo. El hombre necesita algo concreto. De lo contrario no sabe adonde agarrarse. He visto en la tibieza de muchos para con la Humanidad de Jesucristo un grave olvido inconsciente. Piensan que la Humanidad es solamente el Cuerpo del Sal­ vador. Cosa inerte, que les deja fríos. Pero no es así. La Hu­ manidad incluye también el Alma de Cristo. Sentimientos, palabras, acciones, todo brota de esa rica fuente. Verdad co­ nocida especulativamente por casi todos, olvidada en la vida por muchos. Escríbase en letras de oro: «Es, pues, hermanos míos carísimos, la vida de Cristo, un arte de servir a Dios, por el mismo Dios compuesta» 6. No se podía expresar en menos palabras un contenido más denso. El autor es uno de nuestros clásicos. Entonces se denominaba arte de servir a Dios a un tratado, donde se expone claramente todo el proceso de la vida espiritual. Des­ de los principios hasta la cumbre de la santidad. La vida de Jesús es para el hombre toda una manera de comportarse con relación a Dios. Pero es un arte de servir a Dios que está escrito por Dios mismo. Dios obraba en Cristo a su gusto. No le estorbaban, como en nosotros sucede, las pasiones desordenadas. Voluntad de Dios y obrar de Cristo iban en perfecto acuerdo. Dios ha escrito, en la vida de 5 Moradas VI, 7, 6. * P. J u a n d e J e s ú s y

M a r ía

(Arav a l l e s ) , Tratado de Oración, c. 10.

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Cristo, un tratado completo sobre el modo en que quiere ser servido. ¿Puede ahora parecer exagerada a alguno la actitud de San Juan de la Cruz frente a visiones y revelaciones par­ ticulares? El santo conocía muy bien el Evangelio. Las palabras del P. Aravalles debieran esculpirse en el espíritu de todos los cristianos. Marcarían una orientación definitiva y auténticamente cristiana frente a Jesús. Se ha recordado en el capítulo anterior que la meta del cristiano no es una ley ni una cosa, sino una persona. Es un principio fundamental, del que iremos sacando muchas consecuencias. Si la meta· fuera puramente una ley, el cami­ no en sí mismo carecería de todo valor. La ley, como la meta deportiva, es un punto indivisible. Quien llega a cum­ plirla del todo es santo. Hasta ese punto todo es puro anhelo. Conserva solamente el valor de medio indispensable. Si la meta es una Persona y la santidad del cristiano está en la unión con esa Persona, el aspecto del camino es­ piritual cambia radicalmente. No se comprende que la per­ sona que ha de unirse contigo te espere tranquila del otro lado del obstáculo, para premiarte, si lo superas. Se pone desde el primer momento a tu lado, empeñada en hacértelo saltar. Está en juego su propio interés. El cristiano no es un peregrino errabundo. Todo esto es mucho más que una simple imagen. Es la verdad cristiana. ,La santidad no es un punto final e indivi­ sible. Es un acercamiento en profundidad a Dios. Y esto se realiza ya de camino. Porque el Camino es también persona: Jesucristo. Con El se va intimando desde ahora. De ahí que para el cristiano tenga sentido y valor cada paso que da, porque es un contacto actual y creciente. No hay nada inerte y desaprovechare. El Camino es una anticipación de la meta. La misma meta, Cristo, que atrae, acompaña y em­ puja. Da gusto pensar que, para el cristiano, el arte de servir a Dios no es sólo un código. Es la vida y Persona de Jesús, ley viviente y flexible, que respeta vocaciones inidividuales:

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«El tratar con sola la ley escrita es como tratar con un hombre, cabezudo por una parte y que no admite razón, y por otra poderoso para hacer lo que dice, que es trabajoso y fuerte caso» 7. 3 .— D e s t in o

in d iv id u a l .

El Evangelio es para los cristianos libro cerrado. No le leen, porque no le entienden. Mejor dicho, le entienden, pero no sacan nada. No sacan nada, porque no encuentran lo que ellos buscan. El comportamiento de Jesús nada les dice. Apenas encuentran algo aprovechable en sus palabras y doctrina. Ceguera en gran parte voluntaria. Esa mentalidad de algunos contemporáneos es una pro­ longación de lo que sucede con relación a los Santos. Se comprende mejor, mirando a este aspecto, donde aparece más de relieve. Es una tarea trascendental en su vida inte­ rior la elección del Santo preferido. Sólo admiten como Pa­ trono a un Santo con vida idéntica, aún en los detalles, a la que ellos viven. Para un religioso, el único modelo es un Santo de su misma Orden. Un comerciante piadoso no que­ rrá saber nada con el que se haya santificado fuera de su oficio. Nada hay reprobable en tal tendencia. El Santo me en­ seña el modo de aplicar el Evangelio a un género concreto de vida, que es la que yo tengo que llevar. No todos tenemos el genio iluminado que tuvieron ellos para poder juzgar de estas aplicaciones. Bueno es aprovechar el ejemplo. Lo grave de esa actitud es que no van a inspirarse en el Santo, sino a hacer una copia de su vida externa. Y ésta es una tarea absurda. No se puede copiar la santidad de ningún Santo. No existen dos personas con idéntico caudal interior. La imitación servil sólo puede ocasionar desalientos y vanos esfuerzos. Quien la intenta, se obliga a realizar obras pro­ pias de otra psicología, para las que no siente aptitud ni 7 F r a y L u is de L e ó n .

De los Nombres de Cristo, «Pastor».

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fuerzas. Por una parte, hace hincapié en fuerzas que no posee, porque las necesita para copiar al dechado. Y, en cambio, debe cohibir o dejar inactivas sus verdaderas ener­ gías personales, porque no se pueden desplegar en una vida exterior o interior como la que hizo el Santo. De la misma debilidad proviene la afanosa predilección por los Santos modernos. Cuando prefiero a éstos, hago una cosa que está en mi perfecto derecho. Pero, al mismo tiem­ po, esto saca a luz, en muchos, una llaga interior. Obedece la elección a una cómoda inercia. De los Santos recientes conocemos más detalles biográficos. Repetir en la propia vida esos detalles daría una santidad ya hecha. Pero es inconsistente todo el fundamento de tal con­ ducta. No hay un catálogo de acciones externas caracterís­ ticas de la santidad 8. Repetir el gesto inspirado de un alma santa puede ser una comedia, por falta de espontaneidad. A la acción del primero responde una carga interior propor­ cional. A la acción del repetidor nada responde. Es un cuerpo sin alma, un cadáver. ¿Por qué preferir? Hablo, naturalmente, del exceso. Lo humano y lo divino que yo puedo copiar se encuentra igual­ mente en los antiguos. Lo mío, lo personalmente mío, no se halla ni en los antiguos, ni en los modernos. ¿Por qué preferir? Inconscientemente busco ahorrarme una fatiga pe­ nosa, la de conocer la misión o destino personal que Dios me ha señalado, que es, por lo tanto, la que me exige. Es vo­ cación individual. Cada uno posee la propia. La tuya y la mía no han sido aún realizadas por ningún Santo. Hay que encontrar la propia vocación, sea como sea. Tarea necesaria, aunque nada fácil. Misión personal no es la que cada uno escoge, ni siquiera la mejor. Es la que Dios ha escogido para cada uno. Jesús invita personalmente a los apóstoles a que le sigan. El geraseno se ofrece voluntario a seguirle, y Jesús «no le dejó» 9. Hablamos de esa voca8 De esto se habla más detenidamente en cap. 8. n. 3. 9 Me. 5. 19.

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ción individual que aún está por resolver, después de haber recibido la vocación a un género de vida común, como se­ ria a una Orden religiosa o al matrimonio. A este ñn ayudan poco los modelos en detalle. Al con­ trario, ordinariamente inspiran y potencian más los Santos: globales, con mucha energía aplicada en pocos objetos. San Pablo, San Agustín, San Atanasio, no presentan en su ac­ tividad puntos de contacto con mi vida. Sin embargo, m e hablan con mayor intimidad. Despiertan en el alma m a­ yores estímulos y frutos prácticos, que el que ha vivido en el mismo ambiente y circunstancias. Santos de empuje. Esos hombres han brillado en la conquista de su destino perso­ nal. El verles enciende el deseo de seguir también como* ellos el destino, pero no el suyo, sino el propio de cada uno. Son, pues, injustificadas nuestras reservas frente a la pobreza del contenido evangélico. Conocemos de la vida de Jesús solamente algunos rasgos generales: un poco de sus relaciones con Dios, su conducta ante el dolor, los pobres, la hipocresía, amigos y enemigos... Esto pueden y deben imitarlo todos. Nada ‘pierden de sus energías personales. Dios, que ha inspirado la S. Escritura, no quiso que los Evan­ gelistas consignaran mayores determinaciones. No es un des­ cuido, sino una decisión de la divina Providencia10. No tiene por qué parecer demasiado poco. Pretender otra cosa es pedir al Evangelio lo que no puede dar nadie. Ni conviene que lo dé. Ahorra un esfuerzo doloroso, pero a costa de renunciar a la propia santidad, a la única manera que cada uno tiene de ser perfecto. En este orden de doc­ trina, no se debe buscar fuera una causa, sino un estímulo» o una inspiración de la propia conducta. 10 Jesucristo, como complemento de la ley externa, imprime en el espíritu del cristiano otra interior. D e ninguna virtud ha determinado· todas las ocasiones en que obliga a practicarla. Y , sin embargo, pide cuentas de cada caso concreto. Prueba de que llevamos dentro un me­ canismo de aplicación que viene a coincidir en todos los cristianos. De otra manera, no se explicaría que Cristo haya dado tanta gravedad al precepto del amor fraterno y luego lo deje aplicar libremente por parte de cada uno.

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Esto es imitación. Es lo que pretendemos, no mimetis­ mo. Se advierte la exquisitez de esta cualidad en los autén­ ticos imitadores, esos hombres empapados de Evangelio. Su vida o sus escritos rezuman a Cristo, y, no obstante ape­ nas encuentras allí una palabra del Maestro, ni un gesto copiado. Allí radica precisamente la indudable eficacia ascética del consejo: compórtate como lo haría Jesucristo, si estu­ viera en tu lugar. En la hipótesis, se trata de ocupaciones enteramente ajenas a la manifestación histórica y tempo­ ral del Señor. A pesar de ello, su tono genérico le confiere una eficacia inigualable. En este caso, nada concreto nos dice con sus palabras, ni con su conducta. No tuvo ocasión de obrar en tal sentido. Pero nos inspira la figura global def Maestro. Es más: nos desagrada que alguien concretice y descien­ da a consideraciones: piensa con cuánto amor, con qué mo­ destia y desinterés lo haría Jesús. De hecho la idea central lleva en germen todas las aplicaciones. Pero nos estorba la prolongación hecha externamente. Preferimos que esa idea madre no tome cuerpo. Así conserva el pensamiento mayor eficacia, y todo su encanto la figura divina del Salvador. Se ve, por el ejemplo, que el cristiano tiene una cierta facilidad para sacar las conclusiones de sus principios. En el terreno de lo libre personal no hay otro recurso Una oscuridad particular envuelve el destino del hom­ bre. Al comenzar su vida espiritual, aparece clara la meta. Es la que describen los libros, o la que ha realizado tal Santo. Quiere uno detalles y normas concretas. Cuanto más, mejor. Basta un poco de ánimo, que tampoco suele faltar. Con los años y los fracasos viene el cambio forzoso. Su­ ponemos que el ánimo tampoco falta en estas personas bien intencionadas. Pero las cosas resultan menos claras. Mi san­ tidad no es la que dice el libro, ni la que alcanzó un de­ terminado Santo. Es una fórmula personal que yo mismo me debo encontrar. Y aún no la veo. Sin meta, es penoso

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disponer de energías. A estas alturas, preferimos a las nor­ mas concretas principios fundamentales que queremos re­ pensar. Para estas almas de inquieta sinceridad: meditación del ^Evangelio.

C a pítu lo 3

JESUCRISTO

VIVE DENTRO 1.— I ncorporación

sucesiva .

Es progresiva la manifestación que Jesucristo hace de sí mismo al hombre. Advierten muy bien el proceso las per­ donas que se han educado fuera de un ambiente cristiano. Xes llamamos convertidos. Su acercamiento a Jesús se hace 'conscientemente. Nos hablan de tres etapas suficientemente -diferenciadas. Comienzan por admirar su obra y la ley que ha legado al mundo. Simpatizan más tarde con su misma persona. Terminan comprendiendo lo que significa para un hombre vivir de Cristo o en Cristo. Ley de Cristo, Persona de Cristo, Unión con Jesucristo. Culmina el proceso en una ^entrega total. Presenta una ligera peculiaridad la experiencia de los que han vivido desde la infancia en el cristianismo. El pri­ mer contacto del alma fiel con Jesucristo se verifica de manera global. Cristo es la persona conocida que hace en ella todos los oficioá. Este primer contacto genérico es or­ dinariamente superficial y casi inconsciente. Se advierte en las personas de piedad a un nivel medio. No han llegado a comprender distintamente su honda necesidad y el modo en que viene a remediarla Cristo. Para que la vida interior se profundice, es necesario bus­ car la diferenciación en esa experiencia global. En la vida real siguen obrando todos los aspectos. La diferenciación se efectúa solamente en cuanto a la atención de la con­ ciencia. El despertar del alma a la vivencia consciente de

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sus relaciones con Jesucristo, se realiza igualmente en tre» etapas sucesivas. Es un desarrollo orgánico y normal, siem­ pre en camino hacia la intimidad personal. No es proponer un método ascético, que el alma deba seguir. Simplemente compruebo un hecho, una ley que se cumple en la vida interior, aun cuando la persona no preste especial atención a favorecerlo. Si lo cuida, el proceso será, naturalmente, más regular y provechoso. 1. Tenemos un primer paso a la vivencia consciente^. EL alma apenas aprovecha de Jesús otra cosa que la palabra externa. Es una especie de legislador moderado. Ha dejado* una doctrina espiritual, un código de obligaciones. Lo queinteresa es penetrar en el conocimiento de estas normas, no j de la persona del legislador. Le bastan las leyes, y cuanto más numerosas, mejor. Se mueve entre ellas con la frui­ ción de un jurista. Como tiene en abundancia leyes, que es lo que desea, nada echa de menos. Estas almas suelen estar contentas. No sientan ausencia, porque la ley está siempre' al alcance de la mano. 2. Comienzan a sentir que la ley material escrita no es suficiente. Una para todos, y además, letra muerta. Sobre las ruinas del culto a la ley surge una nueva necesidad. Necesita a Jesús mismo. No precisamente como soporte y modelo para cumplir la ley. Le busca como Persona. Quiere intimidad y contacto personal. Y no lo encuentra, porque no se había cuidado de cultivarlo. La aparición de una crisis es normal en esta coyuntura... Lo piden las circunstancias, aun cuando no se niegue la especial intervención de Dios. La crisis suele llamarse noche o purificación pasiva1. Período de tiempo en que el alma se siente abandonada de Dios. Antes no sentía la ausencia, aunque seguramente estaba más lejos. Por la razón ele­ mental de que el sentimiento de ausencia es proporcional al deseo de unión. El alma tenía antes un monólogo in- Cfr. más adelante cap. 7, n. 3.

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terminable. Ella hacía y decía todo. Be daba la respuesta. Ha llegado a notar que su respuesta no le basta, porque no colma la insuficiencia humana. Quiere diálogo verdadero. Pero no ha cuidado de entablarlo. Siente la soledad. Hasta que Dios mismo, o más ordinariamente la fe, que se arraiga y hace vital, le da la respuesta. 3. Un paso más, y el alma ha dado con la clave de su y ida cristiana. El contacto con la Persona de Jesús suscita una ulterior aspiración. Mutua entrega total. Fusión de in­ tereses y deseos, y de ese estrato más hondo y general: de vida. Cuando la miseria es grande, no basta un amigo. De nada sirven apuntalamientos al árbol podrido. El hombre que ha llegado a percibir con la experiencia su miseria y absoluta incapacidad quiere algo más que un compañero. Necesita una vida nueva. Es la mejor y la única solución radical. Hacer propia la vida de Jesucristo. Así nace el hom­ bre nuevo, recreado por Cristo en justicia y santidad. Es más que la simple intensificación de una amistad. Esta última es la forma definitiva, que viene a cobrar el proceso espiritual del cristiano. Hacia ella tiende desde el principio. No tanto la persona interesada misma, que ape­ nas barrunta las profundidades a que está llamada. Es Dios quien con mayor empeño lo procura. Al decir etapas, pudiera pensarse en trayectos de un ca­ mino que se van dejando atrás. .Llegados a la segunda, ol­ vidarían la primera, para dejar ambas, una vez obtenida la tercera. De manera que Jesucristo ya no sería considerado verdad y modelo en un hombre para quien se ha conver­ tido en vida. No es de este género el adelantamiento del cristiano. Más que etapas de un camino, son etapas o periodos de un tiempo vivido. Simplemente, los años sólo pasan en el calendario. Los años vividos siguen formando siempre parte de la persona. No pasan ni se dejan atrás. Se incorporan e integran, persistiendo en la forma que toma la vida del momento presente. Jesucristo, luz intensa, al acercarse, se



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convierte en fuente de calor y movimiento. Sin dejar por ello de ser luz. Antes bien, se intensifica. Por consiguiente, el poner como ideal cristiano de per­ fección el vivir en Cristo no incluye menosprecio o contin­ gencia en el papel de imitación y seguimiento del Señor, Seguirá siendo el modelo de vida, mientras la Iglesia re­ cuerde sus misterios en la liturgia. Es eterna su efectividad. La imitación de Jesucristo es un programa sin revisión posible. Por otea parte, es la imitación el único medio para penetrar en el alma de Cristo y vivir con El. Al hacerse vida del alma, esta nueva forma no se añade ni sustituye simplemente a las dos anteriores. Las asume y transforma. Jesús sigue siendo ley y norma del hombre. Pero una norma vital, que empuja desde dentro. Casi una ley instintiva. La vida simplifica e interioriza todas las de­ más formas en que Cristo entra en contacto con el alma. No es nuevo este programa para los que poseen la vida sobrenatural. Todos han de vivirla en torno a Cristo, con advertencia o sin ella. La misma división tradicional en tres períodos va muy cerca. En el primero, se aleja del pecado y adquiere las virtudes. Son los principiantes. Durante el segundo, debe meditar los misterios de la vida de Cristo, y asimilar sus estados de ánimo. E: el período de ilumina­ ción. En el tercero, ejercicio intensivo de la caridad pura. En el programa tradicional se advierte una orientación similar. Su deficiencia está en no haber recalcado suficien­ temente el carácter personal de la perfección cristiana. Je­ sucristo, en cuanto Persona, no ha sido el centro. Muchos lo han vivido sin atender a los tres estadios que sigue su revelación al individuo. San Juan de la Cruz ya ha propuesto el programa en su totalidad. Le sigue, sin dar las divisiones. El Cántico Es­ piritual describe la forma en que el alma va tomando conr tacto, cada vez más íntimo, con Cristo. Con las tres pers­ pectivas diversas y sucesivas. Coge al alma al final del primer período. La meditación le ha mantenido en una continua diligencia frente a la ley.

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Sus motivos son por ahora algunas convicciones fundamen­ tales que ha ido sacando: la vida es breve, la senda de la vida eterna estrecha, el justo apenas se salva, el tiempo in­ cierto, la cuenta estrecha, la perdición muy fácil, la salva­ ción muy dificultosa... Entonces comienza a invocar al Amado2. Sigue un período de búsqueda ansiosa. Todo le da enojo. Cosas del mundo, ángeles, hombres, no son bastantes a cal­ mar estas ansias. No quiere mensajeros. Quiere la Persona misma del Amado. Trato interrumpido, parcial satisfacción. Con el hallazgo del Amado, se ha abierto una nueva exi­ gencia. No basta la compañía. Mientras quede el hombre en sí, su naturaleza es una continua fuente de turbación. Entonces llega la unión. Para reflejar su intimidad y la comunidad de vida, se ha llamado a esta unión matrimonio espiritual. Escribe el Santo: «Bien así como cuando la luz de la estrella o de la candela se junta y une con la del sol, que ya el que luce ni es la estrella ni la candela, sino el sol, teniendo en sí difundidas las otras luces» 3. En uno u otro modo, todos viven este programa de des­ arrollo. Es ordinario el seguirlo, una vez que el cristiano pasa el período de percepción global. La diferencia consiste que en unos lo viven conscientemente, y otros sin adver­ tirlo. Es una ventaja saberlo. Se puede fomentar el proceso y acelerarlo en sus dos primeros grados. 2.— Cristo M íst ic o .

Estamos en el último tramo del esquema precedente. Da miedo abordar un tema de tanta riqueza y amplitud. Por fuerza, hemos de ser breves. Con claridad, dentro de lo que permite el misterio. Evitando afirmaciones sublimes que na­ die entiende. 2 cá n tico Espiritual, anotación a canción 1.‘ 3 Ib., canc. 22, 3

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Jesucristo es vida nuestra, en cuanto nos ha merecido la gracia, de donde aquélla depende. En efecto, por la Reden­ ción, El es causa meritoria y eficiente de la gTacia que ac­ tualmente se concede al hombre. Por este solo título, ya se deben a Cristo el origen de la vida sobrenatural en el hom­ bre, su desarrollo y sus frutos. Bien se podría decir, en este caso, que Jesucristo es nuestra vida, pero en un sentido im­ propio. En lugar de decir: es nuestra vida; la expresión exacta seria: nos da la vida. Como la madre a su hijo, que luego vive independiente de ella. Para que Jesucristo sea vida del cristiano, es menester que forme con él un solo y mismo organismo. Si le dejamos fuera, podrá ser causa de vida, no la vida misma. Es pre­ ciso que se una El en persona, no sus dones. Aunque esto se verifica también por el simple hecho de la Redención, entendida en un sentido pleno. La Redención no se hizo en un momento, el tiempo que duró la muerte en Cruz. Se va realizando lentamente en cada uno, hasta llegar a su per­ fección. Tengamos presente que, al hablar de vida sobrenatural, estamos aplicando una metáfora del orden natural. La teo­ logía nos permite y aun obliga a llevarla adelante. Es una vía luminosa de acercamiento al misterio. No se puede estirar mucho en consecuencias una me­ táfora, por muy acertada que sea. El orden sobrenatural no es una copia de la pobre naturaleza. Si la Revelación hubiera dicho únicamente que Cristo es nuestra vida, de­ jando a la filosofía la explicación, estaríamos a un palmo de la completa oscuridad. Por una generosidad inesperada, Dios mismo se ha explicado. San Pablo es el mensajero de la aclaración divina. Saca a plena luz este lado misterioso y sublime del cristianismo. Aplica en dos formas ligera­ mente diversas esa imagen única: Cuerpo Místico de Cristo, Cristo Místico 4 Cír. J. M. Bover, s . j„ Teología d e San Pablo, Madrid, BAC, 1952, pp. 552 y 591.

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Jesucristo es la Cabeza de un Cuerpo Místico, del que nosotros formamos los demás órganos. En esta unidad ra­ dica la comunicación de su vida al hombre. El cristiano está íntimamente unido con Cristo. De El recibe toda la vitalidad sobrenatural, como los órganos del cuerpo huma­ no la reciben de la cabeza. Pero el cristiano sigue fisica y moralmente libre y dueño de sus actos. No se trata, pues, de una unión física. Es, por otra parte, algo más, mucho más, que (una simple unión moral. No es un cuerpo físico sobrenatural. Lleva un nombre especial: Cuerpo Místico. Quiere decir : comunicación real y eficaz, como en el cuerpo humano; pero de una modalidad especial, oscura, sin equi­ valente posible en el mundo natural. San Pablo presenta un nuevo matiz de su pensamiento con otra expresión de la misma imagen: somos el Cristo Místico. Cristo e Iglesia identificados, formando el «Cristo Total». No se habla de influjo, ni de convivencia. Es sen­ cillamente vida común a base de un único principio. Como en el orden sobrenatural el hombre nada posee, es la vida de Cristo la que se hace de ambos. Prueba de la nueva co­ munidad de vida que se establece entre ambos es la libertad con que cambia San Pablo el orden: vive Cristo en nosotros, o nosotros en Cristo5. Y el mismo San Pablo va sacando las consecuencias. La obra redentora ha sido hecha en común. La cruz, muerte y resurrección históricas de Cristo lo son igualmente del cris­ tiano. Son inseparables. No es que los misterios de Cristo re­ percutan cada uno con su carácter particular en la vida sobrenatural de sus miembros. Sencillamente, el cristiano sufre, muere y resucita con El y en El. Las consecuencias trascienden inmediatamente al orden moral de la conducta. Sigue aplicando San Pablo. El cris­ tiano tiene una obligación estricta de meditar la vida y los misterios de Cristo. Para ser consecuente. Como el que es­ tuviera obligado a cumplir los contratos hechos por su pa* Gal. 2, 20. 4

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dre, o mejor, por su representante. La unión es aquí más ín Urna aún. No puede el cristiano retraerse a la conducta que ie imponen esos misterios ya vividos. Les ha vivido él m smo, cuando Jesús les vivió. El camino esta emprendido. No echarse atrás. ¿No es absurdo ponerse a elegir? San Pablo se enfada justamente ante tan grande inconsciencia del cris­ tiano. Si ha muerto con Jesús al pecado, ¿por qué ahora se de nuevo con la vida vieja a cuestas, como si pudiera a estas alturas deshacer lo que ya tiene hecho en la vida de Jesús? El cristiano ha vivido y sigue viviendo de Jesús. Su vida, histórica fué solamente un comienzo de las relaciones. Se­ guirán siendo efectivas. Al cabo de tantas esperanzas, a algunos les espera la desilusión. El Cuerpo Místico de Cristo no soy yo primaria­ mente, sino la Iglesia. Jesucristo se ha unido directamente’ a la Iglesia. Sólo a través de ella nos ve a nosotros, los in­ dividuos. Pero ¿es esto lo que esperábamos? Como último grado en un proceso personal de interiorización, te enrolan en una colectividad, para que vivas de la vida común de toda ella. A muchos ha disgustado esta posposición del in­ dividuo. Han llegado a renunciar a la vida de Cristo, para no tener que recibirla por medio de esta colectividad. Si en lo divino las cosas sucedieran como aquellas que dependen de los hombres, habría motivo más que suficiente para preocuparse. Cuando alguien coloca en primer plano la colectividad, los individuos se convierten en ovejuelas de un rebaño inmenso. ¡Adiós intimidad! El general se preocupa del ejército, no de cada soldado. Sacrifica al individuo, si lo pide el bien común. Acaso te escuche privadamente en el día de una hazaña o desgracia personal tuya. Pero ¿y el resto de los días, que son prácticamente toda tu vida? No se acordará de ti, ni lograrás que se interese por tu vida per­ sonal. Lo vemos cada día. Rarísimamente una gran personahdad hará visita a una persona humilde. Si el caso Ilesa a darse ese hombre grande trae consigo otros cuatro de su acopafiannento, que son los que le responden. Ni siquiera

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en este caso de una atención especial te dejan tratar a gusto Hablan otros por ti. No rigen iguales normas en el mundo sobrenatural. La institución de una comunidad se ha hecho precisamente a ventaja de los individuos. Así que éstos no pueden ser nunca secúndanos ni desatendidos. Lo veremos en el número si­ guiente. Bastará la experiencia: «Y no es de maravillar que el alma con tanta frecuencia ande en estos gozos, júbilos y fruición y alabanzas de Dios, porque, demás del conoci­ miento que tiene de las mercedes conocidas y recibidas siente a Dios aquí tan solícito en regalarla con tan precio­ sas y delicadas y encarecidas palabras, y de engrandecerla con unas y otras mercedes, que le parece al alma que no tiene él otra en el mundo a quien regalar, ni otra cosa en que se emplear, sino que todo El es para ella sola» No hay motivo para disgustarse. Jesús ama a la Iglesia, y ama a los cristianos en singular. Cada uno en su plano. A ambos en primer término. Como se ama a padres y herma­ nos. A unos y a otros totalmente. No hay dificultad. A tra­ vés de la Iglesia. La Iglesia, como María, se interpone en nuestras relaciones íntimas con Dios, sin ser ese tercero indeseable que coarta las expansiones más legitimas de la amistad. Como individuo, desea el cristiano un lugar y una fu n­ ción particular en ese Cristo total. Se le ha concedido esa misión individual. ¡Sublime honor! Pero debe pensar tam­ bién en la responsabilidad. La consecuencia es inevitable: cada uno tiene que cumplir por sí mismo esa misión indi­ vidual. Somos insustituibles. Jesucristo quedará irremedia­ blemente privado de esa perfección externa que esa persona debía comunicarle. Vendrán Santos que le alaben. Pero con eso cumplen la misión de ellos. La tuya queda vacante e re­ emplazable 7. 6 San Juan de la Cruz. Llama de amor vive. canc. ¿ 36. 7 c f r . G . S alet , S . J., Le Christ notre vie, ? ed.. Castennan. 19^

pp. 26-27.

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Jesucristo vive hoy en su Iglesia. Ha superado en ella la historia temporal. Pero ese Cristo que sufre y triunfa so­ mos nosotros. Luchamos por El y por nosotros, porque for­ mamos juntos el Cristo místico. Como El luchó también por ambos en la hora de su peregrinación terrestre. No es una invención humana. Es realización divina. El Cuerpo Místico es un consuelo, antes de ser una res­ ponsabilidad. El Señor lo ha instituido para ayudar al hom­ bre, y no para sobrecargarle. .Los cristianos que afinan el espíritu llegan a ser cons­ cientes de su pertenencia a un organismo espiritual. Sienten los deseos de la Cabeza, las necesidades de otros miembros u órganos como cosa propia. Perciben la abundancia de sa­ lud que de otras almas se les comunica. Con un recurso de origen desconocido remedian su flaqueza. Notan igualmente que de ellos fluye savia en provecho de otras partes más necesitadas del Cuerpo. Una desgracia de la Iglesia o de al­ guno de sus miembros duele a estas almas instintivamente. La vitalidad oculta previene en ellas el raciocinio. Esta experiencia no es exclusiva de los Santos. Todos la tienen en algunos aspectos. Hay almas tibias, incapaces de hacer un esfuerzo o una renuncia por su provecho personal o por alcanzar mérito. En cambio, la hacen sin resistencia y con alegría, cuando se les propone como finalidad la con­ versión o el bien de otras almas. ¿No es admirable esta ge­ nerosidad? Hasta los niños se ilusionan y enardecen con el ideal misionero. Las dos direcciones en que circula la vitalidad: de cada uno a los demás y de los demás a cada uno, forman lo que solemos llamar Comunión de los Santos. Santos, en este sen­ tido, lo son todos los cristianos. La comunión entre ellos es simple consecuencia del Cuerpo Místico. La salud circula siempre, buscando un nivel de bienes­ tar, idéntico para todo el organismo. Es imagen de esta rea­ lidad espiritual la salud corporal, recobrada con el solo con­ tacto del Cristo físico. Había en El redundancia. La salud del Salvador pasaba a los enfermos que le tocaban, como si

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formaran con El un solo cuerpo. Y Jesús sentía la transfu­ sión de vida, como declaró en ocasiones. Este fué el gran consuelo de San Agustín: su unión coa un Cristo, pletórico de salud, y puesto a nuestro servicio. lüi el libro 10 de sus Confesiones hace un examen riguroso y penetrante del estado actual de su alma. Después de tantos años de esfuerzo continuado y sincero, el interior aún pre­ senta un aspecto pavoroso. A pesar de la conversión ra­ dical, sigue comprobando su impotencia para acabar con la antigua vida y para realizar sus deseos de santidad he­ roica. Pero se siente miembro de Cristo. Enfermo, pero miembro. Experimenta una inquietud dolorosa con relación a su sitúa, ción presente. Al mismo tiempo advierte que una vena ocul­ ta le impulsa a la vivencia total del cristianismo. Es el esfuerzo que hace Jesucristo por rehabilitar ese miembro débil a la salud plena. «Si no fuera por eso, caería en la desesperación» 8. Si, una vez redimido, le hubiera abando­ nado a su propio esfuerzo, sucumbiría. Es que, sinceramen­ te, no puede más. Pero el remedio ha sido eficaz. En medio de la miseria y del cansancio, descubre la salvación en el empuje que le res­ tablece con esa pequeña cooperación personal que puede prestar. Empuje constante, como su pertenencia al Cuerpo. Como la circulación de la sangre en salud. 3.— E x pe r ien c ia s

personales .

Todos los cristianos formamos parte del Cuerpo Místico. No lo sentimos, como no sentimos la presencia de la gra­ cia, que es el vínculo de la pertenencia vital. Pero basta la fe, que cerciora. No es, sin embargo, dudar de su testimonio, si ahora añadimos una corroboración externa. Es más bien lina ilustración que colma nuestro convencimiento. En al­ gunas almas privilegiadas se manifiesta a la observación hConfesiones, 1. 10, c. 43.

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humana el intercambio de vida con el organismo central. Servirá igualmente para anular la inquietud que suscita en algunos la sospecha de que aquí falta intimidad. Jesu­ cristo no se une con una Iglesia, ser abstracto. A través de la Iglesia, va directamente a los individuos. Con ellos toma contacto. Con cada uno personalmente. Estrecha de tal manera la unión, que, como antes nos decía San Juan de la Cruz, el alma llega a pensar que no tiene otra perso­ na de quien ocuparse en el mundo, más que ella, ni otra cosa a que atender. ¡Como para dudar de que sus relacio­ nes son directas! EL tema se presta a hacer una selección de confesiones sacadas de la vida de los Santos. Mas no vendría a tono con las intenciones del presente libro. Baste advertir que es larga la serie, inaugurada por San Pablo: «Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí» 9. Nos limitamos a poner de relieve dos síntomas evidentes de la transformación de vida ya obrada. Acaso nada refleje con tanta fidelidad el fondo de la vida auténtica, como el instinto. Es un brote espontáneo. Puede la voluntad frenarlo, pero no lo planta ni lo arranca. En su propio asiento, el instinto vive sin control e indisturbado. De ahí su valor declarativo del fondo existente en el hombre. Las personas avanzadas en perfección poseen una espe­ cie de instinto divino. La mejor prueba de que su vida es también divina. Gozan y sufren, luchan y arriesgan, guia­ das por los intereses de Cristo. Ya de primer movimiento. Como yo defiendo espontáneamente mi vida, cuando la ame­ naza un peligro, o retiro la mano del fuego. El cambio de vida se ha hecho desde lo hondo. Anda en peligro la honra de Dios. No deben reflexionar para dolerse y poner el remedio que está a su alcance. Ins­ tintivamente lo sienten. Les duele dentro. La visión de he­ chos y cosas desde el lado de Dios elimina en ellos todo * G a l 2 . 20.

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otro punto visual no convergente. Lo mismo que el egoísta lo ve todo del lado de su persona. Por un momento acerquemos un cristiano ordinario a estas almas. Se verá la diferencia. Ambos deben reaccionar ante un mismo hecho. Supongamos que es el siguiente <¡nun­ ca se realice!): Un desalmado, después de una lucha pin­ toresca. con el sacristán, profana el Santísimo Sacramento. Nuestro primer movimiento es de risa, ante la escena gro­ tesca del viejo sacristán defendiendo con velas y misales. Reflexionamos después, y nos duele el sacrilegio. El Santo comienza por el final. Su primer movimiento es el dolor de la profanación. Y eso le quita de raíz la posi­ bilidad de disfrutar con las incidencias ridiculas del encuen­ tro precedente. Lo mismo sucede con cualquier otro pecado grave, acompañado de circunstancias acomodadas a la risa. Esta diferencia en las reacciones se puede observar a cada momento. He citado un caso que no suele darse. Ilustra muchos otros que se dan. No es un pecado nuestra reacción, la del cristiano ordi­ nario. Es solamente un síntoma, pero muy revelador. Tarda en percibir el aspecto divino de los sucesos. Lleva la vida divina en el entendimiento. Y es el entendimiento, discu­ rriendo, quien descubre el lazo de las cosas con Dios. El discurso es siempre lento. El Santo, en cambio, lo siente con el instinto divino, que se dispara, automático, en presen­ cia de su objeto. Quien recibe un gran daño, le hace muy poca gracia todo el ingenio que la persona haya puesto en juego para hacérselo. «Maldita la gracia...», se suele decir. Y esto sin reflexión. Es el instinto quien dice que las cosas van mal y, por tanto, que no hay motivo de alegría. Esto mismo le acontece al Santo con las cosas de Dios. Tiene en ello su interés fundamental y predominante, porque es su propia vida. Conscientes de que en asimilar la vida de Cristo con­ siste la perfección cristiana, los Santos han puesto en ellos su única ilusión. Y con este rumbo han orientado sus es­

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fuerzos y oraciones. Copiar en sí la s deseos, ideas, senti­ mientos del Señor. Bien lo expresa un alma grande casi contemporánea: «Venid, ¡oh Jesús!; verted mi alma en la vuestra. Que en ella se moldee y en adelante no se rija ya por sus movimientos, sino por los de vuestro Corazón» 10 Tiene una expresión aún más concisa y llena de teología: «Seamos para El una especie de humanidad prolongada, en la cual pueda El renovar todo su misterio» 11. En su modestia, la joven religiosa lo declara como deseo suplicante. Lo realizó en gran parte ella misma. Desde luego, declara muy bien lo que han realizado almas heroicas. Es significativo el cambio que se da en las almas en lo que se refiere al sentimiento de la vida sobrenatural. El principiante es todo furor y mirada al externo: «Como e! alma ve que tiene su v»da natural en Dios por el ser que en él tiene, y también su vida espiritual por el amor con que le ama, quéjase y lastímase que puede tanto una vida tan frágil en cuerpo mortal, que la impida gozar una vida tan fuerte, verdadera y sabrosa como vive en Dios por natura­ leza y amor» 12. Estamos en los comienzos. El espíritu no ha asimilado la vida divina. La ve todavía fuera. Al llegar a la unión, cambia totalmente el aspecto: «Todo este caudal (potencias, pasiones, sentidos) de tal manera está ya emple&do y enderezado a Dios, que aun sin adverten­ cia del alma, todas las partes que habernos dicho de este caudal, en los primeros movimientos se inclinan a obrar en Dios y por Dios; porque el entendimiento, la voluntad y la memoria se van luego a Dios, y los afectos, los sentidos, los deseos y apetitos, la esperanza, el gozo y luego todo el cau­ dal de prima instancia se inclina a Dios, aunque, como digo, no advierta el alma que obra por Dios. De donde esta tal alma muy frecuentemente obra por Dios, y entiende en El y en sus cosas sin pensar ni acordarse que lo hace por El; por­ Elevación 21. Obras Completas, Madrid* "Edit. de Espiritualidad”, 1958, p. 806. 11 Id. Epistolario, 42, p. 534. 12 S a n J ija n de l a C r u z , Cántico Espiritval, c, 8, 3. l<1 I s a b e l de l a

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que el uso y hábito que en la tal manera de proceder tiene ya, le hace carecer de la advertencia y cuidado y aun de loa actos fervorosos que a los principios del obrar solía tener» 13 A primera vista, parece una marcha hacia atrás en la vida del espíritu. Pero es normal, por la razón que indica el mismo Santo: el hábito quita la advertencia. El amor a Dios se convierte en una función orgánica; tan constante, que acaba por ser en muchos ratos inconsciente. La vida no se siente, sino que se vive. Sólo perciben la circulación de la sangre los enfermos. Esto no quita que el amor de loe perfectos tenga frecuentes actos de ejercicio intenso y ad­ vertido. La comunidad de vida entre Cristo y las almas perfectas ha motivado la predilección por la imagen del matrimonio. Desde el Cantar de los Cantares. Esta imagen del matrimo­ nio ilustra bien la unión con Cristo. Y mejor aún los frutos de tal unión: el valor de las obras del cristiano. Son obras totalmente suyas, y totalmente de Dios. El hombre sale ganando, que viene muy razonablemente premiado como autor de obras divinas. Nos viene a la mente la obra de María en la Encamación. El Niño que nace es Hijo suyo e Hijo de Dios. El Hijo de Dios tiene que ser Dios. María es, pues, Madre de Dios, por su cooperación humana y pobre a la obra divina. Todo se ha convertido en vida, para estas almas. Con las leyes sucede lo mismo que antes vimos con los intereses de Jesucristo. Las llevan dentro. Para el justo no hay ley, por­ que él mismo se es ley. La observa sin pensar en ella. Se ha convertido en instinto, en una segunda naturaleza.

Es un programa lleno de encanto. Tratar con Jesucristo, de sus labios escuchar la verdad, recibir de El directamente la vida y la gracia. Pero es incompleto. Quedan en el aire las relaciones del cristiano con Cristo. En el sentido más estricto de relaciones personales, quedarían en el aire sin el complemento que El mismo ha querido añadir: la Iglesia. Podría seguir obrando sin ningún intermediario. De hecho, así lo hace algunas veces. Mas no es ésta la economía nor­ mal. Jesucristo ha pasado a retroscena. Habla, dirige, inter­ viene, mas no se le ve. Por eso, quien desee comprender al Maestro no debe contentarse con escucharle a El. Hoy es la Iglesia el Cristo viviente. La Iglesia, con sus componentes humanos, tal como se da en la realidad. El Señor la ha de­ jado como «Guardiana y Maestra de la Verdad revelada». Ella debe instruir y santificar. Ella nos da el Evangelio. Por medio de ella tenemos a Jesús mismo. Ya estoy previendo la reacción. ,La han experimentado muchos. Desentona meter aquí a la Iglesia—dicen—. Es una desviación prosaica ponerla junto a la Persona de Cristo. Parece un estorbo, ahora que buscamos el contacto íntimo. En una cosa tan delicada como son las relaciones religiosas personales con el Señor, no agrada que se interpongan otros hombres. «Déjame con Cristo solo. Lo prefiero.» Es muy posible que muchos prefieran que ningún otro intervenga en su amistad con Cristo. Pero no se trata de preferencias y de gustos. Las cosas son como Dios las ha ordenado, y no como a cada uno le guste. Y ha ordenado que las relaciones con El se mantengan a través de la Iglesia. Esta disposición divina, hecha para alivio del hom-

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bre, ha sido la piedra de tropiezo para muchos idealistas. Echa por tierra toda su ilusión de esplritualismo puro. Y han preferido prescindir de este elemento humano. La re­ acción se da sobre todo en las almas con mucha sensibili­ dad natural, pero faltas de raíces cristianas. Tal vez en un arranque de puro espíritu parezca que fuera mejor prescindir de todo elemento exterior. Mas pensándolo bien, aunque repetido, conserva todo su valor el principio: no somos ángeles, sino hombres. Si somos sinceros, recor­ daremos que con frecuencia no ha sido bastante la actividad del solo espíritu. Se siente la necesidad de comprobar la presencia divina de manera más palpable. La experiencia de los siglos es también una prueba a favor del intermediario. Por otra parte, no impide la inmediatez en las relaciones. Pero, si la impidiera, sería lo mismo. Pues no se trata, como ya he dicho, de lo que nos pueda parecer más conveniente a nosotros. La Iglesia es la personificación de todas las realidades que para cada cristiano quiere ser Jesucristo. Su actividad se ordena íntegramente a establecer entre ellos la unión. Prolonga la Encarnación, que no tiene otra finalidad. Dos manifestaciones más salientes presenta la obra de la Igle­ sia: María, los Sacramentos. María. Extraño puede parecer que pongamos a María como simple manifestación de ia actividad salvadora de la Iglesia. Es verdad que ambas son mediadoras. Mas no es administrado por la Iglesia el poder de María. Y, sin em­ bargo, los Santos Padres constantemente las funden. Apli­ can indistintamente a una y a otra pasajes figurados de la Sagrada Escritura. La semejanza entre ambas está, sin duda, en la misión que desempeñan. Pero no es abusivo identifi­ carlas por sólo un aspecto que tienen común. Pues tal aspec­ to es la razón de ser para las dos: hacer donación de Jesu­ cristo a los hombres, traer los hombres a Cristo. Está bien justificado su parentesco. ,La Iglesia se ve retratada en María. La Santísima Vir­ gen cumple en su actividad la tarea que tiene también

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asignada la Iglesia. Ofrece una digna acogida a Cristo que viene al mundo. Se une con El, forma con El un solo cuerpo,, una sola vida. Asociada al sacrificio del Hijo, le ofrece la humanidad y coopera de este modo a la redención del hom­ bre. Física y espiritualmente es mediadora entre Cristo y los hombres. Es exactamente lo que pretende hacer la Igle­ sia: renovar la humanidad, ofreciéndole el nuevo fermento* que es Jesucristo. María se le ha anticipado. La Virgen forma, por otra parte, las primicias de la. humanidad conquistada para Cristo. La obra del Redentor da sus primeros frutos. La plenitud de gracia nos da unainmaculada, la conduce a la resurrección en alma y cuerpo,, para unirse totalmente con el Señor. Es lo que se pretende hacer con cada uno de los hombres. La Virgen es modelo y artífice en la vuelta de los hombres a Dios. El sueño de la.. Iglesia, ya realizado parcialmente. ES parentesco entre María y la Iglesia se funda en mu­ cho más que en una mera semejanza de misiones. «Todas: estas anticipaciones [por parte de María] no son extrañas a la vida de la Iglesia, pues en María es la Iglesia quien inicia su vida oculta. Del mismo modo se podría decir tam­ bién que en María la Iglesia comienza a ser santa e inmacu­ lada, a incorporarse a Cristo, a participar de sus misteriosy a resucitar con El. En esta perspectiva, María se mani­ fiesta como el primer miembro de la Iglesia, aquel en el que la Iglesia cumple de la manera más perfecta y por adelantado su esencia más profunda, la más inalienable, que es la comunión con Cristo» 14. Ahora podemos entender con facilidad la figura de María,. con todos sus privilegios y sus compromisos para con el hom­ bre. María siempre ha sido la misma No obstante, el cono­ cimiento que el pueblo cristiano tiene de ella va en continuo progreso. Hoy se conoce distintamente el dogma de su parti­ cipación e n la obra que Jesucristo lleva a cabo constanteR. L a u r e n t in . En Iniciación Teológica, III, Barcelona, «HERDER», 1961, pp. 239-240. **

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mente por la salvación del mundo. Hay que vivirla cons­ cientemente. ¿Qué es María en sí? Obra maestra, en riqueza y esplen­ dor, de la mente y de la mano divinas. Es madre de Dios, Virgen, Inmaculada... Aun cuando todo esto fuera solamente una exhibición de la Omnipotencia divina, su contempla­ ción debiera constituir una inmensa alegría para el cris­ tiano. Pero he aquí que nos tocan más de cerca sus grandezas. .Nos interesa más su aspecto relativo. Y no es por egoísmo. Ellas mismas llevan dentro esta primaria finalidad. Con­ viene tomar frente a ellas la actitud acomodada. Esta actitud sólo se puede adoptar conociendo previamente el signi­ ficado que Dios les ha dado concediéndolas a María, que «s el mismo que les da la Iglesia, proponiéndolas a la con­ sideración nuestra. Hay algunas cualidades marianas en que predomina la nota de privilegio: Inmaculada, Asunción. Sólo Ella entre las criaturas ha recibido estos dones inauditos. A pesar de su carácter dominante de excepción, ni siquiera éstos están hechos para suscitar envidia: una isla paradisíaca de pro­ piedad privada en medio del mar rojo; como haciéndonos palpar nuestra miseria entre tanto esplendor. Son privilegios de hecho, no tanto en la intención. Son ejemplo y esperanza: a través de ellos, Dios manifiesta lo que tiene reservado y quiere dar a todos. Consecuencia natural, porque toda la persona de la Virgen es el triunfo de la gracia. Al encontrarse perfectamente desarrollada en ella, produce tales efectos. Como esa gracia es de natura­ leza idéntica a la nuestra, está diciendo que al mismo punto llegaremos también nosotros el día que la nuestra alcance su pleno desarrollo. María es la gran ilusión del hombre realizada. Represen­ ta una meta. De sus privilegios no recibiremos lo que en ella hay de personal. Nos basta lo sustancial, que es el triunfo de la gracia sobre el pecado y sus reliquias, del alma sobre el cuerpo.

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Hay en ella otra serie de atributos ordenados más direc­ tamente a bien de los hombres: Madre, Mediadora. Ha traí­ do al mundo al Redentor, y precisamente para ser Redentor. Sólo por eso le debemos a María gratitud perenne. Pero no se contenta con esta primera actuación fundamental, y común para todos los cristianos. Quiere empeñarse de mane, ra permanente en la progresiva aplicación de la obra reden­ tora a los individuos en particular. ¿Con qué título? ¿Reina, Intercesora, Reparadora? Todo eso, y mucho más: Madre. Madre de todos y de cada uno. Este solo título ya dice lo que Ella significa en la vida sobrenatural del cristiano. Ella le dió la primera gracia. La conserva y da otras nue­ vas en cada momento. Es Mediadora universal: todo lo que cada uno recibe viene a través de su mano. Pero ¿cuánto es eso? Es Madre: todo lo que pida o necesita, y mucho más. Nadie llegará a tener conciencia de los beneficios que un hijo recibe de su madre. La madre ni siquiera los llama ya bene­ ficios. Es tan habitual y permanente la actitud bienhechora, que la considera como un deber. No se pueden contar sus favores. Porque no avisa. Previene y remedia, sin tocar las campanas. María no procede, en la distrifc ación de las gracias, a la ventura. Las otorga a cada uno se jún un plan bien defini­ do. No las da para ir pasando. Mira a reproducir la figura de Jesucristo en cada cristiano. Ser Madre de Jesucristo es su misión fundamental en la tierra, y hacia ella conver­ gen todas las demás misiones. Por eso, quiere hacer que cada nuevo hijo sea su Hijo. Se ha dicho que el Seminario es el seno de María, donde se forman nuevos «Cristos». Otro tanto se puede decir de los cristianos simples, no sacerdotes. No se debe olvidar: nuestra vida espiritual se desarrolla en el seno de María. «Hasta que se forme Cristo en nosotros». Comenzó su misión con la venida del Redentor a la tierra. Pondrá término con la muerte del último redimido. Nadie pensará que una mediación de este género pueda ser un estorbo a su intimidad con Cristo. Eso precisamente

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procura María con todo su poder: que el cristiano llegue a fundirse con Cristo y vivir de El. En un plano diverso se encuentran los Sacramentos. Son medios sensibles que el Señor emplea para comunicar al hombre su gracia. En la administración de todos ellos inter­ vienen los hombres. Razón para que a algunos les parezcan un estorbo en el trato directo con Dios. Todos tenemos a ratos venadas de esplritualismo puro. Mas al hombre no le basta recibir interiormente la gra­ cia. Necesita tener algún signo de que la ha recibido, de su presencia. Porque la gracia no es sensible. El Sacramento dice cuándo se recibe la gracia, y cuál es la gracia que se recibe. Un aviso para mover a explotarla. Es el mismo Jesucristo quien administra los Sacramentos. La Encíclica «Mediator Dei» ha recalcado esta faceta un po­ co olvidada. Las acciones que ejecuta el ministro hombre son una reevocación. Por medio de ellas Jesucristo renueva la actividad concreta de su vida terrestre. Sólo que ahora el valor salvífico de la acción se aplica a cada uno en particu­ lar. El sacerdote es un instrumento, que luego se borra. El Sacramento, símbolo externo, contiene y comunica la gracia. Perpetúa la obra de la redención, haciendo continua­ mente presentes las acciones redentoras de Cristo encama­ do. No es efecto de burocracia o exceso de intermediarios. Al contrario. Dios, que no guarda la gracia celosamente en sus manos, para darla al que se la pida y la merezca. La ha puesto en plaza pública, para que la coja el que quiera. Equivale a: «Sírvase usted mismo». Entre los Sacramentos no todos tienen la misma impor­ tancia y eficacia. La vida espiritual apoya principalmente en la Eucaristía. Pero no pienso insistir sobre este tema. Se cultiva con diligencia en nuestros días la espiritualidad sa­ cramentaría y litúrgica. Podemos decirlo sin miedo: con exceso. Se ha llegado & creer que los sacramentos bastan para todo, como un pro­ grama de vida espiritual completo. Y la liturgia no es eso. Por causa de ella, se descuida la práctica seria de un progra-

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ma paralelo de ascetismo serio. Lo pide el simbolismo de los sacramentos. Exigen del hombre una actividad correspon­ diente. Lo mismo que los demás dones que al hombre apor­ ta la persona de Cristo. El corresponder no es un simple agradecimiento. Es una colaboración, sin la cual toda gene­ rosidad divina resulta ineficaz15. Nos queda, pues, por exponer esta otra mitad del pro­ grama que conduce a la unión personal con Jesucristo.

II HOMBRES DE CRISTO

Jesucristo es, para el indiferente, un hombre vivida en un rinconcito del universo, generoso con sus contemporá­ neos. Ha contribuido eficazmente al progreso moral de la Humanidad. Nos ha proporcionado el placer de contemplar una persona equilibrada y perfecta, como nunca se había visto en la tierra. Grande espectáculo su vida. Interesante leer su historia a veinte siglos de distancia. Conservaremos de él un grato recuerdo. Semejante actitud, que pudiera parecer laudable, no cabe en la presente ocasión. Jesús no ha venido a exhibir una humanidad perfecta. Viene, como llegado divino, a fundar una nueva religión. En El, persona y actividad se ordenan a anunciar que Dios quiere ser servido y amado de manera diversa. Esto ya no es puro espectáculo, sino que impone un cambio muy grave. Es forzoso tomar posiciones frente a EL Cristiano es el que se declara a su favor. Ha demostrado abundantemente que es Dios el autor de la nueva religión. Tres disposiciones de ánimo primarias comporta la adhesión a Cristo. Sus nombres son conocidos: fe, esperanza y ca­ ridad. Pero en gran parte se ignora su contenido y alcance. Explicaremos la estructura y funcionamiento de tales vir­ tudes. Con ella se verá el valor que tienen para medir el pulso de toda la vida espiritual. Las virtudes teologales no son todo. Pero, bien entendidas y practicadas, cristianizan a perfección el hombre entero. Hablamos solamente de exigencias. Las virtudes teolo­ gales imponen al individuo una ley de hierro. Mas la virtud es ante todo un poder, una energía. Trae la obligación, por­ que da antes la fuerza para cumplirla. Existe un perfecto paralelismo. Por eso no insisto en el segundo aspecto. Vale para él proporcionalmente todo lo que se dice del primero.

C a p ít u l o 4

LA FE 1.— Re lig ió n

positiva .

¿Ha leído usted lo que dice Dios? Si, después de la creación, Dios no hubiera intervenido en la historia del mundo, bastaría ser un hombre honrado para cumplir a maravilla los deberes religiosos. Honradas llamamos a esas personas que siguen fielmente los dictados de una conciencia recta. Todos gozan de esa especie de sen­ tido común religioso. Es un fondo que Dios miaño sembró en la naturaleza humana al crear al hombre. Se refiere a las relaciones que establece entre Dios y el hombre el hecho de ser éste criatura divina. Conjunto de relaciones que los teólogos llaman religión natural. No se necesita instrucción particular para conocer tales principios. La naturaleza mis­ ma los enseña y recuerda. Pero Dios ha hablado y obrado posteriormente, intervi­ niendo en la historia religiosa humana. Y por dos veces. Habló a Moisés y, por medio de Moisés, a todo el pueblo escogido. Ha hablado nuevamente por medio de Jesucristo. Esta última vez es la que nos interesa. Es la que hoy está en vigor, y con carácter definitivo. Religión nueva, Nuevo Tes­ tamento. La religión natural se fundaba en el hecho de la creación. Esta otra estriba en el hecho de la filiación divina. Dios ha concedido a la humanidad altera y a cada indivi­ duo, por medio de Jesucristo, el don inestimable de ser hijos suyos. Se comprende que ahora las relaciones con Dios sean diversas de las que teníamos como simples creaturas. Padre

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e hijo no se miran simplemente como creatura y Creador. Nuevos derechos y nuevas obligaciones. A esto llamamos re­ ligión positiva y sobrenatural. Al denominarla positiva, lo entendemos en el mismo sentido que tiene esta palabra, cuando se aplica a las leyes de la sociedad humana. Leyes naturales son aquellas que se fundan en el ser mismo dei hombre, como es la existencia de una autoridad social. Existen siempre. Positiva es la que ha establecido una persona humana o divina, pero que no va pedida esencialmente por la naturaleza humana, como seria una manera u otra de gobierno. En cada sitio, las leyes positivas pueden ser y son diversas. Estas leyes que dependen de una voluntad posterior, no se le ocurren a la mente todas, aunque sea la mejor intencionada. Existe el deber de aprenderlas. El cristianismo es una religión positiva. Muchos de sus principios no brotan de la naturaleza misma del hombre, como exigencias fundamentales. Son libres disposiciones de Dios. El mensaje de Cristo es una manera nueva de amar y servir a Dios, una visión peculiar del mundo. Antes de la venida de Jesucristo, la naturaleza no llevaba dentro tales normas, ni tenia que cumplirlas. Como la naturaleza no ha cambiado, hoy tampoco las siente instintivamente. No obs­ tante, Dios ha dicho bien claramente que en adelante quie­ re ser honrado así, y sólo así. No hay otro remedio que apren­ der esas normas positivas para guiar luego la conducta se­ gún ellas. Quede bien firme: la razón última de que el cristiano viva cristianamente no es la obediencia a exigencias naturales, sino la conformidad con la norma positiva divina. Quizás la naturaleza no exige tanto, y aún en ocasiones tal vea se oponga abiertamente. Nada importa. La conveniencia natu­ ral no es el criterio definitivo. La voluntad de Dios es la verdadera norma directiva del comportamiento humano. ¿Por qué vives de ese modo? Porque Dios así lo ha dicho. Y yo creo. Convenia recordar estas nociones teológicas, a fin de ilus*

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trar de raíz la posición del cristiano ante Dios y frente al mundo. Pero influyen demasiado poco en su vida real. Se obra cómo si no existiera ese compromiso fundamental. An­ tes de decidirse a cumplir cada nueva norma de su religión, necesita el cristiano una serie de conveniencias naturales que justifiquen tal precepto. Como si no hubiera dicho ya, al hacerse cristiano, que los aceptaba todos por el mero he­ cho de ser voluntad divina. Hay que amar al prójimo. Primero hay que demostrarlo: porque el hombre es social, porque a nosotros también nos gusta ser amados, porque, de lo contrario, no se podría vivir, porque... en fin, porque Jesucristo lo ha mandado. Este últi­ mo es el verdadero motivo de nuestra fe y de nuestra vida. Pero sólo se puede decir al final, como a escondidas, sin insistir. Y esto, hablando a cristianos. Pero he aquí que llegamos a un punto donde el motivo de la fe se queda solo, y no se pueden aducir esas conve­ niencias naturales o ventajas que, por lo general, le preceden o corroboran. ¿Por qué esos límites en las relaciones matri­ moniales? ¿Y por qué tantas precripciones de la Iglesia, de que podríamos prescindir? ¿Y por qué hemos de amar a esos desgraciados que no piensan más que en injuriarte? Con frecuencia no hay otra respuesta que la fe: Dios así lo ha mandado, o ha dejado a otro encargado de mandarlo. Y cierto que en sí es un motivo más que suficiente para la aceptación del cristiano1. Pero la fe se apaga por momentos. Pavorosa angustia la del confesor o del predicador, consejero, superior, cuando • Hemos señalado anteriormente (c. 1. 4) como uno de los rasgas característicos del cristianismo el ofrecer un fundamento dogmático a cada uno de sus preceptos morales. Parece que ahora se afirma lo contrario: hay que obrar así simplemente porque está mandado. En realidad, no hay oposición alguna. Existen los fundamentos, pero son de orden sobrenatural, que con frecuencia nada prueban a los ojos de la razón. Por ejemplo, amar al prójimo, porque en él mora Cristo; fidelidad entre los esposos, porque su unión representa la de Cristo y su Iglesia. En el plan natural, tales argumentos son tan difíciles de admitir como cumplir el precepto sin ellos. Se admitan. suponien­ do ya la fp.

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no halla otro recurso, y tiene que apelar a la sola fe. Sabe que el público no entra por esa puerta. Prevé las reacciones. Sería la hora de plantear en serio cada uno el problema del propio cristianismo: «¿Acepta usted el cristianismo? Pues sepa que no es otra cosa. Estos son sus argumentos decisivos». Pero da miedo. Prueba de que el ambiente no es muy cristiano. Se olvida que es religión positiva. Si el go­ bernador te obliga a cumplir una ley positiva, no necesita más argumentos que éste: así está escrito en el Código Civil o lo manda la autoridad. Exactamente lo mismo en el cam­ po religioso: así está escrito en el Evangelio, o asi lo manda la Iglesia. La religión exige fe. En el terreno intelectual, obliga a admitir verdades que no se comprenden. Esto hoy ya no se hace de mal, ni aur difícil, a la mayoría de los cristianos. Celebran con entusiasmo exuberante la proclamación de un nuevo dogma. Tiene otra dimensión la fe, por la que hace seguir normas de vida, cuya eficacia o razón de ser tampoco se comprende. Es consecuencia natural de ser una religión positiva. Aquí ya no pone tanta ilusión el entusiasmo religioso. En realidad, la fe se debe aplicar en este campo con el mismo rigor que en el dogma. La fe es racional previamente, en sus preám­ bulos. Luego, no pide ni admite otro motivo que la palabra divina. Este carácter positivo de la fe cristiana impone un deber primario a sus adeptos: enterarse del contenido y de los me­ dios que aporta al hombre, para poder cumplir las propias obligaciones religiosas. San Pablo se encuentra constantemente en su apostola­ do con la religión natural de los paganos. No se contenta con inculcarles la renovación interna y la buena intención en el obrar. Insiste en que los neoconvertidos conozcan las verdades y las normas de la nueva religión. No es suficiente adorar a Dios con todo el corazón. Es preciso adorarle como El mismo ha determinado últimamente. El conocimiento recto ocupa en el cristianismo un lugar preeminente, que no

LA FE

puede ser sustituido por el solo amor. Cada uno en su sitio. ¿Saben hoy todos los cristianos que Jesucristo ha pasado por el mundo y lo que este paso significa? Parece que no todos son conscientes, ni siquiera entre los que cultivan la vida interior en serio. Con buena voluntad y rectitud de intención en el obrar no está todo salvado. Guiarse por ocurrencias o instinto espiritual es cosa inau­ dita en el Nuevo Testamento. La naturaleza dicta algo, pero sólo la mitad, lo que ya dictaba antes de Jesucristo, lo na­ tural. La otra mitad, lo positivo y auténticamente cristiano, no lo indica. Precisamente por eso lo ha revelado Dios. Hay •que informarse y aprenderlo, como cualquier otra ciencia. Tan lejos está de Dios el que va por camino errado como el -que, conociendo el verdadero, no se mueve. El entendimien­ to fundamental es tan necesario como la voluntad en el «cristianismo integral: «¡Si hubiese de decir los yerros que he visto suceder, fiando en la buena intención...!» 2. No bas­ ta ser generosos y estar dispuestos a todo. Que también se puede pecar por carta de más. La omisión de una cosa nece­ saria no se compensa añadiendo veinte superfluas.. Es innegable que muchos no llegan a la perfección cris­ tiana «por no saber». Les sobran energías, pero no conocen el camino. Dios dispensa en ocasiones. Se da por satisfecho con que el alma le honre a su modo, no como a El le gusta­ ría. Pero son excepciones. Como también dispensa a veces del conocimiento de algunos dogmas. Pero no es la ley, ni mucho menos la santidad. Esta requiere mayor delicadeza •en amoldarse a la condición de Dios. La actitud despreocupada de servirle con sola buena in­ tención es despectiva. Equivale a decirle: «Yo trabajo con toda mi buena voluntad. Si no es esto lo que Vos tenéis ordenado, es cosa que ya no me preocupa. Yo, de todos mo­ dos, voy por aquí o aquí me siento. Determinad, Señor, que esto sea la meta o el camino recto.» Dios puede hacerlo. Pero no es plan. Ya ha determinado dóndo está la meta del cris- S. Teresa. Autobiografía, 13. 10.

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tiano y cuál es el camino. Enterarse debe el hombre y se­ guirlos. Poco éxito tendrá la negligencia. «De devociones & bobas nos libre Dios» 3. Devoción, vida interior, prácticas es­ pirituales, para que cobren valor, deben conformarse a verdad. ¿No estará en la ignorancia el fracaso de muchas almas? Cumplen a maravilla con sus deberes, cargadas de virtudes* de una fidelidad inquebrantable. Pasan años y años sin me­ drar en el espíritu. Ese hombre intachable ha puesto par­ ticular empeño en evitar el dolor, en eludir la molestia que proporciona el prójimo. Cumple los mandamientos, pero aún no ha vendido todo. Hubiera sido acaso un justo del Antiguo Testamento o de la religión natural. Pero en el cristianis­ mo, no. Jesucristo ha hecho leyes de estos y otros principio« objetivamente libres. Hoy son esenciales para conseguir la. perfección cristiana. 2.—U n

mundo nuevo .

Para el cristiano, Jesucristo ha creado un mundo nuevo. Ha realizado una transformación sin remota semejanza en la historia. Mas las cosas parecen seguir siendo lo mismo que antes de su venida. Se conservan intactas las aparien­ cias, aunque cargadas ahora de nuevo significado. Lo sufi­ ciente para cambiar la entera creación. Como la raíz del movimiento humano es precisamente el valor, al cambiar éste, la conducta del hombre ha cambiado de raíz. Los grandes intereses del hombre pagano, y aun los del Antiguo Testamento, bajan de pulso y pierden estima en este mundo cristiano. Larga vida, buen nombre, riquezas y bienestar no son ya fines, ni siquiera intermedios. Las cosas han cambiado. Hoy son espinas las riquezas. Si yo hubiera hecho tan atrevida comparación por mi cuenta—dice San Gregorio—nadie me creería. Y, en cierto modo, con razón. Resulta demasiado débil la semejanza para sostenerse en 3S. Teresa, Autobiografía, 13, 16.

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sola mi autoridad. Pero es Jesús mismo quien lo afirma. Y de éstos hay muchos en el Evangelio. Cambios tan radicales, que suenan a paradoja. Por el contrario, Jesús llama felices a los que sufren por su nombre. El dolor, ogro del viejo mundo, se ha hechoamigo del cristiano. Nunca hubiera podido esperar tales honores. La Cruz le dió el triunfo. El cristianismo es una revolución universal donde salen a flote los oprimidos y son guillotinados los que ocupaban los primeros puestos. Sin hacerse ilusiones. El mundo sigue vistiendo el mismo disfraz que usaba antes de la transformación cristiana Unos gozan con alegría y otros sufren con tristeza. Idéntico pai­ saje al que ha ofrecido monótonamente el mundo desde la creación del hombre. Lo que debe cambiar es el espíritu que lo contempla. Se requiere un esfuerzo constante para des­ cubrir con la mente lo que con los ojos no se ve. La vista superior se llama fe. Sólo a base de ella podemos hablar de un mundo cristiano de valores, diverso del mundo visible. No es menos real que éste. Veámoslo en concreto. Los seres irracionales me hieren y alegran con oportuni­ dad imperceptible. También tienen un alma, la Providencia divina, que les hace entrar en relaciones conmigo. Cuando yo voy a juzgar cristianamente su influencia en mi vida o en las ajenas, no lo hago según su cuerpo, como los que no tienen fe, sino que pienso en su alma. La divina Providencia los anima. La lluvia y el sol. Oportuna e inoportunamente. Para mí, en este caso, en concreto. No es una Providencia de estado mayor. Es detallista. En fin. es la misma que viste de puro color a los lirios y cuenta las hojas del árbol. El mundo circundante de cada uno lo forman ante todo las personas, superiores e iguales o inferiores. El cristiano obedece al superior civil o religioso, no por creer que en cada intervención tenga un acierto. .Lo hace, porque está seguro de que siempre que obedece tiene él un acierto, aun cuando el superior se equivoque. Esto no se ve, ni es lo normal. Cuesta ver rasgos divinos ocultos, cuando las miserias se

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palpan y se entran por los ojos. Pero lo cree. En el mundo cristiano el superior o jefe es portavoz de Dios. Punción y eficacia de la fe es hacerlo ver. ¿Y ese hombre incualiflcado que vive junto a él? Es Cris­ to» Inverosímil. Pero lo cree, porque el mismo Jesucristo lo lia dicho: lo que hacéis con cualquiera de estas personas lo Chacéis con mi misma persona. En esta perspectiva, es un detalle insignificante el hecho de que la tal persona sea un amigo o un enemigo. Poco le interesa al carnicero que la oveja tenga lana blanca o negra. La clasificación se hace según otros principios totalmente diversos. Y, a esta luz, coinciden. Amigo y enemigo, desempeñan para mi vida idén­ tica misión fundamental: representar a Cristo. Hoy les lla­ maríamos embajadores con todos los poderes y todos los honores 4. Nada importa su vida privada. Mi conducta para con ellos tiene las mismas consecuencias que si hubiera sido hecha con el Señor. Cristo supone tan familiar al cristiano esta presencia suya en el hombre, que habla de ella sin ninguna aclaración pre­ via. A primera vista, parece extraño que, en una circuns­ tancia tan seria como es el juicio final, pronuncie la sen­ tencia en lenguaje metafórico: malditos, porque no me habéis visitado, cuando estaba en la cárcel; benditos vosotros, que me habéis dado de comer cuando tuve hambre 5. Diri­ giéndose a personas que ni siquiera le habrán visto. Pero no hay metáfora. Jesús habla de un mundo real, aunque diverso del que ven los ojos. Un cristiano no debiera necesitar ulterior explicación de la sentencia. Para eso está la fe y el Evangelio. El Señor no se explica espontáneamente. Sólo cuando algunos dan muestras de sorpresa (no recuer­ dan haber sido nunca despiadados con El) repite lo que ya * Aprovéchese de la comparación únicamente el aspecto que al presente queremos poner de relieve. El cristiano es mucho más que un embajador de Jesucristo. El embajador forma parte del que le delega, solamente en la consideración, es decir, para los efectos. EH cristiano, en cambio, e s miembro real del Cuerpo de Cristo. 5 Mt. 25, 34-46.

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«stá bien claro en el Evangelio: lo que habéis hecho con vuestro prójimo, conmigo lo hicisteis. Aun los buenos se admiran, por parecerles excesivamente benigna la aprecia­ ción de sus obras. No es menester que Cristo se disfrace de pobre o enfermo para demostrar esta verdad. Ha querido, no obstante, hacerlo con algunos Santos. De este modo hace palpable la verdad realística, nada metafórica, del mundo invisible de la fe. Mi mundo material y humano es un mundo de fe. Lo es mucho más el mundo religioso. La existencia de la gracia, .su presencia en cada individuo, los Sacramentos y su efi­ cacia, la misión de la Jerarquía, el sacerdocio, en fin, el cielo que con su esperanza conforta. He aquí los puntales de la vida religiosa. Pues bien, ninguna de estas realidades hemos visto o palpado humanamente. Es un mundo extraño, al que .sola la fe da acceso. Finalmente, el cristiano obtiene, a través de la fe, una visión nueva de su misma persona. Ahora es cristiano, y so­ lamente cristiano, hijo de Dios, llamado a gozarle. Todas sus cualidades se ordenan a esta vivencia. Existen para ella. En ella se salvan y potencian máximamente. Todos los valores •de este hombre se hacen religiosos. No hay separación entre dones de naturaleza en cuanto al destino, aunque sí en cuanto al origen. Queda suprimida la distinción entre hom­ bre religioso y profano. En cuanto a religión, es cristiano; en cuanto al arte, no es simple hombre o artista, sino igual­ mente cristiano. Otro tanto se diga de las restantes cualida­ des. Todo lo asume y asimila su ser de cristiano. Si este punto falla, los demás valores se desvirtúan e inutilizan, como un cuerpo sin cabeza. Pierden su sentido, como las murallas de una ciudad desaparecida. «¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde el alma?» 6. La jerarquía de valores se establece a base de un prin­ cipio teologal: vale más lo que está o lleva más cerca de Dios. Este principio no está en vigor fuera del ambiente de «M t. 16. 26.



c r is t ia n o s por dentro

la fe. Hay dos mundos antagónicos. El comportamiento fleF del cristiano le ocasiona un contraste permanente con lo» seguidores del mundo natural. A ios ojos de la carne, una conducta según la fe es enteramente ridicula. Impresión normal de una vida extraña al ambiente, como lo seria el vivir a la española en la India. San Pablo arranca a su ambiente una imagen repleta de significado: «Nuestra ciudadanía es la del cielo» 1. No se­ ña encontrado en nuestras lenguas una expresión que re­ coja todo el contenido de estas palabras. El sentido literal seria: Nosotros (los cristianos), que vivimos desterrados en un mundo adverso, permanecemos fieles a las leyes que vigen en el cielo, nuestra verdadera patria. Los cristianos son una. colonia venid» del cielo que, en el destierro, sigue observan­ do las leyes de su patria. Vive en un mundo hostil. Se com­ prende la oposición, ya que no quiere adaptarse a las leyes del mundo en que está viviendo y vivir como los demás. Dado el género de vida que debe conducir al cristiano, era normal que Cristo predijese odio a sus seguidores de parte del mundo en que viven, pero del que no viven. «Si fueseis del mundo, el mundo amarla lo suyo; pero porque no sois del mundo, ano que yo os escogí del mundo, por eso el mun­ do Oo aborrece» H. Ser odiados por el mundo no significa, pues, falta de aco­ modación a los tiempos, como piensan algunos simplistas.. Aun cuando la Iglesia comprenda todas las necesidades ac7Filip. 3. 20. La palabra griega que solemos traducir por eludadanta («politeuma»; tiene dos aplicaciones . 1) código de leyes socia­ les, por las que uno rige su vida y conducta; 2) grupo de gente que, fuera de su patria, observa las leyes de ésta, como una especie de colonia fiel a su origen: en este sentido se hablaba entonces de «polileuma judío o persa», en Roma, en Corinto, etc. Tendríamos, según¡ esto, la imagen de : un pequeño grupo exótico—tercamente fiel a su origen y a sus propias leyes—que tiene a gloría la fidelidad que otros e vituperan—con un mundo hostil circundante. Esto es el cristiano en el mundo, según San Pablo, san Pedro emplea esta misma com­ paración (i P. l. i), tomada de ia dispersión judía. Dirige su carta a. ios extranjeros, peregrinos de ia Diáspora. Son, en lenguaje figurado,, todos los cristianos, ausenta <}*> su verdadera patria. * Jn. 15. 1«

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tuales, y haga generosamente todo lo que está de su parte por remediarlas, si persevera fiel, será aún y seguirá siendo objeto de odio. Así lo vió Jesús. Así lo cree San Pablo. 3.—C ristianos

a medias .

Hemos convenido en decir que el origen de nuestras caí­ das es la flaqueza de la voluntad. Me ocurre pensar de manera contraría. Y no es por darme el gusto de opinar en solitario. Creo que tenemos generalmente buena voluntad y energías suficientes. Lo que falta son ideas adecuadas. No tenemos fe. Aunque estoy lejos de ser simplista a este res­ pecto, El día en que desapareciera totalmente de entre los cristianos la ignorancia, seguirla existiendo el pecado. Como quiera que se explique, el hecho es innegable y a todos familiar. ,La experiencia delata un terco dualismo en el interior de todo cristiano. Medio hombre que empuja hacia delante. Otra mitad que no sigue y aun tira con frecuencia hacia atrás. Queremos saber quién hace de motor y quién de rémora. En este sentido, afirmaba que el entendimiento va a remolque. El cristiano contempla la vida con ojos de hombre. Los criterios del mundo nuevo y su escala de valores son objeto de conocimiento, no de convencimiento. La inteligencia aún no ha penetrado íntimamente y hecho suyas las verdades cristianas. Quedan reducidas a motivos superficiales, especie de noticias, incapaces de arrastrar. En tales condiciones es absurdo pretender que una facultad ciega como es la vo­ luntad obre en contrario, es decir, conforme a la ley sobre­ natural que el entendimiento no acaba de aceptar. Somos cristianos a medias. La moral cristiana se funda en la verdad de esa nueva ordenación establecida por Jesucristo. No deben separarse. Mientras al enemigo se le mire como simple enemigo, es difícil llegar a amarle con afecto sincero de hermano, como exige la ley cristiana. Son dos tendencias incompatibles en la psicología humana. Pero es que esa ley supone el convencí-

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miento intimo de que el enemigo es un verdadero hermano,, de que Cristo mora en él. Con tales ideas, es normal el pre­ cepto. Al faltar las ideas del Evangelio, se hacen de plomo los preceptos evangélicos. Si, en la estimación del entendi­ miento, lo que vale es la riqueza, comodidad, fama, placer, no se puede en justicia pedir a la voluntad que lo desprecie y ame el dolor, la pobreza, la cruz. Podría la voluntad conse­ guirlo a ratos. Pero tal violencia es insostenible. Algunos síntomas nos ayudarán a localizar bien la llaga y determinar su naturaleza. El confesor ordena a su peni­ tente hacer una pequeña limosna como reparación. Este la hará probablemente. Pero queda convencido de que es de­ masiado para su economía una penitencia de ese género. Cualquier aprieto económico del año lo achacará infalible­ mente a la falta de aquella cantidad insignificante. Las que­ jas no tienen fin. Si, por el contrario, la suma es inmensa­ mente superior, pero se gasta en agasajar a un amigo que viene de improviso, el antiguo penitente queda contento y no se vuelve a acordar de ello. Un ejemplo aún más sencillo. Hay personas que no pue­ den hacer la menor renuncia en la comida: ni por mortifi­ cación, ni por ayuno, ni por caridad. Se pondrían enfermas. He aquí que, en conversación, alguien insinúa descuidada­ mente qué esa persona está perdiendo la línea. Sin otro aviso, la veréis privarse de todo, aun de lo estrictamente ne­ cesario. Lo curioso es que, según confiesa ella misma con verdad, ahora no siente físicamente la flaqueza. No ofrece dificultad la interpretación de estos hechos. Y, como ellos, muchos otros. ¿Por qué, en la primera hipó­ tesis, no logra ser fiel a las exigencias de la virtud? Desde luego, no es por falta de energías. Si éstas faltaran, no haría el sacrificio heroico tampoco en la segunda hipótesis del amigo o conservar la linea. Y, sin embargo, lo realiza, y con facilidad. Lo que falta es convencimiento y eficacia en el motivo. Obrar por virtud le parece inútil, injustificado, que no vale la pena. La caridad y la mortificación son cosas que no llegan al fondo Por consiguiente, frente a sus pett-

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ciones todo son dificultades. En cambio, conservar la buena figura o el amigo le interesa, y está convencido de su utilidad. Nada significan los obstáculos. Por motivos humanos afron­ ta la renuncia, que no le duele, en vista de un bien que esti­ ma más. Falta convencimiento práctico y persuasión intima. Ese convencimiento y persuasión, cuando se refiere a cosas s o ­ brenaturales, es lo que llamamos fe. Fe es una virtud sobre­ natural, por medio de la cual creemos que es verdad todo lo que Dios tiene revelado. Y Dios no ha revelado solamente algunos misterios o dogmas: la Santísima Trinidad, la En­ camación, la eternidad de las penas en el infierno y otros semejantes. La revelación comprende asimismo muchas otras verda­ des de orden práctico, que debemos igualmente creer: el pe­ ligro y escaso valor de las riquezas, el tesoro encerrado en la pobreza y en el dolor, la honra de ser despreciado, la presen­ cia del mismo Jesucristo en la persona del pobre y desvalido. Y muchas más. Esto es lo que no creemos. Por eso cuesta tanto obrar en conformidad con ellos. Necesitamos fe: me­ ditar reposadamente las Bienaventuranzas. La debilidad de la fe repercute en toda la vida del espíri­ tu. Muchos fenómenos, a primera vista raros, tienen su ori­ gen oculto en este punto descuidado. ¿Por qué tantos propó­ sitos sinceros resultan repetidamente infructuosos? Un buen propósito es el deseo ardiente formulado de hacer un bien. Le hace la voluntad. Su natural apoyo son las ideas sobrena­ turales acomodadas. Pero he aquí que de ordinario éstas faltan o, peor aún, son contrarias. La voluntad consigue mantenerse firme, y a pulso lo lleva adelante. Esa actitud de la voluntad frente al entendimiento es de violencia con­ tinua. Y lo violento no puede durar. Basta que la voluntad, cansada, ceda un poco en la tensión, para que las demás potencias sigan su curso normal, el que señala el entendi­ miento, contra el propósito. No valen esfuerzos. «Donde está

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tu tesoro, allá va tu corazón» 9. Se tiende siempre hacia lo que más se estima. Un río de corriente impetuosa. Coloca en medio a un hombre con barquilla de remos, para que navegue en direc­ ción contraria al curso del agua. Con esfuerzo titánico ade­ lantará algunos metros. Luego viene el descuido o el necesa­ rio descanso, y al instante lo tiene perdido todo, y mucho más de lo que había avanzado. Como, por otra parte, el mo­ mento de cansancio es inevitable, el esfuerzo termina fatal­ mente en un fracaso. Está en la naturaleza de las cosas que la voluntad siga la corriente del entendimiento. Si la co­ rriente va en dirección contraria a la meta que se pretende es mejor trabajar en cambiar el curso que en navegar con­ tra él. La voluntad sola, contra el entendimiento, puede hacer esfuerzos breves, arranques heroicos de un momento. Pen­ sar que se pueda mantener a base de ella sola toda una vida, no lleva camino. Las verdades del Evangelio, que en el cristiano actúan, deben convertirse en leyes del entendimiento práctico. Que resulten una especie de instinto o sentido común sobre­ natural. Me encuentro con un pobre desgraciado. Me deja insensible y con un poco de repugnancia. Pienso en seguida que es una virtud ayudar al indigente, porque representa al mismo Jesucristo. Comienzo a socorrerle con algo de afecto. La familiaridad puede engendrar amor. En los Santos el instinto sobrenatural llega a suprimir los grados intermedios del proceso. Es un pobre y, sin más, surge la estima y el amor. Sin pensar que es virtud, que lo manda el Evangelio. Llevan las verdades cristianas con­ naturalizadas, arraigadas como el hombre normal los prin­ cipios naturales. Este es el cristiano auténtico, el hombre nuevo, configurado con Cristo, re-creado en justicia y san­ tidad.

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La transformación del juicio práctico es tarea difícil, que requiere penoso esfuerzo. Gran dificultad supone ya de por sí el cambio de simples criterios. Se agrava la resistencia por tratarse aquí, no de verdades puramente intelectuales, sino arraigadas además en el afecto y en el sentimiento. Deben sustituirlas en toda la linea los principios sobrenatu­ rales cristianos. «No es sólo cuestión de cambiar algunos «criterios teóricos, que en un momento de clarividencia pue­ den arrumbar automáticamente a sus contrarios, sin des­ cender por ello a la zona operativa, sino de vivirlos con tal profundidad que pasen a actuar aún en el obrar espontáneo y subconsciente» 10. Mucho ayuda a este efecto la lectura reposada y repetida del Evangelio. Contiene y comunica conocimiento de la ver­ dad y amor a la verdad conocida. Además crea un ctíma acomodado. Y es lo que se necesita. Los criterios del mundo natural se infiltran constantemente, actúan de manera in­ interrumpida sobre nuestro espíritu a través de la conver­ sación, el trato social, el cine, la lectura, etc. En cambio, de fuera bien poco es lo que recibimos que favorezca el des­ arrollo de ese otro mundo. El que quiera cultivarlo, debe ha­ cerlo con propósito deliberado, y no dejándolo al influjo 10 A. R o l d a n , S. J., proceso transformativo de! aprecio práctico de Jos valores, según San Ignacio. En «Rev. de Espiritualidad», 18 (1959), pp. 85-102. Es útil la lectura de este precioso articulo. Con lenguaje técnico formula el P. Roldán (p. 99) los cinco estadios de un modo concreto en que puede hacerse el proceso transformativo: «1. En primer lugar, hay que destruir la aversión del yo al con­ tenido que se presenta como opuesto, pues mientras este objeto se ofrezca a la mente como digno de odio la transferencia de la afec­ tividad positiva a él es imposible. »2. Hay que deshacer también la oposición de ambos contenidos •de conciencia, para que queden unidos con otro género de trabazón, que facilite la irradiación afectiva »3. Una vez que el nuevo contenido aparezca unido de algún modo a la zona de intereses positivos del yo, puede ya provocarse la trans­ ferencia fomentando la irradiación. »4. Cuando cese el atractivo de la afeetividad al primer contenido de la conciencia, la irradiación se habrá convertido en transferencia. »5. Experiencias ulteriores de contacto afectivo con el objeto in­ corporado al yo afianzarán definitivamente la transferencia.» 6

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exterior. Esta reentonación y clima apropiados sólo se puede* conseguir por medio de la soledad y la lectura de libros ve­ races, como el Evangelio. Cada vez es menos frecuente el encontrar cristianos de fonda La enfermedad se agrava y generaliza. Una de las. causas es seguramente el método de nuestro apostolado. El afán proselitista es el que hace bajar el pulso del cristia­ nismo interior. Ilusiones de un apostolado superficial en. busca de colectividades. Ha suprimido la lenta catequización individual, que va destilando en el espíritu el conte­ nido evangélico. Requiere demasiado tiempo y sacrificio. Es cosa de pocos la lenta configuración a la palabra de Cristo.. Hay otra vía más corta para cristianizar al hombre. Es. la santificación del deber. Esas multitudes abandonadas com­ prenden y obedecen, cuando se les habla de hacer por Dios, las cosas que traen entre manos, su ocupación ordinaria^ El obrero que realiza su trabajo por Dios, ya es un obrero cristiano. Otro tanto se podría decir del padre de familia* del gobernante, del religioso, del sacerdote. Con ello tenemos una fácil conquista. Pero frecuente­ mente se contentan con este primer paso. Y entonces la ventaja se hace a costa de que el hombre siga siendo por dentro tan pagano casi como antes. Trabaja por Dios, sin saber quién es Dios ni cuál es el sentido de su vida. Las viejas convicciones siguen intactas y eficientes. Un ligera barniz en la voluntad sostiene momentáneamente su cris­ tianismo. Ve las prácticas religiosas, más como un medio para complacer al apóstol, que para servir a Dios. Hemos cambiado la perspectiva. En lugar de configurar al hombre según el Evangelio, se le dice que basta mudar la intención para que el Evangelio quede asimilado. Las diversas especies de espiritualidad: del obrero, del religioso, del médico, del político, del casado, deben sobre­ ponerse o aplicar en toda su extensión los principios de la espiritualidad cristiana. Todos hemos visto que con frecuen­ cia los sustituyen. Acomodaciones, donde falta lo fundamen­ tal. Pocos logran resistir al halago de las cifras.

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justo vtve de la fe .

No faltan argumentos de orden natural que demuestran razonables la conducta del cristiano ante la vida. Desde siempre se han utilizado tales razones. En el Nuevo Tes­ tamento y en los Padres con extremada parsimonia. Los ascetas posteriores han hecho de ellos su principal arma, y la han blandido sin discreción. Los placeres breves e inse­ guros, la muerte acechando siempre, el deseo que cumplido causa mayor dolor. Con esto se pretende justificar el rigor del cristiano fren­ te a la vida alegre y su interés por objetos que no compen­ san sensiblemente sus esfuerzos. Como si el alma, ansiosa de placer y sufriendo constantemente, se resignara a esta situación con sólo pensar que, cuando consiente, va a sufrir de nuevo. Sabido es que el enfermo gusta cambiar de po­ sición, aun cuando la nueva sea más incómoda. Algo prue­ ba, pero muy poco, para el que ya tiene fe. Es ella el único sostén de alguna solidez. Por un momento déjala a un lado y presenta los argumentos: la vida es breve y los placeres pasan. La naturaleza te responde convencida: una razón más para darse prisa y aprovecharlos con intensidad. Nadie me convencerá de que la hermosura o la fama son des­ preciables, mientras no me convenza de que lo interesante es el mundo sobrenatural, y aficionarse a esas cualidades estorba para conseguirlo. Es verdad que pasan, sí. Pero eso no me preocupa. No dura, pero entretiene. Mías sirven por dos o tres años. Luego, al perderlas, no faltará otra cosa, que alegre la vida. En última instancia, todos aprobamos la sincera confe­ sión de San Pablo: «Si sólo mirando a esta vida tenemos la esperanza puesta en Cristo, somos los más miserables de todos los hombres» 11. San Juan de la Cruz ha dedicado largos capítulos a ex­ poner los daños que causa la afición a los bienes del mundo, 11 I Cor. 15. 19.

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y las ventajas de su abandono. En gran parte, daños y ven­ tajas son de orden natural. Pero es el gran Maestro de la fe, y no ha cometido la simpleza de la mayoría de nuestros ascetas. Advierte como introducción a esos capítulos: «Para todo ello conviene presuponer un fundamento, que será como un báculo en que nos habernos de ir siempre arrimando. Y conviene llevarle entendido, porque es la luz por donde nos habernos de guiar y entender en esta doctrina y enderezar en todos estos bienes el gozo a Dios. Y es que la voluntad no se debe gozar sino solo de aquello que es gloria y honra de Dios, y que la mayar honra que le podemos dar es ser­ virle según la perfección evangélica; y lo que es fueran de esto es de ningún valor y provecho para él hombre» 12.

He aquí el verdadero principio que gobierna y justifica la conducta del cristiano. Es, por otra parte, más que sufi­ ciente para hacerlo. El creyente está convencido de que la única manera digna de vivir humanamente después del Evangelio es conformar la propia vida con esta última ma­ nifestación de la voluntad divina. Vive pobre, no le importa la injusticia que se le hace ni se inquieta por los despre­ cios. Cree que la belleza, la ciencia, las riquezas, no son lo más importante en la yida del hombre, porque cree en el Evangelio. Y obra en conformidad. Me lo juego todo a esa carta. ¿Y si el Evangelio no es realmente una revelación de Dios? Entonces lo he perdido todo. Si el Evangelio no es palabra divina y la fe es engaño, sin paliativos, estoy viviendo como un necio. ¿Piensa el cris­ tiano seriamente cuál es el papel de la fe en su vida? Sen­ cillamente, es todo. Al cristiano ordinario le resulta fácil fiarse enteramente. No encuentra otro punto de apoyo, ni tiene otra especiali­ dad. Si piensa que la fe puede engañarle, no se inmuta, porque sabe que nada gana con abandonarla. Otra cosa su. cede al especialista, al hombre que tiene un campo donde puede conseguir la sobrevivencia de su persona por medio 12

Subida del Monte Carmelo, 3, 17. 2.

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de la fama o de otro modo. A éste le cuesta mayor esfuerzo renunciar a toda otra evasión posible de su persona, para encomendarlo todo a la sola fe. Ante el placer o la fama inmediatos, pocos son los que tienen valor para tomar posiciones teniendo en cuenta solamente la fe. Es demasiado riesgo jugarlo todo a una carta. Piensan que, sí se equivocan, no han gozado aquí ni allí. Su estado psicológico equivale, sin formularlo, a este juicio especulativo de una conversación entre dos estudiantes uni­ versitarios : «¿Tú, crees? —Sí, pero con restricciones» 13. Por si acaso. Pienso muchas veces que el cristiano es frecuentemente ilógico en su vida. Si todas sus privaciones y actividades se explican y se fundan exclusivamente en la fe, ¿por qué no las lleva hasta el extremo de la santidad, es decir, hasta donde dicta la misma fe? Se priva del viejo mundo sólo a medias. En línea intelectual, tal conducta es absurda. Si no cree, no hay razón para privarse de nada. Y si cree, no se comprende que se deje arrastrar solamente hasta la mi­ tad del camino que está señalando la fe. No da una bofe­ tada al que le injuria, porque se lo prohibe el Evangelio. Le cuesta un heroísmo. Y, sin embargo, no arranca la aversión oculta a ese enemigo, según le exige el mismo Evangelio. En la práctica, se explica fácilmente tal inconsecuencia por nuestra ligereza y debilidad humanas. Contemplada a esta luz, parece la fe un freno exterior puesto al hombre entero, cuando éste tiende hacia abajo No es solamente eso, ni siquiera principalmente. Es tam­ bién freno, pero puesto por el mismo hombre, por su por1! Lo refiere Luis F e u p e V iv a n c o , Introducción a la poesía española contemporánea. Madrid, «Ediciones Guadarrama», 1957, p. 615: «En cierta ocasión oí este diálogo entre dos jóvenes, uno de ellos extran­ jero: «Oye, Max, ¿tú crees en Dios?» «Si, pero con restricciones.» Y tenía razón Max, o al menos era sincero, porque todos creemos en Dios con muchas más restricciones de las que parece. Y es que con mucho Dios—o con una fe en El sin restricciones, que es la que Ei nos pide—empiezan en seguida las incomodidades temporales de todo orden, que es lo que les pasa a los místicos y a los santos.»

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ctón más digna a las tendencias inferiores. Es, sobre todo, un modo de vivir, que arrebata. En consecuencia, pone el veto a todo elemento no integrable en la vida que ella pro­ porciona. Entendámosla Todos llevamos un fondo común de vida: conocer, amar, obrar, precioso dinamismo de infinitas po­ sibilidades. Cada ano lo aplica a lo que quiere. Pues de eso vive. Se puede vivir de pan, de conjeturas, de la ciencia, de esperanza, de placer..., de fe. Vive de esperanza o de pla­ cer el que hace de estas experiencias centros de interés que polarizan todas sus ideas y afectos, y dirigen sus movi­ mientos. Una vida entera empeñada en conformarse a ese pobre ideal. Para quien vive de una cosa, de placer por ejemplo, sólo tiene valor lo que le sirve para intensificar esa vivencia. El resto del mundo es inexistente. El justo vive de la fe. Ve todo a través de su luz. Lo que no es fe. presenta un semblante borroso y sin atractivos. La única razón de todos sus movimientos es la fe: cono­ cimiento, amor, actividad. Asi entendida la fe no es freno, sino un modo de vida dignísimo. Se comprende ahora que toda una persona pueda vivir de fe. La indiferencia ante lo demás, más que una obligación, es una necesidad. Nadie prohíbe al que vive de la ciencia que se prive de otros go­ ces. Lo hace espontáneamente, porque ios cree incompati­ bles con la manera de vida que ha elegido como ideal. Tal amplitud de la fe no es una prolongación abusiva Es sencillamente la vuelta a la normalidad. Hay un error en considerar como verdad completa lo que es solamente delimitación metódica. Para medir la eficiencia de la fe, se la ha colocado en una posición inverosímil. Consiste en se­ pararle de las restantes causas: gracia habitual, caridad... Los efectos que produzca separada son los efectos que de­ bemos atribuirle cuando opera en el conjunto. Pero el es­ tado de pecado no es normal para la fe, ni para que des­ pliegue su rendimiento. Es anormal, para medir la poten­ cia de un motor, separarle del carburante. Son causas que, separadas, pierden efectividad. La fe está hecha para con­

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vivir con la gracia y demás virtud«·. Sola, nos da un poro asentimiento intelectual, poco más provechoso del que tie­ nen los demonios. Unida a la caridad, proporciona el cono­ cimiento connatural, que tanto simplifica y facilita la vida interior. Creer no es un acto psicológicamente tan puro cuando se trata de una verdad religiosa como cuando se refiere a una verdad científica. En este último caso, procedemos con menor responsabilidad. La fe, en el caso de una religión como es el nuestro, lleva tras si el empeño de la vida en­ tera. El que cree, diríamos hoy, está vendido. Creer en Dios es comprometerse a tratarle como a tal. La Sagrada Escritura entiende la fe como una entrega sin reservas. Creemos a Dios, a su palabra. Esto mismo hacemos también con la autoridad humana. Pero el alcance de la fe sobrenatural se expresa más aptamente diciendo: creo en Dios. Creer a Dios y creer en Dios, no es una distinción arbitraria. Lo han comentado los Santos Padres al comentar el «Credo». Creer en Dios incluye en el asentimiento inte­ lectual una intensa participación de la voluntad y de la per­ sona entera. La fe es, además del asentimiento intelectual, un aban­ dono en manos de Dios. Me entrego a El. Esto implica ya mucho de voluntad. Asentir lo hace la inteligencia. Pero asentir a una verdad obscura, que luego ha de regular la vida, necesita una heroica decisión de la voluntad. Los an­ tiguos cristianos fueron sensibles a todo el alcance de ese acto: «creer en». Sólo de Dios lo decían, porque solamente a Dios podemos entregarnos de manera tan absoluta como pide el acto de fe. Creo en el Padre, creo en el Hijo, creo en el Espíritu Santo. No se atrevían a decir otro tanto, ni siquiera de la Iglesia: creo la Iglesia; y no: creo en la Igle­ sia. Aún perdura este delicado matiz de expresión actual­ mente en el Credo de la Santa Misa. Entrega personal. Nos vamos alejando cada vez más del concepto de fe como prohibición de gozar del mundo. Abre toda una nueva perspectiva a la vida personal. Su misión

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primaria no es la de sostener la actividad de las demás po­ tencias, sino enrolarla e incorporarla a la nueva orientación que asume toda la vida. La fe no es opinión, solemos decir, porque la fe es cierta«. Pero un abismo más hondo aún las separa desde el punto de vista psicológico. Son dos actitudes de ánimo antagóni­ cas. La opinión se mantiene firme frente y contra el am­ biente, como la fe. ,La opinión lo hace por una especie de: capricho, de cerrazón en sí mismo. A la larga, resulta una. acentuación de la propia persona: yo estoy seguro, y asi pensaré siempre y por encima de todo. En la fe, el individuo no se exalta a sí mismo con la firmeza. Se entrega a otra, persona. Nada de egoísmo o aislamiento. La vida entera no se mantiene con un freno intelectual^ por mucha seguridad que ofrezca. Aun en el lenguaje or­ dinario se advierte la conciencia de que la fe es toda una. manera de organizar la vida. Su valor absoluto se ve en esta equivalencia: Al cristiano le llamamos fiel. Fiel es: quien cree en él Maestro, le obedece y sigue, se entrega to­ talmente a su Persona y a su causa. Desde que comencé este apartado, traigo presente la figu­ ra de San Pablo. De ella he ido entresacando los rasgos quequedan expuestos. Es difícil encontrar otra vida donde la fe consiga una realización tan plena como en la suya. Ha sido el hombre consagrado enteramente por la fe. Desde el mo­ mento en que la descubre, no quiere saber ya nada fuera de ella. Renuncia a todo mérito y valor conseguido fuera de la. fe. Después de enumerar sus glorias y buenas obras antes de la conversión, confiesa generosamente: «Pero cuanto tuve por ventaja lo reputo daño por amor de Cristo, y aun todo lo tengo por daño, a causa del sublime conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por cuyo amor todo lo sacrifiqué y lo tengo por estiércol, con tal de gozar a Cristo y ser ha­ llado en El no en posesión de mi justicia, la de la Ley, sino de la justicia que procede de Dios, que se funda en la fe

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y nos viene por la fe de Cristo» 14. Desde el primer momento,, se ha entregado en cuerpo y alma, todos sus valores espi­ rituales y humanos, a servicio de esta sola causa. Ejemplo típico de una vocación unitaria y absorbente. Pero este hombre gigante, ¿no sentirá, la angustia de pen­ sar que puede haberse equivocado y haber consumido su vida y su persona al servicio de una quimera? Al Anal de sir carrera apostólica, a la que ha consagrado toda su vida, San Pablo nos revela su estado de ánimo en una carta a Timo­ teo. En Roma, en prisiones y abandonado de casi todos, le ahoga el temor de que sus ñeles se echen atrás, por aver­ gonzarse de ser discípulos de un encarcelado. Siente la an­ gustia de la colectividad con la agudeza de una madre. Pero nunca tuvo una vacilación personal. Sufre, le insultan. No titubea, ni se cree obligado o con la sospecha de tener que revisar posiciones: es clara la razón por que sufro, y no me* avergüenzo, «sé a quién he creído» 15. 5.—A püi^so. Nadie llega a imaginarse la flaqueza de su fe, hasta eF día en que se ve obligado a apoyarse en sola ella. Entonces se ve que vacila toda la persona. Prueba de que el funda­ mento no es de absoluta garantía. Mientras ese momento no llega, sigue atribuyendo cándidamente a la fe acciones en que apenas toma parte. Así no es posible adelantar mu­ cho. Hay que sincerarse previamente y poner remedio. El cristiano debe su convencimiento de que hay una Pro­ videncia divina a la fe. Es decir, lo cree porque Dios ha re­ velado que El guía todos los acontecimientos. He aquí que viene un sufrimiento inesperado sobre él o sobre una per­ sona amada. La economía o la enfermedad aprietan impla­ cables durante años y años. El motivo de la fe sigue siendo tan firme como antes, pues la enfermedad no quita que Dios 14 Filip. 3. 7-9. ' ■II Tim. 1. 12.

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haya revelado su Providencia. Sin embargo, en estas cir­ cunstancias, entra el pensamiento secreto de que Dios se olvida. La fe, confiada de que la visión del mundo y de las cir­ cunstancias la ayudaba, se abandonó a ellas. Al fallar la comprobación humana, la fe se siente sin fuerzas para llenar el vacio. Sirve a Dios. Cree hacerlo con la más pura inten­ ción de honrarle y de ser premiado solamente en la otra vida. Con plena sinceridad, asi lo piensa. Pues bien, falta el consuelo o el gusto inmediato en el bien obrar, y se apagan automáticamente las obras. Todo este estimulo que ahora falta en el obrar se debía a incursiones de la naturaleza en €l campo de ia fe. El orden se restablece por medio de un proceso de puri­ ficación. No es que en la fe existan partes menos dignas o puras. Lo ilegítimo está en que a la fe menos calificada se mezclan elementos extraños, que se apropian una parte de las funciones que aquélla debe realizar en el sujeto. El oro, en cuanto oro, es tan precioso entre la tierra como en lingotes. Pero sucede que, en el primer caso, la mayor parte no es oro, y nosotros valoramos el conjunto. Esta purificación puede considerarse con igual derecho un robustecimiento. Dejada a solas sus fuerzas, la fe se ve obligada a ponerlas todas en juego. Se da cuenta de que cae inmediatamente al precipicio, en el momento en que ceda. Se hace consciente de su responsabilidad, y asume todas sus funciones. Prolongada la prueba durante algún tiempo, coge fuerza y costumbre de cumplir su oficio. La fe tiene un cometido peculiar e inalienable en las re­ laciones del cristiano con Dios. La hemos ido viendo a lo largo de este capítulo. Tenemos fe pura, cuando esa tarea la lleva a cabo ella y solamente ella. Pero lo más ordinario es que elementos extraños se apoderen de una parte de sus funciones, como acabamos de ver. Estos parásitos siempre alerta son la razón y el sentimiento, naturales o espiritua­ les, y la experiencia. No son ilegítimos en sí mismos. Pueden

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colaborar debidamente. Pero no lo consiguen hasta que no han pasado la prueba. Vimos hace un momento que es ilegítimo el procedimien­ to de separar la fe de todas las demás causas sobrenatura­ les, para determinar su exacto rendimiento. Los diversos elementos sobrenaturales se prestan ayuda en un mismo ni­ vel. Nada se pierde con que se sustituyan mutuamente. No sucede otro tanto con las causas naturales, que sólo en apariencia ayudan o sustituyen a la fe. No tienen directamente función teologal. Por eso Dios las retira provisoriamente, a fin de que la fe pueda y aprenda a bastarse por si sola. Naturalmente, al principio Dios deja a la fe en un estado de soledad que no es normal, ni siquiera entre los perfectos. Como al novicio se le exigen rigores que luego no va a en­ contrar en su ordinaria vida religiosa. Son extremos me­ tódicos, para que luego se quede en el centro. Las circunstancias, procuradas directamente o permitidas por Dios, provocan ausencia de la razón natural y del sen­ timiento. Entonces el hombre se da cuenta de que nada comprueba. No sabe si Dios existe, si le mira, si está con­ tento o enfadado con su modo de obrar. La Providencia, la Justicia, el cielo, son lejanos sonidos. Ni el gusto, ni la razón natural ayudan. Sigue convencido de todas las verdades de la fe y de todos los atributos divinos. Esto por sola fe, sin ayuda ajena. El entendimiento, impulsado por la voluntad, consiente. Recibe el hombre la impresión de que no le arras­ tra entero, sino que es una adhesión superficial: porque asi lo ha oído siempre. Actividad, vida y esperanza del alma se mantienen a pulso. Entonces siente la necesidad urgente de fortalecer ese único punto de apoyo, que es la fe. En esta soledad violenta se da un ejercicio intenso. De hecho Dios la aumenta desmesuradamente en las almas de fiel perseverancia. Se trata de un cambio radical de criterios. De ordinario vigen los criterios naturales, aún en la fe del cristiano en los dogmas: armonía con las aspiraciones naturales, con

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las intuiciones de los genios... Y si apenas hay fe en los·· dogmas, mucho más débil es el espíritu de fe, que es la. extensión de la misma fe a todo el tejido de la vida. En el hombre nuevo la fe ha penetrado hasta el fondo.. La mirada y el interés se centran en el paisaje sobrenatu­ ral, que el alma lleva dentro. Es del que actualmente vive: el justo vive de la fe. Este mundo se va haciendo familiar,. Como consecuencia, se diluye la imagen del mundo exterior.. La actividad de los sentidos ya no está en primer rango.. Renuncia al calor que en ella encienden los motivos secun­ darios de la fe. Se comprende que la transformación sea dolorosa. Psi­ cológicamente, hay un cambio de sustancia. Las personas* experimentan esta prueba en muy diversos grados de inten­ sidad. En su grado máximo, presenta un semblante trágico.. San Juan de la Cruz acerca al fenómeno una imagen im­ presionante: el alma se siente aquí «así como si, tragada^ de una bestia, en su vientre tenebroso se sintiese estar di— geriéndose, padeciendo estas angustias, como Jonás en el. vientre de aquella marina bestia» 16. Al caer todos los elementos adheridos ilegítimamente a. la fe, el empuje viene de donde tiene que venir: la libre* voluntad. Al entendimiento no le fuerza la evidencia, ausen­ te en el caso de la fe. Debe impulsarle la voluntad. Ahí. radica el mérito. Si, en lugar de la voluntad, sustituye a la. evidencia el gusto o la razón, hemos quedado sin fe sobre­ natural y sin mérito. En medio de esta prueba, es una necesidad el recurso» al verdadero motivo de la fe. Todos los demás motivos nos» abandonan, como a San Pablo. Y exclamamos con él: «sé a quién he creído» 17. Hemos llegado finalmente al último re­ ducto, a la raíz de la fe y de nuestro modo de vida cris­ tiano. Dios ha hablado. Estamos seguros de ello. Y nos fia­ mos de su palabra. En definitiva, creo porque Dios lo ha. '■«Noche Oscura.

II Tim. 1. 12.

I I . 6, 1.

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revelado. A quien no crea puedo darle conveniencias natu­ rales de mi comportamiento. Para mí no necesito ni deseo más que ésta sobrenatural: Dios me lo ha dicho. Me fío de su Persona. En esta disposición de ánimo bien confirmada, ya todo aprovecha. Dios hace volver las cosas a la normalidad. El sentimiento vuelve, la razón ayuda de nuevo. Pero ya no se entrometen en el terreno propio de la fe. Dan también al­ gún impulso, pero nada se paraliza, al faltar ellos. Barca de remos, y con motor. Se aprovecha del viento, cuando fa­ vorece. Pero no depende de él, ni detiene su curso, cuando aquél falta.

C apítulo 5

LA

ESPERANZA 1.—E spero

porque creo .

La fe coloca al cristiano en una situación verdadera­ mente enojosa ante la vida. Le dice que este mundo no vale la pena; que más allá tiene reservado algo mejor. No le deja más que una salida: menosprecio de lo presente, en espera de ese premio reservado, invisible. Cabe también aquí salir por la puerta falsa de que siempre dispone la libertad, Pero veremos en seguida que ni s.quiera ésta se halla del todo abierta. La actitud religiosa, a que el cristiano se ve casi forzado por las circunstancias, se llama esperanza. La esperanza supone la fe. La necesita. Deseamos con­ seguir aquello que ya sabemos que existe y que está hecho para nosotros. De hecho, nunca se da en el individuo es­ peranza sin que posea al mismo tiempo la fe. Quien pierde la fe, necesariamente pierde la esperanza, dicen los teólogos. En cambio, puede conservarse la fe, aun habiendo perdido la esperanza. Prueba de que la esperanza se apoya entera­ mente en la fe, más que la fe en la espranza. Como el color, la esperanza reposa por completo en el cuerpo de la fe. Por otra parte, la adorna de un precioso esmalte. Pero la fe madura en la esperanza, que es su flor y su fruto más preciado. Carecerían de interés para nosotros los atributos divinos, si no tuviéramos al menos la probabilidad de tenerlos a nuestro favor. Por otra parte, la fe no tendría derecho a exigimos tales privaciones con relación a las co-

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sas de la tierra. Es verdad que valen más las del cielo. Pera no son para mí. También el que se afana en un oficio hu­ milde sabe que hay otras maneras de vida más fáciles y de mayor provecho económico. Pero de momento no están a su alcance. Y de algo hay que vivir. A falta de pan, bue­ nas son tortas. ¿Con qué derecho podríamos exigirle que abandonara su oficio, si no le damos ese otro mejor? La fe encuentra su complemento en la esperanza. Las exigencias que impone, las bellezas de ese otro mundo que nos revela cobran interés para el hombre sólo desde el mo­ mento en que se le dice que le tocan de cerca. De una ma­ nera o de otra, están hechas para él. Lo contrario nos co­ locaría en un estado anormal. Obligados a admitir que Dios es grande y bueno, que sus cosas son de una belleza in­ imaginable, mientras en el mundo todo merece desprecio, tendríamos, por otra parte, que estimar prácticamente más el mundo, a falta de cosa mejor. Y menospreciaríamos, por falta de interés, lo que especulativamente nos parecería más valioso. Pero no hay separación. Reina entre ellas la más per­ fecta armonía. Parece que la fe ha sido puesta íntegramente a servicio de la esperanza. Tan obediente se muestra la fe a las necesidades de la esperanza, que algunos han llegado a pensar que había sido inventada por ella. La esperanza, necesitada de un trasmundo, para gozar, hubiera inventado todo aquello que al presente creemos por fe. Dicen esas personas: creemos lo que esperamos, es decir, lo que deseamos. Los cristianos pen­ samos al contrario: esperamos porque creemos. No es un juego de palabras. Es una verdad muy seria de nuestra re­ ligión. ¿Qué sería de nosotros, si Dios y el cielo fueran crea­ ción de nuestra necesidad y ansia de adorar a alguien y de gozar? Pero no hay tal. Es Dios mismo quien ha revelado el objeto de la fe. El ha manifestado todos los misterios que se encierran en su Persona, sus atributos. Anuncia con toda claridad que hay un cielo y un infierno. En resumen, revela espontáneamente

y con claridad de detalles la composición de un mundo supraterreno. No lo hemos inventado nosotros. La esperanza no ha creado las verdades de la fe. Pero ¿habrá convertido en propio objeto verdades que Dios ofrecía a la humanidad únicamente para contemplar­ las? La Encamación del Hijo de Dios es un pregón. Está diciendo que todo su mensaje es de salvación. Viene a darle los elementos de una vida nueva. En parte, los da inme­ diatamente. Otros, siempre en la misma línea, les reserva para más tarde. No es aventurado pensar que nos ha de dar el resto, cuando nos ha dado ya casi todo. Infierno y cielo son para nosotros. Atributos divinos, puestos a nues­ tro servicio, a través de la historia. Así que la esperanza ya no es radical y absoluta, sino que esperamos la continua­ ción de una obra comenzada. No se podrían desear mayores garantías de que no es antojo. Las verdades de la fe no son objetos de p ú a contemplación, que el hombre luego quisiera apropiarse ilegítimamente. Como el que deseara volver a su casa en el coche que encuentra en la expo­ sición. No lo espero porque lo necesito. Lo espero, porque Dios ha dicho que esas cosas son para esperarlas. Y obliga a cada uno a acomodarse a sus designios. i Qué diferencia! Los pueblos que se han fabricado el objeto de su esperanza, lo han hecho a base de los placeres terrenos, materiales, que aquí más les atraían o que no les permitía la ley o su estado gozar hasta saciarse. El cielo seria un trasplante de la vida de la tierra, pero sin control. En cambio, la esperanza cristiana espera gozar de las ver­ dades que le señala la fe, sin comprender cómo muchas de ellas pueden causar gozo. La contemplación monótona de Dios, gozo sustancial por toda una eternidad. Una verdad, entre otras muchas, que no parece de origen humano. Si la fe proviniera de la esperanza, no poseería la mitad de las verdades de que en realidad consta. Tantas ansias de gozar como nosotros tenían los israe­ litas del Antiguo Testamento. Y, sin embargo, se ha culti-

LA ESPERANZA

vado entre ellos muy poco la esperanza. La revelación del mundo ultraterreno era elemental, y no excitaba el deseo. Preferían ir tirando en la vida, a meterse en un mundo nuevo donde había, si, premios y castigos, pero desconoci­ dos. Dios no les había dicho más. La honradez no les per­ mitía concretizar por su cuenta en un terreno donde las cosas son como son, y no como a uno se le antoja imagi­ nabas. En el Nuevo Testamento, al enriquecerse la fe, prosperó igualmente la esperanza. El cristiano sabe que está llamado a participar en la vida de Dios, que todas sus facultades encontrarán en El su objeto y satisfacción, de la manera que no podemos ni siquiera imaginar. En estas condicio­ nes, se puede esperar. Pero, como veremos en seguida, la •gran renovación le viene a la esperanza de la Persona de .Jesucristo. La esperanza sigue a la fe, no solamente en su génesis, sino también de ordinario en su medida. Una fe de hondu­ ra, bien convencida, por fuerza desplaza el interés hacia las cosas del más allá. Centro de sus atenciones será el cielo, Dios. Sobre todo, Dios, que, por su propia voluntad, se ha "hecho asequible. Algunos imaginan al cristiano colocado ante una dis­ yuntiva neta: debe escoger entre la vida mortal y la del cielo. Puesta la disyuntiva, sin vacilar debería inclinarse por la segunda, despreciando los momentos fugaces que pasa so­ bre la tierra. Mas no es de este orden la elección que se le impone. ,La vida eterna haría nulo el valor de esta otra, sí fueran independientes. Pero en nuestro caso no hay sepa­ ración. El cristianismo no conoce otra vida eterna que la que se prepara en el tiempo, y se comienza a vivir en la tierra. Jesús viene. No le esperes con los brazos cruzados. En la eternidad se darán los premios, pero es en el tiempo donde se determinan los premiados. La esperanza de eternidad confiere valor infinito a la vida presente. Hay que aprovechar ésta, porque nos juga­ mos aquélla. Contando los minutos como tesoros. Cada mo7

mentó y cada mínima acción encierran la posibilidad de proporcionar a la persona un enriquecimiento perpetuo. El que no espera goza y se abandona sin sentir la trascen­ dencia del momento que muere. Es natural que reflexione: ¿para qué apurarse?; voy a morir del todo. Pocos prepara­ tivos son necesarios para viajar a la nada. Peregrinos, seguros de su retomo a la patria. De este modo, el cristiano lleva en su vida una mezcla constante de nostalgia y alegría. Nostalgia por la separación. Ale­ gría, porque tiene garantizada la vuelta. Basta que cola­ bore. He aquí que sembramos de nuevo la intranquilidad don­ de ya parecía eliminada. Se le dará el cielo. Pero su labor personal no queda excluida. Su fidelidad personal es uno de los fundamentos en que se apoya la certidumbre de la es­ peranza. Pero esta parte más débil del edificio queda bien apuntalada. Dios ha asegurado que sin duda ninguna pon­ drá todo lo que está de su parte. Asegura, además, su asis­ tencia continua para que el hombre realice eso poco enco­ mendado a su colaboración. Pero una asistencia hecha a medida de la miseria humana. No se extraña de tener El que hacerlo casi todo. Se da cuenta de que los colabora­ dores somos nosotros. Nos deja hacer un poco, no para ayu­ darle, sino para que tengamos la impresión de haber ganado el premio. Nos lleva en sus brazos casi todo el camino. Y tí resto, tan asidos de su mano, que no es posible caer. Espero en Dios. Espero poseerle un día. Espero de El luz y fuerzas para llegar hasta El. Imagen perfecta de la esperanza cristiana: el áncora. Rodeada de incertidumbre e inconsistencia de un mar, re­ presenta la debilidad del hombre en que la esperanza posa» Precisamente para esto está ella, segura en sí misma, tran­ quilizadora para los demás.

2.— M aranatha .

Entre los primeros cristianos hizo fortuna esta expresión. Hasta San Pablo la cita en esa forma1. No es una fórmula mágica. Es una jaculatoria: Ven, Señor. Con estas palabras termina el Nuevo Testamento, en el Apocalipsis, de San Juan: «Dice el que testifica estas cosas: Sí, vengo pronto. Amén. Ven, Señor Jesús» 2. Estas palabras, llenas de ansiedad, con que se cierra la Biblia, tienden un puente entre la primera venida de Je­ sús en la Encarnación, y la segunda en que venga a juzgar. Apenas partido de entre ellos, ya sus fieles seguidores le invocan de nuevo. Los años que pasan sólo tiene sentido como espera de su inminente respuesta. Jesús ha prometido volver y terminar con la presente condición del mundo. No ha determinado cuándo lo hará. Este margen de indeterminación proporciona un valioso ins­ trumento para medir el pulso de la esperanza individual y colectiva. San Agustín lo advierte: «Nuestro esposo está ausente; pregunta a tu conciencia: ¿quiéres que venga, o prefieres que aún se demore?... iCuántos hay que, si se les dice: Ya llega Cristo, mañana será el juicio, no responden: Ojalá venga! Los que lo dicen son los que aman mucho» 3. Es verdad. Cuando uno piensa que Jesús ha de venir, sin que sepamos si antes o después, el espíritu reacciona con una de estas dos actitudes: ¡ojalá venga!; iojalá no venga! Cada uno, examinándose, puede medir por la actitud su esperanza. Quien espera cristianamente la venida de Cris­ to, la desea. Quien no la desea, tiene una prueba de que su esperanza está enferma. El «Maranatha», usado como jaculatoria, como expresión de una permanente actitud in­ terior, es el mayor elogio que pueda hacerse de la espe­ ranza cristiana en los primeros siglos de la Iglesia. 11 Cor. 16, 22. 2 Apoc. 22, 20. 3 Comentario al Salmo 127, n. 8, PL 17, 1682.

«Maranatha» nos revela igualmente una modalidad so­ bre manera interesante en la esperanza de aquellos cris­ tianos. Dice, desde luego, que el objeto de la esperanza no es, para ellos, un lugar o una cosa, sino la persona misma de Jesús. Ea vida del Maestro, como puede suponerse, no existió la expresión. Teniendo a Cristo consigo, no echa­ ban de menos el cielo. Ahora que se ha ausentado, tam ­ poco piensan en el cielo directamente. Sólo quieren estar junto a EL Ni siquiera piden que les lleve a su compañía. Basta que El venga» Cielo o tierra, todo es lo mismo. Aspi­ ran simplemente a estar con Jesús, con Dios. En fórmula exacta, prescindiendo de lugares y cosas, San Pablo com­ pendia el contenido de la esperanza cristiana: «Deseo ser desatado [del cuerpo] y estar con Cristo» 4. Ha habido un camino. Con la venida de Jesucristo al mundo, la esperanza cobra nuevo vigor. Renace. Pero esta nueva creatura presenta un aspecto bastante diverso de su homónima anterior. Renace, porque encuentra más fuerte motivo en la ulterior determinación de las verdades de la fe. Se transforma, porque un aspecto nuevo viene a mo­ dificarla en su mismo seno. Para el no cristiano (e incluyo a los justos del Antiguo Testamento) es la esperanza un estado de privación pasajera de alguna cosa buena. Es ver­ dad que los israelitas esperaron al Mesías. Pero había mu­ cho de terreno mezclado en sus aspiraciones. En cuanto al cielo, era casi un lugar de mediano bienestar 5. El cris­ tiano, en cambio, ve la esperanza como un ansia constante por la compañía de personas amadas. La diferencia es no­ 4 Filip. 1, 23. 5Conviene hacer uná distinción en el ambiente del Antiguo Tes­ tamento. Dios habla poco del cielo. Quiere centrar el anhelo de los israelitas en la persona del Mesías, que es el verdadero objeto de la esperanza. De este modo, preparaba una esperanza de carácter per­ sonal. desinteresada. Los israelitas cumplieron el programa sólo hasta la mitad. Miraron al Mesías, pero como dador de bienes terrenos. Por tanto, la diferencia de la esperanza cristiana no lo es con relación al piano de Dio» para el Antiguo Testamento, sino con relación a la práctica imperfecta que hicieron de él los israelitas.

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table. Claro que muchos cristianos no se han dado cuenta del cambio. La bienaventuranza a ellos se la daba Dios, para nosotros es Dios mismo. Esperanza. Destierro. Yuxtaposición tradicional. Parece conñrmar el sentido de ausencia local en la esperanza cris­ tiana. El destierro dice alejamiento y separación forzosa de la patria. Pero eso es mirar solamente en la superficie. La imagen del destierro ilustra la esperanza cristiana en lo que ésta tiene de más específico. Explica cuán razonable y connatural es al espíritu humano la novedad introdu­ cida por Cristo en la esperanza. Un poco de experiencia ensefia que el destierro no es alejamiento de lugares, como parece indicar la palabra, sino más bien separación de personas. No están capacitados para percibir tales matices los que han salido una sola vez para siempre de su patria. Han abandonado juntamente perso­ nas y lugares, y no saben lo que cuesta cada uno. En su imaginación lo atribuyen todo a la ausencia de la tierra natal. Tampoco vale el testimonio de los que fuera de su tierra no han logrado penetrar con su persona en el am­ biente, no han intimado en la extraña sociedad. Sólo vale la experiencia del que se ha compenetrado con el ambiente de su destierro. He aquí que vuelve a su patria, después de larga ausencia. Recibe la impresión de estar desterrado en medio de su tierra. En la ausencia, había fabricado una nueva patria humana, que es lo que ahora siente abando­ nar. Mi patria son esas personas con quienes convivo en intimidad. Destierro es el separarme de ellas. Frente a esta experiencia, bien poco significa el lugar. La experiencia cristiana lleva inherente la sensación de destierro espiritual. Siempre ha gustado el cristiano de lla­ marse peregrino y extranjero en este mundo. No es que le falte una patria. Es que está lejos de unas personas que son el centro de su interés y de su amor: Jesús, María... También en la esperanza cristiana existe el deseo de li­ brarse de las miserias. Pero es secundario. De hecho, du­

CRISTIANO· P M bCMTXU

rante la vida de Jesús, no pensaron sus discípulos en e! cielo. Hace tres siglos se les ocurrió a unos hombres muy es­ pirituales afirmar que la santidad en sus últimos grados hace desaparecer el objeto de la esperanza. El alma sirre a Dios desinteresadamente. Queda Inactiva la esperanaa. Pero... iqué hombres!, iqué ocurrencias! No se puede con­ cebir una tal desviación, si no es suponiendo en sus autores una idea poco clara de la esperanza cristiana. ¿Es posible que alguien llegue a amar tanto a Dios, que ya no quiera estar con El? Un servicio tan desinteresado, que excluya el deseo de unirse con Dios, es, sin duda, signo de haber llegado a una perfección especial, es decir, a una perfec­ ción pagana. Algo de paganismo debía tener la Idea de es­ peranza con que traficaban esas personas. Solamente en el caso de que el objeto no fuera Dios mismo, sino algún pre­ mio externo, el desinterés pudiera tener algo de virtuoso. Los verdaderos Santos han llegado a un grande desin­ terés e indiferencia por los bienes de Dios. Y, sin embargo, se han movido siempre, han podido vivir, solamente por la seguridad de poder colmar su esperanza en las dos mani­ festaciones fundamentales: Se nos dará Dios mismo; sere­ mos colocados en un estado donde podamos llevar a cabo la unión con El sin ningún impedimento. El lugar y los premios que promete la esperanza se enrolan de este modo en su carácter personal. B1 cielo nos libra de limites y miserias que impiden el amor perfecto a Dios. Por eso le desea el cristiano. Triste destino ei de la esperanza. Tiende a su propia destrucción. Anhela poseer a Dios, conciente de que, en el mismo momento en que comience la posesión, habrá ter­ minado su cometido. Muere, por su misma naturaleza pro­ visional, al llegar a la cumbre. En el cielo no hay espe­ ranza.

3,—Bw tu AYUDA.

A Ja esperanza le ha sido encomendado un papel sobre manera difícil, dada nuestra psicología. 8u actuación se toa*a en el siguiente principio: por amor de un bien futuro, renunciamos al presente. Tal género de conducta es poco humano, es decir, poco acostumbrado entre los hombres. Prefieren éstos el pequefto goce Inmediato, venga lo que vi­ niere después. Bsaú, cambiando por el plato humeante de lentejas sus amplios derechos de prlmogenltura, pudiera representar dignamente esta cualidad humana. Es un sím­ bolo extremado de nuestra actitud en otros campos. Claro que, a poco de pasado el placer, todos se dan cuenta de que el cambio es absurdo. Como ya no tiene remedio, vie­ nen las lágrimas. También en esto Efcaú era hombre como nosotros. Pero vuelve a repetirse la historia, con nuevo cam­ bio y nuevas lágrimas. No hay escarmiento, ni siquiera en la propia persona. El gozo presente encandila de manera que no deja pen­ sar en las malas consecuencia«. Se embota la mente para valorar todo lo que no sea aquel placer. Una ves acallado «1 espíritu, el apetito queda sin freno, y se dispara ciego sobre su objeto. Sin perspectiva. Simple descarga de un ins­ tinto, que no razona. Como una allmafia, dice Santa Te­ resa: «Pues, ¿qué más hace una alimaña, que en viendo lo que le contenta a la vista, harta su hambre en la presa?» ·. La esperanza protesta desde el futuro. Promete y ame­ naza. Pero a distancia. La sensibilidad humana no está añnada para percibir la eficacia de ese futuro. ¿A qué sir­ ven ios gemidos de la inocencia, frente a las injusticias de una soldadesca invasora? Lo grave es que la esperanza no dispone por sí misma de otro recurso para defender sus derechos. No le quedarla otro remedio que languidecer sobre la tierra, como una flor exótica, que no encuentra terreno acomodado. iQué triste seria un mundo sin esperanza? No * Camino de perfección, 38. 10.

obstante, dejado a sí mismo el hombre, lleva camino de* fabricarlo sin tardar. Pero Dios ha visto, e interviene. No quiere permitir que* esta bellísima virtud se marchite. Manda un esclavo que prepare el terreno y suavice el clima. Sólo crece en tierra, blanda. El dolor es el encargado de esta misión delicada.. Es la salvaguardia de la esperanza. Reviste diversas formas, concretas: pobreza, enfermedad injurias, soledad espiritual y humana... Son todas ellas palabras aureoladas en el Nue­ vo Testamento. El contacto con Jesucristo y sus seguidoresmás fieles las ha santificado. Ahora derraman gracia en las personas que las acogen. El sufrimiento, introducida como una ley por el Evangelio, es una bendición en la vida del cristiano. La Cruz de Cristo vale por un entero pregón en medio de los siglos. El sufrimiento, colaborador de la esperanza. Lleva los hombres a Dios. Por su misma naturaleza. Aun los más aris­ cos, a la hora de la desgracia, se ablandan y piensan de otra manera. Con mayor razón, en nuestro caso, en que a la eficacia natural del dolor se añade la que le viene de su función en el misterio cristiano. Todos redimidos en la cruz de Cristo. Pero esa cruz no son sencillamente unos palos, hoy acaso perdidos. Perdura inconfundible. El hom­ bre a Dios, y también Dios al hombre. El dolor completa su misión, trayendo al hombre los bienes de Dios. Isaías nos da una imagen apropiada del dolor, necesario por una parte, pfro que no es una finalidad en sí mismo7. ¿Acaso está siempre el labrador arando, cavando o rastri­ llando? Hunde el arado, para que luego penetre la buena semilla. No se la puede arrojar en la superficie inculta Otro» tanto hace la Providencia de Dios en el alma humana. Sólo de esta manera se le entiende: mirando hacia de­ lante. Un dolor con perspectiva. También la historia per­ sonal ayuda a comprenderle, porque a veces sirve de expia­ ción. No tenemos derecho a protestar, cuando sufrimos. Ar~ *18., 28, 24-25.

LA ESPERANZA

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giiía San Jerónimo a Paula, adolorida en extremo por la. muerte del esposo: «Escoge la que quieras de estas dos su­ posiciones: o eres santa, y Dios te prueba; o eres pecadora, y te quejas sin razón, ya que sufres mucho menos de lo que mereces» 8. El pecado nos da alguna explicación del dolor, pero muy parcial. Además, se presta a confusiones. El dolor entró en el mundo por causa del pecado, no por una expresa orde­ nación divina. La culpa del hombre ha creado el sufrimiento humano. Hasta aquí van juntos. Pero, una vez entrado el dolor en el mundo, su distribución no se hace ya según la medida del pecado. De manera que quien más peca, sufra más. No se debe pensar que cada nuevo sufrimiento su­ ponga una nueva culpa o acto de desobediencia en la per­ sona afectada. No existe tal correspondencia 9. Dios permitió que entrara en el mundo, por justa venganza. Pero su ori­ gen no declara toda su misión posterior. Hoy puede ser el sufrimiento una muestra delicada de predilección divina. Mas el dolor no es, en la vida de muchos, lo que debiera ser, sino lo que es. No es una bendición que fomenta la es­ peranza. Más tiene semblante de tormento infinito, que pro­ voca la desesperación. ¿Quién ha cambiado su trayectoria? Sin duda, el hombre. Pero la realidad no deja de ser triste. He visto muchas almas sufrir hondamente, con una amar­ gura falta de mérito y perspectiva espiritual. Acaso la en­ fermedad. Hoy día, sobre todo la pobreza material, la mi­ seria aprieta, casi la« estrangula. Ciertamente, se encuentra uno en la vida con almas débiles que tienen que sufrir mucho. Más de lo que pueden. Llevan una carga cuatro ve­ ces superior a sus fuerzas. Y Dios lo ve. Tiene que verlo^ pues se encuentran a cada paso. ¿Y lo permite? El dolor es provechoso y buen ejercicio. Pero tanto..., «será como si a un niño cargan dos fanegas de trigo: no sólo no las lle­ vará, mas se quebrantará y caerá en el suelo» 10. * Carta 39. ML. 22, 271. *Jn., 9, 2-3. 10 S. T e r e sa . Fundaciones, 18, 10.

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Son muchas las personas que se quebrantan con la me­ dida de dolor que les ha caído en suerte. Por ellas (per­ donadme), si de mi dependiera, hubiera deseado muchas yeoes cambiar el Evangelio. He deseado que tuviera mayor nú­ mero de excepciones la ley inexorable del dolor. Es un remedio sugerido por la compasión, que hasta ahora no ha encontrado otro. Entonces se salvarían estas almas, que aho­ ra parecen llevar en su mirada la rabia ciega y desespe­ rante hacia todo lo santo, que caracteriza a los condenados. Tal vez no haya espectáculo más lastimoso que éste: un hombre agobiado por el dolor, sin que reciba de la fe una justificación de su estado. Ni lo soporta, ni puede evitarlo11. Siempre quedará algo de misterio. Con decir que el sufri­ miento viene a desprendemos de la tierra, apenas hemos descortezado el misterio. Porque también sufren ángeles ino­ centes, ángeles de tres años. Hay mucho de misterioso en los planes de la Providen­ cia a este respecto. Pero hay, al menos, dos puntos ciertos. Lo suficiente para orientamos. Es innegable que necesitamos una buena dosis de dolor, y que éste nos -viene de manos de la Providencia amorosa. Sin dolor, no hay esperanza. El P. Spicq ha hecho una preciosa constatación en los primeros siglos de la Iglesia. La espera ansiosa de la se­ gunda venida de Cristo y de la vida futura persistió vigo­ rosa, mientras la carencia de bienes terrenos y del favor de los príncipes exigió en los cristianos ánimo heroico y siem­ pre despierto. Es la reacción natural en uno que no encuen­ tra ambiente favorable a su alrededor. Al desaparecer la alarma, se apagó el ardor. Con la paz de Constantino, lá tierra comienza a ofrecer asilo al cris­ tiano, antes perseguido. El objeto de la esperanza sigue man­ teniéndose a la misma distancia que antes. Las riquezas y el bienestar no exigen que uno se despreocupe del más allá. ’1«Un odio impotente es la sensación más horrible; porque, en realidad, sólo debiéramos odiar aquello que podemos destruir» (Goe­ the).

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LA ESPERANZA

Son compatibles con una vivida esperanza. No obstante, la Historia canta bien claro. ¿Por qué no convencerse de que las cosas son como son, y no como pudieran ser? La comprobación hecha en la historia de la Iglesia se repite constantemente en el campo individual. Y, tercos, aún nos empeñamos en afirmar que bienes de la tierra y espe­ ranza pueden muy bien estar Juntos. Es querer contener el agua, cuando ya ha pasado la compuerta. Algo semejante a lo que sucede con la mortificación corporal o sufrimiento voluntario. Hoy piensan muchos espirituales que no es ne­ cesaria para mortificar la voluntad y amar de todo corazón a Dios, que es lo que interesa. Los antiguos sabían también •esto, y, además, sabían lo que son las cosas. La experiencia »enseña. Yo imagino irremediablemente a estas personas dando ^cabezazos contra el muro, convencidos de que allí tenía que estar la puerta. Ven que no está. Nada importa, pues tenía que estar. jPero hombre!, si aquí de lo que se trata es de «entrar, busca una ventana o cualquier boquete. Esperanza sin dolor. Ave sin plumas. Pudiera volar, pues alas tiene. Pero no vuela, porque le faltan las plumas. So­ mos aM. Es extraña la familiaridad que entre la esperanza y el dolor media después de la Encamación. Un hecho que puede ■servir de índice. En los libros del Nuevo Testamento encon­ tramos a veces, en lugar del trío acostumbrado: «fe, ca­ ridad, esperanza», éste otro: «fe, caridad, paciencia» 12. Sus­ titución rebosante de significado. 4 — ¿ P r e m io

o l ib e r a c ió n ?

A través del párrafo anterior se deja entrever un pro­ blema.’ Afecta a nuestra esperanza, no a la esperanza en si misma. Añoramos el cielo. Tendencia laudable en el cris12Tit. 2. 2.

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tiano, pues está obligado a ello. Pero, ¿lo hace porque quiere «star con Dios, o, sencillamente, penque quiere librarse del dolor? No debe parecer extraño que alguien anhele la otra vida como recurso para huir de las garras del sufrimiento. De hecho, es la única huida posible. La ley es inexorable. Al que vive cristianamente le alcansa la ley como una señalde complacencia divina: «los que quieren vivir piadosamen­ te en Cristo sufren persecuciones». Entonces, abandonaré la. ley cristiana, para librarme de semejante peso. Pero he aquí que también la Providencia sale al encuentro por este otro camino, con la misma receta. Mezcla en tus vanas dulzuras, una buena dosis de hiel. Escuchemos un momento a la experiencia de un gran, maestro. San Agustín ha querido vivir al margen de toda, ley. Y consigue librarse de toda ella, menos de este punto» concreto del dolor, que era precisamente el que más le in­ teresaba eliminar. «Quebranté todos tus preceptos, aunqueno escapé de tus castigos: ¿quién de los mortales lo logró* jamás?» 13. Sólo después de su conversión supo interpretar aquellos tormentos ineludibles: Tanto más dulce y benigno* era el Señor, cuanto de más amarga hiel rociaba sus goces, ilegítimos, obligándole así al retorno a la casa paterna. Esto lo comprendió mis tarde. Pero ya desde el primer momento,, y en medio de los efímeros goces, se dió cuenta de que la ley le perseguía con la terquedad de un instinto o de un enemigo personal. San Agustín tiene una frase, gustosa de expresión y de* contenido: ¡oh Dios, «que esparces con ley infatigable el castigo de una penosa ceguera sobre los placeres ilícitos!» 14.. Personifica a la ley. No es un principio constante. Es, más·, bien, una persona incansable. Sería de imaginar la vida moral como una ciudad amurallada. No es libre la perte­ nencia a ella. Dios ha establecido a todos, cristianos y no» 1;; Confesiones, % 2, 3. Confesiones, 1, 18, 3.

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10»

cristianos, dentro, cerrando todas las puertas oficiales. Que­ da únicamente abierta la puerta falsa de la libertad. Por ella salimos ilegítimamente una y otra vez a gustar el ambiente de los arrabales. En esta puerta es donde Dios ha colocado, según San Agustín, la ley infatigable, como un guarda siempre despierto. Forzudo jayán, que golpea des­ piadado a todo el que sale y cada vez que sale. Nadie es­ capa. Cien veces sales, cien golpes. Ya en tiempos de San Agustín se le había encomendado a esta ley su misión pu­ nitiva. En nuestros días no da señales de cansancio. «In­ fatigable» de verdad. De buena o de mala gana, todos tienen que sufrir en abundancia. Quien tiene paz, carece de dinero. Quien tiene tiene dinero y paz, es objeto de aversión por parte de todos. A quien tiene dinero y amistades, le falta la salud. No se pueden cegar todas las posibles fuentes de dolor. Aun su­ poniendo que Dios no intervenga, enviando un sufrimiento saludable a los amantes de comodidades. Entonces es por demás toda diligencia. Te curas de una, y te manda otra. Dios puede hacer que te salgan sabañones hasta en los dientes. Por esta razón, no carece de sentido desear la otra vida para librarse de todas las miserias de ésta. La esperanza sería únicamente evasión del dolor. A esto han querido re­ ducirla algunos, fiados de que andan ordinariamente juntos. El cristianismo, religión de cobardes, que no encuentran otra salida en la vida. La esperanza sería para aquellos que no tienen a su alcance cualquier otro remedio disponible para librarse del dolor. Los hechos hablan. Dicen que la esperanza no es una reacción natural, de inercia, frente al dolor. Leí hace tiem­ po en no sé qué libro de conferencias dadas en París, esta observación del autor: habrá en la ciudad casi medio mi­ llón de gentes que, por enfermedad o pobreza, conducen una vida indeseable, muchos de ellos insostenible. Pues bien: de todos esos que apenas viven humanamente, y aún de los que mendigan, la inmensa mayoría, más de un 90 por

100, preferirían vivir eternamente asi, antes que salir de esta vida a remediarse en la otra. Estoy seguro de ello. Donde dice París, póngase Madrid, Roma..., y peor aún si salimos de Europa. Y corno las ciudades, los pueblos15. El ejemplo es instructivo. La esperanza es una supera­ ción heroica del dolor. De ahí que sean pocos los que con­ siguen escapar por ella. Si fuera tan fácil desear el cielo, cuando faltan los bienes de la tierra, no se explicaría qife todas esas gentes, trabajadas por el infortunio, prefieran se­ guir sufriendo a dejarse en manos de la esperanza. No es un dolor cualquiera el que se transforma en esperanza. Es un dolor vivido sobrenaturalmente. El puro dolor humano es enemigo declarado de la esperanza. No se fía de la espe­ ranza. Quiere recibir de ella la felicidad terrena, como ga­ rantía de que es capaz de darle luego la del cielo. Ahora ya no ofrece dificultades la pregunta, ¿es com­ patible con la esperanza el dolor, o es un elemento extra­ ño que interesa eliminar? El sufrimiento no se arroga fun­ dones de la esperanza. Es ayuda, no causa. Puede ser un estímulo, nunca el motivo. No quita mérito a la esperanza cristiana. Porque mirar al cielo es un desenlace sobrenatu­ ral. La reacción natural del hombre sería buscarse una in­ mediata compensación. En la historia, el disgusto de la vida en miseria forma* parte de la esperanza. Y con razón. Tantas miserias como el cristiano padecían los judíos del Antiguo Testamento. Y, sin embargo, no pensaban con tanta intensidad en reme­ diarlas en la otra vida. Daban una solución más inmediata: si se padecen desgracias, esperemos que el Señor ponga re­ medio, y nos deje aún gozar aquí por muchos años. Así piensa, la naturaleza. El deseo de redención que tiene el cristiano es sobrenatural. No brota del dolor mismo, sino de su fe 15«Mas ¡ay de los que no conocen su miseria!, y mucho más jay 4e los que aman esta miserable y corruptible vida! Porque hay algu­ nos tan abrazados con ella, que aunque con mucha dificultad, tra­ bajando o mendigando, tengan lo necesario, si pudiesen vivir aquí siempre, no cuidarían del reino de Dios», Imitación &e Cristo, I, 22-

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en un futuro dichoso. No es, por tanto, egoísmo anhelar el cielo por verse libre de tanta miseria como se padece en la vida presente. En las almas generosas, Dios aquilata la esperanza. Ni siquiera en éstas suprime Dios el dolor, con el ñn de pu­ rificarlas. Prueba de que no es un elemento extraño. En vez de fortalecer la esperanza poniéndola en medio del gozo· y la prosperidad, suele hacer lo contrario. Agrava los su­ frimientos. Se hace en otro punto muy diverso la purificación de la esperanza. Lo que interesa afinar es el motivo. Que, en última instancia, se funde totalmente en las verdades de la fe: Dios es bueno y flel; Dios me ha prometido el cielo y la ayuda para conseguirlo. Este es el verdadero motivo de mi esperanza. A ratos, el cielo se goza anticipadamente, y el alma se agarra ansiosa a esos momentos efímeros. Falla el gusto anticipado, y todo se tambalea. Se ve que eran el gusto y la prosperidad los que llevaban el peso de la vida e im­ pulsaban a obrar. Dios les apaga momentáneamente. En medio de la oscuridad, se descubre sólo la luz de la fe. Pero tal situación es artificial, creada por Dios. Pasa« da la borrasca, la esperanza recobra todo su cortejo: al­ gún consuelo, ratos de cielo, sentimiento de seguridad. Aho­ ra viene como cosa necesaria, sin exigencias, pues ha visto que la reina es capaz de valerse ella sola. Pueden ausen­ tarse libremente. La actividad espiritual no se resiente.

C apítulo 6

LA

CARIDAD 1.—L ey

cristiana .

Nada hay menos original y, al mismo tiempo, más nue­ vo, en la religión cristiana, que la ley de la caridad teologal. El amor a Dios ha sido siempre la cumbre de la vida re­ ligiosa. Es una exigencia de ley natural, conclusión espon­ tánea de la relaciones entre el hombre y la Divinidad. Aun cuando algunos pueblos abandonaran su práctica, el prin­ cipio ha permanecido firme. El cristianismo es una religión nueva, en cuanto religión. Precisamente por ello, ha querido infundir la novedad en el principio mismo de la vida religiosa. Asumiendo· toda la psicología y teología religiosas del amor, le confiere un fun­ damento nuevo y un motivo antes desconocido. Antes ama­ ba el hombre a Dios por la deuda contraída en la creación y en la Providencia constante de cada día. El cristiano aña­ de un motivo nuevo, que cambia el fundamento de las re­ laciones: ama, sobre todo, por causa de la Redención. Amor sobrenatural; más íntimo y más intenso. Se llama caridad. La más grande novedad del cristianismo, a este respec­ to, consiste en haber extendido el campo de la caridad, aña­ diéndole un nuevo objeto teologal subordinado. El hombre puede y debe ser objeto de esta caridad sobrenatural. Para los efectos de la virtud, representa ante nosotros el mismo papel que si fuese el mismo Dios. Se comprende que, para que el hombre sirva de objeto teologal, debe ser conside-

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rado en lo que tiene de divino: es miembro de Cristo, templo del Espíritu Santo, llamado a gozar de Dios un día... Ese conocimiento previo de Dios y del hombre es obra de la fe. Sólo gracias a esta virtud sé que la Encarnación es obra de amor, que por medio de ella ha cambiado ra­ dicalmente el estado de mi alma, que Dios está presente en el alma del prójimo. En el hombre no descubro a sim­ ple vista porción alguna sobrenatural. Sin la íe, no cono­ cería ninguna de estas realidades. Por consiguiente, sería imposible amar teologalmente. La caridad supone a la fe. •con todos los cometidos que ya le hemos asignado anterior­ mente. El amor supone la fe. Pero puede superarla en inten­ sidad. Cierto, no se ama lo que no se conoce. En cambio, basta un mediano conocimiento, para que el amor se des­ arrolle indefinidamente. La caridad no se puede extender a más que el objeto señalado por la fe. Dentro de ese campo, se le permite a la caridad una profundización ilimitada. Bien poco o nada sé de la ciencia que estoy aprendiendo. Sin embargo, la amo con vehemencia; tal vez mayor que des­ pués de haberla aprendido. No es arbitraria la elección de la caridad para centro de la vida sobrenatural. Es sencillamente el aprovechamiento de las mejores posibilidades que ofrece la naturaleza. En este caso eleva dos realidades humanas: la libre voluntad, y tenemos con ello una fuente de mérito; el amor, que es el principio de mayor influencia en la actividad de toda la persona. En el orden humano, el amor es el resorte que lan­ za todas las facultades del hombre a una actividad fecunda. Se debilita el amor, y el espíritu languidece y vive despa­ cio, como un motor con poca corriente. Crece el amor, y se acelera el pulso de la vida. El espíritu humano necesita amor, mirada hacia afue­ ra. No se basta a sí mismo. Tiene un aspecto de social ge­ nerosidad. El empobrecimiento, anquilosamiento, putrefac­ ción del espíritu es el egoísmo. Es lo que sucede en esas 8

familias nobles, celosas de su dignidad, que se casan entre sí, sin salir fuera a renovar el amor y la sangre. En el orden sobrenatural, la necesidad de mirar hacia fuera sube de grado. Donde el hombre busca solamente un complemento, tí cristiano tiene que buscar todo, desde eL mismo principio. No tenemos nada. Todo hemos de recibirlo de Dios. Mejor dicho, todo hemos de estarlo recibiendo cons­ tantemente de Dios. No cabe independencia, ni alzarse con tí Santo y la limosna. Todos tus valores los tiene asidos Dios por la otra punta. En el momento que quieras separarte, se* queda El con ellos. La caridad compendia en sí toda la perfección. Quien sea dueño de su ame»:, y sepa aplicarlo a los objetos sobrenatu­ rales es, sin más, perfecto. Si falla este punto, de nada sirve toda la riqueza personal interior, aun cuando sea sobrena­ tural. Sin amor, se cortan las relaciones, y la vida individual se embota. Dios no tiene en cuenta las obras que no están, vinculadas a El por este secreto lazo. Conviene recordarlo.. Se puede conseguir una cierta perfección en las demás vir­ tudes, con poco amor. Y asi lo hacen algunos ignorantes, que? no han sabido colocar el acento. 2.— A m ig o s

de

D io s .

Se entreveía ya en la conducta de Jesús a lo largo de toda, su vida. Pero es un punto demasiado grave, para fiarse de* conjeturas. En la Ultima Cena lo declara por fin abierta­ mente: «Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que os man­ do. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que* hace su señor; pero os digo amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he dado a conocen Sois mis amigos, si vivís cristianamente. Jesús es Dios, como acaba de recor­ dar a Felipe. Somos, pues, amigos de Dios. Parece que nadie se había atrevido a entender llana­ mente esta sublime condescendencia. Se hablaba de una * Jn. 15, 14-15.

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intimidad especial de Jesucristo con sus Apóstoles, en cuanto tales o en cuanto sacerdotes. A ellos dirige el nombramiento de amigos. Entendiendo por amistad el amor intenso y efec­ tivo que Dios les profesa. Muchos inconvenientes se oponen a darle un sentido pleno y extensión universal. Pero todos fundados en nuestra miseria, que es como decir, sin funda­ mento, dada la expresa voluntad de Dios de contar con ella en su economía. Santo Tomás de Aquino se decide a entender sin res­ tricciones. Somos amigos de Jesús. Nuestra amistad con El, o la suya con nosotros, se funda en la caridad teologal. Dos consecuencias trascendentales. La amistad con Jesús, con Dios, no es ya exclusiva de algunos privilegiados. La tienen todos los cristianos que están en gracia. En menor o mayor grado, según el grado de su caridad. La amistad no sólo exige, sino que incluye una correspondencia de amor igual­ mente íntimo. Por tanto, al nombrarnos amigos, además de amamos con intimidad, nos da la posibilidad e impone la obligación de amarle del mismo modo. No se da una amis­ tad no correspondida. La amistad es siempre entre dos que se aman de lleno. Del campo psicológico recoge Santo Tomás las leyes esen­ ciales de toda amistad humana, aplicándolas con claridad y precisión al campo de la caridad teologal2. No se vaya a creer que es una especulación infundada acerca de la amis­ tad humana. Son sus elementos esenciales, indipensables. Ordinariamente no se reflexiona sobre ellos, cuando se vive la amistad. Pero se advierte muy bien su presencia o ausen­ cia. Es poner en ideas lo que todos sentimos, cuando tenemos amigos. Tres elementos fundamentales descubre Santo Tomás en la amistad humana. Indispensables todos, y suficientes, para 2 S. Th.. 2-2, q. 23, 1. Varias ideas de este apartado acerca de las relaciones entre amistad humana y caridad teologal se las debemos al P. Tomás de la Cruz, profesor en el Colegio Internacional O. C. D., de Roma. Sus enseñanzas a este respecto han sido orales, y no se hallan en ninguna de sus publicaciones.

que exista una verdadera amistad. l.° Que sea un amar honesto y de benevolencia. Un amor que tiende a la per­ sona misma del amigo, sin buscar el propio interés o placer. 2.° Debe ser amor mutuo entre dos o más personas. Si uno de ellos no corresponde, el otro podrá mantener un amor todo lo intenso que se quiera; no hay amistad. Ni siquiera por parte del que tanto ama. La amistad es forzosamente amor recíproco. 3:' Ambas partes son conscientes de amar y de ser amadas. La caridad es amor manifiesto por los cuatro costados. Un largo proceso con todos los puntos pues­ tos en claro: cada uno de los amantes debe ser consciente de que ama al otro y de que este otro lo sabe ; de que es amado por el amigo y de que el amigo advierte que el pri­ mero se da cuenta de ello. La caridad teologal cumple a maravilla estas condicio­ nes. 1.a Es amor de benevolencia. Dios nos ama, sencilla­ mente porque nos quiere bien. Poca utilidad personal puede esperar El de este amor. Si algo bueno tiene el hombre, es Dios quien se lo ha dado. Tampoco el hombre busca en Dios su propio interés. Puede buscarlo, pero tal actitud serla es­ peranza acaso, nunca caridad. La caridad ama a Dios, como solemos decir, por ser El quien es. Más que esperanza per­ sonal, es una complacencia en las grandezas divinas. 2.a Es amor mutuo. Por la caridad, amamos a Dios; y El nos ama, pues nos da la gracia, sin la cual nunca está la caridad. Dios sigue amando al pecador. Sin embargo, no mantiene con él relaciones de amistad. La culpa es del pe­ cador, que no corresponde, anulando las buenas intenciones que Dios tiene de entablar amistad. Pero no hay amistad de uno solo. 3.a Amor consciente por ambas partes. Y ¿quién está seguro de amar a Dios sobrenaturalmente y de ser amado por Dios? Nos basta una certidumbre moral. La recepción de los Sacramentos cerciora moralmente de que estamos en gra­ da y, por consiguiente, de que amamos a Dios en el orden sobrenatural. Por la misma razón, logramos saber con cer­ teza humana que Dios nos ama. No hay peligro de que nos*

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otros le amemos, y El no quiera corresponder. El peligro viene siempre del lado contrario; que, a pesar de su insis­ tencia, queremos nosotros romper temporáneamente la amistal, para reanudarla más tarde. Se advierte el cambio de perspectiva que la idea de amis­ tad divina aporta sobre el simple amor a Dios. La caridad no es sólo una tendencia del hombre. Este sabe que es ob­ jeto del mismo amor por parte de Dios. La Encarnación y toda la obra redentora son demostraciones palpables de la correspondencia divina. Lo demuestra en cuanto hecho, y en cuanto fuente de doctrina. Aquí radica la diferencia psicológica más notable entre el amor de Dios que tiene el cristiano y el que tiene el in­ fiel. Este, si es bueno, ama todo lo que puede. Pero no se atreve a hablar de amistad, porque no dispone de prendas que garanticen la respuesta amorosa de Dios. Y, sin ella, no hay posible amistad. El cristiano, en cambio, tiene concien­ cia de ser amado con probada fidelidad. Jesús, al ofrecernos su amistad, parece señalamos un ideal. No quiere llamar al hombre siervo, para que no se aleje. La primera ocupación de un amigo no es el ponde­ rar sus miserias, su falta de mérito. Ante todo, debe amar, corresponder. Dios quiere amigos, no esclavos. Se dan de he­ cho uno y otro aspecto, pero ahora hablamos del domi­ nante. Dios quiere amigos, no esclavos. De acuerdo, que no merecemos ser amigos. Pero El nos ha hecho, y hoy es lo que somos. Amigos de Dios, sin arrogancias. La amistad que une al hombre con Dios presenta una fisonomía particular. Es de tono menor, por parte del hombre. No es una amistad me­ nor; es una amistad inmensa, pero de tono menor. Las re­ laciones del Paraíso comenzaron al nivel, en tono mayor. El hombre correspondía con menos amor del que recibía, pero amaba según todas sus posibilidades. Y esto basta a la amistad para corresponder. A un cierto momento, el hom­ bre es infiel: pecado original. Ha quebrantado la amistad. Dios le restituye en pleno a su antiguo estado, borra su

culpa, la olvida. Le ama lo mismo que antes, se hace amar del hombre también como anteriormente. ¿Será esta amis­ tad lo mismo que la primera? Parece que no. Surge igual intimidad, pero en el alma de aquel que ha sido infiel hay un dejo de melancolía, de pena difusa, que es lo que da ese tono menor a su caridad. No es menos amistad, ni menos amor. Sencillamente es de otro modo. Esa inferioridad por parte de uno puede estimular el amor de ambos. De todos modos, suele infundir un cierto color agradable, que embe­ llece las relaciones. El cristiano encuentra en este tono menor sus relaciones con Dios. Al amor a secas se añade la gratitud. No tiene por qué añorar, en este sentido, el estado primitivo. Amor a Dios, que es adoración, que es gratitud, humil­ dad..., que es amor. Los pueblos no cristianos han vivido muchas de estas relaciones con Dios, pero sin que en ellas jugara un papel relevante el amor. Adoran por puro res­ peto, expían por temor, agradecen por justicia o por es­ peranza. La caridad no dispensa al cristiano de todos esos otros deberes fundamentales. Les infunde, apoderándose de ellos, una vitalidad superior, menos triste y forzada. ES mu­ cho más digno, y no digamos más meritorio, aún humana­ mente, adorar por amor, expiar y ser agradecido también por amor. Le quita al deber el semblante de fatídica necesi­ dad que ofrece, cuando actúa solo. Con la caridad no se dispensa el cristiano del deber. Ad­ quiere una cierta responsabilidad. Es amigo, y su fidelidad ha de ser espontánea. Dios le esperará, cuando se descuide, sin mandarle cada vez un castigo que le despierte. De cada uno ha de ser la vigilancia. No es como el esclavo que, mien­ tras nadie le golpee, se siente seguro y satisfecho de su con­ ducta. Sabe que se le castiga cada vez que obra mal. 3.— M a n d a m ie n t o

nuevo.

Por exigencias de ley natural, la perfección del hombre consiste en amar a Dios. Lo que ya no era tan fácil de sa-

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ber es el modo cómo el hombre debe ejercitar su amor de Dios. El cristianismo esclarece definitivamente la duda. Si este punto se hubiera propuesto a votación entre las almas buenas, tendríamos un buen número de variadas opi­ niones. Una corriente se inclinaría probablemente hada lo más fácil, a poner la santidad en aquello que costase poco o ya tuviese prácticamente hecho: adoración, un poco de penitencia corporal, un poco de gratitud para con Dios. La mayor parte hubieran elegido sin duda cosas más difíciles, imposibles para algunos: ayuno riguroso, castidad o retiro absolutos, oración continuada. No sé lo que yo hubiera ele­ gido. Aunque sinceramente estoy seguro de que no hubiera coincidido con las preferendas de Jesucristo. Dios no ha dado lugar a esta elección democrática. La lia hecho El por todos. La santidad se mide por la caridad para con el prójimo. Para irnos será más fácil, para otros más difícil que lo que ellos mismos hubieran propuesto. Eso nada importa. .La ley es general en el cristianismo. Fijarse bien. Eso quiere decir que, al margen y por endma de to­ dos los gustos y repugnancias, la santidad consiste en la «caridad fraterna. Acaso a alguien le cueste más observar el ayuno que la caridad. Nada se cambia por ello. Lo que cuesta no es siempre lo que más vale. Quien encuitó la práctica de la caridad, eso que tiene de venjmáke& el camino de la perfección. No tiene por qué codWffearse la existencia buscando dificultades. f r< En el Evangelio Jesucristo se declara. A juadfr por sus palabras, no hay cosa que más le interese. Palabra^Jjfcdiol nes de la Ultima Cena, el momento más solemne f e ’s í vida con los Apóstoles, se centran en inculcar la candad fraterna. Os doy mi mandamiento: que os améis unos a otros. Equivale a decir: a lo largo de estos tres años os he ido recordando muchas cosas que debéis observar: leyes na­ turales, preceptos de la ley antigua todavía en vigor. Ahora os doy el mandamiento mío. Para ser cristiano, no hay más que cumplir el mandamiento de Cristo. Para serlo perfecta­ mente, cumplirlo perfectamente.

No ha hecho, pues, un descubrimiento San Pablo, al es­ cribir: «el que ama a su prójimo, tiene cumplida la ley» 3„ Es, en forma diversa, lo mismo que ha dicho Cristo: sois mis discípulos, si cumplís lo que yo os mando; y lo que oaa mando es precisamente la caridad mutua. A fin de hacerles más palpable la importancia de esteprecepto, les traslada mentalmente al día del juicio. Puede servir de aviso. Allí el examen de la vida será breve y sen­ cillo. Se investiga, premia o condena la conducta a base de la práctica de la caridad con los hombres 4. Según pa­ rece, a la mayoría les va a coger desprevenidos. Hay algo de hipérbole en semejante figuración del juicio final. Pero* pone bien de relieve la sustancia de la vida cristiana. Como« el profesor que, a fin de que sus alumnos no disperdiguen sus energías viendo por encima mil cuestiones secunda­ rias, les revela la materia que va a ser objeto del examen. No hay medio más eficaz para moverles a que la estu­ dien bien. Con razón escribía Santa Teresa: «Si enten­ dieseis lo que nos importa esta virtud, no traeríais otro es­ tudio» 5. Jesucristo premiará la caridad en el juicio, porque la honra ha sido hecha a su misma Persona, presente en el hombre beneficiado. Tal manera de sancionar supone que el. amor al hombre no es un amor cualquiera. Es un amor teo­ logal. Ama a Cristo en el hermano. Como en todo amor teologal, Dios ha de ser el principio y el motivo. Harta dig­ nación ha sido, por parte de Dios, ponemos a su nivel,, como objeto del amor de los demás hombres. No es mucho· que ahora exija para estos hombres divinizados un amor en que intervenga El. Esta prolongación de la caridad teo­ logal es superior a la que han recibido la fe y la esperanza en la religión cristiana. ¿Qué es caridad fraterna? Caridad fraterna es amor al :í Rom. 13. 8. * Mt. 25, 34-46. &Moradas V. 3. 10.

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hermano. Y amor es amor. Buscando una mayor eficacia práctica, se ha venido a decir que el amor son obras y do­ nes. Como táctica, está bien. Pero el amor no es eso. Y no conviene alejarse mucho de la verdad original, porque se co­ rre el peligro de olvidarla, a fuerza de oírla sólo a través de la versión práctica. Muchos hacen obras de verdadera caridad sin caridad, sin amor. Se ayuda al indigente, hay interés por él. Pero no se le ama. Actitud muy difundida,, que conserva solamente el cascarón de la caridad enseñada por Jesucristo. Puro mecanismo, sin afecto interior. El daño es para ambos. El que lo hace, sin mérito. Quien recibe no se siente hermano, sino siervo humillado. En psicología, se ha comprobado recientemente un he­ cho curioso. Hasta los niños de pocos meses rehúsan el don externo, si no viene acompañado de afecto interior. Una madre sigue en apariencia portándose con su hijo con la misma delicadeza que lo hacía antes. Interiormente no le ama, por estar enredada en otros afectos menos dignos. Al niño le saben mal los pechos y no quiere mamar 6. Por ahí se ve bien claro la necesidad que el hombre tiene de afecto.. Más que del mismo alimento. Se ve también que los hom­ bres favorecidos advierten la corriente de afecto por debajo del don. Hasta los recién nacidos. Mucho más las personas mayores. Hemos pasado mucho tiempo diciendo que el amor es obra, don. Conviene volver parcialmente a la verdad de don­ de hemos partido: amor es amor, afecto interior. Nunca pue­ de ser un don que lo sustituya. A lo más es un don que lo acompañe 7. 6 Es un hecho real. Lo oí al p. Perrault, o. P.? profesor de Psicolo­ gía en el Colegio «Angelicum», de Roma. Al caso citado añadía mu­ chos otros, que convertían la afirmación a i una verdadera ley psico­ lógica. 7 Es un recurso secular. Aun las fórmulas más bellas pierden su eficacia con el uso. Y hay que modificarlas temporáneamente. Ha­ blando de la caridad fraterna, he oído decir a un religioso inteligente: la fórmula que emplean los religiosos para llamarse unos a otros «Hermano». «Hermana», o equivalentes, hoy no les dice nada, ni parece

La caridad fraterna tiene otra ladera, más empinada y pedregosa que la anterior. Es tal la importancia del nuevo aspecto en la vida real, que alguien ha llegado a definir modernamente la caridad, teniendo en cuenta esta faceta sola: caridad cristiana es el arte de saber soportarse mu­ tuamente. Se sobreentiende que por amor. Es la misma ley de Jesucristo, vuelta del revés. En vez de lanzarse a amar, es aguantar amando. San Pablo aplica al segundo aspecto el mismo privilegio de compendiar toda la ley que encierra el precepto positivo. «Toda la ley se encierra en este único precepto: Ama a tu hermano como a ti mismo» 8. «Soportad los unos las cargas de los otros, y de este modo cumpliréis la ley de Cristo» 9. La tolerancia por amor es el punto más difícil de la caridad cristiana. Cuando se trata de amar positivamente, se ama a todos, y más a los que menos cuesta, porque se busca el objeto más fácil. Tratándose, en cambio, de soportar defectos y molestias, no siempre se puede escoger. Ofrecen más abundante materia' como es natural, aquellos que menos caen en gracia. La Providencia coloca juntos ele­ mentos naturalmente compatibles, provocando el heroísmo o la desesperación. No cabe una actitud media. Santo Tomás da la razón de esta superior dificultad que ofrece la resistencia10. Habla de la fortaleza. Es más difí­ cil resistir, que atacar. El que ataca escoge tiempo y modo; le favorece el ímpetu inicial y la inercia; en fin, estaba pre­ parado para atacar y vencer, por eso lo hace. Todo esto le suele faltar al que resiste. Suele venir el ataque cuando me­ nos se desea, o menos prevenido se está para resistirle. La voluntad debe suplir a todo. Inferioridad de condiciones por exigirles nada; convendría adoptar por algún tiempo otras fórmulas que tengan vigor: amigo, camarada, por ejemplo. Entre tanto, se remozaría el «Hermano». El remedio concreto puede parecer un poco drástico, pero la observación fundamental es aguda. 8 Gal. 5, 14. »Gal. 6, 2. J,,3. Th., 2-2, q. 123. 6. ad 1.

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parte del que se halla a la defensiva. Para salir, no le queda con frecuencia otro camino que el del heroísmo. Parece que habla de la caridad. «Y ¿quién es mi prójimo?» n . La parábola del buen Samaritano, con que Jesús satisface a esta pregunta, es de Ib más bello y condensado que contenga el Evangelio. Viene a decir, aproximadamente: 1. Tu prójimo no es solamente tu compatriota, sino todo hombre, sin limite de raza, ni de religigón. 2. Tu prójimo no es quien más lo merece, sino quien más de ti necesita. 3. Tu prójimo no son las personas -que tú escojas; son aquellas que la Providencia divina ha -colocado en tu camino. Tres enseñanzas magistrales, en una parábola tan senci­ lla. Estorba un más amplio comentario. Pero, teniéndolas en cuenta, debe releerse la parábola. Será conveniente poner de relieve otras dos lecciones, que pueden pasar inadver­ tidas. La dureza del sacerdote y del levita no carece de conte­ nido. Esta parábola no es una historia que haya sucedido realmente en el camino que baja de Jerusalén a Jericó. Es invención del Señor. Por consiguiente, la presencia del sacerdote y del levita para simbolizar la dureza dél corazón son intencionadas, no casuales. Si se tratara de una histo­ ria, podría suponerse que pasaron ellos los primeros y no remediaron la necesidad, como podían haber pasado otros y hacer lo mismo. Es Jesús mismo quien les hace pasar, y pasar de largo. ,La lección es manifiesta. Dice que la cari­ dad verdadera, lo que más vale en el espíritu cristiano, falta con frecuencia en las personas que externamente más apa­ riencias presentan de religión. El sacerdote y el levita son, en esta ocasión, símbolos o exponentes máximos del culto externo. Representan a todos los que, cargados de prácti­ cas piadosas y de culto exterior, olvidan la ley fundamental del espíritu de Cristo. La luz en que les presenta la pará­ bola es una abierta condenación. 11 Le. 10. 29-37.

En cambio, la caridad está en sujetos donde menos se piensa. Los samaritaños de entonces equivaldrían, en opi­ nión de los judíos, a los que hoy consideramos como herejes. Contra el mandato expreso de Dios, habían levantado un templo fuera de Jerusalén. Casi una idolatría. Cristo, po­ niendo a un samaritano como modelo de cumplidor de la verdadera ley divina, hace un insulto a la piedad del israe­ lita. Es un modo práctico de repetir que el que ama a l hermano tiene cumplida toda la ley, aun cuando descuideun poco otros aspectos de su religión. También la figura del samaritano ha sido escogida intencionadamente e in­ troducida en este cuadro de doctrina y de belleza literaria, inimitable. Prójimo es la persona concreta que uno encuentra en la vida. No existe un prójimo ideal. Jesucristo da su ley pen­ sando en los seres reales. El samaritano no pone limita­ ciones: estoy dispuesto a cualquier favor, con tal que... no· me quite tiempo, no se trate de dinero, el otro me lo agra­ dezca, etc. Todo él se ha puesto a servicio del necesitado. Sin reservas. Cristo le alaba también sin reservas. No se deben poner condiciones donde Dios no ha querido ponerlas.. Al prójimo no le fabrica cada uno a su gusto. Se le en­ cuentra fabricado, con frecuencia a gusto de nadie. Pero· ése es el hermano, el verdadero objeto de la caridad teo­ logal. El tropiezo de las condiciones. Sucede casi lo mismo en el amor de muchos a la Iglesia. Aman a la Iglesia ideal. Esta no existe, porque Jesucristo no la fundó. Sus minis­ tros y fieles actuales son indignos del Maestro. Creen ha­ cerle un gran honor despreciando a aquéllos. San Agustín parangona esta conducta a la del que pisara a Jesús en los pies, para alcanzar a besarle en el rostro. No le agradan distinciones semejantes. La caridad sincera aspira a la eficacia oculta. Crea a su alrededor un clima de fertilidad sobrenatural. Cuando la ca­ ridad se afina, tiende a esconderse, y algunas veces a des­ aparecer.

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El amor sincero al desgraciado comienza por desear que no hubiera desgraciado® en el mundo. Y, sin embargo, he­ mos encontrado muchos espirituales que desean les haya, para encontrar ocasión de practicar la propia virtud. El egoísmo, aunque espiritual, siempre es egoísmo. «Aunque es alabado por su caridad el que se compadece del desgracia­ do; no obstante, el que es genuinamente compasivo pre­ feriría que no hubiera materia de que dolerse. Si existe una benevolencia malévola (cosa imposible), entonces puede el sincero y auténtico compasivo desear que haya miserables, para ejercitar su propia misericordia» 12 Aun cuando la caridad no lo desee, de hecho habrá siem­ pre miserables en el mundo. No puede la caridad desapa­ recer. Pero tenderá a esconderse. Un favor prestado agra­ da inmensamente más, si no se da la impresión de hacerlo por caridad. Esta se oculta tras un pretexto de justicia o instinto. Una persona necesitada pide ayuda en un trabajo físico. Hay quien responde con una caridad tan manifiesta, que casi empalaga. Hay, en cambio, otros que aceptan con .sencillez tan espontánea, que no se ve la caridad, sino que apenas se trasluce. Da a entender que lo estaba deseando, que le agrada naturalmente un poco de movimiento, y lo toma casi como deporte. El beneficiado recibe la impre­ sión que es él quien hace la caridad con el que le ayuda. Una caridad con menos apariencias, pero que deja más sa­ tisfecho. ¡Precioso aroma el de la caridad oculta! Conozco personas que la practican sistemáticamente. ¡Cuánta sensibilidad humana y espiritual requiere la práctica de una caridad fraterna, que objetivamente lo sea! No es fácil acertar. Caridad no es una obra externa, ni si­ quiera cuando se hace por amor. La misma obra de mise­ ricordia puede ser en ocasiones una falta de caridad. Si sabes que el hambriento se ofende de que tú le ofrezcas pan, no debes dárselo. Es una delicadeza elemental, aun­ que no entendida por muchos. Pueril insinceridad la de ’2

s . A g u s tín ,

confesiones. 3. 2, 3.

esas contiendas interminables entre dos personas, que quie­ ren mutuamente hacerse un servicio. Ninguno de los do» cede, y continúan litigando indefinidamente. La caridad fraterna, como la verdadera humildad, exige un criterio de extremada finura, para no degenerar y des­ truirse a sí misma . A pocas virtudes repugna tanto como al amor el dar es­ pectáculos intencionados. La amistad es de dos solos, y a solas se quieren gozar entre ellos. Es una exigencia de todo amor íntimo. Lo necesita igualmente el amor divino en las almas enamoradas. La vanidad y el deseo de ser visto en muestras externa» de caridad para con Dios o con el prójimo es la actitud más absurda que pueda imaginarse. Los amigos, para tra­ tarse, no suben al escenario. Los que suben al escenario, na salen para tratnrse entre ellos, sino para hablar con el pú­ blico. La preocupación o mirada hacia fuera en la piedad es prueba definitiva de que no hay intimidad, ni verdadero* amor de Dios o del hombre. Buscan al espectador, porque no toman interés ni piensan en el coloquio, sino en la comedia que representan. Y, también como en la comedia,, no hablan con Dios, sino con el espectador. No puede ser amor sobrenatural, cuando va corara todas las leyes de la amistad. 4 .— A m is t a d a s o l a s .

La caridad cristiana ha traído al mundo: Amor a Dios, renovado; amor al hombre, nuevo. £3 amor necesita depuración, como en las otras dos vir­ tudes teologales, para convertirse en caridad efectiva Poco hemos de añadir a lo dicho sobre la fe y la esperanza Se purifican de ordinario juntas. La raíz de la caridad está en el motivo. La razón de que el cristiano ame a Dios es su bondad infinita, conocida por la fe y por sus manifestaciones en el gobierno del mundo. Cuando la falta de sentimiento le priva de todo

12T

gusto en servirle y la vida se hace cuesta arriba, Dios sigue siendo inmensamente bueno. ¿Se le sigue amando lo mis­ mo? He aquí la piedra de toque de la caridad. El amor es obra de la voluntad, y ésta debe estar siem­ pre pronta a ejercitarlo, por encima de todas las mudanzas del sentimiento. Mientras empuja el sentimiento, existe el peligro de que la voluntad y el amor duerman. Unica manera de tenerlos despiertos es dejarles solos. Entonces sienten la necesidad de actuar. Algunos esperan, para cada acto de generosidad, infaliblemente, una inmediata respues­ ta sensible de Dios. Advierte San Juan de la Cruz: «Mira que tu ángel custodio no siempre mueve el apetito a obrar, aunque siempre alumbra la razón. Por tanto, para obrar virtud, no esperes al gusto, que bástate la razón y entendi­ miento» 13. El dolor que causa la purificación de la caridad nace de su misma naturaleza. Es amistad, amor mutuo, sentido como tal por ambos amantes. En la purificación, el hombre se siente sin correspondencia por parte de Dios. El se ha en­ tregado todo a Dios sin reservas. Y Dios parece que no hace caso de tanta generosidad. Un amante despreciado y per­ severante. Se cree olvidado de la Persona que constituye la única ilusión de su existencia. Los hombres agravan el es­ tado doloroso con su ingratitud. La caridad obliga a amar­ les con delicadeza e intensidad, aun cuando no correspon­ dan, ni siquiera lo merezcan. Si tenemos en cuenta las condiciones de la verdadera amistad, veremos que eso es una amistad tronchada. Por eso duele. «En soledad vivía y en soledad ha puesto ya su nido, y en soledad la guia a solas su Querido, también en soledad de amor herido.» >3

Dichos de lu z y Amor, 36. C r u z , Cántico Espiritual, c. 35.

14 S a n J u a n de l a

CRISTIANOS POR DENTRO

Eso mismo que ahora sirve de prueba, será más tarde el mejor premio. Por no querer nada fuera de Dios, pasó al­ gún tiempo en soledad, con toda la violencia que esto en­ cierra para la sociabilidad humana; hoy ha puesto en la soledad su nido; calor, intimidad, refugio, lugar de supre­ ma aspiración.

EL

HOMBRE

REAL

Fe, esperanza, caridad, forman la respuesta que el hom­ bre da a la generosidad divina. En abstracto, son actitudes de un hombre que vive de sólo eso. Mas en el hombre real hay un elemento constante, con que se hace preciso contar: el pecado. No se le da la importancia que merece, aun en sus ma­ nifestaciones más menudas, porque no se le entiende. El Evangelio hace resaltar su carácter de estado general. El pecador es un árbol podrido, es un enfermo. No es princi­ palmente omisión o comisión, sino una condición del alma, como la enfermedad lo es del cuerpo. El acto concreto es síntoma del estado más permanente. Conforme al carácter personal del Nuevo Testamento, Dios no pide en primer lugar una satisfacción que borre el hecho pecaminoso, con un cambio de conducta. Quiere, ante todo, un cambio de mente, de carácter, de actitud interior. El pecado es algo con que se debe necesariamente contar. San Pablo ha conocido a fondo este monstruo. Ha­ bla de la ley del pecado, como de una fuerza brutal y física. Como la ley de la gravedad. Y la llevamos dentro. El Após­ tol nos dice que no es solamente un estado de apartamiento de Dios. También eso. Pero, más exactamente, es una fwerza activa que aleja cada vez más. Más que una situación de estancamiento, el pecado es un acelerado caminar hacia atrás. Muchas experiencias de vida espiritual se explican por esta modalidad.

III PERFECCION CRISTIANA

Tenemos al cristiano ya equipado, pensando emprender confiadamente la subida del monte de la santidad. Es cons­ ciente del destino que le impone su religión, y conoce los medios de que dispone para conseguirle. Tiene garantizada una acogida favorable por parte de Dios. La Encarnación y toda la conducta de Jesucristo de­ muestran que El tiene más interés aún que el hombre mis­ mo en establecer contacto personal. Dios llam a: atrae e impulsa. Queda un margen, que debe llenar la libre cooperación del alma. Para ello dispone de energías: gracia y virtudes. Han sidc ya explicadas las posibilidades de estos principios sobrenaturales. Basta ponerles en movimiento. Su desarro­ llo nos da la perfección cristiana. No hay ulteriores complicaciones. Con los dos elemen­ tos que hasta el presente han intervenido en escena, Jesu­ cristo y las virtudes teologales, tenemos conseguida esa meta obligatoria y asequible a todos. Es ardua. Bien vale la pena un esfuerzo por conseguir ese pequeño cielo que Dios ha preparado en la tierra para los hombres decididos. El químico no efectúa el proceso de transformación. Lo hacen los principios mismos. Pero él lo dirige. Esa misma finalidad tiene esta última sección. Ayudar al cristiano a obtener un mayor rendimiento de sus inmensas posibilidades.

C apítulo 7

SINCERIDAD 1.—I lusiones

de santidad.

Un observador imparcial advierte en seguida la parado­ ja : el cristiano pasa la vida trabajando por conseguir algo que no le interesa. A ese ideal, buscado y temido, le llama­ mos santidad. Materialmente, todos los cristianos trabajan por llegar a la cumbre. Los ejercicios de que consta su vida conducen a ella. Los Sacramentos y obras de piedad claman por un des­ arrollo pleno del individuo. Las privaciones y arduas em­ presas a que le obliga su fe marcan idéntica orientación. Si no fuera por cumplir debidamente el compromiso funda­ mental de su cristianismo, viviría sin tantas cohibiciones, como viven los no cristianos. Obra, pues, de manera bien determinada, porque tiene un ideal específico: la perfec­ ción cristiana. Fiados en que es prácticamente lo que está viviendo, ha­ blamos al cristiano fiel de su ideal de perfección. No ha­ cemos más que formular una cosa que vemos está influyendo ya en su vida. No obstante, surge inmediatamente en él una reacción contraria. Después de tanto viajar, no ha em­ prendido todavía el camino. Falta el sincerarse de las píopías posibilidades, de cuál es la distancia de la meta, de su verdadero contenido. Se comprueba examinando más de cer­ ca el estado interior de un cristiano diligente. No tiene deseos de hacerse santo. El camino es traba­ joso. Arrancar costumbres telen asentadas, desprenderse de

afectos personales, es una tarea de mucho esfuerzo. Dios suele ocultar prudentemente, a los comienzos, gran parte de los sufrimientos que a cada uno esperan a lo largo del camino hacia la perfección. Si los revelara, aún los más fuertes perderían el ánimo. La pequeña porción de ellos que se conoce basta para arredrar a la mayoría. N1 siquiera comienzan. Muere en ciernes toda posibilidad de mejoramiento. Siempre el dolor haciendo de espantajo. Pero nada bueno puede esperar quien excluya los medios dolorosos, los únicos que existen. Siguen en el estado miserable a que les condena el des­ aliento. Es normal la reacción humana ante la dificultad. Mas no parece que sea ésta la raíz. Si lo que espanta fuera el camino, al cesar por el cansancio, quedaría un continuo recuerdo y una nostalgia Es la impresión que deja el bien lejano o inasequible. No trabaja el hombre, porque cuesta* Pero no deja de penar por tener que quedarse sin aquel te­ soro. En nuestro caso, no existe tal nostalgia. Se ve privado de la santidad, sin pena. Hay algo más grave e indigno: el buen cristiano no desea ser santo. Tal vez no haya reflexionado sobre esta ac­ titud inconsciente. Es una actitud más honda que la simple aversión a las exigencias del camino. Falta interés por la misma meta final. Carece de ilusión por el estado de san­ tidad. Pongámosle a prueba. Imagínese que, sin trabajo al­ guno suyo, de la noche a la mañana, se encuentra hecho santo. ¿Le alegra pensar en ese futuro personal? Le disgusta su nuevo estado. Al hacer el traslado mental y colocarse en la condición de las almas generosas, la vida se torna sombría y triste. Los santos no gustan de las cosas que al presente considera él su único entretenimiento. El hecho de ser perfectos les obliga a privarse de ellas, como a un alto dignatario no se le permiten ciertas libertades, que los demás gozan libremente. Esto agua la fiesta. Escri­ be Santa Teresa, bien experimentada: «Cosa« de regocijo, de que solía ser amiga, y de cosas del mundo, todo me da

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en rostro y no lo puedo ver» 1. «Estas personas perfectas ya todos los tienen debajo de loe pies los bienes que en el mundo les pueden hacer y regalos; los contentos, ya están de suerte, que, aunque ellos quieran, a manera de decir, no le pueden tener que lo sea fuera de con Dios» 2. Hemos descubierto la raíz del espanto: no poder gozar ya más. Al menos, así se lo imagina el que no tiene expe­ riencia del estado de perfección. ¡Si fuera solamente el ca­ mino! Un esfuerzo, aunque heroico, cualquiera es capaz de hacerlo. Pero no vale la pena esforzarse por obtener una manera de vida, en su opinión, indeseable. A costa de una vida triste, se conseguiría otra más triste y sombría. San Agustín, antes de convertirse, sintió también el vér­ tigo de pensar que se le acababa para siempre la legítima alegría 3. Impresión de meterse en un calabozo. ¿Cómo po­ dré yo vivir sin esto y sin lo otro?, se preguntaba a sí mismo desde dentro. «Esto y lo otro» encierra en cada in­ dividuo un contenido diverso. San Agustín se refería en concreto al placer cam al; para otro será el dinero que se apropia o retiene injustamente; o la amistad que pasa de raya; o la ostentación. Cada uno sabe mejor dónde le due­ le. En todos ellos, sin embargo, produce el mismo efectó destructor. Mata en ciernes el esfuerzo, y con el esfuerzo, la misma esperanza. No buscamos en San Agustín el testimonio de la dificul­ tad que sienten los espíritus desarreglados, al tener que abandonar sus goces. Serían casos de excepción. Por el con­ trario, hallamos en San Agustín y en Santa Teresa almas sinceras, que han tenido el valor y la habilidad de confesar lo que todos llevamos en la conciencia. Un estado de ánimo semejante deja a Dios desarmado. No le sorprende que el cristiano no avance por cobardía o debilidad. Puede Dios cogerle en brazos, y ahorrarle el 1 Relaciones, 1. - Camino de perfección, 6, 6. Confesiones, 8, 11, 2.

trabajo. Pero nada hace Dios, en ley ordinaria, cuando e! hombre ni siquiera permite ser llevado. ¡Cuántas oraciones,, tal ves con lágrimas, pidiendo insistentemente la santidad! Y Dios no parece escuchar la oración perseverante, contra su promesa explícita de atenderla siempre. Pero si escucha. Oye la súplica del hombre Interior que, desde lo más hondo,, ruega sin palabras por que no se lo conceda. Afortunada expresión la del poeta: €¿Cómo esperaré que de mi pena tibias las quejas toquen en tu oído, si con la lengua libertad te pido y con él corazón me gozo en la cadena? » 4 Dios no viene en socorro de nuestra miseria, porque la amamos. Pedimos liberación. Pero ese ruego superficial res­ ponde solamente a la necesidad de hacer un buen papel ante el público. Insinceridad. £1 público es de ordinario cada uno· para sí mismo, otra zona menos profunda de la misma per­ sona» El pecador (y lo somos todos, cada uno a su manera) no» imagina cómo se puede ser feliz sin su pecado. Por eso lo comete. Cuando proyecta con la fantasía una posible san­ tidad futura, vivida por él mismo, siente la angustia de una. situación forzada: una especie de cárcel, donde falta hol­ gura vital. Temores infundados. La estrechez se debe a que· el traslado mental a la extraña modalidad se ha efectuado· sólo parcialmente. Piensa en un santo partido por la mitad. Sería indudablemente violento. Se imagina a sí mismo prac­ ticando la vida externa y las renuncias de un santo. Es. fácil imaginarlo, porque más o menos todos saben en qué· consiste. Pero supone, al mismo tiempo, que esa vida deberá, vivirla con los sentimientos y el apego a las cosas que tiene actualmente, cuando aún no es santo. Es difícil imaginar un desprendimiento de que no se tiene experiencia. Los sen­ 4 Medrano. Al entrar en la adolescencia, pedía 8. Agustín: «Señor,, dadme la castidad y continencia, pero no me las concedáis ahora» (Confesiones, 8, 7. 2).

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timientos no se imaginan. Mucho menos, estando en vigor ei sentimiento contrario. Tenemos, pues, en la imaginación una vida santa de la siguiente hechura: apego inmenso a las cosas, con ganas de gozarlas por encima de todo; pero sin poder gozarlas de hecho, por ser santos. Es una combinación absurda. El Santo no apetece gozar de las cosas. Y sí surge el apetito, lo d i­ mina con sus convicciones interiores. Como nosotros no ten­ demos al homicidio. Si alguna vez se nos ocurre ejecutarlo, lo tomamos casi a broma y no hacemos caso de esa idea fugaz o apetito sin fuerza. Eso mimo le sucede al Santo con otras cosas más menudas, que nosotros juzgamos im­ prescindibles. Por otra parte, es normal la reacción del hombre. Se trata de una prueba más de su falta de lógica en un campo mucho más amplio. El hombre proyecta en todos los ob­ jetos el propio estado de ánimo. Son violentas y forzadas las acciones de los demás, cuando no conforman con los pen­ samientos y los deseos del que juzga. El seglar piensa que el convento es una cárcel. Y lo sería hacer vida religiosa con las ideas y preferencias de un seglar. Muchos sufren viendo un entierro, gustando Anticipadamente el propio do­ lor futuro, al ser encajado y cubierto de tierra 5. Incapaces de pensar que el otro no echa de menos lo que ellos tanto ansian. La dicha y la paz no son posesiones externas. Se encuentran en la armonía personal, es decir, cuando las acciones se amoldan a las ideas. Y esto es po­ sible en cualquier género de vida. Quien debe realizar una acción heroica, será desgraciado y digno de compasión sólo ·' El joven, al ver la vida más reconcentrada y solitaria que hacen las personas mayores, piensa que es aburrimiento, y teme por su pro­ pio futuro. He oído personalmente el comentario de unos niños ya mayorcitos, que veían a los profesores, después de las pláticas de Ejer­ cicios espirituales, pasear individualmente por el jardín. Momentos de cielo para un hombre de interioridad. He aquí el comentario de los niños: «por la ventana vemos a los Padres, que pasean aburridos». Es un juicio falso, pero una bonita expresión para conocer el interior de un niño, mientras pasea solo y en silencio.

en el caso de que tenga un ánimo vulgar. Las actividades más terribles son gratas y fáciles cuando el espíritu se aso­ cia. Escribe acertadamente Camus: «lo terrible de un en­ carcelado es que tiene pensamientos y aspiraciones de per­ sona Ubre». Sabido es que la mayoría de los dolores humanos hacen sufrir más durante el tiempo de espera que con su presen­ cia. Dios, que nos conoce bien, oculta en los diversos grados de la vida espiritual los futuros sufrimientos. Y no es por engaño, casi temiendo que la vista de la realidad desnuda acobarde a los decididos. Es, sobre todo, por ahorrar penas inútiles. Con el conocimiento anticipado del dolor futuro, sufrirías doblemente. Y con seguridad, más con la aprensión que con la misma realidad, porque ahora estás menos capa­ citado para soportarlo, que más adelante, cuando el Señor lo envíe de hecho. £11 miedo a la vida de santidad es infundado. Las angus­ tias que al presente produce el temor, no las causará la realidad. Y las que se encuentren también en la realidad, serán, sin duda, menores de lo que ahora puede estimarse, en el actual estado de ánimo. Vemos que, en definitiva, la negligencia se debe a una falta de estima por la santidad misma. Es cierto que se in­ terponen obstáculos. Pero son superables. Falta ilusión. l l á ­ meselo como se quiera, el contenido es siempre el mismo: voluntad con ideal. Si, después de unos años de penoso es­ fuerzo, se concediera el don de hacer milagros libremente, se encontrarían en abundancia almas generosas. Es algo que se desea y que atrae. No importa la aspereza del camino. La santidad interior, en cambio, no reviste ese carácter atrayente. Ilusión ( —voluntad rl- ideal), en campo sobrenatural, es obra de la fe. En la vida del cristiano establece el nuevo orden de valores, como ya hemos visto. Nada vale el mundo entero, comparado con el más pequeño bien del alma. Quien acepta la escala de valores ordenada por la fe, toma, nece-

.sariamente, una resolución: es el mercader que, habiendo hallado una perla excepcional, vende cuanto tiene, para po­ der comprarla. El cristiano está convencido, o debe convencerse, de que su plenitud, como hombre y como cristiano, consiste en ser« vir a Dios en conformidad con la perfección evangélica. Lo que cae fuera de esto, de nada aprovecha, antes daña. Que­ ramos o no, la felicidad y el equilibrio personal se alcanzan Tínicamente en la unión con Dios. Es la meta del hombre entero. Estamos en el punto de partida. No es mucho lo que se pide. Comenzar, al menos, con Armes aspiraciones. Seria ab­ surdo proponer ideales sublimes a personas satisfechas en su vileza, y con intención de no salir de ella. 2.—D eterminación

perseverante.

Venimos hablando de deseos, ilusiones. Pero, en lenguaje ascético, la expresión es insuficiente. Demasiado poco, para las penas que esperan. Con sólo el deseo, no se resiste. De­ masiado poco, para la meta que se busca. Si el cristiano cree que ésta vale lo que verdaderamente vale, no se con­ tentará con desearla. Hay que buscar otra forma, donde re­ salte más la eficacia de la actitud interior. Santa Teresa ha encontrado la idea y la palabra clási­ ca: determinación. Esa es la actitud fundamental del hom­ bre que piensa en mejorar sus relaciones con Dios, al des­ cubrir que se interponen algunas dificultades. «Ahora, tomando a los que quieren ir por él [el camino de la oración o santidad], y no parar hasta el fin, que es llegar a beber de esta agua de vida, cómo han de comenzar, digo que importa mucho, y el todo, una grande y muy de­ terminada determinación de no parar hasta llegar a ella, venga lo que viniere, suceda lo que sucediere, murmure quien murmurare, siquiera llegue allá, siquiera se muera en el

camino o no tenga corazón para los trabajos que hay en él, siquiera se hunda el mundo» 6. Asi se empieza. Parecerá demasiado. En realidad, se ahórra esfuerzo y la angustia continua de tener que irse de­ cidiendo a cada nuevo paso. Como su contemporáneo Her­ nán Cortés, Santa Teresa quema las naves. Equivale a emprender el camino del heroísmo. Trabaja con mayor em­ peño quien sabe que ya no puede volver atrás. Elimina de* una vez la ansiosa vacilación ante cada nueva dificultad.. No tiene que pensar si vale la pena afrontarla, o es mejor retirarse. Disminuyen, a i gran parte, las dificultades que provie­ nen del demonio. Se comprende. Su interés no está en pro­ vocar sufrimientos o esfuerzos del alma. Con eso, él no« gana nada. Le mueve la esperanza de hacer caer. En cuantopierde esta esperanza, se va retirando prudentemente, por­ que no saca ventaja alguna de que el espíritu despliegue sus energías. Le tiene poca cuenta provocar victorias del. hombre. Cuando ve que alguno está decidido a arrostrarlo· todo, teme ocasionar mayores méritos. Aunque debe interpretarse con cautela el silencio del de­ monio. No siempre es debido a desesperanza por su parte. Si no golpea la puerta, puede ser que se deba a que ha perdido la esperanza de que le abran. Pero acaso es porquela encuentra siempre abierta. En la determinación radica la cualidad definitiva para, llegar a la perfección: la perseverancia. Días buenos los tiene cualquiera. Meses enteros de fervor es ya cosa de* pocos. Años de empuje continuado no los concede la na­ turaleza a nadie. Les alcanzan únicamente aquellos que sa­ ben poner a máxima tensión las posibilidades de la gracia y de la voluntad. El tesón hace sobresalientes facultades* muy modestas. Se ha comprobado en la ciencia como en la santidad. La constancia eleva al cubo todas las buenas cua­ lidades humanas. Camino de Perfección,

21, 2.

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Pero es cosa rara. Ya hemos visto anteriormente que •entre los motivos que más influyen en la falta de cons­ tancia está la flaqueza de la fe. Si el buen obrar se apo­ yara en la fe, tendría larga duración, como la fe en que se apoya. Pero se confía al sentimiento, que también es constante en variar. O le sigue, y entonces cambiaría de conducta a cada momento. O, por el contrario, resiste, y -entonces los buenos deseos se quedan solos, sin tener quito los sustente. Sin ideas, la voluntad no toma el vuelo. Propósitos firmes, que después no se cumplen. No se con­ taba con las dificultades. Se hacen en el recogimiento de la oración, en un ambiente de fervor. Hay que cumplirlos en la vida desasosegada. El ajetreo borra de la mente los pensamientos, y del corazón el sentimiento, que movieron a formular tales propósitos. Ante la cruda realidad, siente la desproporción, y cede. Hay quienes, en lo más frío del invierno, prometen dor­ mir con la ventana cerrada y no beber un refresco el pró­ ximo verano. .Llega el verano y, ¡claro está!, no lo cum­ plen. Además, ahora creen haber obrado neciamente durante el invierno resguardándose tanto del frío, y hacen propósi­ tos de tener siempre la ventana abierta durante el invierno siguiente. Y tampoco lo cumplen, como era de esperar. ■ San Juan de la Cruz presenta la manera de remediar la falta de solidaridad del hombre consigo mismo. Desde lue­ go, es imprescindible superar esa condición. Se debe adqui­ rir un fuerte convencimiento, antes de tomar la decisión. Al llegar después la ocasión concreta, cumplir la decisión tomada, sin esperar a que en ese momento vengan a la mente todos los pensamientos consoladores que movieron a tomarla. A la hora de actuar, basta un lema de tono seco: «lo he prometido, y basta». Y llegamos al gran obstáculo, al barranco de la constan­ cia: los demás no toman en serio las cosas como yo. En mi empleo oficial, quisiera no robar. Pero ¿para qué?, si ese di­ nero que yo no cojo, se lo reparten entre los demás. Quisiera un poco de soledad; pero... veo que los demás siguen gozan-

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do en compañía. Comienzo a ayunar; y veo que el de al lado sigue comiendo con tanto placer como antes de que yo ayu­ nara. El influjo del ambiente en la vida del individuo es ili­ mitadamente superior a lo que de ordinario se piensa. Suce­ de que sólo raramente lo advertimos. No obstante, en el fon­ do, es el verdadero determinante de nuestro modo de obrar. La eficacia del ambiente en que uno vive es definitiva en la propia vida, fatal como una ley cósmica: «ioh, Señor y Dios mío, que la costumbre en las cosas de vanidad y el ver que todo el mundo trata de esto lo estraga todo!» 7. Dicen que el valor de un hombre se mide por el grado de soledad que es capaz de soportar. Estamos ante una de las ocasiones en que se necesita una buena dosis, si se desea hacer algo que valga la pena. Aquí no se lucha por parejas o en pelotones. Cada uno baja a la arena cargado con su propio e individual destino. No pretender que los demás hayan de llevar el mismo. Admiro al hombre que sigue la vía de su propia voca­ ción fiel a su programa personal. Pero le admiro, sólo cuando no se inquieta si los demás no le siguen. El afán de ser imi­ tado es una de las actitudes hondamente repugnantes. Aus­ teros, no severos. Duros consigo, no con los demás. Hemos de reconocer: si, cuando una de esas personas re­ nuncia a un apego, Dios suprimiera ese mismo objeto en la vida de todos los demás, tendríamos un buen número de minúsculos ascetas. Mas no se da esta salida. El cristiano es un héroe. Al héroe no le guía el ejemplo del grupo. El héroe sigue siendo una figura señera. 3.— N oche .

Las palabras de Santa Teresa citadas en el párrafo ante­ rior y otras de tono parecido han suscitado en algunos una idea falsa del camino que lleva a la perfección. A base de ellas, la fantasía figura el esfuerzo del alma generosa con 7 S. T e re s a , M oradas, II, i, 5.

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la imagen de un varón intrépido que, superando obstáculos* llega finalmente a ese punto remoto, que llamamos santi­ dad. Sería un largo y difícil proceso de expansión. La con­ quista gloriosa de un país extraño. No se trata, como pudiera creerse, de un viaje al polo,, sino más bien de un viaje al centro de la tierra. No longitud. Interiorización y profundidad. Va el hombre a encontrarse consigo mismo, con su miseria personal. No es la expansión imperial de la persona. Le obligan a internarse dentro de sí y convencerse de que no hay nada, de que nada puede. Y ésto es mucho más duro que el plan imaginado. Hay que aguantar a sangre fría. Si fuera a modo de combate con enemigos externos, se resiste más. Todo es cuestión de que comience a calentarse la sangre. Se requiere toda la determinación que indica Santa Te­ resa, y más aún, si bien ha de utilizarse de manera poco espectacular: determinación de soportarse miserable. Urge asimilar esta idea de las modestas apariencias de la santi­ dad, sobre todo incipiente. Héroes, pero en guerrillas. Se evi­ ta el riesgo de estar con los brazos cruzados, esperando la gran ocasión, para dar el golpe. Y mientras tanto, se pierden las verdaderas, las únicas oportunidades de santificarse. La ignorancia repite, ante la venida de Jesús al individuo, la actitud falsa de los fariseos, en espera de que el Mesías visite a la humanidad. No quieren creer que ya está presen­ te, porque aún no han visto las señales del cielo, truenos y eclipses, que ellos se figuraban. Desaprovechan la presente oportunidad, esperando la inexistente. Jesús les avisa: el rei­ no de Dios viene sin ruido; de hecho, ya se halla entre vosotros; abrid los ojos y aprovechaos. La advertencia vale para nosotros. La santidad es una catedral inmensa, pero construida a base de piedras menudas. Hay que ir lentamen­ te recogiendo y colocando éstas. La primera labor que impone la piedad, entendida coma cultivo metódico del espíritu, es desbrozar el campo. Se la denomina comúnmente «purificación». San Juan de la Cruz la llama «noche», nombre que se ha hecho también de usa

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corriente. Su finalidad primaria está en vaciar las facultades humanas de elementos extraños e incompatibles con la vi­ talidad divina que Dios quiere infundir, desarrollando plena­ mente la gracia y las virtudes. «Noche» deja entrever ya un poco la manera en que se realiza. Privación del propio objeto natural, que es la luz de cada una de las potencias y sentidos. Para disponerlos, Dios les somete a un período de autoclave. Sin luz ni aire. Así mueren todos los gérmenes del pecado. No es menester mucha reflexión para comprender la ne­ cesidad apremiante de esta medida radical. Es suficiente un examen en superficie. Dejemos de lado los sentidos ex­ ternos, que son sólo instrumentos en manos del hombre in­ terior. Son manejados por las pasiones. Por otra parte, las pasiones suelen ser un buen exponente del estado en que se puede hacer un diagnóstico acerca de la salud espiritual. Se las divide ordinariamente en cuatro: gozo, esperanza, temor y dolor. Es un mundo salvaje. Aprovechable como materia prima. No vale decir que con el tiempo se. domesti­ can. Sucede lo contrario. Quien no haya expresamente cul­ tivado ese campo, puede estar seguro de que produce casi todo malezas. Cuestionario excelente para un severo examen de conciencia: ¿adonde se orientan mis deseos, mis espe­ ranzas ; y de dónde nacen mis dolores y temores? San Juan de la Cruz ha vuelto momentáneamente del revés el espíritu de un cristiano fervoroso. No se fía de lo que dice cada uno. Quiere ver lo que piensa y siente por dentro, al obrar. Y las cosas cambian. En Subida>del Monte Carmelo, libro &, estudia la influencia del gozo o deseo en el hombre piadoso. En Noche Oscwra, libro 1, hace un reco­ rrido, superficial le llama él, descubriendo las relaciones del espíritu con los siete vicios capitales. Deben leerse directa­ mente tales capítulos 8. Hay muchas cosas enteramente ma­ las; y hay mucho mal en las mismas cosas buenas: en la comida, en la contemplación de la belleza natural, en Isa »Subida del Monte Carmelo, 3, cc. 18-45; Noche Oscura, 1, cc. 2-7.

s in c e rid a d

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prácticas litúrgicas, en los ejercicios mismos de penitencia. El alma utiliza lo bueno con abusiva independencia. La conclusión del Santo manifiesta la enfermedad a la que apuntaban los numerosos síntoma«. Por activa o por pasiva, todos se buscan a sí mismos. Con rodeos o sin ellos, todo desemboca en egoísmo. El espiritual trabaja cuando espera alcanzar algún provecho o gusto sensible. Si no ve la posibilidad de obtener con su acción una ventaja inmediata y palpable, empereza. Así somos por dentro. No voy a describir más en detalles las numerosas mise­ rias que imponen la purificación previa. Algunas han ido saliendo en capítulos anteriores. Otras referiré en los si­ guientes. Me basta suponer que el autoexamen concluye con esta confesión: en estas condiciones, no se puede intimar, ni se puede hacer nada; hay que buscar manera de poner remedio. Es ya una gracia sentir este primer toque de alarma que Dios hace sin estruendo. El hombre echa mano entonces de los medios que tiene a su disposición. Hay en él una especie de instinto religioso fundamental que le hace ver un primer remedio dé sus excesos en la privación. Y mejor aún, en la privación absoluta. No es sólo como penitencia. Piensa que, para domar una inclinación al vicio, hay que retraer tam­ bién la tendencia de los objetos circundantes y, entre ellos, de muchos buenos. Suspende momentáneamente usos legí­ timos, a fin de desarraigar abusos. Mortificación y privaciones. Son recursos primarios, por una ley fundamental. Esconden a la pasión su objeto, y la obligan a desembocar en el objeto de las potencias supe­ riores. Mayor es la eficacia de las privaciones, si se ejerce directamente en la voluntad. Ya vale mucho el esfuerzo realizado para vencer la repugnancia de las potencias in­ feriores a la mortificación. Cuando alguien se priva de con­ templar un curioso espectáculo, mortifica la vista, que se ve privada de su objeto. Pero sobre todo, mortifica la volun­ tad, que tiene que hacer el esfuerzo para no ir a verlo. Con estos ejercicios, repetidos, la voluntad toma nuevamen­ te)

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corriente, su finalidad primaria está en vaciar las facultades humanas de elementos extraños e incompatibles con la vi­ talidad divina que Dios quiere infundir, desarrollando plena­ mente la gracia y las virtudes. «Noche» deja entrever ya un poco la manera en que se realiza. Privación del propio objeto natural, que es la luz de cada una de las potencias y sentidos. Para disponerlos, Dios les somete a un período de autoclave. Sin luz ni aire. Así mueren todos los gérmenes del pecado. No es menester mucha reflexión para comprender la ne­ cesidad apremiante de esta medida radical. Es suficiente un examen en superficie. Dejemos de lado los sentidos ex­ ternos, que son sólo instrumentos en manos del hombre in­ terior. Son manejados por las pasiones. Por otra parte, las pasiones suelen ser un buen exponente del estado en que se puede hacer un diagnóstico acerca de la salud espiritual. Se las divide ordinariamente en cuatro: gozo, esperanza, temor y dolor. Es un mundo salvaje. Aprovechable como materia prima. No vale decir que con el tiempo se, domesti­ can. Sucede lo contrario. Quien no haya expresamente cul­ tivado ese campo, puede estar seguro de que produce casi todo malezas. Cuestionario excelente para un severo examen de conciencia: ¿adonde se orientan mis deseos, mis espe­ ranzas ; y de dónde nacen mis dolores y temores? San Juan de la Cruz ha vuelto momentáneamente del revés el espíritu de un cristiano fervoroso. No se fía de lo que dice cada uno. Quiere ver lo que piensa y siente por dentro, al obrar. Y las cosas cambian. En Subida\ del Monte Carmelo, libro 3, estudia la influencia del gozo o deseo en el hombre piadoso. En Noche Oscura, libro 1, hace un reco­ rrido, superficial le llama él, descubriendo las relaciones del espíritu con los siete vicios capitales. Deben leerse directa­ mente tales capítulos 8. Hay muchas cosas enteramente ma­ las; y hay mucho mal en las mismas cosas buenas: en la comida, en la contemplación de la belleza natural, en las » Subida del Monte Carmelo, 3, cc. 18-45; Noche Oscura, 1, cc. 2-7.

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prácticas litúrgicas, en los ejercicios mismos de penitencia. El alma utiliza lo bueno con abusiva independencia. La conclusión del Santo manifiesta la enfermedad a la que apuntaban los numerosos síntomas. Por activa o por pasiva, todos se buscan a sí mismos. Con rodeos o sin ellos, todo desemboca en egoísmo. El espiritual trabaja cuando espera alcanzar algún provecho o gusto sensible. Si no ve la posibilidad de obtener con su acción una ventaja inmediata y palpable, empereza. Así somos por dentro. No voy a describir más en detalles las numerosas mise­ rias que imponen la purificación previa. Algunas han ido saliendo en capítulos anteriores. Otras referiré en los si­ guientes. Me basta suponer que el autoexamen concluye con esta confesión: en estas condiciones, no se puede intimar, ni se puede hacer nada; hay que buscar manera de poner remedio. Es ya una gracia sentir este primer toque de alarma que Dios hace sin estruendo. El hombre echa mano entonces de los medios que tiene a su disposición. Hay en él una especie de instinto religioso fundamental que le hace ver un primer remedio dé sus excesos en la privación. Y mejor aún, en la privación absoluta. No es sólo como penitencia. Piensa que, para domar una inclinación al vicio, hay que retraer tam­ bién la tendencia de los objetos circundantes y, entre ellos, de muchos buenos. Suspende momentáneamente usos legí­ timos, a fin de desarraigar abusos. Mortificación y privaciones. Son recursos primarios, por una ley fundamental. Esconden a la pasión su objeto, y la obligan a desembocar en el objeto de las potencias supe­ riores. Mayor es la eficacia de las privaciones, si se ejerce directamente en la voluntad. Ya vale mucho el esfuerzo realizado para vencer la repugnancia de las potencias in­ feriores a la mortificación. Cuando alguien se priva de con­ templar un curioso espectáculo, mortifica la vista, que se ve privada de su objeto. Pero sobre todo, mortifica la volun­ tad, que tiene que hacer el esfuerzo para no ir a verlo. Con estos ejercicios, repetidos, la voluntad toma nuevamen­ te)

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te las riendas de la persona. Y, cuando la voluntad manda» hay esperanzas de más pronta salud. Basta después hacer que la voluntad vaya a Dios, para que tengamos en El toda la persona. Pero aquí encontramos precisamente la insuficiencia de los remedios anteriores. Se mortifica el hombre, pero sola­ mente en las pasiones. Es la voluntad lo que interesa tener libre, pues en la voluntad se realiza sobre todo la unión con Dios. Y de ordinario se mantiene muy señora, aun en momentos en que parece flexible por el trato despiadadoque depara a las potencias inferiores. La voluntad escoge los puntos que quiere purificar, y elige también el modo dereformarles. Siguen intactas todas aquellas pasiones en que la voluntad, por complicidad inconsciente tal vez, no h a clavado el bisturí. Y, sobre todo, queda ella misma, como dueña y señora ae orientarse hacia donde más le agrade. En definitiva: mucho desorden en lo inferior, y sin comen­ zar el arreglo de las facultades superiores9. Una cura, que lo sea de verdad, ha de venir de fuera. Se llama purificación pasiva Dios interviene y, además de una gracia especial, prepara las ocasiones de ejercitarla. La pu­ rificación pasiva presenta, en su realización concreta, las. más variadas formas. Atención se requiere, a fin de que no vina Providencia. Se trata siempre de un dolor, no esco­ 9 Vivía tranquilamente en París un anciano, sin haber salido una sola vez de la capital, durante sus ochenta años de vida. Le fué orde~ nado de parte del Rey que continuase del mismo modo el resto de sus días. Inmediatamente sintió la necesidad de salir a ver la campiña y dar una vuelta por fuera. Lo cuenta San Francisco de Sales, Tratada del amor de Dios, l. 8, c. 5. Se ve que es más difícil obedecer que mortificar la curiosidad. Es un fenómeno de experiencia cotidiana. Una persona que, por devoción, hace diariamente dos visitas al San­ tísimo desde hace veinte años. Le manda un superior que en adelante haga al menos una todos los días. Al día siguiente ya le resulta un precepto intolerable; no encuentra tiempo para hacer ninguna. ¿Y las protestas, cuando obligan a privarse de algo que de hecho nunca fie había usado? De las almas no probadas escribe San Juan de la Cruz: «o mudan, o añaden o varían lo que les mandan, porque les es aceda toda obediencia acerca de esto». Noche Oscura, l, 0, 2.

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pase inadvertida ninguna oportunidad ofrecida por la digido por el alma, sino impuesto desde fuera. Enfermedades: dolor físico, que con frecuencia descon­ cierta simultáneamente el interior del espíritu, y pena moral de sentirse inútil y causar molestia. Abandono: amigos y persona« queridas, por ingratitud o por muerte. Palta de gusto y sentimiento: tiene que obrar por pura convicción, sin recompensa humana ni consuelo divino. Soledad del corazón: esa rara virtud, que aun entre los Santos ha habi­ do pocos que la hayan practicado hasta el fondo. Proxi­ midad de una persona desagradable: su manera de pensar, de obrar, te resulta sencillamente un martirio prolongado. En ñn, la obediencia: a cambio de una seguridad espiri­ tual absoluta, te exige un olvido de ti igualmente absoluto. Es la convivencia uno de los medios que Dios utiliza con mayor frecuencia e intensidad, para efectos de la pu­ rificación pasiva. Se ha hecho célebre el texto de San Juan de la Cruz. Habla de convento o monasterio, porque es­ cribía a un religioso en concreto, y porque es una manera de vida en que el principio tiene constante aplicación. Pero sucede otro tanto en la vida de familia o sociedad. «Para obrar lo segundo y aprovecharse de ello, que es mortifica­ ción, le conviene muy de veras poner en su corazón esta verdad, y es que no ha venido a otra cosa al convento sino para que le labren y ejerciten en la virtud, y que es como la piedra, que la han de pulir y labrar antes que la asien­ ten en el edificio. Y asi, ha de entender que todos los que están en el convento no son más que oficiales que tiene Dios allí puestos para que solamente le labren y pulan en mortificación, y que unos le han de labrar con la palabra, diciéndole lo que no quisiera oír; otros con la obra, ha­ ciendo contra él lo que no quisiera sufrir; otros con la con­ dición, siéndole molestos y pesados en si y en su manera de proceder; otros con los pensamientos, sintiendo en ellos o pensando en ellos que lo estiman ni aman. Y todas estas mortificaciones y molestias debe sufrir con paciencia inte­ rior, callando por amor de Dios, entendiendo que no vino

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a la Religión para otra cosa sino para que lo labrasen asi y fuese digno del cielo» 10. ¿Quién no se encuentra diariamente con alguno de es­ tos puntos? Cada uno a su manera, sin excepción. Pero en ello consiste la purificación pasiva, es decir, lo que el in­ teresado puede advertir de ella. No hay por qué imaginarse contemplaciones o cosas raras. El reino de Dios no ha de venir con estrépito. Obra con estos medios ordinarios que tiene a mano. Por falta de apariencias, que pregonen su presencia, muchos no saben aprovechar las oportunidades de purificación pasiva. Por haberse formado una idea falsa de ella, rechazan estos medios ordinarios con que Dios quie­ re llevarla a cabo, en espera de algo más visible. Es San Juan de la Cruz quien ha dado la doctrina, hoy de dominio público, en torno a las noches. El ha motivado también la falsa idea que tienen muchos. No el Santo, sino una lectura poco inteligente. Ha escrito un libro, donde se reúnen, separados de la vivencia concreta, todos los ele­ mentos de purificación que intervienen en las almas 11. El Santo advierte que es una abstracción metodológica. Pero el lector no hace caso, y sigue deduciendo conclusiones: todos esos elementos se dan en cada una de las almas, se presentan juntos, y además separados de toda otra reali­ dad. Conclusión: la presencia de la noche se advierte a dos leguas. Y esto no lo dice San Juan de la Cruz. Las pruebas que la Providencia va diseminando en la vida del individuo son el remedio. Su eficacia no puede com­ pararse ni sustituirse con voluntarias mortificaciones. Es un error quejarse de la enfermedad, porque no permite ayunar. La purificación pasiva, como todo ejercicio intenso y efi­ caz, es dolorosa y no deja ver por entonces sus buenos efectos. Al salir de ella es cuando se nota la mejoría. El espíritu siente una frescura matinal. Como el que sale de io cuatro avisos a un religioso para alcanzar la perfección, n. 3. Noche Oscura.

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una mazmorra a la pura luz del día. Aire, luz, espacio, todo le causa gozo intenso. No siente el cuerpo. Ni la ley, ni el sacrificio, antiguos verdugos. Después de haber palpado la propia miseria, se siente cambiado. Es otro. Al cambiar la persona que lo contempla, cambia necesariamente el pai­ saje del mundo circundante. Todo viene holgado. Se ve un acierto del Creador, en el conjunto y en los detalles. Frutos espirituales son: el anonadamiento personal, el abandono confiado en Dios. Allí se aprende a vivir de solas fe, esperanza y caridad. Ya hemos descrito lo que es una vida a base de ellas. La humildad es ordinariamente uno de los frutos más apetecibles que se recogen en el período de purificación o noche. Las circunstancias obligan al hombre a conocerse. Pero no es el conocimiento mismo lo que interesa. El solo te coloca en presencia de tu indigencia, de un destino per­ sonal no conseguido aún. Lo importante es reconocerlo. Lo llamaremos en adelante sinceridad. Es la disposición de ánimo que regule el trato con los demás hombres, con Dios y consigo mismo. Del todo indispensable a quien busca las alturas. 4.— L ey y co ncien cia .

Hablan los Santos de grandes infidelidades en su vida espiritual. Sin más, las estimamos nosotros ponderaciones hiperbólicas. Acaso tengamos razón. Pero, a través de esa mano tosca con que les juzgamos, se descubre una actitud nuestra, ya que, naturalmente, les medimos con nuestra propia medida. Y, con la gracia y la fidelidad que yo poseo, son ciertamente escrúpulos de colegiala esas finuras de es­ píritu que tanto preocupan a las almas santas. Lo serian sin duda para mí. Voy a cambiar la perspectiva de esta aproximación. En lugar de juzgar la actitud de los Santos con el criterio nues­ tro, intentemos juzgar nuestra actitud con el criterio de los Santos. Ellos tienen el criterio teológico, nosotros el jurídi-

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co. Se trata de medir la fidelidad de un alma a sus deberes religiosos con Dios. Unidad de medida es, para el hombre ordinario, la ley positiva. Pero no siempre. Si una convicción interior sua­ viza la exigencia de la ley externa, no se cree obligado a cumplir ésta. Prescindiendo de ella, piensa hacer un acto de sincera fidelidad a su conciencia. Pero es más frecuente el caso contrario. La conciencia pide mucho más, o un poco más, que la ley positiva. Entonces el hombre apela a la ley contra las pretensiones exorbitantes de la propia concien­ cia. Y, como la ley no le obliga a tanto, logra acallar la conciencia, y queda satisfecho. A la hora de examinar ei grado de su fidelidad, tiene en cuenta únicamente la ley positiva. No se le puede pedir más. Insinceridad radical, ya en este primer principio. Cuan­ do la ley pide menos que la voz interior, el espíritu de co­ modidad dispensa de seguir la voz de la conciencia. Pode­ mos suponer que a idéntico motivo se debe la excusa, por otra parte legítima, de seguir la ley cuando la conciencia no obliga a tanto. Es una reserva táctica. El ser muy fran­ cos y sensibles a las voces interiores expone a tener que emprender acciones heroicas. La conciencia individual no tiene límites en sus peticiones. Sólo la ley puede ahuyentar este peligro, pues elude poner lo heroico como norma. Ha­ bla para todos, y lo heroico es cosa excepcional. En el inte­ rior alguien protesta. Pero, a fin de evitar complicaciones, decidimos estar contentos con la ley externa. Con esta psicología se acerca el hombre ordinario a los santos. Contempla solamente la santidad ya conseguida. No comprende cómo esas almas delicadas pueden poner más interés y cuidado en corregir detalles, que él en evitar el pecado mortal. Siente compasión por los Santos. Algo pa­ recido ai sentimiento que suscita en el vulgo ver al espe­ cialista afanarse en desintegrar las cosas que ese vulgo sólo maneja en bulto. La divergencia entre el modo humano de apreciar y ei del Santo radica en ei diverso criterio que a cada uno gula.

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Para el primero, norma definitiva es la ley positiva hamana. Toda ella, pero sola ella. El santo añade la con­ ciencia, no solamente como intérprete de esa ley, sino como fuente de nuevas obligaciones individuales. Considera a la ley un primer estadio, en que el hombre modela sus ras­ gos comunes. Quedan los matices individuales, sugeridos a continuación por la conciencia. Sin cumplir esta segunda parte del programa, no se podrá nunca llenar una vo­ cación. Bien sabemos que el que cumple toda la ley cristiana es un santo. Y no habría por qué hablar de exigencias ulte­ riores de la conciencia. Pero el criterio de esas personas re­ misas no es la ley cristiana, sino que se limitan a la ley positiva humana. Son los preceptos y normas de la Iglesia, las ordenaciones peculiares de su vocación exterior concre­ ta. Todos ellos dados en forma concreta, para toda una co­ munidad. Los cumplen escrupulosamente. Y es relativamen­ te fácil llegar a observarlos. Pero hay diferencia de ley a ley. El fariseo cumplía la ley al detalle. No obstante, en la mente de Jesús, que esboza aquella figura, no ha comen­ tado a cumplir la verdadera ley. La Iglesia señala con fre­ cuencia el umbral inferior de los preceptos evangélicos, sin cortar mínimamente su alcance positivo. Los que hablan de cumplimiento de la ley, no piensan en la ley evangélica. Esta es ilimitada, y no se llega nunca a cumplirla del todo: caridad, desprendimiento, esperanza. Son leyes rigurosas del cristianismo. Pero más exigentes que cualquier conciencia, porque no ponen límite alguno. A la ley evangélica clama la conciencia, cuando pide más que el cumplimiento de eso que suele llamarse la ley, y que es so­ lamente una de sus partes. Por la ley evangélica se guian los Santos. No tienen, pues, escrúpulos, sino ansias de ser verdaderos cristianos. En la prolongación individual de la ley humana está el conseguimiento del ideal. No por ser individual es faculta­ tiva. La ley concreta pone determinadas condiciones, ge­ neralmente externas, para que el espíritu pueda fácilmente

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encontrar a Dios. Con frecuencia es negativa, y su letra se­ ñala entonces el umbral ínfimo de lo tolerable. De todos modos, como ya hemos dicho, raramente obliga a heroísmos. Y, sin embargo, el camino de la perfección obliga a fre­ cuentes heroicidades. No provienen de la ley. ¿Quién los pide? Dios, que puede dar más gracia y consiguientemente exigir también más que la ley común. La nueva gracia y la nueva exigencia se convierten entonces en la medida de la correspondencia y fidelidad del individuo. El público ex­ traño seguirá juzgando a tenor de la ley general. El inte­ resado no puede lealmente admitir un tal criterio, aunque todos le defiendan. Lo mismo que el hombre vulgar tiene flaquezas frente a los graves preceptos de la ley, el Santo las tiene frente a la gracia y exigenna ulterior que dentro se le concede. Re­ acción natural es que sienta hondamente la disconformi­ dad. La falta es menuda, pero también el punto de referen­ cia se ha afinado extremadamente. Lo definitivo no es ya. la categoría de grave y leve. Rigen estas otras: Dios quiere, o· se digusta. «Pues resúmome en que el que tuviere amor verdadero* y perfecto de Dios, tendrá grandísima vigilancia y cuidado con todo lo que Dios manda; que el siervo de Dios, comodice San Jerónimo, no mira lo que le manda, sino quien se lo manda; y pues es cierto que no hay Dios pequeño,, no debe tener mandamiento pequeño, aunque entre ellos haya su diferencia; y el alma que tiene perfección le hace tan gran peso decir: Dios gusta de ello, Dios quiere esto,. Cristo lo manda, que sin reparar qué sea ello en sí, lo hace todo con igual gana y prontitud; pues en todo debe ser Dios obedecido por infinitas razones» 12. Las almas delicadas reconocen sus flaquezas. Perciben la ley superior que llevan dentro, y confiesan faltar a ella en ocasiones. Nosotros, con el fin de cortar de raíz el remor12 P. A ravalles , O.

C.

D.,

Tratado de Oración,

c.

10.

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¿5$

dimiento de esas caídas, excluimos la existencia de esa ley interior. Es condenarse a la miseria. I¿a ley grabada en el es­ píritu es la voz de Dios que indica a cada uno en particu­ lar su personal vocación 13#Al rebelarse contra ella, el in­ dividuo se empobrece y queda reducido a formas mostren­ cas. Dios prefiere que el cristiano admita esa vocación y deber ulteriores, aun cuando sean una fuente de infidelida­ des. Es más grave negar la existencia de un llamamiento^ porque no se desea cumplirle. Abominación incomparable; falta de sinceridad. Jesucristo prefiere, sin titubeos, la con­ ducta del publicano, consciente del abismo que media entre el deber y la conducta. Y, como Cristo, lo prefieren todas las almas sensibles. 5 .— F idelidad sü pr e m a .

No es raro que la propia conciencia reprenda, cuando el extraño alaba sin reservas. No coinciden en el juicio mo­ ral que merece la conducta concreta. El prójimo la cree tal vez heroica, por lo menos laudable. El interesado siente ha­ berse quedado muy por debajo del deber. ¿A quién hacemos caso? Hay un principio de experiencia, que da ya formulada la respuesta. Pudiéramos enunciarlo del modo siguiente: Uno cree a los demás perfectos, cuando ejecutan o poseen todo aquello que quien juzga desearía poseer y ejecutar para obtener su propia perfección. Mas no hay dos hombres igua1:t La santidad propia de cada uno está en el cumplimiento de su vocación personal. Esta nadie la conoce mejor que él, pues la con­ ciencia la sugiere. No basta la ley general. Esta es una, y las voca­ ciones son tan numerosas como los hombres. La ley dice una mitad, lo mostrenco. Lo peculiar lo lleva dentro el interesado. Puede pedir consejo, cuando en el interior reina oscuridad, pero no en las cosas que se ven claras. Si lo pide, debe advertir lo que siente dentro. Aun suponiendo que las acciones sean fruto de la obediencia, queda en ellas una última configuración, que sólo la persona misma puede darles.

les. Tenemos, por consiguiente, que el juicio de la mayoría no garantiza la bondad de la conducta. Es un principio que el hombre aplica inconscientemente al juzgar, sean cosas humanas o divinas. El mendigo pien­ sa que el rico está ya satisfecho, y no le queda nada por desear. La razón es que posee el rico todo lo que el tai mendigo desea actualmente. Tal vez el rico no piensa en lo que tiene ya, y le quedan mayores ansias sin llenar que al mismo pobre. El coche de lujo le contenta menos que al mendigo sus zapatos rotos. El seglar juzga con frecuen­ cia perfecto a un religioso que, conservando un poco su dignidad, conquista simpatías y regalos en sociedad. ¿Qué otra cosa sueña ese seglar? Pero bien sabe el religioso que no encuentra en ello, aunque todos le alaben, su perfec­ ción, ni su felicidad. La vida te irá convenciendo de que son muy pocos los que miran por tu bien. Menos mal que la Providencia di­ vina guía todo a bien de los que sinceramente quieren ser­ virle. Sólo un ejemplo entre muchos. Supongamos un re­ ligioso o un hombre que descuella en cualquier especialidad: escritor, profesor, pintor, propagandista, químico. Ha de pa­ sar su vida entera, con todo el alma, volcado en este me­ nester, como si fuera solamente un caretón social, sin un fondo lleno de exigencias religiosas personales. A su alre­ dedor todos le aplauden y le creen feliz, porque realiza lo que piensan ellos, lo que quieren ellos. No le dejan respirar. Si de tales admiradores dependiera, la grandeza suprema de ese gran hombre consistiría en no levantar cabeza de la ocupación deslumbrante. Llegan a considerarle algo así como una máquina a servicio del público. Sin alma personal, que tiene muchas otras exigencias que llenar. Eso nadie lo ve. Si interviene la obediencia, está salvado. Pero entonces no son los hombres bienhechores, sino Dios, que acepta la esclavitud del especialista. Lo advierte San Agustín: «Tam­ poco los que me urgían obraban bien; antes todo el bien que recibía me venía de ti, Dios mío; porque ellos no veían otro fin a que yo pudiese encaminar el conocimiento que

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me obligaban a aprender sino a saciar el apetito de una abundante escasez y de una gloria ignominiosa» u . Lo más ordinario es que no sea la obediencia quien aprueba u obliga, sino el mundo circundante irresponsable. Si la opinión ajena desaloja y sustituye la propia convic­ ción: insinceridad. Se pagan las consecuencias. Una persona mortificada se priva de cualquier comodi­ dad o placer terreno, acaso permitido por la ley común, por­ que tiene comprobado mil veces que le hace daño. Sufre en dejarlo. Sigue deseándolo, > procurará por todas las vías que un amigo o consejero, o las mismas circunstancias la obliguen a gozar de aquel alivio. Lo vuelve a aprovechar ávidamente, en cuanto otro se lo dice. Y no cede por some­ ter su juicio. Es que quería gozarlo. Como la conciencia se lo prohibía, ha procurado que otro cargara con la responsapílidad. Así cree quedar resguardado contra la insurrec­ ción de la propia conciencia15. De la repercusión de este fenómeno en el mundo moral nos habla la Teología. Muchos, que no quieren pecar, qui­ sieran, sin embargo, gozar de toda la materialidad del pecado. Y verían con gusto una violencia superior o una incursión por inadvertencia. De menor alcance, a esta mis­ ma especie pertenece la tendencia que hemos visto en las almas piadosas. Quisieran ayunar, pero al mismo tiempo quieren que una persona extraña (por ejemplo, un Supe­ rior) no se lo permita, antes las obligue a comer más y mirar más por su salud. Piden a Dios sufrimientos, porque saben que es un deber el pedirlos; esperando que Dios se contente con la buena voluntad y no lleve el negocio ade­ lante. 1*Confesiones, 1, 12. 15 Cfr. S. A g u st ín . Confesiones, 10, 31. La pobre alma, dice el Santo, goza cuando las cosas no están claras. Con ello se prepara una futura a$x>logía. Habla en concreto de la gula. Deseaba el Santo tomar lo necesario a la salud, no al placer. Su alma se alegraba en el fondo cuando no se distinguían bien las fronteras, y podía de este modo sa­ tisfacer al placer impunemente, con pretexto de salud.

¿Y si la obediencia aprueba? Si la obediencia toma la. iniciativa, no hay lugar a vacilaciones: hacer lo que ella, manda. Lo grave es que muchas veces la obediencia sola* mente permite y condesciende a los ruegos del interesado. Quien da el permiso o el consejo, lo concede sin tener una idea exacta de la verdadera situación interior. ¡Con cuánta pena se hace una concesión indulgente a quien uno ima­ gina que no debería pedirla! No tiene datos suficientes, y condesciende. Si el consejero conociera el estado interior,, llegaría a la misma conclusión a que ya le está obligando la conciencia al interesado: que debe ser más generoso, y no^ buscar subterfugios16. No interesa la aprobación interesada. Nada se salva con ella. Procurar que otro lo aconseje equivale a hacerlo sin. consejo de nadie. Cada uno debe cumplir su propia voca­ ción, sin atender a las aspiraciones ajenas. Santa Teresa, es un modelo de inquieta fidelidad a los avisos de la con­ ciencia. En su vida realiza la finura de esta preciosa cualidad. Y lo ha dejado escrito. En sus años de tibieza interior, se encuentra rodeada de personas que la juzgan ya santa. Y se lo dicen. Pero si­ gue convencida de que casi no ha comenzado aún a cum­ plir su destino personal: «Como me veían con buenos deseos y ocupación de oración, parecíales hacía mucho; mas en­ tendía mi alma no era hacer lo que era obligada por quien debía tanto» 17. Sus jueces entonces, y hoy nosotros, decimos que esa inquietud es injustificada; cumple bien con su deber. Xa Santa afirma que ella es infiel. ¿Quién lleva la razón? Los resultados hablan a su favor. De hecho, Santa Teresa está ligada y no adelanta por causa de esos defecto« que ella pondera, y que sus jueces consideran inexistentes: «Qui­ siera yo saber figurar la cautividad que en estos tiempo«·’ traía mi alma, porque bien entendía yo que lo estaba y lfi C fr. S . T e re sa , Vida, 8. 11.

Camino de Perfección,

10, 7.

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no acababa de entender en qué, ni podía creer del todo que lo que los confesores no me agravaban tanto, fuese tan malo como yo lo sentía en mi alma» 18. Santa Teresa ha sentido la invitación apremiante de la gracia a cosa« que no realiza. Muchas, muchísimas veces, no ha seguido el llamamiento, ha sido infiel a la gracia. Pero nunca, ni por un solo instante, ha sido infiel a esa otra gracia que, desde dentro y contra todos, le denun­ ciaba su responsabilidad. Sinceridad de temple. Se condena a sí misma generosamente, contra la opinión universal que la absuelve por completo. Es débil, pero tiene la fuerza de reconocerlo. 6.—S inceridad

y escándalo.

Hay que elegir: o ser buenos, o sinceros. Extraño di­ lema entre cosas que uno quisiera poseer juntas. En teoría, no existe la disyuntiva. Mas la situación concreta fuerza muchas veces a escoger una de ellas, abandonando la otra. Los hombres no son siempre criterio de verdad cuando alaban. Contra su opinión favorable la conciencia vitupera. Sucede también lo contrario. Los hombres condenan, cuan­ do el espíritu se siente fiel a su vocación. Una obra buena, seguida de un mal comentario. Aquí vienen los «escánda­ los» de las almas piadosas. Puede el heroísmo y generosidad de una persona susci­ tar enojo en los cobardes que no esperaban de ella tales excesos Aquí no hay lugar a duda. Lleva toda la razón. Los reparos ajenos son pequeños obstáculos en su camino de ascensión a la santidad. Dificultades, tentaciones, o como se quiera calificarlo. No plantean otro problema que el de su­ perarlas. Se presenta normalmente a todos los que em­ prenden decididos la subida del monte de Perfección. Como remedio, basta el ánimo. '» Vida, 8, 11.

Imaginemos ahora la situación contraria. Se esperaba de ti más de lo que rindes. Se trata de un aflojamiento motivado. El escándalo de tus jueces no carece de funda­ mento. Tu conducta también lo tiene. A esta dificultad, nada teorética, venia yo. Escoge. Tal vez el comportamiento que de ti esperan es obje­ tivamente más perfecto. Pero estás viendo a toda luz que el interior pide otra cosa distinta. No importa que en si misma sea más imperfecta. La opción se propone entre es­ tos dos extremos: ¿haces la obra mejor, o haces la que debes? Sabe la persona que, si complace al espectador, obrando» según el protocolo, comete una hipocresía. Le consta, por otra parte, que, obedeciendo a su conciencia, causará extrañeza y escándalo. No hay otra salida: se debe dax el pe­ queño o gran escándalo. Sin culpa suya, porque no es de­ bilidad, sino fidelidad heroica. Sin culpa de los otros, por­ que no dan más de sí en esta ocasión. No han pensado que la santidad oficial da mucho margen para situaciones con­ cretas del individuo. Es inevitable: a esa alma fiel todos la creerán imper­ fecta. Limitaciones humanas. Ha de soportarlo, sin pensar en justificarse. Silencio frecuente en la vida de los San­ tos. Sólo más tarde y en casos relativamente raros se ha corrido el velo de apariencias pobres que ocultaba riquezas inimaginables. La solución definitiva sería explicarse, es decir, excusarse ante esas personas. Pero este remedio lo excluye frecuente­ mente la caridad. A muchos hemos visto aflojar un poquito en el rigor ascético, pero cuidando muy bien de advertir que lo hacen por no distinguirse. Sabe muy mal que uno de estos ascetas hable con nosotros, sin voluntad, de depor­ tes, y nos haga saber delicadamente que lo hace por cari­ dad, por hacerse todo a todos. Desde ese mismo momento» su caridad me proporciona una molestia insoportable. Es decir, ya no es caridad. Prefiero que me deje solo y en si­ lencio.

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El heroísmo de las almas sinceras está en condescen­ der sin esfuerzo, ni violencia externa. Están convencidas de que su mejor modo de obrar en tal situación es ése, y le siguen. No sienten la necesidad de hacer saber a nadie que están dispuestos a seguir la ley más rigurosa cuando se lo pida la conciencia. Ya saben ellos que es así, y esto les basta. ¿Para qué publicarlo? Me alegran las relajaciones de esos hombres que condescienden con espontaneidad. Admiro su fuerza de ánimo frente al público miope. Son pocos y sue­ len vivir ocultos. No hay peligro de terminar en una autosuficiencia des­ pectiva hacia las opiniones de los demás. Hay algo dentro de cada uno, que le dice cuándo resiste a las críticas por testarudez y orgullo, y cuándo por fidelidad a una ley per­ sonal. 7.—Estamos

ricos, somos pobres.

Temo que alguien adopte injustamente una actitud hos­ til ante el prójimo. Vemos que acusa cuando debiera alabar, y al contrario. Este hecho podría ser causa de menospre­ ciar su juicio. Achacar a error ajeno lo que es defecto propio. Pero no se equivoca siempre, ni siquiera la mayor parte de las veces. Revela con frecuencia defectos existentes, o alaba con razón. También estas verdades suelen ocasionar desorden y alboroto. Pero entonces la culpa ya no es de quien lo advierte, sino de quien lo siente. Las miradas aje­ nas revelan estratos que la persona debiera conocer. De hecho no los ha investigado nunca. No se conoce a sí mis­ ma. De ahí la sorpresa y el consiguiente disgusto o ilusión infundada. Será el mejor principio ponerse en claro acerca del in­ ventario de posesiones personales. Saber lo que es propio, y lo que es prestado. Por falta de luz en este tema culmi­ nante, la conducta es con frecuencia una farsa. Existe el convencimiento interno de que todo lo que tiene es propie-

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dad. Por otra parte, la ascética le obliga a decir que de suyo no posee más que miseria. Con esta condición inte­ rior, no se sabe cómo obrar en la práctica. Una alabanza merecida aturulla, imponiendo una disyuntiva entre reco­ nocer el bien realizado, y conservar la humildad. Faltan ideas claras. Santa Teresa ha encontrado la fórmula, la única fórmu­ la. de la verdadera humildad cristiana. Brevísima. Junto a ella, palidecen las exposiciones que otros han hecho en libros enteros. Se contempla a sí misma con naturalidad, sin asustarse de nada de lo que encuentra: «Y es cosa muy cierta que mientras más vemos estamos ricos, sobre conocer somos pobres, más aprovechamientos nos vienen, y aun más verdadera humildad» 19. Pocos han reparado en la maravilla literaria y doctrinal de esta frase. Con razón es Maestra de lengua clásica y de vida interior. Estamos ricost somos pobres. Estamos ricos: dones abundantes de naturaleza y de gracia. Acaso favores místicos. Se puede añadir en esta sección cuanto se quie­ ra. Los tenemos nosotros, pero es solamente un estado. Como estoy sano, y puedo enfermar; estoy alegre, y dentro de unas horas cambio. El estado lleva inseparable el carácter de contingencia. De nuestro natural, somos pobres. Lo per­ manente y sustanciado es en nosotros la pobreza. Condi­ ción inmutable: somos pobres. Cambiar lo que somos, sería destruirnos, y hacer otros hombres diversos. Con el «estamos» aplicado a nuestros valores, Santa Te­ resa da la impresión de dejarlos prendidos en el aire, a punto de perderse por un descuido. Desde luego, son siem­ pre ajenos, a merced de algún extraño. El «somos» que de­ signa nuestras relaciones con la miseria, parece clavárnosla en el fondo del alma, como espina allí nacida, como triste herencia inalienable. En este principio está la clave de la santidad y del equi­ librio personal. Basta saber manejar el resorte en los acón1» Vida, 10. 4.

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tecimientos. Santa Teresa lo hizo con maestría. Liega la hora del triunfo merecido: alabanzas y aplausos de todas partes. Sin inmutarse ni enturbiar los ojos, responde desde dentro: somos ricos. Viene el momento de palpar con la mano la propia miseria, agravada por el desprecio y el re­ proche ajeno. No la coge de sorpresa: somos pobres. Esta es la verdad cristiana. No necesita disimular arti­ ficiosamente sus miserias o sus grandezas, para encontrar el equilibrio. Solución sencilla al delicado problema de la humildad. El acierto en la expresión la deja pegada al oído como un estribillo melodioso: estamos ricos... somos potares... Con aclarar las ideas, aún no está conseguida la humil­ dad. Esta seguirá siendo materia difícil de conseguir. Pero al menos los esfuerzos llevarán rumbo. Da pena ver tantas invenciones antinaturales excogitadas con el fin de encon­ trar la solución de este problema. Ingeniosidades inútiles. La experiencia enseña que se buscan pecados o defectos inexistente para conservar la humildad. Y no soportan que otros les revelen los verdaderos, y los encubren de nuevo, si topan con ellos. Un examen, al estilo del que hace de sí mismo San Agustín en el libro 10 de las Confesiones, es suficiente para convencerse sin violencias de que verda­ deramente «somos pobres». Tal vez sea imposible hacerse una idea exacta de la sinceridad, antes de haberla visto encarnada en algún in­ dividuo sincero. Uno de los grandes regalos que puede ha­ certe la divina Providencia es colocarte al lado de una de esas personas. Es una cualidad que matiza su vida entera. Vamos a fijarnos en una sola de sus manifestaciones: la facilidad con que reconocen y confiesan sus propias de­ bilidades. Cuando las circunstancias lo aconsejan, narra sus tropiezos. Le creemos y, sin embargo, en nada amenguan ante nuestros ojos su figura gigante. En la actual confe­ sión sincera, arrepentida sin aspavientos, se ve que aquello ya no es suyo, ya pasó. Es más: descubrimos, a través de la materialidad de los defectos, que hay allí una profunda mina de bien. Esa alma ha contemplado su interior con la 11

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mirada imp&rcial de un extraño y, al mismo tiempo, con penetración de autor. Selecciona los elementos productivos, guardándolos cuidadosamente. El resto, salvao o escoria, lo aventa fuera, a los ojos del público. Los ignorantes opinan: arroja salvao en abundancia; es prueba de que hay mucho dentro. Los más sensatos dis­ curren de manera opuesta: si tira el salvao, es que queda mucha harina en casa. En el interior de las casas, de donde no se saca la basura, entrevemos el imperio de la ceniza, el polvo y los desperdicias. San Juan de la Cruz explica el enigma de esas miserias evacuadas oportunamente: los humildes «se inclinan más a tratar su alma con quien en menos tiene sus cosas y su espíritu. Lo cual es propiedad de espíritu sencillo, puro y verdadero, y muy agradable a Dios. Porque, como mora en estas humildes almas el espíritu sabio de Dios, luego las mueve e inclina a guardar adentro sus tesoros, en secreto, y echar afuera sus males» 20.

I

C apítulo 8

IDEAL

DE P E R F E C C I O N CRI STI ANA 1.—Mentalidades

diversas.

Cada siglo impone una forma peculiar a las realidades por él vividas. Aun cuando se trate de principios inmutables. Seria útil conocer la idea que el mundo actual se ha formado de la vida interior y de su coronación, la santidad: «¿hacia qué tipo de santidad nos encaminamos?». Afortunadamente, poseemos la respuesta de nuestros con­ temporáneos a esta pregunta. Es fruto de una encuesta. Y, con muy buen criterio, no se hizo entre teólogos. La orien­ tación teológica la conocemos suficientemente por las pu­ blicaciones. Por otra parte, ésta no camina tan fácilmente con las diversas épocas. Tampoco se dirigía la encuesta a este mundo inferior del cristiano sin preparación, que no influye en el ambiente ni es capaz de responder a una pre­ gunta de ese género. Deseamos obtener el ambiente rei­ nante en el bloque social de cultura media. Es el grupo de­ cisivo que, con su movimiento* marca las grandes corrientes. Basta conocerle para hacerse cargo de la mentalidad co­ mún, de lo que la mayoría influyente piensa. Individuos entre las diversas formas de vida social y cristiana: semi­ narista, contemplativa, célibe, secretario, religioso, dirigente de Acción Católica, miembro de la misma, etc... Ofrecen, pues, una cierta garantía de universalidad *. 1 La encuesta la hizo la revista francesa «La Vie Spirituelle», pu­ blicando los resultados en su número de febrero, 1946. Una acertada valoración teológica de esta encuesta puede verse en «Rivista di Vita Spirituale». 1 (1947). 65-80. debida al P. Enrique de S. Teresa.

En sus variadas opiniones se descubre una cierta homo­ geneidad. Convienen fundamentalmente en cuatro notas, que de este modo sirven para determinar el signo espi­ ritual de nuestro tiempo : 1. El Santo es un hombre que ha logrado el máximo desarrollo y el perfecto funcionamiento de todas sus fa­ cultades humanas, consideradas siempre como don divino. 2. La santidad es fruto del amor, más que del cumpli­ miento del deber o de la ley. 3. Marcada tendencia a la espiritualidad comunitaria: Cuerpo Místico, formas organizadas de vida cristiana. 4. La santidad se independiza cada vez más de estados y formas particulares de vida2. La lectura del material recogido en la encuesta impone una primera conclusión: domina en nuestro tiempo un concepto de la santidad diverso, bajo muchos aspectos, del que dominaba en siglos anteriores. Los diversos rasgos di­ ferenciales estriban en una diversa actitud previa: antes se prefería lo extraordinario, la superación; hoy se incli­ nan más las almas a la intensificación de lo ordinario. Parece que nuestros antepasados sufrían una especie de cariño instintivo hacia la violación de todas las leyes na­ turales. En el campo humano, la santidad debía consistir en algo que los demás no pudiesen, ni siquiera físicamente, realizar: mortificaciones increíbles, renuncias, olvido del cuerpo, aniquilación de facultades y tendencias. Hasta en las menudencias eran ultrahumanos. En lo divino: mila2 No es absoluta la coincidencia en las respuestas o en las ten­ dencias. Por ejemplo:
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gros, favores místicos, etc... Esto es lo que admiraban en los santos, y a esto aspiraban los demás. Las cosas han cambiado. Los modernos no gustan de lo extraordinario. El santo debe ser un hombre completo. No hay que renunciar a las tendencias, sino orientarlas y des­ arrollarlas. Poca mortificación y renuncia, cuidado extremo por los modales en sociedad. Ellos mismos lo consideran y denominan humanismo cristiano. En las cosas divinas, idén­ tica actitud: uso y explotación de los medios ordinarios, como la gracia, los sacramentos, el Cuerpo Místico. Acercando entre sí las dos perspectivas, se nota que la idea antigua queda circunscrita por la moderna. Esta busca lo más descarnadamente humano y lo puramente divino. El antiguo se mueve en el mundo indefinido del centro. Recalcando un tanto los caracteres, podríamos decir, con lenguaje técnico: natural y sobrenatural para el moderno, preternatural según el antiguo. Aunque esta semblanza es debida en parte a la idea que el ambiente actual se ha for­ mado de siglos anteriores, no carece totalmente de fun­ damento. El valor de la opinión común, recogida en la encuesta, es muy relativo. No tiene autoridad para decirnos si media una gran diferencia entre los santos modernos y los anti­ guos. Está fuera de su competencia determinar la forma que asumirán en nuestro tiempo los casos de santidad que se dieren. Pretensión ilegitima y exorbitante. Se advierte en seguida que no son los santos los que han cambiado, sino el modo en que los demás piensan de ellos. Basta leer dos biografías de un mismo santo, escrita una a la manera antigua, y otra al estilo moderno. No se necesita que los santos cambien, para que evo­ lucione el concepto que se tiene de ellos. Ei concepto de­ pende, en primer término, del estado psicológico y de la mentalidad de los individuos que juzgan. La tendencia na­ tural es atribuir a los santos lo que cada uno estima o admira más. Cuando las preferencias iban a lo extraordi­ nario, santo era quien había vivido una vida envuelta en

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maravillas y excesos. Hoy, que el ambiente sobrevalora la simplicidad y la perfección de la naturaleza, el santo pasa a ser un exponente realizado de este nuevo ideal. Tene­ mos, pues, a base de la opinión común, no lo que han sido los santos de las diversas épocas, sino las preocupaciones religiosas y humanas que oprimen a los hombres no santos de esas mismas épocas. Venimos a parar siempre a la misma conclusión: la opi­ nión del ambiente de cultura media es un índice de los gustos religiosos de nuestro tiempo; índice excelente, pero nada más. Antes de proponer tales resultados como normas de con­ ducta, deben ser examinados por la Teología. Ofrecen al teólogo un material escogido, para que pueda emitir un jui­ cio. No tiene por qué admitirlos como verdades hechas, si no es en el sentido de simple verdad o comprobación histórica: de esta manera piensan hoy la mayoría. El es quien debe discernir: conviene inculca^ este punto, aquel otro es una desviación inadmisible. Las ventajas de la mentalidad nueva son dos principa­ les: simplicidad, mejor orientación. Prescindiendo, por el momento, de si el nuevo programa es completo, es eviden­ te que la vida espiritual ha sufrido una notable simplifica­ ción. Han sido eliminadas gran cantidad de prácticas as­ céticas, antes requeridas. Teóricamente, al menos, se ha puesto en mayor relieve el verdadero centro de interés de la vida espiritual. No muchas prácticas, sino lo esencial, los medios que directamente comunican la gracia y llevan a Dios. Nunca se había hablado tanto como hoy de Sacra­ mentos, Cuerpo Místico. En fin, para santificarse no se requiere una manera especial de vida. En cualquier oficio, en el mundo lo mismo que en el claustro, se puede llegar a una santidad heroica. Pero son muchos los inconvenientes que contrarrestan tales ventajas. No se ve, si no es teóricamente, la unión de esas dos finalidades: gracia pura, humanidad completa. Al no compaginarse, prevalece la más enraizada, que es la

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humanidad. Poco importa que se la cultive por Dios. Des­ pués de tantas ansias de reforma a favor de lo divino, que­ damos en un puro humanismo, cristiano, porque lo patro­ cinan los cristianos. La mayoría de las almas son incapa­ ces de asimilar esa pureza divina que se les propone. Como, por otra parte, se les priva de las devociones que antes las alimentaban, quedan reducidas a un buen pagano de acen­ drada honradez. Es también muy disputable la vía por donde se ha lle­ gado a la simplificación de prácticas externas. Se va cogien­ do de los diversos santos lo que suprimen. Y se les imita en prescindir de alguna práctica. El argumento es que nin­ guna de ellas es esencial, ya que un santo determinado la ha omitido, y es santo. Ahora bien: rara será la norma no descuidada o menos atendida por uno y otro de los santos. Aprovechar esta omisión, y con todas ellas forma­ remos un esqueleto de santo, que no ha existido nunca. De Santa Teresa de Lisieux aprenden que no es necesaria la mortificación corporal; otro santo se ha santificado sin ser religioso; un tercero alcanzó la santidad en medio de las riquezas y usando libremente de ellas. No se tiene en cuen­ ta que el santo que no insistió en alguno de estos puntos reforzaba el otro. El que no fué religioso se moderaba en las riquezas, y el que abundaba en riquezas practicaba con aus­ teridad la penitencia corporal. Santa Teresita ya tenía bas­ tante mortificación con la Regla del Carmen Descalzo. Tales prácticas son esenciales, quedando al individuo la libertad de utilizar una u otra o varias. El eterno escollo: al querer simplificar, se cae en la simpleza, confundiendo lo no esencial con lo superfluo. Si quitamos a un hombre concreto todo lo que no es pura esen­ cia. nos quedamos sin hombre. Para hacer la guerra, en teoría, bastan unos pocos hombres, armas y enemigos. Para ganarla se requieren muchas cosas más. Aunque brevemente, intentaré a continuación dar una idea orgánica y fundada de la santidad cristiana. En primer lugar, depurando sus muchos elementos, encontrar su esen­

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cia. Asignar el lugar que teológicamente les corresponde a los nuevos hallazgos que los contemporáneos se atribuyen. Hay mucho de lo antiguo que conserva plena vigencia. Mu­ chos modernos creen que cada siglo se fabrica una santidad a su gusto. No. Dios la ha fabricado para todos. Somos tra~ dicionalistas. Antes de ahondar en el análisis, recordemos algunas ver­ dades teológicas, que facilitan la comprensión de lo que sigue. Los más santos ante Dios no son necesariamente los ca­ nonizados por la Iglesia. Pueden ser éstos u otros descono­ cidos. Entre los santos canonizados no todos llegan a un mismo grado de perfección objetiva. Cada uno tiene su me­ dida fijada por Dios. De modo que sería posible señalar las limitaciones de algún santo en concreto. No se le dió más gracia, y tampoco se le pide más. Tampoco subjetivamente todos los santos alcanzan una misma perfección. Unos res­ ponden mejor que otros a la vocación y a la gracia que Dios les asigna. Convenía advertir esto, porque a continuación pondré de relieve algunas deficiencias de las almas generosas y heroi­ cas. Es un sector sistemáticamente silenciado por los biógra­ fos. Muchos han llegado a pensar que no existe. Sacarle a luz nos prestará un servicio inestimable, en la búsqueda del rasgo decisivo en la santidad. He observado en algunos es­ critores modernos de espiritualidad que sienten una fruición malsana al comprobar que los santos canonizados conser­ varon grandes miserias, aun en los períodos de santidad. No hay motivo para alegrarse de ese modo. Si revelo ahora sus defectos no es que me interese demostrar al público que los santos no son tan grandes como se piensa. Pienso más bien en muchas almas desconsoladas y desanimadas por no poder alcanzar el ideal de perfección cristiana que ellas se han formado: una vida sin deficiencias de orden moral o natu­ ral. Al contemplar las miserias de los santos se darán cuen­ ta de que nadie ha realizado en esta tierra un ideal seme­ jante fuera de Jesús y María. Dios no se lo pedirá tampoco a ellas. Tale« persona« bien intencionadas serían ya santas

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si el esfuerzo que ponen en evitar los defectos inevitables lo aplicaran a conseguir las cualidades que de verdad se 1es exige. 2.—Límites

de perfección humana y moral.

La Iglesia canoniza a los santos. La opinión pública, con demasiada frecuencia, los diviniza. La Iglesia canoniza. Declara que es un modelo, porque* ha servido a Dios con plenitud de entrega y ha practicado heroicamente las virtudes durante un período relativamente largo de su vida. Se trata, naturalmente, de un heroísmo para hombres. El vulgo diviniza. Y, en esta ocasión, «vulgo» abarca mucho. Lo heroico se transforma en algo de orden diverso,, sobrehumano. En el aspecto moral, el heroísmo equivale a impecabilidad. El santo no ha cometido un solo pecado du­ rante ese tiempo en que la Iglesia le propone como dechado.. Se ha de recurrir a la interpretación más inverosímil de sus actos antes que admitir en él una imperfección moral o un pecado. En el orden de cualidades humanas, fué de un carácter ideal, con criterio perfecto, siempre lleva razón, los que le contradicen se equivocan. El periodo de vida rela­ tivamente largo se convierte en toda la vida desde su mismonacimiento. Se da a este respecto un detalle interesante en las bio­ grafías de tipo tradicional. No caben más que dos fórmulas de vida para los santos. Más en concreto, dos formas de infancia y juventud. Si han tenido una conversión rumo­ rosa, se les concede un período precedente de vida entera­ mente disipada, precisamente para poner de relieve el valor de la conversión. Si no existe tal conversión radical e ins­ tantánea, entonces por fuerza han tenido que ser santos desde niños. De manera que no hay otro molde donde vaciar la primera mitad de su vida: o santos desde que nacieron, o muy perdidos en el pecado. Pero siempre con la circuns­

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tancia de que, cuando ya son buenos, son santos del todo. Sólo raramente encontramos el tipo que a priori, antes de consultar las hechos, creeríamos común; el de un hombre que se hace: indiferente, bueno, diligente, santo3. Razonemos un poco a base de experiencia y teología. Podemos sin dificultad admitir que los santos no fueron siempre perfectos en el plano natural humano. Aunque es uno de los puntos que niega firmemente la opinión4. Recogimiento excesivo, falta de acomodación al ambien­ te, a la vida social, celo desmesurado. Son puntos de vista, que revelan frecuentes desaciertos en la vida de los san­ tos. No vamos a insistir en cada uno de ellos. Sería fuera de propósito. Puede hacerlo el lector por sí mismo. Veamos solamente un caso concreto, a manera de ejemplo. Es un tema muy delicado: la falta de criterio. El santo hace mu­ chas veces actos de caridad con el prójimo cuando éste pre­ feriría que no se le hicieran. Le acompaña, le hace de enfermero, le sirve. Sin darse cuenta de que está moles­ tando a la persona a quien tanto obsequia externamente. Tiene que hacer esa persona un gran acto de caridad con el santo, para aceptar el acto de caridad de éste. No du­ damos de su buena intención. Pero sucede que todas las personas que están alrededor se dan cuenta de la inopor­ tunidad del obsequio, excepto la persona santa que lo hace. Objetivamente tenemos una falta de delicadeza y de cri­ terio. El Santo practica el amor a sí mismo, a su propia virtud, más que al prójimo, que no desea tal servicio. De­ biera informarse de lo que desean los otros, y complacerEscribe Lagrange, comentando la relación que San Lucas no6 ha dejado de la infancia de Jesús: «Cette simplicité, cette sobrieté donnent une lecon á ceux qui prétent aux enfants de génie tant de traits mirifiques.» Comentario a Le. 1, 5. Nadie se opone a que los santos presenten indicios de serio, ya de niños. Se critica él afán de hallar tales indicios cuando no existieron. 1 “He intentado alguna vez comenzar a escribir un libro que lle­ vará por título «Los defectos de los santos», pero..., resulta tan difícil hallar las fragilidades humanas de los biografiados en esos li­ bros.» J. U rteaga, El valor divino de lo humamo, 6.* ed., Madrid. «Patmos», 19-56. p. 31.

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]es en eso. Hay ocasiones en que Dios pide perseverancia heroica, a pesar de las protestas. Puede también ser una fuente de dolor para el mismo santo, que advierte su de­ fecto y no lo logra eliminar. Pero no es esto lo ordinario r\ Tenemos, pues, que el juicio definitivo sobre el valor de la actuación de un santo como superior y como compañero, no queda pronunciado con el mero hecho de su canoniza­ ción . Es más complicado. La Iglesia lo deja en manos de la investigación histórica y psicológica. Una primera consecuencia nos obliga a suavizar mu­ cho la sentencia o a cambiarla totalmente acerca de las personas que no estuvieron de acuerdo con el Santo en vida. A veces el santo les ha procurado involuntariamente graves cruces inmerecidas. Se dirá que ese encogimiento o falta de acomodación era querido expresamente por Dios. Así sucedería en alguna ocasión. Lo más frecuente es que Dios aproveche tendencias o defectos naturales para la vir­ tud. Pero no hay duda que, salvando esas pocas excepcio­ nes, una mayor abertura o mayor criterio hubieran sido más humanos y mejores sobrenaturalmente. Dios los hu­ biera aprovechado igualmente para la virtud. Como regla general, Dios no quiere, solamente tolera tales defectos y limitaciones. Luego los utiliza para el bien, según una ley ordinaria de su Providencia. La canonización del Santo no es divinización. No da fun­ damento para condenar sin más a todas las personas que contrastaron con él en vida, que suelen ser muchas. Los biógrafos rehúsan atribuir las reacciones de tales personas a defectos reales del santo que las motivaron. Prefieren ha¿ Cuentan los biógrafos de San Luis Gonzaga que éste se desvivía ■en el servicio y en el amor de sus hermanos de religión. Siempre dis­ puesto, caritativo, servicial. Pero falta otra media verdad que, sin quitar nada a la santidad y al mérito de San Luis, da una idea más exacta de la situación real. Sus compañeros preferían tenerle lejos y que no les atendiese. Cuando en el programa del paseo anotó un día el Superior que Luis estaría ausente, uno de sus compañeros de grupo escribió debajo: «Deo gratias.»

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blar de malicia de los hombres o prueba de Dios. Pero esto es perfectamente compatible con lo anterior. No existe ley alguna por la que el santo haya de llevar siempre la razón. Podemos juzgar por las personas santas con quienes hemos convivido. Admitimos que sean de una perfección heroica. Pero no podemos convencernos de que tengan ellos la razón siempre que disputan con nosotros. O que sea malicia nuestra los defectos que descubrimos en su conducta. Es inverosímil un error tan constante y uni­ versal por nuestra parte. Molesta la fatalidad ineluctable: todos los que no estuvieron de acuerdo con un santo, se equivocaron. No sabemos el juicio de Dios. Yo quiero estar cierto de que muchas veces, casi un cincuenta por ciento, tenían la razón. ¿A qué punto llega la fidelidad moral de los santos? Este ya no es campo de observación inmediata, y hemos de recurrir a otros principios. Desde luego, no es impeca­ bilidad. Ni la canonización da una respuesta completa. Sabemos que los santos canonizados han practicado to­ das las virtudes en grado heroico. Pero si ellos mismos nos aseguran que persisten las infidelidades a la gracia y a la ley, podemos creerles. Aun concediendo una buena parte a la delicadeza y a la humildad, queda todavía bastante te­ rreno para ia verdad, entendida en un sentido objetivo. Al menos, no hay dificultad de orden teológico. El grado heroico no excluye excepciones en su ejercicio menudo. A juzgar por las apariencias, los santos han tenido faltas has­ ta el final de su vida. Todos admitimos, en principio, que los santos caían va­ rias veces al d ía6. ¿Por qué entonces no podrá el ojo ex­ traño indicar en concreto la acción donde se encuentra * Suele citarse el texto de Prov. 24, 16: «Siete veces cae el justo (al día> y se levantará.» Es un abuso, porque no se refiere para nada a pecados o cosa parecida, ni afirma que caiga siete veces, sino: aun cuando caiga siete veces en alguna desgracia física. Hay, en cambio, en la S. Escritura otros textos que afirman directamente que todos somos pecadores, incluso los Santos, por ejemplo, I Jn. 1, 8-10.

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uno de esos fallos? De lo contrarío, estamos aplicando a los santos esa actitud de falsa humildad, frecuente entre los hombres. Pregonan que no hay acción en que no cometan algún pecado. Pero no soportan que otro lo piense de alguna acción en concreto. En el campo de la responsabilidad moral, es el intere­ sado el único que puede juzgar. El extraño puede hacerlo a base de la ley externa. Pero este juicio no es definitivo. La falta y la responsabilidad se miden, sí, por la ley escrita. Pero no es el único principio de gravedad. Está antes la me­ dida de la gracia recibida. Quien quebranta una prescrip­ ción menuda con gracia abundante, peca más gravemente que quien comete una falta mucho mayor con la mitad de gracia. El santo se siente sostenido, impulsado constante­ mente por la gracia. A veces falla, y entonces un desliz es para él una catástrofe 7. Nosotros decimos que no es para tanto. No obstante, sa­ bemos que es una ley de dirección espiritual, antes de juz­ gar, dejar que las almas declaren los puntos en que la propia conciencia les apremia o les acusa. Hay muchas per­ sonas estancadas en la vida interior, por su falta de gene­ rosidad para con la gracia, que les pide hacer u omitir co­ sas no prescritas por ninguna ley. No existe una ley externa que baste, si ya no es que alguien quiere establecer la ley de la generosidad absoluta. Cualquier persona de vida es­ piritual medianamente intensa siente a veces mayor dolor y mayor responsabilidad por estas faltas de generosidad, que los extraños no advierten y que le está pidiendo la gracia, que por un pecado venial en cosa bien determinada jurí­ dicamente. Con esto no se prueba que los Santos han pecado. La conclusión es que se puede prudentemente creerles, cuan­ do afirman que han pecado. Son admisibles las flaquezas morales en estos hombres privilegiados de la gracia. Pienso 7 Cfr. c. 7. 4 de este libro.

que las admitirían todos, si llegaran a convercerse de que la santidad no requiere semejante pureza de conciencia. Para saber si obramos puramente por Dios, la ascética nos ofrece un criterio eficaz: Quedar tranquilo, por lo que a uno mismo se refiere, sea bueno o malo el resultado de la cosa que se hizo con buena intención. Especulativamen­ te, es una señal de toda garantía. En la práctica, si las cosas no son fáciles, el Santo se desencuaderna con los ma­ los resultados, como los demás hombres. Concluyendo, la perfección cristiana no consiste en el equilibrio humano que pretendían los renacentistas y que hoy parece cobrar de nuevo importancia en la atención de las almas. Hay situaciones violentas que, haciendo imposi­ ble el equilibrio, no impiden la santidad. Una persona que se ve obligada por las circunstancias a virginidad perpe­ tua, para la que no siente vocación. En una mujer, puede causar trastorno irremediable e invencible, a pesar de una santidad heroica8. La perfección cristiana tampoco se confunde con la per­ fección moral o de todas las virtudes. Semejante perfección es una bonita idea filosófica, pero artificial. Cada uno está limitado por su temperamento, por las mismas cualidades buenas que ya posee. Un hombre lleno de audacia y bríos no llegará a percibir, y mucho menos a practicar, las últi­ mas delicadezas de otras virtudes, como la condescendencia, la afabilidad, etc. Estas limitaciones no se le cuentan, por su buena intención. Prueba de que lo decisivo no son las vir­ tudes, sino la delicadeza de la intención en el servicio de Dios. San Juan de Capistrano es un ejemplo típico de santo, en quien los valores sobrenaturales están condiciona­ dos de manera bien visible por sus cualidades y tendencias 8 El ejemplo es de G. L efebre, Vie et Priére. Desclée de Brouwer, 1958, pp. 145-146. L o aplica a este mismo propósito. Es un librito lleno de sugerencias acertadas.

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puramente humanas. Se entrevé al hombre viejo a través de toda su actividad espirituale. Puede considerarse también un caso ejemplar la per­ fección de los mártires. Llegan a la santidad sin haberla conseguido. Se les viene considerando como una excepción a los requisitos de la santidad ordinaria. En este caso, hay un cumplimiento de las leyes completamente normal. Lo examinaremos más detenidamente, al exponer la esencia de la santidad cristiana. En los mártires permanecían los hábitos imperfectos. Lo vemos por aquellos que, después de haber sufrido los tor­ mentos, y dejados por muertos, sobrevivieron. Se les llamaba entre los cristianos «mártires». Suponemos que habían he­ cho la entrega total. Conocemos por la historia los abusos que introdujeron en la primitiva Iglesia, confiados en la veneración de que gozaban. Se podría decir que tal vez Dios, sabiendo que no iban a morir realmente, no les con­ cedió la gracia interna del martirio ni la preparación con­ veniente. Solución teóricamente posible, pero demasiado re­ buscada, para ser probable. De todas modos, la conclusión no depende de este solo ejemplo. Encontramos también faltas en las vidas de los Santos Confesores. Sin ser pesimistas. 3.—A cciones

santificadas, no santificantes.

Conviene delimitar bien el campo de la santidad, sepa­ rándole de un último elemento que siempre le acompaña. El hecho de darse juntos ha motivado la confusión. La san­ tidad no es la conducta concreta que hace el santo en cosas que apenas tocan el terreno moral. Se viene atribu9 San Juan de Capistrano puede ser un buen ejemplo. Hay mu­ chísimos. Cito éste, porque el Santo ha encontrado en nuestro tiempo un biógrafo inteligente; conozco la traducción italiana: G iovanni H ofer , C. SS. R., Giovanni da C&pestrano. L’Aquila, 1955. Es un mo­ delo. Lo divino y lo humano mezclado visiblemente en el santo. Y Hofer ha encontrado el equilibrio.

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yendo una excesiva importancia al modo concreto en que cada santo realiza su santidad, y a las acciones externas en que se manifiesta. Hasta llegar a hacer de esas modalidades casi un canon de vida de perfección, con carácter definitivo y único. No hay razón para ser absolutistas. Basta observar que otro santo ha obrado de manera diversa o contraria, y es igualmente santo. Por consiguiente, no es santa la acción en sí misma, sino el Santo que la ejecuta. De San Juan de la Cruz se nos dice que nunca reía. Sonreía. De Santa Teresita nos ha conservado esta preciosa confesión la novicia a quien se la dirigió: «me duelen los carrillos, de tanto como he reído» 10. Un santo no se dejó tocar nunca por su her­ mana, mientras que otro la abraza efusivamente. Juan Bau­ tista ayunaba constantemente, Jesús come y bebe como los demás hombres11. El biógrafo de Santa Teresita, al encontrarse con ese rasgo tan humano y tan simpático, hará un esfuerzo por demostrar que el verdadero gesto de la santidad es ése. Pero lo hace con tal insistencia, que da la impresión o afirma abiertamente que la mera sonrisa no es suficiente El que escribe la vida de San Juan de la Cruz con el mismo cri­ terio intentará probar lo contrario. Se condenan mutua­ mente, en el afán de justificar y enaltecer un gesto sin im­ portancia. ¿Quién es más santo en esta diversidad? No hay otra respuesta: el que lo sea por otra parte. No se puede negar que esas prácticas sean santas en los santos. Y aun santi­ ficantes. Unicamente afirmo que tales modalidades son san­ tas, porque las realizan los santos o algunos santos, y no al revés. El Santo lo es por otras razones. Luego, su san­ tidad ya existente santifica tales acciones. Decid al justo >·' Literalmente: «J’en ai mal aux joues; tant j ’ai ri.» Es un te®*, timonio inédito de Marie de la Triníté, que lo comunicó en conversa^ ción privada, en 1940, a la persona de quien he recibido la noticia. L& Santa lo dijo a su novicia un día, al volver de la recreación. ' '' “ Mt. 11. 18-19.

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que todo está bien. Los biógrafos se empeñan frecuente­ mente en querer enganchar la carreta delante de los bueyes. Al desaprobar esa tendencia, no me preocupa tanto el error que esto supone en el conocimiento exacto del Santo mismo. Lo grave son las consecuencias que trae para las personas que tratan de santificarse. Si son consecuentes, y suelen serlo, tratarán de imitar al Santo en aquello en quü piensan consiste su santidad. Ponen toda su diligencia en copiar acciones externas y detalles, no sentimientos in­ ternos y actitudes. No miran a los motivos por que el santo ■obra, sino a la obra que ejecuta. Carecen de valor teológico las vidas de Santos que, acomodándose a la forma actual de los estudios históricos, dan puramente los hechos, sin cuidar de los sentimientos e impulsos interiores. No hay dos almas iguales. Por consiguiente, no se puede juzgar de conveniencia general todo lo que ha hecho un alma grande. Muchas cosas de ningún valor sirvieron a esa persona, por la carga de interioridad con que las practicó. Separadas de ella, vuelven a ser indiferentes. En muchos gestos copiados, la actitud interior del que los repite y la Impresión que hace en los que contemplan es la de un pa­ rodia. Santa Teresa, al tomar posesión de su priorato en el monasterio de la Encarnación de Avila, puso en la silla prioral una imagen de la Santísima Virgen, sentándose ella al lado. Indicaba con ello a sus monjas quién sería en ade­ lante la verdadera priora. Fué un gesto de espontaneidad genial. El superior que hoy lo repitiese, salvo condiciones excepcionales o que los súbditos no conocieran la historia, cometería una falta notable de buen sentido. Resultando además ineficaz, y aún contraproducente. Es mejor que cada uno copie de los santos lo que vaya más a tono con el pro­ pio interior. Si en ninguno encuentra realizados sus idea­ les, rompa el campo por su cuenta. Ya será mucho, si externamente llega a reproducir con perfección las acciones del santo. Ellos lo han logrado des­ pués de mucho esfuerzo y de mucha reforma interior. El

imitador va directamente a copiarlas, sin pensar en el largo camino y los rodeos por donde ha llegado el santo. Como si alguien quisiera imitar a un grande arquitecto, comen­ zando directamente a diseñar planos de grandes edificios. Por muchos borradores que haga... Olvida que el arquitecto no ha empezado por ahi, sino estudiando muy bien las ma­ temáticas. Nos ha dejado Maeztu una observación de valor inesti­ mable. Se refiere al espejismo que causa la presencia de loe grandes hombres, y al peligro que encierra para los irre­ flexivos. Habla de la formación intelectual, pero vale sin adiciones ni modificación alguna, aplicado a la actitud de las almas devotas ante los Santos: «Cuán fácil que perda­ mos nuestro tiempo si pretendemos adaptamos solamente a los resultados y olvidamos del esfuerzo mental que los ha producido.» Ofrece materia de meditación, más que de comentario. 4 .— A c t it u d teo lo g a l .

El ansia por lo auténticamente divino no es el siglo ac­ tual el primero en sentirla. La han vivido ya los espíritus selectos y finamente cristianos de otros tiempos. La han comprendido bien y han sabido explicarla mejor que nos­ otros. San Juan de la Cruz puede servirnos de base. El Santo tiene una sensibilidad cristiana incomparable. No gusta ha­ blar de «perfección». Este nombre le suena o le evoca la idea de un hombre cerrado en si mismo, cuidadoso de pulir sus facultades. Prefiere llamar a la santidad «unión con Dios», o «unión de amor» por el hombre se entrevé que el hom­ bre no se basta a tí mismo. La perfección del cristiano tiene una forma especial. Consiste en intensificar constantemente la intimidad con Dios. El planteamiento no se hace pri­ mariamente a base de una ley. Es más bien un contacto personal. 12 Subida del Monte Carmelo, Argumento.

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Vamos hacia Dio«. Por un misterio hondo de su con­ descendencia, ha dejado de ser meta lejana y oscura. Cristo es el mismo Dios, revelado y hecho a muestra medida. Trae al mundo la misión primaria de renovar al hombre, de darle vida, de intimar con él. La Encarnación es la venida de una Persona al mundo en busca de personas. Todo el cristianismo rezuma ese carácter de religión más personal que jurídica. Se da la ley, pero solamente para acercar en­ tre sí a las personas. ¿Qué debe hacer el hombre ante la iniciativa divina? San­ ta Teresa de .Lisieux ha encontrado una distinción, que pa­ rece traer luz definitiva. La santidad no es un acto ni una serie de actos, sino una actitud o disposición de ánimo13. Media una notable diferencia. La distinción ayuda a encon­ trar lo fundamental de la perfección cristiana. No se trata de observar sin falta una ley determinada. Se puede cumplirla escrupulosamente, sin haber caminado un solo paso en la via de la verdadera santidad. Poco le sirven los preceptos morales observados a quien vive su pie­ dad herméticamente cerrado en si mismo. El cristianismo no ha puesto por meta una idea o una ley. En cambio, puede ser uno santo, conservando aún imper­ fecciones morales de consideración. Lo importante es que toda su actividad vital vaya sostenida por una comunica­ ción directa con Dios. Porque la santidad es una actitud ante El. Actitud de entrega, de intimidad, de renuncia y, sobre todo, de amor. Vivir alegrías y tristezas, triunfos y derrotas bajo la mirada de Dios, no a su espalda, como esperando a hablarle cuando se sea santo. Decisivo no es aquí lo que el cristiano hace, sino la disposición de ánimo con que lo hace. Sólo amor, pero sincero. En lenguaje humano, un amor que permita mirarse a los ojos. No por suficiencia, ni or­ gullo. Simple conciencia de que no se miente. El progreso va descubriendo ulteriores perspectivas. El amor no tiene 1 >Novisatma verba, día 3 de agosto.

limites. La ley del amor es la misma para los principian« tes y para los muy aprovechados. Se explican las ansias crecientes de los santos. Llegan a cumplir la ley. Pero no se miden por ella. No es que se muestren descuidados en el campo de los deberes externos. Unicamente se afirma que lo decisivo es el trato de amor. Lleva las exigencias con­ cretas mucho más allá de la misma ley. Pero1es amor, más flexible y vital. Con ello gana el hombre, incapaz de per­ fección objetiva. Dios sabe leer en un gesto tímido y des­ afortunado un testimonio de amor. Y así lo cuenta. . Hemos llegado a una especie de conclusión: la santi­ dad es, en definitiva, vivir con Dios. Disposición habitual de ánimo que se desintegra en los siguientes elementos: indigencia sentida, súplica esperanzada, entrega total de amor. Es sencillamente el despliegue de las tres virtudes teologales. De ordinario arrastran consigo las morales, pero no inmediatamente. Se pueden compaginar con cierta im­ perfección moral que aún perdura. ¿Sería santo un hombre en tales condiciones? En nuestra opinión, sin duda. Parece ser éste el pensamiento de la Iglesia. Se le perdonan muchos detalles al que aprieta en lo fundamental. He citado anteriormente el caso de los Mártires. Se en­ tiende, de aquellos que antes del martirio han vivido su cris­ tianismo tibiamente. Toda su santidad radica únicamente en ese acto final. En ellos se encuentra puramente el ele­ mento esencial de la santidad: la tendencia teologal extre­ mada y absoluta. En ningún sitio consta que la razón de considerar santos a los mártires y de canonizarlos sea la semejanza material de su muerte con la de Cristo. Puede esta afinidad influir en el caso de los Santos Inocentes. Pero hay que añadir su íntima relación histórica con el Señor. De hecho no se considera santos a tantos otros infantes cristianos muertos por su religión o la de sus padres. Por tanto, si los mártires son santos, lo son como' todo el mundo, como está mandado. No constituyen una excep­ ción a la ley general que determina los requisitos de la san­ tidad. La han conseguido toda entera en un solo acto, pero

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heroico. A muchos de ellos les han acompañado ios defec­ tos hasta el momento mismo del martirio. En cambio, la sinceridad y eficacia de su actitud teologal es indudable y de absoluta garantía. Se Juegan la vida y toda la persona. ,Lo hacen porque creen en Dios, porque le aman. La entrega es por fuerza total, ya que en su situación no caben com­ promisos : o Dios, perdiendo todo lo demás, o el mundo, apos­ tatando de la religión. Si quiere evitar la apostasía, no tiene otra salida que el heroísmo. Tenemos cumplido a maravilla el requisito primero y fundamental de la santidad: entrega confiada en las ma­ nos de Dios. Es indudablemente un modo acelerado de lle­ gar a la cumbre. El martirio es una gracia y un modo más fácil de hacerse santo. Las circunstancias le obligan a dejar en un momento los impedimentos que los demás cristianos van dejando poco a poco, sin abandonarlos nunca del todo. Muchos de estos cristianos indecisos se harían probable­ mente santos, puestos ante la disyuntiva de martirio o apostasía. A los mártires se les canoniza, sin atender a otra cosa que a la heroicidad de su actitud teologal en el momento decisivo. No importa que junto a ella se hayan conservado otras miserias. Estas no cuentan frente al heroísmo, que se manifiesta en una perseverancia de tales condiciones. No basta esa misma cualidad para canonizar a los santos no mártires. Se les exige además la perfección moral en un alto grado. ¿Por qué se les pide más virtudes morales a éstos? Sencillamente, porque no disponemos de otro medio para conocer su generosidad interior y su actitud frente a Dios. Si encontráramos otra vía para conocer directamente su estado interior, se les podría canonizar con muchos más defectos y miserias de los que ahora se admiten en una ca­ nonización ordinaria. Añadamos otro dato, menos evidente, pero también su­ ficientemente claro, que viene a probar lo mismo: que en el cristianismo media diferencia entre santidad o unión con

Dios por una parte, y perfección moral por otra. Al leer las vidas de antiguos Santos canonizados, advertimos desde lue­ go una mayor libertad e imprecisión en los detalles, en la observancia de mil finuras que hoy se consideran de rigor en la vida espiritual. Y, sin embargo, están canonizados. Más aún: su vida traspira santidad mucho más vigorosa e incitante que la de otros santos o personas que cumplie­ ron al dedillo todas las normas del protocolo ascético. La razón no es otra cosa que la ya indicada. Eran hombres que tenían puestas muy en regla sus relaciones con Dios. Se oye decir con frecuencia que muchos de los Santos antiguos no pasarían hoy, si su santidad debiera ser exa­ minada según las nuevas normas. Y acaso tengan razón. Muchas consecuencias se pueden deducir de este hecho. Cualquiera, menos la conclusión de que aquéllos no sean verdaderos santos, o menos santos que los de ahora. Cier­ tamente, si no les canonizaría, no es por falta de santidad, que la misma Iglesia declaró en otro tiempo que poseían. Es la mejor prueba acerca de la santidad sustancial. Si en­ tonces les canonizó y hoy no les canoniza, es señal de que, para canonizar a uno. hoy exige algunas cosas más que el simple hecho de ser santo. Tanta razón tenía entonces la Iglesia como hoy14. Para medir la eficacia de este criterio teológico, le he aplicado en la lectura de la vida de algunos Santos. Me pare­ ce que sea la única manera de entenderlos, sobre todo si son antiguos. Un criterio amplio, que quita el temor constante de encontrarse con hechos que uno no sabe cómo interpre­ tar. No se llegará a comprender la vida o la doctrina espi­ ritual de los Santos Padre, en sus valores primordiales ni en 11 Hablando de Pío XI. escribe su secretario personal: «Cierta­ mente. se trata de una santidad fuerte, a la manera de Jerónimo o de León Magno, ante la cual fruncirían acaso el ceño los que juzgan de la santidad según los esquemas convencionales de una hagiografía demasiado fácil.» C arlo C o n f a l o n ie r i , Pío XI visto da vicino. Torino, S A. I. E.. 1957. T>. 411

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sus matices, mientras no se haya percibido el valor ascético de las virtudes teologales15. Hemos encontrado dos ejemplos de santidad perfecta que, según el canon tradicional, debieran ser retirados un poco al margen. Y no es santidad de segunda clase. Por eso, an­ tes no me asustaba el encontrar defectos en los santos, y reconocerlos como tales. El interés por excluirlos se debe a la idea de que, si los tuvieran, no podrían ser santos. Esto es suponer precisamente lo que se trata de probar. Sin ser iconoclastas, les admitimos. Hombres que llevan lo divino en las entrañas, sin dejar por ello de traer su humanidad tam­ bién muy dentro. Hay dos modelos diversos, puestos como meta al proceso espiritual del hombre: uno exalta al hombre perfecto, y el otro al hombre divino o cristianamente perfecto. Como cris­ tianos, preferimos abiertamente el segundo. 5.—¿ I ntegración o su stitu c ió n ? Todo esto se ve claro. Pero queda por resolver el punetum doiens: qué se hace de todo eso que hemos venido de­ jando como no esencial. « j Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas, que diez­ máis la menta, el anís y el comino, y no es cuidáis de lo más grave de la Ley: la justicia, la misericordia y la buena fe! Bien sería hacer aquello, pero sin omitir esto» 16. Jesucristo ha encontrado en Israel una mentalidad muy semejante a la que nuestros contemporáneos creen haber hallado entre los hombres que inmediatamente les han pre­ ' 1A esta ausencia es debido el aspecto de pobreza que presentan los estudios sobre espiritualidad patrística. Y, como consecuencia, la superficialidad de las historias de la espiritualidad, al llegar a ese período. Se habla de virginidad y martirio como claves de la santidad. Pero bien sabían aquellos escritores que la mayoría de los santos que admiraban no poseían la segunda, y muchos, ni la primera. Ni les juzgan jamás con ese patrón. En otros puntos veian ellos los cri­ t e r io s de santidad. '«Mt,.

23,

23.

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cedido. Preocupación por el detalle de la ley: olvido de los principios fundamentales de la religión y del cristianismo. Cristo, al corregir la desviación, ha conservado el Justo me­ dio. Seguir haciendo lo que se hacía antes, y añadir esa otra parte olvidada. Conducta llena de amor a la verdad y de delicado respecto para con los hombres. Era el camino para conseguir una renovación genuina de la vida y de la doc­ trina espiritual en nuestros días. El mundo actual ha hecho una comprobación de exac­ titud innegable. En épocas anteriores se ha dado excesiva importancia a las prácticas ascéticas, a la negación de los valores humanos. Renunciar, en varios aspectos, al desarro­ llo de las facultades naturales, a las tendencias, al trato social, al ejercicio artístico, al mundo de lo profano. El hombre de hoy se da cuenta: evidentemente en esto no consiste la perfección cristiana. Con negar tales valores, nada hemos hecho. También los negaron algunos entre los paganos. Estamos a menos de medio camino. Falta la otra mitad positiva: acercamiento a Dios, intimidad con El, obrar con El y en El. En este aspecto positivo se insiste hoy, y con razón. Pero los inventores no han sabido moderarse y encarri­ lar su hallazgo. Como la negación de lo humano no es lo principal, ni basta por sí sola, se ha vuelto a revalorizar todo el hombre, cuerpo y espíritu. Lo llaman humanismo Cristian©. Verdadero humanismo, no verdaderamente cris­ tiano. No se habla ya de renunciar a la vida, de oposición evangélica al espíritu del mundo. No se habla de pecado y de dolor. Ni una sola de las respuestas dadas a la encuesta lo menciona. Todo es euforia y conquista. «A juzgar por el conjunto de las respuestas dadas, lo que en nuestros días se espera de la santidad es la exal­ tación dei hombre: el santo es un hombre completo, un lo­ gro humano. La santidad es la presencia de Dios en el hom­ bre, con lo que éste ve todas sus riquezas no disminuidas o

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sacrificadas, sino perfeccionadas y elevadas» 11. «La respues­ ta de un grupo de estudiantes de teología exalta la vida» ]8~ Son reflexiones que, entre las citas literales, va mezclando el teólogo que presenta los datos recogidos. Mas no vaya a creerse que se ha suprimido la renuncia ascética por un sentimiento de relajación o de abandono a las tendencias. Es un plano meditado. El hombre quiere conservarse íntegro, y desplegar todas sus energías, con el fin de ofrecerse todo a Dios. No se debe suprimir ni dejar sin ejercicio ninguna de las facultades que El ha depositado en el hombre, precisamente para que éste las ejercite. Es. increíble la eficacia que se concede a este argumento. Teológicamente no prueba, ni justifica en modo alguna la supresión del tradicional proceso eliminatorio. No basta la simple voluntad o buena intención de ofrecerlo todo a Dios. Ofrecer cosas malas o defectuosas es una especie de blasfemia. Por consiguiente, antes de tomar esa actitud generosa, es necesario examinar con seria diligencia si todo el hombre y toda su actividad, tal como se encuentra, esmateria que pueda ser ofrecida a Dios. Y en esto no han reparado los modernos, ni siquiera se dan cuenta de que hay que hacerlo. Los antiguos, que hicieron el examen, no ad­ miten que el hombre sin amputaciones sea un obsequio agradable a Dios. Hay en él muchas cosas que no depositó Dios. Eso es lo que se debe eliminar, no la obra divina. Valga como ejemplo del método que esa nueva men­ talidad emplea para prescindir de prácticas, su actitud ante la mortificación corporal. Es una de las prácticas de ascé­ tica cristiana que más ha sufrido con esta renovación. Ha tenido siempre la simpatía de las almas que toman en se­ rio la tarea de la propia santificación. El menosprecio con que hoy se habla de ella ofrece interés, como realidad y como síntoma. La santidad ciertamente no consiste en la mortificación! «La Vie Spirituelle», 74 (1946. I). 231-2. Ib., p. 335.

exterior, sino en la mortificación de la voluntad y en el amor. Una verdad teológica indudable. Pero no todos son capaces de comprenderla. Se comprueba una y mil veces que, sin la mortificación corporal, no adelantan un paso. Seguirán diciendo que lo que interesa es la voluntad. Es in­ útil que la conciencia insista en que el dolor físico es la única manera viable para librarse de muchas miserias. Falta sinceridad. En tales casos, el espíritu sincero razona: dicen que lo importante es la voluntad; yo creo y veo que para mi lo que importa por ahora es la penitencia corporal. Dos verdades perfectamente compatibles. Que no se consigue la santidad con lo esencial, sino con lo que se ha visto que re­ sulta mejor. Y a favor de la penitencia hay ya veinte siglos de experiencia universal. Como síntoma, es aún más grave la omisión. Dice clara­ mente que, de tal manera se han enflaquecido las volun­ tades, que carecen de ánimo para procurarse este leve dolor físico. Una prudencia elemental no permite pensar que ta­ les personas hagan la penitencia interior de la voluntad, tan decantada por ellas. Es un buen ejemplo del cambio radical. Aquí no vemos ya lógica de ninguna clase. Es más bien la necesidad de justificar teológicamente una conducta ya adoptada. De que una cosa sea más necesaria que otra no se sigue que esta segunda sea superflua. No es innecesario e inútil un ele­ mento por el mero hecho de no ser esencial. Se ha susti­ tuido, cuando se debiera haber integrado. Y así tenemos una santidad tan manca como la que se intentaba corregir. Se remedió el pie derecho; y ahora cojea del izquierdo. Para los efectos, estamos a igual distancia de la salud. El hecho de que esté el ambiente inficionado no nos coloca en una fatalidad trágica. Hay muchos que han en­ contrado la verdadera vía. Y la difunden. Se requiere sa­ ber discernir entre las diversas doctrinas que se oyen o -se leen. No todo lo que brilla es oro. Circulan por ahí al­ gunas verdades nuevas, que en realidad son viejos errores. «La santidad propuesta por San Juan de la Cruz me pa­

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rece ir contra la parábola de los talentos. Y pienso en San Pablo: todo lo humano., a excepción del pecado, ha sido di­ vinizado por Cristo. Yo creo que todo lo que somos debe convertirse en materia de oblación per ipmm et in ipso, y de ninguna manera empeñarse en destruirlo. Hay en esa tendencia algo de jansenismo. A mi modo de ver, hay vo­ caciones especiales en la Iglesia según las épocas en que cada uno vive, y la vocación de San Juan de la Cruz res­ ponde sin duda a lo que necesitaba el mundo de su tiempo. Además, él era un contemplativo, y yo un militante de Acción Católica» 19. Perdonemos a estas lineas la petulancia y la increíble confusión de ideas. Las cito únicamente como índice del ambiente. Natural y sobrenatural llevan una pacífica con­ vivencia, sin el más mínimo contraste. Son medio herejes, «jansenistas», los que quieren crear discordia entre ellos. Se puede y se debe llegar al trato intimo con Dios, sin que esto imponga renuncia alguna. Junto a la preferencia por lo divino, existe hoy la más respetuosa conservación de todo lo humano. Tranquilidad alarmante. En mi opinión, es una prueba absoluta e incontestable de inautenticidad. Aplican la pa­ rábola de los talentos, que deben ser explotados todos a servicio del Señor. Sería el caso de aplicar, con la Tradi­ ción, aquella otra de querer servir a dos señores. San Juan de la Cruz es considerado también un patro­ cinador del rango preponderante que en la vida espiritual ocupa lo divino, Dios. Pocos han hablado con tanta vehe­ mencia y libertad contra el afán de fiarlo todo de indus­ trias humanas y poner las prácticas piadosas como centro de interés. Hasta aquí va de acuerdo con los modernos. No tardan en separarse. La diferencia está en conside­ rar al elemento divino como un superior complaciente, o por el contrario, exigente. El Santo hace descansar la vida espiritual sobre las virtudes teologales. Prueba de que bus,!’ «La Vie Spiritu«*llP», 74 <1946, I). 238.

ca a Dios. Pero la divinización está llena de consecuencias. Y estas consecuencias son temibles, aun en el terreno práctico* superiores en rigor a las de cualquier asceta tradicional.. No tiene necesidad de nuevos principios para ejercitar la ascesis. Son las mismas virtudes teologales, por una exigen­ cia intrínseca e inevitable de su desarrollo. Basta que las virtudes sean auténticas, que ellas se encargan de exigir,, una vez presentes. El amor es mucho más riguroso y des­ contentadizo consigo mismo que la misma ley. Esto ya suena a Evangelio. Por eso me resulta incomprensible un amor divino que entra en el hombre y se apodera de él sin encontrar resis­ tencia. Es un elemento divino muerto. Lo humano y lo di­ vino se unen, según la mentalidad moderna, como el leño verde y la pintura. Según San Juan de la Cruz, como el. leño verde y el fuego. Duele, llega hasta el fondo y trans­ forma. Se dirá que con esto venimos a parar al punto de par­ tida. Después de poner tanta diligencia en descubrir lo esen­ cial, terminamos recogiéndolo nuevamente todo. Pero nótese bien que las cosas han cambiado. Una cosa, es la actitud fundamental del espíritu, y otra diversa Iosejercicios que practica. Si al principio insistía tanto en se­ parar lo no esencial de la santidad, todo lo no teologal, noera por creerlo innecesario. Quería simplemente que el alma, se orientase bien, comenzase el camino bien advertida de que va en busca de Dios, y no de otra cosa alguna. El es* el centro y punto de referencia de todo lo demás. Tenemos, garantizada la actitud, base de la santidad. Una vez salvada y puesta en primer término la actitud divinizante, se puede y se debe buscar los medios concretosde santidad. Es verdad que recogemos por un lado lo que habíamos dejado por otro. Pero ya lo recogemos dignifica­ do y orientado por la actitud teologal previa. El hombre que, después de estar bien orientado, recurre a los ejerci­ cios ascéticos, sabe que no son la actividad principal. Si no le es posible utilizar unos, cogerá otros, o los omitirá todos.

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alguna vez, si las circunstancian lo aconsejan. No es es­ clavo, sino señor, de sus prácticas piadosas. Al cumplirlas, lleva la mirada superior que les confiere valor cristiano y divino : no son prácticas de paganismo honrado o de sim­ ple satisfacción penal. Para ese militante de Acción Católica y los que piensan «como él: San Juan de la Cruz vivió y fué Santo en su tiempo; ha sido declarado Maestro y Doctor en el nuestro.

C apítulo 9

M E T O DO T E O L O G A L

1.— P lan

de vida .

£1 cielo y la santidad, anticipación de aquél en esta vida, están fuera del alcance del hombre. Todos los esfuerzos serian inútiles, porque aquí no se tirata de heroísmos. Es­ tamos en un orden diverso. Por mucho que una flor suba en hermosura, no llegará nunca a embellecer su corola con un pensamiento. El hombre sólo tampoco puede hacer nada bueno ante Dios. Es un orden superior. Por eso le llamamos sobrenatural. Todos los esfuerzos empapados en esta ver­ dad: Dios tiene que hacerlo todo. Podemos fiarnos, porque ya está en ello. No obstante, quiere Dios que el hombre colabore en esta obra sobrenatural. Para eso le ha elevado. Al menos, quiere verle trabajar, aun cuando efectivamente nada con­ tribuya al resultado definitivo. El trabajo será una prueba de estima y de que se recibe el don con interés. La sal­ vación y la santidad son dones divinos, que cuestan su­ dores. No hay peligro de hacer injuria a la divina libe­ ralidad empeñándose con tesón en el propio mejoramiento. Toda diligencia es poca para buscar remedio a nuestra hu­ mana miseria. Puede haber exceso. Pero no en el trabajo, sino en la confianza que se le dispensa. Desplegar el esfuerzo con la convicción de que uno mismo se fabrica su santidad, aquí está el abuso. O pensar que, por el trabajo, Dios se la debe conceder inmediatamente. Se recomienda paciencia, pues

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Dios es muy dueño de sus dones. Por el hecho de que haya un peligro en el esfuerzo, no queda recomendada la pe­ reza o indiferencia. Este peligro es mucho más frecuente y más funesto: «Algunos tienen tanta paciencia en esto del querer aprovechar, que no querría Dios ver en ellos tanta* La vida sacramental y litúrgica nos pone junto a las fuentes mismas de la gracia. Con menos trabajo, mayores frutos. Pío XII ha explicado largamente y ensalzado estas ventajas en su encíclica Mediator Dei. No basta el esfuer­ zo. Es Dios quien ha de comunicar su gracia a través de los medios externos por El establecidos. Un elemento ne­ cesario, sin duda, el principal: la comunicación de la gracia por parte de Dios al hombre. En la misma encíclica, insiste el Papa repetidas veces en recomendar como necesario el recurso a prácticas per­ sonales. Tales ejercicios son necesarios al lado de la piedad litúrgica y comunitaria : meditación particular, visitas pri­ vadas al Santísimo, y los demás ejercicios de perfección en­ señados por los Santos. La generosidad de Dios no susti­ tuye, por tanto, el trabajo personal individual. Por su misma naturaleza, exige colaboración. Solemos hablar de preparación, pero la palabra se presta a confusiones. La mayoría la entienden de una preparación inmediatamente anterior y de atención actual. Colaboración dice más: in­ cluye la preparación lejana, la atención actual y las con­ secuencias que trae la explotación de la gracia depositada en el alma por el sacramento. Sin colaboración, la vida li­ túrgica se desvirtúa. Es un misterio y una gran verdad la ineficacia de la vida sacramental, mientras no se toma con diligencia más que ordinaria el arreglo individual y as­ cético del propio espíritu. Los sacramentos obran ex opere operato. Un hecho paralelo e innegable: almas que los re­ ciben con devoción y hasta con diligencia, y no mejoran. El hombre está obligado a colaborar. Tiene posibilidades para ello. Con método, naturalmente Po** eso, ha de ha»Noche oscura, i, 5, 3.



CRISTIANOS POR DBNTRO

cerse un plan de vida personal, o escoger entre los ya hechos. En el capítulo anterior se ha explicado cómo hay dos maneras diversas de concebir el ideal de la perfección cris­ tiana: hombre perfecto, hombre divino. Consecuencia nor­ mal es la existencia de dos posibles planes de vida diversos. Corresponden a los dos fines, cada uno al suyo. El hombre trazará o elegirá el camino, según el término a donde se proponga llegar. Habrá quien trabaje por formar un hom­ bre como Dios le desea. Otros van en busca del Dios mismo. Entiéndase bien. No hay exclusivismos en ninguna de las dos tendencias, como tales. Puede haberles en las per­ sonas que las siguen. Una y otra admiten la contraria y la asimilan. Cada una coloca en primera fila los medios que juzga más eficaces. Los demás entran subordinados a éstos. Con ello tenemos una orientación y disposición de ánimo suficientemente diferenciada. Sin deslinde matemá­ tico. Son los mismos elementos, diversamente ordenados. Un criado es diligente en el servicio de su amo, para cum­ plir con su deber y vivir sin reproches. De hecho contenta al amo. Puede, por el contrario, servir para tener con­ tento al amo, sabiendo también que por esa vía obtiene igualmente su bienestar. Ambas actitudes son buenas. En las dos intervienen los mismos elementos. El cambio de orden en ellos da ventaja notable a la segunda. Esta se­ gunda puede ser un simple desarrollo de la primera. Pero aquí la entendemos en cuanto se toma como método es­ pecial, adoptado ya desde el principio, vivido consciente­ mente. El hombre aplica su método en los puntos donde apli­ ca sus energías al mundo sobrenatural. Son las virtudes: teologales y morales, campo de su colaboración a la obra divina. Sin olvidar nunca que, en el ejercicio mismo de las virtudes sobrenaturales, es también Dios quien le eleva, incita y sostiene. Hay quien siente una tendencia primaria hacia las virtudes morales, en la ascética. Hay quien se in­ clina hacia las teologales. Dios amolda luego al programa

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la concesión de su gracia actual. Ayuda más en aquel punto donde el hombre centra su interés. Lema del programa moral: cumplir honradamente el pro­ pio deber; heroicamente, si las circunstancias lo exigen. La rectitud de una actividad dirigida, no por las reaccio­ nes instintivas del egoísmo, sino por una búsqueda cons­ tante y ñrme del bien. El alma va a conquistar el dominio de si misma, de las impresiones de la sensibilidad, que puede arrastrarla al pecado o a otros objetos a donde la voluntad no desea. Privación y esfuerzo, que no se hace por orgullo, sino por exigencias del bien moral. Sabemos que ese deber moral no es otra cosa que la voluntad de Dios sobre nos­ otros. Pero, fundamentalmente, lo vemos no como un triun­ fo de Dios, sino un triunfo del hombre2. No está Dios enteramente ausente de este paisaje. En teoría, el ejercicio ascético se hace en otro plano que el de las virtudes teologales. En la realidad, las virtudes teologa­ les intervienen, aunque sólo aquel tanto que va implicado en el ejercicio de las virtudes morales. Lo necesario para que las virtudes morales sean virtudes cristianas. Su movente efectivo no es lo que tales almas responderían, si les preguntásemos el motivo de sus esfuerzos, que sería pro­ bablemente Dios. Importa el movente que actúa sin refle­ xionar. La tendencia moral se vive plenamente en algunos am­ bientes. Pero todos sufrimos de ella un poco, pues afec­ ta a los mismos que no la aprueban como método. Al em­ peñarse seriamente en la tarea de santificación personal, la vista se acorta y descubre únicamente el fin inmediato: el hombre sin esos defectos que al presente trata de eli­ minar. La segunda tendencia, teologal, hace de Dios fin últi­ mos y fin próximo de toda la actividad interior. El lema es: agradarle en todo, unirse con El. Se desarrolla a base del ejercicio intenso y completo de las tres virtudes teo-* Cfr.

L e f e sv r e .

13

Vie et Priére, pp. 137-139.

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lógales: fe, esperanza y caridad. Se llaman teologales por­ que van directamente a Dios. Y eso es precisamente lo que se pretende. De hecho, se sigue la perfección moral en este ejercicio. Pero la disposición de ánimo la coge sólo de rechazo. El gran patrono de esta nueva modalidad es San Juan de la Cruz. Sus preferencias se revelan ya en el cambio de nombre: unión con Dios, en lugar de perfección. Frente a un asomo de suficiencia humana, coloca la tendencia in­ digente hacia Dios. Con esto queda señalado el punto de partida y divergencia entre los dos programas de vida es­ piritual. Pero no se ha detenido el Santo Doctor en esta primera reacción ante el nombre. Ha hecho de las virtudes teologales todo un sistema centrado en Dios, en Cristo. No se las pone como meta, sino como base del perfecciona­ miento ascético. Es indudablemente una gran novedad en la historia de la ciencia espiritual. No se conocía antes un sistema semejante. Tampoco se le ha explotado después3. Adviértase bien lo peculiar y grandioso de esta doctri­ na. No es que San Juan de la Cruz haya centrado la aten­ ción en el aspecto divino, perteneciente a las virtudes teo­ logales, dejando sin explicar ese otro aspecto de menor im­ portancia, que ordenan las virtudes morales. Ve en las virtudes teologales el medio para que el espíritu humano se una con Dios directamente. Nada hay en ello de parti­ cular. Lo interesante y atrevido de la novedad sanjuanista está en haber asignado a las virtudes teologales, inmedia­ tamente, como campo accesorio, aquello que los demás en­ cargan a las virtudes morales. Estas quedan reducidas a ser fruto o consecuencia del ejercicio teologal. A base de las virtudes teologales construye un programa de perfec­ cionamiento ascético. Lo llamaremos método teologal. Baste, por ahora, la conclusión de que encierra una ac~ 3 ün primer sondeo científico del tema hemos hecho en el estudio Vida teologal, durante la purificación interior. En «Revista de Espi­ ritualidad», 18 (1959), 341-739.

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titud y una actividad especiales. Veremos en seguida U manera de realizarlas. 2.—R ealización

práctica.

En línea de principios, aprobamos todos unánimemente esta idea genial de San Juan de la Cruz. Lo difícil es dar forma asequible al programa ascético teologal. Si esto se logra, resulta de una eficacia incomparable. Intentaré una exposición de lo que creo ser la idea de su mismo autor. El primer paso es consolidar bien los puntos fundamen­ tales de las tres virtudes teologales. Ya queda explicado en la sección anterior el sentido y la función de cada una de ellas. Esos pocos principios han de penetrar muy hondo, de manera que el alma obre en conformidad con ellos, casi por connaturalidad. Se consigue por medio de la meditación asidua y personal de tales verdades. Con ello hemos sim­ plificado mucho. Se conseguirá obrar bien sin apenas gas­ tar atención, que de este modo es reservada para ocupa­ ción más alta. Dicen los psicólogos: conviene procurar que el mayor número posible de acciones externas se ejecute bien automáticamente. Así la mente queda más expedita para su tarea específicamente humana y espiritual. Sin un convencimiento previo de las verdades cristia­ nas, es aventurado soltar el minucioso control ascético. Si falta este primer requisito, San Juan de la Cruz no se hace responsable de la eficacia de su sistema. Convencimiento que lleva consigo una determinación seria de consagrarse enteramente ai conseguimiento de la santidad, como a única dimensión digna, en sentido humano y espiritual, de la vida del cristiano. Es la tarea, tan necesaria y tan sencilla, de meditar el Evangelio. Muchos no -entienden esta exigencia. Es empaparse de cristianismo, sin mucha variedad de ideas. Lo que quitamos a la atención sostenida debe suplirlo el fondo del alma. Hemos de distinguir dos especies de normas concretas, antes de relegarlas a segundo término. Hay normas o leyes

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positivas y deberes bien determinados del propio estado. Por ejemplo, obligaciones de justicia. El conocimiento ma­ terial de tales deberes es indispensable e insustituible. No se puede dejar a la libre espontaneidad, ni a la mejor in­ tención. Si, con la mejor intención de servir a Dios gene­ rosamente, me pongo a obrar, es seguro que faltaré cons­ tantemente a las obligaciones particulares de mi estado. Estas deben leerse y conocerse en particular. Son funda­ mentos previos al ejercicio del método teologal, aunque también vivificados por él. Enterarse de antemano de estas cosas, que al mejor intencionado no se le ocurren por es­ pontaneidad. Por otra parte, las leyes positivas se recuerdan fácilmente, y se las practica, una vez conocidas, sin pensar a cada momento en ellas. No significan un peso mental. Existe otra serie de normas que la ascética ha ido de­ terminando acerca de las aplicaciones y modalidades de cada virtud. Son las que fatigan el espíritu, y pueden re­ emplazarse por el ejercicio teologal. Este campo es el que encomendamos a la tarea coti­ diana del espíritu4. San Juan de la Cruz denomina a la actitud que debe gobernar toda la actividad «atención amo­ rosa». Un suave pensar continuamente en Dios, acompaña­ do de amor, de tendencia confiada. A ratos, la atención amo­ rosa será actual. Y tenemos entonces la oración propiamente dicha, aun cuando externamente se ocupe en cosas ajenas a ella. Ordinariamente no pasará de una atención virtual, es decir, una atención que intelectualmente apenas se per­ cibe, pero eficaz en el obrar. Da color a toda la actividad del espíritu, y envuelve en un clima divino toda la exis­ tencia del hombre. Método que resulta más descansado y más meritorio. 1 No se excluye con esto la lectura de vidas de santos, donde se hallan tantas aplicaciones concretas. Como tampoco el estudiar las diversas formas de practicar la virtud. Todo ello es útil en tanto que se asimila. El peligro está en hacer de esas orientaciones una especie de leyes eclesiásticas, que se deben cumplir en toda ocasión y a toda costa. Son más difíciles de recordar que las leyes positivas.

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El ideal es que la atención amorosa absorba todo el campo moral e influya directamente en la ejecución de la obra virtuosa. Al principio, es motivo eficaz, pero no sufi­ ciente. Por lo general, las mismas circunstancias van recor­ dando lo material de los deberes externos, sin necesidad de pensar en ellos de antemano. Lo que preocupa y hay que prevenir es la conducta moral o estado de ánimo al hacerlos. Y éste brota espontáneo y uniforme de la dirección teologal predominante. El espiritual la aplica sin darse cuenta. Des­ cuido que no le impide conformarse a las más finas exigen­ cias de cada virtud. El calor interno y confuso lleva, sin saber cómo, a cum­ plir aun en cosas no estrictamente obligatorias, el propio deber o lo que más conviene. Lo puede hacer la psicología humana con la gracia ordinaria. Hemos encontrado muchas personas sencillas que cumplen a maravilla todas las virtu­ des del más escrupuloso tratado ascético, sin conocer por su nombre ni siquiera seis de las cincuenta que Santo Tomás enumera en la Suma. Al querer asemejarse a Dios, es natu­ ral que vengan a la conciencia las acciones que alguna vez ha conocido como convenientes. Por otra parte, las virtudes se infunden juntas, y a servicio de la caridad, por lo que conservan una fuerte vinculación a la recta orientación del alma. Si el espíritu logra orientarse, las virtudes siguen sin otro impulso. Tenemos a favor un hecho de experiencia cotidiana. Pongamos unas horas de continuo roce con los hombres. Se pueden vivir con la atención amorosa y el deseo general de ir a Dios. Se pueden igualmente pasar atendiendo a prac­ ticar las diversas virtudes morales que la ocasión vaya requiriendo y evitando todo lo que no permita la virtud. Transcurridas esas horas, juzguemos imparcialmente la diversa conducta. Aun haciendo el juicio a base de las vir­ tudes morales practicadas, probablemente se ha obrado con mayor rectitud en el primer caso que en el segundo. No se puede tener presente todo. Por atender a un punto, se des­ cuida otro más importante.

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La conducta de atención amorosa viene a ser la disposi­ ción de ánimo que crean, cuando son eficientes, lemas del tenor siguiente: procura ejecutar tus afeciones como lo ha­ ría Cristo en tu lugar. San Juan de la Cruz decía que hay dos maneras de arran­ car vicios y adquirir virtudes.5 Una más difícil y menos per­ fecta, consiste en fijarse en la virtud y vicio concretos, aten­ diendo al motivo particular de cada uno. Y trae un ejemplo. Sufrir las molestias por paciencia; vencer la tentación con­ traria con los motivos de la paciencia: porque sufrió Cristo, porque no es nada comparado con la gloria, por el mérito, etc. Y de modo proporcional, con cada una de las demás virtudes. Sería la realización de lo que llamamos método de virtudes morales. «Hay otra manera de vencer vicios y tentaciones y adqui­ rir y ganar virtudes, más fácil y más provechosa y perfecta, que es cuando el alma, por solo los actos y movimientos anagógicos y amorosos, sin otros ejercicios extraños, resiste y destruye todas las tentaciones de nuestro adversario y al­ canza las virtudes en grado perfectísimo.» Cuando se hace la obra buena o ataca el vicio, volar con el afecto a la unión con Dios. No es menester buscar pensamiento o motivos es­ pecíficos para cada virtud. Tenemos un remedio común, que hace conseguir más pronto y más perfectamente las virtu­ des y desarraigar los vicios, aun los que la persona misma no conoce. Supongo que la primera reacción del lector ante este Nos lo refiere el P. Elíseo, testigo ocular y compañero del Santo, en su obra Dictámenes de espíritu, núm. 5. Suelen traer esta obrita en Apéndice todos los editores de San Juan de Cruz. Reciente­ mente ha demostrado el P. Simeón que el dictamen núm. 5 está co­ piado al pie de la letra de un tratado de Hugo de Balma. Cfr. «Ephem. Carmelíticae». 11 '1960), 215-226. Nada cambia en nuestro caso. Sí el Santo lo copió es prueba de que expresaba bien sus propias ideas. Ni depende principalmente de él su método teologal. En este dictamen» sólo parcialmente se aplica el método teologal, o de atención amo­ rosa. Pero es interesante, porque da a conocer la orientación de su magisterio oral y confirma lo que sabíamos por sus escritos.

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método, apenas esbozado, ha sido hostil. Ha pensado desde el primer momento que es muy apto para perfectos, que son los que ya tienen conseguidas las virtudes morales. Entonces no es método ascético. Pero, siguiendo este camino, ¿qué se­ ría de nosotros, principiantes? San Juan de la Cruz se ha anticipado a semejante aprensión. Se acuerda, con delica­ deza, de los principiantes. ¿Pueden éstos utilizar el método? Sin duda ninguna. Deben primeramente recurrir a la ten­ dencia teologal, intensificándola cuanto les fuere posible. Como es aún débil en ellos, en casos de violencia no será suficiente. Entonces deben echar mano además del motivo de la virtud moral que está en causa. De este modo, se acos­ tumbran a dar orientación teologal a su vida interior ya desde antes de que ésta pueda en ellos desplegar plenamente. Nada tiene de particular que se presenten casos de insu­ ficiencia en los principiantes. Los mismos perfectos se ven obligados, en algunas ocasiones, a pensar que hay cielo e infierno y que todo se acaba, para mantenerse fieles. La psi­ cología humana tiene ratos de embotamiento y entonces no percibe la eficacia del motivo divino. Confesiones intere­ santes sobre estos momentos de baja tensión en las almas santas ha dejado Santa Teresa. No convendría llamar presencia de Dios a esta actitud permanente. San Juan de la Cruz no gusta de ese nombre. «Presencia de Dios» pone de relieve casi exclusivamente el elemento intelectual. «Atención amorosa» añade un ele­ mento nuevo, más importante que el mismo conocimiento: el afecto. La atención del entendimiento y el amor de la voluntad se funden y nos dan esa maravillosa disposición del espíritu, que llamamos «actitud teologal», o, con San Juan de la Cruz, «atención amorosa». El ejercicio teologal dispone de dos medios complemen­ tarios que favorecen su desarrollo y garantizan su eficacia. Son la oración y el examen de conciencia. Ambos deben ha­ cerse de manera apropiada. La oración desarrolla positi­ vamente, el examen preserva. Para que las virtudes teologales alquieran vigor y se apo-

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deren de la entera actividad, necesitan un cierto tiempo de especial cultivo, con clima peculiar. Lo encuentran en la oración, entendida en sentido estricto. Oración es un con­ cepto que algunos no acaban de asimilar. Hay una oración llamada de súplica. De ésta se habla en el Evangeglio. La ciencia espiritual ha ido introduciendo un nuevo con­ cepto. Los Santos Padres añaden a la súplica una elevación de la mente de Dios. Con ello tenemos las dos direcciones: peticiones y ofrecimientos del hombre, junto con luces divi­ nas y nuevas fuerzas. La oración es un trato con Dios. La oración de súplica ha gozado siempre de la misma estima en la espiritualidad cristiana. La segunda forma ha ido ga­ nando terreno poco a poco, hasta que con Santa Teresa pasa al centro de la vida interior, donde aún continúa. Y con razón. Santa Teresa la define con profundidad y exactitud teológica: «tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama».6 Es exactamente la definición estricta de la caridad teologal en ejercicio. Ahora comprendemos su importancia. No merecía tanta, si solamente fuera pensar en Dios y pedirle mercedes. Estas horas de especial cultivo son imprescindibles, para que las virtudes teologales gobiernen eficazmente la vida entera. La oración frecuentada acaba por convertirse en ta­ rea continua. Y entonces toda otra tarea es oración. Oración,, que es vivencia teologal. La falta de control inmediato en el método teologal pu­ diera degenerar en desbandamiento del espíritu, o en indo­ lencia. Se hace necesaria una precaución, que además es fuente de continuo progreso ulterior: el examen frecuente de las potencias. Mirar lo que aparta del trato con Dios, hacia dónde se inclinan los sentidos. No es una estadística del nú­ mero de faltas. Interesa la ocupación de las potencias, ver qué objeto las absorbe. Y poner remedio. Con esta pequeña fianza de control superior, queda garantizada la libertad en 6 Vida, 8. £S.

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todo el resto. En dos meses, asegura San Juan de la Cruz, alcanzarás oración perfecta 7. 3 .— V e n t a ja s del método teologal.

San Juan de la Cruz, que ha introducido el cambio, es el encargado de justificarlo. ¿Qué motivos le han llevado a escoger un rumbo nuevo? Sabemos que no lo ha hecho in­ conscientemente. Sus motivos son reales y eficaces. No obstante, hay que ponderarlos con discrección y sin­ ceridad. Discrección, porque algunas de las ventajas que el Santo aquí sugiere se fundan en que se haya adoptado una determinada modalidad de vida espiritual. En nuestro caso, recomienda, sin restricciones, el régimen de libertad interior. En el clima de la espiritualidad carmelitana, es una conce­ sión normal. Quizás no sea de tanta utilidad a espirituali­ dades más disciplinadas, como la ignaciana. Añado esta limitación, por un deber de honradez. En la práctica, pienso que todas las ventajas valen para todos. Donde no se puede aplicar a la letra el método teologal, sir­ ve su espíritu, practicándole, aun cuando no se abandonen todos los elementos del método ascético, como la virtud en ejercicio por semanas, o por meses. Son muy serios los re­ paros que San Juan de la Cruz pone a la ascética común, y a todos será provechoso tenerlos en cuenta. La sinceridad evitará que se continúe ciegamente con un método que, a pesar de ser el mejor, a una persona determinada se ve que no le resulta. La imperfección radical de las virtudes morales consiste en que, por sí mismas, no unen con Dios. Este defecto conna­ tural es remediado por la compañía de las virtudes teologales y de la gracia, que orientan y dignifican. Pero el peligro asoma constantemente: si no es con una vigilancia extraor7 Cfr. C risó gon o de J e s ú s . O. C. D.. Vida de san Juan de la Cruz. c. 17, 4.* ed., Madrid, BAC. 1960. p. 307.

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diñaría, no se evitará que las virtudes morales sigan su ca­ mino, y trabajen para el hombre. Consecuencia normal es que, quien se apoya primariamente en ellas, acaba traba­ jando para sí, fomentando el egoísmo. He encontrado muchos esclavos de sus buenas costum­ bres. Comienzan a hacer una cosa buena o a privarse de algo por mortificación. Después de cierto tiempo, se hace una costumbre, y poco después se convierte en superstición. No se permiten a sí mismos una sola excepción. Toda su glo­ ria está en no haber condescendido nunca. Aquí ya no inter­ viene Dios para nada. Es la adoración de la práctica. Si una sola vez faltan a ella, aun cuando sea por obediencia, tienen la impresión de haberlo perdido todo. Una persona que ja ­ más ha probado el vino, por mortificación. Al cabo de varios años, ya no se priva por mortificación, sino por cobardía. Respeto supersticioso a la costumbre. Tiene el orgullo, ante los demás y ante ella misma, de no haberlo probado nunca jamás. Las almas interiormente orientadas hacia Dios proceden con mayor libertad en este sentido. Como no dan importan­ cia a cada una de las prácticas ascéticas en particular, con magnanimidad las omiten, cuando hay alguna razón para ello. Saben que nada se pierde obrando con libertad. Gozan de un holgura envidiable. Si advierten que una costumbre quiere dominarles, la suprimen. Basta hacer algunas excep­ ciones, y se seca la raíz. En el caso concreto citado, sienten que el abstenerse del vino o de otro uso no pecaminoso les esclaviza. Entonces lo toman alguna vez, y luego continúan la mortificación. Pero ya cayó la gloria de no haberlo be­ bido nunca. Si luego se abstienen, es porque lo creen conve­ niente para su vida espiritual. Es un ejemplo relativamente Taro de un fenómeno con muchas manifestaciones.8 Obran ' No se pueden hacer todas las aplicaciones posibles de una regla o norma. He procurado evitarlo. A veces por brevedad, a veces por conveniencia. «Por eso las comparaciones no es lo que pasa; mas sá­ case de ellas otras muchas cosas que pueden pasar, que ni sería bien señalarlas ni hay para qué.» S . T e r e s a , Moradas, III, 2. 6.

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por amor. El amor nos hace hijos de Dios, y no esclavos de una costumbre nuestra, por muy buena que parezca La comodidad psicológica recomienda el uso del método teologal. Una tendencia enraizada en la psicología de los espirituales está en querer disponer, en cada obra que eje­ cutan, de un cúmulo de pensamientos concretos referentes a ella: qué virtud practican con esa acción, pensamientos consoladores que animen a ejecutarla, el motivo próximo, los propósitos que han hecho, en qué grado de perfección se encuentran, etc... De ahí que se desviven por leer y recordar preceptos espirituales, por aprender métodos detallados de ejercitar las virtudes. «Muchos no se acaban de hartar de oir consejos y aprender preceptos espirituales y tener y leer muchos libros que traten de eso, y váseles más en esto el tiempo que en obrar la mortificación y perfección de la po­ breza interior de espíritu que deben» 9. Incurren en semejante defecto no sólo las personas in­ útilmente preocupadas de buscar mil detalles y maneras ingeniosas de practicar la virtud. Sucede cosa parecida aún a los mejor intencionados. Es un vicio que las virtudes mo­ rales no causan, pero mantienen y fomentan. Son tantas las ^exigencias y aplicaciones de cada virtud, que, si el espíritu se esfuerza en tenerlas presentes, queda martirizado por la violencia que supone el recordarlas. Por otra parte, es inevi­ table el recuerdo, en ese método, para obrar. Quien se guia por él, no puede prescindir de tales detalles, porque se queda .sin nada. Una vez adquiridas, las virtudes morales se practican sin gran esfuerzo de la atención. Por eso, San Juan de la Cruz no es enemigo, naturalmente, de que se posean. Le dis■gusta que se trate de adquirirlas centrando el esfuerzo en ellas. Por esta vía hallamos grave dificultad y escaso ren­ dimiento. La simple atención amorosa, como ya se ha expli­ cado, o deseo eficaz de agradar a Dios, desprende del mundo y hace practicar el bien aún en detalles, sin haber pensado 9 Noche Oscura, 1, 3, 1.

en ellas. Ahorra el cansancio mental. El esfuerzo se aplica, al objeto de la virtud, no a recordarla. Es difícil que se logre evitar el egoísmo con el método de' virtudes morales. Estas centran el interés en el hombre, en reconstruir sus ruinas, y habilitar sus facultades caídas. Mu­ chas prácticas virtuosas, mientras en el fondo perdura al hombre viejo. Hay algo de humanismo en esta actitud. San. Juan de la Cruz está convencido de que no se puede salvar al hombre entero. Una rectificación de la actividad es cas! nada. Es necesario aniquilarle provisionalmente, para reno­ var desde los fundamentos. El pecado no es para muchas personas una ofensa de Dios, sino una molesta compañía. Trabajan por librarse de él, no porque molesta a Dios, sino porque les molesta a ellos mismos. Creerías un?, laudable costumbre, sin trampa, la necesidad que algunos sienten de confesarse en la vigilia de todas las fiestas. Y en sí misma, lo es. Pero me hace sospe­ char de su autenticidad una singular prolongación. Algunos de esos se confiesan igualmente la víspera de una fiesta profana. Para más gozar, quieren quitarse de encima la carga enojosa del pecado. La enfermedad del desaliento es también creación del método detallista. Pongamos un alma que ha caído en fal­ tas veniales veinte o cincuenta veces seguidas. En un plan de trabajar por Dios, ésto nada significa, ni motiva un des­ censo en la tensión. Tanto agrada a Dios su buena conducta después de esas cincuenta caídas, como de recién confesado. Pero, en el plan humano, después de tres caídas, falla el ánimo, porque falta la ilusión de sentirse fuerte y limpio. Y sucede lo que era de temer. Se esfuerza con interés el primer día después de la confesión o después del propósito. Luego viene las quiebras inevitables en el propósito. Como conse­ cuencia, se suprime el interés batallador hasta la próxima confesión. Y, como esas caídas persisten, la pobre alma desa­ provecha por inercia tres cuartas partes de su tiempo y de sus energías

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Hay en el método teologal una última ventaja de orden teológico y espiritual. Parace ser la que más ha influido •en la decisión de San Juan de la Cruz. El mismo la califica «de «divino provecho».10 Es la pobreza espiritual. Las virtudes morales llevan de ordinario inherente algún acto externo u otro elemento de fácil percepción. Centrando el interés en ellas, el alma percibe su progreso y sus bienes •casi por momentos. De donde nace cierta satisfacción y pro­ piedad interior. Si, por el contrario, se vuelca la atención en las virtudes teologales, cuanto más avanza, más siente la exigencia y necesidad de ulterior amor. Consiguientemente se sigue cre­ yendo indigna y lejana de la meta. Advierte, sin duda, el progreso de las virtudes morales, que se desarrollan pa­ ralelamente. Pero no le da importancia, embebido como está en las deficiencias de su trato con Dios. De este modo, man­ tiene la pobreza de espíritu y no quita a Dios la satisfac­ ción que El tiene en ser el primero y el único que goce de nuestras buenas obras. «Dios nos libre de nosotros. Denos lo que El se agra­ dare y nunca nos lo muestre hasta que El quiera. Y, en fin, el que atesora por amor, para otro atesora, y es bueno que él se lo guarde y goce, pues todo es para él; y nos­ otros, ni verlo de los ojos ni gozarlo, porque no desfloremos a Dios el gusto que tiene en la humildad y desnudez de nues­ tro corazón y desprecio de las cosas del siglo por El. Harto descubierto tesoro es y de gran gozo ver que el alma ande a darle gusto al descubierto, no haciendo caso de los bobos del mundo, que no saben guardar nada para después» 11. San Juan de la Cruz no es amigo de cálculo y control en las relaciones con Dios. Prefiere un alma previamente bien convencida, que luego procede con libertad, sin medir a cada momento avances y retrocesos. Cree que esto es 10 Subida del Monte Carmelo, 3. 29. 3. n S an J uan de la C r u z , Carta. 32.

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prestar demasiada atención al hombre. Y la vida espiritual es una búsqueda de Dios. 4.—No HAY MATEMÁTICAS. Un método de trabajo que no cuida de medir el rendi­ miento suscita inquietud. Hay egoístas, que piensan en sus méritos. Hay también afligidos, que, por circunstancias ad­ versas, tienen muy limitado su trato directo con Dios. Para ambos tiene la Teología reservadas enseñanzas a propósito. Vive engañada Santa Teresa durante algunos años. Está creyendo que el amor a Dios y las demás virtudes sola­ mente crecen en el retiro y en el trato directo con El, Sufre cuando la necesidad la obliga a distraerse. Sufre tam­ bién cuando ve a otras personas barajeadas por la obedien­ cia: «y pensaba yo en mí, y aún se lo decía, que no era posible entre tanta baraúnda crecer el espíritu» 12. Le duele no pasar mucha parte del día apartada y embebida en Dios. Por ignorancia. En las horas de entusiasmo sobrenatural, todos hemos sentido, como Santa Teresa, una especie de compasión ha­ cia las personas a quienes la vida absorbe en trabajos exte­ riores, tal vez puramente materiales. Después de tantas ilu­ siones por seguir una vocación sacerdotal o religiosa, o simplemente cristiana, hemos de pasar la vida ocupados de un trabajo material, que ni siquiera permite mantener la mente en contacto con lo divino. ¿Y el mérito? Si mis de­ beres de obediencia casi no permiten ni pensar en Dios. Es una nostalgia sincera. El egoísmo la empuja y deforma. Son muchas las ma­ neras en que uno puede servir a Dios. ¿Qué principio me guía en la elección? Con frecuencia mueve la avaricia de cosas sobrenaturales. Se prefiere lo que acarrea mayor mé­ rito, lo que menos impide el ejercicio del amor actual, lo «

Fundaciones,

5, 6.

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que tiene indulgencias. En definitiva, la conducta va orien­ tada por las ventajas personales que proporciona. Dos preocupaciones mantienen esa tendencia. La más in­ fluyente es, sin duda, la de mirar por sí. Se piensa en los méritos, no en lo que Dios desea. Acaso El prefiere verte distraído en un oficio humilde. Pero tú escoges algo mfo digno, con el pretexto de que en esta manera te conservas más constantemente en amor actual. También buscamos el recogimiento o la ocupación directamente espiritual, por el miedo de cometer faltas. Y no es temor infundado. La ex­ periencia nos lo demuestra. Esta preocupación es legítima^ pero no tiene efectividad en el campo sobrenatural. El ta­ lento mejor conservado sería, en el Evangelio, el de aquel que lo escondió en un pañuelo y lo presentó impoluto. No obstante, Dios prefiere los otros, aumentados, aunque mano­ seados por el tráfico. Amor egoísta, que equivale a decir que no es amor. En fin, los culpables lo pagan. Que, mientras vegetan raquíti­ cos en un ambiente de cosas divinas, ven a estos otros crecer señeros en medio de cosas materiales y profanas. A Santa Teresa la experiencia le hizo advertir su error. Muchas personas que habían conocido faltas de espíritu cinco o diez años antes, se presentaban ahora encumbradas en perfección y libertad de espíritu. Preguntados, confesa­ ban no haber tenido durante todo ese tiempo un día libre para pensar en sí, sino siempre ocupados en cosas de obe­ diencia. La Santa, sorprendida, cambia de criterio: «¡Oh dichosa obediencia y distracción por ella, que tanto pudo al­ canzar!» 13. Ciertamente, es un argumento válido el de la experien­ cia. Pero más fuerza tiene aún la teología, que en esta oca­ sión se pone a favor de los que no cuentan. Recordemos las leyes del aumento en la gracia y las virtudes. Son hábitos sobrenaturales. Por tanto, la caridad sobrenatural no crece directamente debido al ejercicio o a la obra buena. Yo i*

Fundaciones,

5, 7.

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puedo acrecentar la memoria con el simple ejercicio, yo mismo, directamente. En el orden sobrenatural, es Dios quien infunde sus dones, y se ha reservado con total ex­ clusividad el oficio de aumentarles. Aun cuando alguien pase el día entero en amor actual de Dios, él mismo no desarrolla mínimamente su amor divino. Merece el aumen­ to y se dispone a recibirlo. Dios lo hará, sin duda. Tiene sus leyes en la distribución. Sabemos que por tales obras hay un mérito determinado. Quien las ejecute, lo ob­ tiene. Dios es fiel a sus promesas. No porque llevemos in­ terés egoísta en su servicio, nos priva del mérito que El mismo ha vinculado a cada obra. Pero, por encima de todo, está el amor desinteresado. Y ahí aumenta sin medida. Al que pasa el día en continuo amor actual, pensando en en­ riquecerse, Dios le concede una mejoría. A otro que ha es­ tado distraído en su servicio, olvidado de sí mismo, le da lo que quiere. Dios no hace injuria al calculador. Le da lo que merece. Pero, sin duda, sale ganando el que recibe sin ley determinada. Es elocuente la parábola de los llamados a trabajar en la viña. Dios, diríamos vulgarmente, tiene la sartén por el man­ go. Lo mejor es no reclamar derechos, sino hacerse amigo suyo. Una prolongación de la imagen de la sartén nos lo muestra. Quien se acerca al cocinero alegando enfermeda­ des, debilidad, hambre, etc..., obtendrá de él un trozo de pan y una sardina. En cambio, el que es amigo del cocinero, sin que alegue títulos ni pida nada, con una palmadita en la espalda, puede estar seguro de que no quedará con ham­ bre, ni comerá pan solo. El orden sobrenatural está hecho de forma que llevan toda la ventaja los que no cuentan. Con las almas generosas, que no se buscan a sí mismas, Dios es mucho más generoso. No les cuenta las faltas. Caen necesariamente mayor número de veces. Siempre se conser­ va uno más limpio en el retiro, que en el trato con los hombres. Pero como Dios no quita puntos según las mate­ máticas, sino según el amor que ve, resulta que sus ami­ gos desinteresados siempre salen ganando. Al amigo no se

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las cuenta, aun cuando caiga veinte veces, mientras a ese otro calculador le anulan todos los méritos y progresos esas caídas diarias que debe cometer, como todo hombre. «Porque Dios es de manera que, si le llevan por bien y a su condición, harán de El cuanto quisieren; mas si va sobre interés, no hay hablarle» 14. Con Dios no se puede. Tiene la gracia en su mano. Prometiendo darla a determinados actos, no ha renunciado a concederla en mayor abundan­ cia a quien El crea conveniente. Y usa de esta libertad como ley ordinaria. Es mala cosa trabajar por interés en cosas sobrenaturales. El cielo hay que esperarlo de su mano, y no de la nuestra. Y sin olvidar que esas gracias eficacísimas de orden extraordinario Dios las concede únicamente a quie­ nes le sirven sin interés15. Es natural que Dios quiera ver a sus amigos trabajar un poco, y no estar siempre a contemplarle. En el amigo que­ remos ver alguna habilidad, algún valor, además del amor a nosotros. Le amamos mucho más. Como la esposa al ma­ rido que no está todo el día sin salir de la cocina, mirán­ dola a ella. Un amigo, que es sólo amigo, es una lapa. Por esta libertad suprema con que Dios distribuye mé­ rito y premio, no puede nunca llegarse al contraste que al­ gunos imaginan: entre el que tiene mayor mérito, porque ama a Dios con más constante actualidad, y el que merece menos, pero le agrada más, porque se ocupa generosamente en cosas que Dios le pide, viviendo en ordinaria distracción. No existe contradicción alguna. Al primero le premia se­ gún las leyes ordinarias de la gracia. Al segundo, no según ley, sino según su bondad. Y no hay duda que este último sale ganando. A ignorancia son debidas las sorpresas de quienes se asustan al ver adelantar constantemente a al­ mas embebidas en tareas exteriores. Dios ha visto que quie­ ren servirle, y las premia con medida redundante, mejor dicho, sin medida. i » S an J uan de la C r u z , Subida del Monte Carmelo. 3. 44, 3. 15 Subida del Mente Carmelo, 2, 32. 14

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Me deleita recordar una anécdota conmovedora de aquel gran escriturista dominico, que fué el P. Lagrange. Tiene entonces ochenta y dos años, consumidos literalmente en su trabajo increíble de investigador y de escritor. Le queda una semana de vida, que se le acaba por agotamiento. El mismo se da cuenta, pues los brazos y la vista no le res­ ponden. No obstante, sentado a la mesa, está corrigiendo las últimas pruebas de un artículo suyo. Más de uno pen­ saría que su constancia es el apego de un científico em­ pedernido. En esa actitud le encuentra uno de sus discí­ pulos. Este muestra admiración, al verle hacer tanto es­ fuerzo. El P. Lagrange le dice, con nostalgia: «¡Cuánto mejor estaría yo preparándome a la muerte! Pero... así son las cosas. El P. General insiste en que continúe. En fin, sea lo que Dios quiera» 16. ¡Qué necios somos, cuando procuramos eludir las ocu­ paciones viles, que vemos nos está pidiendo Dios! Con ellas seriamos menos hombres, menos santos. Nunca hemos pen­ sado que no se trata de ser más hombre, ni más santo. El ideal es agradar a Dios. Y ésta es la verdadera santidad, que trae consigo todas las virtudes, quizá sin haberlas ejer­ citado. Si te hacen un servicio grande, el servidor te pasa la cuenta. Cuando el servicio es insignificante, prefieren no exigir el precio a que tienen derecho. Si preguntas «¿Cuán­ to es?», te responderán: «Lo que usted quiera?». Sabe que, abandonándose a tu libre generosidad, recibirán más de lo que merecen. Por ejemplo, los maleteros en las estaciones. Ante Dios, nuestros servicios son siempre insignificantes. Haz como ellos. No reclames ni siquiera eso poco a que, por promesa divina, tienes derecho. Sirve con abandono, y al final extiende la mano a Dios: «Lo que Usted quiera».

16 P. M. 1943, p. 17«.

B ra u n ,

L’oeuvre du Pére Lagrange. Fribourg en Suisse,

C apítulo 10

ORACION 1.— N ecesidad de D io s .

Diligencias, método, interés sincero. Todo un plan estra­ tégico y un buen grupo de fuerza armada a la conquista de la perfección cristiana. Parece cosa hecha. Inesperada­ mente nos sorprende un primer fracaso. Será falta de pru­ dencia—pensamos—. Se doblan las precauciones y nuevo intento. Nuevo desengaño. Y así muchas veces. ¿Por qué no escarmentar? Años enteros pasan casi todas las almas, aun los Santos, repitiendo el ataque en toda regla a la con­ quista de la santidad. Finalmente, llega la madurez, que no es todavía la conquista. El hombre piensa desde muy dentro: aquí no valen in­ dustrias. Aunque sean sinceras. Hay que confesarlo: no puedo nada. Como la confesión no es aún la medicina com­ pleta, viene la prueba. Es tristeza consoladora llorar por haber caído. Es una angustia sin posible consuelo llorar por tener que caer. En los momentos de buena voluntad, duele estar convencido de que poco después se hallará hundido en el abismo que ahora tanto aborrece. Santa Teresa sufrió el desgarro: «Aquí eran mis lágrimas y mi enojo de ver lo que sentía, viéndome de suerte que estaba en víspera de tornar a caer, aunque mis determinaciones y deseos en­ tonces, por aquel rato digo, estaban firmes» 1. Lágrimas por el pecado cometido, y lágrimas por pensar que lo iba a co» Vida. 7, 19: cír. Ib. 6, 4.

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meter de nuevo, y lágrimas por pensar que no eran sinceras las lágrimas de arrepentimiento. Entre la espada y la pared, y, en el suelo, ascuas. Es común el fenómeno, ya que no la intensidad. En la hora de fervor brota un propósito que remedie el punto débil. Ya otras veces se ha hecho el mismo. Un presenti­ miento fundado avisa que a los pocos momentos vas a olvidar el propósito y abrazarte con aquello que al pre­ sente tanto rehuyes. Y no hay remedio. Impotencia fa­ tal. De esta manera, la experiencia nos viene a conducir a una verdad en la que debiéramos ya estar asentados por fe: sin Jesucristo no podemos hacer nada2. El principiante suele estar convencido de que conoce pro­ fundamente su nada. Es sincero, pero está equivocado. ¡Qué diferentes se ven las cosas, después de algunos años de con­ tinuo esfuerzo! Dura experiencia, y al mismo tiempo im­ prescindible para la santidad. Lo grave es que, en este punto, a nadie aprovecha la experiencia ajena. Tú, perso­ nalmente tú, tendrás que palpar con tus manos tu propia miseria. No hay estudio, ni atajo posible que evite el pasar por esta experiencia. La impotencia, comprobada una y otra vez, es la única maestra. Muchas veces hemos leído, y así lo creemos, que la fe es un don sobrenatural que Dios concede gratuitamente a quien El quiere. No obstante, sólo a medias estamos con­ vencidos de esta verdad. La realidad nos hace verlo de otra manera. Dios nos libre de una experiencia personal. En el contacto con no creyentes, se encuentran personas que ven el cristianismo con simpatía, aman a Dios, viven bien, quie­ ren creer, pero... no pueden. Entonces es cuando repetimos convencidos de verdad: la fe es un don sobrenatural, gra­ tuito. Se siente la impotencia ya en el primer paso de la vida sobrenatural. No podemos creer sin una gracia especial de Dios. La misma dificultad exactamente se repite a lo largo * J n . 15. 5.

ORACION

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de todo el camino: sin Mi no podéis hacer nada. Hay que convencerse de ello pronto. Cuanto antes, mejor. Dios no en. comienda sus tesoros, mientras quede en la conciencia un solo punto de apoyo personal. Las noches pasivas mues­ tran cu£n duro resulta llegar a semejante convencimiento. Comenzó creyéndose que la vida espiritual era cuestión de bríos y puños. Acaba por reconocer que es un ejercicio de paciencia y resignación. El hombre se creía suficiente. Trata con Dios un poco a lo fariseo. Da gracias a Dios por la gracia recibida, per los ánimos y los deseos de san­ tidad que le otorga. Reconoce que todas sus energías son don divino. Pero no basta. Hoy, ese mismo hombre habla como el publicano: ora. Laborioso camino interior que nos lleva a ese estado de ánimo. La oración es un deber. Pero un deber tan espon­ táneo como el de cubrirse para evitar el frío. Un publioano que ve insuficientes sus ayunos y penitencias para borrar sus pecados. Ninguna referencia a méritos o buenas obras. Ni siquiera a buena intención o buenos propósitos. Una fórmula, mucho más simple, de sentida oración: Señor, sed piadoso conmigo, porque lo necesito y Os necesito. Dios, que sembró en el alma la semilla, estaba esperan­ do que brotara el sentimiento de necesidad. No hay por qué complicarlo. La oración no es un lujo, sino una pura necesidad. No es un viaje de recreo. Es una vuelta, con momentánea permanencia, a nuestra única patria. Puede haber en ella algo de egoísmo. Como en la actitud del marinero que reza en la hora de la tormenta. Pero no hay duda de que Dios lo ha querido así. Y le agrada el brote de devoción en medio de la necesidad. ¿Es que vamos a tachar a la esperanza de egoísta? 2.—Trato

de amistad .

El hombre se acerca a Dios porque necesita de El. Al principio, no busca un amigo, sino un sostén. Es normal

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una actitud de grande reserva, al entrar en contacto con la divinidad. Contentarse con lo esencial, mientras Dios mismo no dé señales de permitir más. Oración de súplica, con el complemento natural de adoración y gratitud, por parte de quien se conoce dependiente y atendido. · Ahí se hubiera detenido la Humanidad entera y los in­ dividuos, si Dios no se hubiera dignado acortar las distan­ cias. Oración de súplica es una realidad insustituible en la vida religiosa del hombre. Pero es superable. Jesucristo co­ loca a nuestro lado su Divinidad. Dice cosas increíbles sobre el amor que Dios profesa al hombre. El mismo, que es Dios, lo ha demostrado. Nos llama, y quiere que lo seamos, sus amigos. Evidentemente, una disposición de ánimo de este género, en cuanto interviene, absorbe las demás. Hemos dado ya la definición que nos ha dejado Santa Teresa. Ella justifica sobradamente la valoración desmesu­ rada que hoy se hace de la oración en la vida espiritual. Coincide con la definición que da Santo Tomáis de la cari­ dad teologal. Y, con ella, de la fe y de la esperanza. Por eso, me urgía ponerla aquí al final como coronación y com­ plemento de toda la vida interior. Hay quien ignora u olvida que la oración es eso. Son muchos. Piensan que es un tiempo dedicado a pedir gra­ cias y hacer propósitos. Su único valor residiría en los buenos efectos que después produzca. Tanto vale, cuanto vale en función de la vida que luego se vive de ella. La definición teresiana no tolera esta idea ramplona. La ora­ ción tiene un valor intrínseco, prescindiendo de las obras que cause. Es la práctica inmediata, directa, del amor de Dios. Es la actividad más valiosa, lo único que vale en la vida del hombre. La oración, como medio y como realidad, bien merece el puesto que hoy ocupa. El valor interno de la oración impone una nueva me­ dida del tiempo que se le debe conceder. Según algunos, valen más diez minutos de oración en una persona des­ prendida, que una hora en quien está cargado de afecciones

ORACIÓN

_

215

desordenadas. Pienso lo mismo. Y nadie se opondrá al prin­ cipio, considerado en general. Aplicado en concreto, no dice nada sobre el tiempo que conviene dedicar a tan santo ejer­ cicio. La hipótesis se parece a la de aquel que prefiriera un soldado alemán con fusil a un soldado inglés sin armas. No se comparan soldados, sino armas. En vez de comparar diversas medidas de oración, se comparan diversas disposi­ ciones ante ella. Si comparamos el tiempo, suponemos que la disposición es en ambos casos idéntica. Si la oración contiene un valor suyo especifico de ca­ ridad teologal en ejercicio, tenemos que es la ocupación ideal del hombre. A ella debe dedicarse expresamente todo el tiempo que la voluntad divina no requiera para otra cosa. No basta con hacer propósitos y peticiones. Es la segunda parte de la oración, que se hace en poco tiempo. Queda el trato de amistad con Dios, que se prolonga todo lo que permitan las circunstancias. Los activistas creen no nece­ sitar de la oración, por haber adquirido un cierto dominio espiritual, que les permite tomar sus decisiones en plena actividad. No saben qué es oración cristiana. Tomemos la oración como simple medio de vivir bien. Ni aquí son de eficacia las decisiones tomadas en breve. Suponemos que se trata de personas desprendidas. Santa Teresa ve aquí una dificultad. Parece al alma que cada una de las gracias que Dios le concede deja todas sus virtudes en madurez. Al repetirse el mismo favor, siente que su espíritu mejora notablemente. ¿Por qué no basta una sola de tales mercedes para hacerla perfecta? Responde con dos ejemplos: «También pensaba yo esta comparación: que puesto que sea todo uno lo que se da a los que más ade­ lante van que en el principio, es como un manjar que co­ men de él muchas personas, y las que comen poquito, qué­ dales sólo buen sabor por un rato; las que más, ayuda a sustentar; las que comen mucho, da vida y fuerza [...]. También una compañía santa no hace su conversación tan­ to provecho de un día como de muchos; y tantos pueden

CRISTIANOS POR DENTRO

2 1«

ser los que estemos con ella, que seamos como ella, si no» favorece Dios» 3. Esto sucede aún en los casos en que Dios infunde las verdades en el alma con eficacia extraordinaria. Con mucha mayor razón, cuando las sembramos nosotros, aunque coa ayuda divina. Sin prisas. Las verdades se hacen personales, carne y sangre propia; por un proceso de asimilación muy lento. Ciertamente basta un momento para que lleguen a la noticia y las haga suyas la voluntad. Pero es suficiente el momento siguiente para que se borren hasta las huellas. Comienza la oración. Al primer minuto, un propósito fir­ me de ser caritativo o humilde, y ya quiere salir inmedia­ tamente a buscar ocasiones de practicarlo. ¡Calma! Que las ocasiones no van a faltar del mundo, aun cuando es­ peres una hora o unos días. Lo mismo que sucede en los Ejercicios Espirituales o retiro. Se formula el propósito el primer día, y no se piensa a continuación más que en aca­ bar. No se apuntala ulteriormente la decisión, porque se la cree firme. Y no lo es. Desconfiar de los primeros movi­ mientos, en mal y en bien. Vienen y se van sin contar con nadie. El hombre cauto tampoco cuenta con ellos. La cons­ tancia garantizada es fabricación exclusiva del entendimien­ to y de la voluntad. El deseo de salir a la calle, por creer que la casa está en orden, es un pretexto inconsciente. Molesta ocupación quedarse tranquilamente con los brazos cruzados contem­ plando la propia miseria. Pero hay que hacerlo. Tiempo queda para remediarla. Esa impaciencia se parece a la de los alpinistas improvisados. Con las ansias de llegar a la cumbre, les parece tiempo perdido el que emplean en estu­ diar el mapa. Creen que basta saber dónde está la cum­ bre, para emprender sin más la subida. ¡ Cuántos disgustos, y cuánto tiempo ahorran esos momentos, horas, días, per­ didos en hacer reposadamente los planos! ·'

Vida,

22. 5-1S.

217

3.—Libertad

y método.

.La oración es un trato de amistad. Nada oficial. No requiere, por consiguiente, protocolo. Se ora bien, siempre que se quiere. Porque basta querer y hacer lo que se puede, para hacerlo bien. Con mucha devoción y muy buenos deseos se predica frecuentemente un mal sermón o se cumple mal un encargo. A pesar de su buena intención, que asegura al predicador un elevado mérito, el sermón sigue siendo un ciempiés. Cosa seme­ jante no puede verificarse en la oración. Es sencilla. No olvidemos esta nota que Jesucristo ha querido imprimir a la oración cristiana4. Quiere que el cristiano no hable mucho, ni con el entendimiento ni con los labios. Eso es cosa de paganos, que convierten la ora­ ción en oratoria o arte de convencer a Dios. Piensan que Dios se convence cuando el orante logra convencerse a si mismo. El cristiano que les imita no obra como cristiano,, sino como puro hombre. Esa idea no tiene cabida en el Evan­ gelio. En cristiano, basta que cada uno se convenza de su propia miseria y de que Dios le soporta por misericordia. Sin más recomendaciones para ser escuchado. Puede ser la oración mental o vocal. No insistamos mu­ cho en la distinción, porque no lo sufre la realidad. SI la vocal es oración, es por lo mismo también mental. Entre las personas dedicadas al cultivo serio y metódico de la vida interior existe un cierto menosprecio de la oración vocal. Prefieren estar secas como un palo, a rezar una vez con lentitud el Padrenuestro. Pierde para ellos todo su encanto la oración del publicano, si se imaginan que la pronun­ ció con los labios. Y no hay razón para ello. La oración vocal es un instrumento precioso en cualquier estadio de la vida espiritual. Reactiva las potencias inertes por la aridez, es tabla salvadora para la mente náufraga en momentos de turbación. El daño le ha venido a la ora-

CRISTIANOS POR DENTRO

ción vocal de que ya no se emplea como rezo espontáneo. Siempre enrolada en un determinado «pensum». Se reza el rosario, los siete Padrenuestros, los treinta Credos, los vein­ ticuatro Gloria Patri, por los difuntos, por... Son preciosas tales devociones fundadas en la oración. Siempre cuidando de que, al convertirse en devoción, no deje de ser oración. No está mal rezar un Padrenuestro a Dios, a Jesucristo, sin más especificaciones. No lo hago por esta intención, ni por la otra. Rezo, porque quiero rezar. Aquí vale el principio: rezar por rezar. Es fecuente el caso de que la intención destruya la oración. Quien supiere aprovecharla, encontrará en ella un buen medio para ayudar a su flaqueza. Pero se debe hacerla con la misma libertad con que se hace la mental. Sobre todo, -esas oraciones del Evangelio y de la Iglesia, llenas de in­ terés por las cosas de Dios. Centrar en ello la oración es el mejor modo de que Dios venga a remediar tus pre­ ocupaciones personales. «Para alcanzar las peticiones que tenemos en nuestro corazón, no hay mejor medio que poner la fuerza de nuestra oración en aquella cosa que es más gusto de Dios; porque entonces no sólo dará lo que le pe­ dimos, que es la salvación, sino aún lo que El ve que nos conviene y nos es bueno, aunque no se lo pidamos» 5. La oración mental es siempre un mayor desprendimien­ to de fórmulas. Por eso es la predilecta de las personas que buscan la intimidad con Dios. Sin excluir la vuelta mo­ mentánea a la vocal. La mente mira y ama. Esta necesidad impele a los perfectos a preferirla, no el deseo primordial de hacer prosperar sus pequeños intereses o cosillas. La oración mental simplifica y acerca más el objeto. La oración mental no tiene observancias. Se ora como se quiere o como se puede. Pero es un hecho que casi todos
de l a

C ru z,

Subida del Monte Carmelo, 3. 44. 2.

219

tinuo, y hablar con El o mirarle simplemente. «El Señor lo enseñe a las que no lo sabéis, que de mí os confieso que nunca supe qué cosa era rezar con satisfacción hasta que el Señor me enseñó este modo; y siempre he hallado tan­ tos provechos de esta costumbre de recogimiento dentro de mí, que eso me ha hecho alargar tanto. Concluyo con que, quien lo quisiere adquirir, pues, como digo, está en nuestra mano, no se canse de acostumbrarse a lo que queda dicho, que es enseñorearse poco a poco de sí mismo, no perdiéndose en balde; sino ganarse a sí para sí, que es aprovecharse de sus sentidos para lo interior. Si hablare, procurar acordarse que hay con quien hable dentro de sí mismo; si oyere, acordarse que ha de oír a quien más cerca le habla. En fin, traer cuenta que puede, si quiere, nunca apartarse de tan buena compañía, y pesarle cuando mucho tiempo ha dejado solo a su padre, que está necesitada de él. Si pudiere, muchas veces en el día; si no, sea pocas. Como lo acostumbrare, saldrá con ganancia, o presto, o más tarde. Después que se lo dé el Señor, no lo trocaría por ningún tesoro» 6. Parece contradictorio introducir un método en este rei­ no de la libertad, que es la oración. Asi piensan muchos. Creen materializar sus relaciones con Dios, dividiendo su actividad en partes. Y con más empeño y voluntad que dis­ creción van directamente al meollo de la oración cristiana. Quieren oración y solamente oración. El método, en todo caso, para principiantes absolutos. La ignorancia siempre tan decidida. El método es una norma que regula esa múltiple acti­ vidad que incluye nuestro trato con Dios. Hablando estric­ tamente, no condiciona la oración misma, sino las partes que la preceden y siguen. ¿Lo has pensado alguna vez? Vas a estar en coloquio con Dios. .La ocupación no es, en oca­ siones, tan sencilla como parece. Cuesta recoger la persona y colocarla toda ante Dios. El método de oración te dice " S , T eresa,

cam ino de perfección. 29. 7.

m

CRISTIANOS POR DENTRO

el modo en que debes prepararte para tener con Dios ese trato de forma más permanente y efectiva. Enseña la ma­ nera de recoger las potencias y templar el alma: lectura, arrepentimiento... Al llegar a la oración propiamente dicha, el método,, como la estrella de Belén, se retira y calla, mientras se verifica el contacto directo con Dios. Ahí puedes desplegar libremente tu genio personal, tus recursos y preferencias: individuales. Nadie te oprime, ni te toca. Haz como quieras. Si, durante esos momentos, te pierdes, el método te re­ cobra. Al terminar la intimidad, te ayuda a utilizarla y sa­ car ulteriores ventajas. Una hora de íntimo coloquio puede evaporarse en gran parte, por no saber cristalizarla en fór­ mulas de vida. También aquí enseña el método. El día que entiendas la finalidad y la esencia del método de oración,, será tu mejor amigo. Le veo figurado exactamente en la estrella que guía a los magos. Va mostrando el camino de ida. Cuando llegan a Jesús mismo, la estrella desaparece. Una vez puestos en contacto inmediato con la realidad divina, la estrella ter­ mina su misión. Se oculta modestamente, reconociendo que no está llamada a intervenir en el coloquio de la gruta. Reaparece cuando los Magos, terminados aquellos momentos de cielo, emprenden el camino de retomo a su país. Como la estrella, el método. Guía hasta la puerta del santuario en que sólo entran Dios y el alma. El método queda fuera,, como paje discreto. Te espera a la salida y te conduce a tu ocupación ordinaria. No se diga ahora que el método de oración coarta la libertad individual. Unicamente quita el riesgo o libertad de errar el camino o perder el tiempo y no llegar nunca a la gruta del Salvador. Eso no es libertad. Luego te en­ seña a prolongar el trato y a hacer durante todo el día algo parecido. El método no lleva pretensiones de monopolio. Se uti­ liza para ratos largos o más expresamente dedicados a la

221

oración. Algo dice sobre la mezcla de oración y ocupaciones ajenas durante el resto del día. Para decir algo a Dios, o pedirle algo, no necesitas de ningún método especial. Una inspiración momentánea se basta a sí misma. Lleva direc­ tamente al trato con Dios. ¿Para qué otro guía? Por la utilidad inmensa que presta el método, esa serie de normas concretas, alguien ha llegado a decir que la ora­ ción es un arte. Como todas las demás artes, se aprende a base de normas y experiencia7. Hay algo de exageración en esta frase, pero apunta bien. El método ayuda a orar 'Convenientemente. Sólo que el arte no lo es propiamente la oración. Es el modo de prepararse a ella y de sacar después un mayor fruto. El método, así entendido, no es ya cosa de principian­ tes. Sucede que no se sabe separar de estos principios uni­ versales una función provisional que en los principiantes desempeña el método. Les dice la medida y proporción en que deben colaborar, durante la oración misma, el entendi­ miento y la voluntad. Prescripciones de este género son bue­ nas a los principios. Pero es legítimo prescindir de ellas :a un cierto tiempo. El mayor peligro que encierra el método está en que deje «de ser método, y se convierta en centro de la atención. En lugar de conducir al trato con Dios, que vaya haciendo meta de cada una de las etapas que distingue el camino. Es como .si la estrella, olvidada de su misión, hubiera hecho de guía turística en las ciudades que encontraba en su camino. Este peligro no es del método, sino del que lo usa. Se detiene en la lectura, y la convierte en lectura espiritual; en el examen, y tenemos un examen de conciencia; en el discur­ so, razonando como un filósofo. Las partes tienen su fun­ ción en el conjunto. No se pretende de ellas otra cosa. El espíritu conserva siempre el derecho supremo de prescindir de alguna parte y saltarla, cuando lo pida el interés de la oración misma. Dios se adelanta a veces, y no espera a 7 P.

G a r r i e i , de

S.

M . M a g d a le n a ,

intimidad divina. medit. 146.

222

CRISTIANOS POR DENTRO

que el espíritu suba todos los escalones. Le recoge casi en el primero. 4.—O ración

de todas las horas.

Una empresa de titanes acomete quien se decide a to­ mar en serio la oración. Hay algo de paradoja, porque el motivo parece sugerir una ocupación de afeminados: «co­ mienzan a ser siervos del amar, que no me parece otra cosa determinamos a seguir por este camino de oración al que tanto nos amó» 8. Sendero cuesta abajo ser siervo del amor. Pero no engañarse con las palabras. El amor es exclusi­ vista. Entra suavemente, pero, una vez conquistado el cam­ po, lleva las cosas al extremo. La oración mira precisamente a fomentarle. Por eso la oración tiene que ser toda una vida consecuente, y no re­ ducirse a unos momentos de cielo sin trascendencia. Te empeñas. La oración es una manera de vivir. El trato ín­ timo con Dios hace ver al alma con claridad meridiana su estado actual. Sus apegos son espinas en estos ratos de vi­ sión. Resulta violenta la coexistencia de la oración con la vida floja. Se impone el cambio necesario de toda la persona. Se da una correspondencia que resulta extraña, de puro exacta. Mayor intimidad en la oración, mayor rigor en el uso del mundo. Si en esto se conceden licencias, la intimi­ dad automáticamente se debilita. La oración verdadera pre­ tende desde el primer momento regular toda la vida. No es un mecanismo misterioso. Aquí lo tienes en pocas pala­ bras. La oración es, según queda explicado, el ejercicio intencionado de las virtudes teologales, de tendencia a Dios. Por el mero hecho de orientarlo a Dios, el afecto necesita un correlativo desprendimiento y soledad interior con re­ lación al mundo. Es natural que, cuando el trato con Dios se intensifica, se dé un alejamiento proporcional de las ten­ dencias a la tierra. * 8 . T e re s a ,

Vida,

11. 1.

ORACIÓN

22$

Por no percibir estos dos brazos del cuerpo teologal, ve­ mos un enigma en la actividad interior. Quisiéramos que fuera compatible el afecto a Dios y la tranquila fruición del mundo. Mas el espíritu no se acomoda a nuestros de­ seos: ¡mira que también el espíritu es caprichoso! Como el espíritu descansa en Dios, debieran las pasiones reposar en su propio objeto. No lo hacen así. Carece de fundamento nuestra sorpresa. Nos ha hecho Dios para Sí. Y esto no con un precepto externo, como el rey hace ministro a un ciudadano, que en su casa sigue viviendo como antes, como quiere. Lo más íntimo del ser humano está hecho por Dios y para Dios. Aunque se es­ conda el hombre debajo de tierra, no se arrancará jamás: ese arpón. No es posible cambiar nada. Las tendencias in­ feriores entran a formar parte de ese plan teologal. Están enroladas en el mecanismo de lanzamiento al infinito. la s desvías hacia la tierra, y hay dentro de ti algo que pro­ testa. Pero no tienes derecho alguno a tachar de capri­ choso a ese fondo descontentadizo. Dios tiene la culpa, que le ha hecho así. Es como dar hierba a un carnívoro. Si rehúsa y sigue de nosotros esperando otro alimento, no es por ello descontentadizo. Ejerce el mínimum de sus dere­ chos y facultades. La vida de oración es vida de renuncias. Intensifica las virtudes teologales. Es como atizar el fuego, que cada vez pide más leña. San Juan de la Cruz ha dado una defini­ ción efectiva del amor divino: «El amar es obrar en des­ pojarse y desnudarse por Dios de todo lo que no es Dios» 9. La definición no dice amor, pero lo es. Ya la actitud misma de renuncia y sacrificio es oración sacrificial. Aproximadamente, la disposición de ánimo del publicano, traducida en obras: reconocimiento del propio pe­ cado, ansias de volver propicio a Dios. No nos contentaremos con esto. La actitud de renuncia es oración solamente en un sentido amplio. La verdad es » Subida del Monte Carmelo, 2. 5, 7.

224

CRISTIANOS POR DENTRO

que hay mucho más. El desprendimiento conduce a hacei continua la oración propiamente dicha. «Donde está tu te­ soro, allí está tu corazón» 10. Pensamiento y afecto tienen un mismo y solo centro. Si se retira de las creaturas, habrá que ponerlo en Dios. La oración no es ya un ejercicio. Es la respiración del alma. Una actividad tan constante como el vivir. Al final, llegarás a soñar con Dios.

CON

CRISTO

Al término de nuestra carrera topamos nuevamente con Cristo. No es una sorpresa. Le conocemos desde el princi­ pio. Le hemos tenido al lado constantemente. £1 proceso interior del cristiano se desarrolla todo en compañía de Je­ sucristo. No espera a ser santo, para hacerse su amigo. Como esas personas, que esperan a arrancar sus victos y tener conciencia limpia, para coger director espiritual. Natural­ mente, no lo consiguen. Es precisamente para lo que nece­ sitan su ayuda. No hay que esperar. Jesús mismo ha de co­ municar la santidad. El lo sabe. ,Le tenemos por amigo. Envidiable hallazgo, que hace ol­ vidar todo lo demás. Como toda amistad, concentra y llena. Ella sola se cree suficiente a sostener la vida entera. Es verdad que la atracción personal y el empuje que comuni­ ca la intimidad con Cristo vienen a producir todos los efec­ tos de la ley, y con ventaja. Más meditación de los Mis­ terios, menos normas. Fué el principio de los primeros cris­ tianos: «Sabido es que en aquellos siglos de fe intensa el dinamismo de la verdad, contemplada en las fuentes de la Sagrada Escritura y de la liturgia, actuaba sobre las almas, más que la autoridad de una ley moral detallada» u . Asi están las cosas en el Evangelio y los Santos Padres. Sólo la figura y el ejemplo de Cristo pueden traer el equilibrio a esa inquietud latente en todo el libro y en el espíritu de todo cristiano: ¿amor o ley? Los simplistas han escogido el amor, protestando contra el abuso de una ley jurídica en el cristianismo. En el presente libro, me he mos­ trado amigo de una simplificación, siempre a favor del amor. 11 Cfr. «Revista de Espiritualidad», 19 (1960), 133.

15

El cristianismo, religión del amor. Pero no llego a la uto­ pia, que es, además, un disparate histórico. El amor cris­ tiano no es como cada uno lo imagina, sino como Jesucristo lo ha practicado y enseñado. Leo el Nuevo Testamento. Las cartas de San Pablo son el apoyo y argumento de los que no quieren ley. Las en­ cuentro divididas en dos secciones. Expone, primeramente, los dogmas y misterios. A continuación añade otra parte, que solemos llamar «parenética» (exhortatoria). Eufemismo. No se trata de directivas. En la intención del Apóstol, son leyes en sentido estricto. Matrimonio, virginidad, cansinas, eucaristía, reuniones. Prohíbe y manda. Habéis muerto al pecado, vuestros miembros son miembros de Cristo. He aquí un dogma lleno de consecuencias. Y San Pablo las saca él mismo: no os engañéis, los que cometen éste y éste y el otro pecado, no entrarán en el cielo. Se comprende. El dogma empuja a muchos, pero no mue­ ve suficientemente a la mayoría. Son los remolones. Y aun para algunos bien intencionados, incapaces de deducir por sí mismos todas las consecuencias de su fe. La experiencia está a favor de la ley. Hay me nentos en que todos los demás resortes carecen de eficacia. Por encima de todas las experiencias está el ejemplo de Cristo. Quieren hacerle un patrocinador del amor espon­ táneo, contra la ley. El dice que no viene a suprimir la ley, sino a llevarla a perfección. Pero acaso son palabras. Veamos su vida. Toda su obra redentora envuelta en obe­ diencia. Ha venido al mundo por obediencia al Padre. Acto supremo do amor y compendio de toda su vida es la muer­ te de cruz. Amor liberal al Padre y a los hombre®. Ha hecho el sacrificio por obediencia. El precepto de morir es tan ri­ guroso, que los teólogos no han llegado a saber concillarle con la libertad personal de Cristo. Misterio: Jesucristo ha realizado su acto supremo de amor, apremiado por una ley que le obligaba a morir. Cristiano, no busques libertad. ¿O es que quieres ser cristiano de otra manera que Cristo? Jesús no descorre

227

todo el velo. Pero entrevemos ya la compenetración de amor y ley en el cristianismo. La ley culmina en un amor espon­ táneo. El amor acaba, por sujetarse de tal modo, que busca una ley que haga más firme y garantice su eterna fideli­ dad. Tenemos un ejemplo clásico en la vida de la Igle­ sia: el amor del religioso, que, con libertad suprema, ha querido vincularse con un voto. El amor cristiano florece en la ley. Vivir con Cristo. Mis secretos no lo serán para El. Tam­ poco quiero méritos aparte. Ni siquiera con la intención de poder darle un día una sorpresa. Dejó un principio, que me pone en guardia: quien no recoge conmigo, desparrama. Sin El, no recogeré nada. Si llegara a recoger algo, de nada me serviría. Además, no lo quiero, aunque me sirviera. Cristo me basta. El cristianismo es una circunferencia cristocéntrica. Ter­ minamos por donde hemos comenzado: Por Cristo, con Cris­ to y en Cristo, sea dada a Dios Padre toda honra y gloria por siempre (Canon de la S. Misa).

INDICE f*p P r ó l o g o .......................................................................................

#

^

I JESUCRISTO C apítulo 1 . —La Luz del m u n d o . .............................................................. 11

1. 2. 3. 4.

Clave de la Historia ................................................................... 11 El M a estro ....................................................................................... 15 ¿Quién es Dios?........................................................... . . . 20 Rasgos d o m in an tes........................................................................ 24

C apítulo 2 .—M i Camino

. ........................................................................30

1. Ansias de p le n itu d ........................................................................ 30 2. El nos e n s e ñ a r á .............................................................................^4 3. Destino in d iv id u a l........................................................................38 C apítulo

3.—Jesucristo vive

dentro .............................

. . . . .

1. Incorporación su c esiv a................................................................... 2. Cristo Místico . . . ............................................................. 3. Experiencias personales..................................................................

43 ^

53

J esucristo h o y .......................................................................................... ^

II HOMBRES DE CRISTO C apítulo

4 —La

F e ........................................................................

Págs

1. 2. 3. 4. 5.

Religión positiva . . . . ♦ · ................................................... ^ Un mundo n u ev o ....................................................... * . . · · 72 Cristianos a medias .............................................................................^ El justo vive de la fe . . . · · · ♦ · · · ........................... A p u l s o .............................................................* ......................... .....

Capítulo 5»—La Esperanza 1. 2. •3' 4.

.;.··.·*·»·

. . . . . .

94

Espero porque c r e o ............................................................. 94 99 M a ra n a th a ....................................................................... ..... En su ayuda............................................................................................ ^ 3 ¿Premio o liberación?............................................................. ..... 107

Capítulo 6.—La Candad . ......................................................... V 112 ......................................................... ..... ....112 Ley cristiana . . Amigos de Dios.................... ............................................. ....................... 114 Mandante neo nuevo . . . . . . ............................................... 118 Amistad a solas......................... .... ........................................................ 126

1. 2. 3. 4.

El HOMaai

real

.......................................................................................129

III PERFECCION CRISTIANA Capítulo 7 .—Sinceridad ..................................................................133 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7.

Ilusiones de santidad .............................................. .............................133 Determinación perseverante...................... . . . . . . . 1 3 9 Nocbe . . . . ................................................................................ 142 Ley y conciencia..................................................................................149 Fidelidad suprema............................................................. . . . . 153 Sinceridad y escándalo....................................................................... 157 Estamos ricos, somos p o b res................................................................ 159

Capíulo 8 —Ideal de Perfección Cristiana

. . . . . . .

¿

. . ·

163

1. Mentalidades d iv e rs a s ................................... ..... 163 2. Limites de perfección humana y moral. ......................................... 169 3. Acciones santificadas, no santificantes. ......................................... 175 4. Actitud teologal. . . . ..................... ..........................178 *x ¿Integración o sustitución? . . . ................................. - - - · 183

C a p ítu lo

9 —Método Teologal

.

.

1.

Pian de v id a .......................... 2. Realización práctica 3. Ventajas del método teologal 4. No hay matemática» C apitulo 1 0 .— Oración.

1. 2. 3. 4.

Necesidad de Dios Trato de amistad Libertad y método Oración de todas las horas. C on C r i s t o ..................................

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